ex hacienda de miravalle en jungapeo

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Page 1: Ex Hacienda de Miravalle en Jungapeo

Ex hacienda de Miravalle en Jungapeo (Jungapeo): localizada en las cercanías de la localidad de Púcuaro en el municipio de Jungapeo. Data de la época colonial española. Perteneció a la Tercera Condesa de Miravalle María Catarina Dávalos y Orozco también identificada como María Magdalena Dávalos Bracamonte y Orozco de Trebuesto. Actualmente el inmueble se encuentra en ruinas. La casa principal esta edificada en cantera, posee dos niveles y presenta el estilo barroco. Posee un amplio patio con arquería de medio punto.

La Condesa del Pedreguero

La tarde agonizaba, Acámbaro con profundo fervor religioso y con ejemplar veneración recordaba en aquellas últimas horas del Viernes Santo la muerte del Redentor.

Un verdadero río humano entraba y salía de los templos y con la plegaria en los labios y el luto en el corazón; los piadosos acambarenses santificaban en la mejor forma el día más sacrosanto del año.

Un hombre ingenuo y sencillo llamado Pantaleón volvía con el alma contraida hacia su casa. Dejando la ciudad a sus espaldas había cruzado el Río Lerma y estaba ya a las puertas de una vetusta mansión en donde lo ocupaban durante el día en el cultivo de los inmensos campos labrantíos, y donde prestaba servicio por las noches de mozo y velador. Pero antes de penetrar en tan ruinoso caserón conocido con ese nombre de " San Cristóbal ", sentóse a descansar en un pollito de piedra que a la entrada había.

Una bruma gris entoldaba el cielo y un calor sofocante asfixiaba la tierra.

Agobiado por el bochorno y la fatiga Pantaleón empezaba a quedarse dormido cuando presentóse ante el intempestivamente una distinguidísima dama cuya sola presencia fue bastante para que nuestro buen hombre saliera de su sopón. De pie, con el asombro en los ojos y la emoción en el corazón iba desabrochando el borboqueo mientras tartamudeaba algunas palabras en contestación a los escasos monosílabos que la linajuda señora le dirigía.

A juzgar por su exterioridades, de alta alcurnia era aquella mujer; todo en ella era de gran primor, de gran gala, de refinado gusto y de suma exquisitez.

Vestía dorada falda de tafetán de China. La blusa era negro terciopelo adornado sobriamente con tela de plata y de sus hombros caí un amplísimo mantón de Manila, negro también, con lentejuela de oro; difícilmente podría definirse toda su presencia y toda su finura.

Pero quién podría ser aquella dama tan bella, tan rica y tan gentilmente ataviada que misteriosamente aparecía en aquella hora y en aquel lugar?

Esta pregunta se hací Pantaleón mientras la dama atravesaba con presura el pasillo del destartalado edificio y se internaba por los corredores y demás vericuetos.

Y Pantaleón nunca tuvo respuesta a su pregunta; pero un desocupado curioso molestando amigos, consultando peritos, descifrando empolvados pergaminos e imaginando gran parte de lo no visto no contado, refiere así la historia de aquella peregrina y celebradísima mujer, historia que por haber sido olvidada tendría hoy el hechizo de la novedad.

 Era la Condesa del Pedreguero una de esas excepcionales figuras que llamaban la atención de todo un pueblo, primero por su deslumbrante belleza, despues por su vida silenciosa, sus desmanes y sus crimenes, y más tarde por su inmenso afán de exhibición y por su incalificable megalomanía así sea fincada en las más nefastas y abominables acciones.

Parece que la condesa fue hija bastarda de un muy noble francés de los brillantes tiempos de Luis XIV de Francia.

Cuando la rancia nobleza castellana depositada en el Escorial el cadáver del último rey absburgo, Carlos II, atravesaba la frontera rumbo a Madrid para sentarse en el trono de Carlos V, un nieto del ya mencionado Luis XIV conocido en la historia con el nombre de Felipe V, llevaba consigo muchas personas distinguidas que instaló en su gabinete, tales como el Conde D`Harcourt, el Marqués de Louville, el economista Juan Orry, y otros mucho personajes a quienes los españoles tildaban de intrusos y perniciosos. Entre todos llevaban la voz cantante la famosísima e intrigante Princesa de los Ursinos.

Con este grupo de nobles franceses, muy jovencita, y sin título todavía, pasó de Francia y España la Condesa del Pedreguero y en la corte de Madrid, de maestros franceces y españoles aprendió muchas muchachas y muy malas cosas que practicó luego en su azarosa existencia y las implantó en la Nueva España.

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 A estas sierras vino posiblemente con el séquito del Duque de Alburquerque, uno de los más elegantes y espléndidos Virreyes de la Nueva España, o con el sucesor de éste, a saber, con el Duque de Linares y Marqués de Valdefuente D. Fernando Alencastre Moroña y Silva.

Sea como fuere, la Condesa del Pedreguero estaba ya en la corte del Virrey de la Nueva España en la segunda década del siglo XVIII y brilló en la capital y aún en todo el Virreynato por todo el primer tercio de este siglo.

Durante este periodo muchas cosas malas decíanse de la Condesa del Pedreguero. Nadie se explicaba por qué artes había salido del anonimato más sobresaliente y brillante figura en la corte del Virrey de la Nueva España. Los que se decían bien informados, y también las lenguas maldicientes, aseguraban que aquellos títulos y honores, aquellas riquezas y aquel poderío, había comprado con su esplendorosa hermosura, que la verdad, nadie podía negar. A sus espaldas decíanse horrores; pero tan pronto se presentaba en los salones del palacio para asistir a los saraos que al estilo borbenico organizaba la corte, sellábanse todos los labios, palidecían las damás de envidía y de lascivia.

Ergíase ella entonces como un altivo pavo real y segura de su seducción y de su charme, paseábase triunfante por los salones, maravillada de recoco bisuterías importadas de Francia a través de la corte madrileña.

La condesa tenía atrevimiento inconcecibles en todos los órdenes, aún en la del terreno de la moda y de la etiqueta palaciega. Cuando las cabezas de damas y caballeros veíanse cubiertas por inmensas pelucas pintadas por polvos de harina y los labios de las damas estaban indefectiblemente pintadas de rojo polvo de almidón, la Condesa se presentaba en la corte luciendo el trigal de sus bucles auténticos y los claveles encendidos de sus labios.

 Los caballeros se empinaban sobre los altos y rojos tacones de sus zapatillas para mirarla mejor, la rigurosa etiqueta prohibía terminantemente que a las fiestas de la corte fueran quiénes no estuviesen presentados legítimamente y todos debían vestir según las almidonadas maneras de la época. La Condesa llevó en muchas ocasiones a sus amiguitos, ni ellos ni ellas llevaban la oficiosa peluca que al pueblo ridiculizaba dicendo que era una zalea de borrego.

La Condesa vivía con mil extravagancias y locuras. Era el centro de las coqueterías y aventuras amorosas y muy pronto fue también el blanco y comidilla de todos; la mujer más escandalosa que arrastraba siempre su vida en las delicias de amores vergonzosos.

Un día divulgóse por toda la capital de Virreynato la nueva que la condesa se retiraba definitivamente de la Ciudad, en torno a estas noticias hacínse muchas conjeturas. Unos decían que la condesa había caído en desgracia del Virrey; otros por el contrario aseguraban que era el Virrey quién no gustaba ya a la Condesa porque era un hombrecillo chaparrito, cretino y atrabiliario. Los de más allá referían en secreto que la Santa Inquisición, obedeciendo instrucciones del Santo Tribunal de España y de la misma Corte Madrileña, la había, expulsado a una provincia lejana.

La Condesa abandonó un día la Corte y la ciudad y con pingües rentas y con todo el boato que antaño tenía en la capital, instalóse en la hacienda de beneficio de " San Cristóbal " en las goteras de Acámbaro; desde ahí regenteaba sus posesiones inmensas que se extendían desde el Río Lerma hasta el Río Balsas. En tan vasta la extensión que la Condesa poseía pueblos villorios, cortijos y caseríos; numerosisimás ganaderías, campos forances de trigales o de pan llevar, para en aquel entonces se decía; y maizales; puertas de los más diversos árboles frutales.

En la mayor parte de sus haciendas había una casa muy bien montada con servidumbre numerosa y también amueblada que podían ser hospedadas ahi numerosas personas y también ser atendidas a su placer y tan refinadamente que se le servia en vajillas de oro y se les daba a beber en bruñidos vasos de plata. Había órdenes terminantes de la Condesa de que en todas sus casas la servidumbre preparara los alimentos como si ella estuviera ahí. Las aventuras de esta rara mujer se multiplicaban en la provincia y como sus viejos amigos le decían que volviese a instalarse en la Capital, ella les contestaba invariablemente que el ambiente de la corte la asfixiaba, que más feliz es el pajarillo libre en los bosques que detrás de las doradas rejas de prisión.

Más la Condesa envejecía a todas luces y si la dicha perfecta llegaba con el atardecer para quien supo emplear con fruto la jornada, para quién despilfarro lo mejor de su vida llega con el declinar de los años un vacío y una soledad inmensa que no es fácil de llenar. Tal aconteció a la Condesa del Pedreguero; otoñal, cansada, de belleza ya dudosa,de conciencia encallecida, en una palabra, fea física y moralmente, llevaba en lo más hondo de su ser una profunda amargura y por todos lados arrastraba su incurable melancolía. Muchos mediós probó para encontrar la felicidad; pero ninguno le dió resultado.

Dió entonces en la idea de buscar un marido, y aunque en muchas ocasiones el solo pensamiento del matrimonio le había provocado solo sonoras carcajadas en el estado psicológico porque atravesaba parecióle muy acertado, necesarísimo.

Pero quién iba a casarse con ella?

No muchos días después de estas cavilaciones quiso la suerte prepararle el candidato que satisfizo plenamente su corazón.

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En una de sus muchas haciendas encontró un joven alto y bien proporcionado arrogante y muy diestro en las suertes de torear y lanza, hijo de padre español y madre mexicana, llevaba en su inquietud y sangre toda la inagotable belleza psicológica del mestizo tan polifáctico, tan misterioso. Aquel muchachote era varonil, bello y entre otros dotes tenía un trato delicado y amable.

A la Condesa parecióle un hallazgo del cielo y decidióse a jugar con él su última aventura amorosa. !Mas no tenía remedio! !Ella debía cortejarlo!

Una noche llena de soledad y de misterio en el caserón umbroso del lejano Púcuaro, la Condesa manifestó sus intenciones y abrióle su corazón de par en par a Alfonso, que era el nombre del elegido.

La terraza donde hablaban Alfonso y la Condesa estaba bañada en aquellas horas por la luz de la luna silenciosa. De entre las espesas sombras de los mameyes y los platanales parecían surgir espíritus invisibles. La barranca arrastraba casi a sus pies aguas rumorosas que en aquellas horas eran de plata. Los naranjos y limoneros esparcían por los aires la escencia delicada y sutil de sus azahares. La hora era solemne y bien podía servir de maravilloso cuadro para una entrevista romántica, para mecer un idilio amoroso.

Alfonso, no hecho a formas cortesanas ni a muchos requiebros no hallaba qué hacer con aquella situacion embarazosa, deseaba echarse de cabeza a la barranca. Hasta aquel instante él había sentido respeto y veneracion por aquella extraña mujer; pero jamás había sentido quererla como a su esposa ni siquiera como su amante.

Y volaba su imaginación a Acámbaro, a un jacalito de la orillas del Río Lerma en donde vivía una mujercita santa y sencilla con la que platicaba cositas de amor muy a su gusto y sabor , sin tanto enredo y complicaciones. Porque era ella de verdad la elegida de su corazón, su novia a la que amaba mucho, mucho... habíale conocido una vez que había ido a San Cristóbal a llevar un atajo de mulas cargadas; ella les había dado un taquito y un jarro de agua pura pero aquellos frijolitos y aquellas tortillitas quebradas, sazonadas con un chile martajado en unas cazuelas, con gran afecto y sencillez valían inmensa todo aquello, era debido a que Alfonso, no pudiendo dormir por estar acariciando ideas de felicidad fincadas en su amor, había abandonado el lecho para darle serenata y velar por su sueño. Ella debía corresponderle saliendo a ofrecerle absolutamente su corazón.

Alfonso no podía ni articular palabra y estaba pálido y tembloroso. Trató de dar a la Condesa alguna explicación de todo aquello y urdió en un instante una fácil historia: había tenido en aquel día muy malas noticias de su familia que estaba en Acámbaro y deseaba ir a verla, para mayor tranquilidad.

No disgustó a la Condesa tal idea y como era de las personas que trata de llevar siempre el agua a su molino, díjole que muy bien le parecía todo aquello y que además de los asuntos familiares arreglóse lo de su matrimonio. Por qué no santificar su gran cariño por medió del Sacramento que losuniría para siempre? !Ha! ¡Su amor hacía; él era un verdadero volcán en ebullicion! !Nunca había amado tanto! La Condesa siguió y siguió diciendo muchas cosas empalagosas por el estilo, con lo cual Alfonso más la odiaba. Y mietras la del Pedreguero hilaba más sandeces y embustes melosos y lo besaba hasta derramar lagrimás de amor, Alfonso fue concibiendo en su mente un plan que más tarde puso en práctica.

Salió de Pucuaro Alfonso enmedio de las hablillas y sonrisas maliciosas de toda la servidumbre y partió hacia Acámbaro con una carta importantísima de la Condesa al Sr. Cura donde le suplicaba que arreglase a la mayor brevedad el matrimonio que le hablaría Alfonso. Desembarazado al fin del odioso tutelaje de aquella mujer dióse a acariciar en su mente con fruision de enamorado el plan que una noche antes concibiera: Raptaría a María del Refugio, la haría su esposa y después.... que se viniera todo lo que se quisiera. El matrimonio de Alonso y Ma. del Refugio se hizo al vapor. Como lo recomendaba la Exema Condesa del Pedreguero, dueña y señora de toda aquella comarca! Por esta misma razón, aunque la novia había sido raptada, el Padre Guardían del Convento, consintió que hubiese repiques, cohetes, música, flores, para que todo Acámbaro se diera cuenta de tan famosa boda.

Nadie podra describir el acceso de rabia que se apoderó de la Ilustre Condesa del Pedreguero cuando supo de la boda de Alfonso y Ma. del Refugio. Por primera vez en su vida, alguien no hacía su voluntad soberana. !Y en qué cosas! En sus más intimos sentimientos en lo que ella había fincado toda su felicidad.

Pero ya tomaría ejemplar venganza de todo lo que se había hecho. Por lo pronto que nadie se diera cuenta de su humillación y su derrota.

Que el tiempo corriera un poco y cuando las cosas parecieran ya normales ella empezaría a actuar, a su alcance estaban los elementos que le darían la satisfacción que su orgullo humillado y su corazón exigían. El plan por lo demás, sería bien sencillo: Se apoderaría de Ma. del Refugio, la lugareña y vulgar que la había suplantado a ella, y una vez que la tuviera en sus manos y la hiciera sufrir mucho, mucho atraparia también a Alfonso... luego se embragaría con una lenta y sabrosísima venganza. Pero todo esto había que hacerlo con una maestría, con una mano blanca, de manera que nadie sospechara de ella.

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Habíanle informado que Alfonso había entrado a trabajar con los P.P. Franciscanos y que para ellos labraba unas haciendas en las cercanías de Acámbaro. Habíanle dicho también que Refugio vivía en una casita contigua a la tapia del Convento, propiedad del monasterio, sin duda Alfonso algo temía y para poner salvo de algún atropello a su amada habíala colocado bajo la protección de los PP. Franciscanos.

Pero la Condesa era persona que cuando se proponía un capricho no retrocedía ante ningún obstáculo. Creyó en un principio que sería fácil secuestrar a Refugio; más como nunca salía ni nadie se atrevía a atacar su casa y posesión de los Franciscanos, ideó en su calenturienta imaginación de mujer burlona un medió harto dificil y costoso, pero infalible: hacer un camino subterráneo desde San Cristóbal a la casa de María del Refugio. Para ello había un obstáculo que se creyó en un principio insuperable: la impetuosa corriente del Río Lerma. Pero que acaso no era más impetuosa la pasión a que ella le consumia ? " Que se haga subterráneo y en el mayor silencio posible", dijo la Condesa a su mayordomo.

Mas como la empresa era larga y entretenida, dispuso la Condesa que iría entre tanto a dar la vuelta a sus inmensos dominios para distraer sus impacientes deseos de venganza, y una mañana en un brioso alazán partiohací sus haciendas del sur.

Fue aquel viaje indigno de referirse y de contarse. En todos lados dejo huella de horror y de sangre: Cuando llegaba a sus haciendas no se contentaba solo con las regocijadas traposondas de antaño sino que ahora buscaba entre gañanes y campesinos, entre su mucha servidumbre los mozos más guapos y fuertes y con ellos buscaba convivir. Con alguno o algunos de ellos vivia maritalmente y despues los mandaba torturar cruel, brutalmente, hasta que los mataba ¡en que otra forma podía vengar los ultrajes que le habían hecho a su dignidad de noble y de mujer! Muchas veces llegó a profanar los cadáveres y otras ocasiones los empaderó vivos.

Testigos de esta verdad son los nichos que recientemente se han encontrado en Tuxpan y Taracatio y en San Cristóbal, donde accidentalmente se encontraron los cadáveres emparedados al desenterrar una rica vajilla de plata.

La visita de la Condesa en sus ranchos era verdaderamente un azote. Los jóvenes inclinaban la cabeza para encubrirse con el ala del sombrero cuando ella llegaba, los desdichados que tenían la desgracia de ser llamados a su mesa ya podían irse despidiendo de la vida.

Una sofocante tarde de primavera llegóse a la Condesa un correo que le llevaba la feliz noticia de que el camino subterráneo de San Cristóbal al Convento de Acámbaro estaba terminado y que esperaban sus instrucciones. Al saberse con ello aquella mujer malvada empezó a dar órdenes para emprender al día siguiente el tan deseado viaje.

 Más apenas si pudo hacer algunas jornadas porque enfermó gravemente y tuvo que guardar cama en Tuxpan. Rodeáronla ahí de cuidados y atenciónes y recuperóse un poco; mas sentíase tan escasa de fuerzas que le era imposible proseguir el empezado viaje.

La enfermedad siguió su marcha fatal y apenas si dio tiempo a la Condesa para que viese como la vida se le desvanecía y como la muerte se le acercaba más andar. Dio entonces en el pensamiento de su alma y de Dios a quien por tanto tiempo se habia sepultado en el olvido. Era urgente reconciliarse con El. Pero en qué ministro podria hacerlo? El párroco de Taximaroa era bien poca cosa para ella. Solicitar un confesor al Obispo de Valladolid era imposible porque había tenido con él un serio disgusto. Optó entonces por recurrir a la compañia de Jesús y el Revdo. P. Provincial enviándole un santo y sapientísimo sacerdote para que escuchara su confesión.

Proleja fue esta y parece que antes de otorgar el perdón exigió el confesor ciertas cosas, según pudo conjeturarse más tarde por el testamento de la Condesa. Véase en efecto el vivo empeño de reparar en cuanto era posible todo el mal que había hecho. Y ya por sugerencia del confesor o porque ella espontáneamente se ofreciese a ello, la Condesa se comprometió a construir tres templos, como despues se hizo a saber: el de Tuxpan el de Jungapeo y la Parroquia antigua de Zitácuaro que años más tarde quemara Calleja. Había que indemnizar larga y crecidamente a las familias cuyos hijos ella había asesinado, se fundaría un colegio donde se educaran niños indígenas un hospital y un hospicio; una hospedaría; una casa de recogidas y se dotaría muy bien a todas las iglesias de la comarca.

Todo esto quedó estipulado punto por punto en el testamento de la Condesa en la que se indica también donde se encontraban enterradas y escondidas sus fuertes sumas de dinero para que con ellas se cumplieran religiosamente sus últimas voluntades.

Así las cosas, la Condesa recibió la visita de la muerte en una destemplada tarde de otoñ o en Tuxpan en donde hasta hoy día, en un anexo parroquial, están sus despojos mortales. Estos descansaron en paz mientras se estuvo cumpliendo la voluntad última de la Condesa. Mas vino la expulsión de los jesuitas de toda la Nueva España en 1767 y como estos eran los albaceas del testamento nadie se cuidó mas tarde de cumplir los legados piadosos de la Condesa que no puede gozar de Dios mientras en alguna forma no se reparen tantos crímenes y escándalos. Desde entonces anda desesperada en todos lados, y para emplear la expresión consagrada por el uso, "ANDA PENANDO".

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Parece que en efecto que mientras se reparaban los males, según lo aconsejaba por el confesor, todo era paz y tranquilidad y hasta el mismo recuerdo de la Condesa se estaba esfumando ya; pero al desaparecer todas aquellas santas instituciones comenzaron a suceder muchas raras e inexplicables cosas en todos los lugares que fueron propiedad de la Condesa. En Púcuaro a las altas horas de la noche se escuchaban lúgubres conciertos de piano, angustiosas sonatas, languidos intermezos, etc. En más de una ocasión los curiosos han visto que manos totalmente descarnadas y ricamente enjoyadas oprimen desesperadamente las teclas.

Ningún varón puede pasar la noche tranquilamente en aquel tétrico caserón porque lo arrastran hasta ciertos lugares misteriosos y le esconden la ropa que se ha quitado para descansar. A la mañna siguiente no saben cómo vestirse. En algunas huertas de Tuxpan durante las noches obscuras se oyen los macabros ruidos que producen las pesadas cadenas al ser arrastradas por el suelo. En todos los lugares donde cometio algún horripilante crimen va a verter lágrimas amargas y tan desesperadamente que sus llantos se escuchan a muchas leguas a la redonda. "Hemos oído anoche a la llorona", dicen aterradas las gentes en las lomas de San Cristóbal; y esto mismo repiten en los llanos calcinados de Taracatío, en Santa Rosa, en Acámbaro, en Púcuaro y en Jungapeo.

En ciertos aniversario luctuosos presentóse la Condesa en persona. Con indecible pena y amargura del alma abandona el lugar que ocupan sus restos en Tuxpan y va a ver el teatro de sus nefasdas acciones. Tal aconteció la tarde de aquel Viernes Santo. Doscientos años atrás en aquel mismo día y hora en su regia mansión de San Cristobal había cometido atroces crímenes. Ahora, sintiendo vergüenza y asco por sus pecados, como iluminada por una luz ultraterrena volvía a llorar y lamentar sus pasados yerros. Sin hacer pues caso del permiso de Pantaleón, penetró la Condesa en lo que en otro tiempo fuera su palacio encantado.

Ponía sus ojos lánguidos ahora en ese rincón, ora en aquel lugar modernizado y restaurado, y con premura sin igual que hacía correr a Pantaleón en pos de ella, dirigióse a un salón que en sus tiempos era el de los festines. Contempló vacía la alacena en donde ella solía guardar su mejor vajilla y llegándole a la mitad de aquella sala vió con repugnancia infinita todas las cosas que le rodeaban. Después con una desesperación indescriptible y con intenso dolor golpeó por muchas veces el piso. Pantaleón creyó por un instante que la dama había vuéltose loca o que ejecutaba algún baile desconocido para él. Pero su espanto no tuvo límites cuando la Condesa, hecho aquello, se desvaneció como la tenue espiral del humo de un cigarro y se fue huyendo a la región de las sombras.

Pantaleón pálido, desencajado sin poder articular palabra salía del salón macabro de San Cristóbal a llamar a un padre franciscano del Convento de Acámbaro para que exorcizarse toda la casa porque a no dudarlo habitaban ahí los duendes y las brujas y quizá todos los demonios.. En aquel instante el encendido crepúsculo del Viernes Santo se apagaba plácidamente detrás de los cerros de Andocutín.

En el cielo empezaban a brillar las primeras estrellas de la noche. Le envio la leyenda de la Condesa del Pedreguero un beso y un abrazo con mucho amor.Ruel SA. León Gto.

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