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1 EVOLUCIÓN DEL REGIONALISMO EN EUROPA: CARACTERÍSTICAS DE LA EXPERIENCIA ITALIANA Y ESPAÑOLA Giancarlo Rolla Ordinario di Diritto costituzionale Università di Genova Sumario: 1. Procesos federativos y procesos devolutivos. 2. El afianzamiento de sistemas constitucionales a varios niveles. 3. Los elementos caracterizadores de la autonomía constitucional de las comunidades territoriales: en particular la relevancia del principio participativo. 4. Un primer elemento de comparación: a) la constitucionalización del principio de autonomía como elección de discontinuidad respecto de la historia constitucional italiana y española. 5. Un segundo elemento de comparación: b) incertidumbres acerca del futuro del regionalismo. 6. Un tercer elemento de comparación: el péndulo entre regionalismo homogéneo y diferenciado. 1. Procesos federativos y procesos devolutivos. La atribución a las comunidades territoriales de más marcados poderes de decisión y el desarrollo del principio de autonomía representan dos características de los actuales sistemas constitucionales. Una confirmación emblemática de esta tendencia la ofrece la organización constitucional de los Estados adherentes a la Unión europea: si bien en el acto de institución de las Comunidades económicas europeas tan solo uno de los Estados “fundadores” poseía una completa estructura de base federal (Alemania) mientras otro había desde hacía poco tiempo iniciado la experiencia de un regionalismo diferenciado (Italia); actualmente por el contrario, se asiste a una variada multiplicidad de experiencias favorables a reconocer la autonomía constitucional de las comunidades territoriales. Entre estas, en el seno del ordenamiento comunitario conviven ordenamientos federales (Alemania, Austria), formas de regionalismo maduro (Italia, España), procesos de descentralización que han involucrado a ordenamientos tradicionalmente unitarios (Reino Unido, Francia), casos de regionalización por disociación (Bélgica), realidades en las que han sido atribuidas formas de autonomía especial para porciones circunscritas del territorio nacional (Portugal, Finlandia, Dinamarca): sin tampoco

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EVOLUCIÓN DEL REGIONALISMO EN EUROPA: CARACTERÍSTICAS DE

LA EXPERIENCIA ITALIANA Y ESPAÑOLA

Giancarlo Rolla Ordinario di Diritto costituzionale

Università di Genova

Sumario: 1. Procesos federativos y procesos devolutivos. 2. El afianzamiento de sistemas constitucionales a varios niveles. 3. Los elementos caracterizadores de la autonomía constitucional de las comunidades territoriales: en particular la relevancia del principio participativo. 4. Un primer elemento de comparación: a) la constitucionalización del principio de autonomía como elección de discontinuidad respecto de la historia constitucional italiana y española. 5. Un segundo elemento de comparación: b) incertidumbres acerca del futuro del regionalismo. 6. Un tercer elemento de comparación: el péndulo entre regionalismo homogéneo y diferenciado.

1. Procesos federativos y procesos devolutivos.

La atribución a las comunidades territoriales de más marcados poderes de

decisión y el desarrollo del principio de autonomía representan dos características de los

actuales sistemas constitucionales.

Una confirmación emblemática de esta tendencia la ofrece la organización

constitucional de los Estados adherentes a la Unión europea: si bien en el acto de

institución de las Comunidades económicas europeas tan solo uno de los Estados

“fundadores” poseía una completa estructura de base federal (Alemania) mientras otro

había desde hacía poco tiempo iniciado la experiencia de un regionalismo diferenciado

(Italia); actualmente por el contrario, se asiste a una variada multiplicidad de

experiencias favorables a reconocer la autonomía constitucional de las comunidades

territoriales.

Entre estas, en el seno del ordenamiento comunitario conviven ordenamientos

federales (Alemania, Austria), formas de regionalismo maduro (Italia, España),

procesos de descentralización que han involucrado a ordenamientos tradicionalmente

unitarios (Reino Unido, Francia), casos de regionalización por disociación (Bélgica),

realidades en las que han sido atribuidas formas de autonomía especial para porciones

circunscritas del territorio nacional (Portugal, Finlandia, Dinamarca): sin tampoco

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olvidar el debate que en materia de regionalización está involucrando a los Estados de la

Europa Oriental que, recientemente, han adherido a la Unión Europea.

Sería temerario querer confinar la variedad de recorridos a través de los cuales

los ordenamientos distribuyen territorialmente el poder de dirección política y definen

las relaciones entre soberanía y territorio en el seno de tipificaciones predefinidas. Es

más, incluso el regionalismo –como ocurre también con el federalismo- no expresa una

sola idea, sino más bien una intrincada y variada “network of interrelated ideas and

concepts”.

No obstante, pueden ser presentadas algunas distinciones y clasificaciones.

En primer lugar, los procesos de regionalización en curso se presentan

cualitativamente distintos a las experiencias federales tradicionales.

Históricamente, los Estados federales nacieron para satisfacer una exigencia de

mayor unidad; diversos territorios han renunciado a parte de la propia soberanía

originaria para juntos afrontar mejor problemas comunes. El principio federalista se

mostraba como la solución idónea para asegurar una mayor unificación jurídica, una

mejor amalgama de culturas y tradiciones: pero sobre todo, para favorecer la creación

de un mercado y de relaciones económicas comunes.

En otras palabras, el proceso de federalización resultaba coherente con el

significado ordinario de la palabra “federalismo”, estar juntos.

Hoy, este impulso hacia el federalismo no puede considerarse agotado por

completo: por ejemplo, en la era de la globalización, se manifiesta dando vida a

ordenamientos supranacionales, como en el caso de la Unión Europea, donde los

procesos de integración fueron inicialmente originados por la exigencia de crear un

mercado económico común, y sólo con posterioridad, han dado vida a una comunidad

política. Con todo, el escenario actual parece distinto: a la tendencia centrípeta del

federalismo se contrapone una tendencia de tipo devolutivo, favorable a la transferencia

de competencias, funciones, y poderes de decisión a los entes representativos de las

comunidades territoriales.

En este caso el “motor” de las transformaciones internas en la forma de Estado

está representado por la voluntad de “autonomía”, de diferenciación, de valoración de

las identidades históricas, de superación de la uniformidad (política, institucional,

económica, jurídica).

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¿Por qué los sistemas constitucionales se están hoy organizando sobre la base

del principio de autonomía? Si la tendencia es común, distintas son las motivaciones.

Así como diversas son también las soluciones institucionales en concreto adoptadas.

En primer lugar, se instaura una estrecha relación entre autonomía y

reconocimiento de las diferencias culturales. Desde esta perspectiva, la autonomía

representa un criterio de organización que favorece la creación de una comunidad

nacional fundada sobre el reconocimiento de las diversidades y del pluralismo cultural

(p. e. Bélgica e Irlanda del Norte)

Algunos ordenamientos constitucionales, además, han atribuido a comunidades

territoriales determinadas competencias normativas y políticas para reconocer la

especificidad de ciertos territorios, justificada por razones históricas, económicas o

geográficas.

Piénsese por ejemplo, en la particular posición de autonomía reconocida en

Finlandia a la Provincia de las Aaland, en consideración al hecho de que en tales

territorios vive una población que habla sueco y tiene una cultura no asimilable a la

finlandesa; en el estatuto especial reconocido por la Constitución danesa a los territorios

de las Islas Feroe y a Groenlandia; al reconocimiento constitucional de la autonomía de

las islas Azores y Madeira, las cuales, si bien en el contexto del consolidado carácter

unitario del Estado portugués, gozan de condiciones particulares de autonomía que

constituyen –entre otras cosas- un límite material a la revisión de la Constitución.

Sin movernos de Europa no faltan experiencias en las que el reconocimiento de

la autonomía constitucional de determinadas comunidades territoriales constituye una

especie de reconocimiento de la historia: como en el caso del reino Unido. Así es, los

actos que dieron vida a la devolución del Reino Unido – el Scotland Act, el Northern

Ireland Act, el Government of Wales Act de 1998- pueden ser ligados a la tradición que

considera al Reino Unido no un Estado nación, sino un ordenamiento en cuyo seno

conviven Naciones dotadas de una identidad nacional propia, que determinan la

coexistencia de diversos sistemas jurídicos.

Y el dato histórico fue determinante en la concreta modulación de las

características de cada una de las autonomías, que conserva instituciones propias,

lengua y tradiciones culturales. Por otra parte, no resulta casual que la expresión

devolution hubiese ya sido utilizada para afrontar el problema de la autonomía de las

colonias americanas.

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Además, no faltan supuestos en los que el principio de autonomía ha sido

utilizado por el ordenamiento internacional para enfrentar situaciones políticamente

complejas: como en el caso de Bosnia Herzegovina –que se ha transformado en un

Estado compuesto de dos Entidades (la Federación de Bosnia-Herzegovina y la

República Sprska), identificadas y organizadas sobre la base de las tres comunidades

étnicas que la componen (serbios, croatas y bosnios), de Serbia –cuyo tejido territorial

ha sido permanentemente dañado por disensos étnicos para la que – en el contexto de la

pérdida de Macedonia y Montenegro- se ha previsto para Kosovo una especie de

autonomía especial de dos entidades independientes.

Por último, se afianza incluso una visión funcionalista de la autonomía,

presentada como el criterio de organización de mayor éxito para favorecer el

acercamiento entre los poderes de decisión y los ciudadanos, su capacidad de control y

de participación. Según dicha perspectiva, la autonomía es un principio organizativo

idóneo para poner en práctica el criterio de subsidiariedad, según el cual las decisiones

deben ser tomadas en el nivel institucional más descentralizado posible, siempre que

ello esté justificado y sea compatible con la exigencia de asegurar eficiencia y

efectividad a las acciones de los poderes públicos.

El principio de autonomía, además de haber sido favorecido por exigencias

(políticas e institucionales) diferentes ha sido plasmado utilizando modalidades

diversas, según fuesen las especificidades de los concretos sistemas constitucionales.

Por ejemplo, existen experiencias de regionalización extensa en el seno de un

mismo territorio estatal y de regionalización operando sólo sobre limitadas porciones de

éste. La primera hipótesis se ha confirmado, por ejemplo, en Italia, Alemania, Austria y

España; la segunda atiene a algunos sistemas norteuropeos como Gran Bretaña y

Finlandia.

Puede introducirse otra distinción entre regionalización política o meramente

administrativa (como en Portugal y Polonia); y regionalización sobre una bese territorial

o sobre una base étnica y lingüística –como en el caso de Bélgica-..

Además, vale la pena notar como en ocasiones en el interior de un mismo

ordenamiento conviven diversas tipologías de autonomía territorial, que hacen del

sistema constitucional una especie de puzzle compuesto por piezas de diverso formato.

Es el caso, por ejemplo, de Francia –donde junto a las collectivités se encuentran las

Regiones de ultramar (Guadalupe, Guyana, Martinica, Reunión), las entidades

ultramarinas (Polinesia francesa, Mayotte, San Pedro y Miquelon, Wallis y Futura),

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Nueva Caledonia que goza de una autonomía especial hecha necesaria para poner fin a

los graves desórdenes entre la población indígena y la de origen francés; así como un

territorio dotado de una específica autonomía como Córcega.

Sin embargo, la distinción más significativa parece ser –en mi opinión- aquella

entre regionalización uniforme y diferenciada, al tiempo que –como se verá más

detenidamente a propósito de Italia y España- a algunas comunidades territoriales se les

reconoce un status de autonomía especial que se traduce en el reconocimiento de

mayores competencias legislativas, financieras y administrativas.

2. El afianzamiento de sistemas constitucionales a varios niveles.

Ante la adopción de una tal multiplicidad de soluciones no se puede eludir la

pregunta sobre si el “mosaico” de experiencias puesto en práctica puede ser integrado

en una figura unitaria, capaz de evidenciar los elementos institucionales comunes. La

respuesta a dicho interrogante puede ser positiva, siempre que se acepte que la

distinción tradicional entre Estados unitarios y Estados descentralizados deja su lugar a

la formación de sistemas constitucionales a varios niveles, constituidos de

ordenamientos recíprocamente autónomos pero coordinados entre sí y en comunicación,

mediante un sistema poliédrico, pero integrado, de autonomías.

En el fondo, en las relaciones entre Estado y Regiones se está afianzando un

sistema especular al que disciplina las relaciones entre Unión Europea y los Estados

adherentes, que funciona según las mismas reglas: armonización de la normativa,

colaboración leal en los procesos decisorios, coordinación para asegurar las exigencias

unitarias y subsidiariedad en la distribución de las competencias.

Los sistemas constitucionales a varios niveles se rigen sobre la aceptación de

algunos principios institucionales.

En primer lugar, unidad del sistema y autonomía de las comunidades

territoriales deben considerarse valores complementarios, no antitéticos. De hecho, cada

organización territorial autónoma es siempre parte de un todo; el Estado y las

autonomías territoriales dan vida a ordenamientos distintos (constitucionalmente

autónomos), pero integrados en un mismo sistema de valores y de reglas fijadas por la

Constitución. Como se afirma claramente, por ejemplo por el art. 5 de la Constitución

italiana (la República, una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales) y

por el art. 2 de la Constitución española (La Constitución se basa en la indisoluble

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unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y

reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones).

En segundo lugar, el poco éxito político de las teorías que quieren fundar la

autonomía de una comunidad territorial sobre la idea de distinct society –como atestigua

el caso de Québec en Canadá y del País Vasco en España- ponen en evidencia que llevar

a buen puerto los procesos de descentralización se asienta en la capacidad de asegurar

un equilibrio, un balance equitativo entre el derecho constitucional a la autonomía de las

comunidades territoriales y los principios de igualdad y solidaridad.

Como puso de manifiesto el Tribunal Constitucional español, en una de sus

primeras sentencias (STC 4/1981), “en efecto, autonomía no es soberanía –y aún este

poder tiene sus límites- y dado que cada organización territorial dotada de autonomía es

una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de

unidad, sino que precisamente dentro de éste es donde alcanza su verdadero sentido,

como expresa el art. 2 C.E”. Por tanto “de una parte el principio de unidad indisoluble

de la Nación española y de la otra el derecho a la autonomía de las nacionalidades y

regiones que la integran, determinan la forma compuesta del Estado en congruencia con

la cual han de interpretarse todos los preceptos constitucionales” (STC 5/82)

En consecuencia, el reconocimiento de las condiciones constitucionales de

autonomía se ve acompañado, normalmente, de la previsión de eficaces poderes que

consienten al Estado intervenir en salvaguardia de la unidad del sistema, así como evitar

que las legítimas diferencias entre las comunidades regionales comprometan el deber de

solidaridad entre los territorios y el principio de igualdad (en el goce de los derecho

sociales y económicos).

Puede tomarse en consideración, por ejemplo, el art. 72 de la Constitución

alemana que autoriza al Estado federal a legislar en materias ordinariamente de

competencia de los Länder, siempre que una regimentación legislativa federal sea

necesaria para crear sobre todo el territorio federal condiciones de vida análogas o bien

para preservar la unidad jurídica y económica en interés general del Estado.

Igualmente, el art. 2 de la Constitución española, al reclamar el valor

constitucional de la solidaridad entre Comunidades autónomas; y el art. 138 de la

misma atribuye al Estado la tarea de asegurar la realización efectiva del principio de

solidaridad y de garantizar un equilibrio económico “adecuado y justo” entre las

diversas partes del territorio; mientras el art. 149 atribuye al Estado la competencia

exclusiva en materia de regulación de las condiciones fundamentales que garantizan la

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igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de

los deberes constitucionales.

A su vez, a propósito del sistema constitucional italiano, podemos recordar los

deberes inderogables de solidaridad política, económica y social invocados por el art. 2

de la Constitución, de respetar la igual dignidad social de todos los ciudadanos (art. 3 de

la Const.), o el principio de solidaridad que debe inspirar el reparto de los recursos

financieros entre los diversos niveles institucionales y entre las diversas comunidades

territoriales (art. 119 de la Const.), así como el principio de unidad económica y jurídica

en tanto que límite a las diferenciaciones regionales ; o también la reserva como

competencia exclusiva del Parlamento, de la determinación de los niveles esenciales de

las prestaciones concernientes a los derecho civiles y sociales que deben ser

garantizados en todo el territorio nacional” (art. 120 de la Const.).

Además, el equilibrio entre autonomía y unidad se encuentra asegurado

mediante la atribución al estado de concretas obligaciones de coordinación y de

armonización, así como por el ejercicio de poderes sustitutivos.

La coordinación se propone garantizar la funcionalidad el sistema; integrar las

normativas nacionales y regionales que regulan los diversos sectores materiales, para

evitar contradicciones y hacer armónicos y compatibles los diversos ordenamientos;

impedir la fractura territorial de la actividad administrativa.

Por su parte, la exigencia de armonización – prevista en todos los

ordenamientos a varios niveles- resulta particularmente evidente en un ordenamiento

como el español caracterizado por un principio dispositivo que consiente a la

Comunidades autónomas asumir en los Estatutos competencias potencialmente con

suficiente diversidad entre Región y Región: con la consecuencia de que no siempre es

sencillo identificar con precisión, ya sea el estado de actuación de la normativa estatal

sobre el entero territorio nacional, ya sea la normativa concretamente aplicable en los

supuestos específicos.

Mientras que en Italia, la actividad de coordinación esencialmente se manifiesta

bien sea con la aprobación de las leyes-marco, bien con el ejercicio de la actividad de

dirección y coordinación, por lo que hace al ordenamiento español, podemos referirnos

a los instrumentos previstos por el art. 150.3 (normas estatales de armonización) y el art.

149.3 de la Constitución (prevalencimiento de la normativa estatal y supletoriedad).

En tercer lugar, las relaciones entre los niveles institucionales deben ser

articuladas mediante reglas de comportamiento y procesales inspiradas en la lealtad

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constitucional o federal: en el sentido de que ningún nivel institucional debe poder

realizar comportamientos dirigidos a obstaculizar el correcto y regular funcionamiento

del sistema, o a incrementar la necesaria cohesión que debe subsistir entre las concretas

partes que componen el todo. Un sistema basado sobre el principio de autonomía de las

comunidades territoriales puede funcionar eficazmente sólo si se establece entre los

diversos sujetos una actitud de colaboración.

Además, no puede olvidarse que la plasmación del principio de cooperación no

resulta sencilla. No podemos desatender que las relaciones entre el Estado y las

Regiones se han caracterizado con frecuencia por una óptica competitiva: en España ha

prevalido la tendencia a instaurar relaciones bilaterales y privilegiadas entre las

concretas Comunidades Autónomas y el Estado; en Italia, por su parte, tan sólo en la

fase más madura del regionalismo se ha abandonado un sistema basado más en la

separación que en la integración entre los niveles institucionales a favor de un modelo

de relaciones interinstitucionales fundado sobre el principio de cooperación (orgánica y

funcional).

3. Los elementos caracterizadores de la autonomía constitucional de las

comunidades territoriales: en particular la relevancia del principio participativo.

Las Constituciones, por lo general, no ofrecen una definición de “autonomía”

que consienta aislar directamente sus contenidos. Lo que, por otra parte parece

comprensible toda vez que se considere que la autonomía es un concepto relacional, que

puede precisarse tan sólo sobre la base de la concreta determinación de las funciones y

del reparto de competencias. Ello no excluye, sin embargo, que se deba buscar el

contenido esencial de la noción de autonomía.

Entre los elementos definitorios de la autonomía constitucional se encuentra con

seguridad el principio dispositivo, el cual permite a una comunidad territorial

“autoconfigurarse”, esto es, disponer –en forma más o menos amplia- del propio

territorio, de la forma de gobierno, de los criterios de organización y de las reglas de

funcionamiento, y perseguir los intereses específicos de la comunidad en cuestión.

En segundo lugar, no cabe duda de que la autonomía financiera parece

complementar la autonomía política, desde el momento en que un ente puede

efectivamente decidir cómo satisfacer las necesidades públicas sólo si tiene la capacidad

de disponer autónomamente de los recursos necesarios para el despliegue de los propios

cometidos institucionales.

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Además, la autonomía requiere instrumentos eficaces de tutela, mecanismos de

defensa en el caso de intervenciones lesivas sobre sus propias atribuciones. Y aún, a los

elementos arriba mencionados se le añade uno ulterior, concretado en el principio

participativo: esto es, en el necesario tomar parte de las comunidades territoriales en los

procesos decisorios del Estado.

Si el principio dispositivo, lo adecuado de los recursos y la garantía institucional

se incardinan en la autonomía como prohibición de ingerencia por parte del resto de

niveles institucionales, por el contrario, el principio participativo constituye un requisito

propio de los sistemas constitucionales a varios niveles, que se caracterizan por el paso

de un sistema jerárquico a uno relacional, en red.

En primer lugar, el principio participativo debería involucrar a las comunidades

territoriales en los procesos de revisión de la Constitución, en particular el de aquellas

disposiciones destinadas a definir la forma de Estado –federal, regional, compuesto-.

La participación de las comunidades territoriales en los procedimientos de

revisión constitucional encuentra una justificación histórica y un fundamento teórico

distinto según sea la naturaleza federal o regional del ordenamiento constitucional. En el

primer caso, el nexo entre la modificación de la elección constituyente y participación

de las entidades descentralizadas para su revisión se funda en el hecho de que la

Constitución del Estado federal se rige sobre el pacto instaurado entre las partes que han

dado vida a la Federación, y cuyos contenidos no pueden ser modificados

unilateralmente –esto es, sin la participación de los diversos niveles institucionales-.

En los ordenamientos regionales –por el contrario- considerar la Constitución un

pacto entre las entidades territoriales sería una mera ficción. En estos casos no se trata, a

nuestro parecer, de encontrar una imposible simetría entre momento genético de la

Constitución y amending power; sino de considerar que el principio participativo es un

elemento de la garantía institucional de la autonomía.

Dicha garantía, precisamente, se compone de dos partes: por un lado, la

prohibición de erosionar el contenido esencial en sede de disciplina legislativa de las

autonomías y de regulación de las relaciones interinstitucionales; por el otro, la

exigencia de que tal actividad de configuración de desarrolle en el respeto de las reglas

de conducta inspiradas –como se ha dicho- en el principio de lealtad.

Las soluciones seleccionadas por los ordenamientos constitucionales son

múltiples, pero pueden reconducirse –básicamente- a una alternativa entre optar por una

participación directa (por ejemplo, en forma de ratificación) o indirecta (en virtud de la

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estructura específica de la Segunda Cámara). Asimismo, también resulta bastante

diferente la intensidad del procedimiento participativo: que va desde los ordenamientos

que prevén la participación de las Regiones sólo en la fase de iniciativa, hasta aquellos

que solicitan su intervención necesaria en la fase deliberativa, o en sede de ratificación.

A este respecto, debe señalarse de modo crítico tanto la ausencia de un papel

para las Comunidades autónomas españolas en la revisión constitucional, como la débil

participación prevista para las Regiones en Italia, donde el art. 138 de la Const. reserva

a las Regiones sólo la competencia de promover una solicitud de referéndum cuando la

ley de revisión constitucional ya ha sido aprobada con una mayoría inferior a dos tercios

de los componentes de la Cámara y el Senado.

Además, el principio participativo debería inspirar también la producción de

normas legislativas que inciden sobre la autonomía de las comunidades territoriales.

Puede darse apoyo a dicha convicción a través de diversos argumentos.

En primer lugar, desde un punto de vista genérico, debe considerarse que en el

procedimiento legislativo se “reflejan” los rasgos de la forma de Estado: la soberanía

popular, el carácter democrático y el pluralismo. Si los dos primeros elementos

participan en el refuerzo del rol de representación política en la determinación de la

voluntad nacional, el otro induce a considerar que, en los sistemas articulados sobre

varios niveles institucionales, el pluralismo no se plasma sólo a través de la dialéctica

entre mayoría y oposición, sino también abriendo el ordenamiento estatal a la

participación y a la concurrencia de las autonomías.

No debe olvidarse, tampoco, que en los ordenamientos constitucionales

articulados sobre varios niveles institucionales también las fuentes primarias acusan los

efectos del principio de autonomía, de modo que existen –más allá, obviamente de las

leyes nacionales y locales- actos legislativos dotados de específica fuerza jurídica (como

los Estatutos), leyes cuyas normas poseen una estructura particular (como las leyes de

principio, las leyes generales o leyes de bases) o leyes que a la luz de los intereses y de

los sujetos involucrados necesitan un procedimiento específico.

Por último, el reconocimiento de procedimientos que en determinados casos

aseguran una participación efectiva de las comunidades territoriales en el iter legis

pueden considerarse una especificación del criterio, más general, de colaboración leal.

En concreto, el principio de participación de las Regiones en el procedimiento

legislativo estatal debería estar previsto con relación a específicos tipos de fuentes

legislativas, susceptibles de incidir sobre la sustancia o sobre el carácter de la autonomía

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de las comunidades territoriales. Me refiero, por ejemplo: a las fuentes que participan en

la formación del llamado “bloque de constitucionalidad”, a los decretos de transferencia

de funciones del Estado a las Regiones, a la legislación del Estado a la que compete

determinar los principios de la materia.

Sin duda, en la experiencia comparada, el principio participativo aplicado a la

función legislativa trae a la mente la institución del Parlamento bicameral imperfecto,

en el que una de la Asambleas se cualifica como representativa de las comunidades

territoriales.

No obstante, si se pasa del análisis de un modelo teórico al examen de la

experiencia constitucional y de su evolución, la perspectiva se modifica: por un lado, no

en todos los ordenamientos federales se encuentra presente un Senado representativo de

las comunidades territoriales (Canadá, Austria, Sudáfrica); por el otro, en otros países se

pone de manifiesto una crisis tanto de representatividad efectiva de tales órganos, como

de legitimación, en cuanto se consideran no adecuados respecto de las actuales

dinámicas de relaciones interinstitucionales que parecen privilegiar mecanismos con

cabida en la técnica de las relaciones interinstitucionales (Argentina, Australia).

Por otro lado, no parece falto de sentido el dato según el cual en los

ordenamientos regionales no está presente, por lo general, una Cámara representativa de

las autonomías territoriales: con la excepción, tal vez, de Bélgica donde el Senado, si

bien representa a la Nación, tiene una composición mixta porque los senadores son en

parte elegidos directamente por el cuerpo electoral en colegios representativos de los

grupos lingüísticos, en parte elegidos en el Parlamento de las comunidades, y en parte

cooptados a inicio de cada legislatura.

Mientras las propuestas de modificación de la estructura del Parlamento, incluso

allí donde se considera prioritarias, no parecen encontrar las condiciones políticas para

realizarse: como bien lo atestigua el debate recurrente sobre las reformas

constitucionales en Italia y en España.

En definitiva, por tanto, la experiencia de derecho comparado nos presenta un

panorama aparentemente contradictorio, en el sentido de que, mientras por un lado se

hace hincapié en la importancia de las reformas constitucionales dirigidas a diferenciar

la composición de los parlamentos bicamerales; por el otro, en los sistemas con una

consolidada tradición federal, se recuperan actitudes que desacreditan la real eficacia de

un bicameralismo diferenciado, apostando –sobre todo por razón de mayor eficiencia y

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rapidez decisoria- por la revalorización de los organismos mixtos de representación de

los gobiernos nacionales y locales.

A propósito de esta última tendencia –definida como interstate federalim- se

percibe una diferencia entre la realidad italiana y española. La doctrina española parece

de acuerdo en manifestar que el actual sistema de relaciones entre Estado y

Comunidades autónomas es inadecuado, precisamente porque ha privilegiado, por un

lado, los convenios bilaterales respecto de los organismos de cooperación interregional

y, por otro lado, las Conferencias sectoriales respecto a aquellas de naturaleza general.

Tal elección resulta coherente con una lógica de diferenciación regional,

favorable a valorizar los “hechos diferenciales”; no obstante –a nuestro parecer- se

muestra inadecuada para asegurar la total funcionalidad de los sistemas inspirados en un

regionalismo cooperativo, los cuales más bien requieren la existencia de órganos mixtos

de cooperación multilateral, de competencia general.

4. Un primer elemento de comparación: a) la constitucionalización del

principio de autonomía como elección de discontinuidad respecto de la historia

constitucional italiana y española.

La organización territorial del Estado español presenta rasgos de indudable

originalidad que lo diferencian del regionalismo italiano. Sin embargo, me parece que

ambas experiencias muestran dinámicas que hacen evolucionar los respectivos sistemas

según características suficientemente homogéneas.

No puede tampoco olvidarse la influencia recíproca que las experiencias de los

dos ordenamientos han ejercitado sobre los respectivos procesos constituyentes. Los

constituyentes italianos tuvieron presente con seguridad la experiencia de la Segunda

República, la cual fue objeto de consideración por parte de autorizados estudiosos

(Ambrosini, Giannini e Pierandrei); además parece indudable la influencia ejercida por

el texto de la Constitución Italiana en sede de elaboración de la Constitución española.

Se puede, con este propósito, señalar no sólo la similitud –también lingüística- entre el

art. 114 Const. Italiana (La Repubblica si riparte in Regioni, Province e Comuni) el art.

137 de la Const. española (El Estado se organiza en municipios, en provincias y en las

Comunidades Autónomas que se constituyan); sino también la elección de naturaleza

sistemática, por un lado, de hacer preceder la disciplina de las Comunidades Autónomas

de la afirmación de un principio general de autonomía incluido entre los principios

fundamentales de la Constitución, por el otro, de codificar la necesidad de unir

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conjuntamente el reconocimiento de la autotomía constitucional de las comunidades

territoriales y la naturaleza unitaria del Estado.

La experiencia regional italiana y española se presentan, además, equiparadas

por el hecho de que, en ambos ordenamientos, la elección de incluir el principio de

autonomía entre los elementos definitorios de la forma de Estado ha representado no

tanto el fruto de una evolución natural, sino la consecuencia de una ruptura en la

continuidad de la historia constitucional.

En Italia, el Estado unitario liberal vio en el centralismo un remedio contra el

riesgo de tendencias centrífugas favorecidas por el débil proceso de unificación nacional

y por la falta de una conciencia nacional difusa. La tímidas propuestas de

descentralización territorial operadas bajo la vigencia del Estatuto albertino no

consiguieron resultados concretos a causa del extendido convencimiento de que la

promoción de formas de autonomía habría sido peligrosa para la consolidación de la

unificación –política y económica- del país. Tan sólo los constituyentes republicanos

tuvieron consciencia de que la autonomía no era incompatible con el carácter unitario

del Estado, es más, advirtieron que la perdurabilidad de la condición de rígido

centralismo habría constituido un factor de desunión entre las instituciones y la

sociedad.

A su vez, el ordenamiento constitucional español –a partir de la Constitución de

Cádiz en 1812- se había caracterizado por un fuerte centralismo: como ha sido puesto de

manifiesto competentemente “el autoritarísmo y el centralismo han sido caracteres

constantes del Estado contemporáneo hasta la Constitución actual” (Aja).

Por lo tanto, tan sólo en algunas fases de la historia, marcadas por la ruptura

respecto de la tradición o por fuertes reivindicaciones democráticas, tomaron forma las

propuestas de descentralización política. Si bien no existe ninguna relación automática

entre la forma de Estado y la forma de gobierno, no parece casual que –con anterioridad

a la Constitución de 1978- el principio de autonomía de las comunidades territoriales

haya tenido reconocimiento institucional sólo en la experiencia republicana vivida por

España.

En la breve experiencia política de la Primera República, en 1873, se elaboró un

proyecto de Constitución federal que preveía 17 Estados miembros (las antiguas

regiones históricas más Cuba y Puerto Rico) e ideaba –además- un Senado compuesto

de cuatro representantes por cada Estado miembro y un Presidente de la República al

que se le asignaba la tarea de garantizar el equilibrio entre los Estados. Sin embargo, el

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único precedente efectivo se encuentra en la Constitución de la Segunda República, la

cual no sólo favoreció la institución de la primera autonomía regional en Cataluña y

País Vasco, sino que incorporó algunas teorías –como la del Estado integral de Jiménez

de Asúa- que pueden considerarse con pleno derecho anticipaciones de las actuales

reflexiones sobre la noción de Estado compuesto.

No obstante, junto a este elemento común el proceso de regionalización español

se diferencia del italiano tanto por las características generales del proceso

constituyente, como por el influjo ejercido por la experiencia de la Segunda República

sobre las decisiones constituyentes de 1978.

La Constitución italiana se caracteriza por la neta ruptura que opera frente al

pasado; por el contrario, la Constitución española de 1978 se cuenta entre los ejemplos

más significativos de Constitución “pactada”, esto es, surgida de una transición pacífica

hacia la democracia y el Estado constitucional de derecho: una transición que algunos

autores han definido “el discreto encanto de la democracia” (De Esteban, López

Guerra).

Según la doctrina se produce una “transición constitucional” cuando se dan

ciertas condiciones esenciales: en primer lugar, la transición debe configurarse como

unidireccional, en el sentido de que se determina un acercamiento entre sistemas

autoritarios y democráticos; en segundo lugar, el paso debe producirse en modo

pacífico, gradual, convenido y –como norma- con la participación activa de los

exponentes políticos del régimen anterior; en tercer lugar, la transición debe concluirse

con la adhesión a los principios y a los valores propios del constitucionalismo

democrático y liberal. Como es bien sabido, el conjunto de estos elementos se encuentra

claramente presente en el proceso constituyente que, tras la muerte del general Franco,

llevó a la aprobación de la Constitución de 1978.

Por otra parte, uno de los principales objetivos perseguidos en el curso del

proceso constituyente consistió en la voluntad de instaurar un clima antitético al que

caracterizó el periodo de la Guerra Civil (1936-1939) y de conseguir un efectivo “marco

de convivencia”: elementos sintomáticos de esta actitud pueden reconocerse, por un

lado, en la elección de asegurar a la comisión competente para elaborar el Anteproyecto

de Constitución, una composición que fuese representativa de los principales

componentes políticos, comprendidos los nacionalistas; por otro lado, en la presencia en

el art. 2 CE de una referencia a las nacionalidades, en la convicción de que un texto

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constitucional que naciese sin el consenso de los catalanes y de los vascos habría

resultado viciado en origen.

Así pues, los constituyentes italianos, en el acto de introducir un signo de

discontinuidad respecto del pasado, se encontraron frente a una especia de página en

blanco, en el sentido de que no encontraron condicionantes significativos provenientes

de la historia constitucional.

Pero en el caso de España, por el contrario, la búsqueda de consenso hizo más

trabajosa la elaboración del Título de la Constitución dedicado a las Comunidades

autónomas, no sólo por las divergencias entre partidos políticos y la diferente voluntad

de autonomía presente en los territorios, sino también por la imposibilidad de rescindir

algunos ligámenes con su propia historia: algunas disposiciones transitorias y

adicionales son de difícil interpretación sin un enlace con el origen histórico de algunos

regímenes [no estoy segura] o a la experiencia de la Segunda República; el eco de la

historia emerge, además, en la formulación del art. 2 CE, donde se reconoce el derecho

de autonomía tanto de las Regiones como de las nacionalidades.

Probablemente los constituyentes, refiriéndose tanto a nacionalidades como a

regiones, pretendiesen distinguir entre los territorios en los que el impulso hacia la

autonomía provenía de movimientos nacionalistas manifestados extensamente en el

tiempo y territorios que, a la luz de la elección constituyente, podían acceder ex novo a

la autonomía, constituyéndose en Comunidades autónomas; o ponían en marcha un

intento claramente político, en el sentido de dar por concluidas antiguas disputas e

integrar a aquellas Comunidades en el seno del Estado español.

Con todo, la excesiva indeterminación de la disposición y la inexistente

identificación de las nacionalidades han constituido una fuente de ambigüedad y de

incertidumbre que parece presente hasta la fecha. Tal ambigüedad, probablemente, ha

influido incluso sobre la elección general de dejar el “modelo abierto” lo

suficientemente indefinido como para consentir un proceso de descentralización política

del Estado abierto con éxitos diferentes, dejando a cada comunidad o territorio la

decisión libre sobre su naturaleza y la amplitud de las competencias que estima debe

asumir en el sistema delineado por la Constitución. (Aja).

5. Un segundo elemento de comparación: b) incertidumbres acerca del

futuro del regionalismo.

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Puede resultar interesante comparar las experiencias de los dos países también

en relación al modelo de distribución territorial del poder adoptado en la Constitución y

a sus prospectivas futuras. Si bien, sin salir de la intención común de identificar en el

principio de autonomía un rasgo determinante de la forma de Estado, el sistema

constitucional italiano y el español han seguido recorridos distintos tanto en el proceso

de institución como en la evolución del regionalismo.

A) En Italia, el regionalismo inicialmente regulado por la Constitución se

caracterizaba por la presencia de tres elementos: la atribución al legislador estatal de un

importante papel en conformar los rasgos de la autonomía, una fuerte atención por las

exigencias unitarias del ordenamiento, y una visión estática de las relaciones entre los

niveles institucionales.

Sin embargo, el sistema, a pesar de las previsiones originales, ha evolucionado

siguiendo un camino diferente, causado en parte por el notable retraso con el que las

Regiones han sido instituidas (22 años tras la entrada en vigor de la Constitución): no se

debe minusvalorar la relevancia que reviste en el derecho constitucional el “factor

tiempo”, en el sentido de que un retraso en la actuación de la Constitución no determina

sólo una omisión, sino también una desviación respecto de las elecciones originarias.

Por ejemplo, el sistema de las relaciones interinstitucionales se modifica,

pasando gradualmente de un regionalismo de tipo garantista a uno de naturaleza

colaborativa: aquí favorecido también por el refuerzo de la integración comunitaria que

obligó a afrontar problemáticas inicialmente no previstas (como por ejemplo, el

procedimiento de actuación de la normativa comunitaria, o los poderes estatales de

intervención en el caso de incumplimiento de las obligaciones comunitarias por parte de

las Regiones).

Además, la idea originaria de Regiones –en tanto que sujeto político e

instrumento de reforma en el sentido pluralista y democrático del Estado- vino

modificada por el afianzamiento de una “estación” política que, por una parte,

criticando la ineficiencia de la Administración Pública, las consideraba un freno a la

potencialidad de desarrollo económico; por la otra, tras los devastadores procesos contra

la corrupción política y la consecutiva crisis de legitimación de los partidos políticos, se

mostraba netamente favorable a la introducción de formas de “democracia inmediata”

(como la elección directa de los alcaldes y de los presidentes de la Regiones).

Por último, se fueron reforzando progresivamente los impulsos favorables a

apuntalar la homogeneidad del equipamiento institucional: ya sea a causa de la

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atribución al legislador nacional de la capacidad de conformar –con normas generales-

el status de autonomía de las Regiones y de los entes locales; ya sea por las

características del sistema político italiano el cual –caracterizado por la fuerte presencia

de partidos de masas, nacionales y centralizados- transformaba las problemáticas

“periféricas” en una reproducción de las estatales, o en un terreno de experimentación o

de anticipación de soluciones institucionales adoptadas a nivel estatal.

Otro importante factor de homogeneización del sistema vino representado por la

jurisprudencia de la Corte constitucional, rígida en la fijación de los límites cualitativos

de la autonomía y en la salvaguarda del contexto unitario en el que la regionalización

debía operar: se debe, así, a la Corte constitucional la elaboración de algunas nociones

clave como la relativa al interés nacional, a la actividad estatal de dirección y de

coordinación, al reparto de competencias sobre la base de la dimensión de los intereses,

a la limitación de las competencias regionales para la salvaguarda de la unidad jurídica

del ordenamiento, y a los sustanciales poderes del Estado en materia de actividad

internacional de las Regiones.

Como culminación de dicho proceso evolutivo, el Parlamento ha aprobado una

amplia revisión constitucional de las disposiciones en materia de ordenamiento regional

(leyes constitucionales n. 1 de 1999 y n. 3 de 2001), las cuales no permiten discernir qué

ruta ha tomado el regionalismo: si nos encontramos en presencia de una nueva fase de

regionalismo, de un seguimiento de las precedentes, o bien de un ruptura de la tradición

en dirección hacia una nueva forma de Estado. En general –al margen de algunos

exegetas entusiastas del primer momento- se advierte una profunda incertidumbre

acerca del proyecto, atestiguada por la “babel” lingüística y conceptual por la que se

habla indistintamente de federalismo, neoregionalismo, o federalismo administrativo.

La reforma constitucional, por tanto, en lugar de clarificar el itinerario futuro del

regionalismo italiano, ha generado un rápido sucederse de dilemas: si dar actuación a las

nuevas reformas o proceder a su revisión ulterior; si elegir un recorrido institucional

caracterizado por la existencia de acuerdos interinstitucionales o solicitar la solución de

los numerosos conflictos interpretativos al juez constitucional; o si encargar la

evolución del sistema al pluralismo regional o volver a transitar la vía de una

descentralización guiada desde el centro, por el sistema político nacional.

El carácter lineal del proceso institucional se ha visto comprometido no sólo por

le rápido sucederse (del 2001 hasta la fecha) de diversas mayorías políticas, sino

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también por los comportamiento “tímidos” de los diversos sujetos institucionales

involucrados (Parlamento, Gobierno, Regiones, Corte Constitucional).

Las Regiones son reticentes a ejercer con incisividad las nuevas competencias

legislativas; así como asombra la utilización limitada de la potestad estatutaria prevista

por el art. 123 CI con objeto de determinar la propia forma de gobierno. El Estado, por

su parte, está proveyendo con lentitud notable la aprobación de las leyes ordinarias de

actuación del dictado constitucional: hasta el punto de que se encuentran por el

momento desatendidas algunas previsiones constitucionales (del federalismo fiscal del

art. 119 CI, a la revisión del Texto Único sobre el ordenamiento de los Ayuntamientos y

Provincias, de la integración de la Comisión bicameral para la cuestión regional con

representantes de las regiones del sistema de las autonomías al nuevo reparto de las

competencias administrativas codificadas en el art. 118 CI).

Por lo que hace a la Corte constitucional, ésta parece moverse con particular

circunspección: se muestra preocupada en asegurar coherencia al sistema normativo y

temerosa de los efectos que una interpretación extensiva de las disposiciones

constitucionales –en realidad bastante indeterminadas- podría generar sobre el

funcionamiento del sistema constitucional en su conjunto.

B) En España, por su parte, la Constitución no ha codificado directamente las

características de la organización del Estado: por tanto, el sistema político español –a

diferencia del italiano- no se ha encontrado frente a un modelo que poner en marcha,

sino más bien ante un proceso que construir.

Las disposiciones constitucionales han trazado el punto de partida del sistema

admitiendo que éste se pueda desarrollar con flexibilidad, sobre la base de múltiples

opciones ofrecidas por la Constitución: en otros términos, han iniciado un “proceso de

transformación del Estado que se sabe perfectamente donde comienza pero que, al

menos nuestro hombre, no sabría decir dónde termina” (Cruz Villalon). La puesta en

práctica de un modelo “abierto”, en nuestra opinión, puede conseguir resultados

positivos a condición de que el proceso de ejecución sea preparado y guiado con

atención, y que se establezca –hasta cierto punto- el momento en que tal proceso puede

considerarse agotado.

Las primeras dos condiciones han sido satisfechas ampliamente: el recorrido de

regionalización ha sido preparado a través de la experiencia de las preautonomías; así

como ha sido orientado mediante los Pactos Autonómicos, esto es, mediante auténticas

convenciones constitucionales entre Gobierno y las principales fuerzas políticas

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nacionales y cuyo contenido se tradujo en normas mediante la aprobación de numerosas

leyes orgánicas. Se dio vida, por tanto, a un regionalismo pactado y compartido, si bien

los intereses políticos nacionales han alimentado, por un lado, una visión más política

que institucional de las relaciones entre los diversos niveles institucionales y favorecido,

por otro lado, la propensión a buscar entendimientos y formas de colaboración de

naturaleza bilateral.

Si –como se ha dicho- las dos primeras condiciones han sido atendidas con

éxitos satisfactorios en su conjunto, la última, sin embargo, (la llamada clausura del

sistema) no se ha verificado: alimentando incertidumbres acerca del futuro de la forma

de Estado compuesto, así como sobre los instrumentos que pueden utilizarse para evitar

que el proceso delineado por los constituyentes se prolongue en modo indefinido, es

decir, permanezca siempre “abierto”.

En estos últimos años la capacidad de decisión política del proceso parece

estancarse y se manifiestan orientaciones distintas sobre la futura prospectiva. No sólo

porque las Comunidades autónomas que originalmente habían adquirido un conjunto de

competencias mayores respecto al resto de territorios han intentado con determinación

hacer oscilar el péndulo hacia una nueva diferenciación; sino también porque en

absoluto parece resuelta la alternativa entre revisión de la Constitución de 1978 y dar

vida a una tercera fase de reforma de los Estatutos de autonomía.

Este último camino corre el riesgo de alimentar el contencioso sobre la

interpretación del art. 2 CE, sobre la distinción entre diferenciación y asimetría regional,

sobre la intrínseca especialidad de algunas comunidades territoriales históricas; la

primera –a su vez- mientras se propone “poner en orden” una realidad –la de las

Comunidades autónomas y su relación con el Estado- que se presenta en buena parte

como accidental, habiendo sido fruto de un proceso de éxitos no del todo programados

(Cruz Villalón), parece encontrarse frente a la nada fácil perspectiva de conciliar

exigencias contrapuestas entre la “voluntad” de especificidad de algunas Comunidades

y la petición de “igualdad entre los territorios” proveniente de las otras Comunidades.

6. Un tercer elemento de comparación: el péndulo entre regionalismo

homogéneo y diferenciado.

En los ordenamientos regionales puede introducirse una distinción de principio

entre regionalismo homogéneo y diferenciado. En el primer caso, nos encontramos en

presencia de un “modelo” común –identificado por la Constitución- que plasma

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homogéneamente la organización de las diversas comunidades territoriales; en el

segundo caso, por el contrario, las comunidades territoriales se distinguen por

competencias, poderes status constitucional o soluciones organizativas.

No obstante, el regionalismo diferenciado comprende en su seno realidades

bastante diversas que no parece correcto homologar.

En algunos casos, la especialidad reconocida a una o más comunidades

territoriales no se limita tan sólo al reconocimiento de poderes y de competencias

mayores respecto a aquellas ordinariamente atinentes a las otras Regiones, sino que

consiente también dar vida a sistemas judiciales derogatorios respecto a aquellos válidos

para el resto de territorios del Estado.

A este respecto, se puede mencionar el ejemplo de Canadá, cuya Constitution

Act, 1982, por un lado, como tutela de las identidades de las poblaciones autóctonas,

reconoce a los territorios habitados por poblaciones indígenas poderes sustanciales de

autogobierno con el objeto de ejercer “derechos ancestrales” en materias relevantes de

naturaleza económica, de derecho privado o penal; por otro lado, como garantía de la

especialidad de algunas Provincias, se admite la dilatación temporal , por un periodo no

superior a cinco años, la aplicación en el territorio de una determinada Provincia de

disposiciones constitucionales relativas a algunos derechos importantes garantizados en

la Carta de los derechos y de las libertades.

Pero probablemente, la derogación constitucional más relevante sea la

reconocida en la Constitución china a las Regiones especiales de Hong Kong y Macao,

que consistente a tales territorios, en el respecto de su diversidad histórica, jurídica y

cultural (el llamado life style), la conservación del precedente sistema económico y

jurídico, antagónico respecto del de la nueva madre patria.

En otros supuestos, la diferenciación entre Regiones desde el punto de vista de

las competencias y de la organización no es más que la consecuencia del ejercicio del

principio dispositivo, inscrito en la propia noción de autonomía. Es el caso, por ejemplo,

por lo que hace a Italia, de la previsión contenido del art. 116.3 CI, según la cual las

Regiones ordinarias (que lo soliciten a través del procedimiento directamente

reglamentado por la Constitución) pueden ejercer funciones normativas o

administrativas ulteriores respecto a las que normalmente competen al resto de

Regiones.

Igualmente, en España, buena parte de las diferencias existentes entre las

Comunidades autónomas pueden ser reconducidas a la amplia utilización del principio

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dispositivo previsto por la Constitución: la cual, por un lado, ha considerado la diversa

propensión a la autonomía de las comunidades territoriales, pidiendo a los Estatutos de

Autonomía la identificación concreta de las materias en las que se pretende ejercer el

“autogobierno” referido en el art. 143 CE. Por otro lado, ha atribuido dinamismo a la

transferencia de competencias del Estado a las Comunidades autónomas, previendo que

se pueda realizar en varias fases sobre la base de la específica voluntad de las concretas

comunidades territoriales.

Por último, también diferente es el caso en el que la diferenciación no es tanto

una consecuencia del principio dispositivo cuando de la elección constituyente de

prever para las Regiones ordenamientos especiales, dotados de un high degree of

autonomy.

Por lo general, un tal status de especialidad encuentra justificación en la historia

y en la tradición de aquellos territorios; puede reconducirse a un conjunto de factores de

naturaleza cultural, jurídica y política que tienen una base en la historia, que

permanecen en la actualidad a causa de su vitalidad y se proyectan hacia el futuro.

Con todo, estos elementos diferenciadores –esta “realidad natural”- deben ser

identificados por las Constituciones, a las que compete la delicada tarea o bien de

indicar las razones que justifican la peculiar identidad de una comunidad territorial, o

bien de establecer las competencias añadidas que se les atribuyen. En otras palabras, es

la Constitución la que elige entre las diferencias existentes históricamente cuáles son

merecedoras de un reconocimiento particular y atribuye, en consecuencia, a algunas

comunidades territoriales una específica tutela institucional.

Sobre este particular, puede notarse una significativa diferencia entre el

ordenamiento constitucional italiano y español.

En España –no habiendo el constituyente extraído consecuencias institucionales

de la diferenciación entre nacionalidades y regiones introducida por el art. 2 CE- la

especialidad no se traduce en la atribución a determinadas comunidades autónomas de

una personalidad jurídica diferenciada, sino en el reconocimiento a éstas de algunos

“hechos diferenciales” que justifican la presencia en los Estatutos de competencias

singulares o de ordenamientos específicos: como el dato lingüístico, los derechos

históricos, el derecho foral, el régimen fiscal y económico, la organización

administrativa de los archipiélagos.

En Italia, por el contrario, la Constitución ha seguido una orientación distinta,

atribuyendo directamente a cinco territorios un específico status constitucional. Una

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elección justificada por la diversa condición económica (Sardegna), por la voluntad de

valorizar las identidades étnicas y lingüísticas de partes específicas del territorio

nacional (Valle d’Aosta, Trentino Alto Adige), por la historia o por las vivencias

políticas de un determinado territorio (Sicilia, Friuli Venezia Giulia) .

En particular la especialidad constitucional de tales regiones –que está regulada

por una expresa fuente de rango constitucional- se traduce: en la atribución de

competencias legislativas y administrativas en un amplio abanico de materias; en la

previsión de relaciones de naturaleza bilateral con el Estado; en la especificidad del

sistema financiero; en la incorporación de formas de participación más incisivas para las

Regiones en la actividad del Estado; en la atribución a los órganos de gobierno de una

gama -heterogénea pero relevante- de poderes extra ordinem.

Sin embargo, si las soluciones adoptadas por ambos ordenamientos en lo

referente a la diferenciación entre Regiones parecen distintas, puede identificarse una

orientación común en la continua alternancia entre tendencias hacia la homogenización

e impulsos a la diferenciación: como si el péndulo no pudiese más que oscilar sin

encontrar un punto de equilibrio.

En España, la Constitución dejaba ver una propensión al establecimiento de

diferencias entre los territorios, alimentadas por la historia y por el principio dispositivo.

No obstante, el sistema abierto, de naturaleza procesal, introducido por la Constitución

ha iniciado una dinámica de “emulación” entre los territorios: si bien en los hilvanes

iniciales, de entre las Comunidades autónomas podían distinguirse las “liebres” de las

“tortugas”, con el tejido del proceso también las “tortugas” han podido acercarse a las

“liebres”. Pero la oscilación del péndulo ha hecho que ese impulso hacia la

homogeneidad fuese contrarestado por las reacciones de las Comunidades históricas y

los partidos nacionalistas.

En Italia, por su parte, la atribución a algunas Regiones de una autonomía

especial no ha impedido el afianzamiento de un impulso hacia un regionalismo

homogéneo: tanto desde la óptica de las competencias cuanto por lo que hace a la forma

de gobierno. Dicho resultado se ha visto determinado por elementos diversos, si bien

concomitantes: como son, la incapacidad de las mismas Regiones con autonomía

especial para confirmar una identidad propia, la función fuertemente homogeneizadora

desplegada por la Corte Constitucional. Además, las Regiones especiales no han tenido

en cuenta el mayor dinamismo manifestado por el sistema de las Regiones ordinarias,

no sólo porque está dotado de mayor fuerza contractual, a causa de su capacidad de

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“hacer frente común” en las relaciones con el Estado, sino también en cuanto ha pesado

negativamente la elección de trazar para Regiones ordinarias y especiales dos canales

procesales autónomos, no comunicantes: de hecho, frente a la capacidad de las primeras

de dotarse de mayores transferencias y más rápidas innovaciones en la forma de

gobierno y en las reglas de organización y de funcionamiento, las segundas se han

encontrado en la necesidad no tanto de cualificar los rasgos de la propia autonomía,

como de reivindicar el ejercicio de competencias administrativas y normativas ya

competencia de las Regiones ordinarias.

Paradójicamente, también las reformas constitucionales han contribuido a

homologar los dos tipos de regionalismo: por un lado, la ley constitucional n.2/2001, ha

extendido a las Regiones especiales los mismos caracteres de la forma de Gobierno

propia de las Regiones ordinarias (en particular, la elección directa del Presidente de la

Giunta [Junta] regional); por otro lado, el art. 10 de la ley constitucional n.3/2001 ha

previsto que las normas constitucionales relativas a las Regiones ordinarias se apliquen

también a las Regiones especiales, siempre que prevean formas de autonomía más

amplia respecto de las ya atribuidas. Esta previsión, en concreto, ha sido criticada por la

doctrina, en cuanto se ha visto en ella la posibilidad de un “suicidio” de la especialidad

regional en la medida en que empujaba a las Regiones especiales a auto-homologarse

con las ordinarias.