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Reseña publicada en revista Dialéktica, ISSN 1852-0650, año XIX, número 22, 2010 La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura JACQUES RANCIÈRE. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009, 236 pp., trad. C. González Tomás Frère La palabra muda es, como gran parte de la producción de Jacques Rancière (JR), el intento por delimitar un objeto paradójico. Si en obras anteriores JR se interrogaba por la política o por la estética, en este libro –publicado once años después de su edición francesa– el concepto a indagar es el de «literatura». Se trata de un esfuerzo «por reconstruir la lógica que hace de la “literatura” una noción a la vez tan evidente y tan mal determinada» (13); es decir, plantear respuestas a esa pregunta que interroga qué es la literatura. Ésta es para JR «el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción y produce por consiguiente los discursos que teorizan la distinción, pero también los que la desacralizan para remitirla ya sea a la arbitrariedad de los juicios, ya sea a criterios positivos de clasificación» (13). El libro actualiza también otros trabajos más famosos de JR, como El desacuerdo y El maestro ignorante, en los cuales el lazo entre estética y política es claro. Por «política» se entenderá la actividad que desplaza a un cuerpo del lugar que el buen orden le había asignado. La política hace aparecer lo que no tenía razón para aparecer, «hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido» 1 . Hay política allí donde se encuentran dos lógicas: la policial (el orden de los cuerpos) y la de la igualdad. Para «estética», en cambio, parece haber dos sentidos. En un sentido restringido, JR se refiere al régimen estético del arte, que atenta contra el régimen representativo del arte y destruye su partición jerárquica de lo sensible (La palabra muda se ubica en el paso entre ambos regímenes). Pero en un sentido amplio, designa aquella partición de lo sensible que determina un modo de articulación entre formas de acción, producción, percepción y pensamiento. Es así que la estética está en estrecha correlación con la política, ya que al oponer ésta la igualdad a cualquier orden natural de los cuerpos, se reconfigura de modo polémico toda partición de lo sensible. Pero ya volveremos sobre esto. Contradicciones de la literatura La contradicción principal que sufre el campo de la literatura aparece reflejado en lo que será el hilo conductor de La palabra muda: el paso de un régimen literario a otro. En efecto, existen dos polos entre los que fluctúa el arte de la palabra. El primero tiene a Voltaire como su representante: la literatura es ese saber que juzga normativamente las perfecciones e imperfecciones de las obras escritas; existen normas para el desarrollo de la poética 1 RANCIÈRE, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996, p. 45. En esta frase se condensa, creemos (y vaya sólo a modo de problema futuro a trabajar), toda una concepción acerca de cuál es la «politicidad» de la estética, es decir, acerca de su papel en la organización de lo sensible.

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ENTERO - La Palabra Muda (Reseña Final Dialektica) Vf

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Reseña publicada en revista Dialéktica, ISSN 1852-0650, año XIX, número 22, 2010

La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura

JACQUES RANCIÈRE. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009, 236 pp., trad. C. González

Tomás Frère

La palabra muda es, como gran parte de la producción de Jacques Rancière (JR), el intento por delimitar un objeto paradójico. Si en obras anteriores JR se interrogaba por la política o por la estética, en este libro –publicado once años después de su edición francesa– el concepto a indagar es el de «literatura». Se trata de un esfuerzo «por reconstruir la lógica que hace de la “literatura” una noción a la vez tan evidente y tan mal determinada» (13); es decir, plantear respuestas a esa pregunta que interroga qué es la literatura. Ésta es para JR «el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción y produce por consiguiente los discursos que teorizan la distinción, pero también los que la desacralizan para remitirla ya sea a la arbitrariedad de los juicios, ya sea a criterios positivos de clasificación» (13).

El libro actualiza también otros trabajos más famosos de JR, como El desacuerdo y El maestro ignorante, en los cuales el lazo entre estética y política es claro. Por «política» se entenderá la actividad que desplaza a un cuerpo del lugar que el buen orden le había asignado. La política hace aparecer lo que no tenía razón para aparecer, «hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido»1. Hay política allí donde se encuentran dos lógicas: la policial (el orden de los cuerpos) y la de la igualdad. Para «estética», en cambio, parece haber dos sentidos. En un sentido restringido, JR se refiere al régimen estético del arte, que atenta contra el régimen representativo del arte y destruye su partición jerárquica de lo sensible (La palabra muda se ubica en el paso entre ambos regímenes). Pero en un sentido amplio, designa aquella partición de lo sensible que determina un modo de articulación entre formas de acción, producción, percepción y pensamiento. Es así que la estética está en estrecha correlación con la política, ya que al oponer ésta la igualdad a cualquier orden natural de los cuerpos, se reconfigura de modo polémico toda partición de lo sensible. Pero ya volveremos sobre esto.

Contradicciones de la literaturaLa contradicción principal que sufre el campo de la literatura aparece reflejado en lo que será el hilo conductor de La palabra muda: el paso de un régimen literario a otro. En efecto, existen dos polos entre los que fluctúa el arte de la palabra. El primero tiene a Voltaire como su representante: la literatura es ese saber que juzga normativamente las perfecciones e imperfecciones de las obras escritas; existen normas para el desarrollo de la poética (representativa). En el otro polo está Blanchot, incapaz de definir qué es la literatura, precisamente porque consiste para él «en el movimiento infinito de volverse hacia su propio asunto»; «una experiencia radical del lenguaje, consagrada a la producción de un silencio» (15). La literatura se ha emancipado: tenemos ahora, en lugar de las normas, una indiferencia de la forma con respecto al contenido.

La revolución literaria es, pues, el paso de la representación a la expresión. Si en la poética clásica la ornamentación del discurso (elocutio) se subordinaba a la elección del tema a representar (inventio), en la nueva poética de la expresión la elocutio se emancipa de la tutela de la inventio y ocupa su lugar. Se derrumba así todo el sistema poético de la representación. Pero la poética expresiva es contradictoria; se trata de saber «cómo resultan compatibles entre sí la afirmación de la poesía como modo del lenguaje y el principio de indiferencia» (39). El cambio más importante es, en este sentido, la sustitución de la palabra-acto del orador en la retórica clásica por la escritura. El paso de la representación a la expresión opone el lenguaje como instrumento de demostración y ejemplificación, dirigido a un oyente calificado, frente al

1 RANCIÈRE, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996, p. 45. En esta frase se condensa, creemos (y vaya sólo a modo de problema futuro a trabajar), toda una concepción acerca de cuál es la «politicidad» de la estética, es decir, acerca de su papel en la organización de lo sensible.

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lenguaje en tanto cuerpo vivo de símbolos. El lenguaje es ahora –y esto es esencial– autosuficiente, se sostiene por sí mismo.

La contradicción fundamental que intenta analizar JR radica en la existencia simultánea de los dos principios de la poética antirrepresentativa. El principio de indiferencia afirma que ningún tema gobierna una forma o un estilo propios; esto es, no existe nada que el poeta esté obligado a decir de un modo determinado: «lo propio del arte es realizar, a través de cualquier tema, su pura intención» (76). Pero «si la poeticidad es un modo de ser del lenguaje, es porque supone, por el contrario, una relación determinada del lenguaje con lo que dice. Contra todo principio de indiferencia, la poesía es un lenguaje caracterizado por su motivación, por su semejanza con lo que dice» (76).

Esta contradicción fundamental que pone en tensión a la escritura fluctúa, en resumen, entre dos polos: de un lado, «el libro de los símbolos de la poeticidad de un mundo, de la vida espiritual o del mundo interior de los sentidos»; del otro, «la escritura desnuda, la palabra muda y locuaz (...) sujeta al azar de la atención flotante que prestan a la página escrita unos lectores sin cualidades» (230). La «literatura», pues, será «el sistema de los posibles que determina el acuerdo imposible entre la necesidad del lenguaje y la indiferencia de lo que dice, entre la gran escritura del espíritu vivo y la democracia de la letra desnuda» (231). Este imposible acuerdo es la marca de la contradicción que hiere a la literatura, pero que le da al mismo tiempo sus condiciones de posibilidad.

Hacia una política de la literaturaComo decíamos en el comienzo, La palabra muda viene a colaborar con un conjunto de trabajos que intentan pensar la política desde la estética, es decir, desde la experiencia y lo experimentable, desde las condiciones de sensibilidad. Es, además, no sólo una conceptualización rigurosa y precisa de términos complejos, sino un logrado intento por darle a la novela francesa el estatus que Deleuze, por ejemplo, le negaba para dárselo a la literatura norteamericana2: la capacidad de alterar las condiciones en que una comunidad experimenta, la de convocar (crear) un pueblo que falta.

La palabra muda es recorrido de principio a fin por el fantasma de Deleuze. Para JR, el estilo flaubertiano (aquella manera absoluta de ver las cosas) es una fuerza de desindividualización, de percepciones y afecciones desligadas (perceptos y afectos, según Deleuze). Flaubert sumerge «en un mismo régimen de indeterminación los enunciados y las percepciones» (149). Por debajo de «la prosa banal de las comunicaciones sociales y de las disposiciones narrativas ordinarias» puede sentirse «la prosa poética del gran orden o el gran desorden: la música de las afecciones y las percepciones desligadas, revueltas en el gran río indiferente de lo Infinito» (151). Al mismo tiempo que hace desaparecer la lógica de la representación, el estilo vuelve «imperceptible esa desaparición volviéndose música: el arte que habla sin hablar» (153).

Si para Deleuze la desterritorialización de la lengua era un privilegio casi exclusivo de la literatura norteamericana, JR se esfuerza por encontrar esa tarea en novelistas franceses como Flaubert, Mallarmé y Proust. También estos tres autores son expresiones de aquella revolución que constituye a la palabra simultáneamente en muda y locuaz.

Y este sintagma –«muda-locuaz»– es el punto fundamental en el que se cruzan, en La palabra muda, estética y política: es decir, en el análisis de la alteración que introduce la escritura. La revolución política de la letra escrita (amenaza que ya Sócrates sabía reconocer, y que aquel Jacotot de la Francia del siglo XIX redescubría) es que es una palabra sin un padre o un maestro que la encierren y la clausuren. La palabra es, paradójicamente, muda y locuaz, ya que su mutismo es al mismo tiempo el que la hace hablar demasiado. No existe clausura de un sentido, y aquí radica la peligrosidad de la palabra escrita. «Al no ser guiada por un padre que la lleva, según un protocolo legítimo, hacia el lugar en que puede fructificar, la palabra escrita (…) va a hablarle, a su manera muda, a cualquiera, sin poder distinguir aquéllos a quienes es conveniente hablar y aquellos a quienes no es conveniente» (108). Es imposible, a partir de la escritura, presuponer un efecto en el enunciatario. La escritura desarregla por completo el orden «legítimo» según el cual el logos se distribuía y distribuía a su vez a los cuerpos en una 2 En «Bartleby o la fórmula», partiendo del Bartleby de Melville, Deleuze le asigna a la fórmula del escribiente y a la literatura norteamericana la producción de un patchwork, un mundo horizontal, opuesto a la trascendencia vertical del modelo y su copia; la fórmula es la abolición de toda referencia. El «preferir no» («prefer not to») de Bartleby destruye también toda jerarquía impuesta por la representación.

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comunidad. La escritura es el régimen de enunciación de la palabra que viene a desarreglar por completo la «jerarquía de los seres según su potencia “lógica”. Deshace todo principio ordenado de la encarnación de la comunidad del logos» (109).

Los ataques de Platón contra la escritura son análogos a los que realiza contra la democracia en el libro VIII de La república. Y es que lo que se plantea aquí, de Platón a Rancière, es el insistente problema de la democracia. La anarquía (ausencia de cualquier arché) democrática es la que se opone a esa república platónica «que armoniza las ocupaciones, las maneras de ser y el tono de la comunidad» (110). «La democracia no es en efecto un régimen que se diferencia simplemente de los otros por una distribución diferente de los poderes. Se define más profundamente como un reparto determinado de lo sensible, una redistribución específica de sus lugares. Y el principio mismo de esa redistribución es ese régimen de la letra huérfana, en disponibilidad, que podemos llamar literariedad» (110). La democracia es, así, el régimen de la escritura.

¿Pero existe democracia sin destrucción de la representación? La literatura que le interesa a JR, como a Deleuze, es la que destruye el sistema representativo de las artes, que lleva el lenguaje a un límite asintáctico: silencio o música. El problema de la caída del régimen de la representación es precisamente el hecho de que abre a la literatura a la contradicción que la tensiona entre el principio de indiferencia y aquel que afirma que la poeticidad supone una determinada relación del lenguaje con lo que dice. Es decir, ¿cómo hacer tender el lenguaje hacia su límite, sin por eso deshacerlo como lenguaje, llevarlo completamente a su exterior?

Y, sin embargo, el problema no atañe solamente a la literatura, sino sobre todo a la política. Ésta es la recusación de todo principio, de todo arché que pretenda fundar la legitimidad del gobierno en la filiación, o en la naturaleza. Y si la tan temida democracia es inseparable de la política, es porque constituye su principio; la democracia instaura la política en tanto ausencia de todo fundamento «natural». De hecho, durante los últimos 2500 años éste ha sido el mayor punto de ataque contra la democracia3.

De aquí que podamos decir que literatura y política comparten un problema. El mérito de Rancière en La palabra muda es entonces el de hacer visible ese problema del arché a partir de la literatura y de su inherente palabra muda (la escritura ha perdido toda garantía de poseer un sentido, su ser es pura insignificancia) pero al mismo tiempo locuaz (ya que todo es lenguaje, todo habla).

Y si literatura y política comparten ese problema, quizás compartan también una tarea común: la apertura de un campo de cuestionamiento de todo fundamento, de todo principio que se pretenda natural, pero que al mismo tiempo construya una consistencia capaz de escapar al caos indiferenciado donde todo vale lo mismo.

3 Cf. RANCIÈRE, Jacques, El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu, 2007.