ensayos de josÉ leon barandiaran

70
1 ENSAYOS SOBRE DERECHO CIVIL ACTO JURÍDICO EL PROBLEMA JURÍDICO DE LA CAUSA (*) La razón humana, escribió Kant en su "Crítica de la razón pura", se halla tan inclinada a la construcción, que más de una vez, después de haber elevado una torre, la ha demolido para asegurarse del estado de sus cimientos. Hay problemas en las ciencias que exigen por razón de su misma trascendencia, una constante revisión crítica. Esto ha ocurrido con el problema de la causa, el punto neurálgico de la teoría del acto jurídico. Causalistas y anticausalistas debaten ardorosamente. Así como se ha dicho que en la Filosofía se es platónico o aristotélico, aquí con referencia a la causa, no cabe adoptar una actitud de neutralidad; y la polémica permanece abierta, o sea, que no hay aún decisión con carácter de cosa juzgada. La discusión se ha planteado con determinado sentido y, hablando con exactitud, con referencia a los actos jurídicos con transmisión patrimonial o con creación o extinción de obligaciones. Precisamente uno de los puntos de distinción entre acto jurídico patrimonial y extrapatrimonial, reside en que a estos últimos es extraño ese concepto de causa en el sentido técnico, que por el contrario tiene pertenencia respecto al acto patrimonial. La dificultad en precisar la noción de la causa podría hacer pensar prima facie que tienen razón los anticausalistas, pues los partidarios de la causa no han estado contestes en la determinación de la misma. ¿De dónde procede esa dificultad y en general la anarquía de esta

Upload: idelso-vasquez-olano

Post on 29-Nov-2015

38 views

Category:

Documents


1 download

TRANSCRIPT

1

ENSAYOS SOBRE DERECHO CIVIL ACTO JURÍDICO

EL PROBLEMA JURÍDICO DE LA CAUSA (*) La razón humana, escribió Kant en su "Crítica de la razón pura", se halla tan inclinada a la construcción, que más de una vez, después de haber elevado una torre, la ha demolido para asegurarse del estado de sus cimientos. Hay problemas en las ciencias que exigen por razón de su misma trascendencia, una constante revisión crítica. Esto ha ocurrido con el problema de la causa, el punto neurálgico de la teoría del acto jurídico. Causalistas y anticausalistas debaten ardorosamente. Así como se ha dicho que en la Filosofía se es platónico o aristotélico, aquí con referencia a la causa, no cabe adoptar una actitud de neutralidad; y la polémica permanece abierta, o sea, que no hay aún decisión con carácter de cosa juzgada. La discusión se ha planteado con determinado sentido y, hablando con exactitud, con referencia a los actos jurídicos con transmisión patrimonial o con creación o extinción de obligaciones. Precisamente uno de los puntos de distinción entre acto jurídico patrimonial y extrapatrimonial, reside en que a estos últimos es extraño ese concepto de causa en el sentido técnico, que por el contrario tiene pertenencia respecto al acto patrimonial. La dificultad en precisar la noción de la causa podría hacer pensar prima facie que tienen razón los anticausalistas, pues los partidarios de la causa no han estado contestes en la determinación de la misma. ¿De dónde procede esa dificultad y en general la anarquía de esta

2

materia, es decir, en cuanto si la causa es elemento fundante del acto jurídico patrimonial, y en cuanto a lo que debe entenderse por ella? Ningún pueblo alcanzó el grado de desarrollo que Roma en el Derecho civil, especialmente en materia de obligaciones. Para aprender el Derecho decía Pothier, precisa comenzar por aprender las Institutas de Justiniano. En el Corpus Juris Civilis encontró la humanidad el más acabado e imponente monumento de técnica y sistemática jurídicas. Pues bien, no aparece en el Derecho romano una formulación orgánica de la causa, como después se entendió esta figura en relación al acto jurídico. El carácter formalista del primitivo derecho romano explica en parte tal circunstancia. La transferencia de propiedad se hacía mediante las solemnidades de la mancipatio, la jure in cessio, o se perfeccionaba con la traditio. En cuanto a las relaciones obligacionales se utilizaba la formalidad de la stipulatio. Con el derecho honorario se fue atemperando el primitivo rigor formalista, y se introdujo entonces el remedio de las condictiones, que permitían por una labor de analogía juris, elevarse a una categoría institucional de la causa como elemento determinante y explicativo de transferencia patrimonial. Se pudo ya hablar de causa final como dato propio del fin de la voluntad convencional, diferenciándola de la causa eficiente como fuente generadora latu sensu de obligaciones y de la causa impulsiva como simple motivo psicológico. Los canonistas hicieron avanzar la concepción, atribuyendo validez intrínseca a la promesa por encima de toda consideración formalista, en mérito del deber cristiano de respetar la palabra dada. Por lo mismo, se exigía que hubiera una razón de ser de la promesa. Domat presentó en forma breve pero completa y con lucidez de criterio la teoría orgánica de la causa. El ordre natural que tanto preocupaba a Domat, la razón como dato esencial fundante del Derecho, conducía a la formulación domatiana en este punto,

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

3

estudiando los contratos onerosos y gratuitos y los de restitución, para establecer la justificación de la transmisión patrimonial. A la concepción de Domat respecto a la causa podría aplicarse lo que dijera Gracián: poco y bueno, dos veces bueno. Los autores alemanes llamados pandectistas explicaron también la concepción causalista independientemente de la influencia domatiana pero coincidiendo básicamente con ella. Formularon una sistemática filosófica sobre la causa. El BGB es causalista. Alguna vez se ha creído cosa diferente por la observación superficial de que, disímilmente al Código de Napoleón, no la menciona expresamente como un elemento esencial del acto jurídico. La causa está presente en toda la construcción del acto jurídico, y permite distinguir al mismo en acto causado y abstracto, que es aquel cuya causa es abstraída, puesta entre paréntesis, para facilitar la más pronta realización del efecto jurídico; es el acto "independiente", como también se le ha llamado, es decir, que no depende de la existencia de la causa para surgir válidamente. El derecho anglosajón ha formulado el criterio de la consideration como dato integrante de los contratos, al distinguir éstos en los contracts under seal y simple contracts. Los primeros son contratos abstractos, por la formalidad que les confiere validez automática (como pasaba con la stipulatio romana). En los segundos es menester de una valuable consideration para que la promesa tenga eficacia. ¿Cuál es el dato de la controversia causalismo contra anticausalismo? Conforme a Domat y los pandectistas, la causa es un elemento tipificante, categorial. Es lo que explica la razón de ser de un acto jurídico de determinada especie y justifica la transferencia patrimonial, la cesión o extinción de la obligación que entraña. En Francia la tan agitada discusión sobre el problema mismo, ha originado una desviación de la concepción tradicional de la causa. La

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

4

crítica a la causa como la estimó Domat resultó impresionante y los fallos judiciales, primero y la opinión de algunos autores, posteriormente, condujeron a una nueva concepción (neocausalismo). Los ataques de la teoría clásica fueron a fondo. Si la noción era falsa e inútil, habría que dar otra significación a la causa. Y así ocurrió. Se pensaba que había algo de cierto cuando se afirmaba que toda obligación debe tener una causa, y por esto se buscó una nueva base de fundamentación. Aquélla deja de ser el dato objetivo formal, constitucional del acto jurídico, para convertirse en un factor de carácter concreto: el motivo determinante de la voluntad. El cuarto de conversión depara la ventaja de una mayor aproximación al mundo real de los fenómenos jurídicos, estableciendo un criterio útil y de fácil percepción que, distante de una fundamentación abstracta, permite reconocer en cada caso, cuándo existe una razón concreta para una transmisión patrimonial. En cierto modo amplía y enriquece la noción, permitiendo que el juez investigue los móviles decisivos de la voluntad, y venga a ejercer así un control acucioso sobre la moralidad o inmoralidad que haya presidido a la convención (de aquí que respecto a la nulidad por ilicitud del acto, es que la causa en su nueva forma ha encontrado su más propicio clima de desarrollo). Este nuevo planteamiento por lo mismo que extrae a la causa de su antigua ubicación que hacía basar la causa en una consideración general sobre el acto, está inmune de todo ataque en cuanto a la fundamentación intrínseca de ella, como la que arreció contra la antigua concepción, al tachársela de falsa e inútil. Pero aquí se levanta la objeción que toca a toda actitud elusiva en sí del problema en su raíz filosófica. La causa referida a los resortes de la voluntad, al hecho concreto del consentimiento determinante del acto, es una noción que precisamente queda englobada dentro de tal elemento: el consentimiento. Se trata sólo de un análisis más

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

5

minucioso, más indagativo del mismo. Por lo mismo la causa no puede presentarse con autónoma existencia. La concepción de la causa que Domat expuso con prístina diafanidad, la que los pandectistas desarrollaron con severa logicidad es la que sirve verdaderamente para justificar la transmisión patrimonial dentro del acto jurídico. El buen sentido advierte que no debe existir acto de tal clase que no responda a una causa. ¿Pero en qué consiste ésta? Hay que recordar lo que se entiende por causa final y por causa formal en el terreno de la metafísica. Por ellos el acto asume una forma determinada, una configuración propia que le moldea según el propósito a que debe responder. La forma viene a representar la estructura típica que presenta el acto, y por lo mismo viene a significar lo acabado y perfecto de él, su entelequia por decirlo así. Por ella el acto es tal característicamente, y no otro; es lo que se ha querido que él sea, el fin al que por razón natural estaba dirigido. La causa del acto jurídico es esa su causa formal y su causa final, esa entelequia del mismo que lo tipifica, que le atribuye carácter constitutivo; es la esencia de un tipo universal de actos que abarca todo un conjunto existencial de ellos en particular con sus diferencias accidentales. En efecto, hay diferentes tipos de actos jurídicos en consideración a su causa. Unos que importan un desplazamiento patrimonial en vista de una obtención correlativa: son los onerosos. Otros en que el desplazamiento se hace en virtud de un animus donandi: los actos gratuitos. Una tercera clase que responde a una restitución de cosas que se tenía precariamente, actos en que la transmisión patrimonial obedece a un pago por obligación anterior. Y hay también aquellos en que la entrega se hace en señal o arras por un contrato que se cumplirá después. Son diferentes tipo de actos con sus características propias. Y cada tipo categorial, y por ende, cada acto comprendido en él es tal y no otro, precisamente en virtud de este elemento determinante que representa lo que se llama la causa. Por eso hay

6

una causa credendi, donandi, restituendi, solvendi, cavendi, la enumeración no es exhaustiva. Son esas las causas que se conocen y se utilizan para la pactación de los diferentes actos jurídicos patrimoniales. Puede el jurista, el legislador, el contratante, descubrir otros casos. Cada una de estas causas imprime carácter a un determinado grupo de actos jurídicos, que teniendo cada uno de éstos su individualidad, se engloban dentro de una categoría común, que les da sentido y configuración. La causa viene a ser así como una totalidad abstracta que funda la existencia de los actos singulares, pues un acto patrimonial es comprensible en cuanto cae dentro de una de esas categorías. Quien transfiere una cosa lo hace para obtener algo en cambio, o por otorgar un beneficio, o porque hay un antecedente que origina su restitución o su pago, o porque se quiere garantizar determinada operación. Una multiplicidad de actos se acogen a una u otra categoría, y ésta permite calificar a cada uno de ellos como oneroso, gratuito, de restitución, de pago o de garantía. No importan las diferencias particulares entre un acto y otro que caen dentro de la misma comprensión genérica. Que Pedro venda a Juan el objeto X (porque obtiene cierto precio) o que Pablo dé a José el objeto Y (porque recibe otro en cambio), es indiferente en lo que se refiere a la causa. Ambos, con sus particularidades tienen de común que pertenecen a un mismo causal: son contratos onerosos, toda vez que la transmisión se ha debido a una causa credendi. Así entendida la causa, pretender negarla es negar la esencia de los actos jurídicos agrupados en ciertas series categoriales. Es decir a la existencia del acto jurídico sin esencia. No podemos concebir un acto jurídico patrimonial sin determinado carácter que predique a su sustancia, porque sino no sería tal, sino otro ónticamente distinto. Pues es la causa, como se dijo antes, la causa formal y final la que da estructura a los actos jurídicos, la que

7

les confiere sentido dentro de las configuraciones formales antes referidas. El error de los anticausalistas ha consistido en ver en la causa un elemento real, como el consentimiento, el objeto, el motivo, queriendo constatar si se presenta o no la causa "en persona" en cada acto jurídico en particular, adoptando así una actitud empírica. No se trata de un objeto ideal, de un elemento abstracto, de una esencia, de un universal genérico, por lo mismo de una significación eidética; se trata de la quididad que imprime consistencia a todos los actos que con sus particularidades accidentales, caen dentro de cada tipo estructural de causa. Es ésta la que determina que un acto sea lo que es, oneroso o gratuito, o de restitución, o de pago, o de garantía, y que se distingue de cualquier otro de diversa calificación esencial, con independencia de sus manifestaciones particulares y sus concretas singularidades contingentes. En otros términos, mediante una abstracción ideatoria encontramos siempre que todo acto patrimonial, por más que se modifique esos atributos, presenta una característica irreductible, lo idéntico, lo esencial del acto según las categorías de causas que explican su configuración estructural. Como la teoría neocausalista ha descuidado esta consideración metafísica, acepta implícitamente la crítica a la teoría clásica de la causa, y refugia a esta última en otro ámbito. Al propugnar que se la estime como el motivo convencional que determine el acuerdo de voluntades, incurre en la deficiencia de dar una simple explicación psicológica, fenoménica, percibiendo sólo un dato empírico. Se puede reconocer que tal motivo tenga influencia sobre la validez del acto. Pero se trata de algo distinto. El error en el motivo —o su ilicitud— es un hecho que acaece al consentimiento. Hay que apreciarlo, pues, en relación a este elemento real del acto. Pero la causa es un elemento formal, irreal, ideal.

Personal
Resaltado

8

La falsa causa tomada en su significación trascendente, importa la nulidad del acto. Ello es evidente toda vez que éste carece entonces de una de sus determinaciones ónticas fundantes. También se ha hablado de nulidad por ilicitud de la causa. Una de las circunstancias que han estimulado la crítica anticausalista ha consistido en esta invasión indebida de la causa a región que no le corresponde. En puridad, es impropio hablar de licitud o ilicitud de causa. Se puede hablar de licitud o ilicitud del objeto (en lo que en verdad hay también gran impropiedad), del motivo convencional. Aquí estamos dentro de datos susceptibles de ser calificados como lícitos o ilícitos; es decir, a los que les son atribuibles un juicio de valor mayorativo o peyorativo. Esta atribución referida a la causa sería inocua, impertinente, porque en sí ella, como dato abstracto, estructural del acto, no es susceptible de ser enjuiciada como lícita o ilícita. Lo que propiamente puede ser objeto de tales juicios de valor, es la acción humana. Hablar de licitud o ilicitud, es como decir que la suma de tres ángulos que dan dos rectos, es algo piadoso o impío, o que la ley de la gravedad es bella o fea. Tratándose del motivo determinante del contrato que viene a faltar (refiriéndonos a la teoría neocausalista), basta aplicar debidamente el error como vicio del consentimiento. Sabemos, por lo demás, que no se trata del motivo íntimo, secreto, agnóstico, sino del motivo conocido por ambos contratantes, que lo han elevado así a la altura de un elemento convencional. El Código peruano se refiere a él en el artículo 1084 [art. 205º C.C. 1984] (*), aunque emplee infortunadamente la expresión de la "falsa causa". Tratándose del motivo que es ilícito, él debe acarrear la nulidad del acto (siempre que sea el motivo determinante expresamente manifestado o puesto como condición). La causa, en su acepción auténtica no da origen a nulidad por ilicitud del acto jurídico. Sólo hay lugar a inexistencia de causa, por falsedad o simulación de ella. Entonces el acto jurídico en que aparece la

Personal
Resaltado

9

transmisión patrimonial carece de uno de sus elementos esenciales, y por ello es ineficaz. La técnica queda encargada de organizar las figuras para normar dicha nulidad. Esto es un aspecto diferente, que no interesa al estudio en sí de la causa en su intrínseca significación. El Código peruano promulgado en 1936 no ha hablado de causa como elemento integrante del acto jurídico. Sus autores se decidieron por el anticausalismo, deslumbrados a lo que parece por la argumentación de un civilista francés, Planiol. Pero si la causa es lo que no puede dejar de ser, entendida como elemento estructural del acto patrimonial, entonces no cabe interpretación personal. El legislador no puede negar su existencia, como no podría negar el físico una propiedad de los cuerpos, o el matemático una ley de los números. Los seres ideales no son únicamente porque nosotros, el hombre, mediante un juicio existencial les confiramos existencia. Sólo los descubrimos y los describimos. Como se trata de algo que es por sí, ellos no dependen de la contingencia fáctica de que nuestro pensamiento les atribuya validez entitativa. La causa, así, viene a ser una noción irrecusable (*).

10

DERECHOS REALES

PROPIEDAD Y USO DE CAMINOS (*)

Puede haber y hay caminos de propiedad privada así como los hay de propiedad pública, conforme a la ciencia jurídica en general y conforme a la legislación patria. Un camino es un bien inmueble, pues corresponde a una determinada sección ubicada en el suelo. El Código Civil habla de "tierras" (art. 812, inc. 1º) [art. 885 inc. 1, C.C. 1984] (*). Los bienes inmuebles, como los muebles, pueden pertenecer al Estado (latu sensu) o a un particular (arts. 821 y 822) (*). Esta distinción se hace ratione personae, independientemente del uso y las limitaciones que incumban al propietario. Hay bienes que solamente pueden pertenecer al Estado, o a la comunidad, si se quiere hablar así. Por ejemplo el mar territorial, los objetos arqueológicos y monumentos históricos, las rentas nacionales, los bienes de uso público. Estas propiedades no pueden salir del dominio del Estado, salvo una ley que las desafecte. Entre estos bienes del Estado hay algunos cuyo uso es común a la colectividad en general; así, las calles, playas, parques, jardines, caminos. ¿Qué clase de caminos? Los caminos públicos naturalmente. El inc. 1º del art. 822 del C.C. por eso habla de "bienes de uso público". Porque son públicos esos bienes, su uso es también público. Esto ocurre, típicamente con los caminos. También, por ejemplo, con un parque o con un jardín. Un parque o un jardín situados dentro de una ciudad son terrenos que pertenecen al Estado (o a la municipalidad, a la ciudad, a la colectividad); se trata de un bien

11

público y por ello cualquiera puede hacer uso de él; pero en cambio si está situado dentro de una propiedad privada (un pequeño parque o un jardín interior de una residencia) es un parque o un jardín de propiedad particular del dueño del respectivo predio. Es, pues, fundamental en este punto el elemento situs, que determina quién es el propietario de una parte integrante del bien. Y como en el caso del parque o jardín, así en el caso del camino puede darse el supuesto de que pertenezca al Estado o el supuesto de que pertenezca a un particular, porque el predio en que se halle pertenezca a uno u otro. Por lo anterior se percibe que no puede discutirse ni en realidad se discute en principio, la distinción entre caminos públicos y privados. La legislación nacional consagra esta distinción, que está unánimemente admitida. Se debe sobre este particular tener presente que la Constitución de 1920 decía en el artículo 38 que no podían ser materia de propiedad privada las cosas públicas, cuyo uso es de todos, como los ríos y "caminos públicos". La citada disposición no hablaba, como se ve, simplemente de caminos, sino que agregaba la calificación de públicos. La Constitución actual (*) en su art. 33 también habla de "caminos públicos". De suerte que hay una terminología perfectamente establecida para los caminos en cuanto pueden ser públicos o no públicos (privados). Si no existiese esta distinción dicotómica, no se podría hablar de caminos "públicos". El Código Civil ha recogido también la distinción, comprobándose en el art. 974 que se habla de "caminos públicos" [art. 1051, C.C. 1984]. No cabe distinguir donde la ley no distingue, según una fundamental regla hermenéutica. Como corolario cabe distinguir donde la ley precisamente distingue; es decir, que si existe la distinción, por efecto de una lógica inflexible, tiene que haber en algún modo una diferencia en el status jurídico en cuanto a una y otra clase de caminos.

12

La diferencia estriba esencialmente en quién sea propietario del camino. Lo es, necesariamente, el dueño mismo del terreno donde está el camino, por el principio real de lo que se llama inmueble por incorporación, que el Código Civil consagra en su art. 813 [art. 887, C.C. 1984]. Repetimos: hay caminos privados. "Los caminos privados son aquellos que pertenecen a los particulares. En principio las reglas del derecho privado les son aplicables" (Encyclopedie Dalloz Droit Administratif; t. II, pág. 1071, Nº 6). Un camino, cuando se encuentra dentro de la cabida de un inmueble rústico, ha de ser considerado conformando éste, pues la propiedad inmueble comprende todo el suelo dentro del perímetro superficial que determina su linderación: art. 854 del C.C. [art. 954, C.C. 1984]. Si el propietario del inmueble es el Estado o es un particular, resultará propietario del camino el Estado o el particular, respectivamente. Es usual y resulta necesario y, es más, indispensable, que dentro de una finca agrícola se construya caminos para los trabajos propios de la explotación, es decir, fundamentalmente del servicio del fundo. El camino, pues, es de propiedad del dueño del predio por razón de su ubicación y de su construcción. Por lo primero, conforme se ha dicho antes. Por lo segundo, en mérito de la regla de la accesión consagrada en el art. 867 del C.C.: accessorium cedit principali [art. 889, C.C. 1984]. Como escribe Messineo, "de este punto de vista debe observarse, desde luego, que el principio de la accesión opera sobre todo lo que se encuentra sobre o bajo el suelo del (determinado) propietario (plantación, construcción u otra obra) a base del principio omme quod inaedificatur solo cedit" (Manual de Derecho Civil y Comercial; T. III, pág. 308). Por ubicación del terreno y del camino, si éste se encuentra dentro de aquél, pertenece al dueño del suelo, ya que fuera de lo dicho anteriormente, sobre que la propiedad abarca todo lo que se

13

contiene en la respectiva extensión superficial, si el dueño del terreno como poseedor inmediato usa el camino o es su poseedor mediato (se da entonces la figura que contempla el art. 825 del C.C.) [art. 905, C.C. 1984], ejerce el corpus possessionis respectivo, reputándosele como propietario, según la regla contenida en el art. 827 del C.C. [art. 912, C.C. 1984], conforme al cual la presunción de la propiedad funciona en favor del poseedor, y la prueba en contrario sería de cargo de quien negase aquélla, o sea, que necesitaría demostrar algún modus adquiriendi idóneo que le hubiese atribuido el dominio del bien. Con tanto mayor razón la presunción opera cuando, como lo dice el art. 849 [art. 912, C.C. 1984], el respectivo inmueble dentro del cual se puede encontrar un camino, está inscrito a favor del dueño en el respectivo Registro de la Propiedad Inmueble. Un elemento de apreciación es el atinente al derecho domínico sobre una cosa y otro elemento de consideración es su uso. Si el propietario tiene por naturaleza de su poder dominal, la facultad de usar e bien, el jus utendi, puede permitir, de otro lado, que este último venga a corresponder en cierto modo a tercera persona. Por ello es explicable la figura de la posesión mediata e inmediata: art. 825 del C.C. [art. 905, C.C. 1984]. Se explica también que se permita, en general, que se haga por cualquiera persona cierto uso de la cosa sin que se pierda la propiedad sobre ella. Así ocurre con lo que se denomina actos de tolerancia. Se da la figura que es llamada del jus usus innocui: "Frente a los no propietarios el dueño se encuentra limitado en sus facultades de excluir a los demás de la cosa que le pertenece en virtud del principio de equidad quod tibi non nocet et aliud prodest non prohibetur, o principio del ius usus innocui, ya conocido en el derecho romano y que Cobarrubias formuló diciendo 'cada uno puede hacer en el fundo de otro lo que él aprovecha y no daña el fundo" (Puig Peña; Compendio de Derecho Civil Español; T. II, pág. 138).

14

Tratándose de caminos cabe establecer y se establece, sin que sea del caso hablar de una servidumbre de paso, que ellos pueden ser utilizados por el público, por la comunidad (o colectividad) en general, naturalmente de modo adecuado, sin que por tal hecho pierdan su carácter mismo de caminos privados en cuanto a la propiedad referente a ellos. La propiedad obliga y debe ser utilizada conforme al interés social; art. 34 de la Constitución (*). Pero el camino, así sirva como vía de tránsito, si por su título legal es camino privado, o sea, que su propiedad corresponde a un particular, sigue siendo tal en lo que se refiere a tal propiedad y no se transforma en camino público en el sentido de que automáticamente su dominio corresponda al Estado, pues camino público es el que no pertenece a ningún particular, ya que queda comprendido dentro de lo que se llama "cosas públicas" (art. 33 de la Constitución) [art. 73, Const. 1993]; "bienes públicos" (art. 822, inc. 1 del C.C.). Para que un camino de propiedad privada se transforme en un camino de propiedad pública sería preciso, como ocurriría con otro bien, la respectiva afectación. Es ratione personae, o sea, de quién tiene titularidad dominal sobre el bien, que éste puede pertenecer al Estado o a un particular. No es en razón de su uso, ya restringido a una persona, ya extendido a muchas personas. Así un predio abandonado, que como tal viene a pertenecer al Fisco, un bosque situado en campo municipal, una mina, es bien del Estado; pero su uso no es de todo el mundo, sino del Estado, del municipio o de algún particular al que se le haya otorgado concesión, de modo que se percibe que la titularidad en la propiedad es diferente del uso de las cosas o en otros términos que no porque la cosa sea de propiedad del Estado su uso sea público y, correlativamente, que el uso de un bien pueda ser general, no por ello la propiedad es siempre del Estado, como ocurre con el caso de los caminos privados. Puede establecerse, de consiguiente, que se permita el uso de un camino privado, es decir, de propiedad de un particular, para el tránsito en general (adecuado) por intermedio de él, sin que

15

habiendo acto específico de afectación se pueda considerar que se ha convertido en terreno público, o sea, de propiedad de un ente público. Por lo anterior es explicable que se dictase una resolución administrativa con el número 75, de 25 de enero de 1929, tendiente a impedir que se obstaculizare el tránsito por los caminos en general. No interesa por lo demás, detenerse en los considerandos de tal resolución, en general acertados (cita del art. 38 de la Constitución que habla de "caminos públicos": luego hay caminos privados; referencia específica a caminos privados, a servidumbre y a expropiación, lo que sólo es dable en lo tocante a caminos privados). El permitir para terceros el uso de un camino privado no es, por lo tanto, alterar el derecho de propiedad en cuanto al último. Es que se trata en dicho supuesto de simples usuarios, que como tales no pueden adquirir un derecho de propiedad sobre el bien que usen. La prescripción adquisitiva únicamente opera en favor del poseedor que actúa animus domini, "como propietario" según reza el art. 871 del C.C. [art. 950, C.C. 1984], tanto para la prescripción adquisitiva corta como para la larga. En otras palabras, por el uso únicamente se puede llegar a adquirir la propiedad cuando se trata de un determinado uso: un uso que tenga la calidad de usucapiante. Es indispensable que se trate de un uso por una determinada persona excluyente de otras, de suerte que sólo el usuario se reserve para sí el uso, porque procede como propietario (aunque sin serlo) y, por lo mismo, con la característica de lo excluyente del ejercicio frente a quienes no son considerados como propietarios. Esto no sucede en el caso de un camino privado, en que no hay un solo usuario, desde que cualesquiera personas pueden transitar por él. Ni siquiera, a mayor abundamiento, el uso de un camino puede simplemente crear una servidumbre de paso, ya que sólo las servidumbres aparentes y continuas pueden adquirirse por prescripción, pero no las no aparentes y discontinuas; y la servidumbre de paso es una discontinua, en virtud de que no puede

16

darse el supuesto de hecho de que una persona continuamente, sin interrupción un instante, transite por un camino por todo un largo tiempo, treinta años, para ganar una servidumbre de paso. En síntesis, no se gana la propiedad de un camino por prescripción porque una persona distinta del propietario del camino lo use y, lo que es igual, no pierde por tal circunstancia el dueño del camino la propiedad sobre éste. Por el uso del camino por quien no es su dueño, no se obtiene título alguno de propiedad, y sólo se puede adquirir esta última si mediara un específico título legal idóneo, por ejemplo transferencia por contrato, enajenación del camino (o del terreno a que pertenece el camino) o expropiación. Es conocido que está aceptado sin discusión, la distinción de caminos privados y caminos públicos, aunque los primeros como los segundos sean utilizados para el uso de la colectividad en general. Ha escrito Fleiner: "el hecho de que el público utilice una vía para la circulación no significa que ésta tenga carácter público" (Instituciones de Derecho Administrativo; pág. 295). Garrido Falla, hablando de los caminos privados dice que resultan sujetos a una afectación singular, por el servicio general del tránsito; escribiendo: "es el caso... de los caminos, carreteras, puentes, puestos, vías pecuarias" (Derecho Administrativo; T. II, pág. 423). Agrega este autor: "Bienes de uso público por afectación singular. Los bienes de que ahora tratamos sólo son del dominio público accidentalmente, en el sentido que antes dimos a la expresión, es decir, que bienes de la misma especie están en manos de particulares. Son incluibles aquí: 1º. Los caminos y carreteras" (pág. 451). Como se ha visto, no se debe confundir el derecho de propiedad sobre un bien con determinado uso que se permita hacer en él por terceros por razones de interés social. Y es que tratándose de propiedad en general, puede imponerse "restricciones legales... establecidas por interés público" (art. 851 del C.C.), especialmente en cuanto a la propiedad inmueble (art. 866 del C.C.) [arts. 925 y 926, C.C. 1984].

17

El Código Civil italiano en su art. 825 ha considerado la cuestión, como en seguida es de ver. "Por causa de interés público un bien, típicamente sucede en el caso de un camino, así tal bien sea particular, puede ser usado por la colectividad sin que desaparezca por ello su carácter de propiedad privada. Es más que una especie de servidumbre; es un especial diritto maniale, como es llamado, sobre el bien y, por lo tanto, no es un bien del Estado, de la colectividad, sino de un particular, pues 'precisamente por el principio de que nadie puede tener un derecho real sobre una cosa propia, aplicándose el principio de nemini res sua servit, no es posible que los derechos domaniales sean constituidos sobre bien del mismo ente estatal. Por ello el art. 825 del Código italiano dispone explícitamente que los derechos domaniales pueden ser constituidos sobre bienes pertenecientes a otros sujetos (es decir, distintos a una entidad pública). Forzoso es, consecuentemente, excluir un derecho domanial sobre un bien del mismo ente, dada la diversidad del derecho que corresponde al ente" (Trattato de Diritto Civile Italiano; T. IV; Boni. "I beni"; pág. 230-231). Este mismo criterio ya apareció expuesto, en buena cuenta, por un insigne pandectista como fuera Dernburg, quien después de hablar de que los caminos sirven para mantener el tránsito en favor de la comunidad, expresaba que ellos pueden pertenecer a la comunidad, mas agregando así: "su suelo, terreno (Grund und Boden) puede, empero, también hallarse en la propiedad privada (Privateigen thume), de modo que sólo el gravamen del uso común sobre ellos gravita" (Pandekten; T. I pág. 169). Es pertinente también sobre este mismo asunto hacer la siguiente cita: "sin embargo, todo camino aunque pertenezca a particulares está abierto a la circulación pública y sometido a la supervigilancia de la autoridad administrativa" (Dalloz; Repertoire Pratique de Législation, de Doctrine et de Jurisprudence; T. XII, pág. 932; Nº 990). Se destaca netamente la diferencia antes dicha, de propiedad sobre caminos públicos y sobre caminos privados.

18

Conviene en relación al punto de que ahora se está tratando, recordar la Ley 2323, de 3 de noviembre de 1916. Ella se refiere a caminos nacionales, departamentales, provinciales y distritales (arts. 1, 2 y 3) y tal referencia sólo corresponde, por la naturaleza de las cosas, a caminos públicos. La servidumbre de paso, es decir, sobre un camino privado estaba reconocida en el inc. 1º del art. 1155, y su concordante el art. 1159, del Código Civil de 1852, que regía cuando se dio la Ley 2323. A esta virtud no podía ser desconocida la distinción entre caminos públicos y privados, y la ley citada sólo concirnió a caminos públicos en lo tocante a la respectiva titularidad dominal. Se echa de ver este concepto si se repara en que la formación misma de un camino, según la Ley 2323, debe ser obra de la entidad estatal respectiva: Gobierno, Junta Departamental, Concejo Municipal, según lo ordenado en el art. 3, que habla de su "construcción" como de su "conservación". Ello se encuentra reiterado en los arts. 4, 8, 9 y 10. En el art. 22 disipa todo equívoco, en el sentido de que la ley se ocupa de caminos públicos, toda vez que dice que "cuando la apertura de un camino o la ubicación de un puente requiere la expropiación forzosa de inmuebles", se procederá conforme al procedimiento que allí se indica. Ahora bien, ¿para qué la expropiación a fin de hacer un camino, si es que pudiera considerarse (hipótesis precisamente negada por lo que resulta del art. 12) que por tratarse de un camino ya es público? Si es cierto que conforme a un criterio general hay caminos públicos como los hay privados, según quien sea el dueño del terreno, el Estado, o un particular, unos y otros caminos deben quedar sujetos a un servicio público, en cuanto, como dice la segunda parte de la Ley 2323, "nadie podrá estorbar el tráfico por ellos". En tal sentido es que los caminos asumen un carácter de públicos, no por quien venga a ser su dueño, sino por el servicio que deben prestar a toda la colectividad en lo que hace al tránsito y así se explica lo indicado en la primera parte del art. 17 de la Ley 2323.

19

TEORÍA GENERAL DEL CONTRATO LA TEORÍA DEL RIESGO IMPREVISTO (*) Un asunto que en la actualidad suscita vivo interés, es el que se conoce bajo el nombre de la teoría de la imprevisión o del riesgo imprevisto. Es especialmente con motivo de la guerra mundial, que se ha presentado ante el criterio jurídico la cuestión que ha venido a conformar la teoría de la imprevisión, debido a las sensibles alteraciones de orden económico que la guerra originó, las que han venido a afectar seriamente las condiciones en que los diferentes contratos fueron concertados. Mas, pese a la importancia que reviste la teoría del riesgo imprevisto en algunos centros forenses ella es aún desconocida, o conocida sólo en una forma superficial o fragmentaria, aun cuando la bibliografía es ya relativamente abundante sobre el particular. Creemos, pues, de interés tratar el tema que sirve de título a este artículo, y procuraremos hacer las citas de los autores que se han ocupado de aquél, intentando apreciar hasta qué punto la teoría aludida guarda puntos de afinidad con nuestras decisiones legislativas y jurisprudenciales. Para tal estudio seguiremos fundamentalmente la exposición que sobre la materia ha hecho Lorenzo de la Meza Rivadeneira (La teoría de la imprevisión, Revista de Derecho, Jurisprudencia y Ciencias Sociales, t. 30; Nºs. 5, 6, 7 y 8), que por tratar el tema en sus varias pertinentes formas y de manera metódica y documentada, nos parece una de las más utilizables. Considera la teoría del riesgo imprevisto la posibilidad de proceder a la resolución, la resciliación, suspensión o revisión de un contrato,

20

cuando acontecimientos posteriores al momento en que se concertó han venido a afectar fundamentalmente el régimen económico del mismo. Pero antes de analizar dichos efectos, así como de precisar los requisitos que debe contener la noción de la imprevisión, y de tratar sobre el campo de aplicación de ella, conviene recordar el desarrollo histórico y los fundamentos de la misma. Serbesco (Effets de la guerre sur l' execution des contrats. Révue trimestrelle du droit civil; t. 17, Nº 15) y Zaki (L' imprevision en droit anglais), encuentran ya su abolengo en el Derecho romano, que admitía en determinados casos y a base de la interpretación de la voluntad de las partes, que el deudor se eximiera de sus obligaciones si éstas devenían superiores a las pactadas, por circunstancias presentadas a posteriori. El célebre pandectista Otto Lenel va más allá (La cláusula rebus sic stantibus; Revista de derecho privado; t. 8, pág. 193 y ss.) manifestando que en todos los contratos bonae fidei funcionaba la cláusula rebus sic stantibus, por la cual se suponía que sólo mientras se conservasen las circunstancias existentes en el momento de la celebración del contrato, éste surtía sus efectos inalterables, pero que ellos se modificaban de variar tales circunstancias. Pero es en el pensamiento de los canonistas donde se halla en forma palmaria sistematizado el concepto (Bruzin; La imprevisión. Hubrecht; La depreciation monetaire et l'execution des contrats. Stabilisation du franc et valorisation des creances). Como anotan Planiol y Ripert (Traité practique de droit civil; t. VI; pág. 391), los canonistas reprobaron el enriquecimiento de un contratante a expensas del otro, lo que podía resultar no sólo de las circunstancias presentes en el momento de celebrarse el contrato (remediable por la acción por lesión), sino también de un cambio ulterior en aquéllas. No tratado el asunto por los glosadores, mereció por el contrario la atención de los posglosadores (Rubén; Influence des changements de

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

21

circonstances sur les contrats de droit public. Catian; La clause sic rebus stantibus du droit privé au droit international). Bartolo, sobre todo, y también Baldo y Alciat, pueden citarse como representantes de tal punto de consideración. De la escuela francesa, sus personeros no se ocupan del asunto; pero sí los de la escuela italiana, sobresalientemente con Mantica y De Luca. En Alemania y Holanda se exhiben como defensores a Grocio y Puffendorf. Pero los autores franceses del siglo XVIII, Pothier, Domat, que tanta influencia ejercieron sobre la estructura del Código de Napoleón, guardaron silencio sobre el riesgo imprevisto; y esto explica que dicho Código y los que siguieron sus rumbos no se refieran expresamente a él. Aún más, bajo el predominio del principio de la autonomía de la voluntad, que se consagra en la simplista fórmula del inciso 1º del artículo 1134 del Code Civil, los antiguos intérpretes de éste desconocían todo lo que se refiriese a una presunta cláusula rebus sic stantibus. Por el contrario en Alemania el principio florece, y es especialmente De Leyser ("Meditaciones ad Pandectas") que propugna su eficacia; y los Códigos Civiles producidos en la segunda mitad del siglo XVIII, de origen teutónico, la consagran en dispositivos expresos (Códigos bávaro, prusiano, austriaco). Actualmente es grande la preocupación de los autores en cuanto a estimar el riesgo imprevisto, esforzándose en fundamentarlo sea a base de la interpretación y aplicación de prescripciones legales explícitas, sea a base de principios generales jurídicos. La jurisprudencia ha admitido también en forma decisiva el funcionamiento de la imprevisión. Resumamos los esfuerzos hechos en tal sentido.

Personal
Resaltado

22

En Italia, los tribunales han amparado la imprevisión, por interpretación de los artículos 1224, 1225 y 1226 del Código Civil. En Suiza ha sido aplicado por inferencia del artículo 2 y en Alemania por inferencia de los artículos 112, 119, 157, 242 y 275, de los respectivos Códigos Civiles (Campion; La Theorie de l'abus des droits). En Francia para tal efecto, se ha invocado el artículo 1135 del Código Civil, y Fyot (Essau d' une justificatión nouvelle de la théorie de L' imprevisión) ve su base de fundamentación en el artículo 1150, mientras que Wahl (La guerre et le droit civil) y Magnan de Bornier (Théorie de l' imprevisión) creen que hay más propiedad en apoyarla en el artículo 1156 del mismo. De otro lado, numerosos autores juzgan que debe fundamentarse en principios generales del derecho. Así, Rozis (L' execution des obligations et les variations de valeur de la monaie) insinúa que la imprevisión debe contemplarse como una consecuencia extensiva del principio del caso fortuito o fuerza mayor. Consiguientemente, no sólo la imposibilidad absoluta, que da origen al caso fortuito o de fuerza mayor, debe ocasionar la liberación del deudor, sino también la imposibilidad relativa, la mayor dificultad en la ejecución de la obligación, que es lo que se comprende dentro del riesgo imprevisto. En segundo lugar, se retorna a la referida cláusula rebus sic stantibus: debe pensarse que las partes sólo quisieron contratar las prestaciones en el grado y la medida indicados, dentro de las condiciones existentes y las previsibles; pero no dentro de otras distintas, que alteren sustancialmente el régimen económico del contrato. No puede presumirse que cualesquiera de las partes haya querido vincularse para arruinarse definitivamente, asumiendo al respecto toda laya de riesgos. En todo contrato se busca una relativa utilidad y no un suicidio económico, con la entrega irremediable de la voluntad de obligarse, sean cuales fueren las circunstancias ulteriores.

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

23

Otros profesores ven la solución en el principio de equivalencia entre las prestaciones, tratándose de contratos conmutativos (únicos en los que es susceptible de funcionar la imprevisión), pues ella explica que una prestación sea la causa de la otra y recíprocamente. Ahora bien, el principio de la synallagma precisamente se quebranta, cuando hechos no considerados en el momento del perfeccionamiento del contrato, desequilibran bruscamente el régimen económico del mismo (Osti; La clausule rebus sic stantibus. Riv. di dir. ciorle; año 1912, pág. 1 y 5. Appunti per una teoría della sopravvenienza; id, 1913, p. 471). De otra parte, algunos tratadistas estiman que el problema debe colocarse en el punto mismo de la generación del consentimiento. Lo querido por las partes, de que es expresión la declaración de voluntad, y la extensión de consiguiente de sus compromisos asumidos, no es un acto absolutamente autónomo, sino condicionado por el momento y el medio en que la declaración se produce. Los declarantes sólo han podido considerar los efectos del contrato que éste podría generar en relación a la época y las circunstancias en que él fue pactado; los demás, que sobrevienen como consecuencia de circunstancias posteriores imprevisibles, no caen pues dentro de la esfera de consideración que tuvieron presente las partes. Otra teoría, que arranca del conocido principio de la presuposición de Windscheid, incidida tratándose del riesgo imprevisto, reputa que como las partes contrataron pensando en que se mantendrían las condiciones generales existentes al perfeccionarse el contrato, si aquéllas varían gravemente, por causas extrañas a las partes, se relaja consecuentemente el vínculo obligatorio. Puede calificarse como una simple variante de la teoría anterior, el sistema formulado por Oertmann (Die Auwertung bei gold forgerungen, Hypotheken und Anleihea), llamado de la base del negocio jurídico.

Personal
Resaltado

24

La noción del abuso del derecho también ha sido tenida en cuenta para justificar el riesgo imprevisto. Rippert (La regle morale dans les obligations civiles) se cuenta entre los que así razonan. El ejercicio del derecho y los medios para hacerlo eficaz se dan sobre el supuesto de que ello no importe la ruina del deudor, por causas extraordinarias que han venido a agravar su situación, ajenas al contrato mismo. Exigir las obligaciones en tales condiciones sería ejercitar abusivamente el derecho, hacer un uso anormal, irregular de él y con finalidades antisociales. Bonnecase (Supplément au Traité de Baudry Lecantinerie; t. 4; Nº 186) halla que la imprevisión se encaja dentro de la noción del enriquecimiento sin causa. De no remediarse la situación de desequilibrio sobrevenido en el contrato, una parte obtiene un indebido lucro a costa de la otra parte, que injustamente sufre un empobrecimiento. Concorde con su concepción de la seguridad social como norma de las relaciones convencionales, Demogue (Traité des obligations en general, t, 6, Nº 637 y ss.), impetra la necesidad de la imprevisión como conformada con el rol económico y social que compete al contrato. No se satisface el derecho con dar firmeza a aquél, estableciendo que es ley entre las partes y sólo puede rescindirse por la voluntad de las mismas que lo pactaron. Otras consideraciones de solidaridad social imponen que se limite y controle tal rígido concepto; y así Demogue hace referencia a los artículos 1162, 1244, 1550 del Código francés. En el contrato hay una vinculación de recíprocos intereses; basta ya de mirar en él el triste y trágico encuentro de dos voluntades adversas, cada una de las cuales sólo pretende esquilmar a la otra. Ahora bien, mantener intangible un contrato, pese a nuevas circunstancias que alteran sustancialmente su régimen económico, es absurdo; el contrato no es una entelequia, ni puede ser estereotipado dentro de una fórmula abstracta y del más duro sentido rigorista. El contrato es expresión de una cosa viviente;

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

25

es en sí una cosa viviente, y como la vida no puede permanecer per sempre inerte e invariable. Como se observa, es amplia la perspectiva que se abre con relación a la fundamentación del principio de la imprevisión. Sin entrar a exponer los puntos certeros o vulnerables que presentan las diversas explicaciones, en conjunto se obtiene la impresión de que el riesgo imprevisto se impone como instituto jurídico que norme la disciplina contractual, y que para su aplicación bien puede invocarse textos explícitos de los Códigos, bien conceptos generales y básicos de la ciencia civil. ¿Cuáles son las condiciones o requisitos para que se pueda decir que hay riesgo imprevisible, que como tal pueda detener los efectos del contrato o introducir en éste modificaciones? Esos requisitos son los siguientes: 1º. El acontecimiento que ha venido a alterar las condiciones del contrato debe ser no sólo imprevisto, sino imprevisible (Harven: Mouvement generaux de droit civil belge contemporain). De este modo el riesgo imprevisto supera a la categoría constituida por la fuerza mayor o caso fortuito. Aquel como certeramente apunta Bonnecase, basta con respecto a un hecho que lógicamente no podía ser previsto por las partes. 2º. Debe ser independiente de la voluntad de las partes. Esto es obvio; de otro modo se estaría previamente incurso en una responsabilidad culposa, que descalificaría para pedir protección por motivo de la onerosidad sobrevenida a la obligación. 3º. Debe tratarse de un acontecimiento de gravedad y con carácter de no corta permanencia, que malogre seriamente la reciprocidad de las prestaciones, de modo que comporte un serio perjuicio para una

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado
Personal
Resaltado
Personal
Nota adhesiva
aqui ten cuidado en la tesis del caso; pues no puedes decir a la vez que siendo el riesgo es generado por el estado es incumplimiento y a la vez imprevisión.

26

parte. Una alteración en las condiciones en que se desarrolla el funcionamiento del contrato, que sólo levemente hiera a éste o en forma efímera, no puede merecer una intervención judicial o legislativa para extinguir o modificar el contrato. 4º. El acontecimiento, como se comprende, debe ser posterior a la celebración del contrato. Ello se desprende del carácter de imprevisible que aquél debe tener; y por esta circunstancia la imprevisión se distingue del error como vicio del consentimiento y de la lesión. 5º. El acontecimiento debe incidir en prestaciones sucesivas y en contratos conmutativos. La razón de ser de uno y otro requisito se apercibe de inmediato; no requiere mayores explicaciones (Barsante: Risolubilita dei contratti a lungo termine. Cogliolo, La cláusula rebus sic stantibus. Pfaff, Die clausel rebus sic stantibus. Fritze, Clausola rebus sic stantibus. Giovene, In teme di sopravvenienza. Riv. di dir. comm, 1927, I, pág. 525. Ossidia, La sopravvenienza contrattuale. Riv. di dir com, 1924, I, pág. 297). Indiquemos los efectos de la imprevisión. Los imperativos de la justicia conducen a intervenir para remediar la situación sobrevenida por el hecho de la imprevisión. Para ello se puede actuar dentro del campo legislativo, por la dación de leyes que respecto a casos particulares impongan las soluciones convenientes o queda en todo momento abierto el procedimiento judicial, para que se dé una decisión que resuelva el caso. Una y otra cosa son fáciles de contestar. La solución que entonces se dé, puede consistir bien en la resolución del contrato, bien en su resciliación, ya en la suspensión de sus efectos, ya en la revisión de las condiciones que se pactaron.

Personal
Resaltado

27

Por la resolución, el contrato debe extinguirse, a la manera que ocurriría de sobrevenir una condición resolutoria. Tal remedio no parece aconsejable, principalmente porque no se puede o no se debe hacer que la extinción del vínculo obligacional obre con efecto retroactivo. Por la resciliación se extingue el vínculo contractual, pero sin que obre con efecto retroactivo, y de aquí que se considere que su aplicación congruente concierna a los contratos sobre prestaciones sucesivas, respecto a las aún no ejecutadas. La suspensión de los efectos de la obligación es aconsejada por algunos autores como la solución lógica, cuando los acontecimientos en que consiste la imprevisión tienen un carácter relativamente temporal. Pero la solución que parece la más satisfactoria es la revisión de las condiciones del contrato. Ha sido también la que ha venido a dominar en la práctica jurisprudencial. En efecto, si las partes quisieron obligarse en determinadas condiciones, lo natural es que se mantenga y respete tal voluntad de obligarse, procediéndose sólo a ajustar las condiciones imprevistas sobrevenidas a las que eran las naturales y propias del contrato en el momento de su concertación. Además, precisamente los contratos en que es más pertinente y de más urgencia la aplicación de la imprevisión, comportan las prestaciones de servicios que no deben paralizarse. Así, es en las concesiones de servicios públicos donde por razones especiales —el precio unitario, fijo, predeterminado, invariable del servicio— es de imperativa necesidad y justicia proceder a la revisión de las condiciones del contrato; y dichos servicios son los que por su propia naturaleza no deben quedar paralizados en ninguna forma.

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

28

El campo de aplicación de la imprevisión se divide entre el Derecho administrativo y el Derecho común. Respecto a su aplicación en el Derecho internacional, ella parece un poco aventurada. Nadie discute que el campo donde en forma indisputada ha venido a instalarse la imprevisión, es el del derecho administrativo (Louveau: L'imprevision. Lapeyre: Imprevision dans les marchés passés par les societés de gaz). Hauriou en un relevante estudio (La teoría del riesgo imprevisto. Revista del derecho privado; año 1926); destaca el carácter propio de los contratos administrativos, como influidos por la idea o institución del servicio público. "En realidad, —escribe— la concesión de un servicio público prevé tanto su establecimiento como las condiciones detalladas de su funcionamiento mismo, y afecta a la vez a la administración y al concesionario: a aquélla, por tratarse de un servicio público; al segundo, por ser él quien lo dirige. Mas aun las instalaciones montadas han de revertir a la administración cuando la concesión termine; las tarifas que hayan de cobrarse a los usuarios han de ser fijadas por acuerdo entre ambas partes; en muchas ocasiones son indispensables convenios financieros; y de hecho es continua, durante el largo plazo de la concesión la relación que entre administración y concesionario se sostiene y cuyo núcleo es la idea del servicio público". Todo ello revela que cuando la guerra de 1914 planteó el problema de los riesgos imprevisibles en las concesiones de servicios públicos, el Consejo de Estado estaba en la mejor disposición para comprender que la cuestión se suscitaba entre copartícipes asociados, o, al menos, solidarizados por la institución del servicio público. Después agrega: "Bien sabemos, que el riesgo imprevisible quedaba fuera de las previsiones contractuales de las partes; negarlo sería negar la evidencia. Pero en los contratos de servicio público, hay algo más que las previsiones de las partes; hay la aceptación por éstas de la idea del servicio público, y ella engendra riesgos ilimitados. La única

29

restricción es que las consecuencias han de soportarse entre todos cuando se rebasa el límite de lo previsible". La jurisprudencia de diferentes países ha admitido por eso sin hesitación, el riesgo imprevisto tratándose de contratos administrativos; siendo de destacar en especial la jurisprudencia del Consejo de Estado de Francia sobre el particular. Tratándose, en efecto de concesiones de servicios públicos, del propio carácter de ellas desciende como consecuencia natural el funcionamiento del riesgo imprevisto (Jacquemard: La théorie de l' imprevision et la gestion des services publics concédes). En efecto, en dichos servicios públicos, los precios unitarios de ellos son predeterminados e invariables. El concesionario, que de hecho o de derecho disfrute, por las necesidades mismas del servicio, de una exclusiva o monopolio, se obliga a rendir el servicio en determinadas condiciones predeterminadas, que garantizan la eficiencia del mismo. Como compensación tienen el precio tarifario fijado, que se calcula para que rinda al concesionario su adecuada utilidad en relación a las inversiones a efectuar. Esa fijación del precio tarifario se hace en concordancia con las condiciones propias existentes en el momento de darse la concesión. Al variar tales condiciones, ya el servicio no puede seguir efectuándose en la forma prevista. La pérdida que ocasiona la realización del servicio destruye la base complementaria por la que el concesionario debía prestar aquél en la forma predeterminada y al precio unitario predeterminado. Y como en especial tratándose de servicios públicos el precio unitario se fija previamente, dando por unidad un estrecho margen de ganancia al prestador del servicio (por el vasto volumen del servicio a proporcionar) la modificación en los términos tarifarios resulta de una necesidad y justicia evidentes, salvo que se opte por la suspensión del servicio público, lo que es inadmisible en sí. La solución que comporta la imprevisión se justifica como lo remarca Teze (Regimen des marchés. Revue du droit public; año 1918, pág. 231), no tanto en consideración a la igualdad entre los contratantes, sino sobre todo,

Personal
Resaltado
Personal
Resaltado

30

por lo que importa a primer término, que es el mantenimiento del servicio público, el cual se paralizaría si el concesionario que trató con la administración llegare a arruinarse. Si en el campo del derecho administrativo es incontrovertible el funcionamiento de la imprevisión, también ella puede resultar procedente aun dentro del mero campo del derecho privado. En Francia, donde más resistencia se ha notado para admitirla con referencia a tales relaciones de orden meramente privado, por un acatamiento fetichista a la fórmula del art. 1134 del Code Civil, de que el contrato es ley entre las partes, empero ha venido a predominar el criterio de que el riesgo imprevisto no debe ser desatendido. En efecto, tal artículo debe interpretarse y sólo puede ser debidamente interpretado en conjugación con el art. 1135 que somete al pacto, no solamente a lo que en él se exprese, sino también a todas las consecuencias que la equidad, el uso o la ley atribuyan a la obligación según su naturaleza. Los autores modernos, amparados sea en dichos últimos dispositivos legales, sea en los principios generales del derecho, propugnan la eficacia de la imprevisión: Voirin (L' imprevision), Louva (L' imprevision), Lebon (Révue politique et parlamentaire, año 1916; p. 172), Gueulete (Effects de la guerre sur des contracts). En Bélgica se fundamenta la imprevisión análogamente que en Francia, y aún con más enérgicos caracteres. En Suiza se la ha acogido, bajo el patrocinio de los artículos 2º del Código Civil y 24 y 373 inciso 2º del Código de las Obligaciones. En Italia ha recibido la más amplia aceptación de parte de los Tribunales; y Ramella (La funzione dell equitá nel campo d' executione dei contratti) la justifica por la causa que forma parte del título de su trabajo. En Alemania los fallos se apoyan en la interpretación de los arts. 112, 119, 157, 242 del Código Civil. Nussbaum, en una monografía especial destinada a estudiar las modificaciones en los contratos por alteraciones en el

31

valor de la moneda ("Teoría Jurídica del Dinero"), se ocupa al respecto de la figura de la revalorización, distinguiendo la legal y la judicial, y citando concordantemente las leyes dictadas y las disposiciones jurisprudenciales expedidas sobre el particular. A este respecto no se puede dejar de recordar los esfuerzos de Zeiler y Mügel, los primeros paladines en Alemania (donde la teoría de la imprevisión ha sido objeto de una prolija atención de los tratadistas) de una acción legislativa en el sentido de la revalorización de las obligaciones consistentes en términos pecuniarios (Zeiler, Wassermann, Mayer: Die Geldentwertung als Kredit Kalkulations und Besteurungsproblem). El art. 1265 (*), al hablar de la reparación por los daños y perjuicios por incumplimiento culposo o doloso, ciertamente sólo habla de los daños que resultan directamente de la inejecución o contravención, sin distinguir entre daños previstos o previsibles de un lado, e imprevistos e imprevisibles del otro (como sucede con el art. 1150 del Código de Napoleón, que se ha tomado alguna vez en consideración, para encajar dentro de él la imprevisión); pero decir que nuestro Derecho Civil, por la anterior circunstancia no distingue entre daños previstos y previsibles en una parte e imprevistos e imprevisibles de otro, sería tener una comprensión empírica del aludido art. 1265 de nuestro Código, pues tal distinción emerge de la diferente posición en que se hallan colocados respectivamente la culpa y el dolo como causas de responsabilidad y de la consiguiente extensión diferente de esa responsabilidad; distinción que es evidente en nuestro Código. El art. 1277 (*) podría también invocarse; representando él lo que el art. 1156 del Código francés, que alguna vez ha sido citado para decidir acerca del riesgo imprevisto. Como en Italia se ha juzgado que la imprevisión podría acogerse a los arts. 1224, 1225 y 1226 del Código, que hablan de la diligencia del "buen padre de familia" para cumplir con sus obligaciones, y de la

32

irresponsabilidad por caso fortuito o fuerza mayor, podría lo mismo considerarse en relación al art. 1267 y al art. 2274 de nuestro Código (*). En cambio, no parece que podría utilizarse el art. 1237 de nuestro Código (*), si recordáramos que el 119 del Código alemán ha sido en alguna ocasión traído a colación con respecto al riesgo imprevisto, por los términos mucho más amplios en que este artículo aprecia al error como vicio de la voluntad en comparación con el 1237 de nuestro Código. Rememorando que se ha procurado fundamentar la imprevisión en el principio del enriquecimiento sin causa o en el principio del uso abusivo del derecho, será pertinente remitirse a la gran norma que nuestro Código tiene el mérito de consignar en el inciso primero del art. 2110 y en el inciso segundo del mismo (*). Sobre todo el inciso primero nos parece muy significativo. Si cada uno quiere lo que le sea útil (esto es evidente en los contratos conmutativos), no se puede en consecuencia aceptar que en un contrato una parte quisiera obligarse para efectuar sus prestaciones que por acontecimientos sobrevenidos posteriormente, de carácter imprevisible, resultaran de tal suerte que ello le signifique su ruina. Sería pueril, por lo demás, reagüir que el art. 2110 sólo respecta a las obligaciones que se forman sin convenio. Las reglas que contiene dicho precepto, aun cuando conciernen directamente a tales obligaciones (a fin de señalarles una normación general, que a falta de convenio las regule), son la expresión de principios de absoluta y esencial justicia, que como tales deben informar todas las relaciones jurídicas, cualesquiera que sean sus fuentes de origen. En lo que se refiere al abuso del derecho, cabe anotar que el art. 2211 de nuestro Código (*) contempla aquél, y en forma por demás enjundiosa; y aun cuando el precepto está consignado dentro de la sección de las obligaciones que nacen de los delitos y cuasidelitos, es

33

evidente que importa la aceptación en principio dentro del campo jurídico de la figura que se conoce con el nombre de abuso del derecho. García Sayán ("La depreciación monetaria y el cumplimiento de los contratos entre particulares") habla de que ningún texto de nuestro Código admite expresamente la cláusula rebus sic stantibus; pero que en todo caso ella no contradice los principios generales enunciados por el Código, y agrega que hasta podría considerarse como una manifestación de la tendencia que dicha cláusula representa el art. 1817, y que ella aparece también en cierto modo de lo determinado en el art. 1381 (*). Es digno de anotar con referencia al principio que importa la imprevisión, lo dispuesto en la Ley 2938 y en la Ley 7683. Por la Ley 2938 se establece que cada cinco años se procederá a la revisión de las tarifas en las concesiones de ferrocarriles. Debe manifestarse que ésta es una plausible disposición, en cuanto norma el régimen de una concesión de servicio público, como es la del servicio ferrocarrilero, de pasajeros o de carga, conforme a un criterio que permita ir variando el régimen económico de las concesiones, acomodándolo a las circunstancias, que exigen bien un aumento en los precios unitarios del servicio o bien justifiquen una rebaja en los mismos, velando así con equidad por los legítimos intereses del concesionario de un lado y del público del otro. Se ha escogido un término prudencial, de cinco años, porque la variación en las tarifas no debe efectuarse sino cuando por una reiteración más o menos prolongada de la modificación en las condiciones económicas, se manifieste así que no se trata de un hecho efímero y por lo mismo en cierto modo soportable dentro del régimen tarifario existente. Por la Ley 7683 se han reducido los intereses pactados en las obligaciones mutuatarias en 1%, no pudiendo en ningún caso ser

34

superiores al 9% al año, sin incluirse en el cobro intereses penales. Las condiciones, pues, en que fueron convenidas las obligaciones, en cuanto consistentes en pagos en numerario importan el abono de intereses, resultan variados por mandato de la ley, que somete el decadente principio de la autonomía de la voluntad y la fórmula inconostacia de que el contrato es ley entre las partes, al imperativo de la equidad como norma que debe regular las relaciones obligacionales entre las partes, y a las consideraciones de que la buena fe, la moral jurídica, como dice Josserand, son las supremas reguladoras de las pretensiones y prestaciones recíprocas de las partes; haciendo que el derecho sea un derecho justo, según la expresión de Stamler, y fulminando en fin, aquello de que el summun ius se convierta en summa iniuria. La Ley 7683 reputa que habiendo sobrevenido modificaciones sustanciales en las condiciones referentes a obligaciones pecuniarias sucesivas, debe consecuentemente procederse a una modificación en el contenido de esas obligaciones. El contrato, pues, deja de ser un santuario inviolable, cerrado y al margen de la vida, de sus transformaciones y sus imperativos de justicia que nuevas circunstancias reclaman. Sus puertas, por el contrario, se abren para que en él penetre la vida, remozándolo, sacudiéndolo de su inercia y acabando con el mito bárbaro de su intangibilidad absoluta. El legislador o el juez, conscientes de sus nobles oficios de reguladores de la justicia en el sentido más digno de la palabra, pueden y deben penetrar en el círculo de él —círculo de intereses particulares— por imperativos de convivencia social, para que no flote como un mundo aparte, ajeno a la vida misma, y a las condiciones por la que ésta existe y a las exigencias que son consecuencia de las mismas. Consiguientemente, ya el contrato no pesará pues sobre el contrayente inexorable, como una fatalidad, como en un drama de Esquilo, sino que hallará amparo en el legislador o en el juez para que él se conforme a lo que la justicia aconseja. Aquí cabe recordar lo que se lee en el Fausto: "¿No es bastante que mi palabra dada haya de jugar eternamente con mis

35

días? ¿Van a seguir todas las corrientes del mundo, y ha de pararme a mí un contrato?". Por último, cabe también hacer referencia a un caso decidido por nuestra administración pública, en que resplandece el principio de la imprevisión. Tal caso es aquel a que se contrae la resolución suprema de 18 de junio de 1931 expedida por el ramo de Hacienda, concerniente al contrato para el suministro de alumbrado eléctrico a las dependencias gubernativas. En dicha resolución, en su parte considerativa, se hace referencia a las variaciones sobrevenidas en el valor de la moneda peruana, con la desvalorización legal establecida por la Ley 7126, como factor a tomar en cuenta para la estimación del precio del servicio, calculado dicho precio en términos monetarios conforme a dicha desvalorización. Por tratarse de un servicio consistente en prestaciones sucesivas y relativas a un servicio público —es decir, por concernir a un caso que típicamente queda sometido a la influencia de la teoría de la imprevisión— se comprende el interés que tiene dicha resolución de la administración pública, cuando en su parte considerativa aprecia el asunto a cuya decisión se contrae, en orden a constatar cómo el principio del riesgo imprevisto, ya ha merecido de nuestra administración una inteligente y diligente atención.

36

CONTRATOS NOMINADOS LA DONACIÓN INOFICIOSA EN EL CÓDIGO CIVIL NACIONAL (*)

El artículo 1469 de nuestro Código Civil se refiere al caso de la donación inoficiosa [art. 1629, C.C. 1984]. En salvaguarda de los derechos correspondientes a los herederos necesarios, la ley impone la limitación a que se refiere dicho artículo. Hay, así, un paralelismo entre lo que se permite y lo que se prohíbe al disponente cuando la disposición se realiza por testamento (legado) y cuando se hace por donación. En ambos supuestos el principio es idéntico: defender las porciones que correspondan a los herederos reservatarios. Se comprende, por lo tanto, que en lo que hace a la querella inoficiosae donationis, ella puede ser interpuesta por las personas que sean herederos forzosos del donante. La disposición del artículo 1469 del actual Código nacional [art. 1629, C.C. 1984] reproduce la del número 539 del Código anterior (*), en cuanto a la indicación de que el exceso de la asignación graciosa por encima de lo que puede disponer libremente el donans, se considerará relativamente al momento en que aquélla se haya producido. Este mismo criterio es el que ha sido acogido en el Código del Brasil (artículo 1176). Es un criterio que se aparta radicalmente del preferido por la mayoría de legislaciones que, consagrando la misma causal de inoficiosidad de la donación establecen que la computación respectiva, para apreciar si ha habido exceso (estimando el monto del patrimonio del donante,

37

las porciones de los legitimarios y el monto de la donación), se hará a la muerte del donante (*). Ahora bien, dentro del sistema establecido en nuestro Código (*) una cuestión difícil de decidir es la consistente sobre el momento en que cabe demandar en base a la inoficiosidad de la donación. Según Bevilaqua (Código Civil dos Estados Unidos do Brasil, T. IV, p. 342), seguido en esto por Carvalho de Santos (Código Civil brasilero interpretado, T. XVI, p. 402); pueden demandar la nulidad de la donación, en cuanto ella sea inoficiosa, los herederos necesarios del donante desde el momento en que se produce la donación, sin esperar la muerte de dicho donante. De esta opinión disiente Joao Franzen de Lima (Curso de direito brasileiro, T. II; Dos Contratos, p. 505), expresando: "esta nulidad sólo puede ser pedida por los herederos necesarios que fueran perjudicados con la donación excesiva y, en nuestro entender, solamente después de la muerte del donante, porque como dice Joao Luis Alves, antes de la muerte del donante no están investidos de derecho alguno y tienen apenas una expectativa de derecho. Otros maestros entienden, sin embargo, que la acción de nulidad puede ser propuesta también aun en vida del donante, mas no parece que así se deba entender porque, por lo demás, las mismas razones que impiden que sea objeto de contrato la herencia de persona viva (artículo 1039) permanecen para que se discuta la herencia de persona viva". Con referencia a nuestro Código se plantea, así también, la duda, la divergencia antes anotada. Ya en concernencia al Código nacional anterior, nuestro ilustre Pacheco (Tratado de Derecho Civil, T. III, pág. 240), decía: "no hay reducción posible durante la vida del donante; y así debe ser puesto que sólo el donante tendría derecho para intentar la acción en reducción, y no es presumible que lo haga, aunque no fuera sino por no aparecer censurando su propia conducta. En la ley peruana, que contiene, como hemos visto, diferentes preceptos sobre reducción, hay silencio absoluto sobre el modo como debe

38

ejercerse la acción respectiva y sobre las personas a quienes compete, y semejante falta puede muy bien dar margen a que las reducciones sean completamente ilusorias. En efecto, la ley no concede la acción al donante, y ya hemos indicado la razón que hay para que no sea verosímil que él la intente. Los herederos sólo gozan de los derechos y acciones que tenía el de cujus y no figurando en ellos la de reducción, el donatario podrá con fundamento negarles la facultad de reclamar. En la ley francesa, si no se concede la acción al donante, se concede expresamente y de una manera especial a sus herederos legitimarios, y a ese respecto no cabe la más ligera duda". En realidad, las razones que se exponen en razón del criterio de que sólo a la muerte del donante cabe interponer la respectiva acción de nulidad, nos parecen decisivas. Mas esto no deja de traer algunas complicaciones. Dentro del criterio seguido por la mayoría de los Códigos en el sentido de que la apreciación respectiva se haga a la muerte del causante, lo que decide, pues, es la cuantía del patrimonio del donante en el momento de su muerte. Ese momento, en relación al patrimonio dejado por el causante y a las legítimas que vienen a corresponder a los herederos, es el propiamente determinante. Pero dentro del sistema adoptado por nuestro Código Civil (*), resulta que hay que retrotraer la apreciación al momento de la donación (si adoptamos la toma de posición de que sólo a la muerte del donante pueda entablarse la nulidad por el exceso de lo donado), con los inconvenientes que ello naturalmente tiene. Los cambios —favorables— al patrimonio, sobrevenidos después de la donación y antes de la muerte del donante resultan dentro del sistema, sin ninguna influencia. Más acertada es la solución de que se tome en cuenta el patrimonio tal cual es en su importe, en el momento de la muerte del de cujus, considerando los aumentos, el enriquecimiento que se haya producido, pues es en ese momento que se determina quiénes son los herederos y cuáles deben ser sus porciones legítimas.

39

Cabe preguntarse acerca de hasta qué punto la acción de donación inoficiosa es intentable, frente a la prescripción extintiva o usucapativa que puede favorecer al donatario (o a sus herederos) o a terceros adquirentes. En primer lugar hay que decir que la acción de prescripción sólo puede comenzar a correr desde que se produjo la muerte del causante (dentro de la tesis de que sólo entonces es intentable la acción), por razón del principio de que actione non nate non prescribitur. La acción extintiva prescribirá a los 15 años, por tratarse de una acción personal (artículo 1168º, inc. 2) (**). En lo que hace a la prescripción usucapativa, se distingue según que se trate del donatario (o sus herederos) o de tercero adquirente. Josserand dice: "está constantemente admitido que la acción en reducción prescribe por treinta años, y que este plazo no comienza a correr hasta el día de la defunción del disponente; pero los terceros pueden antes del cumplimiento de esta prescripción del derecho común usucapir por la posesión de diez o veinte años de buena fe y fundada en justo título" (Derecho Civil; III, Nº 1723). Es decir, que en favor del donatario sólo funciona la prescripción extraordinaria de dominio porque no se le puede considerar con justo título; pero para el tercero adquirente funciona la prescripción ordinaria de dominio porque tiene justo título, siempre que a ello se agregue buena fe (o sea, que dicho adquirente no conocía de la extralimitación en cuanto a la adquisición por su transferente es decir, el defecto de inoficiosidad de la donación). De acuerdo a nuestro Código resultará, en consecuencia, que el donatario, cumplidos los treinta años del artículo 871 (*), puede oponer en concernencia a inmuebles, la usucapión; y el tercero adquirente, vencidos los diez años a que se refiere el mismo precepto (si tuvo

40

buena fe, pues si no, sólo podrá prevalecer de la usucapión treintenaria). Por inferencia de las reglas generales, los anteriores plazos de prescripción usucapativa se aplicarán tratándose de inmuebles, mientras que tratándose de muebles tendrán que aplicarse los plazos de 4 y 2 años indicados en el artículo 893 [art. 951, C.C. 1984]. Con el artículo 1469 de nuestro Código [art. 1629, C.C. 1984] se relaciona el 1488, que dice que: "si siendo dos o más las donaciones no cupieren todas en la parte disponible se suprimirán o reducirán en cuanto al exceso las de fecha más reciente" [art. 1645, C.C. 1984]. Pero bien analizado el artículo 1488, y si la anulación de la donación inoficiosa sólo se produce a la muerte del autor de querella (como creemos), resulta de una difícil aplicación adecuada dicho artículo 1488, si nos atenemos a lo que ordena el artículo 1469, sobre que "el exceso se regulará por el valor de los bienes que tuvo el donante al tiempo de la donación". No es del caso, pues, examinar conjuntamente las diversas donaciones sucesivas que haya podido hacer el donante, para determinar cuál o cuáles de ellas, y en qué medida se suprimen o reducen. Pues cada donación ha de ser examinada independientemente, sin relación a otra, desde que para cada donación la determinación sobre si es inoficiosa o no se produce coetáneamente a su producción. Sólo ese momento es importante, y así se decide si esa donación de que se trate en relación al momento de su producción, es compatible o no con la libre disposición del autor. Por lo tanto, pues, si el día de hoy Pedro hace una donación en favor de Pablo por la cantidad X, resultando que se ha vulnerado las reservas hereditarias (apreciada la cuestión a la muerte de Pedro), el heredero forzoso de Pedro, Juan, podrá solicitar la reducción de tal donación hecha el día de hoy. Pero si después del día de hoy el mismo Pedro, que en el ínterin ha mejorado su fortuna, hace una donación en favor de Santiago, y no resulta afectada la legítima del heredero Juan, éste a la muerte del de cujus Pedro, no podrá solicitar la

41

reducción que favoreciere a Santiago. Es que —repetimos— a tenor de la última parte del artículo 1469 cada donación tiene que ser examinada independientemente, porque ha de serlo en relación al momento en que ella se ha producido. Una disposición como la del 1488 [art. 1645, C.C. 1984] es explicable en los regímenes legales que establecen que las donaciones, cuando ellas son susceptibles de ser calificadas de inoficiosas, serán consideradas —todas y cada una— a la muerte del donante y en relación al valor del patrimonio del causante en el momento de su muerte. Es el régimen generalmente seguido. De él se aparta el Código brasilero (artículo 1176), el anterior Código peruano (artículo 593) y el actual Código (artículo 1488) (**). Pero un precepto como el citado 1488 no concuerda debidamente con el régimen que estima el exceso en que puede incurrirse en relación al momento en que se realiza la donación. Es, sin duda por ello, que dicho Código brasilero no contiene un precepto como el 1488 de nuestro Código, que en relación al 1469 (1176 brasilero) delata una grave incongruencia. El Código Civil patrio de 1852 tampoco acusaba el defecto de incluir un precepto como el 1488 del actual Código. Examinando, así, el artículo 1488 en dependencia necesaria con el 1469, no cabe preguntarse, como ocurre en cuanto a otras legislaciones, sobre si primero ha de procederse a la reducción de los legados y sólo después a la de las donaciones. Por otra parte, y siempre en relación con los efectos del artículo 1469, en cuanto a su última parte, que indica que el exceso se regulará por el valor de los bienes del donante al tiempo de la donación, se puede llegar a consecuencias absurdas, de entender el precepto literalmente. El donante podrá hacer una primera donación sin excederse del límite de disposición libre. Enseguida, inmediatamente, podrá hacer una segunda donación, sin tampoco excederse, y después una tercera, y

42

así sucesivamente. Ninguna de tales donaciones sería inoficiosa, pues cada una de ellas, en cuanto al cómputo respectivo se efectuaría conforme a lo indicado en el artículo 1469, no aparecería afectando la reserva hereditaria. Pero en el hecho resultará que tal reserva puede quedar reducida a casi nada. Pedro, que tiene abuelo, no puede disponer sino de la mitad de su patrimonio, por donación (artículos 1469 y 701) [arts. 1629 y 726, C.C. 1984]. Su patrimonio vale hoy como 80. Hoy hace una donación en favor de Pablo por 40, y ella es válida. Mañana hace una donación en favor de Juan (y aun podría hacerlo en favor de Pablo) por 20, y también esta segunda donación es válida. Pasado mañana hace una donación en favor de Santiago por 10; y también esta tercera donación es válida. En cada uno de los casos no se ha excedido el donans de lo permitido para el acto de liberalidad. Pero, en el hecho, ha resultado vulnerada la porción que como legítima correspondía al abuelo de Pedro (ha quedado reducida a 10). En realidad, por eso, el sistema más conveniente es el generalmente seguido por las legislaciones, en cuanto a que la apreciación ha de hacerse al tiempo de la muerte del donante. Y entonces sí cabe que funcione perfectamente lo ordenado en el artículo 1488 [art. 1645, C.C. 1984]. Para evitar que sobrevengan las consecuencias desconcertantes que puedan derivar de la aplicación literal del artículo 1469, no queda otro remedio que interpretarlo jure condendo en el sentido de que cuando se efectúa una donación, deba tenerse en cuenta la donación o donaciones anteriores, para determinar si por estas últimas ya se ha llegado o no al límite de la cuota de disposición libre. Así, en el ejemplo anteriormente utilizado, la segunda donación en favor de Juan sería nula, porque ya en la primera donación se llegó al límite. Ello siempre que no haya mejorado, aumentado el patrimonio del donante, porque entonces podría disponer válidamente, pero sólo en la parte proporcional respectiva a ese aumento. Así, si la primera donación fue por 40 en favor de Pablo sobre un patrimonio de 80, y después Pedro enriquece su patrimonio en 10, podrá donar 5, y nada más que 5, a Juan. Si la primera donación fue inferior a la cuota disponible (Pedro sobre su

43

patrimonio de 80 donó a Pablo 30), queda un remanente disponible libremente, de 10, que podría donar válidamente a Juan. Si, por otra parte, en el mismo caso, de remanente, ha aumentado el patrimonio de Pedro (supongamos en 10 más), entonces podrá disponer de 15 en favor de Juan: 10 por el remanente de la primera donación y 5 por la parte proporcional al mento sobrevenido. Si se examina cuidadosamente el asunto ahora tratado, con otros atinentes a la donación, dentro de nuestro Código Civil, se puede reparar en que la institución aparece estructurada de manera tal que se puede decir que lo ha sido un tanto perfunctoriamente. Con referencia a esta institución, como otras de nuestro Código Civil, se puede observar que sin negar los méritos de éste, sobre todo en comparación con el Código de 1852, se requiere un trabajo de revisión del Código vigente, después de 25 años desde que fuera promulgado (*).

44

LA COMPRAVENTA (*) Con la expresión "compraventa" se mienta una significación característica. La palabra venta y la palabra compra están indisolublemente unidas y sólo representan dos aspectos de una misma unidad conceptual. Aún más, se podría decir simplemente venta o se podría decir simplemente compra, porque la primera comporta correlativamente la segunda y viceversa. El contrato de compraventa tiene una enorme importancia en el Derecho civil. Es en buena cuenta el contrato más utilizado. Todos los Códigos Civiles lo tratan dándole su jerarquía: en general es el primer contrato que aparece en los Códigos y el disciplinado con más amplitud. El hombre está continuamente comprando y vendiendo, y desde el punto de vista contractual se le puede definir como el ente que vende o como el ente que compra. Si ciertamente la permuta es más antigua que la compraventa, ésta también tiene un viejo abolengo histórico. Encontramos referencia a este contrato ya en el Génesis, cuando Abraham dijo a Ephon, hijo de Zehar: "para que me dé la cueva de Macpela, que tiene al cabo de su heredad, por su justo precio para posesión de la sepultura (de Sara), la tierra vale 400 ciclos de plata"; agregándose que entonces Abraham se convino con Ephon, y pesó el dinero que dijo de 400 ciclos de plata de buena ley entre mercaderes. Y también sería del caso recordar la indicación que aparece en la Biblia, de la compra que Jeremías hace, cuando el sitio de Jerusalén por Nabucodonosor del campo de Hanamel, ante testigos. Sin considerar de momento los caracteres de la compraventa en primer término quiero referirme a la promesa de compraventa que nuestro Código Civil trata en los artículos 1392 y 1393 (**).

45

La promesa, la opción, es diferente del contrato mismo de compraventa. Aquélla es preparatoria y puede o no convertirse en la última. La promesa tratada en el art. 1392 es unilateral, en cuanto representa un compromiso, ya de uno u otro de los sujetos, para vender o para comprar, con la libertad de otro para comprar o vender. Hay, así pues, promesa de venta (pactum de vendendo) o de compra (pactum de enendo); consistiendo la promesa en una oferta obligatoria de por sí para su autor, de un caso de obligación unilateral, pues sin que se haya adherido aún la aceptación de la otra parte, declinatoria de la oferta, ésta debe ser mantenida, o sea que ella es irretractable durante cierto lapso. Por la naturaleza del vínculo inordinado dentro de la estructura contractual, se comprende que la promesa sólo es válida cuando está dirigida a persona determinada, el titular de la opción, o sea, el posible vendedor o comprador. En verdad, es un caso que se apoya en la indicación genérica sobre la policitación albergada en el artículo 1330 [art. 1385, C.C. 1984]. Es útil que el legislador considere el caso de la promesa de venta o de compra, pues ello facilita la realización de la operación en el futuro, esto es considerando esa posibilidad en relación al momento en que se otorga la opción. No se presenta en relación a la promesa de venta o de compra tratada en el art. 1392, la cuestión relativa a la forma del convenio, como puede ocurrir con la promesa en general, cuando ella concierne a un contrato que debe revestir solemnidad determinada; cuestión consistente en si la promesa debe también, para que sea eficaz, presentarse revestida de igual formalidad. El art. 22 del Código de Obligaciones suizo al respecto previene que la promesa tendrá la misma solemnidad que el negocio definitivo con el que aquélla guarde relación. Pero esta cuestión es en verdad extraña al caso de la promesa de venta o compra tal como ésta es tratada en nuestro Código, pues el

46

contrato respectivo de compraventa no requiere formalidad, así se trate de inmuebles, dentro de nuestro Código. Las indicaciones concernientes al contrato definitivo, que se producirán si el opcionario acepta la promesa, deben ser contenidas ya en la oferta, en cuanto a la cosa y el precio. Y por la esencia misma de la figura, es de necesidad que funcione un plazo durante el cual se define la alternativa, sea que el optante acepte o no acepte celebrar el contrato. En tanto la promesa se mantenga como tal, vale decir, ella no se haya transformado en la compra o venta definitiva, el opcionario no es aún dueño de la cosa. De ahí que los riesgos que puedan sobrevenir a la cosa, los sufre el dueño de la misma de modo que si aquélla se pierde, no tendría en ningún caso derecho al precio; y si se deteriorase, el comprador opcionario, en el supuesto de promesa de venta, podrá recibir la cosa, si hace uso de la opción, pero con disminución proporcional del precio. Los frutos que pueda producir la cosa, desde que se pacta la promesa hasta que ésta se concreta en el contrato definitivo, pertenecen al promitente por idéntica razón de que hasta antes la cosa sigue siendo del dominio del mismo. Se plantea el asunto de que la cosa pueda ser adquirida por un tercero, durante la vigencia de la promesa. En tal hipótesis, si el tercero antes que el opcionario en la promesa de venta dé su aceptación, obtiene la cosa del dueño (el autor de la opción), puede dicho tercero adquirir bien tal cosa, salvo que tratándose de inmuebles se haya inscrito la promesa (el art. 1042 se refiere a la inscripción de promesa de venta) [art. 2019 inc. 2, C.C. 1984]. El promitente quedará, desde luego, sujeto a daños y perjuicios en favor del opcionario. El plazo para la opción es, según indicación del art. 1393, el convencional y a falta de éste, el legal. El plazo convencional no puede exceder de dos años si la cosa es inmueble y de un año si es

47

mueble; de modo que si señalase plazo mayor se reducirá a los términos indicados en el art. 1393. La promesa debe contener pues un plazo, transcurrido el cual el promitente queda liberado de su oferta. De esta manera se puede decir que el plazo, que en general es un elemento simplemente accidental en el negocio jurídico, en el caso presente de pactum de contrahendo se eleva al rango de elemento categorial, sustancial. De ahí la indicación del artículo 1393. Si dentro del plazo pertinente el opcionario declara que acepta la oferta, el contrato queda definitivamente cerrado, y por lo tanto cabe exigir la respectiva prestación. Si no es posible obtener la ejecución específica de la prestación objeto de la promesa aceptada, procede por aplicación de las reglas pertinentes, el pago de daños y perjuicios. Ocupémonos ahora de los elementos objetivos, de las dos prestaciones que corresponden a la compraventa: la cosa y el precio. La cosa, materia del contrato de compraventa, debe ser una corporal, pudiendo ella ser mueble o inmueble. La prestación, pues, en lo que se refiere al vendedor se concreta en un ente material, en un ser que es una cosa intuible porque existe corporalmente. Puede comprenderse como cosa que se vende, un solo objeto individual o un conjunto de objetos. A esto último se refiere el art. 1385 y siguientes [art. 1569, C.C. 1984]. La cosa puede ser propia o ajena, y sobre esto último cabe tratarse especialmente en relación al art. 1394 [art. 1537, C.C. 1984]. La cosa puede ser ya un existencia o algo por existir, y de ahí que es válida la venta sobre cosas futuras como la cosa esperada y la esperanza incierta, a que se refiere el art. 1395 [arts. 1534 y 1536, C.C. 1984]. Desde luego es evidente que la cosa debe existir, o sea, que no puede haber contrato y éste es nulo, si la cosa ya había perecido, o como dicen las Partidas: no se puede vender la cosa que no es. El

48

Código por eso dice que "no hay venta", en esta hipótesis pues, en efecto falta entonces un elemento constitutivo del negocio jurídico. La cosa debe estar en el comercio jurídico, o sea, que no debe haberse prohibido el tráfico en relación a ella. Un ejemplo de una prohibición legal sobre venta de cosa la encontramos en Romeo y Julieta, de Shakespeare: BOTICARIO.- ¿Quién llama tan fuerte? ROMEO.- ¡Ven acá, hombre! ¡Veo que eres muy pobre! ¡Toma: ahí van cuarenta ducados; despáchame una dosis de veneno, una sustancia tan fuerte, que al difundirse por todas las venas, caiga muerto aquel que, hastiado de la vida la beba, y haga salir su alma del cuerpo con la misma violencia que la impetuosa pólvora encendida estalla en las entrañas fatales del cañón! BOTICARIO.- Tengo esos fatales venenos; pero las leyes de Mantua castigan con la muerte a quien los expende. ROMEO.- ¿Estás tan lleno de harapos y de miseria y todavía temes morir? ¡Llevas el hambre retratada en tus mejillas! ¡La indigencia y la opresión se asoman hambrientas a tus ojos! ¡La pobreza y el desprecio pesan sobre tus espaldas! ¡El mundo no es amigo tuyo ni las leyes del mundo! ¡Luego no seas pobre, sino por el contrario, quebrántala, y toma esto! BOTICARIO.- Mi pobreza consiente, pero no mi voluntad. Refiriéndose especialmente a la venta de cosa ajena; es decir que en el momento del contrato no pertenece al propietario, debemos expresar que nuestro Código admite esta modalidad, siguiendo al Derecho romano y al Derecho alemán, y a diferencia de lo que ocurre

49

con el Código francés o lo que ocurría con el antiguo Código peruano (*). En este supuesto de la venta de cosa ajena, se trata de una relación obligacional. El vendedor se obliga a que el propietario de la cosa entregue ésta directamente, o a través del vendedor, al comprador. Desde luego, si el propietario no quiere avenirse a la obligación asumida por el vendedor frente a su comprador, puede no hacer entrega de la cosa, pues como él no ha participado en el contrato, este último no le es exigible. Pero si él acepta el entregar la cosa, entonces el contrato se cumple. Se comprende por lo anterior, como tenía que ser, que el contrato mismo sólo genera obligación entre las partes y no contra el dueño de la cosa para quien el contrato es una res inter alios acta. Conforme al art. 1394 [art. 1539, C.C. 1984] si el comprador sabía que la cosa era ajena no puede demandar la nulidad del acto. El comprador se ha sometido a la eventualidad de que el vendedor se aviniese o no a la entrega de la cosa. El comprador lo único que puede demandar es el pago de daños y perjuicios al vendedor. Por el contrario, si el comprador no sabía que la cosa era ajena, entonces sí puede demandar la nulidad del contrato mismo, pues sufrió un error esencial; él no quiso someterse a ninguna eventualidad. Sólo el comprador puede demandar la nulidad de esta situación, basándose en un error. El vendedor no puede incoar la nulidad, pues no es aceptable que él padezca error acerca de que la cosa sea ajena. De lo anterior resulta que en el caso de que el comprador supiera que la cosa era ajena, no cabe solicitarse la nulidad en el negocio jurídico, ni por el vendedor ni por el comprador; y que en el caso de que el comprador no supiera que la cosa era ajena, dicho comprador es el único que puede pedir la nulidad del negocio jurídico; nulidad que puede considerar útil el interponerla, adelantándose a la eventualidad de que el dueño de la cosa no quiera hacer entrega de ésta, y liberándose el comprador de la obligación de pagar el precio.

50

Si el comprador hubiese pagado el precio, tendrá derecho a la restitución por aplicación de las reglas generales. En lo que se refiere al precio, siendo el mismo elemento esencial de la compraventa en cuanto comporta la prestación de parte del comprador, debe resultar determinado de alguna manera para la validez del contrato. Si el precio se ha determinado por las partes de modo preciso, no se ofrecerá dificultades al respecto. Ellos pueden acordarlo libremente, salvo cuando excepcionalmente por ley se imponga límites, o sea, computaciones inflexibles en cuanto a los precios de ciertos artículos. Pero puede suceder que no se haya determinado precisamente el quantum del precio, aunque los contratantes han convenido acerca de la forma de fijar el quantum, y entonces se procederá a dicha fijación, funcionando al efecto las reglas contenidas en los numerales 1387, 1388 y 1389 [arts. 1544, 1545 y 1547 C.C. 1984]. En cualquier supuesto, el precio ha de consistir en una cantidad de dinero matemáticamente determinado o determinable, trátese de moneda metálica o fiduciaria, nacional o extranjera; de moneda en cuanto ella tiene poder cancelatorio, en cuanto por ende tiene curso legal. No altera en nada esta exigencia de que la prestación consista en dinero, el que se haga pago por el comprador mediante cheque, desde que éste es un mandato de pago con relación a una cantidad pecuniaria. Si parte de la prestación asumida por el comprador consiste en dinero y parte en otra cosa, regirá el criterio de prevalencia, según que el valor del dinero supere o no a la otra cosa, para estimar que hay compraventa o que hay permuta. La fijación puede hacerse por tercero, según prevé el artículo 1387 [art. 1544, C.C. 1984]. El motivo de ello puede ser circunstancial, por ejemplo, que ni el comprador ni el vendedor puedan ir al lugar donde

51

la cosa está, para examinarla, apreciando su valor. El tercero a quien se encomienda la fijación del precio actúa como un mandatario de los contratantes, por lo cual sólo cabe que ellos lo designen, y no correspondiendo la designación al juez. La fijación hecha por el tercero tiene que ser acatada por los contratantes; es como si ellos mismos la hubiesen ya fijado. No cabe, pues, que se pretenda rectificación judicial o pericial. Esto no significa que frente al contrato así perfeccionado, no puedan el comprador o el vendedor hacer responsable al tercero por culpa o dolo en el ejercicio del encargo, por lo mismo que su carácter es el de un mandatario. El tercero debe proceder a la fijación del precio dentro de un cierto plazo, que las partes puedan haber señalado, o que puede ser el usual o que en otros supuestos y en último análisis será un plazo moral. Si el tercero no procede dentro de un cierto plazo a determinar el precio, no hay contrato, pues falta entonces un elemento constitutivo del mismo. El artículo 1387 [arts. 1544 y 1408, C.C. 1984] dice que si el tercero no señala el precio caduca la venta. Esto vendría a significar que el contrato se ha producido, que ya ha habido compraventa, sólo que ella quedó sometida a una condición a verificarse; que ya las partes habían decidido la compraventa, faltando sólo la concreción del quantum del precio. Pero, de otro lado, es de juzgar que propiamente no ha habido contrato, que éste sólo surge cuando el precio resulta fijado; de modo que antes sólo existe un anteacto; de suerte que las partes no pueden retractarse, pero estimándose que haya habido contrato, porque éste no llegó a perfeccionarse. La cuestión interesa atinentemente a la ubicación del momento de traspaso de riesgos y a la cuestión sobre la capacidad de las partes.

52

Según el artículo 1388 [art. 1547, C.C. 1984] el precio puede resultar determinado por el que la cosa tenga en lugar y tiempo determinados; y si las partes se refirieron al corriente en aquéllos, pudiendo el precio variar, se entenderá que convinieron el proporcional, si no aparece otra manifestación en el pacto. En el supuesto atendido en el citado numeral, hay una referencia cierta acerca del modo de fijar el precio; y ello es perfectamente factible de realizarse. Sería el caso, verbi gratia, de venta de algodones conforme a cotización en bolsa de una ciudad como Liverpool en día preindicado. Según resulta de los términos concretos del art. 1387 [art. 1544, C.C. 1984], las partes han de indicar el precio del mercado en tiempo y lugar determinados; lo que induce a pensar que si no hay tal indicación expresa, no puede considerarse que se tomarán en cuenta el tiempo y lugar del pago (como ocurre con el art. 453 del Código alemán). En lo que hace al precio medio aludido en el artículo 1388 [art. 1547, C.C. 1984], es una solución equitativa y por lo tanto la presumida legalmente como convenida por las partes. Pueden éstas convenir en precio distinto, como que sea el más alto o el más bajo de la cotización de la cosa durante el plazo; y de ahí la última parte del numeral. No hay, desde luego, inconveniente en que los contratantes acuerden que el precio será uno que sea un tanto más o menos del que arroje el mercado, como lo dice el art. 1353 del Código argentino [art. 1545, C.C. 1984]. En cuanto al artículo 1389 (*) hay aquí una nueva modalidad en cuanto a la fijación del precio, en el propósito de la ley de que se facilite la consumación del contrato. La tasación es confiada a un tercero y las partes habrán de acatar lo que ella arroje. Las partes son

53

libres para designar a dicho tercero, y éste actúa como un perito, explicándose así que el precepto habla de tasación. ¿Si el tercero no llega a hacer la tasación puede cualquiera de las partes obtener que se designe otra persona para que efectúe la misma? Desde luego la designación, de ser pertinente, correspondería al juez. El art. 1389 no dice, como lo hace en el art. 1387, que la venta caduca. Esto hace pensar que debe darse respuesta afirmativa a la pregunta propuesta. Las partes quieren celebrar el contrato y hay una conformidad acerca del procedimiento a adoptar; la fijación del precio mediante la tasación de carácter pericial garantiza que aquél es el que corresponde al objeto vendido; y a esta virtud parece que no hay inconveniente para aceptar la solución antes propuesta. El artículo habla de la tasación íntegra o con cierta rebaja. Esto quiere decir que las partes estarán a lo que resulte de la determinación del precio sobre la cosa in totum; no habiendo obstáculo en que de antemano se haya convenido en que el precio resulte en último término precisado con una rebaja preconsignada, por ejemplo un tanto por ciento. El sometimiento a la decisión judicial es capital. Como se trata de una operación pericial, cabe que cualquiera de las partes pueda solicitar la rectificación, aplicándose entonces lo previsto en el artículo 498 del Código de Procedimientos Civiles [art. 265, C.P.C. 1992]. Se echa de ver, de consiguiente, que la situación contemplada en el artículo 1389 es diferente de la del artículo 1387, pues en cuanto a este último, no cabe impugnación de la fijación practicada por el tercero. El artículo 1389 se refiere al caso de fijación de precio según el que resulte de subasta pública, en cuyo supuesto se considerará que dicho precio está representado por la postura más alta.

54

Hay ciertas ventas que han de hacerse por pública subasta: así cuando se trata de bienes nacionales (art. 1443), para enajenar bienes del menor por el tutor (arts. 520, 524, 525) [arts. 447, 532, 535, C.C. 1984] o de otros incapaces por el curador (art. 558) [arts. 568, 602, C.C. 1984], en ciertos casos en relación a división de cosa en condominio (art. 919) [arts. 988, 989, C.C. 1984]; el Código de Comercio se refiere a la venta ante martillero público (art. 116-s); el Código de Procedimientos Civiles hace mención del trámite de la subasta pública en el procedimiento ejecutivo [art. 728 y ss., C.P.C. 1992]. El art. 1395 [arts. 1534 y 1536, C.C. 1984] distingue en atinencia a la cosa dos modalidades: primero, la de venta de cosa esperada, o sea de cosa antes de que exista en especie (venditio rei speratae); y segundo, la de la esperanza incierta (venditio spei). En el supuesto de cosa esperada, por ejemplo frutos, crías, se trata de cosas que se espera que se produzcan, que lleguen a existir en especie. El contrato aquí es condicional, quedando sujetas las prestaciones a esa eventualidad de que la cosa llegue a existir, a tener patencia específica. El contrato, por lo mismo, no es aleatorio: es conmutativo, pues el precio sólo se paga por el comprador si la predicha eventualidad sobreviene. En el supuesto de la venditio spei se trata de un contrato simple, no condicional, pues la obligación asumida por el comprador de pagar el precio (precio alzado) ha de cumplirse, sin que influya para nada la circunstancia de que llegue o no a existir la cosa; de modo que el contrato es aleatorio y no conmutativo. El comprador asume el riesgo, consistente en pagar el precio estipulado, se obtenga la cosa en mayor o menor cantidad y así no llegue la misma en absoluto, a obtenerse. Los ejemplos clásicos se refieren a lo que resulte por efecto de la redada para coger peces, lo que resulte de la caza.

55

La emptio rei speratae es denominada por el propio numeral 1395 [art. 1534, C.C. 1984] como venta de cosa futura; y así es en verdad. La cosa no existe in rerum natura; o cuando menos las partes no saben que existe, pero presumen que pueda existir: por ejemplo, compraventa de cosecha a producirse. Si la res futura no llega a existir, falta al contrato objeto comprable, y ahí que el comprador no quede obligado a pago de precio alguno; en todo caso, de venir a existir la cosa en especie, sólo pagará el precio en relación o proporción a la cantidad que viene a representar la misma, de acuerdo con lo estipulado al respecto. Mas la emptio spei no aparece como de cosa futura, a estar a la redacción del art. 1395 [art. 1536, C.C. 1984]. Y en efecto hay muchos autores que conceptúan que hay aquí una venta de cosa presente. Es ésta la opinión dominante, aunque no unánimemente compartida. Se reputa que lo que es objeto del contrato es precisamente esa esperanza por parte del comprador de obtener una cosa, que no se sabe si se podrá obtener. La circunstancia de haberse celebrado así el contrato, justifica que el vendedor en todo caso pague el precio convenido, pues se puede decir que el comprador tomó para sí el riesgo, el peligro consistente en que la cosa no existiese o no llegase a existir. De la diferencia entre los dos tipos de venta considerados en el art. 1395 [arts. 1534 y 1536, C.C. 1984], resulta que la posición poscontractual del vendedor es muy diferente en un caso en comparación con el otro. En el caso de la esperanza incierta debe el vendedor ejercer la actividad apropiada en orden de la posibilidad de obtener la cosa objeto del contrato (salir de pesca, de caza, buscar el tesoro), mientras que lo mismo no es precisamente necesario en el caso de la venta de cosa esperada. Puédese acaso dudar sobre si en determinadas circunstancias se debe considerar que se haya convenido una venta de cosa esperada o

56

de esperanza incierta. Entonces se tiene que recurrir a la interpretación de la voluntad convencional. Si no cabe colegir por el convenio mismo de qué clase de venta se trata, habrá que presumir que se está frente a una emptio rei speratae, por ser el contrato de compraventa por naturaleza conmutativo. La segunda parte del art. 1395 se refiere a la venta de cosa litigiosa [art. 1409 inc. 2, C.C. 1984]. Se reputa esta venta como una de esperanza incierta, siendo por lo tanto pura y de carácter aleatorio. El comprador debe, pues, pagar de todos modos el precio, asumiendo el riesgo derivado de la situación de incerteza inherente a la cosa por hallarse en litigio. No se sabe en consecuencia, de la firmeza del título del vendedor; el comprador puede encontrarse sin la cosa, si la lite se falla en contra del derecho invocado por el vendedor. El comprador al hacer la compra continúa en el litigio hasta su conclusión, y en buena cuenta lo que adquiere es la esperanza de obtener una decisión judicial favorable. Asume, así, el consiguiente riesgo. Para que se trate de un asunto litigioso se requiere, como se infiere de la propia denominación, que exista ya una controversia jurídicamente planteada con demanda y litis contestatio, no estando sentenciada definitivamente la controversia. Advierte el dispositivo 1395 [art. 1409 inc. 2, C.C. 1984] que debe haberse instruido al comprador del pleito sobre la cosa; es decir, que se trata de una cosa en litigio. El comprador debe, pues, comprar con conocimiento de que corre el álea acerca de lo que se resuelve en definitiva, por concernir la cosa a una que se halla en estado de litigio. Si no fuera así, si el comprador no supiese que se trataba de una cosa litigiosa ya no concertaría, desde su punto de vista, una emptio spei; habría actuado, pues, por error y por ende podría objetar el contrato, solicitando su anulación.

57

LAS VARIACIONES O PÉRDIDA DE LA COSA Y LA PROMESA DE COMPRA O VENTA (*) Nuestro Código Civil no contiene una parte dedicada a la promesa de contrato, en general. Sólo hay cierta conexión con ello en el art. 1330, cuando al tratar sobre la génesis del contrato, expresa al efecto de la policitación. Pero sí se ha ocupado en particular de la promesa de compra o venta, en los arts. 1392 y 1393. También se refiere a la promesa (en sentido de compromiso de la voluntad para ligarla in futurum) en atinencia a otras relaciones jurídicas no contractuales; así: promesa de pública recompensa —art. 1816 y ss.—, promesa de esponsales —art. 75 y ss.— (**). En lo que hace a la promesa de compra o venta, el Código nacional, en nuestra humilde opinión con muy buen criterio, sólo conoce la promesa unilateral, esto es, bien de venta, bien de compra, y no la promesa bilateral, porque ésta fundamentalmente se confunde con el contrato mismo. En verdad, con la promesa unilateral, que importa una referencia a un contrato futuro a formarse, hay, intelectualmente apreciado el asunto, una descomposición de un virtual concurso de voluntades; de modo que una de ellas, perteneciente a uno de los sujetos, se anticipa y se obliga ya, pero sujetando su comportamiento definitivo a un determinado comportamiento sucedáneo del otro sujeto. La promesa de compra o de venta, es algo más que una mera pollicitatio, pues como ha dicho Demogue, en la promesa hay la aceptación anticipada por la otra parte, el receptor de la promesa, de poder utilizarla. No nos detendremos por ahora en analizar los elementos componentes del negocio de promesa, a saber, la cosa y el precio (que han de estar debidamente precisados, como se advierte en el

58

numeral 1392), así como el plazo, que en este caso asciende de la categoría de un elemento accidental (en cuanto modalidad arbitraria que puede adherirse al acto), a un elemento indispensable, pues sin plazo —convencional o legal— no se concebiría que se resolviera en definitiva la situación preparatoria y transitoria que viene a corresponder a la promesa. Sólo queremos detenernos en un aspecto vinculado a la realización de la promesa, vale decir, a su conversión a contrato, o sea, en venta o en compra. Ello concierne a commodum y al periculum, a los riesgos, pues, y a las ventajas sobrevenidas por caso fortuito o fuerza mayor. En primer lugar, descartamos la disminución en la cosa, o su pérdida, si se originan por culpa del vendedor (que tiene la cosa consigo), pues entonces la responsabilidad viene a recaer en él. Y también prescindimos del caso de mejoras necesarias realizadas, porque no hay duda acerca de la obligación de pagarlas, por el comprador. Mas, en relación a la pérdida o a la destrucción en parte de la cosa, como a su aumento, por caso fortuito o fuerza mayor, se presentan o pueden presentarse algunas hesitaciones acerca de quién se perjudica o beneficia en tales supuestos, y sobre qué consecuencias tales eventos pueden originar. En primer término, alejamos este supuesto: que la opción no sea aceptada. No hay, entonces, ninguna consecuencia ulterior, pues como no llega a haber transferencia domínica, la pérdida, la disminución o el aumento de la cosa, corresponde sólo, necesariamente, al vendedor. En el caso de promesa aceptada conviene distinguir según se trate de promesa de vendendo o de enendo. Si existe promesa de venta, no hay en la práctica mayormente dificultades en lo que respecta al riesgo y peligro de la cosa, pues le basta al acreedor (comprador) con

59

no aceptar la oferta. Pero, con todo, consideramos tres supuestos que pueden presentarse en atinencia al asunto en general considerado: a) pérdida de la cosa; b) disminución; c) aumento. Si ocurre lo primero, la situación queda definida por el hecho mismo de la no subsistencia de la cosa. Parece innecesario decir que el comprador no aceptará la oferta, ya que desde el punto de vista del objeto, por la falta de éste, no puede haber contrato alguno. Hay que recordar lo que dice en relación a la compraventa, el art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984], y pensar que ello es aplicable a la promesa de compra o venta, por el argumento ad mejori ad minus. Si ocurre lo segundo, el asunto podría aparecer resuelto para los bienes muebles por aplicación del art. 1177 [art. 1138 inc. 2, C.C. 1984]: el acreedor (de la cosa) podrá disolver la obligación, o aceptando la promesa, recibir la cosa en el estado en que se hallare, con disminución proporcional del precio. Pero no hay un precepto que resultaría semejantemente aplicable cuando se trate de inmuebles. Y es que conforme al art. 1172 [art. 949, C.C. 1984], como regla general, sólo consensus perfenciuntur en las obligaciones de dar, referentemente a inmuebles. Pero esto que no presenta dudas tratándose de un contrato ya constituido, ¿se aplicará al caso de la promesa unilateral? Es decir, ¿esta distinción entre muebles e inmuebles debe operar en la hipótesis de una promesa de venta? Nosotros creemos que no. Más bien, creemos que podría en todo caso aplicarse por analogía el 1177 [art. 1138, C.C. 1984], o sea, que el comprador del bien puede aceptar la oferta, pagando menos precio (o naturalmente no aceptarlo, pues no olvidemos que estamos en la hipótesis de una promesa de venta). Mas, no precisa recurrir al art. 1177, concernientemente a los bienes muebles y a una interpretación analógica en cuanto a los inmuebles, para llegar a la conclusión antes expuesta. El art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984] da la solución, cuando dice que si la cosa ha perecido en parte, tiene el comprador el derecho a retractarse del negocio o a una rebaja al precio.

60

En el tercer caso, de aumento de la cosa, no hay en nuestro Código un precepto que dé solución al planteamiento, como ocurre, por ejemplo, con el Código argentino, en su numeral 582. La solución de este último es manifiestamente acertada, inspirándose en que cujus periculum est, est commodum. En consecuencia, si el comprador (dentro de una promesa) quiere adquirir el bien, mueble o inmueble, debe pagar el mayor precio correspondiente al aumento fortuito sobrevenido. Veamos ahora lo concerniente a la promesa de compra. Y también detengámos en los tres supuestos, de pérdida, disminución y aumento de la cosa. En el caso de pérdida (y recordando que la promesa en la hipótesis ahora considerada es de compra, o sea, que al vendedor le corresponde la opción) ¿qué ocurriría si el vendedor dijese que acepta la promesa, o sea, que quiere concluir el contrato? Él no podría entregar la cosa, pues ésta ha perecido. ¿Pero podría exigir, a pesar de ello el precio, como si se estimare que el riesgo y el peligro son de cuenta del acreedor de la cosa? De ninguna manera. Toda vinculación obligatoria se ha disuelto por la condictio ob causam finitam. Y esto es, por lo demás, lo que también resulta del art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984], que dice "si cuando se hizo la venta había perecido la cosa vendida, no hay venta". Consideremos ahora el caso de disminución en la cosa. ¿Puede, en este supuesto, decir el vendedor que, aceptando la opción, se efectúe la venta, adquiriendo el comprador la cosa, aunque admitiendo el vendedor una proporcional disminución de precio? Al decir con disminución de precio, queremos decir que eliminamos la solución, que nos parece arbitraria, de que el vendedor pudiese exigir que se lleve a cabo la venta con entrega total del precio que se hubiese indicado en el acto preparatorio, esto es, sin rebaja, pese a la pérdida

61

en parte de la cosa, como si el periculum incidiera en el acreedor. Ello estaría en contradicción violenta con la segunda parte del art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984]. Repitamos la pregunta: ¿puede el vendedor imponer que la cosa sea comprada, con disminución de precio? Nosotros creemos firmemente que cabría aquí también traer a colación el art. 1177 [art. 1138, C.C. 1984] (referente a muebles) y su aplicación analógica para inmuebles, para justificar una negativa de parte del comprador. Pero, por encima de ellos, estimamos que la solución queda insumida en lo previsto en la segunda parte del art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984], ya antes mencionado, para que encuentre inequívoco apoyo legal tal negativa. De este modo, pues, si el optante, que es el vendedor conforme al negocio, utiliza la opción para que de su parte se lleve a cabo la venta, con disminución de precio, al comprador (que fue quien hizo la opción y no quien tenía el derecho para utilizarla, por lo mismo, desde el punto de vista convencional), le cabe ahora, no convencionalmente, pero sí ope legis, convertirse a su vez en optante, aceptando o no la indicación del optante ex coventione (que es el vendedor), en virtud de lo ordenado en el art. 1390 [art. 1533, C.C. 1984]. El comprador puede, pues, negarse a comprar pese a la recurrencia a la opción por el vendedor. Veamos el tercer supuesto; aumento en la cosa. El vendedor acepta la opción, y por lo tanto exige del comprador un mayor precio (por razón del aumento). ¿Está obligado el promitente, el comprador, a pagar ese mayor precio? Nosotros nos inclinamos por la opinión contraria, o sea, que creemos que el comprador puede retractarse de su oferta, hecha al vendedor para comprar la cosa. Ésta parece ser una solución natural. ¿Cómo se le podría exigir al comprador que pagase un precio mucho mayor, que acaso no esté dentro de sus posibilidades económicas? La obligación contenida en la promesa del acreedor (comprador) de la cosa, sólo ha de estimarse que se mantiene sic stantibus. Pero una variación fundamental, como la que puede ocurrir con el aumento considerable en el valor de la cosa (y el

62

consiguiente aumento en el precio) rompe la previsión y el antelado equilibrio que actúa como un elemento determinante del otorgamiento de la promesa, en este caso por parte del comprador. Es digno, por eso, de alabar el art. 582 del Código argentino, que previendo el supuesto ahora estudiado, prescribe que si la cosa hubiese mejorado o aumentado (se entiende, por caso fortuito) podrá el deudor (el vendedor dentro de una promesa de compra) exigir del acreedor (el comprador) un mayor valor; y si el acreedor no se conformase, la obligación queda disuelta.

63

LA PROMESA DE VENTA EN NUESTRO CÓDIGO CIVIL (*) No se encuentra en nuestro Código Civil un tratamiento de la promesa como institución orgánica. Ésta es una deficiencia, pues ya la promesa es capaz de producir determinados efectos jurídicos. Tampoco la mayoría de los Códigos tratan orgánica y autónomamente la promesa, o como también se le llama el antecontrato. Los Códigos austriaco, suizo y el reciente turco, sí se ocupan especialmente de la materia. Los otros Códigos sólo se atienden a la promesa de venta. (**). La promesa se diferencia del contrato, en que en aquélla falta un elemento, por aparecer o por determinar, que es de la naturaleza del contrato a que la promesa se contrae. En tal sentido, la promesa es un antecontrato. Repetimos que nuestro Código no trata en general de la promesa de contrato. El art. 122 al hablar de "la promesa aceptada", se refiere a aquélla como simple policitación, distinta pues propiamente de la promesa de incundo contractu, que supone un consentimiento recíproco, así concierne al solo compromiso de uno de los contrayentes. Sólo trata el Código de la promesa de venta, en su art. 1333 y siguientes. La interpretación de tales artículos en su verdadero sentido puede suscitar determinadas dificultades. Se sabe la poca precisión de criterio de que adolecen los artículos 1589 y 1590 del Código de Napoleón. El 1589 indica que la promesa de venta equivale a venta cuando hay consentimiento recíproco de las dos partes sobre cosa y precio; y el 1590 dice que habiendo arras, cualesquiera de las partes puede desistirse del compromiso. Si la promesa vale como venta, el artículo 1589 era una mera tautología y conviniendo las partes en precio y cosa, que son los dos elementos naturales del contrato,

64

estaba de más hablar de promesa, desde que entonces el pacto era de venta. Y tratándose de las arras, el artículo 1590 daba a las mismas el carácter de una pactum disciplintae, siendo así, que las arras deben reputarse más bien como la señal o prueba simbólica de la conclusión del contrato, como las estiman los Códigos modernos (alemán, art. 336; suizo 158; brasilero, 1094; turco, 156). La necesidad de encontrar una explicación racional al artículo 1589 del Code Civil conduce a los comentaristas modernos a estimar que el precepto concierne a las promesas unilaterales de compra o de venta. El vínculo vale, en cuanto la parte obligada, no puede desligarse; pero no hay transferencia de propiedad, porque todavía no hay consumación del contrato, lo cual sólo puede sobrevenir cuando la otra parte acepte la opción de que dispone. La expresión del dispositivo, de que la promesa vale como venta, sólo puede entenderse como indicativa de que el compromiso es obligatorio para el promitente; y el consentimiento recíproco de que habla el precepto, sólo respecta a la necesidad de que concurran los dos elementos que debe contener toda declaración de voluntad, policitación y aceptación. Esta interpretación, que marca un inteligente esfuerzo para concordar la prescripción legal con los buenos principios, no deja de ofrecer ciertos visos de exageración, pues precisamente conforme a tales principios la promesa no puede equivaler a un contrato; y si se trata de promesa unilateral relativa a un contrato sinalagmático, ella precisamente es una promesa en el sentido preciso de la acepción, un antecontrato. Además, el artículo 1590 contraría la interpretación, pues permitiendo que cualesquiera "de los contratantes" se desligue de su compromiso, hace comprender que se trata no sólo de un consentimiento recíproco, sino de un negocio que es obligatorio para ambas partes. Las disposiciones del Código francés se ofrecían como erradas o a lo menos como imprecisas. Nuestro legislador agravó aún más el mal al tratar de la promesa de la venta, consignando el infortunado artículo

65

1333. Según él, la promesa recíproca de compraventa es obligatoria desde que convienen las partes acerca de cosa y precio; pero no es venta ni transfiere el dominio, ni el riesgo o provecho al comprador. Una interpretación como la propugnada por los modernos comentaristas del Código francés respecto al artículo 1589 del mismo, para estimar que el 1333 de nuestro Código concierne sólo a las promesas unilaterales, sería impróspera. Este artículo no se limita como aquél, a hablar de "consentimiento recíproco", sino que habla de "promesa recíproca". Se trata, de consiguiente, de una promesa bilateral. Pero promesa bilateral es lo mismo que contrato. Si ambas partes convienen en cosa y precio y una se obliga a la venta y otra a la compra, están presentes y determinados los elementos necesarios para que haya contrato de compraventa. ¿Cómo entonces hablar de promesa, y remarcar que se trate de ésta y no de contrato, al indicarse que no se transfiere el dominio, ni el riesgo o provecho al comprador? Sólo cabe una explicación. Es ésta, que se repute entonces que la venta está convenida sub-conditione. La poca precisión en caracterizar como instituto autónomo a la promesa de contrato o antecontrato, arrastró a algunos civilistas a ver en ella una contrato bajo condición suspensiva. Hoy ese criterio está desestimado. La condición es un elemento accidental a un contrato; y cuando aquél se presenta no despoja al contrato de su carácter de tal, sino que le da una simple modalidad, el hacerlo condicional. No hay pues promesa, pues en ésta lo que falta es un elemento de la naturaleza del contrato; la ausencia de tal elemento no permite considerar la declaración de voluntad como contrato definitivo; mientras que en el contrato sub-conditione, su no ejecución depende de una relación arbitraria a la naturaleza misma del negocio jurídico. Pero por lo que se infiere del artículo 1333, la promesa en el caso contemplado, comporta el supuesto de una venta bajo condición. El artículo 1334, permite que si en la promesa se da una cantidad por

66

arras, cualesquiera de las partes puede revocar su consentimiento, perdiendo las arras el que las dio y devolviéndolas dobladas el que las recibió. Las arras, así, son consideradas como arrha poenitentialis, como importando una facultad para desistirse del compromiso. No se diferencian entonces de la multa de arrepentimiento sino en que en ésta no hay entrega previa de cantidad, y sólo determinación de la misma, para ser pagada después, en caso de que se haga uso del pactum disciplintae; mientras que en las arras tal como las trata el artículo 1334, hay la entrega de la cantidad, concomitante al compromiso. Las arras constituyen en este supuesto, la estimación convencional anticipada de daños y perjuicios por la no ejecución del contrato. Propiamente no puede hablarse, en rigor de principios, de una promesa de contrato. El contrato existe; contiene todos los elementos que se requiere para su formación, sólo que la ejecución de las prestaciones recíprocas que contiene, se deja a la determinación posterior de la voluntad de las partes. Pero el Código peruano, mal inspirado en la disposición 1590 del Código francés, vio en las arras una circunstancia que podía acompañar a un acuerdo sobre venta, para hacer de ésta no un contrato, sino una promesa. Se sabe cuál fue el motivo de esta equivocación. En el derecho prejustinianeo las arras tenían un carácter confirmatorio del compromiso. Enseguida, la tan citada Constitución 17 del Código, de fide instrument (lib. 24, tit. 21), al imponer que los contratos de compraventa fuesen hechos por escrito, reconocía que si el pacto verbal iba acompañado de entrega de una cantidad en calidad de prenda, esto último era eficaz, en el sentido de que si una de las partes no cumplía con la formalidad escrituraria no formándose el contrato, se perdía la cantidad dada o se debía devolver doblada la misma. Y así las arras vinieron a constituir un factor no sólo que no era confirmatorio del acuerdo, sino que conspiraba contra su consumación. Los pandectistas debatieron sobre el carácter que debía atribuirse en el derecho moderno a las arras; y el autor de nuestro Código, siguiendo como en

67

otros muchos puntos, directamente la inspiración de Domat dio su adhesión al sistema que reputaba que las arras tenían un carácter de arrha poenitentialis. Ya en la posición adoptada por el artículo 1334 de nuestro Código, sólo cabe hacer dos indicaciones. La primera indicación es que importando las arras un motivo de disolución de vínculo, su existencia sólo debe admitirse restrictivamente, pues tales motivos deben ser mirados con severidad, ya que el fin de las declaraciones de voluntad es producir los efectos que les son propios; y no lo contrario. La seguridad y la estabilidad de los negocios jurídicos así lo exige; y por eso lo dicho es principio inconcluso de la ciencia civil. No basta, pues, que las partes den al convenio denominación arbitraria, por la cual no aparezca su carácter de contrato definitivamente acordado, pues en los negocios jurídicos se debe interpretar el sentido auténtico de los mismos y no atenerse a la denominación empleada por las partes, ni basta tampoco que se dé una cantidad por un contratante al otro, coetáneamente al acuerdo, para que se suponga que ello implica la facultad del desistimiento unilateral, pues tal dación por sí misma no es una expresión de voluntad; de suerte que debe indicarse expresamente en el convenio que cualesquiera de las partes se reserva la facultad de retirar su consentimiento y que en tal caso se obliga (por concepto de daños y perjuicios) a perder las arras o a devolver dobladas las recibidas, según sea quien se desista. De otro modo, la cantidad entregada deberá entenderse, antes bien, como señal de la conclusión del contrato, y en caso como parte de la prestación a cumplir por el contratante que entregó tal cantidad. La segunda indicación es que la facultad para desistirse sólo puede entenderse subsistente, mientras que la parte que quisiera utilizarla, no ha comenzado a ejecutar el contrato en la parte que le incumbe. El compromiso con facultad de desistirse, entraña que las prestaciones a que el mismo se contrae no hayan sido ejecutadas aún. Esto es obvio. Pero si después del compromiso cualesquiera de las partes da

68

comienzo a la ejecución del mismo, renuncia con ello a la facultad que se había reservado. El artículo 1335 contempla un caso parecido, pero no idéntico al del artículo 1334. Uno y otro hacen que el convenio devenga sin consecuencia, por el arrepentimiento de cualesquiera de las partes; pero mientras en el artículo 1334 se da como reparación de los posibles daños y perjuicios, una cantidad —las arras—, concomitante al compromiso, en el artículo 1335 no hay entrega de cantidad alguna, sino únicamente promesa de pagar una multa —que se determina de antemano— en caso de que una de las partes use de la facultad de revocar su consentimiento. Se está aquí, pues, frente a una auténtica multa poenitentialis. No debería, por lo mismo, reputarse que ella concierne a una simple promesa de contrato. Ella incide en un acuerdo de voluntades que es contrato, porque el negocio contiene todos los elementos que le son propios, y el pacto de arrepentimiento, con la respectiva multa civil que le es aneja, no es sino una cláusula accesoria al contrato, que hace de éste no un acuerdo alternativo como equivocadamente dice el artículo 1335, sino un acuerdo sobre una prestación, única debida, pero con otra que funciona sólo in facultate solutionis. Por ser la multa de arrepentimiento una causa rescisoria no debe presumirse su existencia. Y es de recordar lo dicho anteriormente, que ella se considera renunciada si se ha dado comienzo a la ejecución del contrato. Además, es pertinente anotar que siendo una fijación convencional de daños y perjuicios para el caso de incumplimiento habrá de pagarse no sólo en el caso de desistimiento, sino también cuando el sujeto pasivo de la obligación incumpla ésta por culpa. El artículo 1336 considera una hipótesis distinta del precedente. Dice el artículo 1336 que si el acuerdo no fue alternativo —el acuerdo de que habla el artículo 1335, de cumplir el compromiso o pagar la multa— vencido el tiempo designado en el convenio para la venta, será obligatorio lo pactado y además el pago de la multa, pero no

69

habrá responsabilidad por daños y perjuicios. Reina aquí una gran anarquía de ideas. En primer término, no puede convenirse a la vez cumplir necesariamente lo pactado y pagar una multa. Esta obra como sustitutoria del cumplimiento de lo convenido, in facultate solutionis. No puede exigirse a la vez el cumplimiento de la obligación y el pago de daños y perjuicios, que en este supuesto se hallan fijados convencionalmente en la multa, pues aquéllos obran como compensatorios del incumplimiento. La multa responde a dicha finalidad, de tal manera, que precisamente el artículo 1336 establece que el deudor no será responsable de daños y perjuicios. Pero, además, el mismo dispositivo habla de un tiempo designado en el convenio para la venta. ¿Debe entenderse por esto que un acuerdo recíproco sobre precio y cosa, diferido el momento del pago del primero y de la entrega de la segunda, es una promesa de venta y no un contrato de venta? La afirmativa llevaría a estimar que la promesa en general no es diferente del contrato bajo plazo suspensivo. Pero es ocioso demostrar la desidentidad entre una y otra situación. Las atingencias al artículo 1336 conducen, si se quiere descubrir en él una regla racional, a estimar que el término de multa está mal usado; que la cantidad que se convenga a pagar, al propio tiempo que sea exigible la prestación estipulada, importa una cláusula penal, figura diferente de la multa penitencial; y que dicha penal sólo concierne al caso de cumplimiento tardío de la obligación. La penal, en efecto, es confirmatoria y no rescisoria. Significa la estimación convencional anticipada de los daños y perjuicios. Nada más. No da a las partes facultad para arrepentirse. Pero la pena no puede obrar conjuntamente con la ejecución de la obligación principal, sino en el caso de que se trate de una ejecución tardía (artículo 1303, in fine), pues entonces la pena sólo representa los daños moratorios, no los compensatorios, los cuales siendo

70

sustitutivos de la prestación pactada, no pueden coexistir con el cumplimiento de ésta. La multa, o mejor dicho la penal convenida, en el caso del artículo 1336 se refiere pues al caso de cumplimiento, pero tardío. Por eso es que el artículo habla de "vencido el tiempo designado en el convenio". Sólo así halla aplicación adecuada esta indicación del precepto. Los daños y perjuicios que menciona éste, sólo pueden referirse en consecuencia a los moratorios. Mas, nueva causa de dificultades suscita el artículo 1337. Dice éste que no obstante lo dispuesto en el artículo anterior, el demandante renunciando a la multa podrá reclamar la indemnización de daños y perjuicios. La pena convencional sustituye a los daños y perjuicios. La cláusula por la que se conviene aquélla obliga al acreedor y al deudor, que estarán al monto en que estimaren tales daños y perjuicios. No puede aceptarse, pues, que una de las partes prescinda de la reparación así fijada, exigiendo daños y perjuicios por valuación judiciaria. Ello significaría quitar valor obligatorio a la cláusula penal. Lo único que se insinúa, para el caso de que el acreedor considere que la pena es insuficiente en relación a los daños y perjuicios sufridos, es que pueda demandar daños e intereses suplementarios (Código alemán, artículo 340 al. 2ª; suizo, artículo 161). Pero aun esta solución, que no ha sido acogida sino por contados Códigos, es objeto de confutaciones, porque entonces la cláusula penal pierde su esencial utilidad, de importar una valuación anticipada de los daños y perjuicios. Los proyectos de Código Civil argentino y franco-italiano, se pronuncian por la negativa a permitir una reparación a título de daños y perjuicios complementarios.