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Gianrico Carofiglio EL LADO VERTIGINOSO DE LAS COSAS Traducción del italiano de Isabel Prieto La Esfera de los Libros

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Gianrico Carofiglio

EL LADO VERTIGINOSODE LAS COSAS

Traducción del italianode Isabel Prieto

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Primera edición: noviembre de 2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o trans-for ma ción de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex cep ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de De re-chos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Título original: Il bordo vertiginoso delle coseEdición original: RCS Libri S.p.A., 2013Esta edición se publica de acuerdo con Rosaria Carpinelli Consulenze Editoriali srl

© Gianrico Carofliglio, 2013© De la traducción: Isabel Prieto, 2015© La Esfera de los Libros, S. L., 2015Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos28002 MadridTel.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06www.esferalibros.com

ISBN: 978-84-9060-472-4Depósito legal: M. 24.907-2015Composición: Moelmo, SCPImpresión y encuadernación: UnigrafImpreso en España-Printed in Spain

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Preludio

Como todas las mañanas, entras en el bar de siem-pre, para desayunar. Desde que vives solo —es de-cir, ya desde hace mucho tiempo— no te gusta

desayunar en casa. Cenar, a veces comer, sí. Desayunar, en cambio, no, a saber por qué. Así que todas las mañanas vas al bar. A veces, te quedas de pie en la barra; otras, te acomodas en una mesa. No tienes una costumbre fija, de-pende de cómo te sientas esa mañana —de cómo no te sientas—, del tiempo que haga, de lo que tengas o no ten-gas que hacer ese día, de la casualidad. No sabes por qué a veces te sientas en una mesa, y, a veces, no.

Hoy te sientas, y sobre la mesita hay un periódico. Mientras esperas a que te traigan un café y un suizo, em-piezas a pasar distraídamente las páginas, leyendo solo los titulares. De nuevo la casualidad: dos páginas están pega-das. No consigues despegarlas, y, justo cuando estás a pun-to de dejarlas tal y como están, las páginas se despegan, y

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te encuentras ante la página de sucesos. Un concejal que ha sido arrestado. Un caso de homicidio, cuyo sospechoso es el compañero de la víctima. El intento de robo de un furgón blindado, frustrado por la intervención de los cara-binieri, en el que se ha producido un tiroteo y que se ha saldado con la muerte de uno de los asaltantes y la deten-ción de los otros dos.

Por lo general, no lees este tipo de noticias.El último artículo, en cambio, lo lees, atraído por el

titular. Pánico en el centro de Bari.El ladrón que ha resultado muerto tenía cincuenta años

y antecedentes por delitos de terrorismo, cometidos en los años ochenta, y por numerosos robos. El índice de reinci-dencia es altísimo entre los ladrones, explica el autor del artículo, con un punto de pedantería que, no sabrías expli-car por qué, te molesta. Muchos de ellos, nada más salir de prisión, tras haber cumplido largas penas de cárcel, vuel-ven enseguida a cometer el mismo tipo de delito. Lo hacen porque necesitan dinero, claro. Pero no solo por eso. Vuel-ven a robar, sobre todo, porque les gusta, porque se divier-ten. A los ladrones profesionales les gusta su trabajo y no consiguen prescindir de la descarga de adrenalina que les proporciona. En cierto sentido, son como los deportistas a los que les gusta ir en moto a doscientos cincuenta kilóme-tros por hora, lanzarse en paracaídas, descender por los rá-pidos de un río.

Sigues leyendo, sin apenas prestar atención a los nom-bres de los ladrones. Estás ya unas dos o tres líneas más aba-jo cuando te das cuenta de que tienes que volver sobre lo leído. Igual que cuando ves algo de pasada mientras estás

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caminando. La imagen se te queda grabada, pero no en-tiendes el significado, o el contexto, hasta unos minutos después. La elaboración es más lenta que la percepción. Así pues, vuelves hacia atrás y relees el nombre del ladrón que ha resultado muerto y, solo después de unos segundos in-terminables, te das cuenta de que estás conteniendo la res-piración. Terminas de leer el artículo, con una atención tensa, pronunciando mentalmente las palabras una por una, para evitar que se te pase de largo algún significado oculto. Pero no hay significados ocultos, aparte de ese nombre y de ese apellido.

Después sales del bar y tienes la sensación de que no sabes muy bien dónde estás. Y, sin embargo, estás en las inmediaciones de la que es tu casa desde hace ya mu-chos años.

Esta mañana, piensas, vas a ser incapaz de ponerte a trabajar.

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Uno

L a estación está bastante cerca de tu casa. Unos veinte minutos, yendo a buen paso. Sin embargo, han pa-sado al menos dos horas desde que saliste del bar.

No te has dado cuenta pero, al mirar el reloj, te fijas en que son las once y media, así que no has podido ir directamen-te desde el barrio de San Jacopino hasta la estación. Pero no tienes ni la más mínima idea de lo que ha pasado en esas más de dos horas. No tienes ni la más mínima idea de qué camino has recorrido, ni de cuáles han sido los pensa-mientos que te han pasado por la cabeza. Tus pensamien-tos, esta mañana, son un material aún más volátil que de costumbre.

En cualquier caso, entras en la estación como si tuvie-ras muy claro lo que tienes que hacer. Las taquillas están casi todas desiertas y, quizá, eso también influya en lo que te ocurre inmediatamente después. Algo bastante banal en las taquillas de una estación de tren. Compras un billete.

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Si te hubieses encontrado con la cola habitual —¿habitual?; no compras un billete en la estación desde hace años, ¿qué sabes tú de lo que es habitual y lo que no?—, probable-mente te habrías dado la vuelta, te hubieras ido y no habría pasado nada.

Pero no hay cola. De nuevo la casualidad.El tren sale a las 13.30, te da tiempo a pasar por casa

y meter un par de cosas en la bolsa de viaje. Mientras cami-nas con el billete en la mano, como si alguien pudiera pe-dirte en cualquier momento que lo enseñaras, notas una extraña sensación de alivio. Como si hubieses hecho lo co-rrecto: lo que había que hacer. Como si la casualidad no tuviese nada que ver, y todo —ir a desayunar y sentarte en una mesa, en vez de quedarte de pie en la barra; encontrar el periódico, sobre la mesa; hojearlo e insistir en separar las dos páginas pegadas; leer esa noticia y ese nombre—, ab-solutamente todo, fuese un mosaico formado por teselas cuidadosamente preparadas.

Un plan cuidadosamente preparado.Hacía ya demasiado tiempo que posponía este viaje,

sin saber siquiera que lo estaba posponiendo, te dices. La frase te parece ingeniosa, te parece una idea. La primera idea, la primera intuición auténtica sobre ti mismo que has tenido desde hace muchísimo tiempo.

Por suerte, falta poco para que salga el tren, así que no corres el riesgo de poner en marcha el habitual, indeciso y enervante ritual de hacer el equipaje. Coges decididamen-te del armario cuatro camisas, cuatro calzoncillos, cuatro pares de calcetines, cuatro camisetas, un par de pantalones, el cepillo de dientes, el dentífrico y todo lo demás, inclui-

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do el ordenador y un libro, llenas la bolsa y sales. Esa rapi-dez, esa concreción te gustan.

Piensas que tu trabajo tiene, al menos, eso de positivo. Si una semana decides, de repente, irte de viaje, por la ra-zón que sea, puedes hacerlo, salvo que esté próxima la fecha de entrega.

A decir verdad, tu trabajo tiene un gran número de as-pectos negativos, y no precisamente insignificantes, pero esta mañana no tienes ganas de pensar en ello.

Te encuentras ya en el quicio de la puerta cuando pien-sas que ya estamos en mayo. Así pues, vuelves sobre tus propios pasos, abres de nuevo el armario, rebuscas entre la ropa de verano y sacas un bañador. Puede que tengas que usarlo. Puede que este viaje te tenga reservadas sorpresas.

Puede.

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El tren ha recorrido el tramo Florencia-Bolonia en menos de cuarenta minutos.

La estación de Bolonia sigue igual que siem-pre, a pesar de todo. Es decir, no está igual, pero produce la misma sensación de siempre. Un sitio de paso, un cru-ce de líneas ferroviarias, un lugar en el que puedes seguir el camino marcado o derrapar y caerte.

Estás sentado en el tren que te conducirá al sur, a Bari. Un hermoso tren, limpio y, ante tu sorpresa, perfumado. Aunque quizá, te dices, sea la señora que está sentada a tu lado la que huele ligeramente a jabón y a polvos de talco. Su aspecto es de lo más normal pero, por lo que parece, usa perfume. Este siempre ha sido un rasgo distintivo. Oler bien es algo bueno, y puede ser decisivo. Si lo piensas de-tenidamente, ha sido decisivo en algunos momentos fun-damentales de tu vida. Piensas que es una buena idea para un cuento, enumerar los aromas que han estado asociados

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a los momentos fundamentales de tu vida. De vez en cuan-do, todavía se te ocurre algo que podría ser una buena idea para un cuento o para una novela. Pero se te pasa ensegui-da, sin que te plantees ya el problema de dónde apuntarlo —de hecho, hace ya mucho tiempo que no llevas contigo el bloc de notas—. Las ideas se van, ligeras; ya sin dolor, ya sin tristeza siquiera. Solo una sombra de melancolía.

Solo una sombra.Te arrellanas en el asiento y piensas que te gusta la sen-

sación de no tener nada que hacer. Si te aburres, siempre puedes coger el libro, pero por ahora solo te apetece escu-char este levísimo hormigueo del alma. Concentrarse en algo y dejar que los pensamientos se deslicen, sin quedár-sete adheridos.

Y, de hecho, eso es lo que ocurre. Discurre un flujo de pensamientos; en otra época habrías dicho, pomposamen-te: un flujo de consciencia, pero esa es una época ya muy lejana. Tan lejana que, a veces, te preguntas si habrá existi-do alguna vez. La pregunta siguiente es: ¿cómo es posible que sigas haciéndote preguntas tan banales?

La mujer que está sentada a tu lado, la que huele a ja-bón y a polvos de talco (porque ya no tienes duda alguna, es la mujer la que huele bien, no el tren), se ha comido un sándwich, ha bebido un poco de agua. Ahora ha sacado del bolso un libro y un lápiz y se ha puesto a leer. De vez en cuando subraya algo, de vez en cuando hace anotaciones en los márgenes. Espiar, descubrir qué lee la gente con la que te cruzas es una curiosidad que permanece intacta en ti, así que alargas un poco la cabeza, con disimulo, para averiguar qué libro tiene tu compañera de viaje entre las

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manos. Cuando reconoces el título sufres un ligero sobre-salto, de estupor. Es Tonio Kröger, un relato que conoces muy bien. Lo leíste hace mucho, en tu adolescencia, en la época en la que devorabas todo lo que había escrito Thomas Mann. Durante mucho tiempo aseguraste que era tu escri-tor preferido y durante mucho tiempo pensaste —aunque jamás se lo dijeras a nadie— que Tonio Kröger contenía verdades que te afectaban muy de cerca, de una forma im-presionante.

Cuando la mujer levanta la vista, quizá porque se ha dado cuenta de que la estás observando, te resulta natural iniciar con ella una conversación.

—¿Le gusta?Ella sonríe; tiene una sonrisa cordial y ahora casi pare-

ce guapa. —Todavía no lo he decidido. Algunas cosas son im-

pactantes, otras se han quedado algo anticuadas. No sé, pue-de que dependa de la traducción. ¿Usted lo ha leído?

—Hace muchos años. No sé qué me parecería ahora si lo releyese. A veces, no es una buena idea volver sobre tus propios pasos.

Ella sonríe de nuevo.—Bueno, eso es verdad para muchas cosas. Aunque a

veces resulta inevitable. Volver sobre tus propios pasos, quie-ro decir.

Decididamente, la mujer ya te cae muy bien, y ya no te parece tan mayor como para considerarla una «señora».

—Ha dicho que algunas cosas le han parecido...—Impactantes. Sí, así es.—¿Por ejemplo?

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Hojea el libro hacia atrás hasta que encuentra la frase en la que estaba pensando. Luego lee en voz alta: «¡Qué tranquila e imperturbable era siempre la mirada del señor Knaak! Sus ojos nunca llegaban hasta el interior de las cosas, el lugar en el que se vuelven complicadas y tristes; no sa-bían nada, solo ser oscuros y hermosos. ¡Pero, justo por eso, tenía ese aspecto tan soberbio! Sí, hacía falta ser estú-pidos para saber actuar como él; y, al hacerlo, se volvía uno amable y era amado».

—Es la descripción del maestro de baile, ¿verdad?—Sí, me parece extraordinaria. El interior de las co-

sas, el lugar en el que se vuelven complicadas y tristes.Recuerdas muy bien por qué te gustaba ese relato. Es

necesario ser estúpido para ser amable y que te amen. Re-cuerdas muy bien con qué intensidad compartías ese punto de vista, con qué arrogancia de adolescente. Vosotros, los poetas incomprendidos, los destinados a la soledad mien-tras los filisteos siguen ocupándose alegremente de sus vul-gares asuntos. Qué sarta de gilipolleces.

—¿Cómo ha llegado ese libro a sus manos? No es una lectura frecuente, al menos hoy en día.

—Salía con prisa para coger el tren, le he echado un vistazo a la estantería, buscando un libro, y me he fijado en este, que llevaba ahí, olvidado, ni se sabe desde cuándo. Lo he cogido, he leído el principio, me ha gustado y lo he metido en el bolso.

El azar, una vez más. Hoy está apareciendo con exce-siva frecuencia, para no ser alguien que va disfrazado.

—¿Le importa que lo lea? Solo el principio, no todo el libro, claro está.

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Ella sonríe de nuevo y te tiende el libro.—Lo siento, le he perdido la señal.—No me gusta poner señal en los libros. Me gusta en-

contrar el punto en el que me había quedado recordando la página y releyendo, si acaso, los párrafos anteriores. Siem-pre lo he hecho así.

Coges el libro y lo abres por la primera página. «En las estrechas calles de la ciudad el sol invernal era solo un páli-do reflejo, lechoso y cansado, tras la manta de nubes».

—Conozco Lübeck, estuve allí hace algunos años —di-ces sin una razón precisa, mientras le devuelves el libro.

—¿Cómo es?—Interesante. Tuve poco tiempo para visitarla (sería

más exacto decir que pasé por ella), pero entendí algunas cosas más sobre los Buddenbrook y sobre Thomas Mann.

—Perdone, ¿le importaría decirme a qué se dedica? Por cómo habla del viaje a Lübeck se diría que fue por un tema de trabajo.

—Soy asesor editorial —respondes, algo rápidamente de más. Como haces siempre, cuando sale este tema—. ¿Y usted?

—¿Qué quiere decir exactamente asesor editorial? ¿Es agente literario?

—No, sobre todo edito novelas.—Debe de ser un trabajo interesante.—Depende de las novelas.—Ya me imagino. Yo también soy asesora.—¿De qué tipo?—Apertura o reestructuración de restaurantes. Si quie-

re abrir un restaurante, o tiene ya uno y quiere cambiarle la imagen, soy la persona que está buscando.

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Parece un buen tema de conversación. Así pues, habláis de restaurantes —ella tiene uno en Bolonia, además de ocuparse de los de los demás— y de libros sobre restauran-tes y de películas sobre restaurantes y de comida y de vino y del ambiente tan extraño y, en cierto sentido, tan violen-to que hay en las cocinas de los restaurantes, especialmente en las de los grandes chefs. Y de lo extraños que son los re-corridos vitales de las personas —ella era arquitecta, pero a los pocos años se cansó de ese trabajo—. Y seguís hablando hasta que se oye por el altavoz que la próxima parada será Ancona.

—Tengo que bajar. Si va a Bolonia, pásese por mi res-taurante —y, mientras dice eso, saca del bolso una tarjeta de visita de color naranja, vistosa y sobria a partes iguales, y te la da.

Tú le contestas que no tienes tarjetas de visita y que, por supuesto, irás a verla si pasas por Bolonia y que ha sido un placer conocerla —de verdad— y, a los pocos minutos, ella se ha bajado ya, el tren se ha vuelto a poner en marcha y tú te has quedado solo.

Durante al menos una hora te quedas así, sin pensar en nada. Sin preguntarte qué estás haciendo, sin pensar en lo que has leído en el periódico, sin preguntarte para qué vas a Bari. Luego, en un determinado momento, caes de repente en la cuenta de que no tienes casa en Bari y de que necesitas encontrar un sitio donde dormir. Sí, bueno, está tu hermano, pero no te apetece llamarlo en el último mo-mento, decirle que estás a punto de llegar y que das por he-cho que puedes instalarte en su casa. Hace tres años que no os veis, apenas si habláis por teléfono. Puede que en los

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próximos días le llames y te acerques a verlo, pero no es buena idea hacerlo ahora mismo. Así pues, enciendes el or-denador, tecleas tu clave para conectarte a internet y bus-cas un hotel o un bed and breakfast en el centro. Ante tu sorpresa, descubres que hay bastantes. La Bari de tus re-cuerdos no era una ciudad de bed and breakfast, pero, evi-dentemente, las cosas han cambiado. Escoges uno que se llama El Jardín Secreto. No tiene mala pinta y el precio es razonable, así que llamas. ¿Tienen una habitación libre para esta noche? Sí, tienen. Pues entonces resérvenmela, llegaré dentro de un par de horas. De acuerdo, señor, ¿se va a quedar solo una noche o varios días? ¿Te vas a quedar va-rios días? Sí, casi seguro que sí. ¿Cuántas noches entonces, señor? No sabes cuántas noches. No sabes ni siquiera por qué te estás dirigiendo a Bari. Haces un cálculo rápido, re-cuerdas cuántas camisas limpias y cuántas mudas has me-tido en la bolsa de viaje y dices: cuatro. Vas a quedarte cuatro noches. Perfecto, señor, hasta dentro de un par de horas, entonces. Hasta dentro de un par de horas. Piensas que la mujer con la que has hablado por teléfono tenía un acento extraño. Probablemente, no es italiana y, desde luego, no es de Bari. Bueno, ya lo descubrirás cuando llegues.

No tienes ganas de leer. Te colocas los cascos, pones la música en modo aleatorio, y sigues sin pensar en nada mien-tras el Adriático discurre a tu izquierda, hasta las 20.18, la hora en la que el tren, puntualmente, entra en la estación de Bari.

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