Ética de la memoria. versión preliminar

22
Medellín, 2015 ÉTICA DE LA MEMORIA (Un ensayo a partir de textos de Proust, Joyce y Semprún) Joan-Carles Mèlich «La realidad tan sólo se forma en la memoria» MARCEL PROUST, Por el camino de Swann. (En busca del tiempo perdido I). Pórtico No podemos eludir ni el espacio ni el tiempo; no podemos dejar de ser históricos, de vivir enredados en historias, de enlazar y de deshacer, de preocuparnos y de ignorar, de llorar y de reír, de recordar y de olvidar. Somos finitos. Llegamos a un mundo que no hemos escogido y heredamos una gramática, un universo sígnico, simbólico y normativo; configuramos nuestra existencia en el interior de esta gramática que no podrá ser cambiada, al menos no podrá serlo del todo, porque en todo cambio, en toda transformación, siempre quedará un resto. A partir de esta irrupción en la gramática que uno no ha escogido habrá que configurar, que inventar una vida. En la de los hijos del tiempo, para decirlo con Octavio Paz, la memoria surge como una facultad que, por suerte o por desgracia, ocupa un lugar fundamental. Precisamente porque no es posible eludir nuestra condición de herederos y, por lo mismo, la inscripción en secuencias espacio-temporales, somos animales memorísticos, animales que olvidamos y que recordamos. Es esta tensiónentre recuerdo y olvido el lugar de la memoria. Es necesario estar atentos, porque no comprenderemos en qué consiste la memoria si la identificamos con el simple recuerdo, porque todo recuerdo forma partede la memoria, pero no esla memoria. La memoria hay que insistir en esta ideaes recuerdo pero también es olvido. Para un ser finitosin olvido no hay memoria, porque para él no hay nada que sea absolutamente, porque un ser finito no puede recordar sin olvidar ni olvidar sin recordar. Además, esta tensión recuerdo-olvidono puede darse al margen de una gramática, esto es, con independencia de un mundo, de un universo simbólico. No es posible la memoria al margen de la interpretación, al margen de una biografía. Si es verdad, como decía

Upload: johan-carlos-palma

Post on 16-Feb-2016

18 views

Category:

Documents


2 download

DESCRIPTION

Ética de la memoria. Versión preliminar

TRANSCRIPT

Page 1: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Medellín, 2015

ÉTICA DE LA MEMORIA

(Un ensayo a partir de textos de Proust, Joyce y Semprún)

Joan-Carles Mèlich

«La realidad tan sólo se forma en la memoria»

MARCEL PROUST,

Por el camino de Swann.

(En busca del tiempo perdido I).

Pórtico

No podemos eludir ni el espacio ni el tiempo; no podemos dejar de ser

históricos, de vivir enredados en historias, de enlazar y de deshacer, de

preocuparnos y de ignorar, de llorar y de reír, de recordar y de olvidar.

Somos finitos. Llegamos a un mundo que no hemos escogido y heredamos

una gramática, un universo sígnico, simbólico y normativo; configuramos

nuestra existencia en el interior de esta gramática que no podrá ser

cambiada, al menos no podrá serlo del todo, porque en todo cambio, en

toda transformación, siempre quedará un “resto”.

A partir de esta irrupción en la gramática que uno no ha escogido

habrá que configurar, que inventar una “vida”. En la de los “hijos del

tiempo”, para decirlo con Octavio Paz, la memoria surge como una facultad

que, por suerte o por desgracia, ocupa un lugar fundamental. Precisamente

porque no es posible eludir nuestra condición de herederos y, por lo mismo,

la inscripción en secuencias espacio-temporales, somos “animales

memorísticos”, animales que olvidamos y que recordamos. Es esta

“tensión” entre recuerdo y olvido el lugar de la memoria. Es necesario estar

atentos, porque no comprenderemos en qué consiste la memoria si la

identificamos con el simple recuerdo, porque todo recuerdo “forma parte”

de la memoria, pero no “es” la memoria. La memoria —hay que insistir en

esta idea— es recuerdo pero también es olvido. Para un ser “finito” sin

olvido no hay memoria, porque para él no hay nada que sea

“absolutamente”, porque un ser finito no puede recordar sin olvidar ni

olvidar sin recordar. Además, esta tensión “recuerdo-olvido” no puede

darse al margen de una “gramática”, esto es, con independencia de un

“mundo”, de un universo simbólico. No es posible la memoria al margen

de la interpretación, al margen de una biografía. Si es verdad, como decía

Page 2: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Nietzsche, que no hay hechos sino solo interpretaciones, entonces no existe

el recuerdo sin una determinada interpretación de ese recuerdo, de eso que

(supuestamente) sucedió. Esto no significa, no obstante, que uno sea

“libre” de interpretar su vida como quiera. En todas las interpretaciones,

operan mecanismos inconscientes que no podemos controlar. No somos

libres de disponer de nuestro pasado. De ahí la gran aportación de Freud.

Para mí lo de menos no es el modo en que Freud interpreta, sino el hecho

de haber desvelado la importancia de la gramática inconsciente que

subyace en toda interpretación. No somos los dueños de nuestra existencia,

no somos los señores de nuestra vida. De todas estas cuestiones me ocuparé

en la primera parte de este escrito.

Pero también hay otra característica fundamental de esta facultad; a

saber, el hecho de que no la controlamos. Es habitual utilizar la expresión

‘hacer memoria’, pero, en realidad, no la ‘hacemos’; todo lo contrario, es

ella la que ‘nos hace’, la que surge de repente. Ni el recuerdo ni el olvido

son el resultado de nuestra voluntad. La memoria es involuntaria, es una

“pasión”. Como le sucede al narrador del Quijote hay ‘lugares’ de los que

no queremos (o podemos) acordarnos, y otros que no queremos (o

podemos) olvidar.

Por eso, porque la memoria escapa a nuestra voluntad, vamos a prestar

atención a la fascinante obra del escritor francés Marcel Proust.

Evidentemente, no es mi intención realizar un estudio sobre Proust aquí —

algo totalmente fuera de las posibilidades de quien esto escribe—, sino solo

tomar algunas de sus ideas, en concreto del primer volumen de En busca

del tiempo perdido titulado “Por la parte de Swann”. Proust nos servirá

para reflexionar sobre esta característica “involuntaria” de la memoria.

Desde el punto de vista de una filosofía antropológica de la finitud —

como la que se va a adoptar aquí—, la tesis está clara: la memoria es un

acontecimiento, algo a veces banal, cotidiano, es cierto, pero que surge de

repente y que está fuera de nuestro control, algo que, en ocasiones, nos

rompe, y nos deja mudos, sin saber qué hacer. La memoria es un

acontecimiento porque nos hace presentes a los ausentes, a los que ya no

están y nunca van a poder regresar, porque nos recuerda los momentos

felices pero también el horror vivido que muchas veces nos impide mirar

hacia delante; algo que, por desgracia, nos fija en el pasado y nos devuelve

a un universo infernal. En este punto, voy a poner en relación a Proust con

Joyce —en concreto con un bellísimo relato del escritor irlandés titulado

Los muertos— y también con La escritura o la vida de Jorge Semprún. A

partir de ellos intentaré dibujar algunos rasgos de lo que vengo a llamar

“ética de la memoria”.

Por último, y al modo de un “telón”, insinuaré los temas y los peligros

relacionados con esta ética de la memoria; en concreto hablaré de la

cuestión del mal y sus repeticiones, especialmente, el peligro de la

Page 3: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

venganza. Una ética de la memoria no es garantía de nada, de esto no tengo

la menor duda. La cuestión es compleja, porque la ética, a diferencia de la

moral, no nos dice qué debemos hacer sino que tenemos que hacer algo,

que tenemos que dar una respuesta en medio de una radical incertidumbre.

Una ética de la memoria nos dice que no podemos eludir la condición finita

inscrita en nuestra naturaleza, y que haríamos bien en recordar el mal

sucedido para que no vuelva a suceder. Pero, al mismo tiempo, una ética de

la memoria nos hace pensar que el recuerdo provoca, en ocasiones, la

venganza. Este es su mayor peligro. Nada podemos hacer para evitar esta

ambivalencia, nada, porque no podemos dejar de recordar y de olvidar,

porque la memoria es un acontecimiento y, por eso, haríamos bien en estar

alerta ante esta terrible ambigüedad del recuerdo y del olvido.

Desde un punto de vista pedagógico hay que tener muy presente que,

en las actuales sociedades tecnológicas neoliberales, la memoria está

totalmente desprestigiada. Como en 1984, la conocida novela de George

Orwell, la memoria ha sido desterrada de los planes educativos. Aprender

de memoria es un crimen, saber de memoria es no saber. De hecho su sola

apelación provoca sospechas. Pero, para bien o para mal, sin memoria no

hay vida porque sin memoria no hay tiempo. La memoria nos inscribe en la

secuencia temporal, nos devuelve al pasado y nos lanza hacia el futuro. Un

mundo sin memoria es un mundo de muerte, un mundo muerto. Y en un

mundo así el mal tiene vía libre, tiene la última palabra. Este es el mal que

no vive en lo diabólico sino en la indiferencia.

Venir al mundo: la herencia, la memoria, la pérdida

Nacer es irrumpir en un mundo y heredar su gramática. Los seres

humanos no podemos escapar a esta condición de herederos. Heredamos un

conjunto de signos, de símbolos, de normas, de reglas de decencia, que van

a configurar nuestro modo de ser en ese mundo. Esa gramática heredada

solo podrá ser variada parcialmente. Es importante subrayar que en la vida

de cada uno de nosotros, por más que la hayamos transformado, siempre

quedará un “resto”. En otras palabras, todo cambio necesita de persistencia,

toda renovación de (cierta) repetición. Como advirtió hace años el filósofo

alemán Odo Marquard (2001), los seres humanos no soportamos

transformaciones excesivamente aceleradas, los cambios radicales;

necesitamos enlazar, y este es el lugar en el que surge la memoria.

El mundo al que llegamos es una “comunidad de memoria” (Bellah,

1989). El ser humano es un heredero, esto es, un ser inscrito en una

comunidad que siempre es, de una manera u otra, una comunidad de

memoria. Nunca estamos completamente solos, porque siempre,

querámoslo o no, nos acompañan recuerdos y olvidos, y, en ellos, los

Page 4: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

“ausentes” que se hacen presentes en los momentos más insospechados, sin

nosotros quererlo.

Los seres humanos no pueden evitar hacer presente lo ausente, y sus

vidas están llenas de “espectros” (Derrida, 1995). No escogemos la

herencia; podemos rechazarla, pero (por suerte o por desgracia) nunca

podemos rechazarla del todo, porque sus espectros están inscritos en

nuestros cuerpos, en nuestra carne, en nuestra manera de ver el mundo.

Está claro, pues, que, dada la finitud estructural de los seres humanos,

no hay existencia sin prejuicios, sin premisas, sin presupuestos. No

podemos vivir en una tabula rasa, no hay vida a partir de cero. Algo así

está fuera de las posibilidades de un ser finito. Por acción o por reacción,

siempre nos encontramos ubicados en el seno de una determinada

tradición. Solo porque ya estamos en medio de una historia podemos

comenzar a contar nuestra propia historia. Desde el punto de vista del

statu quo, si hay algo que no somos es hojas en blanco. Siempre llegamos

tarde, y alguien nos tiene que contar de qué va la historia en la que nosotros

también somos sus protagonistas. No vivimos nuestro comienzo. Desde el

inicio estamos “habitados” por otros, somos también esos otros que nos

habitan y que guardan una parte, al menos, de lo que somos. Estamos

obligados a preguntar a los que nos han precedido qué es lo que somos; por

eso la condición de herederos es insoslayable.

No se puede responder a la pregunta quiénes somos (ni en el ámbito

individual ni en el colectivo) al margen de la memoria, al margen del

pasado recordado, al margen del pasado narrado. En todo presente habita el

pasado. “El presente del hombre es, siempre, un presente histórico; un

presente en el que se armoniza la memoria del pasado, con el proyecto de

futuro que, precisamente, ese pasado origina” (Lledó, 2000, p. 75). El

latido del presente suena con el “tono del pasado”. Ahora bien, no es

menos cierto que cada sociedad tiene sus propias formas de recordar, o,

dicho de otro modo, ninguna sociedad recuerda de la misma manera. De

esto se ha ocupado Jan Assmann. Escribe el egiptólogo alemán: “La

sociedades conciben imágenes de sí mismas y perpetúan una identidad a

través de las generaciones desarrollando una cultura del recuerdo, y lo

hacen de una manera totalmente diferente” (Assmann, 2011, p. 20).

Pero aquí surgen interrogantes importantes y difíciles de responder,

porque ¿qué es lo que debe ser recordado? ¿Qué es lo que debe ser

olvidado? Algo sabemos a ciencia cierta, que cada cultura responde a estas

preguntas a su modo. El pasado no es algo “empíricamente real”, sino

siempre una cierta “imagen” del pasado. Es decir, como todo lo que sucede

en un universo humano, el pasado es una “creación cultural” (Assmann,

2011, p. 47).

Ahora bien, aunque cada sociedad recuerda a su modo, diríamos —

siguiendo de nuevo a Assmann— que “la cultura del recuerdo es un

Page 5: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

fenómeno universal” (2011, p. 32). La existencia, tanto la individual como

la colectiva, es una cuestión de recuerdo. De recuerdo y también de olvido.

Insisto: también de olvido, porque no hay existencia humana posible sin

esta tensión. La memoria humana es selectiva, aunque, como veremos más

adelante, no sea “voluntariamente” selectiva. Precisamente porque somos

finitos, nunca podemos recordarlo todo. Incluso no podríamos vivir con el

terrible peso del pasado. En ocasiones es necesario olvidar (Lledó 2000, p.

212). Pero la herencia que recibimos al venir al mundo no es algo que no

podamos modificar. Se puede poner en cuestión, se puede transgredir. De

todas formas, aquí no nos vamos a ocupar de la transgresión sino de otra

cosa.

El ser humano vive en una “comunidad de memoria”; pero, también

por eso, vive en una “comunidad de víctimas”. Un aspecto fundamental de

nuestra condición de herederos es la herencia de una pérdida. La filósofa

judeo-americana Judith Butler se ha ocupado de esta cuestión con gran

esmero y acierto. La pérdida es algo que todos tenemos en común. Todos

hemos vivido y sentido la sensación de haber perdido a alguien. Esto

significa que vivir en el mundo es habitar un cuerpo vulnerable. Todos

hemos vivido esta experiencia, una experiencia de drama y de muerte, de

drama y de muerte a veces por culpa de la violencia y la crueldad. La

existencia es una existencia en luto y en duelo.

¿Cuándo se supera el duelo? Imposible saberlo. Lo que sí sabemos es

que no es posible jamás superarlo del todo. Siempre quedará inscrita en

nuestro cuerpo una cicatriz que nos recuerda a los que ya no están. La

experiencia de la pérdida y del duelo nos ha mostrado algo fundamental de

la condición humana: el ser en la ausencia. A veces pensamos que lo mejor

sería poder olvidar, pero inmediatamente creemos que el olvido del ausente

supondría la verdadera muerte, la muerte definitiva, porque el que ya no

está sigue vivo mientras se le recuerde. Y hacemos un esfuerzo por

recordar, pero de repente se nos olvida todo, una cara, un olor, un gesto,

una palabra. El recuerdo del ausente irrumpe en el momento más

insospechado y nos deshace, nos rompe, nos resquebraja.

Como mostró maravillosamente Virginia Woolf, en su novela Las

Olas, uno no es nunca un sí-mismo. La noción de sí-mismo, de una

identidad estable y definitivamente formada no es una identidad humana.

Ser humano es habitar un universo de indeterminación, de crisis, de dudas.

No sé quién soy, porque el otro posee el secreto de mi ser. Pero el otro no

es solo el que está ahí, presente, encarándome, sino el ausente. Él se ha

llevado ese secreto a la tumba. Vivimos implicados en vidas que “no son

las nuestras” (Butler, 2006, p. 42). Existimos abiertos a los que ya no están.

A veces su recuerdo resulta insoportable. Y esta situación no puede ser

erradicada. Nuestros cuerpos están expuestos al recuerdo y al olvido, un

Page 6: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

recuerdo y un olvido que escapan a nuestra voluntad. Nuestro cuerpo no es

del todo nuestro. Tiene una dimensión ética, moral y política.

En estos momentos vivimos una grave “crisis de memoria”, una crisis

que resulta particularmente evidente en educación (cuanto menos en una

educación contemplada desde Europa). A diferencia de lo que sucedía en la

paideia griega, hoy vivimos en una ‘amnesia planificada’. A mi juicio,

aprender de memoria es un aspecto fundamental que ninguna pedagogía

debería pasar por alto. ¿Por qué? Sencillamente porque, por ejemplo,

aprender de memoria un texto es conferirle ‘fuerza vital’, porque al hacerlo

ese texto, esa palabra del otro ya forma parte de mí. En buena medida

somos lo que recordamos y lo que olvidamos, somos un tejido de historias,

un conjunto de narraciones. Sin ellas, no podemos ubicarnos en el mundo,

en nuestro mundo. Un bello texto de George Steiner nos ayuda a

comprender esta cuestión. Escribe:

En general, lo que sabemos de memoria madurará y se

desarrollará con nosotros. El texto memorizado se interrelaciona con

nuestra existencia temporal, modificando nuestras experiencias y

siendo dialécticamente modificados por ellas. Cuanto más fuertes sean

los músculos de la memoria, mejor protegido está nuestro ser integral.

Ni el censor ni la policía pueden arrancarnos el poema recordado

(2004: 38).

La educación vive en una atrofia de la memoria (Steiner 1999. P. 38).

Pero, la solución a este problema no es sencilla, porque ¿cómo aprender de

memoria en un mundo en el que el silencio es un lujo?, ¿cómo aprender de

memoria en un universo ruidoso? La memoria solo puede ejercitarse en un

entorno de silencio, y algo así parece impensable en un mundo panóptico.

¿Por qué la educación actual no soporta la memoria? Quizá porque los

tecnólogos de la educación creen que aprender de memoria es mirar hacia

atrás, y hoy parece que solamente se puede mirar hacia delante, solamente

se puede innovar. Pero algo así resulta sumamente falaz.

La memoria no mira hacia atrás ni hacia delante; mira simplemente al

tiempo, a la secuencia temporal. La memoria no repite, interpreta e

interpela. El que recuerda y olvida está interpretando su herencia, y, por lo

tanto, se está interpretando a sí mismo. Por eso el verdadero maestro, el

maestro de verdad, no quiere ser imitado. Al contrario, desea ser

cuestionado. Pero sabe que uno no puede cuestionar nada sin tener un suelo

desde donde hacerlo. La memoria no está contrapuesta a la duda, ni a la

discrepancia ni al enfrentamiento. Siguiendo de nuevo a George Steiner,

diría que: “enseñar es despertar dudas en los alumnos, formar para la

disconformidad. Es educar al discípulo para la marcha. Un Maestro válido

debe, al final, estar solo” (Steiner, 2004, p. 102).

Page 7: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

En toda transmisión educativa tiene que haber transgresión. De no ser

así, no hay educación sino adoctrinamiento. Pero la memoria no es un

peligro para la transgresión, sino todo lo contrario, es su condición de

posibilidad. “En el progreso, en la innovación, por radicales que sean,

está presente el pasado. Los Maestros protegen e imponen la memoria”

(Steiner, 2003. p. 143). No es posible educar sin la tensión entre el cambio

y la innovación, por un lado, y la conservación por otro. Cuanta más

innovación haya, tanto más necesaria es la conservación. El porvenir

necesita provenir (Marquard, 2001, p. 80), y la memoria es la facultad que

mantiene precisamente esta tensión.

Los tres autores de los que me ocuparé a continuación van ayudarnos

a configurar las líneas generales de una ética de la memoria. El primero,

Marcel Proust, nos ofrece en su monumental En busca del tiempo perdido

una reflexión sobre la memoria involuntaria. Nos interesa esta categoría.

No recordamos a voluntad. El recuerdo irrumpe en los momentos más

insospechados. El segundo, James Joyce, nos cuenta en una narración

memorable, Los muertos, la presencia de los ausentes, esos que están ahí, a

modo de espectros, y que se hacen presentes sin avisar en los momentos de

alegría o de festejo. Finalmente con la ayuda de La escritura o la vida, de

Jorge Semprún, vamos a reflexionar sobre la importancia y el drama del

recuerdo del horror: la memoria de las víctimas. Esa disyuntiva que ofrece

el título de la que probablemente sea su obra maestra es sumamente

significativa. ¿Cómo evitar recordar lo insoportable? ¿Cómo seguir

viviendo con la presencia del humo del campo de concentración nazi de

Buchenwald?

Marcel Proust: poética de la memoria

Uno de los fragmentos más conocidos y citados de la historia de la

literatura lo encontramos en el primer volumen de En busca del tiempo

perdido de Proust titulado “Por la parte de Swann”. El narrador hace una

referencia a la importancia del azar en los recuerdos y cuenta la conocida

historia de la magdalena. En el instante en el que el sabor de este bizcocho

le sobrecoge surge un estremecimiento. Escribe Proust:

Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin que tuviera yo

idea de su causa. Al momento que había vuelto indiferentes —como

hace el amor— las vicisitudes de la vida, sus inofensivos desastres, su

ilusoria brevedad, colmándome de una esencia preciosa; o, mejor

dicho, esa esencia no estaba en mí, sino que era yo. Había cesado de

sentirme mediocre, contingente, mortal. […] Y de repente me vino el

recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a

darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray […]

Page 8: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de

tela o de tila. […] Pero, cuando después de la muerte de las personas,

después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado

antiguo, solo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más

inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho

tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados,

sobra la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita

casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo (Proust, 2000, pp.

53-56).

Este es el fragmento más conocido (y reconocido) de la Recherche, sin

duda. No sé si es el más importante, pero sí el más emblemático. Sin

embargo, el filósofo Gilles Deleuze en su libro Proust y los signos, uno de

los comentarios más reconocidos de la obra de Proust, sostiene que la

Recherche no trata de la exposición de la memoria involuntaria sino de la

narración de un aprendizaje. “La obra de Proust, escribe Deleuze, está

basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la

memoria” (Deleuze, 1995, pp. 12-13).

El libro de Deleuze es espléndido, no cabe duda y no lo vamos a

cuestionar aquí, pero su tesis es provocativa, porque en el fragmento citado,

como en tantos otros, aparece la forma que tiene, según Proust, de

funcionar del tiempo y de la ‘memoria involuntaria’. Esta será la lectura

que propone Samuel Beckett (2013), la lectura que mejor expresa, a juicio

de quien esto escribe, el sentido de la obra del narrador francés. Desde la

perspectiva de Proust y de Beckett, diríamos que nuestra identidad es

memoria, pero que esta memoria no la controlamos, no la dominamos, no

depende de nuestra voluntad. En pocas palabras: no somos los amos de

nuestro yo, porque no somos dueños de la memoria.

La tesis que se va a sostener aquí es la siguiente: Marcel Proust

expone desde el primer volumen de su obra su mnemopoética (Weinrich

1999, p. 248). Hay en la Recherche toda una filosofía de la identidad, todo

un intento por responder a la pregunta ¿qué soy? o ¿qué es el ser humano?,

sobre la que, como es sabido, Kant afirma que es la pregunta fundamental

de la filosofía. ¿Cómo responder a esta cuestión? Proust es claro y preciso:

Incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes

de la vida, no somos un todo materialmente construido, idéntico para

todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre

un pliego de condiciones o sobre un testamento; nuestra personalidad

social es una creación del pensamiento de los demás (2000, p. 26).

El sujeto que descubrimos en la gran novela de Proust es un sujeto

fragmentado, disperso, que se hace y se deshace en el tiempo. No tiene

identidad, o mejor todavía, pasa de una identidad a otra.

Page 9: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Las criaturas de Proust, escribe Samuel Beckett, son víctimas

de esta condición y de esta circunstancia predominante: el Tiempo.

[…] No hay manera de liberarse de las horas y los días. Y tampoco del

mañana o del ayer. No hay manera de librarse del ayer porque el ayer

nos ha deformado, o nosotros lo hemos deformado a él. No importa

quién deforma a quién: ha habido deformación. El ayer no es un hito

del pasado, sino un mojón cotidiano en el camino trillado de los años,

que es parte irrenunciable de nosotros y que llevamos dentro de

nosotros, pesado y peligroso. No solo estamos más cansados por culpa

del ayer, somos otros, ya no somos lo que fuimos antes del desastre

del ayer (2013, pp. 16-17).

El ser humano es cuerpo y memoria. “El cuerpo es el depósito y el

registro de las alteraciones biológicas y temporales. La memoria, el

espacio en que se atesoran los recuerdos, las fantasías retrospectivas y los

olvidos que se atribuyen al yo. No soy porque actúo ni porque pienso.

Recuerdo, luego existo. Soy quien recuerda haber sido” (Matamoro, 1988,

p. 19). Nos encontramos frente a un yo múltiple que mantiene su identidad

gracias a la memoria.

Y no solo yo, también el mundo, también la realidad. “La realidad tan

solo se forma en la memoria”, escribe Proust (2000, p. 201). He aquí el

núcleo duro de la filosofía de la Recherche. Si hay memoria es porque hay

ausencia. Si el ser humano es un ser de memoria, un animal anamnético, es

también un “ser de ausencias”. Somos “seres-en-falta”. Esta es una tesis

proustiana que aparecerá todavía con más claridad, si cabe, en el relato de

Joyce del que nos ocuparemos a continuación. Veamos cómo lo expresa

Proust: “Ahora bien, la ausencia de algo no es solo ausencia, no es una

simple falta parcial, es un trastocamiento de todo lo demás, es un estado

nuevo que no se puede prever en el antiguo” (Proust, 2000, p. 329).

Dos ideas a resaltar de este fragmento: la primera es que la ausencia

no puede sobrellevarse. La pérdida y la ausencia de alguien abre una grieta,

una herida que puede cicatrizar pero siempre dejará una marca, y es en la

memoria involuntaria, el instante en que el ausente surge al modo de

espectro; segundo, este estado de pérdida, esta vivencia de la ausencia, no

puede planificarse y, por lo mismo añadimos, no puede educarse.

El otro está presente al modo de la ausencia. No se puede dejar de

pensar en él. Escribe Proust:

Incluso cuando no pensaba en ella, seguía latente en su espíritu

igual que ciertos otros conceptos sin parangón —como los de luz,

sonido, relieve, voluptuosidad física— que son las ricas posesiones

con que se diversifica y se adorna nuestro ámbito interior. Tal vez los

perdamos, tal vez se borren, si volvemos a la nada. Pero, mientras

Page 10: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

vivamos, no podemos hacer —a diferencia de lo que ocurre con algún

objeto real— como si no los hubiéramos conocido (2000, p. 376).

Mientras uno vive los ausentes surgen en el presente en los momentos

más insospechados, y es su presencia ausente, su condición espectral, la

que configura nuestro modo de ser en el mundo. No sabemos cuándo, ni

dónde, surge esta presencia, lo que sabemos es que no podemos hacer nada

por evitarla. La memoria nos remite a la ausencia, y esta, en el límite, a la

muerte. Pero, frente a la nada infinita todavía nos queda algo, algo que

Proust nos revela en uno de los fragmentos más bellos del primer volumen

de la Recherche. La música, el arte, la literatura se encarnan en nuestros

cuerpos y nos acompañan: “Pereceremos, pero tenemos como rehenes a

esas cautivas divinas que conocerán también nuestra suerte y con ellas la

muerte resulta algo menos amarga, menos carente de gloria, menos

probable tal vez” (Proust, 2000, p. 377).

Pero la añoranza de lo que se ha perdido es insuperable o, cuanto

menos, una cierta añoranza. Echamos de menos a aquellas personas que

nos han dejado, pero también lugares y momentos…, o incluso echamos de

menos a algo de nosotros mismos. Nos echamos de menos, porque ¿qué

somos, en definitiva, sino una suma nunca del todo bien hecha, nunca del

todo resuelta, de esos lugares y esos tiempos, de esas relaciones, de esas

presencias ausentes?

Los lugares que hemos conocido no pertenecen solo al mundo

del espacio en el que nos situamos para mayor comodidad. No eran

sino una fina capa en medio de impresiones contiguas que formaban

nuestra vida de entonces; el recuerdo de cierta imagen es una simple

añoranza de cierto instante y las casas, las carreteras, las avenidas son,

¡ay!, fugitivas como los años (Proust, 2000, p. 457).

Este es el fragmento con el que Proust pone punto final al primer

volumen de la Recherche.

James Joyce: presencias espectrales

El relato tiene una estructura aparentemente simple. En una noche de

Navidad, un grupo de personas se reúnen para cenar. El lugar escogido es

la casa de las hermanas Morkan. Van llegando los invitados y, entre ellos,

Gabriel Conroy y su esposa Gretta. El relato fluye lentamente. Joyce

explica anécdotas que el lector no acaba de relacionar con el título de un

relato que avanza de forma pausada, como la caída de la nieve, mientras en

la casa comienza la cena y el baile. Hacia el final, Gabriel toma la palabra y

dice algo, algo a lo que todos estamos acostumbrados, algo a lo que todos

Page 11: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

hemos asistido alguna vez en nuestra vida, algo obvio, por decirlo así y, al

mismo tiempo, triste:

Pero como todo —continuó Gabriel, su voz cobrando una

entonación más suave—, siempre hay en reuniones como ésta

pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del

pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes

que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está

cubierto de tales memorias dolorosas, y si fuéramos a cavilar sobre las

mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida

cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y

vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo

más constante y tenaz (Joyce, 2007, pp. 204-205).

El discurso del señor Conroy marca no solo el tono del relato sino

también la antropología de Joyce. En todo presente hay pasado, hay

ausentes. El presente no puede escapar de las presencias espectrales que

echamos de menos especialmente en esos días, en esos en los que nos

detenemos y nos paramos a pensar y a sentir. La mayor parte del tiempo

vivimos a salto de mata. Estamos tan pendientes de lo cotidiano que no

echamos de menos ni a nada ni a nadie. No tenemos tiempo. Pero hay días

en el año en los que recordamos sin querer, en los que la memoria —

también, como en Proust, involuntaria— nos pone frente a los que ya no

están, frente a los que ya no volverán nunca. Y en esos días felices,

aparentemente felices, en los que la felicidad casi es una obligación, la

ausencia del otro es más dramática, más terrible; es en esos días en los que

sentimos la ausencia. Y eso es la vida, un vivir acompañados del vacío.

Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la

oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer

parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No

podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color

terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era

su mujer (Joyce, 2007, p. 210).

Nadie como John Huston, antes de morir, podía haber filmado esta

escena con intensidad semejante. El lector/espectador siente, como Gretta,

las notas que vienen de lejos, de un piano, pero un piano que surge desde el

abismo del tiempo. Sigue diciendo Joyce:

Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de

su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír

más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos

acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre

(Joyce, 2007, p. 210).

Page 12: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Gabriel todavía no sabe qué está pasando. Pronto lo sabrá. Tampoco el

lector lo sabe. Lo que sí intuimos es que esa música es importante, esa

música remite a algo decisivo para esa mujer, para Gretta. Si no fuera así,

¿por qué se hubiera detenido?

Finalmente, llegan al hotel. Gabriel le pregunta a su esposa en qué está

pensado. Pero Gretta permanece en silencio. Pero, como suele suceder, no

es un silencio que equivale al mutismo. El silencio no es el mutismo, es

justo todo lo contrario, el silencio es la palabra, la palabra más intensa, más

profunda, la palabra que no se puede pronunciar pero que muestra algo

importante, lo más importante. Finalmente Gretta le confiesa que está

pensando en la canción que escuchó, La joven de Aughrim, y, acto seguido,

se lanza llorando sobre la cama. Gabriel no comprende nada. “Pero ¿por

qué esa canción te hace llorar?”, le pregunta. Gretta le contesta que le

recuerda a alguien. Esa canción le trae a la mente alguien que ya no está.

Como sucedió en el caso de Proust aquí también se activa la memoria,

la memoria involuntaria, el recuerdo que surge sin que uno quiera, el

recuerdo que acontece, que irrumpe de repente y que lo cambia todo. Uno

puede seguir viviendo como si nada hubiera sucedido, sin grandes cambios

ni lamentos. La memoria involuntaria o, si se prefiere, el “acontecimiento

de memoria”, no es necesariamente una memoria trágica, al modo griego,

ciertamente, pero desde él nada será igual. En el caso del relato de Joyce,

nada será lo mismo, no solo para Gretta sino también para su marido, para

Gabriel.

Gabriel sigue interrogando a su mujer: “¿Te recuerda a alguien de

quien estuviste enamorada?”, le pregunta. Pero Gretta no responde. Le

dice solo que le recuerda alguien a quién conoció, a un muchacho llamado

Michael Furey; que él cantaba esta canción. Gabriel insiste: “¿Estuviste

enamorada de él?”, y Gretta tampoco contesta. Únicamente le dice que

“salía a pasear” con él. Joyce advierte que hay ironía en las preguntas de

Gabriel. Parece que no se lo acaba de tomar en serio, que no comprende la

importancia de esa canción, de lo que ese “acontecimiento de memoria”

significa para su mujer.

Al final sabemos (todo) lo que sucedió. Michael Furey murió de amor.

Y Gretta le cuenta a Gabriel la historia. Es imposible (e incluso indecente)

intentar resumir por mi parte el bellísimo relato de Joyce. Uno tiene que

leerlo lentamente, saboreando cada palabra, cada imagen. Joyce es capaz de

transportarnos a esa habitación de hotel y hacernos sentir con Gretta lo que

supone recordar de repente a alguien que ya no está y que sabemos que

jamás regresará.

Mientras Gretta llora tendida en la cama, Gabriel se pregunta por su

vida, por su amor, por su relación con su esposa. Ya no es solo el recuerdo

que ella tiene de Michael, sino mucho más, porque ese recuerdo también

afecta a otros, a Gabriel en este caso, porque la relación de Gabriel con

Page 13: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Gretta también se transformará. Y él se da cuenta de que, en este caso,

como en tantos otros, la compasión es imposible. O es posible pero como

presencia callada. Gabriel permanece allí, junto a Gretta, sin mediar

palabra. Y piensa, reflexiona sobre esa compasión imposible (Mèlich,

2010).

En este momento, en silencio, Gabriel piensa en la cena a la que acaba

de asistir, piensa en la tía Julia, en la tía Kate. Julia estará tendida en la

cama, muerta, y Kate buscará en él “palabras de consuelo”, pero —escribe

Joyce— no encontrará más que “las usuales, inútiles y torpes”. En efecto,

eso es lo que suele ocurrir en el momento en el que vivimos la muerte del

otro. Heidegger dice en Ser y tiempo que no experimentamos la muerte del

otro, que únicamente nos limitamos a “asistir” a ella. ¡Lástima que el

filósofo de la Selva Negra no hubiera leído Los muertos de Joyce!

Después de relatar los pensamientos de Gabriel, el escritor irlandés

escribe un fragmento memorable, uno de los más bellos de la literatura

contemporánea:

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo

las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban

convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en

el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por

la vida (Joyce 2007: 223).

Ha sido necesario el recuerdo involuntario, la presencia de una

ausencia en el cuerpo de su mujer, para que Gabriel se dé cuenta de que la

vida está hecha de instantes, de pasiones. Se echa en la cama al lado de su

esposa, acompañándola en silencio. Finalmente oye cómo la nieve cae

sobre el cristal de la ventana, y escribe Joyce: “Su alma caía lenta en la

duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve,

como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos”

(2007, p. 224).

Jorge Semprún: la escritura insoportable

El escritor español Jorge Semprún fue deportado al campo de

Buchenwald en 1943. Allí permanecerá hasta su liberación en abril de

1945. Tenía veintidós años. Años después, escribe en francés, en su idioma

literario y filosófico, una obra memorable titulada La escritura o la vida.

La disyuntiva es decisiva para comprender qué es lo que Semprún quiere

decirnos. No es posible vivir con determinados recuerdos. Escribir es

recordar, y si se recuerda el horror es imposible de evitar. Porque ¿cómo

vivir con la persistente presencia de la muerte? ¿Cómo habitar un mundo

en el que los ausentes están excesivamente presentes?

Page 14: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

La escritura o la vida da comienzo con un capítulo que trata acerca de

“la mirada”. El inicio es espectacular: “Están delante de mí, abriendo los

ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su

pavor. Desde hacía dos años yo vivía sin rostro. No hay espejos en

Buchenwald” (Semprún, 1995, p. 15).

La obra de Semprún, tanto esta como las demás, muestra el modo de

actuar de la memoria. No habla ‘sobre’ la memoria, lo que hace Semprún

es otra cosa, nos explica su funcionamiento. Según él, la memoria avanza a

trompicones, hacia delante y hacia atrás, recordando y olvidando, haciendo

presente la muerte y los ausentes. Pero, sobre todo, Semprún trata en este

libro de la relación entre “lo que ha sucedido” y “la forma de contarlo”.

¿Cómo expresar con palabras el horror de lo vivido en el campo? Hay una

duda que le asalta al superviviente: ¿Seré capaz de encontrar las palabras

adecuadas para mostrar “el salvajismo del animal humano”? No hace falta

un esfuerzo de memoria, en este caso. Al contrario, la memoria sobra, hay

demasiada memoria, hay un exceso de memoria. El narrador se encuentra

ahí, de nuevo, el día de la liberación y escribe:

No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar.

No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo

del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no

atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su

articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esa sustancia, esa

densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en

un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación.

Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir

parcialmente la verdad del testimonio.’ (Semprún, 1995, p. 25).

Es la densidad de la experiencia vivida la que hace difícil la narración.

Pero es posible narrar, y sobre todo es necesario. Ahora bien, solamente el

arte puede hacerlo. Se invierte así el dictum de Adorno sobre la

imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. No solamente no es

imposible escribir poesía, sino que es lo único que puede hacer justicia a lo

sucedido.

La obra de Semprún es, pues, una obra sobre la memoria, ciertamente,

pero es mucho más; es una reflexión sobre el mal y la muerte, y, en este

sentido, es una crítica radical a las dos filosofías más importantes del siglo

XX, la de Ludwig Wittgenstein y la de Martin Heidegger. El primero, en el

Tractatus logico-philosophicus, es un negador de la muerte; como Epicuro,

como Spinoza. El segundo, en cambio, no. Su visión de la muerte es

radicalmente contraria a la de Wittgenstein. Para Heidegger la muerte está

desde el principio en el modo de ser del ‘existente’ (Dasein). Pero la

analítica del Sein-zum-Tode (ser-para-la-muerte) que Heidegger expone en

Page 15: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Ser y tiempo es indiferente al otro. Levinas ya lo criticará con fuerza, y

Semprún también. A Heidegger solo le preocupa la muerte del Dasein.

En cambio, Semprún vive en Buchenwald la muerte de sus

compañeros, especialmente la de su maestro Maurice Halbwachs; no se

“limita a asistir a ella”, como diría Heidegger. La vive en su propio cuerpo,

literalmente. Merece la pena atender a sus propias palabras:

Semana tras semana había yo contemplado cómo surgía, como

florecía en sus ojos el aura oscura de la muerte. Compartíamos eso,

esa certeza, como un mendrugo de pan. Compartíamos esa muerte que

crecía, ensombreciendo su mirada, como un mendrugo de pan: signo

de fraternidad. Como se comparte la vida que a uno le queda. La

muerte, un mendrugo de pan, una especie de fraternidad. Nos

concernía a todos, era la sustancia de nuestras relaciones. No éramos

otra cosa más que eso, nada más —nada menos, tampoco— que esa

muerte que crecía. La única diferencia entre nosotros era el tiempo

que nos separaba de ella, la distancia todavía por recorrer (Semprún,

1995, p. 30).

Lo que Semprún recuerda no es haber “asistido” a la muerte de su

maestro, sino haberla “vivido”; algo que Heidegger nunca fue capaz de

comprender. La escritura o la vida es un torpedo en la línea de flotación de

Ser y tiempo. Escribe Semprún: “Una especie de tristeza física se había

apoderado de mí. Me hundí en esa tristeza de mi cuerpo. En ese

desasosiego carnal, que me volvía inhabitable para mí mismo. El tiempo

pasó. Halbwachs estaba muerto. Yo había vivido la muerte de Halbwachs”

(1995, p. 57).

Es verdad que no hace falta haber estado en un campo de

concentración para haber vivido la experiencia del mal. Pero el campo, el

Lager, aporta algo más:

Lo esencial —digo al teniente Rosenfeld— es la experiencia del

Mal. Ciertamente, esta experiencia puede tenerse en todas partes… No

hacen ninguna falta los campos de concentración para conocer el Mal.

Pero aquí, esta experiencia habrá sido crucial, y masiva, lo habrá

invadido todo, lo habrá devorado todo… Es la experiencia del Mal

radical (Semprún, 1995, p. 103).

No se puede, ni se debe, identificar el mal con lo inhumano. Al

contrario, es su condición de posibilidad. No hay humanidad si no existe la

posibilidad del mal. El mal es, en el hombre, una posibilidad vital, la

posibilidad vital. Y Semprún insiste una y otra vez: es esa posibilidad, esa

experiencia del mal y de la muerte, la que uno ha vivido en el Lager. No se

ha “asistido” a la muerte, no, de ningún modo, de ninguna de las maneras.

Se ha vivido la muerte (Semprún 1995: 104). En este sentido Semprún

Page 16: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

propone “variar” el famoso verso de Paul Celan que encontramos en su

poema Fuga de muerte (Todesfuge): “La muerte es un maestro de

Alemania” (Der Tod ist ein Meister aus Deutschland) por otro: “La muerte

es un maestro de la humanidad’. Esta es la fórmula más apropiada

‘porque subrayaría la permanente posibilidad humana de optar a favor de

la muerte, de la opresión y de la servidumbre, en contra de la vida de la

libertad: la libertad de la vida” (Semprún, 2006, p. 153).

Para poder comprender qué es el mal y qué es la muerte, qué es el mal

y la muerte en un campo de concentración, en un Lager, no es suficiente

con tener documentos. Es más, los documentos dicen verdades, pero no

expresan la verdad esencial, la más importante. Para llegar a ella es

necesario el artificio, el relato, la poesía, el arte.

Y luego habrá documentos… Más tarde, los historiadores

recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello

obras muy eruditas… Todo se dirá, constará en ellas… Todo será

verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás

ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta

yomnicomprensiva que sea (Semprún, 1995, p. 141).

No es suficiente con los documentos, es necesario que alguien narre el

horror. La verdad de los poetas, de los novelistas, es precisa. Por eso

exclama Semprún: ‘¡Necesitamos un Dostoievski!’ (Semprún, 1995, p.

144).

La memoria nos devuelve la palabra de los ausentes, el sufrimiento de

las víctimas. Nadie podrá hablar “en nombre de otro”, en nombre del que

entró en la cámara de gas y se convirtió en humo y cenizas, pero su voz

está presente en el intersticio de las palabras de los supervivientes. Estas

palabras, estos recuerdos son recuerdos del mal absoluto, del mal humano.

No deberíamos olvidar algo decisivo; que el mal no es la ausencia de

humanidad sino su posibilidad. No hay humanidad sin posibilidad del mal:

“En Buchenwald, los SS, los Kapos, los soplones, los torturadores sádicos,

formaban parte de la especie humana al mismo título que los mejores, los

más puros de nosotros, de entre las víctimas” (Semprún, 1995, pp. 180-

181). La memoria nos recuerda que el mal no es algo que “ya pasó”, sino

que sigue presente. El mal es una presencia inquietante. El mal humano

posee (in)finitas máscaras, algunas muy evidentes, otras que surgen de

forma disimulada, pero todas ellas tienen algo en común: son expresiones

de la condición humana.

El recuerdo del mal no es garantía de que el horror no vuelva a

repetirse, porque nada ni nadie puede garantizar algo así. De hecho, la

repetición del horror es una posibilidad que no podrá exorcizarse. Incluso

la memoria del mal puede ser portadora de un mal mayor: la venganza.

Jorge Semprún se ocupa de esta cuestión en su novela Veinte años y un día.

Page 17: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

El 18 de julio de 1936 los campesinos de una finca de la provincia de

Toledo, al enterarse del alzamiento militar, habían matado a uno de los

dueños, al más joven de los hermanos, a José María. Desde entonces, cada

año, en esta fecha, los hermanos supervivientes realizan una ceremonia

expiatoria en las que se repite teatralmente lo sucedido:

Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su

condición no solo de vencidos sino también de asesinos. O de hijos,

parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la insufrible razón de su

derrota, su reducción a la condición de vencidos. En suma, aquella

ceremonia expiatoria —a la que solían asistir algunas de las autoridades de

la provincia, civiles y eclesiásticas— ayudaban a sacralizar el orden social

que los campesinos, temerariamente sin duda —temerosamente también,

como puede suponerse— habían creído destruir en 1936 asesinando al

dueño de la finca (Semprún, 2003, p. 16).

Pero Veinte años y un día no cuenta solamente esto, sino también el

deseo de la viuda, Doña Mercedes, de finalizar con este auto sacramental.

Después de veinte años es necesario enterrar de una vez a los muertos. El

asesino de José María acaba de morir en la cárcel, y es deseo de Doña

Mercedes que su cuerpo descanse junto al de su marido. En este caso, nos

encontramos con la memoria, con el recuerdo y el olvido voluntarios. No se

podrá olvidar, es cierto, pero sí podrá dejar de conmemorarse. Porque

conmemorar es perpetuar la condición de víctima y verdugo, no solamente

en aquéllos que fueron directamente responsables de lo sucedido, sino

también en sus descendientes.

La memoria, sea la voluntaria o la involuntaria, siempre es ambigua.

Es capaz de lo mejor y de lo peor. La memoria es un riesgo. Ciertamente es

un riesgo, pero los riesgos hay que correrlos. Como seres finitos no nos

queda más remedio que aceptar que el riesgo es consustancial a la vida. En

ocasiones sería preferible olvidar, pero es algo que no podemos controlar a

voluntad. A veces, muchas veces, sucede sin querer. Sabemos por Proust y

por Joyce que la memoria es involuntaria, que la memoria es un

acontecimiento, que la memoria sucede sin que podamos evitarlo.

Recordamos y olvidamos sin querer. Y el recuerdo nos devuelve a la

infancia, a la ausencia, al horror, a las víctimas.

Telón: gramática del mal

Lo más terrible de los SS es que eran “personas normales”. Esta es la

conclusión a la que Primo Levi llega al final de Si esto es un hombre:

Hay que recordar que estos fieles, y entre ellos también los

diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros natos, no

Page 18: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los

monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente

peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios

listos a creer y obedecer sin rechistar (Levi 1995: 209).

Si los responsables de la “Solución Final” hubieran sido monstruos

sería más fácil defenderse de ellos. Igual que Primo Levi, también Hannah

Arendt habló de Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS, como

alguien “normal”. Escribe Arendt:

Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que

hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron

pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y

terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras

instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad

resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por

cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los

acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad, en Nuremberg—,

que en realidad merece la calificación de hostis generis humani,

comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir

que realiza actos de maldad (1999, p. 417).

Propongo dejar de pensar el mal al modo metafísico, como ausencia

de bien, y hacerlo al modo antropológico, esto es, como insensibilidad

frente al sufrimiento del otro, —sea o no humano—. Eso es el mal. No hay

que darle más vueltas. O quizá, precisamente por eso, hay que darle

muchas más vueltas. La insensibilidad, el sufrimiento y la alteridad son las

tres palabras que configuran la (¿moderna?) gramática del mal. Y no hace

falta pensar en el Diablo para comprender quién es capaz de habitar en esta

gramática. No es necesario —aunque esto no significa que no debamos

hacerlo— pensar en la guerra, en las torturas, en las masacres para

comprender el mal. Como sucede en la película Amén de Costa-Gavras,

hay que imaginarse a alguien contemplando —impasible— el sufrimiento

de otro y, después, ser capaz de justificarlo. Eso es el mal: la indiferencia y

la crueldad legitimadas bajo el paraguas del deber, de un “imperativo

categórico”:

Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada

en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la

hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel

cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al

tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que

también obedecía la ley (Arendt, 1999, p. 205).

Como en El proceso o en El castillo, de Kafka, el mal no es diabólico

sino ordinario; se encuentra en la vida cotidiana de las redes sociales, en

Page 19: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Facebook y en Twitter. No comprenderemos la actual gramática del mal si

lo contemplamos con las lentes del Triunfo de la Muerte de Brueghel. Es

necesario cambiar de registro. El mal es la indiferencia que habita entre los

“amigos” de la red tecnológica, es la “vigilancia” a la que los usuarios de

las redes se someten gustosamente.

En contra de los que muchos piensan, la tecnología no es un

instrumento sino una lógica, un sistema, una forma de vida centrada en

algunos principios incuestionables, especialmente el de la velocidad

(Kundera, 2005). En este sistema social, la indiferencia de lo que le sucede

al otro, o a “determinados otros”, domina ampliamente. Por ello, ya va

siendo hora de cambiar de perspectiva porque, a diferencia de lo que la

filosofía metafísica ha sostenido a lo largo de su historia, no hay que pensar

el mal como una ausencia de bien. El mal, bajo la máscara de la

indiferencia y de la crueldad, anda a sus anchas por todas partes, es

extensivo al sistema tecnológico, a su marco político, social y, sobre todo,

moral.

Quizá la memoria pueda ayudarnos a detectar el mal, o quizá no.

Imposible saberlo. La ambivalencia de la memoria es, al mismo tiempo, su

grandeza y su miseria. En ella hallamos lo mejor y lo peor: puede ser, como

reclamaba Theodor W. Adorno, un antídoto contra el mal, un antídoto para

que el horror no se repita (Adorno 1992; 1993), por un lado, o la fuente de

la venganza, por otro. Por eso es necesario tener muy presente la

advertencia del sociólogo Zygmunt Bauman: “Los recuerdos pueden servir

al mal tan aplicada y eficazmente como querríamos que sirvieran a la

causa de la mejora y al aprendizaje a partir de los errores” (Bauman &

Donskis, 2015, p. 49).

Por mi parte, desde hace muchos años me ocupo de leer y estudiar en

detalle los relatos de los supervivientes de los campos de concentración —

especialmente de los nazis—. Como hemos visto en el caso de Jorge

Semprún, también muchos republicanos españoles murieron en ellos,

especialmente en uno situado en Austria: Mauthausen. Después de todas

estas lecturas estoy convencido de que la Shoá no fue el fracaso de la

civilización, sino su punto más álgido. Esto es lo que la hace terrible. La

Shoá es una de las consecuencias (perversas) de la modernidad ilustrada.

‘Auschwitz’ es la expresión de la racionalidad del mal. Escribe, en este

sentido, Bauman:

Lo que nos puede enseñar la historia de Eichmann es otra cosa: la

racionalidad del mal. Podemos aprender que el mal es tan

impecablemente racional como la bondad. El pensamiento

lógicamente correcto, sujeto y sensible a todas las reglas de la

racionalidad, se desvela impotente en sí mismo cuando debe evitar los

Page 20: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

hechos del mal en su propio terreno. De hecho, se puede convertir en

el dispositivo más eficaz del mal (Bauman, 2002, p. 82).

La tesis con la que voy a terminar este ensayo está clara: la ética

necesita pasar la “prueba de Auschwitz”. Hoy ya no nos hace falta una

ethica ‘more geometrico’ demonstrata sino una ethica ‘more Auschwitz’

demonstrata (Agamben, 2000, p. 10). Una ética more Auschwitz es una

ética que no nace de la idea del bien sino de la experiencia del mal, de la

experiencia histórica del mal, del sufrimiento de las víctimas. De ahí que

esta ética vaya de la mano de la memoria, de la palabra de los ausentes.

Una ética de la memoria no puede identificarse con una moral del

“deber de recordar”. No voy a entrar en detalle en esta cuestión,

ciertamente difícil por su ambivalencia. Bastará con decir que, a diferencia

de la moral, la ética no trata de deberes sino de deseos. La moral se ocupa

del ‘deber’, la ética del ‘deseo’. Frente a una moral del recuerdo una ética

de la memoria sería, parafraseando a Max Horkheimer, una ética en la que

“ni el mal ni la muerte tengan la última palabra”, en la que “el verdugo no

triunfe definitivamente sobre la víctima inocente” (Horkheimer, 2000, p.

169).

El director Michael Haneke realizó en el año 1997 la primera versión

de su película Funny Games. Diez años después, él mismo filmará una

nueva versión, con actores americanos, prácticamente idéntica a la

alemana. Funny Games narra la historia de una familia secuestrada por dos

jóvenes durante una noche en una casa de campo junto a un lago. No

contaré aquí más de la historia. Lo interesante es el objetivo que persigue

su director. Haneke ha repetido en muchas entrevistas que a él no le

interesa la violencia sino su representación. De lo que trata su cine, y en

especial El vídeo de Benny y Funny Games, es de la representación de la

violencia. Pero también hay otra cuestión en sus películas: la indiferencia al

sufrimiento de los demás. Peter y Paul, así se llaman los jóvenes

“psicópatas”, ejercen una violencia “divertida”, sin motivo alguno, para

comprobar simplemente lo que se siente. El espectador asiste impasible a

un juego de horror. No hay en ellos compasión alguna. Se trata de sentir

emociones, nada más.

Vivimos en una realidad “adiaforizada". Siguiendo a Bauman y a

Donskis, diría que ‘adiaforización’ no quiere decir ‘sin importancia’ sino

‘irrelevante’ o, mejor todavía, ‘indiferente’ (Bauman & Donskis, 2015, p.

57). Lo que hay en las sociedades tecnológicas neoliberales no es tanto una

crisis de justicia, cuanto una crisis de confianza, de comunicación y

compasión. En el fondo, toda gramática, incluso las gramáticas morales,

funcionan según lógicas de la crueldad. Esto significa que las gramáticas

crean mecanismos legitimadores de la indiferencia hacia el sufrimiento de

determinados seres. Las instituciones educativas (la familia, la escuela, las

iglesias, los medios de comunicación) se encargan de enseñar a los recién

Page 21: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

llegados que hay vidas que no merecen la pena ser lloradas. Ese es el mal

que el sistema tecnológico neoliberal no solamente no ha eliminado, sino

que ha desarrollado de forma perversa. Esa es una de las consecuencias

perversas de la modernidad.

Así pues, sostengo grosso modo que el mal, en una gramática

tecnológica, es la indiferencia, y la indiferencia va ligada a la ‘sustitución.

En la “sociedad-red” todos somos (y debemos ser) sustituibles. Y si alguien

no lo es, entonces, como dijo hace muchos años Bertold Brecht, es que

algo está tramando (Brecht, 1979, p. 137). Si alguien no es sustituible, es

sospechoso de inmediato. Esta lógica es perfectamente aplicable a la

educación, en especial a la educación superior (o universitaria). Cualquiera

puede hablar de cualquier cosa, cualquiera puede pasar un power point,

cualquiera puede… Las clases han dejado de estar firmadas, los profesores

tienen técnicas pero no estilo.

En la sociedad tecnológica ha desaparecido la privacidad. El “Big

Brother” de Orwell tiene ahora una “cara amable” (Han, 2014). Parece que

uno ya “ama” a ese “Gran Hermano”, por eso entrega gustoso a la red todos

sus secretos. Pero hay más. No solamente ha desaparecido la “esfera

privada”, sino también, y lo que es más grave, el ámbito íntimo. Esa

intimidad, que con tanto acierto desarrolló el filosófico alemán Peter

Sloterdijk en el volumen primero de su trilogía Esferas (2003), es lo que

está amenazada en la gramática moral de los sistemas sociales

tecnológicos.

En todo caso, una ética de la memoria, como la que, en líneas

generales, se ha dibujado en este ensayo, no puede dejar de ir de la mano de

una “pedagogía poética”. ¿Por qué? Simplemente porque —para decirlo

con palabras de la filósofa española María Zambrano:

Lo más irrenunciable para la poesía es el dolor y el sentimiento.

Por eso la poesía mantiene la memoria de nuestras desgracias. Y

todavía más, nos hace simpatizar con aquello que nos hemos

prohibido, con todo lo que hemos arrojado de nuestra alma, con las

pasiones cuya tiranía nos había liberado la razón (Zambrano, 2015, p.

707).

Bibliografía

Adorno, T. W. (1992). Dialéctica negativa. Madrid: Taurus.

Adorno, T. W. (1993). “La educación después de Auschwitz”. En Autor.

Consignas. Buenos Aires: Amorrortu.

Agamben, G. (2000). Lo que queda de Auschwitz. Homo sacer III.

Valencia: Pre-Textos.

Page 22: Ética de La Memoria. Versión Preliminar

Arendt, H. (1999). Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad

del mal. Barcelona: Lumen.

Assmann, J. (2011). Historia y mito en el mundo antiguo. Madrid: Gredos.

Bárcena, F. (2014). “Una educación proustiana. Pedagogía more litteratura

demonstrata”. Teoría de la educación, 2 (26)

Bauman, Z. & Tester, K. (2002). La ambivalencia de la modernidad y

otras conversaciones. Barcelona: Paidós.

Bauman, Z. & Donskis, L. (2015). Ceguera moral. La pérdida de

sensibilidad en la modernidad líquida. Barcelona: Paidós.

Beckett, S. (2013). Proust. Barcelona: Tusquets.

Bellah, R. (y otros) (1989). Hábitos del corazón. Madrid: Alianza.

Brecht, B. (1979). Historias de almanaque. Madrid: Alianza.

Butler, J. (2006). Deshacer el género. Barcelona: Paidós.

Deleuze, G. (1995). Proust y los signos. Barcelona: Anagrama.

Derrida, J. (1995). Espectros de Marx. Madrid: Trotta.

Descombes, V. (2009). Proust. Philosophie du roman. París: Minuit.

Han, B.-Ch. (2014). Psicopolítica. Barcelona: Herder.

Horkheimer, M. (2000). Anhelo de justicia. Madrid: Trotta.

Joyce, J. (2007). “Los muertos”. En Autor. Dublineses. Madrid: Alianza.

Kundera, M. (2005). La lentitud. Barcelona: Tusquets.

Levi, P. (1995). Si esto es un hombre. Barcelona: Muchnik.

Lledó, E. (2000). El surco del tiempo. Barcelona: Crítica.

Marquard, O. (2001). Filosofía de la compensación. Barcelona: Paidós.

Matamoro, B. (1988). Por el camino de Proust. Barcelona: Anthropos.

Mèlich, J.-C. (2010). Ética de la compasión. Barcelona: Herder.

Mèlich, J.-C. (2014). Lógica de la crueldad. Barcelona: Herder.

Mèlich, J.-C. (2015). La lectura como plegaria. Barcelona: Fragmenta.

Proust, M. (2000). En busca del tiempo perdido I. Por la parte de Swann.

Barcelona: Lumen.

Semprún, J. (1995). La escritura o la vida. Barcelona: Tusquets.

Semprún, J. (2003). Veinte años y un día. Barcelona: Tusquets.

Semprún, J. (2006). Pensar en Europa. Barcelona: Tusquets.

Sloterdijk, P. (2003). Esferas I. Burbujas. Madrid: Siruela.

Sloterdijk, P. (2006). Venir al mundo, venir al lenguaje. Valencia: Pre-

Textos.

Steiner, G. (1997). Pasión intacta. Madrid: Siruela.

Steiner, G. (2004). Lecciones de los maestros. Madrid: Siruela.

Weinrich, H. (1999). Leteo. Arte y crítica del olvido. Madrid: Siruela.

Woolf, V. (2010). Las Olas. Barcelona: Lumen.

Zambrano, M. (2015). Filosofía y poesía. Obras completas I. Barcelona:

Galaxia Gutenberg.