fábulas de una abuela extraterrestre (fragmento)

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DAINACHAVIANO.COM /DAINACHAVIANOAUTHOR @DAINACHAVIANO 1 Tres hilos narrativos se desarrollan en la novela Fábulas de una abuela extraterrestre, considerada uno de los clásicos de la ciencia ficción en Hispanoamérica. Ana, una adolescente con vocación de escritora, sospecha que la novela que escribe podría no ser una fantasía. Arlena, única sobreviviente de un naufragio estelar que la ha dejado varada en un mundo medieval, solo podría escapar si consigue dos talismanes que pertenecen a grupos enemigos: una casta de sacerdotes y los misteriosos silfos que viven en un valle donde nadie se atreve a entrar. En un planeta remoto, los zhife ―una tribu con un desarrollo tecnológico primitivo, pero capaces de comunicarse entre sí telepáticamentehuyen de un enemigo cuya cercanía basta para infundirles un terror irracional. Esta obra hipnótica y llena de poesía le valió a su autora dos galardones internacionales: el Premio Anna Seghers, otorgado por la Academia de Artes de Berlín, y el Premio Internacional de Fantasía Goliardos, que conceden escritores y críticos mexicanos especializados en los géneros de ciencia ficción y fantasía. Cuando se publicó en Cuba, en 1989, se convirtió en el best-seller #1 de ese año.

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Fragmento de la novela de ciencia ficción "Fábulas de una abuela extraterrestre", de la escritora cubana Daína Chaviano.

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1

Tres hilos narrativos se desarrollan en

la novela Fábulas de una abuela

extraterrestre, considerada uno de los

clásicos de la ciencia ficción en

Hispanoamérica. Ana, una adolescente

con vocación de escritora, sospecha que

la novela que escribe podría no ser una

fantasía. Arlena, única sobreviviente de

un naufragio estelar que la ha dejado

varada en un mundo medieval, solo

podría escapar si consigue dos

talismanes que pertenecen a grupos

enemigos: una casta de sacerdotes y los misteriosos silfos que viven en

un valle donde nadie se atreve a entrar. En un planeta remoto, los zhife

―una tribu con un desarrollo tecnológico primitivo, pero capaces de

comunicarse entre sí telepáticamente― huyen de un enemigo cuya

cercanía basta para infundirles un terror irracional.

Esta obra hipnótica y llena de poesía le valió a su autora dos galardones

internacionales: el Premio Anna Seghers, otorgado por la Academia de

Artes de Berlín, y el Premio Internacional de Fantasía Goliardos, que

conceden escritores y críticos mexicanos especializados en los géneros

de ciencia ficción y fantasía. Cuando se publicó en Cuba, en 1989, se

convirtió en el best-seller #1 de ese año.

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DAÍNA CHAVIANO

FÁBULAS DE UNA ABUELA EXTRATERRESTRE

(fragmento)

Novela

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1.

Pasto verdegris. Hay frío.

Un capullo de káluzz se abre en el horizonte.

Amanece sobre Faidir.

Gotas nocturnas resbalan desde la choza de barro blanco

y salpican el rostro de la abuela. «Tesoro de mi vejez», piensa

vagamente mientras dirige los ojos hacia el sitio donde

duerme su nieto.

Te quiero, abuelita.

La caricia de la mente semidormida llega hasta ella.

Desde su nido siente las palpitantes carnes del nieto, sus

temblorosas arterias, sus agitados músculos... La abuela lo

besa en algún lugar cercano al corazón.

«Pronto llegará el Día del Frontispicio», recuerda ella.

«Debo prevenirle sobre las barreras.»

La anciana se levanta del lecho. Es hora de evocar las

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hazañas de sus antepasados, que hace tiempo impidieron la

entrada de los invasores cuando éstos pretendían cruzar el

umbral de Faidir. Abre sus tres bocas. El canto surge

borboteante y ancestral, como el eco de las cascadas contra el

muro del castillo Bojj, pero la voz de su nieto interrumpe el

himno.

—Abuela, ¿cuándo seré adulto?

Ella lo mira desde la puerta, con las alas ahuecadas bajo

sus brazos.

—Pronto, Ijje, faltan algunos meses.

—Y entonces, ¿podré conocer la Frontera?

La anciana peina las plumas que se desbordan sobre los

hombros del chico.

—Conocerás todas las Fronteras. Sabrás de tus ancestros

y tus descendientes; verás lo que fue y lo que será, también lo

que pudo ser y lo que pudo evitarse... Nada quedará oculto a

tu visión.

Ijje permanece en silencio, intentando comprender.

—¿Por qué debemos huir siempre, abuela? —pregunta

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por fin—. No molestamos a nadie.

—Los jumene están rabiosos desde que fueron sellados

los pasos hacia otros mundos.

—¡Pero eso ocurrió hace cuatro siglos!

—Nunca lo han olvidado. Muchos aseguran que, cada

cierto tiempo, la furia se apodera de sus jefes como una

epidemia, y nosotros, los descendientes de quienes una vez les

cerraron la entrada, debemos buscar refugio en la Aldea

Inmóvil... Por décima vez en la historia, los magos nos dejarán

pernoctar en su círculo mágico.

Escarcha derritiéndose sobre la yerba.

Nubes que buscan otros valles donde arrojar su fértil

esperma.

—¡Es una vergüenza! —chilla Ijje—. Los abuelos de tus

tatarabuelos los arrojaron a mordidas de los umbrales

prohibidos, y ahora esos pordioseros nos sacan de nuestras

propias tierras. ¿Es que no queda valor en Faidir?

La abuela sonríe.

—Tu madre siempre dijo que serías la reencarnación de

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Semur.

El rostro de Ijje se oscurece.

—¿Quién es Semur?

—El primer guerrero de los zhife. De todos nuestros jefes,

Semur fue el más osado, el más inteligente. Tu madre logró

verlo una noche de su adolescencia, mientras cruzaba un muro

temporal.

Los tres ojos de Ijje se abren desmesuradamente.

—¿Qué es un muro temporal?

—Uno de los secretos que conocerás en tu mayoría de

edad. Ahora sólo puedes ver el presente y recordar con cierta

claridad aquello que te sucedió a ti mismo, o quizás a algún

antepasado. Pero cuando atravieses los muros temporales, y

logres disipar la barrera que separa los acontecimientos

pasados de los futuros, podrás ver todo cuanto haya ocurrido y

ocurrirá.

Ijje no entiende bien aquel galimatías. Únicamente los

objetos resultan reales para él.

—¿Dónde están esos muros?

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—Dentro de ti.

El chico pasea la vista por sus largas extremidades, mira

sus manos y abre lentamente las alas.

—Es inútil buscar con la mirada —advierte su abuela—.

Los muros son invisibles y sólo la mente puede derribarlos.

Aire de tantos olores: tempranaldea que despierta.

Las voces inundan el viento y salen a volar por la llanura.

—Se hace tarde —continúa ella—. Apenas hemos recogido

las cazuelas y debemos partir antes de la sexta hora.

—Muchos duermen todavía —dice Ijje, elevándose unos

aletazos por encima del suelo para ver mejor las chozas

silenciosas.

—Poco tendrán que recoger, pero nosotros debemos

llenar cuatro cofres de reliquias y dos de objetos personales.

Las bestias tienen hambre y aún no hemos arrancado los

frutos.

—¡Bien, bien! —exclama Ijje, abrumado por tantas

cosas—. ¡No te preocupes! Yo lo haré.

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Y comienza a desempolvar las espadas mohosas, a doblar

las cotas labradas y a envolver los jarrones de vidrio. Llena los

baúles hasta rebosar sus topes, que luego son rápidamente

sellados. El chico ha respetado el orden y la clasificación en

que deben guardarse los objetos. En el cofre rojo están las

armas de bordes peligrosos: dagas, lancetas con receptáculos

para ocultar veneno, y escudos de varias formas; en el cofre

azul, las ropas que cuentan la pasada gloria de sus ancestros:

capas rodeadas por espesas pieles, vestidos femeninos,

calcetines largos según la moda de antaño, sombreros,

varoniles rodilleras de matiz rojo subido, capuchones de

cuero, guantes y vaporosos velos; en el cofre negro, objetos

que ya no se utilizan desde hace siglos: cortinas, cuadros,

herramientas de uso ignorado, estuches de cuero, lamparitas,

flotadores para aprender a volar, bolas de superficie frágil y

opaca, lustradores de plumas; por último, en el cofre blanco,

están los libros que narran la historia y los sueños de los zhife:

testimonios sobre conquistas dimensionales, leyendas,

baladas de trovadores anónimos, cantos infantiles,

adivinanzas, poemas, rezos...

Ijje estira las alas con fatiga. Quedan por llenar los baúles

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personales, pero antes decide comer. Aún no ha desayunado y

la jornada se presenta fatigosa.

Su abuela saca del horno panecillos del tamaño de un

puño, los humedece con miel y dulce de fruta; después sirve

una jarra de leche fermentada, en la cual deja caer varios

trozos de cañadulce. Arrastra un banco y susurra:

—Ya puedes merendar.

Ella misma sirve los panecillos untados con leche. El

zhific se dedica a comer, mientras la anciana sale al patio y,

con vuelo lento en torno a los sembrados, escoge los mejores

frutos para arrojarlos dentro de una mochila. Enseguida se

dirige a la cueva donde aguardan las bestias.

Los vartse agitan sus enormes alas, cocean con furia

sobre la tierra polvorienta y sus gritos se escuchan a gran

distancia. Ella sacude el cargamento ante las fauces babeantes,

y los ve comer hasta que su mente percibe la señal del hambre

satisfecha. De nuevo se dirige a los campos, llena el bolso y

regresa cargada con frutos, viandas y algunas yerbas. Cuando

llega, Ijje ha terminado de cerrar el último cofre y ya coloca el

sello familiar.

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Corazón mío.

Sus pensamientos han volado sobre la cabeza del nieto,

que siente crecer la oleada de cariño.

Acabaré pronto.

Y con eso, Ijje rechaza suavemente la costumbre que

tiene su abuela de interrumpir aquello que él está haciendo. La

sabe huérfana de hija. El chico es su único sostén y compañía,

pero se niega a ser tratado como un recién nacido. Pronto

llegará a la mayoría de edad, y la carne rebelde de la

adolescencia ya despierta en su espíritu.

—Tenemos bastante comida para el viaje —anuncia la

anciana.

—Los cofres son pesados —observa él—. ¿Comieron bien

los vartse?

—Creo que presentían la partida —decide ella,

recordando el placer emitido por los animales.

Pétalos rotos se disuelven en la brisa que baja de la

montaña, y su licor se esparce por el valle mientras las aves

cantan —sonidulce entre tantos murmullos— su cascada de

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arpegios luminosos.

Los cofres han sido sellados, los vartse se mueven

inquietos y satisfechos, la choza está lista para ser

abandonada. Nada queda por hacer, excepto esperar a que

asome el segundo sol.

Ijje repasa con la vista la explanada, donde pulula la

actividad.

—Edaël no tardará en salir. Quizás en una hora podamos

marcharnos.

Se sienta sobre un baúl y la abuela lo imita.

—Estoy cansado —se queja.

—Hay que permanecer alerta. El viaje será peligroso.

—Pero los magos...

—Ellos no intervendrán en ningún asunto que ocurra

fuera de los límites del bosque. Debemos cuidarnos por

nuestros propios medios hasta llegar.

Afuera, los zhific corren de un sitio a otro, llevando y

trayendo encargos de sus padres. La aldea se mueve con el

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hervor de un arroyo sulfuroso.

—¿Qué haremos hasta la salida? —pregunta el nieto.

Querernos.

La respuesta emocional de la anciana llega a Ijje, a pesar

de la indiferencia con que ella responde en voz alta:

—Contar historias.

Y cuidarnos.

Ahora es él quien no puede evitar que los temores

afloren a su imaginación. Sin embargo, dice con tranquilidad:

—Buena idea.

Ambos se esfuerzan por acallar sus espíritus con el fin de

evitar nuevas emisiones psíquicas. Finalmente la voluntad se

impone y la paz protege sus corazones.

—Escucha —dice la anciana—, voy a contarte una historia

tan extraña como los Tiempos Heroicos y, sin embargo, tan

real como los vartse que ahora descansan en la cueva.

Comienza así...

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2.

Arlena bajó del caballo y le dio un fuerte manotazo a la

grupa. La bestia emprendió un galope desenfrenado hacia el

interior del bosque, y ella se ocultó en la maleza. Los

sacerdotes pasaron poco después, azuzando sus corceles con

salvajes gritos.

«¡Estoy viva!», se dijo, y esa certeza le pareció el más

grande milagro de Rybel.

Con enorme dificultad emprendió la marcha a través del

bosque. La túnica azul se enredaba a cada momento entre los

arbustos, mientras la claridad disminuía con rapidez. No tuvo

que avanzar mucho para descubrir que se había perdido. Los

gritos de sus perseguidores, y sus propias espuelas, habían

lanzado al caballo a una carrera enloquecida que no respetó

vallas, fosos o aisladas señalizaciones.

Una hora de huida bastó para llevarla a parajes de los

cuales poco o nada sabía. Vagamente intuyó la cercanía del

lago Azzel. Si eso era cierto, no tardaría en encontrar las

Grutas Blancas.

Su respiración se hizo más seca; los muslos le dolían y

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una opresión molesta nació en su pecho. Estaba sola y tenía

miedo. Por un instante, consideró la posibilidad de detenerse

a consultar su futuro; sería cuestión de media hora. Era

preferible conocer lo por venir —aunque ello significara ver su

propia muerte— que pasar las noches en vela, imaginando

probables peligros o interminables torturas. A pesar de todo,

continuó la marcha.

«Más tarde», se tranquilizó a sí misma. «Lo haré más

tarde.»

El bosque semejaba un espectro sombrío. La niebla, que

durante el día flotaba sobre la copa de los árboles, descendía

por las noches para añadir nuevos miedos a la temible úlcera

de la oscuridad. Mil yerbas fosforescentes crecían al pie de los

arbustos, aunque apenas iluminaban el suelo para evitar que

ella tropezara con alguna raíz o cayera en una trampa.

Avanzó con paso y corazón inquietos.

Poco a poco, los habituales ruidos de la tarde daban paso

al mutismo de la noche. Los animales se apresuraban a

sumergirse en estanques, enroscarse en hoyos, esconderse en

cuevas y refugiarse en nidos, antes de que Agoy se ocultara

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tras los montes; incluso las bestias más peligrosas

abandonaban a sus víctimas —que escapaban gozosas de

vida— por el seguro sustento de un refugio.

La noche en el bosque era horrenda porque existían los

sacerdotes. Nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a

continuar actividad alguna durante las horas en que la magia

se transformaba en sombras. Sin embargo, Arlena lo había

hecho y, por esa causa, estaba condenada a muerte.

Gimió. Una espina había rasgado sus ropas hasta cortarle

un tobillo. Tanteó la herida con dedos temerosos: la viscosidad

de su piel le indicó que sangraba sin pudor. No llevaba consigo

yerba alguna; tampoco vendajes o ungüentos. La sangre fluyó

lenta, pero constante.

«Nadie puede ayudarme...». Y, extrañamente, ese

pensamiento le dio fuerzas.

De un tirón rasgó el vestido y amarró una improvisada

venda en torno al pie. Con maña profesional, aseguró la tela y

palpó la piel que rodeaba la herida para asegurarse de que

tenía la presión adecuada. Enseguida echó a andar con nuevo

brío. Debía apresurarse. Necesitaba encontrar una cueva antes

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de que la noche se mezclara con la niebla. Las aves y algunas

fieras menores lanzaban al viento sus postreros chillidos.

Apenas quedaba luz, y las plantas más frondosas se

apresuraban a beber los últimos retoños del sol.

El terreno se iba haciendo cada vez más accidentado. Por

esa razón comprendió que las Grutas Blancas no estaban lejos.

Su corazón empezó a saltar, doblemente impulsado por el

esfuerzo y el temor. Cierto instinto, surgido apenas abandonó

su caballo, la había perseguido durante todo el trayecto hasta

convertirse en un sentimiento punzante. Lanzó sus

pre-sentidos en todas direcciones, explorando el sitio donde se

encontraba, pero no percibió nada. Y sin embargo, la

sensación persistía: desde algún lugar, alguien la observaba.

(Fin del fragmento)

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