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El fin del periodismo. (Borradores) Esteban Schmidt

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El fin del periodismo.(Borradores)

Esteban Schmidt

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Jorge Lanata actualizó su estado: Lino trajo pizza al camarín y ñam, ñam, fiesta! Por esa acción muchos de sus empleados de Crítica no saben decir qué están haciendo ahora. Esperaban con ansias, con pasión tropical, que el gordo los confirmara como amigos, para siempre, que les escribiera en su muro, hola, me gustó tu nota, tu picada, y nada, nada, ni pelota, sólo unos qué tal de vigilante privado en los pasillos, un boludo, un día bueno, si ganaban confianza, y ahora se quieren matar, ahora que Jorge confirmó su presencia en el evento teatro de revistas se quieren cortar las bolas tristes, viven una regresión infernal a sus días de crayones cortos en la cartuchera. Gran vergüenza en sus inconscientes vírgenes pero ya a los treinta años. Porque establezcamos que todos los soldados de Crítica tienen más o menos treinta. Y sienten, los cronistas sienten. Sienten que se han unido al grupo estoooy maaal, porque querían trabajar en un diario nuevo y prestigioso, loco, en el último de papel, ¡el último!, y hacerlo bien y que les pagaran, que los felicitaran por trabajar ahí, y que todo estuviera bien, que el brillo de cada uno hiciera brillar a todos. Muy lindos deseos en un conjunto de buenos muchachos. ¿Por qué, ahora, esto?, ¿por qué esta burla del patrón? Del que hablaron tan bien. Al que tanto abastecieron con admiración. Quieren explicaciones de este padre lejano y mítico de quien dijeron, tantas veces, es genial, es tan creativo. Con él: ¡se aprende!

Es cierto que hay cosas peores. Se puede estar, a esta misma hora, cartoneando, se puede estar abusando de un menor a esta misma hora, se puede, dentro de un rato, estar destruyendo una amistad para siempre. Pero, los mundos peores más pequeños, los mundos que se hacen peores cuando se afectan las expectativas, cuando la verdad devuelve otra imagen y hay que aprender a vivir resignados y con bronca, ¡ah!, esos días también hay que pensarlos y hacerlos cantar. Prestemos toda nuestra colaboración para esta marsellesa que nadie quería entonar. Porque, atención, este malestar lo presentan ellos mismos, no inventamos nada. Así lo dicen los periodistas y jornaleros amigos que nos informan en vivo, en directo, y por gtalk, desde la mismísima sede de la contrarrevolución en la calle Maipú y Corrientes. Los que nos chatean amargamente por las tardes y nos cuentan su desdicha por el lenguaje de cabaret en la tapa para referir siempre a la sexualidad, y porque la firma de los compañeros no vale nada y porque se termina usando como castigo ante una mala nota, el día que te salió mal. Galtieri, el nombre que han elegido para llamar su jefe de redacción, ordena desde las alturas a sus editores: ponele la firma, así se come el garrón.

Cuentan en el chat, nuestros amigos, sus me quiero ir de acá, sus dramáticos no sé a dónde. Y cuentan las horas que quedan hasta el cierre. Sabés que entro y ya pienso en irme, Estebitan. A las cinco de la tarde alucinan el subte que los devuelva a sus casas a las diez.

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Al menos, es un chateo pago, les decimos, un chateo con el taxímetro puesto, ¡cúrrenlos todo lo que puedan!, pero ellos ya están espiando el depósito en otra ventanita del monitor y haciendo planes sobre el futuro, casarse, en general, las chicas; viajar, las más jovencitas, que es tan importante viajar; entre los varones, armar algo, hacer crecer algo, patear mejor al arco, de sobrepique, ¡por dios!, dale, dale, al ángulo, o aparearse todo lo que puedan para compensar la injusta prohibición del incesto. Tales son las cosas que suceden entre sus parietales. Lo sabemos por el chat. Lo dicen ellos.

En nuestro país, y en el negocio que han elegido, les decimos nosotros, la suma de méritos personales, la escolarización, el riesgo, el sacrificio, y el talento aplicado no van a superar nunca los efectos que se obtienen de sumar silencios y complacencias al espíritu de época y a los grandes consensos. Y es por uno de ellos, por haber cedido tan blandamente, tan alegremente a uno de ellos que ahora se sienten mal, muchachos. Hablemos, compañeros, de ese consenso que dice, o decía: Lanata es un genio. Porque de haber permanecido firmes en su agenda de clase no propietaria, en su agenda de escolarizados sarmientinos preguntándose cada día si estarían haciendo un bien a la comunidad con sus notas, promoviendo el progreso, si sus artículos mejorarían las perspectivas de su clase de no seguir perdiendo participación en la torta ante las clases propietarias se sentirían mejor y actualizarían su estado a: ¿vieron? Se unirían al grupo la vi venir.

Lo de Lanata, hablemos crueldades, se malinterpretó desde el arranque. Desde el principio de los tiempos, desde que supimos de él. Sabemos que hubo más, pero pocas cosas fueron más emblemáticas que haber pintado un diario de amarillo hace quince años y llamarlo Amarillo/12. Eso, de alguna manera, fue condenar a Página/12 como interlocutor para los asuntos importantes de la Argentina, que quedarían reservados, en el campo de los medios y, por todos los años siguientes y, quien sabe para toda la vida que aun le quede a los diarios de papel, en las manos de Clarín y La Nación. Por meternos con el día consagratorio de la creatividad de Lanata. Pero fue una pavada. Un chiste que no se había hecho nunca, eso sí. El viejo truco de profanar lo sagrado. Que para hacer una revolución, fenómeno. Para hacer quilombo, fenómeno. Pero como máquina, como sistema, no produjo nada y lo banalizó todo. Más o menos lo mismo que hacer teatro de revistas, entretenimiento del más sencillo, hecho con el diario en la mano, como una canción de León pero con gracia, que está bien para Pepe Arias, para García Grau --un hombre excepcional al que se evoca poco y nada—pero, por todo lo que nos dicen por el chat el colectivo de periodistas que Lanata conduce, no quieren que Lanata lo haga por cuanto los relativiza, los baja de periodistas a empleados de un cómico. Que los hará, además, y si no renuncian, producir una información que será más valorada cuanto más sirva a los efectos de ser incluida en los monólogos del Maipo. La misma tasa de efectividad que se aplicó hace ocho años en la revista 23, sólo que, entonces, a la explotación televisiva de los reportes.

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Obviamente que los artículos de cualquier joven de Clarín, que se graduó en la maestría en que enseña Lalo Mir, si toman la escala de lo público estatal y de los negocios, terminará abasteciendo las bilaterales de Magnetto con el presidente de turno. El caso más claro y último fue el apriete que Clarín le hizo al gobierno denunciando la gestión de la ambientalista Romina Picolotti. En definitiva, un periodista es un forro casi siempre. En el sentido más viscoso y descartable. Y muy pocas veces no es un forro. Se pueden poner trajes, viajar en avión, dar charlas en Columbia pero sus vidas se resumen en mediar extorsiones. Salvemos a los periodistas narrativos que zafan por ser los Cándido López de la Guerra del Paraguay --que igual quedó manco en Curupayti--, salvemos también a algunos columnistas, y a los que se han especializado en algo y con cuentagotas tratan de filtrar una agenda útil para la comunidad.

Tomemos el caso de Daniel Santoro --el periodista, no el pintor peronista--, que tiene un programa muy importante de cable llamado Informe Santoro, y que cobró notoriedad, como diría el mismo, cuando los americanos le pasaron una carpeta sobre el tráfico de armas a Ecuador. ¡Que investigador!, ¡Qué informe, Santoro! O sea, para un vecino común, como diría Macri, parece que Daniel, se infiltró como Jack Bauer para filtrarle a la sociedad unos papeles secretos, pero no, fue puntualmente Jack Bauer el que los robó para unos señores de teléfonos satelitales que lo esperaban en una Hummer estacionada en la esquina y que se lo pasaron a Danielito en la confitería Donnay con el objeto puntual de cagar a alguien o de cagar a muchos. O, simplemente, para mostrar la pija imperial.

Los diarios, suponemos nosotros, conservadoramente quizás, no hay que intervenirlos, porque es como intervenir los hechos de ayer. Es como hacerle una barba candado a una foto de Hitler y fotoyopearle un arito al fuhrer. Dejalo como está, como fue, así lo pensamos mejor. Intervenir lo que los diarios informan sobre lo sucedido implica decir que importa más el cómo te lo digo que el qué te estoy diciendo y eso, en los diarios, no puede ser. Por una regla de juego social básica. Porque cada actor debe cumplir la promesa que hace. Porque el policía no debe ser ladrón, porque el juez no puede ser parcial. El periodista no puede tomarse en joda los hechos. Más si le va a pedir, como tan insistentemente hace, al policía que no afane y al juez que no arregle con una de las partes. El humorista, obvio que sí. Santoro, el pintor, también. Que Evita vuele, que Evita evite a Juan, que resucite, que tome helado con Magaldi en Freddo, si Santoro lo siente así. Y, por esa contradicción, es que Sátira/12 no funcionó nunca. Si te querían hacer reír en el cuerpo principal, ¿para que además te daban un suplemento? El qué debe ir adelante del cómo para que la libertad de la prensa valga bien la pena. Exageremos: debe ser así para que valga la pena dar la vida por eso. Se puede, en todo caso, anunciar que el diario será un hecho estético, como lo es la revista Barcelona. Los diarios, en el caso ideal, deberían informar, transparentar la vida pública para el público, que no está ni puede estar en todos lados, para alentar sobre la práctica del socorro mutuo o alertar sobre el sálvese quien pueda (esto es una ingenuidad, ya lo

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mejoraremos). El Amarillo/12 fue una broma. Fundó una máquina periodística de hacer chistes hasta la descompostura, hasta ponernos amarillos. Claro, cada uno hace el diario que quiere. Por eso el problema nunca fue Lanata. El problema fueron los afiliados a su partido. Los que se subordinaron a su forma de ver las cosas y no advirtieron que, además, son muy pocas las cosas que él ve.

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Ah, pero hablemos bien de Lanata, digamos todo lo que pensamos, no sólo una parte, digamos todo, todo, que es más lindo, que se arriesga más, se compra uno más prejuicios ajenos pero el efecto catártico es más poderoso y se escribe mejor, ojo, porque se saca siempre de las zonas calientes de la memoria y se desintoxica uno, se escribe, uno, para explicarse, y eso es un gran negocio, seamos controversiales hasta con la propia conciencia a ver qué pasa, a ver qué más hay, a ver quién viene a conocernos, y sumemos en esta adición que nadie nos pidió, la gauchada enorme que le hacemos a los historiadores del futuro que contarán con estos borradores para interpretar los gruesos paquetes de diarios y de revistas que tal vez sobrevivan en las bibliotecas de las universidades norteamericanas.

Digamos, entonces, que Lanata es un hombre que se da los gustos. Y que nos gusta la gente que se da los gustos. Podríamos mirar con microscopio a toda la comunidad y comprobaríamos que el director de Crítica forma parte de una minoría. De la minoría que hace bastante lo que se le canta. Que no sólo tiene que ver con los beneficios de tener plata, sino con ser un poco temerario, con no someter en forma permanente el goce al cálculo. Nos gusta la gente así. Tratamos de jugar en esa liga, por eso nos gustan. Aunque no nos interesen las mismas cosas. No todos queremos un Patek Philipe. Nosotros miramos la hora en el celular. Cuando la miramos. Porque para nosotros el día se fracciona entre el día y la noche, como debió ser siempre, como se estableció en el Génesis. No queremos relojes caros, no queremos pulseritas, anillos, no queremos las boludeces por las que el gordo se entierra en Internet durante la madrugada. Pero el misterio de salir de pobre y lograrlo, lo que queremos todos, el misterio de hacer un viaje exitoso de Sarandí al Palacio Estrugamou, en una sola generación, bueno, un aplauso, y debe venir con un montón de quilombos respecto de lo que falta para la cima. No hagamos psicología. Concentrémonos en las evidencias. Lo que vería Andrés Klipphan si tuviera que hacer un informe. Anotaría, Klipphan: el señor L. morfa todo lo que quiere, si quiere fumar mientras se baña, fuma, y, evidentemente, le chupa un huevo morirse pronto, como consecuencia de eso, porque debe preferir vivir poco y bien, a mucho y mal. Y entonces la pregunta, Andrés: ¿tenemos algún problema ideológico, político o moral con eso? Un No grande nuestro. Tal vez un reflejo psi nos haga decir, sabiendo poco igual, que donde parece que hay extrema libertad puede que haya extrema prisión: la cárcel de los Benson & Hedges y los chorizos a la pomarola. O que donde abunda el pecado es porque abunda la ley, dando vuelta la sentencia de San Pablo. Puede ser.

En honor de Lanata hay que decir también que el tipo se ha preocupado siempre porque su gente gane bien y porque estén en

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blanco. El tipo es Henry Ford. Seguramente considera que todos sus empleados deberían tener un auto. Y no se puede decir lo mismo de Manuel Antelo, que fabricaba autos o del malogrado Pepe Eliaschev, quien fue la encarnación del capitalismo salvaje en el negocio de los medios de la Argentina. A Lanata le gusta salvar con guita a los demás. Un abrazo por eso. Aunque tal vez lo haga como un chico que gasta lo que no le cuesta ganar. Y que mediante el dinero, y no sólo, logra reducir la realidad a su capricho. Caprichos que el resto resolvió aceptarle hasta volverlos un profundo sentido común. El aire que respiraron los periodistas durante veinte años. Que es lo que nos importa en definitiva. Su influencia ya es de veinte años y sus compañeros de viaje en este tiempo, los egresados de su Komsomol del diario 12 y de las publicaciones periodístico-policiales 21, 22 y 23, de la tele, de la radio, que lo imitan, lo repiten, que tutean a los oyentes, a los televidentes, siempre con la mueca indicativa de que un diputado Imbelloni les está metiendo el perro, lo sobrevivirán, llevando así su influencia por otros veinte años, hasta que llegue el día en que una minoría de ilustrados arme una guerrilla y los caguen a todos a trompadas por tutearlos.

Pero no va a pasar. Empeorará el asunto. Por eso es que esto no va más. Por eso este réquiem. Por eso, este último gusto de Lanata, su ingreso al sindicato de variedades, les cae como el orto a los cronistas escolarizados que contrató. Porque escucharon el clic. Aunque muchos no tuvieran demasiadas expectativas, al menos podían ir a trabajar envueltos en el manto sagrado de la condición de gran periodista de Lanata, de hombre que ha influenciado a la patria para bien, por el asunto de haberle quitado solemnidad a la vida pública tratada por los medios. O sea, el mito que denunciamos. Su pase a la revista de Lino, su legítimo pase a la revista a darse un gusto, para los periodistas que nos chatean por las tardes desde las instalaciones de Maipú, desordena el mito, lo arruina, profana el manto, es el equivalente al giro a la derecha del gobierno peronista del ‘73. No lo dicen así, naturalmente. Para los integrantes de periodistilandia, excepto para los más vividores de viejos mitos setentistas, la derecha y la izquierda son quesos vencidos. Brócoli viejo en la heladera. Esa es la verdad. Ahora: es centro o margen. Y todos apuntan al centro y a ganar. Cómo no vas a apuntar al centro. Imaginan que en el margen hace más frío, y es verdad, que en el margen hay menos plata, y es verdad, que en el margen pasan menos ambulancias y es verdad. Pero, ojo, ahora es así. Porque cuando el reinado del estilo descontracturado empezó, cuando los diarios se pintaron un día de amarillo, los recursos humanos disponibles eran otros, una obviedad. Se armó en esos años una ensalada de setentistas con muchachos que habían sido adolescentes en el Proceso y que nada que ver con el ERP ni con los Montos ni con el PC, y eso era la redacción del 12. Un mix de remolacha y verdes. Pero sin batalla generacional. Hay que decirlo. Sin corte manifiesto por ese lado. En el ’87, los cuerpos y las mentes de los compañeros sobrevivientes setentistas todavía estaban jóvenes y dominaban esa y otras redacciones, los cargos importantes pero, con el reflejo de

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tantas batallas por los qué, siguieron insistiendo por ese lado, y se comieron la batalla que se iniciaba de los cómo. Llegaron las computadoras y el Pagemaker: un quilombo para los camporistas. Entonces vieron el diario amarillo y dijeron ¡bien!, porque lo vieron con títulos hechos con películas que les gustaban y para hablar siempre de temas que les resultaban familiares: La clase obrera no va al paraíso y dijeron de nuevo ¡bien!, ¡bien!, ¡Pe-rón, Pe-rón!, en fin. Se armó solito el consenso del que hablamos antes, no hubo que forzar nada, la melodía de fondo que había que bailar para entenderse con el mundo nuevo era más o menos simpática y no te iba a costar la vida, además.

Habrán tolerado groserías. Cómo no. Todos ellos tienen alguna para contar. Pero ellos mismos las perdonaron con una frase que recorrería todos estos años y se volvería la favorita de los edecanes del periodista e historiador. El gordo tiene esas cosas, viste cómo es, de modo que sus caprichos de estilo adquirieran una dimensión poética. Claro, quién se siente humillado así. Quién puede ver un grave compromiso a la verdad y a la seriedad de los hechos si todo pasa por el arrebato emocional de un artista. Si el otro es Orson Welles. Pensándolo bien, habría bastado con que Verbitsky, Pasquini Durán, Soriano, lo taclearan en un pasillo y le dijeran: conmigo no se jode. Con la patria del pueblo, menos. Pero andá a nadar contra corriente. Los más jóvenes —ahí sí el switch de generaciones—, vieron por otra parte la veta infernal que abría la prensa en materia económica, y sin laburar demasiado (un periodista no labura mucho, se exige tres añitos hasta acomodarse), por las rápidas derivaciones al campo empresarial, por las formas zigzagueantes de sus relaciones con el poder, con sus fuentes, por la rotación de éstas, los créditos del Hipotecario (casi toda la línea directiva periodística de Clarín, hoy, ligó un crédito ayer, lo cual nos enseña clarito cómo la base material determina las superestructuras), o la señal Política y Economía, única en el mundo, una señal de cable creada al efecto de articular la relación espuria de los periodistas de los medios gráficos con sus fuentes. Y se armó así una aristocracia de la prensa, módica, de corta duración, con sus contradicciones, pero que sumada a la expansión de la televisión y de los cables movieron cantidades industriales de chicos de las categorías 65 a 80, mayormente, a estudiar en los Institutos de Menores Periodísticos como el TEA o la carrera de Comunicación.

Los cuales, esos chicos, ahora están a cargo y editan ese diario, entre otros medios, y llevan en sus oídos editores la maravillosa poética lanatiana de boludo, qué carajo significan los puntos suspensivos. Y que aceptan para quedar de una pieza. Para no ser un loser, que es tan importante no ser un loser. Y ser aceptado. Andá a ser el aguafiestas, el emo de los cumpleaños de los colegas. El que no le gusta nada. No te invitan más y ponen toda la noche el disco con la banda de sonido de sus vidas: Keep the party clean. Tengamos la fiesta en paz, como le traducen siempre a Galtieri.

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Con el diario, al final, no pasó nada. No vende un pomo, no está en los bares. No se lo espera a ver qué dice, porque nadie sabe bien si le están hablando. Si lo están interpelando, como se dice en la facultad. Y, claro, no se sabe si es en joda o si es en serio lo que se publica, y así: ¿quién compra dólares? Una lástima. Porque el pobre mercado de lectores de la Argentina se pierde las buenas notas que se publican en la revista de los domingos y que quedan tapadas por las bromas de cabaret nazi que se hacen en la tapa, por el sexismo brutal y por algunas mentiras publicadas con banalidad antes del último subte. Terrible, porque el pobre y decreciente mercado de lectores se pierde notas como las de Susana Viau y, entonces, es más pobre y es más decreciente.

Susana, en una punta simbólica de la redacción. Una mujer que se acuesta a ver en cable El tercer hombre y siente un ruido en la cabeza y se levanta de la cama a leer el libro original y siente otro ruido y no se puede dormir hasta el amanecer porque se queda leyendo la historia de unos ambiciosos que no pueden dominar el impulso de la guita, traficantes de penicilina, hombres desesperados, sin continente, sin horizonte moral. Y luego escribe con la suficiente habilidad, y con todas las horas que hacen falta para desplegarla, como para que un ex Juez Federal millonario y un empresario farmacéutico, miembros de la sociedad propietaria de Crítica la saluden en los pasillos sin advertir que Susana también se los cargó a ellos. Cuando parecía que no, que sólo hablaba de la noticia de la semana.

Pero fuera de eso, poco, poco. Debe tener su tráfico en Internet, el site de Crítica, cómo no, pero con el Firefox cualquier cristiano abre 30 pestañas al mismo tiempo mientras espera que se le haga el café. Por las dudas, o porque sí, o porque es gratis, abrís Crítica; por las mismas razones abrís Infobae, también. Son páginas que abrís sin esperanza, sin emoción. Distinto a la movilización afectiva de abrir el blog de Artemio, por mencionar uno, pero uno de pocos, tal vez el mejor ejemplo de cómo un hombre, en su plenitud intelectual, puede usar un recurso, Internet en este caso, Internet en estos años, para dar cuenta de lo que ama, digámoslo: la patria; sin dejar de presentar un estado del arte de lo que es ese amor para él pero también para otros, y divertirse con lo que esperan que muestre, encuestas, los porcentajes de sobrevida que tienen los hombres públicos, y anotar al margen sus gustos musicales y presentarnos también el amor por Igor, su ovejero. Un abrazo a Igor. Por eso no da que se jacten los que hacen el site de Crítica. El tiempo perdido en Internet todavía no se factura, cuando eso ocurra veremos la verdad de las cosas.

La Internet 3.0 registrará, si hay suerte, si la sensibilidad promedio de sus programadores nos da la chance, las distintas temperaturas de los internautas y los efectos del tráfico por la red. Así

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como el Facebook 3.0 debería registrar todos los malentendidos de la vida dejando atrás esa linealidad que despierta la fobia de los apocalípticos. Para entonces, los amigos que nos chatean por la tarde desde la redacción deberían poder leer en sus perfiles personales: Soy amigo de Galtieri pero no me gusta que me maltrate, que me estaquee, que se burle de mi educación. Y que dé el próximo Facebook la chance de armar grupos donde esté bueno hablar de estas cosas.

Con el diario, compañeros, volvamos a los borradores, no podía pasar nada. A todos los que nos preguntaron antes de agarrar el laburo se lo dijimos: es muy difícil hacer algo importante, trascendente, con las retaguardias. Las retaguardias están para hacer el mate cocido, para acomodar los ataúdes en el Hércules. Es así. El diario iba a ser una nueva plataforma cualunquista, siempre corriendo de atrás a la sociedad, con editores que iban a terminar leyendo Clarín, todas las mañanas, para saber dónde estaban parados y configurar desde su tremenda inseguridad la agenda periodística. Todo para no comerse nada. El miedo más grande de un retaguardista, ¡el colmo de un retaguardista! Que, pese a estar bien atrás, donde están las mamás y las enfermeras, lo agarren por la espalda. Y el pánico de ese cuerpo de editores a no haber escuchado bien las consignas de Galtieri, las órdenes que se filtran en el casino de oficiales de la planta alta. Desde la otra punta simbólica de la redacción.

En el cuerpo de editores del diario predominan recursos humanos conservadores, temerosos, con Fiorinos, gente respetable, atención, excelentes padres de familia, como decía Guillermo Nimo, con los que compartiremos geriátricos, si dios nos da salud, pero bueno, gente leal al pasado, a lo instituido, más que nada, y obediente de las oratorias televisivas. Muchachos iniciados en el diario 12, algunos de ellos, quién diría, con todo lo bien que se habló siempre del 12, que han esperado años, que han juntado coraje, con persistencia pero con cuenta gotas, para decir vamos al corte o después de estos auspicios, con nosotros, Marta Minujín, y hacerle una entrevista feliz a la drogadicta del régimen que hace torres con sánguches de miga. Qué vamos a hacer. Otros, en ese cuerpo editor, educados por la editorial Perfil, formateados en el periodismo de primero la tapa y después vemos, y que no desarrollaron ninguna contradicción con el método, insensibles, además, a la idea de que la historia de los hombres hace la trayectoria de una serpentina y que sólo así merece ser leída. Con ellos evidentemente se podía hacer este diario que hoy no se compra en los kioscos. Que no está en los bares, los templos de los alfabetizados, y que nadie espera. Y que todavía se puede hacer peor. Por la simple saturación que irán evidenciando los más entregados al proyecto. Y como consecuencia de la deserción de los cuadros mejor educados. Porque desertarán.

¿Tenemos que dar nombres propios, tenemos que decir éste, aquél, el otro, los nombres de quienes sabemos que abandonarán? ¿O los nombres de los entregados a la causa del abordaje periodístico de cabaret para los temas de género? ¿Los nombres de quienes se

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plegarán al movimiento revisteril? ¿Tenemos que poner sus nombres en este frontón para que los googleen y se les caguen de risa los hijos, cuando crezcan, cuando entiendan dónde estuvo papá, cada día, cuando el país consolidaba su inviabilidad? ¿Que papá, o mamá, porque hay mamás también en el emprendimiento, favorecía hacer chistes sexuales en las páginas de un diario para desvalorizar a las mujeres? ¿Que papá, todos los días, empobrecía el panorama cultural?

Hablemos de Galtieri. Del vértice filoso de la otra punta simbólica. Del coronel periodístico de mocasines, educado en la escuela de la pirámide invertida y que rechaza los gerundios y la insubordinación gramatical. ¿Conocen más gente así? Un hombre con fuerte lealtad personal con el pasado y la cosa pueblerina, fuerte culto al padre, el perfil de Hernán Figueroa Reyes cantando La Pomeña, ¡porque te yooooban, Euloooogia!, con fuerte parentela estética con Joaquín Sabina, también, con Juan Serrat, con las fábulas de Eduardo Galeano. Con esa gente. Pero con la Colt 44 en la cintura.

Este cowboy subtropical, su línea media y la melodía de veinte años que cantan, iniciada en el 12, el suplemento juvenil de un diario serio, como alguna vez lo definió el doctor Sidicaro, otro abrazo, hicieron posible que esta monumental inversión de recursos económicos y humanos, que es un diario, haga la tabla del cero cada día, para decepción de los amigos que nos chatean amargamente por las tardes y a quienes esperamos de este lado del río en cuanto puedan cruzar.

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Escribimos el fuck hondo que podemos. De qué vamos a hablar. Si armaron una ciudad, con unas experiencias de clase que ha implicado el desfile de un millón de vecinos, aunque sea diez minutos, por el CBC, como se puede apreciar en cualquier pelotero de cualquier restaurante en el que cualquier padre le refiere el panóptico a cualquier niñera que dice claro, y dice obvio, grosso Foucault; una ciudad en la que media sociedad civil se anotó en el Rojas para hacer algo, y la otra mitad lo consideró, porque en todas las familias de la clase media de Buenos Aires, uno de los hijos también pasó por el TEA, por el DEPORTEA, o quiso pasar y porque en los bares donde nos constituimos a diario, en los comedores a los que vamos cuando podemos, y a los cumpleaños a los que todavía nos invitan vemos que la gente es tan dependiente de la industria simbólica que casi no se puede hablar sin decir nombres propios, que casi no pueden entenderse los invitados si no mencionan apellidos prestigiosos de las fábricas de envoltorios, de forros y, según los hogares, los apellidos estelares que se cantan, salvando esa época, ah…, que duró cinco años en que un solo apellido doble, Agulla y Bacetti, fue santo y seña en los livings de cien mil familias, que lo repetían porque sí, y eso fue lo más doloroso, que tantos inocentes mejoraran la visibilidad y el patrimonio de dos caraduras a cambio de nada. ¡Cómo distribuyó socialmente el interés por la forma ese dúo histórico! Cómo establecieron los exactos términos de la salvación. Esos palurdos con macs y zapatillas de colores.

La industria del entretenimiento, vistosa y pujante en los años noventa, fue la lucecita de esperanza del cardenal Samoré para muchas familias de clase media, para que sus hijos pudieran progresar, cuando ya no se podía progresar. Más que nada los hijos menos afectos al estudio. Y les pagaron las cuotas de los institutos y, aunque pronto descubrieron que la inserción de los chicos en los medios no iba a servir para el mejoramiento patrimonial, porque la vocación de empresario que se requiere para saltar el corralito de los asalariados no se arma en dos años, ni de grande, advirtieron también que los medios los compensarían de manera eficaz, lo que es decir, de manera simbólica, porque el fuerte de la promesa de los medios, para sus trabajadores, es la dimensión imaginaria, la importancia pública y el reconocimiento que sus vecinos les transmiten.

La fascinación popular con los periodistas, para usar un genérico que podría contener también al que atiende los teléfonos en el programa de una radio pentecostal, respondía al feeling de que integraban un sector dinámico de la pobre economía nacional y que además, por pertenecer a él, le aseguraba al chico y a la chica, a los aspirantes a soldados de una radio, de un diario, de un canal, la proximidad con los círculos de poder que la violenta segmentación

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social y la pérdida de espacios urbanos interclases habían vuelto cada vez más lejanos e inalcanzables para las mayorías. Los círculos de la política pero también del mundo del espectáculo o, del mundo del espectáculo pero también de la política. Porque así en ese orden es como se ajusta más al morbo y al entusiasmo con que eran percibidos. Y como la plaza pública fue cedida por las élites más comprometidas con la verdad y el progreso –que fueron siempre la política y la universidad–, los periodistas coparon el escenario, multiplicando así su importancia y atractivo para las masas. Además de informar y manipular la información, lo que la prensa hizo siempre, se convirtieron en voces esperadas para arbitrar en decisiones importantes. Fueron y son, también, sicarios de guante blanco. Si en Francia ciertos debates como el del genoma tienen como últimas palabras las de los científicos, en la Argentina, los argentinos quedamos, en un día bueno, en las manos de Adrián Paenza, un comando tecnológico de Fantasy, para decidir qué nos conviene más. Pero si es un día malo, como suelen ser la mayoría de los días en el tercer mundo, y no tenemos suerte, los temas graves recaen para el análisis y el dictamen de Investigaciones Klipphan.

Redundemos: las carreras de Comunicación y de periodismo de las universidades públicas y privadas, de los institutos terciarios, no reventaron sus localidades durante los últimos veinte años por la irrupción misteriosa de dos generaciones de locos con necesidad de contar historias del presente. Son pocos los casos de jóvenes motivados por la espesura narrativa que puede dar la vida pública. Buena parte de ellos son los así llamados, precisamente, periodistas narrativos. En ellos tal vez se encarne la paradoja de la época digital, porque podrían desplegar su vocación, su arte, su vanguardismo, sin entregar libras de carne mental a una máquina vieja, del pasado, como es un diario de papel y prescindir en un solo movimiento de patrones y editores. Vivir afuera. Sin Galtieri. Si quieren decir algo, los narrativos podrían mandar mails largos, postearlos en un blog o filmarse leyéndolo y subirlo a YouTube. Se deforesta menos y el impacto cultural será mayor y de más largo alcance. Claro, de qué vivir, es la pregunta inmediata. No tenemos respuesta.

Para el resto de la prensa, para los que no narran ni quieren narrar, para los que todavía no saben lo que quieren con ese trabajo, y para los que tienen una distancia cultural y afectiva enorme con el objeto al que frecuentan a diario, la sociedad, la política, la política internacional, su inserción en los medios fue el efecto de aquella idea de que en los medios pasaba algo que podía salvar el tiempo vital que se va a consumir manteniéndose parados en el mismo lugar social. Pero, bueno, esta realidad, compañeros, ya es pasado. Ya es carne azul colgada en la heladera. Porque la matrícula decreció monumentalmente en la carrera de Comunicación en los últimos dos años. Porque los jóvenes quieren ahora diseñar ropa. Necesitan diseñar ropa. Ser Trosman, por derecha, o Churba, por izquierda.

Los malos salarios y la creciente paraguayización de los medios realmente existentes sepultan entonces la fantasía de un oficio, el periodismo que, es justo decirlo, puede ser bastante lindo, de lo mejor

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que hay para hacer en los países contenidos bajo el universal capitalismo y democracia. Un oficio que, si te preguntan, consistiría en contarle a los demás, que no pueden estar en todos lados, y lo mejor posible, lo que pasó ayer. Y que cuantos más puedan contarlo y cuantos más puedan contarlo mejor, harían de las conversaciones públicas plataformas más eficientes para el progreso de la comunidad.

Nombres propios de esta época han contribuido a la decadencia. Agarrémonos con los más poderosos, con los que tienen más musculitos, que es la única forma de no ser la señorita del pabellón. Albistur y el fenomenal Alberto Fernández que inventaron medios porque hay pauta para dar y de la cual morder, que botaron barcos factoría como los de Sergio Spolsky para hacer siete revistas y diarios, suplementos e inserts, todos con el mismo personal, que escribe los mismos textos, porque el negocio no es que se lea y se gane dinero por el efecto de haber dado en cierto clavo de cierto gusto popular, sino porque el negocio es la pauta publicitaria estatal que no está asociada a ningún criterio de ejemplares vendidos o de compensar las desigualdades materiales que algunos medios tienen respecto de otros. También así se domesticó la ilusión de un oficio y ya son los propios periodistas que nos chatean amargamente a la tarde los que adquieren una conciencia fuerte acerca de la baja calidad de lo que hacen, de lo que hacen sus compañeros en los escritorios vecinos y de la escasa utilidad pública de su trabajo. Les cuesta la conciencia de clase, eso también, porque sería el acabóse. Constituirse como parte de un colectivo que reclame un piso, no sólo salarial, sino de los términos aceptables para hacer el trabajo es una muestra de debilidad flagrante en una redacción. Te hace menos competitivo a los ojos de los demás, si este gil fuera bueno, no estaría llorando por plata o porque lo traten mejor, se piensa desde determinados escritorios. Pero ya se van a mirar al espejo, más grandes, más boludos y, si estiran el razonamiento puede que se vean viejos y resentidos, cruzados por las sondas en la terapia intensiva, atrapados en esas camas tremendas con pedales de fierro, viendo cómo el balance entre lo que recibió y lo que dio da mal. Da para atrás.

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Queremos también decir esto: es insoportable que la prensa se pueda meter con todo el planeta, con toda liviandad, pero que meterse con la prensa, aún tomándonos el trabajo, aún componiendo durante días y días, sea equivalente a un acto demente, vandálico o, más favorablemente pero no menos falso, de un extremo coraje. Si los tipos no tienen fierros, ¿qué es lo peor que puede pasar? Que no te contraten es un problema sólo para el que quiera trabajar con ellos. Para el que no quiere o para el que ya no quiere hacerlo, es igual a nada. Para el que no, la prensa es un tema de conversación más. Un tema que es atractivo por todo lo que venimos diciendo acerca del papel tutor que ha ejercido el periodismo en todos estos años. Y quién no quiere leer sobre el tutor. Quién no quiere saber los secretos de la institutriz. Es el teorema del morbo de Baglini: más cerca del poder están los personajes, más querés leer sobre ellos. No sentimos, entonces, nada parecido al ejercicio temerario en esta acción. Casi somos parte del sistema. Somos el Ying del Yang, el clu del clán. Nos sentimos livianos y firmes, con los pies en la tierra, sin desequilibrios, sin fantasmas. Algunas de las personas más buenas y lindas que conocemos trabajan en la redacción del diario Crítica y los queremos prósperos, felices y concretando su vocación que no es sólo ser periodistas, madres o padres, sino contribuir a un país mejor, más justo y más solidario. Que es difícil, acá y en cualquier lado, pero por qué no probar.

Ese es, entonces, nuestro negocio: la conversación. Nuestro negocio de toda la vida. Somos relatores de una época sobrerelatada y que, por ello, tratamos de abrirnos paso de la manera más eficiente. Nuestro lema es: o nos matan o nos dejan pasar. Y entonces pasamos también a los tiros, por las dudas. Qué va a hacer. Aun si nos va mal en esta vida, esperamos resultados en la posteridad. Así de optimistas. Y si ahí tampoco sumamos de a tres, no nos vamos a enterar. En estos primeros borradores del fin del periodismo estamos contando la historia de una transición, el pasaje del bronce al barro de un oficio hermoso. Y, en ese sentido, el salto de Jorge al Teatro de Revistas nos hizo pensar en eso. Nosotros no lo empujamos a las tablas. Él generó la noticia. Él, Lino y Ricky Pashkus. Los gordos y el flaco. Abbot y Costello/Costello. Para nosotros fue simplemente morder la medialuna de Wilson, el uruguayo del kiosco de Página, y que la memoria hable. Nos acordamos de unas cosas. Pensamos en otras. Nos preguntamos qué, por qué, cuándo, dónde, cómo. Usamos el instrumento. Disculpas a quienes se sientan mal por estos borradores. Tómenlos como borradores. A la mayoría que nos felicita y asiste al espectáculo revolcado en su silla comiendo palitos salados y haciendo buches de whisky mientras baja el cursor con el índice, con la misma ansiedad con que le meten fast forward a una porno, bueno, les decimos que visto así nos irritan mucho. Por algo que Huili Raffo

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dijo alguna vez: No queremos proveer esparcimiento para amigos nominales que nunca harán lo propio en su terreno. Un texto, el de Raffo, que debería ser de lectura obligatoria en las escuelas de superhéroes.

Cuando nos acordamos de cosas, nos acordamos, por ejemplo, de sapos. Por eso escribimos, para ordenar un sueño. Si a un sapo lo sacás del agua fría y lo echás al agua hirviendo, distingue el brutal cambio de temperatura, y entonces salta del agua y salva su vida, pero si lo echás en agua fría, se ríe el sapito, porque no se aviva que se cocina hasta el hervor y crepa. Pobre gaucho. Lo que vemos es que, al no pasar nada con el diario, Jorge parte al teatro de revistas antes de cocinarse ¿A vivir entre bailarinas? Es la forma más blanda de verlo, porque es la que lo asegura en el mito de hombre inesperado e inesperable que hace lo que se le canta. (No tenemos un problema con el teatro de revistas, tampoco. Nos pasaríamos un año en camarines con un sombrero de bombín y zapatos de payaso. Por dios, lo haríamos, lo haríamos. No seamos hipócritas) Pero salta Jorge a salvar, con esta extensión de línea su marca, que, obviamente, no debe perder valor si aspira a la permanente puntera de góndola. Y como todos vamos al supermercado, como los amigos que nos chatean amargamente a la tarde van al supermercado y son tan influenciables por la publicidad y el marketing como cualquiera, vieron su yo afectado por la decisión de Jorge. Sintieron, como ya dijimos, el clic. Lo que sintió un acopiador de tabaco virginia cuando Philip Morris hizo un fuerte pase de capital a su negocio de lácteos. Sintió que el faso a la larga no va más.

Sintieron, nuestros amigos, que si el diario se encontrara en una situación dominante, el jefe no se iría ni en pedo antes del cierre a hacer otra cosa. Postergaría ese gusto. Porque el cierre de un diario es mítico. Es un no va más, si nos equivocamos, nos equivocamos; si la embocamos, qué quilombo se va a armar. Hermoso, realmente. Un gran momento. Que el jefe resuelve perderse porque no siente que su presencia mejore o empeore el producto. Porque el jefe ya no la quiere pelear. Porque el producto fue tocado en el hombro por la parca de la obsolescencia. Al contrario, en el otro escenario escuchará los aplausos que no se sienten en la caja de zapatos de una redacción, sentirá la emoción de la doble o triple salida a saludar, agarrado de la mano con Lino, con Ricky, bajando la cabeza, un poquito, en su caso como yéndose, como qué hago acá, haciendo la gauchada de saludar en medio de una investigación sobre el dinero del poder o cosas que suenan así.

Insistimos, en esta quinta parte de los borradores, llena de justificaciones que serán eliminadas en la versión final, que con él no hay ningún problema. Le mandamos un abrazo. Nos consta, además de todo lo bueno que ya dijimos, que es un buen tipo si entendemos por eso, y por exagerar, que no nos va a entregar a los nazis, en caso de cuarto reich, y que si le preguntan va a decir que nos fuimos para allá, cuando él nos vio correr para otro lado. No se puede decir lo mismo de todo el mundo. Digamosló en su honor. Digamos también que no se puede vivir haciendo complicados ejercicios contrafácticos

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para callar, y justificar el silencio en forma permanente sobre los temas públicos. Digamos también que en la cultura occidental, la idea es que el capitán abandone último el barco, que el sheriff sea el último en escapar por la terraza del saloon. Digamos que eso también afectó el yo de los amigos que nos chatean por las tardes. Y amargamente.

¿Por qué doblan las campanas? Porque las van a guardar. Es así. Es un fin de régimen. Lo dice Agulla y Bacceti: Cualquier papá sabe que un chico se pasa prendido a la computadora ocho horas y tiene la tele prendida al lado como si fuera una radio. Y ni siquiera habla de los diarios. Tal vez no crea que existan. El fin de la prensa de papel, por lo demás, es universal aunque la intensidad que le ponemos para tratarlo aquí es argentina. Esto no se puede controlar.

Y, obviamente, esta conversación es el microclima de dos mil tipos interconectados por el gtalk y el Facebook. Para Tati, el chino del autoservicio frente a mi casa que lee noticias en diarios mimeografiados en mandarín que son dieciséis hojas oficio dobladas a la mitad y de color rosa, esta historia no es nada. No es nada para mi profe de Body Pump que se compró un cardiómetro para arrancar de personal trainer la semana que viene y que lo está seteando, ahora, enfrente mío, en el Piacere. Nada tampoco para Ilda, a quien veo entrar al bar en este mismo momento, que me viene a buscar las llaves de casa, la chica de Asunción del Paraguay con la que tercerizo las tareas hogareñas que me permiten tener el cerebro encendido muchas horas por día. Y vivir de la cabeza.

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Hablemos de cosas lindas. Hablemos de fuentes periodísticas, que es algo tan, tan importante que en las carreras de periodismo ha llegado a ser una materia en sí misma. Las chicas de la UB, de la UP, de la UTDT, toman Rivotril antes de rendir Fuentes y los chicos se presentan directamente al segundo llamado. No, me van a hacer mierda. Dicen y se quedan en la cama hasta el mediodía. Después de almorzar preguntan por el gtalk a los más valientes cómo les fue y qué les tomaron en Fuentes. Se ponen diarreicos ante la idea de tener que exponer sobre una fuente informal.

Una fuente periodística es, digamos, tanto un lugar físico o virtual, como no, como simplemente aquel mamífero cuadrúpedo vertebrado, parlante o no parlante, de cualquier sexo y factor rhesus, del que un jornalista obtiene la información necesaria para hacer sus artículos. Sí, así es exactamente. La hemeroteca del Congreso es una fuente periodística. Google es una fuente periodística. Wikipedia es también una fuente periodística. Cualquier tumor de bytes que flote en la red y que disponga de un agujerito blanco rectangular delineado predominantemente en negro y que diga en su parte inferior search es una fuente. Se pueden hacer notas sólo disponiendo de ese recurso técnico más un cable de la agencia Télam que tenga el elemento informativo del día que justifique la publicación de un nuevo artículo. Y, sin el cable de Telam, también se puede hacer. Basta ir a Google News y ver qué es lo último. Esto, obviamente, ha contribuido mucho al abaratamiento, no sólo económico, del producto periodístico, así como también a su multiplicación lumpen en la forma de diarios gratuitos. Todo lo cual ahonda el desprestigio de un oficio que, si bien fue fácil siempre, conservaba hasta la universalización de Internet cierto misterio en su ejecución diaria. Ahora requiere de una muy mínima alfabetización digital. Ahora el recurso humano puede ser más virgen y más barato. Los amigos que nos chatean por las tardes lo saben bien. Se preocupan por eso. No quieren ser los sapos del siglo inalámbrico calentándose hasta morir en una redacción.

Pero el tema de esta reunión era fuentes, sobre el que podemos hablar aún en presente por encontrarnos en el límite de la historia entre lo que fue y lo que ya será de otro modo. Aunque cabe un poco el desorden en que presentemos estos temas porque como decimos en el título estos son, compañeros, borradores. Ya iremos en busca de la gestalt de las palabras y las ideas. Pasemos entonces a considerar las fuentes humanas: lo más interesante del asunto. En el negocio se habla de fuente, buena fuente, muy buena fuente, gran fuente y mala fuente. Después de mala fuente viene: es un pelotudo. Una mala fuente es alguien de quien se espera que sea fuente porque que ha sido formalizado como tal por la institución o por el que dispone del recurso económico para rentarlo y que, sin embargo, hace el trabajo como el orto, juicio que no siempre es el mismo entre quien paga a la

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fuente y los periodistas. En el frente del país solidario, un ámbito que conocimos bien, un espacio que ha sido y será por mucho tiempo un gran bestiario para nosotros, además de la fuente de dolor que ya ha sido irreparablemente para la Argentina y –abrimos subordinadas– para las familias de los adolescentes que no pudieron escapar de un boliche de Once ubicado a siete minutos en subte del despacho de un intendente que llevaba cinco años en el cargo y que fue mal inspeccionado por una mala funcionaria que mal inspeccionaba todo, designada por recomendación de la hermana del intendente que mal designaba, la imperfecta Vilma, que mal recomendaba para mal inspeccionar con toda mala intención para que, así, como quien contempla un choque en una avenida desde un avión a dos mil metros, ver morir mal, de lejos, y sentirse, sin embargo, bien, y preguntarse, luego, teatralmente ¡quién fue!, ¡quién fue!, porque nosotros seguro que no, en casa, armando Rastis, estábamos, con los gordos y que –cerramos estas subordinadas– eso era el frente del país solidario, esa agrupación, esa asociación, que tenía como fuente formalizada, antes de convertirse en una máquina de mal inspeccionar, a Ernesto Muro, un gran futbolista, recontra macho, de bigote negro tupido de cobrador del ACA, y que había sido un redactor muy de regular para abajo en el diario 12, en la mejor época del 12, donde esas no cualidades se notaban más.

Escribir mal, así como escribir bien, no son inscripciones en el código genético que distribuyan aleatoriamente la habilidad o la impericia para la escritura en una generación. Es trabajo. Son horas, sentado, y la debida vergüenza que le impida a uno que aquello que se publique sea una porquería. Así, entre la dedicación y la vergüenza se hace un buen redactor. Muro, entonces, era vago o no tenía vergüenza. No estuvimos ahí, no lo vimos hacerse cronista. Pero sí, cuando lo conocimos, en el año 1996 después de Cristo, quisimos saber más sobre él dado que iniciábamos una relación y, al igual que hoy, que cuando queremos saber más de alguien los buscamos en Facebook a ver de quién es amigo, a ver qué serie de televisión le gusta y cuál es su frase de cabecera, bueno, hace diez años, uno le pedía el sobre a Aarón con todas las notas escritas sobre tal persona o, si era escritor del diario, con todas las notas escritas por tal redactor, como por ejemplo las notas escritas por Ernesto Muro.

Aarón Cytrynblum, hermano de Marquitos, el célebre Papito de Diario de la Argentina, la gran novela de Asís, es un tipo bárbaro, ansioso, obsesivo y amable. Era el jefe de archivo de Página/12. Del 12, como le decimos aquí, cariñosamente e intertexteando, o como se gerundie un intertexto, a Fogwill. Así, en una tarde, con la ayuda de Aarón, nos leímos la obra periodística completa de Ernesto Muro. Hombre de muy pocas palabras en su vida social, la obra de Muro estaba saturada de dijo. Todos eran sus dijos. Con afirmó en los cuartos párrafos cuando el autor, Muro, se ve que sentía el mono tono y, leímos el ministro se explayó, en algún artículo el día que Muro llegó de un desfogue histórico. No mucho más que las cincuenta palabras con las que hizo periodismo –y que pueden ser todas las que hacen falta para hacer periodismo– le alcanzaron luego para hacerse

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entender con los periodistas cuando pasó del otro lado del mostrador, como se dice siempre. Cuando no se hizo entender, tampoco se hizo un gran problema porque, finalmente, trabajaba a la sombra y apañado por una figura pública emergente, el Chacho Alvarez, que era dos veces menos cordial que él y que, así y todo, con ese talante, con esa misantropía que tantos nuevos pobres y tragedias le trajo al país, aspiraba a la representación popular. No más que cincuenta palabras le bastaron a Muro para ser una mala fuente. Para ser, según algunos, un pelotudo.

Muro había estado sometido a alguna suerte de disciplina militar en su juventud, antecedente que acentuaba el contraste con la inmensa mayoría de personas con las que debía tratar en el campo del periodismo y en el propio campo del frente del país solidario que no habían hecho siquiera una colimba blanda. Perfectamente se puede decir, entonces, que el Chacho lo reclutó cuando Muro hacía informes desde el Congreso para el 12. Se trataba del mismo dinero, o más, a cambio de dejar de sufrir en una instancia del orden social y económico, la redacción de un diario, que superaba su nivel de instrucción y pudo, entonces, Muro, desarrollar su sentimiento armamentista, su concepto feroz de disciplina y ponerse al servicio de un nuevo general, reservado, reservadísimo, con un único garrón observable: redactar gacetillas y mandarlas a los diarios. Y llamar, después, para ver si las habían recibido, ritualmente, a las seis de la tarde, y anunciar, todos los mediodías de dios durante los cinco años que siguieron a su reclutamiento, con un telefonazo siempre urgente las ciento nueve mil conferencias de prensa que dio Chacho en el Hotel Castelar. Incluida, la más importante de todas. La del día que Alvarez se borró, que actualizó su estado a renunciado, a superado, por lo tremendamente incómodo y, cuando no, aburrido y, cuando no, completamente al pedo que es intentar gobernar este país. Nuestro país, como nos corregían los maestros.

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Ahora juguemos al péndulo y hablemos bien de Muro. Enumeremos: lo podemos recordar. Ya está. Eso es todo. Eso es lo mejor que podemos decir de

Ernesto Muro. Que lo podemos recordar. Que su personalidad compleja, como de sargento criado sobre un bote en el Pilcomayo y con un padre mudo, y su módica producción cultural y política, no le impidió ganarse un lugar en el olimpo que nuestra memoria ha reservado para los hombres grises del frente del país solidario. No de todos los etiquetados en ese álbum podemos decir lo mismo. Eso mismo que hoy decimos de Muro: que lo podemos recordar. Lamentable para aquellos que son y serán olvidados por los que estamos dispuestos a hacer algo con el recuerdo y a contar la historia. En la que no figurarán. En la que serán sólo fondo. Nosotros, los dispuestos al recuerdo y a contar, estamos interesados, por sobre todas las cosas, en el progreso de la especie, queremos que lo sepan los inocentes que nos leen, todos los que todavía no han visto nada; y en lo nuevo, estamos interesados en todo lo nuevo que haya para decir, para ver, para oír. Metas civilizadoras que requieren, como mínimo, evitarle al país nuevas tragedias. Evitar la tragedia de un nuevo frente del país solidario. Que las futuras generaciones puedan sortear el doloroso accidente en cadena de un nuevo grupo de los ocho. Que se formará, por dios, se formará.

De este lado del río, insistiremos tanto y tanto sobre este punto como para que en el futuro todas las películas de terror requieran de un grupo de los ocho para meter miedo, hasta constituirlo en verosímil obligatorio, marca de género, como ha requerido, hasta ahora, la industria del cine, de hombres feos y monstruosos, con colmillos, con jorobas, con quijadas, para representar el pánico, el miedo a lo desconocido. Hasta ahora. Porque serán ocho los ojos mochos de las próximas fantasías de susto, ocho los venenos empapelados con gacetillas de prensa, ¡laas moo-miass! haciéndole denuncias a Alderete, que no se le han negado a nadie, subiéndose a colectivos, presentándose como buenos vecinos en casas de pasta de Villa del Parque y luego, zas, echándose en el living de la gente a tomar del bar, a llamar a prostitutas, mientras los chicos tratan de abrir la puerta, muertos de calor y de sed, sin aire, en el playroom, y no pueden salir. Los chicos no pueden salir, no pueden. No pueden.

Muro sobrevivirá en la ficción de los filmes organizando las conferencias de prensa vestido de hábito negro con capucha extra large, como un monje trapense del Apocalipsis, repartiendo comunicados con los que los ocho estarán salvando, en la película, a la patria. Pero no de sí mismos. Salvándola con comunicados. Si nos esmeramos lo suficiente, Muro será una ficha en el Wikipedia 10.0. Y parece que nos esmeraremos, y que los esmerilaremos, porque hay un ruido de fondo en la argentinidad, en la criollez, que nos permite

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alucinar que todavía hay algo que está rojo, que todavía está abierto y sobre lo que se puede echar aceite, romero, ajo, lavanda, para que se absorban y se cocine el cordero como más nos gusta, tres horas con el horno a 240 grados. Todo el procedimiento de intervenir sobre lo vivo, o al menos sobre lo rojo, aunque sólo esté vivo o rojo en nuestra memoria, nos hace mover la patita, nos hace palpitar. Como AC DC a la mañana, como Leonard Cohen a la noche. Así que lo que está vivo o muerto en nuestra memoria allí permanecerá, vivo o muerto, para siempre. Porque nosotros somos los dispuestos a destilar y a ventilar nuestras ideas e impresiones. A no guardarnos nada. Los dispuestos a dar fe de que se extingue lo que tanto amamos. Y nos apena tanto, tanto que se extinga lo que amamos que, como hijos responsables y agradecidos de esta tierra, nos quedaremos hasta cerrar el boliche. Vamos a ser los últimos en irnos del entierro. Daremos, tal vez solitariamente, por finalizada esta epopeya confusa, este intento hermoso de hacer un país y de no haberlo logrado. Somos los que vamos a empujar la tierra con las dos manos para tapar el pozo, partidos en dos del llanto, porque somos la última generación que acá cantó el himno con respeto, sin erutar en el estribillo.

Hasta que la inviabilidad muestre su nueva cara de muerte y destrucción nos quedaremos en el office escribiendo. Con las tremendas ganas de hacerlo y con la obligación autoimpuesta de que esto nos saque de pobres. Ni en pedo debe ser esta una actividad de perdedores o de perdidos. Que sea la actividad cancherísima que es. El esfuerzo que sólo debe ser realizado con el escritor envuelto en terciopelo sentado sobre sillas soft, con aire, con ruedas que vuelan. Tendríamos que ir ya mismo a señar un descapotable, hermanos. Escribir y comer arroz con atún a la noche, escribir y tomar café con leche y pizza fría a la mañana, no pueden ser combos cerrados. Porque si en nuestros borradores vamos a hablar de gente que gana ocho mil dólares por mes haciendo la prensa del MERCOSUR, no sólo no merecemos menos, sino que no nos conformamos con menos. No te podés exponer a que uno de estos forros de los que hablamos las últimas semanas y que han contribuido a fundir el país y, sino a fundirlo, a hacerlo más desconfiado, más intransitable y más invivible, y que han hecho todo lo posible para que seamos la última generación que cantó el himno con respeto, nos amasije un día con el auto y terminemos olvidados en un nicho del Cementerio de Flores. No da. Este gasto inmenso de energía que hacemos, merece un homenaje en vida. Porque el Word no funciona solo. Hay que cargarlo. Y no somos de familia de guita. Tenemos que comprar las horas que hacen falta para escribir. Que las compramos trabajando. De lo que

nos gusta, ¿EH? No es que sufrimos, no queremos engañar a nadie. Hacemos bastante lo que se nos canta. Vivimos de lo que se nos canta el orto. Pero queremos más. Queremos salir de pobres, ahora. Bien, bien saliditos. Porque del entierro de la patria nos vamos a las Seychelles.

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Volvamos, sí, ahora, al tema de nuestro pequeño seminario iniciado en la sexta parte del primer borrador del fin del periodismo. Hablamos ya de una mala fuente, el caso de Muro, aunque ciertamente se puede profundizar en futuras entregas. Hablemos ahora de una buena fuente. Una buena fuente es alguien feliz de ser una fuente, no un insatisfecho con la posición social de fuente. Se trata de alguien ensimismado con el proyecto de ser fuente, entregado al oficio, optimista en general —porque un melancólico es mala fuente— con una agenda cargada y siempre asociada a aquello que provee informativamente. Lleno, entonces, de reuniones políticas, de cafés pendientes. Una buena fuente actualiza su estado un lunes a la mañana diciendo: empiezo una semana llena de reuniones. ¡Bueno!, pensamos, nosotros, pero cuánto nos gustaría desactualizarte. Podés quedarte mirando dibujitos, loco. Sabelo. Va a ser lo mismo. Pero al menos tiene su agenda secreta la fuente, eso es importante, no está sólo para ser forro de los demás. Tiene sus pequeñas ambiciones. Al tener su agenda secreta, multiplica el goce del periodista que lo frecuenta porque sabe que la fuente algo esconde, que por algo lo hace, y eso al periodista lo hace sentir bien, le gusta ver que capta una tramoya, y le gusta sentir la mala intención de las fuentes porque le calienta la mala intención de todo el mundo. La mala intención es y será noticia. Ese es el campo de la prensa: la mala intención, sus causas y consecuencias. Y la cosa argentina de ser un turro, ¿no cierto? Todo lo que funde con la tradición produce una hemorragia de placer. La idea de hablar con un turro o un turrito o con una tremenda turra, eso intraducible del ser nacional, es un polvo glorioso.

La buena fuente le resuelve el día al jornalista sin generarle ningún conflicto adicional. Sin la necesidad de chequear una segunda fuente que puede estirar tanto el regreso a casa a mirar televisión. Una buena fuente cuenta, con mucho criterio cronológico, una reunión del Consejo Metropolitano del Partido Justicialista y le dice al jornalista, que anota, que Alberto Fernández llegó a la cita con Juan Manuel Olmos y no hay que preguntarle quién carajo es Olmos porque la fuente ya te dijo que el gordo Olmos es el dos de Víctor Santa María, o sea, el que le lleva el bandoneón al representante de los encargados de edificios al que nunca le encargaron un edificio y que es, pobrecito, tan dado a lo cultural. Y te dice, la fuente, entre quién y quién se sentó Alberto, y qué fue lo que dijo esa eminencia caída en desgracia, ese turro, en la reunión del Consejo Metropolitano. De menor a mayor, todo lo que se habló, distinguiendo entre: lo anecdótico, lo importante y lo muy grave.

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Volvamos a la redacción de Crítica, a la sede de la contrarrevolución en la calle Maipú. Donde lo mejor del último diario de papel es el porcentaje de recurso humano contratado que todavía ambiciona trascender su tiempo con las palabras, contar la historia, hacerla, ¡eso!, en todos sus detalles urbanos, suburbanos y villeros, registrando a las personas de arriba, de abajo y del medio, y que su meta profesional es decir todo lo que se pueda, pero lo mejor que se pueda. El principal activo del diario, en ese sentido, es tenerlos a mano y pagos. Ah, pero lo peor es la antipatía ideológica de los directivos periodísticos que les impiden hacer su trabajo con continuidad y que sus artículos queden bien rodeados. Lo peor de lo peor es la coreografía informativa unidimensional, la repetida provocación de volver grotesca cualquier escena pública. De desnudar con bromas o con denuncias permanentes que el mundo fue y será una porquería, como ya lo saben ellos, los directivos. Un método de análisis que ya está naturalizado en las veinte o treinta mentes que integran el cuerpo de editores de retaguardia junto a los redactores más sensibles a las ideas del padre fundador. Que vienen a contarnos, una vez más, un día más, que el mundo es un teatro. Que, nosotros, queridos Chichi Píos, como decía ese referente del cualunquismo, Tato Bores, fuente y parte integrante ideológica del lanatismo, no tenemos que creer tanto. Que los políticos, sindicalistas, presidentes de clubes, cualquier persona que represente intereses, son, además, truchos, porque antes dijeron una cosa y ahora dicen otra. O porque no dicen lo que de verdad piensan. Esa maqueta ideológica transportada, entonces, a todas las escalas de la vida pública que merezcan un artículo periodístico.

Irreflexión de gag corto, a lo Nik, sobre el poder político y sus distintas manifestaciones, y el titeo, la burla a lo Sofovich, a lo Lanata, a los hombres públicos, son los genes periodísticos predominantes que sólo admiten la competencia o asistencia de otro gen, el de la denuncia al estilo de Investigaciones Klipphan. Como si la relación entre política y delito fuera una novedad de estos últimos años y no la constante, inherente tanto a la política como a los negocios, desde el imperio romano, desde el big bang. Jorge, la historia que hoy le vamos a contar a la gente es la de un intendente que contrató a su hermano de director de higiene. Con Investigaciones Klipphan poniendo su bota sobre Vicco, sobre Pico o sobre Rico, la corrupción sumó un nuevo eslabón, la prensa. Además de comprar funcionarios, hay que comprar a los periodistas o a los jefes de los periodistas quienes, amenazantes, empiezan a hacer llamaditos. El periodismo de investigación es, más que nada, aumento del gasto público. (Volveremos sobre esto.)

Sobre el arte, los espectáculos y el deporte, en ese diario, todo el peso ideológico cualunquista también. En esas áreas se aplasta la

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herramienta crítica en el nombre de evitar lo aburrido. Para lograrlo, un artista de la televisión dirige las páginas de cultura, y para compensar se encomienda a intelectuales analizar partidos de fútbol. Con ambas cosas se camufla con simpatía un enorme prejuicio antiintelectual, al que se prestan sin resistencia, intelectuales atraídos por la famosidad que despide Lanata. En el primer caso, lo que parece una prevención contra la solemnidad de los especialistas termina siendo una vacuna contra el conocimiento. El clásico a mí no me hablés en difícil. Que tampoco funciona como disparador de nuevas y más simples maneras de ver las cosas. En el segundo, los intelectuales puestos a mirar fútbol ceden al hincha que quieren ser y logran que nadie los lea. Ni siquiera los intelectuales. Ni hablar de los hinchas realmente existentes. Estos intelectuales son animados por creencias sobre cuáles son las necesidades del mercado y cuáles las de su sobrevida y, entonces, escriben sobre cabezazos y corners con mucho gusto. A lo mejor lo hacen por una fuerte inseguridad respecto de quiénes son, tal vez hombres reservados y modestos (que llaman tan poco la atención) y esta es una oportunidad de mostrarse sociables, optimistas, ¡normales!; o es miedo, por qué no –si el miedo acompaña siempre cualquier cosa–, a volverse invisibles si no incorporan el elemento fútbol en su obra literaria, en sus perfiles de Facebook.

El locutor de la televisión tampoco puede hacer bien tele en la sección cultura y cede a ésta, tal y como viene envasada por las distintas industrias, sin volcar el contenido sobre la mesa de la redacción a ver qué más se puede hacer. Se regala, ¡con gusto!, a la máquina de referencias culturales dominantes. Hay que mirar Lost, se mira Lost, cuando todos los boludos de la Argentina corren a alquilar o a bajarse Lost. ¿Doctor House? House. Y así, en esa línea sin personalidad, sin pelea, sin tensiones, obediente de las modas, no consiguen ni la atención de Beatriz Sarlo que, en una caracterización de baile de club, podríamos decir que es una mina que da bastante bola, sino que tampoco entran en el radar de Beatriz Taibo. El locutor hace los deberes con el mainstream y se atornilla a la línea de montaje del diario obturando el camino para que los que tengan algo nuevo o algo mejor que decir se frustren y se ahoguen en la imposibilidad. Digamosló una vez más: Lanata es el nombre propio del síntoma. El problema son las personas inteligentes, formadas, que se han entregado y se entregan ante un empresario de caprichos muy básicos que, obviamente, cree no tenerlos, entre otras cosas, porque durante muchos años, le celebraron sus barbaridades o las hicieron pasar por estilo de algo más hondo: ¡ah, cómo es Jorge! El problema son las personas que, habiendo recibido buena escolaridad, habiendo tomado leche de chicos, e incluso habiendo pasado por la universidad, no hacen honor a su instrumento, su intelecto, y por comodidad, por vagancia, por pánico, prefieren ser los segundones, actores de reparto de figuras estelares simples que, por serlo, se abrieron paso a los gritos en los peores años de la Argentina, en alguno de sus peores escenarios: la televisión. Y que los llevan con ellos, generosamente, hay que decirlo, a ganar plata dulce.

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No sabemos si Caparrós, que es historiador, para evitar ser caracterizado en términos como estos o, sólo por la imposibilidad de influir en la agenda del diario sin que eso le comiera todo el día, se borró recientemente de la actividad y eliminó a Crítica de sus eventos. Pero sí sabemos que todos los periodistas narrativos que cambiaron sus trabajos a su pedido –por la plata, también, obviamente, pero a su pedido, porque trabajo ya tenían y más plata podían ganar de cualquier otra manera– se quedaron colgados del pincel, teniendo que discutir sus trabajos con gente que mira televisión. Que mira Lost. O con Galtieri. La contraofensiva narrativa, las fichas que Caparrós había jugado en ese diario, fue detenida apenas cruzaron la aduana. Y el comandante que los arengó volvió a su hamaca sin notificarles que se desetiquetaba del álbum. Ahora, los periodistas narrativos no están más en una relación con Caparrós que, sin embargo, sigue en una relación con Jorge. Y Martín se unió mucho más fuerte que antes al grupo Qué lindo es dejar todo como está. Más grandes, los compañeros, más moderadas son sus expectativas. Que se moderan hasta que no se pueden hacer más lentas. Ya estaremos ahí. Ya seremos también nosotros como un motor diesel.

Los narrativos, los incomodados por el salto del director al Teatro de Revistas y por el abandono del sub, han quedado ahora a merced de Galtieri y del estilo de conducción castrense que contagia a toda la tira de coroneles y tenientes. En cuanto puedan, sabemos que partirán, porque ya han perdido en esta elección laboral uno de los mejores años de sus vidas, de los más productivos. Los otros compañeros, los no narrativos, los que escriben noticias y hablan con fuentes, y usan camisas de fuerza para vestir sus personalidades y no dar que hablar, que está tan mal visto, se amargan hasta el punto en que sueltan en el chat palabras fuertes y acusaciones duras sobre su ambiente de trabajo, sobre sus editores, sobre Galtieri. Es una película danesa, del Dogma, pero a puro enter. Se quedan, entonces, toda la tarde con el estado de su Gtalk en verde, temblando internamente de rabia, ah…, pero desaprovechando también la inmensa fortuna de tener un trabajo en blanco, con aguinaldo, con vacaciones, con francos, y utilizar esa renta para concentrarse en algo más que en la queja. El Gtalk en verde, le contamos a la derecha que usa el MSN, significa que la persona está visible para los demás. Que la pueden chatear. Porque está al pedo.

Y así como están los molestos, también están los que no se pueden molestar con nada. Jubilados y jubiladas que aun no cumplieron los treinta años. Que necesitan siempre restituir el orden, el respeto, en los ámbitos en que se mueven y que necesitan que esté todo bien aunque esté todo mal. Y que hacen que no, que el pase de Jorge al teatro de revistas no los incomoda para nada. Y que ligarán, como todos en el diario ligarán, entradas gratis para ver el espectáculo, para llevar a sus padres, a sus tías del interior, con quienes irán, tan disciplinadamente como vivieron ese día, a comer pizza a El Cuartito o a Guerrin. Como hay que hacer. Total, por cuatro días locos que vamos a vivir. Ya se restablecerá totalmente la paz, la

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lealtad y la admiración con el artista de variedades. Es cambiar de sombrero para pensar. Sacarse, pongámosle el rojo que hace ver las cosas maaaaaaal, y ponerse el verde, el de Greenpeace, el de Sprite, el de visible en Gtalk y así poder vivir en armonía todo el tiempo del mundo con un director que pone su nombre grande en la tapa del último diario de papel, como ningún otro director de diario lo hace. Como no lo hace ningún otro director de ningún otro diario que valga la pena leer en el mundo.

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El frente del país solidario no fue un partido de cuadros, ni un partido de masas: fue un partido de jefes de prensa. Por efecto de su fuerte instalación en el mercado electoral tuvo que aumentar su dotación de voceros para satisfacer la ansiedad de reconocimiento público de los nuevos diputados nacionales y provinciales electos en diciembre de 1995. Se convirtió así en el primer partido político del mundo conformado predominantemente por voceros, cuya principal actividad política fue la gestación diaria de conferencias de prensa en las que se hacían denuncias. Con esa foto no le costó nada a Ernesto Muro convertirse, más allá de su voluntad, en una figura totémica, distante e intocable, pero inspiradora para las nuevas generaciones de asistentes de prensa que debieron ocupar los lugares que él iba dejando vacantes a medida que se consagraba por completo a Chacho Álvarez, ya que el gran timonel se vio, de un año al otro, sobredemandado de reportajes con periodistas de todo el mundo y de reuniones con empresarios que lo querían conocer y a los que él también quería conocer —porque así era Chacho: reprimido con la guita pero morboso—, y con muy poco tiempo para el tenis de los jueves con Arturo Maly o las echadas de panza a la pileta de Santo Biassati en Punta del Este. Una coyuntura así requería de un hombre que pusiera freno a movileros y cronistas con los modales más claros, que podían ser también los más brutales del mundo. Cosas de este país: Muro pasó en tres años de periodista cuatro puntos de un diario en blanco y negro a Tonton Macoute del partido de moda que le daría al país un vicepresidente efímero y cruel, el Chacho, del frente del país solidario.

En ese millar de jefes de prensa, responsables de prensa, coordinadores del área de prensa, periodista amigo que me está dando una mano, que florecieron como cucumelos a finales de los años noventa y no sólo en el frente del país solidario, se destacó, por mucho, un pelado de barba, delgado, tal vez pálido pero atlético, que había sido, desde su adolescencia y hasta bien caído el muro de Berlín, directivo del Partido Comunista Argentino y que, en el año 1999, fue electo Intendente del Partido de Avellaneda. Oscar Laborde. Un hombre que no fumaba, que no tomaba alcohol, no se medicaba y no perseguía minas, un caso único en el frente del país solidario. Un perfil que favoreció su tremenda efectividad como vocero del bloque de diputados del país solidario y que le permitió cumplir, al mismo tiempo y paso por paso, con su planificada meta de la Intendencia.

Educado en los rigores disciplinarios del PC, Oscar se levantaba apenas salido el sol, sin despertador, como integrado yoguísticamente con la naturaleza, en su casa del sur bonaerense. En tres pasos desde la cama ya estaba haciendo buches con Plax en el lavatorio y, en otros tres, encendía una lámpara de pie en el play room alfombrado de los hijos que dormían un rato más, igual que su

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señora. Sobre la carpeta estiraba una colchoneta y ponía con un volumen muy bajo a Longobardi en una radio portátil. Se volcaba entonces en el suelo y hacía cincuenta push-ups, sin detenerse, y luego cien espinales, en cuatro series de veinticinco, y ya con el físico caliente iba por los doscientos abdominales seguidos de cada mañana, que realizaba sobre una pelota de esferodinamia violeta, una novedad para la época. Sudaba como un viajante de comercio del Sahara y tras el ejercicio se duchaba con agua apenas tibia, muy por debajo de la temperatura del cuerpo --como enseñaba la KGB a mantener la virilidad de sus agentes-- untándose con jabón blanco. Estas son las cosas que no se ven de las personas a las que llamamos normales y que el tipo contaba en las sobremesas de Pedemonte como si nada, como si uno se las fuera a olvidar. Con la bata blanca de toalla puesta y ojotas calzadas se dirigía a la cocina donde desayunaba media docena de claras de huevo cocidas con Fritolim, emplatadas con dos tostadas de pan lactal tostado intenso. Siempre con Longobardi de fondo. Y té inglés con una cucharadita de ralladura de jengibre. Así, cada una de las mañanas en que sirvió al frente del país solidario. Luego levantaba a los hijos y, para su tormento, durante la leche, los chicos hacían preguntas del tipo: ¿Cómo es Chacho, papá? Laborde tenía por norma no mentirle a los hijos, por lo tanto respondía con improbabilidades: Un día lo vas a conocer.

Quienes tuvimos el privilegio de ver de cerca el fenómeno del frente del país solidario, veíamos en Oscar a un hombre enérgico, producto de su potencia física más que de alguna angustia penosa y privada que lo tuviera pasado de revoluciones. Era, en realidad, un maratonista atrapado en un ambo marrón color carpintero, con toda su energía concentrada en calles como Riobamba, Bartolomé Mitre. Siempre con la frente en alto y muy disciplinado en el cumplimiento de su agenda cruzaba Rivadavia por la mitad de calle entre el edificio viejo y el edificio nuevo del Congreso, sorteando los miércoles a Norma Plá, que lo llamaba por el nombre, Oscar Laborde, Oscar Laborde vení acá, a los doscientos viejos que secundaban a Norma, y a los mangueros profesionales de todos los días que si ven a alguien con traje en ese área, piensan que es diputado y que, por eso, está cagado de culpa y obligado a tirarles unos mangos.

La misión de Oscar durante dos años, entre el ‘95 y los finales del ‘97, hasta que asumió como diputado provincial, fue ser intermediario entre la banda dirigente parlamentaria del frente del país solidario y la banda de los periodistas acreditados en el Congreso, al tiempo que guía, orientador, de todos los cronistas no acreditados del universo que se sometieron por obligación o por gusto al avistaje de la vida parlamentaria del frente del país solidario, el partido de moda y, en cierto modo, no hay que olvidarlo, la esperanza para que la Argentina retomara un curso menos autodestructivo que el que ya llevaba desde hacía casi diez años. Para todos los turistas alternativos que fueron al Congreso a escuchar conferencias de prensa del frente del país solidario, Oscar era el hombre a contactar, la mula que llevaba gacetillas de un edificio al otro, la garganta oficial del bloque. Eso también es una fuente.

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La rutina de Oscar consistía en llegar cada mañana a su pequeñísima oficina en el segundo subsuelo del Congreso donde las chicas del frente del país solidario, las que se habían podido levantar antes de las diez, ya le debían tener lista la tira de faxes con las copias de los distintos proyectos de resolución, de declaración, dos clases de proyectos que no se le niegan a nadie y que pueden llevarles exactamente cinco minutos a los diputados, pero que habían sido encargados por ellos a sus asesores para luego sí firmarlos y usarlos para flirtear con otros diputados del bloque o de otros bloques a quienes les pedían que los acompañaran con la firma. Esa ceremonia podía llevar toda una mañana mientras se agotaban los primeros termos en los despachos.

Con ese material, más las ideas publicitarias que iban surgiendo desde bien temprano en la usina de conferencias de prensa de la calle Paraguay y Scalabrini Ortíz donde vivía el Chacho Alvarez, Laborde armaba la grilla de su día laboral. El frente del país solidario tuvo días de cuatro conferencias de prensa en una misma tarde. Arrancaba Carlitos Raimundi a mediodía con un tema importante de Malvinas, seguía María América con alguna variación del eterno e inmenso dolor de huevos de ser viejos, inmediatamente después, todos los empleados del bloque se montaban al subte A para trasladarse con urgencia al Hotel Castelar donde Chacho iba a salir fuerte contra Carlos Menem, ¡fuerza, Chacho!, y de ahí, previo café en el bar del hotel, vuelta a los Pasos Perdidos donde el Flaco Rodil estaría listo para presentar una denuncia sobre una falsa promesa de viviendas en Morón.

Oscar, digámoslo en su honor, peleaba por la visibilidad pública de cada una de las ruedas de prensa con la rutina de tener siempre listas las cincuenta fotocopias de la gacetilla de cada una dentro de una carpeta de cartulina blanca de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, y metiendo presión por teléfono a los jefes de redacción de los diarios, de las radios, de los canales, y subrayándole a los cronistas presentes la importancia de lo que se denunciaba esa tarde. En muchas de esas sesiones de prensa, sin embargo, Oscar tuvo que hacerle trampa a sus diputados, la trampa más linda de todas las trampas de la época de la política como espectáculo. Tenía arreglado a los hombres cámara de los canales para que al menos encendieran los reflectores en cuanto el flaco Rodil empezara con una de sus encendidas y muy recordadas arengas conceptuales contra el menemismo. Si prendían la cámara, mejor, pero si no la prendían, gracias igual, muchachos. El Flaco Rodil, entonces, sentía la luz en la cara y era Lenín en la escalerita del tren. Y era luz, nomás. Sólo luz para un no Lenín. Humo.

Humo como el que tenía que hacer Oscar cuando los cronistas le preguntaban cómo viene la mano con las candidaturas o con las alianzas porque el rol plebeyo de ordenar sillas, colocar micrófonos, arreglar hombres cámara y hacer fotocopias eran acciones verificables sobre las que tenía plena soberanía pero, todo el resto, ah…, Oscar debía imaginarlo. Todo lo que Chacho y Graciela querían hacer con el frente del país solidario y con éste país del que tanto

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hablaban y que tanto les ocupaba la agenda, Oscar, al igual que el flaco Rodil, al igual que el resto de los diputados del frente del país solidario, a quienes los periodistas les preguntaban precisamente eso en las conferencias de prensa, antes y después de las denuncias, debían suponerlo, alucinarlo, temerlo incluso, desde la penumbra en que se encontraban, esperando como mejor escenario el volantazo genial del conductor, del estratego, como le decían a Alvarez, hacia la derecha, hacia la izquierda o hacia donde fuera. Porque, como quedó probado, para muchos no cambiaban demasiado las cosas. La madurez política de la corporación dirigente realmente existente consiste en adaptar el rictus a nuevos escenarios. A los más cabezas duras, el trámite de adaptación puede llevarles una mañana. A la mayoría, un café. Pero a la hora del almuerzo estarán todos los que deban ser, y los que no estén no serán nada.

En los términos más prácticos de su existencia como vocero, lo que fue la experiencia de la carne, digamosló así, Oscar Laborde te paraba en algún pasillo del Congreso y te recitaba la agenda del día a ver qué podías morder: mirá, tenemos esto, esto, esto y, ah, Raimundi a las tres parece que anuncia su suicidio en Pasos Perdidos, y en cuanto le decías que sí a una de los productos que vendía, en cuanto le dabas curso y le decías a tus editores del diario, Raimundi se mata a las cuatro, mandá fotógrafo, Oscarcito te agarraba del brazo y te decía por acá, por acá, como un vendedor de cuero de la calle Florida, y quería hacer pasar por una gauchada enorme el hecho de manipularte, cuando el negocio era sólo para él, porque yo no necesitaba conferencias de prensa para vivir o para escribir, y el resto de los llamados colegas, por supuesto que tampoco, aunque muchos no se dieran cuenta. Oscar, sin embargo, suponía que me salvaba el día o contribuía a mi carrera, y que se aseguraba que le ibas a poner un pirulo en el diario por conducirte por los muy previsibles meandros del Congreso. Bien, se sucedía entonces el momento doloroso de aclararle: mirá, Oscar, que sé leer los carteles, que el Salón de los Pasos Perdidos es mundialmente famoso, loco, yo llego solo. Y esa otra tendencia fuerte a querer comprarte la voluntad con boludeces: tirarte un choripán en un acto o armarte un almuerzo con alguien. Con Nilda Garré, ponele, en Quorum. ¿Comer con un monstruo? ¿Comer con media tonelada de monstruoso dolor, incomprensible, absurdo, que bala, como un escarabajo que no piensa? Gracias, pero yo en casa tengo fideos, Oscar, y por dios qué bien los hago. Y no se lo podía decir, no le podía decir que no sólo no le debía nada, sino que no le iba a deber nada nunca. Ese era un problema grande que teníamos los que llegábamos al periodismo desde la ultra, desde la más hermosa minoría que alguna vez alumbró la patria.

Otra verdad que nos inspiraba a ser quienes fuimos y que nunca pudimos verbalizar fue que, excepto en contadísimos casos, la persona con la que íbamos a comer era la que iba a tener el inmenso tarro de conocernos a nosotros, de que le regaláramos un rato de nuestra vida y de nuestra sabiduría, ¿understand? El chico de Deportea recién llegado a la vida pública, bueno, tenía otro ego, y le representaba una tremenda novedad la escena de la invitación, el

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sangucheo institucionalizado. Y como muchos venían de hogares caídos en desgracia, a veces de pueblos del interior con dos canales de televisión y olor a chancho a la hora de la siesta, bueno, un plato de fideos siempre es un plato de fideos, son calorías al fin de cuentas, que no hay que pagar, que invita el diputado, el dueño del tambo, y bueno, cómo no, Oscar, armemos ese almuerzo, claro. Así, también, el futuro Intendente de Avellaneda veía facilitada la relación con los miembros más plebeyos del negocio de los medios electrónicos. Movileros, hombres cámara, a los que les tiraba un choripán, ponele al movilero de Radio Antartida, y el movilero le decía gracias, conmovido, porque además de tipos con hambre, los movileros son tipos muy sociables, y le pasaba la grabación del diputado Anófeles, al aire de la radio, con una denuncia sobre los temas de siempre en contraprestación, y al movilero le importaban tres carajos lo que dijera Anófeles, siempre que lo dijera rápido. Como les tiraría otras cosas, Oscar, a los reflectoristas de los canales para que prendieran las luces de un kilowatt sobre las frentes encendidas de los diputados del frente del país solidario. En fin, fue así, es así y es lo de siempre: no todo el mundo ve el panorama general. No todos están parados arriba de un caballo blanco como hemos estado nosotros, los miembros de la ultra, los diez años que nos dedicamos al periodismo. Y tuvo, claro, sus tremendos costos, porque cualquier comportamiento mínimamente aristocrático era considerado conflictivo y un argumento para la persecución.

Desde la lógica, desde el país de Sarmiento, Mitre y Alberdi, yo tenía razón; desde la práctica, desde la Argentina realmente existente, tenían toda la razón ellos. Un tipo arriba de un caballo blanco piensa: Yo publico lo que se me canta el orto. Pero no se los podías ni siquiera hacer sentir, si querías seguir vivo. Seguías pensando: para eso llegué a esta situación de trabajar en un diario luego de formarme bastante bien. Para jugar para mí, no para vos. Contame sobre cómo le van a hacer fraude a Carlitos Puccio en la interna del Frente Grande, o sobre las reuniones de Alvarez con el genio de Federico Sturzenegger para cooptarlo, o con el capitán Ulloa en Salta, ahí sí entro en un canje. Hacemos información para mí y gacetillas publicadas anunciando actos para vos. Pero, ¿gratis? loco, no me parece. Teníamos el yo muy afectado en esa época pero muy poca bajada de la calentura al papel, mayormente porque no se podía hablar de eso, no se podía escribir, era del orden de lo que no se podía siquiera pensar. Uno tampoco lo tenía tan claro. En medio del quilombo siempre es un quilombo pensar bien. Para pensar bien hay que ir preso, hay que exiliarse, hay que olvidar o hay que tener paciencia.

Laborde, por su parte, para sobrevivir y construir su vida política futura, su meta de la Intendencia, tenía que vender humo sin meterse jamás en temas áridos sobre los cuales sabía, muchas veces, mucho menos que nosotros. El terror que Alvarez les metía a sus diputados y diputadas volvía eunucos a los miembros y empleados del bloque, que si estaban ahí era por él. Lo cual en un punto era cierto, pero no era menos cierto que esos tipos hacían política desde

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antes de conocerlo a Alvarez y, en algunos casos, como el de Darío Alessandro, la cosa era directamente dinástica. Estaba históricamente ahí porque había reproducido nombre, apellido y vocación del padre. Aquel miembro original y decente del primer y trágico grupo de los ocho.

Y Chacho, tristemente, era un emergente, pero mucho menos por condiciones personales y capacidad de liderazgo que por la decisión del grupo Clarín de inflar figuras políticas adicionales para tener siempre backup en el elenco nacional y tener bien agarrado de las bolas al que esté provisionalmente en el poder, que sabe que si no se porta bien con ellos, éstos pasan a darle manija a full a otro. Objetivamente no daba para que los miembros del bloque se dejaran humillar tanto. Y Laborde, con la cabeza puesta en su propia carrera y el ojo puesto en la Cámara de Diputados de la Provincia, que es la cadena de la felicidad más dulce conocida en el mundo, y en la Ciudad de Avellaneda, aprovechaba el Congreso Nacional para punterear y aprenderle las debilidades a sus competidores. Entre una cosa y otra completaba su acto laboral, su circo monumental: te pedía desde cien metros haciendo un gesto futbolero de quedate ahí, con la mano, no te muevas, no te vayas, tengo algo que quiero contarte y se acercaba y te llevaba a un costado de los pasos perdidos. Al oído te tiraba una bomba: “hoy, Nilda le presenta una denuncia a Alderete”. ¡¡Eh!!, ¿en serio? Qué off the record me estás tirando, loco. Pensaba yo. Pero, ¿cómo se lo iba a decir? Me iba a decir que lo gasto, que soy soberbio. Seguro que Nilda no quiere que se entere nadie. Pensaba: Pobre país con esta gente.

Qué daño hicieron. No nos burlamos de ellos en ese presente, pero lo cierto es que nunca pudimos seguirles el juego, la melodía que ellos esperaban, y así todo fue innegociable. Para nosotros, todo ese show de dos o tres años de conferencias de prensa en el Castelar, en Pasos Perdidos, era un disparate. Y ninguna regla de las relaciones públicas, ningún cálculo de supervivencia en el gremio podía corrernos de allí. Éramos misántropos de alma, es verdad, pero siempre supusimos que nuestra carrera consistía en usar el instrumento con suma libertad y expresarnos como para dejar una marca. Que todo lo que se puede esperar de un hombre es que haga bien una cosa en su vida. Y, entonces, ahí nos concentramos. Lo que implicó asegurarse una fuerte persecución traducida en maledicencia y en intentos sostenidos de hacernos perder el empleo. Por desgracia para ellos, sobrevivimos. Los últimos análisis de sangre y orina nos dieron bastante bien, corremos cien kilómetros por semana, y va a ser difícil que alguno de ellos nos gane en composición.

Por desgracia para el país, ellos también sobrevivieron, porque los treinta desocupados muertos del 2001 quedaron sólo en la cuenta de De la Rúa y de sus tristes radicales. ¿Pero alguien puede decir que esos muertos son más endosables a Gallo y Lombardo que al costillar enorme de Nilda o a Juampi Cafiero? ¿Mucho más endosables a De la Rúa que a Alvarez, el desertor, el padrino de Cavallo?