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MITO Y ARQUEOLOGIA EN EL NACIMIENTO DE CIUDADES LEGENDARIAS DE LA ANTIGUEDAD .. ´ César Fornis (coord.)

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ÚLTIMOS TÍTULOS EDITADOS EN LA SERIE HISTORIA Y GEOGRAFÍA

Realidades con�ictivas. Andalucía y América en la España del Barroco.

Miguel Luis López-Guadalupe y Juan José Iglesias Rodríguez (coordinadores).

Carmona Romana (2 Volumenes) 2º Ed.Antonio Caballos Ru�no (editor).

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La arqueología romana de la provincia de Sevilla. Actualidad y perspectivas.

Sandra Rodríguez de Guzmán Sánchez (coordi-nadora).

La masonería en Granada en la primera mitad del siglo XIX.

José-Leonardo Ruiz Sánchez.

El objetivo principal del presente libro es analizar el nacimiento y conformación, tanto en el plano mítico y literario como en el arqueológico, de un elenco de ciu-dades legendarias de la Antigüedad clásica que han marcado con su impronta el pensamiento y la cultura occidentales, ciudades cuyos meros nombres desatan nuestra imaginación: Atenas, Esparta, Tebas, Roma, Cartago y Gadir. Los pro-gresos paulatinos de la ciencia arqueológica en los últimos años han con�rmado, modi�cado o refutado, según los casos, la información aportada por la tradición literaria, compleja y sesgada en virtud del poder alcanzado por estas ciudades. Se trata por lo tanto de una puesta al día de nuestros conocimientos cientí�cos sobre el origen de estas poderosas y emblemáticas ciudades, casi siempre oscuro y teñido por el mito, hondamente arraigado en una época arcaica en la que aún era infre-cuente el uso de la escritura.

Los autores de cada uno de los seis capítulos, todos ellos solventes profesores universitarios, han sido seleccionados por ser excelentes co-nocedores de las ciudades cuyos orígenes, rea-les e imaginarios, presentan con lenguaje claro y asequible, pero a la vez preciso, sin renunciar en ningún caso al rigor cientí�co. Domingo Plácido (Atenas), Massimo Na�ssi (Esparta), José Pascual (Tebas), Fernando Prados (Car-tago), Jorge Martínez-Pinna (Roma) y Adolfo Domínguez Monedero (Gadir) se erigen en competentes guías que conducen al lector por los intrincados vericuetos de los mitos funda-cionales grecorromanos del Arcaísmo (grie-go, latino e hispano), no con la intención de arrumbar tales relatos etiológicos, sino de ex-plicarlos y racionalizarlos, como una vía para comprender a las gentes que les dieron vida, los difundieron y, por qué no decirlo, en muchas ocasiones los instrumentalizaron.

MITO Y ARQUEOLOGIA EN EL NACIMIENTO DE CIUDADES

LEGENDARIAS DE LA ANTIGUEDAD..

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Mito y arqueología en el nacimiento de ciudades legendarias de la antigüedad

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César Fornis(coord.)

SEVILLA 2012

Mito y arqueología en el nacimiento de ciudades legendarias de la antigüedad

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Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o me-cánico, incluyendo fotocopia, grabación y sistemas de recuperación, sin permiso escrito del Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.

Motivo de cubierta: “The Persian Porch and the place of consultation of the Lacedemonians” (ca. 1816) de Joseph Michael Gandy (1771-1843), acua-rela que se encuentra en The Getty Research Institute, Los Angeles y a quien agradecemos el permiso de reproducción

Diseño de cubierta: Santi García. [email protected]

© SECRETARIADO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA 2012

Porvenir, 27 - 41013 Sevilla Tlfs.: 954 487 447 - 954 487 452; Fax: 954 487 443 Correo electrónico: [email protected] Web: http://www.publius.us.es

© CÉSAR FORNIS (coord.) 2012© De los textos, sus autores 2012

Impreso en papel ecológicoImpreso en España - Printed in SpainISBN: 978-84-472-1439-6Depósito Legal: SE 4758-2012Maquetación: Santi García. www.elmaquetador.esImprime: Ulzama Digital

COMITÉ EDITORIAL:

Antonio Caballos Rufino (Director del Secretariado de Publicaciones)

Carmen Barroso CastroJaime Domínguez AbascalJosé Luis Escacena CarrascoEnrique Figueroa ClementeMª Pilar Malet MaennerInés Mª Martín LacaveAntonio Merchán ÁlvarezCarmen de Mora ValcárcelMª del Carmen Osuna FernándezJuan José Sendra Salas

Serie: Historia y GeografíaNúmero: 241

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– ÍNDICE –

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 César Fornis. Universidad de Sevilla.

I. ATENAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Domingo Plácido. Universidad Complutense, Madrid.

II. ESPARTA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

Massimo Nafissi.Università degli Studi di Perugia.

III. TEBAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 José Pascual.Universidad Autónoma de Madrid.

IV. CARTAGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 Fernando Prados Martínez.Universidad de Alicante.

V. ROMA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Jorge Martínez-Pinna. Universidad de Málaga.

VI. GADIR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 Adolfo J. Domínguez Monedero. Universidad Autónoma de Madrid.

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– CARTAGO –Fernando Prados Martínez. Universidad de Alicante

Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre se retrae al pasado, así como aspira a con-quistar el porvenir; peleamos con los muertos, que son los que nos hacen sombra a los vivos. Sentimos celos de los genios que fueron, y cuyos nombres, como hitos de la historia, salvan las edades. El cielo de la fama no es muy grande, y cuantos más en él entren, menos toca a cada uno de ellos. Los grandes hombres del pasado nos roban lugar en él; lo que ellos ocupan en la memoria de las gentes nos lo quitarán a los que aspiramos a ocuparla.

Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida(edición Akal 1983, 105-106)

Cartago. La sobrevivencia en la memoria del Mediterráneo

Como extraída de la obra tardía de Braudel, Les mémoires de la Médi-terrannée, Cartago se yergue aún hoy orgullosa en el centro del mar interno, testigo directo de un pretérito común y de una memoria compartida por to-dos aquellos que, de una forma o de otra, han querido aproximarse al cono-cimiento de su pasado y de su final trágico (fig. 1). Cartago es historia y es mito, es realidad y es leyenda, porque así ha quedado como evocación direc-ta de lo que somos cada uno de nosotros, teselas de un mosaico de recuerdos que se renuevan constantemente cuando ejercitamos quizás el más humano de los dones: la memoria.

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Fig. 1: El Mediterráneo con las principales ciudades mencionadas en el texto.

Cartago, la vieja “nueva ciudad”, capitaliza buena parte de un pasado eternamente presente y por ello, no puede faltar en una obra que, como ésta que tiene el lector en sus manos, saca del baúl y desempolva las grandes ciudades de la Antigüedad tratando de aportar qué hay “de nuevo” entre “lo antiguo”. Es por ello que este texto es eminentemente historiográfico y bibliográfico, pues no hay otra forma de cumplir con los objetivos que de partida se nos exigen.

En estas páginas, pues, transitaremos por entre los ecos de la mítica Car-tago, colonia, metrópolis y “madre mediterránea” a la vez (Moscati, 1983), desde las fábulas y los reflejos medievales hasta su redescubrimiento arqueo-lógico a mediados del siglo XIX. También revisaremos las últimas investiga-ciones para conocer, con todo ello, el proceso en el que tanto su fundación como su desarrollo histórico posterior configuró y perfiló su personalidad hegemónica.

El desarrollo urbano en el que Cartago se incluyó, como el de las otras grandes póleis mediterráneas, ha sido abundantemente abordado por his-toriadores y arqueólogos (p.e. Acquaro, 1978), que lo entendieron como parte fundamental de un proceso histórico de larga duración, resultado de una progresiva complejización social de las sociedades de la Edad del Bron-ce tras un recorrido iniciado largo tiempo atrás con la sedentarización que supuso la revolución neolítica. Aunque este proceso tuvo entre las civiliza-ciones del creciente fértil sus primeros ejemplos, son los modelos clásicos,

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desarrollados en el marco del Mediterráneo a lo largo del primer milenio a.C., los que han capitalizado el debate al constituir el origen de muchos de los parámetros de la vida urbana que caracteriza a las sociedades occidenta-les en las que hoy vivimos.

Cartago, como otras tantas ciudades mediterráneas, como las que en este libro se tocan, fue una creación eminentemente humana, que arrancó de lo na-tural, del barro primigenio, para ser modelada como producto complejo. Este debía servir a las necesidades de una sociedad compleja, tal y como se con-templa en el zoòn politikón aristotélico, concepto que alude al hombre como animal político, parte de la ciudad en sí misma (Bendala, 2003, 12). En otras contribuciones de este mismo libro se puede comprobar cómo la pólis griega, constituida por la ciudad y su territorio, reflejó a la perfección, además de una dimensión territorial, la mencionada unión entre ciudad y ciudadanos, como comunidad de personas, de espacio y territorio, de cultos y leyes, que podía gestionarse a sí misma (Raaflaub, 1991, 566). Cartago funcionó también, desde su fundación, como una perfecta unión de ciudad y territorio, y sus ciudadanos, reflejo de una enorme heterogeneidad cultural y racial, la dotaron de un marcado carácter mestizo que la ciudad exportó por el Mediterráneo central y occidental con mucha intensidad ya desde el siglo VI a.C.

Diversas son las fuentes que recogen tradiciones sobre el origen de cier-tas ciudades fenicias, sobre todo de aquellas que aún en época clásica man-tenían vivo su prestigio como Tiro, Cádiz o Cartago. La mayoría de estas tradiciones se encuadran dentro de la erudición helenística y responden a una necesidad explícita de legitimar las ciudades y emplazarlas dentro de una tradición culta grecolatina. Esta es la razón por la que se vinculan nor-malmente a hechos históricos de referencia como puede ser la guerra de Troya. Cartago es mito, es leyenda, y en esa esfera de lo simbólico, mitos y héroes de fundación desempeñaron un papel primordial en su nacimiento y desarrollo. Recordemos ahora brevemente el acto fundador de la ciudad por Elisa, la princesa fenicia exiliada.

Existen distintas fuentes griegas que recogen la fundación mítica de lo que se ha convertido, tras la versión que Virgilio introdujo en la Eneida, en uno de los acontecimientos más reconocidos de la tradición literaria medi-terránea (fig. 2). De Justino (XVIII, 4-5) tenemos la más detallada de las descripciones que, al parecer, recogió del griego Timeo de Taormina. Elisa (llamada también Dido), perteneciente a la casa real de Tiro, era hija del rey Muto (o Mattan) y hermana de Pigmalión. Tras la muerte del padre los dos hermanos, Pigmalión y Elisa, se disputaron la sucesión al trono de la metrópolis fenicia. Elisa, quizás por intereses políticos y hereditarios, con-trajo matrimonio con su tío paterno, Acerbas, a la sazón sacerdote de Hér-cules-Melkart. Este es un detalle que dota al relato de cierta verosimilitud,

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pero que subraya relaciones endogámicas que, al margen de su más que posi-ble base histórica, dota a la genealogía de la casa real de Tiro de una conside-ración negativa para griegos y romanos, que tenían esta consanguinidad como un hecho propio de bárbaros y típico de los fenicios (Zamora, 2006, 362).

Fig. 2: La construcción de Cartago. Eneida Vergilius Vaticanus. Biblioteca Apostólica, Cod. Vat. Lat. 3225.

Acerbas, rico sacerdote de Melkart, reunía en su entorno poder político y militar, propio de una figura monárquico/sacerdotal de tipo oriental. Por ello Pigmalión, por miedo a perder su posición, asesinó a Acerbas y persiguió a su hermana, que, junto a sus fieles, huyó de la metrópolis fenicia con en-gaños llevándose riquezas. Estas intrigas palaciegas son muy del gusto de las tradiciones míticas clásicas y la forma en la que ésta se produjo, con engaños, traiciones, robos y asesinatos parece ser muy propias de la tradición griega. El relato está plagado de tópoi narrativos (González Wagner, 2001). La aún prin-cesa Elisa y su grupo de fieles seguidores tuvieron que huir hacia Occidente, en un ejemplo de huída hacia adelante que enmascara tras de sí un claro fe-nómeno colonial. En su primera escala, en la isla de Chipre, la comitiva creció acogiendo gentes fenicias. Con indulgencia de los sacerdotes del templo de Astarté pudieron llevarse furtivamente mujeres jóvenes, destinadas a hacer posible la posterior fundación de una colonia ya en suelo africano.

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Con la llegada de la princesa tiria a las costas africanas es donde la his-toria se convierte en mito y el mito en leyenda; una de las más hermosas de la Antigüedad: una vez que la comitiva de fenicios desembarcó, la población indígena rechazó su presencia, al menos inicialmente. Elisa debió pactar por ello con un régulo local y adquirir para fundar su ciudad el terreno que abarcase una piel de buey extendida. Parece ser que el nombre de Byrsa (que significa «piel de buey») con el que se conoce a la colina en la que se ubicó la acrópolis, el centro político de la ciudad de Cartago, recuerda la piel cortada por Elisa para delimitar el terreno de la ciudad.

La astucia de la hermosa princesa quedó demostrada cuando cortó en finas tiras la piel, y obtuvo la superficie suficiente como para fundar su ciu-dad. Este rey massile llamado Hiarbas, ingeniosamente engañado por Elisa, quedó prendado de su belleza e inteligencia, hasta el punto de querer a toda costa tomarla como esposa. En el trasfondo de esta compra tenemos otro elemento de juicio que vinculan el mito con la verosimilitud de las situacio-nes coloniales: los pactos, el pago de los tributos, los acuerdos y la adquisi-ción de un terreno específico, delimitado aunque sea con una simple piel pero que acentúa el carácter sagrado de sus límites, algo que recuerda a la fundación de la propia Roma.

Elisa no accedió a desposarse con Hiarbas y ante una amenaza bélica y en beneficio de su pueblo, decidió inmolarse arrojándose a una pira (un tipo de suicidio rechazado por el mundo clásico y atribuido a fenicios y púnicos). El motivo servirá de nuevo como muestra y confirmación de la traicionera fides punica, es decir, a los ojos de Roma una falta de lealtad y de incumpli-miento de los pactos y los tratados. En la versión virgiliana, la muerte de la reina acontece tras la llegada de Eneas desde Troya, y se explica primero por el enamoramiento de la princesa y luego por la desesperación por su partida, ya que Eneas debía cumplir con su objetivo primero, que no era otro que el de fundar una ciudad en el Lacio (fig. 3). La versión que se relata en la Eneida de la construcción de Cartago acentúa la diferencia y parece repre-sentar una versión contrapuesta, imperfecta, a la de la fundación de Roma.

Eneas, el viril héroe troyano, ancestro de los romanos y descendiente de Afrodita, obtuvo el derecho para la fundación gracias a una conquista mili-tar, que unió a sus gentes con los indígenas tras el rapto de las sabinas y pac-tó su matrimonio con la hija del rey Latino, obteniendo, de este modo, los derechos que legitimaban sus acciones. Supone esta actitud, como decíamos, un claro contrapunto a lo visto para Cartago, donde la propia protagonista no sólo no tiene un pasado mítico, sino que su propia actitud incestuosa, en-gañosa y sibilina propició una adquisición de terreno de forma impropia y ni siquiera promovió el mestizaje, ya que al aportar mujeres fenicias a su nueva fundación no propició una integración directa con los autóctonos.

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Fig. 3: Amores de Dido y Eneas. Detalle del fresco de la casa del citarista (Pompeya). (C) Museo Archeologico Nazionale

di Napoli (inv. 112282).

Igualmente la princesa fenicia se negó en rotundo, hasta el punto de dar su vida, a contraer un pacto de tipo matrimonial con un régulo local, lo que de algún modo hubiera supuesto dotar de carácter legítimo a la nueva ciudad. Cartago formó parte para los romanos, por estas razones, de una escala inferior. La existencia o ausencia de los valores clásicos romanos en los pueblos se apoyaba en tradiciones ancestrales (Dumézil, 1969). Los ro-manos mencionaron frecuentemente tanto la fides punica como la perfidia, basándose en actitudes, acciones y comportamientos como los que se descri-bían en el propio mito de fundación de la ciudad (Dubuisson, 1983; Prados Martínez, 2006, 252).

Esa ciudad fundada de la nada por Elisa fue una creación esencialmente humana, lo que significó una traición a la naturaleza. En el plano simbólico

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Cartago, a pesar de su mito de fundación, del que tenemos tan sólo su visión parcial grecorromana, encarnaba el dominio humano frente a la naturale-za, el orden urbano frente al caos nómada. Los mitos relacionados con la ciudad y la memoria histórica común tuvieron un papel fundamental como depositarios y potenciadores de los sentimientos de pertenencia a la comu-nidad (Bendala, 2003, 13) y debieron existir y ser muy fuertes en el caso cartaginés. El nombre Qart Hadasht con que se conoce a la urbe cartaginesa fue expresión de su carácter de fundación ex novo y en lengua fenicia pudo caracterizar, en una interpretación libre que subscribimos en este texto, a una colonia en sí misma. Ello se apoya en el argumento de que los fenicios utilizaron esa denominación para sucesivos asentamientos de similar carácter tanto en Chipre como en el norte de África. Allí surgió la Cartago objeto de estas páginas, que pudo fundar, ya en el siglo III a.C., otra Qart Hadasht en suelo hispano y que, como la madre africana, aún mantiene vivo hoy su nombre: Cartagena.

¿Y qué decir sobre la fecha de la fundación? pues que existen diferentes tradiciones, unas que llevan su origen a la época de la guerra de Troya, como Filisto de Siracusa, Eudoxo de Cnido o incluso Apiano (Lybica I 1) y otras, con más verosimilitud, hacia finales del siglo IX a.C., siendo la aportada por Flavio Josefo (s. I d.C.) la que puede acercarse más a la realidad y la que, como veremos en las siguientes páginas, parece ser confirmada por los hallazgos arqueológicos más recientes. Josefo sigue a Menandro de Efeso, quien tuvo acceso directo a fuentes fenicias y nos transmite la noticia de que Cartago fue fundada en el séptimo año del reinado de Pigmalión de Tiro (dato éste que se puede confrontar con la lista de reyes de Tiro). Esta men-ción, además, es sincrónica con la que se puede leer en la inscripción IM 55644 de Salmanasar III, que ubica la fundación de Cartago entre los años 825 y 820 a.C. (la inscripción del monarca asirio alude a un rey Mattenos/Mattan de Tiro). También Timeo, fuente fundamental del relato de la huída de Elisa que recoge Justino, como hemos visto, sitúa la fundación de Car-tago 38 años antes de la primera olimpíada (aproximadamente, pues, hacia el 814 a.C.). Cualquiera de estas fechas no se aleja demasiado de las que se proponen hoy a partir de la documentación arqueológica (Lancel, 1994; Docter et alii, 2005; 2007) y sobre las que volveremos más adelante.

Es muy probable que en el entorno de una laguna, con una fértil y extensa retrotierra, en una zona de moderada elevación, con buena visibilidad y junto a la costa, existiese una colonia fenicia con ese nombre ya en el siglo VIII a.C. y posiblemente ya tuviese, para ese momento, un acentuado carácter urbano. Justino (XVIII 8 ss.) describe cómo «…atraídos por la esperanza de ganancias, los habitantes de los lugares cercanos acudieron en tropel para vender sus géneros a estos nuevos huéspedes, estableciéndose junto a ellos, y su número

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creciente daba a la colina el aspecto de ciudad…». Las posibilidades que ofrecía el lugar son las mismas que se aprecian en otras tantas fundaciones fenicias, siguiendo unos paradigmas que han sido definidos como “patrones de asentamiento” por los especialistas y que responden a unos mismos cri-terios y necesidades. La noticia de Justino introduce, además, un dato fun-damental para que un primer asentamiento colonial tuviese éxito y éste no es otro que el de la existencia de población indígena. También lo es el hecho de que la zona hubiese sido ya frecuentada por fenicios desde antiguo y que estos mismos fenicios que habían liderado fundaciones próximas, como la propia Útica, viesen con buenos ojos estos nuevos asentamientos, inmersos en un proceso colonial de “segunda época”.

Cartago entre el ciclo troyano y la realidad colonial

Eneas admira esta obra, hasta no hace mucho cons-tituida por simples chozas; admira sus puertas, la ani-mación y el adoquinado de sus calles. Los tirios trabajan arduamente; prolongan las murallas, levantan la ciuda-dela, unos construyen los puertos, otros colocan asientos profundos en los teatros ¡Oh, dichosos aquellos cuyos mu-ros se levantan ya del suelo, dice Eneas y, alzando sus ojos, contemplan los techos que coronan la ciudad!

Virgilio, Eneida I 421-427.

Con anterioridad a la guerra de Troya, ya en el II milenio a.C., gentes de Tiro, Sidón, Arad, Biblos y otras ciudades cananeas surcaban de extremo a extremo el Mediterráneo con sus naves. Con ello cubrían unas necesidades impuestas por la geografía de su país, es decir, por la falta de recursos y de espacio físico. Sabemos que, bajo la amenaza del imperio asirio, los fenicios ocuparon un angosto territorio enmarcado por la elevada y difícilmente tran-sitable cordillera del Líbano y el mar. Estos argumentos deterministas, no por clásicos o manidos, dejan de ser válidos hoy (defendidos recientemente en Fantar, 2011) para buscar una explicación a la “solución colonial fenicia”. Desde finales del II milenio a.C. la marina fenicia frecuentó las islas centro-mediterráneas y las costas europeas y africanas, con un amplio conocimiento no solamente de las técnicas o rutas de navegación, sino de los fondeaderos, las escalas náuticas y los puntos de atraque o de aguada para sus flotas.

Paralelamente, este conocimiento de las costas y de las escalas se vio en-riquecido por el contacto con los distintos autóctonos y por los fenómenos de comercio e intercambio que, necesariamente, se debieron ir desarrollando

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de forma paulatina y creciente. La multiplicación de estos contactos, el esta-blecimiento de rutas fijas y la realización de pactos como los que dejan en-trever los textos literarios de carácter mítico supusieron el caldo de cultivo en el que fraguó todo el entramado comercial en el que se fueron inscribien-do los procesos fundacionales de carácter urbano, siendo Cartago, en pocos años, el más “oficial” de todos ellos (Fantar, 2011, 23).

Desde el punto de vista histórico, y refrendado en buena parte por el mito, el origen de Cartago se ha de buscar en su acentuado y temprano orien-talismo, que se entiende dentro de un complejo y largo proceso que se rela-ciona con la situación por la que pasaban esas ciudades fenicias a lo largo del siglo IX a.C. Esta situación provocó un giro radical en el desarrollo de las colonias y en una nueva política de fundación de centros urbanos de carácter económico entre los que destacó Cartago. Solo ya a partir del siglo VI a.C., tras la pérdida de autonomía de las ciudades fenicias de Oriente, los estable-cimientos fenicios de Occidente, con Cartago al frente, iniciaron un periodo de despegue económico basado, fundamentalmente, en la autonomía política y en la independencia comercial (VV.AA., 1991), que aún no era tal para el momento que abordamos con más detalle en este texto.

El relato del viaje de Elisa enmascara, al fin y al cabo, el natural tras-lado de colonos desde las urbes fenicias para asentarse en las colonias de ultramar, con la intención primera de huir de la tensa situación existente en Fenicia y con el deseo natural y legitimo de prosperar, propio de cualquier grupo emigrante. La multiplicación de la población en las nuevas fundacio-nes, sumado a la llegada de contingentes de población local que vieron en la creciente ciudad un excelente escaparate y un magnífico mercado donde dar salida a sus productos y a su artesanía, debió de significar un aumento de ri-queza que, además, se vio beneficiado por el resquebrajamiento de los lazos económicos que unían a las colonias con sus metrópolis.

Tanto su posición geográfica como los beneficios obtenidos por el de-sarrollo del comercio hicieron que Cartago estableciese, en pocas décadas, un liderazgo sobre el resto de las antiguas colonias. Precisamente, la nueva posición de Cartago liderando asociaciones y sellando tratados político-eco-nómicos, sumada a su potente flota militar, fue una de las causas directas de la configuración del denominado imperialismo cartaginés y de la creciente rivalidad con Roma (Arteaga, 1994). En este hecho se diferenció la manifes-tación de poder de los cartagineses de la que habían demostrado los fenicios. Si éstos, desde una idéntica organización estructurada en ciudades-estado, se habían centrado únicamente en la fundación de establecimientos comerciales sin demasiado interés en un control territorial, los cartagineses, por su parte, tomaron como ejemplo la colonización griega por el Mediterráneo y sí mani-festaron su intención de ejercer un control territorial en las diversas regiones.

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Cartago inició en el Mediterráneo occidental un proceso de cambios políticos partiendo de la emergencia de la ciudad-estado de forma similar a las póleis griegas y centrándose, fundamentalmente, en aspectos clave como la ordenación de su territorio, las integraciones interétnicas de las estruc-turas de clases y el desarrollo de una política centralista que transformó al antiguo establecimiento colonial en una entidad urbana de carácter estatal (Arteaga, 2001). Cartago demostró ser diferente del resto de las fundaciones fenicias ya desde su fundación y puede que la explicación radique en el ca-rácter que los fenicios imprimieron a esta ciudad (fig. 4).

Fig. 4: Reconstrucción de Cartago, según P. Aucler, Reconstruction of the city of Carthage on account of Appian of Alexandria’s record, París, 1906.

Desde el punto de partida, Cartago tuvo una idiosincrasia completa-mente opuesta al resto de las colonias. Puede que el relato de la huida de Elisa de Tiro y la fundación de una nueva capital sea tan solo una leyenda más de las que inundan las mitologías de los pueblos mediterráneos. Lo que resulta evidente es que la naturaleza de la ciudad se muestra distinta desde el principio a la que se aprecia en otras fundaciones, algunas, como la propia Utica, más antiguas. Puede que bajo el término Qart Hadasht o «ciu-dad nueva» se esconda la existencia de un asentamiento anterior de carácter indígena ubicado en la plataforma superior de la colina de Byrsa, sede de la posterior acrópolis de la ciudad. Así han sido explicados algunos restos arqueológicos detectados, tales como fondos de cabaña o agujeros para pos-tes de pequeñas cabañas o mapalia típicas de un asentamiento de carácter temporal (Lancel, 1994, 136).

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Pero los textos, e incluso otros hallazgos arqueológicos recientes, apun-tan a que Cartago surgió directamente como ciudad. No fue ni un asen-tamiento defensivo ni una factoría comercial o un fondeadero. Quizás la existencia de esa riqueza de datos sobre los mitos de su fundación nos dé una pista de la importancia de la ciudad. Cartago cuenta con su propia leyenda, al igual que los grandes centros urbanos del Mediterráneo en la Antigüedad. Más allá de ser una simple colonia, la ciudad norteafricana se configuró como una extremidad más de ese desmembrado cuerpo que com-puso la cultura fenicia. A pesar de lo comentado, la cultura cartaginesa fue una cultura híbrida desde su inicio. El enorme potencial y el bagaje cultural fenicio no impidió que en Cartago se manifestasen y perdurasen numerosos elementos líbicos y beréberes, visibles en los textos mencionados. Ya hemos visto que Timeo de Taormina (c. 350-260 a.C.) sugirió que la ciudad debió de ser fundada en 814/3 a.C. por un grupo de fenicios procedentes de Tiro. Sin embargo, hasta hace poco esta fecha de fundación no había sido corro-borada por los hallazgos arqueológicos, lo que no era sino causa directa del escaso desarrollo científico de las intervenciones que desde un siglo antes se estaban produciendo en la ciudad.

Hasta las excavaciones de las últimas dos décadas los materiales más antiguos exhumados eran algunos fragmentos de cerámica griega geométrica importada que apuntaban a una presencia estable en el sitio en ningún caso anterior al 760 a.C. A pesar de que estos hallazgos reflejaban el desarrollo de actividades comerciales bien asentadas y estructuradas, que podían lle-var alguna década atrás el momento de la fundación, seguía existiendo un décalage cercano al medio siglo con respecto a las fechas que apuntaban las distintas tradiciones que hemos comentado ya en el primer apartado. Solo las más recientes actuaciones han podido rellenar de forma plausible y con-trastada este hueco (Docter et alii, 2007), como veremos inmediatamente.

Los fragmentos cerámicos fenicios que podían ayudar a fechar eran tremendamente estereotipados y no permitían concretar, ya que pudieron ser creados, como vulgares imitaciones, en talleres alfareros locales. Estas producciones se fecharían hacia el último cuarto del siglo VIII a.C. Los estudios de los materiales cerámicos encontrados tanto en el ámbito urbano como en el tofet y en la ciudad apuntaban a una fecha de fundación de la ciu-dad hacia 780–770 a.C. (Benichou-Safar, 2004), que ha podido ser recien-temente matizada gracias a diversas actuaciones en otras zonas de la ciudad (área de Bir Massouda) y a la realización de dataciones radiocarbónicas ab-solutas (Docter et alii, 2008, 382) que han aportado fechas de entre 835-800 a.C. con un 95% de fiabilidad (Docter et alii, 2005, 557 y 572, tab. C).

Anteriormente aludíamos a las chozas o mapalia, que presentan una estructura arquitectónica simple con zócalos de mampostería y alzado de

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adobes. Si Cartago ya existió a principios del siglo VIII a.C. como ciudad, quizás debió de tener una fase preurbana ligeramente anterior (lo que po-dría explicar el uso del término de «nueva ciudad» o Qart Hadasht para la fundación fenicia frente a una población anterior, de carácter indígena, posiblemente asentada en la zona elevada de Byrsa). Quizás esa ciudad de cabañas es la misma que describió el poeta latino Virgilio, como hemos visto al arrancar este apartado, cuando el héroe troyano, hijo de Anquises y Afro-dita, fue testigo directo de la construcción de Cartago: «...admira esta obra, Eneas, hasta no hace mucho constituida por simples chozas».

Cartago en la Historia. De la Edad Media al siglo XIX

Los cartagineses alimentaron siempre, entre ellos, un mal que les era propio e interno: la discordia; y dado que éste les acosaba continuamente para su desdicha, nunca conocieron ningún momento próspero en el extranjero, ni tranquilo en el interior

Orosio, Historiae Adversus Paganos IV 6.

La gravedad de la acuciada escasez de documentación literaria cartagine-sa se acrecentó, a través de los siglos, con la falta de descubrimientos de mo-numentos púnicos de cierta consideración. Esto contribuyó aún más a sumar en el olvido a la cultura cartaginesa y a envolverla, de algún modo, en un halo enigmático. Para la Europa medieval fueron San Agustín y su discípulo Oro-sio las fuentes principales de conocimiento. Este último fue el encargado de redactar, a principios del siglo V, la tendenciosa Historia contra los paganos, donde Cartago es un agente negativo abocado al fracaso por su propia idio-sincrasia (Ferrer, 1996, 19). En ésta y en similares obras se aprecia una espe-cial animadversión por todo lo relacionado con Cartago, como ciudad pagana y enemiga no solo de la fe, sino también del orden universal promovido desde Roma.

Estos autores se encargaron de menospreciar todo lo relacionado con Cartago y su universo cultural, que fue rebajado a una categoría bárbara, pa-gana, sanguinaria y atroz, alejada totalmente de lo que debía ser una conducta propia de seres humanos. Además, muchos de estos autores fueron el cimiento principal para la construcción de la posterior historiografía cristiana medie-val. La historiografía durante la Edad Media es fácilmente criticable en su conjunto; al teocentrismo que inunda cualquiera de las historias relatadas en

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este periodo, hay que sumar la falta de sentido crítico y de rigor metodológi-co-científico. A lo largo de este periodo la Ciencia Histórica no se manifiesta como un estudio autónomo, y se ve inmersa dentro de las corrientes culturales “oficiales” tales como la Filosofía y la Teología (Ferrer 1996, 17).

En esta cuestión radica la dificultad que los estudios históricos sobre Cartago y su civilización tuvieron a lo largo de toda la Edad Media, siempre dependientes, al menos para la cultura europea, de su contrastación con la línea correcta que marcaron las civilizaciones clásicas que desembocaron en el cristianismo. Parece que no fue tanto así en el mundo árabe (Abbassi, 2005), donde Cartago y sus figuras destacadas que lucharon contra Roma, caso de Aníbal, fueron elevadas al rango de símbolo, a veces de carácter sagrado o místico -sidi Anbil- en la lucha en contra de los infieles cristianos, sobre todo dentro de la literatura apologética (Srarfi Abid, 2007, 33). Más tarde perso-najes claves de la historia europea protagonistas de la lucha religiosa, como Carlos V, adoptaron rasgos y formas, sobre todo en la iconografía propagan-dística, cercanas a los Escipiones, adversarios de Cartago por antonomasia. Así se revistió de actualidad –y veracidad– a los textos de Polibio y Tito Livio que contraponían la imagen de la virtus romana –léase cristiana– personifica-da en Escipión a un Aníbal que personificaría a su vez la crueldad, la ambi-ción desmesurada, la codicia y la insidia de los cartagineses (Jiménez Vialás, 2012, 494). De este modo, durante el conflicto hispano-turco del siglo XVI se reflejaron, tanto en el arte como en la literatura, temáticas propias de las Guerras Púnicas, que enfrentaron a Roma y Cartago como ahora lo hacían ca-tólicos y turcos otomanos en una especie de revival sobre idénticos escenarios.

El caso es que la propia desdicha, la idiosincrasia de un pueblo vencido, arrasado y olvidado provocó tiempo después el interés de algunos perso-najes cultos, sobre todo a finales del siglo XVIII. Tras la renovación del pensamiento y la ciencia que supuso el “Siglo de las Luces”, en las últimas décadas de esta centuria se subrayó como en ninguna antes el conflicto en-tre razón y fe, que trajo consigo la recuperación del estudio de las culturas paganas, sobre todo de aquellas que habían sido mantenidas en el ostracismo por los estudios escolásticos.

La erudición ilustrada y el academicismo europeo del siglo XVIII se ocupó de reescribir la Historia, pero partiendo desde postulados centrados en la tradición y en la sucesión de acontecimientos recogidos en la Biblia, siempre que se fuese a tratar sobre el mundo prerromano. Pese a ello, du-rante el siglo XVIII sí se entiende la Historia como ciencia y se comienza a estudiar de una forma independiente. Esto provocó una crítica constructiva sobre las publicaciones existentes hasta el momento e incluso surgieron co-rrientes que abogaban por unos enfoques mucho más sociales y políticos,

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alejados de la sucesión de grandes personajes y grandes acontecimientos que habían protagonizado cualquiera de los textos elaborados hasta esa fecha.

La búsqueda de lo original y de los orígenes como única salida a una li-bertad insatisfecha y el alejamiento de una sociedad en constante decadencia llevó a muchos eruditos a sumarse a la corriente romántica. Buscaban lo ex-presivo, por encima de lo bello, y rechazaban la perfección del arte clásico promovido por Winckelmann. Así creció paulatinamente el interés en las cul-turas periféricas, alejadas de la tradición, del academicismo y del gusto oficial. Intelectuales europeos se fueron alejando de la razón y de las academias para buscar nuevos mundos y descubrir otros lugares. Los primeros románticos alemanes y franceses comenzaron a ver en Cartago un espejo en el que refle-jar sus sentimientos internos, su propia “ruina vital”. Seguidamente serían los orientalistas los que se encargarían, a través de sus viajes y exploraciones, de dar a conocer, de una forma más fiel y ya no tan evocadora, lo poco o nada que quedaba en pie de la mítica ciudad de Elisa. Gracias a esta tendencia cen-trífuga se comenzó a redescubrir Cartago como objeto de las nostalgias de muchos, que trataron de descubrir países lejanos en el espacio y en el tiempo.

Las corrientes orientalistas que enlazaban directamente con el movi-miento romántico de los primeros años del siglo XIX fueron las que pro-movieron el viaje por el norte de África como uno de los destinos esenciales junto con la búsqueda de otros “Orientes en Occidente” que atrajo a mu-chos viajeros, por ejemplo, al sur de España (como R. Ford, D. Roberts o W. Irving, entre otros). A muchos de estos personajes cultos del viejo conti-nente les atrajo lo primitivo y escatológico de la civilización cartaginesa, de la que sabían gracias a la lectura de las fuentes clásicas y de Orosio. Por ello trataron de rastrear algo más, en primera persona, sobre la ciudad que man-tuvo su hegemonía durante siglos en el Mediterráneo y que estuvo a punto de derribar a Roma.

En la conciencia de los primeros aventureros que iniciaron el viaje a Barbaria estuvo siempre presente el interés de recuperar Cartago con toda su fuerza y su originalidad, que hicieron de ella una cultura híbrida ubicada a caballo entre Oriente y Occidente. La riqueza cultural y la importancia histórica de Cartago, o al menos la que se desprendía de la lectura de los textos, hizo acrecentar aún más, si cabe, la leyenda y el interés de viajeros y científicos europeos, sobre todo debido a la invisibilidad de sus restos, enmascarados bajo construcciones posteriores, en su mayoría romanas. Un protagonista de la vida cultural europea como el vizconde de Chateaubriand (1768-1848), por ejemplo, se declaraba “descubridor”, tras un viaje en 1815, de la auténtica ubicación de los puertos de Cartago, la sede de la flota más importante de la antigüedad, a la par que se quejaba de la falta de restos monumentales o de entidad de la ciudad antagónica de Roma (fig. 5).

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Fig. 5: La colina de Byrsa desde el puerto militar de Cartago. Foto autor (2004).

Un personaje clave para la recuperación de Cartago será el novelista Gus-tave Flaubert (1821-1880), que viajó por el norte de África especialmente fascinado con todo lo relacionado con la Cartago mítica, quizás conociendo las referencias y los escritos de Chateaubriand. De sus estancias y de sus visitas al solar de la que fue capital del imperio púnico obtuvo la inspiración nece-saria que plasmó en Salammbô (1862) que supuso una magnífica, imaginativa e ilustrada evocación novelada de la vida cartaginesa. En los sucesivos viajes que Flaubert realizó al norte de África desde 1858, nunca llegó a encon-trar vestigios púnicos y llegó a afirmar que «no existe la arquitectura púnica», aunque, por el contrario, quedó maravillado por los santuarios, los tofets y las necrópolis que pudo llegar a contemplar y que influyeron notablemente en la confección de Salammbô. La novela, incluida dentro de la corriente orientalis-ta por los especialistas (Daguerre, 1995, 129), no obtuvo una gran aceptación inicialmente, aunque despertó en los ambientes cultos europeos un especial interés por la historia de Cartago que desembocaría algo después en la recu-peración de su trama para la ópera, el arte e incluso el cine de principios del siglo XX (Fumadó Ortega, 2010, 10).

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Cartago y el nacimiento de la arqueología púnica (1857-1922)

…il y a des fois où ce sujet de Carthage m’effraie tellement pour son vuide que je suis sur le point d’y renoncer

carta a J. Duplan, 9 de mayo de 1857G. Flaubert, Correspondance

Para estudiar la evolución desde los estudios particularistas y positivis-tas (herederos directos de las corrientes cultas orientalistas) al nacimiento de una disciplina científica como tal, hemos de realizar un recorrido a lo largo de más de siglo y medio de investigaciones e interpretaciones. Éstas apenas si han sido abordadas desde una perspectiva crítica y desde un punto de vis-ta analítico, lo que repercute en una escasez de datos que podrían optimizar los estudios. Algunos de estos análisis historiográficos han sido publicados por españoles en los últimos años (Prados Martínez, 2000; 2004 y 2008) a veces, incluso, de forma monográfica (Fumadó Ortega, 2009), lo que ha de ser tenido en cuenta, sobre todo dado que nuestro país no ha liderado nunca las actividades arqueológicas desarrolladas en el solar de la metrópolis púnica. De igual forma sí nos ha permitido, quizás, alejarnos de los criterios colonialistas o africanistas que han caracterizado y capitalizado buena parte de las tendencias historiográficas, a veces próximas a justificar unas y otras actitudes dentro de la estructura colonial moderna (protectorado francés o nacionalismo beréber tras el proceso de descolonización) y que han de ser tenidas muy en cuenta por el hecho de que repercutieron en interpreta-ciones a menudo esencialistas (filohelenismo, filoberberismo, resistencias o permeabilidades a la colonización, a la romanización, etc.).

La lectura de los primeros relatos procedentes de los cuadernos de viaje de los exploradores y militares y los diarios de los misioneros cristianos que intentaron evangelizar el Magreb en el marco de los protectorados europeos en el norte de África provocaron en la Europa culta un interés creciente en el redescubrimiento de Cartago, tanto volcado en sus fases prerromanas como en la búsqueda de los orígenes del cristianismo en Occidente. En pa-ralelo, las misiones napoleónicas y la colonización británica de Egipto y la presencia en Grecia o en el Próximo Oriente habían llenado de contenido arqueológico los museos nacionales de las principales capitales europeas, al tiempo que se iban sucediendo las publicaciones de misiones arqueológicas que abrían al público del viejo continente unos nuevos horizontes del cono-cimiento sobre las grandes civilizaciones del pasado.

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Para el caso que nos ocupa, se fueron sucediendo los primeros intentos de sistematizar el conocimiento y de dotar de cierta verosimilitud a todo lo apuntado por las fuentes literarias clásicas y por una emergente ciencia histórica aún en fase especulativa. El primer trabajo estrictamente arqueo-lógico fue el que desarrolló el cónsul general de Dinamarca en Túnez, C.T. Falbe, en 1833. Falbe, de formación técnica y con amplios conocimientos de topografía por su pasado militar, elaboró la primera cartografía histórica de Cartago, incluyendo un levantamiento topográfico. Para la realización del levantamiento tomó más de un centenar de puntos aprovechando las im-prontas que formaban en el terreno los restos de las centuriaciones romanas, es decir, los cuadrados de 2.400 pies de lado que se correspondían exacta-mente con las superficies estipuladas en el catastro ordenado por los Graco en 122 a.C. Poco después, en 1835, se desarrolló sobre Cartago el segundo de los trabajos arqueológicos conocidos, de nuevo topográfico y a cargo esta vez de un francés llamado Dureau de la Malle. Sabemos que estas dos primeras actuaciones topográficas que conllevaron reconocimientos exhaus-tivos del terreno fueron manejadas por Flaubert ya en la década de 1850.

Desde estos primeros trabajos que podemos considerar científicos, tanto por su método como por sus intereses o motivaciones, las iniciativas sobre el conocimiento de la ciudad de Cartago crecieron de forma aritmética. En el año 1837, apenas cuatro años después de los trabajos pioneros de Falbe, fue organizada por el diplomático danés y un grupo de destacados miembros de la alta sociedad europea residente en Túnez la Sociedad para la Exploración de Cartago. Entre los estatutos de esta sociedad se incluían una serie de puntos que eran justificables en su momento, pero hoy del todo detestables. Estos puntos permitían la venta de objetos de la excavación a particulares o a mu-seos extranjeros a cambio de lograr financiación para las excavaciones.

Aludíamos antes a las misiones cristianas de evangelización del Magreb y es en el marco de las mismas donde hemos de emplazar la figura del pas-tor anglicano Nathan Davis. Este aficionado a la arqueología y explorador inglés, amigo personal de Flaubert, exploró todo el litoral de Cartago y gra-cias a los estatutos de la Sociedad para la Exploración de Cartago enrique-ció enormemente los fondos del British Museum de Londres con mosaicos romanos y otros muchos objetos provenientes de sus excavaciones. Davis se centró en la parte baja de la ciudad, junto al mar, y fue publicando los resultados de sus investigaciones en la prensa londinense desde 1857. Los pequeños artículos periodísticos que hoy podemos rastrear en el The Illus-trated London News y los grabados que los acompañaban son una fuente de primera mano para el conocimiento de estas fases incipientes de la arqueo-logía púnica (fig. 6). Davis publicaría después una recopilación de estos artí-culos en una obra monográfica (Davis, 1861).

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Fig. 6: Las excavaciones de N. Davis en Cartago. The Illustrated London News, 15 de mayo de 1858.

Otro de los pioneros que realizaron investigaciones arqueológicas en el territorio tunecino fue Charles Ernest Beulé (1826-1874). Este miembro del Instituto Francés y de la Escuela Francesa de Atenas, que llegó a ser mi-nistro del interior en 1873, comenzó sus trabajos en 1859 tras haber leído a Flaubert y, por lo tanto, tras ser atraído por lo sugestivo y fascinante de la cultura púnica. Tanta fue la impresión que la novela de su compatriota le causó que se empleó a fondo para tratar de hallar, por ejemplo, los restos del palacio de Elisa, que incluso llegó a situar sobre un dibujo en la plataforma superior de la colina de Byrsa (Beulé, 1861). Para la historiografía francesa, Beulé fue el primer arqueólogo con conocimiento verdaderamente cientí-fico que trabajó en Cartago tras haber excavado en la acrópolis de Atenas (Lancel, 1994), y que quedó apenas a unos metros de realizar el primer gran hallazgo de materiales púnicos de la ciudad. La gloria sería para E. de Sainte Marie, un funcionario del consulado francés de escasa formación arqueoló-gica pero con más fortuna, que logró exhumar más de dos mil estelas perte-necientes al tofet. La mayoría de estas estelas se perdieron en la explosión del

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buque Magenta frente a Toulon, el 31 de octubre de 1875, cuando viajaban camino de París para ser expuestas en el Louvre.

Desde finales del siglo XIX el interés arqueológico en la ciudad de Cartago ya no solo provenía de las autoridades europeas, sino también de las tunecinas, personificadas en la figura del propio Bey, lo que sin duda fa-cilitó la realización de grandes empresas arqueológicas para la recuperación del mayor número posible de restos, al menos hasta la bancarrota del estado tunecino de 1869. Desde ese año se creó una comisión financiera interna-cional que desembocó en la ocupación francesa del país en 1881 y en la ins-tauración en 1882 del protectorado francés. Esta pérdida de independencia y control europeo trajo consigo la llegada de estudiosos y eruditos desde Francia, además de la creación de una reglamentación legal sobre las exca-vaciones y la conservación de antigüedades en gran medida copia de las que se empezaban a redactar para los conjuntos histórico-artísticos europeos. El protectorado conllevó, además, diversas campañas de alfabetización con un trasfondo claramente evangelizador por parte de algunas congregaciones cristianas, caso de los Pères Blancs.

También el interés que el fundador de esta orden y arzobispo de Argel, Charles Martial Lavigerie (1825-1892), puso en las antigüedades púnicas supuso un gran desarrollo de las intervenciones (Lavigerie, 1881). La misión de los Pères Blancs en Túnez consistía inicialmente en escolarizar a los jó-venes, aunque destacaron en la realización de diversos estudios de carácter científico, fundamentalmente geográficos y etnográficos, participando en diversas exploraciones del África subsahariana. Igualmente les interesó la arqueología, en principio centrada en las excavaciones de los grandes cen-tros cristianos primitivos del norte de África, entre los que se encontraba Cartago. Los Pères Blancs excavaron, a la sazón, la gran basílica cristiana de Cartago, bajo la dirección del R.P. Delattre. A.L. Delattre (1850-1932) lle-gó como misionero al norte de África en 1875 y fue conservador del Museo Arqueológico de Argel y fundador del Museo Lavigerie de Saint Louis, que terminó desembocando en 1875 en el Museo Nacional de Cartago (Enna-bli, 1998). Conjuntamente, el inicio del protectorado galo en el país norte-africano provocó un mayor control sobre los restos arqueológicos, que tuvo como mayor exponente la formación de un Servicio de Antigüedades. Esto no impedía que desde el museo se vendiesen las piezas que estaban repetidas en las colecciones a los ricos turistas europeos (Beschaouch, 1993, 44).

Durante los primeros años del protectorado, la labor del R.P. Delattre fue incesante. Sus trabajos, los primeros de carácter sistemático, se extendie-ron a lo largo de más de cincuenta años y se centraron fundamentalmente en las necrópolis, debido a que eran las que ofertaban unos materiales más ricos y vistosos para la creciente colección del Museo (Delattre, 1890). Delattre

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y todo su equipo fueron artífices de numerosas publicaciones arqueológicas y epigráficas sobre el mundo púnico que vieron la luz en la colección Publi-cations des Pères Blancs, una de las pioneras en lo referente al mundo de la arqueología cartaginesa (Delattre, 1895; 1905). Las publicaciones de estos folletos, de entre 10 y 50 páginas, constaban de magníficas ilustraciones y ex-celentes fotografías. Todos ellos se incluían en una serie editada por el Musée Lavigerie de Saint-Louis de Carthage desde 1897 (Delattre, 1906) (fig. 7).

Fig. 7: Excavaciones de los Pères Blancs en las necrópolis de Cartago. A la derecha, con el típico hábito de la orden, A.L. Delattre. Tomado de Delattre, 1906.

Pero Delattre también es conocido como introductor del método de excavación llamado “Decauville” (nombre del fabricante de vagonetas y má-quinas ferroviarias), propio de las minas del norte de Francia, que consistía en el vaciado continuo de los sepulcros practicando cortes verticales para llenar vagonetas (fig. 8). Los raíles de vía estrecha desmontables alcanzaban con facilidad la puerta de las cámaras funerarias. Las vagonetas “Decauville” eran volcadas después para cribar toda la arena, en unas labores más propias de buscadores de tesoros que de arqueólogos. Evidentemente ante estos mé-todos era imposible contemplar una sucesión de deposiciones estratigráfi-cas, por lo que la pérdida de datos era ingente. Ésta es la razón de que buena parte de los arqueólogos posteriores despreciaran la labor de Delattre: toutes les fouilles puniques anciennes n’ont consisté qu’en destruction, le sous-sol de Carthage a été complètement bouleversé par des fouilleurs, à qui l’âge, les titres ou la vénérabilité n’avaient conféré ni l’expérience, ni la compétence,

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ni l’intuition (Cintas, 1950) o incluso, en las enciclopedias arqueológicas, Delattre conservará el dudoso honor de ser le plus célèbre fouilleur et mas-sacreur de la Carthage antique (Ville, 1969), paradójicamente junto al de creador de la colección del Museo Arqueológico de Cartago.

Ciertamente, entre 1899 y 1901 fueron vaciadas más de 1.300 tumbas con una motivación de buscar objetos de valor más que con un interés cien-tífico. El enorme ritmo de excavaciones que se llevaron a cabo entre los años 1878 y 1903 se debió principalmente a la actuación de dos equipos: el diri-gido por Delattre y el del Servicio de Antigüedades. Ambos trabajaron con gran precipitación, como si compitiesen por la obtención de objetos cada vez de más valor. Desde 1899 P. Gauckler, el segundo director del Servicio de Antigüedades, tomó parte en numerosas excavaciones en Dermech, junto a las Termas de Antonino, donde se realizaron numerosas trincheras parale-las al litoral.

Fig. 8: La colina de St. Louis (Byrsa, Cartago) y las vagonetas “Decauville” de las excavaciones de Delattre (Postcards of Carthage, ha. 1910).

La gran rapidez con la que se acometieron estas excavaciones resulta llamativa. Los propietarios de los terrenos eran particulares que los alqui-laban anualmente y, por esta razón, como no había mucho tiempo ni de-masiada financiación, todo se basaba en un trabajo puramente mecánico, prácticamente en cadena, tal y como se puede observar en las anotaciones de los diarios de excavación conservados. Por citar un ejemplo, se conoce que en el año 1900, P. Gaukler, cuyo interés se centró únicamente en las

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necrópolis, llevaba un ritmo de excavación de una tumba al día, e incluso en alguna jornada se llegaron a exhumar por completo dos o tres tumbas. Gauc-kler, que empleó la fotografía como técnica documental, dejó buena constan-cia de la investigación desarrollada en dos volúmenes que recogen con detalle sus actuaciones en las necrópolis de Cartago (Gaucker, 1915) y la discutible metodología empleada (ver, al respecto, Fumadó Ortega, 2009, 95, fig. 19). Las labores del Servicio de Antigüedades fueron continuadas desde 1906 por A. Merlin (1876-1965), el nuevo director, que suplió a Gauckler en el cargo, y por L. Drappier, mientras que se llevaron a cabo otras actuaciones en otros sectores de la ciudad a cargo del arquitecto J. Renault.

El magnífico trabajo doctoral de H. Benichou-Safar, publicado en 1982, pudo poner en orden gran parte de la información que se extrajo durante los primeros años de campañas arqueológicas en las necrópolis de Cartago, escasamente metódicas pero sí al menos rigurosas en cuanto a la recogida de los hallazgos -no tanto de su registro- (Benichou-Safar, 1982). Siguiendo con los trabajos pioneros, no podemos dejar de incluir también a otros arqueólogos que centraron sus estudios en estos momentos en la capital púnica, como S. Reinach y E. Babelon (desde 1880), que fueron es-pecialmente críticos con los hallazgos de carácter urbano, debido a su escasa monumentalidad y riqueza constructiva (Reinach y Babelon, 1886). Estos mismos autores fueron corresponsables, junto con R. Cagnat, de la realiza-ción de la primera serie del Atlas Archéologique de la Tunisie, emplazando los hallazgos arqueológicos sobre los mapas topográficos 1:50.000 elabora-dos por ingenieros del ejército francés (Babelon, Cagnat y Reinach, 1892).

Tras la Primera Guerra Mundial, las excavaciones se retomaron en el área de los puertos de Cartago. Fueron F. Icard y P. Gielly, funcionarios de correos de profesión, los que comenzaron desde 1922 las labores arqueo-lógicas en la zona del tofet, que se conocía por la aparición de estelas desde principios del siglo XIX y sobre todo por el citado descubrimiento de P. de Sainte Marie. Icard y Gielly adquirieron el terreno para evitar los expolios que se iban sucediendo y comenzaron una excavación (Icard, 1922) que después retomaron F.W. Kelsey en 1925 y el Père Blanc G.G. Lapeyre en 1927. El tofet ofreció los materiales datables más antiguos exhumados hasta ese momento en Cartago, concretamente dentro del nivel denominado Tanit I, fechado entre 760 y 600 a.C. (Kelsey, 1925; Harden, 1937).

Un médico y militar francés, L. Carton, sin apenas formación arqueo-lógica, se sumó al elenco de investigadores en esos mismos años. Carton, fascinado también por la Cartago mítica, intentó localizar el emplazamiento exacto del puerto fenicio (Carton, 1910) y después excavó diversas estructu-ras que interpretó como parte de un santuario púnico (Carton, 1929). Mu-chos de los objetos que Carton obtuvo en unas excavaciones que él mismo

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financiaba acabaron formando parte de una colección particular que man-tenía expuesta como parte de una “peculiar” decoración de la logia de Villa Stella, su mansión colonial, tal y como se observa en algunas fotografías de la época (fig. 9). En esas fotos se aprecian ánforas púnicas haciendo de barro-tes de la balaustrada, fragmentos de esculturas y columnas romanas inserta-das en la fachada y en las pilastras y diversos vasos cerámicos repartidos por el jardín.

Fig. 9: Villa Stella, mansión del Dr. Carton en las afueras de Cartago (Postcards of Carthage, ha. 1910).

La década de 1920 supone también una apertura a la participación de diferentes equipos procedentes de otros países. La fuerte inversión realiza-da por la Washington Archaelogical Society permitió que, por vez primera, norteamericanos colaborasen con los franceses en las excavaciones de Car-tago, lo que supuso, además, una importante renovación teórica y metodo-lógica gracias a la aportaciones de Byron Kuhn de Prorok (1896-1954), un explorador y aventurero americano de sólida formación arqueológica y etnográfica (Khun de Prorok, 1926) aunque de no demasiada buena fama por sus “exploraciones arqueológicas” por el continente negro, propias del mismísimo Indiana Jones.

En paralelo aparecen otros norteamericanos como el citado Kelsey (1858-1927), veterano profesor de la Universidad de Michigan, que retomó en 1925 las excavaciones en el tofet y que llegó a estudiar una seriación de las urnas púnicas de los niveles arcaicos tratando de alcanzar una cronología

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aceptable (Kelsey, 1925). El temprano fallecimiento de Kelsey dejó a medio terminar este trabajo, que fue concluido brillantemente por quien fuera su discípulo en Cartago, el irlandés D.B. Harden (1901-1994), quien los pu-blicó años después (Harden, 1937). Los trabajos de Kelsey, tremendamente efectivos y muy críticos con los que hasta el momento se habían realizado en Cartago (Kelsey era un conocido editor de manuales de Arqueología), no tuvieron lamentablemente continuidad.

Recapitulando, hemos visto que los primeros trabajos que se acome-tieron en Cartago desde finales del siglo XIX se centraron fundamental-mente en las necrópolis, evidenciando el especial interés que se tenía en la obtención de materiales en buen estado de conservación para ser expuestos, además de joyas y amuletos para obtener beneficios económicos en subastas y en las tiendas de los museos. La arqueología púnica tardaría algunos años más, por ejemplo, en afrontar la problemática de la cerámica (sistematizada por ver primera en Cintas, 1950), que sería fundamental para centrar el debate en la obtención de cronologías veraces y abandonar la arqueología filológica y especulativa. Mucho más se tardaría en estudiar todo aquello relacionado con el urbanismo de la ciudad, sobre todo para sus fases inicia-les, y la arquitectura, lo que a priori parecía menos llamativo. Curiosamente, estos aspectos de la cultura púnica tuvieron un mayor desarrollo científico fuera de Túnez, siempre de la mano de arqueólogos británicos e italianos que actuaron fundamentalmente en Sicilia y Cerdeña, donde la arquitectura fenicio-púnica presentaba un estado de conservación mucho más óptimo que la hacía más atractiva e interesante para ser estudiada.

Cartago y la conquista del porvenir. La realidad arqueológica

So, the inevitable question is, wich date is to be accep-ted? The historical plus scientific radiocarbon one (c. 815 BC) or the conventional artefact-associated and contex-ted-based one (c. 760 BC)? The answer for the moment will be rather inconclusive...

R. Docter et alii, 2008, “New Radiocarbon dates from Carthage:Bridging the gap between History and Archaeology”, pág. 41

Arrancábamos inicialmente con una cita de Unamuno sobre la “con-quista de la memoria y del porvenir” y a esta conquista se dedican buena parte de los trabajos de excavación que se desarrollan aún sobre el solar de

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la vieja metrópolis, ya que no solo desentierran sus restos bajo metros de sedimento, sino que los sacan a la luz para asegurarles un futuro y un lugar en la memoria, además de obtener, gracias a ellos, una rentabilidad cultural y económica compatible con los intereses científicos. El desarrollo de los estudios arqueológicos que se suceden en los últimos años en Cartago ha amasado un cúmulo de datos de enorme interés y ha ayudado a redibujar el panorama histórico de una ciudad y de la cultura que de ella emanó. Su mejor conocimiento está ayudando a comprender mucho mejor los procesos que han protagonizado, ya desde el arranque de las colonizaciones allá por el siglo IX o X a.C., la historia del Mediterráneo, nexo común y punto de encuentro de culturas que configuraron la base de nuestra sociedad actual.

Pero centrémonos antes en lo acaecido en la segunda mitad del siglo XX, época convulsa de la historia de Túnez y, en consecuencia, de su arqueología. De lo que fue la arqueología de posguerra cabe subrayar el hallazgo, en 1947, de la llamada “Capilla Cintas” en honor a su descubridor. Ubicada en el área del tofet, presentaba una pequeña estructura arquitectónica de mampostería interpretada como depósito fundacional que supuso, en el momento de su pu-blicación, el conjunto de material más antiguo detectado en Cartago, fechado en la primera mitad del siglo VIII a.C. (Cintas, 1948 y 1970, 315), lo que fue criticado por otros especialistas que observaron materiales griegos del siglo VII a.C. entre los mismos contextos (Picard y Picard, 1958, 37).

Después, el proceso de descolonización de Túnez, aunque no fue tan violento como en la vecina Argelia, supuso un freno a las investigaciones arqueológicas europeas. A la obtención del autogobierno en 1955 siguió la declaración de independencia en 1956, primero bajo un régimen monár-quico que fue rápidamente derrocado por la revolución de H. Bourguiba en 1957 (Martin, 2003, 41). La situación no era en absoluto óptima para plantear nuevas misiones y menos aún con situaciones de inestabilidad po-lítica como la que se vivió durante el bloqueo de la marina tunecina a la base militar francesa que quedaba en el puerto de Bizerta y que obligó a los franceses, en 1963, a abandonar de manera definitiva el país (Lacoste y La-coste-Dujardin, 1991, 74).

Hemos ido viendo cómo hasta el siglo XX se dudaba de la existencia de vestigios púnicos, sobre todo en la misma Cartago, donde todo lo visible parecía de época romana. Incluso las últimas excavaciones realizadas previas a la independencia de Túnez, que sacaron a la luz el llamado “barrio de Aní-bal” en la ladera sureste de la colina de Byrsa, fue catalogado como parte del entramado urbano de época romana en la publicación posterior por sus excavadores (Ferron y Pinard, 1961). La razón esgrimida era que el área presentaba estructuras homogéneas de tipo helenístico y un aparente plan previo urbanístico para el que se declaraba incapaces a los cartagineses.

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Las actuaciones dirigidas por S. Lancel y después por J.-P. Morel da-taron ese área urbana poco después, en un momento púnico tardío por los contextos cerámicos (ánforas, cerámicas pintadas púnicas y cerámicas cam-panienses “A”), inmediatamente anterior a la destrucción del 146 a.C. y esas manzanas de casas alargadas con patios y cisternas como características del urbanismo del último momento de existencia de la ciudad púnica (fig. 10). Este hecho sirvió para caracterizar una fase final “helenizada” de la cultura púnica que entroncaba directamente con una organización política en la que emanaban figuras individuales de tipo helenístico como los Barca. Este pe-riodo “púnico-helenístico” ha sido aceptado de forma general para definir la estructura urbana, la arquitectura doméstica o la defensiva de esas fases pos-treras (Lancel, 1994; Morel, 2000; Rakob, 2002; Niemeyer, 2004) y para la arquitectura funeraria, abarcando ésta incluso varias décadas después de la caída definitiva de Cartago (Prados Martínez, 2008).

Fig. 10: El llamado “barrio de Aníbal” de Cartago. Al fondo, el golfo de Túnez. Foto autor (2007).

Desde ahí, el pasado inmediato de la arqueología de Cartago pasa por las campañas internacionales de recuperación financiadas por la UNESCO desde mayo de 1971, que duraron hasta 1992. La intensificación de las ac-tividades y de las inversiones supuso el mayor avance en el conocimiento de

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la ciudad y de todas sus fases, sobre todo de las iniciales, las peor conocidas hasta ese momento (Ennabli, 1992). Cabe subrayar, además, que el conjunto arqueológico de Cartago fue inscrito en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO en 1979, lo que dio un giro radical a la situación, sobre todo en lo concerniente a su protección y conservación.

Las actuaciones citadas trasladaron hasta Cartago a diversos equipos procedentes de países como Dinamarca, Reino Unido, Canadá, Suecia, Ho-landa, Estados Unidos, Alemania, Italia o Bulgaria, que actuaron en distin-tos espacios habilitados, tanto en el entramado urbano como en la necrópolis o en los puertos (Ennabli, 1992). Estos trabajos de carácter sistemático, coordinados por el Institut National du Patrimoine de la Tunisie, pudieron redibujar la arquitectura de la primera manifestación urbana (Rakob, 1991 y 1999), su paleotopografía (Rakob, 2002), e incluso proponer un emplaza-miento para las primeras áreas portuarias fenicias (Hurst, 1994), junto con otras cuestiones relativas a otras fases más recientes del asentamiento.

Igualmente, bajo los auspicios de la UNESCO se ha venido traba-jando desde entonces en la zona de los puertos, en la isla del almirantazgo (Hurst, 1994) y en el tofet, donde el equipo norteamericano de la American Schools of Oriental Research (ASOR,) dirigido por L.E. Stager, ha podido concretar las cronologías y establecer una periodización de su uso distinguien-do varias fases que van desde mediados del siglo VIII a.C. hasta su destruc-ción por las legiones romanas a mediados del siglo II a.C. (Stager, 1992).

Pero desde estas actuaciones y las que sobrevinieron después bajo el patronazgo de otras instituciones científicas europeas, el debate principal se ha centrado en la ubicación exacta del primer asentamiento y su cronología. En 1983, en el marco de una de las campañas de la UNESCO, F. Rakob y O. Teschauer dieron de forma fortuita con niveles de ocupación y estruc-turas habitacionales del asentamiento en la excavación de una piscina (en la zona conocida como “terreno Ben Ayed” por el nombre del propietario) que pudieron ser fechados en el siglo VIII a.C. Con la publicación de estos re-sultados se mostraban las primeras trazas de la Cartago arcaica que se podía ubicar en la vertiente oriental de la colina de Byrsa (Rakob, 2002). Poste-riores excavaciones han definido que Cartago, ya en el siglo VII a.C., pudo presentar una estructura urbana bien definida, densamente construida y con una superficie de unas 60 hectáreas (Chelbi et alii, 2005; 2006; Docter et alii, 2007). El asentamiento arcaico, a la luz de los datos extraídos en estas actuaciones, quedaría enmarcado entre la ladera oriental de Byrsa, el mar, un área de necrópolis al norte y al suroeste y el tofet en el lado sur.

Al oeste del tofet quedarían estructuras industriales y las instalaciones del puerto arcaico, que pudieron estar enclavadas en una playa consolidada de la laguna de Cartago. Desde el punto de vista urbanístico, las manzanas

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excavadas presentarían espacios rectangulares y calles pavimentadas com-partiendo zonas abiertas o patios empedrados que pudieron tener un uso comunal. Esta fase ha podido ser fechada en torno a 750 a.C. gracias a las dataciones absolutas realizadas a partir del estudio de los hallazgos de frag-mentos de cerámicas geométricas griegas tardías que aparecieron tanto en los niveles de construcción como en los de uso (Docter, 2002-2003). Las ínsulas excavadas presentan una reestructuración que se ha podido fechar hacia 725 a.C. y apuntan a que en esa época existió una autoridad fuerte de tipo comunal (municipal) capaz de organizar la trama urbana reordenando espacios privados que pasaron a formar parte de plazas y ámbitos públicos, implicando, incluso, que algunas de las viviendas cambiaran la orientación de sus ejes y accesos (Chelbi et alii, 2005, 212). Estos datos tienen mucho interés, pues son demostrativos del carácter eminentemente urbano de Car-tago y de su organización ya en los primeros años de su existencia.

En la zona denominada “Bir Massouda”, ubicada junto a la ladera oriental de Byrsa, la más recientemente excavada, han sido detectados los enterramientos más antiguos de todo el asentamiento. Se trata de unas pe-queñas estructuras funerarias en pozo con cremaciones en posición secunda-ria que posteriormente fueron amortizadas y recubiertas de capas de arcilla refractaria para ser empleada en actividades de tipo metalúrgico. Sería, para los excavadores, la necrópolis de los primeros habitantes de Cartago, muy similar a las que se han excavado en Tiro en cuanto a la tipología y al rito y que fueron tempranamente abandonadas (en una generación) para la ubica-ción de talleres metalúrgicos (Chelbi et alii, 2006, 14 ss.), algo que quizás tuvo que ver con el rápido crecimiento demográfico de la ciudad debido a la llegada de nativos que, como hemos visto anteriormente en la cita de Jus-tino, llegaron «atraídos por la esperanza de ganancia» a la nueva fundación colonial y «su número creciente daba a la colina el aspecto de ciudad».

A la luz de los datos, Cartago presenta un patrón de asentamiento tí-picamente fenicio, sobre todo para las construcciones de nueva planta, con una zona elevada y amurallada (acrópolis) alrededor de la cual se fueron organizando las diferentes calles, con áreas residenciales y zonas artesanales, industriales y de enterramiento perfectamente diseñadas (Lancel, 1994). Restos de estas calles han sido excavadas parcialmente bajo el Decumano X de la ciudad romana. Son muestra de un urbanismo reglado con espacios in-terpretados como talleres (alguno de ellos de marfil) y tiendas, con paralelos en otros yacimientos fenicios en similares cronologías (Niemeyer, 2004). Las ínsulas presentan elementos urbanos de uso comunal, en concreto po-zos, que recuerdan a los que han sido excavados recientemente en la ciudad de Cádiz, para similares cronologías del siglo VIII a.C. En Cádiz, en el solar del teatro Cómico, han aparecido recientemente estructuras domésticas con

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hornos de pan (2009-2010) en las esquinas de las calles que han sido in-terpretados como de uso comunal. Este dato se lo debemos a J.M. Pajuelo, director de la intervención arqueológica, que nos mostró amablemente la excavación y los materiales aún pendientes de publicación. Parece que am-bas fundaciones coloniales, para mediados del siglo VIII a.C., presentaron, pues, una organización urbana similar y el carácter comunal de algunos de sus elementos funcionales.

Una vez expuesto el problema de la estructura urbana de la primera ciudad, bastante despejado a pesar de lo aparentemente exiguo del dossier (unas seis áreas abiertas en el último siglo) –mayor, en cualquier caso, que los que se pueden obtener habitualmente en excavaciones urbanas– (Fuma-dó Ortega, 2011, 14, fig. 1) queda por aclarar la cuestión de la cronología de la fundación tiria. Recientemente, las dataciones por C14 obtenidas de los análisis de huesos de animales (con esa fiabilidad del 95 % que comen-tábamos) han aportado fechas de entre 835 y 800 a.C., acordes con la tra-dicional de la fundación de Cartago (ha. 814/3 a.C.), si bien presentan aún una variación de unos 40 años con las fechas que aportan los materiales cerámicos importados desde Grecia a los que ya hemos aludido (Docter et alii, 2008). Puede que la explicación radique en que esos materiales cerámi-cos no sean sino la plasmación de un comercio estructurado que solo podría entenderse en el marco de un entramado urbano propio de un asentamiento previo estable y organizado.

Las cronologías relativas presentadas dividen el asentamiento arcaico en tres periodos, una Fase I, fechada entre 760 y 750 a.C., una Fase IIa, fechada entre 750 y 725 a.C. y una fase IIb fechada entre 725 y 700 a.C. El tamaño de la primera Cartago presentaría un área habitada de unas 10-12 hectáreas que ocupó el espacio existente entre las laderas de las colinas de Bordj Djedid, Odeon, Juno, Byrsa y el mar, con un área industrial y de ne-crópolis alrededor (Rakob, 2002, 17), unos espacios de tipo residencial y de nuevo industrial o de almacenaje más al sur, entre el tofet y las estructuras del puerto, que, como hemos apuntado, se emplazaría en la zona de la laguna de Túnez. Sumadas todas ellas la superficie total superaría con creces las 40 o incluso las 50 hectáreas (Docter et alii, 2007; Fumadó Ortega, 2010, 18).

Quedan fuera de este texto otros periodos de la ciudad que, por otro lado, presentan menos problemas de identificación y caracterización. En-tre ellos cabe señalar, siguiendo con la evolución de la estructura urbana, la enorme expansión que se detecta hacia el último cuarto del siglo V a.C. (Docter 2002-2003, 130), que encaja, además, con uno de los momentos de máximo apogeo del imperialismo cartaginés por el Mediterráneo central y occidental. Cartago se convertirá en metrópolis y como tal actuará como un estado territorial con la fundación de nuevas colonias y escalas náuticas

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por el norte de África y con la ocupación y explotación directa de amplios territorios en Sicilia y Cerdeña. Esta expansión dará lugar, ya en el siglo IV a.C., a la firma de pactos y tratados comerciales con una nueva potencia emergente y rival: Roma.

Para concluir, no nos queda sino aceptar que, aunque quedan interro-gantes por resolver sobre los momentos iniciales de la ciudad de Cartago, otros planteados hace pocos años están prácticamente aclarados. En cual-quier caso, hay un dato insoslayable: la documentación que hoy se maneja evidencia que la fecha de fundación mítica de Cartago ha quedado confir-mada por las excavaciones arqueológicas, a falta de poder afinar un poco más, lo que, no dudamos, quedará resuelto en breve. Lo que nos parece incuestionable es que Cartago respondió a un proceso de expansión colo-nial, en el que los fenicios de Tiro establecieron intencionadamente una Qart-Hadasht (nueva ciudad=¿colonia?) similar a otras, pero en suelo afri-cano, en un lugar muy óptimo, que debía de ser conocido de antemano por otros fenicios asentados en la zona, con un asentamiento inicial de carácter estable, según se ve en la naturaleza de las construcciones, y que pronto se integró en las redes de comercio a media y larga distancia que unían oriente y occidente por el Mediterráneo a través de las rutas marítimas, de Grecia y de las islas.

Pero el fenómeno en el que se inscribió una fundación urbana como la de Cartago no se puede explicar de una forma simple, motivado por la huída de una princesa, por una presión demográfica o fiscal en la tierra de origen o por meros esquemas comerciales, ya que fue largo y en él tuvieron impli-cación diversos factores (Aubet, 1994). Cartago reflejó a la perfección, des-de su creación, un sistema socioeconómico que ha sido definido de forma general como “orientalizante”. Cartago mostró, desde el origen, su “cultura urbana” como una nueva realidad diferente a la existente hasta ese momen-to, en el que el grupo poblacional autóctono debió de jugar un importante papel en su origen, habida cuenta del tamaño que la ciudad adquirió desde el principio. Las propias referencias míticas de los pactos y compraventas de terreno entre la princesa tiria y los libios son clarificadoras al respecto, como lo son las incorporaciones casi masivas de nativos a la ciudad.

El modelo colonial triunfó en Cartago porque pronto fueron integra-dos, en un proceso de hibridación cultural, colonos e indígenas, que com-partieron desde el origen los mismos espacios urbanos y quizás, en un par de generaciones, los religiosos y funerarios. Esa integración aseguró el control sobre el territorio circundante, clave para el posterior desarrollo del centro urbano. Ciudad y territorio se retroalimentaron para el bien común y todo ello fue, sin duda, ref lejo de un carácter abierto de unos ciudadanos que asumieron desde el origen que en el mestizaje radicaba su principal riqueza.

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Fernando Prados Martínez · CARTAGO

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MITO Y ARQUEOLOGIA EN EL NACIMIENTO DE CIUDADES

LEGENDARIAS DE LA ANTIGUEDAD..

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César Fornis(coord.)

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ÚLTIMOS TÍTULOS EDITADOS EN LA SERIE HISTORIA Y GEOGRAFÍA

Realidades con�ictivas. Andalucía y América en la España del Barroco.

Miguel Luis López-Guadalupe y Juan José Iglesias Rodríguez (coordinadores).

Carmona Romana (2 Volumenes) 2º Ed.Antonio Caballos Ru�no (editor).

Nueva historia social de Roma.Alföldy Géza.

Redescubriendo el nuevo mundo. Estudios america-nistas en homenaje a Carmen Gómez.

María Salud Elvás Iniesta y Sandra Olivero Guido-bono (coordinador).

La confrontación católico-laicista en Andalucía du-rante la crisis de entreguerras.

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El barrio de la laguna de Sevilla. Diseño urbano, Ra-zón y burguesía en el Siglo de las Luces.

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Frontera, Cautiverio y Devoción Mariana.Gerardo Fabián Rodríguez.

Documentación e Itinerario de Alfonso X el Sabio.Manuel González Jiménez y Mª Antonia Carmona Ruiz.

Recuperación visual del patrimonio perdido. Conjun-tos desaparecidos de la pintura sevillana de los Siglos de Oro.

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La arqueología romana de la provincia de Sevilla. Actualidad y perspectivas.

Sandra Rodríguez de Guzmán Sánchez (coordi-nadora).

La masonería en Granada en la primera mitad del siglo XIX.

José-Leonardo Ruiz Sánchez.

El objetivo principal del presente libro es analizar el nacimiento y conformación, tanto en el plano mítico y literario como en el arqueológico, de un elenco de ciu-dades legendarias de la Antigüedad clásica que han marcado con su impronta el pensamiento y la cultura occidentales, ciudades cuyos meros nombres desatan nuestra imaginación: Atenas, Esparta, Tebas, Roma, Cartago y Gadir. Los pro-gresos paulatinos de la ciencia arqueológica en los últimos años han con�rmado, modi�cado o refutado, según los casos, la información aportada por la tradición literaria, compleja y sesgada en virtud del poder alcanzado por estas ciudades. Se trata por lo tanto de una puesta al día de nuestros conocimientos cientí�cos sobre el origen de estas poderosas y emblemáticas ciudades, casi siempre oscuro y teñido por el mito, hondamente arraigado en una época arcaica en la que aún era infre-cuente el uso de la escritura.

Los autores de cada uno de los seis capítulos, todos ellos solventes profesores universitarios, han sido seleccionados por ser excelentes co-nocedores de las ciudades cuyos orígenes, rea-les e imaginarios, presentan con lenguaje claro y asequible, pero a la vez preciso, sin renunciar en ningún caso al rigor cientí�co. Domingo Plácido (Atenas), Massimo Na�ssi (Esparta), José Pascual (Tebas), Fernando Prados (Car-tago), Jorge Martínez-Pinna (Roma) y Adolfo Domínguez Monedero (Gadir) se erigen en competentes guías que conducen al lector por los intrincados vericuetos de los mitos funda-cionales grecorromanos del Arcaísmo (grie-go, latino e hispano), no con la intención de arrumbar tales relatos etiológicos, sino de ex-plicarlos y racionalizarlos, como una vía para comprender a las gentes que les dieron vida, los difundieron y, por qué no decirlo, en muchas ocasiones los instrumentalizaron.

MITO Y ARQUEOLOGIA EN EL NACIMIENTO DE CIUDADES

LEGENDARIAS DE LA ANTIGUEDAD..

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