fundamentación desde la Ética convergente

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ESBOZO DE FUNDAMENTACIÓN DESDE LA ÉTICA CONVERGENTE Ricardo Maliandi Los presupuestos básicos de una fundamentación ético- convergente son los que siguen: 1) Las fundamentaciones metafísicas y empiristas (o científicas) de la ética fueron suficientemente refutadas por Kant. No se trata de reincidir en ese modo de entender el problema de la fundamentación, pero la ética convergente retoma, como lo hicieron antes la ética material de los valores y la ética del discurso apeliana, un gran aporte de Kant, a saber, el reconocimiento del carácter a priori de los principios éticos. Se rechaza, sin embargo, el rigorismo kantiano, postura que está más bien referida a la aplicación que a la fundamentación propiamente dicha. 2) La ética convergente se declara deudora de la ética del discurso en la admisión de que los principios pueden hallarse mediante reflexión pragmático-trascendental. 1 1 La fundamentación pragmático–trascendental viene siendo expuesta por Apel desde hace más de tres décadas, sobre todo a partir de Apel (1973). Ha sido objeto, por cierto, de muy numerosas controversias, de las que se recogen los argumentos y contraargumentos principales en Apel (1998). Apel denomina pragmática trascendental del lenguaje a su programa de “transformación de la filosofía” (o, más específicamente, de transformación semiótica de la filosofía trascendental). El término “pragmática” debe ser entendido aquí como referido a aquella parte de la semiótica (o teoría de los signos) que estudia la acción comunicativa, 1

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Fundamentación Desde La Ética Convergente, Ricardo Maliandi.

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Page 1: Fundamentación Desde La Ética Convergente

ESBOZO DE FUNDAMENTACIÓN DESDE LA ÉTICA CONVERGENTE

Ricardo Maliandi

Los presupuestos básicos de una fundamentación ético-convergente son los que

siguen:

1) Las fundamentaciones metafísicas y empiristas (o científicas) de la ética fueron

suficientemente refutadas por Kant. No se trata de reincidir en ese modo de entender

el problema de la fundamentación, pero la ética convergente retoma, como lo

hicieron antes la ética material de los valores y la ética del discurso apeliana, un

gran aporte de Kant, a saber, el reconocimiento del carácter a priori de los

principios éticos. Se rechaza, sin embargo, el rigorismo kantiano, postura que está

más bien referida a la aplicación que a la fundamentación propiamente dicha.

2) La ética convergente se declara deudora de la ética del discurso en la admisión de

que los principios pueden hallarse mediante reflexión pragmático-trascendental.1

1 La fundamentación pragmático–trascendental viene siendo expuesta por Apel desde hace más de tres décadas, sobre todo a partir de Apel (1973). Ha sido objeto, por cierto, de muy numerosas controversias, de las que se recogen los argumentos y contraargumentos principales en Apel (1998). Apel denomina pragmática trascendental del lenguaje a su programa de “transformación de la filosofía” (o, más específicamente, de transformación semiótica de la filosofía trascendental). El término “pragmática” debe ser entendido aquí como referido a aquella parte de la semiótica (o teoría de los signos) que estudia la acción comunicativa, es decir, la relación que los signos lingüísticos tienen indefectiblemente con sus usuarios e intérpretes. “Trascendental”, a su vez, conserva parcialmente el sentido kantiano de pregunta por las “condiciones de posibilidad”, aunque ya no de la experiencia, sino de la argumentación. De ese modo, se trata de una filosofía que establece una mediación entre la Filosofía trascendental kantiana y lo que se conoce como “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea, del que fueron protagonistas, por un lado, filósofos como Peirce o Wittgenstein, pero, por otro, también como Heidegger o Gadamer. Según Apel, tanto Descartes como Kant y, en definitiva, la filosofía que, moviéndose aún en el “paradigma de la coenciencia”, llega incluso hasta Husserl, resulta insuficiente para asegurar la objetividad que precisamente esos pensadores buscaban. Aquel paradigma debe reemplazarse por el “paradigma del lenguaje”. El “paradigma de la conciencia” (inaugurado por la evidencia cartesiana del cogito) conduce inevitablemente al “solipsismo metodológico”, es decir, al encierro del sujeto en sí mismo. Si el pensador se atiene exclusivamente a evidencias de conciencia, pierde de vista lo que realmente interesa, a saber, la intersubjetividad. Y en cambio el “paradigma del lenguaje” representa la adopción de una perspectiva en la que lo intersubjetivo está asegurado desde el comienzo. El “yo pienso” cartesiano es substituido por el “nosotros argumentamos”. Se abandona la concepción monológica de la razón y se reconoce en ésta, como lo indicara Habermas, el carácter esencialmente dialógico. En el uso y la interpretación de los signos lingüísticos está necesariamente presupuesta la realidad del interlocutor, o, más precisamente, de una “comunidad ilimitada de comunicación”. Presupuestos como éste son los que pueden descubrirse por medio de la “reflexión pragmático-trascendental”. La fundamentación ética, entonces, tiene que consistir en el descubrimiento (o la explicitación, o la reconstrucción) de un principio ético-normativo.

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Comparte asimismo el apriorismo de esa ética, aunque difiere de ella en el modo de

concebir la conflictividad.

3) La concepción de la conflictividad del ethos acerca la ética convergente a la ética

material de los valores, especialmente en la versión de Nicolai Hartmann. La

discrepancia con esta última, sin embargo, se marca en lo referente al criterio de

fundamentación, que ella había manejado desde el intuicionismo. Esto fue,

posiblemente, una de las principales causas que provocaron la bancarrota de esa

ética en la segunda mitad del siglo XX.

4) Como principal consecuencia de los puntos anteriores se destaca el propósito de

poner a prueba una especie de fundamentación que procura la convergencia entre la

metodología pragmático-trascendental y la admisión de una conflictividad a priori

en todos los fenómenos morales. Si “fundamentar” equivale a mostrar principios, y

si ésta operación constituye una característica de la racionalidad, es necesario, a la

vez, partir de una teoría de la razón que reconozca en ésta dos tendencias opuestas, o

conflictivamente enfrentadas, y sin embargo, factibles de conciliación o

convergencia.

A partir de esos puntos básicos se puede ahora entender también que nuestro

planteamiento representa asimismo una convergencia entre el problema de la

fundamentación a priori y el de la conflictividad. Sin adoptar el intuicionismo de la

ética material de los valores, se concede a ésta la necesidad de tener en cuenta la

estructura invitablemente conflictiva del ethos. La postura apriorista que comparten la

ética material de los valores y la ética del discurso implica asumir por de pronto el

universalismo contra la unilateralidad de la “diferencia” adoptada sobre todo por las así

llamadas concepciones “posmodernas”. Sin embargo, también se rechaza el

universalismo unilateral, y se deja lugar a la individualización o diferenciación. La

razón es ahora defendida, pero se la considera como una facultad bidimensional, es

decir, escindida en dos instancias: una que enfatiza la función de fundamentación y otra

que ejerce la función de la crítica. La razón, en sentido pleno, representa una

convergencia entre ambas dimensiones y en tal medida una conciliación de sus

funciones respectivas. A ello se agrega –reconociendo ahí un aporte esencial de la ética

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del discurso– el reconocimiento de la dialogicidad de la razón (Cf. Maliandi, R, 1997:

passim).

El término técnico “convergencia” se usa entonces en dos sentidos principales: 1) como

mediación entre la ética de Nicolai Hartmann y la de Karl-Otto Apel, es decir, como

acercamiento y compenetración de la idea de que los conflictos son inevitables y la de

que, no obstante, la ética es pasible de fundamentación apriorística, y 2) como exigencia

de maximizar la armonía entre principios diversos, correspondientes a los dos lados de

la razón. La conexión de ambos sentidos se manifiesta en el concepto de un “a priori de

la conflictividad”, presupuesto básico de la ética convergente.

La fundamentación consiste, según la mencionada y ya tradicional manera de

entenderla, en mostrar principios. Ello tiene particular interés en la relación de la ética

normativa con la ética aplicada, donde a menudo polemizan concepciones

“principialistas” y “no principialistas”. La ética convergente adopta una postura

principialista. Pero hay que aclarar también que los principialismos pueden consistir en

el reconocimiento de un solo principio (monoprincipialismo) o de varios

(pluriprinipialismo), y es este último el caso de la ética convergente, ya que de lo que se

trata, en última instancia, es precisamente de una convergencia entre principios.

Hartmann había advertido con especial claridad que los verdaderos problemas éticos no

se dan sólo en la oposición entre lo bueno y lo malo sino sobre todo entre lo bueno y lo

bueno, o entre lo malo y lo malo. Esto equivale a decir que no basta con mostrar un

principio: la dificultad surge del hecho de que hay más de uno, y de que la observancia

de uno puede obstaculizar o impedir la de otro.

Pero ¿cuántos principios se puede mostrar? Si se sostiene que son infinitos, o

innumerables, la postura principialista no tendrá cómo diferenciarse de cualquier

relativismo. La ética convergente, como se dijo, es un pluriprincipialismo, pero

considera que los principios no pueden ser, en definitiva, más de cuatro. Se tiene que

tratar de principios realmente básicos, a los que puedan reducirse todos los demás que

eventualmente se hagan valer en los distintos ámbitos del ethos. Si la razón es, como

quería Kant, la “facultad que proporciona principios a priori”,2 y si hemos convenido

que hay dos dimensiones de la razón, podremos reconocer que hay al menos dos

principios, uno correspondiente a cada dimensión. Podríamos decir. por ejemplo, que

concurren algo así como una exigencia de fundamentación y otra exigencia de crítica.

En el ámbito de la praxis esto significa que la razón reclama, por un lado, saber por qué

2 Kant,I. KrV: A 11, B 24

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una determinada norma particular debe cumplirse, o por qué un juicio valorativo

pretende validez, y, por otro, cuestionar precisamente ese saber: ella admite sus propios

límites. “Crítica” es, etimológicamente –del verbo griego –, y asimismo en la

acepción kantiana del vocablo, “separación”. Se trata de la distinción entre lo que razón

puede y lo que no puede.3 Tanto la función fundamentadora como la función crítica son

estrictamente racionales, y lo son a su vez en el uso teórico y en el práctico. Si falta

cualquiera de ellas, lo cual de hecho ocurre a menudo, la razón opera a medias, esto es,

unilateralmente. Los denostadores de la razón, los que se quejan del “logocentrosmo”, o

de los abusos o las iniquidades de la Ilustración, tienen, paradójicamente, razón en

hacerlo, pues la razón ha conducido muchas veces a desastres e injusticias. Pero lo ha

hecho precisamente por operar en una sola de sus dimensiones. Eso es lo que no

quieren, o no pueden o, en todo caso no suelen ver aquellos denostadores. No advierten

que no atacan a la razón como tal, sino a sus improcedencias arbitrarias. Y es que lo

arbitrario se da de suyo, las más de las veces, cuando se usa un solo lado de la razón. Se

puede ser arbitrario, en efecto, de dos modos distintos: por falta de fundamentos o por

falta de crítica. También es posible, por cierto, la arbitrariedad doble, la irracionalidad

total; pero algo así no puede ser deseable ni siquiera para los irracionalistas más

recalcitrantes. Los irracionalistas teóricos que atacan la razón operan siempre con

alguna dosis de racionalidad. La asunción de lo irracional es algo distinto, y suele

desembocar en monstruosidades como el nazismo.

Es al menos verosímil –y valga como conjetura– que el hombre, en su proceso

evolutivo, haya descubierto en momentos distintos cada una de las dimensiones

racionales. Quizá hubo (quizá haya todavía, en cada uno de nosotros, si es cierto que la

ontogenia reproduce la filogenia), al menos dos “marchas” de la razón. 4 Se trataría, en

tal caso, de los caminos que condujeron a algo más elevado, más sutil que la mera razón

instrumental, y que, acaso por influencia de Max Weber, también fue negado por

pensadores de gran relieve, como Horkheimer o Adorno. Es cierto –y casi no sería

pensable dudarlo– que lo “instrumental” instaura y organiza el corpus grueso de la

racionalidad. Nuestros antepasados ancestrales se hicierion “racionales” cuando

aprendieron a construir utensilios, es decir, cuando se percataron de que, en la relación

entre medios y fines, hay estrategias más adecuadas que otras. Pero ser racional, en 3 Por cierto, hubo pensadores muy importantes, como Hegel, o los neokantianos, que negaron esa distinción. Pero lo hicieron en el marco de concepciones muy específicas acerca del desarrollo universal de la razón, o bien acerca de la autosuficiencia de las formas del conocimiento. Son maneras de pensar siempre ligadas a variantes del idealismo. 4 Exposiciones más extensas de esa imagen pueden verse en Maliandi, R., 1993: 70 ss., y 1997: 21 ss.

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sentido estricto, implica también algo más: por de pronto, la curiosidad retrospectiva

que se revela en la pregunta “por qué”. En la noción de “causa” emerge una brizna que

crece en el terreno instrumental pero que se levanta por encima de él. Entonces

comienza una primera “marcha” (expresión que en este caso procede del vocabulario

automovilístico), consistente en demandar, inquirir y explorar fundamentos. Sin

embargo, en esa primera marcha se permanece aún en el contorno inaugural: el

“terreno” en que en que se crece, o sobre el cual se “marcha”, es el mismo: la relación

causa-efecto no resulta importuna allí donde impera la de medio-fin. El ejercicio

consciente de la función crítica estrena por el contrario un cabal cambio de marcha de la

razón. Se trata ahora de una función reflexiva, de una actitud en la que la razón se

vuelve sobre sí misma, anexa la duda acerca de sus propias posibilidades y llega, como

dijimos, a admitir sus peculiares límites. La crítica procede cuestionando, dudando,

desconfiando.Si la fundamentación se manifiesta como el esfuerzo por dotar de solidez

a lo fundamentado, la crítica opera, por de pronto, en la dirección opuesta: es el esfuerzo

por echar abajo lo criticado, mostrando la endeblez de los pretendidos cimientos.

Se puede y se suele creer con frecuencia que la crítica convierte en superflua a la

fundamentación. Pero esto es un peligroso error, conducente al escepticismo, otra

manera de unilateralidad. También ha sido y sigue siendo frecuente en la historia de la

filosofía el error inverso, consistente en regresar a la primera marcha, huyendo en cierto

modo del abismo que se ha percibido en la segunda. En otros términos: para evitar el

escepticismo, o la desconfianza en la razón, se recae en el dogmatismo o el

“fundamentalismo”. No obstante, la convergencia entre las dos dimensiones,entre la

fundamentación y la crítica, aunque siempre difícil, no es imposible. En su posibilidad

se basa precisamente la ética convergente. Ésta propone, en resumen, la búsqueda del

mayor equilibrio racional posible, lo cual impica una “tercera marcha”. En el uso

práctico de la razón, las distintas marchas equivalen a otras tantas actitudes frente a la

conflictividad apriorística intrínseca de la racionalidad. La primera marcha,

fundamentadora, impugna todo lo conflictivo, que se percibe como contrario a la razón,

de modo similar a como, en la razón teórica, se impugna lo contradictorio. La

dimensión “F” en lo práctico aporta la percepción de que es necesario minimizar los

conflictos. La segunda, crítica (“K”), funciona como un darse cuenta de que los

conflictos son inevitables. La tercera afronta la ardua y nunca del todo lograda tarea de

combinar y hacer compatibles ambos hallazgos y, por tanto, ambas labores racionales.

Se hace entonces factible la comprensión de que, aunque haya conflictos concretos

5

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evitables o solubles, necesariamente hay también en cada situación un plexo conflictivo,

constituido por nexos conflictivos particulares interrelacionados. En síntesis: es tan

válido el intento de minimizar los conflictos como el reconocimiento de su

inevitabilidad. La ética convergente se despliega como recomendación de mantenerse,

en lo posible, en la tercera marcha dela razón.

Las dificultades propias de esta última derivan, en gran parte, de la complejidad

conflictiva del ethos, determinada no sólo por el entrecruzamiento de sus dos

dimensiones, sino también porque en cada una de ellas se juegan dos tipos de conflictos:

los sincrónicos (por oposición entre lo universal y lo singular) y los diacrónicos (por

oposición entre la conservación y la realización). En tal sentido, la ética convergente

adopta un doble punto de vista, consciente de que todos los conflictos éticos presentan,

con independencia de sus contenidos particulares, formas de oposición sincrónica o

diacrónica, o de ambas a la vez. Hay que entender el ethos como un sistema dinámico,

en el que las oposiciones tienen lugar entre tendencias, o exigencias, o preferencias, etc.

Donde se tiende a lo universal, se choca (y “conflicto” significa etimológicamente

“choque”) con lo que tiende a lo individual, o al reconocimiento de la diferencia, o de

lo que es único e irrepetible. Cuando se exige lo uno parece excluirse lo otro. La

colisión, en este caso, es del tipo sincrónico porque lo es entre instancias que se

enfrentan siempre, con independencia de los procesos temporales. En la conflictividad

diacrónica, en cambio, es relevante el papel del tiempo. Aquí se trata de la oposición

entre el cambio y la permanencia. Podría pensarse, por un lado, que lo temporal es el

cambio, mientras que la permanencia es la resistencia al tiempo; pero, por otro –y al

margen de que en eso consiste en buena parte la oposición– es menester advertir que las

instancias en conflicto diacrónico aluden respectivamente a un antes y un después. Lo

que tiende a que lo cronológicamente posterior sea igual a lo anterior choca con lo que

tiende a que esos momentos sean distintos. Además lo que permanece no es, en sentido

estricto, “intemporal”. Es, como diría Bergson, un modo de “duración”.

Puede hablarse así de dos estructuras conflictivas: la sincrónica y la diacrónica.

Llamaremos entonces conflictos intraestructurales a los que tienen lugar entre las

exigencias de universalidad e individualidad o entre las de conservación y realización, e

interestructurales a aquellos en que se enfrentan elementos de estructuras distintas, sea

dentro de una misma dimensión racional, o entre las dos dimensiones. La toma de

conciencia de las estructuras conflictivas generales tiene una larga historia, imposible de

resumir aquí. Ya estuvo en el pensamiento mítico y en los inicios del pensamiento

6

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filosófico.5 Los intentos de explicaciones cosmogónicas aludieron desde siempre a

oposiciones y choques. El famoso fragmento de Anaximandro alude a que todas las

cosas que surgen deben pagar, con su disolución, la culpa de su existir. Es una idea

metafísica y moral a la vez, en la que se reconoce el fondo conflictivo de la realidad

cosmológica y de la humana. Según lo retransmite Aristóteles, Anaximandro ve el

origen de todo en lo indeterminado (el άπειρον, ápeiron): las determinaciones

concretas tienen lugar como “separaciones” a través de luchas y choques. La idea de

una unidad originaria que se degrada en lo múltiple, y de lo eterno que se degrada en lo

transitorio, está ya en Anaximandro y aparece con variantes en la historia de la

filosofía.6 Lo de “degradación” marca un prejuicio que ha suscitado reacciones y

consecuentes intentos a favor de lo múltiple y lo transitorio –o, lo que vendría a ser lo

mismo, del lado crítico de la racionalidad–, pero lo que aquí nos interesa es que se

advierte, desde aquellos lejanos comienzos de la filosofía, las oposiciones que estamos

denominando sincrónica y diacrónica. Los filósofos se han inclinado a acentuar alguno

de los lados, y de ahí que la contraposición de sistemas metafísicos manifieste también

esa conflictividad. Así ocurre ya en el pensamiento oriental: Confucio resalta lo social,

en tanto que Lao-Tsé lo individual y diferente.7 La mayoría de los filósofos griegos hace

prevalecer la razón fundamentadora sobre la crítica. Parménides, “descubridor de la

razón”, según Hegel, descubre también la dimensión crítica, pero comete el ya

5 Un esbozo de esa historia puede verse en Maliandi, R., 1998: 9-34.6 Si prescindimos de las múltiples manifestaciones que esto alcanzó ya entre los presocráticos posteriores a Anaximandro (Parménides, Heráclito, Anaxágoras, Empédocles y otros), la forma originaria más explícita se encuentra probablemente en Platón, y de modo más específico en el Sofista (251 d sigs. y 254 d sigs.), donde se alude a los cinco “géneros supremos” : el primero es el “ser (o ente mismo: on autó), pero los otros cuatro prefiguran claramente, en sus mutuas interrelaciones, lo que aquí venimos denominando estructura sincrónica y estructura diacrónica: ésta última está pensada como oposición entre la quietud (stasis) y el movimiento (kínesis), en tanto que la sincrónica contrapone a lo “mismo”(tautón) con lo “otro”(tháteron). Aristóteles traslada la cuestión a la de las “categorías”, de interés lógico y ontológico, pero que configuran ya un cuadro más extenso y complicado. Sin embargo, creo que la doble contraposición, sincrónica y diacrónica, aparece en el Estagirita como doctrina de las “causas”: la contraposición material-formal puede considerarse sincrónica, en tanto que la contraposición eficiente-final parece corresponderse con la diacrónica. En general, el pensamiento griego entendió también la diferencia entre el mundo sensible y el mundo “ideal” (y las respectivas formas de aprehensión de los mismos) desde aquellas dos perspectivas. La interpretación eleática del mundo sensible como “ilusorio” fue un intento de reducir la realidad, en lo sincrónico, a la unidad, y, en lo diacrónico, a la permanencia. También la habitual distinción entre dóxa y epistéme entendía esos conceptos de manera dual: la mera “opinión” estaba referida a lo particular y al cambio; la “ciencia” era el conocimiento de lo universal y permanente 7 Desde luego, la complejidad de ese concepto no acaba ahí. El Tao se presenta como escindido a su vez en el “yin” (principio pasivo) y el “yang” (principio activo), contraposición que expresa, por su parte, la conflictividad diacrónica. La relación entre ambos principios es una forma de polaridad que reúne la oposición y la complementariedad. No creo que sería muy arbitrario suponer que esa conjunción es al menos uno de los motivos de las famosas paradojas en que abunda el Tao-Teh-King.

7

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mencionado error de atemorizarse ante ella y la abandona, inaugurando un tipo de

actitud que cabe denominar “regreso eleático” ( Cf.Maliandi, R., 1993: 114 ss. 203 ss).,

porque será también repetido por sus discípulos y luego por muy diversos pensadores a

lo largo de la historia. Reaparece cada vez que, en lo sincrónico, se da prioridad a lo

universal ( Nicolai Hartmann ve ahí un “prejuicio racionalista”)8, y en lo diacrónico, a

lo permanente sobre lo cambiante. Pero tampoco la actitud opuesta, consistente en

priorizar lo individual o lo cambiante, logra un adecuado reconocimiento de la

conflictividad. Empédocles y Heráclito anticiparon formas de asunción de la

conflictividad básica, pero posiblemente fue Platón, quien, en su intento de conciliar las

ideas de Parménides y Heráclito, y pese a subordinar el mundo sensible al inteligible,

presentó la primera percepción neta de la doble estructura conflictiva. Esta puede

advertirse asimismo en la determinación platónica de los “géneros supremos del ser”:

quietud, movimiento, mismidad, otredad –las dos primeras en oposición diacrónica, las

dos últimas en oposición sincrónica– (cf. Sofista, 247 e. 251 d ss. y 254 d).

Si se toma en cuenta lo hasta aquí expuesto acerca de las dos dimensiones de la razón

y las dos estructuras conflictivas, resulta fácil entender que los principios son cuatro. En

ética convergente se los denomina “principios cardinales”. Son los principios de

universalización, individualización, conservación y realización. Los dos primeros

configuran la estructura sincrónica y los dos últimos la diacrónica. A su vez, el primero

y el tercero son propios de la dimensión fundamentadora, mientras que el segundo y el

cuarto lo son de la dimensión crítica. En la concepción ética que estamos exponiendo,

estos cuatro principios rigen, directa o indirectamente, las decisiones humanas de

cualificación moral. Pueden ser fundamentados por medio de reflexión pragmático-

trascendental, como, según se vio, acontece con el principio (metanorma) de la ética del

discurso. Están supuestos ante todo en las argumentaciones que se esgrimen en el marco

de los discursos prácticos. Quienes participan en éstos presuponen (en el elemento

performativo de sus argumentaciones), implícitamente, el doble eje conflictivo entre

principios, precisamente como condición de posibilidad del discurso mismo, ya que el a

priori de la conflictividad es condicióon de posibilidad de los conflictos concretos,

empíricos, que se procura resolver por medio del discurso. El reconocimiento de ese a

priori equivale a un reconocimiento de los principios, puesto que lo reconocido no es

sino la oposición conflictiva entre éstos. Además, cada vez que alguien defiende

8 Desde la perspectiva de la ética convergente, sin embargo, cabría hablar, más que de “prejuicio racionalista”, de una visión unilateral de la racionalidad.

8

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argumentativamente sus propios intereses, o los intereses de algún “afectado” por las

posibles consecuencias de una acción que se trata de implementar mediante el acuerdo,

tiene que presuponer la validez de al menos alguno o algunos de los principios

cardinales. En un discurso práctico se discuten determinados conflictos concretos, y no

expresamente conflictos de principios. Pero los argumentos a favor de cualquiera de las

salidas posibles presuponen los principios que estamos considerando. Paralelamente a

las discusiones sobre intereses hay una discusión, al menos tácita, acerca de princpios.

Se hace valer la exigencia de universalidad, por ejemplo, como igualdad de derechos; o

de individualidad, por ejemplo, la singularidad de una situación; o de conservación, por

ejemplo, la adopción de medidas de precaución, o, en fin, de realización, por ejemplo, la

necesidad de modificar algo que se ha vuelto obsoleto. Al menos una parte considerable

de la complejidad del ethos deriva de la coexistencia de las cuatro exigencias básicas.

Kant negó explícitamente la posibilidad de los conflictos entre deberes, pero muchos

filósofos posteriores afirmaron e incluso enfatizaron esa posibilidad. Nicolai Hartmann

la convirtió en cuestión central de la ética.

Admitir la indeterminación que se deriva de la coexistencia de cuatro principios éticos

requiere, a su vez, reconocer que las exigencias éticas se expresan en imperativos

adversativos: algo así como “Haz X, pero ten cuidado de no contravenir Y”. El “pero” ,

expreso o tácito, marca el a priori de la conflictividad.. Por no advertirlo, cometió

también Kant, con su rigorismo, el “regreso eleático”. El imperativo categórico no es

incorrecto, pero es insuficiente porque cubre un solo lado de algo que es, por así decir,

cuadrangular. Hartmann propuso lo que llamó una “inversión” de ese imperativo, un

imperativo que mantiene la exigencia de universalidad pero le añade la de

individualidad (Cf. Hartmann, N., 1962: 522 – 526). Para la ética convergente esto es

correcto, pero también insuficiente, porque sólo da cuenta de la conflictividad

sincrónica. Sin embargo, en forma separada, Hartmann tuvo asimismo una comprensión

miuy clara de la oposición diacrónica, que expuso incluso en lo que llamó “antinomia

ética fundamental”. La interpretó como la oposición entre la “altura” y la “fuerza” de

los valores, en el sentido de que los valores superiores son los “más débiles”, mientras

los más fuertes (y fundantes de los superiores) son jerárquicamente “inferiores” (cf.

Hartmann, N., 1962: 609 ss. También Maliandi, R., 1982). En esa antinomia puede

verse la principal diferencia entre las concepciones axiológicas de Hartmann y Scheler.

Éste había atribuido a los valores superiores el carácter de fundantes de los inferiores,

de modo que según él sólo hay una “legalidad preferencial” (la de la altura). Hartmann

9

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denunció ahí un grave error, y propuso en cambio la mencionada antinomia, que implica

una doble legalidad preferencial y, por tanto, pone de relieve la conflictividad radical

del ethos. En esa concepción no se niega la exigencia de realizar los valores

“superiores”, pero ahora se advierte que junto a ella hay otra: la de no lesionar los

“inferiores”. Hartmann lo ilustra con la imagen de Jano, el dios bifronte (Cf. Hartmann,

N., 1962: 609). Lo moral también tiene una tendencia prospectiva y otra retrospectiva.

Es lo que en la vida corriente suele advertirse como la contraposición entre lo “urgente”

y lo “importante”. En ética convergente corresponde a la conflictiuvidad diacrónica: la

exigencia de conservación se opone a la de realización, pero ambas son exigencias

morales auténticas. Para Hartmann es el modo de relación entre la “vida” y el

“espíritu”. Así como el ser orgánico “funda” al espiritual (en el sentido de que le sirve

de base imprescindible), así también los valores vitales “fundan” a los espirituales.

Aquellos necesitan protección o conservación; éstos, realización.

En la ética convergente se enfatiza la oposición entre conservación y realización, más

que la cuestión de la “fuerza” y la “altura”, porque se advierte, por ejemplo, que

también los valores altos, una vez realizados, exigen conservación. Se adopta, en

cambio, la expresión “antinomia ética fundamental”, pero abarcando no sólo la

estructura diacrónica, sino también la sincrónica. La gran complejidad del ethos se

explica, precisamente, porque hay en él una esencial antinomia doble, o dos antinomias

entrecruzadas. Son cuatro exigencias básicas, enfrentadas en el sentido de que el

cumplimiento de unas puede impedir el de otras. Corresponde a la oposición entre la

fundamentación y la crítica, por un lado, y a la que hay entre lo sincrónico y lo

diacrónico, por el otro. Se puede presentar gráficamente en el siguiente diagrama:

F U C

S D

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I R K Vértices Lados U = Principio de universalización F = Dimensión de fundamentación I = Principio de individualización K = Dimensión de crítica C = Principio de conservación S = Estructura sincrónica R = Principio de realización D = Estructura diacrónica

La gran visión que tuvo Hartmann del carácter conflictivo del ethos no le alcanzó para

darse cuenta de que ahí, precisamente, tiene que haber un criterio de fundamentación.

Un atisbo de ello, sin embargo, se revela en su idea de que es necesaria una “síntesis”

entre la “altura” y la “fuerza” de los valores.9 No es una idea intuicionista, sino una

auténtica apelación a lo racional, que hubiera podido desarrollarse en relación con los

fundamentos y la crítica a la vez, mostrando cómo la razón se conduce frente a la

conflictividad del ethos. La ética convergente constituye un intento rescatar y desplegar

aportes hartmannianos como ése, vinculados con la convicción –compartida por Kant y

por Scheler– de la necesidad de una fundamentación a priori, pero también con la de la

referida conflictividad. La ética convergente complementa esa conjunción con el

importante giro lingüístico y pragmático ofrecido por la ética del discurso. No es un

fácil recurso ecléctico, sino una transformación de ambas éticas, ya que se introduce una

teoría sobre la bidimensionalidad de la razón como base de la “antinomia ética

fundamental”, la que, a su vez, se amplía al enfrentamiento entre cuatro principios.

El ethos es complejo, no sólo por la conflictividad apriorística entre principios, sino

también porque los principios mismos son intrínsecamente complejos. En cada uno de

los principios sincrónicos, por de pronto, se reúnen perspectivas distintas: la del agente,

la del paciente (destinatario) y la de la situación en que tiene lugar el acto. Puede

hablarse de una “flexión” ética, por analogía con la declinación gramatical, que

establece “casos” según la función sintáctica. Habría así un nominativo ético, un dativo

ético10 y un ablativo ético. En el principio de universalización, ésta puede estar pensada 9 Cf. Hartmann, N., (1962) : 610 ss. La idea de “síntesis axiológica”aparece asimismo en otras partes de la obra, como, por ejemplo, en la interpretación de la mesótes aristotélica (cf. ibid., pp. 568 ss.). La “síntesis”, en general –y acaso por influencia de la dialéctica– es en Hartmann el gran desideratum que sirve de complemento a la conflictividad.10 La expresión “dativo ético” (dativus ethicus) tiene un uso y un sentido preferentemente gramaticales, aludiendo a fórmulas, no siempre correctas, en las que se emplea el dativo de un pronombre personal de manera pleonástica, como “él se bebió todo el vino”, “te me vas de aquí”, “tu hijo se te está portando bien”, etc. Pero tiene también una particular importancia en la ética, donde adquiere un sentido distinto, que alude a la(s) persona(s) destinataria(s) del acto moral. También puede expresarse con un dativo

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en nominativo si alude al hecho de que un deber rige para todos, o en dativo si se refiere

a que todas las personas deben ser tratadas del mismo modo, o en ablativo si indica que

no importa cuál sea la situación. En el principio de individualización, ésta puede

significar, en nominativo, que cada uno tiene deberes absolutamente propios, o, en

dativo, que distintas personas merecen tratos distintos, o, en ablativo, que siempre hay

que tener en cuenta la situación.

En los principios diacrónicos, a su vez, cada principio presenta variantes según los

tipos de vinculación entre acciones y omisiones, por un lado, y la dicotomía deonto-

axiológica, por otro. Franz Brentano (cf. 1934: passim) había establecido cuatro

axiomas, retomados por Max Scheler (cf. 1966: 47 ss.), quien los formula como sigue:

La existencia de un valor positivo es ella misma un valor positivo; la no existencia de un valor positivo es ella misma un valor negativo, la existencia de un valor negativo es ella misma un valor negativo; la no existencia de un valor negativo es ella misma un valor positivo

Resultan particularmente importantes en la “ética material de los valores” para mostrar

la referencialidad de los valores morales a los extramorales. En ética convergente,

poniendo énfasis en la mencionada dicotomía, se los reemplaza por “axiomas

deontoaxiológicos de los principios diacrónicos”, en los que también se hace presente el

carácter procesual de las exigencias diacrónicas:

1. Lo bueno, si existe, debe conservarse (Principio C) 2. Lo bueno, si no existe, debe realizarse (Principio R) 3. Lo malo, si existe, debe cambiarse (o destruirse) (Principio R) 4. Lo malo, si no existe, debe omitirse (o evitarse) (Principio C)

Con los cuales resulta que cada uno de los principios diacrónicos tiene al menos dos

formas distintas de presentarse. La exigencia de acción puede tener lugar frente a lo

axiológicamente positivo (axioma 2) y frente a lo axiológicamente negativo (axioma

3), y lo mismo ocurre con la exigencia de omisión (axiomas 1 y 4, respectivamente).

Alguien podría cumplir el principio R según el axioma 2, pero no según el 3, o

gramatical, pero que ya no coincide con lo que en gramática se llama “dativo ético” (o dativus ethicus) Ahora se trataría de frases como “él le robó la cartera” “yo te mentí”, etc. o a veces también con un acusativo gramatical, como “él la salvó”, “me estás ofendiendo”, etc. Hartmann se refirió de modo explícito, aunque escueto, al “dativus ethicus”, es decir, al hecho de que todo querer y todo hacer, ya desde la mera intención, vale “para alguien” (jemandem) (cf. Hartmann, N., 1962: 305). La referencia es muy concisa, pero encierra desarrollos potenciales que Hartmann posiblemente no sospechó.

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viceversa, y podría cumplir el principio C según el axioma 1, pero no según el 4, o

viceversa.

Ahora hay que considerar dos cosas: en primer lugar, que la conflictividad del ethos,

determinada por la presencia de principios que no pueden cumplirse simultáneamente,

hace que nunca se pueda contar con perfecciones: “lo mejor es enemigo de lo bueno”,

según el refrán popular; y, en un sentido más técnico, puede expresarse (rememorando

una célebre fórmula leibniziana) hablando de “incomposibilidad de los óptimos”. La

ética convergente busca convergencias entre principios, pero sobre la base de que ellas

se excluyen entre sus cumplimientos máximos (óptimos). Los cumplimientos, en

consecuencia, tienen que poder ser graduales.

La complejidad de los principios, tanto de los sincrónicos (determinada por la

“flexión ética”) como de los diacrónicos (determinada por la ambigüedad revelada en

los axiomas deontoaxiológicos) resulta el factor decisivo para las convergencias, ya que

ella explica cómo los cumplimientos pueden, efectivamente, ser graduales. La

indemnidad de los principios tiene prelación sobre sus cumplimientos plenos. No hay

una alternativa rigurosa (como pretende el rigorismo kantiano) entre cumplimiento y

transgresión, sino más bien grados diversos de cumplimiento. Como lo que interesa es

precisamente la convergencia entre los cuatro, la ética convergente postula un quinto

principio (o metaprincipio), al que denomina “principio de convergencia”, el cual no

exige una conducta determinada, sino la maximización del equilibrio entre los cuatro

principios. Este metaprincipio presupone el a priori de la conflictividad y constituye

así el punto de mediación entre la conflictividad y la fundamentación. Presupone

asimismo la bidimensionalidad de la razón y la consecuente circunstancia de que la

razón sólo funciona plenamente allí donde se conectan ambas dimensiones. La

convergencia que se exige entre los principios no es otra cosa, en el fondo, que la

exigencia de comportamiento plenamente racional, en lugar de quedarse en cualquiera

de las formas unidimensionales de la razón. La fundamentación ética, para la ética

convergente, consiste en la aplicación de la razón (con sus dos dimensiones) al ethos. La

impugnación de lo conflictivo no es contradictoria con la admisión del a priori de la

conflictividad. El mal moral es siempre transgresión de algún principio, pero esa

transgresión, a su vez, resulta explicable como una forma de uso unilateral de la razón.

No se puede escapar a la conflictividad, pero se puede minimizarla, buscando el mayor

equilibrio entre los principios. Por cierto, también hay que tener en cuenta que todo

equilibrio es inestable y transitorio, pero lo importante es que no es imposible, y que la

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razón funciona justamente como convergencia de sus propias dimensiones. La ética

convergente, como la ética del discurso, es la toma de conciencia de que un principio no

es siempre aplicable, pero ve en este hecho una manifestación del a priori de la

conflictividad. La relación entre la bidimensionalidad de la razón y la ética convergente

puede apreciarse en el siguiente diagrama:

U

U

C

CMAP

I

I

R

R

El eje horizontal o abscisa F representa la dimensión de la razón correspondiente al

ejercicio de la función fundamentadora. El eje vertical, u ordenada K, representa a su

vez la dimensión en que se ejerce la función crítica. El entrecruzamiento de ambas

coordenadas distingue en cada dimensión una parte positiva y otra negativa (La K es

positiva hacia la derecha y la F lo es hacia arriba). Se advierte así que sólo en el sector

1 se encuentran las dos partes positivas, y, por tanto, sólo allí hay razón en sentido

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pleno, razón bidimensional. Allí están asimismo los cuatro principios postulados por la

ét6ica convergente: el de universalidad (U) y el de conservación ©, que son propios de

la dimensión F, y los de individualización (I) y realización (R), que lo son de K. En el

sector 2 sólo es positiva la dimensión F y en el 4 sólo lo es la K. Tanto en 2 como en 4,

por tanto, la racionalidad es unidimensional. En el 2 sólo se advierte el conflicto entre

los principios U y C, mientras que los principios I y R no se comprenden, o más bien se

malentienden como simples negaciones respectivas de U y C. Así ocurre en

perspectivas universalistas y “conservadoras”. En el 4, por su parte, sólo se perciben los

principios I y R (y, en todo caso, el conflicto estructural entre ellos), pero se ignora o se

tergiversa el sentido de los principios U y C. Es lo propio de posturas tales como la de

Simmel en su afirmación de la “ley individual” o también la de la ética de la situación,

etc. En el sector 3, finalmente, faltan ambas dimensiones positivas, por lo que está allí

simbolizada la total irracionalidad, es decir, la incomprensión de todo principio. En los

sectores 2 y 4 subsiste siempre alguna forma de principialismo, más o menos expreso o

implícito (o críptico, como ocurre en el situacionismo), mientras que en 3 se está

plenamente en el ámbito de lo arbitrario. Difícilmente se puede estar en ese sector, a

menos que se haya perdido el juicio. Las posturas extremas de unilateralidad F

(dogmatismo, fundamentalismo, etc.) y las de unilateralidad K (relativismo,

escepticismo, nihilismo) pueden aún ser defendidas con argumentos, si bien éstos

incurren inevitablemente en formas de autocontradicción u otras falacias. En la 3 se

pierde toda capacidad de argumentar y sólo resta la apelación a la violencia.

Por supuesto, la racionalidad como tal es mucho más compleja que lo presentado en el

diagrama, pero éste permite entender, de modo somero, lo aludido con el mencionado

carácter bidimensional, y el sentido en que esas dimensiones, aunque opuestas, son

también complementarias. Con la línea de puntos gruesos en el sector 1 se simboliza

tanto la escisión como el equilibrio entre las dos dimensiones. Las flechas de líneas

continuas marcan las oposiciones interestructurales, es decir, entre la estructura

sincrónica (U / I) y la diacrónica (C / R). Las flechas de líneas de puntos finos indican

las oposiciones interdimensionales que se dan dentro de cada estructura., es decir, entre

U e I y entre C y R. Si se admite que la convergencia máxima (interdimensional e

interestructural) se da en el equilibrio representado por la línea de puntos gruesa, y que

tal equilibrio constituye a su vez una exigencia de “maximización de la armonía entre

los principios” (MAP) o principio de convergencia, se comprenderá la propuesta

principal de la ética convergente. Fundamentar significa, de acuerdo a la acepción más

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tradicional, mostrar principios, pero, si éstos presentan entre sí tensiones conflictivas, se

hace necesario –aun dentro del procedimiento de fundamentación– un segundo paso,

consistente en mostrar también la necesidad y la posibilidad de la convergencia entre

ellos, que implica por su parte una renuncia a los cumplimientos óptimos de cada uno

por separado. Sólo una renuncia semejante posibilita una optimización de la

convergencia. La ética convergente constituye, en suma, un alegato a favor de esta

última.

Bibliografía citada

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