funcion y azar - cvc. centro virtual cervantes...una ideología de la ornamentación «abstracta»...

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QN A ----------------- NA ________________ _ FUNCION Y AZAR Marc Le Bot A 1 unir los términos «nción» y «azar», reparamos quizás en dos palabras que entran en el juego actual de las relacio- nes entre arte y técnica, hasta el extre- mo de que pueden servir para aprehender el punto de vista de las artes visuales. La puesta en escena consistiría en saber, sea que sí o que no, si es posible reconciliar una vez más lo bello con lo útil, esta vez dentro de los términos y las rerencias técnicas de los tiem- pos presentes. O si bien respecto a esa cuestión la respuesta será positiva de rma inmediata si se acepta el postulado implícito de una Belleza opuesta a una utilidad, definido como inútil o superfluo en nombre de una utilidad supuesta- mente esencial. La nción de un objeto utilita- rio, si se ha definido de rma correcta, no deja- ría nada al azar, ni siquiera su rma visible, ni siquiera incluso empleos dislocados o lúcidos que constituirían el objeto del arte. La produc- ción de cosas útiles impondría su lógica a la pro- ducción de las rmas del mismo modo que ocu- rre en los «juegos» en los que se desahogan los excesos, sin que estos remitan por razón de las normas. Es decir, que la producción produciría también «enriquecimientos» simbólicos y las condiciones de su propio «cambio», en virtud de una segunda presuposición que indica que lo simbólico pondría en escena un «cambio» de «enriquecimientos». Todo ello en conjunto -nción, utilidad, riqueza, cambio- rma el cuadro de ideologías ncionalistas que no son tampoco nuevas precisamente y que aún no han sido abandonadas. Estas preguntas y las respuestas que de ellas se inducen son sin duda tan antiguas como las sociedades ndamentadas sin discusión posible sobre los valores de la producción. Así pues, los ectos artísticos se presentan lsamente en contra de esas hipótesis y peticiones de princi- pio. Puesto que el ecto artístico se produce, ocurre que las significaciones mediante las que los tecnócratas productivistas desean justificarse se toman a contrapie, a contrasentido. DECORADO Y ABSTRACCION El debate se abre de rma explícita, desde los comienzos de la producción industrial, con una claridad y una intensidad de la que se dirá, para mayor abundamiento, que son proporcionales al crecimiento de la productividad técnica. La producción industrial en el siglo XIX, ha tenido una mala conciencia cultural. Ha tenido el sentimiento de existir sin ser dueña de un es- 13 tilo propio en su producción de objetos utilita- rios, en comparación con el artesano de los si- glos anteriores. De ahí la preocupación de crear un estilo ornamental o decorativo de los tiem- pos modernos que se expresa, entre otros, en Viollet-Leduc, William Morris, o John Ruskin. Las preocupaciones toman tres direcciones: expulsar de la ornamentación de los objetos uti- litarios todo indicio de representación que no pueda ser otra cosa que un sucedáneo de la pin- tura de caballete; tratar de extraer de la natura- leza misma de los materiales y de la nción pre- vista del objeto los elementos de su propia orna- mentación; retomar de las ornamentaciones de

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CULTURAMAQUINA -----------------MAQUINACULTURA ________________ _

FUNCION Y AZAR

Marc Le Bot

A 1 unir los términos «función» y «azar», reparamos quizás en dos palabras que entran en el juego actual de las relacio­nes entre arte y técnica, hasta el extre­

mo de que pueden servir para aprehender el punto de vista de las artes visuales.

La puesta en escena consistiría en saber, sea que sí o que no, si es posible reconciliar una vez más lo bello con lo útil, esta vez dentro de los términos y las referencias técnicas de los tiem­pos presentes. O si bien respecto a esa cuestión la respuesta será positiva de forma inmediata si se acepta el postulado implícito de una Belleza opuesta a una utilidad, definido como inútil o superfluo en nombre de una utilidad supuesta­mente esencial. La función de un objeto utilita­rio, si se ha definido de forma correcta, no deja­ría nada al azar, ni siquiera su forma visible, ni siquiera incluso empleos dislocados o lúcidos que constituirían el objeto del arte. La produc­ción de cosas útiles impondría su lógica a la pro­ducción de las formas del mismo modo que ocu­rre en los «juegos» en los que se desahogan los excesos, sin que estos remitan por razón de las normas. Es decir, que la producción produciría también «enriquecimientos» simbólicos y las condiciones de su propio «cambio», en virtud de una segunda presuposición que indica que lo simbólico pondría en escena un «cambio» de «enriquecimientos». Todo ello en conjunto -función, utilidad, riqueza, cambio- forma elcuadro de ideologías funcionalistas que no sontampoco nuevas precisamente y que aún no hansido abandonadas.

Estas preguntas y las respuestas que de ellas se inducen son sin duda tan antiguas como las sociedades fundamentadas sin discusión posible sobre los valores de la producción. Así pues, los efectos artísticos se presentan falsamente en contra de esas hipótesis y peticiones de princi­pio. Puesto que el efecto artístico se produce, ocurre que las significaciones mediante las que los tecnócratas productivistas desean justificarse se toman a contrapie, a contrasentido.

DECORADO Y ABSTRACCION

El debate se abre de forma explícita, desde los comienzos de la producción industrial, con una claridad y una intensidad de la que se dirá, para mayor abundamiento, que son proporcionales al crecimiento de la productividad técnica.

La producción industrial en el siglo XIX, ha tenido una mala conciencia cultural. Ha tenido el sentimiento de existir sin ser dueña de un es-

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tilo propio en su producción de objetos utilita­rios, en comparación con el artesano de los si­glos anteriores. De ahí la preocupación de crear un estilo ornamental o decorativo de los tiem­pos modernos que se expresa, entre otros, en Viollet-Leduc, William Morris, o John Ruskin.

Las preocupaciones toman tres direcciones: expulsar de la ornamentación de los objetos uti­litarios todo indicio de representación que no pueda ser otra cosa que un sucedáneo de la pin­tura de caballete; tratar de extraer de la natura­leza misma de los materiales y de la función pre­vista del objeto los elementos de su propia orna­mentación; retomar de las ornamentaciones de

Clm ---·-·---OlTINA _______________ _ ---------------MAQlTINACULTURA

los «primitivos» ( aquellos pueblos en. lc?s que. laornamentación no parece ser una actividad dis­tinta de la concepción de la forma del objeto y de su uso social), esto es tomar de esos pueblos primitivos sus nociones de orden ornamental, sus leyes formales que resultan ser invariables a través de la historia: repetición, simetría, inver­sión, gradación, contraste.

Este compromiso de los pioneros de la ideolo­gía funcionalista y sus relaciones complejas con una ideología de la ornamentación «abstracta» anuncian una buena parte del porvenir inmedia­to de las artes visuales. Se esboza un esquema de análisis formal del que la pintura pronto va a hacer uso al volver sobre sí misma para propo­ner el análisis visual, por tanto conceptual, lo que se ha denominado como formantes pictóri­cos: así el análisis de los constituyentes de toda pintura visible que, en realidad, son abstracc�o­nes (límites, gamas de color, valores, sat_urac10-nes pigmentarias y efectos de los matenales) y que siempre están copresentes de forma concre­ta en las formas-colores.

Al comienzo del siglo XX nacieron formas de arte llamadas «abstractas» que tienen una carac­terística doble. Ponen entre paréntesis la cues­tión de su propia significación referencial, sien­do esta el dar por finalidad al arte una especie de experiencia mística del absoluto, como se lee en los textos de Kandinsky, Mondrian o Malévitch. Ponen en práctica, sin duda de forma casi in­consciente, los pasos formales cercanos a aque­llos de la tecnología y de la ciencia: variaciones de series· combinatoria de elementos; el trata­miento y� no de objetos individualizados sino de conjuntos de puntos, de líneas, de formas-co­lores · espacios a los que se podría llamar «topo­lógicbs» en cuanto a que hacen referencia no .ªuna medida normalizada como era la perspecti­va sino a las propiedades cualitativas y a las po­si�iones relativas de entidades geométricas (in­clusión, exclusión; proximidad, lejanía; bordes que producen separación o transiciones; grande­zas indecisas que parecen sometidas a variación durante lo que dura el acto de percepción; for­mas mutantes desde el punto de vista óptico).

Así, durante veinte años de su vida, Piet Mondrian hará variar de tamaño y de emplaza­miento todo aquello que considere como for­mantes elementales de cualquier imagen: los tres colores primarios (azul, rojo, amarillo) y las líneas que se cruzan formando un ángulo recto. En consecuencia cada objeto distorsiona óptica­mente esa lógica'de variaciones virtualmente in­finitas. En un cruce de líneas rectas negras, un punto gris se forma ante nuestros ojo.s a causa d.e sus movimientos incesantes; esos mismos movi­mientos hacen desbordarse sobre el fondo blanco un color prefijado, que se desborda bajo las apa­riencias de su complementario. Por una especie de buena suerte tardía, Mondrian acabó por aceptar ese problema. Terminó por enamorarse del desor­den que contradice el orden y disfrutó enorme-

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mente con ello. New York Boogie Woogie y Victo­,y Boogie Woogie, sus dos últimos cuadros, lle­van el nombre de un baile: los colores forman las líneas, líneas y colores quedan únicamente separados por la abstracción del pensamiento.

EL JUEGO DE LAS APARIENCIAS

Si se acepta esta perspectiva que se esforzaría en poner en relación la lógica de lo imaginario visual con la lógica de las operaciones científicas y técnicas, se podría sin duda co�siderar com? secundario, y por lo tanto no olvidar la repeti­ción de lo imaginario, en los efectos aparentes

de la técnica de producción mecánica. Por ejem­plo: el análisis del movimiento hecho posible por la cronofotografía (Marcel Duchamp repi­tiendo las imágenes de Marey en el Nu descen­dant un escalier); la repetición de formas análo­gas a aquellas de los gráficos científicos creados por los constructivistas; el desarrollo lúdico ?e las técnicas de la mecánica, del electromagnetis­mo, del láser, del holograma, del video, del or­denador.

Más interesante sería la tentativa de Fernand Léger, hacia 1912, de poner �n práctica una �sté­tica del «contraste» generalizado que estana en correspondencia formal, según él, con la expe­riencia vivida de lo visible en la ciudad moderna en la que los objetos técnicos tienen formas y colores igualmente contrastados. Más interesan­te todavía la «física» de Marcel Duchamp que «pervertía» por ejemplo la unidad de medida (el metro del que hacía una «parada-patrón» dejan­do ca�r un hilo de un metro de longitud desde un metro de altura), porque aquí Marcel Du­champ toca por primera vez uno de los pensa­mientos claves de la modernidad: el pensamien­to del azar que determina la caída del hilo y su «parada» bajo la forma de un nuevo «patrón». Pero Duchamp no recurre sino a efectos de de­sarrollo lógico, es decir que obtien_e I?lacer sir­viéndose en realidad de un proced1m1ento que dista muy poco de lo que ya sería burlar la ley.

Tendríamos centenares de ejemplos recientes de imágenes o de objetos que toman las aparien­cias de los objetos técnicos como objeto de bur­la o de exaltación de la modernidad; a veces también con un sentimiento trágico de la vida en un universo tecnocrático. Las formas meca­nomorfas son magnificadas en ciertas pinturas actuales como lo fueron por los futuristas de la década de los diez, por Fernand Léger y Robert Delaunay. Comportan a menudo connotaciones de soledad de abandono, ya que el universo de la técnica �s repetitivo, es sombrío. Otros artis­tas construyen enormes juguetes tecnológicos, transforman efectivamente en juego gratuito la función productiva.

Por el contrario, y puesto que el objeto o la estructura ligados a la tecnocracia aparecen en la pintura de Cremonini, se desbaratan bajo los golpes de una crítica violenta que protesta por el hecho de que el único rasgo humano provenga de la lógica del deseo y de que todo objeto de deseo es antropomórfico, no mecanomórfico.

EL AZAR

Llegamos en este punto a la esencia del pen­samiento artístico: pensamientos en los que el sentido no repudia a las lógicas formales del tipo: perspectivas, o variaciones combinatorias, ni repudia el concepto (una «teoría» del arte no puede ignorar la adquisición de la «metapintu­ra» abstracta que se ocupa de las formas pictóri­cas); sino un pensamiento en el que el sentido

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es esencialmente algo visto, algo ya puesto a prueba. . . En esta perspectiva, porque lo afectivo es im­previsto e incalculable, el punto, puede que esencial donde la lógica de las técnicas punte­ras la ¿iencia y el pensamiento artístico con­tediporáneo, s� vuelven a cruzar sería en efecto la cuestión del azar ya vista por Marcel Du­champ, del uso que se puede hacer ?� técnicas que hacen intervenir al azar en la acc10n para al­canzar un saber o bien ciertos efectos imagina­rios.

Ocurre así que, por parte de la cien_cia, la no­ción de azar aparece en dos casos: O bien se em-

plea para reconocer los límites de un saber, su­poniendo que esos límites puedan ser siempre empujados más allá o ser abolidos; o bien se presupone que lo real es impensable sin un res­to necesario de ignorancia, que no existen más que islotes de conocimiento. Esta doble postura conjugada permite que lo artístico imaginario vuelva a ser traído a colación por la problemática científica del azar, siendo verdadero su aspecto recíproco o quizás pudiendo serlo en el futuro.

EL ORDENADOR

Lo imaginario del arte utiliza técnicas punta o quizás más simplemente recurre a técnicas que le son propias para provocar «al azar» un sentido inédito e imprevisible. De ese modo el artista sería un experimentador como lo es el hombre de ciencia. Por ejemplo, las capacidades técnicas del ordenador se ponen al servicio de un con­junto de imágenes cuya realización manual sería infinitamente costosa, y sería imposible en la práctica.

Manfred Mohr cree que el trabajo de creación se corresponde con un algoritmo, con un con­junto de reglas operativas que permiten efectuar un cálculo. Examinando sus propias obras, dice que descubre constantes sintácticas elementa­les. En el lugar de las constantes, se encuentran líneas sinuosas, rectas o angulosas que siguen movimientos de retroceso y de avance en direc­ción horizontal, que se dirigen igualmente hacia arriba y hacia abajo. En consecuencia el artista usa un ordenador para realizar todas las repre­sentaciones posibles de sus propios algoritmos. Hay también supuestos que se programan al azar para dar origen a esa combinatoria. Así, el Programa 32: «En cada uno de los 16 cuadros de 5 X 5 cm, se dispondrán 40 líneas. La línea supe­rior se construye uniendo un número (entre 3 y 12) de puntos elegidos al azar. Las líneas sucesi­vas se calculan de forma que se lleguen a alcan­zar hasta 40 líneas horizontales».

Vera Molnar utiliza también el ordenador. Declara que «le encantan» las formas sencillas ( círculo, cuadrado, triángulo), y que desea so­meterlas a transformaciones. Por ejemplo, los cuadrados iniciales se convierten en cuadriláte­ros en los que varían la longitud de los lados y los ángulos de inclinación. Esas variaciones se obtienen determinando un valor para cada una de ellas en virtud de una serie de cifras aleato­rias (ciertos artistas emplean por ejemplo el nú­mero pi o números de teléfono que sacan del anuario por orden alfabético).

El punto crucial en esta especie de juegos in­finitos de variación es el de la elección: si el nú­mero de dibujos que puede producir el ordena­dor en el cuadro de la superficie de inscripción -que es la suya propia- es virtualmente infini­to, ¿ por qué ha decidido Vera Molnar deteneresa producción, ya que se ha decidido a publi­car veintiuno de esos dibujos reuniéndolos en

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un conjunto? lqué razones hay para tal elec­ción?

Hay que recurrir a una especie de inefabili­dad: Vera Molnar declara que le agradan espe­cialmente las imágenes en las que interviene un cierto coeficiente de desorden. Ese coeficiente, suponiendo que pueda calcularse, nada dice del «sentido», del «efecto». Que el efecto del arte siempre esté vinculado a un desorden dentro de un sistema dado, es una idea demasiado general para que se pueda concluir en qué consiste exactamente.

Este procedimiento nos hace pensar en un ca­leidoscopio en el que se manifiesta igualmente el efecto de fascinación obtenido por las varia­ciones ópticas. Se puede aceptar la idea de que la fascinación del caleidoscopio (podrá ser qui­zás la de las llamas del fuego) constituye un pro­legómeno a cualquier efecto artístico. El op-art y el arte cinético proceden por medio de variacio­nes infinitesimales de hechos visuales, el arte por ordenador juega a menudo con diferencias que no están marcadas en absoluto. Todos yux­taponen formas redundantes en las que el ojo derrapa por una especie de lapsus ópticos. Pero ahí están y ahí se quedan.

Esos juegos son una variante sistemática y re­ducida de aquello que ya señalaba Leonardo da Vinci: fascinado por un viejo muro construido con materiales de lo más dispar y semiderruido por la intemperie, el ojo del pintor, siguiendo mil variaciones ínfimas, descubría toda clase de composiciones pictóricas posibles. La diferencia entre el artista-informático y Leonardo consiste en que el primero fuerza el estremecimiento del sentido mientras que el segundo lleva el sentido a sus términos, pasa por alto las redundancias aleatorias o caóticas de la forma representativa, y una vez hecho esto, hace desaparecer el caos del que ha nacido la representación.

IGUAL A INFINITO

Entre Leonardo, que disipa el caos y el artista­ordenador que exhibe de forma fragmentaria una combinación virtualmente infinita, coloca­ríamos a Paul Klee a título de ejemplo. Paul Klee habría tenido por ejemplo la capacidad de poner en juego combinaciones ópticas fruto del azar y en consecuencia emplea de forma explíci­ta el sentido. Su imaginación pertenecería a la época de las especulaciones sobre los conjuntos y las combinatorias. Pero esa lógica habría de inscribirse en cualquier otra intención que no fuera aquella, por ejemplo, en el cálculo de pro­babilidades.

El cuadro Igual a Infinito hace uso de una se­rie de recuadros que llamaríamos «puntillistas» ya que cada uno puede representar una manifes­tación determinada de una combinatoria infinita de puntos de color yuxtapuestos. Cada uno de los recuadros puede por sí mismo provocar ima­ginariamente la apariencia de un conjunto infi-

nito de puntos. Las variaciones son de color, de emplazamiento, y paradójicamente, de los pun­tos en sí ya que cada uno de ellos es un «toque» de pincel. Una línea de puntos trazada por Paul Klee se ve interrumpida, es decir, no está termi­nada. El fondo de la imagen están formado por colores de contornos inciertos, mal definidos. Los bordes o límites externos del cuadro lo es­tán también del mismo modo, al ser sus múlti­plos, su sucesión o su ajuste entrañan que otros ojos los sobrepasen hasta el infinito. Finalmente aparecen igualmente trazos lineales de significa­do indefinible, pero, entre ellos está el signo matemático, pues el término «infinito» se trans­cribe como-, es decir, que en sí mismo no es fi­nito, sino semejante a un oído de violín.

Paul Klee se proporciona a sí mismo variables en las que las variaciones están a la vez regula-

das (linealidad de los puntos) y sometidas al azar (al azar de las elecciones de la paleta colo­reada, al azar de los gestos del pintor con sus lapsus y sus pinceladas irregulares). El azar re­mite aquí al cuerpo (ojos, mano; su elección de coloridos, sus temblores) y el efecto imaginario es simultáneamente un sueño de infinitud repe­titiva y el oído de un violín, con los que Klee ac­tuaba casi de forma profesional y que es como un sustituto del propio cuerpo del pintor puesto que reaviva la sinestesia durante el acto mismo de pintar.

LA MORALEJA DE LA HISTORIA

¿ Tendrá moraleja esta especie de fábula del violinista y del cuadro?

Los juegos tecnológicos en las artes visuales,

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como el juego con el ordenador, provocan per­turbaciones perceptuales que o bien alertan al cuerpo o bien lo fascinan. Pero no se ve nada que tenga sentido y la fascinación por medio del múltiplo y de lo anónimo es mera soledad. Y ya que por contra los demonios del azar se apode­ran del pintor que empujará su avance hasta lle­gar a mirarles cara a cara para hacer surgir un sentido, ese sentido tendrá los rasgos propios de una vida corpórea.

Es decir, que la introducción de técnicas pun­ta en el arte, cuando se desplazan en una direc­ción desviada, hacia un cambio de sentido de las finalidades de la tecnología, se familiarizan con esa tecnología, someten lo imaginario a la tec­nocracia. Por el contrario, el arte da la réplica a la ciencia puesto que la ciencia se esfuerza en reducir el azar por medio del cálculo de probabi­lidades, por medio de las estadísticas. El arte verdaderamente reconduce todos los enigmas hacia el cuerpo; así como el cuerpo es inagota­blemente enigmático. Hace preguntas, y sus res­puestas son tan improbables y metafóricas como la imagen de un oído de violín en una reflexión sobre la repetición virtualmente infinita de un sistema gestual.

Ninguna forma de «lenguaje» (Manfred Mohr ejecutaba sus programas en Fortran IV em­pleando un CDC 6400) podrá jamás llegar a aproximarse a la metáfora porque la metáfora se funda en la sensualidad múltiple del cuerpo al pensar que este es el objeto del arte. Ni siquiera puede que haya necesidad de creer que el arte esté hoy en día en peor posición respecto a la tecnología de punta que cuando tuvo que en­frentarse con la geometría Euclidiana o con la cosmología medieval. Cualquiera que sea la téc­nica, sea «de punta» o sea «primitiva», sus códi­gos instituidos y sus encadenamientos metoní­micos no podrán impedir el salto de lo metafóri­co. Ese salto es imprevisible, como lo es el im­penetrable misterio del cuerpo. Si la «cultura», tal y como se dice, consiste en conductas de adaptación de los hombres a un medio social, sea o no sea tecnocrática, resulta que el arte es su extremo opuesto. Es además la contradicción absoluta de las culturas institucionales, al igual que todos sus efectos se reconducen de forma permanente a lo social, se vuelven a dirigir hoy en día hacia el Museo cuando se trata de artes de la visión. Al contrario que en el caso de la historia y según el «progreso» de sus técnicas, los efectos del arte están desprovistos de morali­dad. Aún más: son intemporales. La prueba está en que perduran incluso aunque el ..a..tiempo los haya reducido a meros frag- � mentos arqueológicos. �

Traducción de S.f. González