fragmentos "contra el cambio" m. caparrós sept ´10

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Adelanto del nuevo libro de Martín Caparrós "Contra el cambio". Editado por Anagrama. Analiza el tema del cambio climático y los intereses y negocios "verdes". En esa búsqueda, el autor recorrió Brasil, Nigeria, Níger, Marruecos, Mongolia, Australia, Filipinas, las Islas Marshall y los Estados Unidos para preguntar sobre la amenaza del clima en las sociedades actuales.

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Page 1: Fragmentos "Contra el cambio" M. Caparrós Sept ´10

Martín Caparrós- Contra el cambio

Eran tan primitivos que se creían astutos. Los pelos de la nariz les llegaban al

coxis y aprendían a sonreírse satisfechos mientras hurgaban con sus deditos cortos

uñas negras la calavera de aquel bisonte, buscando últimas carnes. Ninguno decía ug,

porque era de salvajes: ahora estaba de moda el provechito suave, terminado en un

chillido como de ratón boniato, que era el toque elegante.

–Cruaaaa jiiiii.

Y seguían escarbando. Una hembra de tetas cantimpalos manoteó un ojo y trató

de escaparse hacia los yuyos. En segundos, tres machos musculosos chuecos se le echa-

ron encima, le pegaron con ramas y con saña, le sacaron el ojo. La caza estaba difícil,

y muchas veces se quedaban con hambre.

En unos pocos milenios habían cambiado mucho. Los bichos escaseaban, así que

habían tenido que inventar arcos, flechas, arpones, redes, trampas, y ya no había animal

que se les resistiese. El problema era que, a fuerza de cazar y cazar, se había hecho

muy dificil encontrar una presa, y había que embarcarse en expediciones interminables

para dar con algún mamut desprevenido. La caza estaba en vías de extinción.

–Cruaaaa jiiiiii.

Dijo la hembra con un ojo menos, queriendo significar:

–Ug, kriga bundolo, grande catastrófe ecológico ahora, oh sí, oh sí.

A veces pasaban lunas y lunas sin encontrar presa, y comían raíces y semillas.

Pero tampoco era seguro que las encontraran. Fue en esos días confusos cuando a al-

guien –o a muchos a la vez, quién sabe– se les ocurrió que algunos de esos frutos po-

dían recogerse con cierta seguridad todos los veranos, y el grupo empezó a volver cada

año a su trigal salvaje.

–Craaac, bilicundia aj doj.

Dijo la hipertataranieta de la tuerta, queriendo significar:

–Oh, felices tiempos antes, cuando todos animales.

La tribu comía y eructaba cada vez mejor, pero la cosecha silvestre raleaba de

año en año, porque crecían las bocas. Alguien volvió a hablar de catástrofe ecológica.

Otro descubrió, vaya a saber cómo, que esas semillas podían plantarse y al verano si-

guiente surgirían con renovados bríos.

–Crc, mí constata que aquesto nunca ya serán como antes y la degradación serí-

amos eterna como la noche del escuerzo.

Dijo una hipernietísima, que tenía la vocación lírica, y era cierto: a partir de en-

tonces empezó la catástrofe. Para cultivar sus plantas y criar a sus nuevos animales

domésticos, los hombres abandonaron la vida errante y empezaron a establecerse en

poblados, florearon sus lenguajes, se hicieron unos dioses, supusieron linajes, descu-

brieron el vino con soda, improvisaron la filosofía, aprendieron a coger cara a cara, se

largaron a andar a treinta por hora en sus caballos verdes y, después, inventaron las

carpas en la playa, los masajes, los aviones a chorro, los microchips y los chips de pa-

vita. Un desastre. Pero se podía haber evitado. Ningún científico duda de que nada de

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[fragmentos]

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todo esto habría sucedido si los guarangos de nuestros ancestros no se hubiesen exce-

dido en la caza del mamut y del oso hormiguero. Porque no habría sido necesario bus-

car otras fuentes de alimentos, y ahora seríamos felices, usaríamos pieles y garrotes,

hablaríamos con los pajaritos, no sabríamos qué es el sida y pintaríamos quirquinchos

en las paredes de la cueva.

Seríamos tan ecololós.

La ecología supone una idea de fin de la historia, al fracasado modo Fukuyama:

hasta acá llegamos, la evolución se acaba acá. De ahora en más todo funcionará según

otro modelo: el de la degradación, la decadencia –porque quisimos demasiado. La eco-

logía suele remitir a una edad de oro, un mito tan antiguo: tiempos felices en que la

naturaleza podía desarrollarse sin la interferencia de la maldad humana. Había buenos

salvajes, pero sobre todo había buena selva: aquella que no había sido corrompida por

la sociedad.

Es la misma escena que venimos actuando una y otra vez, de tan diversas formas,

desde hace miles de años: natura derrotada por cultura, paraíso perdido, ambiciones

humanas destruyendo. Prometeo encadenado, Babel y su derrumbe: no hay religión

que no castigue la ambición de la técnica. Cuando el hombre original que vive en el

triunfo de la naturaleza más gloriosa comete la tontería de querer saber y come el fruto,

rompe el orden natural/divino hecho para la eternidad, armado contra el cambio. El

orden y la orden del dios eran muy claros: todo será perfecto mientras aceptes tu su-

misión a esa naturaleza que yo inventé para darle mis reglas; todo se va a arruinar a

partir del momento en que intentes imponer las tuyas. Todo funciona mientras no trates

de cambiarlo: acepta lo que tienes, sé lo que te digo: yo sé lo que te digo. En ese mito

el dios o la naturaleza son perfectos, la caída es culpa del hombre que no sigue sus re-

glas. La Biblia es el primer panfleto ecololó, el relato de todo lo malo que tuvimos

que arrostrar por no habernos resignado a la naturaleza –o la obediencia o la ignoran-

cia.

Y lo echó Yahvé Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde

había sido tomado. Por cuanto obedeciste la voz de tu mujer, y comiste del árbol de

que te mandé diciendo No comerás de él, maldita será la tierra por amor de tí.

La peor catástrofe ecológica.

Querrían retrotraer el mundo a esa soñada edad dorada; como saben que no pue-

den, tratan al menos de que ya nada cambie. Nostalgia del presente visto como pasado,

el miedo ante el carácter eternamente fugitivo, odio del tiempo; los ejemplos rebosan.

España, en el siglo XII, era un gran bosque: la frase clásica que dice que un mono

podía atravesar la península de Gibraltar al Pirineo sin bajar de los árboles. España re-

bosaba de madera y la madera era la materia indispensable: con madera se hacían las

casas, los carros, las ruedas, los arados, los muebles, las herramientas, las lanzas, los

zapatos; con madera se calentaban las personas, se cocían las comidas, se trabajaban

los metales escasos. Un mundo sin madera habría sido pensado, entonces, como la

quintaesencia del desastre, un espacio invivible. Ante la posibilidad de su desaparición,

los ecololós habrían alertado contra “la destrucción de nuestro patrimonio forestal, que

condenará a la muerte a las generaciones venideras”. El hombre es la gran amenaza

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para el medio ambiente: taló, utilizó, gastó esos árboles. En el siglo XII, España daba

de vivir a cuatro millones de personas. Nueve siglos después, España era una llanura

casi yerma desarbolada capaz de sostener –incomparablemente mejor– a diez veces

más personas que vivían más del doble que en tiempos del gran bosque: otros mate-

riales, otros combustibles, otras técnicas habían reemplazado con enorme ventaja a la

madera.

Pero la ecología suele suponer un mundo estático donde las mismos métodos re-

querirán siempre los mismos recursos naturales, y se aterra porque proyecta las caren-

cias del futuro sobre las necesidades actuales: porque todo lo que imagina son

apocalipsis.

Es una de sus grandes ventajas: la ecología es la forma más prestigiosa del con-

servadurismo. La forma más actual, más activa, más juvenil, más poderosa del con-

servadurismo. O, sintetizado: el conservadurismo cool, el conservadurismo progre, el

conservadurismo moderno. Es, en sentido estricto, un esfuerzo por conservar –los bos-

ques, los ríos y montañas, los pájaros, las plantas, la pureza del aire– y eso, tras tantos

años de suponer que lo bueno era el cambio, debe ser muy tranquilizador. Fantástico

haber encontrado una forma de participación que no suponga riesgos, beneficie direc-

tamente a uno mismo y proponga la conservación de lo conocido. Fantástico poder

sentir que uno está haciendo algo por el mundo, defendiendo al mundo de los malos,

tratando de que sólo cambie lo necesario para que nada cambie. Fantástico que lleve

incluso cierto tinte de insatisfacción con la forma en que el mundo funciona –capita-

lismo despiadado, grandes corporaciones–, tan ligero que puede ser compartido por

los capitalistas despiadados, por las grandes corporaciones. Fantástico haber dado con

una causa común, tan aparentemente noble, tan indiscutible –en el sentido estricto de

la palabra indiscutible–, tan unificadora que pueda ser enarbolada por una joven nige-

riana que cocina con leña o el presidente de los Estados Unidos o mi tía Púpele o la

banca Morgan. Fantástico: y sirve, incluso, como materia para enseñarle a los chicos

en la escuela –o como material de propaganda y, sobre todo, relaciones públicas.

En 2002 un experto en “comunicación política” republicano duro, el joven di-

námico Frank Luntz, escribió unas recomendaciones sobre el tema para la administra-

ción Bush. El texto se filtró a la prensa y produjo cierta indignación. Luntz decía que

para manejar mejor la cuestión ecológica los republicanos no tenían que definirse como

“preservacionistas” o “ambientalistas” –que los “centristas americanos, las personas

comunes” asimilaban a una política extremista– sino “conservacionistas”, porque esta

palabra “tiene connotaciones mucho más positivas que las otras dos. Supone una po-

sición moderada, razonada, llena de sentido común, en el centro entre la necesidad de

restablecer los recursos naturales de la tierra y la necesidad humana de usar estos re-

cursos”.

Y que debían hablar de cambio climático y no de calentamiento global, “porque

suena mucho menos catastrófico y aterrador”.

Conservacionistas, dijo: ésa debía ser la palabra.

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Son conscientes y bienintencionados, evangelistas rectos, y entonces insisten

mucho en la relación entre cambio climático y pobreza. Kofi Annan, por ejemplo, suele

decir que el cambio climático afecta sobre todo a los más pobres, y que “exacerba las

desigualdades actualmente existentes”: que aumenta las chances de sufrir hambre, en-

fermedades relacionadas con el hambre y la falta de infraestructura sanitaria, malaria,

diarreas, esas cosas. Alguien podría suponer que el problema, más que el cambio cli-

mático, son las “desigualdades actualmente existentes”.

“Como los pobres tienden a vivir en regiones que son geográfica y climática-

mente más vulnerables al cambio climático, su capacidad de adaptación es fácilmente

superada por el impacto del cambio en las condiciones generales”, dice Annan.

Que “tienden a vivir” así me parece una gran frase.

Qué raros son los pobres.

El otro gran paladín contra el cambio climático es el ex vice y casi presidente

americano Al Gore. Se diría que el tema del cambio climático es un refugio de has-

beens como Gore o Annan, gente que ha llegado un poco tarde a la revelación, digo:

justo después de quedarse sin su gran poder –y que, entonces, cuando ya no tenían re-

almente con qué, entendieron que debían dedicar sus vidas más o menos vacías a tan

noble cruzada.

Apoyados, por supuesto, por grandes corporaciones que sí conservan su poder –

y harán todo lo necesario para no perderlo. La “responsabilidad social de las empresas”

es la versión contemporánea de la caridad de las señoras: en sus sociedades de benefi-

cencia, las damas de sociedad se gastaban en sopas para pobres una milésima parte de

lo que sus maridos les sacaban y todos se sentían tan probos, tan limpios, tan cristianos;

ahora las corporaciones se gastan unas migas en sus proyectos de responsabilidad social

y un par de panes en publicidad diciendo que lo han hecho. Siempre con la guía, firme,

ineludible, de la famosa corrección política.

“Responsabilidad social” es un término curioso: ser responsable significa aceptar

que uno ha hecho algo de cuyos efectos debe hacerse cargo. Hacerse cargo, en este

caso, implica pagar –poco– con programas de ayuda para compensar a esa sociedad

por la que la empresa se siente responsable. La responsabilidad social se mide en dinero

y, sobre todo, en penitencia pública: he hecho algún daño pero miren, lo asumo y lo

pago, soy bueno, soy responsable de mis actos. Y la corrección política se mide en so-

metimiento al lugar común, al mantenimiento del statu quo, a la renuncia a pensar lo

distinto. Entre ambas, arman la participación de las corporaciones en los proyectos

ecológicos, porque la ecología es lo más correcto que se ha inventado en las últimas

décadas –y el público, suponen, agradece.

Es un modo barato de tratar de eliminar sospechas: para empezar, la sospecha

perfectamente lógica –la comprobación– de que la mayoría de las corporaciones tiende

a ganar dinero sin importarle mucho qué pasa con los arroyos, los bosques o los climas.

Más cuando se considera que los productos de muchas de estas corporaciones –petró-

leo, carbón, minerías varias, acero, electricidad, coches, aviones– son los principales

responsables del clima amenazante. Como no hay nada peor visto en las sociedades

occidentales contemporáneas que ese descuido de la naturaleza, las corporaciones gas-

tan fortunas en mostrarse más ecololós que nadie. Lo cual debería poner a muchos eco-

logistas en algún tipo de problema: si yo digo lo mismo que la Exxon, ¿quién estará

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equivocado, yo o la Exxon?

Digo: la ecología, que para algunos empezó siendo un modo de oponerse a los

desastres de las corporaciones y otras aves rapaces, termina por ser el modo en que

corporaciones y otras aves lavan barato su conciencia. Quizá no sea definitivo, pero

ahora es lo que hay. Lo que domina.

Aunque es probable que nadie haya propuesto todavía la consigna: In Gore we

trust.

La oenegé de Annan, por ejemplo, tiene como auspiciante al Mercuria Energy

Group, “un grupo internacional de compañías activas en un amplio espectro de mer-

cados globales de energía, incluyendo productos de petróleo crudo y refinado, gas na-

tural, electricidad, biodiesel, aceites vegetales, carbón y emisiones de carbono.

Mercuria Energy es uno de los cinco mayores traders independientes de energía”, dice

su propio sitio web. Gore tiene entre los suyos a Louis Vuitton, Wal-Mart, Pepsi Cola,

Lehman Brothers y siguen firmas: los que precisan que este mundo siga para seguir

siendo sus dueños.

Y después te explican que el cambio climático complica los programas de asis-

tencia a los países pobres porque desvía fondos de la “cooperación internacional” y

hace que se pierdan ciertos avances, ciertas oportunidades. Annan explica, por ejemplo,

que el cambio climático amenaza la posibilidad de cumplir algunos de los Objetivos

de Desarrollo del Milenio, aquella gran expresión de buenas intenciones que lanzaron

las Naciones Unidas en el año 2000. Entre ellos, dice, el objetivo número 1, que plantea

reducir el hambre y la pobreza a la mitad para 2015. Cualquiera diría que, llegados al

2010 con algunos millones de hambrientos más que los que había en 2000, no había

muchas chances de cumplir ese objetivo –y que el cambio climático ayuda a justificar

la imposibilidad.

Todo esto, por supuesto, siempre presentado dentro del marco del sistema clien-

telístico global: los gobiernos ricos que destinan pequeños porcentajes de su riqueza a

ayudar a los más pobres. Son ayudas que mejoran efectivamente –un poco– las vidas

de millones de personas pero son eso: ayudas, dádivas. El año pasado, por ejemplo,

los países ricos aportaron entre todos unos 400 millones de dólares para la “adaptación

al cambio climático” en los países pobres. Mientras, un suponer, Holanda decidió des-

tinar 3.000 millones o Australia 13.000 para ese mismo efecto en sus propios territorios

–por aquello, supongo, de que la caridad bien entendida empieza por casa. Para no

mencionar los cientos de miles de millones que acaba de gastar el gobierno de Estados

Unidos para salvar su ecosistema financiero.

Pero, además, el planteo es confuso en la base: somos buenos, amables, respon-

sables, te damos alguito, te ayudamos. En mi país, sin ir más lejos, la pobreza de un

tercio de la población es un requisito para que se mantenga el sistema político basado

en el clientelismo, en la dependencia de esos pobres de subsidios y limosnas –que los

mantienen en una situación de semicrisis permanente, de anomia social y política, de

dependencia extrema del Estado y de sus gobernantes que los controlan gracias a la

potestad de darles o no darles ese mendrugo que los mantiene vivos.

En el mundo pasa algo parecido. En cualquier caso, esos aportes se definen como

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“ayuda humanitaria”, no como una deuda o responsabilidad de los que se quedan con

la riqueza del mundo para usarla –para despilfarrarla. En la base está esa idea de que

el hambre es un defecto del sistema –los errores y excesos–, no su condición de exis-

tencia. Es necesario que haya países con millones de hambrientos para que haya otros

donde se puede tirar comida a la basura. O, si acaso: sólo porque hay países donde se

puede tirar tanta comida a la basura, donde se puede acaparar el consumo de bienes y

materias, hay tantos otros donde millones pasan hambre.

Con cambio climático, sin cambio climático.

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Me parece lógico que la ecología aparezca como un signo tan fuerte de este

tiempo: un tiempo sin proyecto de futuro. Vivimos en una época blanda que, espantada

ante los desastres que produjo la versión más reciente de un futuro distinto –el pro-

grama de la revolución marxista-leninista–, ha decidido no pensar en futuros diferentes

e imaginar que nuestras sociedades van a seguir siendo más o menos lo mismo per se-

cula seculorum amen. La democracia de delegación con economía capitalista de mer-

cado se presenta como el único horizonte pensable –y sobre ella se instala la

preocupación ecololó. La ecología es el romanticismo de fin del siglo XX. A fines del

XVIII, tras el proyecto ilustrado, revolucionario, modernizador, internacionalista que

partió de Francia y se difundió por Europa, el romanticismo apareció como un freno

basado en la nostalgia de la naturaleza, la exaltación de la naturaleza, la tempestad y

el ímpetu, el sentimiento contra la razón, las viejas tradiciones, la nación como dife-

rencia, el triunfo de la restauración monárquica. Ahora, tres cuartos de lo mismo. O

cuatro quintos.

Cantemos lieder, disfracémonos de campesinos tiroleses, dictemos odas al buen

viejo volk y la furia de los antiguos dioses. Mientras, en este mundo, el hambre.

Una historia sinuosa: el primer ecologista argentino fue un hijo de alemanes que

nació en Buenos Aires, 1895, y, muy chico, fue enviado por sus padres a estudiar

comme il faut en Heidelberg y Wimbledon. Después de la derrota de 1918, Richard

Walther Darré quiso volver a ese país de pampas míticas donde podría dar rienda suelta

a sus instintos naturistas, pero la crisis se lo impidió y tuvo que quedarse en Alemania.

Allí pudo estudiar agricultura y cría de animales, y empezó a trabajar y militar. Pronto

se integró a un grupo völkisch –populista– llamado Artamans, jóvenes que querían re-

tornar a la naturaleza para recuperar la grandeza de la “raza nórdica”. En 1928 publicó

su primer libro, Das Bauerntum als Lebensquell der nordischen Rasse –“El pastoreo

como la fuente de vida de la raza nórdica”– que insistía en la conservación de bosques

y otros recursos naturales que deberían ser la base del imperio de su raza; el texto im-

presionó mucho a sus compañeros, entre los que se destacaba un tal Heinrich Himmler.

Darré se unió a los nazis en 1930 y fue su mayor agitador y organizador de cam-

pesinos. Era tan nazi que escribió contra la religión cristiana, a la que acusaba de que,

al enseñar la igualdad de los hombres ante Dios, le había quitado a la nobleza teutona

el fundamento moral para establecer su superioridad innata. En junio de 1933 asumió

como ministro de Alimentación y Agricultura; fue uno de los impulsores de la Solución

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Final. En la línea del sueco Svante Arrhenius, fue también uno de los más encendidos

defensores de la eugenesia y la constitución de una raza pura y aria destinada a dominar

el mundo.

Después hubo una guerra. Richard Darré fue juzgado en Nüremberg, donde le

dieron sólo siete años de prisión. Lo soltaron bastante antes y se murió de cirrosis en

Munich, 1953.

Han decidido, decía, que nuestras sociedades van a seguir siendo parecidas a sí

mismas a menos que algo las destruya: la amenaza del cambio climático. El movi-

miento contra el cambio climático se presenta como caso extremo, quintaesencia del

ecologismo. Y, en la expresión cambio climático, la palabra fuerte es cambio. Climático

la acota: ¿qué tipo de cambio se produce, alumno Tombolini? El cambio climático, se-

ñorita, el cambio de los climas. Muy bien, alumna Pérez. ¿Y qué quiere decir cambio?

No sé, señorita, que las cosas ya no van a ser igual que ahora, que van a ser peores.

Una furtiva lágrima por la palabra cambio. Desde, digamos, 1789, fue la palabra

que sintetizó todas las esperanzas y una idea: el mundo tal cual es no debe continuar,

existe la posibilidad de hacerlo decididamente otro, el cambio es justo y necesario.

Cambio, durante dos siglos, fue una palabra de la izquierda: el efecto deseado de las

revoluciones o, incluso, ciertas evoluciones radicales. ¿Cómo fue que la palabra cambio

nos escapó silente, animalito muerto, y se fue a refugiar a la casa de los que siempre

habían querido destruirlo? ¿Cuando se la apropió la derecha? ¿Con la caída del Muro?

¿Cuando empezaron a hablar de cambio los que se aliviaron con el desastre de los pro-

yectos autoritarios soviéticos y celebraron su derrota? El cambio de frente de la palabra

cambio es una de las mayores pérdidas de capital simbólico que ha sufrido la izquierda

en toda su historia. La derecha la usa pero tampoco tanto: más bien la tiene de rehén.

Y, en cambio, para el conservadurismo ecololó, nada resulta más aterrador que el cam-

bio –y, sobre todo, si es climático.

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Se me enredan, en estas calles, profusión de autobuses –públicos, tan nuevos,

tan bonitos– con gran cartel que dice que son “environmental friendly: less greenhouse

effect gas emissions”. Lo cual, faltaba más, enorgullece a los buses australianos: una

buena amistad con el ambiente es algo de qué jactarse, el epítome de la corrección en

estos días. Y produce, como todo lo correcto, buenos negocios: épocas en que nada

vende más que proponer que lo que al vendedor le interesa no es vender sino cuidar

los valores del mundo. Nunca una sociedad fue más consumista; pocas veces fue tan

culposa sobre sus consumos. O sea que el negocio verde es uno de los grandes: desde

los fabricantes de energías limpias tipo eólica o solar hasta los que te venden la posi-

blidad de pagar tus emisiones. Leo un artículo en un diario –The Australian– de Rupert

Murdoch, el magnate de la prensa más establishment, que ahora hace campaña ecolo-

gista:

“¿Está pensando en contratar un yate para un crucero por las islas griegas o el

Caribe, pero duda porque está preocupado por su ‘huella de carbono’ (la cantidad de

gases de efecto invernadero producida directa o indirectamente por un individuo, or-

ganización, evento o producto) que dejará su paseo?

Relájese. Una nueva ola de empresarios está inventando maneras de que usted

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pueda hacer lo que tiene ganas y aún así sea amistoso con el medio ambiente.

Aunque los críticos de los regímenes de impuestos al carbón argumentan que

esas tasas van a devastar muchos negocios y, por lo tanto, la economía de los países

que los adopten, la nueva era del cap-and-trade –el comercio de derechos de emisión

de gases– rebosa de ideas de negocios.

Hace diez años era el boom de las puntocoms. Ahora, prepárese para el boom

del carbon offset. No parece que todo este entusiasmo empresarial vaya a hacer mucho

por reducir el carbón en la atmósfera terrestre, pero los clientes van a sentirse mejor y

los participantes del boom van a hacer mucha plata.

Así que dele nomás, reserve ese yate –con cama king size, televisión de plasma,

videoteca, karaoke, dos heladeras para vinos, maquinas de ejercicios y techo retráctil–

que va a tragarse todos esos litros de combustible mientras surca los mares.

Sólo asegúrese de que alquila el yate a través de la londinense Yacht Carbon Off-

set. Le va a limpiar la conciencia y todo el carbón que suelte invirtiendo su tasa verde

en una programa que balancea esas emisiones. El programa incluye un proyecto de ge-

neración de biomasa en el estado brasileño de Sao Paulo –que salva 64.500 toneladas

anuales de dióxido de carbono de los generadores de energía convencionales– y una

granja de energía eólica cerca de Shanghai que salva 37.000 toneladas anuales. O,

mejor, llegue hasta Grecia en un avión de Qatar Airlines –que puede tomar en Singapur.

Esta aerolínea ofrece la opción de que los pasajeros que pagan un pequeño extra pueden

compensar el carbón emitido por el avión.”

Y así sucesivamente. Business are business, y mejor si son verdes.

La historia del yate es casi una caricatura –no es una caricatura– pero el negocio

del carbon offset, que hace diez años no existía, ya mueve más de 120.000 millones

anuales, y crece sin parar: si se regulan las emisiones en Estados Unidos, Fortune cal-

cula que el mercado llegará a un billón en castellano –un millón de millones,

1.000.000.000.000– de dólares en 2020. La clave del comercio es simple: los acuerdos

internacionales basados en Kyoto determinan cuánto gas de efecto invernadero puede

mandar a la atmósfera cada país, y los gobiernos de los países ricos reparten esa cuota

nacional entre sus empresas. Entonces las que prefieren emitir más gas para seguir ha-

ciendo sus negocios compran “créditos de carbono”: derecho a poluir que les venden

las empresas y comunidades que no llegan a usar toda su cuota. En teoría, esto sirve

para que las compañías que se preocupan por reducir sus emisiones –moderando su

consumo, modernizando sus equipos– reciban algún beneficio; en la práctica, las em-

presas despilfarrantes suelen comprar sus créditos a las nuevas compañías especiali-

zadas que los consiguen a través de supuestas inversiones verdes en el tercer mundo.

Los compradores de créditos son como el millonario en el yate: no deja de ser un rico

despilfarrador, pero paga unos pesos para comprar dispensas –bulas. La religión del

cambio climático tiene, como todas ellas, sus evangelistas, sus sacerdotes, sus feligre-

ses, sus recaudadores.

Que lo hacen, por supuesto, por el bien del planeta.

El green business explota y se extiende como mancha de petróleo –con perdón.

En las góndolas de los mejores supermercados de Occidente, las nuevas comidas res-

petuosas del planeta –las orgánicas de estos días temerosos– son las que se preocupan

por su huella de carbono: los productos más cool, los más ecololós anuncian en sus

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etiquetas su parte en las emisiones de gases para que el comprador consciente pueda

comparar y comprar el que menos emite o, por lo menos, el que paga por eso. Los com-

pradores, por supuesto, conocen el juego y saben que la pureza cuesta algún dólar o

algún euro de más, pero lo hacen con gusto; Roma solía cobrar mucho más caro.

El green business explota y ya lo están copando los grandes jugadores, las finan-

zas globales, los dueños de este mundo. Un ejemplo reciente: los hornitos africanos

mejorados certificados ecológicos, como ése que Fatima quiere tener para gastar menos

leña y poluir menos. J.P.Morgan –la famosa banca Morgan, quintaesencia del capita-

lismo americano– tiene un plan para distribuir diez millones de hornitos ecololó en

Kenya, Uganda, Ghana y un par más. Cada horno les cuesta unos cinco dólares; se su-

pone que cada horno reduce las emisiones en dos o tres toneladas por año; cada tonelada

menos es un crédito de carbono, que la banca Morgan puede vender entre 10 y 15 dó-

lares en el nuevo mercado internacional, o sea: con una inversión inicial de 50 millones

conseguirán entre 200 y 450 millones de dólares anuales. Y encima pueden decir que

ayudaron a esa pobre gente.

Que es su meta en la vida.

Mientras, ya aparecen quejas, aquí y allá, en países pobres, sobre fábricas que

basan su rentabilidad en haber reducido –o aparentemente reducido– su emisión de

gases pero que en realidad no lo hacen –y sobornan a los auditores encargados de cer-

tificarlas– o lo hacen y poluyen de otros modos, envenenando las aguas por ejemplo,

o lo hacen y no producen mucho más que su ingreso por vender los créditos. En poco

tiempo, los créditos de carbono pueden convertirse en un gran deformador de las eco-

nomías subdesarrolladas, en otra forma de la corrupción institucionalizada. Y, también,

en uno de los mayores esquemas de especulación financiera global: otro negocio im-

productivo extraordinario, burbuja subprime verde. Pero el gran negocio, como siem-

pre, necesita a América para ser realmente grande. En Estados Unidos, por ahora, las

empresas que compran créditos de carbono para compensar sus emisiones lo hacen por

relaciones públicas, porque queda bonito y les permite presentarse como buena gente

y vender más. Pero si el gobierno de Obama finalmente regula sus emisiones de gases

invernadero, todas tendrán que hacerlo y las financieras que ya empezaron a invertir

en el mercado del carbono van a ganar miles de millones de dólares adicionales –por

el aumento en la demanda y la suba de los precios. Por supuesto, otras van a perder:

las grandes contaminadoras se defienden como gato panza arriba y tienen, para apo-

yarlas, buena parte del establishment político de Washington: una pelea sin cuartel entre

fracciones del gran capital americano. En cualquier caso Al Gore, que solía presentarse

diciendo “yo solía ser el próximo presidente de los Estados Unidos”, tiene un gran fu-

turo por delante.

Y un presente bastante extraordinario.

Al Gore es el gran lobbysta de la lucha contra el cambio climático: un cardenal

que no puede ser papa pero sí secretario de Estado o camarlengo –y recaudar en el ca-

mino a cuatro manos. En 2000, cuando consiguió perder aquellas elecciones, Gore de-

claró una fortuna de menos de dos millones de dólares. Ahora, después de diez años de

campaña contra el cambio, sus bienes andan por los cien millones. Además de cobrar

decenas de miles por esa conferencia que ya repitió más de mil veces, Gore participa

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en el directorio o es accionista de una cantidad de empresas exitosas; muchas de ellas

están relacionadas con su militancia: energías renovables y créditos de carbono, sobre

todo. En 2007 le dijo a Fortune que a través de su empresa Generation Investment

Management pensaba ayudar a una transformación social “mayor que la Revolución

Industrial, y mucho más rápida”: la conversión del mercado global de energía, que

vale unos seis billones de dólares, “para contener el calentamiento global” a través de

tecnologías limpias, verdes, sustentables –y, también, por qué no, nucleares.

Suena como un combate de proporciones épicas: algo parecido a la gran batalla

que, a fines del siglo XIX, enfrentó a Gran Bretaña y los Estados Unidos, a lo ancho

del tablero mundial, por otro predominio energético. Entonces, el carbón era inglés y

el petróleo americano y, en todas las provincias, el imperio saliente y el entrante dis-

putaban cada espacio donde imponer su energía y la maquinaria que la usaba. Sucedió

en la Argentina, por ejemplo, donde los intereses ingleses en los ferrocarriles propul-

sados a carbón demoraron varias décadas la explotación del petróleo.

Al Gore se presenta como el líder del combate. A los que lo acusan de transfor-

mar sus convicciones en millones, les pregunta si tiene algo malo poner tu dinero donde

tenés tus ideas. Es lo mismo que hacen, dijo hace poco el New York Times, otros polí-

ticos que intentan que su gobierno sostenga políticas verdes, como la jefa demócrata

en el Congreso Nancy Pelosi y Robert Kennedy Jr., que explican que la única forma

de conseguir que las emisiones se reduzcan es aplicarle las famosas fuerzas del mer-

cado: que los que poluyen paguen, que los que no poluyen cobren. Y, de paso, que los

intermediarios financieros ganen más y más. En síntesis: tratar el problema según el

mismo modelo que creó ese problema, entre tantos otros; el mismo modelo que tam-

bién produce el hambre de millones. Hace muy poco un socio de Gore en una de estas

nuevas empresas verdes, Capricorn Investment Group, lo dijo tan clarito: “Nuestro

objetivo es hacer más dinero que los demás de un modo que los supera en impacto y

en ética”.

El negocio perfecto. Que será, de nuevo, mucho más perfecto –miles de millones

más perfecto– si su gobierno regula las emisiones de CO2 en Estados Unidos, la causa

a la que Al Gore dedica tanto esfuerzo, militancia tan esperanzada.

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Funciones del terror: la amenaza como instrumento de control –que últimamente

funciona a toda máquina. Las más comunes, estos años: el dizque terrorismo, las pan-

demias que pandemian poco. Pero sirven: son desgracias que nos llegan de lejos, desde

afuera, frente a las que debemos aislarnos, atrincherarnos, rechazar lo distinto. El cam-

bio climático, en cambio, tiene la particularidad de que viene con culpa incorporada:

es nuestra culpa –colectiva, pero también individual o casi.

En cualquier caso, la amenaza del cambio climático se inscribe en el espíritu de

la época y lo perfecciona: estamos en uno de esos momentos aburridos de la historia

en que nadie tiene una buena idea sobre qué esperar del futuro, y entonces nos dedi-

camos a temerlo. El presente siempre es insatisfacción garantizada; me gustaría saber

por qué, entonces, ciertos presentes producen futuros de esperanza y otros, futuros de

terrores. Alguien podría pensar que –ya no el mundo sino– la historia del mundo podría

leerse a partir de esa dicotomía: las épocas que esperan su futuro, las que lo miran con

espanto.

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Digamos que hay dos líneas mayores –entre tantas– de crítica al despilfarro de

las sociedades más ricas –que los informes suelen llamar más desarrolladas–: la que

dice que el problema de todo este sistema de consumo es que produce emisiones de

gases y materias que causan bruto daño a Gaia, y la que dice que el problema de todo

este sistema de consumo es que le causa bruto daño a los miles de millones que, por

ese consumo desigual, se quedan sin comer todos los días.

Me dirán que las dos líneas no tienen por qué ser excluyentes; que podrían in-

cluso ser complementarias. Pero una cosa es pensar en mejorar el uso de los recursos

por parte de los pocos que pueden usarlos para evitar los problemas que ese uso podría

causarles, y otra muy distinta pensar en cambiar el uso de esos recursos para distri-

buirlos con justicia, sabiendo que uno de sus efectos secundarios sería, probablemente,

una mejora sensible en el ecosistema. He leído libros, artículos e informes sobre los

peligros del cambio climático y he visto poco sobre la responsabilidad casi exclusiva

de las sociedades ricas y casi nada sobre la distribución igualitaria de los recursos como

solución al cambio climático.

Es obvio que si los recursos se repartieran habría menos despilfarro. Claro que

para eso algunos tendrían que resignar parte de su riqueza. Digo, como ejemplo pavo:

que, en lugar de cambiar las 4x4 por prius, todos usáramos transportes colectivos.

Digo, como ejemplo menos pavo: que un quinto de la población del mundo dejara de

comerse más de la mitad de los alimentos que el mundo produce, obligando a la Tierra

al esfuerzo que, dicen, la consume. Digo: que la posibilidad del cambio climático es

uno de los efectos más visibles, más directos del orden socioeconómico global. No es

el peor, por el momento. Y no se puede atacar eficazmente sin cambios –no climáti-

cos– en ese orden.

En general el desastre en nuestras sociedades nunca vino de un hecho que las

arruinara, sino de la construcción que las sustenta.

Decíamos que la batalla contra el cambio climático y la guerra contra el hambre,

por ejemplo, no tendrían por qué excluirse, pero se ve muy bien qué les importa –y

qué no– a los dueños del mundo: dónde van los esfuerzos, los dineros. En diciembre

Copenhague recibió a los jefes de los países más potentes –que ya sabían que no con-

seguirían acuerdos significativos pero fueron para mostrarse preocupados. Un mes

antes, en Roma, en la “Cumbre por la Seguridad Alimentaria” de la FAO en Roma, el

secretario general de la ONU dijo que el hambre mata a diez chicos por minuto: diez

cada minuto. Pero la cumbre de Roma no atrajo a ningún grande: los asistentes más

conocidos eran Lula, Lugo, Mubarak, Mugabe y Gaddafi, y seguía una lista conmove-

dora de presidentes africanos; ni un jefe de Estado europeo, norteamericano, asiático

de peso. El cónclave terminó con una declaración que decía que habría que bajar la

cantidad de hambrientos a la mitad antes de 2015 –sólo cinco chicos por minuto–, pero

no daba datos sobre cómo lograrlo: ni un plan, ni fondos, ni unas bolsas de harina. O,

según el slogan consagrado: caviar en mesa propia, retórica en la ajena. En cambio, el

clima se lleva la preocupación y los millones.

Copenhague, de todos modos, tampoco llegó a nada. Lo interesante de esa cum-

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bre fue cómo puso en evidencia que el tema del cambio climático se ha constituido en

una de las líneas de falla geopolítica del mundo: un espacio donde las potencias emer-

gentes se enfrentan a las actuales –y todos deben, para legitimarse, simular que entregan

algo a los más pobres.

Este es un mundo tibio –un mundo donde pasan cosas horribles pero no tan ho-

rribles como las que solían pasar en este mundo, un mundo donde casi no hay esclavi-

tud, donde muchas enfermedades se curan, donde muchas más personas comen, donde

muchos viven mucho más, pero un mundo que tiene todas las condiciones para ser

tanto mejor, tan radicalmente mejor, y no lo intenta porque sus dueños dejarían de serlo

y se oponen feroces. Un mundo tibio, que ve como millones de personas mueren de

causas evitables sin preocuparse realmente pero ha conseguido movilizar una enorme

cantidad de recursos frente a la amenaza de entibiarse un par de grados más.

La amenaza del cambio climático puede ser cierta pero –ya queda dicho– no me

termina de parecer tan importante. Sin embargo, si yo fuera un antiimperialista feroz-

mente decidido a atacar el poder americano, trataría de convencer al mundo de que el

calentamiento global es el peor enemigo: no hay tema donde la responsabilidad de los

Estados Unidos sea tan clara, tan brutal, tan crasa, tan abrumadora.

Pero, en general, la cuestión del cambio climático todavía me confunde. Me he

pasado todo este tiempo recorriendo países, escuchando personas, leyendo, pensando,

y sigo confundido. No puedo negar –no veo por qué negar– que la atmósfera carga más

gases de efecto invernadero que los que solía cargar y que la temperatura ha aumentado

–muy poco– quizá por causa de ellos y que el nivel del mar puede subir y que los hielos

árticos ya no son lo que eran. Entiendo que es un problema; no estoy seguro de que sea

una catástrofe. La cuestión –para mí, por ahora– consiste en preguntarse qué significa

preocuparse por eso tanto más que por otras cuestiones.

O, por decirlo de una manera bruta: ¿cuánta más gente van a matar el hambre –

y la pobreza y la violencia inútil y las enfermedades evitables– en los próximos treinta,

cuarenta años, antes de que el cambio climático empiece a tener –si los tiene– efectos

fuertes? Claro, los hombres y mujeres que va a matar el hambre son los que siempre

mata el hambre: el hambre sabe dónde, cómo actuar, es un agente fiable. Mientras que

el cambio climático es torpe, ciego, algo más democrático: corre –con distintas velo-

cidades– para todos y entonces es más fácil que los que nunca se preocupan por las

desigualdades y las injusticias y los abusos de poder se preocupen por él: más fácil que

lo teman. Y además, es cierto, hasta podría acabar con la civilización que conocemos;

en cambio el hambre de un porcentaje importante de la población es una de sus bases.

Quizás sea necesario mantenerlo sólo por seguir las buenas viejas tradiciones, para con-

servar el ecosistema en que vivimos.

Para cumplir con el mandato ecologista.

Yo, por mi parte, a mi modo de ver, en lo que a mí respecta, personalmente y sin

ánimo de ofensa, creo que la enorme atención que gobernantes y empresarios de los

países más ricos le están dando a la amenaza del cambio climático se relaciona, sobre

todo, con tres ventajas políticas y económicas que pueden obtener de esos temores:

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–retrasar la industrialización de las nuevas potencias emergentes y, así, mantener

su hegemonía unas décadas más;

–cambiar el modelo energético global para modificar ciertas relaciones geopolí-

ticas, y para conseguir que nuevos actores se hagan fuertes en uno de los mayores mer-

cados mundiales;

–ganar fortunas con el mercado de bonos de carbón.

Y creo, por fin, que su mayor ganancia es ideológica: convencernos de que lo

mejor es lo que ya tenemos, lo que estamos siempre a punto de perder si no lo conser-

vamos: que no hay nada tan peligroso como el cambio.

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Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) se licenció en historia en París, vivió en Madrid y

Nueva York, dirigió revistas de libros y revistas de cocina, recorrió medio mundo, tradujo a

Voltaire, Shakespeare y Quevedo, recibió el Premio Planeta Latinoamericano, el Premio Rey

de España y la beca Guggenheim. Es autor de una veintena de libros. En Anagrama ha pu-

blicado su novela A quien corresponda y las crónicas de Una luna.

Otros libros del mismo autor