fracaso escolar y exclusion
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El Fracaso escolar: nuevas formas de exclusión educativa.-Juan M. Escudero Muñoz
Universidad de Murcia.
El fracaso y el éxito escolar son dos términos genéricos que solemos emplear para
designar trayectorias y resultados de los estudiantes que entran y pasan, ahora un buen
número de años, dentro del sistema educativo y las escuelas. Cada uno de ellos comporta
experiencias y logros bien diferentes para los que van bien y aprenden satisfactoriamente y
los que transitan por la escuela a duras pena y no logran aprender lo necesario y deseable.
Aquellos alumnos a quienes la escuela les devuelve un juicio de fracaso, quedan
descalificados en sus capacidades cognitivas, así como también en otras facetas personales y
sociales. Las puertas hacia otros trayectos sucesivos de formación les quedarán clausuradas,
así como, quizás, seriamente afectadas las imágenes y representaciones de sí mismos como
individuos, como personas y ciudadanos. Es mucho mejor lo que les sucede a los que son
incluidos bajo la categoría del éxito: encuentran reconocimiento y recompensa a su trabajo,
se afirman y valoran sus capacidades y actitudes, se les habilita para progresar y elegir
opciones de formación por las que seguirán adquiriendo otros aprendizajes superiores.
Sean cuales sean los análisis teóricos del fracaso escolar en particular, no se puede
negar que, a fin de cuentas, ese accidente siempre termina adquiriendo señas de identidad y
personalización bien precisas en alumnos particulares. No estamos manejando una palabra
neutra o análisis genéricos y abstractos. Además de lo que podamos decir y pensar, es algo
que está ahí y puede ser observado; una realidad construida y certificada en la escuela que
adquiere rostro en algunos alumnos, precisamente en una primera etapa de su vida como
personas que con toda seguridad va a dejar huellas en lo que venga después.
En aras del rigor, o acaso para satisfacer a ciertas audiencias, decimos que cuando los
alumnos fracasan también han fracasado otras muchas instituciones y actores: sus entornos
sociales y culturales, sus familias, las políticas educativas y los centros escolares, sus
profesores. Y es cierto. Pero, de hecho, quienes lo sienten en sus propias carnes y lo hacen
más visible, son sus familias y ellos mismos, alumnos y alumnas, sobre quienes el acta de
una calificación negativa, escolar, educativa y personal termina cayendo sobre ellos como
una losa. Incluso, o acaso todavía más, para quienes el abandono de la escuela pueda llegar a
ser vivido como una liberación.
El fracaso escolar es un fenómeno educativo (con raíces sociales, personales,
institucionales y pedagógicas) que conlleva una condición paradójica. De un lado, es un
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problema no exclusivamente personal y escolar y por ello provoca con razón una honda
preocupación social (Euridyce, 1993) que urge a solucionarlo. De otro, ahí sigue
perennemente, como una pelota de mano en mano y como si fuera casi una fatalidad
imposible de erradicar, incluso en los niveles de la educación común y obligatoria. Tanto es
así que, para algunos, mientras exista la escuela, el orden que la caracteriza y una sociedad
que marca sobre ella determinados modelos y parámetros de excelencia y exigencia,
selección y competitividad, irremediablemente irá ligado a ella. Es tan antiguo como los
sistemas modernos de educación, a los que sigue acompañando, por supuesto, en la
actualidad. Es cierto que el fracaso escolar inquieta a la sociedad, así como también a las
políticas sociales y educativas. Pues nadie duda de que las bolsas de exclusión y marginación
social, la inadaptación, delincuencia y problemas diversos que tensan la vida en común
tienen, casi siempre, hilos que los vinculan con una escolarización problemática y resultados
formativos inadecuados en el desarrollo intelectual, personal y cívico de algunas personas.
Pero también es evidente que muchos sectores sociales y agentes educativos tienden a mirar
hacia otro lado con tal de que a ellos nos les toque.
Desde hace tiempo, las reformas escolares declaran que una de sus prioridades es la
reducción de las tasas del fracaso escolar. Echan mano de sus índices injustificables para
justificar los cambios que sucesivamente han ido planteando. Hasta la fecha, sin embargo,
ninguna ha sido capaz de cumplir las promesas declaradas adoptando medidas firmes y
efectivas: cada nueva reforma imputa cotas inaceptables de fracaso a la precedente para
justificarse, y lo mismo, al cabo de algún tiempo, harán las posteriores con aquella a la que
vendrán a sustituir.
A pesar de que la escuela se ha universalizado y democratizado significativamente,
concretamente en el acceso durante las últimas décadas, todavía existe dentro de ella una
línea divisoria que, a la vista de los hechos, nos induciría a pensar que es irremediable. En
una de sus orillas están quienes acceden y permanecen escolarizados y logran ir aprendiendo
lo que se exige en cada nivel, pasan a los siguientes y logran aceptablemente bien los
aprendizajes necesarios. En la otra, quienes entran y permanecen cada vez más años en la
educación obligatoria (así lo exige el derecho reconocido a este bien social y personal) pero
que no progresan adecuadamente, se desinteresan del estudio y desconectan de la vida y
aspiraciones escolares; quienes entran en zonas de vulnerabilidad escolar que, con altas
probabilidades, les pueden conducir a cosechar fracasos definitivos oficialmente certificados.
Cuando éstos ocurren en etapas críticas de la escolaridad y del desarrollo personal, los
estudiantes afectados entran en la vida adulta bastante desguarnecidos para vivir dignamente
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como ciudadanos, lograr trabajos dignos y desenvolverse con unos mínimos de autonomía
personal y social. Quizás también salen poco convencidos y dispuestos a asumir las
responsabilidades y los deberes que toda persona tiene que desempeñar para contribuir a
sostener una buena vida en común con las demás: alguien no les garantizo los deberes
debidos.
Los temas que pueden ponerse sobre la mesa al hablar del fracaso escolar son
múltiples. Desde los que se refieren a la misma falta de claridad conceptual del término,
hasta las cifras preocupantes que, incluso bajo esas condiciones, lo documentan y ponen en
juego, así, el presente y el futuro de los estudiantes como personas. También hay que dar
cuenta, a su vez, de la pluralidad de factores y dinámicas que seguramente lo provocan,
elaborar esquemas teóricos que nos permitan ahondar en su comprensión, pues eso es
necesario para armar mejor las políticas educativas, y también sociales, de lucha contra el
mismo. Es, asimismo, conveniente precisar lo mejor posible de qué estamos hablando
cuando nos referimos al fracaso, entenderlo como un fenómeno que se va construyendo en el
tiempo. Con toda seguridad, todos y cada uno de los fracasos tienen su propia historia. No
son tan sólo un resultado terminal y misterioso, sino la trayectoria acumulativa de los
elementos y condiciones que lo fueron fabricando en diversos grados, tal vez sin recibir las
respuestas pertinentes en los momentos que ya las estaban reclamando.
En este capítulo me voy a ocupar de ofrecer, en primer lugar, algunas referencias a
las cifras del fracaso en nuestro país y ciertos horizontes dentro de los que podemos
considerarlas. En segundo término, justificaré por qué es conveniente adoptar una
comprensión ecológica, reconociendo que son múltiples los factores y dinámicas que lo
provocan. En tercer lugar tomaremos prestados conceptos que provienen de algunos estudios
sobre la exclusión social. Nos permitirán describir un continuo entre la integración o
inclusión educativa y la exclusión constituido por zonas de vulnerabilidad y distintas
modalidades de exclusión. En el cuarto punto, aplicando esos conceptos a algunas de las
medidas al uso para responder a las dificultades escolares de ciertos estudiantes,
presentaremos algunos datos y valoraciones que nos permiten hablar de ciertas formas
emergentes de exclusión atenuada o inclusión insuficiente. Concluiremos subrayando los
conceptos centrales de la lectura del fracaso escolar propuesta, así como algunas líneas
directrices de las políticas de lucha contra el fracaso escolar o la exclusión educativa.
1. Una referencia somera a los índices del fracaso escolar en nuestro contexto.
En realidad, no es preciso echar mano de muchas cifras y argumentos para
convencernos de que el fracaso escolar es un asunto que nos afecta y que no nos resulta
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ajeno. Hay documentación más que suficiente en estadísticas nacionales del Ministerio de
Educación u otros organismos, así como datos comparativos de nuestra posición al respecto
en relación con la situación de diferentes países de nuestro entorno más próximo. La serie de
Cifras y Datos que el MEC viene publicando periódicamente – a pesar de ciertos apagones
documentales respecto a algunos aspectos especiales, como por ejemplo alumnos en riesgo,
medidas escolares y resultados (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004) – y
otros informes evaluativos como los elaborados por la OECD (PISA), son exponentes
realmente indicativos. De vez en cuando los medios de comunicación se hacen eco de ellos.
Aunque son diferentes los tratamientos y análisis mediáticos, suelen ser una muestra,
primero, de que se trata de un tema sobre el que generar alarma social; y, segundo, de que
nadie se priva de ofrecer sus propias explicaciones, muchas de ellas próximas al simplismo
más demagógico, cuando no cínico. No es común se vaya a las raíces múltiples del
problema, y todavía menos, que se asuman congruentemente todas las medidas políticas,
sociales, económicas y educativas que pudieran razonablemente remediarlo, o al menos
reducirlo significativamente. ¡Que a nadie se le pidan más impuestos para mejorar
sustantivamente nuestra educación y así reducir el fracaso, o que nadie se atreva a proclamar
horizontes como “una buena educación para todos”! Hacerlo supondría atentar contra
algunos de los dogmas vigentes, sobre todo, los que tocan las prioridades del desarrollo
económico del país, que por la lógica realista de los hechos tienen que ir por delante y al
margen del progreso social y cultural. Apelar seriamente a una educación digna y eficaz
para todos, es correr el riesgo de que alguien te tache de utópico, o de ser ignorante de lo que
pasa y puede llegar a ocurrir.
Y, desde luego, por las cifras oficiales o en ausencia de un conocimiento muy escaso
de las mismas por la población en general; por lo que propalan ciertos medios o,
sencillamente, porque el fracaso escolar pertenece por desgracia a las experiencias directas
de muchas familias, niños y jóvenes, lo que no se puede negar es un cierto clima de malestar
escolar, una sensación más o menos difusa de que nuestra educación no acaba de ir bien, aún
cuando se hayan aplicado cambios y reformas en las últimas décadas y alcanzado algunos
logros importantes, aunque no suficientes.
Los más interesados en generar alarma –ellos bien saben a qué intereses sirven –
pueden hasta atreverse a afirmar con contundencia que han sido precisamente las reformas,
la LOGSE en particular, la causa de todos nuestros males. Hasta tales extremos pueden llegar
sus explicaciones, que puede leerse algún análisis tan agudo que se atreva a hacer
responsable a dicha reforma del uso de los teléfonos móviles en los centros o las horas
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pasadas indebidamente por nuestros niños y jóvenes antes la televisión. Lo cierto es, por el
contrario, que el nivel educativo de este país ha mejorado, si nos atenemos al porcentaje de
jóvenes que cuentan con certificados escolares correspondientes a niveles educativos, ahora
mucho más altos que hace algunos años, por ejemplo a la edad de los dieciocho años. Y que
muchos de los problemas escolares que nos inquietan no se deben tanto a esta institución
como al profundo desconcierto social y familiar en todo lo que se refiere a la socialización y
educación de nuestras generaciones más jóvenes.
Los índices de fracaso escolar en nuestro país, no obstante, siguen siendo altos. Son
más elevados que lo que sería razonable mirando hacia dentro y, todavía más, si echamos
una mirada comparativa a nuestro entorno de pertenencia, ahora la Unión Europea. Sin entrar
en las diferencias regionales o autonómicas que, desde luego, las hay, nuestro país esta por
debajo de la media de la Unión Europea en parámetros tan importantes como los porcentajes
de la población de dieciocho años que ha logrado adquirir la titulación de educación
obligatoria, el bachillerato o un nivel de formación equivalente. Nuestra tasa de idoneidad
escolar a los quince años (se refiere al porcentaje de alumnos de esa edad que están cursando
el curso teórico de la ESO que les correspondería), revela que sólo la cumplen seis de cada
diez de los alumnos de esa edad (MEC, 2002).
Nos encontramos, asimismo, dentro de los primeros puestos, aunque en este caso
lamentablemente, en cifras relativas a absentismo, abandono y repeticiones. En la educación
secundaria obligatoria estamos dejando sin titulación aproximadamente a un 30% de los
alumnos. Para hacernos una idea comparativa de este dato, baste señalar la distancia tan
notable que nos separa de uno de los objetivos establecidos por la UE en esta materia para el
2010: el fracaso escolar en la educación obligatoria debería rebajarse al 10% por parte de
todos los países miembros. Si queremos converger no sólo en la moneda, sino también en
educación, no es necesario recurrir a otros muchos argumentos para concluir que vamos
rezagados y que, como país en su conjunto, tendremos que aplicarnos seriamente a aprobar
una asignatura como ésta, nada fácil desde luego, para ese “septiembre” no tan lejano.
2. Comprender lo mejor posible el fracaso escolar para actuar bien y con mayor
eficacia.-
Si dejamos de lado las explicaciones más vulgares y simplistas del fracaso escolar,
hemos de convenir en que se trata de un asunto que tiene múltiples caras y, con toda certeza,
muchas raíces. Hay bastante gente, en la calle y quizás también dentro de la educación, que
sencillamente sigue pensando algo tan vulgar como esto: cuando un estudiante no tiene éxito
en la escuela, lo que pasa es que no está bien capacitado y no puede aprobar, o, tal vez, que
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aún pudiendo, no le da la gana, no tiene interés ni motivación, no llega a esforzarse lo que
sería preciso. Un argumento como éste sigue tan arraigado socialmente que, para no caer en
otra simplicidad equivalente, hay que entender que alguna parte de razón le asiste.
Otra cosa bien diferente, sin embargo, es si eso, nada más que eso, es todo lo que
provoca y explica el fracaso escolar; si el único responsable del mismo es el estudiante
“fracasado” o en trance de serlo. Procurando algo más de rigor en las explicaciones, éstas se
complican bastante. No creo que sea demasiado pedir, pues, un mínimo de esfuerzo y
amplitud de miras para entender que en el fracaso escolar de ciertos estudiantes o colectivos
participan muchos factores, un sinfín de circunstancias, bastantes dinámicas que lo fueron
gestando. En unos casos, tal vez acciones indebidas y no ajustadas a las necesidades de los
estudiantes. En otros, quizás omisiones fáciles de identificar. Probablemente, unas y otras no
sólo residen en los sujetos particulares, sino también en las familias, los centros, el
profesorado, la administración de la educación, el modo de vida y la realidad social que nos
hemos empeñado en construir. Todos los “músicos” tenemos quizás alguna responsabilidad
en cómo suena la orquestas. Pero, sin ningún género de duda, son enormes las de quienes
tienen la batuta, dirigen la orquesta y nos ponen delante la partitura a tocar.
Aunque el fracaso escolar se aloja en los dominios personales y particulares de los
estudiantes, cualquier análisis que pretenda comprenderlo tiene que situarlo en una tupida
red de elementos y relaciones, no siempre fáciles de precisar, por lo demás. Que hay que
echar mano de esquemas teóricos complejos, no simplistas, para describirlo y comprenderlo
se ha convertido en una exigencia prácticamente aceptada por unanimidad. Por decirlo
brevemente, hoy se asume que hay que elaborar modelos “ecológicos” y descartar
cualquiera otro que pretenda entenderlo a partir de factores y dinámicas únicas o reducidas.
En un esquema como el que se ofrece en la página siguiente se puede apreciar una primera
fotografía que dibuja un territorio con múltiples accidentes y que, por lo tanto, puede ser
tomado como un ejemplo de eso que acabamos de calificar como un “modelo ecológico”.
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Característicaspersonales y
sociales; relacionesde los estudiantes
con el grupo deiguales
Característicassocioeconómicasy culturales de las
familias
Currículo,enseñanza y
características ydinámicas de los
centros
Características dela comunidad de
residencia
Prioridades,orientación ycoordinación
de laspolíticassociales
Prioridades,orientación ycoherencia delas reformasescolares
Ideologías y políticasrespecto a la exclusión
escolar y social.
M O
D E
L O
E
C O
L Ó
G I
C O
Diversos analistas (Hixzon y Tinzman, 1990; Rossi, 1994; Perrenoud, 2002; Escudero, 2002;
2004; en prensa; Sellman y otros, 2002; Marchesi y Pérez, 2003; Martínez, Escudero, González,
García y otros, 2004) han hecho propuestas en ese mismo sentido. El esquema anterior es una
representación sintética. Sin entrar ahora en una explicación de cada una de las categorías de
variables o factores del fracaso desde esa perspectiva, creo que ilustra bastante bien un modo de
ver las cosas donde se deja constancia de sus raíces múltiples; se nutren posiblemente de diversos
caldos de cultivo donde se gesta y crece.
Se alude concretamente a que el éxito o el fracaso en el estudio tiene que ver con diversas
características de los estudiantes, intelectuales, personales y sociales. En particular, las que se
refieren a la “culturilla” dominante en el grupo de iguales respecto al valor de la escuela y la
educación es una buena muestra de que no se trata sólo de una cuestión individual, sino también
colectiva, social y cultural. También está asociado a ciertas características del medio familiar y
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social donde cada uno ha nacido y vive, entre las que hay que citar no exclusivamente el nivel de
renta económica (ciertamente es importante), sino también otras relativas al capital cultural y el
sistema de valores, modelos de referencia y aspiraciones, tanto del medio familiar como del
barrio, comunidad o entorno de socialización de nuestros niños y jóvenes. Como se puede ver en
el esquema, lo que se enseña y exige en las escuelas (algunos contenidos pueden ser más que
razonables y dignos de ser aprendidos y exigidos, pero quizás otros no lo son tanto); el modo en
que se enseña, se facilita o se obstruyen los aprendizajes, en particular los de determinados sujetos
más alejados del mundo y la cultura escolar (las metodologías didácticas, los medios y las
relaciones entre los alumnos y de ellos con los docentes); lo que de hecho se evalúa y a través de
qué procedimientos, son expresamente consignados como factores escolares y pedagógicos
responsables del fracaso. Eso permite entender que, por ejemplo, en cada tiempo y lugar el fracaso
no se determine ni en relación con las mismas exigencias, ni en relación con los mismos criterios;
es, pues, histórico y contextual. Hace algunas décadas, si alguien salía de la escuela con las cuatro
reglas bien aprendidas, ya era considerado suficientemente “ilustrado”. En la actualidad, eso es
considerado como algo del todo insuficiente, lo cual, entre otras cosas, hace todavía más decisivo
el hecho de que algunos estudiantes puedan salir sin un buen aprendizaje más amplio y exigentes,
con recursos intelectuales para desenvolverse en el seno de la sociedad del conocimiento. Desde
este punto de vista, pues, si el fracaso existe es porque, además de otros factores y condiciones,
hay una institución, la escuela, que lo fabrica y lo certifica en contextos de valores y exigencias
sociales y culturales.
Como expresamente se recoge en el esquema, los alumnos, sus familias y entornos, los
centros (el currículo escolar, la enseñanza, la evaluación, el trabajo docente del profesorado),
tienen sus propias responsabilidades. Pero también se alude a las de otros niveles y agentes.
¿Acaso, por quedar bien y, de paso, complicar todavía más el problema? Entiendo que no, como
veremos.
Si, para comprender el fracaso, también hay que extender la mirada hasta implicar
estructuras y factores que se refieren a los otros elementos recogidos en el esquema precedente
(políticas sociales y políticas educativas, realidades mucho más amplias que corresponden a la
exclusión social en sus múltiples manifestaciones, ideologías y políticas) es porque todo ello
participa a su manera en que las tasas de fracaso sean las que observamos, así como también en
que, de hecho, estén desigualmente distribuidas entre los estudiantes según su procedencia
económica y sociocultural.
Por alejados de lo escolar que pudieran parecer, los cambios del mundo de la economía, del
trabajo y empleo, las profundas transformaciones que están sucediendo en los modos de vida de
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las personas y las costumbres sociales; en el acceso a la información o en las estructuras y
relaciones dentro de la familia, así como la desaparición de lo social y el debilitamiento de los
vínculos y sistemas de protección, tal como denuncia Touraine (2005), están creando un nuevo
escenario social que tambalea seriamente los procesos de socialización en general, el papel y las
contribuciones de algunas instituciones, en particular las escuelas. Esta institución se halla
sometida a la influencia de múltiples factores desestabilizadores de sus relaciones tradicionales
con la sociedad y la política, con los poderes del mundo de los negocios y finanzas, los
monopolios del conocimiento, el gobierno y las políticas (Cibulka, 1994).
Con la cultura y los valores de la educación que tenemos y que todavía hemos de conservar;
con las nuevas finalidades y oportunidades de aprendizaje que nos estamos viendo obligados a
repensar para formar a los ciudadanos de hoy en día, se llevan muy mal los credos y las prácticas
del neoliberalismo, la cultura del individualismo exacerbado o las que algunos denominan
“políticas de la vida” (Bauman, 2001). El valor de la cultura y de la educación como bienes
sociales y derechos democráticos para formar ciudadanos libres y responsables está recibiendo
fuertes ataques desde el momento en el que la formación ha sido definida por la economía y las
empresas como un arma estratégica clave para la innovación y la competitividad productiva. De
acuerdo con sus intereses, queda atrapada por las leyes de la oferta y demanda, por su apropiación
por los intereses privados que la convierten en un objeto más de transacción mercantil, de
relaciones entre proveedores y clientes. Los alumnos y las familias que demandan educación
tienden a ser vistos y tratados, cada vez más, como clientes a quienes captar y satisfacer. La
autonomía de los centros escolares y su privatización, o la aplicación de los dogmas del mercado a
la misma gestión de la educación pública, están contribuyendo a hacer de la formación no un
servicio incondicional que hay que prestar a todos los ciudadanos por derechos propios, sino un
bien de excelencia al que sólo tienen derecho de acceso y disfrute aquellas familias o estudiantes
que lo merezcan por sus dones, sus capacidades o sus esfuerzos.
Bajo una atmósfera ideológica y cultural que tiende a personalizar el éxito y el fracaso, a los
alumnos más desfavorecidos que encuentran dificultades en su progreso por la educación, no sólo
se les considera como los únicos responsables de sus méritos y su suerte, sino que también se
justifica –a veces por compasión – su marginación hacia medidas o atenciones especiales a ellos
“adaptadas”, o, sin más, se les expulsa del sistema. Gestionada políticamente la educación como si
de un negocio privado se tratara, no es extraño, entonces, que se cultiven o consientan, incluso en
la educación pública o la privada concertada, mecanismos explícitos o encubiertos que
“concentran” a la población de mayor riesgo social y escolar en centros singulares. Son los
espacios a ellos “adecuados” y que merecen, formas de exilio interior dentro del sistema. Los
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empezamos a conocer como los nuevos guetos escolares, habitualmente localizados dentro de
otros guetos económicos, sociales, culturales, con escasos servicios sociales, sanitarios, culturales
o de seguridad. Son manifestaciones, por lo general poco visibles, a través de las cuales el orden
social y económico dominante, las políticas económicas y sociales correctas, impactan sobre la
educación y las escuelas y, además de otros factores, fabrican fracaso o exclusión escolar y
educativa, reproduciendo y reforzando formas y dinámicas más amplias de exclusión social.
Estas grandes y poderosas estructuras y dinámicas sociales y económicas son también un
buen caldo de cultivo para el efervescencia de la cultura virtual del espectáculo que tanta
seducción ejerce sobre la formación de la sensibilidad, la escala de valores y las aspiraciones de
nuestros jóvenes, incluso sobre sus modos psicológicos de atender, registrar y procesar la
información (Simone, 2001). La explosión de la información y el acceso fácil a sus mensajes y
modelos de referencia parece que están haciendo mella en la subjetividad de muchos individuos,
entre ellos nuestros estudiantes. El valor del tener sobre el ser, la máxima ganancia y
consentimientos con los mínimos esfuerzos, la gratificación inmediata frente a la perseverancia, el
esfuerzo o el logro de metas diferidas, son algunos de los efectos más negativos que impactan,
precisamente, sobre los sujetos más desguarnecidos, con menos redes familiares y sociales de
contrapeso, con menos disposiciones, expectativas y capacidades de implicarse en el trabajo
escolar, con frecuencia muy alejado e irrelevante para ellos, pues no tiende a hacerse cargo de su
mundo de fuera y recomponerlo como sería deseable en aprendizajes y actitudes realmente
formativas. Las incertidumbres sobre el mundo del trabajo y su conexión con el estudio han
desposeído, por su parte, a muchos escolares de motivaciones sólidas para interesarse por la
adquisición del saber. La seducción de los nuevos medios y formas de acceso a la información,
que no necesariamente al conocimiento profundo, distancia su mundo y hasta sus modos de
procesar la información del universo de los contenidos y metodologías escolares, algunas
obsoletas, desde luego, pero otras, por más vueltas que se le dé al tema, necesariamente exigentes
de atención, concentración, esfuerzo, dedicación.
De manera que, en realidad, además de los diversos factores y dinámicas que corresponden
al interior de nuestros centros y aulas, algunas de las raíces del llamado fracaso escolar, tal vez las
más poderosas, residen fuera de las escuelas. Son capaces de desorganizarlas y desarbolarlas tanto
en sus finalidades y contenidos como en los modos de enseñanza, en las relaciones necesarias
para un clima social y personal propicio para el desarrollo de los diferentes aprendizajes
encargados a las escuelas. Cualquier planteamiento que quiera hacerse cargo en serio del fracaso
escolar, tiene que echar una mirada hacia el mundo tan potencialmente rico pero tan
insensatamente inhumano que nos estamos organizando. Y no perder de vista, naturalmente, el
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tipo de políticas sociales y educativas que disponemos para crear y sostener los centros y docentes
con que contamos.
Un estudiante que fracasa, desde luego, algo ha hecho u omitido para llegar a esa situación.
Sería incorrecto e injusto, no obstante, resistirse a reconocer que con toda seguridad es una
víctima de todo ese conjunto de factores y dinámicas a las que se acaba de aludir, sin que decir
esto suponga exonerarlo de toda responsabilidad. Y también improcedente, por lo tanto, ofuscarse
adicionalmente, como hacen algunos, en culpar a los estudiantes en exclusiva y no contemplar a
otros actores y otras instancias sociales y educativas. El grado de humanidad que pudieran tener
nuestras políticas sociales y educativas tiene que pasar la prueba de cómo en todos esos niveles
son pensados, valorados y tratados los sujetos más desfavorecidos, los alumnos y alumnas en
desventaja. Mirar para otro lado no es sino puro y duro darvinismo social o educativo.
3. Algunas otras consideraciones desde la perspectiva de la exclusión social y
educativa.-
El denominado fracaso escolar impacta en muchas más facetas de la personalidad de los
niños y los jóvenes que las que suelen considerarse a primera vista. Se refieren a lagunas en el
aprendizaje de conocimientos y capacidades académicas e intelectuales que se considera que han
de aprenderse en las escuelas, así como también al desarrollo inapropiado de vivencias,
sentimientos, percepciones y valoraciones personales (son fundamentales en los años de la
escolaridad obligatoria) y quizás, igualmente, a la adquisición insuficiente de habilidades sociales,
conciencia y asunción de valores y normas de conducta que son decisivas para una vida en común
aceptable. Son múltiples, por lo tanto, las dimensiones de la personalidad de los sujetos que
quedan negativamente afectados o mermados y, como acabamos de decir más arriba, también es
múltiple el conglomerado de factores, condiciones, estructuras y procesos que tejen trayectorias de
riesgo escolar y, en casos extremos, realidades de fracaso o exclusión educativa. Por eso
abogamos más arriba por una mirada ecológica como la más adecuada para comprender este
fenómeno.
A su vez, la perspectiva de la exclusión social nos ofrece algunas claves interesantes para
hablar del fracaso escolar como exclusión educativa. Así se puede apreciar en diversos estudios
sobre el tema realizados en el contexto de la OCDE desde los noventa (Klasen, 1999; Brynner,
2000; Ranson, 2000), o en una investigación reciente en Murcia y otras publicaciones sobre el
alumnado en riesgo de exclusión educativa (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004;
Escudero, 2004, en prensa; González, 2004; Nieto, 2004; Portela, 2004).
Entre las diversas contribuciones que nos ofrece la perspectiva de la exclusión educativa -
mayor rigor en la determinación de qué es aquello respecto a lo que los estudiantes son excluidos,
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énfasis en su carácter relacional, social y político, mayor precisión respecto a las posibles zonas de
vulnerabilidad en que puedan encontrarse circunstancialmente los sujetos y la existencia posible
de diferentes modalidades de exclusión – pretendo referirme aquí a las dos últimas: la posible
existencia de zonas escolares de vulnerabilidad y la existencia de diferentes modalidades de
exclusión.
Ambos conceptos están inspirados en aportaciones relevantes realizadas en los estudios
sobre exclusión social. Aquí las vamos a tomar de dos autores bien reconocidos, R. Castel (2004)
y A. Sen (2001). El primero de ellos, en particular, ha sido certero al precisar que, entre el
continuo de una integración social razonablemente aceptable y la exclusión severa, sería
procedente distinguir la existencia de zonas de vulnerabilidad. Dicho brevemente, representan
diversos factores y condiciones que son proclives a colocar a los sujetos afectados por ellas en
situaciones previsibles de exclusión de bienes materiales o sociales que son esenciales para que las
personas puedan llevar una vida digna. Niveles escasos de formación, ausencia de redes de apoyo
y respaldo social, un lugar de residencia segregado y empobrecido, desempleo o precariedad
laboral, por citar sólo algunas, podrían considerarse condiciones que hacen vulnerables a los
sujetos que las padecen. Tezanos (2001) ha añadido a las tres zonas identificadas por el autor
citado (integración, vulnerabilidad y exclusión) una cuarta, que denomina inserción.
Correspondería a los sujetos que están recibiendo algún tipo de medidas sociales o profesionales
para eliminar, o cuando menos paliar, sus riesgos de ser arrojados a espacios personales, sociales o
profesionales de marginación, de privación fuerte. Por su parte A. Sen (2001), un economista de
reconocido prestigio internacional por su teoría de las capacidades como resorte fundamental para
luchar contra la pobreza y exclusión social, ha descrito las sutilezas que suelen acompañar a las
estructuras y dinámicas de exclusión en nuestro tiempo. En ese sentido ha descrito los matices que
existen, por ejemplo, entre formas sustantivas de exclusión (aquellas por las que los sujetos son
radicalmente privados del acceso o disfrute de un bien) y formas instrumentales (medidas que se
toman respecto a algunos sujetos que no suponen una privación frontal de algo, pero que sí la
generan indirectamente). Con otros significados, A. Sen también señala distinciones pertinentes
que pueden hacerse entre modalidades efectivas de inclusión plena respecto a algún bien social o
personal importante y aquellas otras que, sin llegar a ser modalidades sustantivas de exclusión, de
hecho representan un contenido o forma de inclusión insuficiente o incompleta, no satisfactoria
respecto a determinados criterios.
Podemos clarificar el significado de unas y otras nociones, aplicándolas al caso de la
educación. Diríamos entonces que, seguramente, nuestra visión del fracaso escolar llega a ser
menos borrosa y quizás mucho más operativa de cara a las actuaciones pertinentes, si lo
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entendemos como un fenómeno que ha de ser considerado simultáneamente como proceso y como
producto. Es decir, un continuo entre la integración aceptable y la exclusión severa, dentro del que
podrían identificarse zonas de mayor o menor vulnerabilidad o riesgo de que ciertos sujetos
lleguen a ser privados de unos determinados contenidos y aprendizajes escolares. En un
determinado momento de la escolaridad, por ejemplo, podríamos identificar estudiantes que: a) se
hallan aceptablemente bien integrados (sujetos incluidos que van bastante o muy bien en los
estudios), b) otros que empiezan a encontrar algunas dificultades en los aprendizajes, pero que las
van superando sin dejar de pertenecer al grupo de referencia y seguir su ritmo; c) los que repiten
algún curso, lo llegan a superar y se integran de nuevo; d) los que repiten y, a partir de ese
momento, siguen pero ya muy afectados tanto en lo personal como en lo académico; e) alumnos
absentistas y, dentro de ello, con distintas modalidades (González, en prensa); f) quienes se hallan
en situaciones con dificultades ya más importantes y persistentes y son derivados hacia medidas
específicas de atención escolar; g) quienes abandonan la escolaridad y que, en los casos más
extremos, salen de la educación regular obligatoria, o también de ciertas medidas de atención
(inserción), sin los recursos elementales de formación para transitar al mundo del trabajo y adulto
de modo aceptable.
Esa relación, que no tiene aquí otro propósito que el de ilustrar el continuo que va entre la
inclusión educativa y la exclusión (podíamos aquilatar todavía más y mejor las posibles zonas de
riesgo), nos permite precisar algunos conceptos en relación con las aportaciones antes comentadas
de R. Castel y A. Sen, aplicadas a la educación. En primer lugar, que la exclusión educativa no es
un acontecimiento puntual y totalizador, sino que es susceptible de ser analizado y entendido con
diversos niveles dentro de un continuo o trayectoria. En estos tiempos, al democratizarse la
educación, quizás no encontramos a niños o jóvenes radical o sustantivamente excluidos de ella,
pero sí a algunos, o hasta muchos, que están en riesgo de serlo (por ejemplo los que se encuentran
en los ejemplos citados antes desde la (b) hasta la (g). Serían, pues, estudiantes en situación de
vulnerabilidad o de riesgo de llegar a ser excluidos. En segundo lugar, que ante las distintas zonas
y sujetos de vulnerabilidad (riesgo de fracaso a fin de cuentas), se pueden estar aplicando medidas
de inserción preventivas (serían todas aquellas que abordan las dificultades escolares de los
alumnos o alumnas en los momentos en que empiezan a manifestarse: refuerzos y apoyos
especiales, repetición quizás). O, tal vez, actuaciones a agua pasada y de carácter más bien
reactivo, es decir, que se aplican bastante tarde, tan sólo una vez que las dificultades se han hecho
mayores y más persistentes. Sería el caso, por ejemplo, de los programas de diversificación
curricular, o los que, para casos todavía más severos de riesgo, se denominan de garantía social o
iniciación profesional. Y, en tercer lugar, también podríamos plantearnos, al menos como
14
hipótesis de trabajo, que tal vez algunas de las actuaciones destinadas a responder a la
vulnerabilidad de los sujetos realmente les llegan a garantizar unos contenidos y aprendizajes
básicos (inclusión por vías alternativas en respuesta a sus necesidades), o, en realidad, sólo les
ofrecen una inclusión parcial, insuficiente o incompleta (son excluidos de esos aprendizajes,
aunque logren certificados o calificaciones dignas de aprecio, pero quizás devaluadas).
En suma, entre el trayecto que va de la integración a la exclusión educativa, se halla una
tiempo amplio de escolarización al que pueden acceder y permanecer nuestros niños y jóvenes
(eso ha sido una conquista de educación democrática), pero del que no todos sacan los beneficios
formativos básicos, o algunos se hallan en riesgo de no llegar a lograrlos. Cuando esto ocurre,
estamos hablando de estudiantes en riesgo o vulnerables. No padecen exclusión fuerte o
sustantiva, pero sí diversas situaciones y condiciones que pueden llevarles a salir sin la formación
debida, lo que, en sentido fuerte, sería el fracaso escolar. Ante ello podemos estar respondiendo,
como es el caso habitual, con medidas reactivas o preventivas, cada una de ellas con sus propias
consecuencias. Quizás algunas de ellas llegan a integrarlos, incluirlos en la educación, pues a
través de esas vías alternativas al final aprendieron los contenidos y objetivos básicos. Tal vez
otras tan sólo consiguen paliar su exclusión, pues no son efectivas para proveerles una inclusión
suficiente, completa, satisfactoria. En lugar de hablar, por lo tanto, del fracaso escolar como una
categoría imprecisa, es conveniente afinar el lenguaje y hacer eco de viejas y nuevas formas de
exclusión educativa.
4.- Algunas políticas y prácticas educativas de respuesta a la vulnerabilidad escolar
de ciertos estudiantes.-
Para ilustrar algunas modalidades del fracaso escolar interpretado desde las nociones
referidas a la exclusión educativas, considerando algunas de sus posibles o reales formas
emergentes en el contexto de la democratización formal de la educación, vamos a ofrecer algunos
datos en relación con uno de los programas bien conocidos a partir de la aplicación de la reforma
LOGSE (1990), los programas de diversificación curricular (PDC).1
Se trata, en efecto, de una medida extraordinaria de reacción ante dificultades severas
experimentadas por ciertos estudiantes en los últimos cursos de la educación obligatoria. Por el
momento de la escolaridad de los sujetos en que se aplica y por el modo en que ha sido pensada y
1 Los PDC son programas de respuesta extraordinaria a la situación de alumnos de 3º o 4º de la actual ESO que tienendificultades acusadas de seguir el currículo y enseñanza regular y que son catalogados como alumnos que, de seguirasí, no llegarán a titularse. Sus propósito son los de garantizar los aprendizajes del currículo común, adoptar para ellomedidas especiales de atención a la diversidad y lograr que los estudiantes a los que van dirigidos se gradúen en laeducación obligatoria.
15
llevada a cabo, cabe calificarla como una medida extraordinaria. O, por decirlo con otras palabras,
una actuación reactiva, en gran medida a agua pasada (Escudero, en prensa).
Por no extendernos en exceso, eludiremos entrar en comentarios detallados de la estructura y
composición del programa, que es ampliamente conocido en nuestro sistema educativo todavía
vigente donde todavía tienen su espacio, toda vez que no llegaron a aplicarse las medidas
legislativas a la diversificación diseñadas por la Ley de Calidad (LOCE, 2002).
En realidad, lo que nos interesa ilustrar con este ejemplo es en qué grado, como una medida
de actuación reactiva, tiende a lograr o no una inclusión educativa de sus estudiantes por vías
alternativas, o, más bien, en qué medida, a pesar de las buenas intenciones, no logra una inclusión
suficiente, completa, satisfactoria. Si, tras analizar su funcionamiento y resultados para los
estudiantes destinatarios, pudiéramos concluir que el sistema les ha ofrecido vías alternativas,
aunque separadas del resto de su curso y compañeros, para lograr los aprendizajes debidos,
diríamos que nuestra escuela o institutos están afrontando la vulnerabilidad escolar de ciertos
estudiantes con dificultades importantes y logrando incluirlos satisfactoriamente, es decir,
garantizándoles los contenidos y aprendizajes mínimos de la ESO. En caso contrario, tendríamos
que sostener que, a pesar sus propósitos, la tal diversificación podría estar significando alguna
modalidad sutil exclusión educativa. Si así fuera, seguiríamos persistiendo en hacerla recaer
preferentemente sobre los sujetos más desfavorecidos, ya que nuestros datos así lo documentan en
cuanto a su extracción sociocultural (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004).
No es éste tampoco el momento de explicar con detalle cuáles fueron los dispositivos
teóricos y analíticos que dispusimos en la investigación sobre el particular. Decir tan sólo que
utilizamos una combinación de instrumentos cuantitativos y cualitativos, estudios de campo y
estudios de casos. Haciéndonos eco de otros estudios e investigaciones sobre el tema, recogimos
diversas informaciones y datos acerca de cómo son considerados por parte del profesorado y en
base a qué se les etiqueta, cómo los sujetos afectados se perciben a sí mismos y cuáles son sus
perspectivas y valoraciones de los programas (es fundamental contar con sus puntos de vista), qué
currículo se diseñó y cómo, qué enseñanza se les ofreció y qué aprendieron, así como otros
referidos a las condiciones de trabajo y la preparación del profesorado que atiende a estos
estudiantes.
En la investigación y en otras publicaciones escritas que el equipo ha publicado a partir de
aquella, se han descrito con detalle aspectos relativos al perfil personal y sociofamiliar de los
estudiantes (Portela, 2004), el sustrato sofisticado de tipificación y derivación hacia estas medidas
(Nieto, 2004), el currículo y la enseñanza (Escudero, 2004), así como distintos aspectos
16
organizativos de los centros donde se ha venido impartiendo el PDC. Veamos aquí una muestra
como la que se contempla en los puntos siguientes.
4.1 Las percepciones de sí mismos por los estudiantes y las percepciones sobre ellos del
profesorado.-
Este es un primero asunto sobre el que nos parece pertinente considerar ciertos datos
ilustrativos. Ofreceremos, en primer lugar, los obtenidos del profesorado que trabaja con ellos y
del profesorado regular, para pasar a continuación a los de los propios estudiantes. A partir de una
serie de preguntas al profesorado de PDC y de clases regulares sobre los alumnos de
diversificación, se obtuvieron contestaciones como las que siguen, presentadas en los valores
medios (3) o altos (4+5) de la escala de respuestas.
Regular 4+5* Son como la mayoría, pero no se afrontaron
en el momento debido sus dificultades 33.3 50.00(35.3) (39.70)
* Tienen menos capacidades para aprender 42.6 35.00(19.4) (56.90)
* Menos motivación y hábitos estudio, pero nomenos capacidades 20.8 50.80
(16.9) (45.1)
* No irían al PDC si se seleccionaran mejor loscontenidos y utilizaran otras metodologías 13.00 20.4
( 6.90) (15.30)
* En el PDC vuelven a interesarse más 16.70 77.80(37.0) (45.20)
* Pasan bastante del estudio 27.80 27.80(25.40) (42.20)
Los porcentajes que aparecen en primer lugar corresponden al profesorado del programa;
los que están por debajo y entre paréntesis, al resto del profesorado de los centros.
Lo primero que salta a la vista de cualquier observador es que el profesorado regular tiene
percepciones y valoraciones notablemente más negativas sobre estos estudiantes que los que
trabajan con ellos en el programa en cuestión. El dato es susceptible de análisis y valoraciones
diversas. Baste decir, para ir ilustrar la naturaleza del problema, que, si los alumnos destinados a
17
esta medida especial han terminado en ella, ha sido porque proceden de un espacio educativo
anterior, el regular, donde trabajan los docentes que nos muestran una fotografía de ellos
marcadamente negativa. Desde sus puntos de vista, no son como la mayoría ni desde luego
podrían haberse hecho las cosas de otro modo para evitar su derivación al programa, no tienen ni
capacidades ni motivación, pasan bastante del estudio y ni siquiera con estas medidas llegan a
interesarse por aprender. Por su parte, los profesores que les enseñan sostienen perspectivas y
juicios más positivos, tanto sobre sus capacidades como sobre su capacidad de volver interesarse
por aprender. Un porcentaje amplio les consideran prácticamente como los demás, sólo que no se
atendieron sus necesidades en el momento necesario. Es cierto que, aunque en menor grado que
los otros profesores, también llegan a sostener, un tanto contradictoriamente con lo anterior, que ni
siquiera habiendo seleccionado mejor los contenidos de la ESO y utilizado otras metodologías de
enseñanza, se podría haber evitado su derivación hacia el programa de diversificación. Aunque
con algunos matices como éstos, una parte del problema a la que nos remiten estos datos se
localiza en el patrón de consideración, creencias y juicios que la escuela regular sostiene de los
estudiantes que encuentran dificultades de aprendizaje en el currículo y aulas ordinarias. El éxito o
el fracaso en particular es algo que, según ese esquema de interpretación enquistado en nuestros
centros, reside mucho más en las características intelectuales o la motivación de los alumnos que
en aquellos contenidos que se les enseña y las metodologías que se utilizan. Esto último, los
contenidos de la enseñanza y las metodologías, prácticamente quedan exonerados de cualquier
responsabilidad. En todo caso es mínima: cada estudiante como sujeto es quien, a la postre, se
labra su propio trayecto y destino escolar casi irremediable, dado el déficit de capacidad y
motivación que se les imputa, que seguramente tienen a esas alturas de su vida escolar, pero con el
que, posiblemente, no entraron en la escuela ni nacieron. ¿Dónde quedaría, pues, una posible
concepción de la escuela y los docentes, el currículo, los contenidos y la enseñanza, como resortes
para compensar capacidades y motivaciones no adecuadas a las reglas del juego y dónde la
atención personal a las necesidades singulares de los estudiantes en desventaja? ¿Dónde,
asimismo, la mínima sospecha de que acaso las dificultades escolares pudieran tener algo que ver
con las propias reglas establecidas para decidir qué y cómo enseñar? Pues, a la vista de estos datos
y de otros muchos aparecidos en las investigaciones (Hixzon y Tinzman, 1990; Rossi, 1994;
Baker, 2002; Sellman y otros, 2002; Marchesi y Pérez, 2003), no, precisamente, en aquellos
lugares donde habitan las creencias más al uso y los sistemas de atribución de responsabilidades
respecto al éxito y el fracaso que rigen nuestras escuelas. La tendencia, por lo tanto, es a colocar el
balón de la exclusión educativa en el tejado de los estudiantes. ¿No será una forma de desacreditar
el valor y la función de la institución escolar?
18
¿Y cómo ven las cosas los estudiantes implicados en el PDC? Pues, con algunos puntos de
coincidencia y notables discrepancias con los de sus profesores. Veamos una muestra de sus
respuestas a cuestiones parecidas a las anteriores que se les preguntaron. Como se puede observar
en la tabla que se presenta, aquello en lo que los alumnos están más de acuerdo es en que “si
hubieran tenido el apoyo y la atención debida en su momento, no habrían tenido que estar en el
programa de diversificación curricular” en el que ahora se encuentran.
Aunque en menor grado, algo más de la mitad está de acuerdo en que no les gusta estudiar ni
se esforzaron como era preciso; un tercio de ellos subscribe la misma apreciación en grado
regular. Los demás aspectos (dificultades en el estudio por distracciones como las indicadas, no
haber sabido estudiar, o que la mayoría de sus amigos pasan del estudio –recuérdese la posible
importancia atribuida a este factor en alguno de los esquemas previos - muestran valores
heterogéneos. A su vez, nos ha llamado la atención la disculpa de las propias familias en lo que se
refiere a su falta de motivación y ayuda en relación con la escuela y la formación.
En ningún caso tendríamos por qué aceptar una valoración incondicional de las perspectivas
y apreciaciones de los estudiantes. Y, desde luego, los datos numéricos de sus respuestas al
cuestionario han de ser puestas entre paréntesis, lo mismo que procede hacer con los de los
profesores. Así y todo, sin embargo, el mensaje de fondo vendría a ser que los alumnos sostienen
en mayor medida que sus profesores la idea de que no recibieron en el momento oportuno las
3 4+5- Si hubiéramos tenido apoyo yatención en su momento, noestaríamos en el PDC 9.5 80.7
- Ni nos gusta estudiar ni nosesforzamos lo debido 29.2 52.3
-Dificultades en el estudio por asuntos (TV, salir, video, juegos electrónicos, etc.) 29.7 34.40
- No he sabido cómo estudiar 25.8 35.80
- La mayoría de amigos pasan bastante del estudio 28.5 25.10
- Nuestra familias no nos motivanni ayudan 11.8 16.11
19
atenciones y apoyos que podrían haberles evitado el PDC, además, naturalmente, de que ellos
también pusieron algo de su parte (así lo reconocen) para haber llegado a esa situación.
Sin entrar en mayores precisiones, este contraste de perspectivas nos induce a sostener que si
la consideración y el trato de los estudiantes que tienen dificultades estuviera operando bajo
creencias y prácticas más ponderadas (repartiendo acciones y responsabilidades entre lo que las
escuela les ofrece, cómo lo hace y lo que los alumnos se esfuerzan y trabajan), acaso el devenir de
los sujetos diferentes por la escuela podría ser de otro y llevar a mejores puertos, incluso quienes
encuentran más dificultades en el estudio.
4.2 El currículo construido en la planificación del programa.-
Los contenidos, los niveles de exigencia y las expectativas que se sostienen respecto a los
alumnos en situación de vulnerabilidad son, seguramente, buenos indicadores del grado en que
este tipo de medidas persiguen realmente una inclusión aceptable o se quedan, por lo que fuere, en
destinarles a salidas de emergencia, quizás por eso mismo empobrecidas, insuficientes y
devaluadas.
La normativa sobre el PDC se ha limitado a establecer algunas condiciones generales que
debían tener estos programas (lograr los objetivos y contenidos de la ESO por otras vías
alternativas), atenerse a una planificación más integradora del currículo, concretamente a través de
los ámbitos sociolingüístico y científico y tecnológico, y encargar su formación a profesorado de
ámbito, además de los correspondientes a las materias del currículo regular que siguen
compartiendo con su grupo de referencia. También sobre cada una de estas cuestiones podríamos
comentar diversos datos de los cuestionarios aplicados y las entrevistas realizadas, ero nos
limitaremos a seleccionar algunos parciales, ya que son suficientemente ilustrativos. Obsérvense
los que aparecen en la tabla siguiente.
20
3 4 + 5* Se han diseñado materiales específicos y adapta-
a necesidades y nivel aprendizaje de alumnos 17.0 66.0
* Se contó con información para seleccionar conte-nidos y su secuencia en el PDC 27.5 49.1
* Se han modificado los contenidos y actividadesde curso ordinario para superar sus lagunas deaprendizajes 37.0 48.2
* Los contenidos están organizados por asignaturas,por la dificultad de globalizarlos (1+2=29.9) 24.1 29.6
* Se realizó una discusión a fondo sobre contenidosy aprendizajes a trabajar con los alumnos PDC 29.2 22.9
Dentro del conjunto de requerimientos establecidos por la administración para aceptar la
solicitud del programa por los centros, se dejó un considerable margen de maniobra – es una
forma de delegar autonomía – en relación con diversas cuestiones como las reflejadas en la tabla
precedente. Como indican los datos, la selección y elaboración de materiales para la enseñanza y
el aprendizaje fue lo que más atención y dedicación recibió. Algo que es comprensible, desde
luego, por las peculiaridades del programa y sus estudiantes, pero que, al mismo tiempo, quizás
resulta un buen exponente de su marginación administrativa, curricular y editorial, además de la
organizativa, tal como ha documentado (González, 2004).
Lo que menos atención y trabajo recibió por parte de los centros y el profesorado fue, como
se ve en la tabla, “la realización de una discusión a fondo sobre los contenidos y aprendizajes a
desarrollar con los estudiantes”. En niveles intermedios de respuesta se encuentra el haber
contado con información previa sobre los estudiantes para diseñar el programa, la integración de
las asignaturas (aunque ésta era una característica distintiva de la diversificación) y la
modificación de los contenidos y metodologías en relación con los de las aulas ordinarias.
Tanto por estos datos como, sobre todo, por las informaciones derivadas de las entrevistas, el
diseño o planificación de la diversificación en los centros está lejos de haber concitado toda la
atención que requería. Al tratar de responder a la vulnerabilidad de ciertos alumnos, hubiera sido
razonable esperar que el diseño del currículo se hubiera hecho con más discusión, reflexión e
información, con una reconstrucción a fondo de los contenidos y aprendizajes esenciales, así como
21
con una previsión relevante y razonable de todo lo relativo a las metodologías de clase y la
evaluación. Por desgracia, no parece que eso haya sido lo habitual. Es más, en las entrevistas, el
profesorado tendía a declarar que para ellos era mucho más importante el trabajo de su aula que el
diseño del programa por el centro: en muchos casos se nos dijo que ya estaba hecho cuando ellos
se incorporaron al centro y al programa, así como que, en ese nivel, no se había revisado ni
reajustado durante los años. De ese modo, lo que había que trabajar y cómo se decidía bastante
personalmente cada año, generalmente a la baja y procurándoles a los estudiantes una vía para la
graduación más que el que realmente alcanzaran los contenidos y objetivos mínimos de la etapa,
lejos de sus capacidades y motivaciones.
En nuestro estudio, al igual que otros ya citados, se ha podido comprobar que la existencia de
una historia escolar previa de estos estudiantes ya plagada de dificultades y desenganche de la
escuela, un conjunto de percepciones negativas sobre sus capacidades e intereses y expectativas
rebajadas sobre sus posibilidades por los centros y el profesorado conforman una plataforma desde
la que se decide, a veces más sobre implícitos que conscientemente, un currículo y aprendizajes
reducidos a mínimos. Tanto que, de ese modo, ni siquiera esos mínimos quedan luego
garantizados. Es un indicio relevante que sirve para albergar la sospecha de que seguimos más en
una vía de inclusión parcial e insuficiente que plena; más en una práctica bien intencionada para
incrementar las tasas de graduación en secundaria, que un plan bien articulado para hacer posibles
que los objetivos y aprendizajes básicos se consigan.
4.3. Otros datos sobre la enseñanza y el aprendizaje.-
Las tareas y actividades escolares que se realizan en las aulas, así como las relaciones entre
los alumnos y profesores son también exponentes del tipo de enseñanza y formación que se les
ofrece a los estudiantes de que estamos hablando. De nuevo los cuestionarios y las entrevistas
realizadas nos proporcionaron algunos indicios que merecen atención. Consideremos primero la
imagen de las clases ofrecida por el profesorado de PDC y después la de los estudiantes.
22
3 4 + 5
* El programa propicia relación social y personal
más cercana entre alumnos y profesores 5.6 94.4
* Se utiliza mayor variedad de actividades en aula 9.3 88.9
* Relaciones de los alumnos entre sí, buenas 14.8 83.3
*En las clases se tiene en cuenta su realidad perso-
nal y social y se tratan temas de actualidad 21.2 73.1
* Los contenidos están más organizados en torno
a temas, proyectos, que en las otras clases 22.2 70.4
* Los contenidos son los del currículo general,
pero con un nivel menor de exigencia 11.1 64.6
* Se utiliza el trabajo en grupo frecuentemente 37.7 54.4
* No cambian sensiblemente ni los contenidos ni
los métodos (1+2=57.4) 14.8 27.8
Las clases de PDC según esos datos podrían ser descritas en relación con tres dimensiones
más relevantes: el clima de relación social y personal, las tareas y contenidos y las actividades que
se realizan. Aunque por diversos motivos no fue posible realizar observaciones directas de la
enseñanza, esos datos del cuestionario, complementados con las informaciones de las entrevistas,
nos hacen suponer que el trabajo de aula ocurre generalmente con un buen clima de relación entre
profesores, alumnos y éstos entre sí. Es el dato más comúnmente citado. Así se refleja en las
respuestas al cuestionario y también ser corroboró en las entrevistas. En ello coinciden los
docentes y también, como veremos luego, los mismos estudiantes. Como hemos hecho en otros
trabajos (Martínez, Escudero, González, García y otros, 2004; Escudero, 2004; en prensa) esa
información debe subrayarse y valorarse muy positivamente. Revela, en suma, dos cosas: una, que
ciertos estudiantes, al encontrarse con un ambiente de clase y relación diferente de la regular, son
mucho menos “folloneros” que lo que suelen denunciar los docentes ordinarios; dos, que cuando
alguien se interesa personalmente por ellos y les presta la atención debida, eso se convierte en un
poderoso estímulo para que se vuelvan a enganchar en el trabajo y aprendan más que en el caso
contrario.
Asimismo, en esas clases se utilizan actividades más variadas: en caso contrario, como
confiesan sus profesores, se duermen y terminan pasando de las tareas escolares. Lo que ocurre al
mismo tiempo, por lo visto, es que esa variedad puede ocultar una merma de la relevancia y el
23
rigor de los contenidos. Los docentes confiesan que “se ven obligados” a rebajarlos, tanto por el
nivel bajo que llevan consigo como para que se puedan graduar. La pérdida del rigor de los
contenidos y la persecución de aprendizajes superiores (análisis, síntesis, resolución de problemas,
etc.) vendría a ser la moneda que se paga para que no sigan perdidos. Es algo bien distinto, por
desgracia, de lo que proponen quienes, justamente para trabajar con estudiantes en riesgo,
sostienen que hay que sostener altas las expectativas y el rigor del currículo, estimular su
capacidad de pensar y resolver problemas significativos, exigir más esfuerzo con una enseñanza al
mismo tiempo más rica y estimulante (Hizxon y Tinzman, 1990; Johnson y Rudolph, 2001;
Perrenoud, 2002). Aunque en nuestra muestra se afirma que se llevan a cabo proyectos integrados
de trabajo y metodologías de trabajo cooperativo, sus valores y frecuencia parece difuminada por
lo que acabamos de comentar.
La imagen ofrecida sobre las clases por los estudiantes no permite, a su vez, complementar
esas apreciaciones. Veamos la tabla de datos en la que hemos resumido algunas de sus
valoraciones acerca del tipo de tareas y operaciones intelectuales que han de realizar con menor o
mayor frecuencia; recogemos tan sólo sus puntuaciones agregadas en los valores superiores de la
escala.
4+5
1° Comprender los temas y contenidos 88.7
2° Hacer ejercicios de aplicación 85.0
3° Razonar y resolver problemas 74.0
4° Trabajar con los compañeros y ayudarse 66.7
5° Tratar y discutir temas de actualidad 54.3
6° Elaborar trabajos escritos y exponerlos 49.7
7° Escuchar y memorizar contenidos 45.0
6° Realizar actividades prácticas 42.0
Como se observa, los estudiantes de PDC precisan algo más qué tipo de actividades hacen
con más frecuencia en las clases (comprensión de los contenidos, ejercicios y resolver problemas),
y también declaran que trabajan en grupo con bastante frecuencia. Son menos citadas las
actividades consistentes en elaborar y exponer en clase trabajos, así como realizar actividades
prácticas. En su parecer, asimismo, se insiste mucho menos en que se aprendan las cosas de
memoria.
24
Si pudiéramos dejar de lado el rigor de los contenidos, de las actividades realizadas habrían
de aprender bastante las clases ordinarias. Hay indicios de que en estas clases se busca más la
comprensión mediante diversos tipos de actividades, lo que seguramente contribuye a que, como
confiesan los profesores, se restauren algunos aprendizajes mal establecidos con anterioridad. Se
estaría persiguiendo más profundizar y entender los contenidos (la pena es que estén reducidos a
lo mínimo) que en la memorización superficial que impide aprendizajes más sólidos y menos
propensos a provocar desenganches (Darling Hammond, 2001).
Todo ello contribuye a dos resultados que son dignos de consideración. Por las propias
características de la diversificación, cuyo carácter marginal ya hemos mencionado, no hay datos
fiables sobre la evaluación y los resultados salvo los que se refieren a los índices de graduación.
Según los datos documentales de la investigación citada (Martínez y otros, 2004), en la Región de
Murcia se gradúan a través del PDC en torno al 80% de los alumnos y alumnas que la cursan (por
cierto, es mayor el número de chicos que de chicas). Según las apreciaciones de los profesores, ese
índice estaría en torno al 72%. De los que se gradúan, la mayor parte de ellos pasan a ciclos
formativos; sólo en torno a un 10% lo hace al bachillerato. A pesar de estas imprecisiones, no es
para echar en saco roto la valoración de la diversificación. Además de que a la mayoría de sus
estudiantes les ayuda a restañar heridas académicas, mejorar la propia autoestima bastante dañada,
les vuelve a conectar con el estudio y les abre vías positivas al graduarse para proseguir otras
opciones de formación, la diversificación también contribuye a maquillar las cifras regionales de
titulación de las cohortes de edad correspondientes. Si no fuera por la diversificación, los índices
de no graduación sería muy superiores al 40% (Martínez y otros, 2004, en particular el capítulo
dedicado al análisis de los datos regionales).
Adicionalmente, para los estudiantes que han cursado el PDC, los resultados no sólo han sido
de orden académico. Sus valoraciones del programa, en línea con algo que ya hemos comentado,
apuntan a que, desde su punto de vista, dentro del mismo se les ayuda más ante las dificultades
que en la ESO ordinaria (86.9%); los profesores les prestan mayor atención (76.1%) y sus
relaciones con los profesores son mejores que antes (74.5%). Son aspectos que nos llevan a
insistir, una vez más, en la importancia que tienen los vínculos personales y sociales positivos, de
apoyo y atención, para facilitar el aprendizaje escolar. Seguramente son todavía más decisivos
para aquellos alumnos que están aquejados, por los motivos múltiples de fueren, de mayores
riesgos de exclusión (Escudero, en prensa).
25
4.4 Los recursos, las condiciones de trabajo y la formación del profesorado.-
Estos tres aspectos tienen, como es fácil de suponer, una importancia en la naturaleza y el
funcionamiento de este programa. En el supuesto de que realmente estuviera inscrito en el marco
de una política de discriminación positiva a favor de los estudiantes más desfavorecidos, todos
ellos deberían estar satisfactoriamente tratados y resueltos. La realidad que hemos observado en
nuestra investigación, sin embargo, no permite corroborar esa hipótesis, sino más bien lo
contrario. Veamos una tabla donde aparecen algunos ítems y sus correspondientes respuestas
según los profesores de diversificación.
3 4+5
* Hay recursos suficientes para ofrecer calidad en PDC 16.7 51.0
* El Orientador/a ofrece apoyo, estímulo 35.8 50.9
* Ha ido aprendiendo trabajando en el centro con los
Profesores PDC, Orientador/a (n.c=11.1) 29.6 44.5
* Vd. se ha sentido valorado, reconocido (1+2=26.5) 34.0 32.2
* Ha ido recibiendo formación permanente y útil a
lo largo del tiempo (n.c.=27.8) (1+2=31.5) 13.0 27.8
* Se ha formado trabajando en grupo con otros pro-
fesores del PDC (n.c.=33.3) 18.5 20.4
* Antes de entrar a enseñar en PDC, recibió formación
para trabajar dificultades de aprendizaje (N.C=42.6) 16.7 13.0
Los datos anteriores casi hablan por sí mismos; su mensaje, además, permite entender
mejor algunos de los aspectos previamente presentados y comentados. Si se exceptúan los dos
primeros ítems (recursos disponibles y orientación y apoyo por parte del Departamento de
Orientación de los centros), que reciben puntuaciones medias y eso ya representa por sí mismo
algún género de problema, todos los restantes son demasiado sombríos. Son de este tenor los que
atañen al grado de valoración y reconocimiento que se les ofrece a los profesores desde su punto
de vista, que es manifiestamente bajo, así como también todos los relativos a la formación. En
relación con la primera de estas cuestiones, no sólo es que el profesorado de diversificación no se
sienta debidamente reconocido, es que incluso se siente como un intruso en los centros y bastante
aislado, tal como manifiestan algunos de ellos en las entrevistas. Puede deberse, en el caso
26
particular murciano, al sistema de adscripción del profesorado al programa, que básicamente
ocurre por un concurso de traslado que queda fuera de los cauces regulares que rigen tal operación
y que, por lo visto, no contribuye a que los demás docentes lo consideren correcto. En relación
con el tema de la formación, es realmente sorprendente para mal que sólo una mínima porción
declare haber recibido formación sobre el trabajo con alumnos con dificultades antes o durante su
pertenencia al PDC. Ni la formación inicial ni la formación durante el tiempo de su trabajo en el
programa tienen un peso ni siquiera aproximado a lo que cabría esperar. Según mi parecer, este
dato revela otro indicador más, acaso el más negativo, del lugar residual del programa. Es
singularmente grave, pues está destinado a trabajar con alumnos expuestos a serios riesgos de
exclusión educativa. No es sorprendente, asimismo, que sin otros referentes, conocimientos y
capacidades que las que cada cual tiene como profesor o profesora ordinario; siendo conscientes
del peso mínimo por no decir nulo de una formación idónea para pensar y tratar la diversidad; y
teniendo que inventar la actuación docente sobre la marcha, lo mejor que pueden hacer con los
alumnos con quienes trabajan es lo que ellos mismos nos dicen: echarle imaginación al tema y
sacar lo mejor que uno puede dar de sí mismo. ¡Sería curioso que un cirujano que ha de intervenir
los casos clínicos más complicados, nos tuviera que decir que lo hace a base de creatividad y
buena voluntad!
El asunto de la formación, tal como hemos apreciado en nuestra investigación, nos parece tan
preocupante, no sólo porque, como vemos, prácticamente no ha ocurrido. Lo es todavía más, si
cabe, porque, al preguntarle al profesorado sobre los asuntos que habrían de ser acometidos con
mayor urgencia para mejorar el PDC, la formación, tanto la inicial como la permanente, ocupa los
últimos lugares en una lista de ocho posibles ámbitos de actuación, junto con la consideración de
que no es para nada necesario mejorar el funcionamiento interno de los centros y los
departamentos. Sin comentarios. En el fondo, el éxito o el fracaso está en el tejado de los
estudiantes, no en el currículo, la enseñanza y las metodologías didácticas, ni, por lo que parece,
en una mejor formación y preparación del profesorado. Allí donde no llegue el conocimiento y la
fundamentación rigurosa de la educación, la iniciativa personal y sobre la marcha, la creatividad y
la buena voluntad encuentran su cobijo. ¡Así nos van las cosas! Digámoslo, no obstante, sin
ninguna merma del valor, dedicación y empeño personal que el profesorado de diversificación, en
su amplia mayoría, les viene dedicando a estos estudiantes, tal como éstos mismos reconocen y
bien valoran.
27
5. Conclusiones y propuestas.-
Como hemos tratado de explicar, el fracaso escolar es un fenómeno con caras e
implicaciones múltiples. Afecta negativamente al desarrollo y crecimiento de los miembros más
jóvenes de la sociedad, a algunos de sus individuos en particular que, como personas, tienen un
lamentable encuentro con experiencias de catalogación, descalificación y devaluación de sus
capacidades y posibilidades intelectuales, personales y sociales. Está asociado a estructuras y
dinámicas sociales y económicas de exclusión social que se proyectan sobre las escuelas y la
educación. Éstas, a su vez, cuando construyen y certifican el fracaso personal contribuyen a
perpetuar las diferencias sociales y personales convirtiéndolas en desigualdades educativas y
desigualdades sociales.
Al privar y cerrar ventanas de formación y desarrollo, al negarles a algunos estudiantes,
generalmente los más desfavorecidos, la formación de base a la que tienen derecho por razones de
justicia y democracia, el fracaso escolar pone al descubierto el orden y la orientación moral
deficitaria de la sociedad, de sus instituciones, en particular las educativas. Revela alguna de las
más flagrantes contradicciones que existen al reconocer, de un lado, que la educación es un
derecho esencial que ha de garantizarse a todos los ciudadanos y, de otro, hacer dejación de la
voluntad política, racionalidad e impulso moral que cualquier sociedad necesita para hacer posible
su propia supervivencia humana y justa.
En orden a armar las políticas de lucha contra el fracaso o la exclusión educativa, la teoría
pedagógica tiene que mejorar sustantivamente la comprensión de la naturaleza y dimensiones de
la exclusión educativa, las zonas de vulnerabilidad escolar a las que se confina a ciertos
estudiantes y las modalidades, sutiles o explícitas, a través de las que se definen y decretan las
dificultades escolares. También, los presupuestos, programas y prácticas que se disponen para
responder a situaciones de riesgo escolar de determinados sectores de la población escolar.
Aunque las cifras del fracaso escolar, en lo que se refiere al porcentaje de sujetos que salen
del sistema sin la formación de base obligatoria, son injustificables en sus actuales cotas, todavía
lo son más si atendemos a qué se decide y cómo se hace en relación con los estudiantes en
situación de vulnerabilidad escolar. Como hemos mostrado, los estudiantes que se salen del patrón
de “alumno adaptado” quedan, sutil o explícitamente, afectados por percepciones y valoraciones
devaluativas, expectativas a la baja, un currículo planificado y una enseñanza ofrecida a la baja,
para cubrir tan sólo aprendizajes mínimos. De ese modo, aunque hay que reconocer
explícitamente la contribución paliativa de una exclusión educativa severa al aplicarse programas
como el de diversificación, por esa vía sólo se logro una inclusión insuficiente, incompleta y, en
gran medida, devaluada. Medidas como ésa de atención a la diversidad por abajo de ciertos
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estudiantes no serían cuestionables en sí mismas si, aunque fuera reactivamente, lograran
incluirlos a sus destinatarios en los aprendizajes de base considerados necesarios. Sí lo son, al
menos parcialmente, porque representan formas sutiles de marginación y exclusión, que no sólo
afectan a los estudiantes sino también al programa como tal, su currículo, enseñanza y resultados,
así como a los docentes que son destinados al mismo, y también marginados en algunos aspectos
como los que se han puesto de manifiesto: medios y recursos, reconocimiento y valoración,
formación inicial y desarrollo profesional a lo largo de su trabajo con los estudiantes que tienen
más dificultades.
Cualquier política de lucha activa contra la exclusión educativa ha de transitar por varios
frentes. Uno de ellos, que nos parece decisivo, es el de las ideas, las creencias, las valoraciones de
la diversidad por abajo, las expectativas y juicios que penalizan, en alguna medida, a las víctimas
del orden social y escolar establecido y no cuestionado. Otro, también fundamental, es el de las
prácticas. Tanto las que se refieren a la inserción de los programas de respuesta extraordinaria a la
diversidad de los alumnos con dificultades en el contexto del sistema educativo (administración,
gestión, supervisión, seguimiento y evaluación), como las que atañen al diseño y desarrollo y
evaluación del currículo y la enseñanza que se diseña y provee. Si los presupuestos y prácticas que
caracterizan a este tipo de programas se acogen al principio general de “lograr mínimos de
formación”, la educación que seguirán ofreciendo será tan sólo paliativa, empobrecida, devaluada
escolar y socialmente. Si, además, los programas en cuestión, los recursos dispuestos y los
profesores adscritos sufren algunas formas de marginación como las que hemos apuntado, ésa será
posiblemente la vía más directa hacia la marginación de los estudiantes adscritos y de su
educación. Es deseable un equilibrio mucho más riguroso que el corriente entre las medidas de
respuesta preventivas y reactivas. Ello ha de traducirse en el principio general de que la atención a
la diversidad, a toda la diversidad común de todos los estudiantes, ha de ser un objeto prioritario
de todo el sistema educativo, de todos los centros y todo el profesorado e, incluso, de toda la
comunidad escolar y el medio social. Si algunas de las raíces del fracaso o la exclusión educativa
en sus distintos contenidos y modalidades residen en contextos que sobrepasan al sistema escolar,
a los centros y al profesorado, será ineludible pensar y promover políticas y actuaciones que
lleven a asumir responsabilidades en diversos niveles escolares y sociales. En ellas, como planes
concertados y coordinados de actuación para la lucha contra el fracaso escolar, hay que idear y
situar con acierto el papel de las familias, la comunidad y diversos agentes sociales, al lado del
que ciertamente les corresponde a los poderes públicos y la administración de la educación, a los
centros y equipos directivos, al profesorado y otros profesionales que inciden en la educación. La
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exclusión social y educativa sólo seguirá siendo una fatalidad, si así lo consentimos y seguimos
insensatamente empeñados en una deriva tan peligrosa como ésa para las personas y la sociedad.
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