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Es casi imposible no concebir elfuturo como una proyecciónampliada del presente. Eso valepara Verne, pero aún más paraEmilio Salgari, para quien el año2000 significaba el punto deconvergencia de todos los futurosposibles, la época en que éstos secristalizarían en una especie dedestino inevitable. Visto hoy, esefuturo se presenta como un abanicode posibilidades que año a año seva estrechando cada vez más,hasta quedar reducido a lo quedefinitivamente es.

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Las maravillas del 2000 se publicópor primera vez en 1907, peropuede presumirse que fue escritaen 1903, dado que en ella se brindacon champagne “por nuestraresurrección en el 2003”. Doshombres, dispuestos a conocer elfuturo, ingieren una poción que losmantendrá dormidos durante cienaños. Al despertar (han dejadoinstrucciones precisas para que elloocurra) conocerán las maravillas ylos peligros del tercer milenio.

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Emilio Salgari

Las maravillasdel año 2000

ePub r1.1adruki 12.09.13

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Título original: Le meraviglie delduemilaEmilio Salgari, 1907Traducción: Juan José MoratoIlustraciones: Carlo Chiostri

Editor digital: adrukiePub base r1.0

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PRIMERA PARTE

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LA FLOR DE LARESURRECCIÓN

El pequeño vapor que una vez a lasemana hace el servicio postal entreNueva York, la ciudad más populosa delos Estados Unidos de Norteamérica, yla minúscula población de la isla deNantucket, había entrado aquella mañanaen el pequeño puerto con un solopasajero. Durante el otoño, terminada laestación balnearia, eran rarísimas laspersonas que llegaban a esa isla,habitada sólo por unas mil familias depescadores que no se ocupaban de otra

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cosa que de arrojar sus redes en lasaguas del Atlántico.

—Señor Brandok —había gritado elpiloto cuando el vapor estuvo ancladojunto al desembarcadero de madera—,ya hemos llegado.

El pasajero, que durante toda latravesía había permanecido sentado enla proa sin intercambiar una palabra connadie, se levantó con cierto aire deaburrimiento, que no pasó inadvertido nipara el piloto ni para los cuatromarineros.

—Las diversiones de Nueva York nole han curado su spleen —murmuró eltimonel dirigiéndose a sus hombres—.

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Y, sin embargo, ¿qué le falta? Es bello,joven y rico… ¡si yo estuviese en sulugar!

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El pasajero era, en efecto, unhermoso joven, tenía entre veinticinco yveintiocho años, era alto y bienconformado, como lo sonordinariamente todos losnorteamericanos, esos hermanosgemelos de los ingleses, de líneasregulares, ojos azules y cabello rubio.

No obstante había en su mirada unno sé qué triste y vago que conmovía deinmediato a cuantos se le acercaban, ysus movimientos tenían un no sé qué depesadez y cansancio que contrastabavivamente con su aspecto robusto ylozano.

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Se hubiera pensado que un malmisterioso minaba su juventud y susalud, a pesar del bello tinte sonrosadode su piel, ese tinte que indica la riquezay la bondad de la sangre de la fuerteraza anglosajona.

Como hemos dicho, al oír la voz delpiloto el señor Brandok se levantó casicon esfuerzo y como si en ese momentodespertara de un largo sueño.

Bostezó dos o tres veces, mirósoñoliento la orilla, tocó apenas el alade su sombrero respondiendo al saludorespetuoso de los marineros, y bajólentamente al muelle de madera.

En vez de encaminarse hacia el

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poblado cuyas casas se alineaban adoscientos pasos del puerto, marchó a lolargo de la costa con las manos metidasen los bolsillos del pantalón y los ojosmedio cerrados, como si fuese presa deuna especie de sonambulismo.

Cuando llegó a un extremo delpoblado se detuvo y abrió los ojos,fijándolos en un grupo de chicosdescalzos a pesar del aire punzante yque corrían por los médanos riendo ygritando.

—He aquí seres felices —murmuróBrandok con tono de envidia—; éstos, almenos, no saben qué es el spleen.

Estuvo inmóvil algunos momentos;

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sacudió la cabeza, lanzó un hondosuspiro y emprendió de nuevo el paseopara detenerse algunos minutos despuésdelante de una linda casita de dos pisos,blanquísima, con las persianas pintadasy un jardincito rodeado por una cerca demadera.

—¿Qué estará haciendo el doctor?—Se preguntó mirando las ventanas—.Estará atormentando a algún cobayo o aalgún pobre conejo. ¡El secreto de poderrevivir dentro de veinte años! ¡Lindaidea! Yo creo que el buen Toby pierdeinútilmente el tiempo. Y, sin embargo, éles mucho más feliz que yo.

Volvió a suspirar, atravesó

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lentamente el jardín, cuya cerca estabaabierta, y subió la escalera, casi sinresponder al saludo de una gorda yrubicunda criada que le había gritadodesde la cocina:

—Buenos días, señor Brandok; elseñor Toby está en su laboratorio.

El joven ya estaba en el segundopiso. Abrió una puerta y entró en unahabitación amplia y bien iluminada pordos grandes ventanas, rodeadacompletamente por estantes de nogalllenos de un sinnúmero de retortas yfrascos de todos los tamaños.

En el centro, inclinado sobre unamesa, había un hombre de unos

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cincuenta años, de formas casihercúleas, con una larga barba un pocoencanecida y completamente abstraídoobservando a un conejo que parecíamuerto o dormido.

Al oír abrirse la puerta se quitó losanteojos y se volvió con ciertavivacidad, exclamando con voz alegre:

—¡Ah! ¿Ya has vuelto, amigoJames? Te has cansado pronto de NuevaYork; me parece que no tienes laapariencia de estar muy satisfecho.

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El joven se dejó caer en una sillaque había cerca de la mesa y respondiócon una semisonrisa:

—¿Entonces? —agregó el hombredespués de un breve silencio.

—Estoy más aburrido que antes y esun milagro que me encuentre aquí —respondió Brandok.

—¿Por qué?—Ya tenía decidido dar un bello

salto desde la Estatua de la Libertad yestrellarme en el muelle.

—Hubiera sido una estupidez, miquerido James. A los veintiséis años,con un millón de dólares…

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—Y con cien millones deaburrimientos que me hacen bostezar dela mañana a la noche —dijo el joven,interrumpiéndolo—. La vida se vuelvecada día más insoportable y terminarésuicidándome. Un viaje al otro mundono me disgustaría. Probablemente alláme aburriré menos.

—Amigo, viaja en este mundo.—¿Adónde quieres que vaya, Toby?

—Dijo Brandok—. He visitadoAustralia, Asia, África, Europa y mediaAmérica. ¿Qué quieres que vaya a ver?

El doctor se había puesto a pasearpor la habitación con las manos a laespalda y la cabeza baja, como si un

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hondo pensamiento lo preocupara. Depronto se detuvo delante del conejo,diciendo:

—James, ¿te gustaría ver cómo seráel mundo dentro de cien años?

El joven Brandok había alzado lacabeza, que tenía inclinada sobre unhombro, interrogando al doctor con lamirada.

—Sí —continuó Toby—, quiero verqué será de Norteamérica dentro deveinte lustros. Quién sabe quémaravillas habrán inventado entonceslos hombres. Máquinas extraordinarias,naves colosales, globos dirigibles yotras mil extravagancias. Ya ahora el

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genio humano no parece tener límites, ylos inventores se reproducen comohongos.

—¿Finalmente has encontrado elmodo de prolongar la vida? —preguntóBrandok con tono ligeramente irónico.

—De detenerla, querrás decir.—¡Ah!—¿Quieres una prueba?—¿Es posible que tú hayas hecho

semejante descubrimiento? —ExclamóBrandok con estupor—. Sé que desdehace muchos años te dedicas a ciertosexperimentos.

—Y finalmente he conseguido lo queme proponía —dijo el doctor—. ¿Ves

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este conejo?—¿Está muerto?—No, duerme desde hace catorce

años.—¡Pero es imposible!—Dentro de poco lo haré resucitar

con un leve pinchazo y un baño tibio.—¿Qué filtro misterioso has

descubierto? ¿No te burlas de mí, Toby?—¿Con qué finalidad? Cerremos la

puerta para que nadie nos oiga o nos veay asistirás a una resurrecciónmaravillosa. Hizo girar la llave yentornó un poco las ventanas, acercó unasilla a la mesa y después de ofrecer uncigarro a su joven amigo, dijo:

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—Ahora escúchame: después vendráel experimento. Toby, tras permanecerun momento silencioso y abstraído, selevantó para tomar de uno de losestantes un vaso de vidrio con unapequeña planta disecada que parecíaúnica en su género.

—¿Has visto alguna vez una plantacomo ésta, amigo James? El jovenBrandok miró al doctor con ciertasorpresa, diciendo:

—Quisiera saber qué tiene que veresa plantita con los conejos que duermendesde hace tantos años. Me imagino queno tendrás la intención de aumentar miaburrimiento.

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—En absoluto —repuso Toby,imperturbable—. ¿Así que no conocesesta flor, aunque hayas viajado tanto?

—Sabes bien que nunca me ocupé debotánica.

—¿De modo que nunca has oídohablar de la flor de la resurrección?

—No, nunca —dijo el joven.—Entonces escúchame: la historia

es interesante y no te aburrirá. Hacecincuenta años un colega mío, el doctorDek, viajaba por el Alto Egipto con elobjeto de encontrar una antigua mina demetales trabajada en tiempos remotospor los súbditos de los faraones. Un díaencontró a un árabe enfermo y el doctor

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lo cuidó amorosamente, salvándole lavida. El hijo del desierto era pobre, y noobstante recompensó a su salvadorregalándole un tesoro que por sí solovalía tanto como todas las piedraspreciosas del mundo.

—¿En qué consistía? —preguntóBrandok, que comenzaba a interesarsevivamente por ese relato que parecíasacado de Las mil y una noches.

—En una pequeña planta disecadaque el árabe había descubierto en unatumba antiquísima, en el pecho de unasacerdotisa egipcia, que por su bellezano había tenido quien la igualara. Eldoctor Dek, escuchando los exagerados

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elogios hechos a aquella pequeña flor,sepultada quién sabe cuántos siglosantes de la era cristiana y que tenía unoscapullitos quemados por el sol yamarillentos, no había podido evitar unasonrisa.

—Yo habría hecho lo mismo —declaró Brandok.

—Y te hubieras equivocado —dijoToby—, porque el árabe tomó la planta,la roció con algunas gotas de agua ybajo la mirada del doctor se realizó unprodigio maravilloso. Apenas sehumedeció, la planta comenzó aestremecerse, después a agitarse, y sustejidos adquirieron lozanía, y los

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capullos se hincharon y después seabrieron. Poco a poco, y después de unsueño de veinte siglos o más, la florabría sus ligeros pétalos, que seextendían como rayos de una bellezasoberbia alrededor de un punto central,llenos de elegancia y frescura.

—¡Extraño fenómeno! —exclamóBrandok, que parecía haber olvidado suspleen.

—Esa flor —prosiguió el doctor—parecía una margarita recogida en algúnjardín encantado. Aquella resurrecciónmisteriosa duró algunos minutos;después, la bella resucitada inclinó pocoa poco sus corolas de tintes brillantes,

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descubriendo en medio de los capullosalgunas semillas antiquísimas. ¡Ay! Lapreciosa simiente que la flor de laresurrección custodiaba con tanto celosocuidado, era irremediablemente estéril.¿En qué suelo depositar aquellassemillas? ¿Qué sol hubiera podidorevivirlas? Sorprendido y admirado, eldoctor llevó consigo la maravillosaplanta y en Europa volvió a realizarcentenares de veces el experimento delviejo árabe, y siempre la pequeña flordel desierto, la planta maravillosa delos antiguos faraones, resucitó en toda suinmortal belleza merced a algunas gotasde agua. Poco antes de morir, el doctor

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Dek regaló la flor de la resurrección asu discípulo y amigo James, quienrepitió él también, con igualesresultados, la prodigiosa experiencia.Finalmente, la flor de la planta egipciale fue ofrecida a Alexander Humboldt, yel gran naturalista la resucitó infinitasveces delante de sus doctos colegas.Entre sus manos la planta maravillosa nohizo más que renacer y morir, sin que élpudiese penetrar sus secretos; a cadaoperación repetía con la tristeza delgenio impotente: "¡En la naturaleza nohay nada que se asemeje a esta planta!".

—¿Y nadie pudo nunca penetrar elmisterio de esa planta que después de

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miles de años salía de su sepulcro pararesucitar bajo una gota de agua y reabrirsu corola eternamente bella, comodiciéndole al mundo asombrado: «Asíes como era yo en tiempos de losfaraones»? —preguntó Brandok.

—Sí, sólo uno: yo —dijo Toby.—¡Tú!—Sí, yo —repitió el doctor.—¿Entonces?…—Despacio, esto es un secreto. En

un viaje que hice hace veinticinco añospor Egipto, pude tener entre mis manosuna de esas flores y estudiar y tambiénexplicar sus misterios de laresurrección. Y de esa flor me vino la

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idea de detener la vida humana parahacerla despertar después de un períodomás o menos largo de años. ¿Por qué, sipodía revivir una humilde florcita, nopodría hacer lo mismo un organismo tancompleto como el del hombre? Ésta esla pregunta que me hice y a cuyarespuesta dediqué veinticinco años deestudios ininterrumpidos.

—¿Y lo has conseguido?—Plenamente —respondió Toby.Se había levantado, acercado a la

mesa y tomado entre sus manos alconejo que parecía muerto, con las patasy la cabeza rígidas.

—¿Huele mal este conejo? Huélelo,

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James. ¿Crees que está muerto?—Sí, está frío y ya no le late el

corazón.—Y, sin embargo, su vida ha

quedado suspendida desde hace catorceaños.

—¿Pero entonces lo que hasdescubierto es la muerte artificial?

—Un simple pinchazo de mi filtromisterioso bastó para detener laspulsaciones del corazón y conservarlodurante tanto tiempo.

—¡Es maravilloso!—Quizá menos de lo que parece —

dijo el doctor—. ¿Sabes qué son losfakires?

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—Esos hindúes fanáticos que llevana cabo experimentos maravillosos.

—Y que se hacen enterrar a vecesdurante cuarenta o cincuenta días dentrode una caja sellada, con la boca y lanariz tapadas por una capa de cera, yque después resucitan sin tener elaspecto de haber sufrido. Un baño deagua tibia, un poco de manteca en lalengua para ablandarla y vuelven a lavida. Ahora verás.

Tomó de un estante una pequeñaampolla de vidrio que contenía unlíquido rojo, introdujo en ella unajeringa y después inyectó dos veces alconejo, la primera vez cerca del corazón

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y la segunda en el cuello.El animal no había dado ningún

signo de vida y conservaba su rigidez.—Espera, James —dijo el doctor al

ver aparecer en los labios del joven unasonrisa de incredulidad.

En un rincón había una cubeta demetal, debajo de la cual ardía unalámpara de alcohol. El doctor puso undedo en ella para asegurarse del calordel agua, después tomó el recipiente y lopuso sobre la mesa.

—¿Le darás un baño al muerto? —preguntó Brandok.

—Quieres decir al dormido —corrigió el doctor—. Es necesario

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relajar un poco los nervios de estedormilón: ha ce muchos años que noactúan.

—Si consigues hacer revivir a esteanimal, yo te proclamo el científico másgrande del mundo.

—No exijo tanto —respondió Toby,riendo.

Sumergió al conejo en la cubetamanteniéndole la cabeza fuera del agua;después se puso a flexionarle las patasanteriores, como para provocar larespiración, y esperó, mirando a suamigo que estaba completamente serio.—Parece que comienzas a creer en elbuen resultado de esta extraña operación

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—le dijo el doctor—, ¿no es cierto,James?

—No todavía —respondió el joven.—Ya siento que la cabeza del conejo

empieza a calentarse.—Es el efecto del calor del agua. —

Y que la carne comienza a agitarse.De pronto dio un grito de estupor; el

conejo había abierto los ojos y mirabaal doctor con las pupilas dilatadas.

—¿Te sigue pareciendo muertoahora? —dijo Toby, con tono burlón.

—¡Te está mirando! —exclamó eljoven.

—Lo veo.—¡Agita las patas!

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—Y también respira.—¡Es un milagro!… ¡Un milagro!—Cállate, James, no grites tan

fuerte.—Esta resurrección es maravillosa.—No digo que no.—Un descubrimiento que cambiará

el mundo.—Nada de eso, porque yo me

cuidaré mucho de no divulgarlo. Somossolamente tres las personas que loconocemos: yo, tú y el notario delpueblo, el excelente señor Max.

—¿Por qué lo conoce también elnotario? —preguntó Brandok, cuyoestupor aumentaba.

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—Lo sabrás más tarde; mientrastanto mira el resultado. El doctor habíasacado de la cubeta al conejo y lo habíapuesto sobre la mesa, envolviéndolo conun trozo de tela de lana.

Había abierto los ojos, respirabalibremente, frunciendo el hocico, perose veía que estaba muy débil; noconseguía mantenerse sobre sus patas, ytampoco trataba de huir. Debía estaratontado.

—¿Morirá? —preguntó Brandok.—Esta noche lo verás comer y

correr junto a sus compañeros que tengoen mi jardín. No es el primero que hagoresucitar; la semana pasada hice revivir

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a otro delante del notario, y también ésehabía dormido durante catorce años.Ahora come, salta y duerme como losdemás y todos sus órganos funcionanperfectamente bien.

—¡Toby! —Exclamó Brandok, conprofunda admiración—. Eres un granhombre; eres el más grande científicodel siglo.

—¿De éste o del que viene? —preguntó el doctor. — ¿Qué pregunta esésa?

—Mi querido James, debes tenerhambre y el almuerzo está listo. El airede mar da apetito y mi vieja Magge meha prometido un extraordinario plato de

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pescado. Dejemos aquí al conejo yvayamos a llenar el estómago; lacocinera ya estará enojada por elretardo. También tendremos al notariopara el pudding.

—¿Por qué al notario?…El doctor, en vez de responder, se

asomó a la ventana y, al ver a un jovenque estaba regando las flores del jardín,le gritó:

—Tom, advierte a Magge queestamos listos para saborear sussalmonetes y sus dorados y a las dosengancha el poney al coche. Vamos a darun paseo por el escollo de Retz.

Al cabo de cinco minutos el doctor y

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el señor Brandok, sentados en unelegante salón comedor, ante una mesabien preparada, degustaban con muchoapetito las grandes ostras de Nuevajersey, las más deliciosas que se puedenencontrar en las costas orientales deNorteamérica, los dorados y lossalmonetes preparados por la granMagge, rociado todo con el excelentevino blanco de las viñas de la Florida.

El doctor no hablaba; parecíatotalmente ocupado en devorarseaquellos pescados deliciosos,probablemente los mejores que posee elocéano Atlántico septentrional.

Brandok, en cambio, cosa

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absolutamente nueva, parecía no estar yaatormentado por el spleen; hablaba hastapor los codos, abrumando a sucompañero con preguntas sobre aquelmaravilloso descubrimiento que, segúnél, debía revolucionar el mundo. Contodo, no conseguía más que arrancarlealguna sonrisa al científico.

—Entonces estos salmonetes y estosdorados te han vuelto mudo —gritó depronto Brandok, que comenzaba amolestarse—. Hace veinte minutos quetus dientes no hacen más que triturarpero tu lengua en cambio permaneceinmóvil.

—No, mi querido James, estoy

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pensando —respondió el doctor, riendo.—Parece que hubieras olvidado tu

descubrimiento.—Todo lo contrario.—Entonces hablemos de él.—Durante el pudding.—¿Qué tiene que ver eso?—Ya te dije que vendrá a saborearlo

también el notario del pueblo, el señorMax.

—¿Pero qué tiene que ver él contodo esto?

—¡Caramba si tiene que ver! ¿Sidespués de cien años nadie se acordasede mí y me dejaran dormir parasiempre? Daría lo mismo morir.

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—¡Toby! —Exclamó Brandok—,¿qué tienes intención de hacer?

—Ver cómo andará el mundo dentrode cien años, nada más.

—¿Cómo? Quieres…—Dormir durante veinte lustros.—¿Estás loco?—No lo creo —respondió el doctor

con voz tranquila.—¿Tú quieres?… —gritó.—Encerrarme en el refugio que me

he hecho preparar en la cima del escollode Retz para despertarme dentro de cienaños, querido mío. Los descendientesdel notario y el futuro intendente deNantucket, o sus sucesores, se

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encargarán de hacerme volver a la vida.Dejo veinte mil dólares justamente parahacerme resucitar, junto con la ampollaque contiene el misterioso líquido quedeberán inyectarme en los lugaresindicados en mi testamento.

—¡Te matarás!—Entonces quiere decir que tú no

tienes ninguna confianza en mi grandescubrimiento.

—Sí, plena confianza; pero tú noeres un conejo y además cien años noson catorce —dijo Brandok.

—Tenemos sangre y músculosiguales a los de los animales y uncorazón que funciona de igual manera.

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Quería proponerte que te durmierasjunto conmigo; pero ahora renuncio.

—¿Tú has pensado en mí?—Sí, esperando que después de un

reposo de cien años tu spleen terminaríapor abandonarte.

—¡Si el otro día quería tirarme de laEstatua de la Libertad! Ya ves laimportancia que le doy a la vida.¿Quieres que te acompañe, Toby? Estoylisto. Incluso si muriera, no perderíanada.

—¿Entonces te gusta la idea?—Francamente, sí.—Eres excéntrico, como un

verdadero inglés.

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—¿Y acaso no soy un inglés? —retrucó Brandok, riendo.

El doctor se levantó, tomó de unaparador una botella llena de polvo quedebía contar sus buenos años, y ladescorchó, llenando los dos vasos.

—Médoc del mil ochocientosochenta y ocho —dijo—. Después deveinticuatro años de reposo debehaberse vuelto excelente. ¡Por nuestraresurrección en el 2003! —exclamóalzando el vaso.

Lo vació de un trago, pensó un pocoy después agregó:

—James, tú posees…—Cinco millones de liras.

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—¿En billetes del Estado?—Sí.—Debes cambiarlos por oro, amigo

mío. Dentro de cien años esos billetespodrían no tener valor alguno, pero eloro siempre seguirá siendo oro, ya seencuentre en lingotes o en monedas deveinte liras. Yo poseo solamente ochentamil dólares, pero espero que dentro decien años me basten para no morir dehambre. Ya están en una caja fuerteubicada en el pequeño subterráneo quehe hecho excavar bajo mi tumba, con lallave guardada en un lugar secreto.

—¿Y estás seguro de que nuestroscuerpos se conservarán?

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—Maravillosamente —dijo eldoctor—. Nos conservaremos como sifuésemos carne congelada.

—¿Nos congelaremos?—Sí.—¿Alguien pondrá hielo en nuestra

tumba?—No será necesario. He descubierto

un líquido que bajará la temperatura denuestra tumba a veinte grados bajo cero.

—¿Y se mantendrá?—Hasta que rompan nuestra cúpula

de cristal para hacernos resucitar.Estaremos muy bien allí dentro, te loaseguro. ¡Ah!, aquí llega el notario; atiempo para saborear el pudding de mi

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cocinera y beber un vaso de estedelicioso Médoc.

En la habitación cercana oyó aMagge que gritaba:

—¡Señor Max, usted siempre conretraso! Cinco minutos más y no iba apoder probar mi pudding. La próximavez va a hacer que se me queme.

La puerta del comedor se abrióruidosamente y el notario entró conpasos tan pesados que hicieron temblarlas botellas y los vasos.

El señor Max era un hombre dealrededor de sesenta años, gordo comoun barril y con el rostro rubicundo, encuyo centro se exhibía una nariz que

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podía compararse, sin exagerar, con ladel fanfarrón Cyrano de Bergerac.

—Buen provecho, señores —gritócon voz de granadero—. ¿Cómo estáusted, señor Brandok? ¿Se le ha pasadoel spleen después de su excursión aNueva York?

—Recién ahora comienza a darmeun poco de tregua, señor Max —respondió el joven—, y espero quedentro de algunos días me dejarátranquilo por un buen siglo. Despuésveremos.

—¡Ah!… Entiendo —dijo el notario,riendo—. Toby ha encontrado uncompañero.

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—Que me hará buena compañía,querido notario mío; no sería posibleencontrar uno igual a él ni siquiera enFrancia. Magge entraba en ese momentotrayendo en un plato de plata un hermosobudín con la costra dorada que todavíahumeaba y expandía un perfumedelicioso.

—¿El poney ya está enganchado? —preguntó el doctor.

—Sí, señor —respondió la cocinera.—Entonces apurémonos.En pocos minutos hicieron

desaparecer el pudding, vaciaron unataza de té, y a continuación bajaron alpatio, donde los esperaba un coche

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tirado por un pequeño caballo blancoque parecía impaciente por partir.

—Vamos —dijo el doctor tomandolas bridas y empuñando la fusta—.Dentro de media hora estaremos en elescollo de Retz.

***

Era un espléndido día de otoño,refrescado por una brisa vivificanteimpregnada de la salobridad quesoplaba del norte. El océano Atlánticoestaba en perfecta calma, aunque el aguagolpeaba contra las escolleras queprotegían las playas y las olas rompíancon mil bramidos, saltando y rebotando.

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Los barcos pesqueros con sus velasamarillas y rojas a rayas y manchasnegras, que les daban la apariencia degigantescas mariposas, resaltabanvivamente sobre el azul oscuro de lasaguas y avanzaban lentamente, mientrasen lo alto bandadas de grandes pájarosmarinos, gaviotas y pelícanos, volabancaprichosamente. Habiendo atravesadoel cerco, el caballo había tomado uncamino bastante ancho que costeaba elocéano, avanzando a un trote sostenido,sin que el doctor hubiese tenido queapurarlo con el látigo.

Brandok se había puesto taciturno,como si el spleen se hubiese apoderado

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de él nuevamente; tampoco el notariohablaba, muy ocupado en fumar su pipaque emanaba un humo denso como sifuera la chimenea de un barco a vapor.

El doctor cuidaba que el poneyanduviese en línea recta y no pisaraalgún desnivel o se acercara demasiadoal acantilado, que en ese lugar caía enpicada hasta el océano.

Algunos muchachitos salían decuando en cuando del bosque de pinos yabetos que se prolongaba hacia elinterior de la isla, y corrían durantealgún trecho junto al coche, gritando atoda voz:

—Buen paseo, doctor.

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El paisaje variaba rápidamente,volviéndose más salvaje a medida quese acercaban a la playa oriental de laisla. Ya no se veían casas ni habitantes.Sólo los bosques de pinos y abetos sevolvían más numerosos y tupidos y losacantilados más altos y empinados. Lasolas del océano golpeaban allí con talviolencia que parecía que estuvierandisparando cañonazos al final de lospequeños fiordos abiertos por la eternaacción del agua.

Era un bramido continuo, cada vezmás ruidoso, que impedía hablar a lostres amigos, pues no podían oírse.

El camino había desaparecido, pero

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el poney no dejaba de trotar, sinmanifestar cansancio alguno; hacía queel coche se sacudiera terriblemente.

De pronto se detuvo ante una paredrocosa detrás de la cual se oía rugir alocéano furiosamente.

—Hemos llegado —dijo el doctor,saltando del coche—. Éste es el escollode Retz.

—¿Y allá arriba has preparadonuestra tumba? —preguntó Brandok.

—Es una ubicación bellísima —respondió el doctor—. El rugido de lasolas nos cantará el arrorró sin descanso,hasta el día de nuestra resurrección.

—Si volvemos a la vida.

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—¿Todavía dudas, James?—Si aún tuviera alguna duda, no te

preocupes. Ya te he dicho que para mí lavida se ha vuelto demasiado pesada, asíque poco me importaría si no volviera adespertarme nunca más. Muéstrameentonces nuestra última morada.

—No será la última.—Como quieras.—Ven, James.Ató al poney al tronco de un abedul

y después se encaminó por un pequeñosendero excavado en la roca viva queascendía en zigzag. El peñasco, malllamado escollo de Retz, era una moleenorme, de unos cien metros de alto; el

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punto más alto de la isla, hacia el este.Su frente macizo, cortado a pico,

oponía un formidable obstáculo alavance de las olas del Atlántico, por locual no había peligro de quedesapareciera, al menos en cien años.Llegados a la cima, que era plana en vezde terminar en punta, Brandok vio unamuralla circular, de cuatro o cincometros de circunferencia, sobre la queestaba emplazada una cúpula de cristalprovista de un pararrayos altísimo.

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—Dime algo: ¿ésa es nuestra últimamorada? —preguntó.

—Sí —respondió el doctor.—¿Cuándo la hiciste construir?—El año pasado.—¿Los habitantes del pueblo

conocen su existencia?—No, porque traje a los obreros y

los vidrios de Nueva York.—¿Crees que la respetarán?—El escollo es mío: se lo compré a

la municipalidad con un contrato normal,y el notario tiene la orden de hacerdestruir el sendero que conduce aquíarriba y cerrar el acantilado con una

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altísima verja de hierro.—Ya lo he ordenado —dijo el señor

Max—. Nadie vendrá a perturbarlos.—Entremos —propuso el doctor.Con una llave abrió una puertita de

hierro, tan baja que la única manera deentrar era agachándose, y los treshombres se introdujeron en el pequeñoedificio.

El interior estaba cubierto de vidriosde grueso espesor, encastrados enrobustas armaduras de cobre, y no teníamás que una cama muy ancha y baja, confrazadas más bien pesadas y un pequeñoestante sobre el que descansabanbotellas y jeringas.

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—Ésta es mi residencia, o mejordicho, la nuestra —agregó Tobydirigiéndose a su amigo—. ¿Te disgusta?

—En absoluto —respondió el joven,que miraba el océano a través de lacúpula de vidrio—. Espero que nadievenga a perturbarnos antes del día fijadoen nuestro testamento. ¡Qué placer oír elfragor de las olas! Ésa sí que es unabella compañía.

—Considero inútil que tú te proveasde una cama. Ésta es más que suficientepara ambos.

—¿Y el subterráneo donde hasdepositado tus valores?

El doctor se inclinó, levantó una

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plancha de hierro que se encontraba alos pies de la cama y mostró unaestrecha escalerilla excavada en la rocaque debía conectarse con alguna celdasubterránea.

—Se encuentra allí dentro, en la cajafuerte —dijo.

—Pondré allí también los míos.Mañana iré a Nueva York a cambiar misbilletes y mis acciones ferroviarias pororo. Tendremos bastante cuando nosdespertemos. ¿Para cuándo estáprogramado nuestro sueño?

—Para dentro de ocho días; apenashayan cerrado la base del escollo con lacerca.

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—Una pregunta más, mi queridodoctor. ¿Y si se olvidaran dedespertarnos? Sabes que yo no tengoningún pariente.

—Yo tengo una hermana que tienesiete hijos —respondió Toby—. Esperoque dentro de cien años exista todavíaalgún sobrino segundo que puedadespertarnos, o quedarse con nuestrotesoro, en el caso de que estuviésemosmuertos, y después está el notario y helabrado un acta en la municipalidad. Notemas, James, alguien vendrá a recogernuestra importante herencia.

—Mis sucesores no se olvidarán deustedes, estén seguros —dijo el señor

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Max.—¿Tienes alguna otra objeción,

James? —preguntó Toby.—No —respondió el joven.—¿Estás decidido a intentar el

experimento? —Tienes mi palabra.—Entonces volvamos a casa y

hagamos los últimos preparativos.Salieron, cerraron la puertecita,

bajaron el escollo y subieron al cochesin agregar palabra.

Pero debemos confesar que los tresestaban visiblemente conmovidos.

***

Ocho días después, antes de la

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puesta del sol, Brandok, el doctor y elnotario dejaban la aldea sin ser vistos yse ponían en camino al escollo de Retz.

Ya habían tomado todos losrecaudos para ese sueño que duraríacien años, y todas las medidas para quedurante ese prolongado tiempo nadie seacercara a perturbarlos.

El señor Brandok ya había hechotransportar por la noche sus millones ylos había guardado en la caja fuerteescondida en el pequeño subterráneo, yhabía vendido todas sus posesiones,dejando una parte de lo obtenido a lamunicipalidad de la isla para quevigilase su tumba; el doctor había

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regalado su casa a la cocinera y habíahecho levantar alrededor de la pequeñaconstrucción la cerca de hierro en la quese habían dispuesto varias placas demetal con la inscripción: «Propiedadprivada del doctor Toby Holker».

Cuando llegaron a la cima delpeñasco, el sol estaba por ocultarse enun océano de fuego.

Los tres se habían detenido, mirandoel océano que flameaba bajo los reflejosdel atardecer y se encrespabaligeramente al soplo de la brisa de latarde.

En la lejanía un gran piróscafoechaba humo, dirigiéndose hacia la

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costa norteamericana; a lo largo de losacantilados de la isla algunos barcospesqueros avanzaban lentamentevolviendo al puerto del pequeño pueblo;en la base del peñasco las olas seestrellaban rompiendo el silencio quereinaba en el inmenso océano. Los treshombres estaban callados: el notarioparecía profundamente conmovido;Brandok y Toby, un poco preocupados.Permanecieron así algunos minutos,mirando los barcos y el sol que parecíazambullirse en el agua; de pronto eldoctor se volvió, diciendo:

—¿No te arrepientes de la palabradada, James?

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—No —respondió Brandok, con vozcalma.

—¿Aunque no volviéramos adespertar nunca más?

—Ni aun en ese caso.—Señor Max, saludémonos y

abracémonos, ya que no volveremos avernos nunca más, a menos que sucedaun milagro.

—Sería necesario que viviera cientocuarenta años, una edad imposible —dijo el notario, suspirando—. Yomoriré, mientras que ustedes resucitarán.

—Un abrazo, amigo, y váyase.El señor Max, vivamente

conmovido, con los ojos húmedos,

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estrechó entre sus brazos al doctor,apretándolo contra su pecho.

—Adiós, señor Brandok —dijodespués, con la voz quebrada,extendiéndole la mano—. Les deseo quevuelvan a la vida y que se acuerden demí.

—Se lo prometemos —respondió eljoven—. Adiós, señor Max; nosotrosnos vamos a dormir.

El notario se alejó, volviéndosevarias veces para decirles adiós;después desapareció por el sendero quellevaba a la base del peñasco, dondehabía colocado un gran cartucho dedinamita para destruir el acceso.

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—Ven, James —dijo Toby cuandoestuvieron solos—. Mira por última vezel océano.

—Ya lo he mirado lo suficiente, yademás no creo que lo encontremos muycambiado si resucitamos.

Abrieron la puertita y entraron en latumba, que los últimos rayos del soliluminaban suficientemente bien,haciendo que destellara la cúpula devidrio.

Toby tomó del estante dos vasos yuna botella, que destapó.

—Un buen vaso de champán —dijo,vertiendo el espumante néctar—. ¡Pornuestra resurrección, James!

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—O por nuestra muerte, que para míserá lo mismo —respondió el joven,haciendo esfuerzos por sonreír—. Almenos el spleen no volverá aatormentarme.

Vaciaron de un trago los vasos;después el doctor puso en un sobrealgunos documentos que luego colocódentro de una cajita de metal.

—¿Qué haces, Toby? —preguntóBrandok.

—Aquí dentro están las ampollasque contienen el misterioso líquido quevolverá a darnos la vida, y también lareceta que les enseñará a servirse de éla quienes vengan a despertarnos.

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—¿Has terminado?—Sí, tomemos otro vaso.—Sí —respondió Brandok.Vaciaron la botella; después el

doctor abrió una ampolla y llenó dospequeñas tazas. Era un licor rojizo, unpoco denso, que tenía un perfumeespecial.

—Bebe —dijo, ofreciéndole una delas tazas de Brandok.

—¿Qué es?—El narcótico que nos dormirá, o

mejor, que suspenderá nuestra vida eimpedirá que nuestras carnes secorrompan.

El joven tomó la taza con mano

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firme, miró el líquido y después lo tragósin que se moviera un solo músculo desu rostro.

—Nada mal, aunque es un pocoamargo —dijo—. ¡Ah!, qué frío, Toby.Siento como si tuviera un bloque dehielo en lugar del corazón.

—No es nada y durará poco. Échateen la cama y cúbrete.

Mientras Brandok obedecía, eldoctor también bebió el contenido de sutaza; después se acercó bamboleándosea un recipiente de barro que seencontraba en un rincón y, aferrando unmartillo, con un golpe vigoroso rompióla tapa y alcanzó apresuradamente a su

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compañero.Una temperatura siberiana había

invadido la habitación. De eserecipiente misterioso salía una corrientede aire helado, como el que se respiraen las regiones polares.

El doctor miró a Brandok: el jovenya no daba signo alguno de vida. Parecíacomo si la muerte lo hubiese tomado porsorpresa.

—Hasta… dentro… de… cien…años… —tuvo apenas tiempo debalbucear el doctor, antes dedesplomarse al lado de su amigo.

En ese mismo momento el últimorayo de sol se apagaba y las primeras

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sombras de la noche descendían sobre elcurioso sepulcro.

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SEGUNDA PARTE

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UNA RESURRECCIÓNMILAGROSA

Una mañana de los últimos días deseptiembre del 2003, tres hombressubían lentamente el escollo de Retzayudándose unos a otros para superarlas rocas, no habiendo allí ni un solorastro de sendero.

El primero era un hombre más bienentrado en años, entre los cincuenta ylos sesenta años, aún bastante vigoroso,sin barba ni bigote, con los brazos y laspiernas larguísimas, demasiado enrelación con el tronco, y los ojos muy

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dilatados y casi blancos.Los otros dos eran más jóvenes,

como una docena de años menores,también ellos bastante biendesarrollados, con poderosamusculatura y ojos igualmente blancos einertes.

En los tres podía observarse undesarrollo absolutamente extraordinariode la cabeza y especialmente de lafrente.

Sus vestimentas eran de tela colorcafé claro, que parecía seda, yconsistían en sacos larguísimos y enunos pantalones cortos y amplioscerrados bajo las rodillas.

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Cerca de la parte superior delescollo se habían detenido ante una altaverja de hierro oxidado y corroído porlas sales marinas, que rodeaba unapequeña edificación de forma circularcubierta por una cúpula de vidrio.

Una placa de metal colocada en loalto de un palo tenía la siguienteinscripción, todavía bastante visible:"Propiedad privada del doctor TobyHolker".

—Ya llegamos —dijo el hombreentrado en años, sacando del bolsillouna llave viejísima, de una formaespecial, y un papel amarillento—. ¡Quélindas llaves usaban hace cien años!

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—¿Y espera hacer resucitar a suantepasado, señor Holker? —preguntóuno de los dos que lo acompañaban.

—Por lo menos encontraremos sushuesos, y también los de su amigo —respondió el señor Holker.

—Y los millones, ya que usted es elúnico heredero.

—Es verdad, señor notario.—¿Podrá abrir?—Probemos —respondió el señor

Holker.Introdujo la llave en la cerradura y,

después de algunos esfuerzos, hizocorrer el cerrojo.

—Los cerrajeros no trabajaban mal

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en aquel tiempo —dijo, empujando elportón—. No creía que después de cienaños las cerraduras todavía funcionasen.

El pequeño recinto estaba cubiertode retamas, arbustos y montones dehierba seca. Se notaba que nadie habíaentrado allí desde hacía muchísimotiempo.

—Veamos —dijo Holker,abriéndose paso entre la maleza.

Se acercó, no sin experimentar unacierta emoción, a la pequeñaconstrucción y, aproximándose cuantopudo, apoyó la cara en la superficie delvidrio.

De pronto lanzó un grito.

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—¡Ah, es increíble! ¡Están los dos yparecen intactos! ¿Mi antepasado habráconseguido descubrir un filtro tanmaravilloso que permite suspender lavida durante cien años?

Sus dos compañeros miraron através de los vidrios, y tampoco ellospudieron reprimir una exclamación deestupor.

—¡Allí están! ¡Allí están!—Y parece que duermen —dijo

Holker, presa de una viva emoción.—Señor Holker, ¿no se habrá

equivocado? —preguntó el notario.—No sé qué decir; ahora tengo una

lejana esperanza de ver vivo a mi

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antepasado.—Entremos, señores. ¿Tiene la llave

del sepulcro?—Sí, pero no entremos enseguida.—¿Por qué?...—Mi antepasado dejó escrito que

antes se dejase la puerta abierta durantealgunos minutos.

—No consigo entender la razón —declaró el compañero del notario.

—Para no exponernos a un enormeresfrío, señor intendente —dijo Holker—. Una pulmonía se pesca enseguida.

—¿Hace mucho frío allí dentro?—Parece que el doctor Toby,

además del filtro, había descubierto

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también un líquido que desprendía unfrío polar.

—Debe encontrarse en eserecipiente que está allá, en el rincón.

—Abra, señor Holker —dijo elnotario—. Estoy impaciente por asistir ala resurrección de esos dos hombres.

Dieron vuelta a la edificación hastaque descubrieron la puertita de hierro.

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Holker introdujo la llave en lacerradura y ésta abrió fácilmente. Depronto una corriente extremadamentefría envolvió a los tres hombres,obligándolos a retroceder rápidamente.

—¡Hay un banco de hielo allídentro! —Exclamó el intendente—.¿Qué contiene ese recipiente paraproducir tanto frío? ¿Los científicos dehace cien años valían más que los dehoy?

—Mi antepasado era un gran hombre—dijo Holker—. ¡Yo no haré un buenpapel al lado suyo!...

Esperaron algunos minutos y

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después, cuando la corriente fríadisminuyó, uno por vez se introdujeronen el sepulcro, agachados, dado que lapuerta era demasiado baja y estrecha.

Se encontraron en una habitacióncircular, con las paredes cubiertas devidrio sujetadas por armaduras decobre. En el centro había una camabastante grande y sobre ella, envueltosen gruesas frazadas de lana, se veían dosseres humanos colocados uno al lado delotro.

Sus rostros estaban amarillos, susojos cerrados, y sus brazos, que teníandebajo de las frazadas, parecían rígidos.No se encontraba en ellos ninguna señal

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de corrupción de sus carnes.El señor Holker se acercó

rápidamente a ellos y levantó lasfrazadas.

—¡Ah, es increíble! —exclamó—.¿Cómo han podido conservarse así estosdos hombres después de cien años? ¿Esposible que todavía estén vivos? Nadielo admitiría.

Sus compañeros también se habíanacercado y miraban con una especie deterror a aquellos dos hombres,preguntándose ansiosamente si seencontraban delante de dos cadáveres ode dos durmientes.

El que se hallaba a la derecha era un

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hermoso joven de veinticinco o treintaaños con el cabello rubio, de estaturaelevada y esbelto; el otro, en cambio,representaba cincuenta o sesenta años,tenía el cabello entrecano, y era muchomás bajo de estatura y de formas másmacizas.

Tanto uno como otro estabanmaravillosamente conservados: sólo lapiel del rostro, como ya hemos dicho,había tomado un tinte amarillento,parecido al de la raza mongólica.

—¿Cuál es su antepasado? —preguntó el notario.

—El más viejo —respondió Holker—. El otro es el señor James Brandok.

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—¿Va a actuar enseguida?—Sin esperar más.—Usted es médico, ¿no es verdad?—Como mi antepasado.—¿Sabe cómo debe actuar?—El documento dejado por Toby

Holker habla claro. No se trata más quede dos inyecciones. — ¿Y el líquidomisterioso?

—Debe estar en aquella cajita —respondió el señor Holker señalandouna caja de metal que se encontraba allado de la cama.

—¿Volverán en seguida a la vida?—No creo; probablemente después

que los hayamos sumergido en agua

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tibia.—¿Entonces tendremos que

llevarlos hasta el poblado?—No es necesario —respondió el

señor Holker—. He dado la orden a michofer de que vuelva aquí con el Cóndory no tardará en llegar. Llevaré a miantepasado y al señor Brandok a micasa, en Nueva York. Deseo que todosignoren la resurrección de estos doshombres si consigo hacerlos volver a lavida.

Mientras hablaba había abierto lacajita de hierro donde se veían unosdocumentos, dos frascos de cristalllenos de un líquido rojizo y jeringas.

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—He aquí el filtro misterioso —dijotomando los frascos—. Actuaremos sinperder un momento.

Desnudó el pecho de los dosdurmientes y sumergió una jeringa enuno de los dos frascos diciendo:

—Una inyección en dirección alcorazón y otra en el cuello; veremos sise logra algún efecto.

—Señor Holker —dijo el notario—,usted que es doctor, ¿le parece que estánmuertos? Tienen un aspecto...

—¿De momias egipcias?—No, porque sus carnes tienen

todavía una cierta frescura.—Entonces de personas no muertas

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—dijo el señor Holker—. ¿Saben queno desespero?

—¿Laten sus corazones?—No.—¿Están fríos?—¡Ya lo creo! ¡Con la temperatura

que reinaba aquí dentro! Estánsumergidos en una especie de catalepsiaque me recuerda los extraordinariosexperimentos de los fakires hindúes.

—¿Entonces no pierde lasesperanzas?

—Sobre eso no puedo responder.Solamente constato que estánmaravillosamente conservados despuésde veinte lustros. Ayúdeme, señor

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Sterken.—¿Qué debo hacer?—Tenga este frasco mientras yo

inyecto el líquido descubierto por miantepasado.

—¿Y si es fatal?—Yo ejecuto su última voluntad; si

muere, admitiendo que todavía duerme,no será culpa mía. ¡Probemos!...

El señor Holker tomó la jeringa,apoyó la agudísima punta en el pechodel doctor, cerca del corazón, e inyectósubcutáneamente el líquido. Repitió lamisma operación en el cuello, en la venayugular; y después esperó, presa de unaprofunda ansiedad, mientras tomaba el

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pulso de su antepasado.Nadie hablaba: todos tenían la vista

fija en el doctor con la esperanza desorprender en ese rostro amarillentocualquier señal que pudiese ser elindicio de un retorno a la vida. Habíatranscurrido un minuto cuando el señorHolker dejó escapar un grito de estupor.

—¡Es increíble!—¿Qué pasa? —preguntaron a la

vez el notario y el intendente.—¡Este hombre no está muerto!—¿Tiene pulso?—Sentí una ligera vibración.—¿Tal vez se ha engañado? —

preguntó el notario, que se había puesto

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muy pálido.—No... Es imposible... tiene pulso...

ligeramente, sí, pero lo tiene... No estoysoñando.

—¡Después de cien años!—Silencio... escuchemos si el

corazón da alguna señal de vida...El señor Holker apoyó la cabeza en

el pecho de su antepasado.—¿Está frío? —preguntó el

intendente.—Sí, sigue frío.—Mala señal; los muertos siempre

están fríos.—Espere, señor intendente, el filtro

apenas ha comenzado a actuar.

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—Y...—¡Cállese! ¡Maravilloso!...

¡Increíble!... ¿Qué fue lo que inventó miantepasado? ¿Qué son los médicosmodernos comparados con él? ¡Burros,incluyéndome a mí!

—Entonces, ¿late el corazón? —preguntaron al unísono el intendente y elnotario.

—Sí... late...—¿No se engaña?—¿Un médico?—Sin embargo, ese tinte amarillento

aún no desaparece —observó el notario.—Después... después del baño tal

vez... ¡Sí, el corazón late!... ¡Es un

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milagro!... ¡Volver a la vida después decien años! ¿Quién lo creería? ¡Metomarían por loco!

—¿Y el pulso?—Vibra cada vez con más fuerza.—El señor Brandok, doctor —dijo

el intendente.En ese momento un fuerte silbido

llegó desde afuera.—Es mi Cóndor—dijo el señor

Holker—. ¡Llega a tiempo!—¿Necesita algo de su chofer? —

preguntó el notario.Desnudó el pecho del joven y repitió

las inyecciones hechas al señor Toby.Dos minutos después sintió una leve

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vibración de su pulso y constató ademásque el color amarillento tendía adesaparecer y que un tenue color rosadoaparecía en las mejillas del durmiente.

—¡Qué milagro! —Repetía el señorHolker—. Mañana estos hombreshablarán como nosotros.

El notario había vuelto con un negrode estatura imponente, un verdaderoHércules, de espaldas anchísimas,brazos gruesos y musculosos.

—Harry —dijo el señor Holkerdirigiéndose al gigante—. Toma a estasdos personas y llévalas al Cóndor. Tratade no apretarlas demasiado.

—Sí, mi amo.

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—¿Están listos los colchones?—Y también la carpa.—Apúrate, muchacho mío.El señor Holker corrió la cama y

puso las manos sobre una plancha dehierro de forma circular provista de unanillo.

—Aquí abajo debe estar elsubterráneo que contiene los millones demi antepasado y del señor Brandok —dijo.

—¿Estarán allí aún? —preguntó elnotario.

—Sólo nosotros sabemos que losdos durmientes los habían puesto allí, yademás vimos que todo estaba en orden

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aquí dentro, por lo tanto nadie pudohaber entrado.

Pasó por el anillo la palanca traídapor el criado y, no sin esfuerzo, levantóla plancha.

Como ya había caído la noche,encendió una lámpara eléctrica y divisóuna escalerita abierta en la roca viva.

Descendió, seguido por el notario yel intendente, y se encontró con un nichode dos metros cuadrados que conteníados cajas fuertes de acero.

—Aquí dentro están los millones —dijo.

—¿Los llevará al Cóndor? —preguntó el notario.

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—Pertenecen a mi antepasado y alseñor Brandok. Estando vivos no tengoningún derecho sobre estas riquezas...

¡Harry!El negro, después de llevar a Toby y

a Brandok, ya había vuelto y bajó alsubterráneo.

—Ayúdame —le dijo Holker.—Yo solo me basto, mi amo —

respondió el gigante—. Mis músculosson sólidos y mis espaldas anchas.

Tomó la caja más grande y se lallevó.

—Señores —dijo Holker cuandoHarry se llevó la segunda caja—. Lamisión de ustedes ha terminado. El

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señor Brandok y mi antepasado sabránrecompensarles pronto la gentileza quehan tenido.

—¿Los traerá un día para que losveamos? —preguntó el notario.

—Se los prometo.—¿Está seguro de que volverán a la

vida? —dijo el intendente.—Así lo espero, después de un baño

de agua tibia. Dentro de cuatro horasestaré en Nueva York y mañana tendránnoticias mías.

Salieron del pequeño sepulcro y delrecinto, cerrando la verja, y sedirigieron hacia el borde de la roca quese extendía sobre el océano, donde se

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veía vagamente y entre las tinieblas unamasa negra sobre la cual se agitabanunas alas monstruosas.

—Enciende el faro, Harry —ordenóHolker.

Un haz de luz de gran potenciailuminó toda la cima de la roca y lamasa de agua que se agitaba en el borde.

El Cóndor era una especie demáquina voladora provista de cuatroalas gigantescas y hélices enormes,colocadas sobre una plataforma demetal, larga y estrecha, rodeada por unabalaustrada. En el centro, colocadossobre un blando colchón y protegidospor una cortina, se encontraban el doctor

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Toby y Brandok, uno al lado del otro. Elnegro estaba en la popa de laplataforma, detrás de una pequeñamáquina provista de varios tubos.

—Hasta pronto, señores —dijoHolker subiendo a la plataforma ysentándose al lado de los dosresucitados.

—Buen viaje, señor Holker —respondieron el notario y el intendente—. Envíenos mañana noticias del doctory del señor Brandok.

—A cien millas por hora, muchachomío —dijo Holker al negro—. Tengoprisa.

Las alas y las hélices se pusieron en

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movimiento y la máquina voladorapartió a la velocidad del rayo, pasandosobre la isla de Nantucket y manteniendola proa en dirección sudoeste. El señorHolker examinaba al doctor Toby y a sucompañero, apoyando con frecuencia lamano sobre sus pechos y comprobandode tanto en tanto sus pulsos.

Sus arterias ya comenzaban a latir,aunque débilmente, pero todavía norespiraban y el corazón seguía mudo.

—Veremos después del baño —murmuraba el señor Holker—. No estánmuertos, por lo tanto no hay quedesesperar. ¡Qué sorpresa se llevaráncuando abran los ojos! ¡Revivir después

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de cien años! ¿Qué maravilloso filtrodescubrió mi antepasado? ¡Es algoinexplicable, no han envejecido!

El Cóndor, mientras tanto,continuaba su carrera fulmínea. Habíapasado la isla y ahora volaba sobre elocéano, manteniéndose a una altura deciento cincuenta metros.

Su lámpara seguía emitiendo unlargo haz de luz que se reflejaba en lasolas.

A medianoche, hacia el oeste, sedescubrieron de pronto unas ondas deluz blanca que subían a gran altura.

—Nueva York, mi amo —dijo elnegro.

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—¿Ya? —Respondió Holker—. Hassuperado las cien millas por hora, mibuen Harry. Apurémonos y ten cuidadode no chocar con nadie.

Se había levantado y miraba haciaesas luces.

—Llegaremos pronto —murmuró.Veinte minutos después el Cóndor

volaba sobre un macizo de casasinmensas, de torres y campanarios.

Describió algunas vueltas en el aire,proyectando el haz de luz sobre lostechos de las casas; después bajó sobreuna vasta terraza de metal situada en lacima de un edificio de veinte pisos.

—Ya llegamos, mi amo —dijo el

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negro.—Carga a los dos durmientes y

llévalos a mi habitación. ¡Y ni unapalabra a nadie!

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LAS PRIMERASMARAVILLAS DEL 2000

Habían transcurrido otras dos horascuando el doctor Toby abrió finalmentelos ojos, después de cien años en quelos había mantenido cerrados. Tras unainmersión en una bañera llena de aguatibia que duraría un cuarto de hora,había comenzado a dar algunos signosde vida y a perder el tinte amarillento,pero fue necesaria una nueva inyeccióndel filtro maravilloso para que elcorazón reanudase sus funciones.

Después de los primeros latidos la

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rigidez de los músculos habíadesaparecido rápidamente y el colorrosado había vuelto a su rostro junto conla circulación de la sangre.

Apenas abrió los ojos su mirada sefijó en el señor Holker, que estaba allícerca frotando el pecho de Brandok.

—Buen día... —le dijo su sobrinopolítico acercándose rápidamente.

Toby permanecía mudo; aunque susojos hablaban por él.

En su mirada había estupor,ansiedad, quizá miedo también.

—¿Me escucha? —preguntó Holker.El doctor hizo un gesto afirmativo

con la cabeza, después movió los labios

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varias veces, sin que pudiese emitirsonido alguno. Por cierto la lenguatodavía no había vuelto a adquirir suelasticidad después de haber estadotantos años inmovilizada.

—¿Cómo se siente? ¿Mal quizá?Toby hizo un gesto negativo, después

levantó las manos haciendo signosabsolutamente incomprensibles para elseñor Holker. De pronto las bajó,apuntando hacia al señor Brandok, queestaba acostado en una cama vecina.

—Me pregunta si su compañero estávivo o muerto, ¿no es verdad?

El doctor afirmó con un gesto.—No tema, señor... tío, si no le

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molesta que lo llame con este título, yaque pertenezco a su familia, comodescendiente de su hermana... No tema,también su compañero está por volver ala vida y dentro de poco abrirá los ojos.¿Tiene dificultades para mover lalengua? Veamos, tío... yo también soydoctor, como usted.

Le abrió la boca y le tiró variasveces de la lengua, que parecíaatrofiada, moviéndosela en todos lossentidos para hacerle adquirir la perdidaagilidad.

—¿Funciona ahora?Un sonido al principio confuso salió

de los labios del doctor Toby; después

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un grito:—¡La vida! ¡La vida!—Gracias a su filtro, tío.—¿Cien años?—Sí, después de cien años de sueño

—respondió Holker—. Por cierto, nocreía que volvería a la vida.

—¡Sí! ¡Sí! —balbuceó el doctor.En ese instante una voz débil dijo:—¿Toby? ¿Toby?El señor Brandok había abierto los

ojos y miraba a su viejo amigo con unestupor fácil de comprender.

—¡Toby! —repitió por tercera vez,tratando de levantarse apoyándose en laalmohada.

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—No se mueva, señor Brandok —dijo Holker—. Es un placer darle losbuenos días y también oírlo hablar.Quédense acostados; les hace falta unbuen sueño, un sueño verdadero.

Se acercó a una mesita donde habíavarios frascos, tomó uno y vertió elcontenido en dos tazas de plata.

—Beban esta infusión —agregó,extendiéndole a cada uno una taza—.Les dará fuerzas... ¡Ah!... me olvidabade decirles que sus millones estánseguros aquí, en mi casa... Vuelvan aacostarse, duerman bien y esta tardecomeremos juntos, estoy seguro.

El doctor Toby había murmurado:

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—Gracias, mi lejano pariente.Después había cerrado nuevamente

los ojos. El señor Brandok ya dormía,roncando sonoramente.

El señor Holker se quedó en lahabitación algunos minutos, inclinándoseora sobre uno, ora sobre otro resucitado,repitiendo con visible satisfacción:

—Éste es el verdadero sueño quevolverá a darles fuerza. ¡Maravillosofiltro! He aquí un secreto que si sedivulgase haría de mi antepasado elhombre más famoso del mundo.Dejémoslos descansar. Creo que yaestán a salvo.

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***

Ocho horas después el doctor Tobyfue despertado por un ligero silbido queparecía salir de debajo de la almohada.

Bastante sorprendido, se sentó,lanzando alrededor una miradamaravillada. En la habitación no habíanadie y Brandok seguía roncando en laotra cama.

"¿Quién me silbó en el oído?", sepreguntó. "¿Lo habré soñado?"

Estaba por despertar a Brandokcuando oyó una voz que parecía humana,susurrarle al oído:

"Graves sucesos han ocurrido ayer

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en la ciudad de Cádiz. Los anarquistasde la ciudad submarina de Bressak,adueñándose de la nave Hollendorf,desembarcaron en la noche, haciendovolar con bombas varias casas. Lapoblación huyó y los anarquistassaquearon la ciudad. Se ha llamado a lasarmas a los voluntarios de Málaga yAlicante, que se trasladarán al lugar dela invasión con flotas aéreas. Se diceque Bressak fue destruida y que muchasfamilias anarquistas han muertoahogadas".

Con desconcierto el doctor habíaoído esa voz que anunciaba un espantosodesastre; después había levantado

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rápidamente la almohada, ya que la vozse había hecho oír justo detrás de lacabecera de la cama, y descubrió unaespecie de tubo en cuyo borde estabaescrito: «Suscripción al “World”».

—¡Una maravilla del 2000! —exclamó—. Los periódicos comunicandirectamente las noticias a casa de lossuscriptores. ¿Habremos suprimido losperiódicos y las máquinas paraimprimirlos? En nuestros tiempos estascomodidades no se conocían todavía.¡Cómo ha progresado el mundo!

Estaba por despertar a su amigo, queno se decidía a abrir los ojos, cuandooyó salir del tubo otro silbido, y

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después la misma voz que decía: «Mirela escena».

En el mismo instante el doctor vioiluminarse un gran cuadro que ocupabala pared que estaba frente a la cama ydesarrollarse allí una escena horrible yde una realidad extraordinaria.

Algunos hombres aparecían enmedio de las casas y se los veía corrercomo locos, lanzando bombas queestallaban con resplandoressobrecogedores.

Las paredes se hundían, los techosse desplomaban; hombres, mujeres yniños caían en las calles, mientrasanchas lenguas de fuego se levantaban

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sobre ese montón de ruinas, tiñendo todoel cuadro de rojo.

Mientras tanto los anarquistascontinuaban su obra de destrucción, ylas escenas se sucedían unas a otras convertiginosa rapidez y sin la más leveinterrupción.

Era una especie de cinematógrafo,de una perfección extraordinaria,verdaderamente asombrosa, quereproducía con maravillosa exactitud losterribles estragos anunciados poco antespor el periódico.

Durante diez minutos ese desastrecontinuó; después terminó con una fugadesordenada de la gente que se dirigía

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hacia una playa, mientras el cieloreflejaba la luz de los incendios.

—Extraordinario —repetía el doctorcuando la pared volvió a quedar blanca—. ¡Qué progresos ha hecho elperiodismo en estos cien años! Y quiénsabe cuántas maravillas nos quedan porver todavía. Brandok, ¿has dejado dedormir?

Oyendo aquella sonora llamada eljoven abrió finalmente los ojos,desperezándose como un oso que sedespierta después de un largo sueñoinvernal.

—¿Cómo te sientes, amigo mío? —preguntó Toby.

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—Muy bien.—¿Y tu spleen?—Por ahora no siento que me

atormente. Y... dime, Toby, ¿soñamos oes verdad que hemos dormido durante unsiglo?

—La prueba la tenemos en nuestrascajas fuertes, que han traído aquímientras descansábamos.

—¿Quién nos creerá que hemosresucitado?

—Mi pariente, por cierto, dado quefue él quien nos sacó del sepulcro.

—¿Y nosotros dónde estamos? ¿EnNantucket todavía?

—No sabría decirlo.

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—Y tú, ¿cómo estás?—Sufro de una turbación que no

puedo explicarme y me parece que estoymuy débil.

—¡No lo dudo, después de un ayunotan largo! —dijo Brandok, riendo—.¿No sientes apetito? Yo me comería debuena gana un trozo de carne, porejemplo.

—Despacio, querido mío. Todavíano sabemos cómo funcionarán nuestrosórganos internos.

—Si el corazón y los pulmones nodan señales de haber sufrido después dehaber estado tanto tiempo detenidos,supongo que también los intestinos

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reanudarán su trabajo.—Y, sin embargo, temo que se hayan

atrofiado —dijo Toby.En ese momento la puerta se abrió y

el señor Holker apareció, seguido delgigantesco negro que traía trajessimilares a los que él llevaba y ropainterior blanquísima.

—¿Cómo está, tío? ¿Me permitellamarlo así de ahora en adelante?

—Claro, mi querido sobrino —respondió el doctor—. Me encuentrobastante bien.

—¿También usted, señor Brandok?—Sólo siento un poco de hambre.—Buen signo; vístanse y después

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iremos a comer. Los trajes les pareceránmuy distintos de los que se usaban hacecien años, pero son más cómodos ydesde el lado de la higiene no dejannada que desear, dado que han sidoperfectamente desinfectados.

—Y también la tela me parecedistinta.

—Es fibra vegetal. Desde hacesesenta años hemos renunciado a la telade fibra animal, demasiado costosa ypoco limpia comparada con ésta. ¡Ah!Encontrarán el mundo muy cambiado:por ahora no les digo más para que nodisminuya su curiosidad. Los espero enel comedor.

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El doctor Toby y Brandok secambiaron, se arreglaron, despuésdejaron la habitación; entraron en uncorredor cuyas paredes muy brillantestenían extraños resplandores, como sidebajo de la pintura que las cubríahubiese una capa de materialfosforescente, y entraron en una salabastante amplia, iluminada por dosventanas anchas y altas hasta el techoque permitían que el aire entraralibremente.

Estaba amoblado con una sencillezno exenta de cierta elegancia. Las sillas,el aparador, los estantes situados en losrincones y hasta la mesa que ocupaba el

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centro estaban hechos de un metalblanco resplandeciente que parecíaaluminio.

El señor Holker ya estaba sentado ala mesa, cubierta por un mantel coloradoque no parecía de tela.

—Adelante, mis queridos amigos —dijo yendo a su encuentro—. Elalmuerzo está listo.

—¿Y dónde lo comeremos? —preguntó Brandok, que no había vistosobre la mesa platos, ni vasos, nicubiertos, ni servilletas.

—¡Ah, me olvidaba de que hace cienaños los hoteleros también estabanatrasados! —dijo Holker riendo—.

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También ellos han progresado. Miren.Se acercó a una pared y bajó una

plancha de metal de un par de metros delargo por treinta centímetros de ancho,uniéndola a la mesa de modo tal queformó un pequeño puente. La otraextremidad se apoyaba en una pequeñarepisa sobre la cual estaba escrito:«Suscripción al Hotel Bardilly».

—¿Y ahora? —preguntó Brandok,que miraba con creciente estupor.

—Oprimo este botón y el almuerzodeja la cocina del hotel para llegar a mimesa.

—¿Y dónde está ese hotel? ¿En estacasa?

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—No, más bien lejos: en la orillaopuesta del Hudson.

—¿Entonces estamos en NuevaYork? —exclamaron al unísono Toby yBrandok.

—¿Dónde creían que estaban?¿Todavía en Nantucket?

—¿Cuándo nos trajo? —preguntóBrandok en el colmo de la sorpresa.

—Ayer por la noche. A las ocho dejéla isla y a medianoche ya estaban aquí.

—¡En sólo cuatro horas, mientrasque hace cien años se empleabandieciséis horas y con un barco a vapor!—exclamó el doctor.

—Hemos avanzado bastante con los

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inventos, mi querido tío —dijo Holker—. ¡Ah!, aquí está el almuerzo.

Un silbido agudo había salido poruna pequeña ranura de la repisa;después una puertecita se había abiertoautomáticamente en la extremidad de laplancha de metal que se unía a la mesa yuna pequeña máquina, seguida por seisvagoncitos de aluminio de formacilíndrica, avanzó, corriendo sobre dosranuras que hacían de vías.

—¿El almuerzo que manda el hotel?—preguntaron Toby y Brandok.

—Sí, señores, y con todo lonecesario. Como pueden ver que es algomuy cómodo que me evita tener una

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cocinera y una cocina —respondióHolker.

Abrió el primer vagoncito que teníauna circunferencia de cuarentacentímetros y la misma altura y sacó losvasos, los cubiertos, las servilletas ycuatro botellas que debían contener vinoo cerveza. De los otros cuatro extrajosucesivamente dos pequeños recipientescon un caldo todavía muy caliente,después los platos con tartas y manjaresvariados, huevos, licores, etcétera. Ensuma, todo lo necesario para unalmuerzo abundante.

Cuando hubo terminado, oprimió unbotón, la puertecita se abrió y el

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minúsculo tren desapareció,retrocediendo con la velocidad de unrelámpago.

—¿Qué me dice, señor Brandok? —preguntó Holker.

—Que en nuestra época estascomodidades no existían. ¿Y el trenvolverá?

—Claro, para recoger la vajilla.—¿Y cómo llega hasta aquí?—Por medio de un tubo, y camina

movido por una pequeña pila eléctricade una potencia tal que le imprime unavelocidad de casi cien kilómetros porhora. Esta comida fue puesta allí haceapenas unos minutos; de hecho vean

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como humea; mejor dicho, quema.—¿Y el hotelero cómo sabe qué es

lo que el cliente desea?—Por medio del teléfono. Por la

mañana mi criado le transmite al hotel elmenú del almuerzo y la cena y las horasen que deseo comer, y el tren llega conprecisión matemática.

—No todos pueden permitirse unlujo como éste —observó el doctorToby.

—Naturalmente —respondió Holker—, pero aquellos que no puedensuscribirse al hotel también se lasarreglan más rápido.

—Será para comer, no para

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prepararse la comida.—El obrero ya no cocina en su casa,

porque no tiene tiempo que perder. Ochoo diez píldoras y ya se han tomado unbuen caldo, el jugo de media libra decarne o de pollo, o de una libra decerdo, o de un par de huevos, de unataza de café, etcétera. Hace cien años seperdía demasiado tiempo; caminaban yse movían con una lentitud de tortugas.Hoy, en cambio, competimos con laelectricidad. Coman, señores míos, o lacomida se enfriará. Una taza de buencaldo, señor Brandok, antes que nada,después elija lo que más le guste. Leadvierto que es una comida a base de

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vegetales, pero no por ello son menosnutritivas, y tampoco la encontraránmenos sabrosa. Después hablaremostodo lo que quieran.

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LA LUZ Y EL CALORFUTUROS

El doctor Holker había dicho la verdad.El caldo era exquisito, pero no habíaplato alguno de carne de vaca, de cerdoo de carnero. Sólo pescado: todos losdemás platos se componían devegetales, muchos de ellosabsolutamente desconocidos para Toby yBrandok.

En compensación, el vino era tanbueno que ni uno ni otro habíandegustado nunca uno que se le pareciera.

—Señor Holker —dijo Brandok,

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que comía con un apetito envidiable,como si se hubiese despertado de unsueño de sólo ocho o diez horas—,¿usted es vegetariano?

—¿Por qué me hace esa pregunta?—quiso saber el lejano nieto políticodel doctor.

—En nuestra época se hablabamucho del vegetarianismo,especialmente en Alemania y enInglaterra. Se ve que esa cocinaprogresó mucho.

—¿Dice eso porque no encuentracarne?

—Sí, y me sorprende que losnorteamericanos modernos hayan

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renunciado a los jugosos beefsteak y alos sangrientos roastbeaf.

—Son platos que hoy se han vueltoun poco raros, querido mío, por elsimple motivo de que las vacas y loscarneros casi desaparecieron.

—¡Ah!—¿Se asombra?—Mucho.—Mi querido señor, la población

del globo en estos cien años crecióenormemente, y no existen más praderaspara que se nutran los grandes rebañosque existían en su época. Todos losterrenos disponibles ahora soncultivados intensivamente para extraerle

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al suelo todo lo que puede dar. Si no sehiciese eso, a esta hora la población delglobo viviría presa del hambre. Lasgrandes extensiones de la Argentina y denuestro Far West ya no existen, y lasvacas y los carneros poco a poco casihan desaparecido, haciendo que loscampos no rindan en proporción. Porotra parte, en nuestros días no tenemosnecesidad de carne. Nuestros químicos,en una simple píldora que pesa apenasunos gramos, han concentrado todos loselementos que antes se podían encontraren una buena libra de la mejor vaca.

—¿Y cómo hay agricultura sinbueyes?

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—Antigüedades —dijo Holker—.Nuestros labradores usan máquinasmovidas por la electricidad.

—¿Es que tampoco hay caballos?—¿Para qué servirían? Todavía hay

algunos, conservados más porcuriosidad que por otra cosa.

—¿Y los ejércitos no los usan? —preguntó el doctor Toby—. En nuestrostiempos todas las naciones teníanregimientos de ellos.

—¿Y qué hacían con ellos? —preguntó Holker en tono irónico.

—Servían para la guerra.—¡Ejércitos! ¡Caballería! ¿Quién se

acuerda ahora de eso?

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—¿Ya no hay ejércitos? —preguntaron al unísono Toby y Brandok.

—Hace sesenta años quedesaparecieron, cuando la guerra mató ala guerra. La última batalla librada pormar y por tierra entre las nacionesamericanas y europeas fue terrible,espantosa, y costó millones de vidashumanas sin ventajas para ninguna de laspotencias. La masacre fue tal que lasdistintas naciones del mundo decidieronabolir para siempre la guerra. Y además,éstas ya no serían posibles. Hoyposeemos explosivos capaces de hacervolar una ciudad de algunos millones dehabitantes, máquinas que levantan

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montañas; podemos producir, con lasimple presión de un dedo, la chispaeléctrica transmisible a centenares demillas de distancia y hacer estallarcualquier depósito de pólvora. Hoy día,una guerra marcaría el fin de lahumanidad. La ciencia ahora ha vencidoa todo y a todos.

—Y, sin embargo, hoy, apenas medesperté, el periódico me comunicó unanoticia que estaría desmintiendo lo queha dicho hasta ahora, mi querido sobrino—dijo Toby.

—¡Ah, sí! La destrucción de Cádizllevada a cabo por los anarquistas. ¡Unapequeñez! A esta hora esos agitadores

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habrán sido completamente destruidospor los bomberos de Málaga y deAlicante.

—¿Por los bomberos?—Hoy no tenemos otras tropas que

ésas, y les aseguro que saben mantenerel orden en todas las ciudades y aplacarcualquier tumulto. Ponen en líneaalgunas bombas de agua y arrojan sobrelos sediciosos torrentes de aguaelectrizada al máximo grado. Cada gotafulmina, y el asunto termina pronto.

—Un medio un poco brutal, señorHolker, e incluso inhumano.

—Si no se hiciese eso las nacionesse verían obligadas a mantener tropas

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para conservar el orden. Y además,somos demasiados en este mundo y si noencontramos los medios para invadiralgún planeta no sé cómo se lasarreglarán nuestros bisnietos dentro deotros cien años, a menos que vuelvan,como nuestros antepasados, a laantropofagia. La producción de la tierray los mares no bastaría para alimentar atodos, y éste es el problema más graveque inquieta y preocupa a loscientíficos. ¡Ah! ¡Si se pudiese llegar aMarte, que en cambio tiene unapoblación tan escasa y tantas tierrastodavía sin cultivar!

—¿Y cómo lo saben ustedes? —

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preguntó Toby, haciendo un gesto deestupor.

—Por los mismos marcianos —respondió Holker.

—¡Por los habitantes de ese planeta!—exclamó Brandok.

—¡Ah, me había olvidado que hacecien años todavía no se habíaencontrado un medio para entrar encontacto con esos buenos marcianos!

—¿Está bromeando?—Se lo digo en serio, mi querido

señor Brandok.—¿Ustedes se comunican con ellos?—Tengo incluso un queridísimo

amigo allá arriba que a menudo me

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envía noticias suyas.—¿Cómo hicieron para comunicarse

con los marcianos?—Se los diré más tarde, cuando

hayan visitado la estación eléctrica deBrooklyn. ¡Eh! Hace ya cuarenta añosque mantenemos contactos con losmarcianos.

—¡Pero es increíble! —Exclamó eldoctor Toby—. ¡Qué maravillososdescubrimientos han hecho en estos cienaños!

—Muchos que los dejaránestupefactos, tío. Apenas esténcompletamente repuestos les propondrédar una vuelta al mundo. En siete días

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estaremos nuevamente en casa.—¡La vuelta al mundo en una

semana!...—Es natural que esto los asombre.

Si no me engaño, hace cien años seempleaban cuarenta y cinco o cincuentadías.

—Y nos parecía que habíamosalcanzado la máxima velocidad.

—Eran tortugas —dijo Holker,riendo—. Después nos daremos unavuelta por el Polo Norte para visitar lacolonia.

—¿También se va al Polo ahora?—¡Bah!... es un simple paseo.—¿Encontraron el medio de destruir

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los hielos que lo circundan?...—Nada de eso; por el contrario,

creo que los casquetes de hielo querodean los dos confines de la Tierra sehan vuelto más enormes de lo que eranhace cien años; pero no obstante hemosencontrado el medio para ir a visitarlosy también poblarlos. Hemos desterradoallí...

Un silbido agudo que escapó de unagujero abierto sobre la repisa que seencontraba en un rincón de la habitaciónle interrumpió la frase.

—Ah, es mi correspondencia quellega —dijo Holker levantándose.

—¡Otra maravilla! —exclamaron

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Toby y Brandok levantándose también.—Algo simplísimo —respondió

Holker—. Miren, amigos míos.Oprimió un botón que había debajo

de un cuadro que representaba unabatalla naval. El cuadro desapareció,elevándose entre dos ranuras y dejandoun vacío de un metro y medio cuadrado.Dentro había un cilindro de metalcubierto de números negros, de un largode sesenta o setenta centímetros y conuna circunferencia de treinta o cuarenta.

—Mi número de abono postal es elmil novecientos ochenta y siete —dijoHolker—. Aquí está; en un pequeñocompartimiento fueron colocadas mis

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cartas.Puso un dedo sobre el número, abrió

una puertecita y extrajo sucorrespondencia; después hizo bajar elcuadro y oprimió otro botón.

—Ya está, el cilindro volvió a partir—dijo—. Va a distribuir lacorrespondencia a los otros inquilinosde la casa.

—¿Cómo llegó aquí ese cilindro? —preguntó Brandok.

—Por medio de un tubo que está encomunicación con la oficina postal máscercana y remolcado por una pequeñamáquina eléctrica.

—¿Y cómo se detiene?

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—Detrás del cuadro hay uninstrumento destinado a interrumpir lacorriente eléctrica. Apenas el cilindropasa encima de él, se detiene y novuelve a partir si antes yo no reactivo lacorriente oprimiendo ese botón.

—¿Hay un cilindro para cada casa?—Sí, señor Brandok; debo

advertirle que las casas modernas tienenveinte o veinticinco pisos y quecontienen de cincuenta a mil familias.

—La población de uno de nuestrosantiguos suburbios —dijo el doctor—.¿No hay entonces casas más pequeñas?

—La tierra es demasiado preciosahoy día y ese lujo ha sido desterrado.

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No puede quitársele ningún espacio a laagricultura. Pero comienza a oscurecer;es hora de iluminar mi salón. Hace cienaños, ¿qué se encendía por la noche?

—Gas, petróleo, luz eléctrica —dijoBrandok.

—Pobre gente —dijo Holker—.¡Qué cara debía ser entonces lailuminación!

—Por cierto, señor Holker —dijoBrandok—. ¿Y ahora, en cambio?

—Tenemos casi gratis la luz y elcalor.

Del techo colgaba un tubo de hierroque terminaba en una esfera compuestade un metal azul.

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El señor Holker la abrió haciéndolacorrer sobre el tubo y rápidamente unaluz brillante, similar a la que emitían enun tiempo las lámparas eléctricas, seencendió, inundando el salón.

Lo que la producía era una pelotitaapenas visible que se encontraba fijadabajo la esfera, y la luz que emitíaexpandía un calor muy superior al delgas.

—¿Qué es? —preguntaron al mismotiempo Brandok y Toby, cuyo asombroya no tenía límites.

—Un simple pedacito de radium —respondió Holker.

¡El radium! —exclamaron los dos

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resucitados.—¿Se conocía hace cien años?—Ya lo habían descubierto —

respondió Toby—. Pero todavía no seusaba a causa de su elevadísimo costo.Un gramo no costaba menos de tres ocuatro mil liras y además todavía no sehabía podido encontrar el modo deaplicarlo, como ustedes han hechoahora. Pero todos le pronosticaban ungran porvenir.

—Lo que no han podido hacer losquímicos del 1900 lo han hecho los del2000 —dijo Holker—. Ese pedacito novale más que un dólar y arde siempre,sin consumirse nunca. Es el fuego

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eterno.—¡Metal maravilloso!...—Sí, maravilloso, porque además

de darnos luz también nos da calor. Leha quitado el trono al carbón fósil, a laluz eléctrica, al gas, al petróleo, a lasestufas y a las chimeneas.

—¿Entonces también las calles estániluminadas con lámparas a radium? —preguntó Toby.

—Y también las fábricas, lostalleres, etcétera.

—¿Y ya no se trabaja en las minasde carbón?

—¿Para qué serviría el carbón?Además las minas comenzaban a

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agotarse.—¿Quién les da ahora la fuerza

necesaria para mover las máquinas delas fábricas?

—La electricidad es transportadahoy a distancias enormes. Nuestrascataratas del Niágara, por ejemplo,hacen trabajar las máquinas que seencuentran a mil millas de distancia. Siquisiéramos, podríamos dar algo de esafuerza incluso a Europa, mandándola através del Atlántico. Pero también allíhan construido cataratas en sus ríos y nonecesitan de nosotros.

—Amigo James —dijo Toby—, ¿tearrepientes de haber dormido cien años

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para poder ver las maravillas del 2000?—¡Oh no! —exclamó vivamente el

joven.—¿Pensabas que volverías a ver el

mundo con tantos progresos?—No me esperaba tanto.—¿Y tu spleen?—No lo siento, todavía... ¿Tú no

sientes nada?—Sí, una agitación extraña, una

irritación inexplicable en el sistemanervioso —dijo Toby—. Siento como silos músculos me bailaran debajo de lapiel.

—Yo también —dijo Brandok.—¿Saben de qué proviene eso? —

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preguntó Holker.—No puedo adivinarlo —respondió

Toby.—De la inmensa tensión eléctrica

que reina en todas las ciudades delmundo y a la que ustedes no estántodavía habituados. Hace cien años laelectricidad no había alcanzado todavíaun gran desarrollo, mientras que ahora laatmósfera y el suelo están saturados deella. Ya se acostumbrarán, estoy seguro,y basta por hoy. Vayan a descansar ymañana por la mañana daremos un paseoa través de Nueva York en mi Cóndor.

—Dígame: ¿es un automóvil? —preguntó Brandok.

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—Sí, pero de otro tipo —respondióHolker con una sonrisa—.Comenzaremos así nuestro viajealrededor del mundo.

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A BORDO DEL CÓNDOR

Apenas había amanecido cuando Holkerentró en la habitación de su antepasado yel señor Brandok gritando:

—¡Arriba, mis queridos amigos!...Mi Cóndor nos espera delante de lasventanas del salón y el hotel ya hamandado el té.

No hacían falta más que esaspalabras, «nos espera delante de lasventanas», para hacer saltar de la camaal doctor y a su compañero.

—¡El automóvil delante de laventana! —habían exclamado

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poniéndose los pantalones.—¿Les sorprende?—¿En qué piso estamos? —preguntó

Brandok.—En el decimonoveno. Se respira

mejor aquí arriba y apenas llegan losruidos de la calle.

—Entonces, ¿qué tipo de automóviltiene usted que puede subir a semejantealtura?

—Ya lo verán; apúrense, amigos,porque esta mañana quiero llevarloshasta las cataratas del Niágara paramostrarles las colosales instalacioneseléctricas que suministran energía a casitodas las fábricas de la Federación.

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Antes iremos a ver la estaciónultrapotente de Brooklyn, porque debomandarle noticias mías a mi amigomarciano. Ese buen hombre debe estarun poco inquieto por mi largo silencio yrecibirá con placer la noticia de laresurrección de ustedes.

—¡Cómo! —Exclamó Toby—. ¿Túle habías informado que un antepasadotuyo dormía desde hacía cien años?

—Sí, tío —respondió Holker—. Devez en cuando tenemos nuestrasconfidencias, porque estamos unidos poruna profunda amistad.

—¿Sin haberse visto nunca? —exclamó Brandok.

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—Por algunas indicaciones míashabrá podido esbozar mi retrato.

—¿Y tú? —preguntó Toby.—Yo tengo el suyo.—¿Cómo son entonces los habitantes

de Marte? ¿Se parecen a nosotros?—Por las descripciones que hemos

recibido de ellos no son muy parecidosa nosotros; sin embargo, en lo relativo acivilización y ciencia, parece que no soninferiores. Imagínese, tío, que tienen lacabeza cuatro veces más grande que lanuestra y que entonces, con semejantedesarrollo del cerebro, no deben estarmuy atrasados con relación a nosotros.

—¿Y el cuerpo?

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—Los marcianos, por lo que hemospodido comprender, son anfibios que separecen a focas, con brazos cortísimos,que terminan en diez dedos, y pies muygrandes y palmeados.

—¡Verdaderos monstruos, en suma!—exclamó Toby, que escuchaba conviva curiosidad esos detalles.

—Efectivamente, no parece que seanmuy bellos —respondió Holker.

—Pero vayamos a tomar el té, loencontraremos frío. Volveremos a hablarde los marcianos y su planeta cuandoestemos en la estación ultrapotente deBrooklyn.

Dejaron la habitación y entraron al

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salón. El pequeño ferrocarril con unsolo vagoncito estaba detenido en elextremo de la plancha de metal. Pero nofue eso lo que atrajo la atención deBrandok y del doctor, sino una sombragigantesca que se agitaba delante de lasamplias ventanas.

—¿Qué es eso? —preguntaron,lanzándose hacia adelante.

—Mi Cóndor —respondiótranquilamente Holker.

—¿Un globo dirigible?—No, señores, una máquina

voladora que funciona perfectamente,dotada de una velocidad extraordinaria,una velocidad tal que puede competir

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con las golondrinas y las palomas, ¿nolas había hace cien años?

—Algún globo dirigible, siemprepeligroso —dijo Toby.

—Y como los globos causabantantas desgracias, nosotros, desde hacecincuenta años, abandonamos elhidrógeno por las alas. Tomemos el té,después tendrán tiempo de observar miCóndor y de verlo maniobrar.

Separó casi a la fuerza de la ventanaal doctor y a Brandok y sacó las tazasdel vagoncito, las servilletas y elrecipiente con la perfumada infusión yalgunos bizcochos.

—No sean tan impacientes —dijo—.

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Hay que ver una cosa por vez o secansarán demasiado. Tiempo no nosfalta.

Bebieron el té, mojando en élalgunos bizcochos. Después Holkersubió al alféizar que era muy bajo ypuso los pies en la plataforma de lamáquina voladora sobre la que habíansido colocados cuatro cómodos sillones.

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Harry, el negro gigante, estaba detrásde la máquina con las manos sobre unapequeña rueda que hacía girar dosinmensos timones de forma triangularconstruidos con una especie de tela muybrillante y montados sobre una ligeraarmadura de metal.

Brandok y Toby apenas se habíansentado cuando el Cóndor levantó vuelooblicuamente hasta colocarse encima delas inmensas casas, describiendo unaserie de giros de una precisiónadmirable. Esa máquina, inventada porlos científicos del 2000, eraverdaderamente estupenda y, lo que es

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más importante, era de una simplicidadextraordinaria.

No se componía más que de unaplataforma de un metal que parecía másligero que el aluminio, con cuatro alas ydos hélices colocadas paralelamente,ambas de tela, con ejes de acero y unapequeña máquina que las movía.

El gas, como se ve, no tenía lugar enel aparato; la mecánica había triunfadosobre los globos dirigibles del sigloprecedente.

Toby y su compañero miraban conadmiración ese invento extraordinarioque subía y bajaba y giraba y volvía agirar como si fuese un verdadero pájaro.

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Muchos otros artefactos similaresvolaban sobre los techos de losedificios, compitiendo en velocidad, ensu mayor parte montados por señorasque reían alegremente y por niñosalborozados.

Los había de todas las dimensiones:enormes, que llevaban hasta veintepersonas; pequeños, apenas suficientespara dos, y otros formados por sólo dosalas parecidas a las de los murciélagos,que no maniobraban con menorprecisión y rapidez que los demás.

Arriba y abajo se cruzaban saludos yllamadas; después la flota aérea sedispersaba en todas direcciones

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aterrizando en las calles, en las plazas,en las inmensas terrazas de las casas, odeteniéndose delante de las ventanas oen los balcones para embarcar nuevaspersonas. Brandok y Toby habíanenmudecido, como si el estupor leshubiese paralizado la lengua.

—¿Entonces? ¿No dicen nada? —Preguntó finalmente Holker—.¿Perdieron el habla?

—Yo me pregunto si estoy soñando—dijo Brandok—. Es imposible quetodo esto sea realidad.

—Mi querido Brandok, estamos enel 2000.

—Lo que usted diga, pero no logro

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convencerme de que el mundo hayaprogresado tanto en sólo cien años.¡Transformar a los hombres en aves! ¡Esincreíble!

—¿Y no hay peligro de que estasmáquinas voladoras se caigan? —preguntó Toby.

—A veces hay choques, las alas sedespedazan, las hélices se destrozan yentonces, ¡ay del que cae! Pero ¿quién sepreocupa por eso? ¿Hace cien años nochocaban también los viejosferrocarriles y las naves? Sonaccidentes que no conmueven a nadie.

—¿Qué máquinas son ésas quemueven las alas?

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—Máquinas eléctricas de granpotencia. Como ya les he dicho, en estoscien años la electricidad ha hechoprogresos estupendos.

—¿Y qué velocidad pueden darles aestas naves voladoras? —Hasta cientocincuenta kilómetros por hora. —¿Entonces han suprimido losferrocarriles? —preguntó Brandok.

—Oh, no, mi querido señor, pero noson como los que se usaban hace cienaños, demasiado lentos para nosotros;tenemos muchísimos. Entenderán que enestas máquinas voladoras no se puedencargar grandes pesos.

—¿No sirven más que para

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divertirse y para hacer pequeños viajesde placer?

—Y también para largos viajes através del océano —dijo Holker—.Tenemos verdaderos buques aéreos queparten regularmente de todos los puertosdel Atlántico y del Pacífico y que entreinta y seis horas llegan a Inglaterra yen cuarenta al Japón, a la China, aAustralia.

—¿Ya no hay naves en los mares?—Oh, sí, todavía las tenemos. Pero

no son las que se usaban en el siglopasado. Verán muchas cuandoatravesemos el Atlántico. Pensé en dejarmi Cóndor en las cataratas del Niágara y

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llevarlos al Quebec con el ferrocarrilcanadiense para embarcar después allíhacia Europa.

—Mi querido nieto —dijo Toby—,abandonas tus asuntos; supongo quetendrás alguna ocupación.

—Soy médico del gran hospital deBrooklyn; pero por ahora no necesitande mí: tengo dos meses de vacaciones.

—¡También tú eres doctor! —exclamó Toby.

—Un doctor que haría un papelón allado de un hombre que ha hecho undescubrimiento tan grande.

—Tú serás el heredero —dijo Toby.En ese momento el Cóndor

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descendió bruscamente sobre una vastaplaza rebosante de gente que parecíaenloquecida.

—¿Qué sucede allá abajo? —preguntó Brandok, que se había asomadopor la baranda de la plataforma.

—Ésa es la plaza de la Bolsa —respondió Holker.

—Pareciera como si los hombresestuvieran escapando del fuego. Van yvienen casi corriendo.

—Y también la gente que se agolpaen las calles cercanas parece quecaminara sobre brasas —dijo Toby—.No serán bolsistas aquellos también.

—¿Caminaban de otro modo hace

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cien años? —preguntó Holker con ciertasorpresa.

—Los hombres eran mucho mástranquilos, mientras que ahora veo quehasta las señoras corren, como situvieran miedo de perder el tren.

—Desde que vine al mundo siemprelos vi correr como ahora.

—¡Ah! —Exclamó Toby—. Ahoracomprendo: es la gran tensión eléctricaque actúa sobre sus nervios. El mundose ha vuelto loco, o casi.

—Harry —dijo Holker—, vamoshacia Brooklyn.

El Cóndor se elevó un centenar demetros y se lanzó hacia el este a ciento

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cincuenta kilómetros por hora.Calles inmensas se abrían bajo los

aeronautas, si así se los podía llamar,flanqueadas de edificios enormes, deveinte, veinticinco e incluso treintapisos, que debían contener cada unomiles de familias, la población entera deun pueblo. Mil fragores subían hasta losoídos de los dos resucitados,producidos quizá por máquinasgigantescas: silbidos, golpesformidables, detonaciones, explosiones,y se veían, a lo largo de las paredes y enla cima de columnas de hierro, darvueltas a una velocidad extraordinariaruedas de dimensiones nunca vistas.

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—¿Qué hacen allí? —preguntóBrandok.

—Son talleres mecánicos —respondió Holker.

—¡Cuántos miles de obrerostrabajarán allí dentro!

—Se equivoca, mi querido señor;hoy día los obreros casi handesaparecido. No hay más que algunosmecánicos para dirigir las máquinas. Laelectricidad ha matado al trabajador.

—¿Qué fue de esas enormes masasde trabajadores que existían en unaépoca?

—Se volvieron pescadores yagricultores; el mar y los campos poco a

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poco han absorbido a los obreros.—Entonces ya no habrá más huelgas.—Esa palabra es desconocida.—En nuestra época sí que las había,

¡y cómo! Especialmente después de laorganización llevada a cabo por elpartido socialista. ¿Qué fue delsocialismo? Se predecía un granporvenir para ese partido.

—Sí, pero desapareció después deuna serie de experimentos que nocontentaron a nadie y disgustaron atodos. Era una hermosa utopía que en lapráctica no podía dar resultados,concluyendo en una especie deesclavitud. Así hemos vuelto a lo viejo,

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y hoy día hay pobres y ricos, patrones ytrabajadores, como mil años antes, ycomo siempre ha sido desde que elmundo comenzó a poblarse. Subsistentodavía algunas colonias alemanas yrusas, compuestas de viejos socialistasque cultivan en común algunas regionesde la Patagonia y de la Tierra del Fuego,pero nadie se ocupa de ellos, ni tienenninguna importancia; poco a poco vandesapareciendo.

—¡El puente de Brooklyn! —Exclamó Brandok—. Todavía loreconozco. ¿Así que ha resistido hastaahora?

—Sí, hace más de ciento veinte años

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que está allí. Los ingenieros del siglopasado eran buenos constructores —dijoHolker.

—¡Qué inmenso se ha vuelto esesuburbio! —exclamó el doctor, mirandocon admiración la infinita agrupación deedificios inmensos que se extendía hastaperderse de vista.

—Cuatro millones de habitantes —observó Holker—. Ya compite conNueva York.

—¿Y Londres, qué será hoy?—Una ciudad de doce millones de

habitantes.

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—¿Y París?—Una metrópoli inmensa, más

grande aun... Harry, ve derecho a laestación ultrapotente.

El Cóndor, después de pasar sobreel puente, había acelerado su vuelo.

También sobre el antiguo suburbiode Nueva York se veían, dando vueltas,un gran número de máquinas voladorascargadas de personas que se dirigían ensu mayoría hacia el Hudson o hacia elmar.

El Cóndor, después de haber pasadosobre la ciudad, se dirigió hacia unapequeña altura en la que se erigía una

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torre inmensa en cuya cima había unaantena desmesuradamente alta, queparecía un cañón monstruoso queamenazaba el cielo.

—La estación ultrapotente —dijoHolker—. ¿Ven allí, al costado de latorre, un tubo brillante de dimensionescolosales?

—Sí, ¿qué es? —preguntó Toby.—El más grande telescopio que

existe en el mundo.—Debe ser inmenso.—Por cierto: tiene ciento cincuenta

metros de lago, señores míos, unaverdadera maravilla que permite ver laLuna a sólo un metro de distancia.

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—Así que ustedes han hechorealidad el antiguo sueño de nuestrosastrónomos.

—¡Ah! ¿También los sabios antiguosintentaron acercarse tanto a nuestrosatélite?

—Sí, sobrino —respondió Toby—,pero sin conseguirlo.

¿De modo que ahora conocen laLuna en todos sus detalles?

—Conocemos incluso la máspequeña roca.

—Dígame: ¿está poblada?—No, es un cuerpo apagado, sin

aire, sin agua, sin vegetación y sinhabitantes.

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—Sí, también nuestros científicos lahabían imaginado así.

—¿Y cuánto consiguieron acercarsea Marte? —preguntó Brandok.

—A sólo trescientos metros.—¡Qué maravilla!—Despacio, Harry; baja despacio.El Cóndor había superado un largo

cerco que rodeaba la estación ydescendía suavemente, describiendoamplias curvas. A las ocho de la mañanase detenía a treinta metros del enormetelescopio.

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LOS MARCIANOS

Un hombre de unos sesenta años, quetenía una cabeza más grande que la delseñor Holker y el rostro completamenteafeitado, salió de la inmensa torre quese elevaba en medio del cerco y fue alencuentro de los visitantes, diciendo:

—Buen día, doctor; hace bastantetiempo que no se lo ve por aquí.

—Buen día, señor Hibert —habíarespondido Holker—. Le traigo dosamigos que llegaron ayer de Inglaterra yque tienen curiosidad por conocer suestación y tener noticias de los

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marcianos.—Bienvenidos —respondió el señor

Hibert, estrechando las manos de loshuéspedes—. Estoy a vuestradisposición.

—El más grande astrónomo deNorteamérica —dijo Holker después dela presentación—. A él le debemos lagloria de haber puesto en comunicaciónla Tierra con Marte.

—Creía que habían sido loscientíficos europeos —observó Toby—.Sé que se ocuparon mucho de ello en untiempo.

—Norteamérica los ha precedido —dijo Holker.

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—Tengo curiosidad por saber cómoconsiguieron hacerles llegar noticiasnuestras a aquellos lejanos habitantes deMarte. Habrán tenido que superardificultades inmensas.

—Y, sin embargo, ¿qué dirían si yoles contara que la idea de enviarnosseñales nació primero en el cerebro delos marcianos? —dijo el astrónomo.

—¡Me parece imposible! —exclamóBrandok.

—Y, sin embargo, fue precisamenteasí, mi querido señor. Hace ya muchoslustros, más precisamente desde el año1900 e incluso antes, nuestros viejosastrónomos, y también los europeos, en

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particular el italiano Schiaparelli,habían notado que sobre ese planetaaparecían, de cuando en cuando,especialmente después del retiro de lasaguas que cada tanto invaden aquellastierras, inmensas líneas de fuego que seextendían por miles de kilómetros.

—Lo recuerdo —dijo el doctor Toby—. Lo leí en una vieja colección deperiódicos del año 1900 que conservoen mi casa. Entonces se creía que losfuegos eran señales he—chas por loshabitantes de Marte.

—En este siglo nuestros astrónomos,viendo que aquellas líneas de fuego serepetían con mayor frecuencia y que la

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mayoría de las veces describían formasparecidas a una J monstruosa,supusieron que realmente eran señales ydecidieron intentar responder. Fue en1940 cuando se hizo el primerexperimento en las grandes llanuras delFar West. Doscientos mil hombresfueron colocados de modo que formaranuna J y una noche oscura doscientos milantorchas fueron encendidas.Veinticuatro horas después la mismaseñal aparecía también en uno de losinmensos canales del planeta marciano.Entonces se pensó, para ver mejor si laúltima era una respuesta a nosotros, enrepetir el experimento, pero cambiando

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la forma de la señal, y fue elegida laletra Z. Veinte noches después losmarcianos respondían con una lengua defuego de la misma forma. Ya no podíahaber dudas. Los marcianos, quién sabedesde hacía cuánto tiempo, trataban deponerse en contacto con nosotros. Laspruebas se continuaron a lo largo de unmes, cambiando siempre la letra, y concreciente éxito.

—Pero no podían comprenderse —dijo Toby.

—Hubiera sido necesario quetuvieran un alfabeto igual al nuestro, yademás ese medio hubiera sidodemasiado costoso. Nació entonces en

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la mente de los científicos la idea demandar allí una onda hertziana con laesperanza de que también los marcianostuvieran un elemento receptor. Aexpensas de varios gobiernosamericanos se levantó una torre deacero, que fue llevada a cuatrocientosmetros y se colocó en la cima unaestación ultrapotente de telegrafía sinhilos.

—Un invento para nada moderno ésede la telegrafía aérea —dijo Brandok.

—Sí, es verdad, ya que se laconocía desde comienzos del siglopasado, y fue perfeccionada por losdescubrimientos de un gran científico

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italiano, el señor Marconi; peroentonces no tenía la potencia que tienehoy. Nuestros instrumentos,perfeccionados por muchos científicos,alcanzaron tal fuerza que hoy podríamoscomunicarnos hasta con el Sol, si allíhubiera habitantes y receptoreseléctricos. Durante muchos meseslanzamos ondas eléctricas sin ningúnresultado; un día, con gran sorpresanuestra, oímos sonar nuestro aparato deseñales; eran los marcianos quefinalmente nos respondían.

—¡Ese pueblo también ha hechomaravillosos descubrimientos! —exclamó Toby.

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—Nosotros tenemos nuestrosmotivos para creer que están mucho másadelantados que nosotros. Al principiolas señales eran confusas y nos resultóimposible entendernos.

Pero poco a poco se combinó unsistema de claves especiales que losmarcianos, después de un par de años,consiguieron descifrar, y ahora noscomprendemos perfectamente bien y noscomunicamos todo lo que sucede aquí yallá.

—¡Asombroso! —exclamaron alunísono Brandok y Toby.

—Se los había dicho —recordóHolker.

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—Dígame, señor Hibert, ¿Marte separece a nuestra Tierra?...

—Un poco, dado que tiene tierra yagua, como nuestro globo. Suscondiciones físicas, en cambio, son muydiferentes. Los mares de ese planeta noocupan ni la mitad de la extensión totalde ese globo: el calor que recibe del Soles mediocre, siendo la distanciaalrededor de la mitad mayor que la de laTierra y la cantidad de calor es más dela mitad inferior. Por otra parte, el añoes dos veces más largo, o sea, tieneseiscientos ochenta y siete días.

—¿Y el aire es igual al nuestro?—El aire es más ligero, así que su

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atmósfera es más pura, no se formannubes, no se desencadenan tormentas,los vientos casi no existen y las lluviasson desconocidas.

—¿Y el agua?...—El agua es análoga a la de la

Tierra, y eso se sabía antes, por lasemejanza de las nieves acumuladas ensus polos con las nuestras, pero no dalugar a evaporaciones sensibles, por lotanto nada de lluvias.

—¿Entonces faltará vegetación enMarte?

—Nada de eso, mi querido señor:hay plantaciones y selvas espléndidasque no tienen nada que envidiarles a las

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de nuestro globo.—¿Y quién las riega si no llueve? —

preguntó Brandok.—La naturaleza igualmente ha

proveído —dijo el astrónomo—. Dadoque el agua no circula con un sistema denubes, de lluvias y manantiales, comoocurre entre nosotros, han compensadoesa falta las nieves condensadas en lasregiones polares. Cada seis meses, haciala época del equinoccio, se derriten yproducen inundaciones sobre inmensasextensiones de centenares de miles dekilómetros. Las aguas, reguladas por unaserie de canales construidos poraquellos habitantes, corren y se

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desbordan a través de los continentes,fertilizando las tierras y regando lasplantas. Cuando terminan de derretirselos hielos, las aguas se retiran por losmismos canales y dejan nuevamente lastierras al descubierto.

—¿Entonces los grandes canales quelos científicos del siglo pasado yahabían advertido, son obra de losmarcianos? —dijo Toby.

—Sí —respondió el astrónomo—.Trabajos imponentes, colosales,teniendo cada uno una longitud de cienkilómetros y más.

—Y nosotros que estábamosorgullosos de las obras de los antiguos

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egipcios.—Señor Hibert —dijo Holker—,

llévenos a la torre. Debo mandar unsaludo a mi amigo Onix.

—¿Onix es tu marciano? —preguntóToby.

—¿Qué hace ese hombre, o mejor,ese anfibio? —preguntó Brandok.

—Es un comerciante de pescado quesiempre se queja de no poder hacermeprobar las gigantescas anguilas que suspescadores atrapan en el canal de Eg.

—¿Entonces allá arriba hay patronesy trabajadores?

—Como en nuestro globo.—¿Y también reyes?

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—Hay jefes que gobiernan lasdistintas tribus dispersas por loscontinentes.

—Todo el mundo es un país.—Parece que sí —dijo Holker,

riendo.Vengan, señores —agregó el

astrónomo—. La máquina está lista parallevarnos arriba, a la plataforma.

Dieron vuelta a la colosal torremirándola con profunda admiración.¡Qué papel mezquino hubiese hecho allado de ella la torre Eiffel, construidahacía veinticinco lustros en París, que enaquella época lejana había maravilladoal mundo entero por su altura!

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Era un tubo descomunal, decuatrocientos metros de altura y con undiámetro de ciento cincuenta en la base,construido parte en acero y parte envidrio, dotado en el exterior de unacornisa que subía en espiral, tan anchaque permitía el paso de un vagón capazde contener a ocho personas.

Su forma era redonda, como la delos faros, y poseía una resistencia capazde desafiar a los más poderososciclones del Atlántico.

Toby, Brandok, el astrónomo yHolker entraron al vagón, y éstecomenzó a subir a una velocidadvertiginosa, girando alrededor de la

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torre, mientras que los vidrios, queparecía que se agitaban mecánicamente,daban a los viajeros la ilusión de estarsubiendo en torno a un colosal tubo decristal.

Dos minutos después el vagón sedetenía automáticamente en laplataforma de la torre ante una inmensaantena de acero que sostenía losaparatos eléctricos de telegrafía aérea.

—Esta estación, mucho más grande,se parece a esa otra que el señorMarconi, hace cien años, había instaladoen el cabo Bretón —murmuró Toby aloído de Brandok—. ¿Te acuerdas que lahabíamos visitado juntos?

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—Sí, ¡pero qué potencia hanconseguido darle ahora a las ondaseléctricas! —Respondió el joven—.¡Ah, cuántas maravillas! ¡Cuántas!...¡Toby, me vuelve el temblor de losmúsculos!

—Sí, es la electricidad.—¿Estos hombres no sufren esta

agitación?—Ellos nacieron y crecieron en

medio de esta gran tensión eléctrica,mientras que nosotros somos personasde otra época. Esto me preocupa, James,no te lo oculto.

—¿Por qué?—No sé si podremos

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acostumbrarnos.—¿Qué es lo que temes?—Nada por ahora, sin embargo...

¿sientes el spleen?—Hasta ahora, no —respondió

Brandok—. ¿Cómo podría aburrirmecon tantas maravillas para ver? Esta esuna segunda vida para nosotros.

—Mejor así.Mientras intercambiaban estas

palabras, el director ya había lanzadovarias ondas eléctricas a los habitantesde Marte.

Hicieron falta quince minutos paraque el timbre eléctrico anunciara larespuesta, que era un saludo del amigo

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de Holker.—Se ve que ese buen hombre se

encontraba en la estación telegráfica —dijo el sobrino de Toby—. Seguramenteestaba esperando noticias mías.

—Señor Hibert, ¿conseguirán un díallegar hasta Marte?

—Yo creo que ya nada es imposible—respondió con gran seriedad elastrónomo—. Desde hace dos años loscientíficos de los dos mundos se ocupande esta gran cuestión para dar undesahogo a la creciente población de laTierra. Hoy tenemos explosivos milveces más formidables que la pólvora yla dinamita que se usaban antiguamente.

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—¡Antiguamente! —exclamóBrandok, casi escandalizado.

—Es un modo de decir —dijo elastrónomo—. Puede afirmarse que algúndía podremos lanzar a los marcianos uncohete de gran potencia llena dehabitantes terrestres. No se sabe qué nostiene reservado el porvenir. Bajemos yvengan a ver mi telescopio, que es elmás grande que se ha construido hastaahora.

Volvieron a subir al vagón y enmedio minuto se encontraron en la basede la torre. Allí cerca se erguía elgigantesco largavista.

Consistía en un enorme tubo

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construido con chapas de acero, deciento cincuenta metros de largo, undiámetro de cinco y un peso de ochentamil kilogramos, instalado sobre dosenormes pilares de piedra.

—¡Un cañón colosal! —ExclamóBrandok—. ¿Cómo hacen para movereste monstruo?

—No es necesario —respondió elastrónomo—. Como pueden ver, estáfijo.

—Entonces sólo pueden observaruna sola porción del cielo —observóToby.

—Se equivoca, querido señor. Mireatentamente hacia arriba y delante del

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objetivo verá, en la prolongación deleje, un espejo móvil destinado a enviarlas imágenes de los astros al eje deltelescopio. Ese espejo es impulsado porun movimiento de relojería dispuesto demanera tal que avanza en sentidocontrario a la rotación de la Tierra, demanera que el astro que se quiereobservar queda constantemente en elcampo visual del telescopio, como sinuestro planeta estuviese completamenteinmóvil.

—¡Qué maravillosos inventos! —murmuró el doctor.

—¿Qué es en comparación con estoaquello de lo que se vanagloriaban tanto

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los científicos franceses del siglopasado? —dijo Brandok.

—¿Usted se refiere al grantelescopio de París? Sí, durante muchosaños fue considerado una maravilla —declaró el astrónomo—, pero no nosacercaba a la Luna más que a sólo cientoveintiocho kilómetros, y ya era muchopara aquellos tiempos. No podíaacercarnos más, dado que la Luna está atrescientos ochenta y cuatro milkilómetros. Ahora nosotros nosacercamos a un metro.

—Amigos —dijo Holker—,vámonos o almorzaremos demasiadotarde. Las cataratas están un poco lejos.

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—¿Van a visitar las cataratas delNiágara? —preguntó el astrónomo.

—Sí —respondió Holker.Estrecharon la mano del científico,

subieron al Cóndor y pocos instantesdespués volaban sobre Brooklyn,dirigiéndose hacia el noroeste.

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LAS CATARATAS DELNIÁGARA

Los edificios enormes como los deNueva York, con centenares de familias,se sucedían sin interrupción, y en lascalles del antiguo suburbio de la capitaldel Estado reinaba una animaciónextraordinaria y febril.

Los brooklynenses también parecíanestar locos y corrían en vez de caminar,como si tuviesen al diablo encima yplata fundida en las venas.

La tensión eléctrica producía losmismos efectos en los habitantes del

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suburbio.Lo que más asombraba a los

resucitados era la falta absoluta decaballos y coches; incluso losautomóviles casi habían desaparecido, ysólo se veían unos cuantos.

El Cóndor estaba atravesando unavasta plaza cuando la atención deBrandok fue atraída por el paso decuatro monstruosos animales, cada unomontado por un hombre.

—¡Oh, mira eso! —exclamó—.¡Elefantes!

—¿Dónde? —preguntó Holker.—Allá abajo, mírenlos.—¿Serán elefantes de carne y hueso?

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—preguntó el sobrino político deldoctor, mirándolos un poco irónicamente—. Sospecho que usted se engaña, señorBrandok.

—No soy ciego, señor Holker.—Y yo tampoco —dijo Toby—. Son

elefantes de verdad.—Son barrenderos de acero,

señores míos —declaró Holker riendo.—¡Algún nuevo invento! —

exclamaron Toby y Brandok.—Y no menos útiles que los otros —

dijo Holker—, y también muyeconómicos, dado que así lamunicipalidad puede evitarse el uso deun ejército de barrenderos. Por otra

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parte, ese oficio era indigno de hombres.—¿Esos animales son barrenderos?

—exclamó Brandok, que se resistía acreer en las palabras de Holker.

—¡Y qué bien funcionan! Limpianlas calles y las plazas por medio de sutrompa, que está compuesta de uncentenar de tubos de acero, metidos unosdentro de otros de tal manera que dan aese órgano una movilidadextraordinaria. En la cabeza, en cambio,hay un potente aparato aspirador,mientras que el motor, que es eléctrico,está oculto en los flancos del animal.Cuando el conductor que, como ven,cabalga en el cuello, como los cornacs

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hindúes, descubre basura en la calle,mueve una palanca colocada al alcancede su mano que dirige los movimientosde la trompa y del aparato deaspiración. La trompa entonces se alargahacia el objeto que hay que recoger y elaparato se pone en acción. Sigue unaaspiración violenta a la que nada seresiste, de modo tal que piedras, trapos,pedazos de papel, ramas, todo tipo deinmundicias pasan al cuerpo del elefantebarrendero. Después no queda más queir a descargar lo recogido. Como ven, lacosa es simplísima.

—¡Yo diría estupenda! —DijoBrandok—. ¡Qué progreso mecánico!

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—Harry, aumenta la velocidad —ordenó Holker.

Brooklyn desaparecía rápidamenteentre las nieblas del horizonte y elCóndor volaba sobre hermosísimoscampos cultivados con gran esmero, enmedio de los cuales se veían correrextrañas máquinas agrícolas deproporciones gigantescas.

Los árboles eran raros; las plantas,en cambio, infinitas. Efectivamente,¿para qué habría servido la maderadesde el momento que los habitantes delglobo tenían el radium para calentarsedurante el invierno y no construían másque con hierro y acero? Se veía que lo

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habían sacrificado todo para no morirsede hambre, dado el inmenso y rápidoaumento de la población.

A las nueve de la mañana el Cóndor,después de pasar por Patterson, ciudadtambién inmensa, entraba en el Estadode Pennsylvania, avanzando a unavelocidad de ciento doce kilómetros porhora.

—Señor Holker —dijo de prontoBrandok, que miraba hacia todos lados—, hay algo que no logro explicarme.

—¿Qué es?—En nuestra época estos territorios

estaban cubiertos de líneas ferroviarias,mientras que ahora no veo ninguna.

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—Y, sin embargo, en estosmomentos estamos pasando sobre una delas líneas más importantes. Es la que unePatterson con Quebec.

—Yo no la veo.—Es porque hoy los ferrocarriles no

andan sobre la superficie, sino debajo.De otro modo, el aire se escaparía. Mireallá; ¿no ve una casa que tiene unaespecie de árbol encima que no es otracosa que un señalizador y transmisoreléctrico de telegrafía aérea?

—Lo veo.—Esa es la estación.¿Y el ferrocarril?—Pasa por debajo.

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—Ha hablado del aire; ¿qué pasa sitiene que entrar en la colina de losferrocarriles?

—Ya lo sabrá cuando tomemos eltren que nos llevará a Quebec. ¡Ah! Ahíestá el ómnibus que va a Scranton.

Una enorme máquina aérea, dotadade seis pares de alas inmensas y dehélices desmesuradas, con unaplataforma de veinte metros de largo,cargada de personas, avanzaba a unavelocidad vertiginosa, manteniéndose acien metros del suelo.

—¡Magnífico! —Exclamó el doctor—. ¿Quiénes son?

—Campesinos que llevan sus

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productos a Scranton.—¡Qué morenos son! Se diría que

son hindúes —dijo Brandok—. Apropósito, ¿qué sucedió con los pielesrojas que eran bastante numerosos hacecien años?

—Fueron completamente asimiladospor nuestra raza y se fusionaron connosotros. Ya no existen más que unospocos centenares de familias, confinadasen el alto Yukón y en el círculo polar.

—Era el destino que les esperaba...—agregó el doctor—. ¿Y qué fue de losnegros, que también eran tan numerososaquí?

—Su número aumentó

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espantosamente —respondió Holker—.Tienen una buena sangre los africanos yno se dejan asimilar, así como loshombres de raza amarilla.

—¿Existe China todavía?—China, sí, pero no el imperio —

respondió Holker riendo—. Fuedesmembrado por las grandes potenciaseuropeas, y a tiempo para impedir unainvasión de proporciones. La raza china,en estos cien años, se ha duplicado, ysin la pronta intervención de losblancos, no habrían tardado en invadirEuropa y la India impulsados por elhambre. Sin embargo, han invadidobuena parte del globo, no como

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conquistadores, sino como tranquilosemigrantes, y hoy día se encuentrancolonias chinas hasta en el centro deÁfrica y Australia.

—¿Y los malayos?—Es otra raza que ya no existe más.

Hoy en el mundo no existen más queblancos, amarillos y negros, que tratande dominar a los otros, y hasta ahora sonlos segundos los que tienen másposibilidades de lograrlo, siendoincreíblemente prolíficos, y nosotroscorremos el grave peligro de serdominados por las otras dos razas.

—Entonces el mundo corre elpeligro de volverse todo amarillo —

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dijo Toby.—Lamentablemente, sí, tío —

respondió Holker—. ¿A cuánto ascendíala población del globo hace cien años?

—A cerca de mil quinientosmillones, y el elemento mongol figurabacon más o menos seiscientos millones.

—La población actual, en cambio,es de dos mil doscientos millones, y losamarillos, de seiscientos millones, hanpasado a mil cien millones.

—¡Qué aumento! —Exclamó eldoctor—. ¿Y los blancos cuántos sonentonces?

—Apenas llegan a los seiscientosmillones.

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—Un crecimiento poco importante.—Y se lo debemos a las razas

nórdicas.—¿Y las razas latinas?—Italia es la única que creció

rápidamente, porque tiene sus cincuentamillones de habitantes, mientras queEspaña, y sobre todo Francia, hanpermanecido casi estacionarias. Si nofuera por Italia, a esta hora la raza latinahabría sido asimilada por losanglosajones y los eslavos. Allí estáUlmina; estamos entrando otra vez alEstado de Nueva York y dentro de doshoras estaremos en las cataratas.

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El Cóndor, que seguía avanzando aciento diez kilómetros por hora, entrabaotra vez al Estado de Nueva Yorkpasando por Ulmina, de modestasproporciones cien años antes, y ahoraenorme.

Modificó un poco la dirección y sedirigió hacia Buffalo, pasando sobrecampos siempre cultivados con granesmero.

A las once el Cóndor sobrevolaba elNiágara, ese amplio río, aunque corto,que comunica dos de los más grandeslagos de América del Norte, el Ontario yel Erie.

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La inmensa catarata no se veíatodavía, pero se oía el estruendo de laenorme masa de agua.

Desde hacía algunos minutos unaviva excitación se había adueñado deToby y Brandok.

Sus músculos daban brincos, susmiembros temblaban y al peinarse suscabellos dejaban escapar chispaseléctricas.

—Cuánta electricidad reina aquí —dijo Toby—. El aire está saturado deella. ¿Sientes algún malestar, James?

—Sí —respondió el joven—. Novoy a poder resistir mucho tiempo másesta tensión que me hace saltar.

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—¿Y tú, sobrino?—Yo no siente absolutamente nada

—respondió Holker—. Nosotros yaestamos acostumbrados.

—No sé si nosotros loconseguiremos —dijo Toby, que parecíamás bien preocupado—. Nosotrossomos personas de otro siglo.

—Yo espero que sí —respondióHolker—. ¡Ah! ¡Allí están las cataratas!

El Cóndor, después de habersobrevolado una colina que impedíaverlas, con una acelerada velocidadhabía llegado sobre las cataratas,entrando en una inmensa nube de aguapulverizada, en medio de la cual se

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destacaba un soberbio arco iris.La inmensa masa de agua se

despeñaba en el río inferior con un ruidoensordecedor, poniendo en movimientoun número infinito de ruedasgigantescas, todas construidas en acero,destinadas a transmitir energía a todaslas máquinas eléctricas de la federaciónnorteamericana.

El espectáculo era espantoso, y almismo tiempo sublime. En aquellos cienaños las cataratas habían sufridonotables modificaciones. La roca queantes las dividía, así como las islas,habían desaparecido, y el agua seprecipitaba ya sin obstáculos, haciendo

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girar vertiginosamente las ruedas. Unnúmero infinito de gruesos cables deacero, destinados a llevar energía agrandes distancias a y subdividir lafuerza de las cataratas, se ramificaba entodas direcciones.

—He aquí la gran fábrica deelectricidad de los Estados Unidos —dijo Holker—, que pone en movimiento,sin un kilogramo de carbón fósil, miles ymiles de máquinas. Esta agua ha hechoabandonar todas las minas decombustible.

—¡Qué fuerza enorme debeproducir! —exclamó el doctor.

—Si Europa quisiera podríamos

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cederle una buena parte —respondióHolker.

—¡Y qué modificaciones han sufridolas cataratas! —dijo Brandok.

—Y seguirán modificándose —respondió Holker—. Nuestroscientíficos han dicho que para llegar alpunto actual han tenido que cambiarcuatro veces. En el primer período, quehabría durado diecisiete mil años, lacantidad de agua era un tercio menor queel volumen actual, y con una caída desolamente sesenta metros y una longitudde tres kilómetros. En el segundo, el ríofue dividido en tres cataratas de cientoveintiocho metros y duró diez mil años.

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En el tercero se convirtió en una solacatarata y duró ochocientos años. Ahoraestamos en el cuarto. Vayamos aalmorzar y después tomaremos el trenque nos llevará a Quebec. No daremosmás que una sola vuelta.

El Cóndor describió dos o tresvueltas sobre la mugiente catarata,entrando y saliendo de las nubes de aguay después se dirigió hacia Buffalo paratomar el tren.

Al cabo de media hora volabansobre la ciudad, entre un gran número denaves voladoras que se dirigían en sumayor parte hacia las cataratas,cargadas de turistas llegados quizás de

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Europa.El maquinista, después de haber

recibido una orden del señor Holker, lohizo descender sobre una vasta plazarodeada de inmensos edificios dedieciocho y veinte pisos, construidos ensu mayor parte de láminas de acero y alos que no les faltaba, en su aspectoexterior al menos, una cierta elegancia.

—Vayamos a almorzar al bar delNiágara —dijo Holker—. Así se daránuna idea de cómo son los hotelesmodernos.

Desembarcaron y atravesaron laplaza que estaba casi desierta, dado queera mediodía, o sea, la hora de comer, y

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entraron en una sala muy amplia,decorada con cierto lujo, cuyo techoestaba sostenido por una veintena decolumnas de metal.

Con viva sorpresa de Brandok yToby, en ese supuesto restaurante nohabía mesas ni sillas, y tampococamareros.

—¿Esto es un bar? —preguntóBrandok.

—Donde se come muy bien, yademás a buen precio —respondióHolker—. Aquí podrán encontrar algúnlomito de cerdo bien cocido, con unaguarnición de verduras.

—¿Ya quién puedo hacerle el

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pedido, si no veo siquiera al dueño delbar?

—Quién sabe dónde estará el dueñodel bar. Pero su presencia aquí no esnecesaria.

—¿Ni la de un camarero?—¿Para qué?Brandok estaba con la boca abierta,

mirando a Toby que no parecía menossorprendido que él.

—Ustedes, señores, se olvidan queestamos en el 2000 —dijo Holker—.Ahora les demostraré que losrestaurantes del 2000 son mejores quelos de aquel tiempo y que el servicio esinmediato. Señor Brandok, tome una taza

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de caldo, ante todo. Le hará bien.—¡Vayamos por el caldo!Holker echó una mirada en torno y

después condujo a sus compañeros haciauna de las columnas alrededor de lascuales, a un metro del suelo, se veíancuatro repisas de metal, e introdujomonedas en algunas ranuras.

«Servicio automático: caldo», habíaleído Brandok, para su sorpresa, en unapequeña placa situada sobre la repisa.

—¡Ah! ¡Ahora comprendo! —exclamó Toby.

No había transcurrido medio minutocuando tres puertecitas se abrieron ysobre la repisa aparecieron, como por

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encanto, tres tazas de caldo humeante,junto a una servilleta y una cuchara demetal blanco.

—Señor Brandok —dijo Holker—,¿hace cien años el servicio era tanrápido?

—¡Oh, no! —Exclamó el joven—.¡A qué altura ha llegado la mecánica! ¿Ycómo llegan hasta aquí las tazas?

—Con un pequeño ferrocarrileléctrico similar al que ya han visto.

—Esto suprime a aquellosmalhumorados camareros y también elpésimo gusto de las propinas.

—¿Y tenemos que comer de pie?—Sí, es más expeditivo, y además,

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hoy, los hombres tienen mucha prisa.¿Quieren otros platos? Aquí hay veintecolumnas que representan el menú deldía. Introduzcan una moneda deveinticinco centavos y tendrán todo loque quieran, incluidos postres, vino,cerveza, licores, café y té.

—¡Cuántos extraordinarios inventos!¡Cuántas maravillas! —exclamó Toby.

—Y sobre todo cuánta practicidad ycuántas comodidades —dijo Brandok.

—Amigos míos —observó de prontoHolker—, ¿y si cambiáramos un poco elitinerario del viaje? ¿Tienen muchoapuro por visitar Europa?

—Ninguno —respondieron al

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unísono Brandok y Toby.—¿Quieren que vayamos al Polo

Norte? Volveremos a Europa porSpitzberg.

Si ante aquella inesperadaproposición Brandok y Toby no cayeronal suelo estupefactos, fue un verdaderomilagro.

—¡Ir al Polo Norte! —habíaexclamado.

—Desde Quebec, en cinco horaspodremos alcanzar el túnelnorteamericano. A medianochedescansaremos entre los hielos delocéano Ártico, en una cama no menoscómoda que aquellas en las que

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durmieron en mi casa.—¿Te has vuelto loco, sobrino mío,

o quieres burlarte de nosotros? —gritóToby.

—No tengo la más mínima intención,tío mío. Comprendo que la propuestapueda asombrarlo, pero la mantengo.

—¿Qué cosas han hecho entonceslos hombres del 2000?

—Cosas maravillosas, ya se lo dije.Terminemos nuestro almuerzo,mandemos al Cóndor a Nueva York ydespués tomaremos el ferrocarrilcanadiense.

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LOS FERROCARRILESDEL 2000

Después de un abundante almuerzo,rociado con varios vasos de generosovino español e italiano, el señor Holkery sus compañeros despidieron a Harry yse dirigieron hacia un enorme edificiorematado por una torre de acero de cuyacima salían gruesos cables de metal.

—Ésa es la estación ferroviaria —dijo Holker.

—Perdone, señor Holker —observóBrandok al momento de entrar—, ¿ustednos prometió conducirnos al Polo

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Norte?—Sí.—¿Es que acaso encontraron el

modo de acercar el sol?—¿Por qué me hace esa pregunta?—¿Hace frío allí todavía?—Como hace cien años, y tal vez

más, ya se lo dije. El año pasado laestación polar marcó cincuenta y cincogrados bajo cero.

—¿Y nos llevará con estas ropas?—No se preocupen —respondió

Holker—. En la estación de Quebecencontraremos las valijas con lonecesario para desafiar los fríos másintensos. Esperen un momento que voy a

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enviar un telegrama aéreo a uno de esoscomerciantes que conozco.

Mientras se dirigía a la oficinatelegráfica, Toby y Brandok entraron enuna amplia sala, en cuyo extremo sedivisaba una gran escalera.

—¿Dónde están los trenes? Yo nolos veo ni oigo aquellos mil estruendosque en nuestro tiempo repercutían bajolos inmensos techos —dijo Brandok.

—Por algún lado veremos apareceral que debe llevarnos a Quebec.

—¿Sabes, Toby, que a fuerza deexperimentar estupor tras estuporterminaré por volverme loco?

—¿No te sientes bien?...

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—Me encontraba mejor hace cienaños con mi spleen. Sigo sintiendo unaagitación extraña.

—Será la tensión eléctrica.—Amigos míos —dijo Holker,

entrando—. El tren está por llegar;apenas tenemos tiempo de bajar laescalera.

—¿Los boletos? —preguntó Toby.—Ya están en mi billetera;

tendremos un compartimiento sólo paranosotros, así podremos hablartranquilamente sin testigos.

Al final de la escalera se oyó unavoz poderosa gritar:

—¡Listos! ¡El tren ya llegó!

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Una veintena de personas, queparecían perseguidas por el diablo, sehabían precipitado escaleras abajo.Holker y sus amigos las habían seguido.

Un túnel dotado de una decena depuertas que en ese momento estabanabiertas y a través de las cuales se veíansalir rayos de luz, se extendía porcuarenta metros.

Holker empujó a sus compañeroshacia una de aquellas puertas diciendo:

—¡Pronto, suban!Los dos resucitados se encontraron

en un pequeño compartimiento concuatro cómodos sillones que se podíantransformar en camas, todo recubierto de

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una tela roja e iluminado por unalamparita dotada de un pedacito deradium.

—¿El ferrocarril? —preguntóBrandok.

Las puertas de hierro se habíancerrado con estrépito.

Durante algunos instantes se oyeronalgunas voces que gritaban y despuésnada más. También las puertas delcompartimiento se cerraron solas,saliendo del suelo.

—¿No nos movemos? —preguntóBrandok después de algunos instantes.

—Ya estamos en viaje —respondióHolker riendo.

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—Yo no siento ningún movimiento,ni oigo ningún ruido de máquinas.

—Y, sin embargo, el tren corre a unavelocidad fantástica. ¿A qué velocidadcorrían los trenes hace cien años?

—A ciento veinte kilómetros porhora, como máximo.

—¡Pues éste anda a trescientoskilómetros por hora!

—¿Qué máquina lo impulsa?—Ninguna máquina; es aspirado y al

mismo tiempo empujado —respondióHolker.

—Explícate mejor, sobrino —dijoToby—. Nosotros somos demasiadoviejos para comprender al vuelo las

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invenciones modernas.—Nosotros viajamos por un tubo de

acero de una circunferencia de cincuentametros, cuyos vagones, que por logeneral son veinte, coincidenperfectamente con las paredes metálicasdel tubo. Estos vagones tienen una formacilíndrica cuya circunferencia esexactamente igual a la interna del tubo ycada uno puede contener veinticuatropasajeros. Entre las dos estacionesprincipales hay bombas de presiónmovidas por máquinas poderosas queinyectan en el tubo corrientes de aire; enla estación de partida las bombas depresión son impelentes; en la de llegada,

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son as—pirantes. Los cilindros queconstituyen los vagones, y que tambiénson de acero, marchan de esa formaimpelidos y aspirados a la vez. En pocaspalabras, son trenes de aire comprimido.

—¡Asombroso! —Exclamó Toby—.¿Qué cosa no han inventado ustedes,hombres del 2000?

—Observo algo —dijo Brandok—.Deme una explicación.

—Dígame.—¿Cómo no se recalientan los

cilindros con el roce? Pienso quedeberíamos asarnos aquí dentro,mientras que la temperatura se mantienerelativamente fresca.

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—No ocurre eso, primero, porque seha usado un metal que tarda mucho enrecalentarse, el tantalio, que si no meequivoco en el siglo pasado valíacincuenta mil liras el kilo y que laquímica de hoy puede dar a un precioigual al de la plata. Después porque elcilindro de la trompa y el de la colaestán formados por dos inmensosdepósitos que lanzan incesantementechorros de agua, impidiendo elrecalentamiento.

—¿Y el aire para los pasajeros?—Lo suministran unos cilindros de

acero que son depósitos de airecomprimido. ¿Sienten alguna dificultad

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para respirar?—No —respondió Brandok.—¿Hay un tubo para cada línea? —

preguntó Toby.—No, tío, hay cuatro. Uno para

trenes directos que no se detienen másque en las grandes estaciones, comoéste, uno para las estaciones intermediasy dos para trenes de carga. Apenas untren llega, otro regresa. Cada dos horastenemos trenes que van y otros quevienen.

—De esa forma los choques sonimposibles —dijo Brandok.

—No pueden suceder, ya que hayuno, o a lo sumo dos trenes por tubo que

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siguen la misma vía.—¡Cuando se piensa en cómo se

viajaba antes, es para volverse loco! —Exclamó Toby—. ¡Qué dirían FranciscoI, rey de Francia, y Carlos V si pudiesenvolver al mundo! ¡Ellos, que pretendíanposeer los más grandes corredores delmundo!

—¿Esos reyes? —Dijo Holker—.Tenían caracoles, en todo caso.

—¿Y qué dirían el capitán Paulin,Burocchio, Chameran y sobre todoMarivaux?

—¿Quiénes eran ésos?—¡Los más rápidos corredores de la

Europa medieval, que en aquella época

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asombraron a todos por su velocidad!Paulin había empleado veinte días parallevar un mensaje de Francisco I desdeConstantinopla a Fontainebleau;Burocchio había empleado cuatro parallevar al rey de Polonia la noticia de lamuerte de Carlos IX y Marivaux cuatrodías para recorrer la distancia que hayentre París y Marsella. ¡Y aquellosgrandes antepasados nuestros afirmabanque con semejantes corredores lasdistancias ya habían desaparecido!

—Se contentaban con poco nuestrosviejos —dijo Holker. Un silbido agudo,que provenía de lo alto, hizo alzar lacabeza a Brandok y a Toby.

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Había salido de un pequeño tubo quebajaba cerca de la lámpara de radium.

—¿Nos advierte que ya llegamos?—preguntó Brandok.

—No, es una comunicación del Iumal que está abonado esta líneaferroviaria para tener a los pasajerosinformados de las noticias másimportantes, incluso viajando.

—¿De qué modo?—Mediante un cable enrollado en un

carrete que se desenrolla a medida queel tren avanza. Escuchemos.

Una voz metálica se hizo oírenseguida.

«Gran desastre en el Missouri

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producido por una inundaciónimprevista. Omaha ha quedadoenteramente destruida y sesenta milpersonas se ahogaron. El gobierno deNebraska ha enviado ingenieros conveinte mil hombres, víveres y botes.

«Europa. Los anarquistas de laciudad submarina que han saqueadoCádiz fueron completamente destruidospor los bomberos de Málaga. Elgobierno español indemnizará a loshabitantes.

«Asia. El gobierno de la India seencuentra en graves problemas a causade la carestía. Los hindúes mueren dehambre a millones.»

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—Brandok, ¿todo esto no esprodigioso? —preguntó Toby.

—Seguimos soñando —respondió eljoven—. Ya estoy convencido de nohaberme despertado en la Tierra sino enotro mundo.

—Yo casi pienso lo mismo —respondió Toby.

—Y, sin embargo, existen otrasmaravillas más grandiosas —dijoHolker.

Una leve sacudida y un ruido depuertas que parecía que se abrían, lointerrumpieron. Casi en el mismoinstante se oyó una voz que gritaba:

—¡Montreal!...

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—¡Ya estamos en Canadá! —exclamó Brandok.

—Son las dos —dijo Holker,mirando su cronómetro.

—¿Cuándo llegaremos a Quebec?—A las tres y algunos minutos.—¿Y al Polo Norte?—Dentro de dos días.—¿Y nosotros recorreremos en tan

breve tiempo una distancia tan enorme?—Allá resbalaremos a una

velocidad de doscientas millas por hora.¡Otra que la furia de los huracanes!... —¿Resbalaremos?

—Esa es la palabra.—¿Y cómo?

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—Ya lo sabrán cuando lleguemos alos confines del continente americano ynos internemos en el océano Polar.

—¡Brandok!—¡Toby!—¿Sigues soñando?—Siempre.—Yo también sueño.Cinco minutos después el tren volvía

a emprender su carrera infernal y a lastres de la tarde se detenía en la estaciónde Quebec, la capital de Canadá.

Apenas salieron del compartimiento,un hombre que gritaba "¡Señor JacobHolker!" entró en la galería trayendo dosenormes valijas.

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—Soy yo —respondió el sobrinopolítico de Toby, yendo a su encuentro—. ¿Usted trabaja para el señor Wass?

—Sí, señor.—Las valijas deben contener la ropa

para un paseo por el Polo.—Entonces es justamente la persona

que buscaba. Recibimos su telegramahace dos horas desde Buffalo.

Holker pagó el importe sin regatear;después condujo a sus amigos alrestaurante de la estación, también ésteun bar automático, que les sirviócerveza y licores.

—Tenemos diez minutos para tomarel tren glacial —dijo—. Aprovechemos

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para calentarnos el estómago con unpoco de caper–brandy.

Efectivamente, diez minutos despuéslos tres amigos ocupaban sus lugares enun compartimiento del tren del Labrador,en dirección al cabo Wolstenholme, enel estrecho del Hudson, y partían a unavelocidad de doscientos kilómetros porhora.

—¿Cuándo llegaremos a las costasdel océano Ártico? —preguntó Brandok.

—A las cinco de la mañana —respondió Holker.

—¿Encontraremos algún hotel allí?—Y también una buena cama.—¿Entre los hielos?

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—El cabo Wolstenholme es unaestación veraniega, muy frecuentada enlos meses de junio, julio y tambiénagosto, al igual que la de Spitzberg.

—¡Spitzberg! —exclamó Toby.—¿Por qué se asombra, tío?—Porque en nuestra época aquella

gran isla del océano Ártico no erafrecuentada más que por osos blancos ycazadores de focas y ballenas.

—Hoy se ha vuelto la Suiza deEuropa —respondió Holker—. Entreaquellas montañas se encuentran hotelesque no tienen nada que envidiarles a losde Nueva York. ¡Verán qué maravillas!

—¿Pasaremos por allí?

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—Sí, cuando volvamos, ya que eltúnel polar desemboca justamente en esaisla.

—¡Qué cosas nos cuentas!—¡Ya verán!... ¡Ya verán!... Estamos

en el 2000, mis queridos amigos, y ya noen los lejanos tiempos de 1900.

—¿Y hay todavía esquimales en lasregiones polares? —preguntó Brandok.

—Algunos miles solamente; lasotras tribus desaparecieron casicompletamente.

—¿Por qué razón?—Como consecuencia de la

destrucción de las ballenas y las focasque constituían su alimentación. —

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¿Murieron de hambre?—Sí, señor Brandok.—No obstante, me había dicho que

hay una numerosa colonia polar.—Sí, es verdad, pero está

constituida por anarquistas, confinadosallá para que no turben la paz delmundo.

—¿Y cómo viven?—Los peces todavía abundan más

allá del círculo polar, y además losgobiernos americanos y europeos lessuministran víveres, a condición de queno dejen los hielos.

—¿Les está prohibido volver aEuropa y a América?

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—¡Y también al Asia!—¿Y el mundo volvió a la

tranquilidad después de su expulsión?—Bastante —respondió Holker.—¿Y en la colonia polar reina la

calma?—Obligados a pescar y a cazar

incesantemente, ya no tienen tiempo deocuparse de sus peligrosas teorías: deesa forma reina la paz y ciertaconcordia.

—¿Se habían vuelto numerosos enestos cien años? —preguntó Toby.

—Sí, y también muy peligrosos.Ahora ya no son de temer, habiendo sidorelegados con sus familias al Polo

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Norte, y en las ciudades submarinas.¡Oh!, ya no volverán a inquietar a lahumanidad.

—Y, sin embargo, el despacho deaquel periódico desmiente lo que ustedacaba de afirmar —observó Brandok.

—Eso ha sido pura casualidad. Yademás ya saben cómo han sido tratadospor los bomberos españoles. Unospocos chorros de agua electrificada agran voltaje y todo terminó.

¡Por Dios!... El mundo tiene derechoa vivir y trabajar tranquilamente sin serperturbado. Al que molesta se lo mandaal reino de las tinieblas, y les aseguroque nadie lo lamenta.

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—Una especie de justicia turca —dijo Brandok riendo.

—Llámela como quiera; todos laaprueban, y la seguirán aprobando en elporvenir.

Mientras pasaba el tiempo, el trencorría dentro del tubo de acero a unavelocidad asombrosa, atravesando losgélidos territorios del Labrador.

Avanzado el otoño, la nieve ya debíahaber cubierto aquellas tierras desdehacía algunos meses con un estratoconsiderable, y afuera el frío debía serintensísimo, aunque los pasajeros ni lonotaban.

Por otra parte, bastaba la lámpara de

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radium para expandir en loscompartimientos un calor moderado, quese podía aumentar a voluntad.

A las ocho de la noche el tren sedetenía en la estación de Mississinny,levantada a orillas del lago homónimo.

Apenas se abrieron las puertas deacero de los compartimientos y de loscoches, algunos hombres se presentarona los pasajeros llevando tazas humeantesde caldo, pescados hervidos y fritos,puddings, licores y té.

—Hubiera preferido cenar en elrestaurante de la estación —dijoBrandok.

—Aquí estamos mejor —observó

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Holker—. Afuera hace un frío de perros.¿Cuántos grados? —preguntó alcamarero que había traído la cena.

—Quince bajo cero, señor —respondió el interrogado—. El inviernose anuncia durísimo este año y el lago yaestá completamente helado desde hacetres semanas.

—¿Y el océano?—Todo el estrecho está recorrido

por masas enormes de hielo.—¿Funciona todavía el barco—

tranvía?—Hasta las costas de Baffin.—¿Qué noticias del túnel?—Está más sólido que nunca. Este

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año tampoco se ha manifestado grietaalguna. Buen viaje, señores, el trenvuelve a partir.

Dejó las viandas en unas repisas quese encontraban cerca de los sillones ysalió rápidamente. Segundos después laspuertas de los compartimientos y loscoches se cerraron, y el tren, aspiradopor un lado y empujado por otro, volvióa emprender su marcha.

—Cenemos, démonos un aseo polary después tratemos de dormir. Hasta lascinco de la mañana no seremosmolestados.

—¿Y después cambiaremos de tren?—preguntó Toby.

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—Sí, para tomar el barco—tranvía—respondió Holker.

—¿Qué es eso?—Mañana lo verá, tío. Ése también

es un hermoso y cómodo invento.Cenemos.

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EL BARCO–TRANVÍA

A las cinco de la mañana los tresamigos, que después de haberse puestolos pesados trajes de los viajerospolares se habían dormido, fuerondespertados por los gritos de losempleados ferroviarios de la estación deWolstenholme.

—Holker fue el primero en abrir losojos, diciéndoles a sus amigos:

—Estamos a orillas del océanoÁrtico y el barco—tranvía nos esperapara atravesar el estrecho de Hudson.No tenemos tiempo que perder.

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Tomaron sus equipajes, dejaron elcálido compartimiento y salieron altúnel de acero para entrar en la estación.

—Antes que nada, una buena taza deté con un vasito de whisky —dijoHolker entrando en una sala que servíade restaurante y que estabaespléndidamente iluminada por una granlámpara de radium—. Debe hacermucho frío afuera.

Una vez calentado el estómago,dejaron la estación seguidos de otrosocho o diez viajeros, en su mayor parteingleses y alemanes que también sedirigían al Polo.

Todavía era de noche, pero

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numerosas lámparas de radiumiluminaban las calles del pequeñopueblo construido a orillas del océanoPolar, y el frío era intensísimo.

La nieve lo cubría todo, y debíatener un espesor considerable.

—¿Quién habita este país de lobos?—preguntó Brandok, metido dentro deun amplio abrigo de piel de oso negro.

—Hay tres o cuatro docenas depescadores canadienses —respondióHolker—. Todos los intentos porcolonizar estas vastas tierras fueronvanos. Y esto es una verdadera lástima,porque aquí no faltaría espacio paralevantar ciudades gigantescas.

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—Y plantar repollos y sembrargrano —dijo Brandok, riendo.

—Todo nace y madura aquí, a pesardel frío.

—¿Y cómo pudieron lograr esosmilagros?

—Proyectando sobre las plantas y elterreno un continuo rayo de luz deradium —respondió Holker—. Laspapas se cultivan bien y los hongoscrecen en los sótanos de las casas. —¡Recoger hongos en el círculo PolarÁrtico! ¡Ésa sí que es buena! ¿Quédirían Franklin y Ross si volviesen a lavida? En ese momento un silbido agudoresonó a poca distancia y un torrente de

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luz se proyectó sobre la pequeñacolumna que era guiada por un empleadoferroviario.

—¿Qué es? —preguntó Toby.—Es el barco—tranvía que nos

llama —respondió Holker.—¿Me explicarás qué es este barco

—tranvía? ¿Es un piróscafo o uncarruaje que viaja por tierra? —Lo unoy lo otro, tío —dijo Holker.

—¿Otra invención diabólica?—Sí, pero muy práctica.Apuraron el paso y después de

algunos minutos se encontraron a orillasdel océano Ártico.

En el extremo de un puente de

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madera iluminado por varias lámparasdescubrieron un gran barco rematadopor un solo mástil, en cuya puntabrillaba una gran pelota de radium quelanzaba en todas direcciones haces deluz brillantísimos, ligeramente azules.

***

Muchos hombres, cubiertos porabrigos de piel que los hacían parecersea osos polares, estaban alineados a lolargo de los costados del barco, ysostenían en las manos largas lanzas conpuntas de acero.

—¿Son soldados polares? —preguntó Brandok.

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—Marineros —respondió Holker.—¿Para qué tienen esas lanzas?—Para alejar los hielos que se

acercan al barco. Habrá muchos duranteel viaje.

—¿Y adónde nos llevará este barco?—Hasta la tierra de Baffin, más allá

del lago Nettelling.—Mi querido sobrino —dijo Toby

—, en nuestros tiempos ese lago seencontraba en el corazón de la isla.

—Y ahora también, tío.—Entonces este barco no podrá

llevarnos hasta allá, a menos que tengaruedas que lo conduzcan.

—¿Y si así fuera? ¿Si este

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maravilloso barco pudiese al mismotiempo navegar y también correr sobrela tierra, como un simple automóvil?

—Amigo James, ¿qué me dices deeste nuevo invento? —preguntó Toby.

—Que terminaré por nosorprenderme de nada, ni aunqueencontrara mares transformados encampos fértiles —respondió Brandok.

Llegados al extremo del puentesubieron al piróscafo, cortésmentesaludados por el capitán y por sus dosoficiales.

Era una hermosa nave, de costadosredondeados para evitar mejor lapresión de los hielos, de treinta metros

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de largo, que tenía en medio una galeríabien iluminada, formada por vidrios degran espesor, para defender a losviajeros de las dentelladas del vientopolar, sin impedirles ver lo que sucedíaen el exterior.

Brandok, Toby y Holker tomaronasiento en la proa, bajo la galería,seguidos por los demás pasajeros.

La puerta se cerró, la máquina lanzóun silbido agudo y el barco se puso enmovimiento a velocidad moderada,mientras sus hombres, que seencontraban fuera de la galería, subían ala cubierta sumergiendo en el agua suslanzas de punta de acero.

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El estrecho de Hudson, que separa elterritorio del Labrador de la gran isla deBaffin, estaba lleno de hielos queintentaban volver a soldarse.

Se veían montañas flotantes que ibana la deriva empujadas por el vientopolar y también muchos bancospoblados de una gran cantidad de avesmarinas.

Bajo los haces de luz de la potentelámpara de radium que brillaba en lapunta del palo, los hielos centelleaban yproducían un efecto sorprendente,maravilloso. El barco, guiadohábilmente, se mantenía a distancia deaquellos peligrosos obstáculos.

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A veces disminuía su velocidad y, alencontrar un espacio libre o un canal,volvía a aumentarla considerablemente.A veces embestía los bancos con suespolón y los trituraba con unos brazosde acero dotados de dientes como los delas sierras que estaban a ambos lados dela proa, y en pocos instantesdesmenuzaban las masas de hielo.

—¡Una verdadera nave para hielo!—Exclamó Brandok, que miraba concierta curiosidad—. ¡Qué hermososinventos!

—¿Y cuándo lo vean subir a la playay correr por los campos de hielo de latierra de Baffin como un inmenso

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vehículo? —dijo Holker.—Esto es increíble y nadie en

nuestros tiempos hubiera osado creerque iba a poder transformar una nave enun tranvía —observó Toby.

—Y que sale del agua y sigue sucarrera sin cambiar aparentemente nada,sin interrumpir su marcha ni siquiera uninstante; que se vuelve vehículo despuésde haber sido barco y que vuelve denuevo a barco después de haber sidovehículo con una agilidad y rapidezúnica —agregó Holker—. Sí, es unanave verdaderamente maravillosa.

—Yo quisiera saber cómo ocurreesta transformación —dijo Toby.

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—De una manera muy simple —respondió Holker—. El barco no tienemás que una sola máquina impulsada porla electricidad, pero capaz de servirpara distintos fines y productora de unafuerza capaz de aplicarse de distintosmodos, por una acción siempre distinta.Sucede así que la nave, acercándose a lacosta, recibe toda la fuerza motriz que seacumula en dos ruedas colocadas en laproa, ocultas dentro de dos huecosabiertos en el casco. Apenas el aguacomienza a faltar, esas ruedas, medianteun mecanismo especial, bajan y se ponenen movimiento, mientras que las hélicesse detienen. En la popa hay otras dos

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ruedas que actúan por el impulso de lasanteriores de proa. He ahí la navetransformada, sin necesidad de fatigosasmaniobras, en un enorme tranvía. Sube ala playa y se pone en marcha por tierra yprosigue hasta que encuentra o un canalo un lago o algún brazo del mar.Entonces las ruedas entran en sushuecos, las hélices vuelven a funcionar yhe ahí al tranvía transformado otra vezen barco. ¿No es ingenioso todo esto?

—¿Hay muchas de estas naves?—Sí, especialmente en Europa,

donde existen playas bajas, como enAlemania, Dinamarca, Irlanda, Italia,etcétera.

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—¿Y estos barcos conservan suvelocidad también en tierra? —preguntóBrandok.

—La misma —respondió Holker—,y su fuerza locomotriz es de cientosesenta metros por minuto.

—¡Siempre nuevos inventos, unosmás maravillosos que los otros! ¡Ay,Toby!

—¿Qué tienes, James?—¿Sabes que entre estos hielos ya

no experimento esa extraña agitaciónque hacía saltar mis músculos?

—Yo tampoco —respondió eldoctor—. Y eso se debe a que estamoslejos de las grandes ciudades. Aquí la

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electricidad no puede sentirse como enellas o como en las cataratas delNiágara.

—Si no pudiéramos resistir latensión eléctrica que tan fuertemente sesiente también en las grandes ciudadeseuropeas, podríamos refugiarnos en elPolo.

—Y también nosotros nosvolveríamos anarquistas —dijo eldoctor, riendo.

Mientras tanto el barco–tranvíaseguía luchando vigorosamente contralos hielos para alcanzar las costasmeridionales de la tierra de Baffin quese divisaban vagamente entre las brumas

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del horizonte.Montañas enormes, los llamados

icebergs, aparecían de cuando encuando, flotando peligrosamente,bamboleándose entre las olas yamenazando con embestir a la pequeñanave. Ésta, con una rápida maniobra, losevitaba, lanzándose en medio de losbancos, a los que superabaimpetuosamente y destrozaba con supropio peso.

Ninguna otra nave se divisaba en esemar. Desde que las ballenas y las focashabían desaparecido, aquellas aguas sehabían vuelto desiertas.

En cambio, abundaban las aves

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marinas, y se mostraban tandomesticadas que bajaban en buennúmero a la galería del barco sininquietarse por la presencia de losmarineros.

Hacia las diez de la mañana,después de un abundante desayunoofrecido por el capitán a los pasajeros,que ya estaba incluido en el precio delpasaje, el Narval, ése era el nombre delbarco, llegaba a las playas meridionalesde la tierra de Baffin, precisamente a laentrada de un canal que estaba formadopor dos inmensas rocas, en cuyo extremose veía el suelo descender suavemente.

La nave, con unos pocos golpes de

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espolón, se abrió paso entre los hielosque ya habían cerrado la entrada delcanal y después avanzó lentamente hastaque el agua empezó a disminuir.

Las cuatro ruedas habían dejado sushuecos, bajando en espera de ponerse enfuncionamiento.

—Ahora va a convertirse en tranvía—dijo Holker—. La nave deja el marpor la tierra.

El Narval se había inclinadobruscamente y las ruedas anteriores sehabían puesto en movimiento.

Mientras la popa seguía aún en elagua, la proa subía a tierra sin sacudidasni esfuerzos.

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Bien pronto toda la nave se encontróen tierra y partió a una velocidad detreinta y cinco o cuarenta kilómetros porhora, como si fuese un verdadero tranvíaeléctrico, marchando por un caminoseñalado por unos palos altísimos.

Una llanura inmensa, casi lisa,cubierta de una gruesa capa de hielo ynieve, se extendía hasta perderse devista ante los viajeros polares.

Aquella tierra, aunque desolada porlos vientos y los huracanes polares, noestaba totalmente deshabitada.

De vez en cuando, luego de largosintervalos, el Narval pasaba delante depequeñas agrupaciones de casa de hielo

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de forma semioval, habitadas por lasúltimas familias de esquimales o deinuits, milagrosamente escapadas a lamuerte por hambre, después de ladestrucción de las últimas ballenas y lasúltimas focas llevada a cabo por losávidos pescadores norteamericanos.

Viendo avanzar el barco seapresuraban a salir de sus casas parapedir una galleta o alguna caja de carneo de caldo concentrado.

Eran iguales a los que habían vividocien años atrás. El tronco y las piernas,cortas y gruesas, una cabeza grande conlos pómulos salientes, cara larga,cabellos negros, nariz aplastada; tenían,

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en suma, cierto parecido con sus buenasamigas desaparecidas, las focas.Desgraciadamente para ellos, ya no senutrían con la carne de sus amigas comoun siglo atrás, no se vestían con suscalientes pieles, ni iluminaban sus casascon su grasa.

También ellos tenían pedazos deradium y, en vez de arpón con punta dehueso, llevaban buenos fusileseléctricos, con los que se procuraban lacomida diaria matando aves marinas,siempre abundantes gracias a la malacalidad de sus carnes, excesivamenteaceitosas para los paladares americanosy europeos.

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Habían desaparecido muchos, perode esos pobres diablos, habitantes delos hielos eternos, se sabía, inclusodesde hacía cien años, que estabandotados de tal apetito que no titubeabanante el pescado echado a perder ni antelas aves en plena descomposición o losintestinos de oso blanco, tampoco antelos excrementos y las sobras todavía nodigeridas que retiraban del vientre delos renos muertos.

Habían perdido su proverbialalegría como consecuencia... ¡de la faltade atracones de carne de ballena! Seentendía que la destrucción de aquellosgigantescos mamíferos había modificado

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profundamente su temperamento.—He aquí una raza destinada a

desaparecer, como los pieles rojas —dijo Brandok, que había salido variasveces de la galería para arrojar a esosdesgraciados cajas de galletascompradas en la despensa del Narval.¿Cuántos años durarán aún?

—Pocos lustros, seguramente —respondió Holker—. No son hombresque puedan tomar parte en la gran luchapor la existencia. Desaparecidas lasfocas y las ballenas, ¿de qué podríanvivir? Si los viajeros que van al Polo nolos ayudaran, a esta hora habríandesaparecido completamente.

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—Y, sin embargo, usted me habíadicho que existe una colonia polar allá.

—Esos son hombres que pertenecena nuestra raza —respondió Holker.

—¡He ahí el egoísmo de la razablanca!...

—Verdaderamente, no puedo decirque no tiene razón.

—Nosotros, siempre nosotros, losúnicos que dominan el mundo.

—Pero es la lucha por la vida, señorBrandok.

—O mejor, la lucha de razas.—Como quiera —respondió Holker

—. Comienza a oscurecer. ¡Qué cortosson los días en las tierras polares en

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esta época del año! El sol ya se estáponiendo y todavía no son las tres de latarde.

—¿Cuándo tomaremos el tren polar?—preguntó Toby. —Mañana por lanoche.

—Entonces podemos cenar yacostarnos. Supongo que habrácamarotes en este barco.

—Y bien calefaccionados y con unacómoda cama. La sociedad polarferroviaria no ahorra en comodidades.Vengan, amigos.

Dejaron la galería y bajaron a unespléndido salón iluminado por cuatrograndes lámparas de radium que

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mantenían un calor muy placentero, ytomaron asiento a una mesa donde seveían servicios de plata, copas decristal llenas de flores en óptimo estadode conservación, tal vez recogidas enlas sierras de Quebec.

El menú de la cena eraverdaderamente polar. Salmón, filetesde narval, hígado de caribú, patas dereno con berro, revuelto de hígado demorsa, helado y licores a discreción,con té y café a elección.

—Al menos aquí tenemos caza —dijo Brandok—. Un plato muy lujosopara hoy, ¿no es verdad señor Brandok?

—¡Querrá decir rarísimo incluso en

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las grandes ciudades! Aquí todavía hayalgunos rebaños de renos y seencuentran también algunos caribúes yalgunas morsas. Dentro de algunos añosverán que esos animales y esos anfibioshabrán desaparecido por completo.

Cenaron con mucho apetito y, hacialas cinco, mientras una espesa niebladescendía sobre las llanuras de hielo, sehicieron conducir a sus camarotes,donde encontraron mullidas camas quenada tenían que envidiarles a las de lacasa del señor Holker.

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EL TÚNEL POLAR

Llevaban varias horas durmiendocuando fueron bruscamente despertadospor un violento choque que repercutió entodo el barco–tranvía e hizo gritar a lospasajeros.

Ya encendidas las lámparas deradium, Brandok, Holker y Toby seencontraron casi al mismo tiempo en lasala donde habían cenado y donde yaestaban reunidos los demás pasajeros.

—Señor Holker —dijo Brandok,viendo que intercambiaba algunas frasescon uno de los oficiales que había

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bajado a la sala—, ¿qué ha ocurrido?—Nada grave, cálmense —

respondió el neoyorquino con voztranquila—. El barco ha chocado contraun enorme bloque de hielo que cortabael paso y que la nieve no dejaba ver.

—¿Así que no podrá seguiravanzando?

—Hasta que no vuelva a abrirse elcamino. Será un retraso de un par dehoras. Salgamos al túnel y vayamos aver.

Una enorme piedra que seguramentese había desprendido de algún glaciar,habiendo alcanzado el Narval un grupode colinitas más bien pronunciadas,

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había rodado hasta el camino marcadopor los palos y había interrumpidobruscamente su carrera.

Toda la tripulación, munida delámparas y de picos, ya se había puestoa trabajar para deshacerlo, ayudada poruna veintena de esquimales que habíanacudido rápidamente de una aldeavecina.

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—Si ese bloque caía en el momentoen que pasaba el barco, estábamos fritos—dijo Brandok—. Lo aplastaba comouna nuez.

—Son casos más bien raros, nohabiendo más que pocas colinitas en

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esta isla —respondió Holker—. Nuncaoí hablar acerca de que uno de estosbarcos haya quedado aplastado.

—¿Dónde estamos ahora?—A doscientas millas de la estación

del lago.—Señores —dijo en ese momento el

capitán que había vuelto a bordo—,tendremos para tres horas; si quierenaprovechar para visitar la aldeaesquimal de los Naztho que se encuentraaquí cerca, no les faltará tiempo. Unavisita a los habitantes del Polo siemprees interesante para un turista. Pongo adisposición de ustedes un marinero condos lámparas.

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—Aprovechemos entonces —dijoBrandok—. Yo nunca estuve en lasregiones polares.

La propuesta fue inmediatamenteaprobada también por los otros viajeros,y algunos minutos después el pelotóndejaba la nave, precedido por unmarinero que iluminaba el camino condos lámparas de radium.

El frío era muy intenso afuera; unaniebla pesada, muy espesa, que la luz dela lámpara apenas conseguía penetrar,caía sobre las llanuras de hielo, y unfuerte viento soplaba del Polo.

—Señor Holker, ¿ya estuvo otrasveces aquí? —preguntó Brandok.

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—Ya he estado en el Polo dos veces.—¿Conoce entonces a los

esquimales?—Muy bien.—¿Qué progresos han hecho en

estos años?—Ninguno; han quedado tal y cual

los encontraron los exploradores delsiglo pasado. Son seres incapaces decivilizarse y por eso ellos tambiénterminarán por desaparecer. Ya les dijeque su número ha disminuidosensiblemente después de la destrucciónde las ballenas y las focas.

—¿Todavía viven en iglúes? —preguntó Toby.

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—Sí, tío, y el único mejoramientoque han introducido es el de habersustituido las antiguas y humeanteslámparas de aceite por las de radium,que iluminan y calientan mejor. Yallegamos; ¿quieren que visitemos uniglú? Entonces coraje, y tápense la nariz.

Habían llegado a una pequeña aldeaque se componía de una media docenade habitaciones de forma semicircularcompuestas de bloques de hielosuperpuestos con un cierto orden,delante de las cuales había una pequeñacueva siempre tapada por la nieve quese acumulaba encima.

Holker estaba por introducirse en

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una de esas cuevas bajas y estrechas alas cuales no se puede entrar sinoarrastrándose, cuando un esquimal quelos había seguido lo detuvo, diciendo:

—Aga–aga–mantuk.—¿Qué dice? —preguntó Brandok.—Entendí —dijo Holker—: ésta es

una tumba donde está muriendotranquilamente alguno de la tribu. Noperturbemos su agonía.

—¡Cómo! ¿Allí dentro hay uno quese está muriendo? —exclamó Brandok.

—Sí, y solo. La cueva ya debe habersido obstruida.

—¿Entonces está sepultado vivo?—No durará mucho —respondió

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Holker—. Si la enfermedad no lo matapronto, el hambre se encargará demandarlo al paraíso de los esquimales.

—Explícate mejor, sobrino mío —dijo Toby—. ¿Por qué lo han sepultadovivo?

—Porque se lo ha juzgado incurable.Aquí, cuando un hombre o una mujer sonatacados por alguna enfermedad, se tratade curarlos primero con encantamientos,gritando y corriendo alrededor del iglú yponiendo junto al enfermo una piedra dedos o tres kilos, según la gravedad de laenfermedad, que cada mañana es llevadaa la mujer más vieja de la tribu o alangekoc, que es una especie de brujo. Si

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la piedra no disminuye de peso,significa que el enfermo no tiene cura. Apoca distancia le construyen otro iglú,extienden dentro algunas pieles, lellevan un cántaro de agua y una lámpara.El enfermo es trasladado a su tumba y seacuesta en su cama. Hermanos,hermanas, mujeres e hijos y parientesvan a saludarlo por última vez, nodeteniéndose más de lo necesario, yaque si la muerte sorprendiera al enfermolos visitantes estarían obligados aquitarse sus vestimentas y deshacerse deellas, pérdida no despreciable en estosclimas. Se tapa la cueva con bloques dehielo y dejan que la vida del enfermo se

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apague sola.—¿Y se dejan encerrar sin

protestar?—Por el contrario, son ellos los que

les ruegan a sus parientes que los llevenal iglú del que no volverán a salir.Muchas veces los viajeros que llegabanhasta las colonias polares, horrorizadospor lo que sucedía en esos iglúesfúnebres, forzaron la entrada para sacaral moribundo y recibieron este reproche:"¿Quién viene a perturbar mi agonía?¿Es que no puede uno morirse en paz?".

—¿Y ahora hacen lo mismo? —dijoToby.

—Ya lo ve.

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—¿Estará ya muerto el hombre quese encuentra en ese iglú?

—Probablemente todavía esté vivo;dejémoslo en paz para que no nos caiganencima sus parientes; respetemos suvoluntad.

Pasaron a otro iglú más grande ymejor iluminado, y después de haberseintroducido por el angosto corredor, seencontraron adentro.

Había allí dos mujeres cubiertas conviejas pieles desgarradas y una mediadocena de niños semidesnudos, ya queadentro reinaba un calor sofocante. Unade las mujeres estaba masticando unapar de gruesas botas de piel de morsa

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que el hielo había endurecido y que ellatrataba de volver a ablandar con suspoderosos molares; la otra estabaocupada en preparar la comida.

Un olor nauseabundo reinaba enaquella pequeña habitación, dondealgunos lobos y pescados se pudríanpara que sus carnes se volvieran másexquisitas a los paladares esquimales.

—Ya tengo suficiente —dijoBrandok, que se sentía sofocado.

—Estos bravos habitantes del Polono han dado un paso adelante desde haceun siglo.

Dieron a los pequeños algunospuñados de galletas y volvieron

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rápidamente al aire libre, donde elmarinero del Narval les esperaba juntocon los otros viajeros que yademostraban estar satisfechos con lavisita. Un cuarto de hora despuésvolvían a entrar en la galería de la nave,contentos por encontrarse a resguardodel frío y la niebla.

El enorme bloque de hielo no estabaaun completamente deshecho, perofaltaba poco.

Un cartucho cargado de potenteexplosivo hizo volar lo que quedaba, yhacia las ocho de la mañana el Narvalvolvía a ponerse en marcha, con unavelocidad notable, siendo la llanura

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completamente lisa.Durante la jornada continuó su

carrera sin notables incidentes y hacialas cinco Brandok señalaba un gran hazde luz que atravesaba la niebla.

—Aquella es la estación deNettelling —dijo Holker—. Dentro depocos minutos subiremos al tranvíaeléctrico que nos llevará al Polo Norte.

No había transcurrido un cuarto dehora cuando el Narval ingresaba en uninmenso cobertizo iluminado por un grannúmero de lámparas, donde se movíanmuchas personas que fácilmente podíantomárselas por animales polares.

Allí se alzaba una alta construcción

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de madera de la que salían golpesruidosos, como si una de las máquinasestuviera en funcionamiento.

A lo lejos, en cambio, se divisabauna larga fila de lámparas queproyectaban un haz de luz un pocodiferente de la del radium; era unextraño fulgor, como si los hielosecharan chispas.

—¿Qué hay allí abajo? —preguntaron Brandok y Toby.

—El gran túnel que conduce al Polo—respondió Holker—. Una de las másgrandes maravillas de nuestro siglo.

—¡Ustedes han construido un túnelque llega al Polo! —exclamó el doctor.

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—¿Cómo querían llegar? ¿Connaves? Ustedes saben que hace cienaños también se hicieron pruebasdesastrosas. La grandiosa idea de llegaral Polo por medio de un túnel se ladebemos a un ingeniero compatriotanuestro. Este arranca de la orillaseptentrional de este lago, atraviesa lastierras de Baffin, pasa por el estrecho deLancaster que, como ustedes saben, nose deshiela nunca, ni siquiera en verano,luego atraviesa la isla de Devon, la deLincoln, la de Ellesmore y la de Grant, yllega al Polo, a los 2°28' de longitud.

—¿De qué está hecho ese túnel? —preguntó Brandok, cuyo asombro no

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tenía límites.—Con materiales que se encuentran

en el lugar y que no han costado ni undólar —respondió Holker.

—¿Con hielo? —dijo Toby.—Precisamente, un material muy

barato, mezclado con una pizca de salpara darles a los bloques mayorcohesión. El túnel tiene once pies deancho, ocho pies de alto, y sus paredestienen un espesor de dos metros y estánconstruidas con bloques de hielo de dospies de largo y medio pie de ancho. Suforma es la de un arco perfecto y estáiluminado con luz eléctrica para que lasparedes no puedan fundirse, como

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hubiera sucedido con las lámparas deradium.

—¿Cuánto tiempo emplearon paraconstruirlo? —preguntó Toby.

—No más de siete meses, trabajandoapenas cuatrocientos obreros. No creoque su costo haya superado losdoscientos mil dólares.

—¿Y no se derrite?—Eso es imposible, porque

comienza en una región donde eltermómetro incluso en junio y julio nomarca más de tres o cuatro grados bajocero. De hecho en catorce años quefunciona nunca se derrumbó ningunaarcada.

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—¿Y quién nos llevará al Polo?—Un coche eléctrico de

dimensiones extraordinarias, que marchasobre carriles. Aquí, en la estación, haymáquinas y dínamos poderosos y en elPolo hay uno de igual potencia.

—¿El túnel termina en el Polo? —preguntó Brandok.

—No, señor. Los rusos y losingleses construyeron después otro queparte de la colonia polar y desemboca alnorte de Spitzberg. Aquél, de vez encuando, sufre un derrumbe en ladesembocadura, dado que en esa isla elfrío no siempre es intenso. Pero lasreparaciones son fáciles.

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—Brandok —dijo Toby—, ¿qué medices?

—Que sigo soñando —respondió eljoven.

—Bajemos y ocupemos nuestroslugares en el tranvía eléctrico —dijoHolker—. Allí tomaremos el desayuno.

Al extremo del cobertizo habíaavanzado un coche enorme, de más deveinte metros de largo por dos y mediode ancho, todo cerrado con cristales queparecían tener un espesor extraordinarioy defendido por encima con una especiede jaula de acero destinada seguramentea resguardarlo de la caída de algún trozoque pudiera desprenderse de la bóveda

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del túnel.Tres lámparas de radium de gran

potencia lo iluminaban, o mejor, loinundaban de luz.

El interior estaba dividido en cincocompartimientos: salón comedor, baños,habitación con camas, sala de juego y delectura y una pequeña cocina.

Gruesas alfombras de fieltro estabanextendidas en el suelo y pesadas pielescubrían los catres que servían de camas.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamóBrandok, quitándose el tapado de piel yentrando al salón comedor donde ya seencontraban los viajeros alemanes eingleses que los habían acompañado en

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el Narval. ¡Qué dulce tibieza! No sediría que afuera el termómetro marca losveintidós grados bajo cero.

—Y qué elegantes son estoscompartimientos —dijo Toby, que ya loshabía recorrido.

—¿Cuándo llegaremos al Polo,señor Holker? —preguntó Brandok.

—No antes de las nueve de lamañana.

—¿Con el sol?—Usted habla del sol en esta

estación; el sol ya se ha puesto desdehace doce días y en el Polo hoy reinauna noche perfecta, incluso en plenomediodía.

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—Sí, es verdad, me olvidaba de queya estamos en otoño.

—A la mesa, señores míos, eimitemos a nuestros compañeros deviaje.

Se colocaron en una de las seismesitas que ocupaban el salón y sehicieron servir una comida abundante ysuculenta, suministrada por el cocinerodel tranvía polar, compuesta en su mayorparte de pescados excelentes, cocinadosde distintas maneras, que rociaron conexquisito vino blanco seco deCalifornia.

El coche, entretanto, ya habíapartido a una velocidad de ciento

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cincuenta kilómetros por hora,penetrando en el túnel polar.

Aquel túnel, formado todo debloques de hielo cementado con sal, eraverdaderamente maravilloso.

Cada cincuenta pasos una lámparaeléctrica de cuatrocientas bujías loiluminaba, haciendo brillarmaravillosamente las paredes, y cadaveinte kilómetros había una salidalateral, a través de las cuales se veíancasillas de madera habitadas por losvigilantes de la línea.

—¡Espléndida! ¡Espléndida! —Repetía Brandok, que se había sentadocerca del conductor fumando un buen

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habano—. Esta es por cierto la idea másgrandiosa concebida por los hombresdel 2000.

—Yo también lo creo así, señorBrandok —respondió Holker, que lohabía alcanzado, mientras Toby jugabauna partida de whist con dos ingleses.

—¿Y no hay peligro de que algunavez ocurra una catástrofe? Supongamosque en algún lugar el hielo cede y sedeshace por efecto de las presiones oque un pedazo de túnel se rompe. ¿Cómopodría, este coche, lanzado a semejantevelocidad, evitar el desastre?

—De un modo muy simple: sedetiene —dijo Holker riendo.

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—Pero no puede detenerse de golpe;no tendría tiempo.

—Pero el conductor lo podríadetener mucho antes si en la líneahubiese una interrupción que pudieracausar un desastre.

—¿De qué modo?—Adelante de nosotros tenemos una

máquina piloto que nos precede cincokilómetros y que corre con la mismavelocidad que nuestro coche.

Brandok lo miró como si no lohubiese comprendido.

—Mi querido señor —dijo Holker—, los constructores de esta línea hanprevisto los graves peligros que pueden

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amenazar a los viajeros justamente acausa de las presiones y la inestabilidadde los hielos, que se encuentran enmuchos puntos del océano; por eso hantratado enseguida de evitarlos.

—Algo que me parece difícil.—Para los hombres del 1900

probablemente sí, pero no para los del2000 —dijo Holker.

—Pero ¿qué han hecho?—Hacen que preceda al coche un

vagoncito que oficia de piloto.—¿Vacío?—Sí, señor Brandok, pero unido al

coche por medio de un cable eléctrico.Suponga ahora que el vagoncito,

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comparable por su armamento de hiloseléctricos a los tentáculos de que sesirven los peces ciegos para avanzar enlas profundidades tenebrosas o en lascavernas submarinas, choca con unobstáculo cualquiera y cae en algunarajadura abierta en los bancos de hieloque sostienen el túnel; inmediatamente elchoque es transmitido, por medio de lasconexiones eléctricas, al conductor denuestro vehículo, el cual, alarmado porun timbre, se apresura a detenerse. Esasí como se evita cualquier peligro. Seavisa enseguida a los hombresencargados de reparar el túnel, éstos setrasladan al sitio donde ocurrió el

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derrumbe o la rotura y solucionan elproblema. Puede viajar tranquilamente,señor Brandok, y también dormir, sintemer desastre alguno.

—Es un medio ingenioso —dijo eljoven.

—Y, sobre todo, seguro —respondióHolker—. Señor Brandok, vayamos aacostarnos. El tiempo pasará más prontoy cuando volvamos a abrir los ojosestaremos entre los anarquistas de lacolonia polar.

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LA COLONIA POLAR

Una sacudida más bien brusca, seguidade un tintineo de campanillas eléctricasy de unas voces más bien agudas,despertó al día siguiente por la mañanaa los viajeros, haciendo que bajaranprecipitadamente de sus cómodos catres.

El coche, después de una carreravelocísima que había durado toda lanoche, había llegado a la estaciónferroviaria del Polo Norte y se habíadetenido debajo de un larguísimocobertizo de madera, cerrado en unextremo por gigantescas puertas de

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vidrio e iluminado por un gran númerode lámparas eléctricas.

Muchas personas, bastante barbudas,envueltas en pieles de oso blanco, sehabían reunido alrededor del tranvíahablando distintas lenguas: español,ruso, inglés, alemán e incluso italiano.

Casi todos fumaban enormes pipasde porcelana, echando al aireverdaderas nubes de humo.

—Estamos en el Polo, amigos míos—dijo Holker tomando el equipaje.

—¿Y quiénes son esos hombres quenos miran de reojo? —preguntó Toby.

—Anarquistas peligrosos,provenientes de todos los países del

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mundo y condenados a terminar aquí susvidas.

—¡Qué triste existencia deben llevarentre estas nieves y estas tinieblas!

—Menos de lo que usted cree, tío —respondió Holker—. Cada jefe defamilia tiene una cabaña de maderasuministrada por su gobierno, biencalefaccionada con lámparas de radium.Pasan sus vidas cazando y pescando yno hacen malos negocios con el tráficode pieles. Y, además, de vez en cuando,reciben víveres y tabaco. Únicamenteestán prohibidos los licores.

—¿Y nunca se rebelan?—Los gobiernos mantienen aquí dos

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docenas de bomberos para tenerlos araya y el agua siempre está dentro de lasbombas. Ya les dije cuáles son losefectos del agua y qué espanto lesproduce a todos.

—¿Y son muchos los anarquistas queestán aquí?

—Un millar, y casi todos tienen conellos una compañera.

—¿Y los hijos que nacen?—Se los manda a Europa y a

América a estudiar y educarse parahacer de ellos ciudadanos laboriosos.Vamos al hotel «Genio Polar»: es elúnico que hay y no estaremos mal allí.

Salieron del cobertizo y se

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encontraron ante varios trineos tiradospor perros esquimales guiados porhombres que parecían osos marinos.

Subieron a uno y partieron a lacarrera a través de las calles del pueblo,que estaban cubiertas por una inmensacapa de nieve.

Aquellas calles eran amplias,iluminadas por lámparas eléctricas, puesdesde hacía algunos días habíacomenzado la noche polar, y estabanflanqueadas por casas de madera de unsolo piso, semisepultadas en la nieve.

Enormes montañas de hielo seelevaban alrededor del poblado yreflejaban la luz de las lámparas con un

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efecto maravilloso. Parecía como siesas casas estuviesen incrustadas endiamantes gigantescos. Aunque el fríoera tan intenso que hacía dolorosa larespiración, muchos habitantes paseabanpor las calles conversandoanimadamente, como si se encontrasenen un bulevar de París o en unaRingstrasse de Berlín o Viena.

El trineo, que era tirado por unadocena de perros de pelo larguísimo,cruza de zorro y lobo, atravesó, siemprecorriendo, distintas calles, levantandoen torno de los viajeros una espesanevisca, que casi inmediatamente secondensaba volviendo a caer bajo la

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forma de finas agujas de hielo, y sedetuvo finalmente delante de una casamás grande que las otras, pero de unsolo piso ella también, con su entradaprotegida por una galería de vidrio conmuchas puertas con el objeto de impedirla dispersión del calor.

—El hotel del «Genio Polar» —dijoHolker.

—¿El dueño de ella también es unanarquista? —preguntó Toby.

—Un terrible nihilista ruso quetreinta años atrás arrojó una bombacontra Alejo III, el emperador de Rusia.

—¿No nos hará volar para probaralgún nuevo explosivo? —preguntó

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Brandok.—Rogodoff se ha vuelto hoy un

verdadero cordero y creo que no tieneodios ni siquiera contra el emperadordesde que aquel poderoso renunció a laautocracia.

—¿Ha cambiado Rusia?—Hoy tiene una Cámara y un

Senado, como los demás Estados.—¿Por lo tanto ya no hay más

deportados a Siberia? —preguntó Toby.—Siberia se ha vuelto un país tan

civilizado como los Estados Unidos,Francia e Inglaterra, y ya no tiene ni unsolo deportado.

Entraron al hotel, que estaba bien

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calefaccionado por las lámparas aradium y decorado con cierta elegancia,con sillas acolchadas, mesitas cubiertasde manteles de papel de seda y vajillade lujo. Había adentro algunoshabitantes de la colonia y también variosesquimales, ocupados en tragarávidamente, no sin esfuerzo, jarros decerveza descongelada.

Eran tipos en verdad pocotranquilizadores, con barbasdescuidadas que les daban aspecto debandidos. Esto no impidió que saludarancortésmente en varios idiomas a losrecién llegados. Los tres amigos sesentaron a una mesita y se hicieron

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servir sopa de pemmican, hígado demorsa, narval asado y fruta helada y tandura que casi no podían morderla.

—Tampoco en el Polo se está mal—dijo Brandok sorbiendo una taza decafé bien caliente—. ¿Quién hubieradicho que cien años más tarde sehubiera podido comer en el Paralelo 90?Dígame, señor Holker, usted que haestado aquí otras veces, ¿qué hanencontrado de sorprendente en el Polo?

—Nada más que hielo y una montañaaltísima que parece un volcán apagado.

—¿Y en él se entrecruzan todos losmeridianos de nuestro globo?

—Y se esconde uno de los puntos

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cardinales de la Tierra —respondióHolker, bromeando.

—¿Y en el Polo Sur han abiertotambién un túnel? —preguntó Toby.

—Todavía no; pero nuestroscientíficos están estudiandocuidadosamente lo que convendrá hacertambién en el otro extremo del mundo.Hay una cuestión muy grave que valemucho más que un túnel y que preocupamucho.

—¿Y cuál es? —preguntaron Toby yBrandok.

—Buscan el modo de equilibrarnuestro planeta para liberar a nuestrosdescendientes de un cataclismo

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espantoso; en suma, de otro diluvio —dijo Holker—. Ese arduo problema nose resolverá en este siglo, pero seguroque en el venidero se hará algo.Comprendan que se trata de salvar cincocontinentes y centenares de millones devidas humanas.

—Explícate mejor —dijo Toby—.No te comprendo; ¿qué es lo que quierenintentar los científicos del 2000?

—Salvar al mundo, ya lo he dicho.—¿Quién lo amenaza?—Los hielos del Polo Sur.—¿De qué modo?—Desequilibrando nuestro globo.

En el Polo Sur se ha comprobado que

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los hielos, de un siglo a esta parte, hanhecho progresos sorprendentes,alcanzando la increíble altura de treintay siete kilómetros. No habiendo allílluvias, ni tampoco deshielosconsiderables, la nieve que cae setransforma en hielo compacto, el cualejerce una presión enorme, a pesar delas pérdidas a que está sujeto elcasquete helado por la dislocación desus masas, que, separándose de susmárgenes extremos, terminanperdiéndose en el océano Atlántico y enel Pacífico. Además, estando el agua deaquellos mares en el punto decongelación, como han podido

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comprobarlo nuestros viajeros,contribuye a aumentar la desmesuradamasa glacial resultante de las continuasnevadas.

—Entiendo —dijo Toby.—Desde hace millares y millares de

años, entonces, el casquete glaciar delPolo Sur, que no es más que una enormemontaña de hielo, no ha hecho sinoaumentar de tamaño, ocupando hoy díauna superficie de ocho millones demillas cuadradas, superficie casi igual atoda América del Norte. ¿Qué produciráese peso tan enorme? Un desplazamientode nuestro planeta similar al que ya tuvolugar hace veinticinco mil años,

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producido por la masa del casquete dehielo del Polo Ártico, y que arrojó sobrenuestro globo ese tremendo diluvio delque hablan los antiguos y del que hoytenemos pruebas evidentes. Con lacatástrofe antártica las tierrasseptentrionales terminaránindudablemente sumergidas para darlugar al surgimiento de las meridionalesque ahora se encuentran bajo el agua.

—¿Y los científicos actualesconsideran que esa catástrofe tendrálugar? —preguntó Toby.

—Ya nadie lo duda —respondióHolker—. El movimiento de las aguasdel Polo Sur está estrechamente

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conectado con el aumento gradual delcasquete de hielo austral y laconsecuencia de ello será que tresquintos de las aguas del globo se verándesplazados de su primitivo centro degravedad y prontos a lanzarse hacia elnorte. Entonces es fácil comprendercuán precaria y peligrosa es la situaciónde los habitantes del hemisferio norte.Nuestra salvación consiste en lacohesión de los ochenta millones dekilómetros cuadrados de hielo quegravitan sobre el Polo Austral. Mientrasá el casquete de los hielos no se rompa,las cosas seguirán como hasta ahora, conla presente distribución de tierras y

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mares; en el instante en que comience adeshacerse, la humanidad estaráperdida. La fragmentación de aquellaenorme masa de hielo tendrá comoefecto que la fuerza de gravedad seráinstantáneamente transferida a la parteseptentrional de nuestro globo y losfragmentos del casquete antártico, contoda el agua mantenida ahora en torno aella, se lanzarán con un ímpetuirresistible hacia el Polo Norte a travésdel océano Atlántico y el Pacífico.

—¡Qué momento será ése! —dijoBrandok—. Afortunadamente nosotrosya no viviremos, a menos que el amigoToby encuentre el medio para que

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vuelva a dormirnos durante algunossiglos.

—Una segunda prueba sería fatalpara nosotros —respondió el doctor.

—Señor Holker —preguntó Brandok—, ¿los científicos modernos hancalculado aproximadamente cuándopodría suceder esa tremenda catástrofe?

—Exactamente, no; pero es ciertoque la masa del casquete glaciar nopodrá prolongarse razonablemente másallá de cierto límite. Podría suceder lomismo dentro de mil años como dentrode diez.

—Si ocurriera, sería por cierto undesastre de proporciones —dijo Toby.

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—¡Imagínese, tío, el inmenso abismoque quedará abierto por eldesplazamiento de una masa de más decien millones de metros cúbicos!Descendiendo del Polo Sur, lagigantesca avalancha cavará un inmensosurco en los océanos, cuyas aguas selanzarían con ímpetu sobre Américameridional, África y Australia. Despuésde haber sepultado bajo masas enormesde hielo esos continentes, el diluvioatravesará el Ecuador, se lanzará sobreAmérica del Norte, sobre Europa ysobre Asia, destruyendo a su paso lavida y la obra del hombre. Donde en unaépoca se alzaban soberbios edificios y

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ciudades y florecían campos, habrá ladesolación más lúgubre, el másespantoso desierto.

—¿Y los científicos actuales piensanen cómo evitar tan terrible catástrofe?—preguntó Brandok.

—Estudian proyectos desde hacemuchos años —respondió Holker—.Este será el éxito más grande de laciencia del 2000.

—Se tratará de aligerar al PoloAustral de su propio peso —dijo Toby.

—Y lo que sobre, transportarlo alPolo Boreal —respondió Holker.

—¡Dios mío! —Dijo Brandok—.Ésa sí que es una empresa que me

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parece difícil.—Otros, y supongo que la cosa sería

más sencilla, proponen remolcar partedel inmenso casquete helado hasta elEcuador y dejar que allí se deshiele.

—¡Qué máquinas se necesitarían!—Y, sin embargo, ya verán que

nuestros científicos conseguiránmantener en equilibrio nuestro planeta ysalvar la humanidad.

—Después de todo lo que he vistohasta ahora, no lo dudo —dijo Toby—.¡Qué progresos ha hecho la ciencia enestos cien años! Es como para perder lacabeza.

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HACIA EUROPA

Durante tres días Holker y sus amigospermanecieron en la colonia polarrealizando excursiones por losalrededores con el trineo del hotel,visitando varias casas de los anarquistasy algún iglú esquimal, a pesar del fríoexcesivo que reinaba al aire libre y laprofunda oscuridad que se espesaba enlos desolados bancos de hielo de lasregiones polares.

Tuvieron que aceptar, con no pocaalegría, que aquellos colonos que un díahabían sido tan peligrosos se hubieran

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vuelto absolutamente pacíficos y tanmansos como corderos.

¿Era la influencia del frío o elaislamiento lo que había logrado eseprodigio en aquellos cerebrosexaltados? Probablemente las dos cosasjuntas.

Por cierto, no era algo placenterohablar de bombas, incendios y estragoscon un frío de cuarenta y cinco gradosbajo cero. Preferían fumar su pipa juntoa la lámpara de radium, gozando delcalor que despedía.

Como se ve, los gobiernos deEuropa y América habían tenido unaexcelente idea mandándolos a ese clima

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para que... se enfriaran.La mañana del cuarto día, mientras

Holker, Brandok y Toby bebían unahirviente taza de té, fueron advertidos deque durante la noche había llegado eltranvía eléctrico de Spitzberg y que sepreparaba para volver a Europa.

—Partimos, amigos —dijo Holker—. En invierno el Polo es pocoplacentero y considero que ya tienenbastante con nuestra estadía entre loshielos eternos.

—Preferiría encontrarme en unclima menos rígido —respondióBrandok—. No corre por mis venas lasangre ardiente de los anarquistas.

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—Tampoco por las mías —dijoToby.

—¿Cuándo llegaremos a Spitzberg?—preguntó Brandok.

—Dentro de sesenta horas, dado queel túnel europeo es más largo que elnorteamericano.

—¿Y después adónde iremos?—Nos embarcaremos en un barco

volador que hace el servicio entre lasislas e Inglaterra. Quiero mostrarles otramaravilla.

—¿Cuál?—Los grandiosos molinos del Gulf

Stream.—¿Qué serán?

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—Molinos, ya lo dije.—¿Para moler grano?—¡Oh, no!... Después iremos a

visitar una de las ciudades submarinasinglesas, donde fueron desterrados losmás peligrosos delincuentes del ReinoUnido. Aquí llegó el trineo; vamos,amigos.

Pagaron la cuenta, tomaron susequipajes y subieron al trineo del hotel,que era tirado por seis vigorosos perrosde Terranova, más robustos y obedientesque los de raza esquimal.

Un cuarto de hora después sedetenían bajo el cobertizo de la estacióneuropea que se encontraba al otro lado

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de la ciudad.Un coche, similar al de la línea

norteamericana, esperaba a los viajeros.También éste estaba dividido en

compartimientos y montado con lujo yelegancia.

Subieron y pocos minutos después eltranvía, precedido por la máquina pilotoque había partido cinco minutos antes,se introducía en el túnel construido aexpensas de las naciones septentrionalesdel continente, Rusia, Suecia, Noruega eInglaterra.

Tanto en sus dimensiones como en suforma no era muy diferente delnorteamericano.

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Sólo estaba un poco menosiluminado, pues las naciones europeasseptentrionales carecían de una fuerzaeléctrica similar a la norteamericana,porque no tenían nada semejante a lascataratas del Niágara.

Cincuenta horas después, los tresviajeros, que poco a poco habían vistodisiparse las tinieblas a medida que sealejaban del Polo, llegaban felizmente alas costas septentrionales de la mayorisla del grupo Spitzberg.

Habían costeado largo tiempo laGroenlandia septentrional; despuéshabían atravesado una parte del océanocubierto por inmensos bancos de hielo,

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llegando a la estación rusa.El túnel terminaba allí, pero la línea

continuaba hasta el puerto de Riurca.Con mucha sorpresa Toby y Brandok

vieron alzarse en la nevada costa deaquella bahía, cien años antes apenasfrecuentada por algunos balleneros y porcazadores de focas, edificiosimponentes, que eran hoteles destinadosa acoger en la estación veraniega a loseuropeos ricos.

El frío había hecho huir a loshoteleros y a sus huéspedes. Pero habíanquedado, en cambio, dos o tres docenasde pescadores de bacalao y algunosguardianes encargados de la vigilancia

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de los hoteles.Holker averiguó si el navío volador

inglés había llegado y obtuvo unarespuesta negativa. Veinticuatro horasantes un violento ciclón se habíadesencadenado en el Atlánticoseptentrional y probablemente habíaobligado al navío aéreo a refugiarse enalgún puerto de Noruega.

Era probable por lo tanto que nopudiera llegar ni aun al día siguiente,porque el cielo estaba muy cargado y elviento era violentísimo.

—Nosotros ya no tenemos apuro —dijo Brandok—. Aquí hace menos fríoque en el Polo.

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—Pero no hay hoteles abiertos enesta estación —respondió Holker—.Estaremos obligados a quedarnos en lasala de la estación o pedir asilo a algunafamilia de pescadores.

—Por nosotros no importa —declaró Toby.

No fue difícil ponerse de acuerdocon una familia mediante una modestacompensación. La casa estaba muylimpia, dado que sus propietarios erannoruegos, bien calefaccionada y provistade víveres.

—Aquí estaremos bien —dijoBrandok.

—Y tendremos mucha carne —

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observó Holker—, lo que al día de hoyno se puede encontrar en todo elcontinente.

—¿Carne de oso? —preguntó Toby.—Hace más de cincuenta años que

los osos desaparecieron —respondióHolker—. También en las regionespolares los animales salvajes se hanvuelto rarísimos. Aquí, en cambio, secrían muchos renos que después sonexportados a Rusia y a Noruega. A pesarde los largos inviernos y las fuertesnevadas, esos animales consiguenencontrar con qué alimentarse, buscandolos líquenes sepultados bajo el hielo.

—¿Y en verano esta gran isla está

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poblada? —preguntó Toby.—Es una estación de primer orden,

mi querido señor. Nunca llegan menosde cinco o seis mil personas.

—En nuestro tiempo bastaba con lasmontañas.

—Ésas sirven para los modestosburgueses.

—La línea polar debe hacer buenosnegocios en esa estación.

—Los viajeros acuden al Polo de amillones.

—¿Y estos pescadores qué hacenaquí?

—Esperan el paso de los grandescardúmenes de bacalao. ¿Saben que

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esos excelentes peces ya no frecuentanlas costas de Terranova?

—¿También ellos sintieron lanecesidad de novedades?

—Eso parece —respondió Holker—. Desde hace más de sesenta años nose dejan ver en las costas canadienses.Ahora frecuentan estos parajes, donde sedejan pescar fácilmente.

—¿Todavía se pescan con lanzas?—Esas son reliquias. Hoy las

gigantescas naves dotadas de motores deuna potencia extraordinaria vienen aquíy arrojan redes de cinco o seis millas delargo que son rápidamente remolcadas atierra. Bastan pocos días para poner fin

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a la estación de pesca, mientras quehace cien años duraba cuatro meses.

—¡Todo por la electricidad!... —exclamó Brandok—. ¡Cuántos cambiosen estos cien años! ¡Todo se hace a logrande!

—Si así no ocurriera, ¿cómo sealimentaría la humanidad? La pesca hoyse ha cuadruplicado y agradecemos a laProvidencia que haya poblado tanto losocéanos.

Se habían sentado ante una mesa muybien puesta por la mujer y las hijas delpescador. En ella humeaba un enormetrozo de reno asado, que fue declaradoexquisito.

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Devoraron después una abundantesopa de pescado, vaciaron algunas tazasde leche de reno y después, habiendocalmado el viento, hicieron unaexcursión por los alrededores de labahía con la esperanza de ver llegar a lanave aérea que debía conducirlos aEuropa.

Recién a las primeras horas del díasiguiente fueron advertidos por elpescador de que la nave aérea habíaaparecido en el horizonte.

Saborearon una taza de té y,llevando grandes abrigos de piel de oso,se precipitaron en dirección a la bahíapara disfrutar del espectáculo de la

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llegada.La nave voladora ya era visible y

surcaba el espacio majestuosamente,manteniéndose a ciento cincuenta metrosde los bancos de hielo que se extendíansobre el océano.

Se parecía a los ómnibus voladoresque ya Brandok y Toby habían visto enNueva York, pero más grande, con laplataforma más ancha, diez alas y cuatrohélices descomunales y timones dobles.Sobre ella se extendía una galería devidrio, reservada a los pasajeros,rematada por un poste con una antena;probablemente algún aparato eléctricopara la transmisión de telegramas

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aéreos.El navío, que avanzaba a gran

velocidad, estuvo muy pronto sobre labahía. Describió, a pesar del fuerteviento, una amplia curva, y fue a posarsesuavemente dentro de un recintoconstruido en una colinita que selevantaba a cien metros de la estaciónveraniega.

—Subamos enseguida —dijoBrandok, que los había seguido juntocon el pescador que llevaba las valijas—. El Centauro no se detiene más de uncuarto de hora, apenas el tiemposuficiente para entregar el correo ydesembarcar los víveres y el tabaco

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para los pescadores y los guardianes.Subieron a la colina, entraron al

recinto y se embarcaron, después dehaber comprado el pasaje.

A bordo de la nave aérea no habíamás que siete hombres: el comandante,dos maquinistas, dos timoneles, unsteward y un médico.

El interior de la galería estabadividido en cuatro compartimientos. Unoreservado a las máquinas y al equipaje;un cuarto de dormir subdividido enpequeños camarotes hechos con ligerasláminas de aluminio o de un metalsimilar; el tercero, salón comedor; elcuarto, biblioteca y sala de estar, con un

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órgano eléctrico para divertir a lospasajeros.

—¡Hermosísimo! —Habíaexclamado Brandok observando losvaliosos muebles que adornaban lassalas—. ¡Maravilloso!

—Y lo que más cuenta: es tan segurocomo las naves que surcan los océanos—señaló Holker.

—¿Cuándo llegaremos a Londres?—preguntó Toby.

—No antes de cuarenta y seis horas—dijo el comandante de la nave—.Primero debemos dirigirnos a las costasde Irlanda para dejar en la ciudadsubmarina a un peligroso delincuente

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que nos ha sido entregado por lasautoridades noruegas de Bergen y que essúbdito inglés.

—He aquí una buena ocasión paravisitar esa ciudad —dijo Holker— ytambién los grandes molinos del GulfStream. No creí que tendríamos tantasuerte.

—¿Tienen algo más para embarcar?—preguntó el capitán.

—Nada más, señor —respondióBrandok.

—Entonces partamos en seguida:está por desencadenarse un nuevo ciclóny no quiero detenerme aquí o tener querefugiarme en los fiordos de Noruega.

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Ya llevamos un retraso de dos días acausa de los huracanes.

El Centauro, a una orden delcomandante, había puesto en movimientolas dos poderosas máquinas y se habíaelevado doscientos metros, saludando ala población de la estación con silbidosagudos.

Dio dos vueltas a la bahía y despuésse lanzó hacia el sudoeste con unarapidez fantástica.

Delante de la bahía se extendíaninmensos bancos de hielo, surcados porcanales más o menos anchos que emitíanun resplandor intenso, casi cegador,debido al reflejo de toda aquella masa

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transparente. En la lejanía aparecía laespesa tinta azul del mar que indicabalas aguas libres del océano Atlántico.

Brandok, Toby y Holker, biencubiertos por sus abrigos de piel, sehabían sentado fuera de la galería, en losbancos de la proa, para gozar mejor delespectáculo.

La nave voladora, a pesar de sumole, se comportaba maravillosamentebien, compitiendo con las ágilesgaviotas y con los grandes albatros quela seguían o precedían. Mantenía unalínea rigurosamente recta, orientada porla brújula, sin disminuir su altura nisiquiera un metro.

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No era un globo, era una verdaderanave que obedecía a los movimientos delos dos timones que funcionaban comolas colas de las aves.

—Un descubrimiento asombroso —repetía Brandok, que respiraba a plenopulmón el aire helado y sin embargovivificante del océano—. ¿Quiénhubiera dicho que el hombre conseguiríacompartir con los pájaros el imperio delespacio? ¿Qué son los famosos cóndoresen comparación con estas navesvoladoras?

—¿Estas naves superan en velocidada los pájaros? —preguntó Toby.

—Los dejan atrás sin esfuerzo —

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respondió Holker.—¿También a las águilas de mar?—Esos son los únicos pájaros que la

superan, pudiendo volar a ciento sesentakilómetros por hora.

—¿Y los albatros? —preguntóBrandok.

—Aunque tienen una amplitud dealas que promediando va de cuatro acuatro metros y medio, no puedencompetir con las águilas de mar.

—¿Entonces estas naves voladorasrecorren?...

—Ciento cincuenta kilómetros porhora —respondió Holker.

—¡Y pensar que en nuestros tiempos

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estábamos orgullosos de nuestrostorpederos que conseguían andar aveinticuatro o veinticinco millas porhora! —Observó Toby—. ¡Quéprogresos! ¡Qué progresos!

—Dígame, señor Holker —intervinoBrandok—. ¿Qué velocidad alcanzan lasnaves modernas?

—Cincuenta y aun sesenta millas —respondió el interrogado.

—¿Qué máquinas emplean?—Movidas por la electricidad.—¿Y su forma es la misma que

tenían en nuestra época?—Juzguen ustedes mismos. Allí

abajo hay una nave que probablemente

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viene de la isla de los Osos. ¿Les pareceque se asemeja a las que recorrían losocéanos hace cien años?

Brandok y Toby se habían levantadocon vivacidad mirando en la direcciónindicada por Holker, y vieron delinearseen el horizonte una especie de husolarguísimo que navegaba sobre las olascon extrema rapidez, sin dejar señalalguna de humo.

—Es el Tangaroff —dijo Holker—.Viene del mar Blanco y se dirige aIrlanda. Una hermosa nave, se los digoyo, que anda como un tiburón. Su proano les tiene miedo a los hielos.

—En efecto, ese barco no se parece

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a los que en nuestra época surcaban losmares —dijo Brandok cuando el capitánse alejó—. ¿Los han modificado losconstructores del 2000?

—En gran parte, para obtener unamayor velocidad y menos balanceo ycabeceo —dijo Holker—. Le han dadoal casco una forma de cigarro muyafilado hacia la proa, y la cubierta casidesapareció, y sólo hay lugar para unatorre destinada a los timoneles. Comopueden ver, las naves modernas estáncasi totalmente sumergidas y cerradas enla cubierta de modo que en lastempestades las olas pueden golpearlasin producir ningún inconveniente.

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—¿Saben a qué me recuerda laforma de estas naves? A los buquessubmarinos que comenzaban a usarse ennuestros tiempos.

—Sí, es verdad —confirmó Toby—.¿Y cómo avanzan? ¿Tienen hélices?

—Sí, y ruedas también. Bajo elcasco y dentro de lugares adecuadostienen ocho, diez e incluso doce, que aveces ayudan poderosamente a la hélicede popa —dijo Holker—. Con estedoble sistema, que recuerda un poco alde los antiguos piróscafos, nuestrosingenieros navales han podido dar anuestras naves una velocidad decincuenta y a veces sesenta millas por

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hora.—¿Y usted me había dicho que no se

balancean ni cabecean?—El mareo ahora es casi

desconocido en los piróscafos modernosy ni siquiera las más formidables olasconsiguen sacudirlos.

—¿Y por qué? —preguntó Toby.—Porque sus costados están

cubiertos por una pintura grasa que, aldesplazarse lentamente sobre el agua,produce el mismo efecto que el aceiteusado por los balleneros en lastempestades.

—¡Qué cosas han inventado estoshombres del 2000! —exclamó Brandok.

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—Muchas cosas, y utilísimas —respondió Holker sonriendo.

—¿Y hay barcos de vela aún? —preguntó Toby.

—Desde hace setenta años no se veninguno. Miren aquella nave y díganmesi no vale mucho más que aquellas enlas que navegaban hace cien años.

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NAVES VOLADORAS YMARÍTIMAS

El Tangaroff en ese momento se cruzabacon el navío volador, pasándole a babor.Era un huso enorme todo de acero, demás de ciento cincuenta metros de largo,con la proa agudísima, y con unaanchura en el medio de unos quincemetros.

Estaba cubierto por completo, conun gran número de ventanas en lacubierta, protegidas por vidrios quedebían tener un gran espesor.

En medio se erguía una torre también

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de metal, de cuatro metros de alto, encuya plataforma estaban sentados, cercade la rueda, dos timoneles. Detrás selevantaba un poste para la telegrafíaaérea.

Andaba velozmente, casi sinproducir ruido alguno, dejando detrás desí una estela blanquísima que parecíaaceitosa.

Más que una nave parecía uncachalote nadando a toda velocidad.

En el momento en que pasaba pordebajo del Centauro, el aparatoeléctrico de esta nave dejó oír un ligerotintineo y registró un despacho expedidopor los timoneles del Tangaroff.

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Era un cordial «buen viaje» queenviaban a los navegantes del aire, juntocon la noticia de que los hielos habíaninterrumpido la navegación por el marBlanco.

—¡Hermosa! ¡Espléndida! —exclamó Brandok, que seguía con lamirada al veloz piróscafo.

—¿Cuándo llegará a Islandia?—Mañana por la noche —respondió

Holker.—¿A pesar de los hielos?—Nuestros barcos se ríen de los

hielos. Los atacan a golpes de espolón ylos disgregan sin importar el espesorque tengan. Son verdaderos arietes, de

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una potencia inaudita.—Sobrino mío —dijo Toby—, ¿qué

ha sido de los barcos submarinos que ennuestro tiempo daban tanto que hablar?

—Desde que las guerras sonimposibles, casi han desaparecido.Todavía hay algunos que sirven para lasexploraciones submarinas y pararecuperar las riquezas perdidas en elfondo de los mares.

—¿Y el canal de Panamá? —preguntó Brandok.

—Fue concluido hace ochenta ycinco años, mi querido señor.

—¿Aquella gran empresa fuellevada a término?

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—Y por nuestros compatriotas; y sehan realizado otras para acortar el viajede las naves. El istmo de Corinto, queunía Morea con Grecia, también fuecortado; el de la península de Malacatambién, y ahora se está realizando otragran obra.

—¿Cuál?—El gran desierto del Sahara está

por transformarse en un mar accesibleincluso por las más grandes naves.Trabajan allí desde hace cinco años ydentro de cinco o seis meses tambiénesa obra estará concluida.

¿Qué queda por hacer ahora? —preguntó Brandok.

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—Mantener el mundo en equilibrio,ya se los dije —respondió Holker—, yesperemos que nuestros científicos loconsigan. La campana nos llama paradesayunar; este aire marino me haabierto un apetito de lobo. Imítenme,amigos; después se sentirán mejor.

Mientras pasaban al salón comedor,la nave voladora continuaba su carrerahacia el sudoeste, devorando el espacioa una velocidad de ciento veintekilómetros por hora.

El océano seguía cubierto degrandes bancos de hielo y también deenormes icebergs que proyectabanreflejos enceguecedores.

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Aquí y allá se divisaban canales,dentro de los cuales se veía algunararísima foca, una de las pocas quehabían conseguido huir de la destrucciónde los pescadores noruegos y rusos.

Los tres amigos estaban por terminarsu desayuno, simple pero abundante,cuando oyeron la sirena proveniente delaparato eléctrico, y poco después vieronaparecer al capitán con el ceño fruncido.

—¿Ha recibido alguna mala noticia,comandante? —preguntó Holker.

—Me telegrafiaron de la estaciónescocesa del cabo de York diciéndomeque desde hace dos días, cerca de lasislas Británicas, se ha desencadenado un

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furioso huracán —respondió el capitán—. Se anuncia un pésimo invierno esteaño.

—¿Estará obligado a refugiarsenuevamente en las costas noruegas?

—No quiero perder más tiempo;desafiaré al ciclón.

—¿Resistirá su nave? —preguntóBrandok.

—No se inquieten, señores; miCentauro ha sido construido con acerode primera calidad.

No habían transcurrido tres horascuando ya el huracán anunciado por laestación escocesa se hacía sentir en losparajes por donde marchaba el navío

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aéreo.El cielo se había oscurecido y

vientos impetuosos, verdaderas ráfagasmarinas que venían del sur, embestíanpoderosamente las alas y las hélices delCentauro.

El océano se rompía en olas que sevolvían rápidamente en gigantes, y quedisgregaban con mil estrépitos losbancos de hielo que venían de la isla janMayen. El comandante había dado laorden a sus maquinistas de aumentar lavelocidad, esperando poder evitar asílos ataques del ciclón, y a los timoneles,de que se dirigieran hacia el oeste paraevitar el centro del huracán. Sin

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embargo el Centauro sufría sobresaltosimprevistos y a veces era impotente pararesistir las ráfagas. Más de una vezhabía sido arrastrado por algún trechohacia el norte, a pesar de los esfuerzosde las alas y las inmensas hélices.

—¿Caeremos al mar? —preguntóBrandok, que se había colocado detrásde los vidrios del compartimiento deproa.

—Aunque eso sucediera, nosharíamos poco daño —respondióHolker.

—¿No nos hundiremos?—En absoluto, mi querido señor.

Nuestros ingenieros pensaron en

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semejantes desgracias y les han puestoremedio.

—¿De qué modo?—¿No observaron que la parte

inferior de la plataforma es casi esféricacomo los de los botes y los barcos, yque también tiene una quilla? En elinterior hay cajas de aire que impediríanque el Centauro se sumergiera.

—¡Así que estas naves voladoras, encaso de necesidad, pueden transformarseen barcos! —exclamó Toby con estupor.

—Y perfectamente navegables, tío—respondió Holker—, porque la popaesconde dentro de un hueco una hélicede metal que funciona con la misma

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máquina que pone en movimiento lasalas. Como ven, ningún peligro nosamenaza y aunque cayéramos podríamosllegar igualmente a Inglaterra.

—Es para volverse loco —dijoBrandok—. Estos hombres modernoshan pensado en todo y hanperfeccionado todo.

Mientras tanto el huracán aumentabaa medida que el Centauro avanzaba.

El viento se había desencadenadocon un estrepitoso acompañamiento deaullidos, silbidos y mugidos, soplandoora de sur a norte y ora de este a oeste,como si Eolo se hubiese vueltocompletamente loco.

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El espectáculo que ofrecía el océanodesde esa altura era espantoso y almismo tiempo admirable.

Montañas de agua, negras como sifueran de tinta, y con las crestas encambio blanquísimas y casifosforescentes, se movían en todasdirecciones, montándose unas sobreotras y alzándose a gran altura.

Se formaban abismos profundos queinmediatamente después se llenabanpara volver a abrirse, y de los cualessalían rugidos formidables, producidospor el choque tumultuoso de las aguas.

Durante todo el día el Centauroluchó vigorosamente, ora elevándose,

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ora bajando, a menudo empujado fuerade su ruta, y cuando cayó la noche seencontró envuelto en una niebla tandensa que las lámparas de radium noconseguían atravesarla.

—He aquí otro peligro, y tal vezmayor —dijo Brandok.

—¿Por qué? —preguntó Holker.—Si el Centauro se encontrase con

otra nave aérea que avanzara en sentidocontrario, ¿quién conseguiría salvarsede una colisión entre dos máquinasimpulsadas a una velocidad de cientoveinte a ciento cincuenta kilómetros porhora?

—No tema —dijo Holker—. Eso

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puede suceder en una ciudad donde lasmáquinas voladoras son numerosas y seencuentran por todas partes; no en elmar.

—¿Y por qué no?—Cada nave voladora está provista

de un eófono.—¿Y qué clase de bicho es ese

eófono?—Un simple y sin embargo

preciosísimo aparato formado por dosembudos receptores de sonido,separados entre ellos por un diafragmacentral. Estos dos embudos se aplican alos oídos del timonel y cuando seencuentran en la dirección de las ondas

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sonoras emitidas por un cuerpocualquiera, producen un ruido de lamisma intensidad y son tan sensibles queregistran las vibraciones másimperceptibles. Supongan ahora que unanave voladora se acerque a nosotros. Elruido que producirá desplazando lamasa de aire y las vibraciones de lasalas se transmite inmediatamente a losembudos de nuestro timonel. ¿Qué haráentonces? Envía un telegrama que esrecibido por la otra nave por medio desu aparato eléctrico. Ambos se detieneny se desvían, y así desaparece cualquierpeligro de choque. ¿Qué me dice ahora,señor Brandok?

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El joven sacudió la cabeza, sinresponder.

Durante toda la noche el huracán nocesó de arreciar un solo momento. Elviento había girado hacia el oriente eimpulsado al Centauro bastante lejos desu ruta, arrastrándolo en medio delocéano Atlántico.

A mediodía, cuando el capitán,aprovechando un rayo de sol, pudotomar altura, vio que habían dejado atrásEscocia algunos centenares de millas.

—Por el momento debemosrenunciar a la esperanza de atracar enInglaterra —dijo a Holker, que lointerrogaba—. El viento nos arrastra

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como si mi Centauro se hubiese vueltoun velero, y no sería prudente tratar deofrecerle resistencia.

¿Y dónde iremos a terminarnosotros?

—¿Los asusta un vuelo en medio delAtlántico?

—No, siempre que el viento no noshaga volver a Norteamérica. Queremosvisitar las grandes capitales de losEstados europeos antes de volver aNueva York.

—Cuando el ciclón se calmevolveremos a emprender la marchahacia Inglaterra. En Liverpool tomaránun tren o un barco que va a Londres. No

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se trata más que de algunos días deretraso. Este viento terminará porcambiar.

El capitán se equivocaba.El huracán sopló con fuerza extrema

durante los días siguientes, poniendo enserio peligro varias veces al Centauro,cuyas alas poco a poco se desgarraban.

La mañana del tercer día, cuando yaempezaba a ceder la furia del viento, elcapitán advirtió a los viajeros que serefugiaran en la galería para no serarrastrados por las olas.

—¿Bajamos al mar? —preguntóHolker.

—Sí, señor —respondió el

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comandante—. El Centauro se sostieneen el aire con mucho trabajo, y antes decaer de un modo imprevisto prefierodescender.

—El océano está revuelto —observó Brandok.

—El armazón de la galería es de unasolidez a toda prueba y los vidriostienen un espesor de cinco centímetros.Las olas no conseguirán romperlosjamás. Nos convertiremos en marinerosdespués de haber sido pájaros. Nosotrosya no nos mareamos.

Entraron en la galería junto con latripulación y el comandante, ya que lostimones se podían manejar desde el

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interior, y el Centauro descendiólentamente en medio de las olas.

Brandok, Toby y también Holker, porun momento, creyeron que podíanterminar en el fondo del Atlántico.

Apenas la nave voladora se posósobre las aguas sufrió una serie desobresaltos y cabeceos tan espantososque temieron que volcase para noenderezarse nunca más.

Pero apenas las dos hélices se acerosalieron de sus huecos y se pusieron enmovimiento, el Centauro volvió aadquirir estabilidad y se puso en marchacomo un piróscafo cualquiera, subiendoy bajando con las olas.

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Las cajas de aire que se encontrabanen el casco lo manteníanmaravillosamente a flote, mejor que unbote vacío. Pero ¡qué sobresaltos sufríaa veces! ¡Y qué golpes de mar debíasoportar la galería! Las olas seprecipitaban sobre ella con una furiaincreíble, haciendo temblar losarmazones. ¡Ay de todos si los cristalesse hubieran roto! Ni una sola de laspersonas encerradas allí hubiera salidoviva.

—¡Por amor de Dios! —murmurabaBrandok, que se mantenía agarrado a unade las barras de la galería para poderresistir mejor las sacudidas—. He aquí

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una emoción que hace poner la piel degallina. Señor Holker, ¿no terminaremosacaso nuestro viaje cayendo de cabezaen los abismos del Atlántico?

—No tenga miedo; estas naves estánmaravillosamente construidas y puedenresistir también en el mar las olas másviolentas. ¿No ve qué tranquilos estánlos maquinistas y los timoneles? Poresto puede comprender que seconsideran perfectamente seguros.

—¿Y nosotros dónde nosencontramos? —preguntó Toby.

—A no menos de cuatrocientas oquinientas millas de las costas deEspaña —respondió el capitán, que lo

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había oído.—¿De España dijo? De Inglaterra

querrá decir.—No, señor. El viento, después de

habernos alejado de las costas inglesas,nos ha arrastrado hacia el sur, endirección a las Islas Canarias.

—¿Y volveremos a Europa? —preguntó Brandok.

—Mi pobre Centauro ya no podrávolver a emprender vuelo. Miren cómolas olas destrozan las alas y las hélices.Pero no se preocupen; nos desplazamosa una velocidad de cuarenta millas porhora, ya que las máquinas no estánestropeadas. Dentro de dos días

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llegaremos a Lisboa o a Cádiz, y en esospuertos encontrarán muchos barcos ynaves voladoras que los llevarán directoa Inglaterra.

—¿Así que —dijo Brandok—estaremos obligados a cruzar el GulfStream para volver a Europa?

—Así es —respondió el capitán.—¿Tendremos ocasión de ver los

famosos molinos?—Quisiera dirigirme antes al

número siete para ver si puedodeshacerme del bandido que estáencerrado en el último camarote, y queustedes todavía no han visto. Esa isla seencuentra a veinticinco millas de la

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ciudad submarina portuguesa deEscarios; podría ahorrarles un paseoinútil hasta allí.

—No, señor capitán —dijo Holker—. Mis amigos todavía no han visto unode esos refugios de los peoresdelincuentes del mundo. Estamosdispuestos a pagar pasaje doble y ahacerle un buen regalo si nos lleva hastaEscarios.

—Está bien —respondió el capitándespués de dudar un poco—. Quién sabesi no encontraré allá algún mecánico quepueda arreglar las alas y las hélices demi Centauro.

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LOS MOLINOS DELGULF STREAM

Dieciocho horas después, el Centauro,que no había dejado de avanzar, entrabaen la corriente del Gulf Stream, cientoveinte millas al norte de la isla deMadera, y, lo que más importaba,llegaba con un tiempo espléndido, yaque el ciclón había desaparecido desdeel día anterior.

Como se sabe, el Gulf Stream es unrío gigantesco que corre a través delocéano Atlántico, sin confundir susaguas con las del mar, que lo rodean por

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todas partes.En ninguna otra parte del globo

existe una corriente tan maravillosa.Tiene un curso más rápido que elAmazonas y más impetuoso que elMississippi, y el caudal de estos dosríos, juzgados como los más grandes delmundo, no equivale ni a la milésimaparte del volumen de agua que conducediariamente aquella corriente.

Este río del mar —como lo llamancon justicia los navegantes— tiene suorigen en la inmensa agrupación deescollos y escolleras que constituyen elarchipiélago de las islas de lasBahamas, en el mar de las Antillas;

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recorre todo el golfo de México, selanza a través del océano Atlántico, subeprimero hacia el norte, luego gira haciael oeste, toca las costas de Europa,conservando intactas sus aguas cálidasque arrastra consigo en un trayecto demillares y millares de leguas.

—Ahora van a ver otro de losmaravillosos inventos de nuestroscientíficos —dijo Holker apenas elCentauro se encontró en las aguas delGulf Stream—: el aprovechamiento quelos hombres del 2000 han logrado deesta corriente que hace cien años habíasido pasada por alto. Parece imposibleque los científicos de entonces no se

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hayan ocupado nunca de la inmensafuerza que encierran estas aguas.

—¿Qué han hecho con este río delmar? —Preguntó Toby—. Me hashablado de molinos.

—Sí, es verdad, tío —respondióHolker.

—¿Para qué sirven?—Tío —dijo Holker—, como usted

sabe todas nuestras máquinas funcionancon electricidad, por lo tantonecesitamos una fuerza enorme paranuestros gigantescos dínamos. Américadel Norte tiene las famosas cataratas; ladel Sur, sus numerosos ríos. Europacuenta con pocos ríos y míseras

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cataratas, absolutamente insuficientes.¿Qué han pensado entonces loscientíficos de ese continente?Recurrieron al océano y pusieron losojos en el Gulf Stream. ¡Qué fuerzainmensa se podría sacar de ese río delmar! Han hecho construir enormes islasflotantes, hechas con chapas de acero,provistas de ruedas colosales parecidasa las de los antiguos molinos, y lasremolcaron hasta el Gulf, anclándolassólidamente. Hoy día hay más dedoscientas escalonadas cerca de lascostas europeas y otras tantas enMéxico, encargadas de suministrar, casisin gasto alguno, la fuerza necesaria

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para las fábricas de América Central ytambién las de las costas septentrionalesde la Guayana, Venezuela, Colombia yBrasil.

—¿Y cómo se transmite esa fuerza?¿Mediante cables aéreos?

—No, tío, con cables submarinos,parecidos a los que antiguamente usabanustedes para la telegrafía transatlántica.

—¿Qué rapidez desarrolla lacorriente del Gulf Stream? —preguntóBrandok.

—De cinco a ocho kilómetros porhora —respondió Holker.

—¿Y esas islas pueden resistir a loshuracanes?

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—Están sólidamente ancladas, yademás, aunque se rompieran lascadenas, los hombres encargados de lavigilancia de los molinos no correríanningún peligro, dado que esas islas, omejor, esas grandes boyas, soninsumergibles.

—¿Y cuánta fuerza puedesuministrar cada una de ellas?

—Un millón de caballos de fuerza.—¡Qué cosa no han utilizado estos

hombres! —Exclamó Toby—. Hasta lacorriente del Gulf Stream, a la que no ledaban otra importancia que la dedifundir un benéfico calor en las costasde Irlanda y Escocia. ¡Qué hombres!

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¡Qué hombres!—Señor Holker —dijo Brandok—,

¿ha sufrido alguna desviación lacorriente del Gulf Stream en estos años?

—¿Por qué me hace esa pregunta?—Porque en nuestra época se temía

que la apertura del canal de Panamápudiera producir algún desplazamientoen la corriente a causa del empujeprovocado por las aguas del Pacífico.

—Ninguna, señor mío —respondióHolker—. ¿Quién podría hacer desviarsemejante río que tiene un ancho que vade catorce a cuarenta kilómetros y unaprofundidad de setecientos metros?

—¿Entonces las costas inglesas

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continúan recibiendo los benéficosefectos del calor que despide lacorriente?

—Si así no fuese, Irlanda, Escocia yaun Inglaterra se habrían transformadoen tierras polares, ya que están en lamisma latitud que Siberia.

—¡La isla número siete! —se oyógritar en aquel instante.

—He aquí el molino másimpresionante de Inglaterra —dijoHolker.

Habían salido apresuradamente de lagalería, lo que podían hacer sin correrningún peligro, dado que el mar yaestaba tranquilo. A tres o cuatro millas

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hacia el norte se di—visaba una altaantena, que se levantaba sobre una torrede forma redonda pintada de rojo.

—La antena para la telegrafía aérea—dijo Holker.

—¿Todos los molinos tienen una? —preguntó Brandok.

—Sí, por precaución. Si unatempestad arrastra a la isla flotante, seavisa a la estación más cercana con undespacho y los más poderososremolcadores disponibles acuden parallevarla a su lugar.

El Centauro, que avanzaba veloz,ayudado también por la corriente delGulf Stream, que se desplazaba en su

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misma dirección, y que en aquel sitiocorría a tres millas y media por hora, enpoco tiempo se encontró en las aguas delmolino número siete.

Como Holker ya había dicho, erauna enorme boya hecha con chapas deacero, de forma circular, con unacircunferencia de cuatrocientos metros,dotada en el centro de cuatro inmensasruedas que la corriente hacía girar connotable velocidad.

Entre las ruedas se levantaban cuatrohabitaciones, todas de hierro y con unsolo piso, dotadas de pararrayos,destinadas una como depósito devíveres y las otras a los guardianes.

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Cuatro escalerillas llegaban hasta elmar, y cada una de ellas estaba provistade una grúa que sostenía un bote.

Los guardianes, una docena depersonas, viendo acercarse a la mutiladanave voladora, se habían apresurado apreguntar si necesitaban alguna ayuda.

Cuando recibieron una respuestanegativa invitaron a los viajeros a subira la isla y visitar sus habitaciones y lamaquinaria destinada a transmitir aInglaterra la fuerza producida por lasgigantescas ruedas.

La minúscula isla estabaescrupulosamente limpia. Habíapequeñas calles flanqueadas por cajas

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de hierro llenas de tierra en las quemaduraban coliflores, zapallos,zanahorias y otros vegetalescomestibles, y donde terminaban desecarse, colgados de cuerdas, grandespescados recogidos en la corriente.

—¿Cómo están? —preguntóBrandok a uno de los guardianes que lesservía de guía.

—Muy bien, señor.—¿No se aburren en este

aislamiento?—Para nada, señor. Siempre hay

algo que hacer aquí, y además nosdedicamos a la caza y a la pesca, ya quevienen aquí numerosos pájaros marinos

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que nos suministran unos asadosexcelentes. Además, todos los meses elgobierno inglés nos manda una navepara proveernos de víveres y de todo loque necesitamos. Como si eso fuerapoco, todos los años tenemos un mes devacaciones, que pasamos en nuestrapatria. ¿Qué más podemos desear?

—¿Y las tempestades?—¡Oh!, nos reímos de ellas; no

turban para nada nuestros sueños.Los tres amigos se quedaron algunas

horas en la gran isla flotante y vaciaronalgunas botellas con los guardianes;después, hacia las cuatro de la tarde, elCentauro reemprendió su carrera hacia

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las costas de Europa para desembarcaral bandido en la ciudad submarina deEscarios.

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LA CIUDAD SUBMARINA

El Centauro avanzaba sin ningunadificultad, como un verdadero piróscafo,flotando magníficamente en el océano,que seguía calmo después del últimociclón.

Por cierto, no podía competir conlos verdaderos transatlánticos, dotadosde una velocidad extraordinaria, pero notenía nada que envidiarles a los de unsiglo antes, a los que hubiera podidovencer en la carrera.

Brandok y Toby se divertíaninmensamente con ese viaje marítimo.

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Paseaban horas y horas en la galería,donde se encontraba un pequeño puentede metal que iba de proa a popa;respirando a todo pulmón la salobrebrisa marina, fumaban excelentescigarros que les regalaba el capitán y,sobre todo, hacían honor a las comidas,porque los dos tenían un apetitoenvidiable. Y se encontraban muchomejor porque ya no experimentaban esosextraños malestares y esos sobresaltosnerviosos que los habían inquietado unpoco cuando pasaban sobre las grandesciudades norteamericanas y sobre lasgigantescas turbinas de las cataratas delNiágara.

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Holker no los dejaba un minuto,discutiendo animadamente sobre futurosy extraordinarios proyectos que estabanestudiando los científicos del 2000,dándoles explicaciones acerca de milcosas que todavía no habían podido verla raíz de la rapidez con que efectuabanel viaje.

—Señor Holker —dijo Brandokdespués de una comida mientrastomaban café en el puente de la galería—, ¿cómo encontraremos Europa?¿Como hace un siglo, o ha habidocambios políticos en los distintosEstados?

—Sí, ha habido muchos cambios, y

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eso para mantener la paz entre losdistintos pueblos, eliminando de esaforma las guerras para siempre —respondió el sobrino de Toby.

—¿Qué sucedió con la granInglaterra?

—Hoy es una pequeña Inglaterra,pero siempre rica y muy industriosa.

—¿Por qué dice pequeña?—Porque ya ha perdido todas las

colonias, separadas poco a poco de lamadre patria. Canadá es un Estadoindependiente; también Australia. Áfricameridional ya no tiene nada en comúncon Inglaterra. Incluso la India formaahora un Estado aparte.

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—¿Así que el gran imperiocolonial?... —preguntó Toby.

—Sí, ha quedado completamentedesmembrado —respondió Holker.

—¿Sin guerras?—Todas las colonias se habían

unido en una liga para declararseindependientes el mismo día, y aInglaterra no le quedó otra posibilidadque resignarse a perderlas.

—Ya en nuestros días el imperiocomenzaba a quebrantarse —dijoBrandok—. ¿Y Rusia?

—Perdió la Siberia, que también sevolvió independiente, con un rey quepertenece a la familia rusa. Austria

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perdió sus archiducados alemanes yHungría, que volvió a conquistar suindependencia, ahora ocupa la Turquíaeuropea.

—¿Y los archiducados?—Fueron asimilados por Alemania,

mientras que Istria y el Trentino fueronrestituidos a Italia junto con las viejascolonias venecianas de Dalmacia.

—¿Así que Italia?...—Hoy es la más poderosa de las

naciones latinas, habiendo recuperadotambién Malta, Niza y la isla deCórcega.

—¿Y Turquía?—Ha sido definitivamente arrojada

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al Asia Menor y a Arabia, y no haconservado en Europa más queConstantinopla, ciudad que eraambicionada por demasiadas naciones, yque podía volverse una causa peligrosade discordia permanente. ¡Ah! Meolvidaba de decirles que ha surgido unnuevo Estado.

—¿Cuál?—Polonia, formado por las

provincias polacas de Rusia, Austria yAlemania. Hace cincuenta años Europase agitaba peligrosamente, amenazandocon una guerra espantosa. Los monarcasy los jefes de las repúblicas pensaronentonces en distribuir mejor el mapa

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europeo mediante un gran congresocelebrado en La Haya, sede del arbitrajemundial. Allí se convino restituir atodos los Estados las provincias que lespertenecían por derechos geográficos ehistóricos y de crear uno nuevo, Polonia,que amenazaba con desencadenar unaguerra entre Rusia, Austria y Alemania.Así se aseguró la paz, gracias a lapoderosa intervención de lasconfederaciones norteamericanas y delas antiguas colonias inglesas, queobligaron a las obstinadas naciones aperder una parte de sus posesiones.Ahora reina una paz absoluta desde hacediez lustros en el viejo continente

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europeo.—¿Y quién regula las cuestiones que

pudieran surgir?—La Corte arbitral de La Haya,

reconocida en la actualidad por todaslas naciones del mundo. Por otra parte,como ya les dije, hoy una guerra seríaimposible y conduciría al exterminio delas dos naciones beligerantes.

—¡Oh! —exclamó en ese momentoToby, que se había levantado—. ¡Se estáalzando la luna! Nunca la vi tan grande.¿Es que hasta el satélite se hamodificado?

Holker también se había puesto depie.

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La oscuridad había comenzado ainvadir el horizonte y hacia el oriente seveía brillar a flor de agua un mediodisco de dimensiones gigantescas, queproyectaba a su alrededor una luzintensa ligeramente azulada.

—¿Toma aquello por la luna? —Exclamó Holker—. Se equivoca, tío.

—¿Qué puede ser?—La cúpula de la ciudad submarina

de Escario.—Quisiera saber por qué han

fundado ciudades submarinas que debenhaber costado sumas enormes.

—Simplemente para desembarazar ala sociedad de los seres peligrosos que

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turbaban su paz. Cada Estado posee una,lo más lejos posible de sus costas, ymanda allí la escoria de la sociedad: losladrones empedernidos, los anarquistasmás peligrosos, los homicidas mássanguinarios. — ¿Con un gran númerode guardias?

—Ni uno solo, mi querido tío.—Entonces se matarán entre ellos.—Todo lo contrario. Saben que al

más mínimo desorden que surja, laciudad será hundida sin misericordia.Esa amenaza ha producido efectosinesperados. El miedo doma a las fieras,que terminan por amansarsecompletamente.

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—¿Y quién los gobierna?—Es asunto de ellos. Ellos eligen

sus jefes, y parece que hasta ahora reinaun acuerdo admirable en esos presos.Además hay otra cosa que contribuye avolverlos dóciles.

—¿Qué es?—La incesante lucha contra el

hambre.—¿Los gobiernos no les dan víveres

a los condenados?—Les dan redes, máquinas para

realizar varias cosas, como telas,zapatos, vajilla y otros objetos quedespués venden a las naves que llegan,comprándoles las materias primas que

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necesitan para la industria, tabaco,víveres, etcétera.

—¿Algunas veces sufrirán hambre?—preguntó Brandok.

—El océano les suministra comidamás que suficiente. Los peces, atraídospor la luz que emiten las lámparas queiluminan esas ciudades, acuden en masasenormes. Los salan en gran cantidad ylos mandan a Europa y a América.

—¿Y el agua?—Tienen máquinas que les

suministran toda el agua que necesiten,haciendo evaporar la del mar.

—Así que hoy los condenados no lecuestan nada a la sociedad —dijo Toby.

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—Únicamente la fuerza necesariapara mover sus máquinas, que essuministrada en su mayor parte por losmolinos del Gulf Stream.

—Deben haber costado sumasimportantes esas ciudades —observóBrandok.

—No digo que no, ¿pero qué ventajahan conseguido el Estado y la sociedad?Los millones que antes se gastaban en elmantenimiento de tantos bandidos, ahoraquedan en las cajas de los gobiernos.Debo agregar además que el temor deser enviado a las ciudades submarinasha disminuido inmensamente el númerode delitos.

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—¿No correremos ningún peligroentrando, o mejor, bajando a Escarios?—preguntó Toby.

—Ninguno, no lo duden. Ellos sabenque cualquier mala acción para con unextranjero significaría la sumersión desu ciudad.

—Una medida un poco inhumana, meparece.

—¡Pero que los frena como ningunaotra! Ya llegamos. El capitán debe haberadvertido a los habitantes de nuestrallegada; oigo funcionar el aparatoeléctrico.

El Centauro se detuvo delante de unainmensa cúpula, que debía tener al

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menos cuatrocientos metros decircunferencia, formada por un armazónde acero de un espesor extraordinario yde planchas de vidrio de forma circularencastradas sólidamente y muy gruesas.

Una reja de hierro cubría toda lacúpula para preservarla mejor del golpede las olas y una galería la rodeaba,llena de redes puestas allí para que sesecaran.

En la parte superior, donde parecíaque se abría un agujero, habíanaparecido dos hombres más bienenvejecidos, que llevaban vestimentasde tela gruesa y calzaban botas altas demar.

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El capitán del Centauro acercó conprecaución la nave a una de las cuatroescaleras de hierro que conducían a lasalida, y con un breve gesto invitó a losviajeros a seguirlo.

—Los conozco —dijo—. No haynada de qué temer. Precedió a los tresamigos y saludó a uno de los doshombres con un cortés y familiar:

—Buenas noches, papá Jao. ¿Cómova todo por aquí?

—Muy bien, capitán —respondió elinterrogado, quitándose cortésmente elsombrero ante los tres viajeros.

—¿Siguen estando tranquilos susadministrados?

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—No puedo quejarme de ellos. Yademás, ¿por qué habrían de ser malos?Vivimos en la abundancia y no nos faltanada.

—Estos señores desean visitar laciudad. ¿Responde usted de suseguridad?

—Perfectamente: bienvenidos.—El gobernador de la colonia —

dijo el capitán dirigiéndose a Brandok,Toby y Holker.

—Síganme, señores —dijo elcondenado con una amable sonrisa.

—¡Ah!, debo dejarles aquí a undeportado de Europa, un súbdito inglésque más tarde deberán consignar a la

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nave de su nación —dijo el capitán—. Amí me estorba, dado que un ciclón haestropeado las alas y las hélices de minave.

—Entréguemelo; yo me ocuparé deél. Vamos, señores, porque dentro demedia hora daré el toque de queda y seapagarán todas las lámparas.

Condujo a los tres viajeros y alcapitán ante una especie de pozo abiertoen el medio de la cúpula donde había unascensor.

Los hizo sentar en los bancos y elaparato descendió rápidamente, pasandoentre un cerco de lámparas de radiumque derramaban torrentes de luz en todas

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direcciones.Con visible estupor de Brandok y

Toby, que no daban crédito a sus ojos, seencontraban en una vasta plazarectangular de cien metros de largo ysesenta de ancho, toda rodeada debellísimos cobertizos con techos de cincdivididos en pequeños compartimientosque formaban los camarotes destinadosa los confinados. Detrás de ellos seveían otros dotados de ruedas y tubos demetal.

En la plaza un sinnúmero debarriles, pértigas y redes estabanamontonados confusamente.

—Mi ciudad —dijo el gobernador

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—; esto es todo.—¿Con cuántos habitantes cuenta?

—preguntó Toby.—Con mil doscientos setenta

cobertizos y veinte talleres, dondetrabajan los que no se dedican a lapesca.

—¿Dónde se asienta la ciudad?—En la cima de un islote sumergido

a quince metros de profundidad.—¿No experimenta sacudidas las

ciudad cuando afuera sopla latempestad?

—Ninguna, señores; las paredes,que están hechas con planchas de aceroencajadas en sólidos armazones y

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sostenidas por enormes columnas dehierro enterradas profundamente en laroca, pueden soportar cualquier golpe.Además, deben saber que a ocho o diezmetros bajo el nivel del agua las olas nose dejan sentir. Es la cúpula la quesoporta todo el ímpetu del oleaje ypuede desafiarlo impunemente.

—¿No es maravilloso todo esto,señor Brandok? —preguntó Holker.

—Éste es un nuevo mundo —respondió el norteamericano—. ¡Nuncahubiera esperado ver, después de cienaños, tantas novedades extraordinarias!

El capitán del Centauro miró aBrandok con estupor.

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—¡Dijo cien años! —exclamó.—Estaba bromeando —respondió el

norteamericano—. Dígame, ¿leobedecen siempre sus súbditos?

—Yo nunca les digo que hagan estoo lo de más allá —respondió el jefe dela ciudad submarina—. El que notrabaja no come, por eso todos estánobligados a hacer algo sin que yo se losimponga.

—¿Nunca han sucedido revueltas?—preguntó Toby.

—¿Con qué fin? Yo no soy un rey, norepresento ningún poder. Si no estáncontentos conmigo, me piden que dejemi puesto a otro y todo termina allí.

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En ese momento un estruendoformidable recorrió la inmensa cúpulahaciendo vibrar los cristales.

—Eso fue un trueno —dijo elcapitán del Centauro, cuya frente sehabía arrugado—. ¿Qué ocurre? ¿Noscaen encima todas las desgracias?

—Estamos en la estación del cambiode los alisios y el tiempo empeora de unmomento a otro.

—Volvamos a subir, señores.La pequeña comitiva subió al

ascensor y en pocos momentos seencontró sobre la inmensa cúpula.

El Atlántico había asumido un feoaspecto y el cielo estaba más feo aún.

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Desde el poniente llegaban grandesolas y negras nubes avanzaban a unavelocidad vertiginosa. En la lejanía lostruenos retumbaban sin pausa.

—Está por estallar un verdaderohuracán, señores —dijo el capitán delCentauro—. Con una nave tan averiadayo no me atrevería a emprender elcamino hacia Europa.

—¿Estaremos obligados a pasaraquí la noche? —preguntó Brandok.

—Tenemos cómodas camas y puedoofrecerles también una buena cena hechaa base de pescado, se entiende —dijoJao—. Mis compañeros no losmolestarán, se los aseguro.

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—Estoy preocupado por mi nave —observó el capitán del Centauro—. Lasolas pueden lanzarla contra la cúpula.

—El fondo alrededor de este escolloes bueno y sus anclas se aferrarán muybien.

—Pero hay algo más que meinquieta. ¿Sus compañeros duermensiempre durante la noche?

—¿Por qué me hace esa pregunta?—quiso saber Jao, asombrado.

—Primero respóndame.—Cuando se desata la tempestad y

no hay luna, prefieren descansar, porqueecharían inútilmente sus redes. Con unanoche tan fea no dejarán sus camas.

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—¿Me lo asegura? —Respondo porellos.

—Lo que pasa es que llevo uncargamento de alcohol destinado no sé aqué combinaciones químicas.

—Nadie lo sabe, por lo tanto puedendormir tranquilos —respondió Jao—. Yademás mis súbditos, como los llamanustedes, a esta hora deben haber perdidola costumbre de tomar, ya que estáseveramente prohibido venderlesbebidas alcohólicas. La nave que lassuministrara sería inmediatamenteconfiscada por los vigilantes.

—¿Quiénes son? —preguntóBrandok, que siempre era el más curioso

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de todos.—Naves pertenecientes a todas las

naciones encargadas de vigilar todos losocéanos y prestar ayuda a losnavegantes. Señores, ¿quieren aceptaruna cena y una cama en mi modestacasilla? Puede ser peligroso dormir enel Centauro con este huracán que seavecina.

—¿Y mis hombres? —preguntó elcapitán.

—Cuando hayan anclado bien lanave también ellos podrán bajar a laciudad submarina —respondió Jao—.Los haré hospedar con algunos presosque gozan de buena estima.

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—Una gran estima —rezongóBrandok. —Vamos, señores —dijo Jao.

El huracán soplaba en ese momentocon una furia inaudita. Ráfagasimpetuosas barrían el océano levantandogigantescas olas que se estrellaban conestrépitos y rugidos espantosos contralas paredes y la cúpula de la ciudadsubmarina.

El Centauro, vivamente sacudido, selevantaba como una pelota de goma, apesar de haber arrojado ya sus anclas.

—Mala noche —dijo el capitánmoviendo la cabeza—. No sé si mipobre nave resistirá.

Después de advertir a la tripulación

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que la abandonara lo antes posible y seuniese a ellos, subieron al ascensor ybajaron en la pequeña plaza que todavíaestaba espléndidamente iluminada ydonde se encontraban muchosconfinados, ocupados aún en reparar susredes para que estuvieran listas apenasel océano se hubiera calmado.

Jao condujo a sus huéspedes haciauna hermosa casilla, construidaíntegramente con láminas de hierro,dividida en cuatro minúsculashabitaciones que parecían más que nadacamarotes, pues el espacio erademasiado precioso en aquella extrañaciudad como para permitirse el lujo de

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poseer casas más amplias.Jao los introdujo en su cuarto, que

servía al mismo tiempo de salóncomedor, los hizo sentar y él mismosirvió (no tenía criados a su disposición,ya que tampoco el gobernador podíagozar de prerrogativas especiales) unexcelente pescado, cocinado esamañana, y pan.

La cena, compuesta exclusivamentepor productos de mar, adornados conciertas pequeñas algas sabiamenteaderezadas y una sola botella de vino,que Jao probablemente había reservadopara alguna gran ocasión, fue saboreadapor los navegantes del Centauro, a

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quienes no les faltaba el apetito.Como todos estaban cansados, el

gobernador los condujo a la habitacióndestinada a ellos, otro camarote queapenas podía contener a Brandok, Tobyy Holker.

El capitán del Centauro los habíadejado para ver cómo crecía el huracány poner a salvo al menos a sutripulación.

—Y bien, Toby —dijo Brandokcuando estuvieron solos—, parece queel mundo ha cambiado, pero lanaturaleza no ha perdido nada de suviolencia brutal. Estos hombresmodernos, tan maravillosos, no han

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conseguido domarla.—Quizá algún día logren realizar

también ese milagro —respondió Toby—. Como en nuestro tiempo se supoaprisionar el rayo, un día u otro estosseres extraordinariamente poderososterminarán por domesticar también losfurores del océano y el ímpetu de losvientos. Estoy convencido de que nadaserá imposible para los científicos del2000.

—Mientras lo consiguen, yo duermo—dijo Brandok—. Yo no sé a qué puededeberse, pero el hecho es que de untiempo a esta parte a menudo me sientoextenuado y experimento también

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extrañas perturbaciones en el cerebro.Cuando me despierto a la mañana, todosmis nervios vibran como si recibierandescargas eléctricas. ¿Tú, que hace cienaños eras doctor, sabrías explicarmeestos fenómenos que, te lo confiesofrancamente, a veces me asustan?

—Yo ya no valgo absolutamentenada frente a los médicos modernos —respondió Toby con un suspiro—. Sinembargo, lo atribuyo a la gran tensióneléctrica que reina en todo este pobreplaneta. Pero espero que terminarásacostumbrándote.

Se echaron en las camas, apagaronla lamparilla de radium y cerraron los

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ojos, mientras en la lejanía los truenosestallaban con tanta fuerza que hacíanvibrar los vidrios de la cúpula.

Dormían desde hacía varias horascuando de pronto fueron despertados porun griterío espantoso y un estruendohorrible.

Toby fue el primero en levantarse dela cama, y encendió la lamparilla.

—¿Qué pasa? —preguntó Brandokvistiéndose a toda prisa.

—¿Habrá cedido la cúpula? —gritóHolker, asustado.

—No lo sé —respondió Toby, queno estaba menos impresionado—. Peroseguramente es algo grave.

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En ese momento se abrió la puerta yel capitán del Centauro se precipitó enla casilla llevando en la mano unrevólver eléctrico.

—¡Los confinados se han vueltolocos! —gritó—. Síganme, rápido.

—¿Locos? —Exclamaron Brandok,Toby y Holker—. Explíquese.

—¡Silencio... más tarde! Huyan,antes de que suceda una desgracia.

Los tres amigos se lanzaron fuera dela casilla sin hacer más preguntas. Jaolos esperaba. El pobre hombre searrancaba los cabellos y blasfemaba entodos los idiomas.

Las lámparas se habían vuelto a

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encender en la pequeña plaza y bajoaquellos haces de luz veían agitarsedesordenadamente a los habitantes de laciudad submarina.

El capitán tenía razón al decir quetodos se habían vuelto locos.

Aullaban, saltaban, se golpeaban, searrojaban al piso rodando en medio delhorrendo estrépito producido por lasbarras de hierro que golpeabanfuriosamente las paredes metálicas quelos defendían de la invasión de las aguasdel océano.

—¿Pero qué sucedió? —preguntóToby.

—Lo que me temía —respondió el

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capitán del Centauro—. ¿No perciben elolor?

—Sí, la ciudad apesta a alcohol.—Es el mío, el que debía transportar

a Hamburgo y que estos miserables hansaqueado.

—¿Y el Centauro? —preguntóBrandok.

—¿Qué sé yo? Ignoro si todavíaflota o se ha hundido.

—¿Y sus marineros?—No los he vuelto a ver.—Amigos —dijo Toby—, no nos

queda otro recurso que largarnos antesde que todos estos rufianes se vuelvanlocos furiosos. Mientras tengan alcohol

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seguirán bebiendo y podrían volversepeligrosos. Salvémonos lo más prontoque podamos.

Dieron la vuelta por detrás de lascasas guiados por el viejo Jao, quelloraba de rabia, y se dirigieron hacia elascensor, mientras los confinados, queno cesaban de vaciar los barriles dealcohol, se entregaban a una danzadesenfrenada.

Afortunadamente, el ascensor seencontraba más bien lejos de la plaza yno lo habían estropeado.

Subiendo automáticamente, sinnecesidad de nadie, los cinco hombresse lanzaron dentro de él y en pocos

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segundos se encontraron en la cúpula.Un huracán aterrador azotaba el

Atlántico.Olas altas como montañas caían con

espantosos rugidos sobre la balaustradade hierro, torciéndola como si estuviesehecha de estaño, y ráfagas tremendaspasaban sobre la ciudad submarina consilbidos ensordecedores.

Una nube negra como el carbóncorría desenfrenadamente por el cielo,desencadenando relámpagos y truenos.

Los cinco hombres habían avanzadohacia la parte meridional de la cúpula,manteniéndose aferrados a labalaustrada para no ser arrastrados por

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el viento, que había adquirido unavelocidad incalculable, cuando unhombre surgió casi debajo de sus pies,gritando:

—¡Atrás, canallas, o los mato!—¡Katterson! —exclamó el

comandante del Centauro.—¡Usted, mi capitán! —respondió

ese hombre que no era otro que el pilotode la nave aérea—. Creí que lo habíanasesinado.

—No todavía. ¿Dónde está elCentauro? ¿Resiste todavía?

—El Centauro desapareció, capitán—respondió Katterson—, junto con eldelincuente que habíamos desembarcado

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y una docena de confinados.—¿Y los marineros?—Fueron sorprendidos mientras

dormían, hechos prisioneros, y meparece que han hecho causa común conlos habitantes de esta maldita ciudad, nosé si voluntariamente o para salvar susvidas, porque antes de huir los vibebiendo junto con ellos.

—¿Y mi nave desapareció?—Se la llevaron, después de haber

descargado todos los barriles dealcohol. Por lo que pude comprender,mientras nosotros dormíamos, losconfinados tramaron una conjura paraadueñarse del cargamento y realizar una

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espantosa orgía. Nuestro prisionero, máshábil que los demás, se embarcó conalgunos amigos que encontró aquí y seescapó.

—¿Y nosotros qué haremos ahora?—preguntó Brandok, que sin embargo noparecía muy impresionado.

—Estamos obligados a esperar elpaso de alguna nave —respondió elcapitán—. Yo no les aconsejo que bajende nuevo a la ciudad mientras esos locostengan alcohol.

—¿Había mucho a bordo? —preguntó Toby.

—Treinta toneladas.—Tienen para beber hasta reventar

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durante una semana —dijo Brandok—.Buen negocio si no llega una nave asacarnos de este enredo.

—Y a vengarnos —dijo el viejo Jao—. Los gobiernos de Europa y América,como les dije, no son muy indulgentescon los habitantes de las ciudadessubmarinas.

—¿Cómo los castigarán? —quisosaber Toby.

—Ahogándolos a todos. La justiciahoy es muy expeditiva.

—Jao, ¿no podría usted tratar decalmar a esos condenados? —pidió elcapitán.

—Una vez desencadenados no hay

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quien los dome, y si me presentase ytratara de hacerlos entrar en razón mematarían a golpes sin más. Ya les dijeque los gobernadores de estaspenitenciarías no tienen más que unaautoridad relativa.

—Entonces, antes de que se lesocurra tomárselas, también con nosotros,impidamos que suban hasta aquí —propuso Brandok.

—Inutilizando el ascensor, novendrán a molestarnos —respondió Jao—. La altura de la cúpula esconsiderable para que puedanalcanzarnos, y las paredes metálicas sonperfectamente lisas. ¡Ah! ¡No me

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esperaba una rebelión como ésta!—Culpe a la tempestad que nos ha

impedido marcharnos —dijo Toby.—Y el cargamento de mi nave —

agregó el capitán—. Pero por ahoradebemos ocuparnos de resistir alhuracán. Cuando el sol salga, veremosqué se puede hacer para dejar esta pocoplacentera ciudad submarina y suspeligrosos habitantes.

Se retiraron hacia la parte máselevada de la cúpula, sujetaron elascensor para estar más seguros de quelos confinados no lo harían bajar y sepusieron a mirar hacia abajo, a través dela ancha abertura.

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La orgía había llegado al colmo, yde la ciudad submarina subía un hedortan fuerte que no se podía resistir.

Los condenados, que continuabandesfondando los barriles, reían comolocos y parecía que ya no sabían lo quehacían.

Mientras unos grupos bailabanfuriosamente en la plaza, saltando comocabras, golpeándose, cayéndose al pisode a docenas, otros, presa de unainesperada rabia destructiva, derribabanlas casas, arrojando al aire camas ymesas, rompiendo las redes,destrozando los aparejos de pesca,gritando y riendo.

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Con frecuencia estallaban peleasentre danzantes y demoledores, yentonces eran verdaderas granizadas depuñetazos y palos que llovían de todaspartes. Las cabezas rotas eranincontables.

—Si esos delincuentes pudieransalir, destrozarían hasta los vidrios de lacúpula —dijo Toby.

—¿No llegarían a romper lasparedes de hierro de la ciudad? —preguntó Brandok con ansiedad.

—No teman —respondió Jao—. Sonde un espesor notable y además noposeen masas ni otros instrumentosadecuados.

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—Yo jamás he visto nada parecido—dijo el capitán del Centauro—. Esoshombres, si siguen bebiendo de esemodo, terminarán por transformar estaciudad en un verdadero manicomio.¿Cómo terminará todo esto? Confiesoque no estoy tranquilo. No podemosesperar otra cosa que la providencialaparición de algún buque.Desgraciadamente nos encontramosfuera de la ruta ordinaria que siguen losque desde Europa van a América. ¡Bah!No hay que desesperar.

Se tendieron en medio de laplataforma, uno junto a otro, esperandopacientemente que despuntase la aurora.

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El huracán asumía proporcionesespantosas. Era una furia de agua yviento que se ensañaba con la cúpulacon una rabia inaudita.

Olas gigantescas rompían contra lasparedes de la ciudad, imprimiendo atoda su mole oscilaciones queinquietaban mucho al capitán delCentauro y al piloto, que sabían algo delas cóleras del Atlántico.

De cuando en cuando la ciudad, apesar de estar sólidamente fijada alescollo submarino y sostenida porgigantescas columnas de acero, sufríamovimientos como si en cualquiermomento pudiera ser arrancada y

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llevada lejos de allí.Tampoco los tres norteamericanos

estaban tranquilos, a pesar de lasafirmaciones de Jao.

—¿Y si fuera arrancada del escollo?—Preguntó Brandok en cierto momento—. ¿Qué sucedería entonces con todosnosotros?

—Sería el fin de todos —dijo elcapitán.

—Nada de eso —respondió Jao, queno demostraba preocupación alguna—.Esta ciudad es como una inmensa cajade hierro y flotaría muy bien.

—Ahora respiro mejor —dijoBrandok—. La idea de terminar mi viaje

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en el fondo del mar no me agradabamucho, aunque...

Una blasfemia del piloto interrumpióla frase.

—¿Qué sucede, Tom? —preguntó elcapitán.

—Lo que yo digo es que si vieneotra ola como ésa que acaba de pasar, laciudad no podrá resistir. Oí unoscrujidos. ¿Habrán cedido las columnasde acero?

Todos se habían puesto a escuchar,pero el estruendo que producían lostruenos en medio de las densas nubes yel que subía por el hueco del ascensoreran tan fuertes que no podían distinguir

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ningún otro ruido.—Quizás te has engañado, Tom —

dijo el capitán.—Puede ser —respondió el piloto

—. Pero quisiera confirmarlo.—Podemos intentar llegar a la

balaustrada, si todavía existe.—Las olas lo arrastrarán, señor —

dijo Brandok.—Tom y yo las conocemos desde

hace mucho tiempo y no nos dejaremossorprender... Ven, piloto.

Se echaron boca abajo y, haciendooídos sordos a los consejos de los tresnorteamericanos y de Jao, se alejaronarrastrándose, manteniéndose bien cerca

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de los travesaños de acero que servíande apoyo a las placas de vidrio.

El estrépito producido por elincesante romper de las olas se habíavuelto horrendo.

Había momentos en los que parecíaque toda la cúpula iba a romperse en milpedazos a causa de aquellos golpesespantosos.

La ausencia del capitán y el pilotofue brevísima. Se los vio regresarvelozmente entre los chorros de espumaque cubrían toda la cúpula.

—¿Y entonces? —preguntaronansiosamente todos juntos, los tresnorteamericanos y Jao.

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—Los pilares de acero ceden uno auno... —respondió el capitán.

—Entonces vamos a ser arrastrados—concluyó Brandok.

—Sí, si el huracán no se calma.—¿Tiene alguna esperanza de que

las olas disminuyan su furia endiablada?—Por el contrario, temo que se esté

formando un ciclón espantoso.—¡Yesos delincuentes siguen

divirtiéndose! —dijo Toby.—Déjelos que revienten —agregó

Brandok.—¡Con tal de que no reventemos

también nosotros!—Ya les dije que aunque la ciudad

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fuese arrancada de su escollo nocorreríamos ningún peligro, al menosque se encuentre otro escollo que ladestruya al chocar con ella. Pero en estaparte del océano son raros, ¿no esverdad, capitán?

—No se les encuentra hasta lasAzores —respondió el comandante delCentauro—; podemos entonces recorrertrescientas millas con la plena seguridadde que no choca—remos.

Un crujido formidable se oyó en esemomento.

Una ola colosal se había estrelladocontra la ciudad submarina,sacudiéndola tan violentamente que

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derribó unos sobre otros a los tresnorteamericanos, que se habíanlevantado para ver si la orgía de losconfinados había terminado o todavíaseguía.

—Me parece que esta caja de acerose ha movido —dijo el capitán.

Parecía que ese estruendo había sidoadvertido también por los borrachos, yaque sus gritos cesaron de improviso.

Jao había lanzado a su alrededor unarápida mirada.

—Sí —dijo poco después—. Laciudad se ha movido. La columna deacero que le servía de apoyo principalya no se ve, la ola se la ha llevado.

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—¡Qué consoladora noticia! —Exclamó Holker—. ¿Qué sucederáahora?

Nadie respondió. Todos miraban conangustia las olas, las que, reflejando laluz intensa proyectada por las lámparasde radium, parecían masas de broncefundido.

Aunque tranquilizados por laspalabras de Jao, que debía conocer afondo la resistencia que podía ofreceraquella extraña penitenciaría, unaprofunda inquietud se había adueñado detodos.

Se hubiera dicho que no respirabanmás y que sus corazones ya no latían,

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tanta era su ansiedad.¿Aquella enorme masa de metal

flotaría realmente o se hundiría comouna masa inerte?

Los truenos seguían haciendo ruidoen las profundidades del cielo,compitiendo con el espantoso fragor delas olas y con los aullidos diabólicosdel viento.

Abajo, en la ciudad, el alborotohabía cesado.

De vez en cuando la cúpula sufríasacudidas.

Los vidrios, a pesar de su enormeespesor y la robustez del armazón deacero, ¿estaban a punto de ceder?

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De pronto una nueva y másformidable ola cayó con furiairrefrenable sobre la penitenciaría,arrancándola completamente del escolloy envolviéndola con una espesa cortinade espuma.

Casi al mismo tiempo se oyóretumbar la voz del capitán entre losespantosos aullidos del ciclón:

—¡Flotamos!... ¡Agárrense bienfuerte!...

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A TRAVÉS DELATLÁNTICO

El viejo Jao no se había engañado. Si lanueva sociedad del 2000 había pensadoen confinar en aquellas extrañasciudades submarinas a los individuospeligrosos, suprimiendo de sus balanceslos gastos para su mantenimiento, porser inútiles, les había procurado asilosseguros, de una solidez a toda pruebapara no exponerlos a una muerte segura.

Así, arrancada de su escollo por elímpetu de las olas, la ciudad submarinase había vuelto una ciudad flotante,

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abandonada, es verdad, a los caprichosde las corrientes y los vientos, pero quepodía esperar el encuentro con algunanave marina o voladora, siempre que unhuracán no la arrojase contra algúnobstáculo. Todo el peligro residía allí.

El agua dulce no debía faltar,habiendo poderosos destiladoreseléctricos que podían suministrarla engrandes cantidades; tampoco losvíveres, porque había redes enabundancia y se sabe que los océanosson más ricos que los mares.

Desgraciadamente el huracán notenía ganas de concluir. Ni las olas ni elviento parecían querer calmarse,

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amenazando con arrastrar a la ciudadflotante al medio del Atlántico, ya que latormenta venía del este.

La gigantesca caja de acero, despuésde haber sido hundida, había vuelto asubir a flote, balanceándoseespantosamente y girando sobre símisma.

Aunque los pilares de acero habíancedido a los poderosos golpes de lasolas, la cúpula había resistidomaravillosamente la zambullida, y másaún, había resistido el peso de los tresamericanos, el capitán y el piloto delCentauro y Jao.

Aferrados tenazmente a los

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travesaños, esperaron a que la ciudadvolviese a flotar, oponiendo unaresistencia desesperada a las olas.

—Creí que nuestra hora habíallegado —dijo Brandok después derespirar una bocanada de aire—. ¿Y tú,Toby?

—Yo me pregunto si todavía estoyvivo o si navego bajo el Atlántico —respondió el doctor.

—Supongo que estarán satisfechosde los ingenieros que hicieron construiresta caja colosal.

—Gente maravillosa, querido mío.En nuestros tiempos no hubieran sidocapaces de hacer lo mismo.

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—Estoy plenamente convencido.Capitán, ¿adónde nos empuja latempestad?

—Hacia el sudoeste —respondió elcomandante del Centauro.

—¿Hay islas en esa dirección?—Las Azores.—¿Iremos a estrellarnos contra

ellas?—Eso depende de la duración del

huracán, señor.—¿No le parece que se está

calmando?—Para nada. Sopla cada vez más

fuerte y temo que nos haga bailar durantemucho tiempo. ¿Sufren de mareos?

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—No, en absoluto.—Entonces todo estará bien.—¿Y si dentro de un par de días esta

gran caja se estrella contra algún islote,también entonces irá todo bien? —preguntó Holker riendo.

—Todavía no hemos encontradoningún escollo, por lo tanto, hasta que loencontremos, no tenemos ningún motivopara alarmarnos —respondió el capitándel Centauro—. Sin embargo, hay otracosa que me preocupa mucho.

—¿Qué cosa?—La respuesta debe dármela usted,

Jao.—Hable, capitán.

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—¿Sus súbditos poseen víveres?—Para dos o tres días, no más.—¿Y nosotros?—Antes de que estallase el huracán

había muchos pescados puestos a secaren las balaustradas, pero creo que elmar se los ha llevado.

—¿Podremos obtener algo de losconfinados?

—Tal vez, cuando se hayan cansadode beber —respondió Jao—. Hay redesen un cuarto que se encuentra en lacúpula.

—Pero ningún destilador puedeprocurarnos agua.

—Aquí arriba, no.

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—Entonces, si sus súbditos seniegan a suministrarnos agua, corremospeligro de morir, ya no de hambre sinode sed. Eso es lo que temía.

—Tenemos el ascensor, capitán —dijo Jao.

—Que nos serviría perfectamentepara que esos locos nos mataran. Porcierto no seré yo el que baje a la ciudadpara pedir agua a esos delincuentes. Apropósito, ¿qué hacen? ¿Se habrán dadocuenta de que su prisión avanza a travésdel Atlántico?

—Yo apostaría que no —dijo Toby.—¿Estarán durmiendo? —Preguntó

Brandok—. No oigo más sus gritos.

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—Vayamos a ver —dijo el capitán—. Estoy curioso por saber si siguenbebiendo y bailando.

Se asomaron al hueco del ascensor.Las lámparas de radium seguían

ardiendo y un profundo silencio reinabadentro de la ciudad flotante.

En la plaza, en medio de una grancantidad de barriles y de toda suerte deescombros, dormían grupos deconfinados, fulminados por la terriblebebida.

Otros yacían en el suelo dentro delas casas casi destruidas, privadas detechos. Seguía percibiéndose un hedorterrible.

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—Duermen como lirones —dijoBrandok.

—¡No lo dudo, después desemejante orgía! —Respondió Toby—.Un barril de amoníaco no bastaría paravolver a ponerlos de pie.

—Y nosotros aprovecharemos susueño —dijo Jao.

—¿Para hacer qué? —preguntó elcapitán del Centauro.

—Para aprovisionarnos de agua,señor.

—Usted es un hombre maravilloso.¿Quién bajará?

—Yo.—¿Y si lo matan?

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—No hay ningún peligro —respondió Toby—. Esos delincuentes nose despertarán hasta dentro deveinticuatro horas.

—¿Y mis marineros? —Preguntó elcapitán—. ¿Los habrán asesinado?

—Veo a uno que está tendido en laplaza —respondió el piloto—. Nopudieron resistirse a la tentación deagarrarse una borrachera colosal y hanhecho causa común con los confinados.No cuenten más con ellos.

—¡Miserables!—Son todos irlandeses, y ustedes

saben que esa gente bebe cada vez quese presenta la ocasión.

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—No perdamos tiempo —dijo Jao—. Ayúdenme, señores.

El ascensor fue colocado en su sitioy el ex gobernador bajó a la ciudadacompañado del piloto.

El primer cuidado consistió endesfondar todos los barriles llenos dealcohol que aún no habían sido vaciadosy así poner fin a aquella peligrosa orgía,y después se adueñaron de una caja depescado seco y de un tonel de aguadulce.

Ningún confinado se habíadespertado. Aquellos trescientos o másdelincuentes no se habían movido yroncaban tan fuerte que el ruido hacía

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temblar los vidrios de la cúpula.El ascensor volvió a subir y se lo

sujetó enseguida para que no pudieranservirse de él los que estaban abajo.

—Ahora —dijo Jao—, podemosesperar el encuentro con una nave. Porquince días por lo menos no corremos elpeligro de morirnos de hambre y de sed.

—¿Y sus súbditos tendrán bastantepara resistir todo ese tiempo? —preguntó Brandok.

—¡Que se mueran todos! Son unosmiserables que no merecen compasiónalguna —respondió Jao con rabia—. Yono me ocuparé más de ellos.

—Y, sin embargo, me temo que

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estaremos obligados a ocuparnos deellos, y mucho —concluyó Brandok—.Cuando se despierten y sientan que suciudad baila, ellos también querrán saliry nos darán muchos fastidios.

—Yo pienso lo mismo, señor —declaró el capitán—. Tendremos latempestad sobre nuestras cabezas y aaquellos locos debajo de nosotros.Preveo que nuestro paseo a través delAtlántico no será muy divertido. ¿Quiénsabe? Esperemos a que salga el sol parapoder juzgar mejor la violencia y laduración de este ciclón.

Habiendo emergido la ciudaddespués de su desprendimiento de la

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roca y no existiendo ningún peligro deque las olas llegaran hasta la parte altade la cúpula, los seis hombres setumbaron cerca del orificio del pozopara gozar, si era posible, de algunashoras de sueño.

Pero la enorme caja metálica sufríasobresaltos tan terribles y tan bruscosque era imposible dormir.

Las olas que se sucedían con furiacada vez mayor, la agitaban todo eltiempo y a veces la hacían girar sobre símisma, dado que estaba desprovista detimones.

De cuando en cuando se hundíapesadamente en las hondonadas, como si

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estuviera a punto de desaparecer en losabismos del Atlántico; después salía aflote bruscamente con mil extrañosestruendos que impresionabanespecialmente a Brandok, cuyos nervios,desde hacía ya algún tiempo, sesacudían fuertemente.

A veces se levantaba sobre lascrestas de las olas con un bamboleoespantoso; luego descendía, descendía,con una rapidez vertiginosa, rodandocomo un trompo.

El huracán, mientras tanto, en lugarde calmarse, aumentaba cada vez más.

Relámpagos cegadores se sucedíansin tregua en un crescendo terrorífico,

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seguidos por truenos formidables querepercutían siniestramente inclusodentro de la ciudad, haciendo vibrar lasparedes de metal sin lograr despertar alos borrachos.

Durante toda la noche la enormemasa giró, incesantemente recorrida porlas olas que la empujaban hacia el marde los Sargazos, y no hacia las Azores,como había creído antes el capitán.

Finalmente, hacia las cuatro de lamañana, un rayo de luz apareció enmedio de un desgarrón de lastempestuosas nubes.

El Atlántico ofrecía un espectáculosobrecogedor. Masas de agua cubiertas

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de espuma se superponían unas a otrasrabiosamente, golpeándose yempujándose.

No se veía ninguna nave, ni aérea nimarítima. Sólo grandes albatros volandoentre la espuma y la bruma, gruñendocomo cerdos.

—No tenemos ninguna esperanza deser salvados, ¿no es cierto, capitán? —preguntó Brandok.

—Por ahora, no —respondió elcomandante del Centauro.

—¿Adónde nos lleva el viento?—Hacia el sudoeste.—¿Lejos de las rutas de las naves?—Lamentablemente, sí, señores.

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—¿Entonces, adónde iremos aparar?

—Es imposible decirlo, ya que elviento podría cambiar de un momento aotro.

En ese instante unos gritosespantosos estallaron dentro de laciudad flotante.

Los tres norteamericanos, el capitán,el piloto y Jao se apresuraron a alcanzarla boca del pozo.

Los confinados se habían despertadoy, presa quién sabe de qué furiosodelirio, se peleaban entre ellos, armadoscon aparejos de pesca y cuchillos.

Los miserables caían por docenas en

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medio de verdaderos lagos de sangre,con los cráneos rotos por los golpes delos arpones y con sus pechos abiertos agolpes de cuchillo.

—¡Desgraciados, qué estánhaciendo! —gritó Jao, horrorizado.

Su voz se perdió entre los clamoresespantosos de los combatientes.

—El capitán disparó algunos tirosde su revólver eléctrico esperando queesas detonaciones, que resultaron serdemasiado débiles, atrajeran la atenciónde aquellos delincuentes.

Nadie había hecho caso:probablemente ni siquiera un cañonazohubiera conseguido impresionarlos.

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—Deje que se maten —dijo Brandok—. Cuantos menos queden vivos, mejor.

—Por otra parte, nosotros nopodríamos hacer nada para calmarlos —observó el capitán—. Si bajáramos, nosharían pedazos.

—Yo quisiera saber por qué razónse atacan de ese modo —dijo Holker.

—Todavía están borrachos, ¿no losven? —Respondió el capitán—. Vomitansangre y alcohol al mismo tiempo.

—¡Terminen de una vez! —gritabaJao mientras tanto, lo más fuerte quepodía—. ¡Basta, miserables! ¡Basta! Eratiempo perdido.

El horrendo enfrentamiento

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continuaba con mayor rabia entre laspartes, surgido quién sabe por quémotivo.

Combatían en la plaza, en las calles,incluso dentro de las casas, entre gritosy blasfemias. De vez en cuando algunosgrupos se separaban y corrían a tomarfuerzas en los pocos barriles que elpiloto y Jao no habían visto y no habíansido desfondados; después, másexcitados, se arrojaban con nuevo furora la pelea.

Aquella batalla espantosa duró másde media hora, con grandes estragospara ambas partes; después, lossobrevientes, un centenar apenas,

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exhaustos, dejaron de pelear,refugiándose algunos en las barracassemidestruidas y otros en los rinconesmás oscuros de la ciudad, dejándosecaer al suelo como cuerpos muertos.

—Terminó —dijo Brandok—. ¡Sivuelven a empezar la ciudad flotante setransformará en una ciudad de muertos!

—He aquí un nuevo peligro paranosotros —observó el capitán delCentauro—. ¿Quién arrojará al mar esostrescientos o cuatrocientos muertos? Conel calor que reina aquí se corromperánenseguida y estallará alguna enfermedadque terminará con los sobrevivientes.

—Y que probablemente tampoco nos

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respete a nosotros —dijo Toby—, amenos que encontremos algún mediopara abandonar esta ciudad de muertos.

—Por ahora, señores, hay queresignarse —agregó el capitán—. Noveo ninguna tierra en el horizonte.

—Al Centauro debieron construirlocuando reinaba una mala estrella en elcielo, mi querido capitán —dijoBrandok.

—Así parece. No ha sido más queuna continua sucesión de desgracias.Quién sabe, esperemos el fin de esteviaje tan poco alegre. La ciudad porahora no amenaza con hundirse, por lotanto tenemos derecho a esperar.

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Pero parecía que las esperanzas eranmuy débiles, porque el huracáncontinuaba atacando, desbaratando elAtlántico en una extensiónverdaderamente inmensa.

Pero la ciudad flotaba bien, oraelevándose, ora hundiéndose hasta lamitad de la cúpula.

A veces las olas llegaban hastadonde estaban los seis hombres, que semantenían bien sujetos al borde del pozopor miedo de ser arrastrados.

A veces la espuma los envolvía detal forma que no podían distinguirseunos de otros, aunque se encontraranmuy cerca.

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El sol había salido desde hacíaalgunas horas, pero sus rayos nolograban atravesar la enorme masa devapores, de modo que en el océanoreinaba una oscuridad espantosa.

A mediodía los náufragos comieroncomo pudieron algunos bocados;después, tras haberse asegurado conredes a los travesaños de los vidrios,trataron de dormir algunas horas bajo laguardia del piloto del Centauro.

Durante toda la noche no habíancerrado ni un solo instante los ojos, yespecialmente Brandok y Toby sesentían extremadamente cansados ypresa de temblores convulsivos que los

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inquietaban bastante.Por la tarde un espléndido rayo de

sol rompió finalmente las nubes,iluminando transversalmente las olas,dado que el astro ya estaba cerca delocaso.

El capitán, advertido por el piloto,se había apresurado a levantarse paratratar de reconocer, al menosaproximativa mente, adónde habíallevado el huracán a la ciudad flotante.

De pronto se sorprendió por lapresencia de enormes masas de algasque flotaban en medio de las olas.

—Me lo temía —dijo arrugando lafrente.

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—¿Qué pasa? —preguntó Brandok,que había percibido su preocupación.

—Mis queridos señores, corremosel peligro de que nuestra carrera sedetenga para siempre y de que quedemosprisioneros.

—¿Por qué? —preguntaron alunísono los tres norteamericanos.

—Por los sargazos. Si esta enormecaja se enreda en ese amasijo de algas,no saldrá nunca más, se los aseguro yo,a menos que otra tempestad nos liberesoplando en sentido inverso.

—Pero usted, capitán, es un jettatore—dijo Brandok.

—Así parece, ¿pero por qué no lo es

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Jao o su ciudad?—¿El viento nos lleva justamente

hacia los sargazos? —observó Toby.—Y las olas lo ayudan —respondió

el capitán, que cada vez estaba másinquieto.

—Tempestad, algas, muertos y gentepeligrosa bajo los pies —murmuróBrandok—. No valía la pena volver a lavida después de cien años para tenersemejantes aventuras.

—¿Qué hacen sus administrados,Jao? —preguntó el capitán.

—Roncan en medio de los muertos.—¡Todavía! Mejor para nosotros; si

no volvieran a despertarse me sentiría

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muy contento, ya que estoy seguro deque nos darán mucho que hacer cuandofinalmente abran los ojos y noencuentren más alcohol para continuarcon su indecente orgía. ¡Atención! Elgolpe será bastante fuerte paraarrojarlos al agua si no están biensujetos.

El Atlántico, que encontraba cerradosu camino en aquella carrera furibunda,empujado poderosamente por el vientoque lo impulsaba sin tregua, redoblabasu rabia, tratando de romper, en vano,aquellas interminables masas de algas,sólidamente entrelazadas por medio deun número infinito de raíces.

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Las olas, no encontrando salida, seretorcían sobre sí mismas, provocandochoques de una violencia indescriptible.

Inmensas cortinas de espumavagaban sobre los sargazos, abatiéndosey rompiéndose bajo el vigoroso soplode las ráfagas.

La ciudad flotante giraba de un modoinquietante, sumergiendo sus flancos enlas olas.

Todas sus balaustradas habían sidoarrancadas, pero los travesaños deacero de los cristales seguíanresistiendo. ¡Ay de todos si hubierancedido bajo el peso de las olas! Ningunode los presos hubiera escapado a la

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invasión de las aguas.Los últimos resplandores del

crepúsculo estaban por desaparecercuando la ciudad flotante, quecontinuaba su carrera hacia el sudoeste,se encontró en medio de las primerasalgas.

—¡Ya estamos! —Gritó el capitán,dominando por un instante con su voztronante los mil fragores de la tempestad—. ¡Agárrense bien!

Una montaña líquida levantó a laciudad, la mantuvo un momento comosuspendida en el aire y luego la arrojóhacia adelante con una fuerza inaudita.

Se oyó un sonoro estruendo

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producido por las paredes de acero;después la enorme masa se quedóinmóvil, mientras las olas atravesabanvelozmente la cúpula dejando caerdentro del pozo torrentes de agua que seprecipitaron sobre las cabezas de losborrachos como si fuera una duchasaludable.

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ENTRE LOS SARGAZOS

El mar de los Sargazos, como todossaben, no es otra cosa que un inmensoamontonamiento de algas, reunidas allípor el juego directo e indirecto de lascorrientes marinas y sobre todo por lagran corriente del Gulf Stream.

Tiene una superficie de cerca de260.000 millas cuadradas, con unalongitud de 1200 y un ancho que varíaentre 50 y 160 millas.

Estas algas, llamadas Sargassibacciferum, se presentan en penachosseparados que tienen una longitud de

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treinta a ochenta centímetros y se venesparcidos o bien aglomerados,formando unas veces hileras, otras vecesverdaderos campos, a menudo tanespesos que pueden detener a losveleros que tienen la desgracia de serarrojados dentro.

Se cree que allí debajo existe lafamosa Atlántida, tan misteriosamentedesaparecida con sus millones ymillones de habitantes, y puede ser queesa isla sirva de fondo a aquel increíbleamontonamiento de vegetales.

La ciudad flotante, arrojada enmedio de las algas por el poderosoempuje de las olas, se había incrustado

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tan bien en ellas que casi de golpequedó inmóvil, como si hubieseencallado en un banco de arena.

La enorme masa de acero, golpeandolos sargazos con uno de sus lados, sehabía encastrado como una cuñagigantesca dentro de un tronco de árboltodavía más gigantesco.

Las olas, que rompían más allá delos interminables campos de algas,intentaban empujarla en vano y laasaltaban, embistiendo especialmente lacúpula, con gran disgusto de i los seishombres, que corrían el peligro de serarrastrados; pero no lograban moverla.

—¿Nuestro viaje llegó a su fin,

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capitán? —dijo Brandok, que seaferraba desesperadamente al borde delpozo.

—Parece que sí —respondió elcomandante del Centauro—. Estamospeor que si hubiéramos encallado, y nosé quién podrá sacar de en medio deestas algas a esta gigantesca caja demetal. Ni siquiera una flota entera lolograría.

—¿Estaremos entonces obligados avivir eternamente aquí o morir dehambre?

—De hambre no, ya que los sargazosson ricos en peces, minúsculos, esverdad, pero no menos sabrosos ni

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menos nutritivos que los otros, ypodemos pescar sin ayuda de las redes.También encontraremos grandes yvoraces cangrejos que nos suministraránplatos exquisitos.

—Sin embargo yo preferiríaencontrarme lejos de aquí.

—Yo también.—¿Vendrá alguna nave a sacarnos de

esta triste situación?—Sí, es posible que algún buque

volador, para acortar camino, pasesobre este mar de hierba, pero ¿cuándo?

Un ruido espantoso subió en esemomento de las profundidades de laciudad flotante.

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—Se han despertado —dijo Toby—.Señor Jao, trate, si puede, de calmar aesas furias y explicarles todo lo quepasó durante su fenomenal borrachera.

—Es un asunto serio; sería mejorpara nosotros que todos ellos terminarande matarse.

Se inclinaron todos sobre el bordedel pozo y vieron debajo de ellos,reunidos en la plaza sembrada decadáveres, a cincuenta o sesentahombres que miraban para arribagritando como animales feroces.

—¡El ascensor! ¡Bajen el ascensor!¡Queremos huir!

—¡Delincuentes! —Gritó Jao—.

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¿Qué han hecho?—¡Señor Jao! —gritó un hombre de

estatura casi gigantesca—. Perdónenos,nos volvimos locos y no sabíamos loque hacíamos. Todo culpa del alcohol,al que ya no estábamos habituados.

—Y se han matado, asesinos.—¡Estábamos locos!—Y hasta han destruido las casas y

los aparejos de pesca.—Todo por culpa del alcohol —

gritó otro—. Si ese maldito capitán nolo hubiera traído, hoy no estaríamosllorando a tantos camaradas.

—¡Sí, el delincuente es él! —gritaron treinta o cuarenta voces.

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—¡Y ustedes son unos ladrones! —gritó el capitán del Centauro,mostrándose a ellos.

Estalló un inmenso clamor, unclamor que parecía el rugido de cienleones reunidos.

—¡Miserable!—¡Canalla!—¡Nos envenenó a propósito!—Algún gobierno infame te habrá

mandado aquí para volvernos locos ydespués matarnos entre nosotros.

—¡Que muera! ¡Que muera!—¡Toby —exclamó Brandok—,

todavía quieren tener razón!—Está bien —gritó Jao—.

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Volveremos a hablar después, cuandoestén más razonables y los vapores delalcohol no entorpezcan sus cerebros.

—¡Ah! ¡El gobernador es un perro!—Vociferó el gigante—. No morirétranquilo hasta haberle arrancado lapiel.

—Ven por ella —respondió Jao—.Te desafío.

—No te escaparás, te lo juro.—¡Sí, y los otros tampoco! —

gritaron a coro los demás.—Dejemos que griten y ocupémonos

de nuestras cosas —dijo el capitán—.Aquellos no podrán subir hasta dondeestamos nosotros si no bajamos el

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ascensor, y para que no tengan ningunaesperanza lo arrojaré al mar.

Diciendo esto el comandante, antesde que los demás tuvieran tiempo deoponerse, con un empujón formidable lolanzó hacia abajo desde la cúpula.

Las algas, que en ese lugar no erantan densas, se abrieron y lo tragaron.

—Usted ha condenado a una muertesegura a esos infelices —dijo Toby.

—¿Saben qué haría una nave siatracase aquí mañana? —preguntó elcapitán.

—No.—Sin duda haría volar esta ciudad

con una buena bomba de aire líquido,

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junto con todos los que están en ella,muertos y vivos. ¿No es cierto, Jao?

—Así lo han decretado losgobiernos de Europa y América, paratener a raya a los desechos de lasociedad —respondió el viejo.

—Hace apenas tres meses una naveaérea, enviada por el gobiernonorteamericano, hundió la ciudadsubmarina de Fortawa porque losquinientos confinados que la habitabanse habían rebelado, matando al capitánde una nave y a todos los pasajeros parasaquear el cargamento.

—Ésas son leyes inhumanas —dijoBrandok.

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—La sociedad quiere vivir ytrabajar tranquilamente —respondió elcapitán—. Tanto peor para losdelincuentes. ¡Bah! Dejemos estos temastan poco interesantes y comamos, ya queahora el océano nos da una tregua.

—Yo no podré comer tranquilosabiendo que debajo de mí hay quizáscien personas que comienzan a sufrirhambre.

—No les faltarán los víveres porvarios días —dijo Jao—. Y si despuéssiguen mis consejos nos desharemos delos cadáveres para que no estalle algunaterrible epidemia que sería fatal tambiénpara nosotros, dado el calor espantoso

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que reina en esta región, y lespermitiremos venir a respirar unabocanada de aire. ¿Qué me dice,capitán?

—Yo dejaría que revienten —respondió el comandante del Centauro.

—No, eso sería inhumano —dijeronToby y Holker.

—Estoy convencido de queterminarán por calmarse —observóBrandok—. Cuando los cadáverescomiencen a corromperse estaránobligados a rendirse.

—Vayamos en busca de nuestracomida —repitió el capitán—. No nosconviene consumir nuestro pescado

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seco: más tarde podríamos lamentarlo.Bajemos a los sargazos, señores; lospeces, los cangrejos grandes y chicos,como les dije, abundan entre estas algas.

***

Se deslizaron a lo largo de losvidrios de las cúpulas, aferrándose conuna mano a los travesaños de metal, ybajaron al campo de los sargazos, tanespesos en esa zona que podían sostenermuy bien a un hombre.

El capitán había dicho la verdadcuando aseguró que la comida nofaltaría.

En medio de las algas, formadas por

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racimos oscuros, muy ramificados, concortos pedúnculos dotados de hojaslanceoladas, se deslizaban miríadas depequeños peces, planos, deformes, conuna boca muy ancha, de apenas uncentímetro de largo, del géneroantennarius y del octupus purpúreo, ysaltaban pequeños cefalópodos ygrandes cangrejos, ocupados en hacerverdaderos estragos entre susinfortunados vecinos.

—¡Qué desgracia no tener una buenasartén y una botella de aceite! —Murmuraba Brandok, que no perdía eltiempo—. ¡Qué buena fritada podríamoshacernos!

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La caza, ya que en vez de pesca setrataba de una verdadera caza, duróapenas media hora y fue muy abundante.

Dado que no podían cocinar todoslos pescados, ya que las hornallas deradium se encontraban dentro de laciudad flotante, los tres norteamericanosy sus compañeros se vieron obligados acomer esa exquisita fritada... ¡viva!

Mientras tanto, el huracán poco apoco se calmaba. Las nubes finalmentese habían dispersado, el viento habíaterminado por lanzar su poderoso soploy el Atlántico, como si se hubiesecansado de su gigantesca batalla que yaduraba cuarenta y ocho horas, se

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serenaba rápidamente.Lo que en cambio no daba signos de

calmarse, era la rabia de los confinados.Las copiosas libaciones habían

perturbado completamente esos cerebrosque quizás nunca habían estadoequilibrados.

Más enfurecidos por la negativa deJao de bajar el ascensor, habíansaqueado los depósitos, arrojando todopor el suelo; después habían emprendidola demolición de las casillas que aúnquedaban en pie, rompiéndolo ydestrozándolo todo.

Aullidos feroces subían de vez encuando por el pozo y conmovían no

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poco a Brandok y a Toby, pero dejabanabsolutamente indiferentes al capitán, aJao y al piloto e incluso a Holker, loscuatro hombres habituados a considerara los malvivientes como bestiaspeligrosas para la sociedad.

Por la tarde todo el trastorno cesó.Los confinados, cansados de romper ygritar, finalmente habían decididodescansar, a pesar del hedorinsoportable de los cadáveres quecomenzaba a expandirse debajo de lainmensa cúpula.

Los tres norteamericanos y suscompañeros, sentados al borde del pozo,un poco tristes, miraban el cielo que

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había vuelto a oscurecerse,preguntándose qué nueva desgracia losamenazaba.

Se hubiera dicho que un nuevohuracán estaba a punto dedesencadenarse sobre el agitado océano.Una atmósfera pesada, sofocante,reinaba en los estratos altos y en losbajos, saturada de electricidad.

El sol, desde hacía algunas horas, sehabía ocultado, más rojo que nunca,detrás de un nubarrón que habíaaparecido en el poniente.

—Sigue el mal tiempo, ¿no es cierto,capitán? —preguntó Brandok.

—Sí —respondió el comandante del

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Centauro, que parecía estar máspreocupado que de costumbre—.Tendremos una segunda borrasca,señores, que arrojará completamentefuera de su ruta a las naves voladorasque podrían encontrarse por estosparajes. Pero tengo una esperanza.

—¿Cuál es? —preguntó Toby.—Que este huracán, que vendrá del

poniente, nos saque de los sargazos ynos arroje al mar abierto.

—Sería una verdadera suerte,capitán.

—Despacio, señores. ¿Y si el vientonos impulsa esta vez hacia las islasCanarias? Eso es lo que temo.

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—¿No le gustaría atracar en esasislas? —preguntó Brandok con asombro.

El capitán del Centauro miró a suvez al norteamericano con profundasorpresa.

—¿Pero ustedes de dónde vienen?—le preguntó.

—De Norteamérica, señor.—Un país que no queda muy lejos

de las islas Canarias.—No entiendo lo que quiere decir,

capitán.—Desgraciada la nave marina o

aérea que cayese en esas islas —respondió el capitán—. Ni un solohombre de la tripulación lograría salir

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con vida.—¿Pero qué es lo que pasó en esas

islas? —preguntó Toby, que no estabamenos sorprendido que Brandok.

—¡Diablos! Los gobiernos deAmérica, Europa, Asia y África hanpoblado esas islas con todos losanimales que en una época existían enlos cinco continentes.

—¿Para qué? —preguntó Brandok.—Para conservar las especies. Allí

hay tigres, leones, elefantes, panteras,jaguares, pumas, bisontes, serpientes ymuchas fieras más de las que ni siquierasé el nombre —respondió el capitán—.Como bien saben, hoy todos los

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continentes están demasiado poblados, yesos animales no hubieran encontradorefugio ni espacio. Los zoológicos detodo el mundo, antes de la destruccióncompleta de todos los animales,pensaron en conservar al menos lasúltimas especies que quedaban.

—¿Y las llevaron a las islasCanarias?

—Sí, señor Brandok —respondió elcapitán.

—¿Y los habitantes de esas islas noson devorados por ellas?

—¿Qué habitantes?—¿Es que no los hay más? Perdone

mi ignorancia, capitán, pero venimos de

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las zonas más remotas del continenteamericano, donde no llegan las noticiasde todas las cosas que ocurren en elmundo —dijo Toby, que no deseaba dara conocer la historia de su maravillosaresurrección.

—Yo creía que los norteamericanosestaban más adelantados que nosotros,los europeos —observó el capitán—.¿Entonces ignoran totalmente la terriblecatástrofe que ocurrió en esasdesgraciadas islas hace cincuenta años?

—Nunca oímos hablar de ella —respondió Brandok.

—Ya se sabía que todas esas islasera de origen volcánico —agregó el

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capitán—. No eran otra cosa que laspuntas extremas de inmensas montañas,o mejor, de volcanes, hundidos quizásdurante el gigantesco cataclismo quehizo desaparecer a la antigua Atlántida.Un día muy triste el gigantesco Tenerife,después de no se sabe cuántos millonesde años, comenzó a despertarse,vomitando lava en cantidadesprodigiosas, y tantas cenizas quecubrieron todas las islas del grupo.Ojalá se hubiera limitado a eso; vomitódespués tal masa de gases asfixiantesque la población quedó completamentedestruida.

—¿Ni siquiera uno se salvó? —

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preguntó Brandok.—Apenas quince o veinte, que

llevaron a Europa la terrible noticia —respondió el capitán—. Esa erupciónespantosa duró veinte años, haciendoque desaparecieran varias islas;después, bruscamente, cesó. Losgobiernos europeos y americanos, luegode haber tratado en vano de volver apoblar esas tierras, pensaron entoncesen enviar a ellas a todos los animales,feroces o no, que aún subsistían en loscinco continentes, para impedir sudestrucción total.

—Entonces esas islas seconvirtieron en jardines zoológicos —

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dijo Toby.—Sí, señor. De vez en cuando

algunos valientes cazadores van allí conel fin de proveer de ejemplares a losmuseos e impedir que los animaleslleguen a ser demasiado numerosos.

—¡Cuántas cosas han hecho estoshombres en cien años! —murmuróBrandok, pensativo—. Si pudiéramosrepetir el experimento, ¿con qué nosencontraríamos dentro de otros cienaños? Quizás nosotros, hombres de otrotiempo, no podríamos vivir.

Mientras tanto, el huracán que elcapitán había anunciado avanzaba conun crescendo horrible de truenos y

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relámpagos, tan intensos que Brandok yToby se tapaban los oídos y cerraban losojos.

Parecía que la gran electricidaddesarrollada por las infinitas máquinaseléctricas que funcionaban en la cortezaterrestre había repercutido también enlos otros estratos aéreos, porque los dosnorteamericanos nunca habían visto, ensus tiempos, relámpagos tanenceguecedores y de tan larga duración.

Esta vez el huracán soplaba delponiente. Entonces era probable que elmar de los sargazos, agitado por losfuriosos asaltos del Atlántico,extendiera sus miles de brazos, dejando

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libre a la ciudad flotante.A la medianoche, el océano

sacudido por un viento impetuoso diolos primeros choques al campo de lossargazos. Sus olas caían sobre la masaherbosa con furia extrema, vagando ydestrozando aquí y allá sus márgenes.

La ciudad flotante, embestida pordebajo, se agitaba en todos los sentidos.Parecía como si las olas, de unapotencia incalculable, la estuvierangolpeando desde su parte inferior, yaque a veces sufría sobresaltosviolentísimos que ponían a dura pruebalos músculos de los tresnorteamericanos y sus compañeros.

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Los confinados, despertados por elretumbar incesante de los truenos, porlos resplandores intensísimos de losrelámpagos y el estruendo de las olas,habían vuelto a gritar, mezclando susvoces con el potente sonido de latormenta.

Asustados por todo ese ruido, nosabiendo qué pasaba afuera, pedían queles bajasen el ascensor, que ya noexistía, amenazando con hundir lasparedes de la ciudad flotante para que seahogaran todos.

—¡Lo único que nos falta! —Exclamó el capitán, un poco inquieto—.Si llevan a cabo esa amenaza, buenas

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noches a todos. No será el campo de lossargazos lo que nos salve con estosendiablados cabeceos. Querido Jao, hayque tratar de calmarlos.

—Sería preciso hacerlos subir yentonces nos matarían a todos —respondió el viejo, que comenzaba atemblar.

—Trate de tranquilizarlos.—No me escucharán. Quieren salir

de ese foso infernal donde se ahogan.¿No huelen ese hedor horrendo quecomienza a emanar de esos cadáveres?

—No fuimos nosotros los quehicimos esos estragos —dijo el capitán—. Que ahora soporten las

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consecuencias. Nosotros no podemos,siendo tan pocos y sin ascensor, hacersubir hasta aquí a cuatrocientos o máscadáveres; para lograrlo sería precisouna semana de trabajo.

—Y quizá no bastaría —dijo elpiloto.

—Y, sin embargo, hay que haceralgo por esos desgraciados —dijo Toby.

—¡Pero qué estúpido soy! —exclamó en ese momento Jao—. Y ellosson más estúpidos que yo.

—¿Por qué, amigo? —preguntó elcapitán.

—Nosotros podemos hacer que laciudad flotante se transforme en un

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inmenso frigorífico. ¡Y nadie ha pensadoen eso! ¡Soy una bestia!

—¿Y de qué modo? —preguntaronBrandok y Toby.

—Tenemos más de veinte tanquesllenos de aire líquido para laconservación del pescado. Diez de ellosse encuentran debajo de la cúpula y losotros en los cuatro ángulos de la ciudad.En cinco minutos los cadáveres secongelarán e inmediatamente se detendrásu putrefacción.

—Pero también se congelarán losque están vivos —dijo Brandok.

—Tienen frazadas; que se cubran —respondió el capitán, alzando los

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hombros.—Por lo menos trate de calmarlos v

advertirles —dijo Toby—. ¿No oyecómo golpean contra las paredes de laciudad? No dudo de que seanrobustísimas, pero en algún sitio podríanceder.

—Tiene razón —respondió Jao.Para hacerse oír mejor por los

confinados, se colocó en los travesañosde acero que habían servido parasostener el ascensor, apareciendo asíentre los potentes rayos de luzproyectados por las lámparas de radium,que nunca habían sido apagadas.

Fue visto enseguida por los

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habitantes, que no dejaban de mirarhacia arriba, siempre con la esperanzade ver bajar el ascensor, y un coro deinsultos subieron por el pozo con unestruendo endiablado.

—¡Ahí está el bandido!—¡Ahí está el traidor!—¡Linchemos a ese presidiario que

ha jurado nuestra destrucción!—¡Baja, perro!... ¡Baja!...Jao los dejó desahogarse, recibiendo

filosóficamente, sin conmoverse, esehuracán de injurias y de amenazas, ycuando los vio sin aliento, les hizo rucaseñal amistosa, gritando:

—¡Pero terminen ya, locos!

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¿Quieren escucharme o no? Si siguengritando, vuelvo a subir y no volverán averme nunca más.

—¡Sí, sí, dejemos que hable! —gritaron muchas voces.

—Habla de una vez, viejo —dijouna voz.

—Nuestra ciudad se ha desprendidodel escollo y la tempestad nos hallevado hasta los sargazos.

—¡Estás mintiendo!—Que uno de ustedes, pero sólo

uno, suba hasta aquí para confirmar sidigo o no digo la verdad.

—¡Baja el ascensor!—El mar se lo ha tragado.

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—Entonces baja una cuerda.—Sí —respondió Jao—. Pero les

advierto que si sube más de uno lacortaremos. La cúpula está averiada ycon el peso se caería.

—¿Quieres que reventemos aquí,entre todos estos cadáveres que huelenhorriblemente? —gritó otro.

—Abran los tanques de aire líquidoy se congelarán enseguida.

Apenas había terminado de hablar ytodos los hombres se precipitaron hacialos cuatro ángulos ele la ciudad flotante,donde se veían unos enormes tubos deacero.

Enseguida se oyeron unos silbidos

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agudísimos, v después una corriente deaire helada salió del pozo mientras losvidrios se cubrían de una capa de hielo.

Mientras tanto, Brandok, el capitán yel piloto habían atado una cuerda queservía para colgar las redes y que lasolas habían destruido y enredado.

—Pirémosla en la heladera—dijoBrandok, que respiraba a pulmón plenoel aire frío que salía a oleadas del pozo.

—Estamos casi en el Ecuador y nosrechinan los dientes. ¿Qué es lo que noinventaron estos maravillosos hombresdel 2000? ¡Terminaré por volverme locode veras!

Los confinados, una vez abiertas las

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válvulas, habían corrido a encerrarse enlas casas que todavía se mantenían, bieno mal, en pie, adueñándose de todas lasfrazadas que encontraban.

Si debajo de la cúpula se formabahielo, ¿qué frío debía reinar allá abajocon esos cuatro tanques que dejabanescapar aire a muchos grados bajo cero?

La cuerda, sólidamente sostenidapor el capitán, el piloto y Jao, tocó elpiso; pero entonces estalló otra pelea, ymás espantosa, entre aquellos furiosos.

Veinte manos la habían aferrado y noquerían dejarla. Los que no habíanllegado a tiempo, se pusieron a golpeardespiadadamente a los que la tenían

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aferrada.El capitán y sus compañeros, con

náuseas ante la visión de aquella escena,habían tratado en vano de retirar lacuerda. Pero para hacerlo hubiera sidonecesario emplear una grúa.

Ya el capitán estaba disponiéndose acortarla cuando un joven confinado, máslisto que los otros, con un salto digno deun acróbata, pasó sobre las cabezas delos demás, aferrándose y cortándola conun cuchillo por debajo de sus propiospies.

—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó elcapitán.

El joven subía rápidamente, ya que

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también los norteamericanos ayudabanal capitán.

Los confinados, viendo que sucompañero subía, lo insultaban,amenazando con destriparlo apenasvolviera a bajar.

—Nunca podremos ponernos deacuerdo con esos canallas —murmuróBrandok—. Los delincuentes de hacecien años eran iguales a éstos. Laciencia ha perfeccionado todo, menos laraza, y el hombre malvado sigue siendomalvado. Pasarán siglos y siglos perolevantando la capa de la civilizaciónsiempre se encontrará debajo al hombreprimitivo con instintos sanguinarios.

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La cuerda, vigorosamente izada porel capitán y sus compañeros, habíallegado hasta los bordes del pozo.

El confinado que se había aferrado aella, un joven casi imberbe, rubio,esmirriado, todo brazos y piernas,apenas se vio casi afuera dejó la cuerdasaltando ágilmente sobre la cúpula.

—Mira y baja a contar a tuscompañeros lo que has visto —le dijoJao.

—Me importa poco que estemos enel mar o en el infierno —respondió elpreso, aspirando el aire largamente—.Salí de esa carnicería y con eso mebasta. Mátenme, si quieren, pero nunca

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más volveré allá abajo. Me haríanpedazos.

—Quédate entonces —dijo elcapitán—, pero te advierto que siintentas hacer algo contra nosotros,tendrás que ajustar las cuentas con mirevólver eléctrico.

—No les daré ningún problema, selo juro, señor.

Abajo, los confinados, aullaban agarganta partida. Pero la gran voz de latempestad no tardó en ahogar todos esosclamores.

El huracán sacudía por segunda vezel Atlántico.

—¿Adónde iremos? —se preguntó el

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capitán, que miraba con inquietud lasolas que se estrellaban con furia extremasobre los campos de los sargazos.

Al cabo de un rato la ciudad flotante,que estaba un poco inclinada, seenderezó de golpe, emergiendobruscamente varios metros.

—¡Agárrense de los travesaños! —gritó Jao.

Una ola monstruosa, pasando através del campo de los sargazos en quese apoyaba la ciudad flotante, caía,avanzando con mil rugidos e impulsandohacia adelante cortinas de aguapulverizada que oscurecían hasta la luzde las lámparas.

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—¿Nos movemos? —preguntóBrandok, que con su robusto brazo teníaaferrado a Toby para que no fuesearrastrado por la ola.

Una tromba, una verdadera trombade agua, pasó sobre ellos, cubriéndolosy bañándolos de la cabeza a los pies;después, la ciudad flotante se desplazó ydio un salto inmenso.

Estaba libre de nuevo

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LA ISLA DE LAS BESTIASFEROCES

Por segunda vez la ciudad submarina seencontraba a merced del océano. Lasfuerzas brutales de la naturaleza habíanvencido nuevamente, pero esta vez nopara mal, pues había liberado a losnáufragos —si se los puede llamar así—de una prisión que hubiera podido serfatal para ellos.

La enorme masa de agua habíainiciado de nuevo su danza desordenada.¿Adónde iba? Nadie lo sabía. Pero locierto es que el viento y las olas los

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empujaban hacia el nordeste, endirección a las islas Canarias.

Los siete hombres, dado que conellos había quedado el joven confinado,no estaban muy alegres.

Los presos tenían mejor suerte,porque al menos estaban protegidos porlas paredes de acero, resguardados delos golpes del mar y de las terriblessacudidas del viento, aunque sufrieran elfrío intenso que incesantementedespedían los tanques de aire líquido.

—Toby —dijo Brandok, mientras lasolas seguían pasando sobre la cúpulacon un ímpetu espantoso—, como buennorteamericano nunca me disgustaron las

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aventuras, pero ya empiezo a tenerbastante de esta interminable historia.¿Sabes lo que pienso?

—Piensas que las olas sondemasiado violentas y que el Atlánticono es muy clemente con los hombres dehace cien años.

—No: que nosotros terminaremosmal.

—¿Y te lamentas después de habervivido casi un siglo y medio y habervisto tantas maravillas? ¿Sin mi licorqué serías tú a estas horas? Unmontoncito de cenizas sin un trozo dehueso siquiera.

—Tienes razón, Toby —respondió

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Brandok esforzándose por sonreír—.¡Entre centenares y centenares depersonas desaparecidas en los abismosde la muerte, sólo nosotros hemossobrevivido, y yo tengo el valor delamentarme!

—Confórmate con vivir una hora oun mes y no pienses en otra cosa. Sucedalo que suceda, ningún otro mortal tuvotanta suerte como nosotros. Cuídate, encambio, de las olas. Ponen en peligronuestras vidas.

Y las ponían en peligro de verdad.Nunca el Atlántico había desencadenadouna cólera como ésa, ni en cincuenta ocien años. Brandok, que en su juventud

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lo había atravesado muchas veces, nuncalo había visto así.

Pero, sobre todo, era la extrematensión eléctrica lo que sorprendía a losdos norteamericanos. Los relámpagostenían una duración extraordinaria, decinco y hasta diez minutos a veces, y losrayos caían por decenas, todos a la vez.Brandok, probablemente más nerviosoque Toby, saltaba como si recibieradescargas eléctricas, y cuando se pasabala mano por la cabeza, sus cabellos,aunque estaban mojados, crepitaban ydespedían chispas eléctricas.

La ciudad flotante, mientras tanto,seguía arrastrada por las olas como si

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fuera una simple cáscara de nuez. Ya noera una nave: se la podía considerar uninmenso cascajo sujeto a los caprichosdel océano.

Durante toda la noche y tambiéndurante el día siguiente la enorme masa,incesantemente atacada por las olas,erró por el Atlántico sin que losnáufragos pudiesen tratar de darle unadirección.

Durante todo ese tiempo losconfinados, probablemente muyimpresionados por el fragor de las olas,por el retumbar incesante de los truenosy los sobresaltos desordenados de suciudad, se habían quedado tranquilos.

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Además, el frío intenso que reinabaabajo había calmado sus furores. Jamásun frigorífico había estado tan frío, yaque los cristales de hielo habíanenvuelto hasta los cadáveres, deteniendosu putrefacción.

A la mañana del segundo día, elcapitán, que siempre estaba de guardiacon el piloto, resistiendo tenazmente alsueño, gritó:

—¡El Tenerife!Los tres norteamericanos, Jao y el

joven confinado, que dormitaban atadosa los travesaños de acero para no serarrastrados por las olas que el Atlánticoenviaba sin tregua contra la cúpula, al

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oír ese grito se incorporaron.Comenzaba a despuntar el alba, pero

era un alba grisácea, de aspecto triste,ya que las tempestuosas nubes nopermitían que la luz se difundieselibremente.

Hacia el levante, a gran altura, sealzaba una columna de fuego, oscilandoen todas direcciones y agujereando elcielo.

—¿Todavía está en erupción esagigantesca montaña? —preguntóBrandok.

—Parece que ha vuelto adespertarse —respondió el capitán.

—¿El viento nos impulsa hacia esas

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islas?—Lamentablemente, sí —exclamó el

capitán.—¿Conque después de los

confinados tendremos que vérnoslas conlas bestias feroces?

—No todas las islas están pobladasde leones, tigres, panteras, jaguares,leopardos, etcétera, señor. Hay muchasque sirven de asilo seguro a animalesinofensivos, o casi, como los bisontes,los últimos especímenes de su país,avestruces, jirafas, gacelas, ciervos,gamos y otros más que no sabríanombrar. Si las olas nos empujan hastauna de estas últimas, no tendremos nada

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que temer, por el contrario, nos haremosunos asados exquisitos.Desgraciadamente me parece que lasolas nos están arrojando hacia Tenerife.

—Me está haciendo poner la piel degallina, capitán.

—Nos refugiaremos en el fondo dela ciudad.

—Y entonces los presos nos haránpedazos.

—¡Al diablo! Me había olvidadoque tenemos un volcán debajo denuestros pies —dijo el capitán delCentauro—. Pero aún no estamos entierra y no sabemos adónde enviarán aestrellarse a esta inmensa caja de metal

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estas caprichosas olas.—¿Teme que se destroce? —

preguntó Toby.—Las playas de esta isla están casi

todas cortadas a pico o no sabríadecirle, señor, en qué estado nosacercaremos a ellas. Seguramente nomuy bien. ¿Encontraremos allí olasgigantes que arrojarán la ciudad quiénsabe dónde? Suceda lo que suceda, lesaconsejo que no abandonen ni un soloinstante los travesaños de la cúpula; elque se deje arrastrar por las olasterminará despedazado. ¡Mucho cuidadoy aférrense bien!

La ciudad flotante era arrastrada

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hasta la— antigua posesión españolaque los furores de la montaña habíanvuelto inhabitable.

El enorme cono, casi como siquisiera acompañar la rabia delAtlántico, escupía lava con vigor, ycubría todo de fuego.

A lo largo de sus abruptas laderasdescendían verdaderos ríos de lava,incendiando los bosques.

Bombas colosales salían de su cráterllameante y, después de atravesar lasnubes, volvían a caer describiendoarcos soberbios y estallaban haciéndosepedazos, dejando tras de sí rastros defuego.

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El viejo volcán, apagado desdehacía millones de años y que habíarevivido, volvía a hacer sentir su fuerza.

Estampidos colosales, que a vecesconseguían sofocar el retumbar de lostruenos, salían de su garganta de fuego.

—¿Quién hubiera dicho que esecoloso se despertaría un día y por dosveces seguidas? —Murmuró Toby—.Eso indica que la Tierra todavía no hacomenzado a enfriarse.

La ciudad flotante, mientras tanto,seguía avanzando, pasando por elamplísimo canal existente entre la GranCanaria y la isla de Puerto Ventura, conel grave peligro de chocar contra los

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innumerables peñascos que habíansurgido después de la erupción delTenerife.

Como las olas eran menostumultuosas a causa de las barrerasinvencibles que las dos islas oponían alos furores del Atlántico, el capitán ysus compañeros se habían levantado.

Una luz intensa, roja como la de laaurora boreal, descendía del inmensocono, tiñendo las aguas de reflejossangrientos.

El espectáculo era sublime y almismo tiempo espantoso.

Torbellinos de humo, también rojizo,pero que de cuando en cuando adquirían

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reflejos siniestros, como si masas deazufre estuvieran ardiendo dentro delcráter, se extendían debajo de lastempestuosas nubes, revolviéndose enlas alas del viento.

Las bombas seguían estallando conun fragor de trueno, destrozando eincendiando las antiquísimas selvas,mientras que los torrentes de lava seextendían como un mar de fuego.

—Una vez vi al Vesubio —dijoBrandok—. Pero aquello, comparadocon este titán, era un juguete.

La ciudad flotante, siempreimpulsada por las olas, había entrado enla zona iluminada. Parecía que estuviera

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navegando en un mar incandescente.Los vidrios de la cúpula, reflejando

los resplandores del volcán,proyectaban hasta el fondo de la ciudaduna luz tan intensa que hacía palidecer laque emitían las lámparas de radium.

Los confinados, que no podíanadivinar de qué se trataba, gritabanespantosamente, sin que ninguno seocupase de explicarles de dóndeprovenían esos intensos resplandores.

Era demasiada la ansiedad, o mejor,la angustia que se había adueñado delcapitán y sus compañeros, para quepudieran pensar en los que se estabanhelando dentro de la gigantesca masa de

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acero.El choque iba a producirse de un

momento a otro.Tenerife estaba a pocas brazas de

distancia y las olas seguían impulsandoa la ciudad flotante con gran ímpetu.¿Resistiría o se destrozaría? Ésa era lapregunta que atormentaba a todos, sinencontrar una respuesta.

Eran las dos de la mañana.El volcán ardía y tronaba con

creciente furor.Parecía como si toda la isla

estuviese en llamas.Los tres norteamericanos, el capitán,

el piloto y los dos confinados se habían

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echado en la cúpula, aferrándosefuertemente a los travesaños.

Las olas, que avanzaban por elcanal, no dejaban de asaltar eseobstáculo que les impedía desplegarselibremente.

Llegaban una tras otra, conintervalos brevísimos, levantandoformidables remolinos.

De improviso la ciudad flotante seelevó unos metros con un ruidoensordecedor, y después giró sobre uncostado, acercándose a una playa quehabía aparecido de pronto después delretiro del último golpe del mar.

Una parte de la cúpula se hizo

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pedazos con un ruido inmenso, cayendodentro de la ciudad con Jao y el jovenconfinado, que por desgracia seencontraban en ese sitio.

Los tres norteamericanos, el capitány el piloto, más afortunados, habíanconseguido saltar a tiempo a tierra,trepando velozmente por la playa antesde que la ola gigante volviera al asalto.

El mar, en ese lugar, ofrecía unespectáculo horrible. Las olas, detenidasbruscamente en su carrera impetuosa,golpeaban la isla con un estruendoensordecedor y espantoso. Inmensascolumnas de espuma caían, con fragorde trueno, contra las rocas,

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destrozándolas, pulverizándolas.La ciudad flotante, golpeada por

todos lados, chocaba y volvía a chocarcontra la costa.

La enorme caja de metal, quedurante largos años, en el escollo al queestaba fijada, había desafiadoimpunemente la rabia del Atlántico,poco a poco se destrozaba.

Desde el interior llegaban gritoshorribles. Los presidiarios, viendo queel agua entraba por la cúpulaprácticamente deshecha, escapaban paratodos lados para no morir ahogados porel formidable asalto de las olas.

—¡Están perdidos! —dijo el

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capitán, que se mantenía aferrado a unaroca, al lado de Brandok.

—¿Usted lo cree? —preguntó éstecon voz conmovida.

—Ninguna construcción humanapuede resistir semejantes golpes. Dentrode media hora, o quizás menos, lasparedes metálicas se abrirán y ningunode esos desgraciados se salvará.

—¿No podemos intentar nada paraarrancarlos de las manos de la muerte?—preguntó Toby, que se encontraba alotro lado del capitán.

—¿Qué quieren hacer? ¡Si bajamos,las olas nos llevarán sin que podamosayudar a los habitantes de esa pobre

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ciudad!—Se me rompe el corazón viéndolos

morir de ese modo.—Piense que está asistiendo al

naufragio de un barco. El océano, decuando en cuando, reclama sus víctimas.

—Y a nosotros, ¿qué suerte nos estáreservada? —preguntó Brandok.

—No muy alegre, por cierto, si nollega en nuestro socorro alguna nave —respondió el capitán—. Mañana nosencontraremos entre leones, tigres,leopardos y jaguares, y no sé cómo noslas arreglaremos, señores, ya que esjustamente en esta isla donde se hanreunido todas las bestias feroces

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capaces de defenderse por sí solas y,por lo tanto, de conservar su especie.

—¿Y no contamos más que con surevólver?

—Nada más, señores.—Corremos entonces el peligro de

terminar nuestro viaje en el vientre deestos feroces y sanguinarios habitantes.

—¡Lamentablemente!—No tenemos entonces porqué

llorar la muerte de los habitantes de laciudad submarina.

—Quizás tengamos que envidiarla—concluyó el capitán.

Mientras tanto, la enorme caja deacero, empujada y vuelta a empujar por

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las olas que no cesaban de embestirla,seguía chocando y destrozándose, con unruido infernal, contra las rocas de lacosta.

Los grandes vidrios se rompían y elagua se precipitaba adentro como un río.

Los gritos de los desgraciados quese ahogaban, sin poder escapar deningún modo a la muerte, poco a poco sevolvieron más espaciados y débiles,mientras que el volcán retumbaba ytronaba formidablemente, compitiendocon los fragores de la tempestad.

De pronto la ciudad fue bruscamenteelevada y completamente dada vueltapor una ola monstruosa.

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El fondo, cubierto de algas y deincrustaciones marinas, apareció unmomento en la superficie; después lamasa entera fue tragada y desaparecióbajo las olas con sus muertos y susvivos, si todavía quedaba alguno.

—Todo terminó —dijo el capitán,que por primera vez pareció conmovido—. Por otra parte, aunque hubieranpodido escapar por ahora a la muerte,no se hubieran salvado más tarde de lavenganza de la sociedad. Una buenabomba de silurite que se hubiera dejadocaer desde una nave aérea los hubierahundido para castigarlos por surebelión.

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—¿Qué es el silurite? —preguntóToby.

—Un explosivo potentísimo,inventado recientemente, que pulverizauna casa de veinte pisos como si fueseun simple castillo de papel —respondióel capitán—. Señores, veo surgir sobrenosotros una roca que me parece cortadacasi a pico. ¿Quieren un buen consejo?Apurémonos a llegar a ella antes de queamanezca.

—Tampoco aquí corremos peligro—observó Brandok—. Las olas nollegan hasta nosotros.

—Pero sí podrían llegar las fieras,querido señor —respondió el capitán—.

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Escalar este escollo no será demasiadodifícil para una pantera o un leopardo.Síganme, o más tarde se arrepentirán.

Nadie, salvo el capitán, a quien nose le escapaba nada, había notado hastaentonces que un poco más atrás selevantaba una pequeña roca que podíatransformarse en un óptimo refugiocontra los asaltos de las innumerablesfieras que poblaban la vasta isla.

Los tres norteamericanos,comprendiendo que su salvación estabaallí arriba, aunque apenas conseguíansostenerse en pie, después de tantasvigilias a las que no estaban habituados,siguieron al capitán y al piloto.

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La luz intensa, proyectada por elhumeante volcán, permitía elegir la partemenos difícil para escalar el pequeñocono.

Pero las paredes eran tan lisas queel capitán comenzaba a dudar mucho depoder alcanzar la cima, cuandodescubrió una especie de zanja más bienestrecha, con los márgenes cubiertos dematorrales, cuya pendiente era muypronunciada pero que no obstante podíaservir.

—¡Ánimo, señores! —dijo, viendoque los tres norteamericanos estabanagotados—. Un esfuerzo más: cuandoestemos allá arriba van a poder

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descansar tranquilamente.Aferrándose a los matorrales y

ayudándose unos a otros, después deveinte minutos, lograron alcanzar lacima del cono, que estaba cercenado.

La plataforma superior era muypequeña, pero era suficiente para cincohombres.

—Si tienen sueño, duerman —aconsejó el capitán—. Nosotros nosencargaremos de vigilar. Hasta quesalga el sol no corremos ningún peligro.Las fieras están demasiado asustadaspor la erupción para pensar en nosotros.Esta noche no dejarán sus madrigueras.

—Lo necesito —dijo Brandok, que

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estaba muy pálido, como si el supremoesfuerzo lo hubiese abatido porcompleto—. No sé lo que tengo: mismiembros tiemblan y todos mismúsculos saltan como si recibierancontinuas descargas eléctricas. Es lasegunda vez que me pasa esto.

—Yo experimento los mismosefectos —dijo Toby, dejándose caer alpiso como un peso muerto.

—Un buen sueño los calmará —dijoel capitán—. Ustedes han experimentadodemasiadas emociones en muy pocosdías.

El doctor sacudió la cabeza y miró aBrandok, que saltaba y se agitaba como

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si tuviera una pila dentro del cuerpo.—Esta intensa electricidad, que ya

ha saturado todo el aire del globo y a lacual no estamos habituados, temo quesea fatal para nosotros —murmuródespués—. Somos hombres de otraépoca.

A pesar de los fragores del mar, losrugidos del viento y los formidablesestruendos del volcán, los tresnorteamericanos cerraron los ojos,durmiéndose casi inmediatamente.

Ya habían pasado tres noches sindormir, y sólo el capitán y su piloto,acostumbrados a las vigilias, podíanresistir esa larga prueba.

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Aquel sueño benéfico duró hasta lasocho de la mañana, y quién sabe cuántohabría durado si el capitán no loshubiese despertado con vigorosas yrepetidas sacudidas.

El huracán había cesado y el sol, yaalto, lanzaba sus ardientes rayos sobrela verde isla que en otros tiempos habíasido una de las más espléndidas perlasdel Atlántico.

En medio de aquella tierra fecunda,rica en espléndidas plantas tropicales,descollaba, inmenso, gigante, elTenerife, de cuyo cráter salían todavíalenguas de fuego y grandes y densasnubes de humo que oscurecían el cielo.

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Todos los bosques de la montañaardían, retorciéndose bajo el acoso de lalava que descendía sin pausa.

Toda la llanura que se extendía hastala orilla del mar, con ligerasondulaciones, estaba cubierta desoberbias selvas de palmeras, cocos ybananeros.

Pero no había ninguna casa, ningúncampo cultivado: ciudades y puebloshabían desaparecido bajo aquellaexuberante vegetación.

—¿Éste es el imperio de las bestiasferoces? —preguntó Brandok, que sehabía recuperado un poco de sussobresaltos nerviosos.

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—Sí, señor —respondió el capitán.—Pero yo no veo esas terribles

bestias.—No tardarán en aparecer.—Tiene razón, capitán —dijo el

piloto—, no tardarán. Allá abajo hayalgunas que se mueven entre losmatorrales que rodean la roca. Ya noshan olfateado y se preparan para llenarsus vientres con nuestras carnes. Mirenallá.

El capitán y los tres norteamericanosmiraron en la dirección que el pilotoindicaba con el brazo y no pudieroncontener un escalofrío de terror.

Treinta o cuarenta animales de

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pelambre leonado y espesas melenasnegruzcas se abrían paso a través de losmatorrales, acercándose a la roca queservía de contrafuerte al cono.

—¡Es una manada de leones! —Exclamó el capitán—. Ya están cercalos vecinos que nos harán pasar unosmomentos terribles.

—¿Podrán llegar hasta nosotros? —preguntaron Toby y Holker, que estabanmás asustados que Brandok.

—Podrían intentar un asalto por ellado de la hendidura —respondió elcapitán—. Afortunadamente el paso esestrecho y no podrán presentarse másque de a uno por vez.

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—¿Tiene suficientes balas paradetenerlos? —preguntó Brandok.

—Yo respondo por seis; en cuanto alos demás... ¡Ah! ¡Recojan piedras ytodo cuanto pueda servirnos deproyectiles! ¡Ya están en la zanja!¡Rápido, señores! ¡No hay tiempo queperder!

Los cinco hombres se dejaron caeren la hendidura, donde había muchaspiedras caídas de las rocas por losaguaceros.

Con un esfuerzo supremo subieronmuchas a la pequeña plataforma,alineándolas frente a la embocadura dela quebrada.

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Apenas habían terminado larecolección cuando los leones, yabastante cansados de mirar a los cincohombres desde lejos, se movieron,subiendo la roca.

Rugían espantosamente y mostrabansus agudos dientes mientras sus melenasse agitaban.

Un macho enorme, de estaturaimponente, después de haber lanzado unrugido formidable que pareció un trueno,superó el contrafuerte y se lanzóresueltamente a la zanja, clavando lasuñas en las hendiduras de la roca.

—Ahorremos, mientras podamos,las municiones —dijo el capitán—.

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¡Ayúdenme a lanzar esta bomba,señores!

Tomaron una piedra que pesaríacuarenta kilogramos que poco anteshabían llevado, no sin esfuerzo, hasta laplataforma, y esperaron el momentooportuno para arrojarla.

El león, sospechando esa maniobra,se había detenido; pero después,impulsado por el hambre y alentado porlos rugidos de sus compañeros, comenzóa trepar. El capitán, que también teníalisto el revólver eléctrico, esperó a queestuviese bien de frente y después gritó:

—¡Ahora!...La piedra, violentamente empujada

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hacia adelante, rodó hacia abajo por lahendidura con rapidez fulmínea y cayóencima de la bestia, que en ese momentose encontraba en un sitio estrecho.

Golpeada en la cabeza por elproyectil, se estremeció, fulminada,obstruyendo el paso con su cuerpo.

Pero no era un obstáculo suficientepara aquellos salteadores, que nisiquiera se detenían ante una empalizadade tres o cuatro metros.

Otro león, que inmediatamentedespués había entrado en la hendidurasin ser visto por los asediados,demasiado ocupados en vigilar losmovimientos del primero, anunció su

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presencia con un rugido formidable.Saltar sobre el cuerpo de su compañeroy precipitarse al asalto fue cosa de unmomento.

Los defensores de la colinita notenían tiempo de arrojar una nuevapiedra. Afortunadamente el capitán teníael revólver.

Se oyó un ligero silbido y también lasegunda fiera cayó con una bala en elcerebro.

—¡Bravo, capitán! —gritó Brandok.Los otros leones, más prudentes, se

detuvieron; después se pusieron a darvueltas y vueltas alrededor del cono,llenando el aire de rugidos.

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Mientras tanto, en el margen delbosque habían aparecido otros animales.Había tigres, leopardos y jaguares y,cosa extraña, parecía que estaban enbuenas relaciones, ya que no se atacabanrecíprocamente, como a lo mejorhabrían hecho si se hubieran encontradoen sus selvas nativas.

Probablemente el continuo contactolos había persuadido a respetarserecíprocamente, sabiendo que poseíanfuerzas casi iguales. Pero es cierto queno respetaban a los más débiles para nomorir de hambre.

—Nuestra situación muy pronto va aser desesperada —dijo el capitán—.

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Aun cuando consigamos destruir a losleones, allí están los otros animales, nomenos peligrosos, listos parareemplazarlos. Les había dicho, señores,que íbamos a envidiar la suerte de losconfinados. Era mejor morir ahogadosantes que sentir las uñas y los dientes deestas fieras. El océano nos ha perdonadopara condenarnos a un final másmiserable. ¿Tú qué dices, piloto?

El marinero no respondió. Con unamano extendida delante de los ojosmiraba hacia arriba.

—¡Eh, piloto! ¿Te has vuelto mudo?—preguntó el capitán.

Un grito escapó en aquel mismo

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momento de los labios del marinero.—¡Un punto negro en el espacio!—¿Una nave aérea? —preguntó el

capitán dando un salto.—No sé, comandante, si es un gran

pájaro o algún socorro que llega en buenmomento. Miren bien, mientras yoobservo a los leones.

Brandok y sus compañeros se habíandado vuelta, mirando hacia arriba.

Un punto negro, un poco alargado,que no podía confundirse con un pájaro,un águila o un cóndor, y que seagrandaba con fantástica rapidez, hendíael espacio a una altura extraordinaria,como si quisiera pasar sobre la inmensa

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columna de fuego y humo que vomitabael cráter del Tenerife.

—¡Sí! ¡Es una nave! ¡Una nave! —gritaron todos.

—Es nuestra salvación que llega enbuen momento —respondió el capitán,disparando sobre un tercer león quehabía decidido moverse para atacar.

La nave voladora desaparecióalgunos instantes detrás de lostorbellinos de humo, y reapareciódescendiendo rápidamente. Tenía laproa apuntando hacia el pequeño cono yavanzaba con el ímpetu de un cóndor.

—¡Nos han visto y se dirigen hacianosotros! —Gritó el piloto—. ¡Resista

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algunos instantes más, comandante!Los leones, como si se hubiesen

dado cuenta de que las presas humanasestaban por escapárseles, volvieron alasalto, mientras muchos tigres y variosjaguares aparecían por entre losmatorrales para tomar parte ellostambién del banquete humano.

El capitán, viendo que otra fieraentraba en la zanja, no titubeó en gastarotra bala, y, excelente tirador, no erró elblanco.

—Y tres —dijo—. Pero todavíaquedan quince o dieciséis, sin contartodas las otras fieras que parece queestán ansiosas por probar un poco de

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carne humana. Por otra parte, no estánequivocados. Desde hace muchos añosno deben probar un plato como éste.

Un cuarto león, después de haberlanzado un rugido espantoso, trepó porla zanja saltando sobre los cadáveres desus compañeros, pero no tuvo mejorsuerte.

Los náufragos de la ciudadsubmarina, seguros ya de ser rescatadospor la nave voladora, que se agigantabaa cada segundo, habían comenzado ahacer rodar las piedras recogidas,arrojándolas en todas direcciones paradetener no sólo el ataque de los leones,sino también el de los otros animales.

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Aquella lluvia de piedras tuvo mejorresultado que los disparos del capitán.

Las fieras, espantadas, habíancomenzado a retroceder, dando saltosgigantescos para no romperse lascostillas.

—¡Valor, señores! —Gritaba elcapitán, que de vez en cuando disparabaalgún tiro—. Arrojemos al bosque a estamanada hambrienta.

Y la tempestad de piedrascontinuaba, furiosa, especialmentedentro de la zanja adonde trataban deentrar las fieras, siendo el único puntovulnerable del pequeño cono.

Aquella lucha desesperada duraba

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ya algunos minutos, cuando una vozsonora y al mismo tiempo imperiosacayó desde lo alto.

—¡A tierra todos!El capitán había alzado los ojos. La

nave aérea, una hermosa máquinapintada de gris y dotada de inmensashélices, estaba casi sobre ellos.

—¡Obedezcan! —gritó.Todos se habían apresurado a

arrojarse al piso sin pedir ningunaexplicación.

Un momento después una bolarojiza, no más grande que una naranja,caía en la extremidad de la zanja, dondeleones, tigres y jaguares, en total

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acuerdo, se habían reunido para intentarun último y más formidable asalto alcono.

Se oyó una explosión terrible quehizo temblar las rocas y levantó unainmensa nube de polvo.

Era una pequeña bomba de aquelterrible explosivo que el capitán delCentauro había llamado silurite, quehabía estallado en medio de las fieras.

—¡Levántense, señores! —gritó lamisma voz de antes—. Ya no hay másfieras alrededor de ustedes.

Brandok fue el primero en ponersede pie.

Los efectos causados por esa

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minúscula bomba eran espantosos.Mitad de la roca que servía de

contrafuerte al cono había saltado y yano se divisaba huella alguna de losanimales. El potente explosivo habíapulverizado tigres, leones y jaguares.

—¿Cómo sería una guerra conbombas como ésas? —Murmuró elnorteamericano—. Diez naves voladorasservirían para destruir, en diez minutos,la más gigantesca ciudad del mundo.

La nave descendía suavemente,mientras su tripulación bajaba unaescala de cuerda.

El capitán del Centauro fue elprimero en aferrarla e impulsarse hacia

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arriba, donde un hombre barbudo yfornido lo esperaba sonriendo, con losbrazos abiertos.

—¡Tompson! —exclamó el capitándel Centauro cuando hubo saltado labaranda.

—¡Firsen! —Exclamó el otro,estrechándole la mano, a la inglesa—.Te buscaba desde hace una semana.

—¡Tú!—Llegó a Inglaterra y Francia la

noticia de que los confinados se habíanapoderado de tu nave. ¿Sabes que se hanatrevido a asaltar a unas navesmarítimas?

—¿Quiénes?

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—Los que se habían apoderado delCentauro.

—¿Y qué sucedió con ellos?—Los hundí yo, con media docena

de bombas de silurite, a doscientasmillas del estrecho de Gibraltar.

—¿Y mi nave se hundió con ellos?—No querían rendirse.—¡Bah! El gobierno inglés me

indemnizará —dijo el capitán delCentauro, alzando los hombros—.Prefiero que repose en el fondo delAtlántico antes de que se convierta enuna nave pirata. Pido hospitalidad paramí y para estos señores que meacompañan. ¿Adónde vas?

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—A Francia.—Muy bien: es un bello país.Brandok, Toby, Holker y el piloto

también habían subido a la nave. Pero elprimero, apenas puso sus pies en elpuente, fue presa de un temblor tanintenso que por poco cae sobre Holker.

—¿Qué le pasa, señor? —preguntóel capitán del Centauro. Brandok norespondió enseguida. Estabatransfigurado y palidísimo.

Parecía que sus ojos, dilatados,querían salírseles de las órbitas, y losmúsculos de su rostro temblaban de unmodo extraño.

—¿Qué le pasa, señor? —repitió el

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capitán.—Esta nave funciona a electricidad,

¿no es cierto? —preguntó finalmente elnorteamericano, con una voz tan alteradaque sorprendió a todos.

—Sí, señor.—Ahora comprendo... ¡Toby!El doctor no dio respuesta alguna.

Estaba parado en medio del puente de lanave y miraba una gran lámpara deradium con ojos vidriosos, parecidos alos de un hipnotizado.

También él estaba extremadamentepálido y temblaba como si sufriera decuando en cuando descargas eléctricas.

—¿Qué les pasa a estos señores? —

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preguntó Tompson. —No lo sé —respondió el capitán del Centauro, queparecía estar vivamente impresionado—. Es la segunda o la tercera vez quelos veo temblar así.

—¿Quiénes son?—Dos señores norteamericanos que

están dando la vuelta al mundo.En ese momento Holker se acercó a

ellos.—Mis amigos no están habituados al

intenso desarrollo de la electricidad quereina en estas naves —dijo a los doscapitanes—. Hagan que los lleven a suscamarotes y tratemos de llegar a tierralo antes posible. Les prometo mil

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dólares si mañana llegamos a Lisboa.—Forzaremos las máquinas —

respondió Tompson.—Todo lo que puedan —dijo

Holker, que parecía muy preocupado.Se acercó a Brandok, que se había

apoyado en la baranda de babor, comosi no pudiera mantenerse derecho sin laayuda de algo que le sirviera de puntode apoyo.

—¿Qué es lo que siente, señorBrandok? —le preguntó.

—No lo sé... —balbuceó el joven—.Siento un temblor extraño y unaturbación inexplicable. Me ha dado estoapenas puse un pie en esta nave. Se diría

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que mi cerebro recibe continuamentedescargas. Pero cuando estaba en elcono me encontraba perfectamente bien.

—Es la gran tensión eléctrica quereina aquí lo que le produce esosefectos, señor Brandok. Cuando estemosen tierra esos temblores desaparecerán.

El joven sacudió la cabeza condesaliento, después, con un hilo de voz,dijo:

—Toby y yo somos hombres de otraépoca.

Cuatro robustos marineros tomaronal joven norteamericano y a Toby pordebajo de las axilas y los transportarona los camarotes de popa,

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acomodándolos en unas buenas camas.—Me temo que estos hombres están

perdidos —murmuró Holker—. En suépoca la electricidad no tenía eldesarrollo enorme que alcanzó ahora.¿Qué va a ser de ellos? Comienzo atener miedo.

Al día siguiente, antes del mediodía,la nave voladora enfilaba el Tajo yentraba a toda velocidad en la capital dePortugal.

Brandok y Toby poco a poco sehabían tranquilizado, pero ya no eran losalegres amigos de antes. Parecía comosi una profunda preocupación turbasesus cerebros, y a la más pequeña

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emoción volvían los temblores y lossobresaltos de los músculos.

El señor Holker, que comenzaba aasustarse, los hizo conducir a la estacióndonde ya había alquilado uncompartimiento especial.

Veinticinco minutos después partíanlos coches por un tubo de la líneaferroviaria subterránea, a una velocidadde doscientos kilómetros por hora.

La travesía por España se llevó acabo en seis horas, sin que bajaran enninguna estación.

Holker, que veía a sus compañerosagravarse cada vez más, tenía prisa porllegar a la capital francesa para

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consultar a un científico acerca de laenfermedad que los había atacado y quepodía tener otro origen.

A la mañana siguiente descendían enla estación de la capital francesa,entonces doblemente grande ydoblemente poblada.

En aquellos cien años se habíavuelto una de las ciudades másindustriales del mundo.

El aire de la gran capital, saturadade electricidad a causa de su númeroinfinito de máquinas eléctricas, no hizomás que agravar la situación de Toby yBrandok.

Fueron conducidos a un hotel presa

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del delirio.El señor Holker, cada vez más

asustado, hizo llamar inmediatamente auno de los más eminentes médicos, alque le contó todo lo que había ocurridoa sus desgraciados amigos, sin ocultarlela historia de su milagrosa resurrección.

La respuesta que obtuvo fue terrible.—Aunque me cueste trabajo creer

que estos hombres han encontrado elsecreto para dormir un siglo entero —dijo el médico—, ni yo, ni nadie, podrásalvarlos. Tanto por la intensaelectricidad a la que no están habituadoscomo por las emociones producidas pornuestras maravillosas obras, sus

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cerebros han sufrido tal sacudida que nose curarán nunca. Llévelos a lasmontañas de Auvernia, al sanatorio demi amigo Baudin. ¡Quién sabe! A lomejor el aire vivificante de aquellascumbres puede lograr un milagro.

El mismo día el señor Holker, condos enfermeros y los dos locos, subía auna nave voladora alquilada para ese finy partían para Auvernia.

Un mes más tarde tomaba solo ytriste el ferrocarril de París para volvera Norteamérica. Ya había perdido todaesperanza.

Brandok y Toby habían sidodeclarados locos, y para peor, locos

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incurables.—Más valía que no se hubieran

despertado de su sueño secular —murmuró el señor Holker con un largosuspiro, mientras tomaba asiento en elcompartimiento del coche.

Yo me pregunto ahora si aumentandola tensión eléctrica, la humanidad entera,en un tiempo más o menos lejano, noterminará por enloquecer. He aquí ungran problema que debería preocupar anuestros científicos.

Page 629: Es casi imposible no concebir el · después de un breve silencio. —Estoy más aburrido que antes y es ... resucitar bajo una gota de agua y reabrir su corola eternamente bella,

FIN

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EMILIO SALGARI. (1862-1911)Escritor italiano. Emilio Salgari nacióen Verona en 1863. Sus viajes por marse limitaron a breves periodos denavegación durante su juventud en unbarco escuela y al tiempo en que prestóservicios a bordo de un mercantil que

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recorría la costa Adriática y parte delMediterráneo. En ese periodo empezó aescribir poesía y relatos breves.Comenzó así su afortunada perotormentosa carrera literaria.

En su obra destacan algunos ciclostemáticos como la jungla, los piratasasiáticos, los corsarios del Caribe y laspraderas norteamericanas. Sus libros secaracterizan por la simplicidad de lospersonajes y la viveza de la acción,aspectos que terminarían por renovar elpanorama de la literatura juvenil. Porculpa de las penurias económicas y poruna serie de desgracias familiares, suvida acabaría trágicamente. Entre su

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extensa producción literaria destacan"La cimitarra de Buda", "Los piratas deMalasia", "El Corsario Negro" y "Lostigres de Mompracem".

Murió en Turín en 1911.