gramsci el mito y la voluntad colectiva

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Gramsci el mito y la voluntad colectiva “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones.” Spinoza “Cuanto mayor es el número de cosas por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones.” Spinoza Horacio González decía que Sorel ha sido de esos pensadores rezagados del raconto de la historia del pensamiento; más utilizado que citado. Es que de alguna manera sus guiñes, reales o no con el fascismo, o en todo caso las lecturas que el fascismo hizo de Sorel, lo volvieron un pensador difícil de digerir. Sorel incomoda cuando le discurrimos. No es una escritura fácil. Pero también, porque tampoco se dan cita respetuosamente las polémicas que invoca. Ahora bien, este no es el caso de Antonio Gramsci; en este caso más citado que leído. Gramsci se hace cargo de Sorel. Nomás en la primera página de su ensayo hará explícita la paternidad general que atraviesa el Príncipe Moderno. Porque de alguna manera, el Príncipe Moderno de Gramsci es una reescritura del Príncipe de Maquiavelo desde las lecturas de George Sorel. Y también de Renán. O si se quiere, encuentra los postulados de este en aquél otro texto. Como sea, se trata del mito, se trata de Maquiavelo y se trata del porvenir del socialismo. Sin embargo, no estamos ante un mero ensamble. Quiero decir, la interpretación que esgrime Gramsci no se esboza como ejercicio de repetición; pues entre el mito soreliano y el mito gramsciano hay algunas diferencias. Entonces, parecido pero diferente. Diferencia y repetición. Gramsci reafirmará tanto como corregirá. La novedad en la relectura de Gramsci estará dada por el carácter constructivo que prepara para el mito. A diferencia de Sorel, que ponía el acento en el momento destructivo del mito, Gramsci daba una vuelta de tuerca destacando el carácter constructivo del mito político. Pero no vayamos tan aprisa. El punto de partida para Gramsci es Maquiavelo, “el Príncipe” de Maquiavelo. La relectura se justifica por la problemática semejante que observa entre los dos momentos. La lectura se vuelve un ejercicio oblicuo. En efecto, la Italia de Maquiavelo es un Italia serializada, deconstruida en una serie de principados, ducados y otras partículas. Los residuos feudales confunden el lugar de la política precipitando a toda la península a continuas luchas. En este sentido, el problema para Maquiavelo era la unificación. Aunque en el fondo se trataba del vulgo; digamos de la sociedad civil para acercarnos a la reinterpretación gramsciana. En última instancia, si lo leemos entre líneas, de lo que se trataba era de las multitudes, cómo controlar, gestionar las derivas poblacionales. Maquiavelo pensaba que las multitudes fragmentadas, ya que resultan fácilmente seducibles, fáciles de captar por parte de los Príncipes debido a la misma credulidad que les caracteriza, decía que son estas multitudes desperdigadas, que van pasando de mano en mano entre distintos príncipes, las que obstaculizaban la unificación. Entonces, en la medida que se trataba de conjurar la diseminación social el problema era trascender los particularismos, esto es producir una contención política general. En Maquiavelo el problema de la unificación será al mismo tiempo, el problema de la formación del Estado. Y por eso, Maquiavelo imagina una figura que tendrá que ser lo suficientemente fuerte como para contener los diferentes localismos, digo, para trascender los múltiples conflictos que desbanden la política. Esa figura será el Príncipe. El Nuevo Príncipe. Y digo bien: El

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Gramsci el mito y la voluntad colectiva

“Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones.” Spinoza

“Cuanto mayor es el número de cosas por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones.” Spinoza

Horacio González decía que Sorel ha sido de esos pensadores rezagados del raconto de la historia del pensamiento; más utilizado que citado. Es que de alguna manera sus guiñes, reales o no con el fascismo, o en todo caso las lecturas que el fascismo hizo de Sorel, lo volvieron un pensador difícil de digerir. Sorel incomoda cuando le discurrimos. No es una escritura fácil. Pero también, porque tampoco se dan cita respetuosamente las polémicas que invoca. Ahora bien, este no es el caso de Antonio Gramsci; en este caso más citado que leído. Gramsci se hace cargo de Sorel. Nomás en la primera página de su ensayo hará explícita la paternidad general que atraviesa el Príncipe Moderno. Porque de alguna manera, el Príncipe Moderno de Gramsci es una reescritura del Príncipe de Maquiavelo desde las lecturas de George Sorel. Y también de Renán. O si se quiere, encuentra los postulados de este en aquél otro texto. Como sea, se trata del mito, se trata de Maquiavelo y se trata del porvenir del socialismo. Sin embargo, no estamos ante un mero ensamble. Quiero decir, la interpretación que esgrime Gramsci no se esboza como ejercicio de repetición; pues entre el mito soreliano y el mito gramsciano hay algunas diferencias. Entonces, parecido pero diferente. Diferencia y repetición. Gramsci reafirmará tanto como corregirá.

La novedad en la relectura de Gramsci estará dada por el carácter constructivo que prepara para el mito. A diferencia de Sorel, que ponía el acento en el momento destructivo del mito, Gramsci daba una vuelta de tuerca destacando el carácter constructivo del mito político. Pero no vayamos tan aprisa.

El punto de partida para Gramsci es Maquiavelo, “el Príncipe” de Maquiavelo. La relectura se justifica por la problemática semejante que observa entre los dos momentos. La lectura se vuelve un ejercicio oblicuo. En efecto, la Italia de Maquiavelo es un Italia serializada, deconstruida en una serie de principados, ducados y otras partículas. Los residuos feudales confunden el lugar de la política precipitando a toda la península a continuas luchas. En este sentido, el problema para Maquiavelo era la unificación. Aunque en el fondo se trataba del vulgo; digamos de la sociedad civil para acercarnos a la reinterpretación gramsciana. En última instancia, si lo leemos entre líneas, de lo que se trataba era de las multitudes, cómo controlar, gestionar las derivas poblacionales. Maquiavelo pensaba que las multitudes fragmentadas, ya que resultan fácilmente seducibles, fáciles de captar por parte de los Príncipes debido a la misma credulidad que les caracteriza, decía que son estas multitudes desperdigadas, que van pasando de mano en mano entre distintos príncipes, las que obstaculizaban la unificación. Entonces, en la medida que se trataba de conjurar la diseminación social el problema era trascender los particularismos, esto es producir una contención política general. En Maquiavelo el problema de la unificación será al mismo tiempo, el problema de la formación del Estado. Y por eso, Maquiavelo imagina una figura que tendrá que ser lo suficientemente fuerte como para contener los diferentes localismos, digo, para trascender los múltiples conflictos que desbanden la política. Esa figura será el Príncipe. El Nuevo Príncipe. Y digo bien: El Príncipe; escrito en singular. El Estado como una tautología de una personalidad superindividual.

Dijimos entonces que el punto de partida es el Príncipe, aunque ya no se trate del príncipe absolutista, sino del Príncipe Moderno. Y si el punto de partida es el mismo, tendrá que ver, en parte, porque los problemas que encuentra Gramsci en Italia eran semejantes a los que se topaba en su momento el propio Maquiavelo. Digo: una sociedad serializada. Y cuando no se trataba de la comunidad dispersa, eran las multitudes fascinadas con el jefe, encandiladas por su líder. Pensemos que Gramsci escribe la mayor parte de su obra desde la cárcel, es decir en pleno régimen mussoliniano. Escribe en los momentos en que el movimiento fascista está en pleno auge. Entonces hay que disputarles la sociedad civil, el sentido de las multitudes, al propio Mussolini. Y para ello, Gramsci sabe que con lubricaciones teóricas ni basta, ni sirve. Se necesita por el contrario una artillería semejante a la que despliega y manipula el propio fascista. Hay que usar entonces palabras pesadas, ideas fuerzas. Dicho con una palabra: mitos. De lo que se trata es de mitologizar el marxismo. Y acá es donde Gramsci introduce (invoca) las lecturas de George Sorel; pues como Sorel entendía, a las multitudes no se las captura y mucho menos moviliza recitándoles de memoria la teoría de la plusvalía y la alienación. No es que Gramsci comparta el antiintelectualismo de Sorel, pero entiende (se da cuenta) que en ese punto, la política requiere de nuevas estrategias (que son estrategias comunicacionales), de nuevas formas de hacer política. Porque en el fondo, el problema del mito, la discusión en torno del mito, no deja de ser un debate sobre políticas de comunicación. Si la cuestión es organizar a las multitudes, el problema será cómo llegar a las masas para luego recién poder organizarlas. Y pensar “cómo llegar” es discutir “qué lenguaje” habremos de utilizar.

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De alguna manera este mismo problema seguramente también lo tuvieron Marx y Engels. Cuando escribieron el Manifiesto Comunista lo escribieron pensando en aquella multitud parapetada detrás de las barricadas; antes que en el ciudadano sentado reconfortadamente en una habitación con todo el tiempo del mundo para dilucidar sutilezas. Marx sabía que había que simplificar la teoría, aún a riesgo de deformarla, para contener aquella revuelta. El interlocutor del manifiesto es el lector de barricada, y este no anda con demasiado tiempo para rastrear los planteos de un análisis meticuloso. La palabra tiene que ser tajante. Decirse de una sola vez. Tiene que ser lo suficientemente contundente como para poder entonar el conflicto que está teniendo lugar. Aquellos militantes, que en esos momentos se parecen más a soldados que a intelectuales, no necesitan de clases teóricas o pomposos discursos; sino consignas y otras arengas por el estilo. Luego vendrán las teorías, el momento de agregar todo lo que se le sacó al manifiesto, es decir de complejizar lo que primeramente tuvo que simplificarse para poder llegar a las masas, para sostener la experiencia política concreta.

Y tratándose del siglo XX, esto es, cuando la política resulta atravesada por las multitudes, cuando la política se masifica; y tratándose de Italia, que ha sido capturada (seducida fascinosamente) por Mussolini, Gramsci percibe que habrá que ensayar otras formas políticas para disputarle el sentido de aquella masificación, que es de alguna manera el sentido mismo de la historia y la realidad que las embola.

Es en este sentido que Gramsci será anti-intelectualista; de la misma manera en que lo fueron Marx y Engels durante aquellas revueltas. Por eso le escuchamos decir cosas como estas: “La doctrina de Maquiavelo no era, en su época, una cosa puramente ‘libresca’, un monopolio de pensadores aislados, un libro secreto que circula entre iniciados. El estilo de Maquiavelo no es el de un tratadista sistemático, como los que existían en la edad media y en el Humanismo, al contrario: es el estilo de un hombre de acción que quiere mover a la acción; es el estilo de un ‘manifiesto’ de partido”[1]

No se trata de impugnar el saber intelectual como la pedantería y el filisteismo a la que se es proclive. “El error del intelectual consiste en creer que se puede saber sin comprender, y, especialmente, sin sentir ni ser apasionado (no solo del saber en sí, sino del objeto de saber), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, po lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el ‘saber’. No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre intelectuales y el pueblo-nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio.”[2]

Por eso para Gramsci, “los puntos concretos del programa deben incorporarse a la primera parte, es decir, deben resultar ‘dramáticamente’ de la argumentación, no ser una exposición fría y pedante de raciocinios.”[3] En pocas palabras: de lo que se trata es de bajar a Marx. Traducirlo, para decirlo de una manera prolija. Pero en ese mismo ejercicio, simplificarlo. De lo que se trata es de popularizar al marxismo. Y para ello habrá que mitologizarlo.

Decía entonces que para Gramsci el punto de partida de la política, de la acción política, es el Príncipe Moderno. Mucho se ha discutido cuál sería la figura que asumiría el Príncipe Moderno. Algunos piensan que se trata de un Partido y otros simplemente que se trata de un Libro, incluso de un periódico. Como sea, cualquiera de las formas de que se trate, debería funcionar de acuerdo al mito soreliano, al compás del mito político. De manera que, primero: “El príncipe moderno, mito-príncipe no puede ser una persona real, un individuo concreto; solo puede ser un organismo, un elemento de sociedad complejo en el que ya se han iniciado la concreción de una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción.” Segundo: De lo que se trata es de formar la voluntad colectiva; de unificar y organizar la voluntad colectiva “como conciencia operativa de la necesidad histórica, como protagonista de un drama histórico real y efectivo”[4] Y tercero: de sincronizar la acción de las multitudes para que puedan llegar irrumpir simultáneamente en la vida política; para que la espontaneidad que sobresalta de vez en cuando se traduzca en una fuerza política efectiva.

Como se puede observar, el mito gramsciano, es un mito que, a diferencia del mito soreliano, ya no se concentra en su posibilidad destructiva, sino en su momento constructivo. Es que el punto de partida de Gramsci es la derrota. Su partido ha sido derrotado. Gramsci está encarcelado. De seguro que habrá que imaginar nuevas formas para la política. Hay que volver a comenzar. Siquiera para pensar algún día en ese cataclismo fundacional habrá primero que organizar la voluntad colectiva alrededor del mito. Por eso el mito de Gramsci es un mito positivo. Pero al igual que en Sorel, de lo que se trata es de subjetivizar a las multitudes. Politizarles. Transfigurarlas en sujeto histórico. Maximizar sus fuerzas políticas. Para eso se necesita el mito. De nada sirven las clasificaciones y las disquisiciones sobre diferentes criterios. A la hora de disputar las multitudes se requiere del mito político. Es decir, de la organización de una fantasía artística. Y en esto Gramsci parece no dejar dudas: “Ya no la fría utopía o el raciocinio doctrinario sino la creación de una fantasía concreta que operará sobre un pueblo disperso y pulverizado para organizar su voluntad colectiva.”[5]

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Es la época del folletín y la novela popular. Pero también, dentro de poco tiempo, será la hora del cine Ruso y por supuesto de la radio. La lectura se dispone para un interlocutor masivo y comienzan a sondearse las posibilidades de las imágenes del cinematógrafo. La política incursiona en la estética en busca de imágenes-fuerzas que sepan mostrar en un grabado lo que llevaría diez páginas contarlo. La política se comprime para reclutar fuerzas. Lograr una síntesis que le permita captar, y al mismo tiempo contener, el devenir multitudinario de la política.

Eso por un lado, pero por el otro, si suponemos que el Nuevo Príncipe es un periódico, nos encontramos por momentos, muy cerca de la escritura de Lenin. Claro que primero habría que desmontarla de su esquema vanguardista. Es que el periódico se constituía como redundancia del Partido, con su trama jerárquica y burocrática. Por el contrario, el diario de Gramsci asume formas más flexibles. Por empezar no reclama para sí el lugar de la vanguardia. Y además incorpora otros lenguajes que los bolcheviques desplazaron por burgués o religioso. Pensemos nomás en la incorporación de las crónicas policiales. Si hay un género vapuleado, visto sospechosamente, ese ha sido el policial. Pues bien, hete aquí, como enseguida veremos, que para Gramsci este será un momento importante e ineludible de la escritura periodística, aún si se trata de la prensa revolucionaria. El marxismo deberá disputar el sentido común.

Pero más allá de todas estas diferencias, sospechamos ciertas similitudes entre las posibilidades que tanto Gramsci como Lenin reparan para la política con la edición de un periódico. Por eso encontramos a Lenin en su “¿Qué Hacer?”, que es algo así como el manual de estilo de las diferentes vertientes comunistas, preguntándose si “¿puede un periódico ser un organizador colectivo?” La respuesta no deja dudas: “Afirmativamente.” “No existe otro medio de educar fuertes organizaciones políticas que un periódico para toda Rusia.” El periódico es el medio práctico para concentrar y organizar la multitud espontánea que, despolitizadamente, permanece de un modo disperso. Claro que con el periódico no alcanza. “El periódico sería una partícula de un enorme fuelle de forja que atizase cada chispa de la lucha de clases y de la indignación de un pueblo, convirtiéndola en un gran incendio.”[6] Pero el punto de partida para Lenin esta dado por un periódico de alcance nacional. Por ahí hay que empezar. Al menos en una primera etapa, la política debería pensarse como una tautología de la prensa escrita. La figura del militante reúne la práctica del político y del periodista. Los cuadros son los staff del diario. El militante es antes que nada un publicista.

Para disponer la acción primero hay que saber desplegar la palabra que vaya zurciendo la experiencia comunitaria que permanece dispersa en el devenir multitudinario. Una escritura que les ponga bajo el mismo nombre, que las incluya en la historia. Dice Lenin: “Se puede empezar únicamente por incitar a la gente a pensar en todo esto, a resumir y sintetizar todas y cada uno de los indicios de efervescencia y de lucha activa.” Y luego, cuando se pone comparativo: “La organización de un periódico para toda Rusia debe ser el hilo fundamental. (...) Cuando unos albañiles colocan en diferentes lugares las piedras de una obra grandiosa y sin precedentes, ¿es una labor ‘en el papel’ tender la plomada que les ayuda a encontrar el lugar justo para las piedras, que les indica la finalidad de la obra común, que les permita colocar no sólo cada piedra, sino cada trozo de piedra, el cual al sumarse a los precedentes y a los que sigan, formará la línea acabada y total? ¿No vivimos acaso en un momento de esta índole en nuestra vida de partido, cuando tenemos piedras y albañiles, pero falta precisamente la plomada, visible para todos y a la cual todos pudieran atenerse?”[7] En este sentido, el periódico, es el punto de referencia que sirve de anclaje a la masividad de la política. Es un “llamamiento”: el fuego que atrae, que captura las miradas y calienta los cuerpos. Y al decir esto, pienso no sólo en el Iskra, La Chispa, de Lenin; sino también en la Antorcha de Karl Krauss, o en el homónimo argentino dirigido por el anarquista González Pacheco. Pienso desde luego, en las Iluminaciones de Benjamín, las Radiaciones de Jünger, el Lanzallamas de Arlt, el foco de Guevara o el mismísimo fuego de Prometeo. Son distintas formas de administrar la oscuridad, de deambular el misterio, pero que, más que develar buscan calentar los cuerpos, impregnándolos de otra intensidad. Arrojar luz que imprima una visibilidad diferente a la política.

Pero el periódico “no es solo un propagandista y agitador colectivo, sino también un organizador colectivo. En este último sentido, se le puede comparar con el andamio que se levanta alrededor de un edificio en construcción, que señala sus contornos, facilita las relaciones entre los distintos constructores, les ayuda a distribuir el trabajo y a observar los resultados generales alcanzados por el trabajo organizado.”[8]

Finalmente es la escritura periodística porque “solo una organización semejante aseguraría la flexibilidad indispensable a la organización combativa socialdemócrata, es decir, la capacidad de adaptarse inmediatamente a las mas variadas y rápidamente cambiantes condiciones de lucha.”[9]

Pero volviendo a Gramsci. Para Gramsci también el periodismo tiene un papel protagónico en la organización de la voluntad colectiva. O mejor dicho, la introducción de la técnica, permite que la prensa sea un lugar importante para disputar el sentido de la política.

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En aquel entonces, la técnica permitió ligar dos instancias: lo popular y lo masivo. Con el desarrollo de la técnica, lo popular sería lo masivo, o mejor dicho, se vuelve masivo. Pero no estamos hablando simplemente de una determinación tecnológica. La vida en la ciudad se había masificado y su representación se hacía con unos medios que podían contener aquella masificación. La técnica ponía a la prensa en otro lugar. Si se trataba de las multitudes, de una prensa que llegue a la multitud, se requería de otro lenguaje. Ya de por sí, la técnica, estaba introduciendo algunas limitaciones que fijaban el marco donde resonaría la escritura periodística. En realidad se trataba de limitaciones si se tiene en cuanta la retórica particular que se estaba poniendo en tela de juicio con el uso de técnicas de reproducción masiva. Depende de donde se le mire; pues si por el contrario se tiene en cuenta el desplazamiento de la política con motivo de la prensa masiva; si de lo que se trata ahora es engarzar la pulsión a una acción determinada, entonces la técnica se disponía eficazmente. Y en ello, tampoco deben buscarse interpretaciones economicistas. La utilización de estos lenguajes reproductibles poco tienen que ver con la necesidad de capturar energía monetaria. Había en aquella utilización una profunda sospecha de la sensibilidad social que se gestaba en la ciudad. Así como la masificación de la política necesitaba de nuevas formas comunicacionales, la masificación de la información, esto es, la posibilidad de expandirse más allá de una elite actualizada, suponía la misma cuestión. Si se quiere llegar a la multitud no basta, ni si quiera sirven, las grandes teorizaciones que deconstruyan las minucias que tienen lugar. Se necesitan otro tipo de entonaciones. La palabra tiene que ser clara, decirse de una sola vez sin dar demasiados rodeos. Tiene que ser contundente. Debe parecerse a una imagen. Este es el punto: hablar con imágenes-palabras, porque las palabras tienen que suscitar sentimientos que capturen nuestra atención.

Esta es la importancia de la prensa como mecanismo de mistificación, puesto que son los condensadores sociales de las pasiones que fluyen en la sociedad. La prensa permite emplazar ideas motoras que son otras tantas imágenes visuales, plenas de potencia dinámica, alrededor de las cuales se congregan las voluntades en un esfuerzo realizador. Creer y actuar porque se cree sería la fórmula. La prensa, y con ello el mito, transforma al ciudadano en un militante y en un creyente, que habla más a la imaginación que a la razón.

Tal vez sea en esta época donde mejor se plantea, al menos sin eufemismos, el problema de la comunicación; digo, de la comunicación en tanto problema para la política y problema también para la prensa. La técnica, y con ello la comunicación masiva, redefinían el espacio para la política. Nuevas estrategias, que son otras posibilidades. Para decirlo de una manera benjaminiana: se trataba de la prensa política en la era de la reproductibilidad técnica. La amplificación de la política, la constitución de un interlocutor masivo, imponía otros recorridos para la palabra. El lenguaje adquiría una secuencia diferente a la que se utilizaba en el siglo pasado. La política ingresaba de lleno en la literatura. Y tratándose de la prensa, la literatura que más se acercaba a la experiencia mítica era indudablemente el folletín. Y junto al folletín el policial. El policial sondeaba el lenguaje que hablaba la gente; pero sobre todo suscitaba los mismos sentimientos. De ahí el papel que tienen las crónicas policiales en la redacción de un periódico. La prensa del partido tampoco debería dejarlas de lado cuando se trata de disputar, antes que nada, el sentido que asume la hegemonía en la sociedad. Como decía Horacio González hace tiempo: Cuando “los de abajo juzgan por las ‘apariencias’ y aún así, no se equivocan (...): es en el plano de las apariencias, de las ideologías, donde los hombres toman partido, precisamente.”[10] Entonces, completando: Allí mismo donde las apariencias engañan, allí mismo debería recalar. Antes que jactarse y apurarse denostar por supersticioso o sublime, la política debe disputarse también en el plano de las apariencias.

Recordemos que Gramsci esta escribiendo en plena experiencia fascista. Sabe que el fascismo usó las creencias de la clase subordinada, asumiendo de la misma manera sus propios objetivos, sus propios temores, y también sus propios prejuicios. Por tanto, está claro que una política contrahegemónica tiene que usar la misma artillería. Se necesitan otras tantas palabras pesadas para disputar las propias multitudes. Y en esa disputa, que involucra el problema de la comunicación, la prensa del partido tiene que repensarse desde la posibilidad técnica. Es en ese sentido en que deben entenderse las apostillas sobre el periodismo. Entre ellas se encuentran varias reflexiones sueltas, que son otros tantos disparadores sobre la sección correspondiente a los policiales y al uso de los titulares. De seguro que la crónica policial tiene que tener su espacio, pues la gente se zambulle sobre ella antes de arribar al resto del las páginas. Algo parecido había percatado el propio Mariátegui durante su estadía en Italia. “Roma se refleja en su prensa. En una prensa peculiarmente romana: la prensa del mediodía, la stampa del mezzogiorno. En esta prensa tiene un puesto preferente el hecho de la crónica: el fattaccio. El público de esta prensa degusta cotidianamente su fattaccio, con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el fattaccio sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del demi-monde o del bajo fondo. El Corriere della Sera de Milán, parco en estos folletines, resulta un diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo novelesco. En una palabra, por el fattaccio político. Yo dudo mucho de que un artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle lectores en el Corso Umberto.”[11] Del mismo modo, para Gramsci, la crónica policial condensa el común sentido de las cosas. “Cada estrato social tiene su ‘sentido común’ y su ‘buen sentido’ que en el fondo es la concepción de la vida y del hombre más difundida. Cada corriente filosófica deja una sedimentación de ‘sentido común’: este es el documento que prueba su efectividad

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histórica. El sentido común no es algo rígido e inmóvil, sino que se transforma continuamente, enriqueciéndose de nociones científicas y de opiniones filosóficas, incorporadas a las costumbres.”[12]

Por eso decimos que Gramsci está atento a estos nuevos lenguajes. Nuevos para la política. Escribir la política con el lenguaje del policial, no para despolitizarla sino para dramatizarla. Es por eso que encontramos advertencias como estas: Respecto de los Titulares: “Tendencia a titulares grandilocuentes y pedantes en opuesta reacción a hacer titulares periodísticos, o sea anodino e insignificantes. Dificultad del arte de los titulares, que deberían satisfacer algunas exigencias: indicar sintéticamente el tema central tratado, despertar el interés o la curiosidad impulsando a leer. También los titulares están determinados por el público al que el diario se dirige y por la actitud del diario con respecto a su público: actitud demagógica-comercial cuando se quieren aprovechar el sentimiento predominante en el público como base de partida para su mejoramiento. El titular ‘Breves indicaciones sobre el universo’ como caricatura de titular y pretensioso.” O esta otra sobre la crónica policial: “Es fácil observar que la crónica de los grandes diarios se redacta como una inacabable Mil y una noches que se concibe con rasgos de novela por entregas. Existe la misma variedad de esquemas sentimentales y de motivos: la tragedia, el drama frenético, la intriga ingeniosa e inteligente, la farsa. El Corriere della Sera no publica novelas por entregas, pero su página policial tiene todas sus características con el agregado de la noción, siempre presente, de que se trata de hechos verdaderos.”[13]

“En estos casos, el texto literario del drama, que sirve de pretexto para la interpretación, se procura que no sea ‘difícil’ no psicológicamente complicado, sino, por el contrario, ‘elemental y popular’, en el sentido de que las pasiones representadas sean las más profundamente ‘humanas’ y de más inmediata constatación (venganza, honor, amor materno, etc.). El análisis incluso en estos casos, resulta singularmente complejo.”[14] No se trata de una posición anti-intelectualista. Como se puede observar se trata de distinguir los auditorios y los momentos. Tratándose de las multitudes, habrá que utilizar otras nuevas formas si se quiere llegar a ellas. Pero advirtamos que cuando decimos “lenguaje” no hablamos simplemente de una modificación en el uso de las acepciones; también habrá que exponer las cosas con otra entonación. La palabra tiene que impregnarse de la misma vibración que transcurre en la calle. Tiene que ser una palabra apasionada. Pero hay más: pues el punto de partida tiene que ser también los valores populares, los problemas de la gente. Y dicirse con el lenguaje de la gente, es también decir que los problemas tienen que relativizarse a su contexto. Ese es el punto de partida. Después llegaremos a otro lugar y se comenzará paulatinamente a enlazar los acontecimientos hasta politizarles del todo.

En otro lugar, Gramsci cita un artículo de Aldo Storni, “Conan Doyle e la fortuna del romanzo poliziesco” en el cual se indaga, según Gramsci, la cuestión de la difusión masiva en todos los niveles de la sociedad que tiene el policial; y buscando una razón psicológica para explicar el fenómeno, arriesga: “Se trataría así de una manifestación de rebeldía contra la mecanización y la standarización de la vida moderna, una forma de evadirse de la rutina cotidiana.”[15] La excepcionalidad de las situaciones que se relevan son el quid de la cuestión. De todas maneras, más allá de esta sospecha que comparte entre comillas, también es cierto que se escoge este tipo de géneros por afinidades culturales. Para Gramsci se lee un libro por impulsos prácticos y se relee por cuestiones artísticas. La emoción es un componente importante a la hora de escoger las lecturas. Una escritura que interpela nuestros sentimientos, que se dirige a nuestras pasiones, captará nuestra atención consciente. Después vendrá, en una segunda lectura, una aproximación estética. Pero primero se trata de los impulsos. Como se puede advertir es el mismo problema que con el mito. No se trata de soslayar la discusión reflexiva, sino postergarla para otro momento. Las multitudes no se movilizan con terorizaciones sobre El Capital de Marx. Necesitan de mitos. Ya vendrá el momento de complejizar. Mientras tanto si se quiere llegar a las multitudes habrá que repensar el marxismo sobre una nueva estrategia comunicacional. Lo dijimos: se trata de mitologizar el marxismo, cargar la Segunda Internacional sobre un horizonte artificial. Ya vendrán los tiempos en que habrá que agregar todo lo que tuvo que sacarle a la teoría. Digo entonces: Primero la pasión (una “política-pasión”) luego la reflexión; pero para entonces será una argumentación con convicción, la discusión se impregna de otro temperamento. Toda toma de consciencia, procede de una toma de cuerpo.

Se trata del “periodismo integral”. Integral, “en el sentido de que no sólo trata de satisfacer todas las necesidades de su público sino que se esfuerza por crear y desarrollar estas necesidades y por ello de estimular, en cierto sentido, a su público y de aumentarlo progresivamente.”[16]

El mito entonces, como aquella fantasía artística, la organización de imágenes que produzcan afectos, que susciten pasiones. Una política-pasión como “un impulso inmediato a la acción que nace en el terreno ‘permanente y orgánico’ de la vida económica pero lo supera haciendo entrar en juego sentimientos y aspiraciones en cuya atmósfera incandescente el cálculo mismo de la vida individual obedece a leyes diversas de las del provecho individual.”

Maquiavelo planteaba la figura del Príncipe como el símbolo que sirviera para aunar y organizar la voluntad dispersa conforme a la invención de una voluntad colectiva. Gramsci entonces, dirá que al marxismo le falta una idea-motriz,

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esa imagen-fuerza que permita “pensar en una ‘pasión’ organizada y permanente.” Con la mera abstracción teórica no basta (no llegaremos a ningún lado); se necesita una política concreta que enlace las multitudes a la filas que se pretende.

La problemática del mito no deja de ser un terreno incómodo para incursionar la política. Tiene sus contorsiones. Gramsci se da cuenta de los riesgos del mito. Sabe de las ambivalencias de cualquier experiencia mítica. Dice: “tanto sirve a los reaccionarios como a los demócratas.” Y esto lo dice no solamente por el cotidiano fascista, sino también por las corrientes de la derecha germana que también apelan a la ingeniería mítica antes que a la retórica libresca para corresponderse con las multitudes. En otra nota de sus cuadernos de carcel que lleva como título precisamente “mitos históricos”, Gramsci hace referencia que está estudiando las consignas del tipo “Tercer Reich” que provenían sobre todo de aquellas vertientes. Siente curiosidad por el uso que se está haciendo del imaginario mítico, donde la política se redefine desde el campo mítico. Mito y política aparecen superpuestas. Son lenguajes que se superponen. La política que se mistifica; pero el mito que se politiza. Aquellos términos que durante más de un siglo permanecieron separados y separables, comienzan a confundirse, es decir, ha refundirse en nuevas posibilidades. Por eso la política se constituye como “una forma concreta y eficaz de presentar el mito de la misión histórica de un pueblo.” Y agrega: “el punto a estudiar es justamente el siguiente: por qué una determinada forma es ‘concreta y eficaz’ o más eficaz que otra.”[17] No sabemos el resultado de estos ensayos, pero nos quedan las intuiciones, por no decir “las previsiones”, que tuvo Gramsci si tenemos en cuenta el protagonismo que la propaganda tendrá en el devenir alemán.

En fin, el mito es la forma política que parece atravesar todo el espectro de la política. Desde la derecha a la izquierda, el mito es la herramienta que se pasa de mano en mano. El mito llevó la política a regiones contundentes y parece no haber camino de regreso. Por eso para Gramsci el mito es la novedad en la política. “Se debe reconocer como necesarios determinados medios aunque sean propios de los tiranos, porque quiere alcanzar determinados fines.”

Por último, otras dos palabras más sobre el mito gramsciano. Ya dijimos que el anti-intelectualismo entre comillas que esgrime Gramsci, suponía también una “reforma moral e intelectual.” Digamos de paso que estas palabras que surgen de la propia escritura de Gramsci recuerdan el nombre de aquel libro de Renán (“La reforma intelectual y moral”) Es decir, el partido necesita de una filosofía de la praxis. Y esa manera de combinar la teoría y la política, digo bien, de fusionar el campo de las ideas con el de la practica, nos llevó nuevamente a la problemática del mito. Pero a su vez el mito desplazó la política a otro lugar. Me estoy refiriendo al problema de la voluntad. Porque bien se podría decir: “el mito o la política de la voluntad”. El mito restituye a la política al campo de la autonomía. El mito postula a la política como una actividad que requiere permanentemente de la imaginación. O al revés: pensar en el mito es emplazar a la política como actividad creativa. De lo que se trata es sustraerse de la ortodoxia determinista, del economicismo sostenido por el aparataje burocrático que piensa a la política como técnica de medición de las condiciones objetivas de producción. Digo entonces, que el mito hace depender la política de las condiciones subjetivas, independientemente de cuales sean esas condiciones objetivas. Nuevamente se trata de subjetivizar la política.

E.R.

[1] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno” en Política y Sociedad, Península, Barcelona, 1977; p. 77.

[2] Antonio Gramsci, “Paso del saber al comprender, al sentir y viceversa, del sentir al comprender, al saber” (1932) en El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Nueva Visión, Bs. As., 1997; p. 123/4.

[3] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno”; p. 75.

[4] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno”; p. 72 y 73 respectivamente.

[5] Antonio Gramsci, “El Príncipe Moderno”; p. 70. El destacado es nuestro.

[6] Lenin, ¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento, Anteo, Bs. As., 1988: p. 249 y 262 respectivamente.

[7] Lenin, op. cit. p. 251 y 252 respectivamente. El destacado es nuestro.

[8] Lenin, op. cit. p. 254.

Page 7: Gramsci El Mito y La Voluntad Colectiva

[9] Lenin, op. cit. p. 269.

[10] Horacio González, “Para nosotros, Antonio Gramsci” Prólogo a El príncipe moderno y la voluntad nacional-popular, Ediciones Puentealsina, Bs. As., 1971; p. 13.

[11] José Carlos Mariátegui, El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Amauta, Lima, 1950; p. 108.

[12] Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura, Nueva Visión, Bs. As., 1997; p. 163.

[13] Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura; p. 177 y 181 respectivamente.

[14] Antonio Gramsci, Literatura y Vida Nacional, Lautaro, Bs. As., 1961; p. 25.

[15] Antonio Gramsci, Literatura y Vida Nacional; p. 24.

[16] Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura; p. 149.

[17] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo. Sobre la política y sobre el Estado moderno, Nueva Visión, Bs. As., 1998; p. 174.