gonzalo rojas - 2007
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Gonzalo vuela cada vez más alto Tomás Eloy Martínez
Todavía me acuerdo de la impresión que me produjo Gonzalo Rojas
cuando lo conocí una tarde de febrero de 1977 en las Colinas de Bello Monte
de Caracas. Acababa de aparecer su libro Oscuro en la editorial Monte Avila,
y no cesaban de darme vueltas por la memoria las líneas de un poema que
Gonzalo había confiado semanas antes al Papel Literario del diario El
Nacional. Eran versos que respiraban sabiduría de vida, un conocimiento que
lindaba con lo místico o, por decirlo mejor, atravesaba todas las redes del
espíritu: “... es justo que el aire vuelva al aire del pensamiento y no muramos
de muerte....” Que no muramos de muerte: ésa era una línea que bastaba
para rescatar la vida.
En la poesía de Gonzalo, los números se volvían carne y sangre, y en
todo lo que leía de él asomaba el aliento de los grandes cabalistas y de la
gnosis taoísta : “77 es el número de la germinación de la otra / Palabra, en lo
efímero/ de la vuelta/ mortal/ con tanto Octavio por aprender del aire..” Las
cifras, las verdades secretas que hay en los pliegues de los números y de las
letras, todo estaba allí respirando, como un alud de mariposas que reflejaba
el mundo.
El gran crítico uruguayo Angel Rama, que vivía en el mismo edificio de
las Colinas de Bello Monte, me había adelantado: “Vas a conocer hoy a uno
de los poetas más grandes, uno de esos magos de la lengua que se dan muy
de vez en cuando, alguien que sólo puede venir de Chile, como Gabriela,
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como Neruda”.
He guardado parte de los apuntes que tomé aquel día, que intercalan
algunas de las frases que Gonzalo me dijo. Sólo más tarde advertí, sin
embargo, que la intensidad lírica con la que él hablaba –y no sólo en los
poemas, sino en la desnuda y vocinglera realidad caraqueña de aquellos
tiempos de exilio– estaba transfigurada por un humor a toda prueba, que le
quitaba gravedad a las cosas, salvo a las desdichas de su país y a las dichas
del amor. Junto a Hilda May, su compañera de entonces y de tantos años, me
llevó a ver la imponente cama de laca nagra con dosel que había logrado
salvar de su viaje a China, y me acercó a la ventana para que advirtiera
cuánto se encarnizaban con su oído mártir las motocicletas venezolanas. Su
oído tan luego, que había comprendido como ninguno la riqueza sin término
del silencio: “Oh voz, única voz: todo el hueco del mar, /todo el hueco del mar
no bastaría, /toda la cavidad de la hermosura/ no bastaría para contenerte”.
Vuelvo a las notas que tomé aquella tarde, en febrero de 1977, cuando
al poeta le faltaban meses para llegar a los 60, otra cifra de edad redonda:
Gonzalo Rojas habla un lenguaje tan preciso, tan vivo, que las palabras
parecieran llegar a su encuentro sin que él las busque, como si su voz
contuvieran un imán. O acaso su lenguaje está al otro lado de las palabras,
donde ellas todavía no han sido nombradas. Heredó el silencio del pueblo en
el que nació, la aldea de Lebu, al sur de Chile, donde casi todos los años
brotan las flores de los terremotos y los ríos suelen desplazarse fuera del
lecho materno como si estuvieran en busca de cauces inexplorados. A la
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orilla del pueblo, medio kilómetro por debajo del mar, se abre la boca de una
mina de carbón ya extinguida. El primer recuerdo infantil de Gonzalo es una
peregrinación de su padre al vientre del monstruo: el descenso entre piedras,
el espectáculo de la boca, la lámpara de carburo que se encendió en la frente
del padre, y luego, el paseo a gatas, oyendo el lejano bramido de las
profundidades terrestres.
El poeta tenia cuatro años cuando una explosión de gas grisú lo dejo
huérfano. Antes de venir a esta casa de Bello Monte, oí otra versión de esa
muerte. Tenía el padre poco más de cuarenta años y ocho hijos, de los cuales
Gonzalo era el menor. Las emanaciones tóxicas de las profundidades le
habrían ido erosionando los bronquios, los pulmones, hasta tumbarlo como a
un árbol. “Voy corriendo en el viento de mi niñez en ese Lebu tormentoso –
refiere el ́ Ars poética´ de Oscuro–, y oigo, tan claro, la palabra ́ relámpago´. –
Relámpago, relámpago –. Y voy volando en ella, y hasta me enciendo en ella
todavía”. Muerte y relámpago: las primeras palabras de la vida.
Esto anoté también aquella tarde de 1977: He leído tres libros de
Gonzalo: La miseria del hombre (1948), Contra la muerte (1964) y estas
últimas luces de Oscuro. Sé que cada una de esas salidas al aire libre se hizo
no sin cierta violencia interior porque salir significaba exponerse,
representarse, y para él lo único que importa es entrar en la casa de la poesía
y abrir allí las alas . Oscuro es eso: la conversión de la vida en un mandala de
palabras.
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Cuando Gonzalo llegó a Caracas lo precedían tres famas: la de sus
poemas, que crecieron bajo los soles del grupo Mandrágora junto a planetas
que se llamaban Eduardo Anguita y Braulio Arenas; otra, la de los Encuentros
de Escritores que imaginó y orientó en la Escuela de Verano de la universidad
de Concepción. La última de sus famas deriva de las misiones diplomáticas
que le encomendó Salvador Allende y que culminaron en sus largos diálogos
con Mao Tsé-tung y Chu En-lai. Los Encuentros de Concepción fueron, como
se ha dicho ya tanto, el punto de partida de la nueva literatura
latinoamericana, y sólo la admiración que en toda América se sentía por la
obra de Gonzalo permitió que entre 1958 y 1962 acudieran a su Escuela de
Verano, algunos de los escritores más grandes: unos que ya lo eran y otros
que lo serían: Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Roa Bastos, Rulfo, Nicanor Parra,
José Bianco, José María Arguedas, Mariano Picón Salas, el joven Carlos
Fuentes.
La poesía de Gonzalo había nacido en absoluto estado de madurez, tal
como lo asegura el acta de bautismo escrita por Gabriela Mistral en 1948,
luego de leer La miseria del hombre: (Su libro, le escribió) “me ha tomado
mucho, me ha removido, y a cada paso, admirado, y a trechos, me deja algo
parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito. Déme
algún tiempo para masticar esta materia preciosa. Usted sabe, Rojas, que yo
no sirvo para hacer crítica. (…) Lo que sé, a veces, es recibir el relámpago
violento de la creación efectiva, de lo genuino, y eso lo he experimentado con
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su precioso libro”.
Me fui de Caracas a Washington en 1982, y desde entonces vi a
Gonzalo varias veces. En cada ocasión fue como si hubiéramos interrumpido
el diálogo el día anterior. Ya se sabe que en 1986 tuvo una ráfaga de
amnesia total, de la que salió con su humor de siempre: “Cada cual se
enferma de lo que tiene”, dijo. Acaso haya estado enfermo no de amnesia
sino del exceso de memoria que siempre tuvo, una memoria solar, en estado
de continua plenitud. Desde entonces, el fervor y la devoción de los más
jóvenes, que recitaban sus escrituras como si fueran plegarias, iban dejando
tras sí una larga estela de eternidad. Vi a oyentes deslumbrados por las
lecturas de Gonzalo en la feria del libro de Miami y poco después, cuando lo
invité a la universidad de Rutgers, un público caudaloso, nunca visto, le pidió
que no cesara de leer. Fui testigo del pasmo, del silencio, del asombro con
que los estudiantes seguían los prodigios de “Ochenta veces nadie”, que en
la voz de Gonzalo, de 83 años entonces, declaraban su inverosímil lozanía. Y
observé cómo las estudiantes de 20, de 25, se encendían ante el erotismo
libre y feliz de su “Rock sinfónico” , que sacrílegamente voy a repetir
interrumpiendo la fiesta de su ritmo: “Amé a una muchacha de vidrio/
transparente y bestial este verano, adoré su nariz, / su largo pelo negro hizo
estragos en mi concupiscencia...”
Nunca olvidaré que detrás mío una muchacha, una adolescente que
estaba todavía en su primer año universitario, le dijo a la amiga que tenía al
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lado: “Me iría con este hombre a cualquier lugar del mundo, con tal de seguir
oyendo su música”. Me volví, y vi que tenía un incendio en sus enormes ojos
azules.
He revelado sólo fragmentos del Gonzalo Rojas que leo y admiro, y al
que creo eterno. Sus noventa de ahora no son una frontera sino un cerco que
saltará con la ligereza de quien está acostumbrado a lidiar con lo sagrado, a
moverse entre palabras que, tejidas por él, son música infalible. Y algo final:
todo lo que Gonzalo toca se vuelve poesía, porque su lenguaje descubre
realidades que, si bien han sido vistas por millares de seres jamás fueron
reveladas por nadie con el afán de salvación con que él lo hace. ¿Qué se
ama cuando se ama, Gonzalo Rojas?, ¿qué se ama? Sigo esperando una
respuesta tuya a esa pregunta sin fondo.