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Contemporánea II F. Furet El pasado de una ilusión Capítulo 2. La primera guerra mundial Mientras más consecuencias tenga un acontecimiento más difícil será imaginarlo a partir de sus causas. La guerra de 1914 no es la excepción. Nadie ha logrado mostrar en verdad que estuviera escrita como una fatalidad. Ninguno de los encadenamientos causales que la hicieron posible explica su estallido, salvo la intriga diplomática y política que envuelve a las cortes europeas entre el asesinato del archiduque y los primeros días de agosto, cuando todos los gobiernos aceptan la guerra haciéndola inevitable. En este sentido no tiene punto de comparación con el desencadenamiento de la segunda Guerra Mundial. Ésta se prefigura en el ascenso de Hitler al poder desde 1933 (es al menos evidente desde el Anschluss de 1938). La segunda Guerra Mundial no es, como la primera, el producto improbable o imprevisto de rivalidades internacionales que habrían podido ser tratadas con mayor sabiduría. Es preparada y deseada por Hitler como realización necesaria de la Historia y toda Europa la ve venir. También es más ideológica que la primera, puesto que Hitler juró la muerte de la democracia e inscribió en sus banderas el predominio de una raza. No es que la guerra de 1914 haya ignorado los intereses ideológicos y la de 1939 las pasiones nacionales, ero la dosis es diferente en los dos casos. Sólo la segunda Guerra Mundial tuvo ese carácter de enfrentamiento inevitable entre dos ideas del hombre en sociedad, la del nazismo y la de la democracia. No sólo el desencadenamiento sino también la conducción de la guerra de 1939 obedecen a una lógica de la Historia. Hitler empieza por establecer una alianza con la URSS (después de todo, los comunistas son como él enemigos de la democracia burguesa). Stalin lo cree hasta tal punto que se sorprende con la invasión alemana. Hitler devuelve entonces a Stalin la bandera que había sido suya entre 1934 y 1939: la del antifascismo. Más que nunca, la segunda Guerra Mundial se inscribe en la Historia en términos ideológicos. Por el contrario, la guerra de 1914 tiene su origen y su sustancia en las rivalidades entre naciones europeas y en el patriotismo de sus ciudadanos, que dejan entre paréntesis sus ideas políticas para servir unidos a sus respectivos países en 1

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RESUMEN DEL CAPÍTULO 2 DE FURET

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Contemporánea II F. Furet

El pasado de una ilusiónCapítulo 2. La primera guerra mundial

Mientras más consecuencias tenga un acontecimiento más difícil será imaginarlo a partir de sus causas. La guerra de 1914 no es la excepción. Nadie ha logrado mostrar en verdad que estuviera escrita como una fatalidad. Ninguno de los encadenamientos causales que la hicieron posible explica su estallido, salvo la intriga diplomática y política que envuelve a las cortes europeas entre el asesinato del archiduque y los primeros días de agosto, cuando todos los gobiernos aceptan la guerra haciéndola inevitable.En este sentido no tiene punto de comparación con el desencadenamiento de la segunda Guerra Mundial. Ésta se prefigura en el ascenso de Hitler al poder desde 1933 (es al menos evidente desde el Anschluss de 1938). La segunda Guerra Mundial no es, como la primera, el producto improbable o imprevisto de rivalidades internacionales que habrían podido ser tratadas con mayor sabiduría. Es preparada y deseada por Hitler como realización necesaria de la Historia y toda Europa la ve venir. También es más ideológica que la primera, puesto que Hitler juró la muerte de la democracia e inscribió en sus banderas el predominio de una raza. No es que la guerra de 1914 haya ignorado los intereses ideológicos y la de 1939 las pasiones nacionales, ero la dosis es diferente en los dos casos. Sólo la segunda Guerra Mundial tuvo ese carácter de enfrentamiento inevitable entre dos ideas del hombre en sociedad, la del nazismo y la de la democracia.No sólo el desencadenamiento sino también la conducción de la guerra de 1939 obedecen a una lógica de la Historia. Hitler empieza por establecer una alianza con la URSS (después de todo, los comunistas son como él enemigos de la democracia burguesa). Stalin lo cree hasta tal punto que se sorprende con la invasión alemana. Hitler devuelve entonces a Stalin la bandera que había sido suya entre 1934 y 1939: la del antifascismo. Más que nunca, la segunda Guerra Mundial se inscribe en la Historia en términos ideológicos.Por el contrario, la guerra de 1914 tiene su origen y su sustancia en las rivalidades entre naciones europeas y en el patriotismo de sus ciudadanos, que dejan entre paréntesis sus ideas políticas para servir unidos a sus respectivos países en un conflicto que nadie ha previsto ni querido pero que todo el mundo ha aceptado.Era otra época. Los pueblos que entraron en guerra en 1914 no son los de hoy. A los soldados que van a batirse unos contra otros no les entusiasma la guerra pero la respetan, como fatalidad inseparable de la vida de las naciones y como el ámbito del valor y el patriotismo. Quienes se precipitan a la guerra entran en nombre de lo que saben, en una Historia que no saben; un abismo separa sus decisiones del universo que muy pronto va a nacer de esta guerra cuya naturaleza revolucionaria no imaginaron.Cuando estalla la guerra, parece confirmarse la derrota de la idea revolucionaria, ya que la nación triunfa sobre la clase. Es la nación la que cristaliza los sentimientos y las fidelidades, aun cuado estos se alimentan de una fuente que le es posterior en el tiempo, como la democracia.Nada es más engañoso que ver los acontecimientos desde el ángulo de la política de partido (derecha vs. izquierda; contrarrevolución vs. revolución). Desde la Revolución francesa, los progresos de la democracia en Europa no dejan de realizarse bajo el doble carácter de la revolución y la nación. La prueba universal que se desencadena con la declaración de la guerra acabará poniendo en entredicho la idea de nación, que ha provocado y legitimado la guerra en el espíritu de los pueblos. Al prolongarse al cobrar un precio exorbitante en vidas humanas, el conflicto socavará las bases de la política europea.La guerra de 1914 fue la primera guerra democrática de la Historia. El adjetivo no nos remite a sus intereses ni a las pasiones que despertó; lo que distingue al de 1914 de los conflictos armados anteriores es su universalidad: involucra en una desgracia inaudita a millones de hombres durante más de 4 años, sin ninguna de intermitencia estacional de las

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que abundaban en las campañas militares de antaño: comparado con Foch, Napoleón hacía la guerra como Julio César.La de 1914 es industrial y democrática. La guerra no es moralmente familiar para el ciudadano moderno que se ve animado desde hace dos siglos por la obsesión del trabajo, del enriquecimiento, del bienestar; pero también es el hombre de 1914. Una respuesta sencilla al enigma consiste en afirmar que lejos de conducir a una lógica de paz entre los hombres y las naciones, la sociedad comercial lleva la guerra en sus entrañas. Ésta fórmula común a la tradición socialista, la convirtió Lenin en el centro de su teoría: capitalismo europeo en busca constante de nuevos mercados con altas tasas de ganancia competencia feroz entre los grandes capitalistas por mercados y territorios Guerra Mundial. Esta teoría no ha sabido envejecer con el siglo: si bien deja ver lo que trataba de explicar sobre los orígenes de la guerra de 1914, no muestra utilidad alguna para explicar el desarrollo de la de 1939 y sus peripecias: por un lado, la ambición hitleriana de dominación mundial está más inscrita en Mi Lucha que en los proyectos del capitalismo mundial y, por el otro, ya hemos aprendido que el capitalismo internacional es independiente de formas estáticas de colonización. La naturaleza y la marcha de la economía sólo constituyen uno de los elementos que deben tomarse en cuenta. El homo economicus desempeña un papel central en el escenario moderno, pero no es el único personaje: el capital tiene su lugar señalado en las tragedias del siglo XX pero no debe ser su chivo expiatorio. En 1914 se hallaba entre las causas de la guerra la competencia de las potencias por el dominio de los mercados, pero los pueblos sólo la aceptaron por razones de orden nacional. En todas partes, la idea dominante de quienes partían a la guerra fue la del servicio a la comunidad nacional. Fue el historiador el que a posteriori, puesto que conoce lo que siguió, reintrodujo la angustia de esta toma de posición: el obrero socialista no tiene en 1914 la sensación de estar traicionando a su clase al responder al llamado de la nación; en ese momento, la pertenencia nacional seguía siendo el sentimiento mejor compartido de la humanidad europea, sentimiento que no forzosamente es belicista pero que en todo caso remite al consentimiento dado de antemano a la guerra.Esto se debe para empezar a que la nación en Europa es anterior a la “sociedad comercial” y a la democracia. Es obra de siglos y de reyes. Esos “antiguos regímenes” heredaron de los tiempos que los precedieron el amor a la guerra como la verdadera prueba de valor. A la hora de la verdad, la nación hace olvidar la clase y la guerra de 1914 deja ver sentimientos y pasiones que son vestigios de todas las épocas.El Primer Reich alemán es también una sociedad comercial en pleno desarrollo capitalista; allí el espíritu mercantil y el espíritu militar reinan allí juntos y se confortan uno al otro. La nación alemana, unificada tardíamente y por las victorias de Prusia, es más vasta que su Estado. Tiene hijos al sur y al este de sus fronteras. Como patria carnal e ideal a la vez, cree en las virtudes particulares de su pueblo y de su ejército más que en el equilibrio de los Estados europeos o en el carácter universal de la democracia. Y como monarquía militar e industrial que llegó tarde al poderío mundial, choca casi e todas partes con los intereses y la bandera ingleses. La idea de superioridad nacional constituye, junto con la creencia de que al fin se ha cumplido el plazo de la Historia, el cemento de la mezcla . Así, la mayor potencia militar de Europa es también la más expuesta a los riesgos de la patología nacional. El espíritu alemán se opone al Occidente como la profundidad a la ligereza; su conflicto histórico es con el Occidente. En los tiempos en que se vio dividida, amenazada y humillada, Alemania concibió esta idea de sí misma como refugio aristocrático de su flaqueza; convertida en una sola, poderosa y ambiciosa, la conservó como el secreto de su fuerza. El atractivo de agosto de 1914 consiste en presentar al espíritu alemán una apoteosis de sacrificio y unidad frente a su viejo adversario.El nacionalismo ha tenido durante este siglo un precio tan alto en vidas humanas y desastres de todas clases, que hemos olvidado su seducción para no recordar más que

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sus males. La gran fortaleza del nacionalismo en su época es visible, no sólo en Alemania sino en toda Europa y es que mezcla las promesas de la modernidad con las certidumbres de la tradición. Al poner su propio Estado-nación por encima de los otros, el ciudadano lo convierte en una encarnación privilegiada de poder, de la prosperidad y de la cultura; pero al subordinarlo todo, hasta su vida, a esta imagen de colectividad recupera emociones que le hacen olvidar su soledad de hombre privado. El culto de lo nacional conjura el déficit de la democracia: la ideología nacionalista, aunque exalte lo particular y el terruño natal, es hija de la democracia, a la vez su producto y su negación.Alemania de comienzos de siglo es el mejor laboratorio para observar el fenómeno que pesará trágicamente sobre su destino; allí se desarrollará y echará raíces entre casi todas las capas de la población este inédito conjunto de ideas que pronto adoptará el nombre de pangermanismo: versión casi tribal de nacionalismo y sin embargo moderna, por la cual la pertenencia a la nación alemana se convierte en fanatismo de la superioridad germánica sobre todos los pueblos. El Reich se define menos por una soberanía jurídica que por su vocación de abrigar un día a todos los alemanes y convertirse así en punta de lanza en Europa y el mundo.No es sorprendente que el pangermanismo cultive una analogía con el evolucionismo darwiniano por intermediación del concepto de raza. Con la raza, el nacionalismo se tiñe de ciencia, el principal sustituto religioso del siglo XIX y también recibe de ésta una fuerza de exclusión que la idea de superioridad nacional no abarca por sí sola. Los Estados y hasta el Estado alemán ya no son más que apariencias jurídicas provisionales, a merced del conflicto pueblos-razas.Prueba de ello son los judíos. Personifican con excelencia, para el antisemita, al pueblo sin Estado. La primera seducción de este antisemitismo consiste en tomar el relevo de esta tradición secular que, por toda la Europa cristiana, ha vuelto contra los judíos la idea de la elección: del pueblo elegido por Dios se convirtieron en el pueblo maldito de Dios y de Europa. En el pueblo errante emancipado por la democracia, las naciones modernas aún ven al adversario oculto pero formidable de sus identidades.Lo que da al antisemitismo moderno su verdadero carácter sigue siendo su inserción y su papel en las pasiones nuevas de la democracia. La Urbe moderna se construye a base de la voluntad de sus miembros: voluntades positivas, las de todos los patriotas; pero también voluntades negativas, maléficas, extranjeras y en este punto interviene la conjura judía (que es conjura porque no le cabe otra posibilidad que ser oculta)¿Por qué los judíos? Ellos constituyen el contramodelo a la medida de la pasión nacionalista: pueblo errante, disperso, sin Estado y que no obstante se ha mantenido de pie en torno de su religión y de sus tradiciones; que conserva casi por doquier una especie de identidad y ofrece, por consiguiente, la materia ideal para la racionalización de una conjura a escala mundial.No es casual que el antisemitismo haya cundido por toda Europa como una de las pasiones más fuertes de las opiniones públicas a finales del siglo XIX. El judío, encarnación del burgués, ofrece un chivo expiatorio ideal tanto a los nacionalismos exclusivos como al resentimiento de los pobres; permite por sí solo expresar bajo el signo del odio toda la gama de pasiones democráticas. Así se explica la gran difusión del antisemitismo en la vida política de los grandes países de Europa antes de 1914. Su particularidad en Viena y en Berlín consiste en haberse incorporado a una teoría racista de los pueblos, por la afirmación de la superioridad germánica.

La guerra de 1914 todo el mundo la ve venir; nadie, ni los gobiernos ni las opiniones públicas, hizo nada por impedirla. Entre el atentado de Sarajevo y la movilización general, en todo momento fue posible detener la marcha. Nadie quiso hacerlo. Pero si el estallido del conflicto se debió, en términos técnicos, a un déficit de acción diplomática, en profundidad se explica por un consentimiento tácito de los pueblos, que os poderes públicos dieron por sentado . La guerra de 1914, provocada por un atentado nacionalista, comienza como una guerra

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de nacionalidades que lleva a su punto de incandescencia las pasiones colectivas que llenaron el siglo anterior. Para los Estados y los pueblos que en ella participan no sólo está en juego su poderío sino también el prejuicio de su rango y de su Historia.Por su naturaleza misma, la guerra es una apuesta cuyos resultados son imprevisibles. Rompe un equilibrio que todos los contendientes esperan volcar a su favor. De esta regla general la guerra de 1914 es la ilustración por excelencia. Su radical novedad trastorna en ambos campos todos los cálculos militares y de los políticos, así como los sentimientos de los pueblos. Ninguna guerra del pasado tuvo un desarrollo y unas consecuencias tan imprevistas.La guerra, democrática, lo es por los grandes números: de combatientes, de medios, de muertos. Mas por ese hecho también es cuestión de civiles más que de militares. Las batallas de la Revolución francesa y del Imperio contra Europa de los reyes habían inaugurado la época de la guerra democrática, pero nunca habían movilizado al conjunto de la población y las fuerzas del país. La guerra ahora la hacen masas de civiles en regimientos que han pasado de la autonomía ciudadana a la obediencia militar por un tiempo cuya duración no conocen. Los sufrimientos eran tan graves y tantos los muertos que nadie se atrevía a actuar como si no hubiesen sido necesarios. Y ¿cómo dar el primer paso sin quedar como traidor? Cuanto más dura la guerra, las dura la guerra. Mata a la democracia, de la que sin embargo recibe lo que perpetúa su curso.Así la guerra es interminable, menos a consecuencia de lo está en juego, de sus objetivos, que por el carácter que ha adoptado, por la situación militar que ha creado. La guerra perdió todo fin previsible en el momento mismo en que dejó de ser popular entre los combatientes. Los hombres han perdido en la guerra el dominio que tenían sobre su Historia ; de esta aventura que creían conocer no previeron ni el curso ni el carácter. No supieron conducirla. No pudieron ponerle fin. De 1814 a 1914, ninguna de las guerras europeas había trastornado duraderamente el orden internacional; ninguna puso en entredicho el régimen económico o social de las naciones en guerra. Las guerras que ocurrieron eran imitadas, por lo que estaba en juego y por los recursos que movilizaban, sólo enfrentaron a voluntarios o profesionales y no a pueblos enteros. Fueron breves. La guerra de 1914 modifica todo; su desencadenamiento, empero, parece del siglo XIX. La guerra “total” le quitó a la guerra lo que ésta implicaba de inteligencia, virtud y previsión.La guerra se ha extendido de las Coronas a las naciones, de los ejércitos a los pueblos; sin una ganancia definible, se convirtió en un enfrentamiento entre las capacidades nacionales de trabajo. Todas las actividades productivas quedan subordinadas con base al orden militar. A las guerras parciales de reyes y aristócratas le sucede la movilización total: de allí le viene el carácter inédito, irracional e implacable; de allí también su resultado. Su carácter interminable se debió al equilibrio de las fuerzas, junto a la potencia de los ejércitos, a las trincheras, al carácter a la vez asesino e insignificante de los avance y de las retiradas.Los sobrevivientes, cuando por fin callan los cañones, se vuelven hacia esos años de pesadilla para descubrir su sentido y sopesar el papel de los gobiernos. La causa inmediata de la guerra fue la cuestión de las nacionalidades en los Balcanes, pero ninguna de las potencias que en ella participaron tuvo objetivos muy claros1; las metas del conflicto como el campo de batalla se volvieron sin fin. El año de 1917 tal vez pueda considerarse como aquel en que, por falta de objetivos precisos, la guerra encuentra su fundamento ideológico duradero. La revolución de febrero en Rusia libera a los Aliados de la hipoteca zarista. La entrada triunfal de EEUU en la política europea adopta un aire de cruzada democrática. El avance del moralismo wilsoniano basta para dar a la guerra un sentido más amplio: tan vasto y tan poco negociable que ya sólo podrá alcanzarse la paz por la capitulación del adversario.

1 Austria-Hungría luchaba por su supervivencia; Rusia por su influencia eslava; Francia por Alsacia-Lorena; Alemania por las colonias; Inglaterra por conservar un predominio secular. Los sentimientos de patriotismo que llevaron a los soldados al frente en 1914 confundieron estos intereses con la exaltación nacional.

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Alemania paga cara su derrota. El Tratado de Versalles anuncia la hora de la primera humillación. El Imperio no resistió la capitulación sin condiciones. Pierde territorios al este y al oeste, dejando cada vez más alemanes en manos de Estados no alemanes. Debe pagar reparaciones y es condenado a expiar el crimen: un juicio moral demasiado categórico como para no parecer dictado por la victoria.Se multiplican los Estados eslavos sobre las ruinas del germanismo vencido creando por doquier improbables repúblicas parlamentarias. Más que una paz europea, los tratados de 1919-1920 constituyen una revolución europea. Borran la Historia de la segunda mitad del siglo XIX a favor de una redefinición abstracta de pequeños Estados multiétnicos que no reproducen sino los defectos, sin las ventajas, del Imperio Austro-húngaro. Tan divididos en el interior de sus nuevas fronteras como en las antiguas y separados unos de otros por sentimientos aún más hostiles que los que habían conducido a la dominación germana o húngara, los Aliados han miniaturizado los odios nacionales en nombre del principio de las nacionalidades. De esos Estados improvisados, pobres y divididos, donde subsisten además grandes enclaves de población alemana, se quiso hacer la muralla oriental de la preponderancia anglo-francesa en Europa. Pronto la Rusia soviética se transformó en el polo de la revolución comunista. A tal punto que, apenas nacidas, esas nuevas patrias heteróclitas que acababan de trazarse en Europa central y oriental quedaron investidas de una doble función histórica demasiado onerosa para ellas: montar la guardia al Este para proteger a Europa del mesianismo soviético y al Oeste, para resguardarla de la Alemania desarmada, vencida pero aun temida.Por último y como toque final del cuadro, los tres grandes vencedores no tienen una concepción común del nuevo orden internacional que están imponiendo. En Versalles, los Aliados imponen una paz cartaginesa sin ponerse de acuerdo sobre los fines ni los medios. La entrada de EEUU en el conflicto fue decisiva pero los objetivos de Wilson son abstractos y poco apropiados entre las rivalidades territoriales. Así, la Europa que sale de las manos de las potencias victoriosas en 1919 está concebida de modo más disparatado que la guerra que le dio origen. De las cuatro potencias que se repartían en el siglo XIX los territorios situados más allá del Rin (I. Otomano, Rusia, Austria-Hungría y Alemania) sólo Alemania subsiste, vencida y humillada y sin embargo, reforzada a largo plazo por la desaparición de sus antiguos rivales y por la debilidad de sus nuevos vecinos. Francia, principal potencia militar del continente, sólo en apariencia tiene los medios para ese predominio provisional. Pero además, los ingleses se lo niegan. Los estadounidenses han vuelto a su patria. Todo condena a esta Europa a la fragilidad, aun del lado de las naciones victoriosas.El volumen monstruoso de tragedias individuales, comparado con los intereses y los resultados, gradualmente quebrantó las sociedades y los regímenes; cuanto menos veían los pueblos la el fin de la guerra y comparaban sufrimientos/recompensas, más inclinados se sentían a cuestionar su sentido. El primer régimen que cedió fue el más débil, la última monarquía absoluta de Europa: Rusia. Los rasgos esenciales de la Revolución rusa se explican por el desplome nacional y social que forma su cuadro y que es consecuencia de la desintegración de las FFAA. Lo que muy pronto le da a la Revolución de 1917 un carácter universal es menos su estilo propio o sus ambiciones sucesivas que su giro contra la guerra.Los gobiernos burgueses subestimaron la fuerza de Rusia; los bolcheviques finalmente vencedores sobrestiman su poder revolucionario en Europa. Antes de resignarse al realismo de Lenin, la mayoría aguarda el levantamiento de los pueblos en uniforme. Esas esperanzas utópicas se esfuma en Brest-Litovsk en marzo de 1918, con la cesión a Alemania de una tercera parte de la Rusia europea.A falta de una salida negociada de la guerra, los acontecimientos rusos, que parecen tan confusos y caóticos y tan lejanos de Occidente, poseen al menos una certeza: la de haber roto el maleficio que encantaba las voluntades a una matanza sin fin.

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Cuando la guerra termina es por la capitulación de los Imperios centrales. Hasta el fin, la contundente fuerza de las armas habrá dicho la última palabra. Pero si el derrotismo revolucionario no venció a la guerra, la paz con la derrota hace surgir la idea revolucionaria. La paz pone la revolución a la orden del día.

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