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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 78 (2019), 473-501 ISSN: 0034-8147 Cuerpo silencioso, cuerpo silenciado. La corporeidad vulnerada, lugar de revelación MARÍA JOSÉ MARIÑO PÉREZ CM Universidad Pontificia de Salamanca Recibido el 30 de septiembre Aceptado el 15 de octubre Resumen: El tema de la enfermedad se trata frecuentemente en espirituali- dad y pastoral. Aquí se intenta introducir una perspectiva más interdisciplinar de modo que se recupera el valor de la corporeidad como inseparable del ser per- sona y también de su espiritualidad. Al mismo tiempo, quiere destacar que esta significación humana-espiritual se arraiga profundamente en el ámbito existencial común a toda persona, el cual queda incorporado y transformado desde la pers- pectiva cristiana. El centro se sitúa, sin embargo, en la persona del enfermo y lo que su propia existencia nos permite descubrir como palabra sin palabras. PALABRAS CLAVE: corporeidad, ciencia, comunicación, lenguaje, silencio, revelación. Silent body, silenced body. Violated corporeality as a place of revelation SUMMARY: The theme of illness is frequently dealt with in spirituality and pas- toral theology. This article proposes a more interdisciplinary perspective, so that the value of corporeality is recovered as inseparable from being a person and from spirituality, all the while emphasizing that this human-spiritual significance is deeply rooted in the existential realm common to every person, which is incorpo- rated into, and transformed from, a Christian perspective. The focus, however, is on the humanity of the patient and what his/her existence allows us to discover as a word without words. KEY WORDS: Corporeality, science, communication, language, silence, revelation. Estudios

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Page 1: Estudios - Revista de Espiritualidad · REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 78 (2019), 473-501 ISSN: 0034-8147 478 MARA JOSÉ MARIO PÉREZ 1.2. Interpretar el mensaje de una corporeidad enferma

Revista de espiRitualidad 78 (2019), 473-501 issn: 0034-8147

Cuerpo silencioso, cuerpo silenciado.La corporeidad vulnerada, lugar de revelación

María José Mariño PérEz cMUniversidad Pontificia de Salamanca

Recibido el 30 de septiembre Aceptado el 15 de octubre

Resumen: El tema de la enfermedad se trata frecuentemente en espirituali-dad y pastoral. Aquí se intenta introducir una perspectiva más interdisciplinar de modo que se recupera el valor de la corporeidad como inseparable del ser per-sona y también de su espiritualidad. Al mismo tiempo, quiere destacar que esta significación humana-espiritual se arraiga profundamente en el ámbito existencial común a toda persona, el cual queda incorporado y transformado desde la pers-pectiva cristiana. El centro se sitúa, sin embargo, en la persona del enfermo y lo que su propia existencia nos permite descubrir como palabra sin palabras.

Palabras Clave: corporeidad, ciencia, comunicación, lenguaje, silencio, revelación.

Silent body, silenced body. Violated corporeality as a place of revelation

summary: The theme of illness is frequently dealt with in spirituality and pas-toral theology. This article proposes a more interdisciplinary perspective, so that the value of corporeality is recovered as inseparable from being a person and from spirituality, all the while emphasizing that this human-spiritual significance is deeply rooted in the existential realm common to every person, which is incorpo-rated into, and transformed from, a Christian perspective. The focus, however, is on the humanity of the patient and what his/her existence allows us to discover as a word without words.

Key Words: Corporeality, science, communication, language, silence, revelation.

Estudios

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Ha pasado casi un siglo desde que Ortega y Gasset afirmara la in-minente «resurrección de la carne» entendida como recuperación, rei-vindicación y puesta en valor de nuestra corporeidad1. Probablemente al eminente filósofo le sorprendería adónde ha llevado el movimiento que él intuyera de regreso de la corporeidad. La actual situación, con todas sus ambigüedades —que no son pocas—, adolece cuando me-nos de dos tareas pendientes desde el punto de vista teórico.

En primer lugar, la asimilación efectiva de esta nueva visión de la corporeidad se mueve todavía en discursos teóricos que no se ven refrendados por una praxis congruente y ni siquiera ha llegado a articular una nueva visión integral e integradora de lo antropológi-co —y, por ende, tampoco de lo teológico—. Por otro lado, el reto del diálogo interdisciplinar, especialmente con la visión científica, afecta muy directamente a todos los aspectos relacionados con la corporeidad, como es obvio. Sin ese diálogo, la reflexión discurre por caminos paralelos que no hacen sino perjudicar al ser humano, en este caso desde la perspectiva del cuerpo.

Estas premisas son asumidas en estas líneas que se van a desarro-llar a continuación, pero tomándolas como base para indagar en una pregunta: ¿qué puede o debe aportar la espiritualidad en el mundo de los enfermos? Para ello, además, vamos a invertir la perspectiva. Ha-bitualmente, se desarrollan los aspectos que pueden servir de guía a la hora de ayudar a vivir esa situación humana, haciendo de ella un espa-cio de vida y crecimiento espiritual. Sin embargo, solemos olvidar que, como toda nuestra humanidad, ella misma es acontecimiento que habla de lo humano y lo divino, que nos revela aspectos nuestros escondidos y se transforma en espacio donde hallar el rastro, la palabra, la mani-festación de Dios. El Dios encarnado en Jesucristo late en lo profundo de toda la creación y allí donde nosotros evitamos poner nuestra mira-da, allí justamente nos espera su Presencia de gracia y una luz singular.

Hemos dedicado mucho tiempo, bendito tiempo, a desarrollar el acompañamiento espiritual de los enfermos, sus familias y entornos.

1 Cf. José orTEGa y GassET, Vitalidad, Alma, Espíritu (1924) en: Obras Completas vol. II (Madrid: Alianza Editorial, 1998, 3ª ed.).

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Sin embargo, ¿cuánto hemos dedicado a escuchar lo que nuestros hermanos que viven la enfermedad nos dicen desde su sufrimiento? Estas páginas están dedicadas a desbrozar un poco esta pregunta que supone atreverse a mirar la realidad de la enfermedad como momen-to de manifestación de Dios y no solo como desgracia a padecer y aliviar. Con ello, simplemente con la intención, estamos devolviendo a los enfermos un papel protagonista que, con frecuencia se les arre-bata. Son protagonistas de una historia en la que Dios mismo se ma-nifiesta y dona; una historia de gracia que, como todas en el Cuerpo eclesial, quiere alcanzar a todos.

i. El cuErPo VulnErado y El lEnGuaJE dEl silEncio

Hablaremos en adelante no tanto de enfermedad, sino de corpo-reidad vulnerada. La enfermedad denota ella misma el ámbito de lo medicalizado y, si bien todo lo humano posee una conexión básica con lo corporal, no es menos cierto que nos importa situar de nuevo esta realidad en su ámbito propio: la persona en todas sus dimensio-nes y sus vivencias. De esta manera, englobamos sin reduccionis-mos biologicistas aspectos tan dispares como la enfermedad mental o el mundo de las discapacidades. Conllevan siempre una dimensión corporal y física, biológica —que consideramos aquí—, pero urge ampliar su comprensión puesto que vienen en buena medida inter-pretadas desde pautas culturales.

La corporeidad vulnerada quiere expresar la condición efectiva-mente herida que muestra nuestro cuerpo en distintos momentos, modalidades e intensidades. Se trata de una herida intrínseca —des-de una neoplasia o una infección a un trastorno bioquímico— que nunca queda encerrada en los síntomas que adopta a nivel corpo-ral. Por el contrario, siempre conlleva repercusiones psicológicas, existenciales, sociales y, cómo no, también espirituales. Cuando el cuerpo se encuentra dañado de alguna manera, la persona misma se encuentra afectada. Nunca como entonces podemos experimentar la unidad de nuestro ser, la condición personal de nuestro cuerpo.

Sin embargo, la corporeidad también se encuentra herida desde el punto de vista social. La codificación del cuerpo y sus signifi-

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cados, su simbología, vienen dados siempre en el marco de una cultura y una sociedad. Cualquier tipo de alteración de nuestra cor-poreidad, que incluye evidentemente la enfermedad, llega cargada y condicionada en su vivencia por la mirada social. Aquí el daño viene desde el exterior, generando sufrimientos añadidos e, inclu-so, siendo ello mismo la fuente del sufrimiento. La discriminación e, incluso, estigmatización por determinados rasgos corporales2 o la minusvaloración hasta la anulación personal de quienes poseen funcionalidades distintas3 ilustran perfectamente esta situación. La experiencia personal de quienes lo viven está determinada por esta mirada cultural que se hace ella misma fuente de dolor, mirada ri-gurosamente vulneradora que daña y quebranta a la persona hasta lo más íntimo.

1.1. Palabra de finitud

La corporeidad vulnerada nos habla de nuestra condición frágil, vulnerable, y limitada en todos sus aspectos. En su expresión máxi-ma, anuncia la herida de muerte que llevamos inscrita en la carne junto a la misma tensión de infinito que nos habita. Si ya «los as-pectos positivos del cuerpo van siempre acompañados de una serie de límites reales e indiscutibles»4, ¿cómo ignorar su radical finitud?

2 Aquí entran categorías tan dispares como los rasgos raciales o los que aso-ciamos a la pobreza, el cuerpo femenino, las diferencias respecto a la norma (que, no olvidemos, se trata de un concepto estadístico y no funcional) que abar-can desde el peso no estándar a una dismorfia.

3 «Hay una venda que nos impide darnos cuenta de que solo y exclusiva-mente atendiendo a la, predeterminada, por asignación, “dis”, de la discapaci-dad, se oculta a la persona en su integridad, con infinitas capacidades por desa-rrollar, al margen de aquella en concreto por la cual ha sido, a priori, marcada, estigmatizada». r. sáncHEz Padilla y s. rodríGuEz díaz, «Antropología y discapacidad: paradigmas, espacios e itinerarios», en: TErEsa VicEnTE ra-BanaquE, PEPa García HErnandorEna, anTonio Vizcaíno EsTEVan (eds.) Antropologías en transformación: sentidos, compromisos y utopías (Valencia: eBook, Universidad de Valencia, 2017), 326.

4 JosEPH GEVaErT, El problema del hombre. Introducción a la antropolo-gía filosófica (Salamanca: Sígueme, 2003), 96.

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¿cómo negar su carga de ambigüedad y su limitación? Silenciar esta vulnerabilidad5, vulnerar su vulnerabilidad, se convierte en una ma-yor herida puesto que, negando lo que ella misma lleva en sí, niega su misma condición humana y una de las palabras que pronuncia: soy criatura.

De este su lenguaje, quizá convenga revisar algunas de las habi-tuales certidumbres. Entre ellas, una de las más extendidas posible-mente sea la de identificar la salud con su silencio6. Sin embargo, puede que este presunto silencio no sea sino la ausencia de escucha y la incomprensibilidad de su lenguaje para nuestra cultura.

Esta ignorancia refleja algunas condiciones propias de nuestro tiempo. Por un lado, encontramos la herencia del pensamiento dico-tómico griego y su desprecio de la corporeidad, junto al ideal moral estoico. Su influjo a través del cristianismo ha marcado en la práctica una vivencia del cuerpo separada del resto de la persona y una con-notación negativa o, al menos, secundaria respecto a otras dimensio-nes humanas. Llegando a la actualidad, la camuflada ambigüedad al respecto se intensifica en el mundo tecnológico. La comunicación a través de soportes virtuales hace del cuerpo una ficción y de la cor-poreidad, algo superfluo (el Mitwelt deviene avatar) que, además, es vivido en un mundo-en-torno (Umwelt) artificial.

Nos hemos alejado de la naturaleza, del cosmos al que pertene-cemos a través de nuestra condición creada y con el que vivimos en comunión originaria a través de nuestros cuerpos. Este distan-ciamiento de la propia corporeidad —distanciamiento de sí mismo, realmente—, como de la tierra, nos hace de algún modo extraños a nuestro mismo ser y lejanos de su voz, de su pálpito que, al decirse, nos habla de nuestra propia realidad.

5 «Una de las palabras que mejor resume la imagen de lo humano que pla-nea en la órbita de una ética corpórea [...] es la vulnerabilidad». Joan-carlEs MèlicH, El otro de sí mismo. Por una ética desde el cuerpo (Barcelona: Edito-rial UOC, 2010), 23.

6 Este será un punto de partida de aportaciones clásicas como las de Pedro Laín Entralgo.

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1.2. Interpretar el mensaje de una corporeidad enferma

Sin embargo, el lenguaje de nuestra corporeidad no solamente se dirige al propio sujeto, muy al contrario. Toda corporeidad humana es un «objeto semiótico»7 y, como tal, una suerte de texto con va-riados lenguajes, algunos incluso sobrepuestos en su superficie. Si-guiendo la tesis de Merleay-Ponty8, la corporeidad es silenciosa por-que su logos es mudo, una expresividad cuyos recursos no poseemos.

La enfermedad en cualquiera de sus manifestaciones afecta a la totalidad de la persona, a todas sus dimensiones, a su propio núcleo de identidad. Por ello, nos obliga a reapropiarnos de nuestra cor-poreidad y, por consiguiente, reapropiarnos, redefinirnos, al mismo tiempo que nuestro logos corporal va expresando nuevas realidades y configurando nuevos modos de relacionalidad. Ignorar este logos recluye al enfermo en un aislamiento radical puesto que su corpo-reidad expresa este mundo de reconfiguraciones a partir de la expe-riencia del dolor y una radical forma de vulnerabilidad. Y este logos ignorado, el de la corporeidad vulnerada, es también una palabra ig-norada de la cual no podemos prescindir porque es humana y porque su cualidad resulta excepcional. Ella nos habla a todos los demás.

En este entorno, la nostalgia de lo espiritual se abre paso a través de una variada sintomatología que no siempre acierta a discurrir por caminos de auténtica trascendencia9. La resistencia propia de nuestro tiempo ante la finitud y sus consecuencias resulta ser un obstáculo importante para el cultivo de la vida espiritual, sea en su concepción religiosa o meramente antropológica. Podemos afirmar que «cuando

7 lluís ducH y Joan-carlEs MèlicH, Escenarios de la corporeidad (Madrid: Trotta, 2012), 243.

8 Para profundizar sus aportaciones al respecto, resulta imprescindible su obra Fenomenología de la percepción (Barcelona: Península, 1975), que vio la luz en 1945.

9 Para desarrollar algunos puntos respecto al significado, contenido y ras-gos de la espiritualidad en nuestra época, puede consultarse un clásico al res-pecto. A pesar de que sus teorías son susceptibles de diálogo, ayuda a identificar puntos importantes. Cf. cHarlEs Taylor, La era secular vol. II (Barcelona: Gedisa, 2015).

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se niega la muerte en aras de la vida, la vida misma se trueca en algo destructivo. [...] El espíritu solo obtiene su verdad si dentro del des-garramiento absoluto se encuentra a sí mismo»10. En esta búsqueda, la corporeidad vulnerada nos habla de un camino ignorado habitual-mente. Además de permanecer ante nosotros como memoria de nues-tra finitud, invita a aceptarla de modo radical para poder descubrir, a través de ella, la ruptura decisiva de la existencia humana: la que nos abre hacia el vasto horizonte de la trascendencia/Trascendencia.

Ciertamente, intentamos explorar caminos para el descubrimiento y cultivo de la dimensión espiritual, no solo desde la perspectiva religio-sa, sino también antropológica. Sin embargo, nos resistimos a aceptar que la negatividad y, más concretamente, la vivida directamente a tra-vés de nuestra corporeidad, es un sendero de trascendencia, más aun, se trata de un ámbito privilegiado para la experiencia de Dios. Nadie como la persona que vive la enfermedad para ayudarnos a explorar este ca-mino que ha de ser recorrido, más que ninguno, en cercanía y diálogo.

1.3. Reformular la condición de imagen de Cristo desde la enfermedad

La espiritualidad cristiana está invitada a descubrir una palabra más en este camino a través de la finitud. Nos define —identifica— nuestra condición de imago Dei, plasmada desde nuestras estruc-turas más básicas y manifestada progresivamente en relación con Dios11. Desde esta perspectiva, la palabra encarnada en la corporei-dad vulnerada apunta a una paradójica realización: la plenitud de la imagen a través de su rompimiento y la quiebra —cuando menos, como posibilidad— de sus potencialidades.

Ser imago Dei, realidad y vocación al mismo tiempo, señala la dirección y meta de la plenitud humana. Ciertamente, orienta el des-pliegue de nuestras más hermosas potencialidades. Sin embargo, no

10 ByunG-cHul Han, La expulsión de lo distinto (Barcelona: Herder, 2017), 25.

11 Cf. ryan s. PETErson, The Imago Dei as Human Identity: A Theological Interpretation (State College: Eisenbrauns, 2016), 173.

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es menos cierto que, visto desde la corporeidad vulnerada, nos ha-bla de otros aspectos con frecuencia olvidados. Como imago Dei, somos constitutivamente interlocutores de Dios mismo, llamados a desplegarnos como hijos e hijas en el Hijo. Desde el punto de vista de la enfermedad, hallamos que esta imagen no es en absoluto in-compatible con la debilidad, la impotencia e, incluso, con la mayor o menor pérdida de capacidades humanas a causa de la enfermedad. Muy al contrario, esta corporeidad vulnerada nos habla del camino pascual de configuración con el Hijo a través de la carne crucificada.

Nos habla fundamentalmente del don, de la receptividad de nues-tro ser y nuestra corporeidad, del descubrirse como fruto de la dona-ción del Otro, pasividad que solamente como tal puede ser auténtica actividad. Y este don no puede confundirse con nuestros más o me-nos confesables deseos de «perfección». Por el contrario, esta corpo-reidad vulnerada nos habla de receptividad y del brillo de la imagen en su reverso crucificado. Solamente desde la Resurrección podemos comprender la vida y muerte de Cristo. A la inversa, solo a partir de su kénosis y muerte en cruz podemos hablar de la Resurrección. Aquí, en el dolor de la corporeidad vulnerada, hablamos de Resu-rrección con unas palabras diametralmente opuestas al triunfalismo y sus términos asociados. Es la Resurrección que se abre paso como esperanza radical, como entrega libre, como la mayor pasividad en la que dejarse modelar internamente a la medida del Hijo.

Situarnos ante esta palabra puede ser un momento de crisis para nuestras palabras habituales —y sus prácticas asociadas— sobre la Resurrección y también sobre el concepto de imago Dei. Al fin, una vez más, resulta ser un cuestionamiento a la imagen de Dios que manejamos de forma cotidiana. No se trata de negar todos los as-pectos posibilitantes y vivificadores de la Resurrección. Tampoco es una cuestión de negativizar la visión antropológica.

Por el contrario, se trata de una afirmación, no de una negación. Afirmación de la belleza del ser humano también en las situaciones de mayor debilidad, afirmación de la corporeidad —nuestra condición— como capacidad de ser transformada-espiritualizada inesperada y gratuitamente, afirmación del diálogo donación-receptividad como

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constitutiva de nuestro ser imagen y, por tanto, rasgo propio de la vida divina que se refleja en nuestra carne a través de la máxima debilidad.

Realmente, hablamos de un afirmar nuestra identidad en cuanto imagen del Hijo o, lo que es lo mismo, nuestra identidad de hijos e hijas en Cristo, a través de la corporeidad vulnerada. De este modo, nos acercamos a la radical e incondicional acogida que Dios hace de nuestra realidad, única que puede afirmarnos más allá de nuestra contingencia, dolorosamente, irrevocablemente tangible en la vulne-ración que, de un modo u otro, siempre nos alcanza.

Queda pendiente no solamente el desafío de acompañar la viven-cia de estos aspectos, sino el descubrimiento cordial de los mismos cuando no somos los afectados. Es el reto de escuchar cómo la cor-poreidad vulnerada del otro es palabra del Otro que invita a mucho más que ser samaritanos. Nos llama a superar los conceptos que reducen lo humano y su valor a algo, lo que fuere, ilimitado. Sin la aceptación de esa fragilidad intrínseca, inseparable en cualquiera de sus formas de nuestro ser, no podemos abrirnos esperanzadamente desde lo más hondo hacia la única forma de ilimitación, de absoluto, de trascendencia, que puede plenificarnos: el don de la vida divina acogida en la debilidad de nuestra carne. Puesto que solo así se res-peta la radical alteridad de la donación divina, desde la asunción del ser creatural, así hallamos un camino siempre difícil para la persona que nos apunta la corporeidad vulnerada de los hermanos.

ii. silEnciaMiEnTo culTural, PalaBra TEoloGal

Se ha escrito mucho sobre el cuerpo en nuestra cultura, quizá demasiado. Sin embargo, para el objetivo de esta investigación in-teresan solo algunos aspectos generales. Por un lado, vivimos en una sociedad del rendimiento12 que afecta muy directamente a la vivencia de la corporeidad. Poder sin límites e incremento del rendi-miento son máximas que se aplican a todos los aspectos de la vida, tanto social como individual. La hiperactividad, el llevar al extremo las propias posibilidades, alcanzar una máxima productividad son

12 Cf. Byun-cHul Han, La sociedad del cansancio (Barcelona: Herder, 2012).

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características que podemos ver traducidas a nivel de corporeidad. ¿Quién no conoce ejemplos tan visibles como el deporte de élite o la obsesión por combatir incluso las limitaciones inherentes al enveje-cimiento? De aquí se pasa, casi irremediablemente, a la reificación de la corporeidad que pasa a ser un objeto más en el entramado del mercado, la producción y el consumo.

2.1. Una palabra incómoda

En este clima, resulta sencillo comprender que la corporeidad enferma, la disfuncional, la anciana con sus inevitables achaques, o cualquier otra que sufra alguna merma en sus posibilidades de rendimiento, se carga de un significado negativo. Este viene a obs-taculizar la ya de suyo difícil tarea de convivir y dotar de sentido la enfermedad en sus múltiples manifestaciones. El dolor y la limita-ción se incrementan ante una mirada social que potencia el máximo rendimiento corporal y que penaliza —¿criminaliza?— no alcanzar los niveles comúnmente aceptados.

Este silenciamiento impuesto desde el punto de vista social se hace aún más hiriente para la corporeidad vulnerada cuando percibi-mos el peso de la individualidad en su significado. Tradicionalmente, la socialización genera significatividad, pautas y valores en la viven-cia de la corporeidad. Hoy se convierte, además, en el reflejo de los proyectos individuales y la acción del sujeto sobre su propia corpo-reidad13 que, de este modo, responde, con mayor o menor éxito, a la demanda social del máximo rendimiento y los estereotipos asociados.

En rigor, no estamos hablando ya de corporeidad sino por mor de su referencia personal insuprimible. El silenciamiento impuesto la

13 «Sin embargo, lo que realmente caracteriza la sociedad contemporánea es que el cuerpo propio deja de ser una responsabilidad social, producto y re-presentación de las relaciones sociales, para convertirse en una responsabilidad “personal”». r. sáncHEz MarTín, J. sáncHEz MarTín, «Del cuerpo sano al cuerpo rendidor. La representación del cuerpo en la sociedad del rendimiento», en: TErEsa VicEnTE raBanaquE, PEPa García HErnandorEna, anTonio Vizcaíno EsTEVan (eds.), Antropologías en transformación: sentidos, compro-misos y utopías (Valencia: eBook, Universidad de Valencia, 2017), 249.

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convierte de facto en objeto —cuerpo—. Cuando se trata, además, de aquella vulnerada, la hallamos doblemente silenciada y objetualizada porque su situación la convierte en objetivo (objeto) de ciencia y tec-nología. Este nuevo absoluto se erige como «promesa salvadora» y así lo expresa la mentalidad popular con frases del tipo «ya encontrarán un remedio». Sin embargo, la ambigüedad de ciencia y tecnología, bien conocida en la catástrofe ecológica a la que hemos condenado a nues-tro mundo, se muestra también en la persona del enfermo. Los proble-mas de la bioética que se plantean a su alrededor muestran, entre otras cosas, la enorme complejidad de un juicio ético, la gran ambigüedad de las intervenciones y la difuminación de muchos límites antes claros.

2.2. Una palabra de gracia

Ante esta situación, la fe cristiana vive numerosos desafíos, des-de la caridad fraterna y su testimonio vivo14, la defensa de la digni-dad en los conflictos de bioética o el arte de acompañar esta realidad humana. Se trata de desafíos que implican siempre discernimiento y crecimiento espiritual a los que añadimos uno usualmente ignorado. La Escritura y su contenido de revelación recoge el obrar de Dios en el mundo. Siendo así, el mismo ser humano es «medio de la reve-lación» y, por tanto, es preciso leer su experiencia, una experiencia encarnada y corporal, como ámbito de la actividad divina15. Entre estas, la enfermedad representa el límite radical, cuanto menos a modo de amenaza. Tal intensidad humana ¿habría de quedar muda para el manifestarse del Dios Encarnado?

Este obrar-palabra de la gracia en la experiencia misma del cuerpo vulnerado no se puede desentrañar con normas cerradas o prefijadas. Por el contrario, se trata de un ejercicio de percepción del Espíritu y

14 Es de justicia reivindicar aquí la secular tradición cristiana de cuidado a los enfermos en gratuidad con una clara motivación y significado religioso. Resulta especialmente elocuente en los muchos momentos en los que ha conlle-vado peligro de muerte para quienes han servido a Cristo en la persona de los hermanos enfermos.

15 Cf. lukE TiMoTHy JoHnson, The Revelatory Body: Theology as Induc-tive Art (Michigan: Eerdmans, 2015), 29-31.

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discernimiento de su acción. Sin duda, estamos ante una tarea en la que la teología espiritual tiene una labor abierta. Aunque lo habitual es mirar desde la perspectiva de la moral, estamos hablando de un discernimiento que entra en otra dimensión, la de la espiritualidad, puesto que no basta con el empeño de ofrecer una respuesta ética ni un acompañamiento a quien lo vive. Se trata de acoger la manifes-tación del Espíritu a través de quienes viven desde una corporeidad vulnerada para otorgarles una palabra propia, solo posible desde su experiencia, que está destinada a toda la comunidad creyente.

El abrirnos a la manifestación del don a través de la enfermedad introduce correcciones en lo que habitualmente llamamos espiritua-lidad. No solo se nos pide un ejercicio de discernimiento y escucha del Espíritu. Se trata de superar la tentación de reducir la vida es-piritual a nuestras técnicas, logros y medidas para intensificar sus aspectos de receptividad, escucha y acogida. Nos introduce en un sentido de «pasividad» que, además de todo aquello que nos aconte-ce, nos refiere al otro cuyo rostro demanda un reconocimiento en el que, más que dar, me recibo en el acto mismo de dar.

La vida ante sus límites radicales no pierde su oscuridad y su carácter agónico, de lucha y esfuerzo, pero está llamada a conver-tirse en espacio de experiencia del Espíritu que transforma desde el interior mismo estos momentos. Sin duda, no vamos a hablar de las «peak experiences»16, sino de esas experiencias religiosas, no siem-pre tematizadas, que impregnan la vida cotidiana y, especialmente, en los momentos en los que se vuelve oscura y dolorosa. Allí preci-samente y solo allí, podemos adentrarnos en la no cómoda tarea espi-ritual de recorrer la pascua en nuestra carne. Quien lo hace, descubre su enfermedad como fuente de gracia que redunda en don para quie-nes, sin vivirlo en primera persona, se dejan alcanzar por la palabra del dolor y de la muerte17.

16 Cf. aBraHaM Maslow, Religiones, valores y experiencias cumbre (Ma-drid: Ediciones La Llave, 2013).

17 Cf. María José Mariño, «La alegría en situaciones límite», en: VII Congresso de Espiritualidade «As fontes da alegria», Fátima 2019 (pendiente de edición).

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iii. El silEncio ExTrEMo coMo GriTo

Quisiera hacer una invitación a acercarnos a aquellas enfermeda-des que lesionan de algún modo las funciones superiores del ser hu-mano. Sean congénitas, sean adquiridas, dejan en suspenso muchas de las actividades propias y sumergen a la persona en un abismal silencio. Hablamos de casos en cierto modo extremos en los que des-aparece incluso la interacción con el exterior. Ciertas discapacidades, una enfermedad o lesión neurológica a nivel central, ¿qué nos están diciendo desde su corporeidad?

Este interrogante no es ocioso. Muchas cuestiones relacionadas con la antropología se asocian a una visión de la corporeidad. Esta, por su parte, nunca podrá ser adecuadamente considerada si omiti-mos una de sus condiciones ineludibles: la enfermedad. Esta no es una excepción en el vivirse la corporeidad, sino elemento intrínseco que ha de afrontar en algún momento. Mirarlo desde la perspectiva de este tipo de lesiones nos sitúa en una región verdaderamente lími-te, tanto en el sufrimiento que genera, al enfermo y su entorno, como en las preguntas que suscita.

3.1. Grito e interrogación

Este máximo silenciamiento de la corporeidad se alza ante noso-tros como una pregunta: ¿estamos tan solo ante un cuerpo, materia, biología, o ante una verdadera corporeidad? Porque, en este caso, hablamos de epifanía de alguien, coincidencia simbólica singular de interioridad y exterioridad, mundo de relaciones y escenario de su apertura, de su implicación en tiempo y espacio. En el fondo, nos está preguntando qué significa ser persona.

La pregunta antropológica elemental ha encontrado numerosos intentos de respuesta a lo largo de la historia. Sin embargo, muchas de ellas giran en torno al tema de conciencia en las dos acepciones habituales: consciencia y conciencia ética18. En el primer caso, ob-

18 Quisiera destacar aquí una afirmación que básicamente comparto, pero que creo puede ampliarse: «solo los seres humanos pueden ser altruistas, por-que también solo ellos pueden ser propiamente egoístas. He aquí la raíz última

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viaremos la dificultad intrínseca de semejante concepto que, para al-gunos autores, resulta incluso imposible de definir. A pesar de ello, la corporeidad nos recuerda que en ella residen las premisas para toda otra función que consideremos estrictamente humana, propia de una persona. En efecto, «las sensaciones, que hemos visto que son los so-portes esenciales tanto de la constitución del mundo externo como de la constitución del cuerpo vivo, son a la vez partes de la corriente de la conciencia, momentos de la conciencia pura»19. Si hablamos de la ex-periencia religiosa, también la corporeidad, concretamente el sistema nervioso central20, tiene mucho que decir. En positivo, nos indica que, por las áreas involucradas, no puede ser reducida a un proceso cogni-tivo o racional, sino que posee una naturaleza mucho más compleja21. En negativo, nos agudiza los interrogantes de índole antropológica.

Para empezar, no olvidemos que no se pueden separar corporei-dad de los elementos emotivos y cognitivos de tal modo que, incluso

del ser incomunicable de cada persona. [...] Las personas pertenecemos a una comunidad moral». JEsús ManuEl condErana, «La actualidad de la noción tomista de persona, o lo que Aquino diría a Singer sobre Julen». Conferen-cia en la conmemoración de Santo Tomás de Aquino, Salamanca: UPSA, 29 de enero de 2019 (en prensa en el momento de elaborar este artículo). Estas palabras, en sintonía con la argumentación desde la filosofía de Lévinas que aquí se utiliza, dejan en suspenso la cuestión sobre los enfermos a los que nos referimos en este apartado. El regreso a la corporeidad con todo su rigor puede abrir un horizonte más inclusivo para toda persona que afirme y reconozca su personeidad.

19 MiGuEl García-Baró, Vida y mundo. La práctica de la fenomenología (Madrid: Trotta, 1999), 55.

20 Son clásicos los trabajos de M. BEaurEGard y V. PaquETTE, «Neural correlates of a mystical experience in Carmelite nuns», en: Neuroscience Le-tters 405 (2006) 186-190; M. BEaurEGard y V. PaquETTE, «EEG activity in Carmelite nuns during a mystical experience», en: Neuroscience Letters 444 (2008), 1-4: M. BEaurEGard y d. o’lEary, The Spiritual Brain (New York: Harper One, 2007).

21 Precisemos que, en estas constataciones, más que nunca hemos de suscri-bir que «cualquier aproximación científica debe hacerse desde un punto de vista operacional». raMón M. noGués, Neurociencias, espiritualidades y religiones (Santander: Sal Terrae, 2016), 43.

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el comportamiento corporal del feto está relacionado con la índole relacional y emocional del bebé, así como con su comportamiento sensoriomotor22. También desde el feto comienzan a desarrollarse el mapa corporal, el contacto y la relación con su —muy limitado— entorno físico y social.

Las líneas precedentes no tienen más objeto que el de mostrar, con datos tomados de la ciencia, que la base biológica-corporal de las funciones superiores indica la formación progresiva de un entra-mado posibilitante de las mismas. A partir del mismo, no podemos establecer de modo taxativo un momento determinado del surgir de dichas funciones que, lo veamos o no, dependen en última instancia de esta base originaria para su aparición paulatina23. Si en un mo-mento, el que sea, se altera su actividad, siempre permanece su base estructural, corpórea como algo específicamente humano. Si esto se vislumbra a través de la ciencia, ¿cómo no apuntar a un descubri-miento más hondo desde la espiritualidad?

Quien vive en y con una corporeidad vulnerada hasta el extremo de quedar en el mayor silencio, nos habla un lenguaje muy particular. Por un lado, lo que nosotros vemos como cuerpo inerte resulta, a los ojos de quien está dispuesto a escuchar su grito, la epifanía silenciosa de alguien que, ahora como nunca, se halla disponible ante mí en todo su desvalimiento.

Siguiendo las premisas del pensamiento levinasiano, en este ros-tro se agudiza la interpelación a nuestra responsabilidad ética. No solamente su fragilidad es máxima, sino que su misma existencia

22 En este campo, son clásicos los estudios de, por ejemplo, arnaldo ras-kowsky, El psiquismo fetal (Buenos Aires: Paidós, 1960); daniEl n. sTErn, El mundo interpersonal del infante (Buenos Aires: Paidós, 1991); alEssandra PionTElli, From Fetus to child (Londres: Routledge,1992).

23 Nos estamos situando en la línea que identifica las funciones superiores del ser humano no tanto como «sustancias» identificables y, en cierto modo, co-sificadas, sino como operaciones, procesos, funciones y sus actos. Esta perspec-tiva se puede ampliar, por ejemplo, en: Marc ParMEnTiEr, «Corps et esprit: une question de point de vue», en: alain caMBiEr (dir.), Le corps sans limites (Lille: Septentrion, 2019), 29-48.

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queda ante nosotros como muda demanda de reconocimiento de su misma humanidad. Y en esta demanda, prueban la nuestra al mismo tiempo que nos permiten recuperarla con una hondura nueva. Le reconozco en una carne como la mía, me reconozco en su carne vulnerada.

La primera respuesta, casi inconcebible no ofrecerla, se hace en forma de cuidado. Este se transforma en un lenguaje singular que establece una suerte de comunicación sensible, pero cuyo alcance trasciende la mera acción para convertirse en un auténtico diálogo personal.

3.2. Diálogo en con-tacto

El tacto, fundamental para el cuidado a los enfermos, es la pri-mera forma en la que conocemos a los demás, incluso desde el seno materno. A su través, vamos tomando conciencia de la alteridad y, secundariamente, la mismidad de mi propio yo. También las relacio-nes y el entorno generan numerosas informaciones que nos llegan a través del tacto. Sin embargo, para nuestro propósito, es suficiente el primer aspecto. En efecto, el procesamiento diferencial de los es-tímulos a nivel cortical y espinal nos indican la discriminación entre los procedentes del propio cuerpo y los de otra persona. Por tanto, nos permite la distinción entre el sí mismo y su alteridad, aspecto fundamental para alcanzar un autoconcepto e identidad sanos24.

Dentro del cuidado a este tipo de enfermos, siempre habrá que tener en cuenta el tipo de mensajes que transmitimos más allá de los aspectos estrictamente profesionales. Nuestra corporeidad le está transmitiendo nuestra posición personal ante ellos, el reconocimien-to o la falta del mismo, una serie de mensajes insustituibles para su

24 Sobre este campo, pueden ser especialmente interesantes las investigacio-nes sobre neurociencias y, concretamente, el tacto de rEBEcca BöHME (Linkö-pings Universitet) quien, incorporando los aspectos afectivos en sus estudios, se ha enfocado hacia la enfermedad mental, su comprensión y tratamiento. El pro-cesamiento somatosensorial a través del tacto y un autoconcepto disfuncional, como aparecen en diversos trastornos psiquiátricos, están asociados.

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propia vivencia personal. Se puede objetar que esta está ausente o desaparecida en determinadas enfermedades. Sin embargo, no po-demos omitir que todas estas redes, justamente por estar insertas en su nivel más básico, puede que no desemboquen en una conciencia personal como la que personas sin esa patología poseen, pero funda-mentan todo otro desarrollo. Su ausencia, una vez más, no dice de su inexistencia, sino de su funcionalidad alterada.

Si volvemos al tacto, es necesaria nuevamente la inversión que deje de priorizar al «sujeto activo» dejando al otro como meramente pasivo o receptor. Toda relación y comunicación mediada por corpo-reidad indica necesariamente reciprocidad. Ignorarlo nos condena a relaciones más o menos explícitas de dominio, lo cual no obsta para reconocer sus asimetrías. Al tocar, somos tocados si nos atrevemos a ser igualmente vulnerables ante el otro.

En el cuidado, especialmente hacia estos enfermos, se nos ofrece la posibilidad de descubrirnos alcanzados por otro que solamente, o casi, me ofrece su cuerpo como palabra de su humanidad. Impo-sible que semejante lenguaje no genere una sacudida profunda que despierta nuevos niveles de sensibilidad. A través del tacto y sus estímulos, se nos solicita descubrir el misterio del otro, irreductible a parámetros biológicos o a definiciones filosóficas, un otro que nos cuestiona, nos interroga profundamente y que, al mismo tiempo, nos ayuda a reencontrar algo más radicalmente humano que no está en el nivel intelectual o racional: la capacidad de ternura, de respeto, la solidaridad que nos afirma iguales en la misma humanidad, el cuida-do gratuito que por eso mismo debemos, nos debemos.

Esta es la sensibilidad que nos reenvía a la lógica levinasiana: aquella que recoge el desbordamiento de significado del rostro del otro25. Más que estímulos, más que sentimientos, nos hallamos ante el otro fuera de una dinámica de objetivación. Esa comunicación a nivel de corporeidad, más allá de los contenidos de conciencia, es

25 Al tema del rostro está dedicado todo un capítulo de EMManuEl léVi-nas, Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad (Salamanca: Sígueme, 2012, 2ª ed.), el titulado «El rostro y la exterioridad».

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el inicio y posibilidad de toda otra comunicación. Descubrirlo nos saca de formas de comunicación basadas en el propio yo (yo pienso, yo siento, yo digo, yo actúo...) y nos abre a la receptividad del otro que me interpela y, de algún modo, me llama. Nos exige abrirnos a la manifestación del otro no en cuanto expresión de una interioridad, la que fuere, o mera exterioridad, sino misterio accesible solo en la acogida silenciosa, verdaderamente contemplativa.

3.3. Mostración y desvelamiento

Al fin, la capacidad de reconocer, más allá de su funcionalidad, al ser humano que convierte una cara en rostro (sentido levinasiano), nos obliga a desmontar los conceptos tantas veces ostentosos y algo presuntuosos de nuestra identidad personal. Si no soy capaz de reco-nocer que la carne me aproxima a ese otro silencioso como lo más común y elemental de nuestro ser personas arraigadas en la creación antes que en la obra de nuestras manos, probablemente no sea capaz de reconocer que el suyo es un rostro que verdaderamente me contras-ta como mi verdadero tú, me devuelve a la realidad de mi pobre barro.

El rostro como expresión del otro adquiere en estos casos la mayor radicalidad posible. Superando determinaciones culturales, étnicas, sociales..., determinaciones del tipo que sean, queda aún la que se alza con frecuencia ante nosotros. Se trata de aquella por la que cate-gorizamos a la persona en función de su utilidad, de sus capacidades, en resumen, de su mayor o menor acomodación a una visión del ser humano básicamente utilitaria y autónoma, que prioriza determinadas dimensiones del ser humano, olvidando que somos seres unitarios.

Los parámetros que discriminan —todos ellos, pues ¿cuál es el límite de capacidad-discapacidad en términos de humanidad?— brotan de una visión de la persona básicamente alejada de su cor-poreidad. Ha reducido un colectivo de personas a número dentro de una categoría a quien se ha despojado de su condición de personas y, por tanto, de verdadera alteridad para los llamados a sí mismo sanos. La desnudez del rostro de estos enfermos en toda su desnu-dez refleja nuestros propios miedos, nuestra tendencia al dominio y la exclusión. Es el espejo donde hallamos reflejada nuestra propia

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impotencia y la constante apropiación de capacidades recibidas que no son en última instancia obra o posesión nuestra, ni siquiera están disponibles a nuestra absoluta voluntad.

Visto en esta perspectiva, el grito silencioso de estas personas des-enmascara la concepción tantas veces abstracta y de superioridad con la que nos arrogamos. Por eso, su corporeidad vulnerada nos permite dar un paso sustancial en nuestra propia humanización. Antes aun de responder éticamente y, así, alcanzarnos como personas, posibilitan que toquemos y escuchemos la voz que procede de la propia corporei-dad. Aquí, en la carne que somos, con toda su singularidad espiritual, descubrimos un modo de ser persona desprovisto de presunción, inclu-sivo, comunional puesto que abraza indistintamente a toda persona, al mismo tiempo que nos vincula distinguiéndonos de toda otra criatura.

Cuando nos regalan una respuesta visible en modo de sonrisa o, simplemente, pacificación, descubrimos que hay signos de humani-dad y reconocimiento más allá de las respuestas motoras o cogniti-vas, no digamos ya de un discurso racionalmente articulado. Se trata de la respuesta de satisfacción que aparece cuando, aun en la satis-facción de necesidades básicas, se ha recibido la seguridad básica, el reconocimiento amoroso fundamental por parte de otro. Es entonces cuando se ilumina la palabra que tantas veces se encuentra velada: «soy importante para ti y eso me alegra». Es decir, me reconoces como quien soy, persona como tú.

iV. coMunicación y corPorEidad: la disTinción En la VulnEraBilidad

La recuperación de la corporeidad y su palabra es un verdadero camino liberador para el espíritu y el pensamiento. Estamos ante «una mano extendida contra la primacía abusiva del logos, contra el soliloquio del pensamiento que, en el fluir de las palabras, no ve otra cosa sino su propio e inadecuado reflejo»26. Sin duda, prioriza lo simbólico, las narrativas, la imaginación o el sentimiento como

26 uMBErTo GaliMBErTi, Psiche e techne. L’uomo nell’età della tecnica (Milano: Feltrinelli, 1999), 188.

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cauces nuevos para conocer en el sentido lato de hacer experiencia de la realidad. El mundo de la corporeidad vulnerada, por este mo-tivo, resulta un ámbito de singular importancia en este recorrido an-tropológico que reconoce la importancia del nexo entre corporeidad y comunicación27.

Se va abriendo la posibilidad de una antropología humilde y pro-fundamente unitaria en la que el otro es condición de posibilidad de mi propio yo. La enfermedad nos enseña, además, la importancia de invertir los términos de la relación de modo que recuperemos la ver-dadera reciprocidad. Lo que los enfermos nos aportan desde esta pers-pectiva es mucho más que la posibilidad de dedicarles nuestros cuida-dos, lo cual debiera resultar obvio. Más aún, solo ellos nos posibilitan un tipo de experiencias que, en su hondura, rebasan con creces la sa-tisfacción que, con frecuencia, se puede experimentar al cuidarlos.

4.1. Pasar del «quién soy» al «quién eres»

Desde la corporeidad enferma o singular, la distinta en cualquier modo que sea a la mayoritaria en un contexto, se pueden desafiar nuestras certezas respecto a quiénes somos, qué es ser persona, qué cosa es la diferencia o cuáles son las preguntas fundamentales de nuestra vida. Permanece ante nuestra mirada como memoria de fi-nitud, denunciando los ídolos que subrogan a la persona al mismo tiempo que anulan los «horizontes de anhelo»28, los deseos profun-dos inscritos en nuestro corazón desde la corporeidad: amor, vida, comunión, gozo, fecundidad, eternidad. Por eso, nadie como los en-fermos reta a la racionalidad instrumental de nuestra cultura que osa distinguir entre cuerpos que valen y cuerpos inútiles, es decir, personas válidas y personas sobrantes. Evidentemente, nadie usaría semejante expresión, por lo que es preciso acudir a formas indirec-tas que socaven la condición personal del otro, palabras enmaraña-das que camuflan una verdad inaceptable.

27 Cf. Ibíd., 188-195. 28 Cf. lluís ducH y alBErT cHillón, Un ser de mediaciones: antropolo-

gía de la comunicación, vol. 1 (Barcelona: Herder, 2012), 54.

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Resulta paradójico que, mientras esto sucede, se sueña con la su-peración de lo humano hasta el extremo de sustituir su propio cerebro codificando, su información, en un sistema informático, como si la corporeidad fuera algo superfluo para el ser personal. ¿Podría ser fac-tible una comunicación auténticamente humana si no es otro a través de su corporeidad quien me llama y recibe? Sin duda, la respuesta es negativa. Sin embargo, puede existir y con toda la hondura de lo humano-espiritual cuando estamos en ese nivel callado, bello a la par que menesteroso de nuestra corporeidad, especialmente la vulnerada. ¿Alguien puede creer que puede ser alteridad para una persona una inteligencia artificial que tuviera almacenados los datos de memoria de alguien? Una vez más, estamos ante una quimera puesto que la me-moria, si es humana, no podrá nunca suplirse con un conjunto de bi-tes. Se trata siempre de una realidad dinámica, plástica, en interacción con el resto de vivencias propias, en elaboración continua29. Sin em-bargo, la más vulnerada corporeidad guarda sigilosamente en su inte-rior todos estos significados, dormidos, es verdad, pero insustituibles, incomunicables, pero de suyo puesto que están escritos en su carne.

Esta senda que parte del encuentro a nivel de corporeidad con la persona enferma y la que no lo está, permite mucho más que un nue-vo discurso antropológico. Se trata de palabra encarnada que tiene un plus de significado a nivel espiritual, tanto en sentido general como específicamente cristiano. Abrazar el cuerpo doliente en el silencio nos habla de acoger a quien nos devuelve nuestra propia humanidad, reencontrarnos con esa palabra fundamental que nos constituye que es la corporeidad. Se establece así una comunicación profundamente humana que la espiritualidad descubre simbólica.

Cuando no logramos ver más allá de cuerpo el manifestarse del otro, cuando hacemos opaco el carácter misterioso de ese rostro y

29 Sin entrar en precisiones excesivamente técnicas, hay que recordar el componente plástico del sistema nervioso central, la importancia del llamado «cerebro afectivo» a nivel de conocimiento, comportamiento, valores o memo-ria. Para una sencilla aproximación, se puede consultar, por ejemplo: iGnacio BErnal MorGado y ánGEl cuquErElla fuEnTEs, Neurociencia afectiva (Barcelona: UOC, 2015).

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su radical alteridad, permanecemos encerrados en una suerte de in-humanidad. Porque descubrir la epifanía del otro en las situaciones en las que su diferencia se hace tangible, e incluso dolorosa, permite el salto, el trascenderse más allá de las categorías, definiciones o beneficio para encontrarnos con mayor autenticidad.

Es preciso afinar la sensibilidad humana para no dejarse atrapar por la angustia, el rechazo, el miedo o tantos sentimientos que, in-confesos, brotan ante muchas situaciones de enfermedad. Y es pre-ciso afinar la sensibilidad espiritual para llegar a ser sorprendido por la manifestación de la persona, ser misterioso que elude toda definición, en el rostro quebrantado del enfermo. Incluso en el ma-yor silencio y postración, es rostro humano puesto que su carne, su corporeidad, es también la mía. Reconocernos desde el cuerpo es reconocernos en nuestra desnudez, fragilidad de criaturas, pero tam-bién reconocernos gratuitamente poseedores de la belleza del Hijo que llegó a ser «Varón de dolores».

Con frecuencia manejamos discursos sobre la presencia de Cristo en la persona del enfermo, de amarlo y servirle en el enfermo. Sin embargo, ¿cuántas veces nos dejamos tocar por ese Cristo, en la car-ne y en el corazón? ¿Cuántas veces permitimos que denuncie nues-tra autarquía o los ídolos que deforman, someten la corporeidad? El rostro del enfermo me acerca también a un sentido de misterio que, despojado de esa cierta aura de misticismo evanescente, me hunde en lo profundo de la encarnación. Cristo mismo late con su gracia en esa persona postrada y por eso, me alcanzan su llamada y su palabra.

4.2. Una reconfiguración del tiempo y del espacio

La comunicación a este nivel es vínculo de comunión. Aquí son superfluos los discursos, las ideas, etc. Estamos cara a cara, compar-tiendo una humanidad que nos iguala, que nos arraiga en la tierra, que nos mueve por el camino de la compasión y la misericordia. Es-tamos, pues, en el corazón del Evangelio donde uno solo es el Sama-ritano que nos regala a ambos, enfermo y no, una nueva dimensión del ser humano. Le debemos al enfermo la posibilidad de descubrir-nos personas de otro modo que el del poder y el dominio. No se trata

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de condenarlo, sino de no poner en ello lo más radical o lo único de lo que nos califica como personas. Por el contrario, este otro modo de serlo será justamente el itinerario que nos permita adentrarnos en el misterio de la kénosis del Hijo.

Recuperar la corporeidad y su carácter comunicativo nos intro-duce en un ámbito con frecuencia omitido, al menos en la reflexión teórica. Se trata de las llamadas por Ll. Duch «estructuras de aco-gida», donde a través de la acogida real de la persona, esta puede ir configurando su identidad, sentido, etc. Dentro de ellas, es posible también afrontar la propia contingencia y aprender modos de rela-ción con lo trascendente30.

Cuando nos situamos desde la perspectiva de la persona enferma, encontramos en primer lugar la importancia de estas estructuras, es-pecialmente la más inmediata (familia o co-descendencia). Hacia el enfermo, puede ser sanadora o, por el contrario, patogénica, puede colaborar en la vivencia de sentido y simbólica o mantener los men-sajes implícitos de nuestra cultura en los que una corporeidad in-útil, no existe y la persona, tampoco. La delegación, que en ocasiones es dejación, de las propias responsabilidades en los sistemas sanitarios, permite el cuidado médico y técnico, pero despoja a esta situación existencial, que afecta al núcleo entero de relaciones, de su carga más profundamente humana y humanizadora.

A la inversa, la corporeidad enferma impacta en su entorno, primeramente el familiar, obligando a una redefinición de muchos aspectos básicos de la persona. Por ejemplo, el espacio y el tiempo que se concretan para cada uno de nosotros a través de la corporei-dad quedan redefinidos en una suerte de condensación e intensifica-ción. El tiempo parece entrar en un ritmo ralentizado que, en lugar de abrirnos más campo de futuro, se radicaliza ante el horizonte de la muerte. Por ello, el enfermo nos introduce a través de la simple

30 Cf. lluís ducH y Joan-carlEs MèlicH, Op. cit., 244. Se refiere con-cretamente a tres: co-descendencia, co-residencia y co-trascendencia. Para este trabajo, nos fijaremos en la primera, referida a la familia en su sentido amplio, y a la tercera, comunidad que comparte una fe.

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comunicación posible desde la corporeidad en un modo diverso de comprendernos proyectados hacia el futuro.

La intencionalidad del más pequeño acto aparece revestida de una hondura y significación nuevas, el mañana se difumina tiñen-do de eternidad las significaciones de cada gesto, concentrando el tiempo pasado que demanda su lugar sigilosamente. Sin duda, se trata de una temporalidad que despoja de banalidad lo cotidiano, una comunicación que desenmascara las palabras vacías cuando es-tas no son capaces de mediar esas otras palabras que se dicen desde la corporeidad.

El espacio queda también transformado, pasa de ser mero escena-rio de la acción y de las relaciones a concentrarse progresivamente en la inmediatez de la propia corporeidad. Aquí, cuando parece que solo podemos tocar la dolorosa finitud que se manifiesta, resulta especial-mente necesario transformar estos espacios dotándolos así de nuevas significaciones. Al mismo tiempo, el más pequeño acto, la más mí-nima apropiación del espacio por parte de la corporeidad vulnerada, representa una reivindicación del valor humano de nuestro actuar más allá de utilidad o logros porque, en realidad, su valor intrínseco está en su capacidad expresiva respecto a un alguien que se dice y plasma su intencionalidad a través de los gestos de su corporeidad.

4.3. Experimentarnos como unidad

Mantener la comunicación real y efectiva con la persona enferma desde la hondura de nuestra corporeidad denuncia todo tipo de narci-sismo y cuestiona la relación con y desde el cuerpo. Cuando este es lo que nos queda y aun así, vulnerado ¿qué valor humano y personal le damos? ¿qué resta cuando el deterioro hace inútiles los criterios de rendimiento, eficacia, belleza que culturalmente manejamos?

Al rozar la finitud en su más ineludible presencia, sea vulnerabili-dad sobrevenida o el natural proceso del envejecer, en la corporeidad se hace patente la unicidad del ser persona. Ciertamente, nunca como aquí percibimos la conexión de todas las dimensiones de nuestro ser, la afectación imparable de las mismas más allá de nuestra voluntad. No pocas veces, además, esta es ocasión de experimentar que el di-

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namismo interno no siempre halla respuesta en la corporeidad. Se abre un nuevo diálogo que ajuste la reciprocidad espiritualidad-cor-poreidad, siempre frágil, permitiendo así que se abra el camino para los deseos más hondos entre los muchos que nos habitan, que se re-organicen los valores desde otra perspectiva. Permite, al fin, el des-cubrimiento de una palabra sapiencial que, más allá de la racionali-dad imperante, recupera el valor del misterio, de la admiración, de la ternura.

Es la palabra sapiencial que, junto al misterio que asoma al ros-tro, nos invita a recorrer nuevos caminos del vivir, caminos siempre propicios para el espíritu y el Espíritu. Ese rostro consumido, su-friente, que me interpela, condensa un pasado, una historia, una vida personal que no puedo ignorar por más que me hable con su solo silencio. No son los logros, sino el poso que ha quedado en forma de vida en otros seres y lugares lo que brilla. Tampoco es preciso que me transmita muchas palabras: a su lado, en la comunicación de corporeidades, hallamos una forma de transmisión más eficaz e integral que no precisa tanto lo verbal, cuanto la intensidad personal de quienes se encuentran implicados.

Es el momento de descubrir la sabiduría que late en la existencia despojada de todo lo que la esconde de su más radical misterio y mismidad, aunque nos seduzca hasta entonces y, ciertamente, sea regalo, belleza y posibilidad de vida. Queda la llamada, tan cercana que la toco en el rostro y tan lejana que me llama casi desde otra ori-lla, desde una soledad que nada puede salvar, aunque sí hacer cálida y humana. Esta soledad me dice, entre otras cosas, que no podemos ser sin los otros, al tiempo que afirma la última soledad que nos si-túa ante nuestra existencia como palabra de libertad.

4.4. Escribir nuevas narraciones de sentido

Comunicación, acogida y sentido convergen en un nuevo ámbito comunicativo: la co-trascendencia. La corporeidad vulnerada grita a toda otra persona con su desvalimiento. Sin embargo, la amenaza de la finitud en su cénit ha de hacer frente a esta situación dentro de un marco que le ayude a recuperar significación. Aquí no ne-

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cesitamos preguntar si la codescendencia provee de suficientes re-cursos para realizar esta tarea, no. Entramos en el ámbito propio de la co-trascendencia, la comunidad de fe y, para los cristianos, la comunidad-cuerpo de Cristo y en Él.

La pregunta por el sentido acusa la crisis que supone la enferme-dad para una persona. Como es habitual en nuestra cultura, la res-puesta se deja en manos del individuo como si no fuera una realidad que a todos nos involucra. Este nuevo silenciamiento, que puede ser agravado por determinados mensajes, deja a la persona enferma y, de alguna manera, a su entorno inmediato sin interlocutores.

Este diálogo resulta imprescindible porque la cuestión no radi-ca en «ayudar» a que el otro resuelva su problema, sino descubrir juntos nuevos caminos de respuesta. La corporeidad vulnerada no es solamente «la del otro», sino «la nuestra». En cuanto acogemos su palabra, brota espontánea esta aseveración: es también mi carne, es también una realidad mía, siquiera como posibilidad y amenaza.

Visto desde la espiritualidad cristiana, no hay duda de que esta búsqueda conjunta, donde se requiere la palabra de ambos —en-fermos y no enfermos, al menos evidentes—, para la búsqueda y construcción de estos nuevos significados, para descubrir el mensaje de esta corporeidad vulnerada.

Ella es símbolo de una particular presencia de Cristo, cierto, pero podríamos ir más allá de la lectura a modo de llamada a un ser-vicio samaritano. Esta presencia es también la que nos trasciende y vincula con los lazos del Espíritu, nueva humanidad en Él. Quienes viven su corporeidad vulnerada, por su parte, ejercen una suerte de servicio samaritano con los demás, devolviéndonos nuestra propia realidad en su crudeza, la que no deseamos ver.

Nos invitan a descubrir el sentido de la com-pasión, a narrar con los gestos, los cuidados, la presencia, ese otro modo de ser que se nutre de Misterio, acogida y donación. Nos habla de necesitar, una necesidad de tal índole que no se inscribe en el marco de las de-mandas y funciones. Hablamos de la necesidad que surge de esta conciencia de formar parte del mismo Cuerpo desde la obviedad, o

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debiera serlo, de hallarnos vinculados por la misma carne. De este modo, el otro me necesita mucho más que para satisfacer necesi-dades inmediatas y, en reciprocidad, yo también le necesito. Solo ambos, en comunicación a partir de nuestra corporeidad, podemos seguir caminando humanamente.

V. VisluMBrE dEl oTro

El otro representa memoria, la nuestra, de una humanidad heri-da también por fragmentada, herida por la atomización de nuestras existencias, por la imagen que oculta el potencial icónico del ros-tro de mi hermano herido. El camino espiritual necesita recuperar para su construcción muchos aspectos que, incluso en la actualidad permanecen separados. Servicio, misión, praxis... son otros tantos términos que no solamente nacen, sino que nutren la espiritualidad en una verdadera circularidad que expresa la indisolubilidad del amor a Dios y amor al prójimo31. En esta circularidad, y siguiendo la teología de las cartas joánicas, el amor al prójimo puede realmente revelar el amor de Dios y, de algún modo, al Dios Amor32.

En este prójimo vulnerado vamos a encontrar el rostro de Cristo como no podemos hallarlo en ningún otro lugar. En ese rostro ve-mos encarnado el progresivo despojarse o, incluso, el existir despo-jado de «poderes» vitales que, a partir de nuestra corporeidad, nos sostienen y permiten el desplegarnos creativamente. Para no oscure-cer su rostro, es preciso un cambio en el posicionamiento ante él, un posicionamiento que ha de sobrepasar lo que todavía nos queda de posesión, poder, superioridad. Nos hablan de cambiar radicalmente el paradigma de relaciones humanas para, aceptando la propia carne

31 «La irrenunciable y fundamental dimensión vertical de la espiritualidad cristiana comporta como irrenunciable y parte integrante de ella, la dimensión horizontal hacia los hermanos y en especial hacia los necesitados». Juan dE dios MarTín VElasco, «Espiritualidad cristiana en el mundo actual», en: Pen-samiento vol. 69 (2013), nº 261, 616.

32 Cf. Juan dE dios MarTín VElasco, Vivir la fe a la intemperie (Madrid: Narcea Ediciones, 2014), 8.

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vulnerable, caminar junto al otro de modo verdaderamente fraterno. Y entonces sí, es posible descubrir con nueva luz al Otro que nos sostiene y hermana. Revelación.

Este camino, antes o después, se dirige hacia la despedida. Es el momento de un salto último, definitivo, del abandono en las manos de Dios. Ahora sí, todo queda concentrado en el amén, el que damos como comunidad, como personas en comunión. Se aproxima como amenaza, pero es ocasión de descubrir un nuevo modo de esperar, ese que, depurado de nuestras pequeñas esperanzas, se trasciende en un esperar a Alguien, esperar lo inesperado, la culminación de la promesa de Vida, acontecimiento de Resurrección.

El instante, cada instante, lleva ahora un valor casi eterno y, en la medida en que no intentamos atraparlo como propio, nos proyecta hacia el horizonte ilimitado de la Vida prometida. Aquí, ambas per-sonas —corporeidades en comunicación— han de realizar el mismo paso, aunque de modos bien diferentes. Aceptar el ser desposeídos y, con ello, que no somos dueños absolutos de nuestro propio ser, aceptar la temporalidad y su finitud, son tareas dolorosas. En este momento, puede brillar esa anticipada resurrección en la medida en que acogemos también la cruz que lleva siempre consigo. Estamos ante una tarea fundamentalmente espiritual.

La actualización de la entrega de Jesús o la vigilia del Huerto de los Olivos son aquí una realidad a afrontar en la realidad simbólica de la corporeidad vulnerada. Del mismo modo, la fuerza infinita del amor también se puede entrever en el vínculo que ahora se puede es-tablecer justo en la frontera de la despedida final. Este amor supera y se reconcilia con la finitud porque la muerte, y todas las muertes que la preceden, no es sino la posibilidad de ver rasgada nuestra finitud por la novedad imparable de la Resurrección.

Cuando es el otro quien se halla en este umbral —que puede ser más o menos cercano, pero siempre anticipado cuanto mayor sea su desfallecer—, nos hallamos ante una constante disyuntiva: dejarnos atrapar por la preocupación por el mí-mismo (mi duración, mi an-gustia, mi muerte) o salir hacia el otro. Aquí, en un gesto de verda-

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dera trascendencia, se posibilita el reconocimiento cordial, amoroso, radical, de la alteridad del otro y su pasión. Se posibilita el gesto de descentramiento del que nace no solo servicio, sino, sobre todo, respeto, contemplación, comunión. Dar la vida olvidando la propia.

Vi. una úlTiMa PalaBra ProVisional

Estamos ante el abrirse de un espacio humano nuevo que, como hemos dicho, permite una singular experiencia de Dios. Los peque-ños apuntes que preceden a estas líneas se resisten en la vida a su tematización y empalabramiento. Dignidad, imago Dei, simbolici-dad, comunicación, vínculo, contemplación, experiencia de Dios, llamada, interrogantes... resulta imposible hacer de todo ello una elaboración intelectual mientras se vive.

Sin embargo, requiere algo fundamental: el silencio. Un silencio que se va haciendo contemplativo de un misterio pascual encarnado en la corporeidad vulnerada. A través de ella, se posibilita una expe-riencia espiritual diferente, profundamente humana y humanizado-ra, rica en nuevos significados y posibilidades de transformación. Y todo ello es posible cuando permitimos que sea el otro en su fragili-dad quien nos hable o, mejor dicho, que sea el Otro quien nos hable en la fragilidad del hermano. No queda sino decir «gracias».