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El desgarrador relato de un pueblo víctima de la marginación sociopolítica en Guatemala. GENTE SOBRANTE

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El desgarrador relato de un pueblo víctima

de la marginación sociopolítica en

Guatemala.

GENTE SOBRANTE

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Dedicatoria

Por los desplazados, torturados, masacrados, enterrados en fosas clandestinas. Por las mujeres especialmente atacadas con increíble saña, por los niños y las niñas a quienes se le ha negado la educación y se les ha privado de sus más básicos derechos y negado la satisfacción de sus más elementales necesidades. Por los explotados, ancianos y por la tierra manchada en sangre. Por los desposeídos, los exiliados y los refugiados. Por el pueblo maya guatemalteco víctima de la exclusión social, la represión político-militar y la indiferencia colectiva de sus compatriotas. Por ustedes y para ustedes he escrito esta historia.

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Prólogo Hallan 28 cadáveres de campesinos en una finca del norte de Guatemala. El País. 15 de mayo de 2011.

Las autoridades guatemaltecas responsabilizaron al cartel de narcotraficantes y sicarios mexicanos Los Zetas del asesinato de 28 labradores, entre ellos dos mujeres, a los que mataron a balazos y decapitaron en el norte de Guatemala.

El director adjunto de la Policía Nacional Civil (PNC), Gerson Oliva, dijo a los periodistas que los cadáveres de 26 hombres y 2 mujeres fueron hallados en la finca Los Cocos, a unos 630 kilómetros al norte de la capital guatemalteca.

Según los investigadores de la PNC, unos 200 hombres fuertemente armados, integrantes de una de las células de Los Zetas identificada como "Z 200", llegaron a Los Cocos anoche y atacaron a los labradores.

Según la PNC las 28 personas asesinadas fueron decapitadas, una práctica común de Los Zetas, grupo considerado uno de los más sanguinarios carteles de narcotraficantes y sicarios de México y Guatemala.

El coronel Rony Urizar, portavoz del Departamento de Prensa del Ejército guatemalteco, dijo que decenas de militares han sido enviados a la zona para evitar que los responsables huyan a México.

El departamento de Petén, el más denso y selvático de Guatemala, es utilizado desde hace varios años por grupos del narcotráfico internacional como ruta para traficar con drogas que llegan a esa zona por vía aérea procedente de Sudamérica, que luego son trasladadas a México.

Los labradores muertos, que aún no han sido identificados, trabajaban en la finca Los Cocos, propiedad de Otto René Salguero Morales, se presume que fue por la muerte de Aroldo Waldemar León Lara, quien fue asesinado el sábado en la periferia de la ciudad de Flores.

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Introducción

Aún antes de terminar de leer la noticia el sudor comenzó a bañarme el cuerpo y un fuerte temblor me estremeció todo. Miles de imágenes se agolparon en mi mente. Imágenes de angustia, desesperación y terror de un tiempo que he buscado olvidar pero que me persigue incesantemente. Tiempo que dejó en mi cuerpo y en mi alma cicatrices hondas e imborrables. Tiempo que me arrebató la inocencia y me separó para siempre de aquellos que más quería. Tiempo que creí haber dejado atrás pero que ahora, al leer esta horrible noticia, me veo en la obligación de reconocer que lo llevo permanentemente tatuado en el alma. Veintiocho (28) campesinos guatemaltecos torturados y decapitados. La sola idea de una masacre como esta debería horrorizar a Guatemala y al mundo. Sin embargo, la noticia pasa casi desapercibida. Después de todo, se señala a los narcotraficantes como los autores del crimen; y los crímenes del narcotráfico se menosprecian. Pareciera como si para el mundo los crímenes cometidos dentro del cerco de las drogas fueran irremediables, irrelevantes, inconsecuentes. Las autoridades dicen que se buscará a los responsables, pero el tiempo pasa y la sangre derramada por los hombres y mujeres masacrados queda muda, absorbida por el suelo que una vez cultivaron para ganarse el pan con dignidad. ¡Cuánta indiferencia frente a tanto dolor! A nadie parece preocupar el llanto de los ancianos y niños que quedaron desamparados al perder a aquellos veintiocho (28) seres que trabajaban afanosamente para llenar sus necesidades básicas. Pocos levantan la voz para exigir justicia para los muertos y atención para aquellos familiares que dependían de ellos para sobrevivir en un mundo que les discrimina y margina por sus orígenes indígenas. Mucho se dice sobre sucesos en la historia de la humanidad que jamás deben repetirse: el holocausto, el lanzamiento de la bomba atómica, las guerras mundiales, los ataques terroristas. Pero hay otros sucesos que se perpetúan para beneficio de unos pocos y desgracia de muchos y que pasan desapercibidos para una gran parte del mundo. La ambición, la conveniencia, la mezquindad, el interés particular y la prepotencia de unos cuantos crean la manera de solapar ante el mundo la miseria y marginación a la que condenan a quienes consideran indignos de un pedazo de tierra y una migaja de pan. Sin embargo, yo no puedo ser indiferente. Por eso lloro, sudo y me estremezco al conocer sobre esta masacre. Me invade la desesperación y siento agonizar. ¿Por qué?, porque hace treinta años yo fui víctima sobreviviente de una de las épocas más violentas en la historia de Guatemala. Porque un día vi partir a muchos que jamás regresaron, porque un día grité por ayuda y nadie me respondió, porque un día rogué por piedad y no la recibí, porque un día fui bañado en la sangre de los masacrados y sepultado bajo sus cuerpos inertes. Por eso hoy he decidido contarte mi historia.

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Capítulo 1

Réquiem por la inocencia perdida.

“No hay cosa tan terrible como la desgracia de que un niño pierda su inocencia”. Anónimo

Mis primeros recuerdos están dominados por un sentido de inseguridad y confusión. Se supone que cuando se es niño se viva con despreocupación, alegría y candor. Sin embargo, yo jamás experimenté estas sensaciones. Cómo podía hacerlo, si desde que tengo uso de razón percibí en mi familia, amigos y vecinos un ambiente de temor y preocupación que permeaba todos los aspectos de nuestras vidas. En los tiempos de mi temprana infancia, viviendo en una aldea del Sector Central Sur del Petén, República de Guatemala, no comprendía el origen de dicho temor. Para ese entonces mis pensamientos se ocupaban en que la lluvia me impidiera salir a jugar al aire libre o en encontrar los materiales necesarios para construir mis propios juguetes. En casa carecíamos de casi todo. Era poco el alimento y las cosas que mi papá podía conseguir a cambio de sus cosechas a pesar de las largas horas que trabajaba. Tampoco importaba cuánto mi madre se esforzara en nuestro rancho, lograr proveernos de alguna de las comodidades más básicas en un hogar era para ella una tarea imposible. Sin embargo; yo quería jugar, divertirme. Pero la sombra del miedo y la incertidumbre de los adultos pesaban sobre mi infancia. Muchos de los que me conocen hoy piensan que la pobreza en la que crecí es la responsable de mi carácter sombrío, taciturno y desconfiado. La realidad no es esa. Conocer la estrechez económica te marca, pero no te mutila. Son las otras cosas; esas que regresan a mi cada vez que cierro los ojos, esas que escucho en cada momento que se hace el silencio, esas que siento agazapadas en mi corazón y que me asaltan cuando en la muralla emocional que he construido aparece una grieta. Son esas cosas las que aún hoy, siendo ya un adulto y estando muy lejos, continúan hiriendo mi alma y torturando mi pensamiento. Son esas cosas las que mutilaron mi ser. Una de las experiencias más sobrecogedoras que guardo en mi memoria desde niño es el cruel final que tuvieron tres catequistas de la comunidad en la que yo vivía. Estos catequistas nos animaban con las buenas nuevas del Evangelio, con su amor y dedicación. En el año 1982 los tres catequistas fueron a una parroquia vecina a participar en un taller sobre derechos humanos. Los talleres se extendieron por quince días. Al terminar el taller los catequistas regresaron y comenzaron a compartir con la comunidad lo aprendido. Todos los adultos parecían recibir con mucho interés y entusiasmo lo que los catequistas decían: “Toditos los seres humanos tienen los mismos derechos por ser hijos de Dios y hermanos de Jesús”. Por una vez la esperanza pareció disipar la pesadumbre y el temor que siempre pesaba sobre nuestra gente. Sin embargo, pronto se nos despojaría de la recién encendida luz de la esperanza A los pocos días de haber comenzado los catequistas a compartir con la comunidad lo aprendido en los

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talleres, soldados llegaron como ladrones en la noche y a los tres los sacaron de sus casas. A los tres les dieron muerte y sus cuerpos inertes aparecieron atados a los troncos de unos árboles a las afueras de nuestra aldea. La visión grotesca de esos cuerpos sin vida atados a los troncos de unos árboles representó mi primer encuentro con la muerte. Recuerdo con ansiedad las mil preguntas que cruzaron por mi mente, las pocas que pude verbalizar y lo difícil que me era entender que, aquellos seres destrozados que yo veía frente a mí, estaban en el cielo felices con Tata Dios. Pero lo que grabó con fuego en mi mente y en mi corazón la muerte de estos tres seres humanos no fue esta visión. Lo que hasta el día de hoy me hace retorcerme de rabia y de dolor fue lo que sucedió después. Los días comenzaron a pasar y los cuerpos de nuestros tres queridos catequistas, aquellos que nos hablaron del amor de Dios, que jugaron con nosotros y nos hicieron reír, permanecían atados a los árboles. Por lo bajo escuchaba a los adultos decir que no se atrevían a dar sepultura a los pobrecitos por temor a sufrir su misma suerte. Ir hasta ellos estaba prohibido, pero la curiosidad infantil podía más que las amenazas de mis padres. Todos los días, a hurtadillas, yo me las arreglaba para ver los cuerpos. Con creciente espanto percibía el hedor que emanaba de los cuerpos en descomposición, el cambio en el color de la piel, el desprendimiento de los tejidos que empezaba a dejar al descubierto sus huesos, las moscas caminando sobre ellos. Lo sucedido al cuarto día me apartó para siempre del lugar donde se hallaban los tres cuerpos. Nada de lo visto hasta ahora me había preparado para esto. Ese día, al cruzar la aldea para escaparme a ver los cadáveres, una espantosa escena me paralizó. Varios perros llevaban en sus bocas pedazos de los cuerpos. Un escalofrío me sacudió el cuerpo, temblé incontrolablemente y vomité hasta desfallecer. Como pude escapé hasta un lugar para ocultarme y allí, tirado en el suelo, lloré como nunca había llorado. Pensé con amargura que nadie merecía una suerte como esa. ¡Nadie! Mucho menos aquellos tres catequistas cuyo único delito había sido decir a los miembros de nuestra comunidad que toditos los seres humanos tenemos los mismos derechos. Sí, también nosotros los hijos y las hijas del Petén. Aquel día algo cambio dentro de mí. Fue como si aquellos perros, junto a los pedazos de aquellos cuerpos, arrastraran lejos, muy lejos, mi alegría. Sentí que los perros, al cerrar sus fauces sobre aquellos miembros, a su vez despedazaban mi confianza en los demás. Definitivamente a partir de aquel momento ya jamás pude sentirme tranquilo. Desde ese instante el temor se apoderó de mi corazón y la preocupación de mi mente. Súbitamente la lluvia y los juguetes pasaron en mi vida a un segundo plano. Ahora sólo podía pensar en lo que yo haría si la próxima vez mi papá o mi mamá fueran los sacados de su hogar para luego ser asesinados. ¿Qué haría yo? ¿Sería capaz de defenderlos? Y si ya muertos los soldados dejaran los cuerpos a la intemperie; ¿tendría yo el valor de darles sepultura o mi miedo permitiría una vez más a los perros desgarrar y disponer de sus cuerpos? Con una honda tristeza entendí la razón del temor y la preocupación que siempre sentían los adultos de mi familia y de mi aldea. ¡Claro que lo comprendí todo!, porque en ese terrible instante y por primera vez en mi vida, compartí su miedo, su intranquilidad y la certeza de que el horror que estaba viviendo había ocurrido antes y volvería a suceder después.

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Sin razón para ello los soldados mataron estos tres catequistas como en el pasado habían quitado la vida a otros inocentes y como a otros muchos asesinarían en el futuro. ¡Bravo por los soldados!, gracias a su crueldad y maldad mi inocencia y la de otros muchos niños y niñas nos fue arrebatada a destiempo. Sangrando desde entonces está mi alma, llorando desde entonces está mi corazón.

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Capítulo II

Persiguiendo la esperanza.

“La esperanza es la segunda alma del desdichado”. Johann W. Goethe

Huyendo del ambiente de violencia que arruinó mi infancia y la de tantos otros niños y niñas, mis padres y otros vecinos decidieron buscar una mejor vida en otro lugar. Llegaron noticias que al norte del Petén en Guatemala, específicamente en el Sector Las Cruces, había tierras para trabajar y con esto en mente hacia allá partimos. Fueron muchas las penurias que sufrimos para llegar al Sector Las Cruces. En el camino padecimos hambre, muchos enfermaron y otros y otras murieron. La verdad que el recorrido fue muy difícil tanto física como emocionalmente. Finalmente, agotados, aquellos que sobrevivimos llegamos a nuestro destino. Los adultos, y particularmente los jóvenes, estaban muy animados por el sueño de llegar a poseer un pedazo de tierra que llamar suya y poder trabajarla para ganarse la vida. Lamentablemente, muy pronto el sueño que habían alimentado mis padres y sus amigos se convirtió en una terrible pesadilla. La gente buena del Sector Las Cruces se encontraba bajo fuego cruzado. De un lado el ejército y los “finqueros” acusaban a los pobladores de las diferentes comunidades del sector de confabular en su contra en favor de los guerrilleros; y por otro lado, la guerrilla acusaba a los habitantes del sector de estar del lado del ejército. A mi corta edad nada sabía yo del por qué la presencia del ejército era una constante en nuestras vidas. También me costaba mucho comprender la marginación y la explotación de la que éramos víctimas los indígenas y mestizos empobrecidos de mi país. No entendía tampoco por qué el ejército se ensañaba en hacernos miserable nuestra vida cuando lo único que pedía la gente humilde del Petén era poseer un poquito de tierra en la que trabajar con dignidad para ganarse la vida. Mucho más tarde, demasiado tarde, descubrí la razón de esta brutal injusticia. Sucede que la desigual distribución de la tierra guatemalteca, en una sociedad en la cual predomina la actividad agrícola, es una de las principales razones para esta pobreza que vivimos gran parte de su población. Además, esta distribución desigual de la tierra abona a una división social que provoca diferentes formas de exclusión social que frecuentemente vienen asociadas a la práctica de la violencia. Los pocos latifundistas que controlan el suelo guatemalteco han recurrido al uso de la fuerza, desde los inicios de la república, para mantener su dominio sobre las personas y su propiedad. Y como si esto fuera poco, desde la expansión de la siembra del café en el siglo XIX, el Estado se constituyó en el agente responsable de garantizar a los latifundistas la oferta y el orden laboral de las fincas. Esta situación contribuyó a la militarización institucionalizada, ya no sólo del Estado sino también de la sociedad. Es esta realidad la que ha perpetuado la miseria y la marginación en las clases desfavorecidas de mi amada patria. Poco después de haber llegado, a lo que pensamos sería nuestra tierra prometida, comenzamos a ver con terror que la gente no dormía en sus casas, sino en el monte. La presencia militar se hacía

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cada vez mayor en las comunidades y las patrullas de soldados empezaron a amedrentar a aquellos valientes que comenzaron a organizarse para defender su derecho a poseer un pedazo de aquellas tierras. La opresión militar y su afán de aplastar a la guerrilla desataron muy pronto un frenesí de violencia como nunca habíamos visto antes. Y nosotros, los hijos y las hijas del Petén, quedamos por desgracia atrapados entre la furia de los unos y los otros. Nadie se salvó del embate inmisericorde de las fuerzas militares del Estado que destrozaron y aniquilaron la vida, la propiedad y las ilusiones de quienes tuvieron la mala suerte de encontrarse atrapados en esta incesante lucha por el dominio de la tierra guatemalteca. Una de las primeras tragedias que recuerdo de tan horrenda época fue lo sucedido a un grupo de personas, entre quienes se encontraba un joven de doce años al que conocí en aquel tiempo. El ejército agarró a un grupo como de cuarenta personas de todas las edades y las reunió en el salón comunal. Allí, de manera arbitraria, dejaron libres más o menos como a veinticinco de ellas (entre ellos al muchacho que yo conocía, gracias a Dios), pero a las restantes quince las acusaron de colaborar con la guerrilla. A estos quince los dejaron encerrados en el salón comunal durante la noche. Sin embargo, cuando amaneció, no se encontró a nadie allí. Todos se preguntaban qué habría sucedido con aquellas personas, pero nadie daba cuenta de ellas. Algunos días más tarde regresó a la aldea uno de los quince, cuidándose de no ser visto por los soldados. Por él supimos que aquella noche una de las patrullas del ejército les había obligado a dejar el salón comunal y a caminar hacia un monte. En la oscuridad de la noche, el había caído en un pozo y los soldados no se percataron de su desaparición. Desde la profundidad del pozo, el escuchó más tarde la ráfaga de disparos que cegó la vida de los que momentos antes él acompañaba. A él le tomó ocho días salir del pozo y regresar a la aldea. Los cuerpos de estas víctimas nunca fueron encontrados. Y los que habían estado con ellos antes de ser acusados de ayudar a la guerrilla fueron obligados a abandonar la aldea y moverse a otro lugar. Por eso nunca volví a ver a aquel joven de doce años. Por si todo esto fuera poco los jóvenes de la aldea vivían en constantemente temor, pues el ejército les reclutaba forzosamente para patrullar y hacer otras tareas militares en el área. ¡Por amor a Dios!, la mayoría de ellos aún eran niños y no sólo eran obligados a trabajar largas horas, y a entrenar sin descanso para combatir la guerrilla; sino que también eran torturados cuando cometían alguna “falta” por insignificante que ésta fuera. Muchos de ellos fueron arrancados de sus hogares y jamás regresaron. Sus ilusiones nunca se vieron cumplidas. A pesar de todo lo malo que ocurría a nuestro alrededor, había una cosa que me brindaba cierto sentimiento de bienestar. Asistir a la escuela primaria. Enseñaban allí tres maestros maravillosos. Eran ellos una mujer y dos varones; jóvenes, amorosos, alegres y con mucha capacidad para enseñar. Los niños y las niñas estábamos muy contentos con ellos porque entendíamos sus enseñanzas y ellos comprendían nuestras necesidades e intereses. ¡Eran los tres muy buenos maestros! Además de enseñarnos a leer y escribir en dos idiomas (castellano y quiché) aprendimos muchas cosas con su ejemplo como el respeto a los demás, el deseo de superación y la dignidad del trabajo honrado. Les queríamos y admirábamos mucho.

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Fue en las vacaciones de un mes de diciembre cuando nuestros tres queridos maestros fueron asesinados. Un día los vecinos de la maestra pasaron por su casa y les llamó la atención que el único sonido que se escuchaba en la casa era un fuerte zumbar de moscas. Se acercaron a ver qué podía haber atraído a tantas moscas cuando se llevaron la triste sorpresa de encontrar que la maestra había sido asesinada en su propia casa; una profunda cortadura cruzaba sus pechos y había rastros de haber sido brutalmente torturada antes de morir. Días más tarde otro de los maestros viajaba en una moto rumbo a una aldea vecina. En el camino fue atacado a balazos, y aunque fue llevado a un hospital, luego supimos que el pobre no pudo sobrevivir a las heridas que le fueron infligidas. El maestro que quedaba vivo también fue asesinado, pero nunca supimos bajo qué circunstancias murió. Lo que sí puedo decirles es que la desesperación nos invadió a todos los estudiantes. Ya las clases estaban por comenzar y habíamos perdido a nuestros tres amados maestros. En el mes de enero un helicóptero militar llegó con nuevos maestros. Maestros que eran todo lo opuesto a aquellos que de manera tan dolorosa habíamos perdido. Estos educadores eran duros, inflexibles, no les importaba si entendíamos o no las lecciones y hasta nos golpeaban. Por su manera de comportarse comenzamos a sospechar que eran militares y pronto llegamos a la conclusión de que a nuestros queridos maestros los había eliminado el ejército. Poco duraron estos maestros militares; la represión militar siguió en aumento y pronto la escuela quedó abandonada. Ante estos hechos surgieron fuertes sospechas de que nuestros maestros fueron asesinados por negarse a actuar en contra nuestra. Ellos prefirieron morir a traicionar la confianza que los aldeanos habíamos depositado en ellos. Ellos sacrificaron su vida defendiendo nuestro derecho a educarnos y a superarnos en la vida. Con su sangre pagaron la lealtad que nos tenían y conservándole en mis recuerdos y oraciones yo he intentado retribuirles las lecciones académicas y de vida que me obsequiaron a pesar del caos que en ese tiempo era nuestra vida. Con la muerte de los maestros y el posterior cierre de la escuela comprendí que la oportunidad de educarme se esfumaba, quizás para siempre. Cuidándome de que mis padres no notaran mi desaliento, ya tenían suficiente con la lucha que libraban por hacerse de un pedazo de tierra, me hundía en la desesperación. ¿Para esto habíamos viajado y sacrificado tanto? Se supone que en Las Cruces haríamos realidad nuestros sueños. Sin embargo, nada parecía ser como habíamos esperado. Vivíamos sumidos en el terror; los terratenientes nos arrebataban cada pedazo de terreno que conseguíamos, me acercaba con rapidez a la edad en que los militares arrebataban de sus hogares a los jóvenes varones, apenas teníamos para comer y como si esto fuera poco, la aldea y sus alrededores estaban infectados de militares que a la menor provocación nos atacaban sin piedad. Jamás me había sentido tan desdichado, había perdido la esperanza.

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Capítulo III

Muerte a los sueños.

“Un hombre que no se alimenta de sus sueños, envejece pronto”. William Shakespeare

Desde que llegamos al Sector Las Cruces la desgracia nos había tocado de manera indirecta. Quizás por ello mi padre se afanaba en organizarse junto a los otros campesinos para reclamar su derecho a poseer tierra suficiente para trabajar y ganarse la vida con dignidad. ¡Cuánto admiraba a mi padre! A pesar de todo lo vivido y de todo lo sufrido, él se negaba a renunciar a su sueño. Mientras mi madre, ¡mi santa madre!, ocultando sus lágrimas y sus temores, nos mantenía unidos en oración y nos apoyaba a todos incondicionalmente. Yo mientras tanto miraba todo como de lejos. Me era muy difícil ver a través de todas las desgracias que algo bueno pudiera suceder. Por eso, siguiendo el ejemplo de mis padres, oraba al Padre para que nos permitiera alcanzar un mejor futuro. Pero llegó el día en que nos tocó empezar a sufrir en carne propia los abusos y la discriminación a los que estaban sujetos los habitantes de esta región. En esta ocasión el terror se apoderó de mi familia. Tres soldados llegaron a mi casa, donde estaba mi mamá y una hermanita mía que tenía en ese entonces seis años. Cuando llegaron, dos de ellos querían obligarme, a punta de cañón, a llamar a otras vecinas que se encontraban solas en sus casas. Se notaba que sus intenciones no eran nada buenas. Como me resistí a hacerlo, uno de los soldados sacó su bayoneta y se la puso en la garganta a mi hermana diciendo que la iba a degollar si no hacía lo que me decía. La presencia de los soldados en mi casa había atraído a algunos vecinos de edad avanzada, que por temor, no se atrevieron a intervenir. Desesperada, mi mamá salió corriendo y fue a buscar a mi papá. Él se encontraba en la escuela con otros hombres. Un teniente con algunos soldados también se encontraba en el lugar. Cuando mi mamá llegó y contó lo que pasaba, mi papá y los demás hombres del pueblo le preguntaron al teniente si esa era la seguridad que el ejército ofrecía; y que si era así, ellos ya no le iban a tener confianza. El teniente se indignó mucho y mandó a reunir a todos los soldados que se encontraban en la aldea. Afortunadamente, cuando llegaron a llamar a los que se encontraban en mi casa, el soldado que amenazaba con matar a mi hermanita aún se divertía con los gritos de la niña y con las lágrimas y el horror que se reflejaban en mi cara y las de mis vecinos. A pesar de que el soldado soltó a mi hermana para responder al llamado del teniente, la pobrecita no podía dejar de llorar y se agarró de mi cuello con tal fuerza que yo apenas podía respirar. Era tanto lo que ambos temblábamos, que no pudimos pararnos y mucho menos separarnos por mucho tiempo. Una vez el teniente reunió a todos los soldados en la escuela de la aldea, preguntó a mi mamá cuáles habían sido los soldados que habían entrado a nuestra casa. Mi mamá los señaló; y el oficial ordenó a sus hombres que los desnudaran y los colgaran de un árbol. Entonces, comenzó a darle latigazos. Luego, el teniente envió a algunos hombres a bajar del árbol a los soldados castigados y les ordenó vestirse, se disculpó con los allí presentes por lo sucedido y abandonó la aldea con todos sus soldados.

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Por un breve periodo de tiempo pensé que en verdad los soldados habían venido hasta acá para protegernos, pero pronto descubrí que el teniente actuó de esa manera para que la gente de la aldea no comentara lo sucedido. También supe que esa noche los soldados regresaron y fueron muchas las mujeres que violaron. ¡Fue muy triste! Los rostros de aquellas mujeres ya nunca más volvieron a sonreír. Mientras tanto, mi papá anhelaba con tanta fuerza tener un pedazo de tierra al que pudiera llamar suyo que, junto con otros aldeanos y a pesar de la presencia del ejército, agarraron cada uno un pedazo de tierra y empezaron a tramitar los títulos de propiedad. Casi de inmediato empezaron a llegar los “finqueros” y empezaron a reclamar las tierras. Cuando los campesinos acudieron ante las autoridades para defender sus tierras, recibieron la respuesta de que los terratenientes eran los dueños legítimos de ellas y que tenían que abandonar inmediatamente las mismas. !Claro!, después de todo el ejército estaba sujeto a los intereses del los terratenientes.

Mi padre y los demás campesinos se negaron a dejar sus terrenos, y fue entonces que un día llegaron repentinamente los militares para sacarlos. Los campesinos rechazaron las órdenes de los militares y en su lugar organizaron una manifestación y marcharon hasta donde se encontraba el señor alcalde. Recuerdo que yo marché de la mano de mi padre todo el tiempo. Mi corazón latía con fuerza; por un lado me sentía excitado de ver a mi padre y a los demás campesinos haciendo algo para defender sus propiedades, pero por el otro lado sentía un miedo espantoso de lo que podrían hacer los soldados.

Fue entonces que, por orden del alcalde, el ejército atacó brutalmente a los manifestantes y a todos los que se encontraban en las cercanías. Abatidos por los disparos incesantes de las armas de los soldados; hombres, mujeres y niños, de todas las edades y de toda condición, caían a tierra. Los cuerpos, algunos inertes y otros agonizantes, se apilaban unos sobre los otros. En la terrible confusión del momento caí de bruces al suelo e inmediatamente sentí un gran peso sobre mi cuerpo y una mano que me tapó con fuerza la boca. Sentía con angustia como el peso sobre mi cuerpo aumentaba, a tal grado que respiraba con mucha dificultad. Pronto comencé a sentir un líquido tibio y espeso que me empapaba todo el cuerpo. Recuerdo que cerré con fuerza mis ojos y pensé que la muerte me llegaría pronto.

Después de lo que pareció una eternidad, cesaron los disparos y comencé a escuchar la retirada de los soldados. Ya en ese momento estaba paralizado por el terror y entumecido por el peso y la posición que tuvo que soportar mi cuerpo por tanto tiempo. Cuando ya no se escuchaba nada, algo sobre mi se movió y la mano que durante todo el tiempo había cubierto mi boca se retiró de mi rostro. Sentí que algo o alguien se movía con dificultad sobre mí, y entonces alcancé a ver algo de luz, a la misma vez que alguien me tomó del brazo y de un tirón me levantó con fuerza.

Un grito de espanto se ahogó en mi garganta cuando vi a mi padre de pie, bañado en sangre. Él me sujetaba tan fuertemente que me lastimaba. Entonces, quise huir de él, ¡estaba tan confundido y aturdido!; pero al mirar a mi alrededor y ver aquella montaña de cadáveres unos sobre los otros ya no pude moverme. Un mar de sangre bañaba el lugar. ¡Tantos fueron los caídos que no se pudieron ni contar! Fue entonces que realicé que mi padre y yo caímos bajo el peso de una pila de cadáveres, que aquel líquido tibio y espeso que empapaba mi cuerpo era la sangre de los acribillados y que gracias a ello mi padre y yo estábamos vivos.

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Levanté la vista para mirar a mi papá y lo que vi en su rostro me enfrío el alma. Esperaba encontrar rabia, dolor, rencor. Sin embargo, en el rostro ensangrentado de mi padre descubrí que aunque aquella masacre no cobró su vida; hizo con él algo peor, aniquiló por completo los pocos sueños e ilusiones que le quedaban en la vida. Y entonces le vi envejecer en un instante. Una gran sombra se apoderó de mi espíritu y me estremecí al reconocer que también allí, sepultado bajo aquellos cadáveres, los sueños de mi papá habían perecido. Aspirar a poseer un pedazo de tierra al que llamar suyo era, después de lo ocurrido, una quimera imposible. Lograr una mejor calidad de vida para mi familia y la comunidad estaba fuera de sus posibilidades.

Luego de la masacre la presión del ejército fue tal, que la mayoría de los que sobrevivimos a la masacre decidimos marcharnos a otro sector del Petén. ¡Que se quedaran los terratenientes con aquellas tierras ahogadas en la sangre de nuestros padres, hermanos y amigos! Iniciamos la partida deprimidos, cansados y desilusionados. Nuestra única meta era llegar a algún lugar en el que poder trabajar para sobrevivir. Una noche, mientras acampábamos para descansar y recuperar fuerzas para continuar la marcha llegaron al campamento un grupo de hombres que se identificaron como guerrilleros. En un abrir y cerrar de ojos comenzó nuevamente la pesadilla. Pronto comenzaron a separar del grupo a varias personas y a amenazarlas con armas de fuego y bayonetas si no revelaban quienes de los allí presentes habían colaborado con el ejército. De nada sirvió que negáramos las acusaciones. Al azar arrastraron a varios de los que huíamos del Sector Las Cruces. Entre esas personas estaba mi padre. A lo lejos podíamos escuchar los golpes y los gemidos, los insultos, las súplicas y los gritos. Mientras los que quedamos atrás llorábamos sin consuelo. Más tarde el silencio envolvió la noche. Pero el miedo nos impidió hacer nada.

A la mañana siguiente los guerrilleros habían desaparecido, y cuando fuimos a buscar a los que habían apresado, los encontramos a todos ellos y ellas degollados. Entre las cabezas alcancé a ver la de mi padre. Ojos abiertos, la mirada perdida, y una mueca indiferente en la boca. Una y otra vez traté de tocar con mis manos la cabeza de papá, pero el valor no me daba para hacer algo así. Un dolor indescriptible me apretó el corazón. La ira se apoderó de mí al pensar en la manera viciosa e injustificada en que mi padre había encontrado la muerte. Los gritos y sollozos de mi madre, de mi hermanita y de todas las mujeres rompieron el silencio de aquella mañana. Los adultos y jóvenes del grupo, después de recuperarse un poco del trauma vivido, enterraron en el lugar a los muertos víctimas de los guerrilleros. Una fosa común para un grupo de luchadores que se atrevieron a soñar un mejor futuro. Una fosa que pronto la naturaleza se encargaría de ocultar y que, por lo tanto, ninguno de nosotros volvería a visitar jamás.

Y así fue como en el Sector Las Cruces el último de mis sueños murió a manos de las luchas internas que arrasaban con la región. Cabizbajos y temerosos emprendimos nuevamente la marcha. Entre lágrimas miré por última vez el lugar donde mi padre permanecería ya para siempre. Luego miré a mi madre y la angustia de su rostro, el temblor de su cuerpo y la manera tambaleante como caminaba me rompieron el corazón. ¡Qué sería ahora de mi familia sin el apoyo de mi papá! En aquel momento supe que ya nada sería igual para mí. Bajé la cabeza, continué caminando y con un suspiro sentí escapar de mi alma el último de mis sueños y me supe viejo aún cuando mi cuerpo era el de un jovencito.

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Capítulo IV

El menoscabo de la dignidad humana.

“Sol del Pucará luz de Maimará, da trabajo y paz para la gente del lugar; tierra tropical mano artesanal, vieja dignidad de viva identidad, pan, trabajo y paz para los del lugar”.

Miguel Catilo

El camino hacia nuestro nuevo destino fue un verdadero infierno. El recuerdo de la masacre ocurrida en la aldea nos perseguía como una plaga. A lo largo del camino temíamos encontrarnos con soldados que remataran en el monte lo que empezaron en la aldea. En la noche las pesadillas nos hacían despertar gritando y sollozando bañados en sudor. No había diferencia, hombres y mujeres, adultos y niños, llevaban el horror de la masacre metido bajo la piel. Hubiera dado cualquier cosa por borrar de mi mente aquel horripilante acto de brutalidad y sus desgraciados resultados. Luego sufrimos el ataque de la guerrilla que acabó con la muerte de mi padre y de otros tantos campesinos. Muertes todas viciosas e innecesarias. ¿Cómo podía hablar la guerrilla de que su intención era la de proteger los intereses de los campesinos del Petén? Nada había hecho mi padre y sus compañeros para merecer tan vil final. Nada habíamos hecho sus esposas, hijos(as), hermanos(as), padres, tíos(as), primos(as), sobrinos(as) para merecer que se nos privara del amor y la protección de aquellos seres que sólo luchaban por construir una vida digna para ellos, sus familias y su comunidad. ¡Oh Dios!, me sentía tan viejo, tan cansado. Sí, el camino hacia nuestro nuevo destino fue un infierno. Porque tener que continuar avanzando dejando atrás a quienes más amábamos era una tortura. Porque seguir adelante cuando las experiencias vividas nos empujaban a pensar que nada habría adelante para nosotros nos paralizaba y nos desanimaba. Porque para mí, ver a mi madre caminar como un fantasma, arrastrando los pies, con la mirada perdida, aquella mueca de dolor en la boca y sus ojos llenos de lágrimas me tentaban a detenerme, a arrojarme en sus brazos para esperar a que la muerte se apiadara de nosotros en medio de aquellos montes testigos de tantas vidas perdidas por el odio, el rencor y la ambición de poder y riquezas. Y sin embargo, a pesar de todo ello, las promesas de Dios y el recuerdo de la pasión de Jesús nos movía a continuar nuestro camino en busca de un lugar en el que al menos pudiéramos trabajar para sobrevivir. El peregrinaje se hizo aún más tortuoso a medida que avanzábamos. Frecuentemente encontrábamos en los caminos cuerpos abandonados. Allí vimos de todo: cuerpos ahorcados, cuerpos baleados, cuerpos decapitados, cuerpos estrangulados, torturados, apuñalados; mientras las aves de rapiña se encargaban de disponer de los restos. Un campesino con el que nos cruzamos un día nos explicó que nadie podía recoger y dar cristiana sepultura a los suyos para evitar la ira de los responsables de esas muertes. ¿Guerrilleros, soldados, ambos? Sólo Dios sabía. Así fue como la expectativa de llegar a un nuevo lugar se hacía para nosotros cada vez más sombría y menos prometedora. Todo indicaba, por lo que habíamos visto, que al encontrar un

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lugar en el pudiéramos establecernos las cosas serían igual o peor a las que ya habíamos vivido. ¿Alguna vez nuestra dignidad humana sería respetada? ¿Llegaría el momento en que el gobierno y la gente de Guatemala reconocieran, que aún siendo campesinos indígenas, tenemos el derecho de poseer un pedazo de tierra en el que podamos trabajar, de vivir en paz con nuestra familia y de ser respetados por el hecho innegable de que somos seres humanos? Después de un largo viaje llegamos al Sector San Andrés. El cansancio y el desgano nos motivaron a instalarnos en una de sus aldeas. Aún cuando anhelábamos tanto dejar de caminar por aquellos montes infectados de peligros, las experiencias vividas nos hacían desconfiar de todo y de todos. Pronto nos dimos cuenta que los habitantes del lugar también desconfiaban de nosotros. Por esa razón se nos hizo muy difícil estrechar lazos de amistad y solidaridad con los lugareños. A medida que pasaban los días los muros de la desconfianza fueron cayendo y comenzó la comunicación con nuestros nuevos vecinos. Poco a poco, los aldeanos fueron poniéndonos al tanto de la situación que vivían los residentes de la aldea. Las historias eran tan o más trágicas que las nuestras. Y como nosotros, ellos vivían presas del temor a lo que pudiera hacerle la milicia o la guerrilla. Como para la milicia y las autoridades los campesinos del Petén somos gente sin valor que con nuestra sola presencia retrasamos y obstaculizamos sus planes de acumular riquezas y poder; el puño opresor no dejaba de golpearnos buscando que sucumbiéramos en los densos montes del norte de Guatemala, ignorados por los habitantes de nuestro país; así como por los grandes intereses extranjeros que se benefician de los recursos del Petén. Frente a esta realidad mi familia, amigos y yo pronto volvimos a ser testigos de la puesta en marcha del plan de aniquilación en contra nuestra. Cada día era una historia nueva; secuestros, torturas, saqueos, violaciones, asesinatos, desapariciones. Todas estas acciones concertadas para socavar nuestra voluntad al punto de reducirnos a una masa humana despojada de toda dignidad, invisible para el país y para el mundo. Y todo esto con el propósito de asumir el control de estas tierras para explotarlas para el beneficio de unos pocos empresarios locales y extranjeros, aún cuando hemos sido nosotros y nuestros antepasados los que las hemos trabajado por años con dificultad, esfuerzo y sacrificio. Por estas tierras hemos vertido nuestra sangre, por estas tierras hemos luchado a sabiendas del poder y la maldad que agita el alma de los opresores, por estas tierras hemos perdido a nuestros seres más amados. ¿Acaso hay derecho a que se nos despoje, no sólo de un pedazo de tierra, sino también de nuestra dignidad? Para minar nuestro empeño de hacernos de nuestro pedacito de tierra las intervenciones militares y de la guerrilla hacían cada vez más difícil nuestra existencia. En ocasiones los soldados entraban de noche a las casas y se llevaban, por lo regular, al padre de familia y al mayor de los hijos si se encontraba en el lugar. Si tenían suerte regresaban a casa para recuperarse por meses de los malos tratos que recibían al ser interrogados para que confesaran algún delito que no habían cometido. Otros no tenían la misma suerte, muchos eran sacados de la casa en horas de la noche y otros eran arrestados mientras trabajaban. La mayoría de las veces estos desaparecían y nunca

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regresaban. Como resultado de estas acciones, fueron muchas las mujeres que quedaron desamparadas y a cargo de sus hijos sin medios económicos suficientes para sacarlos adelante. En ocasiones los fallecidos dejaban, seis, ocho, diez y hasta más hijos huérfanos. Por ello, en las familias que habían perdido al padre, los hijos e hijas mayores tenían que convertirse en padres y madres de sus hermanos menores para poder aliviar la pesada carga que descansaba en los hombros de la madre y así ayudar a subsanar un poco la situación crítica en que vivían para poder sobrevivir. Una que otra familia decidió en un momento dado emigrar a México buscando encontrar un ambiente menos hostil en el que vivir. De otra parte, la guerrilla también merodeaba por la aldea llevándose los pocos frutos de nuestra siembra y los pocos animales con que contábamos. Todo esto lo conseguían amenazándonos con liquidarnos acusándonos de que entre la comunidad algunos los delataban a los militares. La opresión llegó a tal grado de brutalidad que nos llegaban noticias de cómo algunos sacerdotes y pastores, que tuvieron el valor de levantar sus voces para denunciar nuestra precaria situación y para ayudarnos a organizarnos para poder atender nuestras necesidades eran eliminados por los soldados con el propósito de evitar que de alguna manera los campesinos lográramos hacer valer nuestros derechos. Por su valor, entrega y sacrificio a nuestra causa les estaremos siempre agradecidos y nunca le hemos olvidado. A Dios le pedimos que les haya concedido el descanso eterno. ¡Ni los hombres de Dios escapaban de las atrocidades que se cometían en contra nuestra! Lo poco que quedaba sano en mi alma fue destrozado sin miramientos un fatídico día en que perdí a las únicas personas de mi familia que me quedaban; mi madre y mi hermana. Aquel día llegaron como sesenta soldados a la aldea con gran alboroto y haciendo alarde de sus armas. A su llegada comenzaron a hacer estragos sobre todo lo que encontraban a su paso. Comenzaron por exigir que se les entregaran los animales que algunos teníamos en los patios de nuestros ranchos: gallinas, cabras, conejos. Con grandes risotadas los fueron matando y obligando a las mujeres a cocinarlos para comerlos ellos. Luego de haber saciado su hambre de alimento, se desató en aquellos hombres uniformados una sed de sangre imposible de describir. La expresión de aquellos rostros virulentos, coléricos y pervertidos nos envió un mensaje claro; a continuación se desataría sobre nosotros toda la furia de aquellos seres desalmados que se complacían en cumplir las órdenes que de lejos y tras la sombra otros dictaban. Mi corazón parecía que iba a estallar; así de rápido latía. Mi mente era un torbellino de pensamientos que anticipaban las cosas de las que estos sujetos podían ser capaces. Por un momento cerré los ojos y pedí a nuestro Creador que tuviera piedad de nosotros y nos librara de todo mal. Miré con disimulo a mi alrededor y vi que mi madre y hermana se aprestaban a entrar al interior de nuestro rancho. “¡Señor, dales el tiempo necesario para ocultarse en el rancho para que no sean vistas por los soldados!”, dije para mis adentros. Otras mujeres, con sus respectivos niños y niñas hacían lo mismo. Un pesado silencio arropó la aldea. La incertidumbre de no saber lo que había de suceder nos mantenía a todos los campesinos con los nervios de punta. Como no actuaron de inmediato, pensé que los soldados sólo se estaban divirtiendo con nosotros y que pronto se marcharían. ¡Qué ingenuo fui!

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En un abrir y cerrar de ojos los soldados comenzaron a dar unos gritos aterradores y empezaron a hacer lo que sabían hacer mejor: atacar, agredir y degradar nuestra dignidad. Algunos de los soldados abrieron fuego sobre los campesinos como si estos fueran animales de caza. A unos les disparaban a las piernas, a otros a la espalda, a otros a la cabeza. Pronto la sangre comenzó a fluir por la tierra como río que avanza hacia el mar. Otros soldados agarraron a varios campesinos, seis familias en total, y acusándoles de haber dado ayuda a la guerrilla los ataron de pies y manos y los montaron en una camioneta sacándolos de la aldea en dirección a unos montes cercanos. Jamás volvimos a saber de ellos. El arrebato que dominaba a estos hombres fue tal que, aprovechando la confusión que en ese momento reinaba en la aldea, estos comenzaron a invadir los ranchos donde la mayoría de las mujeres y niños se encontraban. De nada sirvieron las lágrimas, los ruegos y las súplicas de las mujeres. Tampoco ablandaron sus corazones los gritos desesperados de aquellos niños y niñas que con tanta brutalidad y rudeza fueron apartados de sus madres, abuelas o tías. Por el contrario, la agonía de las mujeres, niños y niñas parecía avivar la cólera que los dominaba. Yo caí de rodillas y la incredulidad y el pánico me paralizaron. ¡No era posible que yo viviera de nuevo esta pesadilla! A mi derecha vi como un soldado sacó de uno de los ranchos a los siete niños de una familia. A uno por uno los fue tomando de los pies, azotando luego sus cabezas contra el tronco de un árbol. Los sesos de los niños y niñas se desprendían de las cabecitas infantiles para adherirse al tronco del árbol o para salir volando por el aire. Los alaridos de terror de aquellas criaturas y los gritos desesperados de aquella madre retumban aún en mis oídos treinta años después. Otros soldados descargaban su ira dando golpes con las culatas de los rifles a algunos de nosotros, mientras que a otros les herían con las bayonetas. Estando yo en el suelo tratando de tomar aire, luego de recibir un fuerte golpe en el área del estómago con una culata, levanté como pude mi cabeza para mirar al rancho donde estaba mi madre. En ese instante un soldado sacaba en sus brazos a mi hermana que no dejaba de gritar y de patalear al mismo tiempo que mi madre pedía desesperada que la soltara. No sé cómo pude aspirar un poco de aire para suplicar a aquel soldado que tuviera piedad de mi hermana y no le hiciera daño. El soldado me miró con sorna y en ese mismo momento despojó a mi hermana de su ropa. Como ella seguía luchando por escaparse aquella bestia le asestó con su puño un fuerte golpe en la mandíbula. Mi hermana cayó al piso aturdida por el golpe, y entonces aquel mal nacido la violó frente a todos con tal saña que hasta los hombres volvieron a ver para otro lado. ¡Así de despiadado fue el asalto al cuerpo y a la dignidad de mi hermana! Como pude logré sentarme, pero el dolor de mi abdomen era tan grande todavía, que no pude aún moverme. Por fin el soldado sació su deseo malsano con mi hermana. El asalto fue tan brutal que podía ver a mi hermana sangrando por varias partes de su cuerpo, sus gemidos apenas eran audibles y sobre su rostro polvoriento e inflamado corrían lagrimas de dolor y vergüenza. El soldado se levantó, y mirando desde su altura a mi hermana le dijo con desdén que ya ella no servía para nada ni para nadie y acto seguido le disparó a la cabeza. El dolor me sacudió el cuerpo y mi vista se nubló por unos instantes. En la tierra del Petén por la que tantos de nosotros habíamos luchado se encontraba tirado, como un objeto sin valor, el

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cuerpo de mi querida hermana. El destrozo causado por el balazo que le dio aquel desalmado borró para siempre las facciones de su rostro. Su cuerpo desnudo y ensangrentado era mudo testigo de las injusticias y abusos de los que hemos sido víctimas los campesinos indígenas a lo largo de la historia de Guatemala. No sé de dónde saque valor para levantarme, quitarme la camisa y cubrir a mi hermana con ella. ¡Qué nadie más lastimara con su mirada la memoria de mi hermana! Esperé el azote de un golpe por mi atrevimiento; pero algo había distraído la atención de los soldados. Mi madre perdió toda compostura y corriendo saltó sobre el soldado que violó y mató a mi hermana y comenzó a pegarle una y otra vez mientras le increpaba con fuertes palabras. Jamás había visto a mi madre tan desesperada y desencajada. Ni siquiera el día que mataron a mi padre ella reaccionó de esa manera. Yo seguía arrodillado junto al cuerpo de mi hermana, pero le suplicaba con todas mis fuerzas a mi madre que corriera de allí y se ocultara en algún lugar. Otras personas se unieron a mi reclamo y alguno que otro hombre que no estaba demasiado herido o golpeado trató de alejar a mi madre de aquella peligrosa situación. Pero los soldados nos llevaban la ventaja en número y armas. En ese momento pensé que sin lugar a dudas mi madre estaba frente a un gran peligro. Y así fue; inmediatamente un grupo de soldados con rifles en mano obligaron a los que se acercaron a alejar a mi mamá de allí a retirarse. Con un rápido movimiento el soldado que mató a mi hermana, y a quién ahora mi mamá golpeaba como una leona herida, se echó al hombro a mi madre y la llevó dentro del rancho. Allí, golpeó y abusó de mi mamá como le dio la gana. Al cabo de un rato, salió el muy malvado sin camisa y cerrando el zipper de su pantalón. Me miró y pude reconocer una expresión de gran satisfacción en su cara. Quise lanzármele al cuello y matarlo con mis propias manos, pero unos campesinos me sujetaron con fuerza e impidieron que hiciera algo, Divertido por mi fallido intento de atacarle, el soldado volteó la cabeza para mirar a los soldados que nos mantenían a raya y les dijo: “Ahora es su turno, diviértanse”. Uno a uno cinco soldados violaron a mi madre aquel día. Y yo no pude hacer nada para evitarlo. Vino a mi mente el momento aquel después de la masacre en el Sector Las Cruces en que me pregunté si en una futura ocasión como esa yo podría defender a los míos. Aquí hallé la contestación a mi inquietud. No, no pude defenderlos. Una ola de vergüenza invadió mi alma y me desprecié profundamente por saberme un cobarde y un inútil. Tener que quedarme a las afueras del rancho mientras aquellos degenerados violaban una y otra vez a mi madre acabó con la poca dignidad que me quedaba. Si no había sido capaz de salvar a mi hermana y a mi madre de aquel suplicio, yo no era digno de nada. Después de cometer todas estas fechorías y de saquear lo poco que poseíamos en la aldea, los soldados se fueron por donde mismo vinieron con una gran expresión de burla y satisfacción en sus caras. El mal nacido que le hizo daño a mi hermana y a mi madre, al pasar cerca de mí, me miró y me guiñó un ojo como para rematarme. Y lo hizo, a partir de aquel día soy un muerto en vida. Una vez se marcharon los soldados corrí a ver a mi madre. Me detuve en seco cuando la vi. La golpearon y la violaron a tal grado que estaba irreconocible. Me armé de valor para poder acercármele y entonces me percaté de su mirada. Si fuerte había sido el asalto físico que había

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sufrido, más fuerte había sido el tormento emocional a la que había sido sometida. Sólo me bastó mirarla una vez para darme cuenta que la locura se había apoderado de ella. Después de ese día fatal mi madre jamás volvió a ser quien era. Su locura me expulsó de su vida y ya jamás me reconoció como su hijo. Había quedado solo en la vida. Mi padre y mi hermana descansaban en la paz del Señor. Mi madre, por otro lado, recorría el calvario del dolor y la locura. Nada de lo que decía tenía sentido, pasaba de la risa al llanto y del llanto a la risa sin motivo aparente, dejó de asearse y los montes y los caminos pasaron a ser su hogar. No comía, ni bebía, ni dormía. Se la pasaba deambulando como ánima en pena hasta que la misericordia de Dios la libró de todo dolor y la llevó a la morada del cielo. Con la muerte de mi madre perdí lo único que me quedaba. El dolor avasallante que estrujaba mi corazón pronto me convirtió en un desecho de hombre. El vacío que inundó mi alma se apoderó de mi existencia hasta paralizarme. Ya no tenía fuerzas para luchar. Nada ni nadie me importaba. Las horas y los días pasaban ante mí como hojas marchitas que el viento arrastra sin dejar huellas de su paso. Nada a mi alrededor hacía sentido. ¿A dónde habían quedado mi inocencia, mis ilusiones y sueños, mi dignidad personal, mi familia, mi alegría, mi juventud? ¡Todo me había sido arrebatado! Un día, no sé cómo, puse por primera vez mi atención en aquellos otros seres humanos con los que compartía la aldea. Aquellos seres que vivieron y sufrieron lo mismo que yo había vivido y sufrido. Lo que vi me sobrecogió el espíritu. Como yo, todos ellos eran sólo la sombra de lo que una vez habían sido. Compartían conmigo aquel agonizante dolor del corazón y el terrible vacío del alma. Ya nada tenían y nada esperaban. Sus miradas desoladas revelaban la manera brutal en que sus vidas habían sido devastadas por el puño opresor de los poderosos que, desde su ceguera selectiva, se han autodenominado, a través de la historia, dueños de Guatemala. Señores que al perpetuar la estratificación social se consideran con derecho a pisotear y destrozar a todos aquellos que encuentran a su paso mientras persiguen satisfacer su desmedida ambición. Entendí entonces que todas nuestras miserias se debían a una sola razón; para la sociedad, para los terratenientes todopoderosos y para el gobierno de la República de Guatemala, nosotros, los desposeídos de la región norteña del Petén, somos la gente sobrante. Gente sin valor aparente. Gente incapaz de aportar al bien del país. Indígenas de poca inteligencia que obstaculizan el desarrollo económico de la región del Petén. Sí, para muchos, y para nuestra desgracia, somos la gente sobrante.

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Capítulo VI

Un testimonio desde la distancia.

"Regresaré a mis estrellas... distancia, les contaré mi secreto: que sigo amando a mi tierra... distancia, cuando me marcho tan lejos. Un corazón sin distancia quisiera para volver a mi

pueblo". Alberto Cortez

Después de la parálisis emocional y desolación espiritual que me produjeron los siniestros eventos vividos en aquella aldea del sector San Andrés, llegó el tiempo en que comencé a pensar en lo que haría con lo que me quedaba de vida. Y digo lo que me quedaba de vida, porque una parte importante de mi ser fue quedando, pedazo a pedazo, sepultada para siempre a lo largo de aquel peregrinar que comencé de niño junto a mis padres en busca de mejores oportunidades de vida. Quedarme por más tiempo en aquella aldea era imposible. El aire, el agua y hasta el suelo de aquel lugar eran constantes recordatorios de la barbarie de la que el hombre puede ser capaz cuando le motivan la ambición desmedida, la prepotencia del poder político y un falso sentido de superioridad y orgullo. Definitivamente permanecer allí estaba fuera de toda discusión. Hacerlo representaría envenenar irremediablemente mi ya desolada alma. Retomar el camino ya andado era imposible. Estaba claro que los indígenas fuimos y somos arreados hacia las tierras del Petén como ganado que se lleva al matadero. Hasta allí nos conducen con el claro objetivo de eliminarnos durante la jornada, de explotar nuestro trabajo mientras nos quedan fuerzas o de arrinconarnos contra la frontera; y una vez allí, despojados ya de toda posesión y esperanza, hambrientos y enfermos, somos abandonados a nuestra suerte. A fin de cuentas somos la burla de los poderosos, la vergüenza de los instruidos, los despreciados esclavos de los adinerados; somos la gente sobrante. Mientras con desgano barajaba mentalmente mis posibilidades, se me vino a la mente la imagen de Cristo con la cruz a cuestas camino del Calvario. Sangrante, dolorido, con el peso inmenso de la cruz sobre su espalda; sediento, cayendo y levantándose para continuar agonizante hasta lo alto del Gólgota, recibiendo la burla de sus enemigos, sufriendo el abandono de sus amigos y sintiendo el hondo pesar de causar aquel inmenso dolor al corazón de su madre. Si Cristo no se rindió; si Él, teniendo el poder de apartar ese amargo cáliz de su vida, no renunció a su pasión para redimir al hombre de sus pecados y devolverle la vida eterna; por qué habría de hacerlo yo, que estoy llamado a seguir su ejemplo. Entonces una sensación de calor envolvió mi corazón y mi alma sintió como si un bálsamo tibio y perfumado aliviara el dolor de mis heridas. Estaba decidido; llegaría como pudiera hasta la frontera y dejaría atrás la tierra que me vio nacer, la tierra que labraron mis antepasados, la tierra por la que mi padre murió, la tierra que sin piedad me arrebató a mi madre y hermana, la tierra que me despojó de la oportunidad de educarme, de trabajar dignamente, de aportar a su progreso y fortalecimiento. Sí, dejaría Guatemala.

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En ese momento dejaron de importarme las terribles historias que conocía de aquellos que antes que yo se habían lanzado a esta osada aventura. Lo que sabía no era nada alentador. Por el contrario, los testimonios de aquellos que lo habían intentado sin éxito eran espeluznantes. Sus testimonios hablaban de un interminable recorrido colmado de hambre, sed, desmembramientos, violaciones, encarcelamientos, abusos y muchas veces muerte. Y para muchos, el final de tan infame recorrido les conducía a la repatriación. Después de soportar tanto, acababan de regreso en Guatemala de donde habían escapado porque nada había allí para ellos. Precisamente porque nada había para mí en Guatemala que no fuera resignarme a vivir bajo el yugo de los finqueros y la indiferencia de una sociedad elitista; yo cruzaría la frontera y enfrentaría lo que fuera con la ayuda de Dios. Y lo haría para establecerme en una tierra extraña donde pudiera recuperar mi dignidad y reconstruir mi destrozada vida. Tenía para ese entonces 18 años. Cómo logré cruzar la frontera y lo que me costó poder establecerme en un país extranjero de manera legal para alcanzar mis propósitos me lo voy a reservar. Solo voy a decir que todo lo que había escuchado al respecto se quedó pequeño. Nada puede preparar a un ser humano para enfrentar una experiencia tan devastadora como esa. A Dios y sólo a Él le debo el haber sobrevivido la experiencia y el haber podido hacer realidad mis intenciones de construir para mí una nueva vida. Sin embargo, aún cuando dejé atrás el lugar que fue testigo silencioso de todas mis desgracias, el desgarrador recuerdo de éstas me acompaña siempre. Las imágenes de aquellos tiempos me torturan a diario. Las heridas del corazón siguen abiertas y el dolor por la exclusión social, la miseria y la opresión de las que todavía hoy son objetos mis hermanos y hermanas del Petén guatemalteco me consume el alma. ¡Qué ironías las de la vida! Heme aquí, lejos de Guatemala, llorando la suerte que le ha tocado vivir a mi gente, mientras veo con una mezcla de incredulidad y fascinación como historiadores, científicos, ingenieros y arqueólogos, entre otros, no cesan de expresar su admiración por la cultura maya. Cientos de documentales televisivos, libros y artículos investigativos han visto la luz en los últimos años discutiendo las maravillas maya y la posibilidad de que la última fecha inscrita en su legendario calendario, 21 de diciembre de 2012, pueda representar el fin del mundo. Todos los estudiosos coinciden en denominar a la civilización maya como la única civilización en las Américas pre-colombinas con un lenguaje escrito completamente desarrollado; así como poseedora de un arte espectacular, una arquitectura monumental, y un sistema astronómico y matemático de una sofisticación admirable. El mundo entero se ha maravillado frente a la grandeza de la cultura maya a la que llaman una de las más grandes culturas del continente americano por sus vastos conocimientos en las áreas de la ciencia, la astronomía e ingeniería. Todo lo anterior ha despertado un interés tal, que anualmente son miles los visitantes que acuden a los sitios arqueológicos maya, siendo el más grande de ellos el Tikal. El Tikal es el complejo-ciudad maya más famoso del mundo y se encuentra enclavado precisamente en las selvas, nada más y nada menos, del Petén. Sí, en el Petén, República de Guatemala (Guatemala es considerada el corazón del mundo maya). Sí, en

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el mismo lugar en donde los descendientes de aquella cultura admirable, frente a la cual la inteligencia de los estudiosos más respetados del mundo se ha recreado maravillada, hemos sido y seguimos siendo arrinconados por un gobierno opresor y una sociedad indiferente para ser marginados, explotados y masacrados. Así pues, el mundo escoge mantener su mirada fija en el pasado glorioso de los maya ignorando y manteniéndose al margen de la crítica situación que enfrentamos los indígenas de hoy. Por otro lado, mientras el Instituto Guatemalteco de Turismo presume de su herencia maya para promover la actividad turística del país, el gobierno y la sociedad guatemalteca continúan firmes en su propósito de hacer desaparecer a la población indígena maya a la cual consideran inferior e indigna de todo consideración y respeto. ¡Cuánta hipocresía y cuánta prepotencia! El Articulo #1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por las Naciones Unidas dice: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros". ¿Por qué entonces en Guatemala se nos niega a los indígenas el derecho a la libertad e igualdad de derechos? ¿Quién determinó en Guatemala que los indígenas no estamos dotados de razón y conciencia y que por lo tanto no somos merecedores de un trato fraternal? ¿Dónde están las potencias mundiales que se supone tienen el poder de intervenir para garantizar el cumplimiento de los estatutos de esta declaración cuyo alcance se supone sea universal? ¿Qué sucede con las organizaciones civiles y las instituciones religiosas que están llamadas moralmente a denunciar la violación de los derechos civiles y a asistir a aquellos que sufren las consecuencias de dichas violaciones? En respuesta a la inacción del mundo y a la inamovible posición de la estructura sociopolítica guatemalteca ante la vejación que sufre la población indígena del país he escrito mi historia. Mi historia, que es la historia del pueblo indígena de Guatemala. Historia que tiene su origen en los tiempos de la conquista española. Historia que se ha extendido hasta el presente perpetuada por la mentalidad cerrada de un pueblo que ha sido incapaz de sacudirse viejos prejuicios y obsoletos esquemas sociales. Historia inalterable hasta ahora gracias a la ambición y la mezquindad de aquellos que, escudados tras el poder, la posición social y la educación privilegiada, justifican y, peor aún, solapan la tragedia de estos seres con el propósito de alcanzar sus no muy altruistas fines. Por ello, aún estando lejos de Guatemala, quiero prestar mi voz para denunciar la tragedia que vive mi pueblo. Porque la distancia no me ha hecho olvidar mi tragedia, que es la tragedia de decenas de miles indios maya. Porque la distancia no ha roto el lazo que me une a mis hermanos y hermanas indígenas, ni me ha arrebatado el amor que siento por mi patria. Porque la distancia me ha hecho soñar con una nueva y mejor Guatemala en la que a todos los nacidos sobre su tierra se nos reconozca la dignidad intrínseca y la igualdad de derechos que poseen y merecen todos los miembros de la familia guatemalteca. Porque la distancia no me ha impedido añorar poder regresar un día a una Guatemala que me reciba como a un hijo en lugar de perseguirme como a un maldito invasor. Quisiera que mi testimonio sirva para hacer saber al mundo entero que en la selva del Petén hay quienes son explotados, hay quienes padecen hambre y sed, hay quienes viven en condiciones

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infrahumanas, hay quienes son separados de sus familias, hay huérfanos, viudas y ancianos sin medios para sobrevivir esperando a que alguien les tienda una mano amiga. Quisiera que mi testimonio motivara al mundo a actuar para ayudar a salvar a mi gente. Quisiera que mi testimonio hiciera reflexionar a la humanidad sobre el trato inhumano que, en pleno siglo XXI, recibe la buena gente del Petén exclusivamente a causa de su origen. Quisiera que de una vez por todas, los guatemaltecos entendieran que ni uno solo de los habitantes de nuestro hermoso país sale sobrando. Yo soy la voz de los hermanos y las hermanas del Petén que sufren el calvario de la marginación social. Yo soy la voz que denuncia la privación de la educación para ellos. Yo soy la voz de aquellos a quienes se les exige trabajar sin recibir remuneración económica a cambio de su labor. Yo soy la voz de aquellos que sufren la discriminación cultural. Yo soy la voz de la sangre maya vertida en la tierra que les ha sido negada poseer.

¡Yo soy la voz de la "gente sobrante" que grita, exigiendo en nombre de Dios, justicia, igualdad, tierra y libertad!