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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO Fernando J. DEVOTO. Reflexiones en torno de la izquierda nacional y la historiografía argentina. La historiografía académica y la historiografía militante en Argentina y Uruguay. Fernando Devoto y Nora Pagano, Editores, 1º edición, Biblos, Buenos Aires, 2004, p. 107-131. A principios de los años 70 un conjunto de ensayistas que, secundaria o principalmente, reflexionaban sobre el pasado argentino, había alcanzado una gran visibilidad y un envidiable impacto en lo que suele llamarse la “opinión pública”. Los nombres de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, José María Rosa, Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos se hicieron familiares para los interesados en la historia, los estudiantes de ciencias sociales o los lectores de los semanarios de opinión entonces de moda. Su influencia relevante en el proceso de acercamiento de jóvenes y menos jóvenes al “movimiento nacional” o, si se prefiere, simplemente al peronismo, fue algo observado por los contemporáneos y por los investigadores posteriores. En general solía y suele incluírselos, como integrantes o copartícipes, dentro de una tradición historiográfica y política que era más antigua: el “revisionismo histórico”.

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Fernando J. DEVOTO. Reflexiones en torno de la izquierda nacional y la historiografía argentina. La historiografía académica y la historiografía militante en Argentina y Uruguay. Fernando Devoto y Nora Pagano, Editores, 1º edición, Biblos, Buenos Aires, 2004, p. 107-131. A principios de los años 70 un conjunto de ensayistas que, secundaria o principalmente, reflexionaban sobre el pasado argentino, había alcanzado una gran visibilidad y un envidiable impacto en lo que suele llamarse la “opinión pública”. Los nombres de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, José María Rosa, Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos se hicieron familiares para los interesados en la historia, los estudiantes de ciencias sociales o los lectores de los semanarios de opinión entonces de moda. Su influencia relevante en el proceso de acercamiento de jóvenes y menos jóvenes al “movimiento nacional” o, si se prefiere, simplemente al peronismo, fue algo observado por los contemporáneos y por los investigadores posteriores. En general solía y suele incluírselos, como integrantes o copartícipes, dentro de una tradición historiográfica y política que era más antigua: el “revisionismo histórico”.

El éxito alcanzado por lo que fue denominado revisionismo histórico llamó la atención de muchos, fuesen historiadores profesionales, tradicionales o renovadores o simplemente intelectuales y militantes políticos que se encontraban disputando en distintos territorios con aquellos. Desde la historia, en 1970, la ya por entonces figura más prestigiosa de la nueva generación de historiadores renovadores creyó a bien dedicarles un largo ensayo titulado El revisionismo histórico argentino, como siempre perspicaz y matizado.(1) En muchos puntos esa lectura, que conserva toda su lozanía treinta años después, devendría canónica. Dos aspectos aparecen en ella: la postulada unidad del objeto (el “revisionismo”) y la filiación del mismo a partir de la obra de los hermanos Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico, de 1934. La unicidad de cualquier objeto de estudio es siempre discutible y un punto de partida más atento a las dimensiones comunes o, inversamente, a las diferencias de aquello que se quiera exhibir o demostrar o de las preferencias y sensibilidades de cada historiador. Halperín Donghi escoge legítimamente presentar un movimiento único y luego desarrollar dentro de él las diferencias. Otros investigadores, en cambio, suprimen incluso esas diferencias y parecen hacer suya la idea de que, más allá de las formas, los distintos autores de la corriente sirven incesantemente “en distintas salsas las mismas cosas” (por parafrasear lo que decía Antonio Gramsci de Daudet y Maurras), desde la “conspiración de silencio” del liberalismo al papel omnipresente del imperialismo. En este trabajo, que pretende abrir algunos problemas más que dilucidarlos, preferimos partir de la diversidad más que de la unidad de algo llamado “revisionismo histórico”. Una lectura que busca enfatizar las diferencias entre los distintos autores denominados “revisionistas” muestra lo poco que tenían en común Julio Irazusta y Juan José Hernández Arregui o Rodolfo Puiggrós y Vicente Sierra, por poner algunos casos extremos. Se dirá que se trata de una lectura desde los márgenes y no desde el centro. Empero, incluso aquellos elementos que a priori podrían constituir un rasgo unificador, la vinculación o la simpatía hacia el peronismo o la devoción a la figura de Rosas no aparece en todos ellos. Irazusta está totalmente excluido del primer consenso y Puiggrós del segundo. Quedaría la mancomunidad hacia algunos temas como la cuestión de la nación y el imperialismo. Sin embargo aquí habría que observar que, si se considera al antiimperialismo como el motivo unificador, ello obligaría, en primer lugar, a ampliar aun más el círculo incluyendo a otros autores, prácticamente a toda la izquierda marxista, nacional o no, que también lo era. Obligaría, en segundo lugar, a permanecer epidérmicamente en los rótulos ya que el significado de “imperialismo”, por ejemplo en Irazusta, como ha señalado con acierto Noriko Mutsuki, era muy diferente del utilizado por la izquierda (y probablemente esa percepción de los equívocos llevó al mismo Irazusta a marginar el término progresivamente de su vocabulario).(2)

Tampoco todos ellos se sentían incluidos en una corriente “revisionista”, y si la noción de pertenencia constituye un elemento significativo para definir quiénes deben ser integrados a una determinada tradición intelectual, esa condición no parece cumplirse en todos los casos.(3) Varios hubieran considerado extraño que se los considerara tales. Así como existe, en función de ese principio, un amplio consenso en no incluir a un historiador como Diego Luis Molinari entre los cultores del primer revisionismo, vista la poca estima que tenía hacia ese movimiento historiográfico, pese a sus muchas coincidencias interpretativas y políticas, o a un José Luis Busaniche, perplejo hasta el final acerca de una alineación con ellos desde su “liberalismo” democrático, el mismo criterio podría aplicarse a otros intelectuales de los años 60.(4) Queda, pues, la mirada de alguno de los cultores de la misma izquierda nacional (especialmente Hernández Arregui) que se esforzaban, no sin reservas, por presentar una línea histórica y, sobre todo, la mirada externa que efectivamente ha etiquetado a todos ellos dentro de una misma tradición de pensamiento. Esa construcción hecha demasiado a menudo (aunque no siempre) por personas en pugna con el revisionismo debe ser, por ello mismo, puesta entre paréntesis. Parece recordar la misma operación que tantos revisionistas hacían al rotular a otros estudiosos, muy diversos entre sí, dentro de una misma línea “liberal”, independientemente de que fueran conservadores o comunistas o se filiasen en el marxismo, en el positivismo o en el idealismo crociano. Existen desde luego también figuras multifacéticas como José María Rosa que, como observó ya Halperín, ser vía de trait d'union entre las distintas almas y las distintas generaciones del revisionismo, con habilidad de equilibrista (y podría agregarse el nombre de Fermín Chávez). ¿Era suficiente? La misma historia del Instituto “Juan Manuel de Rosas” y su implosión a principios de los 70, analizada por Julio Stortini en este volumen, sin necesidad de ir hasta los llamados revisionismos de matrices autorreferenciales marxistas, puede exhibir cuán precario podía ser todo ello. El segundo punto, la genealogía, deriva del primero. La unicidad es el presupuesto de la continuidad. No sólo sirve para establecer puentes entre distintas épocas sino que, al escoger como punto de partida la obra de los Irazusta, señala un itinerario preciso. Quizá un pequeño recorrido por la figura de Julio Irazusta puede ayudar a problematizar la hipótesis de continuidad. Ciertamente la obra que escribió con su hermano Rodolfo reúne en modo pionero un conjunto de motivos historiográficos con una lectura política de la Argentina del presente.(5) Pasado y presente, historia y política, los andariveles por los que conjuntamente aspiraba a transitar el revisionismo. También ella contenía

motivos ideológicos antiliberales, en un sentido general y ya en el título el

énfasis antiimperialista, que autorizarían a verla como una disidencia significativa, aunque ni primera ni completa, con la tradición de ideas dominante en la Argentina posterior a Caseros. Sin embargo, el hecho de que en la misma

obra se señalase elogiosamente a Nicolás Repetto como una de las figuras que más había defendido patrióticamente el interés nacional en el debate sobre el tratado Roca-Runciman, muestra cómo ese antiimperialismo no puede proyectarse sin más al sentido y al uso político que tendría en los años 60.(6) Con todo, lo más significativo está quizá en otra parte. Si Julio Irazusta podría ser justamente considerado uno de los padres fundadores del llamado revisionismo, debería subrayarse también que ocupará un lugar singular y marginal en los años 60-70. No sólo no era venerado por quienes debían ser sus seguidores (a excepción de los pequeños grupos nacionalistas) sino que además era uno de los autores menos leído y menos influyente dentro del campo “nacional”, en notoria expansión en esos años. Las razones de esa marginalidad hacia un autor considerado a veces ingenuo, otras aristocratizante u “oligárquico”, otras simplemente representantes de un nacionalismo “ganadero”, pueden buscarse en varios lugares.(7) Primeramente, su acendrado antiperonismo que no morigeró, a diferencia de otros intelectuales, a medida que Perón y su movimiento devenían de nuevo crecientemente influyentes en la política y en la cultura argentinas. Derivado de ello, no dejaba de influir el lugar en que por esa y otras razones, lo colocaban aquellos autores

que construían por entonces opinión en la galaxia nacional-popular. Desde la indiferencia de un Hernández Arregui, que lo pone en un segundo plano no sólo entre los nacionalistas de derecha sino incluso entre los fundadores del revisionismo histórico a (y sobre todo) un Arturo Jauretche que le había dedicado crueles ironías en Los profetas del odio (obra en la cual, por lo demás, en la edición ampliada con “la yapa” dedicaba cuidados elogios a David Viñas y Juan Carlos Portantiero).(8) Asimismo, en las opuestas alternativas políticas en las que distintos cultores de lo que se identificó como revisionismo iban a enancarse, a partir de la segunda mitad de los años 60, del Onganiato (muchos de los de la antigua generación nacionalista) al peronismo contestatario (los intelectuales de la “izquierda nacional”), Julio Irazusta no participaría de ninguna de las dos y su hermano Rodolfo, fallecido en 1967, incluso se dedicó en uno de los últimos reportajes que concedió a fustigar sin esperanzas al primero.(9) Por lo demás, una buena prueba de la ausencia de lazos fuertes personales e ideológicos con esas opciones tan dispares podría percibirse en que, en las múltiples opciones de incorporación al profesorado que existieron en las universidades nacionales para autores de la llamada línea nacional luego de las intervenciones de 1966 y 1973, Julio Irazusta no fue integrado a ninguna de ellas. Las razones de la marginalidad de Irazusta como historiador van sin embargo más allá e incluyen en modo relevante su estilo de intervención intelectual, tan lejano de la violencia y estridencia de esos años, pero también su lectura del pasado argentino y el tipo de propuesta historiográfica que realizaba. El afán razonablemente erudito y un estilo sobrio, sin ironía ni brillo imaginativo, no podían ser virtudes muy apreciadas por entonces, en especial para alimentar una

militancia política que buscaba la concisión adjetivada e incisiva más cercana al ensayo o al formato periodístico. Además, la misma interpretación del pasado argentino que proponía Irazusta ya no parecía funcional a las necesidades de las nuevas opciones políticas. Pongamos un ejemplo: Irazusta había contribuido como pocos a vindicar y valorizar a Juan Manuel de Rosas, su figura y su gobierno, y a ver en él el punto más alto de toda una historia argentina plagada de los desaciertos de sus grupos dirigentes. Sin embargo, el Rosas que Irazusta se empeñaba en sostener era no sólo el defensor de la soberanía nacional sino más aún el de un gobernante orientado por la empiria para proveer una solución que garantizase el orden a la vez que la cohesión. La lectura de Rosas desde la clave provista por la carta de éste a Vicente González resumía, según Irazusta, el núcleo central de su concepción política: el principio omnímodo de la autoridad que procede del ejercicio del poder legalmente constituido, siempre precedente a cualquier expresión o principio proveniente del demos. Esa carta, junto con la de la Hacienda de Figueroa dirigida a Facundo Quiroga, que sustentaría las bases de lo que Irazusta consideraba era un modelo de “confederación empírica”, eran el meollo de su imagen de Rosas.(10) Como alguna vez había escrito, antes de verse obligado a morigerar el “absolutismo” del personaje para evitar que se lo confundiese con los tiranos modernos (es decir, Juan D. Perón), su Rosas estaba cercano al de José Ingenieros sólo que su interpretación valorativa era estrictamente contrapuesta a la de aquél.(11) Ergo, un reaccionario, aunque no lo fuese para Irazusta, a diferencia de la lectura formulada por esos años por Arturo Sampay, por razones ideológicas sino por razones prácticas.(12) Autoritarismo conservador y legalidad (de ahí su insistencia en la magistratura de Rosas como algo equivalente a la dictadura romana) brindaban la clave para entender a un personaje de manera bien diferente del modo como por esos mismos años intentaba presentarlo José María Rosa. Es decir, como un caudillo de masas, a la vez paternalista y populista. No es necesario extenderse, ya que es demasiado obvio, acerca de por qué la obra de este último sería infinitamente más popular que la del primero en el clima de los años 60. De este modo, la lectura de Irazusta, conservadora y mesurada, si no podía encontrar entusiasmos en aquellos neófitos que parecían súbitamente interesados en el revisionismo histórico, sí en cambio podía hallarlos en otros territorios historiográficos que estaban muy lejanos o, incluso, en los antípodas del mismo. En 1971, en lo que podía a primera vista verse como una apertura moderada a los nuevos tiempos, la Academia Nacional de la Historia lo incorporaría entre sus miembros de número. No dejaba de ser significativo, con todo, que se eligiese a una figura emblema del revisionismo de los años 30 con el que muchos historiadores eruditos de aquel entonces habían tenido relaciones si no cordiales al menos no conflictivas (de Emilio Ravignani a Rómulo Carbia).

El reconocimiento a Irazusta no provino, con todo, sólo de la historia tradicional. También desde la nueva historia social la figura de Irazusta era recuperada. Halperín Donghi incorporaba Vida política de Juan Manuel de Rosas en la bibliografía de su curso de Historia Social Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y le dedicaba los elogios menos reticentes de los pocos desperdigados en su libro de 1970. Empero, también en el terreno de la divulgación histórica, el nombre de Irazusta aparecía privilegiado en aquellas colecciones dirigidas por personas que no pertenecían al revisionismo. Así, Haydée Gorostegui de Torres en su tan influyente Polémica. Primera historia

argentina integral, encargó dos fascículos a Julio Irazusta y uno a cada uno de otros revisionistas “antiguos” como Juan Pablo Oliver, José María Rosa o Fermín

Chávez (y además otro a Arturo Sampay), prescindiendo en cambio, para el siglo XIX, de los cultores de la izquierda nacional, salvo León Pomer.(13) Asimismo Félix Luna, en el heterogéneo Memorial de la Patria que realizaba también aperturas al revisionismo, cedió uno de los tomos a Julio Irazusta. Su nombre estaba ausente, en cambio, en las editoriales más emblemáticas de la izquierda nacional: Peña Lillo y Sudestada. La consagración de Irazusta por aquellos que no eran partidarios ni del revisionismo clásico ni de las nuevas síntesis de la izquierda nacional puede ser vista como un legítimo reconocimiento al más historiador (en el sentido de la forma de ejercer la profesión) de la antigua generación revisionista, aunque consideraciones ligadas a su urbanidad y su anti-peronismo también tuvieran su peso. Pueden ser vistas también como una astucia. Más que un reconocimiento al revisionismo podía ser una sustancial toma de distancia frente a él al legitimar al historiador que menos parecía serlo. En cualquier caso si Irazusta era uno de los padres fundadores, no sólo debe insistirse en que la mayoría de su supuesta descendencia lo tenía por tal sino que, para muchos, ser filiados desde aquel libro de 1934 o con la labor del Instituto “Juan Manuel de Rosas” hubiese sido visto como una afrenta. Todo lo dicho no implica negar que Irazusta formase parte de la tradición genealógica de los revisionistas “ortodoxos” y de los ambientes sociales e institucionales en que éstos operaban, ni tampoco que tuviese también su público no sólo entre los lectores viejos del primer revisionismo sino también algunos entre los nuevos, o que pudiese compartir espacios editoriales (Theoria) con otros autores como Fermín Chávez, bien acogidos en la izquierda nacional. Sólo se quiere sugerir que toda la operación de la unicidad y continuidad del revisionismo sugiere un razonamiento del tipo de “si A tiene que ver con B y B tiene que ver con C, ergo A tiene que ver con C”. Es decir, “lazos débiles” en el análisis de redes. Sólo que es difícil decir si ello tiene igual pertinencia para el estudio de movimientos intelectuales pues en esas cadenas podríamos llegar hasta el infinito y llevarnos también de León Rebollo Paz a Leonardo Paso.

Se podría argüir, desde luego, que todos aquellos podían ser considerados antagonistas del liberalismo; sin embargo, esa definición obligaría a dilatar aun más el campo ya que existían otros historiadores antiliberales, por ejemplo de matriz católico-conservadora o marxista, que nadie pensó nunca en incluir dentro del revisionismo. Buscando más detenidamente, cabe sólo observar que si buscáramos un campo ideológico que reuniese a todos aquellos que han sido incluidos en el revisionismo a lo largo del tiempo, debemos reunir en una, dos tradiciones políticas argentinas: el nacionalismo y el peronismo. Puestas ambas juntas y en secuencia, sin distinguir oposiciones o soluciones de continuidad, podemos sí dar cabida a todos los autores considerados. Constituirían, resumidamente, lo que una vez fue llamada la línea del fascismo. Sin embargo, visto que en el primer peronismo confluían personas que procedían de otras

tradiciones políticas, incluidos como ha recordado recientemente Halperín

Donghi notorios participantes del antifascismo en los años precedentes, es difícil que aquel soporte pueda servir para dar adecuada cuenta de movimientos culturales de los años 60.(14) Veamos, a modo de ejemplo, a otro contemporáneo de Irazusta cuyo eco e influencia fue mucho mayor que la de aquél en los ambientes nacional-populares de los años 60-70: Rodolfo Puiggrós. Éste, como es bien conocido, procedía de una tradición ideológica e historiográfica antitética de la de Irazusta: aquella del Partido Comunista Argentino. Como ha observado Jorge Myers, será en esa década del 30 cuando el Partido Comunista construirá una lectura del pasado argentino en el contexto de la estrategia de los frentes populares y en explícita polémica con las lecturas del nacionalismo argentino en cuyo seno emergía el revisionismo histórico.(15) De esa historiografía comunista Puiggrós será la figura más relevante, pues se le puede conceder el lugar que en la tradición revisionista se le ha asignado a Irazusta. Más aún, la misma revista Argumentos nacida en 1938, surgida en el mismo año que el Boletín del Instituto “Juan Manuel de Rosas”,

debía inevitablemente llevar como recuerda Omar Acha a una confrontación abierta entre ambos grupos y ambas lecturas.(16) Más allá de los motivos inmediatamente políticos y del contexto fascismo-antifascismo, la propuesta historiográfica comunista era una lectura historiográfica que abrevaba en fuentes filosóficas e históricas muy diferentes de las del revisionismo. La lectura histórica consagrada como oficial de los intelectuales comunistas partía de varios lugares. A menudo se han resaltado de modo excluyente entre ellas los escritos sobre la cuestión nacional de Stalin o la obra de Bartolomé Mitre, avalado esto último por la frecuente reedición de sus obras por las editoriales ligadas al partido. Ciertamente, la noción de revolución “democrático-burguesa”, etapa necesaria y precedente al socialismo, que tanto orientaría a los intelectuales de ese partido en su reflexión política e histórica, se encuentra en Stalin en su versión más basta, aunque sería necesario no olvidar que ella estaba no sólo ya esbozada en la obra de Lenin sobre el desarrollo del capitalismo en

Rusia, escrita en polémica contra los populistas,(17) sino que también era parte de todo un conjunto de polémicas abiertas con la misma Revolución rusa. Para nuestro trabajo es más interesante preguntarnos por la relación de esa historiografía comunista con el pensamiento argentino. Si la tradición comunista hacía suya una idea de progreso y evolución histórica por etapas necesarias sucesivas, de las cuales una imprescindible a recorrer era la afirmación del capitalismo, no podía, por esa y otras razones, no entroncar con la tradición liberal argentina, vista como momento progresivo en el desarrollo de ésta. Asimismo, esos pensadores argentinos brindaban al comunismo nativo la no desdeñable posibilidad de vincularse con el prestigio de una tradición también ella nacional y aun nacionalista, si no damos a este término un significado estrecho. Existían además otras razones. Aunque la relación de la tradición comunista con el Iluminismo fue ambigua según los casos nacionales, no lo era en el francés donde ya Jean Jaurés había entroncado a la tradición socialista con ella y luego los comunistas lo harían con ésta, como lo mostró el consenso historiográfico republicano en torno de la lectura de la gran revolución. Tampoco lo era en el caso argentino, si atribuimos un rol principal de mediación entre Francia y Argentina a Aníbal Ponce. Además, la tradición comunista sí tenía uniformemente una relación muy estrecha con la herencia de la Revolución Francesa y con las enseñanzas que, creían, podían deducir de ello como modelo de revolución burguesa o simplemente de revolución. Por todo ello, sus vínculos con el liberalismo argentino, político e historiográfico, serían sólidos. Empero, más que en Mitre, como luego muchos sostuvieran, una lectura prestigiosa que colocaba la historia argentina en una clave evolutiva dominada por el conflicto entre “revolución y contrarrevolución” entre feudalismo y capitalismo, entre Iluminismo y reaccionarismo, había sido presentada férreamente por Ingenieros en su La evolución de las ideas argentinas. Más que con cualquier otra cosa, esa tradición comunista podía filiarse sin dificultades allí (de nuevo con la mediación de Aníbal Ponce) en cuanto a los momentos, grupos y personajes progresivos y aquellos reaccionarios en el pasado argentino.(18) Ahí estaban ya la reivindicación excluyente de Mariano Moreno (aunque Ingenieros eludía prudentemente atribuirle el Plan de operaciones, consideraba irrelevantes las objeciones planteadas por la crítica histórica ya que en él encontraba plenamente expresado su espíritu jacobino), el papel decisivo de la minoría ilustrada en la Revolución, la férrea condena a Rosas y su régimen, en el que convergían feudalismo y absolutismo, o la reivindicación de la generación del 37 (los saintsimonianos argentinos), en especial Echeverría. Una lectura que es bueno recordar no era la de Mitre en tantos puntos, desde la imagen negativa del mundo colonial (tan cercana a la hispanofobia de López o de Sarmiento), a la lectura de la revolución o a la valorización de los caudillos del litoral, republicanos y democráticos, de Artigas a Ramírez (tan alejada de los dos fundadores de nuestra moderna historiografía). Aunque el tipo de argumentación

de Puiggrós, centrada en las bases materiales, fuese diferente de la de Ingenieros (que con todo no eludía dedicar varias páginas en un libro sobre las ideas a analizar la empresa saladeril), la imagen de la evolución histórica resultante era bien semejante. Desde luego, puede argumentarse que el alineamiento de Puiggrós con el peronismo implicó una ruptura con aquella tradición historiográfica comunista que él había contribuido a fundar. Sin embargo, ello no es de ningún modo evidente. No sólo se trata de que Puiggrós creyó a bien reeditar en 1954 su “Rosas el pequeño” donde, más allá de las aperturas “políticas” del prólogo, seguía manteniendo inalterada su lectura tan irreductiblemente hostil al ícono de los revisionistas sino que, aun mucho más tarde, en los años que a nosotros interesan, seguía reeditando sus obras escritas en los años 30 con cambios que sólo pueden ser considerados menores si son analizados integralmente.(19) Todavía podía leerse en la nueva edición de la bastante alberdiana Historia económica del Río de la Plata de 1966, reeditada por lo demás por Peña Lillo sin cambios con relación a la edición de 1948, que Rosas era el defensor excluyente

de los intereses porteños y del “trust saladeril como lo llama Ingenieros”, con quien además coincidía, al menos en parte, en que era el heredero de los monopolistas españoles, y que con su caída la Argentina “volvió a encontrarse a sí misma”. Unas páginas más adelante y refiriéndose a Sarmiento señalaba que “ninguno hubiera podido hacer tanto en tan escaso tiempo”.(20) Por otro lado, aunque la cuarta edición de De la colonia a la revolución de 1957 introduce algunas modificaciones, en especial en la conclusión, ellas son enteramente menores y de énfasis, en la arquitectura de un libro que sigue defendiendo, insistentemente, el carácter feudal de la sociedad colonial incluso incorporando nuevas referencias a las en verdad muy escasas que tenía la primera edición.(21) Así, su primer capítulo, que triplica el número de páginas, sigue llamándose igual que en la primera edición: “Origen feudal de la sociedad Argentina”.(22)

En Puiggrós, esa noción del feudalismo colonial hispanoamericano aunque introdujera matices y relativizaciones para el caso argentino que proceden ya de

la primera edición y de los resabios feudales sucesivos que una revolución plenamente burguesa debía disipar seguían plenamente vigentes.(23) No sólo lo llevarían a una recordada polémica con André Gunder Frank sino que además hubieran podido sintonizar ahora con el apoyo prestigioso que ese tipo de interpretación había alcanzado en algunos medios historiográficos europeos, que sin embargo no aparecen citados. Acerca de éstos baste citar los nombres de un historiador comunista como Emilio Sereni (que a su vez introducía en Italia la obra de Maurice Dobb) o de otro que no lo era pero que sacaba las mismas conclusiones que aquél, Ruggiero Romano, enfrascado también en una polémica con Gunder Frank sobre el caso americano y que llegó a sostener polémicamente, en la introducción de una obra famosa, que el feudalismo había terminado en Italia en 1945.(24)

Ciertamente en la quinta edición del libro de Puiggrós las modificaciones son mayores, ya desde el largo prólogo (donde continúa su discusión con Gunder Frank) y la reorganización plena del primer capítulo (cuyo título es ahora “Origen de la sociedad Argentina”). Eso parece deberse más a la ampliación del campo de lecturas históricas (en especial la obra de Claudio Sánchez-Albornoz que ponía en serias dificultades al “feudalismo” español) y teóricas (la coartada que creía hallar con la publicación en castellano del texto de Marx Formaciones económicas precapitalistas). Sin embargo, en ella resiste estrenuamente, en el medio de circunloquios, la negativa a considerar capitalista la conquista y la colonización de América y la insistencia en el carácter servil del trabajo indígena. Persistencia tenaz que es difícil explicar por motivos políticos ya que, como veremos, la tesis “capitalista” tenía bastantes más adeptos en la nueva izquierda nacional que la “feudal” o “precapitalista”. Quizá no es tan sorprendente que Puiggrós continuase siendo a la vez un comunista y un compañero de ruta del peronismo si se piensa que su interpretación teórica e histórica, que priorizaba insistentemente la estructura por sobre la superestructura, y desde luego más allá de la justeza o no de la misma, no necesariamente tenía por qué ser incompatible con la valoración positiva del nuevo movimiento político, visto como realización de aquella revolución “democrático-burguesa” anunciada. Asimismo, la larga discusión sucesiva acerca de la existencia o no de una “burguesía nacional”, en la que

reposaba aquella construcción y que recuerda aquella obsesiva tendencia filológica del comunismo a recurrir a las fuentes de las que habló una vez con

amargura Angelo Tasca, podía reposar en algo mucho más inmediato para la experiencia de la cultura comunista, como era esa curiosa y persistente presencia de las figuras de empresarios y aun banqueros “nacionales” entre los adherentes o simpatizantes de la misma, ayer y aún hoy. Aunque, claro está, ellos orbitaban en el antiperonismo por las mismas razones por las que el Partido Comunista Argentino (incluidos los historiadores económicos industrialistas cercanos a él) rechazaba su adhesión al nuevo movimiento; razones que eran más políticas y culturales que teóricas. Empero, aun admitiendo que efectivamente Puiggrós se había acercado teórica e historiográficamente al “pensamiento nacional”, tanto como lo había hecho políticamente al peronismo, habría que admitir que ese itinerario distaba mucho de ser completo como para ser admitido plenamente en las filas del mismo. Ello quizá lo exhibe mejor que cualquier otra cosa el recorrido de otro intelectual que había compartido con él la militancia en las filas del Partido Comunista: Eduardo Astesano. Y más allá de la mayor o menor coherencia de la visión propuesta por éste, seguramente ella sí daba todos los pasos posibles para ser más plenamente admitida en las filas revisionistas (¿pero lo era?) con la asunción de un rol

totalmente positivo para Rosas en el proceso progresivo de desarrollo del capitalismo. Astesano, en su obra Historia de la independencia económica de 1949, propone todavía una lectura clásica del desarrollo económico argentino del siglo XIX (que para su época colonial es ya definido como “precapitalista”), a partir de la expansión sucesiva a Caseros y, siguiendo por su parte a Puiggrós, realiza un retrato fuertemente negativo (“una vuelta atrás”) del período rosista.(25) Once años después publica en Peña Lillo su Rosas, bases del nacionalismo popular, donde aparece más allá de algunas pervivencias (en general ligadas a su firme adhesión a esquemas derivados de Juan Álvarez) una completa vuelta de campana interpretativa. La época colonial era predominantemente una “economía mercantil” con rasgos de economía natural que con Rosas da un decidido paso adelante al convertirse en economía mercantil con rasgos de economía capitalista. Rosas y el ya famoso saladero devienen ahora un paso fundamental de la “revolución burguesa” puesto que implican la aparición de la gran empresa capitalista. Una revolución que sigue, según Astesano, vistas las características del litoral argentino y la condición de país semi-colonial, un carácter opuesto al de los países europeos no derivado de la industria fabril sino de las agropecuarias. Pero aún hay más: ese papel progresivo de Rosas en el desarrollo de las fuerzas productivas se une a su rol como defensor de los intereses económicos nacionales y por ende de un desarrollo económico independiente basado en el proteccionismo.(26) Como se ve, ya no queda aquí nada de la lectura comunista, de la cuestión feudal ni de las reflexiones de Puiggrós. Ese giro historiográfico irá de la mano de la búsqueda de una integración en los ámbitos revisionistas cuyos autores aparecen ahora profusamente citados. En especial José María Rosa, al que no sólo se le dedican numerosos elogios, en especial a su Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, sino que el mismo libro concluye con una cita de éste que resume bien hasta dónde ha llegado Astesano: “La confederación argentina de Rosas con su sufragio universal, igualdad de clases, fuerte nacionalismo y equitativa distribución de la riqueza, será tenida como una verdadera y «sólida» república «socialista»”.(27) El mismo Astesano ha descripto ese itinerario en un reportaje, indicando su acercamiento bastante temprano al mismo Instituto “Juan Manuel de Rosas” (aunque no señala la fecha, ésta podría ubicarse en las postrimerías del primer peronismo) y observando en el reportaje cuánto de su oposición a la tesis feudal estaba ya precedentemente en una polémica epistolar privada con Rodolfo Puiggrós. Más aún, destaca Astesano, él estaba plenamente identificado con los argumentos de André Gunder Frank en el debate con el primero.(28) Ciertamente puede sostenerse que el Puiggrós verdaderamente influyente en los 60 era el que, en paralelo con Jorge Abelardo Ramos, se dedicaba a estigmatizar a la izquierda tradicional argentina ya desde su Historia crítica de los partidos

políticos y ello es indudablemente evidente en el plano de los debates de la misma izquierda desde el momento sucesivo a la caída de Perón, como con tanta agudeza ha analizado Carlos Altamirano.(29) Esas obras, que tratan de un período histórico diferente, estaban escritas de manera distinta a las primeras y colocaban la historia política menuda en lugar preponderante. Aunque no faltasen en ellas observaciones perspicaces acerca de la Argentina de la primera mitad del siglo XX, ello quedaba oscurecido por la fatigosamente larga y unilateral mirada sobre la izquierda tradicional argentina. Además, esos trabajos ponían una tensión sobre su construcción etapista ya que, por ejemplo, para polemizar con Gino Germani y sus colaboradores se veía obligado a negar que las naciones subdesarrolladas debiesen mirarse en el espejo de las más desarrolladas hacia las cuales tenderían. Es decir, iba a negar el proceso evolutivo unilineal implícito en las teorías de la modernización con el problema de que esa misma secuencia, con otros rótulos, estaba presente en el enfoque de los modos de producción. Al afirmar, aun con matices, la originalidad de cada proceso histórico estaba también, sin quererlo, poniéndose bastante cerca de la antigua polémica de los populistas rusos contra el marxismo.(30) Quizá, por todo ello, sería útil pensar a Puiggrós en términos de una superposición más que una fusión entre ambas etapas de su producción. Superposición no exenta de contradicciones entre dos formas de mirar el pasado argentino, producto de aquello que se resistía a abandonar y de aquello en lo que había embarcado sus esfuerzos políticos. Todo esto nos ha llevado demasiado lejos. Baste resumir en que esa tradición comunista historiográfica estaba en los 30 en los antípodas de aquella en la que podían abrevar los revisionistas contemporáneos interesados en los pensadores e historiadores europeos decimonónicos, conservadores o reaccionarios y semejantes a las propuestas de la historiografía capeta francesa. Diferencias que en los años 60 no se habían atenuado. Así, lo que aportaba Puiggrós, pero también Astesano, a ese momento de fines de los años 60 era un vocabulario, un conjunto de lecturas teóricas, una serie de temas e interpretaciones que poco tenían que ver con las que por su lado traía el revisionismo. Ello es por supuesto más evidente si miramos la época colonial y el siglo XIX, pero era sólo en ese terreno y no en el de la Argentina moderna donde la coincidencia o la contraposición con el revisionismo antiguo podía darse visto que éste, prisionero a su vez como estaba del debate con la historia académica sobre los mitos de los orígenes, desdeñaba olímpicamente la historia del siglo XX. En cualquier caso, lo que quisiéramos resaltar es que sobre los tardosesenta confluían muchas lecturas e influencias en términos historiográficos, de las que los casos de Irazusta y de Puiggrós constituían quizá dos vías extremas del campo de posibilidades. Al escogerlas hemos querido argumentar acerca de esa diversidad.

Momentos Si, como fuera señalado, el revisionismo de los años 30, en tanto que movimiento a la vez historiográfico y político, sólo puede ser entendido colocado en el contexto político (y agregaríamos cultural) en el que surge, lo mismo ocurre con la historiografía de la izquierda nacional. Sumariamente podríamos observar tres diferencias relevantes con la situación en la que vivió el revisionismo clásico. La primera es que éste había surgido en los años 30 cuando las acciones del fascismo estaban en alza y el marxismo era una cuestión bastante periférica con relación al establishment cultural argentino. Ahora era el fascismo el marginal mientras que el marxismo tendía a expandirse en ámbitos académicos y no académicos de igual modo a como ocurría en otros países de Europa y América Latina. La segunda diferencia es el tema del primer peronismo. El revisionismo había surgido en un clima cultural dominado por oposiciones de distinta naturaleza y profundidad de aquellas que abriría el advenimiento de la “democracia de masas”. Luego de haber aparecido ésta había provocado entre sus cultores tanto pronunciadas reservas como adhesiones, a menudo de necesidad más que de verdadero amor, en una situación de vínculos complejos y sustancialmente ambiguos desde ambos lados. La tercera concierne a la situación posterior a 1955

y en especial de 1957; cuando Perón promovió al revisionismo como una especie de ideología sino oficial al menos oficiosa del movimiento, la situación aparecía radicalmente cambiada.(31) Aunque fuese, como se ha señalado, un matrimonio de razón, no por ello dejaba de granjearle al revisionismo nuevos públicos y nuevos enemigos. Esos públicos eran ante todo los seguidores de Perón, en especial los que se congregaban en las principales estructuras supérstites del movimiento que eran los sindicatos. Así, retratos de Juan Manuel de Rosas comenzaron a surgir en ellos agregando un símbolo adicional a la iconografía del peronismo. Empero eran también, y sobre todo, las viejas y nuevas clases medias que el modelo de sustitución de importaciones había expandido, ávidas de consumir historia y, en sus franjas más juveniles, de involucrarse activamente en el proceso político. Una mirada esquemática concluiría que los revisionistas clásicos influirían preponderantemente sobre los primeros y los nuevos intelectuales de la izquierda nacional sobre los segundos. Aunque en sus grandes rasgos ello pueda ser cierto, una mirada más atenta debería recordar que existían notables excepciones. Por una parte, un mimetizado José María Rosa y un Arturo Jauretche, que finalmente encontraba el público que afanosamente había buscado en vano en los años 30, serían particularmente influyentes en las clases medias, mientras que, por otra parte y más tarde, en ocasión del surgimiento de la llamada CGT de los Argentinos, historiadores como Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde o sociólogos provenientes de las cátedras nacionales, pero no sólo de ellas, tuvieron un cierto eco allí. La situación descripta, sin embargo, debería colocarse en una dinámica temporal. Un primer momento es el sucesivo a la caída de Perón. Allí los intelectuales de la

izquierda nacional encontraron una inesperada oportunidad para pasar de un lugar marginal a otro central en los debates de la izquierda argentina. Una izquierda no sólo algo desconcertada ante la situación abierta con la revolución libertadora sino con una agenda mucho más complicada que la existente en el decenio peronista. Finalmente, mientras el movimiento estaba en el poder se podía optar por un acendrado antiperonismo o por una línea tácticamente más zigzagueante como la del mismo Partido Comunista. Acerca de ésta no es quizá tan relevante si sus dirigentes seguían pensando, más allá de lo que decían, que el peronismo era una variante del fascismo ya que intentos de colaboración con otros regímenes fascistas en sentido lato o extenso no habían estado ausentes en el movimiento europeo o latinoamericano. El mismo Partido Comunista italiano había hesitado bastante sea antes de 1930 o luego de 1935, momento de máximo consenso del régimen mussoliniano, con fases de acercamiento y de distanciamiento hacia aquellos que algún manifiesto poco afortunado llamó “fratelli in camicia nera”. Y el Partido Comunista brasileño no había tenido ningún ambage en apoyar la opción Vargas en la crítica coyuntura de 1945 por “necesidades históricas”, como dijo un Prestes apenas salido de la cárcel.(32) Sea de ello lo que fuere, luego de 1955 las cosas eran más complicadas. En un escenario abierto e impredecible, no sólo parecía más perentorio colocarse políticamente ante el peronismo (lo que significaba responder a la pregunta de la perdurabilidad o no de la lealtad de sus seguidores, lo que era en el mejor de los casos una pura conjetura) sino que los flancos abiertos por las opciones hechas en 1945 eran más fácilmente atacables. Es decir, ante todo, las cuestiones de la clase obrera peronista y de la opción por la Unión Democrática.(33) A ello quizá podría agregarse algo más en una mirada comparativa. Uno de los factores que harían la fortuna de algunas izquierdas, señaladamente los partidos comunistas francés e italiano, en la segunda posguerra, era que habían podido vincular la causa del antifascismo con la de la liberación de sus propias naciones de una dominación extranjera, lo que les permitía incorporar a su propia mitología temas típicamente nacionalistas y darles una retórica patriótica en torno de la resistencia que se convertiría en su principal lugar de memoria. Así, paradójicamente, mientras la extrema derecha que había intentado monopolizar hasta los 30 los mitos nacionales aparecía en la coyuntura posterior asociada con el extranjero y con el enemigo (fuese Vichy o la república de Saló), en especial el comunismo ahora a través de su contribución en héroes y mártires podía superponer a su retórica internacionalista otra firmemente nacionalista al presentarse como la más extrema defensora de la patria en peligro.(34) Desde luego esa operación no estaba disponible para las izquierdas argentinas ya que la liberación del fascismo criollo no sólo no era contra un enemigo exterior sino que, en una clave de lectura antiimperialista y de situación “semicolonial”, siempre podía recordárseles la “opción” por Spruille Braden, como exhibiría el epíteto popularizado por Ramos de “izquierda cipaya” aplicado a esa y otras decisiones. En cualquier caso, estos intelectuales de la izquierda nacional ¿cuánto influían

por entonces más allá de los debates de la izquierda argentina, que por importantes que hayan sido no ocupaban todo el campo intelectual del país? Más bien lo que uno podría observar es que mientras figuras como Ramos o Puiggrós por entonces influían allí, el viejo nacionalismo, no menos atribulado ante el desenlace de la revolución, trataba de operar sobre otros públicos. El momento sucesivo a 1955, con la derrota y la persecución del peronismo, también creaba condiciones para una interlocución importante de los intelectuales marxistas con los nacionalistas. La curiosa revista Columnas del Nacionalismo Marxista, dirigida por Eduardo Astesano, lo exhibe ya en el título de la publicación o en la confluencia entre los articulistas de Fermín Chávez y aun Juan Pablo Oliver con el mismo Astesano o con Elías Castelnuovo. Con todo, esa relación entre antiguos revisionistas y marxistas puede verse como uno de los tantos expedientes tácticos que la situación política exigía. Como mostraba el mismo artículo de Fermín Chávez, que abría el primer número de la revista, la invitación a la convergencia que se hacía en nombre de la crítica al antiguo nacionalismo sin pueblo y al marxismo sin nación, reposaba sobre largas transcripciones de un autor caro a la derecha francesa como Thierry Maulnier, acerca del cual es difícil no señalar que la lectura de César Pico era más congruente que la de John William Cooke, en cuanto a en qué lugar del espectro ideológico colocarlo. Es decir, visto desde el nacionalismo, no era una convergencia ideológica con el marxismo sino apenas una invitación a éste a sumarse al movimiento nacional.(35) Otra cuestión es mirar esa publicación no en relación con el antiguo revisionismo sino con el futuro de la misma izquierda nacional. En este sentido, la revista presenta una anticipación del tipo de heterogéneo conglomerado ideológico que se hará popular a fines de los 60 con sus referencias al cristianismo, a Gamal Nasser y a Paul M. Sweezy. La dinámica de la situación entre 1955 y 1966 es tan compleja que no puede resumirse en su momento inicial y en aquel final que exploraremos en forma sumaria. Baste recordar el momento del frondicismo, con las increíbles convergencias políticas que allí se produjeron, para pensar si ellas fueron tan episódicas que no dejaron trazas perdurables o si, por el contrario, al contribuir a una reconfiguración de afinidades políticas no influyeron sobre los alineamientos historiográficos. Seguramente influyeron en las credenciales de un Arturo Jauretche y un Raúl Scalabrini Ortiz sumados a la aventura frigerista. En cualquier caso, a proceso terminado, el golpe de Onganía, las distintas líneas tendían nuevamente a entrecruzarse, en especial a partir de la aparentemente ambigua e indudablemente compleja situación creada por el golpe de 1966. No se trataba sólo de las inesperadas expectativas que el general Onganía pudo despertar en el momento inicial en sectores insospechados de conservadurismo sino de los crecientes equívocos que generaría en un peronismo cuyo posicionamiento fue de la adhesión entusiasta de algunos al “desensillar hasta que aclare” del propio Perón.

Un ejemplo de esos equívocos fue el ingreso o el retorno a la universidad de figuras del nacionalismo tradicional que habían sido emblemas de los llamados profesores “flor de ceibo” de la década peronista junto con otros que llegaban por vías más insólitas a reemplazar a los renunciantes reformistas. Así, un abogado de matriz social-cristiana del grupo de “economía humana” con contactos, por un lado, con el mundo sindical (en especial con la Acción Sindical Argentina presidida por Amado Olmos) y, por el otro, con el mayor Bernardo Alberte, nombrado por entonces delegado personal de Perón, desembarcó en la dirección del Instituto de Sociología, mientras que un sacerdote procedente de la Universidad Católica, Justino O`Farrell, lo haría en la dirección del Departamento de Sociología.(36) Surgirían de allí luego las llamadas “cátedras nacionales”, uno de los grupos más contestatarios de la Facultad de Filosofía y Letras de los años militares (cuando Ángel Castellán fue nombrado decano a proceso en marcha y trató de retornar moderadamente a la universidad preintervención encontró mucho más compatibles con ese proyecto al reformismo o aun a algunos marxistas académicos que a los díscolos e imprevisibles nacional-populares).(37) En cualquier caso, que ellos pudiesen desembarcar del mismo modo y contemporáneamente con Fernando Cuevillas en Sociología o el increíble Juan Carlos Goyeneche convertido mágicamente en profesor de Historia de Oriente, exhibe bien la confusión del momento. Con todo, es bueno recordar que esos nuevos sectores contestatarios harían pie en las carreras de Sociología y Filosofía pero no en Historia. Aquí las novedades eran de otro tipo. Junto a los supérstites

miembros de la Nueva Escuela Histórica por ejemplo, el imperturbable Ricardo

Caillet Bois en el Instituto Ravignani aparecían algunos nacionalistas como Goyeneche y revisionistas antiguos o nuevos como Manuel B. Somoza o Cristina Minutolo o Antonio Pérez Amuchástegui que vería ampliadas sus tareas. Esa situación confusa que crea el golpe de 1966 en el plano universitario, pero más importante en la política general, irá acompañada por un proceso de radicalización más global, desaparecidas las vías de contención y de procesamiento del conflicto que tenía el sistema de mediaciones del régimen político democrático precedente. Ello llevará a una dinámica vertiginosa que afectará tantas identidades ideológicas, políticas e historiográficas. En esa situación en movimiento, con identidades en tránsito, surgirían espacios de coexistencia precaria entre viejos y nuevos que actuaran como lugares de pasaje. Una ilustración de ello fue la cohabitación en el Instituto “Juan Manuel de Rosas” de, por ejemplo, Juan Pablo Oliver y Rodolfo Ortega Peña. La sonora polémica que emergerá en las páginas del boletín del Instituto en torno de la Guerra del Paraguay y el rol histórico de Mitre (súbitamente defendido por Oliver) mostraba bien, mucho antes de 1973, la imposibilidad de convivencia en ese conglomerado por razones a la vez políticas e historiográficas. Que Oliver, antiguo miembro de la Alianza Libertadora Nacionalista, acusase a los historiadores del nuevo revisionismo de izquierda (pero no incluía a Puiggrós entre ellos quizá por no

considerarlo partícipe de ninguna ambición revisionista) de infiltración comunista en las corrientes nacionales, usando tácticas de apariencia “montoneril” o “guerrillera”, dice bien a las claras cómo estaban las cosas.(38) De tantas vidas intelectuales heterogéneas y en tránsito existen muchos ejemplos. Uno de ellos es el de Rodolfo Ortega Peña quien, tras un fugaz acercamiento al frondicismo, desembarcó también por poco tiempo en el Partido Comunista hacia fines de los años 50. Se orientó luego hacia el peronismo donde, al igual que otros a la búsqueda de la clase obrera realmente existente, fue atraído por su estructura entonces más consistente, el movimiento sindical, y por la figura y el proyecto de su líder más emblemático, Augusto Vandor. Más tarde aún, ya en pleno onganiato y en coincidencia con la implosión del sindicalismo, se encaminó hacia posiciones cada vez más radicalizadas dentro del peronismo. Ortega podía combinar un estilo señorial con una actitud juvenil, una multiplicidad de iniciativas editoriales con la curiosidad por la investigación histórica, sus batallas contra el régimen militar y aquellas contra la Academia Nacional de la Historia, a la vez contra el general Onganía y contra el general Mitre, el culto de ciertas tradiciones familiares (era nieto de David Peña y por esa vía estaba emparentado con Facundo Quiroga), con la defensa de presos políticos y con una militancia política cada vez más radicalizada que lo llevaría a colocarse aun a la izquierda de la llamada tendencia revolucionaria del peronismo. Trayectoria que aunque podía haber parecido impensada para muchos estaba quizá, de algún modo, intuida en el retrato (por otra parte hostil) que de él y de Eduardo Duhalde, convertidos en dos personajes de su novela, deja Leopoldo Marechal en Megafón o la guerra, publicada en 1970. Empero también podría pensarse en el curioso periplo de ese sólido erudito que es Fermín Chávez, cuya militancia revisionista comenzada con una lectura bastante “entrerriana” de la historia argentina, seguía firmemente anclada en una mirada ideológica que no

puede no definirse como hostil a la modernidad como exhibe muy bien su

Iluminismo e historicismo en la cultura argentina, convertido simultáneamente en escritor regular de la revista Crisis.(39) Aunque quizá ayudaba a ello su estilo sin agravios hacia los contemporáneos y una consagración a figuras como el Chacho Peñaloza o Ricardo López Jordán hacia los que convergían otros cultores de la izquierda nacional y que podían ser presentados en una clave popular, en sintonía con los nuevos climas, mucho más que un Rosas sobre el que pesaba la construcción hecha en los años 30.(40) Sin embargo, el hecho de que Chávez pudiese escribir simultáneamente en Dinámica Social y en Columnas de Nacionalismo Marxista en los 50 y participar de los ámbitos de los nacionalistas antiguos y de la nueva izquierda en los 70 dice más sobre su estrategia inclusiva, tan diferente de la de tantos de sus conmilitones, que sobre sus convicciones ideológicas o historiográficas. Que ocupe un sillón aún hoy en ese reducto de la ortodoxia ideológica que es el Instituto “Juan Manuel de Rosas” del que fueran expulsados aun personas como José María Castiñeira de Dios por su

desviacionismo (claro que no marxista), dice mucho acerca de esa fidelidad de Chávez a un horizonte intelectual. Se podría sostener que todo ello argumenta acerca de la unicidad del campo que discutimos al principio de ese trabajo. No lo creo, excepto que tomemos una foto en un momento entre 1966 y 1968, prescindiendo del período anterior y del sucesivo. Finalmente, lo que podía ser no tan perceptible en 1970, visto a proceso concluido, muestra que se trataba de momentos inestables en los que se entrecruzaban itinerarios que venían de lugares diferentes e iban hacia otros que también lo eran. Por lo demás, los equívocos pronto se disiparían y aquello que podía aparecer como una galaxia indeterminada al observador externo decantaría en líneas nítidas y trágicas. Que ese desenlace anticipado en el debate de ideas tenía su concreción en el campo de la pura lucha política lo exhiben las diferencias de destino de los dos ejemplos antes descriptos. Más allá de la cuestión no menor de los diferentes temperamentos de Chávez y Ortega Peña, lo que producía la disolución violenta de ese campo “nacional” historiográfico y político eran las opciones políticas crecientemente polarizadas y el grado de compromiso con ellas. El peronismo que proveía para muchos la posibilidad del equívoco exhibiría luego la insalvable incompatibilidad.(41) Temas Al acercarse hacia la historia argentina, los nuevos historiadores de la izquierda nacional se encontraban con una situación dual. Por una parte, 1 período colonial y las tres cuartas partes del siglo XIX donde existían lecturas precedentes, fuesen ellas “liberales” o “revisionistas”, muchas de las cuales habían sido formuladas por intelectuales que seguían plenamente activos en el nuevo momento. Con muchas pero no con todas de estas últimas, vistas las afinidades políticas que suscitaba la común simpatía hacia el peronismo, en un contexto tan polarizado como el de la Argentina de entonces, tenía que establecerse si no algún tipo de diálogo al menos un posicionamiento. Por la otra, en relación con la Argentina moderna y contemporánea sobre la cual ni los historiadores de la tradición académica ni los revisionistas habían prácticamente escrito, el campo parecía más libre, al menos de aliados incómodos. Una excepción entre los últimos era la historia argentina de Ernesto Palacio, sin embargo bastante breve en sus capítulos sobre el período posterior a 1910 al que dedicaba setenta de las 750 páginas del libro.(42) Al encarar la historia del país antiguo, los ensayistas de la izquierda nacional siguieron itinerarios divergentes. Como ya señalamos, mientras Astesano se asimiló valorativamente a las tesis del revisionismo, Puiggrós mantuvo más inalterada que modificada su visión. Consideremos además las posiciones de otros cuatro autores: Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde y Gonzalo Cárdenas. Los puntos de conflicto potencial para una visión que

reclamaba un lugar en la izquierda eran muchos, de los cuales nos concentraremos en dos: el mundo colonial y Rosas y su época. El revisionismo había revalorizado el mundo colonial, con mayor o menor énfasis según más cerca estuviese el autor del catolicismo y del hispanismo, y desde luego había encontrado en Rosas al paladín de la Argentina independiente. Como no podía escapar a nadie que los revisionistas, hubiesen o no adherido al peronismo, pertenecían a una tradición política opuesta a aquella en la que aspiraban a colocarse los historiadores de la izquierda nacional, era casi inevitable que en esos campos se produjesen los mayores puntos de fricción. Abelardo Ramos, al igual que Puiggrós, formula una lectura negativa de España, de la conquista y del orden colonial. Esa imagen no innova con relación al retrato de Ingenieros y en general a la imagen canónica en la izquierda argentina, desde la idea de las dos Españas a la preferencia marcada por los Borbones reformistas contra los Austrias absolutistas. Es decir, un retrato antitético con el del revisionismo.(43) La contraposición entre las lecturas revisionistas y la de los historiadores de la izquierda nacional se prolonga hasta la valoración del proceso independentista. Estos últimos fueron morenistas acérrimos mientras los revisionistas, con la excepción de Palacio, eran partidarios de la línea que unía el saavedrismo con el motín del 5 y 6 de abril. Luego todo se hace más zigzagueante y complejo pero, si se quisiera indicar una división entre las lecturas de izquierda tradicional y las de la nueva izquierda, la misma podría establecerse a partir de 1820. En torno de lo cual no es innecesario recordar que ya Ingenieros había realizado una valoración positiva de Artigas y los caudillos del litoral con él asociados. A partir del momento de disolución de la situación pos-independentista, la lectura de los historiadores de la izquierda nacional se acerca a la de los revisionistas y se contrapone a la de la izquierda clásica. Con todo, en especial ante el tema Rosas, tanto Ramos como Ortega Peña y Duhalde, pese a las diferentes matrices de procedencia de sus lecturas, parecen haber seguido estrategias no disímiles. Más que exaltar a Rosas se trataba de denigrar a Rivadavia y más aún a Bartolomé Mitre. Ello implicaba inevitablemente una valorización de otros personajes históricos que en su tiempo se habían contrapuesto al gobernador de Buenos Aires. Así, Jorge Abelardo Ramos podía considerar a Rosas como un capitalista progresista agrario, pero a su vez como expresión de un nacionalismo ganadero apenas defensivo y limitado por sus intereses porteños y de clase. Del mismo modo, resistente a percibir en Quiroga las bases para cualquier proyecto de futuro alternativo y aun de cualquier proyecto, imaginaba como ideal de una Argentina que no había sido una hipotética conjunción de las ideas de José María Paz (“la burguesía intelectual”) y Facundo Quiroga (“las masas armadas”). Es decir, una automática transposición del rol que autoasignaba a su grupo político en relación con el peronismo. Además, si Ramos se consideraba heredero y partícipe de una tradición marxista,

ello le imponía a la vez la necesidad de una visión evolutiva y progresiva del proceso histórico que le impedía ir más allá de mirar con plena simpatía la resistencia de los caudillos del interior. De este modo, la interpretación de Ramos, que creía encontrar su hilo conductor en la mirada del Alberdi posterior a Caseros y se centraba en las contraposiciones entre el interior y Buenos Aires y entre las “masas” y los doctores, no queriendo vertebrarse en el rosismo, hacía difícil pie en la tensión entre su horizonte ideológico y sus necesidades políticas. Debía así buscar en otra parte y construir al Paraguay de los López como ese modelo nacionalista, antiimperialista e industrialista que no conseguía hallar en los personajes y movimientos argentinos. Los trabajos de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde, aunque parten de otro lugar historiográfico y político, se encontraban también con la pesada hipoteca historiográfica del rosismo de los años 30. Si, como Ortega dejó escrito, un peso decisivo en su acercamiento a una relectura del pasado argentino le cupo al deslumbramiento que le produjo la lectura del libro Imperialismo y cultura de Juan José Hernández Arregui donde, entre otras cosas, encontró las bases para una reinterpretación de la época de Rosas “desde una perspectiva marxista que eliminara las torpezas del liberalismo y el romanticismo apergaminado del revisionismo”, ahí podría buscarse el núcleo originario de las interpretaciones que junto con Duhalde elaboraría en los años sucesivos.(44) La interpretación de Hernández Arregui de Rosas, una figura ambigua de un período de transición, no se aleja mucho de la de Ramos y, también como en éste, dos de las dimensiones críticas eran el porteñismo (y la filiación argumentativa era de nuevo Alberdi) y los límites de una clase terrateniente asociada a la burguesía mercantil de la cual aquél era considerado un fiel representante. Partiendo de allí, la abundante obra que los dos historiadores, menores de treinta años, van a producir entre 1965 y 1968, intenta una recuperación de la tradición federal, entendida como popular y antiimperialista, que elude el obstáculo de confrontarse con la figura de Rosas y se centra en el período precedente o en el posterior y se construye en torno de otros personajes: Dorrego, Quiroga, Felipe Varela. En especial, al ocuparse de este último en 1965, Ortega y Peña y Duhalde resaltaban en ese momento que había sido el “excesivo” apego del revisionismo al rosismo y el hecho de funcionar esta corriente sólo como antítesis de la liberal lo que les había impedido la recuperación de Varela.(45) El libro con más ambiciones de ambos autores es el dedicado a Facundo y la montonera, publicado en 1968 y que presenta a aquéllos como héroes de la resistencia nacional al imperialismo inglés. Tiene en su prólogo una doble dedicatoria que condensa los dos campos de interlocución: “a los trabajadores de nuestra patria, herederos de la heroica montonera de Facundo y a José María Rosa, verdadero historiador de los argentinos”. Un José María Rosa por entonces al final de su largo mandato como presidente del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, en cuyo espacio Ortega Peña y Duhalde, como

ya señalamos, buscaban por entonces dar su batalla historiográfica. Desde luego que la lectura de Rosa no era compatible con aquella de Hernández Arregui, en el punto de la interpretación del gobernador de Buenos Aires, aunque éste le dedique un cuidado elogio a aquél. Con todo, la originalidad de la lectura de Ortega Peña y Duhalde con respecto a la de Ramos se puede resumir en dos puntos: uno político y otro teórico. Con relación al primero, es evidente que los dos jóvenes historiadores buscaban librar su batalla dentro del peronismo, no como Ramos en tanto que aliado exterior. La segunda, derivada de la primera, era que más allá de las apelaciones a la tradición marxista (por ejemplo, para la definición de “imperialismo”) o del uso de una terminología de clase, la interpretación de Ortega Peña y Duhalde se deslizaba de modo más raudo hacia un populismo historiográfico pleno. Como muestra la línea de trabajo más original que propusieron, el estudio del folclore argentino, era la búsqueda de una historia verdaderamente “desde abajo”, como luego se diría, la que los llevaba a tratar de indagar formas puras de una cultura popular sin ninguna intelectualización.(46) Cultura que imaginaban por lo demás política y que les servía para atacar a la vez a otros historiadores que se acercaban al folclore por otras vías (Félix Luna sobre todo) o incluso a los cantautores de ese presente vinculados con el Partido Comunista. En cualquier caso, la mirada de Ortega Peña y Duhalde desprovista de toda idea del rol de la vanguardia tendía crecientemente a presentar al caudillo como simple lenguaraz de un sujeto social, siempre el mismo con distintos nombres (como lo exhibe el constante deslizamiento de la “montonera” a los “cabecitas negras”).(47) Como reza el subtítulo del libro dedicado a Varela “las masas de la Unión Americana enfrentan a las potencias europeas”, esa lucha de las masas contra el imperialismo británico era explicada en términos más puramente sociales (o socioculturales) que económicos. Para lo cual buscaban inspiración, más que en Juan Álvarez, en la descripción que creían deducir de Sarmiento de los conflictos argentinos, invirtiéndola valorativamente.(48) Resta finalmente considerar la obra de Gonzalo Cárdenas. Ésta presenta varias diferencias con las precedentes, ante todo en relación con su formación y con el contexto de producción. Fue realizada por un sociólogo de matriz socialcristiana que operaba en ese momento, el Onganiato, en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en el ámbito de las “cátedras nacionales”. Sus propósitos polémicos aparecen influidos primeramente por los debates internos de ese mundo universitario. Desde allí, en la larga introducción con ambiciones teóricas, no sólo son atacados los fundamentos de la sociología germaniana acusada de eurocéntrica, sino que es fuertemente relativizado el marxismo, visto apenas como un momento de la evolución del pensamiento social condicionado por las características de la sociedad europea del siglo XIX. También esa introducción se coloca con relación al debate feudalismo-capitalismo y, visto el eje que articula el libro, la confrontación entre centro y periferia, enfila rápidamente hacia una lectura de la colonia en términos de un capitalismo

comercial que permite la acumulación de riquezas necesaria para la expansión del mismo en el contexto europeo, en polémica con las tesis “feudales” que atribuye a la izquierda tradicional. A partir de aquí el libro propone una lectura del siglo XIX argentino que, si presenta como diferencia el hecho de otorgar muchas páginas a los aspectos económicos y aun a la inmigración, no deja de apoyarse, resumiéndolas, en las posiciones de los revisionistas antiguos o recientes, en especial los libros de José María Rosa. A diferencia de los autores precedentes, vuelve a conceder un rol preponderante a Rosas en el proceso en tanto constructor de la unidad nacional y expresión del desarrollo autónomo hasta que, más aún que Caseros, el golpe “gorila” (sic) de los porteños en septiembre de 1852 habría orientado el proceso en otra dirección. Con relación a la lectura del siglo XX, los historiadores de la izquierda nacional enfrentaban otros dilemas. Algunos como Ortega Peña y Duhalde o Astesano decidieron no incursionar allí mientras Cárdenas arriba sólo hasta 1910. En cambio, Ramos y Puiggrós dedicaron a ese período la mayor parte de su producción posterior a 1955. Al hacerlo no tenían, como señalamos, que confrontarse con las visiones del revisionismo pero enfrentaban otro problema: qué tipo de relación establecer con la masa de investigaciones que se estaban realizando bajo inspiración directa o indirecta de Germani y con aquellas que procedían de una economía con vocación histórica de tradición cepalina. Es decir, cómo confrontarse con las transformaciones que emergían de la relación entre historia y ciencias sociales. Concentrándonos en Germani, nunca se resaltará lo suficiente en cuán gran medida el sociólogo italiano logró girar el eje temporal, conceptual y metodológico con el cual estudiar a la Argentina. La preocupación pasó a ser estudiar la Argentina moderna en la asunción de que la profundidad de las transformaciones que comportó hacían bastante irrelevante la discusión sobre lo que había ocurrido o podía haber ocurrido antes. Agregó, además, nuevos conceptos, vocablos e instrumentos y desde allí una miríada de datos sobre grupos e instituciones de la sociedad argentina. La respuesta de los cultores de la izquierda nacional fue un casi unánime rechazo a toda esa producción considerada irrelevante, tendenciosa y aun subalterna a los propósitos del imperialismo. Como mostraría la multiplicidad de líneas interpretativas y de posicionamientos políticos que se abrieron entre los cultores de la economía y de la sociología a propósito del problema nacional y del peronismo, nada había de implícitamente perverso en aquellos instrumentos que podían ser simplemente medios más complejos para construir distintas lecturas de la Argentina y fundamentar diferentes posicionamientos políticos. En cualquier caso, al proceder de aquel modo, los intelectuales de la izquierda nacional sólo podían orientarse a interpretaciones culturalistas del tipo de las de Hernández Arregui o puramente políticas como las de Puiggrós o Ramos. Que

estuvieran mechadas de apelaciones a la tradición marxista o de citas de Karl Marx, Friedrich Engels y León Trotsky no cambiaba ese carácter ni mejoraba la orfandad de instrumentos para pensar una sociedad compleja como lo era la Argentina del siglo XX. Lo mismo ocurriría con las nuevas generaciones de integrantes de las llamadas “cátedras nacionales” que, eludiendo todo vínculo con la sociología y con la economía, debían recostarse alternativamente en la filosofía o en la historia entendida de un modo tradicional como fuente de inspiración y en el ensayismo como instrumento de explicación. Que ese ensayismo fuese elevado, por sus más lúcidos exponentes, a la categoría de un instrumento más apto para comprenderla realidad, saldando en favor de la idiografía el debate con la ciencia nomológica, es otra cuestión. Que esa voluntad de eludir la confrontación con las ciencias sociales no fuera patrimonio exclusivo de la izquierda nacional y que estudiosos de otras tradiciones de la izquierda también se embarcasen en miradas hermenéuticas, también lo es. Finalmente, nada dice todo ello de la eficacia política. Más aún, la antropomorfización de los conflictos y las lecturas simplificadas y binarias suelen ser en general más aptas para suscitar la adhesión a la causa que se quiere defender. En ese cuadro existe, al menos, un contraejemplo: Arturo Jauretche, quien había sugerido en un trabajo de 1959 la necesidad de un nuevo revisionismo que, una vez esclarecida la verdad de los hechos del período comprendido entre 1820 y Caseros, se desplazase hacia el estudio de la Argentina posterior abandonando toda melancolía y sueños de restauración. Ese nuevo revisionismo debía orientarse más hacia el estudio de lo social y, abandonando el tono polémico, construirse con “todos los aportes”.(49) Aunque esas reflexiones, que hacen una abundante citación de Marc Bloch casi como emblema de que una nueva historia era necesaria, correspondan al momento intelectual del frondicismo, es algo que puede postularse. Sin embargo, el mismo Jauretche sería bastante consecuente con ellas aun posteriormente, quizá por una continuidad de su esfuerzo por persuadir a las clases medias no peronistas. Su “medio pelo”, aunque construido de manera asistemática y ensayística, defendiendo el sentido común contra el “dato científico”, proponiendo en el prólogo “el estaño como método de conocimiento” y relativizando a éste no deja de utilizar ya allí, sin empacho, las expresiones de “economía y sociedad en transición” y más adelante las de “status”, “estructura de la sociedad tradicional” y “sociedad moderna”, buscando claramente una interlocución coma sociología germaniana. Ya en su desarrollo, el libro mezcla las observaciones personales de Jauretche con las informaciones que entresaca de los libros de Ferrer, Germani, Giberti e Imaz, entre otros. Esas aperturas de Jauretche contrastan visiblemente con la cerrazón y hostilidad de un Hernández Arregui pero también, aunque en forma menos agresiva, de un Ramos y un Puiggrós. La actitud de éstos da a ese conjunto de reflexiones un aire de época que si políticamente correspondía a los años 60 metodológicamente seguía detenida en los 30.

Conclusión Como señalamos al comienzo, estas páginas están lejos de brindar una visión integral de la historiografía de la izquierda nacional. Proponen ciertos temas de reflexión sobre algunos de sus cultores más caracterizados no desde el ángulo de la mayor o menor justeza de sus perspectivas, ni del anacronismo que las acecha a cada momento, ni de la coherencia de las mismas, sino desde la pregunta acerca de las semejanzas entre sí de las distintas visiones que propusieron. Las distancias entre la antigua generación de autores revisionistas y los nuevos historiadores de la izquierda nacional son, desde esa pregunta por la diversidad, destacables. También lo son las propuestas de los nuevos cultores de la izquierda nacional confrontadas entre sí aunque no polemizasen abiertamente. Se puede, desde luego, argumentar que esas diferencias son apenas una curiosidad erudita y que desde el punto de vista de la mayoría de sus lectores sus obras eran acumuladas una sobre otra sin discriminar mucho, dado que lo que se buscaba en ellas eran argumentos, ejemplos y adjetivos a sumar a favor de la causa nacional. Si ello ocurría en la mayoría de los jóvenes velozmente politizados a principios de los 70, no era así en todos los casos. Y no lo era porque esa cultura, o parte de ella, también compartía, con otras vertientes de la izquierda en donde quería posicionarse, esa obsesión por las pequeñas o grandes diferencias que parecía podían afectar de modo irreparable una lectura de la realidad que debería su eficacia a su justeza. Por las razones que fuese, los ensayistas de la izquierda nacional fueron más exitosos que tantos otros en esos años y, dado que su propuesta era ante todo política, ello es un dato no menor a la hora de considerarla. Sin embargo, también aquí sería necesario un estudio atento a ediciones y reediciones para discriminar entre ellos. En cualquier caso, puede razonablemente postularse que Jauretche y José María Rosa alcanzaron un público más vasto en tanto se dirigían bastante indiscriminadamente hacia los sectores medios de una sociedad en los cuales las polémicas que podían plantearlos neomarxistas eran menos interesantes. El público de éstos, se puede hipotetizar, estaba mucho más concentrado en la militancia política y entre los estudiantes y docentes de las facultades de humanidades y de Filosofía y Letras. Con todo, como contaba con desencanto Rodolfo Ortega Peña a sus estudiantes de Historia Argentina II en la Facultad de Filosofía y Letras en 1973, en un curso introductorio en la Facultad de Derecho en el que él con Duhalde tenían una cátedra en paralelo a la de Félix Luna, éste había logrado una inscripción de estudiantes enormemente superior. Se lo señala sólo para recordar que en esa cultura de los años 60-70 había muchas más cosas que nacionalismo o izquierda tradicional o nueva, “nacional” o no. Notas:

1. T. Halperín Donghi, El revisionismo histórico argentino, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1970.

2. Véase N. Mutsuki, Julio Irazusta. Treinta años de nacionalismo argentino, Buenos Aires, Biblos, 2004.

3. Sin embargo, en la medida en que el término “revisionismo” alcanzaba popularidad política, aunque no académica, podía ser conveniente apoderarse de él agregándole algún aditamento, por ejemplo el de “socialista”. Será la operación realizada por el grupo de intelectuales vinculados a Jorge Abelardo Ramos y al Partido Socialista de la Izquierda Nacional. Operación no disímil de aquella política de “apoyar a Perón desde la izquierda” con la que el Frente de Izquierda Popular (FIP) obtendría una cantidad inusitada de votos en 1973. Véase AA.VV., El revisionismo histórico socialista, Buenos Aires, Octubre, 1974. Agradezco a Nora Pagano que me llamó la atención sobre ese libro.

4. Acerca del posicionamiento de Busaniche, figura olvidada y rescatada tardíamente por los revisionistas como interlocutor válido si no como compañero de ruta, véase el reportaje publicado en Esto Es, el 29 de junio de 1954, incluido en el apéndice de F. Chávez, José Luis Busaniche, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1964, pp. 105-110.

5. J. y R. Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico, Buenos Aires, Tor, 1934.

6. Véase ídem, pp. 110-114. Los elogios se extendían además a Lisandro de la Torre y José N. Matienzo.

7. La expresión “nacionalismo ganadero” aparece en J. A. Ramos, Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965, t. II, pp. 547-548, quien en otro pasaje llama a Irazusta “ex nacionalista”, ídem, p. 626.

8. J. J. Hernández Arregui, La formación de la conciencia nacional, Buenos Aires, Hachea, 1970, cap. III, y A. Jauretche, Los profetas del odio y la yapa, Buenos Aires, Peña Lillo, 1973, cap. V (“Silvano Irazusta y Julio Santander”).

9. Véase “Azul y Blanco”, 15 de mayo de 1967, reproducido en R. Irazusta, Testimonios, Buenos Aires, Huemul, 1980, pp. 162-170.

10. Véase J. Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, Buenos Aires, Trivium, 1970, t. II, cap. 17. Que Irazusta insistiese en esa lectura aún en los años 70 da buena cuenta de que no estaba dispuesto a hacer concesiones a los nuevos tiempos. Entrevista del autor con Julio Irazusta, Buenos Aires, 1975.

11. Véase J. Irazusta, “Ensayo sobre Rosas y la suma del poder”, en Ensayos históricos, Buenos Aires, Eudeba, 1968, p. 60.

12. A. Sampay, Las ideas políticas de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Juárez Editor, 1972.

13. Polémica. Historia argentina Integral, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971, t. 1-4.

14. Véase T. Halperín Donghi, La Argentina y la tormenta del mundo, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2003, pp. 237-244.

15. Véase J. Myers, “Rodolfo Puiggrós, historiador marxista-leninista: el momento de Argumentos”, Prismas. Revista de historia intelectual, Nº 6, 2002, pp. 217-230.

16. Véase O. Acha, “Nación, peronismo y revolución en Rodolfo Puiggrós (primera parte, 1906-1955)”, Periferias. Revista de Ciencias Sociales, año VI, Nº 9, 2001, pp. 98-101.

17. V. Lenin, El desarrollo del capitalismo en Rusia, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1950, en especial el prólogo a la segunda edición, y los capítulos 1 y 8.

18. Sobre el papel de Aníbal Ponce, véase J. C. Chiaramonte, Formas de economía y sociedad en Hispanoamérica, México, Grijalbo, 1984.

19. Los circuitos de publicación de las obras de Puiggrós eran mayoritariamente diferentes de los de los revisionistas y en parte de los de los nuevos historiadores o ensayistas de la izquierda nacional ya que también publicó en Peña Lillo y Sudestada. Una lista de esas editoriales donde aparecieron sus trabajos incluye Carlos Pérez Editor, Leviatán, Corregidor y Jorge Alvarez.

20. R. Puiggrós, Historia económica del Río de la Plata, Buenos Aires, Peña Lillo, 1966, pp. 162, 164 y 257. La edición precedente, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1948.

21. La evidente falta de consistencia empírica de la primera edición es subrayada por J. C. Chiaramonte, ob. cit., p. 88.

22. Se han comparado las líneas finales del libro en la edición de 1940 (sobre las que ya precedentemente en otro sentido se había detenido José Carlos Chiaramonte) con las de 1957 insistiendo en las rupturas. Sin embargo, los cambios no parecen presentar entre sí diferencias tan relevantes a excepción de la sustitución de destrucción del “feudalismo” por destrucción de relaciones de clase precapitalistas, contra las cuales, en cualquiera de los dos casos, había que realizar las transformaciones de la “revolución democrático-burguesa”. Además, la relativización del feudalismo colonial para el territorio del Río de la Plata ya aparece en las conclusiones del primer capítulo de la edición de 1940 y más matizadas pero sustancialmente inalteradas en la edición de 1957. Véase R. Puiggrós, De la colonia a la revolución, Buenos Aires, IAPE, 1940, p. 20, y Buenos Aires, Leviatán, 1957, pp. 63-64. En la nueva edición varios párrafos se dedican a polemizar con un partidario de la tesis del capitalismo comercial como Sergio Bagú, Economía de la sociedad colonial, Buenos Aires, El Ateneo, 1949.

23. Quizá no sea innecesario recordar que Bartolomé Mitre había afirmado ya, enfáticamente, la ausencia de feudalismo en el litoral en su búsqueda de argumentos acerca de la “excepcionalidad” argentina. Véase B. Mitre, Historia de Belgrano y la independencia argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1968, t. l, con lo que el enfoque de Puiggrós no puede filiarse en ella, más allá de las matizaciones a ese “origen feudal de la sociedad Argentina”.

24. Véanse M. Mirri, “La storiografia italiana nel secondo dopoguerra tra revisionismo e no”, en P. Macry y A. Massafra, Fra storia e storiografia. Scrittiin onore di Pasquele Villani, Bolonia, 11 Mulino, 1994, pp. 27-98, y R. Romano y C. Vivanti, Storia d´Italia, Turín, Einaudi, 1973, vol. I.

25. Véase E. Astesano, Historia de la independencia económica, Buenos Aires, El Ateneo, 1949.

26. Véase E. Astesano, Rosas. Bases del nacionalismo popular, Buenos Aires, Peña Lillo,1960, passim. Los argumentos están planteados ya en E. Astesano, “Origen histórico del nacionalismo popular”, Columnas del Nacionalismo Marxista, año I, Nº 1, 1957.

27. E. Astesano, Rosas..., p. 76. 28. E. Astesano, “El camino de un nacional”, reportaje transcripto en Colección

episodios nacionales, Olivos, El Calafate Editores, 2001. 29. Véase C. AItamirano, Peronismo y cultura de izquierda, Buenos Aires,

Temas, 2001. También F. Neiburg, Los intelectuales y la invención del peronismo, Buenos Aires, Alianza, 1988.

30. Véase R. Puiggrós, El peronismo, 1: Sus causas, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, pp. 60-67.

31. Véase J. D. Perón, Los vendepatria. Historia de una traición, Buenos Aires, Freeland, 1972.

32. Véase T. Skidmore, Brasil: de Gétulio a Castelo, Sáo Paulo, Paz e Terra, 2000, p. 88. 33. Véase C. Altamirano, ob. cit., pp. 74-79.

33. De la importancia del mito de la resistencia en la adhesión al comunismo véase E. Le Roi Ladurie, Paris-Montpellier. PC-PSU (1945-1963), París, Gallimard, 1952, pp. 35 y ss. De los resabios que el mismo dejaba en historiadores que eran simpatizantes del comunismo desde antes, P. Vilar, Pensar históricament, Valencia, Edicions 34, 1995. Acerca de éste me gustaría recordar el sorprendente gaullismo exacerbado que mi maestra Haydée Gorostegui percibió en él cuando viajó a París a principios de los años 60.

34. Véase F. Chávez, “Nacionalismo y marxismo”, Columnas de Nacionalismo Marxista, Nº 1, pp. 1-15. El papel de Chávez como promotor de un acercamiento entre peronismo e intelectuales de izquierda se desplegaba también en las numerosas notas que con diversos seudónimos publicaba en Mayoría y en Dinámica Social, según me ha observado Julio Melón.

35. Debo los datos acerca de Gonzalo Cárdenas al profesor Norberto Ivancich. 36. Acerca de las cátedras nacionales, véase H. González, “Cien años de

sociología en la Argentina: la leyenda de un nombre”, en H. González (comp.), Historia crítica de la sociología argentina, Buenos Aires, Colihue, 2000, pp. 78-86.

37. Citado por J. Stortini, “Polémicas y crisis en el revisionismo histórico argentino: el caso del Instituto Juan Manuel de Rosas (1955-1971)”, en este mismo volumen.

38. Véase F. Chávez, Historicismo e iluminismo en la cultura argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982.

39. Véase F. Chávez, Vida del Chacho, Buenos Aires, Theoria, 2º ed., 1974, y Vida y muerte de López Jordán, Buenos Aires, Theoría, 1970.

40. Desde luego que visto desde hoy el peronismo era capaz de reincorporar en su movimiento a intelectuales que habían militado en los distintos grupos en pugna pero ello careció ya de reflejos historiográficos. No hubo domicilio fijo conocido para la izquierda nacional; basta ver el panteón del Instituto “Juan Manuel de Rosas” que, imitando a la Academia Nacional de la Historia, tiene sus sillones con nombres de historiadores precedentes, no hay allí incluido ningún historiador de la izquierda nacional.

41. E. Palacio, Historia de la Argentina, Buenos Aires, Peña Lillo, 1965. 42. La impresión es que Ramos simplemente glosa en menos páginas lo dicho por

Ingenieros, y Puiggrós aunque pone el énfasis en los temas económico-sociales no hace algo muy diferente.

43. R. Ortega Peña, “Prologo” a J. J. Hernández Arregui, Imperialismo y cultura, Buenos Aires, Hachea, 2º ed., 1964, p. 11.

44. R. Ortega Peña y E. Duhalde, Felipe Varela contra el imperio británico, Buenos Aires, Sudestada, 1965, p. 23. La observación recibió una airada respuesta de Fermín Chávez quien defendía el interés del revisionismo (que era además el suyo) hacia figuras como Varela o López Jordán, “descubiertas” antes de 1965. Véase F. Chávez, El revisionismo y las montoneras, Buenos Aires, Theoria, 1966.

45. Véase R. Ortega Peña y E. Duhalde, Folclore argentino y revisionismo histórico, Buenos Aires, Sudestada, 1967.

46. El apego a la figura del caudillo y no al verdadero sujeto revolucionario, las masas, es el núcleo de la crítica que formulan al revisionismo histórico, emblematizado en la figura de Fermín Chávez. Véase R. Ortega Peña y E. Duhalde, Las guerras civiles argentinas y la historiografía, Buenos Aires, Sudestada, 1967.

47. Véase R. Ortega Peña y E. Duhalde, Facundo..., pp. 185-191. 48. A. Jauretche, Política nacional y revisionismo histórico, Buenos Aires, Peña

Lillo, 1959. 49. Véase A. Jauretche, El medio pelo en la sociedad argentina (Apuntes para

una sociología nacional), Buenos Aires, Peña Lillo, 1966.

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