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NUESTRO DESTINO SER UN CRISTO PARA LOS DEMÁS

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Page 1: Finalmente, y seguramente des- pués de muchos años de luchas, podemos ver que nuestro camino tiene un punto de llegada. Ese horizonte hacia el cual dirigimos

NUESTRO DESTINO

SER UN CRISTO PARA LOS DEMÁS

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Finalmente, y seguramente des-pués de muchos años de luchas, podemos ver que nuestro camino tiene un punto de llegada. Ese horizonte hacia el cual dirigimos nuestros pasos es doble. Nos dirigimos hacia:

- Una identificación cada vez mayor con Cristo el Señor.

- Una plenitud.

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Alcanzando la estatura de Cristo

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La experiencia de Dios nos lleva a renacer, a descubrir nuestra mismidad al interior del misterio de Dios (cf. Col 3,3); se trata de estar no sólo con Dios, sino en Dios, permitiendo que el Maestro se convierta en la fuente de nuestra iden-tidad, de modo que como Pablo podamos decir: “¡ya no vivo yo! sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

San Agustín comentando esas palabras dice: “ya no oro yo, porque si yo oro mi palabra no llega muy lejos, es Cristo el que ora en mí”.

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Se solía decir en las ordenaciones presbiterales: sacerdus alter Christus. Pero hay que afirmar con claridad que no hay otro Cristo. Los Hechos de los Apóstoles nos lo dicen con claridad: “Jesús es el Cristo”.

Lo que queremos implicar aquí es que el cristianismo se dirige hacia una plenitud en su ser, que en el decir de Pablo es “alcanzar la estatura de Cristo, reproducir su imagen” (cf. Rom 8, 29).

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De acuerdo a san Juan, es el momento en que la persona se convierte en mora-da: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Cuando llegamos a ser un hogar, habitados por el amor trinitario, entonces todo cambia. La vida, los afectos, los pensamientos, todo gira en torno al amor, a la justicia y a la paz. Es entonces que nuestro hermano mundo se convierte en una sociedad incluyente, en pueblo de Dios, en nación santa.

Es a eso a lo que hemos sido convoca-dos: “para que seamos santos e inmacu-lados en su presencia, en el amor” (Ef 1, 4).

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En este estadio de la vida, el amor nos transforma en esas violas d’amore que no hacen resonar el conjunto inferior de cuerdas a menos que vibren exactamente al mismo tono que el conjunto superior. Sólo el amor permite que nuestro corazón vibre al mismo tono, ritmo y tiempo que el corazón de Dios. Se trata de un cántico en un tono que si bien no existe en nuestra escala musical, sí resue-na en la sinfonía del amor, me refiero al si sostenido. Llegar a la estatura de Cristo nos lleva a responder en ese sí profundo y sostenido que se pronunció al momento de la creación, es también el sí de María al misterio de la Encarnación y el sí redentor de Getsemaní.

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La santidad tiene, entonces ese otro parámetro del que hemos estado hablando: la capacidad de transparencia.

Ser Cristo para los demás impli-ca convertirse en bendición, en don, en dejar que el sol que nace del Oriente nos traspase e ilu-mine la historia con la luz del amor.

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Querer siempre lo que a Él le agrada

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En este camino de plenitud, Fran-cisco hace un a petición especial:

“concédenos [...] hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada”.

Estamos ante un paso cualitativo en el cual permitimos que el Espíritu del Señor imprima sus deseos en nuestro corazón.

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A fin de cuentas, el franciscanismo es una invitación a salir de nosotros mismos para desear y amar lo que a Dios le gusta, no sólo en el ámbito de la moral, sino de la vida entera, como diría Francisco, hasta que Dios sea nuestro Dios y nuestro todo.

El carisma franciscano propone, de esta manera, una alianza entre la voluntad de Dios y la de la persona. Esta alianza no se funda en el acto racional de conocer ambas voluntades, sino en un querer lo que agrada al otro. Se trata de un acto libre que va más allá de cumplir un mandato, de ir al corazón para desde allí cumplir los pequeños deseos que hay en el corazón de Dios.

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Francisco nos invita a ir a sus gustos, a lo que le agrada. Esta es, me pare-ce, la experiencia espiritual del hermano León. Francisco reconoce el derecho que el hermano tiene de com-portarse, “con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parez-ca que agradas al señor Dios” (Cta Leo). De este modo, nuestra forma de vida une la vivencia profunda de la libertad con la plenitud y el bienestar del otro.

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Querer lo que le agrada es consecuencia del amor. Llega un momento, cuando nos enamo-ramos, en que la presencia del otro invade todo nuestro ser, impulsándonos al bien y felicidad de quien amamos. Del mismo modo, el seguimien-to de Cristo implica todo nuestro ser.

San Bernardo escribe: “Mientras la esposa ha-blaba del Esposo [...] he aquí que él aparece, consciente a su deseo, le da el beso y cumple en ella la palabra de la Escritura: Haz satisfecho el deseo de su corazón y no le has negado lo que pedían sus labios. Y esto lo nota la es-posa por la hinchazón de sus pechos. En efecto, tan eficaz es el beso santo que, apenas recibido, concibe y los senos le dan una prueba inflándose casi to-talmente de leche. Aquellos que se aplican con frecuencia a la oración han experimentado lo que digo”.

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Si, como dice san Juan, “Dios es amor”, es lógico pensar que el ser humano, creado a su imagen y semejanza, viva por amor y para el amor. De este modo, ser Dios no significa dominar o disponer del poder de aplastar a los otros; ser Dios significa entregarse sin medida, despojándose eternamente.

Dios subsiste totalmente en estado de don. Dios, en la Trinidad es libre de sí mismo, de darse sin medida, ya que es única y eterna-mente comunicación total de sí mismo. Dios no es alguien que, como Narciso, se pasa la eternidad mirándose a sí mismo, sino alguien que se entrega, que es comunión.

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El sentido de la Encarnación consiste en reunir toda la historia, toda la humanidad y todo el universo en torno a Jesucristo. La meta de la historia es, como dirá san Pablo, “que todo llegue a ser uno en Cristo Jesús”. De este modo, la historia aparece como atravesada por ese amor cósmico que va impulsando y dirigiendo a la vida entera hacia su último destino.

Me parece importante mantener esta intui-ción del amor humano como el otro polo del amor de Dios, pues el hecho amar es un elemento constitutivo de nuestro ser. El amor es la manera en la que habitamos el mundo, que alcanzamos la plenitud.

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Joaquín Xirau escribe:

“La vida íntegra de nuestro espíritu se desarrolla en un ámbito de amor. Si suprimimos el amor, desaparece su historia. La literatura, el arte, la filo-sofía, la religión [...] la cultura entera que impregna nuestra alma, tiene su raíz más profunda y halla su última culminación en los anhelos de la vida amorosa”.

J. XIRAU, Amor y mundo, México 1940, p. 7.

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¿Por qué no nos atrevemos a pensar que los seres humanos somos esa creatura que hace a Dios temblar de amor? Así, querer lo que a él le gusta, es simplemente corresponder al amor con que Dios nos ha amado.

El maestro Eckart escribe: “La verdad es que Dios sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad […] le quitaría la vida, si es que uno puede hablar así”. Zundel utiliza casi las mismas palabras al afirmar que “no amarle es matarle; no amarle es crucificarle, es exilia-le de nuestro corazón. No amarle es borrar su existencia del universo y de nosotros mis-mos”.

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Un destino feliz

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Al fin de cuentas, el Dios de los cristianos es un Dios de salvación, y la palabra salvación está, en su configuración teoló-gica, muy cerca de lo que entendemos por felicidad.

Nuestra fe cristiana no tiene su funda-mento en un universo de falta y de des-dicha. Si bien es cierto que la vida está formada por momentos de dicha y de des-dicha, de salud y enfermedad, la fe nos dice que no fuimos arrojados a un valle de lágri-mas. Esa imagen de un Dios, hasta cierto punto sádico, viendo hasta dónde podemos llegar, queda lejos de la afirmación del amor divino.

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¿Por qué no vivir nuestro encuentro con el Señor desde esta categoría de dicha y ple-nitud? Flannery O’Connor escribe: “Estoy de acuerdo contigo cuando dices que el sufri-miento es una experiencia que compartimos con Cristo, pero ocurre lo mismo con todas las experiencias que no están empañadas por el pecado. El gozo, por ejemplo, puede ser en sí una experiencia redentora y no solamente el resultado de tal experiencia”. Gesché indica, con toda razón, me parece, que para comprender la creación, nuestra tradición cristiana no ha conservado única-mente el concepto de causalidad, ni siquiera el menos violento de razón de ser: ella habla también de la alegría y de lo lúdico.

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La Biblia nos dice que “cuando asentaba los cimien-tos de la tierra, yo [la sabiduría] estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, disfrutaba con los hombres” (Prov 8, 29.31). El profeta Isaías escribe: “Sión, ya no te llamarán más abandonada ni a tu tierra desolada; a ti te llamarán mi complacencia, y a tu tierra, desposada, porque Yahvé se complacerá en ti y tu tierra será desposada [...] Y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios” (Is 62, 4).

El evangelio de Mateo retoma esta idea de un Dios que sabe gozar: “Servidor fiel y cumplidor, participa del gozo de tu señor” (Mt 25, 21). Todo el misterio de la Encarnación queda matizado por el gozo, desde el momento de la anunciación se le invita a María al gozo: “Alégrate, llena de gracia”. El motivo de esa alegría es que “el Señor está contigo”.

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Y es que la lógica de Dios es una ló-gica de felicidad.

En el Talmud se pregunta: ¿Ríe el que está en el cielo? ¿Qué? ¿Es posible? ¿El que está en el cielo se reirá de su crea-tura? De sus criaturas no, pero sí con sus creaturas. Sólo nuestras ideas puritanas han podido alejamos de la alegría de la creación y de la salvación.

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La idea de fondo que sostiene nuestro destino es que el Dios en el que creemos los cristianos es un Dios feliz. Estamos habituados a decir que Dios es amor única-mente en el sentido del amor que tiene por nosotros, nos resulta difícil comprender que Dios pueda ser feliz con nosotros, que nuestro amor le llene de felicidad. Pero curiosamente, quizás por nuestras tradiciones humanas, preferimos considerar y experimentar a Dios desde el dolor. Wiechert afirma: “los hombres no admiten jamás que Dios viva, se abra a la vida y sonría. Sólo admiten que sea crucificado”

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Hablando de la generación del Hijo por el Padre, escribe el Maestro Eckart: “Si se me preguntase qué hace Dios en el cielo diría: engendra a su Hijo; lo engen-dra sin cesar en su novedad y su frescor, y experimenta una alegría tan grande en esa obra que no hace otra cosa […] Con ocasión de la obra buena Dios experimenta un auténtico placer, una alegría; pues todas las demás obras que no se realizan en alabanza de Dios son ante él como ceniza”.

Nos hallamos lejos de un Dios utili-tario. Mejor todavía, nos encontramos ante un

Dios que es feliz.

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Greshake nos habla, desde la pers-pectiva trinitaria, de un Dios amor, un Dios danzante y festivo.

Dios es vida, relación que se comunica, es un ser-con, ser-en- reciprocidad. El uno danza alrededor del otro, el otro danza alrededor del uno. Las tres divi-nas per-sonas están en una comuni-dad tal que sólo se pueden imaginar como “quienes danzan juntos” una danza común ‑ el Hijo está totalmente en el Padre y con el Padre; el Padre totalmente en el Hijo y con el Hijo; y ambos encuentran su unidad mediante el vínculo divino del Espíritu”

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Así ‑insiste bellamente Greshake- danzan la única danza común de la vida divina.

Todo esto nos lleva a recordar que ya en el siglo VI aC., el profeta Sofonías mostraba a Dios como el que dirige la historia de los pueblos y lo presenta con imágenes significativas: “El Señor tu Dios está en medio de ti [...] dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa bailará y se alegrará” (3,17).

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Como hemos visto, la felicidad da el tono y el ritmo de la partitura Bíblica, por eso, las bienaventuranzas empiezan todas con la palabra feliz, incluso aquellas que versan sobre la lucha por la justicia o el riesgo de la persecución. Jesús no ha querido que la vida cris-tiana se realice en un clima mortífero: “Yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia”.

El primer saludo de Isabel a María no consiste en felicitarla por haber cumplido su deber, sino en proclamarla dichosa por haber aceptado la invitación del Señor.

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Hay que recuperar el carácter placentero y lúdico del ser humano: el hombre no ha sido hecho para la desdicha, sino para la dicha. Estamos hechos para contemplar la dicha del Señor (cf. Sal 27, 4).

Hablar de Dios y del hombre como seres amorosos puede ser una manera de unirnos a esa inmensa llamada a la felicidad y a la ternura que toca a nuestra puerta. Decir que “el Reino de Dios está entre nosotros” (Lc 17,21) quiere decir que estamos transidos por un Dios de alegría y vida.

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Dios nos ha creado por amor y nada ni nadie podrá arrancarle esa creatura que le hace tem-blar de amor. Pero el amor (aún el divino) ne-cesita ser correspondido, es como si Dios deseara ser amado, porque, poco importa si hay en nosotros grandezas o debilidades, so-mos deseables.

Eso es lo que nos enseña Clara de Asís. Ella se sabe amada, pero no por una presencia va-ga ni por una especie de energía, ella sabe en quien ha puesto su esperanza. Cristo ha toma-do posesión de su persona, no solamente le permite vivir en su vida, sino que se enamora perdidamente de él. Este encuentro con quien Clara llama “el esposo” es un elemento fuerte-mente femenino, tomado de la mística del Can-tar de los Cantares. Clara ha llegado a ser una con el Espíritu de Dios.

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Este proceso de enamoramiento no fue algo súbito en la vida de Clara, se trata más bien de una evolución armoniosa de todos sus afectos, de toda su personalidad; es sim-plemente que se enamoró, que Jesús llegó a ser e invita a los demás a hacer lo mismo.

En su Primera Carta a Santa Inés de Praga, Clara invita a Inés a tomar marido, un es-poso “cuyo poder es más fuerte, su gene-rosidad más alta, su aspecto más hermoso, su amor más suave, y todo su porte más elegante” (1EpAg 2). Clara maneja deliciosamente lo que su co-razón siente; invita a Inés a que le ame, a que le abrace, que lo acepte, a que se rinda ante él que es su Señor.

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El lenguaje, no sólo es sumamente feme-nino, sino también evocador y enamorado. Clara es esa mujer que clama “no te olvidaré jamás y mi alma agonizará dentro de mí”, ella quiere ser poseída, entregarse totalmen-te en el amor. Por eso no puede retener el grito: “¡Atráeme! y correremos a tu zaga al olor de tus perfumes, ¡oh esposo ce-lestial! Correré y no desfalleceré hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda esté bajo mi cabeza y tu amor me abrace deliciosamente, y me beses con el ósculo felicísimo de tu boca” (4EpAg 5). Clara responde a Dios como lo hacen las mujeres enamoradas.

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“Dios es amor”. ¡Lo hemos repe-tido tantas veces sin entenderlo! Lo comprendemos más como si Dios en su infinita bondad condescen-diese en amarnos! ¿Es que hemos oído alguna vez a dos amantes expresarse así?

“Dios nos ama” significa exacta-mente eso: “Dios nos ama” y pun-to. Qué estúpidos y orgullosos so-mos de no atrevemos a creer en ello.

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PAZ Y BIEN