galimidi

4
CRITERIO N O 2324 / III 2007 69 En general, una norma es la expresión de una voluntad inves- tida con autoridad y tiene el propósito de dotar de justicia, orden y previsibilidad a un ámbito determinado de la vida en común. En una sociedad democrática, la vigencia de las normas se fun- da, precisamente, en la autorización y en el compromiso de las personas que se encuentran comprendidas bajo su jurisdicción. De esta manera, el “Yo quiero que todos ustedes cumplan con la disposición r, y a tal efecto preveo el premio s, o el castigo t” de las autocracias, o el “Dios quiere que todos nosotros, etc.”, de las teocracias, se transforman en el más amigable, pero complejo: “Nosotros, libre y voluntariamente, nos obligamos a nosotros mismos a cumplir con la disposición r sancionada por nuestros representantes, y acordamos en considerar justos y convenientes, según el caso, los premios s y los castigos t”. Conceptualmente, el hecho de transgredir a conciencia una norma en una sociedad democrática involucra, por lo menos, dos clases de actitud desafiante y disvaliosa. En primer lugar, significa que se reniega del compromiso asumido, y que lo que dispone la autoridad no se considera una obligación, sino apenas un dato más a tener en cuenta cuando se hace el cálculo egoísta de los costos y beneficios que pueden resultar de una acción con- creta. Y, en segundo lugar, significa que los semejantes, de cuya voluntad soberana conjunta emana la autorización para estable- cer y hacer cumplir las normas, están siendo considerados como mero obstáculo, o como medio cosificado, para el cumplimiento de los propios fines egoístas, y no como lo que son en verdad, es decir, personas valiosas en sí mismas, y dignas de sumo respeto, el mismo respeto que el trasgresor no vacila en reclamar cada vez que se siente lesionado en sus derechos, o en su estima. En otras palabras, transgredir a conciencia en un orden democrático equivale, o bien a ponerse a sí mismo por arriba, o por afuera, de la voluntad general, o bien a querer disfrutar de los beneficios de la pertenencia sin afrontar los costos de la autolimitación. Revolución, anarquía o delincuencia son los polos lógicamente derivados de la trasgresión intensa, la cual, sin embargo, suele presentarse bajo el disfraz engañoso de la trampita, de la rebeldía romántica, o aun de la creatividad talentosa. Una urgente cuestión republicana José Luis Galimidi (Buenos Aires) SOCIEDAD El autor es doctor en filosofía, y profesor en las Universidades de Buenos Aires y de San Andrés. La pandemia de acci- dentes de tránsito que nos afecta podría estar causada por una cepa trasmuta- da afín a los gérmenes del fascismo. Se trata de un tema urgente en el ho- rizonte de la convivencia republicana.

Upload: etainsidesuite

Post on 17-Jan-2016

2 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

republicanismo

TRANSCRIPT

Page 1: Galimidi

CRITERIO NO 2324 / III 2007 69

En general, una norma es la expresión de una voluntad inves-tida con autoridad y tiene el propósito de dotar de justicia, orden y previsibilidad a un ámbito determinado de la vida en común. En una sociedad democrática, la vigencia de las normas se fun-da, precisamente, en la autorización y en el compromiso de las personas que se encuentran comprendidas bajo su jurisdicción. De esta manera, el “Yo quiero que todos ustedes cumplan con la disposición r, y a tal efecto preveo el premio s, o el castigo t” de las autocracias, o el “Dios quiere que todos nosotros, etc.”, de las teocracias, se transforman en el más amigable, pero complejo: “Nosotros, libre y voluntariamente, nos obligamos a nosotros mismos a cumplir con la disposición r sancionada por nuestros representantes, y acordamos en considerar justos y convenientes, según el caso, los premios s y los castigos t”.

Conceptualmente, el hecho de transgredir a conciencia una norma en una sociedad democrática involucra, por lo menos, dos clases de actitud desafiante y disvaliosa. En primer lugar, significa que se reniega del compromiso asumido, y que lo que dispone la autoridad no se considera una obligación, sino apenas un dato más a tener en cuenta cuando se hace el cálculo egoísta de los costos y beneficios que pueden resultar de una acción con-creta. Y, en segundo lugar, significa que los semejantes, de cuya voluntad soberana conjunta emana la autorización para estable-cer y hacer cumplir las normas, están siendo considerados como mero obstáculo, o como medio cosificado, para el cumplimiento de los propios fines egoístas, y no como lo que son en verdad, es decir, personas valiosas en sí mismas, y dignas de sumo respeto, el mismo respeto que el trasgresor no vacila en reclamar cada vez que se siente lesionado en sus derechos, o en su estima. En otras palabras, transgredir a conciencia en un orden democrático equivale, o bien a ponerse a sí mismo por arriba, o por afuera, de la voluntad general, o bien a querer disfrutar de los beneficios de la pertenencia sin afrontar los costos de la autolimitación. Revolución, anarquía o delincuencia son los polos lógicamente derivados de la trasgresión intensa, la cual, sin embargo, suele presentarse bajo el disfraz engañoso de la trampita, de la rebeldía romántica, o aun de la creatividad talentosa.

Una urgente cuestión republicana

José Luis Galimidi (Buenos Aires)

SOCIEDAD

El autor es doctor en filosofía, y profesor en las Universidades de Buenos Aires y de San Andrés.

La pandemia de acci-dentes de tránsito que nos afecta podría estar

causada por una cepa trasmuta-da afín a los gérmenes

del fascismo. Se trata de un

tema urgente en el ho-rizonte de la convivencia

republicana.

Page 2: Galimidi

CRITERIO NO 2324 / III 200770

Para comprender la lógica que anima la convivencia cotidiana en un Estado de Derecho, y para entender, por tanto, la irracionalidad implicada en un estilo de conducta frívolamente trasgresor, se puede pensar en una proyección del impe-rativo categórico kantiano: nadie que viole sistemáticamente las normas que ordenan la convivencia con sus semejantes podría querer vivir en un mundo modelado según su propia conducta. El ejemplo típico es el del falsificador de dinero, que necesita de una moneda sana y de un público confiado y honrado, para que se tomen por buenos los papeles falsos que él ha producido. La proliferación de falsificadores haría que la gente se volviera desconfiada, y el precio del billete bajaría tanto que el costo de la producción ilegal sería mucho más alto que los eventuales beneficios.

Otra manera de ver la cuestión consiste en asumir una perspectiva simplificada-mente platónica. La teoría de las ideas de Platón establece, grosso modo, que las co-sas del mundo sensible participan del ver-dadero ser en la medida en que se acercan más o menos a la forma pura, la cual sólo puede ser percibida con la inteligencia. Esto se aplica, con particular relevancia, a las situaciones humanas: un médico, por caso, no puede aspirar a ser llamado como tal si no cumple con el mínimo estándar que le impone la idea. Para ser un verdade-ro médico, enseña el discípulo de Sócrates, hace falta mostrar la clara intención de ponerse a la altura de las exigencias im-plicadas en el modelo, y entonces, además de cobrar un honorario cuando se atiende a un paciente, es necesario querer resta-blecer su salud, interesarse genuinamente por los preparados reconstituyentes y por las formas equilibradas de vida, etc. El modo platónico de considerar las cosas está muy presente en nuestro lenguaje cotidiano, y así decimos de un abogado o de un arquitecto descuidados que han sido “poco profesionales”, expresamos nuestro anhelo de ser simpatizantes de un equipo de fútbol “como la gente”, o de vivir en un país “en serio”.

Las consideraciones anteriores pue-den resultar apropiadas para acercarse al doloroso problema de la pandemia de siniestros en el tránsito vehicular con que la población argentina se azota a sí

misma. Autopistas, rutas, avenidas y calles son –literal y simbólicamente– es-pacios públicos por excelencia, en los que confluyen de manera indisoluble aspectos muy significativos de lo estatal y de lo privado. En su evaluación, y en la com-prensión misma de su naturaleza, valen los criterios referidos a la normatividad y la convivencia en general. Para decirlo de manera sencilla, lo que constituye, aquello de lo cual está hecha una vía de comunicación es mucho más que su pavi-mento, su geometría, su señalización y su parque automotor; el verdadero grado de su realidad depende del conocimiento y el respeto que demuestren sus usuarios por las normas y, por consiguiente, por sus semejantes. Superado un cierto umbral de tolerancia en índices de colisión por unidad de tiempo, la cinta de asfalto deja de ser una vía pública, y se convierte en un espa-cio salvaje de in-comunicación, con severas carencias de ciudadanía y de estatalidad, ya que en ella no está razonablemente garantizada la probabilidad de salir de A y llegar a B en condiciones saludables de cuerpo y espíritu.

Ahora bien. Las conductas son imputa-bles, y, por eso mismo, son significativas. Expresan escalas de preferencia y, en general, desarrollan el sentido que las personas quieren imprimirle a sus propias vidas, lo cual incluye, especialmente, el modo con el que intentan configurar el ho-rizonte de sus relaciones con los demás. El orden de prioridades que vocifera el infrac-tor serial de normas viales que protegen la integridad física y la autoestima de sus semejantes es transparente, y se podría resumir así: “Desprecio profundamente tu derecho y prioridad de paso, tu seguridad y tu vida, y te desprecio doblemente, por-que desprecio también a las personas y a las instituciones a las que has autorizado para que cuiden de dichos bienes. Lo que en este aspecto es bueno (es decir, justo y conveniente) para ti ocupa para mí una posición ínfima en comparación con mi pasión (adolescente) por la velocidad, con mi apuro o con mi interés económico, en fin, con mi soberbia”. Ahora bien. En buen romance, decir o dar a entender esto es insultante. Y el caso es que hay mucho insulto en el tránsito de los argentinos, explícito e implícito, gritado y atragantado,

Page 3: Galimidi

CRITERIO NO 2324 / III 2007 71

recibido y emitido con razón, o sin ella. La ofensa cotidiana, desde luego, no es una cuestión de posición ideológica, o de condición socioeconómica (aunque, justo es admitirlo, parece una tendencia más frecuente entre los varones). Nada más democrático y transversal que nuestra irracionalidad y mal gusto en la conduc-ción, “virtudes” éstas que son cultivadas con similar ahínco por conductores de chatas destartaladas y de glamorosas 4 x 4, por profesionales y por domingueros, por motoqueros empleados en negro para delivery y por niños universitarios de fa-milia acomodada.

La pregunta obvia e inquietante es: ¿a santo de qué? ¿cómo es posible que muchas personas que salen de sus hogares, de sus lugares de trabajo o de descanso, y, en ge-neral, de situaciones en las que observan un comportamiento razonable, responsable y hasta cordial, asuman en la vía pública, es decir a la vista de todo el mundo, actitu-des que además de peligrosas son groseras e impresentables? Dejemos de lado, por un momento, el seguramente deficiente control policial, ¿es que no temen a la ver-güenza de la sanción social, o es más bien que ésta es muy débil o inexistente? ¿Qué lleva a una persona que probablemente conoce y cumple con la práctica de la fila en el banco o en el cine a zigzaguear y a exigir paso, pegando la trompa de su vehículo a la cola del de adelante en circunstancias en que la autovía, con toda evidencia, tiene una densidad de tránsito tal que limita por razones puramente físicas la velocidad de avance? ¿Por qué alguien que conoce la importancia de un seguro de urgencias médicas para él y para su familia arrui-na la evidentísima utilidad social de las banquinas, tomándolas como un carril de uso privado cuando en el resto de la calzada se circula a paso de hombre por alguna situación? ¿Por qué los conductores profesionales de colectivos, taxis, micros y camiones manejan como si su condición de trabajadores convirtiera el espacio que los circunda en zona liberada?

Una parte de la respuesta, seguramen-te, puede estar dada por el hecho de que en la aparente intimidad del vehículo con tecnologías modernas que combinan po-tencia con andar silencioso y amortiguado, el conductor queda apresado con facilidad

en la ensoñación del infante, que cree que los demás no existen porque él consigue no mirarlos a la cara. Otro factor que intervie-ne, indudablemente, es la presión perversa por la mal entendida “productividad”, que estresa al agente económico más allá de los límites de la salud y de la legalidad. Sin embargo, en el problema que nos ocupa se involucra un cierto goce que refiere a algo más oscuro y menos inocente; es menos una regresión ontogénica a la infancia individual que una regresión filogénica a los estadíos primitivos de la especie, es una antropología muy anterior al homo oeconomicus.

Se trata, creo, de un germen que en apariencia se presenta como lo contrario del individualismo exacerbado, pero que en verdad podría ser su siniestro reverso complementario. Las actitudes principales de la inconducta vial, como la prepotencia, la idolatría por la mera tecnología, el culto a las emociones primitivas, la agresividad, el desprecio machista por la cortesía y por la urbanidad son, precisamente, algunas de las cualidades que los estudiosos de principios del siglo veinte, como Le Bon y el mismo Freud, señalaban como esta-dos característicos del individuo que se abandona temporariamente al dominio de la masa. La masa, explican, ofrece a la persona civilizada la coartada perfecta para dejarse llevar por el instinto que debe ser refrenado en la existencia cotidiana “normal”, convalida los impulsos de querer llevar inmediatamente a la acción ideas y sentimientos que usualmente deberían ser ponderados, moderados y, eventualmente, postergados, confiere, en fin, una justifica-ción para el desborde irresponsable.

La pérdida del sentido de individuali-

SOCIEDAD

Page 4: Galimidi

CRITERIO NO 2324 / III 200772

dad racional y la consiguiente integración de la persona con la multitud devenida horda es una tentación latente en todas las sociedades, pero se hace más acuciante en aquellas épocas en las que las restriccio-nes a la explosión instintiva que exige la disciplina cultural no se ven compensadas adecuadamente con el amplio abanico de los premios sociales que contribuyen al bienestar material, espiritual y afecti-vo. En otros términos, es directamente proporcional al nivel de frustración mal elaborada y de resentimiento. Elementos psico(pato)lógicos como éstos, potenciados por la Primera Guerra mundial, y coordi-nados por la presencia opresiva del líder y por la presión ideológica del partido y del enemigo total, contribuyeron como pre-cursores decisivos al cataclismo totalitario de la Segunda Guerra. Afortunadamente, estas dos últimas marcas ominosas, al igual que la integración “física” del con-ductor salvaje con la masa de sus iguales, están razonablemente ausentes en nuestro paisaje presente vial y cultural. Pero, a cambio, estamos sumamente expuestos a algunas de las caras más tenebrosas de la condición posmoderna: atomización idioti-zada en masa, transgresión e indigencia percibidas como si fuesen fenómenos de la naturaleza, multitudes tecnificadas a un nivel usualmente muy superior al de sus capacidades cognitivas, sociabilidad anoréxica y desprestigio e impotencia estatal.

No es necesario ser un intelectual afrancesado, y tampoco un gorila, para advertir en nuestra complexión cultural episodios agudos de desenfreno masifi-cado. La pregunta “¿cómo es posible que algo así suceda en una sociedad con el potencial y la riqueza cultural que tiene ésta?” que atormentó, por ejemplo, a los testigos atónitos del desarrollo del na-zismo, también se aplicó, guardando las proporciones pero con justa razón, a más de un capítulo de nuestra historia, pasada y contemporánea. Así en el fútbol como en los ritos partidarios y en los recitales, en la acción violenta de grupos estatales, paraestatales y antiestatales, en ocasión de festejos y de reclamos. Es verdad que estamos gozando de una recuperación de indicadores económicos estimulante y de un superávit fiscal inédito, pero en la columna de la racionalidad institucional y de la conciencia ciudadana todavía no nos sobra nada.

* * *Los dispositivos colectivos como el

lenguaje, el dinero, o el tránsito vehicular tienen un fuerte contenido politizante, porque son muy sensibles al grado de res-peto y de confianza recíproca que exhiben sus agentes. Pierden su sentido sin estas presunciones fundantes, y cada hablante parece un mentiroso, cada negocio parece una estafa, cada vehículo un atentado suicida. El horizonte de su deterioro es la ruptura del contrato social. Son bienes sociales en sí mismos, pero también son, principalmente, automensaje, reflejo cierto de lo que una sociedad piensa y espera de sí misma. Mirada de cerca, y como fenó-meno reiterado de desprecio violento por lo público, la pandemia de siniestros de tránsito que nos afecta podría estar causa-da por una cepa transmutada, que denota afinidades no lejanas con los gérmenes del fascismo. El ordenamiento y la educación vial son, en consecuencia, una urgente cuestión republicana.