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1 ESPAÑA: NACIONALIZACIÓN DEL ESTADO, DE LA PROPIEDAD Y DE LA CULTURA. Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN Universidad de Castilla-La Mancha Es un privilegio compartir con amigos y colegas este espacio de homenaje a Justo Beramendi de quien hemos aprendido a pensar con tolerancia y desde la diferencia en un tema intelectual y emocionalmente tan vivo y tan cotidiano como el nacionalismo. Quizás sea adecuado explicar como preámbulo las motivaciones personales que me llevaron a estudiar ese nacionalismo español que sirvió de punto de apoyo para mi relación profesional y sobre todo de amistad y sincero afecto con Justo Beramendi. ¿Por qué el nacionalismo español? Tenemos que remontarnos a los años 80, cuando se construía la España de las Autonomías, ese reto tan novedoso establecido en la Constitución de 1978. Trabajaba en el CSIC y me encontraba embarcado en un proyecto de investigación sobre la historiografía liberal española con varios jóvenes historiadores, Paloma Cirujano, Teresa Elorriaga, José A. Jiménez y Antonio Niño, entre otros, cuando en 1983, tras las primeras elecciones celebradas en las Comunidades Autonómicas creadas por la vía del artículo 143 de la Constitución, acepté trabajar en el primer gobierno elegido en la recién nacida Castilla-La Mancha. Se solaparon vivencias, tuve que terminar en horas libres el trabajo iniciado sobre historiografía y experimenté lo que se sentía al llegar a Madrid, a negociar en los despachos del gobierno de España, cuando se venía en representación de una Comunidad Autónoma cuyo nombre era tan inédito que ni siquiera los gobernantes sabían, sin titubear, las provincias que la formaban y que no contaba con el aval de la historia ni de una lengua y ni tan siquiera de una bandera por la que se hubiera muerto o

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ESPAÑA: NACIONALIZACIÓN DEL ESTADO, DE LA PROPIEDAD

Y DE LA CULTURA.

Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN

Universidad de Castilla-La Mancha

Es un privilegio compartir con amigos y colegas este espacio de homenaje a Justo

Beramendi de quien hemos aprendido a pensar con tolerancia y desde la diferencia

en un tema intelectual y emocionalmente tan vivo y tan cotidiano como el

nacionalismo. Quizás sea adecuado explicar como preámbulo las motivaciones

personales que me llevaron a estudiar ese nacionalismo español que sirvió de punto

de apoyo para mi relación profesional y sobre todo de amistad y sincero afecto con

Justo Beramendi.

¿Por qué el nacionalismo español?

Tenemos que remontarnos a los años 80, cuando se construía la España de las

Autonomías, ese reto tan novedoso establecido en la Constitución de 1978.

Trabajaba en el CSIC y me encontraba embarcado en un proyecto de investigación

sobre la historiografía liberal española con varios jóvenes historiadores, Paloma

Cirujano, Teresa Elorriaga, José A. Jiménez y Antonio Niño, entre otros, cuando en

1983, tras las primeras elecciones celebradas en las Comunidades Autonómicas

creadas por la vía del artículo 143 de la Constitución, acepté trabajar en el primer

gobierno elegido en la recién nacida Castilla-La Mancha. Se solaparon vivencias,

tuve que terminar en horas libres el trabajo iniciado sobre historiografía y

experimenté lo que se sentía al llegar a Madrid, a negociar en los despachos del

gobierno de España, cuando se venía en representación de una Comunidad

Autónoma cuyo nombre era tan inédito que ni siquiera los gobernantes sabían, sin

titubear, las provincias que la formaban y que no contaba con el aval de la historia ni

de una lengua y ni tan siquiera de una bandera por la que se hubiera muerto o

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luchado o manifestado alguien previamente.

Así, las reflexiones sobre la historiografía liberal del siglo XIX se anudaron con la

vivencia de conocer en primera persona eso que hoy, siguiendo a M. Billig,

llamaríamos “nacionalismo banal”1, el nacionalismo rutinario de quienes gobernaban

el Estado español, que daban por supuesto, de modo no conscientes, que ellos eran

los intérpretes de lo que necesitaba España en todos y cada uno de sus pueblos,

provincias y autonomías. Venir de la periferia era tan exótico, en el caso de Castilla-

La Mancha, como deformante si se trataba de quienes llegaban a Madrid con

perspectivas de otros nacionalismos alternativos como el catalán, el vasco o el

gallego.

No es lugar para relatar detalles concretos de estas experiencias. Baste con

recordar algo obvio, que el historiador se pregunta sobre el pasado desde sus

perspectivas del presente, tanto las que lo condicionan social y objetivamente como

las que le inquietan subjetivamente. En este caso, el proceso de análisis de la

historiografía liberal del siglo XIX se ensambló, por un lado, con las nuevas

realidades autonómicas de aquellos años 80 y, por otro, con el choque ante los

clichés intelectuales del gobierno central. La pregunta era inmediata: ¿de dónde

procedía esa idea de España que no tenía ni que justificarse porque se daba por

descontada como nación? Para colmo, se presentaba como no nacionalista, porque

nacionalistas eran los otros. Ahí es donde la historiografía liberal permitió conocer

mejor la construcción de esa identidad española que se había convertido en sentido

común y sintaxis de un “nosotros” que no se quería definir como nacionalista. El

título del libro publicado en 1985 fue bien elocuente al respecto: Historiografía y

nacionalismo español (1834-1868)2.

Era el momento en que también Justo Beramendi comenzaba una sólida

especialización en ese otro nacionalismo cuyos contornos identitarios se

encontraban en una dificultosa relación con el nacionalismo español3. Lo precisaría

1 BILLIG, Michael, Nacionalisme banal. Valencia, Editorial Afers-Universitat de València, 2006. 2 CIRUJANO, P., ELORRIAGA, T. y PÉREZ GARZÓN, J. S., Historiografía y nacionalismo español (1834-

1868), Madrid, CSIC, 1985. 3 Baste recordar algunas de las primeras obras de Justo Beramendi: El nacionalismo gallego en el primer tercio

del siglo XX, Universidad de Santiago de Compostela, 1987; previo fue, MURGUIA, M., y BERAMENDI, J.,

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el propio J. Beramendi con estos términos: “En Galicia observamos una relación

muy compleja y variable entre las ideas sobre el carácter nacional de España y los

diferentes modelos de Estado, de modo que dos conceptos radicalmente diferentes

de España pueden coincidir en un modelo de Estado básicamente común (por

ejemplo, republicanos federalistas y nacionalistas democráticos), o bien un mismo

concepto de España-nación puede relacionarse con modelos de Estado muy

distintos (demócratas unitarios y demócratas federalistas). En todo caso, esas

visiones de España desde Galicia están centradas en esta última, lo que implica

casi siempre que aspectos muy importantes del modelo político que se propone

para aquélla quedan indefinidos”4.

Investigar esas realidades fue lo que anudó las relaciones profesionales y

personales con Justo Beramendi. Por eso puede resultar adecuado abordar una vez

más, aunque sea de modo ensayístico, algunas reflexiones sobre las maneras de

pensarse el nacionalismo español, porque si algo define este nacionalismo es que

desde su misma acta de nacimiento, cuando las Cortes de Cádiz, ya hubo distintos

modelos para organizar España. Cuando los constituyentes reunidos en el Cádiz de

1812 definieron que “la Nación española es la reunión de todos los españoles de

ambos hemisferios”, ya hicieron compleja y conflictiva tanto la aplicación del

principio de representación territorial y ciudadana, como la especificación de unas

señas de identidad de las que de ningún modo se puede excluir que existió una

temprana faceta federal y republicana5.

La nacionalización del Estado

Sabemos que el concepto de España que hoy usamos es resultado de una

elaboración ideológica propia del nacionalismo. La nación fue el ariete que subvirtió

la idea de poder absoluto que se había sostenido durante siglos y también hizo de

catalizador para justificar la lucha contra las tropas de Napoleón. Si el Estado se

había legitimado hasta entonces por el mandato divino que asignaba a una dinastía

su control, ahora subvertía dicha legitimidad y pasaba a sustentarse en la soberanía

Galicia, Vigo, Edicións Xerais de Galicia, 1982. 4 BERAMENDI, J., “Proyectos gallegos para la articulación política de España”, Ayer, 35 (1999), pp. 147-169. 5 CHUST, Manuel, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, Centro Tomás y Valiente UNED

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de la nación.

En efecto, el absolutismo siempre fue teocrático en su justificación, desde la Edad

Media hasta los Borbones. Ahora bien, ese Estado era la suma de diversos reinos,

posesiones y territorios y su legitimación no se la daba la pertenencia de todos a

una misma nación o patria sino la unión en torno a una misma corona. Además, en

la práctica la mayoría de la población estaba sometida al poder de los señoríos,

cuyos titulares tenían plena capacidad política, fiscal y de justicia. Por eso, el

horizonte de lealtad de la mayor parte de los habitantes era local, sin traspasar en

ningún caso las lindes del señorío, por más que existiese en teoría la lealtad a una

misma corona. Lo cierto es que la mayoría de la población, más del 90 por ciento

analfabeta, no tenía conciencia nacional sino que la percepción era la vivir en tierras

dominadas por unos nobles o por unos clérigos, o también por unos administradores

designados por el rey.

En el siglo XVIII se elaboró un nuevo orden estatal que identificó el territorio de

nacimiento, lo natural o nacional, con lo político o estatal, por un lado y, por otro,

hizo coincidir el populus con la natio de forma que emergió la teoría del Estado

nacional soberano, arquetipo de la modernidad. Fue la nueva conceptualización

jurídica que ensambló las aportaciones de Locke, con el contrato social y el

consenso político, Montesquieu con la separación de poderes y Kant con el Estado

de derecho. Emergió el Estado moderno o liberal gracias a las revoluciones inglesa,

primero, y luego norteamericana y francesa, y la nación adquirió un nuevo

significado, ya no era sólo el natural de un territorio, sino que adquirió un valor

político que dio soporte a la nueva unidad del Estado moderno. Dejó de justificarse

por Dios. Se legitimó, en contrapartida, por representar la soberanía de una nación o

conjunto de ciudadanos, por encima de la diversidad geográfica. Para el caso

español que nos ocupa, esto se constató en el texto constitucional de Bayona de

1808 y en el gaditano de 1812. Fue en Bayona la primera vez que dejó de titularse

el rey como majestad católica que sumaba una retahíla de reinos para definirse

como “rey de las Españas”, así, en plural, apareciendo en el enunciado del propio

Estado monárquico lo español como factor de identificación del máximo rango

institucional.

Alzira-Valencia, 1999.

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Así, España se hizo políticamente nación y, por tanto, categoría que expresaba toda

la soberanía. El poder ya no procedía de Dios sino de España, de una nación

soberana. El Estado, en consecuencia, tenía que españolizarse o nacionalizarse.

Implicaba un doble proceso, por un lado debía afianzar la identidad nacional, y , por

otro, el mismo Estado tenía que nacionalizarse para diferenciarse del resto de los

estados que ya no se definiría por ser ni de una fe ni de una familia, sino la

expresión de las soberanía propia de un colectivo ciudadano con unas determinadas

señas culturales y sociales. Por eso, la diversidad de naturales o nacionales de un

territorio u otro, de Cataluña o de Galicia, de Asturias o de Valencia, pasó a ser

sustituida por la unidad de una entidad sustantivada como España. Era el pueblo de

la nación española, por encima de las diferencias territoriales, el que luchaba contra

Napoleón y daba legitimidad a la “revolución española” que se inició con las Juntas

soberanas de 1808 y culminó en las Cortes de Cádiz.

Aunque no hay que obviar la importancia del reinado de José I, hay que subrayar la

enorme tarea legislativa de las Cortes de Cádiz para constatar que aquellos

diputados fueron los primeros que ensamblaron la autoridad política con el

sentimiento nacional. Crearon así las bases para el despliegue de un mercado

nacional y, con su hincapié en la alfabetización, que elevaron a rango constitucional,

trataron de transformar a las masas campesinas en ciudadanos de una patria

común. Se anudó un Estado basado en la soberanía de una nación que la

Constitución de 1812 definió como “el conjunto de españoles de ambos

hemisferios”. El nacionalismo español tuvo así su primera definición y además, para

superar el localismo de los señoríos (feudales, sin duda) y contra la identificación de

la soberanía con un rey, el artículo 2 de la Constitución afirmó que “la Nación

española es libre e independiente, y no es, ni puede ser patrimonio de ninguna

familia o persona”. El Estado, por tanto, ya no era propiedad de una dinastía sino

que adquiría rango de concepto científico al abstraerse de esa contingencia para

convertirse en el máximo representante de ese conjunto de españoles que se

constituían como nación a ambos lados del Atlántico. Por eso tenía como tarea

urgente la de codificar leyes, unificar instituciones, implantar un mismo sistema

educativo y organizar un ejército no definido como real sino como nacional, además

de convocar a elecciones con idéntico criterio a todos sus ciudadanos. Las Cortes

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de Cádiz destituyeron a todos los cargos municipales existentes, nacionalizaron los

ayuntamientos al hacerlos constitucionales y convocar elecciones entre todos los

vecinos varones.

Por otra parte, desde Cádiz se definió España no por las fronteras sino por los

ciudadanos que la integraban, de modo que en la Constitución de 1812 se

estableció como obligación de la nación “conservar y proteger por leyes sabias y

justas la libertad civil, la propiedad, y los demás derechos legítimos de todos los

individuos que la componen”. Así se explicaba en su artículo 49 porque el Estado se

tenía que legitimar dando cauce a la voluntad nacional, a los intereses de la

ciudadanía y no de los territorios, aunque de inmediato, era inevitable, surgió el

debate de la representación y la subsiguiente cuestión territorial, social y

ciudadana.

Por lo demás, hay que enfatizar el peso de los procesos electorales, regularizados e

irreversibles a partir de 1836 para esos escasos cientos de miles varones

propietarios o profesionales liberales que votaban. Semejante nacionalismo político

tuvo la fuerza y las energías suficientes como para derribar el antiguo régimen, y

para construir las bases para el desarrollo de un capitalismo español.

El interés nacional: la propiedad y el mercado

No hay caso de nación que no se haya articulado bajo el impulso de unos intereses

sociales para cuyo despliegue resultaba imprescindible tanto la homogeneidad de

un mercado como esa nueva entidad política, el Estado, que debía juntar las

voluntades de la sociedad a la que representaba. Por eso, no basta con analizar

símbolos y discursos, con retóricas más o menos esencialistas, porque el supuesto

éxito o debilidad de la construcción de una identidad no se puede comprender sino

en conexión con el proceso de conformación de nuevas élites y la subsiguiente

diferenciación de clases sociales. Habría, por tanto, que invertir el análisis y

comenzar entonces por imbricar el despliegue del Estado-nación de España, ante

todo, con el extraordinario proceso de lucha por la propiedad de la tierra y de

organización del mercado que define todo el siglo XIX y parte del siglo XX, y

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además con los intereses especulativos de los sectores burgueses, así como con

los diferentes despegues industriales ocurridos sobre todo en Cataluña y en el País

Vasco.

Por eso, en lugar de plantear una historia del nacionalismo español desde la estricta

historia de lo que un cierto número de autores –escritores o políticos- dijeron sobre

el ser o la realidad de España, habría que estudiarlo como parte de la tendencia del

Estado a convertirse en realidad nacional y también como expresión de los intereses

que buscaron la unidad de la multiplicidad en asuntos económicos, sin tapujos,

aunque tal proyecto político-económico no tenía por qué cerrar el paso a la

conservación de varias lealtades culturales. Éste podría haber sido el caso de la

burguesía catalana, por ejemplo. Por eso, el impulso político del nacionalismo

español desde las Cortes de Cádiz hasta la “revolución gloriosa” de 1868, producida

al grito de “¡España con honra!”, habrá que analizarlo como parte del proceso de

construcción de una clase burguesa tan estatal como nacional, y de su

correspondiente espacio de poder social y económico (el mercado español, ante

todo). Un proceso que, por supuesto, no fue incompatible en estas décadas con

organizaciones de carácter segmental ni con lealtades de tipo local y regional, que

sobrevivieron transformadas por la revolución económica producida por un

capitalismo que, de ningún modo, se puede identificar exclusivamente con el

industrialismo.

En efecto, desde el Estado se nacionalizaron las riquezas básicas (sobre todo la

tierra, las minas, el ferrocarril, etc.), para privatizarlas de inmediato y crear la “clase

de propietarios”, con el Estado se fraguaron las fortunas especulativas de un primer

capitalismo, y por el Estado se encauzó la legalidad del desarrollo económico

ajustado a los intereses de los grupos y clases, tan implicados como dominantes,

gracias precisamente a ese mismo Estado. Siempre se desarrolló como un proceso

nacional. Es la primera y básica precisión que parece urgente aportar al

conocimiento del nacionalismo español, porque la nación fue concepto y coartada

para transformar las posesiones o dominios de las manos muertas en bienes

nacionales, y de inmediato privatizar tales bienes para crear y desarrollar esa clase

de propietarios que desde Flórez Estrada hasta Mendizábal se consideró que debía

ser el soporte de la revolución liberal en marcha.

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8

Sería oportuno recordar, a este respecto, la extensa justificación histórica con que

las Cortes constituyentes del bienio progresista dictaminaron el proyecto de ley para

“la desamortización general de los bienes de manos muertas”, porque quizá en ese

texto, a la altura de 1855, se expresaron sin cortapisas ni ambiguedades “los

intereses [a los] que afectaba” y el carácter económico, social y político de lo que

efectivamente estaba en marcha desde 1812: “es una revolución fundamental en la

manera de ser de la Nación española; es el golpe de muerte dado al antiguo

deplorable régimen; es, en fin, la fórmula y resumen de la regeneración política de

nuestra Patria”6. Es más, la argumentación de los constituyentes progresistas

descubre no sólo el meollo de la revolución nacional, sino aquellos otros contenidos

que eran imprescindibles y simultáneos para la “regeneración patriótica”, cuando se

afirma que “en vano el patriotismo y sabiduría de las Cortes dotarán a la Patria de

una buena constitución política; en vano consagrará la Asamblea sus desvelos a

promover los adelantos del comercio y de la industria, a dar impulso a la civilización,

por medio de un bien entendido sistema de enseñanza pública, a regularizar la

acción administrativa y económica del gobierno, a procurar, en fin, el bien común, si

no asienta el conjunto de las trascendentales reformas a que está obligada, sobre

la ancha y firmísima base de la desamortización completa, absoluta, de la propiedad

territorial”7. ¿Hay acaso términos más rotundos que éstos para expresar por boca

de sus propios protagonistas el imprescindible ensamblaje con que se estructuraban

la nación económica y la nación cultural desde el impulso estatal de unas Cortes

representativas?

En definitiva, el nacionalismo español y las subsiguientes señas de identidad se

configuraron ante todo desde la perspectiva de una nación de propietarios, a partir

de cuyas desigualdades surgieron diferentes formas de despegue capitalista a lo

largo del siglo XIX, hasta llegar justo a las décadas bisagra del cambio de siglo en

que, al socaire de tales desigualdades de desarrollo, emergieron otros

nacionalismos con sustento en culturas nítidamente perfiladas dentro del mismo

Estado. Por eso, a la hora de interpretar tanto las instituciones del Estado liberal

6 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 1855, apéndice al núm. 89, p. 2367 7 Ibidem

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9

como su plasmación en nación española, no puede obviarse que la riqueza

inmueble -sobre todo, la tierra- constituyó el auténtico eje de la articulación del

mercado nacional. Al compás de semejante vínculo nacional, el Estado adoptó otras

muchas medidas de contenido nacionalizador que en la anterior cita de las Cortes

constituyentes de 1855 se enunciaban en sus tres dimensiones fundamentales: el

“adelanto del comercio e industria”, el impulso del “sistema de enseñanza pública” y

la regularización de la “acción administrativa y económica del gobierno”. Todas ellas

complementarias entre sí y con el mismo fin, el “bien común”, ese concepto que se

abstrae como realidad nacional cuando de hecho apunta a unas prioridades

impuestas a los múltiples intereses que se cobijan bajo dicho concepto.

En este sentido, es justo rescatar una realidad no siempre subrayada

historiográficamente, que durante largas décadas el republicanismo fue una

alternativa a la nación de los propietarios y, por tanto, se convirtió en sinónimo de

revolución social.8 A lo largo del siglo XIX, en efecto, al grito de “viva la república” se

ocuparon tierras, se quemaron fielatos y registros de la propiedad, se organizaron

motines contra las quintas, y se armó el pueblo en milicias ciudadanas para

sustentar un poder democrático que se estructuraba en federación desde cada

municipio hasta las máximas instancias estatales. Abarcó tantas aspiraciones que el

republicanismo se transformó en cobertura política para lo que hoy se definiría como

un proyecto interclasista y populista. Por lo que al aspecto nacionalista se refiere, el

republicanismo supuso una doble lectura de España: ante todo, defendieron una

idea de ciudadanía más amplia, no sólo restringida a los propietarios, y, por otro

lado, concibieron España como la pluralidad soberana de pueblos que se unirían en

un Estado ibérico y que, incluso, abarcaría a los portugueses.

Ambas cuestiones, la social y la federal, tuvieron una temprana aparición. No es el

momento de desglosar cómo plantearon los republicanos las propuestas

desamortizadoras y la abolición de los señoríos, pero baste recordar que el modo

en que se dirimió la propiedad de las fabulosas riquezas monopolizadas durante

siglos por los estamentos eclesiástico y aristocrático, y por la propia corona,

suscitaron la primera y profunda división en el seno del liberalismo y la perspectiva

8 Cfr. PIQUERAS, J. A., CHUST, M.,comps., Republicanos y repúblicas en España, Madrid, Siglo XXI, 1996.

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sobre la España que se estaba construyendo. Así, ya en las Cortes de 1841 hubo

un grupo de diputados nítidamente republicano que, al debatirse la ley de

enajenación de los bienes del clero secular, propuso se dividiesen al máximo las

fincas desamortizadas para “hacer la felicidad de otras tantas familias”, porque el

objetivo de la ley debía ser conseguir “el mayor precio posible de las fincas, [pero

también] atender al interés de la clase agricultora; es decir, atender al interés de las

clases trabajadoras de la Nación, de las clases que han de ser y serán siempre el

apoyo de estas instituciones [nacionales]”9. Porque la experiencia de lo ocurrido con

la venta de bienes nacionalizados al clero regular, estaba tan reciente que el

diputado por Salamanca que hablaba en esta ocasión, Sánchez de la Fuentes,

temía que las subastas quedasen “al arbitrio de los capitalistas y de aquellos

hombres que al interesarse en las compras emplean toda clase de manejos para ver

cómo elevan su interés sobre el interés común”10. Por eso, denunciaba los

resultados de las leyes desamortizadoras con palabras tan rotundas que se

comentan por sí solas: “que esta propiedad no hace más que pasar de unas manos

a otras; pero sigue amontonada en muy pocas, y cuando hemos destruido una

aristocracia hereditaria, vamos creando otra acaso más temible que aquélla.

Señores -exclamaba Sánchez de la Fuente- la tendencia de esta ley entiendo que

debe ser a desmoronar en lo posible esos montones de riqueza, y hacer de manera

que desciendan en cuanto sea posible a las clases inferiores del pueblo”11.

Semejante amontonamiento afectaba no sólo a la riqueza rústica. También con las

fincas urbanas –controladas en su mayoría por el clero- ocurrió otro tanto; constituyó

la fuente de riqueza para notables fortunas de la burguesía liberal. Por eso, en este

punto, la ley, que ni siquiera distinguía la forma de venderlas, provocó la protesta

republicana con una alternativa igualmente rechazada por las Cortes liberales. Al

defender las posiciones republicanas, el susodicho diputado salmantino explayó de

modo nítido la situación social al respecto: “que los edificios de corto valor, las

pequeñas casas que pudieran servir para los menestrales, para las gentes del

9 DSC, 20-VII-1841, p. 2474

10 Ibidem.

11 Ibidem, p. 2474-2475.

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pueblo que necesitan una casita en que vivir, debieran ser pagadas de la misma

manera que las fincas rústicas divisibles; es decir, que las casas que no pasasen de

tal cantidad, fuesen pagadas en veinte años, para que proporcionásemos a esa

clase laboriosa el medio de poder adquirir una habitación propia en que vivir el resto

de sus días”12.

Tenemos así al otro gran sector perjudicado por el modo en que se organizaba la

riqueza nacional, a esa extensa menestralía que poblaba las ciudades y a la que la

Patria no le facilita ni siquiera “una habitación propia” para vivir, cuando eran justo

los sectores sociales que estaban sosteniendo esa Milicia nacional tan decisiva para

instaurar y desplegar el Estado liberal. En efecto, el nuevo acaparamiento de esa

riqueza que se había nacionalizado en nombre de la soberanía de una España que

se definía como patria de todos, dejaba a la vista las desigualdades sobre las que

se cimentaba el Estado-nación. No se explicaría de otro modo la rápida y sólida

expansión del republicanismo que en las elecciones municipales celebradas en

diciembre de 1841 se comprobó cómo esa amplia menestralía urbana arropaba las

candidaturas republicanas prácticamente en todas las ciudades y en numerosas

localidades, en mayor o menor porcentaje. Tales elecciones expresaron el

enfrentamiento primario contra esos nuevos y viejos ricos que se habían apropiado

del desarrollo tan pregonado de la riqueza nacional de la patria española. De este

modo, la cuestión social adquiría dimensión nacional por estar en juego nada menos

que la propia organización de la riqueza y de los recursos de esa Patria creada

constitucionalmente como expresión de la soberanía de todos los ciudadanos que la

integraban.

En este orden de cosas, también hay que recordar medidas nacionalizadoras

contundentes, como la libertad de trabajo desde 1836, tan decisiva para la

circulación económica de la mano de obra. O de igual modo, la plena libertad del

comercio interior de los productos agrícolas, decretada por las Cortes en 1813, al

abolir las tasas, que se ratifican en enero de 1834 para hacer desde entonces

irreversible el régimen de mercado libre y nacional. También en fechas tempranas,

desde 1820, se toman medidas de protección de este nuevo mercado nacional,

12 DSC, 20-VII-1841, p.2475

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prohibiendo abastecerse de trigo extranjero. Medida que afecta a esas dos islas -

Cuba y Puerto Rico- que no podemos olvidar que en los efectos económicos se

consideran territorio nacional, aunque políticamente no reciban idéntico

tratamiento13.

Sería prolijo seguir con la enumeración de cuantas medidas adopta sucesivamente

el Estado liberal para organizarse como Estado nacional, sobre el espacio de un

mercado y a través de unas estructuras administrativas homogéneas. Por supuesto,

hay que contar en primer lugar con el valor y significado de la elaboración de los

censos de población que no se hicieron de modo fiable y riguroso hasta la creación

del anuario estadístico de 1858. De igual modo, hay que recordar que la moneda

nacional no existió hasta la “revolución gloriosa” de 1868. Por otra parte, junto al

ferrocarril que se despliega desde la segunda mitad del siglo XIX, hay que recordar

el plan de carreteras, con más de 41.000 kms. en esas décadas, la organización del

sistema de correos y telégrafos, todo esto sin olvidar la legislación económica, ya

sobre aranceles, ya sobre circulación monetaria, sobre el sistema bancario o para

regular un endeudamiento creciente14... O valorar la significación de nuevas

realidades institucionales como el aparato gubernativo establecido sobre las

provincias, consideradas éstas como porción de un mismo espacio, y también el

control de los ayuntamientos15. Todo ello, con las funciones desempeñadas por las

instituciones coercitivas, como el ejército y la guardia civil, o por la milicia nacional

en los momentos de empuje revolucionario.

Además, la justicia, por su parte, ahormaba los comportamientos a normas y formas

que son nacionales por primera vez16. Conviene recordar algunos datos. Ante todo,

13 Cfr. BAHAMONDE, A., y CAYUELA, J.,Hacer las Américas. Las élites coloniales españolas del siglo XIX, Madrid, 1992.

14 Una visión general de las etapas del capitalismo en España, en TORTELLA, G., El desarrollo de la España

contemporánea. Historia económica de los siglos XIX y XX, Madrid, Alianza ed., 1994; y las conexiones con el Estado en COMÍN, F.,Hacienda y economía en la España contemporánea (1800-1936), Madrid, Inst. Estudios Fiscales, 1988, 2 vols.

15 Sobre el poder central y su administración provincial, RISQUES CORBELLA, M., El govern civil de

Barcelona al segle XIX, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1995; y CASTRO, Concepción de, La

revolución liberal y los municipios españoles (1812-1868), Madrid, Alianza, 1979.

16 SAINZ GUERRA, J., La administración de justicia en España, 1810-1870, Madrid, Eudema, 1992.

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la implantación de un ordenamiento jurídico único e igual para todo el territorio y

para todos sus habitantes, tal y como establecía el artículo 258 de la Constitución

gaditana. Era el auténtico punto de partida de las primeras normas nacionales y de

un derecho propiamente español. Los códigos, en este sentido, son la expresión de

tal voluntad de regulación unificadora y, por tanto, universal. Un proceso cuyas

lindes cronológicas -entre el año del primer código penal en 1822, hasta 1889, en

que al fin se logra el consenso para el código civil, pasando por el código de

comercio promulgado en las postrimerías del absolutismo-, constituyen, sin duda,

una muestra de los ritmos con que se implanta el Estado-nación de España17.

La nación cultural: una escuela, una historia y una identidad

La nación política y la nación económica necesitaban hacerse nación cultural. El

Estado y el mercado tenían que cimentarse en las conciencias como algo natural y

primordial. Por eso se hizo imprescindible esa otra perspectiva que concebía

España como totalidad cultural, como una relación imperecedera entre sus

miembros, atados a una forma de ser, a un carácter enraizado en siglos de devenir

conjunto. Así, aunque los propietarios liberales acaparasen el proceso de

nacionalización del poder y de la economía a través de la lógica del mercado, es

cierto que el nacionalismo albergado en el patriotismo español desplegó nuevos

niveles de integración de las masas populares en una forma política común, e

impregnó de nuevas y diferentes emociones el sentimiento de tierra, historia, idioma,

costumbres.

No se puede detallar en estas páginas la profunda modificación del papel de la

cultura en la sociedad que se opera con la revolución nacional del liberalismo18.

Baste recordar que este proceso tuvo lugar entre las décadas que van de finales del

siglo XVIII, con los primeros impulsos del patriotismo ilustrado, hasta las empresas

17 Un análisis general en TOMÁS Y VALIENTE, F., Manual de historia del derecho español, Madrid, Tecnos, 1979; y los trabajos de BARÓ PAZOS, J., La codificación del derecho civil en España, 1808-1889, Santander, Univ. de Cantabria, 1993, y el de “Historiografía sobre la codificación del derecho penal en el siglo XIX”, en RUEDA, G., ed., Doce estudios de historiografía contemporánea, Santander, Univ. Cantabria, 1991, pp. 11-40.

18 Ver MARTÍNEZ MARTÍN, J., Orígenes culturales de la sociedad liberal (España, siglo XIX), Madrid, Biblioteca Nueva, 2003; y del mismo autor: Vivir de la pluma, Madrid, Marcial Pons, 2009

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bélicas de la Unión Liberal, cuando ya podemos constatar una España

imaginariamente tan unificada en cultura como en política. Fue un cambio

estructural que significó, gracias al sistema educativo y a la prensa sobre todo, una

utilización totalmente nueva de la cultura, que, de ser el monopolio de unos cuantos

privilegiados, eclesiásticos en su mayoría, pasó a ser el soporte de la nueva

ciudadanía liberal, la que tenía derecho a voto por sus rentas, propiedades,

profesiones o capacidades.

En el imaginario de esas nuevas clases medias que dieron el impulso a la revolución

liberal, ciudad por ciudad, es donde se asentó la idea de la España común, con el

castellano como idioma, sin dejar por eso de sentir lealtades locales o regionales.

Se constituyó un nacionalismo cívico, político, potenciado por el Estado y sus

mecanismos subsiguientes de organización institucional. Fue entonces cuando se

creó y configuró lo español como lo que se predica de un pueblo prácticamente

idéntico a lo largo de siglos, como lo que se dice para definir una nación política,

como lo que se eleva a la categoría de esencia cultural diferenciada del resto de los

pueblos o naciones. Y así, lo español adquirió rango de apelativo incuestionable no

sólo para los aspectos de organización política sino sobre todo para explicar y

justificar incluso los comportamientos cotidianos19.

En concreto, en la red pública organizada a partir del Informe Quintana de 1814 y

desarrollada desde 1836, es donde se formaron las nuevas clases medias que

controlaron los recursos culturales, la prensa, las redes educativas y todas las

instituciones públicas del nuevo Estado. Además, en paralelo a la escuela, se

institucionalizaron aquellos cuerpos científicos y técnicos adecuados a las nuevas

relaciones sociales, significativamente a partir del gobierno de Mendizábal en 1835.

El Estado asumió como obligación todas las funciones educativas con la

subsiguiente implicación en formación de ciudadanos y también en el control de lo

que se llamaría “profesionales liberales”. Que los resultados no sean idénticos en

cantidad y calidad a los de otros cuatro o cinco países de capitalismo más

desarrollado, no puede ser razón para restar valor a hechos tan decisivos en la

19 MANZANO, E. y PÉREZ GARZÓN, J. S., “A Difficult Nation? History and Nationalism in Contemporary Spain”, History and Memory. Studies in Representation of the Past, vol 14, numbers 1-2, Fall 2002, pp. 259-184.

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creación de redes nacionales educativas como la misma implantación en todos los

municipios de una escuela que, aun en su precariedad, era un eslabón inédito en

estos pagos, o como el sistema de institutos de secundaria, ya más consistente y

nítidamente estatal, o también la organización de las Escuelas Normales. Eso, sin

olvidar, que en los quince años que van de 1835 a 1850 se establecen las

ingenierías del Estado y las especializaciones en Caminos, Canales y Puertos, en

Agricultura, de Industriales, o en Comercio, y la Escuela Superior de Arquitectura, y

que en 1857 se separaba la Facultad de Ciencias de la de Farmacia, Veterinaria y

Medicina. En tales centros, en su mayoría sólo existentes en Madrid, se formaron

unas élites cuyos cometidos apuntalaron sin duda los circuitos no sólo del poder del

Estado, sino que sobre todo se estructuraron en comunidad científica de carácter

nacional, al menos en sus aspectos de intereses profesionales. Conviene enfatizar

la importancia de este sistema educativo que, aunque frágil y fragmentario, no dejó

de ser una palanca de modernización social y cultural al organizar escuelas,

institutos y universidades a la medida del nacionalismo español, con el carácter de

instituciones públicas, regentadas por funcionarios del Estado y, conviene

subrayarlo, desde los parámetros de la identificación de la cultura castellana con la

existencia misma de España como nación.

Sin duda, el mayor impacto (que no necesariamente logro) que alcanzó la

formulación de la ideología nacionalista por parte del Estado fue en el ámbito de la

educación, en donde la inclusión del aprendizaje de la historia como materia

obligatoria dió lugar a una avalancha de manuales escolares que compendiaban el

discurso histórico amparado por un Estado que se reservaba el control del contenido

de dichos manuales y que comenzó también a establecer los métodos de acceso

para los profesionales de la enseñanza. Gracias a ese sistema educativo los

antiguos súbditos de una dinastía se convirtieron en ciudadanos de una misma

nación y patriotas de unos mismos intereses. Todos los resortes de la nueva

sociedad liberal se pusieron en sintonía para desplegar la religión cívica de una

nación eterna cuya identidad se sobreponía a sus partes constituyentes y a sus

contradicciones sociales. Es más, en la obra de los historiadores esa nación

adquiría rango de relato científico cuyos contenidos nutrían, sintetizados, a los

distintos manuales que el Estado, desde 1838, decretaba para la enseñanza del

sentimiento patriótico en las escuelas. Se trataba de la escuela nacional, igual para

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todos, por supuesto, con una enseñanza simultánea de la gramática castellana y de

la historia patriótica española. Sobre la gran diversidad cultural que heredaba el

Estado liberal, había que implantar los ingredientes y las semillas que dieran soporte

a un imaginario colectivo de lo español.

En paralelo, el Estado se implicaba directamente en la configuración de una

memoria colectiva al establecer desde las Cortes de Cádiz lo que se define

“patrimonio nacional”. Intervino en el patronazgo de las artes y en la creación de

museos arqueológicos e históricos y creó sin duda lugares de la memoria. Se hizo

presente en las estatuas de plazas públicas y jardines de toda la geografía urbana

del país que han sido estudiadas por Carlos Reyero y que llenaron de héroes

nacionales la topografía de los ensanches urbanos del período: como muy bien ha

señalado este autor, no representaron nunca en ningún monumento erigido en la

España del siglo XIX a ningún personaje que no fuera español. Se produjo, en

definitiva, la identificación metonímica “entre el efigiado y su pertenencia a una

determinada patria”, de modo que los “valores militares, políticos, sociales o

culturales” de esa figura o héroe se convirtieron en “patrimonio de una comunidad

nacional” de la que todos debíamos sentirnos orgullosos20.

Este mensaje se encuentra igualmente en los monumentales cuadros de temas

históricos que se dedicaron a glorificar momentos estelares de la historia patria y

que configuraron todo un género pictórico –la pintura de historia- que inundó las

estancias de centros oficiales y administrativos que albergaban las dependencias

del nuevo Estado. Fue un género resultado de los encargos y adquisiciones por

parte de las nuevas instituciones que estaban surgiendo al socaire del progresivo

desarrollo del Estado nacional. En este sentido hay que mencionar no sólo a los

románticos tradicionalistas, sino también la extraordinaria influencia de los

republicanos que, como intelectuales comprometidos con las exigencias

democráticas de los principios de soberanía popular, rescataron y divulgaron el

orgullo de las creaciones artísticas de los pueblos de España.

20 REYERO, C., Imagen histórica de España (1850-1900), Madrid, Espasa-Calpe, 1987; La Escultura

Conmemorativa en España, Madrid, Cátedra, 1999; Escultura, museo y Estado en la España del siglo XIX.

Historia, significado y catálogo de la colección nacional de escultura moderna, 1856-1906, Alicante : Fundación Eduardo Capa, 2002; “Monumentalizar la capitalla escultura conmemorativa en Madrid durante el siglo XIX”, en LACARRA DUCAY, C., y GIMÉNEZ NAVARRO, C, coords., Historia y política a través de

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17

En efecto, a los románticos europeos que tipificaron los rasgos del pueblo español y

al conjunto de intelectuales románticos españoles que siguieron esa misma senda,

hay que sumar la extraordinaria tarea de recuperación cultural que hicieorn los

republicanos de las diferentes creaciones de cada pueblo. La intelectualidad

republicana no sólo estuvo implicada en el renacer cultural de Cataluña, Galicia o

Euskadi, sino que realzaron las aportaciones de cada pueblo que constituía esa

España que siempre concibieron con perspectiva federal21. Destacó en esta

cuestión la figura señera de Pi y Margall, coautor de un libro tan novedoso como

sugerente en un planteamiento bien explícito en su propio y largo título: Recuerdos y

bellezas de España, obra destinada para dar a conocer sus monumentos,

antigüedades, paisajes, etc., con láminas dibujadas del natural y litografiadas por F.

J. Parcerisa y acompañadas con texto por P. Piferrer.

Así pues, se constituía el Estado liberal como español, pero simultáneamente se

creaba la cultura española como expresión de la esencia ancestral de un pueblo o

de los varios pueblos organizados bajo ese mismo Estado. Además, gracias al

poder de la imprenta y a la nueva técnica de la litografía, se impulsó la expansión

del conocimiento y exaltación de una España tan monumental como plurinacional,

tan sólidamente anclada en el pasado como plural en su espíritu creativo. Rescatar

de manos eclesiásticas o aristocráticas tan valiosas manifestaciones artísticas era

tarea nacional que acometían las leyes desamortizadoras, pero divulgar esas

riquezas nacionales de la cultura española colocaba el primer peldaño para desvelar

la conciencia de cada región o nación. Además no fue ajeno a tal proceso

nacionalista el inédito protagonismo que adquirían las masas en la política (el caso

de la Milicia nacional es un argumento irrefutable). En cualquier caso, se trataba de

un mismo espíritu primordial compartido y amasado durante siglos por esa

colectividad definida como pueblo español, carente hasta entonces de una voz

unificada con carácter nacional, pero que ahora se convertía no sólo en soporte de

la soberanía del Estado sino además en referente cultural para románticos de uno u

otro signo, para tradicionalistas absolutistas y clericales añorantes o para liberales

la escultura pública 1820-1920 , Zaragoza, Fernando el Católico, 2003, págs. 41-62. 21 Cfr. GABRIEL, P., dir., Història de la cultura catalana, vol. IV, Barcelona, Edicions 62, 1995; ANGUERA, P., ed., Escrits polítics del segle XIX, . I: Catalanisme cultural, Eumo editorial, 1998; y BERAMENDI. J., y NÚÑEZ SEIXAS, X. M., O nacionalismo galego, Vigo, Ed. A Nosa Terra, 1996.

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centralistas y republicanos federales.

En este aspecto, dentro del amplio abanico de intelectuales que articulan semejante

nacionalismo cultural e ideológico, corresponde un especial protagonismo al

historiador liberal. Este fue sobre todo el artífice de una ordenación interna y

totalmente nueva de los múltiples materiales del pasado para dotarlos de carácter

español unitario, para aplicarles un contenido nacional, y para confirmar la

persistencia de una naturaleza que, desde la prehistoria hasta el presente, sólo

tiene un concepto para ser catalogada, el de España. Para eso se nacionalizó el

pasado, como también se nacionalizaron los bienes amortizados, o se

nacionalizaron los imprescindibles conceptos de soberanía, de interés, de riqueza...

Las tareas de pedagogía ciudadana que desarrollaba la historia al respecto, la

selección de valores que transmitía, la apoyatura que prestaba al presente y su

propia materialización institucional, no eran simples funciones adheridas, sino

exigencias de la propia organización de la historia como un saber tan social como

nacional. A ello también contribuyeron los románticos extranjeros, con una

importante aportación a esa idea de España formada por las constantes del espíritu

de un pueblo. En todas las historias escritas desde las décadas centrales del siglo

XIX, y así se prolongará en los sucesivos manuales docentes hasta el largo siglo

XX, los autores se remontaron a los tiempos primitivos para allá, en la lejanía de los

siglos, captar la existencia del carácter nacional español, sustrato perenne que

traspasaba la cultura romana, la visigótica, la andalusí. Adquirieron forma definitiva

los tópicos del individualismo, del heroísmo abnegado, la fe acendrada, el arraigo

monárquico, la defensa de las libertades, el espíritu insumiso...

Pero semejante operación intelectual de leer el pasado para transmitir unas señas

de identidad colectiva, no sólo tenía lugar para globalizar lo español en una unidad

primordial, sino que simultáneamente el mismo proceso se desencadenaba en

Cataluña, Galicia, Euzkadi y también en las regiones españoles, aunque en estos

años sobre todo sólo se abordase desde un prisma fundamentalmente cultural. En

estos territorios se desplegaba lo que se califica como nacionalismo cultural. El

idioma, la literatura, el arte, o las instituciones como las Cortes, el Justicia, la

Generalitat, los ayuntamientos o los fueros ofrecían argumentos para que tanto los

tradicionalistas como los federales anudaran sólidas razones contra la absorbencia

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del nacionalismo español monopolizado por los liberales doctrinarios desde 1843.

Es un proceso que no se puede perder de vista para comprender tanto la evolución

e incluso fosilización del españolismo como para evaluar el despegue de los

nacionalismos alternativos surgidos a finales del siglo XIX.

La herencia histórica de la sagrada unidad

Comenzaba estas páginas explicando por qué el nacionalismo español se me cruzó

como tema de investigación a principios de los años 80 del siglo pasado. Han

transcurrido treinta años y, lejos de haber desaparecido con la integración en

Europa, por un lado, y con la organización de la España de las Autonomías, por

otro, sigue intacto el valor sagrado de la unidad nacional. El argumento básico se

instala en un nosotros que se considera dueño de la herencia histórica y para quien

la ruptura de esa unidad sería una traición al pasado. No es momento de hacer un

repaso por autores. Baste recordar el caso de Gregorio Peces-Barba quien, con el

aval de haber sido coautor de la Constitución de 1978, socialista y presidente del

Congreso de diputados, exhibe constantemente ese nacionalismo que finge no ser

nacionalista22.

En definitiva, obsesiona el territorio. La visión teleológica del Estado como objetivo

final del desarrollo histórico ha identificado la historia con una determinada historia

cuyo argumento central es la unificación de la nación a lo largo de los siglos. Tal y

como se ha esbozado en las páginas anteriores, el Estado estableció una

burocracia uniforme y vertebró un mercado nacional, con las consiguientes

asimilaciones culturales y normativas, con el castellano como idioma oficial. Ahora

bien, en todas las Constituciones españolas, desde la gaditana de 1812 hasta la

actual Constitución de 1978, hay un rasgo común, en ninguna el constituyente

perfila las lindes de los territorios que integran la nación española. Se define por los

españoles, por los ciudadanos, no por los territorios. De hecho, la nación española

22 La noticia que protagonizó el 28 de octubre de 2011 sobre Cataluña es reveladora al respecto, cuando en una conferencia expuso el riesgo de que España se fragmente si avanzan los procesos independentistas para concluir literalmente: "No soy pesimista. Estaremos en mejores condiciones que en otras épocas. No sé cuántas veces hubo que bombardear Barcelona (...) Creo que esta vez se resolverá sin bombardearla". Luego se disculpó declarando, como poseedor del “nosotros” que representa la unidad sagrada de España, que “hablé en clave de humor. Cataluña es una parte absolutamente entrañable de nuestro territorio". En EL PAIS, 28-X-2011

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definida en 1812 como “el conjunto de españoles de ambos hemisferios”, sin

establecer fronteras, se vio drásticamente mermada en sus territorios a los doce

años, cuando en Ayacucho, en 1824, se hizo definitiva la independencia de las

nuevas repúblicas americanas. Tampoco se abordó en la Constitución de 1837 el

trato que debía darse a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, hasta que en 1898 dejaron de

ser parte de la nación. Hay un último caso que conviene recordarlo, en 1958 el

Sahara española fue integrado como provincia con el mismo rango que cualquier

otra provincia de la península. Sin embargo, se demostró una vez más que la

sacrosanta unidad de la patria no tenía territorio, porque se abandonó en 1976 y la

nación dejó de tener una provincia que, en teoría, valía tanto como Lugo o

Alicante...

Quizás sea necesario recordar que el Estado es históricamente contingente y no

tiene por qué organizarse siempre sobre unas esencias nacionalistas que lo

conviertan en entidad sagrada. Puede adoptar diferentes formas. De hecho, el

proceso de integración europea, aun con todas sus dificultades y vendavales, es un

argumento para construir un Estado por encima de las identidades nacionales y de

los Estados nación fraguados desde el siglo XVIII. Incluso el hecho de que en el

caso español existan varias naciones y nacionalidades es buena muestra de que la

construcción del Estado es una tarea en continuo proceso. No se termina la historia

ni con la Constitución de 1978 ni tampoco debe provocar alarma que los territorios

aparezcan de modo regular como ejes de conflictos en esa unidad nacional que

lógicamente no alcanza nunca la normalidad, porque el conflicto es parte

fundamental de la política misma.

Por ejemplo, en el caso español, si desde finales del siglo XIX los nuevos centros

industriales de Cataluña y el País Vasco generaron potentes intereses y

movimientos territoriales de rango nacionalista, ahora, en la sociedad postindustrial,

el papel de la región de Madrid, centro financiero y de servicios de enorme calado,

ha generado ya un nuevo enfoque con nuevos agentes territoriales que desafían la

política del Estado sobre todo en lo referente a inversiones e infraestructuras.

La historia no es quietud y la España de las Autonomías ha supuesto un proceso de

politización con criterios enfrentados sobre el modo de desarrollo de cada región.

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Además, en tensión con la tendencia del gobierno central a sobreponer sobre todas

las Comunidades Autónomas una estrategia económica catalogada como nacional o

estatal. El debate existente en estos primeros años del siglo XXI sobre el papel de

los gobiernos autonómicos, si ejecutores de la política estatal o representantes de

criterios diferenciados sobre el desarrollo, está abierto entre los que propugnan

replantearse el Estado de las Autonomías o quienes impulsan una organización

claramente federal. Ahora bien, con la crisis mundial iniciada en 2007, que sigue

viva en este año de 2011, queda al descubierto que el contexto de estos gobiernos

autonómicos ya no es nacional sino directamente europeo e incluso global, porque

es la Unión Europea la que gobierna la capacidad de endeudamiento de cada

territorio, sea Estado nación o gobierno autonómico. No es éste el lugar para

proponer maneras de influir a escala europea, sólo se enuncia la novedad de la

situación para exponer que los antiguos parámetros del Estado-nación han

cambiado de escala. Todos, el económico y también el cultural y el linguístico, por

más que nos enardezcamos con la inmersión linguística en una u otra Comunidad

Autónoma.

Frente a los que siguen aferrados a la sagrada unidad construida históricamente,

hay que recordar que la historia no es eterna ni alcanza una meta de una vez por

todas. Probablemente estemos viviendo un momento en el que la tendencia o

necesidad a construir nuevas formas estatales supranacionales, como es la Unión

Europea, paradójicamente suponga el reforzamiento de las redes interregionales

como nuevos espacios para el desarrollo económico y, por ende, para hacerse oir

políticamente y para organizar sus identidades culturales. Las funciones del Estado

nacional han cambiado y se han redistribuido desde nuestra Constitución de 1978,

por un lado, y desde la integración en la Unión Europea, por otro. Si se acepta que

la forma actual dominante de Estado-nación es históricamente contingente, se

pueden analizar los problemas del presente no de forma teleológica, con la obsesión

de la unidad, sino con criterios de futuro. Pero llegados a este punto, comienza otro

tipo de análisis que ya no es histórico sino prospectivo: ¿tomará el Estado un rumbo

confederal dentro de España y de la Unión Europea?