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La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

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La crisis colombianaReflexiones filosóficas

Rubén Sierra Mejía editor

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas / Departamento de Filosofía

Bogotá

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c ata l o g ac i ó n e n l a p u b l i c ac i ó n u n i v e r s i da d n ac i o n a l d e c o l o m b i a

La crisis colombiana : reflexiones filosóficas / ed. Rubén Sierra Mejía. – Bogotá :Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, 2008384 p. – (Biblioteca abierta. Filosofía)

ISBN : 978-958-719-000-7

1. Filosofía política 2. Pensamiento político y social – Colombia 3. Justicia 4. Filosofía de la democracia I. Sierra Mejía, Rubén, 1937- - ed.

CDD-21 340.1 / 2008

La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

Biblioteca abierta

Colección general, serie Filosofía

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas

Departamento de Filosofía

Editor

© 2008, Rubén Sierra Mejía

© 2008, Autores

Rubén Sierra Mejía

Alfredo Gómez-Müller

Adolfo Chaparro

Adolfo León Gómez

Luis Eduardo Hoyos

Ciro Roldán

Francisco Cortés

Daniel Bonilla Maldonado

Freddy Salazar

Juan José Botero

Mauricio Rengifo

Leonardo Tovar

© 2008, Universidad Nacional de Colombia

Primera edición,

Bogotá D.C., mayo 2008

Preparación editorial

Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas

Excepto que se establezca de otra forma, el contenido de este libro cuenta con una licencia Creative Commons

“reconocimiento, no comercial y sin obras derivadas” Colombia 2.5, que puede consultarse en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/

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Contenido

Rubén Sierra Mejía Discurso inaugural 11

Alfred o Gómez-MÜllerLenguaje de la guerra, muerte de la política 23

Ad olfo Chaparro Amaya Genealogía de la premodernidad en Colombia 55

Ad olfo León Gómez G. El utilitarismo negativo & el Estado social de derecho 87

Luis Eduard o HoyosEl problema de la legitimidad política 109

Ciro RoldánLos dilemas de legitimidad & seguridad de la soberanía estatal 139

Francisco Cortés rodasJusticia: ¿nacional, global o transnacional? 189

Daniel Bonill a Mald onad oConfianza, instituciones políticas & minorías culturales 225

Freddy Sal azar PaniaguaÉtica empresarial: un asunto de responsabilidad social 257

Juan José BoteroPrecisiones sobre la renta ciudadana & la justicia social 295

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Mauricio Rengifo GardeazábalInstituciones híbridas: los casos de la salud & la educación 323

Leonard o Tovar González¿Educación para la democracia sin democracia? Un informe bibliográfico 351

Índice de nombres 379

Índice de materias 381

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La crisis colombiana

Reflexiones filosóficas

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Nota preliminar

Los ensayos que se incluyen en este volumen son las ponencias leídas durante el II Coloquio la Filosofía y la Crisis Colombiana, organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, realizado durante los días 1, 2 & 3 de diciembre de 2004. Como en la primera versión del coloquio, con la nueva convocatoria se pretendía atender al interés de un grupo de filósofos colombianos de dirigir su atención a cuestiones de su entorno y de su época, sin que esto quisiera decir que debían abandonar el pensamiento abstracto para limitarse al análisis de los hechos y fenómenos propios de la realidad social colombiana. El coloquio no tenía entonces el propósito –como tampoco lo tuvo el primero– de dar soluciones a problemas coyunturales, sino hacer de ellos el tema para una reflexión conceptual, aunque con un referente particular.

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Discurso inaugural

Rubén Sierra Mejía

este coloquio es la respuesta al deseo de varios filósofos colom-bianos de repetir la experiencia intelectual que se tuvo en el año 2001, cuando la Sociedad Colombiana de Filosofía realizó, por insinuación de Alfredo Gómez-Müller y mía, un primer encuentro sobre la misma materia1. No temí, al aceptar la coordinación de este nuevo coloquio –convocado en esta ocasión por el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional–, que se repitieran las cuestiones abordadas en el anterior, ya que considero que las ponencias que en él se leyeron no constituyen la última palabra sobre aquellas cuestiones ni los enfoques adoptados por sus ponentes representan la posición oficial de la comu-nidad filosófica colombiana. Esto permite ofrecer una nueva discusión, puntos de vista distintos o, si es del caso, dar argumentos nuevos para las tesis ya debatidas, pues la situación que se vivía entonces aún no ha sido superada, y no lo será mientras no se pongan en ejecución programas audaces y ajustados a la naturaleza de esos problemas. No eran estos, por otra parte, los únicos problemas que definían la crisis, y tampoco constituyen todo el espectro de las dolencias que hoy padece la sociedad colombiana. Para quien haya seguido el curso de nuestro

1 Las ponencias del I Coloquio fueron publicadas en R. Sierra Mejía & A. Gómez-Müller (2002).

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Rubén Sierra Mejía

desenvolvimiento social, político y cultural, no debe caber duda de que han salido a flote nuevos temas de análisis –algunos de origen interno, otros producidos por el rumbo que ha tomado la política mundial–, que antes no se presentaban en forma tan manifiesta como ahora.

Este es un encuentro de filósofos. Por eso mismo, sus objetivos no son los de elaborar un diagnóstico completo, que sirva de base a un programa de trabajo encaminado a dar soluciones a la presente si-tuación de crisis. Sin embargo, como en las ponencias presentadas en el coloquio anterior, soy optimista de que las que se lean en estos días contribuirán a arrojar luz sobre esa situación y a traer claridad con-ceptual sobre su naturaleza y sus alcances. Las cuestiones que se van a examinar no son, por otra parte, exclusivas de la filosofía; algunas de ellas son de interés público y no exclusivamente académico. Por esta razón, toleran diferentes tratamientos, además de diversas perspectivas en sus análisis.

Aunque el coloquio se ha definido a partir de los intereses de una disciplina, con sus maneras propias de abordar los problemas, se debe aceptar que aquí «filosofía» no tiene demarcadas con nitidez sus fronteras: es posible que se crucen con las de otras áreas afines del saber, suerte corriente en la práctica filosófica. Un libro como el que habrá de salir de estas reuniones difícilmente será una obra de tesis compartidas, de idénticas posiciones filosóficas, que conduzcan a conclusiones ergotistas, libres de ser contraargumentadas.

Cuando se trata de pensar una crisis, es necesario situarse en el tiempo presente, en una época particular, en una tradición, en una historia que en cierto momento –el crítico– ha desviado sus metas, sin haber definido todavía el nuevo destino o los nuevos ideales de la sociedad. También hay que subrayar que los orígenes de una crisis pueden fijarse no necesariamente en la línea histórica interna, sino en las relaciones con el mundo exterior, con un mundo con el que de todas maneras está entrelazado el propio.

Hoy en día no se puede dejar de pensar en las nuevas rela-ciones económicas surgidas de la globalización y de la naturaleza del capitalismo en esta última fase de su desarrollo, un capitalismo, en expresión de Gregor Gysi, «superfluo» y, agrego, autófago, cuya característica esencial parece reducirse a una enorme cifra virtual

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Discurso inaugural

que se alarga y se encoge produciendo euforia o pánico cuando estos fenómenos de aumento y disminución de dígitos aparecen en las pantallas de la televisión o de un computador, un capita-lismo cuya consecuencia más visible ha sido la de desentenderse de las condiciones sociales en que engorda, para el que no hay otra obligación que la de crecer, y que ha llenado de miseria a los países –aun los ricos– que le han permitido su desarrollo.

Hay que reconocer que en esta tarea de pensar una crisis no se deja de correr riesgos, pues no son escasos los obstáculos para al-canzar pronósticos atinados de los problemas. En tiempos oscuros, el pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y a apresurar las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis de los asuntos de que se ocupa. Por el hecho de ser tiempos en que las instituciones sienten que sus fundamentos se desmoronan, que se erosiona la vida social, en los que impera la desorientación, no resulta sencillo responder de manera oportuna y acertada a las crisis que definen el momento histórico; el pensa-miento que se construye a propósito tiende a oscilar entre la an-siedad y la nostalgia, entre la búsqueda afanosa de una salida a la situación de penuria moral y el convencimiento dogmático de que la solución solo puede ofrecerla la recuperación de unos valores y unos ideales de organización social que han perdido su vigencia. Esa zozobra se encuentra en todas las esferas intelectuales y en todas las regiones políticas. De este modo, cualquier afirmación categórica, que no deje asomo a la duda, al pensamiento provisional, infunde la sospecha de la insinceridad, de que se está utilizando el lenguaje con el ánimo de buscar adhesiones, pero no como un medio para esclarecer o ayudar a esclarecer un problema. Por su parte, para las mentalidades conservadoras, la solución más cómoda a esta incer-tidumbre es la defensa de prejuicios heredados, unos prejuicios que liberan al pensamiento de proponer nuevas alternativas en el trata-miento de los problemas en cuestión. A cambio, estos prejuicios pro-porcionan la ilusión de estar en lo cierto, de poseer la verdad. Si los fenómenos y los acontecimientos que definen la época de crisis no se presentan con la claridad suficiente, la meta a la cual debe dirigirse el pensamiento aparece, al espíritu conservador, con la más absoluta

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inevitabilidad. Una especie de fundamentalismo se hace evidente en este caso, porque se concibe allí el destino del mundo como mandato impuesto por la historia o como un ordenamiento divino de las cosas. De lo que se trataría sería de ofrecer programas que permitan la realización de ese destino, realización que no admite condiciones. Así, en una situación de confusión semejante, no es inconcebible que algún dirigente político o jefe de Estado opte por el más intolerante maniqueísmo, divida al mundo entre buenos y malos, sin matices, y busque someter a los últimos a la voluntad de los primeros, aunque para ello tenga que arrasar con armas de destrucción masiva vidas, bienes, tradiciones, creencias, culturas. Tenemos en la memoria las úl-timas acciones militares de Estados Unidos y los recientes debates televisados entre los candidatos estadounidenses a la presidencia: verdaderos argumentos a favor de la anterior afirmación. Funda-mentalismo democrático (una contradicción en los términos) es el calificativo que se ha dado recientemente a esa forma de pensar y de obrar en la política mundial o en la de un país particular.

Mirar al pasado con nostalgia y propender por la recuperación de valores que han perdido su vigencia ha sido, pues, la caracte-rística del pensamiento conservador, que se opone por eso al uso de nuevos conceptos, más acordes con la situación presente y con los ideales que construye un pueblo. De esta forma se impone la inercia de la tradición y la fuerza del pensamiento queda neu-tralizada por la pasividad de los valores heredados, incapaces de ofrecer al hombre orientaciones que le permitan salir del laberinto moral en que se encuentra. La tendencia, entonces, es a que los viejos principios de organización social se afiancen, se fortifiquen en la mentalidad colectiva, perdiendo el poder de renovarse que los caracterizaba en su origen, para convertirse en quistes mentales o en palabras vacías que obstaculizan las posibilidades de com-prensión de los problemas que constituyen la situación social o es-piritual del hombre. En lugar de arrojar claridad sobre el mundo social, esos viejos principios hacen que este se desdibuje dentro de un verbalismo aparentemente mágico. El lenguaje, el instrumento de la expresión y de la comunicación, se transforma en un juego perverso que oculta la miseria en que se vive. El pensamiento

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pierde su poder creador para convertirse en una sarta de sentencias que le ahorran al escritor la tarea de señalar nuevas posibilidades de convivencia y felicidad, al hombre de Estado, de aventurar pro-puestas nuevas de solución a los problemas que tiene entre manos, y al hombre común, la de comprender su propia circunstancia. Con estas actitudes, solo se logra que la cultura tienda a encerrarse en los estrechos límites de sus realizaciones sin atreverse a mirar por fuera de sus fronteras, donde podría encontrar modelos apro-piados, quizás porque en el contraste que significa el conocimiento del otro se hace más evidente la miseria de las tradiciones propias.

Pensar en época de crisis no es, pues, someter a examen los problemas que en conjunto la definen, sino que es enfrentarse a ese pensamiento colectivo o gregario –irracional por lo tanto–, que lucha por imponerse y que con frecuencia es promovido por es-feras oficiales como una manera de evadir reformas urgentes, de esquivar presiones originadas en desigualdades e injusticias, de hacer el quite a actitudes excluyentes frente a sectores marginados de las actividades sociales y políticas. Ese pensamiento también se nutre, por supuesto, de movimientos alentados por ideas fijas, que se presume tienen referencias necesarias e inalterables, que construyen un lenguaje conformado de eslóganes a los que es im-posible encontrarles un sentido distinto al de procurar adhesión a un credo o una doctrina. Se trata, en últimas, de hacer frente a un pensamiento que se construye con conceptos confusos, intro-ducidos, muchos de ellos, con el ánimo evidente de ocultar una realidad molesta.

En estas circunstancias, ¿cómo hacer para que el trabajo fi-losófico colombiano no sea de interés solo de la comunidad de fi-lósofos? ¿Cómo hacer que ese trabajo, cuando se ocupa de temas de interés común y no únicamente académico, logre incidir en la opinión pública?

Antes de intentar dar respuesta a las anteriores preguntas, debo confesar que me abriga la convicción –que creo es compartida por muchos–, de que las épocas en que las sociedades sienten que su se-guridad sufre una ruptura son propicias a la producción de grandes obras de arte y de pensamiento. Filósofos, escritores y artistas han

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sabido responder a la incitación que significan los problemas contem-poráneos para la formulación de teorías o para la creación de obras de arte –verbales, plásticas o musicales–, obras que se definen por su intención de cuestionar las creencias, los prejuicios y los hábitos que se han heredado por generaciones y que aparecen en el momento presente como obstáculos a las aspiraciones de una sociedad o de una cultura.

La crisis, entonces, no debe entenderse solo por su aspecto ne-gativo, como síntoma de decadencia o desintegración, sino que también puede apreciarse como manifestación de anormalidades que se encon-traban ocultas o reprimidas y que, puesta en evidencia su dimensión perturbadora, se convierten en tema de estudio para las ciencias so-ciales, de reflexión para la filosofía o de inspiración para el arte.

Las dos preguntas que formulé tienen un parentesco muy cercano, pero apuntan a problemas diferentes, lo que exige un tra-tamiento individual. El primero de estos –que ya no es tan genera-lizado como en años anteriores– se refiere a la actitud del filósofo colombiano, por tradición remiso a ocuparse de temas que se sitúan en un momento y en un espacio bien delimitado, temas de los que la historia de la filosofía aún no ofrece un tratamiento elaborado. Ceder a presiones circunstanciales se considera que traiciona la ac-titud propia de una disciplina que se mueve en sus investigaciones en un nivel abstracto, investigaciones para las que lo contingente carece de valor. Sin embargo, pensar el momento presente ha sido siempre una tarea del filósofo, desde los griegos hasta nuestros días. Pareciera que pensar el momento presente es un contrasentido, si se piensa y acepta que la filosofía se sitúa en un plano por encima de las cir-cunstancias históricas, que tiende y ha tendido siempre a ocuparse de problemas de valor universal. Sin poner en duda la pertinencia de esta última afirmación, hay que reconocer que una circunstancia particular, un problema que surgió en un momento determinado de la historia humana, le ha permitido al filósofo llevarlo a un es-tadio que trasciende ese momento y los motivos inmediatos que lo hicieron surgir. Esos problemas vitales del filósofo son los que le han dado vida al saber filosófico: si se rastrea en la más abstracta especu-lación, en muchos casos nos encontramos, tarde o temprano, con esa relación a problemas determinados.

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Dos ejemplos procedentes de la historia, el uno situado en la Antigüedad y el otro en el mundo moderno, podrán servirnos para ilustrar la aseveración que acabo de hacer. Me refiero a dos obras de consulta obligatoria en el pensamiento político y a los hechos sociales que les dieron origen: la Política de Aristóteles y el Ensayo sobre el gobierno civil de John Locke. La primera está ligada a la de-rrota de Atenas ante Esparta durante la Guerra del Peloponeso y a la consecuente decadencia de la ciudad griega, y la segunda, a la revo-lución gloriosa de Inglaterra. No son obras que se hubieran limitado a ofrecer un alegato casuístico, sino que se situaron en un nivel de universalidad que trascendió las circunstancias a que se refieren, de tal manera que hoy no nos vemos obligados a reconstruir esas circunstancias para comprender las doctrinas expresadas en ellas. Esa trascendencia es justo lo que les da su valor filosófico y no me-ramente histórico y lo que, como consecuencia, ha hecho de ellas verdaderas obras del pensamiento filosófico.

La segunda pregunta no tiene una respuesta simple, pues posee dos aspectos distintos: el primero concierne a las actitudes del fi-lósofo, que es, podríamos decir, el verdadero responsable de la si-tuación de que voy a tratar, y el segundo se refiere al medio en que este actúa.

Hay un aspecto del problema muy sensible al filósofo, sobre el que escribí hace algún tiempo un corto ensayo, pero acerca del cual deseo llamar de nuevo la atención, ya que lo creo pertinente en este momento. Me refiero al problema del lenguaje, a la rigidez de los lenguajes que se usan para el tratamiento de los problemas que se quieren llevar a un lector ajeno a la comunidad filosófica. Poner a hablar al filósofo el lenguaje público no deja de tener sus dificultades, que provienen en buena parte de sus reticencias al uso de un lenguaje no especializado, pero no es imposible hacerlo. No es imposible, y además es necesario ya que ese lenguaje público es fundamental para la difusión de teorías y tendencias filosóficas (también de otras áreas del saber) si se aspira a que estas lleguen a ser elementos constituyentes de una opinión pública o se conviertan, por así decirlo, en parte de la visión del mundo de quienes comparten una misma cultura. Es por medio del lenguaje público como los términos técnicos llegan a incor-

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porarse en el léxico de una comunidad lingüística, aunque tenemos que reconocer que con la correspondiente pérdida del rigor con que están definidos en el lenguaje que los gestó. El primer aspecto es, pues, un problema de lenguaje, de la resistencia que tiene nuestro filósofo a utilizar un lenguaje de comprensión universal (dentro de su uni-verso lingüístico, por supuesto), un lenguaje que no sea el de su co-munidad, más aún, que no sea el de su escuela, con sus maneras de expresión propias. Este hecho, por principio, establece un obstáculo para la comprensión, por parte del lego en asuntos filosóficos, del dis-curso que se le envía. Podría decirse, para finalizar esta observación, que con esta actitud el filósofo colombiano está renunciando al «uso público de la razón», para limitarse a un «diálogo entre pares», con el que se pueden (y es esto lo que se busca) tener efectos positivos sobre el avance del saber de la disciplina y sobre la comunidad científica del país, pero que carece de incidencia en la opinión pública.

La opinión pública es hoy uno de los problemas más agudos (si no el mayor) en la formación de la conciencia crítica del colombiano y, como consecuencia, en la realización de una auténtica democracia. Para José Saramago, la democracia, en razón de su esencia, debe au-tocriticarse, pues de no cumplir con este principio radical, estaría condenada «a la parálisis» (Le Monde Diplomatique, 2004). Es este un pensamiento que se arraiga en las más profundas raíces de la concepción democrática del gobierno. Quiero recordar, porque me parece oportuno, que Pericles, el estadista y estratega griego a quien le tocó conducir la democracia ateniense en la época de su mayor es-plendor, no la concebía tanto por su origen popular, como gobierno del pueblo, constituido según la voluntad de este, sino como el «tri-bunal del pueblo», al que los gobiernos deben someter sus actos, con capacidad de sustituir a estos cuando no obran en beneficio del bien común, o, dicho en otras palabras, la forma de gobierno con la que, a partir de la crítica y la oposición públicas, se puede deponer a los gobernantes que obran contra los intereses comunes (Popper, 1992, pp. 115 & ss.). Evitar el despotismo (o, también, el caudillismo) sería, entonces, una misión esencial de la democracia, y la opinión pública se constituiría en el instrumento más eficaz para que este tribunal cumpla su función.

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José Saramago –vuelvo a él– ha pensado seriamente en los problemas que ha tenido que afrontar la democracia. Su reciente novela, Ensayo sobre la lucidez, es una preciosa sátira sobre las des-viaciones que actualmente presenta esta forma de gobierno. Pre-ciosa, es cierto, pero macabra, cuyo argumento se refiere al crimen planeado por los organismos del Estado contra la única persona cla-rividente durante la peste que privó de la visión al pueblo (fenómeno que había azotado a la ciudad años atrás), que se convirtió en la con-ductora que habría de orientar a la comunidad de invidentes en los días que duró la peste, y que por este hecho cayó en sospecha de ser la responsable de frustrar los resultados previstos de una votación popular. Si en El ensayo sobre la ceguera la sociedad pierde su visión –sus ideales, podemos suponer–, en esta nueva novela unos par-tidos en el poder pierden su electorado, y para sobrevivir política-mente recurren a acciones tiránicas como única forma de «salvar» el sistema imperante. Desde la novela de George Orwell, 1984, que describe un estado totalitario, no se leía nada más cruel –y más certero– que esta obra de Saramago. Se podría sacar una lección de Ensayo sobre la lucidez, y es la de que la democracia se ha con-vertido solo en una forma de administrar el sufragio popular, cuyos resultados pueden alterarse sin punición por medio de trapacerías políticas y argumentos de jurisprudencia torticera, y en la que los elegidos no se sienten comprometidos a cumplir su palabra durante el ejercicio de las funciones que se les han otorgado. Leyendo la novela de Saramago no podemos dejar de reconocer la concepción de democracia que se está imponiendo. Y hoy como ayer se está autorizado a destruir pueblos y culturas con el propósito de llevarla –en su nueva versión– a países con tradiciones culturales distintas a las euroamericanas. Ayer se lo hacía para llevar la fe cristiana o la civilización europea, con frecuencia simple sinónimo de aquella. Leída así, la novela de Saramago no es solo una fábula, producto puro de una imaginación vigorosa, sin arraigo en un mundo más allá del meramente literario: sus intenciones son otras que las del simple pasatiempo, esto es, hacerle tomar conciencia al lector de los peligros que acechan hoy en día a la democracia y señalar un fenómeno que la está corroyendo.

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El concepto de «crítica» es esencial cuando se habla de «opinión pública», puesto que solo a través de la crítica puede la opinión pú-blica cumplir su función de tribunal de la democracia. Sin embargo, no puede asumirse que se cuente con una opinión pública que incida realmente en la orientación de los asuntos públicos por el hecho de existir una crítica fundamentada. Para el caso que nos compete, hay que reconocer que en Colombia ha surgido (no con la intensidad de-seada, es cierto), en los últimos años una opinión sólida en sus argu-mentos y en la información y doctrina en que se apoya, una opinión que se expresa en la prensa escrita o a través del libro, opinión prove-niente de algunos académicos (pocos, en verdad) que han adoptado el lenguaje público, sin ceder a las presiones de la frivolidad, y por periodistas que han asumido tareas de investigación, no meramente informativas. Pero es una opinión que no ha logrado calar en la opinión pública general. Se ha señalado a la televisión como el mayor obstáculo para que la reflexión y el análisis de los hechos lleguen a ser elementos con que el hombre común pueda obrar con un criterio mejor formado en aquellos casos en que le corresponde actuar como ciudadano (en unas elecciones populares, por ejemplo). ¿Será acaso que la palabra ha perdido la hegemonía en su función comunicativa y persuasiva para ceder el lugar a la imagen visual, en especial a aquella que, como la fotografía, tiene una fuerte relación causal con el mundo de los hechos? Hay que reconocer que la creación técnica de la imagen es un instrumento maravilloso en las esferas del arte, de la información y del conocimiento. Después de muchos siglos de predominio del lenguaje conceptual, de que este hubiera relegado la imagen únicamente a su valor artístico, con la aparición de la cámara fotográfica y del cinematógrafo la imagen, tanto la fija como la móvil, en cuanto tiene una relación causal con el mundo de las cosas reales, ha vuelto a tener funciones que había asumido la palabra en la apre-hensión de ese mundo2. El hombre moderno ya no puede prescindir del uso de las imágenes para la información o como registro de la más alta fidelidad de los actos rituales en la vida del individuo y de las instituciones. Aquí el lenguaje, cuando aparece, queda degradado

2 Sobre el tema, véase Susan Sontag (1980, pp. 163 & ss.).

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a un instrumento auxiliar de la fotografía, a un simple «pie de foto»: ya no explica, simplemente nombra.

Ahora bien, la fotografía, que por sus efectos es una de las características del mundo moderno de mediados del siglo XIX a nuestros días, ha llegado a ser el instrumento más utilizado por los medios de información, que buscan un impacto rápido e inmediato sobre la opinión pública. No puede desconocerse el enorme poder crítico que la fotografía ha tenido en la denuncia de atropellos a personas y a pueblos por parte de organismos de los Estados, in-cluidos los democráticos, al poner ante los ojos del observador las manifestaciones más aberrantes de crueldad y de violación de los más elementales derechos del hombre. Las fotografías que se hi-cieron públicas luego de que Estados Unidos sometiera a Irak a su absoluto control son un testimonio irrebatible de la barbarie con que los estadounidenses impusieron sus intereses después de la segunda guerra del Golfo. Esas fotografías se han convertido en íconos del poder desmedido de una potencia militar y del des-precio que esta muestra por los derechos de quienes no ostentan su ciudadanía. Pero también hay que reconocer que la fotografía ha servido para estimular el favor de la opinión pública, en desmedro del argumento y la información, hacia aspectos más frívolos o fa-laces, gracias a una manipulación solapada de los medios de comu-nicación visual, imponiendo así la mediocridad y la mentira. Tal vez esta sea una acción favorecida por el hecho de que la fotografía logra efectos, al primer golpe de vista, para los que la escritura exige un proceso dinámico de asimilación por parte del lector, que va desde la comprensión primaria del mensaje hasta la reflexión sobre sus alcances.

Las dificultades de elaborar un pensamiento filosófico acorde con una época de crisis no son, en síntesis, escasas: se aúnan los pre-juicios personales con los del momento en que se actúa o con los de las tradiciones locales. Solo me he referido a las más evidentes, que quizá por esto las hace parecer superfluas, que no necesitarían, por tanto, ser objeto de un tratamiento conceptual, pues la tarea re-sultaría un ejercicio inocente, sin otro efecto, al parecer, que el de arrojar luz sobre lo indiscutible. Pero juzgar de esta manera las cosas

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Rubén Sierra Mejía

puede ser solo un acto de autorrepresión al reconocimiento de que parte de esas dificultades no provienen de problemas que definen la crisis, sino de inclinaciones gremiales que, a partir de un modelo de pensador construido gratuitamente, ponen límites a todas las po-sibilidades de ejercer el oficio. En el origen de esta actitud, encon-tramos dos factores negativos que demarcan esos límites: primero, el temor a equivocarse, tan frecuente en el mundo académico, a que el pensamiento quede rebasado por nuevos acontecimientos, sin que se considere, siquiera por un momento, el enriquecimiento –personal y cultural– que proporciona cualquier ejercicio de naturaleza inte-lectual. Y, en segundo lugar, quizá como consecuencia de este temor, el rechazo al pensamiento provisional, a la simple conjetura, a en-tregar a la opinión pública un pensamiento que aún no ha concluido en un ergo soberano y absoluto. Uno y otro –temor a equivocarse y rechazo al pensamiento provisional– son gérmenes de dogma e intolerancia.

Referencias bibliográficas

Le Monde Diplomatique (2004, agosto) Edición colombiana, III, 26. Popper, K. (1992). La lección de este siglo. México: Océano. Sierra Mejía, R. & Gómez-Müller, A. (eds.) (2002). La filosofía y la

crisis colombiana. Bogotá: Taurus-SCF-Universidad Nacional de Colombia.

Sontag, S. (1980). El mundo de las imágenes. En Sobre la fotografía. Buenos Aires: Sudamericana.

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Lenguaje de la guerra, muerte de la política

Alfredo Gómez-Müller

[…] el gobierno, temeroso de que una actitud con-ciliadora pueda ser interpretada como un síntoma de

debilidad, no renuncia al ademán bélico de los neófitos del fascismo, ni deja de emplear el lenguaje de la guerra, de la

guerra civil no declarada. […] Es el lenguaje más adecuado para adelantar la pacificación al estilo español que inmor-talizaron en el antiguo Virreinato de Nueva Granada don

Pablo Morillo, Boves y Sámano […]*.

El texto citado no proviene del presente, sino del año 1952. Su autor, el ex presidente y líder liberal Alfonso López Pumarejo, se refiere a la guerra que en esos momentos adelantaba el gobierno conservador de Roberto Urdaneta Arbeláez contra las guerrillas liberales del Llano, y contra la población civil liberal acusada de apoyar a los miles de gue-rrilleros que controlaban ya inmensos territorios en el oriente del país. Oponiendo al lenguaje de la guerra un lenguaje de la paz, a la política de puño cerrado una política de mano tendida, López Pumarejo sos-tiene que la peligrosa situación política que atraviesa Colombia solo puede ser resuelta por medio de la discusión y el acuerdo, esto es, por medio de una política de paz y concordia; la guerra no se soluciona con la pacificación, sino con una política de paz. La expresión «len-guaje de la guerra», que utiliza López Pumarejo en esta carta dirigida a Mariano Ospina Pérez, el principal dirigente del partido de gobierno, tiene en este documento el doble significado de la guerra como len-guaje y del lenguaje como guerra.

* Alfonso López Pumarejo, carta a Mariano Ospina Pérez, 25 de agosto de 1952. Citado en Eduardo Franco Isaza (1986, p. 363).

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Alfredo Gómez-Müller

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La guerra como lenguaje

El fragmento citado se refiere al primero de estos significados: el lenguaje de la guerra es descrito por medio de un ejemplo de nuestra historia, la campaña de pacificación emprendida en 1816 por España para reconquistar sus colonias en América. A la luz de este referente histórico, el lenguaje de la guerra se reduce al terror y a la violencia: el triste «Pacificador» Morillo no vino a la Nueva Granada para discutir con los patriotas, sino para aplastarlos por medio de la fuerza. Morillo hizo la guerra conforme a la definición que da Clausewitz de la misma: «un acto de violencia en el cual buscamos obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad», utili-zando la fuerza física, fuerza que se arma por lo demás con «los in-ventos de las artes y las ciencias» (Clausewitz, 1955, p. 51). En tanto que lenguaje de la fuerza, el lenguaje de la guerra es pues, preci-samente, no-lenguaje –lo cual no quiere decir, obviamente, que la guerra no pueda significar–. La expresión lenguaje de la guerra es contradictoria, porque la guerra excluye justamente el lenguaje como relación fundamental con el otro; el lenguaje es la paz origi-naria, podría decirse con Levinas (1961)1.

Desde el contexto concreto de la pacificación de Morillo o de la «pacificación» conservadora en 1952, la guerra o la fuerza se opone al lenguaje (discusión) justamente porque pretende imponer uni-lateralmente un significado dado y considerado como absoluto, sin atender a las razones de otro, esto es, sin interlocución ni creación común de significados. Así, en lo que respecta a la pacificación conservadora de 1952, López Pumarejo observa que el gobierno de Urdaneta Arbeláez, cediendo a la presión del sector más extremista de la derecha conservadora, decide unilateralmente, el 19 de abril de ese año, poner un punto final a los intentos de diálogo que López Pumarejo venía adelantando con las guerrillas del Llano desde me-diados de 1951, con el visto bueno inicial de Laureano Gómez y de Urdaneta. Cerrando las puertas al diálogo, esto es, al lenguaje, desdeñando «los recursos de la razón, las soluciones de la inteli-gencia» (Franco, 1986, p. 367), el gobierno aumenta el pie de fuerza

1 El rostro que es expresión, es paz y no violencia (Levinas, 1961, pp. 177-178).

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en los Llanos, promueve la formación de grupos paramilitares (las llamadas «guerrillas de la paz»), prolonga la censura de prensa y el estado de sitio, y reprime y persigue a la población identificada como liberal. López Pumarejo resume así el significado de este len-guaje de la guerra:

[Con] decretos de amnistía para los revolucionarios que se entreguen y bala rasa para los detenidos, caminantes y labriegos «sospechosos», se ha conseguido alargar el estado de sitio durante tres años y traer al pueblo colombiano hasta el umbral del «nuevo orden», con una sola exigencia para adversarios y amigos díscolos o descontentos: el completo sometimiento a la voluntad dictatorial de quienes ejercen el poder actualmente. Deben entregarse, o correr el riesgo de ser «aplanchados» (Franco, 1986, p. 366).

En el caso descrito por López Pumarejo, el lenguaje de la guerra es la dominación incondicional, que excluye la expresión de toda diferencia y toda disidencia. A los dos días de ser publicada la carta en la prensa liberal, el 4 de septiembre de 1952, los extremistas conservadores incendian en Bogotá, con la cómplice pasividad del gobierno, las instalaciones de El Tiempo y de El Espectador, así como las casas de Lleras Restrepo y López Pumarejo, que deben exilarse del país.

El lenguaje como guerra

Paralamente a este primer significado práctico del lenguaje de la guerra como negación del lenguaje (discusión), la carta de López Pumarejo ofrece, de manera clara, un segundo significado, propiamente linguístico: el lenguaje de la guerra es también lenguaje que hace guerra, esto es, la instrumentalización guerrera del lenguaje al servicio del proyecto de guerra. El lenguaje como guerra se condensa, de manera ejemplar, en la manera de designar al adversario, como bien lo explicita López Pumarejo en las líneas siguientes.

No hay duda de que toda táctica política o militar que tan desenfrenadamente infrinja la prohibición constitucional de aplicar la pena de muerte, y de modo tan inverosímil desconozca

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la presunción de inocencia sobre la cual reposan nuestras leyes penales, para colgarles a las víctimas, sin pruebas, el sambenito de ser «bandoleros», excluye de hecho la colaboración de los agentes y representantes del liberalismo. […] Sería inútil honrarnos con invitaciones a respaldar moralmente al gobierno en sus labores de «limpieza» contra los que él llama indiscriminadamente «bandoleros», «salteadores» o «forajidos» y castiga sin la debida sujeción a los preceptos legales (Franco, 1986, p. 366).

Al decir «los que él llama indiscriminadamente…», López Pu-marejo toma distancia frente al lenguaje utilizado por el gobierno para designar a los guerrilleros liberales del Llano, que ya desde tiempo atrás muchos conservadores denominaban «chusmeros». De hecho, en la carta, López Pumarejo establece una distinción clara entre el bandolerismo, que asocia a la delincuencia común, y el movimiento guerrillero del Llano. Para referirse a este último, emplea únicamente los términos guerrillas (del Casanare, de los Llanos), insurrección, revuelta armada, grupos alzados en armas; así mismo, para referirse a los guerrilleros y sus líderes, dice re-volucionarios, guerrilleros, comandantes de las guerrillas, jefes de la insurrección. Este rigor del lenguaje de López Pumarejo se opone a la amalgama practicada por el gobierno, el partido conser-vador, e incluso una parte del sector liberal. En efecto, desde 1951, el momento en que optan por apoyar al gobierno, un grupo de ha-cendados liberales del Llano se apropia del término de bandoleros para designar a la guerrilla del Llano. Así, en la Declaración de Sogamoso de febrero de 1952, que marca oficialmente esta ruptura entre los ricos hacendados liberales y la guerrilla del Llano, el vuelco político se traduce en un vuelco lexical2. Comentando este

2 En la «Declaración de Sogamoso», los hacendados firmantes condenan la violencia y el bandolerismo, que consideran «obra de estúpidos, verdaderos locos por cuya extirpación deben luchar los hombres sensatos». Texto citado en Reinaldo Barbosa Estepa (1992, p. 138). La película Canaguaro, de Dunav Kuzmanich (1981), ofrece una representación cinematográfica del conflicto entre los ricos hacendados liberales y la guerrilla del Llano.

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giro lingüístico, el ex guerrillero liberal Eduardo Franco anota en sus memorias.

El nombre de bandolero en su engendro es godo, pero los terratenientes liberales de buena o mala gana, rendidos o violentados lo entronizan y autorizan ante la opinión. Firman un manifesto, el primero en Sogamoso, en el que dicen […] que los rebeldes llaneros son «cuatreros», «maleantes», «prófugos de las cárceles». ¡Bandoleros! […] con esa palabra se entrega un pueblo a los verdugos. Con las diez letras la dictadura fabrica un enorme y negro telón, que el clero se apresura a bordar desde los púlpitos […] (Franco, 1986, p. 203).

En este testimonio de un actor de aquella guerra se explicita una clara conciencia del poder guerrero del lenguaje: una palabra puede entregar una persona o un grupo de personas a los ver-dugos. Este inmenso poder de las palabras proviene del hecho, de que estas significan el mundo en que vivimos y, por ello mismo, orientan nuestra actividad en el mundo: significar es también se-ñalar comportamientos. Cuando el gobierno, utilizando el lenguaje militar, habla de «labores de limpieza» contra sus adversarios, está significando implícitamente a estos adversarios como suciedad y mugre, esto es, como algo que social y habitualmente se con-sidera dañino o desagradable y que, como tal, ha de ser eliminado sin más. El objeto de tales labores de limpieza solo puede ser algo esencialmente negativo. Al ser significados como cosa esencial-mente dañina, los bandoleros han de ser sencillamente destruidos o extirpados como un cáncer –la oposición enfermedad/salud acompaña a menudo, en el discurso extremista y en el racismo, a la dicotomía limpieza/mugre–. Por esto mismo, colgar a las víctimas el sambenito de ser bandoleros equivale a justificar la violencia contra esas víctimas, haciendo desaparecer finalmente la noción de víctima: un bandolero no puede ser nunca víctima del gobierno. Con el uso de la palabra bandolero se llama implícitamente a la violencia justificándola: en esta conjunción del llamado y la jus-tificación del llamado se manifiesta el poder destructor de la pa-labra. Por ello, como anota Franco, decir que alguien es bandolero

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significa entregarlo a sus verdugos. Si al concepto de guerra es inhe-rente la tendencia a destruir al enemigo –como señala Clausewitz, abriendo la perspectiva de una definición más amplia de la guerra– (Clausewitz, 1955, p. 53), se podría decir que, en su uso destructor, el lenguaje es en sí mismo y por sí mismo guerra: sin ser en sí mismo violencia física, es principio activo de esta violencia.

De bandoleros a terroristas

Cincuenta años después seguimos los colombianos en guerra. Desde la dictadura de Rojas Pinilla, las llamadas políticas de paz han tendido a ser un simple dispositivo táctico provisional, subor-dinado a la opción fundamental por la guerra, esto es, han sido ante todo proyecto de pacificación y no de paz. Como testimonio de la permanencia de este lenguaje de la guerra en tanto que opción gubernamental básica frente a la insurrección, podemos observar en la actualidad la generalización, en los textos oficiales y en los grandes medios de comunicación, de un nuevo lenguaje destructor, guerrero, usado para designar al adversario: hoy en día se habla de terrorista, palabra que ha venido reemplazando el fatídico término de bandolero.

A pesar de las diferencias de contexto histórico, estas dos pa-labras comparten un mismo sentido guerrero: la eliminación pura y simple del adversario, considerado como algo esencialmente per-verso. En tanto que principio condicionante de una relación de pura violencia física, ambos términos dicen el lenguaje de la guerra, según los dos significados anotados. Con los terroristas, como antes con los bandoleros, no cabría ninguna verdadera discusión por la paz. A los bandoleros, en la época de Urdaneta Arbeláez, solo se les abre la opción de «entregarse, o [de] correr el riesgo de ser “aplanchados”», como decía López Pumarejo; a los insurrectos de hoy, solo se les abren las puertas de la capitulación: «Puedo decirles a los señores Marulanda o Briceño, o se arreglan o los acabamos.Conmigo no hay términos medios»3. La única opción válida sería la

3 Declaración del presidente Álvaro Uribe Vélez, citada en El Tiempo (internet), mayo 5 de 2003: «Presidente Álvaro Uribe

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