floreal

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FLOREAL ARMAND SILVESTRE

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Floreal es un en el que se puede observar

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  • F L O R E A L

    A R M A N D S I L V E S T R E

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    I

    Era la maana del 30 floreal, una maana radiante en laestacin del ao en que la frescura de las noches huye prontoante los primeros alientos tiernos de la aurora, en uno deesos jardines que, por encima de sus altas tapias y de sus ver-jas, ponan en aquel tiempo un nivel de verdor en las orillasde la isla, de San Luis.

    Acababa de apuntar el alba, repartiendo al principio unapelusa de cisne en el Sena dormido y desarrollndose des-pus en plidas rosas, pronto atravesadas, como por aguijo-nes de abeja por los primeros rayos del sol, todava bajo elhorizonte. Pero Pars no se haba despertado bajo aquellacaricia de la blanca luz teida despus de oro claro.

    Transcurra el ao VII, con las alegras furiosas del Di-rectorio, y los ciudadanos prolongaban mucho sus veladasplacenteras y ruidosas. Mientras que las msicas acababanapenas de callarse en los bailes pblicos, en el ro y entre losdesgarbados palos de los fuegos artificiales, corran anl1amitas rojas. Pars, a quien thermidor haba librado, no ha-

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    ba vuelto a ser la ciudad laboriosa, madre de tantas obrasmaestras. Respirbase en l como un aire de locura en el queapenas se distingua un poco de herosmo a la nueva de lasvictorias.

    Pero la Naturaleza es ms sabia, que nosotros. Aquelcansancio de fuera era recogimiento en el jardn de que ha-blo, al que las bellas claridades del Oriente en fiesta llegabantamizadas por la profundidad de las arboledas, clavando enla arena de las calles y en los musgos mojados de roco pe-queas notas de oro, vibrantes como alas de mariposa. All seasista al despertar armonioso de los pjaros en la espesura, alimperceptible zumbido de los insectos en la hierba adia-mantada, al estremecimiento de las alas que se despliegan, alvagido de las canciones que vuelan. Y en aquel murmullodelicado, rimado por la brisa del Sena, la antigua casa seo-rial, con las persianas cerradas, segua silenciosa entre las altastapias, que parecan agrietar las sombras de las ramas en re-dondas siluetas sobre un fondo iluminado y cortado de ne-gro por la proyeccin oblicua de la cresta de la tapia,enguirnaldada de hiedra y enredaderas.

    Aquel viejo hotel se llamaba todava en el barrio el hotelde los Aubieres, aunque su nuevo propietario le hubiese, da-do el nombre ms pomposo de Palacio de la Igualdad. Ha-banse abrigado en l durante mucho tiempo grandes re-cuerdos de raza, colgados de las paredes con los retratos delos antepasados, brillando bajo las vitrinas en restos de ar-maduras, muchas de las cuales haban sido tradas de lasCruzadas, floreciendo en reliquias de amor en las urnas cin-

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    celadas en que se guardaban anillos de boda piadosamentequitados de los dedos de los difuntos.

    Todo all haba inspirado el herosmo de las antiguasedades, la altiva tradicin y la leyenda que los padres legan alos hijos escrita con la sangre de los soldados muertos en lasgrandes batallas. Un Csar de las Aubieres haba cado enPava, un Gontrn de las Aubieres, en Rocroy. En cuanto alltimo que ocup aquella morada, aquel a quien sorprendila tormenta revolucionaria, no fue de los que transigieron yse march a la emigracin, uno de los primeros con su mujery su hijo nico, un nio todava, por lo que era particular-mente execrado por los buenos patriotas, que saban que ha-ba estado metido en las intrigas que los realistas fraguabanen el extranjero.

    Sus bienes fueron vendidos, y he aqu por qu, en aque-lla hermosa maana del 30 floreal, mientras que los pajarillossacudan en sus picos trinos y gotas de roco, el que, reposabaentre aquellas nobles murallas, detrs de los escudos es-culpidos en el corazn mismo de la piedra, era sencillamenteel ciudadano Escvola Barigoule, un abogadillo venido delfondo del Ariege y que haba, hecho fortuna en Pars conpoco honradas y fructuosas operaciones, en un tiempo enque los que tenan que salvar su cabeza descuidaban la vigi-lancia de la caja. Nuestro hbil personaje haba pescado sinescrpulo en el agua revuelta de aquellas horas graves, y co-mo haba hecho siempre mucho ruido con su patriotismo,numerosos cndidos se felicitaban de que los bienes hubie-sen cado en tales manos. No era por lo menos un hombre

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    perverso el tal Barigoule -los verdaderos perversos son tanescasos que resultan casi preciosos,- ni tena que acusarse dela muerte de nadie; pero haba sabido heredar a muchas per-sonas que no le haban designado voluntariamente para talcosa. Pequeo, rechoncho, con una verdadera brasa plantadaen medio de la cara entre dos ojillos grises y relucientes comocabezas de clavo, era un personaje en el que lo odioso estabasensiblemente dominado por lo ridculo. Era de los que, ha-bindose enriquecido antes de thermidor, encontraban que,thermidor venido, era tiempo de que la propiedad volviese aser sagrada y la sociedad aristocrtica, como conviene a la ri-queza. Se haba guardado muy bien de hacer raspar las armasde los Aubieres en las paredes de su propiedad, y despus dehaberlas dejado prudentemente invadir por el musgo, las ha-ba resucitado de repente y no le faltaba nada para creer que,se haban vuelto suyas. Haba tomado de pronto maneras denoble que hubieran asombrado a los mismos servidores delos antiguos dueos del hotel. Tena pretensiones de hacen-dista y de hombre ingenioso, quera pasar an por galn, y,viudo haca tiempo, hubiera hecho sin duda la vida menosedificante en su propia casa, a no haber tenido a su lado a suhija Angela.

    Una rosa silvestre perdida en el espesor de las malezas,Angela Barigoule era, por su naturaleza exquisita, un vivocontraste con aquel grosero temperamento de advenedizo.Habiendo perdido su madre muy joven y no habiendo te-nido por gua ms que un padre absorbido por los bonitosnegocios que ya sabemos, Angela se haba formado sola con

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    arreglo a sus inclinaciones, como una planta en la tierra, quecrece en el sentido en que la atrae el sol. De esa educacininstintiva y original haba salido un desarrollo singular degustos nobles y elevados y de aptitudes amables y recogidas.No haba cado en ella ninguna sombra, o, al menos, no lahaba penetrado y corrompido, de los ejemplos lamentablesque acumulaba ante sus ojos la tontera paternal. Llena deindulgencia y de buen sentido, ignoraba de esa tonteracuanto le era posible, sin permitirse juzgar a aquel extraoprotector. Sin. ser romntica ni mucho menos, tena un sobe-rano desprecio por los prejuicios, y, ms instruida, acaso, delo que llevaba consigo su edad -haba tenido tiempo parameditar,- estimaba, que las cosas del corazn deben estar an-tes que las dems. Era de apariencia casi delicada, muy rubia,con lindos ojos azules que se profundizaban en el ensueocomo el agua de un manantial en la imagen del cielo, pero nodejaba por eso de ser muy resuelta cuando llegaba la ocasin.Sin embargo, no exhiba su voluntad en las cosas pequeas ypareca guardarla para alguna ocasin que, valiese la pena.Los verdaderos pacficos son siempre as. Era dulce porcostumbre, muy dulce, y, con mil beneficios delicados quereparta a su alrededor, haca todo lo posible para que se per-donase la mal ganada opulencia de Barigoule, el cual tena in-finitamente ms enemigos de lo que poda concebir su ex-tremada satisfaccin de s mismo.

    Adems de unos cuantos domsticos insignificantes,Angela tena un aya, la viuda Pitonnet, persona corta de al-cances y todava ms sorda, que su padre haba puesto a su

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    lado para cuidar de la propia popularidad, pues Pitonnet ha-ba sido en vida un buen patriota, y Angela la sufra. o pare-ca sufrirla por caridad.

    Todo el mundo pues, dorma detrs de las persianas ce-rradas del hotel de los Aubieres en aquella maana llena desol que el ro empezaba a salpicar de rubes, y tampoco vela-ba nadie en los muelles, pues los mismos marineros dormanen el fondo de las barcazas amarradas a pesados anillos dehierro y dentro de sus camarotes de ventanitas de maderatejidas de enredaderas.

    De repente, en aquel paraso cerrado dentro de altas ta-pias que formaban los grandes rboles del jardn, una apari-cin singular, acompaada de un ruido de ramas rotas,interrumpi la cancin de los pjaros e hzoles huir temero-sos a las espesuras floridas. Dominando al principio con lacabeza el caballete de la tapia y apoyando en l las manos, unhombre se empin vigorosamente sobre los codos, se inclinhacia delante, mont una pierna y salt con ligereza al suelosobre la blanda tierra, donde su cada son apenas; solamenteunas ramas azotaron de un roco rosado en su cara, muy p-lida un momento antes.

    Podra tener veinticuatro aos a juzgar por la juvenil ex-presin de sus facciones y por la extremada esbeltez de sutalle. Era moreno, con bella y sedosa cabellera, y tena unacara dulce y enrgica a la vez, con ese no s qu profunda-mente simptico que tienen los que han sufrido. A pesar dela agilidad de su escalamiento, lease en su aspecto cierto can-sancio, y en sus primeras posturas de reposo, se lea el desa-

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    liento. Estaba muy sencillamente vestido de negro y, antes desaltar, haba arrojado delante de l una pesada capa en la quedeba de haberse envuelto para llegar al jardn. Tambin conmucha destreza, haba recogido a lo largo de la pierna, parasaltar al suelo, una espada de puo de acero trabajado precio-samente que llevaba al costado. Despus de levantar delsuelo la capa, la puso en un banco y se sent tambin en l.Quedse un instante con la cabeza baja como si no tuviesevalor para mirar alrededor suyo, pero cuando la levant, pa-se lentamente por todas partes una mirada en la que se leauna indecible emocin. Pareci entonces que se perda enuna vaga contemplacin, deteniendo mucho tiempo los ojosaqu y all, con imperceptibles movimientos de cabeza, comoquien reconoce y recuerda.

    De repente se levant, anduvo al azar por los paseoscomo un hombre ebrio, se arrodill delante de un tilo muyviejo y puso en su corteza los labios, que temblaron en unbeso. En el ro se puso a cantar un batelero, el primero que sehaba, despertado en la flotilla de la ciudad, una cancin deamor en la que se trataba de un ausente que vuelve. El jovenle escuch, volvi a sentarse en su banco y escondi la cabe-za entre las manos. Los, sollozos sacudieron sus hombros ylas lgrimas, pasando entre los dedos, corrieron por sus ma-nos finas como las de una mujer.

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    II

    No era un ladrn, como el lector ha adivinado. El queas llegaba, casi con riesgo de la vida, y se deslizaba furtiva-mente, en el jardn de una casa habitada, era el ltimo herede-ro del nombre de Aubieres, Roberto de las Aubieres, el nioa quien su padre haba llevado a la emigracin y que se habahecho un hombre. Conviene decir ante todo cmo se en-contraba, en Pars, con desprecio de toda prudencia, estandocomprendido en la proscripcin, y en el lugar mismo en quemenos deba de haberse olvidado su nombre. Al poco tiem-po de su llegada al extranjero, Roberto perdi su madre, y elpadre tuvo que asociarle a la vida un poco aventurera que lhaca en continuas conspiraciones, pues era uno de los ene-migos ms implacables entre los que el destierro haba pro-porcionado a la Francia republicana. Roberto creci en aqueltumulto de esperanzas locas y de furiosas desesperaciones, enaquel desencadenamiento de odios y de rencores. Pero sien-do l estudioso por naturaleza y gustndole la comunicacincon los nobles espritus del pasado, Virgilio, Tcito y hastaOvidio el proscripto, la lectura asidua de los maestros le ha-

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    ba distrado noblemente de aquella lucha ruidosa le habahecho recogido en aquel ruido de pasiones y, aunque sincondenarle, huir de l instintivamente. Haba conservado ensi mismo, a pesar de la memoria siempre sublevada de loscrmenes, un amor ardiente a la Patria, una muda aspiracin aaquella Francia maternal que combata sola contra todo elmundo desencadenado y mezclaba a la sangre de tantos mr-tires la de tantos hroes. Ciertamente, no se hubiera atrevidoa decir delante de su padre lo que pensaba en el fondo de sualma. Pero ste, sin adivinarlo, se alarmaba al no encontrar ensu hijo el ardor que a l, siendo viejo le devoraba todava.Miraba a Roberto como un idelogo, y no le iniciaba ya enlos secretos del partido.

    El nio, pues, iba creciendo (tena quince aos cuandose marcharon) dedicado a la lectura de los filsofos, perotambin a la de los poetas. Y a stos era a quienes amaba msRoberto. En aquel aislamiento del destierro, en aquella vidade conspiraciones y derrotas, los poetas haban sido para lun consuelo y les haba debido, por el respeto de s mismoque inspira la poesa, el guardar inmaculada, fortificada e in-violable por las ternezas ftiles, el primer sentimiento deamor que, aun siendo adolescente, experiment antes de salirde Francia. De naturaleza profundamente afectuosa y dulce,la belleza de la mujer, presentida por sus primeras impresio-nes, haba sido para l objeto de un culto de religin y deideal. La que haba dejado en sus ojos esa imagen tan vivientey siempre adorada, que revesta en su mente esa especie dedivinidad ante la cual se arrodilla eternamente la memoria,

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    haba sido, aunque, unos aos ms joven que l, la amiga desus primeros das. Roberto, en efecto, se haba criado conLaura de Freneuse, hija de amigos de sus padres, y los pro-yectos de alianza para el porvenir se haban formado casi ensus cunas. No tena Laura ms que doce aos cuando Ro-berto fue arrancado por su padre a aquella vida tan dulce deesperanzas obscuras en reales alegras, y los pobres mucha-chos haban llorado tanto, que se los haban llevado comodesmayados lejos el uno del otro. Pero el joven recordabasiempre el aspecto de seorita que tena ya Laura, aquella her-mosa cabellera negra que se posaba como dos alas sobre sufrente, aquella linda sonrisa de flores que, se abren sobre lablancura de unos dientecitos como sobre gotas de roco ;aquella mirada turbadora de unos ojos negros y dulces, en elfondo de los cuales, como en el de las fuentes, palpitaba unaarena de oro; y las inocentes gracias de su personilla ya ado-lescente, aquel dulce sueo bajo cuya claridad se haba en-treabierto el ala de su primer pensamiento de amor. Y elpobre proscripto segua a travs de la ausencia el desarrollode esta visin en la juventud y en una gracia ya ms seria.Cuando lea a Virgilio, era a Laura a quien vea en Galatea yen Nerea, a Laura con sus ojos constelados, con su cabellonegro y con su sonrisa de rosa mojada.

    Aquellas Gretchen de groseros encantos que se queraconvertir en compatriotas suyas, le daban horror. Cuandoms se senta convertido en hombre, ms firme era su vo-luntad de conservar a la seorita de Frenense todos sus ju-ramentos y todas sus ternuras. Tena una sed indecible de

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    volverla a ver. Y, sin embargo, ninguna noticia alimentabaaquella pasin tan verdadera, mezclada de tan lejos a la san-gre de sus venas. El padre de Laura y el suyo haban re-gaado irremediablemente en el momento de la separacin.Freneuse, que caa un poco en las ideas nuevas, haba censu-rado a su amigo el dejar Francia y exponerse, acaso, a dirigirsus armas contra ella. Aubieres haba tomado mal el sermn yrespondido a l tratando a su amigo de traidor al Rey. De estemodo, aquellas dos manos que tan lealmente se haban estre-chado durante un largo camino, se rechazaron para siemprela una a la otra. Y ste era para Roberto uno de los recuerdoscrueles de aquella despedida.

    Cuando thermidor reson como un grito de liberacinque se repercuta hasta ms all de la frontera, Roberto pre-gunt a su padre si no pensaba volver a Francia ; pero Au-bieres le respondi que era como vencedor como pensabaentrar un da en ella. Roberto, entonces, pens mucho. Sehaba dicho, sin embargo, ignorando la locura popular, queFrancia deba ser bella, que la tierra deba en ella sonrer, ali-viada de los patbulos, que toda la sangre vertida haba su-bido al corazn de las rosas, que, acabada la guerra civil, de-ban de hacerse, all hermosos sueos de gloria y que la espa-da de los abuelos haba debido de estremecerse en la vaina.Haba pensado tambin que la patria tena bien lavadas susfaltas con no pocas victorias; que no quedaba de la Revolu-cin ms que lo que tena de grande, la libertad reconquista-da; que Pars deba de estar hermoso al recibir la noticia delas batallas en que triunfaba Bonaparte con sus Jvenes gene-

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    rales. Ah! Pars, Pars... El seor de Freneuse deba de haberconservado sus bienes, puesto que se haba unido a la causapopular. Pero Laura sobre todo : Laura deba de tener cercade veinte aos. Le habra esperado? Oh! Ciertamente. Todoera lealtad en aquella pobre nia que encontrara convertidaen mujer. Pero l no tena ya nada. Pero sus padres estabanregaados para siempre. Qu importaba! La volvera a ver yle suplicara que esperase a que l pudiese hacerse an unaposicin en el mundo.

    En aquel tiempo se era pronto glorioso con el valor. Yaquel sueo loco de volver a Francia, de ver a Laura, de re-cobrar al mismo tiempo su patria y su novia, lleg a ser enRoberto desptico e imperioso, Por ltima vez suplic a supadre, pero ste respondi que estaba mal escogido el mo-mento de volver a Francia, cuando los ingleses y lo rusos,con los emigrados en sus filas, iban a aplastar a Francia. Elalma del joven sinti al orlo un estremecimiento de horror.Se separ del seor de las Aubieres, y, dos horas despus,con papeles falsos que se haba procurado haca ya algntiempo, pas la frontera. A los diez das, despus de haberdejado detrs de s largas etapas en las que sus pies sangraroncon frecuencia, llegaba a Pars. Roberto crey que el coraznse le iba a parar en el pecho al pasar la puerta de Clichy, a laque haba ido a terminar su camino y donde adquiri ciertaseguridad cuando se comprob por ltima vez su certificadode identidad.

    Eran las cuatro cuando hizo en Pars aquella entrada lle-na de emociones. La tarde de primavera se terminaba en una

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    especie de feria que le dio al principio una impresin de do-mingo, aunque era viernes. En los arrabales se paseaba lagente, y se agrupaba alrededor de unos cantantes ambulantesque, subidos en toneles, cantaban canciones algo ligeras, ju-gaban a mil juegos y perdan alegremente en las loteras am-bulantes. Los payasos hacan sus habilidades para losdesocupados, y las tabernas estaban llenas de gente, entre laque se sentaban unas ciudadanas con trajes chillones en supobreza. Roberto, que no esperaba aquel aspecto del nuevoPars, sinti fro en el corazn ante aquella alegra que tantocontrastaba con las impresiones dolorosas de su espritu, atravs de su gozo profundo. Por que el joven se senta tam-bin nervioso al pisar el suelo natal, pero con una nerviosi-dad enternecida.

    Era el fin de un hermoso da, y el sol, al ocultarse detrsde la colina todava frondosa de Boulogne, llenaba las callesde un gran brillo de luz en la que jugaba una multitud demuchachos como los gorriones que juguetean en el polvo.Roberto se detuvo un momento bajo un emparrado pararefrescar y escuch con curiosidad lo que se deca a su alre-dedor. No se hablaba palabra de la guerra y s mucho, encambio, de todas las diversiones de moda. Era aquello comouna fiebre en todo el mundo. Cuando sali de all para bus-car un hotel, sigui zumbndole todava mucho tiempo unacharla inspida en los odos. He aqu en lo que pensaba laFrancia despus de haber sacudido sus cadenas... He aqu lasflores perversas que brotaban de toda la sangre vertida... Ycuando el joven bajaba hacia Pars y no era el sol ms que

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    una sbana de oro plido cortada por la sombra negra de lascasas, oy preludiar por todos lados los violines de las taber-nas, en las que los faroles, en la indecisa claridad del da, po-nan puntos rojos y temblorosos en una especie de niebla.

    Creyse entonces verdaderamente juguete de un malsueo y se pregunt si el vino adulterado que haba bebidose le habra subido a la cabeza. Las sombras descendan len-tamente, y le pareci que un rebao de fantasmas se agitabaalrededor de l en una insoportable carcajada. Los inconve-nientes estribillos de los cantadores estaban en todos los la-bios y las mujeres le miraban como para arrastrarlo a aquellaronda irnicamente alegre en torno de su doloroso asombro.

    Y aquel fue el primer desencanto de su sueo y la prime-ra amargura de su regreso. Pero le consolaba el pensamientode Laura, de Laura a la que vera sin duda al da siguiente. Elseor de Freneuse viva en la calle de la Universidad. Al dasiguiente, muy temprano, despus de poner en orden lo me-jor que pudo su sumario atavo de viajero, Roberto se pusoen marcha, latindole el corazn ms que la vspera. Al atra-vesar el Sena, ech a pesar suyo una mirada hacia la isla deSan Luis y sinti que las lgrimas suban a sus ojos. Pero sehaba jurado no enternecerse delante de aquellas ruinas. Yoestaba all, por otra parte, lo mejor de lo que haba perdido.Entre una ligera niebla, entre los dos puentes, se levantaba elpequeo promontorio ; pero arrancndose a s mismo, el jo-ven mir a otro lado.

    Haba llegado a la otra orilla y estaba en la calle de laUniversidad. Delante de la casa del seor de Freneuse, haba

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    un centinela, hablando alegremente con una muchacha quese haba detenido; un soldado joven que haca gozosamentesu deber.

    -Dnde va usted, ciudadano ?- Le pregunt otro sol-dado a caballo en una silla delante de la puerta, cuando Ro-berto quiso entrar por ella.

    El joven nombr al seor de Freneuse.-No le conocemos -le respondieron; -este es el aloja-

    miento del general Harcoeur.Pregunt si se poda hacer salir alguien de la casa, para

    preguntarle, pero no haba all ms que militares. Entonces,con el pecho oprimido de angustia, mir a las casas prxi-mas. Todas tenan el mismo aspecto que en otro tiempo, pe-ro ostentaban todas insignias patriticas que indicaban quehaban cambiado de dueo.

    Un poco ms all, en la esquina de la calle del Bac, haba,sin embargo, una tiendecilla que le pareci la misma que enotro tiempo, y detrs de los vidrios crey conocer una caravieja, pues ya lo era cuando l se march, y Laura y l lecompraban algunas cosillas porque era pobre y queran ha-cerle bien. Sinti un escalofro y entr. S, era aquella vieja,ms blanca solamente y ms arrugada. La mujer le mir alar-mada, y con ojos inciertos, que no parecan ya ver mucho atravs de las pestaas largas y grises.

    -Ha conocido usted a la familia de Freneuse? -le pre-gunt Roberto con voz temblorosa.

    Pero la vieja le hizo sea de que se callara y se pint ensu cara un gran terror.

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    -Hable usted, seora, se lo suplico...Entonces, aproximndose para hablar ms bajo, la mujer

    le dijo :- No sabe usted, entonces?El joven no se atreva a preguntar ms, y la vieja murmu-

    r ms que dijo:-Guillotinado uno de los ltimos.Roberto se sinti invadido por un sudor fro y repiti

    maquinalmente:-Guillotinado!La vieja movi la cabeza para decirle que haba com-

    prendido bien.Su mujer... su hija?- sigui diciendo falto de aliento.-Desaparecidas -respondi la vieja.-Y no sabe usted?...- Nada, nada! Y, adems, nadie se todava a decir...Saba algo y estaba an bajo el imperio de un terror

    profundo por los acontecimientos que haba visto y por lasdelaciones a que haba asistido? O no saba nada verdade-ramente? Roberto no pudo sacar nada en limpio. La mujer ledijo que se informase en la Municipalidad, y l ech a correrimpaciente por andar; pero tropezando a cada paso. All leconfirmaron la ejecucin de Freneuse dos das antes de lacada de Robespierre. En cuanto a lo que haba sido de lamujer y la hija del exnoble, se le hizo comprender que esecuidado era indigno de los buenos patriotas. Todo lo que,pudo saber fue que los bienes de Freneuse haban sido reli-giosamente confiscados.

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    Dnde podan estar? Busc en la memoria las seas detodas las personas con quienes los Freneuse estaban en rela-ciones de amistad o de negocios, y en todas partes encontrotras que no conoca. Si aquellas seoras hubieran podidosalir de Pars, hubieran ido, ciertamente, a buscar a los amigosque tenan en la emigracin y hubiera l odo hablar de ellas.Pero en Pars, qu poda haberles sucedido ms que morirde hambre? Tan gran desesperacin se apoder de Roberto,que el joven sinti desfallecer todo su valor.

    Al da siguiente, sin embargo, empez a buscar al azar,rogando a Dios que lo condujese y confiando en que le guia-ra no se qu piedad del Cielo. Por todo Pars, siempre perse-guido por la ruidosa, alegra de los transentes, solo enmedio de todas aquellas risas y de aquellas canciones, sin quela tristeza fraternal de algn amigo se inclinase hacia la suya,anduvo errante, engaado por ilusiones siempre crueles, cre-yendo reconocer a cada paso a las que buscaba y alejndoseen seguida ms desesperado. Ah! jams Cristo subi un cal-vario ms doloroso. Y en aquel camino del Glgota iba sem-brando sus ltimos recursos con toda la sangre de su cora-zn. Pronto no le quedara con qu comprar pan.

    Llevaba ocho das sufriendo sin agotarla aquella angus-tia, cuando le pareci que estaba perdida toda esperanza. Porla tarde del ltimo, pens resueltamente que era intil buscarms y que no le quedaba ms que morir. Y pidiendo perdna Dios en su alma de cristiano por el crimen que iba a come-ter, se ocup en buscar los medios de poner en ejecucin sufunesto designio.

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    En la firmeza de su resolucin hubo una especie de en-ternecimiento, un ensueo que le hizo pensar un momentoen la casa paterna, en el dulce nido de su juventud, donde sucorazn haba latido por primera vez. El joven pens que lamuerte. sera menos cruel en aquel lugar donde haba empe-zado a vivir y entre los recuerdos que veran sus ojos antes decerrarse para siempre.

    Quin sabe! las rosas de aquel jardn en que haba juga-do siendo nio tendran, acaso, lgrimas para l, y los pjarosle cantaran muy bajito un supremo De profundis. El que esta-ba all entonces sera, acaso, una buena persona que le haraenterrar en el panten de los Aubiers, donde le esperaba sumadre. Expresara ese deseo en una esquela que se encontra-ra sobre l cuando se hubiera atravesado el pecho con unaespada, porque quera morir como los soldados, de un aguje-ro en el corazn y recibido por delante. Durante toda la no-che se confirm en ese doloroso pensamiento y en el deseode procurarse ese supremo consuelo. En cuanto el alba pusoun vapor blanco en el horizonte, Roberto pag su habitacincon el ltimo peso, que dej sobre la mesa, y sali.

    He aqu por qu le hemos encontrado al comienzo deeste relato en el jardn del hotel de los Aubieres, y le hemosdejado en un banco llorando sus ltimas lgrimas.

    Pasado aquel momento de debilidad, se levant resuel-tamente, salud con una suprema mirada a la antigua casa,que segua con sus pupilas de madera cerradas, se despidide los frondosos rboles cuyas profundidades se llenaban desol, sac la espada, se encomend a la misericordia divina, y

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    ya apoyaba el puo en el suelo para precipitarse sobre lapunta, cuando son un ruido muy cerca, entre las ramas.Instintivamente el joven recogi la espada y se escondi.

    Por el lado opuesto a aquel por donde l haba entrado,dominando al principio con la cabeza el caballete de la tapiay apoyando en l las manos, un hombre se empin vigoro-samente sobre los codos, se inclin hacia adelante, montuna pierna y salt con ligereza al suelo, repitiendo la propiapantomima de Roberto y precedido de una espada que reco-gi al llegar a tierra.

    Despus de lo cual el desconocido se puso mirar dolo-rosamente la casa y los rboles, lo mismo que el otro, a lanzarenormes suspiros, a sonarse melanclicamente, como lo ha-cen los que lloran, y a hablarse a s mismo en voz baja comopara animarse a alguna accin viril.

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    III

    Era un muchachn de cabellera de un rubio paliducho yfisonoma extraa al principio pero simptica en ltimo re-sultado. Su nariz, gruesa y larga, se remangaba con bastantegracia en el extremo. Sus ojos, muy vivos, chispeaban bajounas cejas violentamente circunflejas, y el arco de sus labiosera paralelo al de su barbilla, ligeramente puntiaguda. Era suaspecto un tanto desmadejado, y su cuerpo, anudado de unmodo rudo en las articulaciones, respiraba un vigor smico.Iba vestido con una casaca roja y llevaba medias de colorchilln, aunque todo l iba a la moda, la cual no era precisa-mente para los hombres de un gusto severo y exquisito.

    Con estas trazas y mientras segua hablando solo en vozbaja y con grandes gestos, mirando de vez en cuando la es-pada que conservaba en la mano, trazaba cada vez ms deprisa zancadas ms y ms largas en la arena de los paseos.

    Roberto, que crey al principio que se trataba del noviode alguna criada, experiment un mal humor excesivo contraaquel intruso que iba a turbar su meditacin dolorosa y a re-tardar la ejecucin de su firme designio. El recin llegado pa-

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    seante segua en su pantomima, cuando a Roberto se le ocu-rri pensar que sera perfectamente ridculo que se le sor-prendiese escondido, y sali resueltamente de la mata en queestaba oculto y empez l tambin a pasearse de un lado aotro, aunque evitando al principio encontrar en sus crculosal desconocido.

    Este, que no pareca asombrarse fcilmente, no se altery pareci que deca para su capote : En el punto en que es-toy, me es enteramente igual. Hasta subray con una sonrisael pensamiento, que hubiera podido ser ste : Mejor!Cuantos ms locos seamos, ms nos reiremos. Aquel doblepaseo continu unos instantes, durante los cuales cada unode ellos demostr con sus gestos de impaciencia que espera-ba que el otro se cansara antes que l. Roberto, que vea co-rrer el tiempo, resolvi apresurar el desenlace de unasituacin que empezaba a encontrar desagradable. Se ade-lant hacia el intruso y le pregunt en tono poco amable :

    -Dispense usted, caballero; tiene usted la intencin depermanecer aqu mucho tiempo?

    -Mucho, ciudadano -respondi el otro. -Y usted ?-Yo, siempre !-dijo Aubieres volviendo a su melancola.-Eso era lo que quera decir yo tambin, y tendrn que

    llevarme para arrancarme de estos lugares.Roberto cerr los puos y dio unos pasos pero volvien-

    do hacia el desconocido, que se pona tambin tranquila-mente en camino, le dijo con acento ms irritado :

    - Sabe usted, caballero, que me est estorbando infini-tamente?

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    -Con gran sentimiento mo iba a hacerle a usted el mis-mo cumplimiento, ciudadano -replic imperturbablemente elintruso.

    Roberto sinti que su clera creca.- Me tiene sin cuidado, caballero.-Pues a m me importa tres pitos, ciudadano.Roberto se dio un golpe en la frente. Le ocurra una

    idea, una idea de genio en el apuro en que se agitaba su con-ciencia. Sabido es que aquel buen catlico tena horror al sui-cidio y tema por la salvacin de su alma inmortal. Pero morira manos de otro y en un combate en el que l no arriesgara elmatar a su adversario, era un recurso admirable que le ofreca,inopinadamente la piedad del destino. Un duelo con aqueldesconocido! El joven sinti un alivio enorme por haberconcebido ese plan. La ofensa no se retard en sus labios, y,plantndose bien enfrente del inoportuno visitante, le dijo :

    -Sabe usted, caballero, que es usted un necio y un im-pertinente?

    El hombre de la casaca roja dio un salto. Tambin l pa-reci que reflexionaba un instante y quedaba muy satisfechodel resultado de su meditacin.

    - Vamos! -exclam, -es un lance lo que usted quiere,ciudadano. Haberlo dicho antes ; estoy a su servicio. Enguardia! En guardia!

    Y con un ademn trgico, el desconocido hizo describira su espada un semicrculo por encima de su cabeza y se apo-y slidamente en las piernas ligeramente arqueadas.

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    Aubieres, bien enfrente de l, hizo otro tanto, despusde haberse trazado en el pecho la seal de la cruz.

    Entonces empez el combate ms extraordinario delmundo y como no creo que se hayan visto muchos pareci-dos. A cada movimiento de su adversario, el caballero pre-sentaba el pecho apartando el arma, y cuando para excitar aste, simulaba l un ataque, el desconocido se guardaba biende parar y se descubra tambin lo mejor que poda. Robertocrey al principio en una emocin que le quitaba hasta elinstinto de la conservacin y le haca perder el juicio. Multi-plic sus falsos ataques, pero aquel tirador extraordinariopareca esforzarse por hacer que tuvieran xito. Aubieres separ en seco y le dijo :

    -Pero, caballero, quiere usted hacerme el honor de de-fenderse de mis estocadas? Van diez veces que abre ustedmismo el camino a mi espada. Es la primera vez que, cogeusted una en la mano?

    -Dispnseme usted, ciudadano, pero soy de primerafuerza. Usted s que se defiende mal o nada. Es este, pues,su primer asalto?

    -Llevo veinte aos de sala de armas. Pero eso no le im-porta a usted. Hago lo que me acomoda.

    -Y yo tambin. Volvamos, pues, a empezar; se lo ruego.Y la pantomima continu sin modificarse lo ms mni-

    mo. Por fin Roberto exclam :-Pero seor mo, quiere usted hacerse matar ?S, ciudadano -respondi imperturbablemente el obsti-

    nado.

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    -Desesperado est usted -murmur melanclicamenteRoberto ;-pero me niego en redondo a asesinarle.

    Y yo le declaro a usted que no tiene que contar conmigopara desembarazarse de la vida.

    El sol haba subido mucho mientras ellos conversabande ese modo y, rebosando por el caballete de la tapia entre lamaraa de hiedra y enredaderas en que se encarnizaba elvuelo de oro de las avispas, la luz dibujaba en la arena gran-des manchas en las que temblaban sombras flotantes y en lasque el ala furtiva de los pjaros pona extraas puntuacionescopio en una escritura misteriosa. Una persiana se abri en lacasa, con un doble chasquido muy seco contra el muro: al-gn criado que se levantaba para comenzar su trabajo. Losdos combatientes comprendieron al mismo tiempo lo rid-culo de aquella situacin y el mal efecto que producira supresencia en el jardn. Roberto, que conoca maravillosa-mente el sitio, se fue derecho y sin ruido hacia una poternaque se abra hacia dentro, y el desconocido le sigui maqui-nalmente. La puerta se abri rechinando sus goznes y desga-rrando algunas ramas, pues estaba condenada haca muchotiempo, y ambos se encontraron juntos en el umbral.

    -Pase usted, caballero.-Despus de usted, ciudadano.Cuando estuvieron fuera, en el muelle, los dos se mira-

    ron con curiosidad. No es un cobarde el que intenta morir deesa manera -pensaba Aubieres.- Un cualquiera no renunciatan caballerescamente a la vida -pensaba su adversario de ha-ca un momento.

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    Aquel noble examen trajo a sus ojos una expresin debenevolencia recproca. El desconocido admiraba sensible-mente la noble apostura y los bellos signos de raza que mar-caban la cara y los menores movimientos de Aubieres.Roberto senta disiparse, un poco su melancola ante la fiso-noma irremediablemente cmica del que haba intentado elmismo fin heroico que l. Poda alojarse tan trgica concep-cin en aquella frente un poco estrecha y tan graciosamenteadornada de oro amarillo? El joven no poda imaginar aaquel divertido personaje cado con la dignidad de la muerteen la arena ensangrentada. Fue tambin la radiante alegradel paisaje urbano e inundado de luz en que estaban envuel-tos lo que arroj de su mente aquel mal sueo? Ello fue queste pareci desvanecerse. En sus labios apareci al mismotiempo una sonrisa. El desconocido, que era el ms habladory el ms comunicativo por Naturaleza, dijo :

    -Ciudadano, me parece usted un valiente caballero.Aubieres respondi con la misma cordialidad en el

    acento :-Y usted, caballero, me parece un buen muchacho.Estaban muy cerca el uno del otro, con una urbanidad

    ya casi afectuosa en su actitud. Un buen sol les baaba la es-palda, y una brisa, fresca todava, les acariciaba la cara. El es-tremecimiento de la vida radiante estaba en todas partes : enel agua del ro que chispeaba lentejuelas de plata en los rbo-les del parque que rebosaban por la tapia de piedra y en losque los pjaros haban recomenzado su concierto ; en la fugaligera de las primeras barcas, dejando detrs de ellas una es-

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    tela azulada ; en el aliento de las rosas que las vendedorasambulantes paseaban ya por fragantes carretadas; en las ven-tanas que se abran por todas partes para beber un poco deaquel calor y de aquella claridad.

    -Decididamente, est el tiempo demasiado hermoso paramatarse -dijo el desconocido.

    -Y sobre todo para matar a alguien a quien no se deseams que bien -respondi Roberto.

    Una, tierna mirada del desconocido le dio las gracias poraquella amable frase. Los dos dieron unos pasos por el barriohasta la esquina del puente.

    -Si evitsemos ahora el morir de hambre... -dijo el nuevoamigo de Roberto. Conozco por aqu un delicioso meren-dero donde fren a todas horas.

    En otra ocasin cualquiera aquella proposicin de undesconocido hubiera sublevado el orgullo original de Aubie-res. Cmo fue que, en lugar de mostrarse ofendido, hizo ungesto que ms indicaba asentimiento que sorpresa? Sen-cillamente, porque Roberto acababa de pasar por una emo-cin terrible y estaba todava en ese hermoso tiempo de laedad viril en que nuestros ms grandes dolores estn atrave-sados por aspiraciones triunfantes a la vida y a la esperanza.La bestia que hay en nosotros tiene a la nada un horror ins-tintivo. Bajo aquel sol y en aquel encanto de la Naturaleza,Roberto se senta dichoso de vivir, despus de haber estadotan cerca de la muerte.

    En nada haban cambiado sus ternuras y sus resolucio-nes amorosas. Pero se ofreca un respiro a la angustia que

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    tanto le haba oprimido, un respiro del que no tena la ver-genza de sentirse cmplice. Le pareca que el Cielo haba te-nido piedad de el y no le hubiera apartado de la tumba si nodebiera devolverle a aquella a quien quera ms que a la vida.

    -Por qu no? -respondi.Y aadi con una melancola atravesada por una sonrisa

    :-Sepa usted que no tengo dinero.-Ciudadano, soy yo quien le invito -dijo el otro con la

    dignidad de un parisiense ofendido y que conoce los usos.Echaron de nuevo a andar, siguiendo Roberto al desco-

    nocido y respirando a plenos pulmones el buen aire, prima-veral lleno de fortificantes efluvios. En los parapetos depiedra del muelle los comerciantes nmadas empezaban ainstalar sus tiendas al aire libre: pajareros, cuyos cautivos agi-taban ms dolorosamente las alas en aquella atmsfera delibertad; floristas colocando altos y verdes tallos en aquellapacfica muralla; libreros de viejo golpeando sus librotes an-tes de colocarlos en sus bibliotecas porttiles; numismticosque haban pasado la noche fabricando monedas falsas conla efigie de los Reyes antiguos. El merendero estaba en el ex-tremo de la isla formando promontorio con sus verdes pa-rras, y los mozos, con chaquetas multicolores, estaban ha-ciendo la limpieza a grandes golpes de rodilla, mientras queen la cocina, misteriosa como el antro de las sibilas antiguas,estaba el dueo contando la provisin de gatos estranguladosen los tejados prximos por ingeniosos cazadores y que seiban a convertir en excelentes guisados de conejo. Al mismo

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    tiempo se exhiban ruidosamente en el mostrador los jarrosde estao, y una ciudadana se instalaba con majestad en unsilln que gema horriblemente.

    Aquel brusco cambio de decoracin haba acabado deahuyentar las tinieblas en que se haba agitado por un ins-tante el alma de los dos combatientes reconciliados. Con mu-cho apetito, se instalaron bajo el ms fresco emparrado, eltino enfrente del otro, y el traidor olorcillo que corri de re-pente, entre las brisas de aquel jardn lleno de bosquecillos,atestigu que no tenan que tardar en hacer su pedido. Unosentremeses alegremente devorados mientras llegaba el frito deolores indiscretos, fueron acompaados de un vinillo blancoque hubiera dado odos y lengua a un sordomudo. Cerezas yfresas sirvieron de postre a aquel frugal refrigerio, comidocon visible placer.

    Los humillos del caf hicironles sumirse en nuevos ydolorosos ensueos. Pero eran stos ms bien de bienestarque del recuerdo de su doble miseria. Ambos miraban al es-pacio sin formular claramente ningn pensamiento, des-cansando de las impresiones trgicas que haban dominado aluno y al otro. El hermoso espectculo que vean sus ojos noera indiferente a aquella bruma de bienaventuranza que respi-raban en el aire y que verta sobre, ellos el ligero estremeci-miento de la enramada por encima de sus cabezas.

    Pars estaba admirable, en efecto, desde aquel punto quele domina, no por su altura, sino en una longitud considera-ble, con sus monumentos, que parecan salir uno a uno deuna niebla de oro como en una ciudad resucitada por un ma-

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    go, tal como una evocacin de la lejana Nnive o de cualquierotro pueblo desaparecido. Y aunque era aqulla una poca enque el espritu se arrastraba en vanas frivolidades, todo lo quehaba habido grande en la poblacin heroica y santa, formadade recuerdos de valenta y de libertad, pareca despertarse alsonido de la diana que tocaban al unsono las bandas comouna llamada a las sombras de otro tiempo.

    Pars, en el que tanta sangre haba mezclado sus vaporesa la brisa del ro y al aliento de los rboles de sus jardines,pareca desprenderse de esa funesta bruma y baar sus fangosen las anchas ondas del sol. Una especie de rejuvenecimientovena a sus verdores y hasta a sus piedras en aquella radiantemaana, en la que ya pasaba el rumor de las victorias prxi-mas.

    El gran alivio de las conciencias que haba sido thermi-dor se desarrollaba al fin en la alegra, universal. Las cornetassonaban alegremente en el relevo de los centinelas. Un ruidosordo de coches en el lejano empedrado deca que la, granactividad y el movimiento vital haban recobrado en las callesel ritmo diario. Los corazones estaban llenos de grandes im-genes y de amplias esperanzas, y pasaba la visin de todo loque hace de Pars el corazn y la cabeza del mundo.

    A los pies de los paseantes y alrededor de ellos el en-canto era ms sutil y, por decirlo as, ms familiar. Con unruido muy dulce, iba a quebrarse el agua en las anchas pie-dras que dejan a su espuma una furtiva franja de plata. Losmarineros se saludaban de unos barcos a otros y las pesadasbarcazas parecan deslizarse por el Sena doblando su imagen,

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    con un pequeo temblor en las bordas, en el espejo de platade las tranquilas aguas. Los pescadores, con las piernas des-nudas, bajaban tropezando por las escurridizas piedras, consus anchos sombreros y unas caas lentamente cebadas porellos con aspecto de terribles justicieros del ro. En los empa-rrados prximos se haban instalado otros consumidores quebeban, haciendo castaetear la lengua, autntico vino de Ar-genteuil, mientras que unas lindas muchachas, sin sombrero ycon ligeros trajes, rean con sus galanes.

    Un joven regordete, muy risueo y de cara encarnada,entr acompaando a varias seoritas que se rean como lo-cas. Vio al compaero de Roberto y se fue derecho a l conuna franca sonrisa en los labios.

    -Buenos da, Papilln -le dijo.-Muy buenos, Eurotas -respondi Papilln, cuyo apelli-

    do sabemos ya.-Has de saber que mi comedia se va a hacer dentro de

    dos meses y he hablado de ti a Segeret para el papel.-Gracias -dijo bajito Papilln.Y el guapo Eurotas gir sobre sus, talones y desapareci

    cogiendo por el talle a sus compaeras, que hacan exclama-ciones cmicas y rean como locas con una risa clara como elruido de alegres cristales.

    Hubo un instante de silencio, y despus, todos aquelloslechuguinos se alejaron con sus bellas. Papilln, a quien elvino haca expansivo, se inclin afectuosamente hacia Ro-berto y le dijo con respetuosa poltica :

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    -Ciudadano, ya sabe usted como me llamo; no podrausted hacerme el favor de decirme su nombre?

    -Soy proscripto -respondi sencillamente Roberto, -y mellamo el caballero Roberto de las Aubieres.

    -Gracias por no haber dudado de m -dijo vivamentePapilln estrechndole las manos. Pero est usted, al menos,en seguridad en Pars ?

    -Qu me importa!-Es verdad, puesto que vena usted para matarse. Pero si

    ha renunciado usted ya a ese proyecto, como espero, puedecontar conmigo en vida y en muerte.

    Papilln extendi los brazos como un Horacio y conuna solemnidad involuntariamente graciosa en la voz. El ca-ballero le miraba con creciente benevolencia y con una sim-pata en la que irradiaba verdaderamente un comienzo deamistad. Con una ingenuidad perfecta en el acento le pre-gunt :

    -Seor Papilln, usted dispensar mi curiosidad ; peropor qu diablo un joven que me parece, como usted, tenertodo lo necesario para ser feliz, concibi la fantasa de renun-ciar a la vida ?

    Papilln se puso muy grave.-Un asunto de amor, ciudadano!... quiero decir, seor

    caballero; y no tengo inconveniente en confiarle mi secreto,porque le quiero ya como a un hermano. Pero me dir usteden seguida el suyo?

    -Segn -respondi el caballero sonriendo - lo que ustedme cuente de s mismo. Pero si, como creo, todo es honroso

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    en la historia de su ternura, le doy mi palabra de que me con-fesar tambin a usted con entera confianza.

    Y tendr usted razn, seor ciudadano, digo, seor ca-ballero, pues segn el viejo refrn, se necesita a veces a losms pequeos. Y pudiera ser que, ahora el pequeo fuese yopara usted. Por lo menos lo deseo con toda mi alma.

    Y el alma del buen Papilln se sala por los ojos mientrasl tena ese cordial lenguaje, un alma transparente como elagua de un lago en la cima de una montaa, un alma a cuyasprofundidades descenda, la imagen de un cielo puro y sinnubes.

    El bullicioso Eurotas haba propuesto una expedicinen barco y llevdose a todos los parroquianos del merendero,con sus compaeras y en medio de un clamor de gritos, apa-gado luego con el ruido, pronto lejano, de los remos en elagua. Los dos amigos se quedaron solos en su emparrado,rodeados de un buen perfume de madreselvas y de guisantesde olor, en un silencio muy propicio a las confidencias y quepareca caer sobre ellos con las pesadas alas de las doce delda que daban en el reloj del Palacio de Justicia, all, lejos,bajo la clida luz. El narrador habl as :

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    IV

    -Mi apellido es Papilln, como usted sabe, y mi nombreRemigio. A pesar de que el estudio que he realizado del tea-tro me ha hecho adquirir grandes maneras que han podidoengaar a usted, no soy noble, sino de una antigua familiaartesana, pues los Papilln han sido siempre conocidos co-mo excelentes pticos. Mi padre tiene an su tienda en laCit. Es un excelente hombre, pero que no puede perdonar-me el tener una vocacin y quera absolutamente que hicieraanteojos como l. Un trabajo de precisin, yo, que tengocalambres en las pantorrillas en cuanto me estoy un mo-mento quieto! La suerte, por otra parte, est jugada ; ser co-mediante o no ser nada.

    -Cmo! es porque no ha podido vencer la voluntad desu seor padre en ese punto por lo que quera usted esta ma-ana...

    -He hablado a usted de un amor contrariado, caballero, yno de un disentimiento de familia. Si no hubiera sido come-diante por gusto, lo hubiera sido por amor, a fin de hacermerpidamente clebre y obtener a fuerza de gloria un favor del

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    que reconozco que un simple fabricante de gafas hubiera si-do eternamente indigno. Pero voy a decir a usted en seguidacmo han pasado las cosas. En el departamento de encimade la tienda de mi padre, que me ha dado ya tres veces sumaldicin, lo que prueba que l mismo no tomaba muy enserio las dos primeras y me autoriza a no hacer gran caso dela ltima, viva, hace unos diez aos un abogado de provin-cia que vino a buscar fortuna a Pars. Buen patriota y ruido-samente republicano, obtuvo pronto la confianza de mipadre, que es un perfecto papamoscas a pesar de ser tan ver-sado en ptica, lo que prueba que esta profesin no desarro-lla gran cosa el juicio. El seor Barigoule...

    -Barigoule! -exclam vivamente el caballero en voz casiimperceptible. Pero Papilln le oy y vio sobre todo el gestoque hizo de sorpresa.

    -Pero ahora caigo; usted le conoce, puesto que es en sucasa donde he tenido el honor de encontrarle. Sabe ustedentonces probablemente qu hombre es. No es malo; aunqueno habla ms que de ahogar la reaccin en sangre, es incapazde matar un saltamontes, aunque es el saltamontes un anima-lito enteramente reaccionario. Pero es mi hombre ambicio-so... Y vanidoso... Y posedo de s mismo... Se cree un genioporque un montn de imbciles le han hecho lograr cuantoquera. Salvo el respeto que le debo, mi dulce padre ha con-tribuido ms que nadie a su xito. Comerciante, respetado enel barrio, de una fidelidad a toda prueba, a las nuevas ideas yteniendo en las juntas una voz siempre escuchada y una realinfluencia, Papilln padre era el hombre que haca falta para

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    entonar la trompeta delante de ese futuro triunfador. Bari-goule le embriagaba literalmente con su charla meridional, leensordeca y le aturda con la nada sonora de sus utopas y lecrea, en una palabra, el ms grande hombre del mundo. Pa-pilln padre, el honor comercial mismo y un ptico que novendera por una fortuna, y a un presidiario, un cristal lige-ramente rajado, ayud cndidamente a ese embrolln en susms quimricas empresas y a engaar a una porcin de gentehonrada con promesas fantsticas. Y el azar, tan culpablecomo mi padre, aunque no hace anteojos, se hizo igualmentecmplice de la fortuna impertinente de ese pordiosero. Todole sala bien al tal Barigoule. Su buen genio le preservaba detodos los peligros, hasta del de ser un canalla, a pesar de losnobles esfuerzos que l haca para ello. Venale el dinero detodos lados, el dinero sagrado del pequeo ahorro, un dineroformado de centavos, y l le arrojaba al azar, a lo alto, paraque volviese a caer una lluvia del oro, de la que slo el polvodejaba entrar en las bolsas abiertas delante de l. Pero en quangustia viva yo, pensando que, instintivamente, pap, quees duro conmigo, pero a quien quiero a pesar de todo, estabaexpuesto a que le confundieran en el mismo desprecio y en elmismo anatema que, a aquel aventurero...

    -Puesto que usted vea tan claro -observ tmidamente elcaballero,- cmo no trataba de enterar a su seor padre?

    -Es la sola falta de que tengo que acusarme -respondiPapilln con dolor repentino.- Y es que, desgraciadamente,yo tambin encontraba ventaja en ello.

    -Diablo! -no pudo menos de exclamar Aubieres.

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    Papilln se puso como una amapola y dijo con una vozen la que haba algo de suplicante :

    -Le juro a usted, caballero, que me ha comprendido mal,Tener parte en aquel dinero mal ganado... Qu horror! Perotena yo un inters poderoso en que mi padre conquistase laamistad de ese abominable Barigoule, le hiciese todos losservicios posibles y nos le uniese, en una palabra, por el agra-decimiento. Barigoule tiene una hija.

    -Ah! vamos... Perdneme usted, mi querido Papilln.Y el caballero dio la mano al joven, que prosigui de

    este modo :-S, una hija adorable, Angela, a la que l quera llamar

    Veturia, sin que ella lo haya jams permitido; una criaturadeliciosa y dulce que se le parece tan poco, que si aquel teso-ro de pureza no hubiera tenido por madre una santa, querrayo creer que semejante hombre no ha tenido nada que vercon el desarrollo de tantas gracias. Tiene un cabello rubioque es como un polvo de oro, tinos ojos que no son ni azu-les ni negros, si no de color de ensueo, y una boca floridade la que, no salen ms que palabras dulces y consoladoras.No parece de la tierra, sino del Cielo, tan serfico es su modode andar y tan armoniosa su voz ; cuando ella pasa, pareceque todas las cosas se arrodillan a su alrededor. Al verla sedeslumbran mis miradas...

    -Apuesto a que est usted enamorado de ella.-Trataba de ocultarlo por no comprometerla. Pero en

    qu puede perjudicarla una ternura como la ma? Haba mo-mentos en que no me atreva siquiera a concebir el pensa-

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    miento de que se convirtiese un da en mi mujer, y en que laidea de vivir solamente, en su sombra, como una planta, co-mo un perro, me pareca la mayor felicidad que pudiera so-arse. Desde el da en que la vi, debiera o no ser ma algunavez, lleg a ser toda mi vida. La hija de Barigoule no era to-dava rica como ahora, pues no puede usted figurarse lohermoso y esplndido que es el hotel en que vive.

    -S, me lo figuro -respondi melanclicamente el caballe-ro.

    -Y que es suyo...-Oh! eso...-no pudo menos de murmurar Aubieres.-Barigoule estaba todava humano, y mi padre, que no

    desaprobaba mi deseo, deseaba ardientemente tener por nue-ra a la hija de tan grande hombre y se lo haba dicho a lfrancamente.

    -Antes de que consultase usted los sentimientos de laseorita Angela?

    -Era tan amable conmigo que poda yo creer que no ledisgustaba, y me impona de tal modo, que nunca me hubieraatrevido a declararle mi amor. Su propio padre fue, quien,despus de haber hablado con el mo, se encarg de esaconmovedora comunicacin, y tuve la dicha de observar queAngela pareca alegrarse. Barigoule tena todava muchos ser-vicios que pedir al inocente Papilln padre, el cual continua-ba pulimentando sus lentes mientras su protegido adquira elderecho de despreciarle un da. Fingi aceptar absolutamentenuestros proyectos, pero, ramos tan jvenes uno y otro... Setom tiempo para hacerse dar todava unos cuantos empujo-

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    nes en el camino de la popularidad. Pero yo no poda creeren tanta perfidia y estaba verdaderamente encantado.

    Ah! aquel tiempo fue el ms delicioso de mi vida. Nosdejaban vernos cuanto queramos. No haba yo sentido to-dava el atrevimiento de decir a Angela palabras de amor, pe-ro saboreaba la dicha de vivir a su lado las mejores horas delda y de llevarme por la noche, al dejarla, los ms halageosrecuerdos. Gozaba de todas las alegras inconscientes e ins-tintivas de una intimidad que era por mi parte respetuosa einocente por la suya. Bastbame respirar el mismo aire queella, leer sus menores caprichos, obedecer al menor de sus-pensamientos y soar por lo bajo mientras hablaba de lascosas ms indiferentes. Barigotile estaba tan ocupado por susnegocios y sus ambiciones que no se ocupaba de su hija.Eranos, pues, permitido, sin que se murmurase en el barrio,donde Angela era adorada, dar cortos paseos juntos en pri-maveras como sta por las calles llenas de flores. En aqueltiempo, que era para tantos desgraciados el de la gran tor-menta y el de las angustias supremas, vivamos nosotros co-mo envueltos en un encanto; estaban nuestros ojos tanlevantados hasta el cielo y las estrellas, que no llegaba hastanosotros el rumor siniestro de los cadalsos. Quin se pre-gunta cuando ama de dnde viene la prpura de las rosasque ofrece a su amada?

    La fiebre del terror que inspiraban a todo el mundo lostriunviros, apag la de las especulaciones, y, a pesar del con-curso tan eficaz como cndido que segua prestndole mipadre, Barigoule no haba llegado todava ms que a una me-

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    diana fortuna. Pero thermidor, al hacer callar el miedo y des-pertar todos los apetitos de goce y de placeres, devolvi a loschanchulleros toda su accin sobre un pblico a quien im-portaba poco perder su dinero despus de haber salvado sucabeza: Barigoule se aprovech ms que nadie de aquel ardorde todos por el lujo y los favores de la casualidad. En dosaos realiz bastantes beneficios para cambiar de modo devivir. Sus maneras conmigo y con mi padre se fueron modifi-cando al mismo comps. Sin alejarnos precisamente, mani-fest un deseo mucho menos vivo de vernos a menudo. Mipadre, que tiene su vanidad, fue el primero en echarlo de very en ofenderse. Yo tena mil razones para mostrarme menossusceptible, y la mejor de todas era que todo lo vea con indi-ferencia con tal de que me dejasen la dicha de ver a Angela.En aquel tiempo fue cuando el financiero enriquecido com-pr casi por nada ese hotel de los Aubieres que haba sido deun emigrado,. cuyos bienes fueron vendidos. Barigoule lellen de un hijo en el que su hija, de gustos sencillos en sudistincin natural, no pareca menos fuera de su centro queyo. Se acab desde entonces para nosotros, durante mis visi-tas, la buena soledad de otro tiempo y fue reemplazado porun continuo vaivn de criados insoportables, un ruido ince-sante de carrozas en el patio y mil deberes de sociedad im-puestos a la seorita Barigoule y cuyos preparativos turbabanhasta el recogimiento de las horas que se nos dejaban.

    No poda yo creer, sin embargo, que hubiese cambiadonada de nuestros proyectos para el porvenir. Angela estabacada vez ms compasiva por mi ternura y ms afectuosa

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    conmigo. Su padre le haba dado un aya, que ella, muy h-bilmente, pidi elegir por s misma. La seora Pitonnet, viudade un excelente patriota, mujer tan buena como poco mo-lesta, con el odo tan detestable como la vista y sin otro cui-dado en el fondo que sus comodidades de vieja que ha sufri-do mucho, pues parece ser que el excelente patriota no erasiempre cmodo en su trato, fue la quo tom posesin deeste puesto. Era una infeliz por otra parte, romntica comoun diablo y se saba de memoria La Nueva Elosa, por lo queAngela, con la habilidad natural de las muchachas ms puras,supo, sin la menor confidencia, interesarla en nuestros amo-res y se convirti para nosotros en una protectora ms que enuna carcelera. Yo gozaba de aquella tranquila felicidad sintemer nada del porvenir ni pedir nada ms al. presente.

    Mi padre fue quien me abri los ojos. Con intencinms burlona que afectuosa, me previno que Angela no seraprobablemente para m y que su padre deba de haber cam-biado de idea sobre el marido que le convena. Sent una an-gustia terrible, que Angela tranquiliz jurndome que jamssera mujer de otro. Y aquel fue mi ltimo momento de feli-cidad. La duda haba entrado en m, terrible, desptica, enve-nenando todas mis alegras. Barigoule, a quien vea muypoco, me trataba con una familiaridad un poco despreciativa,pero en la que yo no quera ver ms que las maneras naturalesen un hombre mal educado que le ha conocido a uno de ni-o.

    La incertidumbre, no era ya tolerable para m y se volvacada da ms punzante, y complicada con unos vagos celos,

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    pues me, decan que la hija de Barigoule era muy festejada enla sociedad a que yo no concurra. Saqu, pues, un da fuer-zas de flaqueza y aprovechando un momento de ruidosobuen humor del que tena en sus manos mi destino, tem-blando y con lgrimas en los ojos, lo pregunt si poda comosiempre esperar... No tuve tiempo de terminar; aquel hombreprorrumpi en una abominable carcajada. Irnicamentemagnnimo, no me prohibi siquiera que volviese a ver a suhija, pero me advirti caritativamente que no se la dara a unpobretn de mi especie. S, caballero, aquel viejo ridculo te-na ya en la boca la palabra pobretn, y adoptaba el acento deun Montmorency para arrojarla a la cabeza de los villanos.

    Subiseme, a la cara un vapor caliente y se apoder dem una clera que no poda dominar. Pero era el padre deAngela y sal sin pronunciar una palabra. Mi amada, que, es-peraba impaciente, conoci pronto la verdad en mi cara alte-rada. Pero me renov su juramento. No ser jams de nadiems que tuya. me dijo. Su voz vibraba como nunca la habaodo, y mi corazn estaba al orla como sacudido en el pe-cho. Cog su mano, que me llev por primera vez a los labios,y ella me la abandon. Le pregunt si deba aprovechar elderecho desdeoso que se me haba dejado de continuar vi-sitndola, pero ella me dijo con acento de splica : No, serademasiado desgraciada si dejase de verte.Y segu vindolatodos los das, pero no con la misma tranquila alegra. El pe-so de mis esperanzas perdidas me haca inclinar la frente de-lante de ella. Me daba vergenza haber aceptado con tal co-barda aquella inocente dicha. Lo que haba sido mi nica

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    felicidad, se converta en mi ms cruel martirio. Y, sin embar-go, Angela tena para animarme dulcsimas frases y parecams resuelta que nunca, a lo que por dos veces me haba ju-rado. Ocurriseme, una locura. Si pudiese cometer un rapto!Ahora me da horror el haber concebido siquiera tal pensa-miento. Qu hubiera yo hecho de ella! Pero le escrib unacarta en la que le deca esa esperanza insensata, una carta en laque puse toda la fiebre de una larga noche de insomnio. Enla visita que le hice al da siguiente, no me atrev a decir unapalabra de todo aquello ni a darle yo mismo mi suplicanteepstola. Se lo encargu a la excelente seora Pitonnet, la cual,teniendo que entregar al mismo tiempo al seor Barigouleunos papeles de importancia, los confundi y le entreg lacarta. Barigoule mont en clera de un modo espantoso; memand llamar y me despidi como al ltimo de los lacayos.Ayer fue, caballero, cuando pasaron esas cosas. Angela, ence-rrada en su cuarto, no pudo siquiera decirme adis.

    Viendo entonces que estaba perdida para siempre, des-pus de una velada terrible y llorando de pena por el dolorque iba a causar a mi padre, tom la resolucin de morir alldonde, haba visto a Angela por ltima vez y donde me habahecho su primer juramento. Aqu tiene usted por qu salt la,tapia, del jardn del hotel, donde tuve el placer de conocer austed y donde por poco nos degollamos tan galantemente eluno al otro.

    Roberto dio la mano a su interlocutor.-Yo tambin voy a contar a usted mi historia -dijo,- pues

    su relato le ha hecho ser para m uno de esos amigos a quie-

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    nes se puede confiar todo. Soy el caballero Roberto de lasAubieres, cuya casa ocupa ahora el seor Barigoule.

    Papilln se levant con un ademn de respeto entera-mente cmico por su asombro.

    -Pido a usted perdn, caballero -dijo,- por haber entradoen su casa sin permiso.

    Aubieres le haba ya obligado a volverse a sentar y res-pondi con sonrisa, de tristeza :

    -Tan en su casa estaba usted all, mi querido Papilln,como yo mismo. Pero por qu diablo quera usted encar-garme de la misin de enviarle ad patres en lugar de irse ustedmismo? No me hubiera consolado nunca de haber matado aun buen muchacho como usted.

    Papilln pareci sentir cierto embarazo para responder ydijo por fin con encantadora franqueza :

    -Porque en el ltimo momento no estaba muy seguro detener valor para darme yo mismo la estocada. Me daba fropensarlo, por mucho que me repeta los versos de Corneille...Hubiera podido errar el golpe, mientras que usted tena unaire tan resuelto que me inspiraba confianza.

    -Gracias! Ahora me toca a m no ocultar usted nada dela aventura que nos ha reunido.

    Y el caballero cont su lamentable historia a RemigioPapilln, que la escuch con enternecimientos y cleras enque se lea una verdadera amistad. Cuando el narrador llegal fin de su relato, le dijo :

    -Caballero, lo que ahora hace falta es que no muramos niel uno ni el otro, sino que nos ayudemos mutuamente a ven-

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    cer la mala suerte. Disponga usted de m; me, ha salvado us-ted la vida, no quitndomela cuando yo se lo peda, y es suya.

    -Me ha prestado usted el mismo servicio -dijo el caballe-ro,- pero no s si debo darle las gracias. Sin embargo, yotambin le soy adicto en cuerpo y alma y sera feliz dando misangre por servirle.

    Y en un movimiento de impetuosa cordialidad, se die-ron un abrazo del que resultaron sus mejillas un poco moja-das.

    Eran cerca de las cuatro. Pars, tan mutable en sus as-pectos, haba revestido otro adorno. El sol, al declinar, habaprolongado las sombras de los monumentos, atravesaba porun vibrante polvillo de oro en las calles que miraban al Occi-dente. La pereza del medioda haba dejado el puesto a unarenovacin de actividad. En los carritos ambulantes, las flo-res, que empezaban a marchitarse, tenan un perfume mspenetrante y ms dulce. Los emparrados volvan a llenarse devisitantes que iban a beber fresco y a rer mientras llegaba lahora de comer. Los dos amigos se, levantaron, pagaron suescote y salieron juntos teniendo an no pocas cosas que de-cirse.

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    V

    Atravesaron uno de los brazos del Sena y subieron haciael Luxemburgo. Entre aquella multitud indiferente y trivial,iban los dos como fortificados y vueltos a la esperanza por ladoble confidencia que haba sellado su amistad. El jardnestaba lleno de paseantes, pero ellos encontraron un bancoen el que la luz ms oblicua y ya violada que cambiaba elcielo hacia el Poniente en un jardn de ciclamores, no dibuja-ba delante de ellos ms que algunas flechas de oro a travs delas profundas arboledas. Los dos guardaban silencio y no semiraban, y era que el mismo sentimiento de la realidad lesvena a la mente despus de la inestable audacia del ensueo.Se haban prometido servirse el uno al otro en la vida y en lamuerte, pero cmo? Qu podan hacer el uno por el otro?Papilln, ms fcil de ilusionarse que el caballero, sali elprimero de aquel mutismo.

    -Valor, amigo -dijo, cogiendo la mano a Roberto.- Yoencontrar a la seorita Laura de Freneuse.

    Roberto movi tristemente la cabeza.

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    -La he buscado bien por todas partes -respondi,- y nola he encontrado.

    -Es que usted no es como yo -replic con vago orgulloPapilln,- un hijo de Pars viejo. Yo conozco en l a todo elmundo. Curioso por naturaleza, muy aficionado a las cosasdel pasado y muy holgazn por temperamento, como decami padre, no hay barrio que yo no haya explorado ni en elque no tenga amigos. Es preciso, por otra parte, que un co-mediante estudie la vida en los hechos, a todas las clases bajosus, aspectos ms pintorescos. Todos los, libreros de viejodel muelle, todos los revendedores del Temple, todos losequilibristas al aire libre, todo el que vive de la bohemia, co-noce a Remigio Papilln. Tengo conocimientos de los quemi padre no estara orgulloso, y puedo decir que la policasabe menos que yo sobre muchas cosas. Le digo a usted quela encontrar.

    -Y de qu vivir durante, ese tiempo ?-suspir el caba-llero.

    -Viviremos juntos : mi padre no me tiene sin recursos.-Permtame usted, querido Papilln, pero yo no puedo

    aceptar.-No acepta usted por orgullo... Hace usted mal y me da

    un gran disgusto. Pues bien, lleva usted al cinto una espadaque, por el hermoso cincelado de su puo, no vale menos deveinticinco pesos, Soy inteligente en eso y conozco un pren-dero que se los dar en seguida, si usted quiere. Pero hay quedejarme regatear. Veo que le da a usted pena separarse deella... Pues bien, le dar la ma, que me ha costado un peso

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    veinte centavos. Un comediante no necesita espada como unnoble. Para lo que hago yo con ella! Cambiemos.

    Y fue aquello dicho con tal cordialidad, que Roberto,enternecido, no tuvo valor para rehusar.

    -Es como si tuviera usted ya los veinticinco pesos en elbolsillo, y puede que treinta -dijo el excelente Papilln exa-minando el arma con xtasis cmicos.- Una montura italianadel siglo XVI y firmada por Rudolohi! Es un tesoro lo quetiene usted ah. Se hubieran sacado quinientos pesos a unimbcil como Barigoule dicindole que era una espada hist-rica. Pero poco importa ; quiralo usted o no, no tenemospara los dos ms que una misma fortuna y, como acaba deorlo, estoy a punto de ganar mucho dinero.

    Roberto mir con asombro a Papilln, que cruzaba laspiernas con ademn de millonario y se meta las manos en elbolsillo como para remover en l las piezas de oro. Al verque se callaba, Papilln aadi :

    -No ha odo usted lo que me ha dicho Eurotas ?-Quin es Eurotas?-Eurotas el poeta, ese alegre muchacho que hemos visto

    en el merendero con unas chicas y que, ha venido a estre-charme la mano. Eurotas, ah donde usted le ve, logra arran-car lgrimas en la elega a las almas ms insensibles. Perocultiva todos los gneros con igual talento. Hace ramilletesrimados para las damas que las hace caer en xtasis agradeci-do. Es tambin autor dramtico de la escuela de Voltaire, yha hecho una tragedia: Deidamia, Reina de las Amazonas, queha prometido representarle el clebre Sageret, que dirige l

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    solo cinco teatros, uno de los cuales es el Francs y otro elFeydeau. Parece que las cosas estn muy adelantadas y ya vasiendo tiempo, pues hace cuatro aos que Sageret debe em-pezar los ensayos de la tragedia, una verdadera obra maestra,en la que tengo el principal papel, el de Nicforo, el nicohombre de la obra. Nicforo es un hroe griego que ha cado,como Ulises con Circe, en la isla de las Amazonas, y del quese enamoran todas aquellas guerreras.

    Roberto no pudo contener una sonrisa y Papilln lonot.

    - No le parece a usted posible a causa de mi nariz? Nosabe usted lo que me embellece la pintura y la majestad queme da el traje. Cuando estoy con mi tnica griega delante delespejo y con mi machete al lado, me impongo a m mismo yapenas puedo darme la orden de no mirarme ms. Esa crea-cin de Nicforo me har absolutamente clebre. Se paganahora a los comediantes sueldos locos, mucho ms que a losgenerales. Veremos, despus de mi triunfo, si el tal Barigouleno siente haber desdeado al Qualis artifex, como deca Ne-rn, al que por poco mato.

    Y Papilln aadi embriagndose con sus propias pala-bras y abandonndose a las visiones de gloria que siempre levenan del teatro:

    -S, todos los que me conocen tendrn una gran sorpre-sa. As, este pequeo defecto de pronunciacin que habrusted acaso notado y que los superficiales toman por un ce-ceo, se transforma en una vibracin formidable cuando pro-nuncio los versos. Me pongo, como Demstenes, unas pie-

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    drecitas en la boca para aclarar y fortificar al mismo tiempomi pronunciacin, y los alejandrinos heroicos resuenan enella y mugen como una ola llena de cantos. De cerca no esagradable, pero de lejos... Eurotas me dice que no ha odonada parecido desde los tiempos en que los autores antiguoshablaban con bocina.

    Y Papilln se puso a imitar el murmullo de las olas cha-purreando unos hemistiquios del papel de Nicforo, mien-tras el caballero envidiaba a aquel hombre a quien unentusiasmo de profesin haca olvidar un instante los doloresinmortales del amor. Papilln continu:

    -Es necesario que conozca usted a Eurotas. Es uno demis ms antiguos compaeros de la niez, uno de mis msfieles amigos, y podr servirnos mucho para encontrar a laseorita de Freneuse. Se llama en realidad Toms Pince-bourde, pero ha credo con razn que para un poeta era me-jor el nombre de Eurotas, todo impregnado de gracia anti-gua. Pero lo mismo que mi padre, el de Eurotas, confitero deprofesin, es de una honrada burguesa comercial y ha edu-cado a su hijo en buenos principios de honradez que permi-ten fiarse de l como de uno mismo. Esa gran probidadnatural, fortificada por tradiciones de familia, le ha valido,como a m, el ser maldito por sus padres. Se ha atrevido a serfrancamente poeta, como yo quiero ser lealmente comedian-te, en vez de hacer versos o de decirlos astutamente como lohubieran hecho unos hipcritas deseosos de heredar. Ahtiene, usted uno que conoce Pars y que ser para nosotrosun gua ingenioso y seguro. Como yo, trabaja en lo vivo y

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    estudia el natural. Es casi un vagabundo. As es que, vindo-nos todos los das, jams he podido saber precisamente dn-de vive. Pero s sitios en que se tienen muchasprobabilidades de encontrarle, y maana, mismo...

    -Mi querido seor Papilln -le interrumpi el caballeroen un tono ligeramente enfriado,- le agradecera a usted queguardase para s las confidencias que le he hecho.

    En los ojos de Papilln hubo una inefable mirada de re-proche y de dolor.

    -Los nombres que me ha dicho usted, caballero, son pa-ra m tan sagrados como el suyo propio. Eurotas no tienenecesidad de saber nada para informarme tilmente. Adems,confieso a usted que es al mismo tiempo para m por lo quedeseo encontrarle y hablar con l. Hay un verso de Nicforoque no me parece claro, y ahora que vamos a poner en escenala obra...

    -Dispense usted -dijo el caballero ;-hablemos tambinun poco del modo que yo podr ayudarlo a encontrar a laque ama.

    -Es muy sencillo -respondi Papilln.- Ayudarme antetodo a obtener un inmenso xito en Deidamia, Reina de lasAmazonas. Cuando haya llegado de un golpe a la cumbre dela fama, intentar un nuevo paso cerca del seor Barigoule, ysi fracasa...

    -Qu?-Me ayudar usted a robar a la seorita Angela.-Con su consentimiento?

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    -Ciertamente; estoy seguro de antemano, pues estoy se-guro de su corazn. De aqu a entonces, tendremos acasoalgn peligro que correr el uno y el otro para hacerle llegarmis noticias y recibir las suyas. Eso ser ms bien asunto deEurotas. Pero cuando haga falta recurrir al golpe de fuerza...

    -Puede usted contar conmigo -dijo el caballero con dul-ce firmeza.

    Y los dos amigos se estrecharon la mano teniendo en loslabios el mismo juramento mudo de fidelidad y de adhesin.

    El da se haba puesto ligeramente crepuscular y enaquella claridad de apoteosis el jardn del Luxemburgo habatomado un singular carcter de melancola. Borrndose enuna especie de bruma por la que no pasaba ms que una lige-ra luz rosada, los rboles, en largas calles, parecan fantasmasal pesado ruido de alas de las palomas que se refugiaban ensus nidos nocturnos. Tambin las estatuas, en pie, sobre suspedestales, parecan animarse con misteriosa vida en el vagoperfume de los jardines entre el zumbido confuso de las ma-riposas nocturnas prontas a remontar el vuelo. Y, muy pe-queos entre aquellos seres gigantes y aquellas imgenescolocadas en alto, los verdaderos vivientes, los ltimos pa-seantes, pasaban como hormigas por la orilla de los estan-ques, en los que lloraban los saltos de agua iluminados en sucumbre por los ltimos resplandores del poniente. Una vagavibracin de estrellas era tamizada por el azul plido del cieloadmirablemente puro y cuyos bordes estaban dulcementeteidos de topacio. En los paseos lejanos, los tambores ha-can sonar la retreta.

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    Pero nuestros dos amigos no se levantaron en seguida.Una indecible impresin de poesa se haba apoderado

    de ellos ante aquel espectculo. En aquella cada de la tardevean pasar, estremecindose con las copas do los rboles,abriendo las alas con las ltimas palomas, zumbando con lasprimeras mariposas, e irradindose en las lgrimas de los sal-tos de agua, todas sus esperanzas, todos los votos, todos lossueos de sus almas verdaderamente enamoradas. Todoaquel mundo que se desvaneca en la sombra envolvente y setea en las luces moribundas del da eran las ilusiones enque haban vivido tan dulcemente y por las que haban esta-do a punto de morir. Pronto surgi para cada uno, en aquelhorizonte fantstico, un espectro ms dulce y que les sonreacon gracia triste y sobrehunmana : ante los ojos medio cerra-dos de Roberto, la imagen de Laura de Freneuse en el desa-rrollo de su belleza de joven y que le ofreca en sus manosdifanas una rosa teida en sangre; en la mente de Papilln lafigura de Angela rodeada, como un santo de misal, de unnimbo formado por su cabellera rubia, con una rosa blancaen los de dos, la primera flor que l le haba dado y que ella,le mostraba fielmente conservada., Y tambin cantaban ensus odos las voces de las amadas: la de Laura grave y con uncntico religioso en los labios: la de Angela alegre, con unalinda cancin de trovador que l le haba enseado en otrotiempo.

    El tambor se aproximaba con un enjambre de chiquillosque, seguan la retreta, ridculamente vestidos como peque-

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    os lechuguinos con grandes sombreros de papel y altas va-ras cortadas en las matas municipales.

    Cuando los dos se miraron para darse mutuamente laseal de la partida necesaria, ambos tenan lgrimas en losojos. Cuando los levantaron al mismo tiempo hacia el cielo,despus de haberse unido sus manos, una hermosa luna deblancura de plata pareca bogar en una espuma de nubecillas,y les pareci que era la barca que llevaba su esperanza empu-jada delante de ellos por un soplo del cielo.

    Al salir del Luxemburgo -cenaron frugalmente, y, en lacasa donde Papilln haba instalado sus lares de soltero, puessu padre haba declarado que no quera en su casa un herede-ro que se pasaba la noche declamando versos con mugidosde trombn, el futuro actor encontr para Roberto un cuartoprximo al suyo en el que el joven se instal lo mejor quepudo.

    -Duerma usted bien y levntese tarde, pues yo tengo queir a ver a Eurotas maana antes de almorzar.

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    VI

    Muy cerca de la esquina de la calle de Croix-des-Petits-Champs, la casa que llevaba entonces el nmero91 de la calle de Saint-Honor tena todo el piso bajo ocupa-do por una tienda de modista de sombreros, que era cierta-mente, una de las ms elegantes de Pars, y el punto de re-unin de las damas ms coquetas. La muestra ostentaba enletras de oro, que parecan recin pintadas, este letrero : A lasnueve Musas. Podase leer debajo el nombre de la propietaria :Cornelia Migoulette. En el escaparate se exhiban, en cascadasde flores, de plumas y de cintas, todos los tocados de moda.Ninguna poca present semejante variedad; en primer lugarla serie de los gorros: a la campesina, a la Despace, el Pierrot,a la loca, a la diosa, a la frvola, a la esclavona, a la Nelson ;ste, adornado con veinte plumas azules, aquel otro realzadocon crespn morado, el de ms all ostentando dos filas deperlas, otro por fin cuyo fondo estaba formado por un pa-olito rosa. Vena despus la flora de los sombreros, que noera menos variada : sombrero a la Primerose, sombrero Ru-ban, sombrero redondo a la inglesa, a la Espigadora, sombre-

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    ro Spencer, sombrero Lisbeth, bautizado por la comediantaSaint-Aubin, sombrero de tablero de damas, que consagrabaun recuerdo electoral, y, en fin, sombrero rejuvenecido conflores de olor, un verdadero jardn debido al genio del jardi-nero Wenzell.

    Detrs de todas aquellas maravillas, unas lindas mucha-chas arreglaban las muestras y acudan solcitas a las parro-quianas, muy contempladas a travs de los cristales por todoslos petimetres, a quienes se presentaban como a travs de uncuadro de flores. Pero aquella maana, la de un lunes, aun-que Antonio, el mozo del almacn, haba abierto la tiendahaca mucho tiempo, el interior estaba vaco. hasta a eso delas nueve no baj la primera seorita estirando los brazos;despus la sigui otra reprimiendo un bostezo en sus lindoslabios; y con perfecta pereza se dejaron caer en sus sillas es-perando a sus compaeras, que se sucedieron con animacindescendente. Tan charlatanas de ordinario que la tienda pare-ca el interior de una pajarera, apenas se hablaban aquel da ysus discursos eran tan breves como se poda desear. -Urania,haga usted el favor de darme ese sombrero. -Melpmene, noolvide usted el encargo de la seora Mig. -Euterpe, va usteda pisar esa cinta. -Dme usted unos cuantos alfileres, Caliope.

    Jams el Parnaso, de heroica memoria, haba escuchadoideas tan burguesas mezcladas con nombres tan gloriosos. Ytodo aquello pareca el despertar muy perezoso en un castilloencantado. -Por fortuna, la seorita Polimnia viene tambintarde -dijo la seorita Caliope. Y Euterpe, le respondi:-Siempre ser esa mala pcora, de Erato la que le hace perder

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    el tiempo. -Cielos! La seora !-exclam Urania haciendocomo que trabajaba en una labor imaginara.

    Cornelia Migoulette entr respirando severidad:-Todos los lunes lo mismo, verdad, seoritas? Impo-

    sible hacer que se levanten ustedes! Y Polimnia? Y Erato?Siempre ser vuestro seor Eurotas. que les habr llevado austedes a bailar hasta las tres de la madrugada,... Cmo voy aponer en la puerta a ese poetastro!

    En este momento entr Polimnia llevando del brazo aErato, un poco plida.

    -Dispnsenos usted, seora -dijo la, primera, que parecaejercer cierta autoridad sobre las dems, -pero Erato ha esta-do muy enferma y he tenido que ayudarle a vestirse.

    -Eso es lo que tiene bailar demasiado -dijo con mal hu-mor la modista.

    -Yo no bailo nunca -respondi con voz muy dulceErato,- y Polimnia y yo hemos vuelto anoche a casa tempra-no.

    -Es amable para sus compaeras! -murmur Euterpe,que manifestaba decididamente su antipata a Erato.

    -Est bien, est bien -respondi sin dulcificarse la seoraMigoulette. - Pero es preciso que todo esto cambie, y comoese tunante de Eurotas ponga aqu los pies en mucho tiem-po, ya ver lo que es bueno.

    No haba acabado de decir estas palabras cuando seabri la puerta y dio paso a una fisonoma enteramente ri-suea y a un amable, mozo al que hemos visto el da antes enel merendero de la Isla de San Luis. El poeta Eurotas tena la

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    pretensin de observar la moda de su tiempo y era su atavoel ms irreprochable del mundo a cualquiera hora del da enque, se le encontrase. Con su corbata que le aprisionaba hastala barbilla, realizaba el ideal as definido en un libelo de sutiempo: un salchichn de Bolonia puesto en un pedestal. Eraexactamente cara cayendo en los bolsillos del chaleco, barbi-lla cayendo en la corbata, calzones cayendo en las pantorri-llas, como los elegantes de aquel tiempo han sido descritospor los caricaturistas. Adanse unas gafas puestas de modapor los abogados del tercio estado en 1789 y que se llevabanbien montadas en la nariz, y un garrote entre los dedos, quehaba hecho cortar del corazn mismo de un laurel.

    Todos los colores plidos se armonizaban en su traje,cuyos botones relucan como una constelacin. Tena el as-pecto de estar muy contento de s mismo, sin parecer sin em-bargo un fatuo ni un imbcil. El poeta hizo crujir elsombrero debajo del brazo al hacer una, bella reverencia a, lacompaa ; pero haba ciertamente tempestad en el aire, puesno fue acogido como todos los das con mil alegres gritos enlos que el nombre de Eurotas era repetido con los ms ama-bles adjetivos. El intruso no se alter por aquella acogida.

    -Buenos das, ciudadana Migoulette - dijo adelantndosehacia la modista ofendida, la cual, con un gesto seco, le res-pondi :

    Le agradecera a usted, seor Eurotas, que nos dispensa-ra en adelante de sus visitas.

    -Por qu ?-dijo Eurotas con acento contrito e inocente.

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    -Porque ayer noche ha llevado usted otra vez a estas se-oritas al baile, a pesar de mi prohibicin.

    Le juro a usted, ciudadana!... Yo estaba all! ...-Y bien, entonces ...-Estaba all para asegurarme, de que me desobedecan

    ustedes.-Si aquel querido seor Beauguignon hubiera podido

    adivinarlo...-Basta, caballero - interrumpi la modista ponindose

    muy colorada,- y srvase usted tornar la puerta.Ante esa invitacin subrayada por un gesto lleno de

    majestad, Eurotas tom tranquilamente una silla y se sent,lo que produjo un imperceptible rumor de placer en los la-bios de aquellas seoritas, visiblemente alarmadas y entris-tecidas un momento antes. Eurotas cruz las piernas calzadascon botas a lo Lenthraud, puso en la punta del pie la conteradel garrote y dijo con voz muy tranquila :

    -No ha reflexionado usted, ciudadana Migoulette, queyo soy la fortuna de su casa.

    -Desmoralizando a mis obreras y hacindoles perderlos das en escuchar sus tontunas?

    -Trata usted un poco ligeramente a los productos de migenio, ciudadana Cornelia, y si supiera lo que acabo de hacerpor usted...

    -No quiero saberlo y estamos en paz.-Ingrata! No es ya bastante haber dado un poco de ori-

    ginalidad a su casa y haber hecho de ella una verdadera su-cursal del Helicn desbautizando a estas seoritas de los

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    vocablos burgueses con que sus padres las haban afeado ydndoles los nombres de las nueve Inmortales...

    -Bonita cosa! Ahora ya no me entiendo. Juana, Sofa,Mara y Josefina eran nombres que, se venan a la boca,mientras que, sus Euterpe, sus Polimnia y sus Caliope...

    -No blasfeme usted, ciudadana Cornella. Y esa muestraque hace tres das tiene a todos los transentes confundidosdelante de su puerta? Hecha usted acaso de menos el : Alsombrero florido, que antes se lea? S usted supiera, sin em-bargo, lo que rabian las otras modistas de Pars! En estostiempos mitolgicos no habr maana una seora de calidadque, no quiera hacerse los sombreros en A las nueve Musas.Pues bien, hay ms, ciudadana Migoulette, he encontradoalgo nuevo.

    -Me da usted miedo.-Y que aumentar todava la fama de su casa. He com-

    puesto una redondilla para cada una de estas seoritas, y misnueve redondillas Sern impresas en el almanaque que publi-co todos los aos y en el que dar la direccin de la tienda.

    -Eso es ya ms amable -dijo la modista en tono ms dul-ce.

    -Las redondillas! Las redondillas! exclamaron todas lasmuchachas, envalentonadas por el repentino cambio de hu-mor de la maestra.

    Y ante la mirada medio risuea, medio impaciente desta, hicieron crculo alrededor de Eurotas, el cual, con ade-mn gracioso, sac un rollo caligrafiado de debajo de su ca-saca del color de garganta de pichn.

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    Y, en medio de un gran silencio, el poeta dijo a cada unasu verso y reclam de todas un beso como precio, que le fuepagado con ms o menos espontaneidad.

    La ltima fue Erato, joven persona de aristocrtica belle-za bajo su modesto traje y con un ensueo triste en los ojos.La muchacha trat de sonrer a Eurotas, pero cuando ste seadelant para cobrar el precio de su poesa, Erato, muy dul-cemente, sin afectacin y con un gesto que impona respeto,le hizo comprender que no quera, y el poeta se retir de ellasaludndola con cierto rubor en la frente.

    -Santurrona ! -murmur Euterpe mirndola de reojo.-He acabado -dijo Eurotas.- Y bien, cmo cree usted

    que har todo esto cuando est impreso ?-Oiga usted, seor Eurotas -dijo la seora Migoulette

    repentinamente enfadada ;- no es usted muy poltico que di-gamos.

    -Porqu, ciudadana Cornelia?-Me parece que me ha olvidado usted en todo ese lindo

    galimatas.-Dispense usted, ciudadana Cornelia, no me he atrevi-

    do... El respeto...-Grosero! -exclam la modista exasperada.-Y despus, no hay ms que nueve musas en la fbula

    -prosigui Eurotas muy embarazado. -Despus de todo,puede que la fbula se engae, y la cosa es muy reparable...Habr diez, y ,asunto concluido. Tranquilcese usted, ciuda-dana Cornelia, dentro de diez minutos tendr su redondilla...

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    -Eso es, va usted a hacrmela de cualquier modo. Yo,no, tmese el tiempo necesario y hgame una cosa bonita.

    -La inspiracin me viene, ciudadana Cornelia. Un mo-mento de meditacin, un golpe de genio. Djeme usted!Djeme!

    Y Eurotas se puso a pasear furiosamente por la gran pie-za, enganchando a cada paso con codos y piernas una de esasarmaduras de alambre que sirven para sostener los sombre-ros. Las muchachas corran detrs de l para reparar todosesos desastres.

    -Eureka! -exclam quitndose la peluca, con lo que des-cubri una cabeza redonda como... manzana y cubierta de unpelillo rubio y rizado.

    - Est loco !-dijo la modista refugindose detrs delmostrador. Pero enfrente de ese mueble, como un ciudadanojurando fidelidad en el altar de la patria, Eurotas extendi lamano y recit con solemnidad la redondilla de la modista.

    -Preciosa! -dijo sta, y saliendo de detrs de su barricadapasajera, se fue hacia Eurotas y le estrech por cuatro vecescontra su opulento pecho, del que l sali reprimiendo congalantera un estornudo.

    -Ahora, a trabajar, seoritas -dijo la excelente mujer.-Polimnia, confo a usted la vigilancia del taller. Deberes defamilia me llaman lejos de aqu.

    -Que se llaman el teniente Beauguignon -le dijo Eurotasal odo. La modista le, ech una mala mirada.

    -Seor Eurotas, deme usted el brazo para ir a buscar uncoche.

  • F L O R E A L

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    Cuando estuvieron fuera, le dijo:-Ruego a usted que me deje en paz con el teniente Beau-

    guignon.-Y yo le doy a usted el aviso caritativo, querida seora

    Migoulette, de que Polnima no est menos enamorada queusted de e