en el piso de abajo - margaret powell

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Annotation

En la primera casa en que entró a trabajarcomo pinche de cocina, a los quince años,Margaret Powell se quedó atónita cuando ledijeron que, entre sus tareas, figuraba la deplanchar los cordones de los zapatos. La señorade la casa le prohibió, además, entregarle enmano cualquier cosa: siempre tenía que ser «enbandeja de plata». Era la Inglaterra de los años20, y en ella una chica empleada en el serviciodoméstico tenía que mentir a los chicos siquería encontrar novio: ellos las llamaban«esclavas». En el piso de abajo son lasmemorias de una mujer sedienta de educaciónque no comprende qu, cuando pedía un libro dela biblioteca de sus señores, éstos la miraranincrédulos y espantados. Con el tiempo,aprendió por su cuenta y en 1968 publicó estelibro, que ha sido la fuente reconocida deinspiración de series como Arriba y abajo y

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Downton Abbey, pero mucho más incisiva eintencionada que ellas. En el sótano, a «ellos»(como llamaban a los señores), se les hacía«una especie de psiconálisis de cocina, sincabida para Freud. Creo que nosotros sabíamosde la vida sexual ajena mucho más de lo que élllegó a saber nunca». Penetrante en suobservación de las relaciones entre clases,libre y deslenguada en la expresión de susdeseos, Margaret Powell nos cuenta quésignificaba para los de abajo preparar las cenasde seis platos de los de arriba. Un documentoexcepcional.

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Para Leigh (Reggie) Crutchley,con afecto y gratitud

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Nací en Hove en 1907. Yo era la segundade siete hermanos. Lo primero que recuerdo esque había niños que parecían andar mejor dedinero de lo que andábamos en mi familia. Noobstante, nuestros padres se preocupabanmuchísimo por nosotros. Hay algo querecuerdo especialmente, y es que todos losdomingos por la mañana mi padre nos traía unarevista de historietas y una bolsa de golosinas.Las revistas de historietas valían medio peniquecuando eran en blanco y negro, y un peniquecuando estaban coloreadas. Cuando lo recuerdoahora, me pregunto cómo se las arreglaría paracomprarlas cuando estaba sin trabajo y en casano entraba nada de dinero.

Mi padre era pintor y decorador, unaespecie de manitas. Todo se le daba bien:arreglar tejados, enlucir… pero su fuerte erapintar y poner papel pintado. Sin embargo, en

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nuestro barrio había poco trabajo en invierno. Ala gente no le gustaba que se hicieran arreglosen su casa por esas fechas. No se podía pintarpor fuera, y nadie quería tampoco lascomplicaciones de pintar dentro. De modo quelos inviernos eran tiempos difíciles.

Mi madre limpiaba casas desde la ocho dela mañana hasta las seis de la tarde por doschelines al día. A veces volvía a casa con algúntesoro, como un cuenco de grasa de carneasada, media hogaza de pan, un poquito demantequilla o un tazón de sopa. Mi madreodiaba aceptar cosas. Odiaba la caridad. Pero anosotros nos gustaba tanto que trajera cosasque, cuando veíamos que traía algo, salíamoscorriendo para ver qué era.

Supongo que hoy puede parecer curiosoque mi madre odiara tanto la caridad, perocuando mis padres nos criaron no había dineropara los desempleados. Si recibías algo, era porcaridad.

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Me acuerdo de que mi madre, una vez enque solo teníamos un par de zapatos para cadauno y todos necesitaban remiendos, se acercóal ayuntamiento para ver si le daban algunaayuda. Tuvo que contestar montones depreguntas y le hicieron sentirse avergonzadapor no tener suficiente dinero para mantenerse.

Encontrar un lugar donde vivir era poraquel entonces muy distinto a como es ahora.Bastaba con salir a la calle y andar un poco paraver carteles de «Se alquilan habitaciones».

Cuando las cosas se ponían muy cuestaarriba, nosotros solo podíamos tener una o doshabitaciones, y siempre en casa ajena. Sinembargo, cuando papá tenía trabajo, podíamosalquilar media casa. Nunca tuvimos casa propia.Por aquel entonces poca gente podía permitirsetener una casa entera para su familia. En lo quese refiere a comprar una casa, ¡santo cielo!, eraalgo que ni se nos pasaba por la cabeza.

Me acuerdo de que yo me preguntaba a

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menudo cómo era posible que, estando lascosas tan mal como estaban, mamá no dejara detener niños, y también me acuerdo de lo muchoque se enfadaba porque una pareja desolteronas para las que trabajaba le decía sinparar que no tuviera más hijos porque no podíapermitírselo. Una vez le pregunté a mi madre:«¿Por qué tienes tantos niños? ¿Es difícil tenerniños?». Y ella me respondió: «Para nada.Coser y cantar».

Ya ven cuál era el único placer que podíapermitirse la gente pobre. Era algo que nocostaba nada, al menos no mientras se estabahaciendo el niño. Tener niños era de lo másfácil. A todo el mundo le daban igual losmédicos y, además, traer a la partera suponíapoco gasto. En cuanto al hecho de que despuéssí que fuera a suponer un gasto, bueno, poraquel entonces la clase trabajadora nuncapensaba mucho en el futuro. No se atrevía ahacerlo; bastante tenía con vivir al día.

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Además, la gente no pensaba en el controlde la natalidad. Solo se pensaba en tenerfamilia. Tal vez fuera un legado de la épocavictoriana porque, en cierto modo, cuantos máshijos tenías más se te veía como a alguien quecumplía con su deber de ciudadano cristiano.Aunque la verdad es que la Iglesia no teníamucho peso en la vida de mi padre o de mimadre. No creo que tuvieran mucho tiempopara eso. Aunque seguramente sería más exactodecir que sí tenían tiempo, pero no disposición.A algunos de nosotros ni siquiera nos habíanllevado a cristianar. Yo, por ejemplo, no loestaba, y nunca lo he estado. Sin embargo,todos teníamos que ir a la escuela dominical.No porque mis padres fueran religiosos, sinoporque así se nos quitaban de en medio.

Los domingos por la tarde se dedicaban ahacer el amor, porque en las casas de la clasetrabajadora no se podía tener mucha intimidad.Cuando vivías en dos o tres cuartos, alguno de

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los niños siempre dormía contigo. Si teníassentido de la decencia –y mis padres lo teníanporque en toda mi infancia nunca llegué aenterarme de si hacían el amor– te esperabashasta que se durmieran o no anduvieran pormedio. La verdad es que nunca los vi siquieradarse un beso, porque mi padre era tirando aseco, al menos en apariencia, y me asombrémucho cuando, no hace tanto, mi madre medijo que en realidad era un hombre muyardiente. Así que, como ven, solo podíandejarse llevar cuando los niños no andaban pormedio.

Total, que los domingos por la tarde,después de una buena comida (todo el mundoprocuraba hacer una buena comida losdomingos) era el momento de pasarse un ratoen la cama, haciendo el amor y echándose unasiestecita. Porque, como me dijo mi madretiempo después, puestos a hacer el amor, mejorhacerlo con comodidad. Cuando llegas a la

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mediana edad, hacerlo en rincones raros ya note hace tanta gracia. Por eso la escueladominical tenía tanto éxito. No sé cómo seráahora.

Mi hermano y yo empezamos a ir juntos alcolegio. Por aquel entonces te dejaban empezarcon cuatro años. Mi madre me envió a laescuela con él porque ya tenía a otro niñodanzando por ahí, y pensó que sería mejorquitarse a dos de encima.

Teníamos que volver a casa para elalmuerzo. En el colegio no se daba de comer,ni leche, ni nada parecido. Te llevabas unarebanada de pan con mantequilla envuelta en untrozo de papel y se la dabas a la maestra paraque te la guardara, porque muchos de nosotros,de niños, teníamos tanta hambre que nos lacomíamos a mordisquitos durante las clases dela mañana, en lugar de estar haciendo lo quetuviéramos que hacer. A las once en punto noslas repartían.

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Guardo pocos recuerdos de mis primerosdías en el colegio; es como si, hasta los sieteaños, no hubiera tenido necesidad de ocupar unlugar en la existencia. Lo que pasó es que,como mi madre se marchaba temprano por lamañana para ir a servir y yo era la niña mayor,me tenía que ocupar de poner el desayuno a mishermanos. Piensen que para darles el desayunono había que cocinar, ni nada parecido. Nuncatuvimos huevos, ni tocino, y de los cereales nisiquiera habíamos oído hablar. En inviernotomábamos avena cocida, y en veranoúnicamente pan con margarina y una capa finade mermelada, cuando mamá traía. Soloteníamos permiso para tomar tres rebanadas.

Siempre me gustó ir a la panadería ycomprar esos panes redondos que por encimatienen un dibujo que hace cuatro picos (creoque se llamaban panes de Coburgo). Siemprenos peleábamos para quedarnos con los picos,porque contaban como un trozo de pan pero

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llenaban más que una rebanada.Después preparaba el té –un té muy flojo

al que se llamaba escoria, de lo barato que era–,recogía, fregaba y me preparaba para ir alcolegio.

Llevaba a la guardería a los dos pequeños.Valía seis peniques diarios por niño. Por esedinero, también almorzaban. Los dejaba allíjusto antes de entrar al colegio y los recogíapor la tarde, al salir.

A mediodía me iba a casa corriendo,sacaba las patatas y las verduras, ponía enmarcha el almuerzo y hacía todo cuanto podíapara que mi madre, al volver corriendo deltrabajo, no tuviera más que servirlo.

Por lo general comíamos estofados,porque es lo que más llena.

A veces madre nos preparaba un pudín decarne. Cuando pienso ahora en aquel pudín decarne, me hace gracia. Me acercaba hasta lacarnicería y pedía seis peniques de «adornos de

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mostrador». La higiene no tenía nada que vercon lo que es ahora, y los carniceros colocabanunas grandes tablas de madera fuera de la tiendapara exponer toda la carne, a la gente y a lasmoscas. A medida que cortaban siemprequedaban restos de carne, que iban esparciendoalrededor. A esos recortes se les llamaba«adornos de mostrador».

Por lo general, yo compraba seis peniquesde recortes y un penique de sebo. Con eso mimadre preparaba un pudín de carne fantástico.Sabía muchísimo mejor que el que yo hagoahora, cuando pago cinco o seis chelines por lacarne.

En cuanto acababa de comer, mi madre sevolvía al trabajo a todo correr, porque solo ledaban media hora de descanso. Total, que a míme tocaba fregar antes de volverme al colegio.Después, en cuanto salía por la tarde, recogía alos dos pequeños de la guardería, los llevaba acasa, ordenaba y hacía las camas.

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Nunca tuve la sensación de estarsufriendo, ni tampoco de que me maltrataran.Las cosas eran así, nada más. Cuando eras lahija mayor en una familia de clase trabajadora,eso era lo que se esperaba de ti.

Por las tardes era mamá quien seencargaba de todo, claro. Volvía a casa a eso delas seis y nos daba de merendar lo mismo queen el desayuno: pan con margarina.

De pequeña nunca salí de noche a la calle,y mis padres eran muy estrictos en estesentido. En cambio, leía mucho. Por entoncesya teníamos una biblioteca gratuita. Tambiénnos las apañábamos para entretenernos solos.

Mi hermano mayor nos montaba a menudoespectáculos de magia. Se le daba de maravilla.Alguien nos regaló una linterna mágica contransparencias. No se movían, desde luego,pero mi hermano se las arreglaba parainventarse historias sobre ellas. No hubo unasola tarde en que nos aburriéramos. Siempre

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había algo que hacer.A diferencia de mucha gente que he

conocido, en mis años de escuela yo no hiceamigos que perdurasen. Supongo que es fácilverlo desde hoy y afirmar que mi madre y mipadre eran poco sociables porque no nos dabanpermiso para traer amigos a casa. Mamá yatenía bastantes niños. Nunca tuve fiestas decumpleaños, por supuesto; esas cosas eraninimaginables.

En el colegio había dos niñas con las queme llevaba bien, pero ya se sabe lo que pasacuando hay tres, que son multitud y a una le dande lado, y ésa siempre era yo. Creo queaquellas dos niñas procedían de casas donde sehablaban las cosas, como por ejemplo de sexo,porque entre ellas había una especie de código,del que yo nunca entendí ni una palabra, quehacía que anduvieran todo el rato con risitas.Una vez, cuando yo estaba a punto de cumplirlos trece, una de ellas –se llamaba Bertha– no

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quería salir a jugar. Yo le pregunté: «¿Por qué?¿Por qué no puedes venir?». Y ella merespondió: «Es que ayer anduve en bicicleta yme hice daño, así que ahora no puedo hacernada». Y las dos empezaron con sus risitas.

Pero la verdad es que, teniendo comotenía a mi familia, todo eso me daba igual y,además, teníamos toda la ciudad a nuestradisposición.

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Hove era un sitio estupendo, sobre todopara los niños, y en especial para los niños queno tenían dinero. La ciudad no era como esahora.

Por ejemplo, la zona junto al mar y loscampos contiguos. Esos terrenos ahora estánarreglados para gente adinerada. Hay un juegodel reloj para entrenarse al golf, hay tenis ybolos, pero no hay nada de nada para los niños.Sin embargo, cuando yo era pequeña aquellosterrenos eran para todo el mundo. No habíanada más que hierba y un refugio, y poralrededor había arbustos en los que se podíajugar fantásticamente al escondite. Podías irallí y organizar una merienda campestre; nohabía guardas que vinieran a darte la lata.

Otra ventaja era que el campo estaba allado de la ciudad. Viviéramos dondeviviéramos, apenas teníamos que caminar unos

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minutos y ahí estaba el campo, con sus granjas.Los granjeros eran muy simpáticos. Nos

dejaban andar por ahí, asomarnos a lacochiquera para rascar a los cerdos, imitar elcacareo de las gallinas y quedarnos a ver cómoordeñaban las vacas. A veces, la mujer delgranjero salía y nos daba un vaso de limonada.

Había árboles para subirse a ellos, árbolesfantásticos que parecían haber crecido justopara los niños.

En la playa se montaban espectáculos aorillas del mar, los de Pierrot. Sentarse en unasilla de playa y quedarse a ver el espectáculovalía seis peniques o un chelín, pero ni quedecir tiene que nosotros nunca teníamos esedinero. Así que nos quedábamos al fondo.

Desde la distancia que da el tiempo, creoque aquellos espectáculos eran buenos. Noeran en absoluto indecentes, porque lospresentaban como un espectáculo para toda lafamilia.

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Una soprano salía y cantaba una canciónromántica de amores perdidos, sobre unamante que tuvo y se marchó por culpa de unmalentendido, y ella esperaba de todo corazónque algún día volverían a encontrarse. La mitadde los espectadores se echaba a llorar, ytambién los niños que estábamos al fondo. Porentonces la gente creía en esas cosas: morir deamor, conmoverse por ello, arrepentirse de lascosas, las oportunidades perdidas y todo eso.Nadie tenía esa actitud de «a mí qué meimporta». Después salía el barítono, quecantaba canciones sobre la amistad, Inglaterra,y una muy conocida llamada Hands Across theSea.

Ahora todas estas cosas pueden parecerbagatelas, pero a nosotros el espectáculo nosparecía estupendo y a los demás espectadores,también.

Luego estaban los burros y el señor quelos cuidaba. Hace poco he oído que se dice que

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la gente que pasa mucho tiempo con animalestermina pareciéndose a ellos, tanto por suaspecto como por sus gestos. Era el caso delseñor que cuidaba de los burros. Era viejo,bajito, encorvado, gris y muy peludo. No es quetuviera barba, sino que parecía salirle pelo portodas partes. Muchas veces he pensado que, dehaberse puesto a cuatro patas, podríamoshabernos subido encima y no habernos dadocuenta de que a lo que estábamos subidos noera un burro.

¡Qué pena daba esa recua de burros!Supongo que no les faltaba la comida, pero losburros son criaturas que siempre dan pena,salvo cuando están bien cuidados, y éstos nodebían estarlo. Pero los niños pudientes nuncanecesitaron sentarse a lomos de un burro,como los niños normales. ¡Desde luego queno! Podrían haberse ensuciado. Ellos iban en uncochecito tirado por perros, todo él tapizado decuero rojo. Había sitio para dos. Aquellos

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niños iban con niñeras que los tenían a su cargoy salían a la calle vestidos de punta en blanco,en carricoches muy amplios.

El dueño del cochecito tirado por perrostenía que ir andando junto a los niños por unlado, y por el otro tenía que ir la niñera, nofuera a pasarles algo a esos angelitos. Sinembargo, no pasaba nada por que nosotrosfuéramos trotando a lomos de los viejosburros, con el trasero escocido.

A los niños ricos nunca les dejaban jugarcon los niños de clase baja como nosotros.Nunca les dejaban jugar con nadie, solo conotros niños igual de ricos. Y nunca iban aningún sitio solos, sino siempre con susniñeras. Algunos tenían dos: una niñera y unaayudante de niñera. Los terrenos junto al marestaban abiertos a todos y a nosotros no podíanecharnos, pero, si algún niño se acercaba anosotros, la niñera le decía: «¡Vete de ahí!¡Aléjate ahora mismo! ¡Ven aquí!». Nunca les

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dejaban hablar con nosotros.Como se pueden figurar, nosotros

sentíamos por ellos una especie de desdén.Había cosas que ellos no podían hacer ynosotros sí. No les dejaban ensuciarse, ni andarentrando y saliendo de los arbustos. Tampocoles dejaban subirse a los bancos y andar sobresus estrechos respaldos. No les dejaban hacernada divertido, pero no era culpa suya.

Fuera como fuese, nunca nosmezclábamos. Jamás. Ellos jugaban a susjueguecitos exquisitos con grandes pelotas decolores, se paseaban con sus cochecitos demuñecas o daban vueltas con sus patinetes. Encambio, nosotros no teníamos nada de nada,todo lo más alguna pelota de tenis vieja, perocon todo y eso jugábamos a juegos fantásticos,sin tener absolutamente nada.

Puede que si nos hubieran dejadomezclarnos nos habríamos hecho amigos, perono lo creo, porque a ellos los educaban con la

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idea arraigada de que eran una clase depersonas distintas de nosotros.

Recuerdo, por ejemplo, una vez en queestaba jugando por ahí y llevaba puesto unabrigo que había sido de mi abuela; era unabrigo afelpado. Una de aquellas niñas seacercó y empezó a hacer comentarios sobre miabrigo. La niñera la reprendió: «No debes decireso, preciosa, al fin y al cabo son niños pobres.Su mamá no tiene dinero». Y la niña se echó areír y contestó: «Sí, pero ¿has visto qué pintatiene? A lo mejor mamá tiene algo que darlepara que se lo ponga». Aquello me fastidió unmontón. Hasta entonces, a mí aquel abrigo mehabía dado igual. No me había parecido quellevar un abrigo de mi abuela estuviera mal. Elincidente se me grabó en la memoria, pero notuve tiempo para estar resentida porquesiempre había algo que hacer o algo queesperar, como la visita anual del circo.

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El mejor circo que tuvimos fue el de LordGeorge Sanger. Supongo que en realidad sellamaba George Lord y que dio la vuelta alnombre, pero por entonces nos creíamos queera un lord de verdad. Vestía tan sumamentebien que nos parecía fantástico. Llevaba unachaqueta de piel con flecos que colgaban portodos lados, un enorme sombrero Stetson, unaespecie de pantalones de montar y unas botasbrillantes hasta las rodillas, con tachonesmetálicos a los lados. A nosotros nos parecíaque así era como debía vestir un lord. Era comosi no fuera de este mundo. No siemprepodíamos permitirnos ir al circo, pero siemprelo intentábamos, y siempre podíamosacercarnos a ver a los animales –elefantes,leones y tigres–; eso era gratis.

Me acuerdo de que uno de los años quevinieron trajeron una atracción fantástica con

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un hombre bala al que disparaban con un cañóndesde un lado de la carpa, y que luegoaterrizaba en una red. Todas las noches oíamosel tremendo ¡bum! del disparo. Esto hacía queaún nos entraran más ganas de ir, pero esecirco siempre venía cuando mi padre no teníatrabajo y no podía darnos dinero. La entradavalía seis peniques por niño. Eso daba derechoa sentarse en la parte de atrás. Así quebuscamos la manera de conseguirlos. Fuimospreguntando a la gente puerta a puerta si teníatarros de mermelada que ya no quisiera; ennuestra casa nunca había tarros. Cuandocomprábamos mermelada era una tacita de unpenique, que se sacaba de un tarro grande, agranel. El tendero era amigo mío, y siempre memimaba. Me servía el penique de mermeladacon un cucharón de madera muy grande, yluego siempre me lo dejaba para que lochupara; aquello era fantástico.

Nos hicimos con todos los tarros de

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mermelada que pudimos y los llevamos altrapero. Me parece que nos daba un penique porcada seis tarros. También salíamos a buscarestiércol; nos daban tres peniques porcarretilla. Eso era fácil, porque teníamos amano los caballos que tiraban de los carros deriego. Esos carros pasaban todos los días; atrásllevaban incorporado un sistema de riego paramojar las calles. La ronda terminaba justo a laaltura de nuestra casa y el cochero, al acabar,siempre se metía en un café cercano y dejabaahí a los dos caballos. Ya fuera porque estabanal final de la ronda o por cansancio, loscaballos siempre nos complacían soltando unbuen montón de estiércol. Antes de entrar alcafé, aquel hombre ponía a los caballos unosmorrales, para que comieran, y eso atraía amontones de palomas, que venían a picotear loque se caía de las bolsas. Nosotros nosmetíamos entre las patas de los caballos pararecoger el estiércol con una pala mientras las

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palomas revoloteaban por ahí asustando a loscaballos. No sé cómo no terminamos muertosde una coz.

A veces también seguíamos a los cochesde mudanzas por la calle, esperábamos a que separaran y a que los caballos se aliviaran. Asíque, en definitiva, nunca tardábamos mucho enllenar de estiércol la carretilla.

Cuando pienso en ello, me doy cuenta delo honrados que éramos.

No solo lo recogíamos, sino que ademáslo removíamos con las palas, para que la gentediera su dinero por bien empleado. Nossorprendía que, con todo el estiércol que había,la gente estuviera dispuesta a pagar por él.

Después de varios días vendiendo tarrosde mermelada y recogiendo estiércol,conseguíamos juntar media corona, lo quesuponía, a seis peniques por cabeza, el dineronecesario para pagar las entradas de los cinco.

Así que, por fin, llegó el gran día. Era

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como en un cuento. Una muchacha vestida conmedias brillantes salió a la pista delante decuatro o cinco elefantes. Dejaba que loselefantes la cogieran con la trompa y despuésse tumbaba en el suelo para que le pasaran porencima.

Luego venían los leones, que rugían comoestá mandado. Parte del número consistía enque un hombre metiera la cabeza dentro de lasfauces del león; yo no podía ni mirar.

Tampoco era capaz de mirar a lostrapecistas en el aire. De todos modos, paranosotros lo más emocionante era el hombrebala. La noche antes de que fuéramos al circo,oí que mamá le decía a papá que, cuando sehizo ese número en América, el hombre noaterrizó en la red como tenía que aterrizar, yque se había partido el cuello. A nosotros, connuestra insensibilidad infantil, no nos parecíaque aquello fuera tan malo. ¿Y si le pasaba esocuando fuéramos nosotros? Al fin y al cabo,

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llevaba varias noches haciéndolo, y bien podíasuceder que justo ésa tuviera un contratiempo.

El suyo era el último número. Le vimosmeterse en el cañón, con los pies por delante yenseguida vino el ¡bum! que nosotros yaesperábamos. Salió disparado entre una nube dehumo; debo admitir que yo no lo vi volar haciael otro lado de la carpa, pero supongo que voló,porque aterrizó en la red sano y salvo, yentonces el público estalló en un enormeaplauso al que nosotros también nos unimos.Claro, que le habríamos aplaudido igual si sehubiera partido el cuello.

Fue una tarde fantástica. Aquella nocheapenas dormí, acordándome de todo eso.

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Otro entretenimiento, que hoy puedeparecer muy corriente, era el cine. Pordescontado, no hay ni punto de comparacióncon las películas de ahora y las salas, según losestándares actuales, eran sórdidas.

El cine que nos gustaba a nosotros estabaen la calle principal. Las películas y serialesque proyectaban eran más emocionantes.Ponían películas todas las tardes, y los sábadoshabía, además, otra sesión a primera hora de latarde. Los precios habituales eran de seispeniques, nueve peniques, un chelín o un chelíny tres peniques, pero en la primera sesión delos sábados los niños pagábamos tres mediospeniques por una butaca abajo, o tres peniquespor una butaca en la grada. Los niños pudientes,es decir, los niños pudientes a nuestroentender, iban a la grada y nos tiraban unaavalancha de peladuras de naranja y cáscaras de

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frutos secos.Los niños que iban en brazos no pagaban,

así que nos plantábamos en la taquilla con losde tres y cuatro años en brazos para no tenerque pagar su billete. En cuanto pasábamos lataquilla, los dejábamos en el suelo para quesiguieran andando.

Íbamos al cine por lo menos una horaantes de que empezara la película. Duranteaquella hora reinaba un alboroto tremendo.Había una mujer que siempre estaba tocando elpiano; se llamaba señorita Bottle, o al menosasí es como siempre la llamábamos. Era unasoltera de mediana edad que se peinabaestirándose el pelo hacia atrás y recogiéndoloen un moño con lo que parecía ser un alfileratravesado. Además, tenía una delanteraimponente. Por aquel entonces las mujeres nose ponían postizos, así que me figuro que seríanatural. Más o menos un cuarto de hora antesde que llegara empezábamos a dar golpes con

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los pies en el suelo y a gritar: «¡SeñoritaBottle! ¡Señorita Bottle!». Aquello debíahalagarla. Además, cuando por fin aparecía, sellevaba una ovación que ni Paderewski habríasuperado. No era por la música, ni porque ellatocara el piano, sino porque su apariciónanunciaba que la película estaba a punto deempezar.

En todo el rato que pasábamos en el cineno dejaba de haber un jaleo de aquí te espero.Los bebés berreaban y los niños chillaban.Pero daba lo mismo, porque era cine mudo. Yanos ocupábamos nosotros de poner el sonido.

Justo antes de que empezara la película, eldueño de la sala salía con un megáfono alescenario y gritaba: «¡Silencio! ¡Silencio!».Después, rebosando indulgencia y con gestomuy risueño, decía: «Niños, esta tarde vais apasar un momento fantástico. Vais a ver dospelículas preciosas que no me cabe duda de queos van a encantar, así que cuando vayáis a casa

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no os olvidéis de decir a vuestros padres lobien que lo habéis pasado». Después, cambiabael semblante; borraba la sonrisa y nos mirabacon severidad para advertirnos: «¡Cuidad de losmás pequeños, y no dejéis que esos golfillosmojen las butacas!». Pero a nosotros nos dabaigual; nos poníamos a patear el suelo y a gritar.Nadie le hacía el menor caso.

Después empezaba la película principal, yla señorita Bottle no dejaba de tocar mientrasduraba. ¡Qué aguante tenían aquellos pianistas!Cuando la acción era encarnizada, ellaaporreaba las teclas y apretaba a fondo el pedal,para que sonara muy fuerte. En las escenasrománticas de amor tocaba canciones suaves ymelodiosas, y los niños se llevaban los dedos ala boca y silbaban; por aquel entonces el amornos importaba un bledo.

Luego venía el serial, que por lo generalera desgarrador. También era nuestra pesadilla,porque cuando papá no tenía trabajo y no podía

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darnos ni siquiera los tres medios peniques quecostaba la entrada, había semanas en que nopodíamos permitirnos ir al cine. Eso ocurríasiempre justo cuando el serial llegaba alepisodio más emocionante, como cuando laprotagonista estaba al borde de un precipicio,atada a las vías del tren o delante de una sierracircular que se le iba acercando más y más. Enesos momentos es cuando aparecía un letreroque decía: «Continuará la semana que viene».¡La de veces que me habré quedado esperando aque algún amigo saliera del cine para contarmela continuación! Nunca se me ocurrió pensarque en realidad no podía morirse, porque dehaberse muerto el serial no habría podidoseguir. Siempre preguntaba: «¿Qué ha pasado?¿Se murió? ¿Cómo consiguió escapar?». Losseriales eran una cosa que me preocupabaverdaderamente muchísimo.

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Las tiendas, naturalmente, no tenían nadaque ver con las de ahora. No existían lossupermercados, ni las tiendas de autoservicio.Eran, más bien, pequeños negocios familiares.

Había un Woolworths –aunque no creoque por aquel entonces se llamara así– que erael «Bazar de los tres y seis peniques». Enaquellas tiendas, todo costaba tres o seispeniques. Se podría pensar que con esosprecios la variedad no podía ser mucha, pero locierto es que se las ingeniaban muy bien.Separaban precios. Por ejemplo, el hervidorvalía seis peniques, y la tapa, tres, pero sevendían por separado. Así que, como ven, eranseis y tres peniques. Lo mismo ocurría con lascazuelas, las tazas y sus platitos, etcétera. Pero,de todos modos, por seis peniques podíascomprar muchas cosas.

Las casas de empeños también tenían un

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papel importante en la vida de la clasetrabajadora. Los lunes por la mañana, lasmujeres empeñaban los trajes de sus maridos,para tener dinero para la semana. El viernes porla noche o el sábado por la mañana seacercaban a desempeñarlo, para que losmaridos se lo pudieran poner el sábado y eldomingo. El lunes, vuelta a empezar. Erantiempos difíciles y también se empeñaban otrascosas, como las sábanas o las mantas. No esque aquello diera mucho dinero, pero con unchelín o dos se podía sacar la semana adelante.

Estaban también, desde luego, las tiendasde alimentación, que eran muy socorridas.Siempre estaban dispuestas a fiar. Madre meenviaba a la tienda con una nota en la que decíasi podía ponerle esto, aquello o lo de más alláen su cuenta, y que pagaría al final de lasemana. Te dejaban hacerlo, porque la gentesiempre pagaba en cuanto podía. Casi todo elmundo era pobre, y dependía de que le pudieran

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fiar. Las tiendas podían no ser tan bonitas comolas de ahora, pero estoy segura de que lacomida era más sabrosa.

Por ejemplo, el panadero de la esquina denuestra calle. Para nosotros no había tiendamejor. El pan se horneaba allí mismo, y aquelmaravilloso olor salía a nuestro encuentrotodas las mañanas al ir al colegio. Con aquelolor divino se te hacía la boca agua inclusoaunque no tuvieras ni pizca de hambre. Teníanunas rosquillas que valían medio penique launidad. No eran como las de ahora, que soncomo la sombra de una rosquilla: das unmordisco, y no encuentras la mermelada; dasotro, y ya te la has pasado. Aquéllas eranespléndidas, grasientas y doradas, estabanbañadas en buen azúcar y llevaban muchamermelada. El panadero sacaba varias tandasdiarias. Los fines de semana en que pagaban apapá, nos dábamos el capricho de comprar unascuantas para la merienda. No he tomado

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mejores pasteles en toda mi vida. Lo mismopasaba con el pan, de hecho. El de entonces noera como el de ahora, que cuando te lo metesen la boca parece algodón en rama, puedesmasticarlo hasta que te aburras y es comotragarse trozos de rosquilla mojada. No. Eracomo un bollo. Claro que, según las normas dehoy en día no era higiénico. Nada de todoaquello estaba envuelto.

Cuando yo era pequeña, había un pubprácticamente en cada calle. De hecho, enalgunas había uno en cada esquina.

Cuando más se bebía era los sábados porla noche. Se respiraba una alegría que había quever para creer, y entiendo muy bien el porqué.Era porque los trabajadores de entonces erantotalmente distintos de los de ahora. Ahora esen plan «Cada quisque vale tanto como su jefe»,pero por aquel entonces no era así en absoluto.Era «Sí, señor» y «No, señor», y se trabajaba desol a sol. Se trabajaba mucho, porque de lo

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contrario tenías a media docena de personashaciendo cola para ocupar tu puesto. Sinembargo, cuando ibas al pub dejabas dedepender de nadie. Sí. Cuando un hombre teníadinero en el bolsillo, poco importaba quetuviera que durarle para toda la semana; él se logastaba. Iba al pub y decía bien alto lo que leparecía, sin jefes que vinieran a dictárselo. Allípodía decir lo que le viniera en gana. Casi todoslos hombres iban al pub en cuanto abría, y lasmujeres en cuanto metían a los niños en lacama. También había muchas que iban con losniños y los dejaban fuera.

Los sábados por la noche, a eso de lasocho, aquello era una locura. En los pubs, todoel mundo cantaba y bailaba; siempre habíamúsica: uno se ponía a tocar el acordeón, otroel banyo y alguien se ponía a cantar. Loshombres decían tacos con sus vozarrones, y lasmujeres, a menudo, también.

Y, mientras, los niños fuera. Unos estaban

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en los cochecitos, y otros jugando; algunosabrían la puerta y gritaban: «¡Mamá! ¿Vienesya? ¡Mamá, el niño está llorando!». Entonces,la madre venía. Podía darle algo al niño o podíareñir a toda la prole por haberla sacado de ahí,y volvía a meterse en el pub a toda mecha.Cuando llegaba la hora de cerrar casi siemprehabía una pelea en la acera, desde luego. Seliaban a puñetazos y se gritaban obscenidades.No había nada de tíralo al suelo y dale unapatada en los huevos, o de usar navajas ybotellas, como ahora.

Había un hombre cuya mujer no bebía.Cuando él salía del pub haciendo eses,borracho como una cuba, echaba un vistazo a laventana de su dormitorio. Si no veía luz, sabíaque ella se había acostado y se ponía avociferar: «¡De nada sirve que te metas en lacama, bruja, porque me vas a hacer faltaenseguida!».

La clase trabajadora solo tenía los pubs

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para distraerse. No podían permitirse ir alteatro. Todo lo más, al cine. Tampoco es quegastaran tanto. La cerveza era entonces muyfuerte. Cuando mi padre tenía trabajo, lossábados volvía a la hora del almuerzo y meenviaba a la bodega a comprar media pinta deBurton. Solo se tomaba esta media pinta decerveza, y la compartía con mi madre. Elladecía que era como beber vino, que era tanfuerte y tan buena que no necesitaban más.Ahora te puedes tomar todas las pintas quequieras; es como si tomaras agua.

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Aunque vivíamos junto al mar, casi todosnuestros juegos eran en la calle. Ahora todavíase ve un poco, pero por aquel entonces cadaépoca del año tenía sus juegos. Eran juegosfantásticos, porque no solo podíamos jugar enla acera, sino que disponíamos también de lacalzada, porque había poco tráfico.

Por ejemplo, en Semana Santa jugábamosa la comba. Sacábamos una cuerda larga dealgún andamio y la extendíamos de lado a ladode la calle. Las madres eran las encargadas dedar, y todo el mundo podía entrar a saltar. Aveces nos juntábamos una docena saltando almismo tiempo, y cantábamos «Panecilloscalientes, uno un penique, dos un penique,panecillos calientes»[1].

También jugábamos a los botones. ¡Mimadre tenía pavor al otoño, cuando llegaba laépoca de jugar a los botones! Dibujábamos con

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tiza un cuadrado en la acera al lado de casa, yechábamos dentro los botones. El primero queconseguía meter su botón en el cuadrado ysacar al de otro jugador de él, se los llevabatodos. A mí se me daba fatal.

También había una época para la rayuela.Dibujabas en la acera, con tiza, una gran figuraalargada, y la dividías en cuadrados quenumerabas de uno a doce. Echabas una piedra alnúmero uno y saltabas a ese cuadrado. Cogíasla piedra y hacías todo el recorrido a la patacoja sin pisar las rayas. En el siguiente turnoechabas la piedra al número dos, y allí larecogías para luego repetir todo el recorrido asaltos, y así hasta que la piedra había pasado portodos los cuadrados. Si apoyabas los dos pies,o si no conseguías coger la piedra, te quedabasfuera.

Pero lo que nos volvía locos a todos era eljuego de las canicas. En la calzada, que era detierra, hacías un hoyo pequeño por lo menos a

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dos metros de la alcantarilla, y ya podíasempezar a jugar. Se trataba de meter las canicasen el hoyo, y luego el juego se desarrollabaigual que el de los botones. Otro de los juegosera el aro. Mi tía me regaló el más grande detodos. Tenía una guía de hierro que seenganchaba en el aro, y corría con él por toda lacalle. No teníamos que preocuparnos por eltráfico; hoy ningún niño sobreviviría muchorato si lo hiciera.

Luego estaba también, por supuesto, laépoca de jugar a la peonza. Era estupendo,porque cuando tirabas del cordel para bailar lapeonza a veces conseguías que recorriera lacalle de punta a punta. Se podían pegar trocitosde papel de colores en la parte de arriba de lapeonza y así, al bailar, parecía que había un arcoiris dando vueltas.

A finales de otoño nos acercábamos a lascolinas a recoger castañas para jugar conellas[2]. Para jugar a eso no gastábamos nada.

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Cuando se nos acababan, siempre podíamos ir apor más.

Pero no quiero dar la impresión de que enla vida todo eran juegos; estaba el colegio, y lasvacaciones no eran tan largas como ahora. Peroa mí siempre me gustó ir al colegio, porque seme daba muy bien. Nunca me pareció que fueradifícil, salvo en cosas como dibujar, tejer ocoser. Yo no valía para ninguna de esas cosas,pero lo que más odiaba era la costura.Teníamos que hacer una ropa feísima: camisasy pololos, los dos de percal. Las camisas erananchas, con una especie de mangas ranglan, ybajaban hasta las rodillas. Los pololos secerraban por detrás con botones, y tambiéneran muy amplios. No sé quién podía compraresas prendas tan espantosas cuando lasterminábamos. Me figuro que serían para elhospicio, porque desde luego yo nunca me lasllevé a casa. Siempre tenían muchos frunces, yrepartirlos era nuestra tarea. Yo era incapaz de

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hacerlo bien. En primer lugar, porque nunca mellevé bien con los dedales, así que no paraba depincharme y la ropa se manchaba con gotitas desangre. Cuando empezaba, la tela era blanca,pero para cuando terminaba estaba roja y negra.Además, no se lo van a creer, pero lo cierto esque, aunque en el patio había unos excusados delo más primitivo, no había ningún sitio paralavarse las manos, así que después del recreosiempre me ponía a coser con las manosmugrientas.

Cantar tampoco era lo mío. Siempre meacuerdo del concierto escolar, que era una vezal año. Como siempre he sido muy cabezota,me empeñé en hacer algo, así que la maestrame dijo: «Como no sabes cantar, ya sé lo quevamos a hacer. Vas a contar un chiste. Yo te loescribiré, y tú te lo aprenderás de memoria».

El chiste trataba de un hombre que iba a uncafé y quería pedir un plato de pollo asado,pero se confundía y pedía un plato de callo

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pasado. A mí me hizo mucha gracia, y a mifamilia, también. Se ve que pillaron el chiste.Sin embargo, llegado el día del festival, mesubí al escenario y empecé a hablar de unaforma muy engolada, un poco como un loro, ylo dije todo al revés, con el pollo y el callodonde no eran. Cuando terminé me quedéesperando las risas, pero nadie se rió, salvo losprofesores. A ellos no les quedaba másremedio. Fue horrible. Jamás en la vida me hesentido tan humillada. Me puse roja como untomate y salí de allí a toda prisa. Nunca másvolvieron a pedirme que hiciera nada. Eran unosmaleducados. La gente tenía que haberse reído,más aún porque era gratis.

Pero lo mejor del colegio por aquelentonces era que teníamos que aprender. Nocreo que haya nada mejor que aprender a leer,escribir y hacer cuentas. Son tres cosas quenecesita cualquiera que tenga que trabajar paravivir. Nos obligaban a aprender, y creo que a

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los niños hay que obligarlos. No creo que enesta cuestión se pueda decir que «si no quierenhacerlo, es porque no les hará ningún bien»,¡claro que les hará bien! Nuestra maestra sepaseaba por la clase y nos daba fuerte en elcogote, o un sopapo, si veía que estábamosperdiendo el tiempo. Créanme, para cuandosalíamos del colegio, algo habíamos aprendido.Sabíamos lo necesario para salir adelante en lavida. Aunque, en realidad, ninguno de nosotrospensaba en lo que iba a hacer después; todossabíamos que cuando saliéramos del colegioalgo tendríamos que hacer, pero no creo quetuviéramos la ilusión de dedicarnos a algo enparticular.

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A los trece años me dieron una beca; erala edad en que se podía aspirar a una. En lasolicitud tenías que explicar a qué te queríasdedicar. Yo puse que quería ser profesora. Mispadres fueron a ver a mi maestra, pero cuandose enteraron de que no iba a ganar nada dedinero hasta los dieciocho, y que hasta esemomento tendrían que mantenerme y ademáscomprarme libros y ropa, vieron que,sencillamente, era imposible. Las ayudasgubernamentales, ¿saben?, no existían por aquelentonces.

Me permitieron dejar el colegio porque yahabía terminado el último curso y, de haberseguido un año más, habría repetido el mismotrabajo que el año anterior.

Cuando miro atrás, pienso que me hubieragustado seguir los estudios, pero en aquelmomento no me importó en absoluto. No

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pensaba que mis padres fueran duros, porqueera consciente de que tenía que ponerme atrabajar. Yo sabía que necesitábamos dinerodesesperadamente. He conocido el sufrimientode la pobreza. Recuerdo que, cuando tenía unossiete años –al principio de la Gran Guerra; apapá aún no le habían llamado a filas–, no habíanada de trabajo en cuestiones decorativas. Loshombres se habían ido al ejército, y lasestrecheces económicas eran muchas.

Por esa época se abrió en la ciudad elcomedor de beneficencia. Estaba en SheridanTerrace. Era un edificio con revestimiento depiedra en el que ponían dos peroles calentadosal carbón. Guardabas cola para recibir tu ayudaa mediodía, que era el único momento en queservían. Aquella sopa era espantosa. Era unasopa de guisantes, floja y aguada. Seguro que loque le daban a Oliver Twist era algo parecido.Yo tenía que ir allí con la jarra del aguamanilpara que me sirvieran. Mamá nunca supo la

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vergüenza que me daba llevar aquella jarra. Erade color blanco y tenía dibujos de rosas decolor rosa. Los demás niños llevaban jarrasesmaltadas, que a mí me parecían mucho másapropiadas para la situación. Además, andar porla calle cargando con una jarra de aguamanilllena de sopa de guisantes, como si no vinierasde allí y la hubieras conseguido sin más,fingiendo que no acababas de aceptar la caridadde nadie… la verdad es que, para eso, teníasque ser muy lista. Yo no quería decirle a madrecómo me hacía sentir, porque no había nadiemás para ir a buscar aquella sopa.

Cuando llamaron a filas a mi padre, en1916, la prestación que nos daban era ridícula,realmente ridícula. Era dinero de hambruna, nose le podía llamar de otro modo.

Después, el carbón empezó a escasear. Sitenías una cocina de gas, ni siquiera podíasllevarte a casa medio quintal de carbón, y erayo, aun siendo tan pequeña, quien iba al

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ayuntamiento para que nos dieran el permiso.Yo iba y les daba «mi palabra honor» de que noteníamos cocina de gas, que nunca la habíamostenido y que todo lo cocinábamos en el fogón,y siempre lo hice como si tal cosa. ¿Seimaginan crecer aguzando de ese modo elingenio? Después, cuando conseguía elpermiso, tenía que irme derecha al depósito delos trenes y guardar cola. Era en invierno, hacíaun frío que pelaba y yo tenía el estómago vacío.Una vez llevaba el carbón en un carricocheviejo y, con el frío, me desmayé. Alguien merecogió y me llevó a su casa. Me dio algo decomer y una moneda de seis peniques, pero aúntuve que llevar el carbón a casa.

Las cosas se pusieron difíciles cuando mipadre se marchó. Me acuerdo de que madre metenía por confidente a mí, la niña mayor.También me acuerdo de cuando ya no nosquedaba nada para calentarnos, ni teníamosdinero para traer carbón. Yo le dije a mamá:

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«Saca toda la madera. Podemos hacer un fuegocon madera». Entonces ella cogió todas lasbaldas que teníamos, y hasta el pasamanos delas escaleras. Este tipo de cosas te endurecen.

Yo, además, adopté algo así comomaneras de adulto en las tiendas. El carniceroera mi preferido. Solía ir los fines de semana,sola, y le decía: «Quiero el trozo de carne másgrande que tenga por un chelín». Él mecontestaba: «Bueno, espero que hayas traídopapel». Y entonces yo respondía: «Porsupuesto. He traído este billete de autobús paraenvolverlo. Es lo suficientemente grande parasus trozos de carne».

A mi hermano y a mí, mamá nos levantabade la cama todas las mañanas a las seis. Nosdaba seis peniques y una funda de almohada, ycon eso nos íbamos a la panadería Forfar’s, enChurch Road. No abrían hasta las ocho pero,cuanto antes llegaras, mejor pan te daban. Solotardábamos veinte minutos en llegar, así que

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luego nos tocaba esperar fuera un buen rato.Quien llegaba el primero podía mirar por

la rendija del buzón de la puerta para ver quétipo de pan sacaban. Solían ser hogazas grandesy planas de pan negro. Las llamábamos pastelde vaca, porque se parecían a las bostas de vacaque veíamos por el campo, sobre todo cuandoalguien las había pisado.

A veces aparecía alguna hogaza normal, yllevarse una era algo fantástico.

Por seis peniques llenábamos la funda dealmohada casi hasta arriba de pan.

Lo mejor de todo eran los molletes. Si enla bolsa caía alguno, nos lo comíamos decamino a casa y a mamá no le decíamos nada.Después de habernos levantado a las seis y dehacer cola fuera con aquel frío teníamos tantahambre que comernos esos molletes tanescasos era algo totalmente divino.

Lo mejor que pasó por nuestra calledurante la guerra fue que nos pidieron que

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alojáramos soldados.Mi madre alojó a tres. Un inglés, un

escocés y un irlandés. Tuvo que pedir quetrasladaran al irlandés, porque no paraba deprotestar por todo.

No sé cuánto dinero representaría aquello,pero noté que nuestras condiciones de vidamejoraban. Mamá dijo que a padre no legustaba mucho la idea. Ella era una mujeratractiva, y como él estaba en Francia, ya seimaginarán que en aquel momento no podíahacer gran cosa.

Aquello cambió mucho nuestra vida. Depronto, todos aparecimos con cosas nuevas, yhasta el recaudador recibió lo suyo. Elrecaudador era un viajante que iba puerta apuerta. Pasaba y vendía sábanas y fundas dealmohada, botas, zapatos y cosas así, quetransportaba en una maleta muy grande. Lepagabas a tanto por semana por lo que te vendía,y un poquito más por la espera para recibir su

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pago. Nunca se firmaban acuerdos, solo seanotaba todo en un libro. Vender cosas erafácil, todo el mundo podía comprarlas, perocuando llegaba el momento de recaudar eldinero, la cosa cambiaba. Cuando madre notenía dinero, yo me quedaba en las escalerasesperando la llegada del recaudador y, al verque se acercaba, corría dentro y gritaba: «¡Yaviene, mamá!», y ella se marchaba y seescondía. Así, cuando él llegaba a la puerta, erayo quien abría y le decía: «Mamá ha salido».Por lo general no me creía y se ponía muybruto pero, claro, no podía hacer nada. Pasabalo mismo con el cobrador del alquiler. Era soloque no teníamos el dinero.

Yo tenía pesadillas con el cobrador delalquiler y el hecho de que podía echarnos. Alfinal conseguíamos pagarlo todo, pero, claro,el problema era que como siempre habíadeudas, cuando tu marido volvía a tener trabajoseguías estando igual de agobiada, porque

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tenías que pagar todo lo que se habíaacumulado cuando no lo tenía.

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Empecé a trabajar a la semana siguiente dedejar el colegio. Fue sirviendo en una casa deuna sola planta, con un matrimonio. La mujerera una señora mayor, medio inválida,paralizada de cintura para abajo. Yo trabajabadesde las siete de la mañana hasta la una de latarde, domingos incluidos, por diez chelinessemanales. No me daban de comer, porque paraeso me marchaba a la una, justo cuando ellosempezaban a comer, pero sí el desayuno.

Lo más gracioso de esos desayunos –aunque por entonces no pensaba en ello– esque me daban cualquier cosa que hubierasobrado la noche anterior. A veces era arrozcon leche, a veces macarrones con queso, y aveces pastel de carne. Pero a mí me daba igual.Yo me lo comía todo, porque sabía que cuantomás comiera allí, menos comida tendría quedarme mi madre. La comida estaba empezando

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a ser un problema constante para mí, porqueaunque solo tenía trece años, era una chicagrandona y tenía mucho apetito. Además,cuanto más trabajaba, más hambre tenía, porsupuesto. Mi madre se enfadaba a menudo porculpa de aquellos desayunos; decía que darmeesas cosas era como hacer trampa, que metenían que dar huevos y panceta, y no sobras.Pero la verdad es que a mí no me preocupabanada, me importaba un comino lo que comiera,siempre y cuando pudiera comer.

No me quedé mucho tiempo en aqueltrabajo, sobre todo porque empezaron adolerme las piernas. Creo que fue porqueestaba entrando en la pubertad. Me acuerdo deuna mañana en que las piernas me dolían tantoque le dije al señor de la casa: «Hoy no puedoseguir trabajando. Me duelen muchísimo laspiernas». Él me dio una botella de linimentopara que me las frotara y me dijo que me iba avenir muy bien porque era un linimento para

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caballo. Eso me molestó muchísimo. Yo casino podía ni andar. Así terminó ese trabajo.

Aquel primer año debí tener unos docetrabajos distintos. Eran trabajillos del mismoestilo. Yo era muy joven, así que me pagaban unjornal microscópico y, como por otro ladotenía aspecto de ser robusta, se esperabamucho de mí.

En uno de aquellos trabajos apenas duréuna semana. Consistía en pasear a una viejacascarrabias en silla de ruedas. Por suaristocrático modo de hablar debió de habersido alguien tiempo atrás, pero lo único queconservaba de entonces era un viejo criado quecuidaba de ella, y una casa enorme. Mi trabajoconsistía en ir allí por la mañana y ayudar a laseñora a sentarse en su silla de ruedas.Créanme, con la toca, la esclavina y las botitasabotonadas, aquello no era moco de pavo, yencima, mientras yo lo hacía, ella no paraba deincordiarme. Una vez que conseguía instalarla

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cómodamente en la silla, tenía que llevarla detiendas. A mí me tocaba entrar en losestablecimientos y decir: «La señora Grahamestá fuera. ¿Tendría la amabilidad de salir paratomar su pedido?». ¿Se imaginan entrar hoy enuna tienda y pedir al tendero que salga paratomar nota? Pero por aquel entonces, pese aque ella era más pobre que las ratas, con susmodales aristocráticos, los tenderos salíanobsequiosos y solícitos para atenderla, y luegole mandaban todo lo que había pedido.

Nada de lo que yo hiciera estaba bien parasu gusto. O no la había colocado bien fuera dela tienda, o le daba el sol en los ojos, o yo lehabía dado en la espalda.

Una mañana de un precioso día de veranome pidió que la llevara a pasear junto a la orilladel mar. Fuimos hasta el Muelle Oeste, quequedaba a unos dos kilómetros. Allí me pidióque colocara la silla de manera que el viento lediera por detrás y que, a la vez, pudiera seguir

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viendo a la gente. Tenía un día malísimo y se lopasó entero quejándose, así que tuve quecolocarla como seis veces y seguía estandomal. Al final, abandoné. No dije nada.Sencillamente, me marché y la dejé ahí. Nuncasupe qué le pasó luego, ni cómo volvió a sucasa, ni nada.

Cuando se lo dije a madre al principio sequedó atónita, pero después se lo contó a papáy él vio el lado gracioso del asunto, así que sepasó el resto de la semana diciendo: «¿Quéhabrá sido de la vieja? ¿Seguirá varada en elMuelle Oeste?».

Después de aquello, para variar, conseguíun puesto en una tienda de golosinas, el sueñode todos los niños. Me dejaban comer todoslos dulces que quisiera, y no tardé en hartarme.Perdí aquel trabajo, porque cuando venían mishermanos y todos sus amigos, con sus mediospeniques y sus cuartos de penique, yo repartíagolosinas a tutiplén, y la dueña se dio cuenta de

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que sus beneficios iban a volar.El trabajo que yo de verdad quería era en

la lavandería, pero para ese trabajo tenías quetener catorce años cumplidos. Fui con trece ymedio esperando que, al ser tan grandona, mecogerían, pero pidieron mi partida denacimiento y ahí terminó todo.

Volví en cuando cumplí los catorce, y mecogieron como clasificadora. Me pusieron enun cuarto, sola, y tenía que clasificar la ropablanca del Hotel Metropole, el hotel másgrande de Brighton. En eso consistió mi trabajolos primeros seis meses. Después empecé aayudar aquí y allá, un poco en la sala deplancha, y otro poco en el lavadero.

Trabajaba de ocho de la mañana a seis dela tarde por doce chelines y seis peniquessemanales. No era mucho dinero, y tampocome daban de comer. Pero era muy alegre,mucho más que el servicio doméstico, sobretodo en la sala de plancha. El lenguaje y la

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atmósfera que reinaban allí me recordaban elInfierno de Dante.

Uno de mis trabajos consistía en ir a esasala con una regadera para salpicar el suelo conagua, porque no había ningún sistema mecánicoque recogiera el polvo y, al estar todo el ratomoviendo ropa, el suelo se cubría con una capafina de polvo blanco. Si tenías la desgracia deno dar en el suelo, sino de salpicar los pies delas mujeres que estaban planchando, teinsultaban como si fueran pescaderas delmercado de Billingsgate. Yo no había oídohablar así a nadie en toda mi vida, ni siquieralos sábados por la noche en la calle. Tambiéncontaban chistes de lo más guarro, y se reían acarcajadas porque yo no los pillaba.

Yo debía ser todo un espectáculo. Era laépoca en que las chicas llevaban botas quesubían hasta la rodilla, pero las mías solo mellegaban hasta el tobillo, como las de mi padre.Aunque no tenía más que catorce años, ya tenía

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unos pies enormes. Por las mañanas, hasta queno examinaba de cerca las botas, nunca sabía sieran las mías o las de papá. Entre eso, el jerséique me había hecho mi madre (se quedó sinlana cuando empezó a tejer la espalda, así quepor detrás el color era distinto), mi peinadotodo estirado hacia atrás y el hecho de quepadecía bocio, debía tener la pinta de un dibujode Boz[3].

Al cumplir quince años me tenían que darun aumento de media corona, pero lo que medieron fue la patada. No tenían necesidad depagar quince chelines semanales. Otras chicasde catorce años podían hacer lo mismo que yo,así que se te quitaban de en medio concualquier pretexto.

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Cuando al volver a casa le conté a mimadre que me habían dado la patada, se enfadómucho. Debía estar un poco harta de quehubiera tenido tantos trabajos desde mi salidadel colegio. Dijo: «Pensé que lo de lalavandería sería estable. Fuiste muy aplicada alvolver allí al cumplir los catorce, y ahora quetienes quince, van y te dan la patada. Me pareceque no va a quedar más remedio que meterte enel servicio doméstico, y no hay más quehablar».

Yo detestaba esa idea, pero ni siquiera seme pasó por la cabeza la posibilidad deprotestar. Podría haber acudido a mi padre,porque él me lo consentía todo, pero en casaera mamá quien tomaba las decisiones, y élsiempre le dejaba hacer y nosotros, los niños,siempre hacíamos lo que madre nos decía quehiciéramos. Eso es lo que hacían los niños por

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aquel entonces.De modo que dije: «Bueno, de acuerdo».

No es que yo supiera gran cosa de cómo era eltrabajo, pero mi madre me aseguró que erabueno y que tenía muchas ventajas: buenacomida, alojamiento, y todo eso. Y todo eldinero que te daban era para ti.

Desde luego, como pasa con muchas otrascosas cuando las ves con la distancia que da eltiempo, creo que mi madre contemplaba eltrabajo doméstico desde la perspectiva de lavida de casada, con un marido que en inviernonunca tenía trabajo, siete hijos y un dinero queapenas llegaba para comer, y no hablemos ya devestir. Para ella, los años del serviciodoméstico la remitían a una época en que almenos tuvo un poco de dinero que podíaconsiderar suyo, pero se olvidaba de algunas delas historias que nos había contado: que entró aservir a los catorce años, en 1895, que teníaque trabajar como si estuviera en galeras y que

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los demás criados se burlaban de ella.Cuando le recordé todo eso, me dijo: «Ah,

pero ahora cuando se entra a servir las cosasson distintas; el trabajo no es tan duro, tienesmás tiempo libre y las libranzas y el jornal sonmejores».

Yo le pregunté: «Entonces ¿qué hagocuando vaya a servir?», y ella me contestó:«Bueno, pues, dado que no te gusta coser(siempre lo odié), solo hay un sitio al quepuedas ir, y es la cocina. Si fueras camareratendrías que zurcir la mantelería, si fuerasdoncella tendrías que zurcir la ropa de cama, ysi fueras niñera tendrías que zurcir, e inclusohacer, la ropa de los niños. En cambio, si erespinche de cocina no tienes que coser nada denada». De modo que dije: «De acuerdo, serépinche de cocina».

Fui a una oficina de colocación de trabajodoméstico; por entonces había muchas ysiempre tenían ofertas para pinches de cocina,

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porque era la posición más baja entre loscriados de una casa. Tiene gracia, porque siquerías ser cocinera y no tenías dinero paracostearte el aprendizaje, la única manera deempezar era como pinche de cocina.

Me ofrecieron varios puestos, yfinalmente acepté uno que estaba en AdelaideCrescent, en Hove, porque no quedaba muylejos de mi casa. Era la casa del reverendoClydesdale y esposa. Mi madre me acompañó ala entrevista.

En Adelaide Crescent había casasenormes. Para ir del sótano a las buhardillashabía un total de ciento treinta y dos escalones,y los sótanos eran oscuros y parecíanmazmorras. En la parte delantera del sótano,con rejas de hierro en todas las ventanassaledizas, estaba la sala de los criados. Cuandote sentabas ahí lo único que veías pasar era laspiernas de la gente. La cocina estaba al otrolado del sótano y daba a los bajos de un porche

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que lo tapaba todo, así que desde ahí no veíasnada de nada. Tenía un ventanuco en la pared,muy alto, por el que no veías nada, a menos quete subieras a una escalera. La luz tenía que estarencendida todo el día.

Esa calle es una de las que tiene másempaque en Hove. Las casas eran de estiloRegencia, e incluso ahora, en que las hanconvertido en pisos, no han alterado la fachaday se parecen bastante a como eran entonces,con los jardines en el centro. En aquella época,naturalmente, eran los residentes quienestenían la llave de entrada a los jardines y elderecho de disfrutarlos, y les aseguro que esederecho no se aplicaba a los criados.

Cuando mi madre y yo llegamos a aquellacasa para la entrevista fuimos a la puertaprincipal. En todo el tiempo que trabajé allí,ésa fue la única vez que entré por la puertaprincipal. Pero aquel día sí lo hice. Noshicieron pasar a un vestíbulo que a mí me

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pareció el colmo de la opulencia. En el suelohabía una alfombra preciosa, y justo frente a lapuerta de entrada había una escalinata enormetoda alfombrada, no solo el trocito estrechoque teníamos nosotros para cubrir el centro denuestras escaleras. En el vestíbulo tambiénhabía una mesa de caoba magnífica y unperchero, también de caoba, y grandes espejoscon marcos dorados. Para mí, todo desprendíaun halo de abundancia. Pensé que debían sermillonarios. Yo nunca había visto algo así.

Un mayordomo nos abrió la puerta, y mimadre dijo que yo era Margaret Langley, quehabía venido para una entrevista de pinche decocina. Era un mayordomo muy bajito. Yosiempre había creído que los mayordomos eranhombres altos e imponentes. En el vestíbulovimos a un caballero tirando a anciano y a laseñora que nos iba a entrevistar. Nos llevaron alo que era obviamente un cuarto de juegos.

La única que habló fue mi madre, porque

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yo estaba maravillada con aquel cuarto. Aunqueno fuera más que un cuarto de juegos, las treshabitaciones en que nosotros vivíamos podríanhaber cabido ahí dentro. También estabaabrumada por la timidez, porque por aquelentonces mi inseguridad me hacía pasar muymalos ratos. La señora Clydesdale me mirabade arriba abajo, y yo me sentía como en unmercado, imagínense, uno de esos mercados deesclavos. Parecía estar sopesando todas miscualidades.

Mi madre le dijo que yo había estadohaciendo trabajos como externa, pero nomencionó la lavandería porque pensó que nosería una buena referencia. Por aquel entonces,la gente consideraba que las lavanderías eranantros de perdición, por las obscenidades quedecían las chicas que trabajaban allí.

La señora Clydesdale decidió que, dadoque era fuerte y estaba sana, podría valer. Mipaga se estipuló en veintiuna libras al año,

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pagaderas por meses. Iba a tener una tarde libre,de cuatro de la tarde a diez de la noche, ydomingos alternos con ese mismo horario.Nunca, en ninguna circunstancia, iba a volver acasa después de las diez. Debía disponer de tresvestidos estampados en azul o gris, cuatrodelantales blancos y cuatro cofias, medias yzapatos negros de cordones. Siempre tendríaque decir «señor» y «señora» si el señor o laseñora Clydesdale se dirigían a mí, tenía quetratar a los criados superiores con el mayor delos respetos, y hacer todo lo que la cocinerame pidiera que hiciera. Mi madre dijo a todo«Sí, señora» o «No, señora», y prometió en minombre que yo haría todas esas cosas. Yoestaba cada vez más hundida. Era como siestuviera en la cárcel y hubiera llegado miúltima hora.

Cuando salimos le dije a mamá cómo mesentía, pero ella pensaba que el trabajo meconvenía, y ya no hubo más que hablar.

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El problema era el uniforme. Mi madrepuso mucho empeño en conseguir algo que deotro modo no hubiera podido ser: comprartodas aquellas cosas para mí costó cerca de doslibras. Sé que ahora parece una cantidadridícula pero, en aquel momento, paranosotros, dos libras suponían la abundancia. Noteníamos esas dos libras, pero ella se lasarregló para que nos las prestaran y me equipópara el trabajo.

El día en que yo empezaba, sacó su viejo ydesgastado baúl de hojalata, que siempre lahabía acompañado en el servicio doméstico, yyo metí dentro mis escasas posesiones. Almargen del uniforme, tenía muy poca ropa. Mepuse elegante con una blusa, una falda y unabrigo que habían pertenecido a mi abuela.

Le pregunté a mi madre que cómo íbamosa llevar el baúl hasta Adelaide Crescent, que siíbamos a coger un taxi. Ella me contestó:«Estás loca de remate. ¿De dónde crees que

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podemos sacar dinero para eso? Papá va a pedirprestada la carretilla». En aquel momento, papátrabajaba con un decorador, así que iba a cargarel baúl en la carretilla para llevarlo hasta lacasa. Debíamos tener una pinta muy curiosa: mipadre andando por la calzada con un baúl dehojalata en una carretilla, y mamá y yosiguiéndole por la acera. Cuando llegamos,papá arrastró el baúl de hojalata hasta el sótano.

Al despedirse, mi madre me dio un abrazo,lo cual era insólito porque en nuestra familianunca había demostraciones de afecto. Yo teníaganas de ponerme a gritar sin parar, y eso queno se iban a mucha distancia, pues vivíamos enla misma ciudad, pero para mí era horrorosover a mi madre y a mi padre marcharse ydejarme en aquel lugar desconocido. Yopensaba: «¡No, no puedo quedarme!», pero nolo dije. Sabía que tenía que trabajar, porque mispadres no podían permitirse que me quedaracon ellos.

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La primera persona a la que vi fue otrachica joven, más o menos de mi edad. Me dijoque se llamaba Mary y que era la segundadoncella y, señalando el baúl, añadió: «Voy aayudarte a llevarlo arriba». ¡A llevarlo arriba!Yo jamás había visto nada semejante. Nuncapensé que en una casa pudiera haber tantasescaleras.

Partiendo del sótano, y hasta dos plantaspor debajo de las buhardillas, había unasescaleras traseras para los criados, por lo quetú nunca te cruzabas con «ellos» y «ellos»nunca se cruzaban contigo corriendo por lasescaleras ni nada parecido. Aquellas escaleras,desde luego, eran muy distintas de las escalerasprincipales. Solo tenían linóleo, el mismo quehabía en nuestra casa.

Fue una suerte que no tuviera mucha ropa,porque de lo contrario no sé cómo habríamossubido el baúl de hojalata hasta el dormitorio.

Cuando por fin llegamos, le pregunté a

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Mary: «¿Qué hago ahora?». Ella me contestó:«Lo primero es que te cambies rápido, tepongas el uniforme, y bajes. Por cierto, tienesque hacer algo con esos pelos, no puedes bajarasí». Yo llevaba el pelo muy largo, porque eraantes de la época en que todo el mundo se locortó. Había intentado hacerme un moño paraentrar a servir y madre me había ayudado, perose me había caído y me faltaban horquillas.Mary se ofreció a ayudarme y me estiró toda lamelena hacia atrás para quitarme el pelo de lacara; yo, en cambio, me lo había puesto haciadelante para intentar estar más guapa. PeroMary me dijo: «La cocinera no te dejará llevarasí el pelo. Cuanto te pongas la cofia, no debestener ni un solo pelo en la frente». Así que melo echó todo para atrás y me lo apretó en unmoño, y además de ponerme todas mishorquillas me puso un montón de las suyas. Yotenía la sensación de llevar un acerico en lacoronilla. Cuando me lo toqué con la mano no

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sentí nada más que horquillas, y cuando me vien el espejo, sin un solo pelo en la cara, mepareció que estaba espantosa. Lo que menosme podía imaginar es que no iba a dejar detener esa misma pinta espantosa todo el tiempoque trabajé allí, así que, al menos, eso no fuemuy importante en el comienzo.

Me puse el uniforme, ¡cómo lo odiaba!Por ser pinche de cocina, tenía que llevarlotanto por la mañana como por la tarde. No mecambiaba para ponerme de negro, como hacíanlos criados que subían. Era un uniforme azul,pero no azul marino, sino entre azul marino yazul de Prusia. Después me tenía que poner unode esos delantales muy anchos, con tiras por laespalda que se abotonaban en la cinturilla, yluego la dichosa cofia. Odié aquella cofia hastaque fui cocinera, y en cuanto llegué a serlodejé de ponérmela. Eso me costó una batallacampal con una mujer con la que trabajé, perosiendo cocinera nunca llevé cofia.

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Cuando terminé de vestirme, Mary dijo:«Ahora vamos a bajar a la cocina». Cuandollegamos, era la hora del té para los criados. Lapinche de cocina no se sienta a tomarlo, pero lasegunda doncella, sí.

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Creo que una de las peores experienciasera el momento de conocer a los criados,aunque en aquella casa, comparada con otras enlas que estuve después, tampoco había tantos:un mayordomo, una camarera en lugar de unlacayo, dos doncellas –primera y segunda–, unainstitutriz, un chófer-jardinero, la cocinera yyo.

Lo primero que me dieron, antes desentarme y tomarme el té, fue la lista de tareasde la pinche. Cuando la leí pensé que se habríanconfundido, porque me pareció que era trabajopara seis personas.

Tareas de la pinche de cocina: levantarse alas cinco y media (a las seis los domingos),bajar, despejar el tiro del fogón, encender elfuego, engrafitar (por cierto, que para hacerlono tenías cómodos botes con producto líquido,sino una piedra de grafito que, antes de irte a la

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cama, dejabas en un platito con agua para queestuviera en remojo toda la noche y que al díasiguiente, ya un poco pastosa, pudierasrestregarla. Yo no sabía eso, y nadie se molestóen explicármelo, así que al día siguiente intentéhacerlo con la piedra sin más; yo creía que solotenías que frotar con ella. Nadie me avisó. Nosé por qué se pensaron que yo lo sabría),limpiar el guardafuego de acero del fogón y susutensilios (aquel guardafuego de acero, sinexagerar, medía por lo menos un metro veintede largo, y lo acompañaban un badil enorme,unas tenazas y un atizador que había querestregar con papel de lija), abrillantar losdorados de la puerta principal, fregar lasescaleras, limpiar las botas y los zapatos, yponer el desayuno de los criados. Todo esotenía que estar hecho para las ocho. En cuanto alas cosas que estaban escritas para después deldesayuno y a lo largo del día, la verdad es queno había visto una lista semejante en toda mi

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vida.Entre el uniforme, la cofia, el pelo y la

lista de tareas, para cuando Mary dijo: «Ven atomar el té y a conocer a los criados», tuve lasensación de la que vida no podía depararmenada peor. Me sentía como si estuviera alfondo de un pozo, y pensé: «¿Cómo puededejarme aquí mi madre y decirme que las cosasson mejores ahora, que ya no se trabaja tanto,que tienes más tiempo libre y que la gentepiensa más en ti?».

Fui a la sala de los criados paraconocerlos pero creo que, en realidad, nadieme presentó. Nadie se molesta en presentar auna pinche de cocina. Se limitan a mirartecomo si fueras el último mono. Uno de ellosdijo: «Parece lo bastante robusta». ¡Más valíaque lo fuera, créanme!

Me senté y me tomé el té, pero no sé nicómo me lo tomé, con todos aquellos criadosmirándome. Por suerte, mi madre –y también

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mi padre– siempre insistieron mucho con losmodales en la mesa. Nunca nos dejaronsentarnos de cualquier manera, y siempre nosobligaron a utilizar bien los cubiertos.

Todavía no había conocido a la cocinera;había salido a ver una película. La cocineratenía más tiempo libre que nadie. Podía salirtodas las tardes que quisiera, siempre quevolviera a tiempo para preparar la cena. Comoes natural, a quien más ganas tenía de conoceryo era a ella, porque iba a pasar a su lado buenaparte de mi vida.

Mary me dijo que la señora McIlroy –eraescocesa– era una persona muy simpática, peroyo no me fié, porque Mary no dependía de ella,así que de poco me servía lo que Mary pensarade la cocinera.

Después del té me acerqué a la cocina aechar un vistazo. Eso bastó para terminar dehundirme en la depresión.

El fogón ocupaba un lado entero de la

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cocina, y yo me quedé mirándolo todoasombrada. En casa también teníamos un fogón,pero nunca lo encendíamos porque había unacocina de gas. Sin embargo, lo que había enaquella cocina era únicamente aquel enormefogón, que para mí se iba a convertir en unapesadilla, aunque todavía no lo supiera. Habíaun horno a cada lado, uno grande y otropequeño, y la pinche anterior lo habíaengrafitado tan bien que casi te podías verreflejada en él. Yo nunca conseguí dejarlo así,no sé por qué. Ya dijo la cocinera que hay quienconsigue lustrar, y hay quien no. Justo delanteestaba el guardafuego, que también estabalustrado y brillaba como la plata.

Enfrente estaba la alacena, toda ella demadera clara, con armarios amplios en la partede abajo, y cinco anaqueles en la de arriba. Noera como la pequeña alacena que teníamos enla cocina de mi casa, sino que en ésa se podíaguardar una vajilla completa, y cuando digo

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completa no me refiero a las que se compranahora, que en realidad son solo medias vajillas;lo que digo es que en aquellos anaquelesestaban colocados ciento veintiséis platos deporcelana; en la parte plana, la que quedabajusto encima de los armarios, había una soperagigantesca, fuentes para la verdura y salseras.En mi lista de tareas estaba escrito que teníaque sacar todo eso una vez por semana, limpiarcada uno de los objetos y restregar la alacena.

La tercera pared tenía dos puertas. Unallevaba a la sala de los criados. Cuando nossentábamos ahí para comer era entretenidomirar las piernas de los transeúntes y ponerlescara. Si veías pasar un par de piernas gordasdecías: «Cincuenta años como poco», y otrorespondía: «No, ésa no, debe tener retención deagua en las rodillas, o es paticorta».

Por cierto que nunca supe por qué lollamaban sala de los criados. Más que una sala,era una salita. Pero en todos los sitios en los

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que estuve los criados se reunían en lo que sellamaba la sala de los criados.

La otra puerta daba a la despensa delmayordomo. Aunque lo llamaran despensa, noera un lugar donde se guardara comida. Habíados pilas, una para poner el jabón de lavar laplata, y otra para aclararla y lavar el cristal. Elmayordomo y la camarera se ocupaban delcristal y de la plata, pero no de los cuchillos,que correspondían a la pinche de cocina.

Había una puerta más, en la última pared,que daba a un largo corredor que iba desde lapuerta trasera hasta la cocina. Era un pasilloenorme, todo embaldosado. En ese pasillo, enla pared, había una larga fila de campanas conletreros que indicaban desde dónde habíanllamado; salir inmediatamente al pasillo paraver qué campana había sonado también formabaparte de mis tareas. En la casa también teníaninstalado un sistema de tubos acústicos.Tirabas de unas clavijas colocadas en la pared

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que hacían sonar un pitido en las salas de arriba,y así podías avisar a alguien de que le buscaban.Si no salías disparada al pasillo, la campanadejaba de sonar antes de que llegaras y tequedabas sin saber si llamaban del salón azul,del amarillo, del dormitorio principal, elsegundo o el quinto, del gabinete o delcomedor. Así que volvías a la cocina y le decíasa la cocinera: «No sé qué campana era», y ellate reñía: «Tienes que ser más rápida, de locontrario arriba se armará un lío de aquí teespero». Pero ¿qué podía hacer yo? Si estabasen plena faena, no podías dejarla de repente. Alprincipio aquellas campanas me ponían muynerviosa, pero terminé entendiéndolas y nohabía nadie más rápido que yo para avisarcuando sonaban.

Todo el suelo de la cocina era de piedra;no eran las baldosas brillantes que se ven ahora,sino una especie de ladrillos muy anchos.Había que fregarlas todos los días. La mesa de

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cocina ocupaba todo el espacio a lo ancho. Eraun trasto enorme y macizo que se sostenía conlas cuatro patas cuadradas más grandes que hevisto nunca, y la habían limpiado hastaconseguir una blancura que envidiaría cualquierdetergente de hoy, y eso que entonces noteníamos más que jabón y bicarbonato. Ésa erala mesa de la cocinera que, según me indicóMary, yo tenía que preparar.

Mary me dijo: «Sabes cómo se prepara lamesa de la cocinera, ¿verdad?». Y yo contesté:«Sí, sé las cosas que hay que sacar paracocinar», pero la verdad era que no tenía ni lamenor idea.

Esa misma tarde, a eso de las seis, llegó lacocinera, la señora McIlroy. Parecía muysimpática. Vino hacia mí y me estrechó lamano, que era mucho más de lo que nadie habíahecho.

Era una mujer de alrededor de cincuentaaños, escocesa, más bien bajita, de pelo gris,

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muy con los pies en la tierra y bastante fea,pero de una personalidad tan agradable que note dabas cuenta de lo fea que era.

Más adelante, cuando la conocí mejor,supe que, aunque la llamaban «señoraMcIlroy», el «señora» era solo un tratamientode cortesía. A casi todas las cocineras, aunqueestuvieran solteras y siguieran siendo«señoritas», se les decía «señora» cuandoempezaban a hacerse mayores, y no solo lohacían las personas para las que trabajaba, sinotambién los demás criados. Un día le dije:«Señora McIlroy, no entiendo cómo es que nose ha casado». Yo no escatimaba en halagos,porque siempre me ha parecido que dan susfrutos, sobre todo si se los dices a alguien queestá por encima de ti, así que, aunque lo hicecon mucho apuro, añadí: «¡Tiene usted unapersonalidad tan atractiva!». Ella me contestó:«Bueno, así son las cosas, hija. Cuando teníaalrededor de veinticinco años me miré en el

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espejo y me dije: “Has decidido ser una buenacocinera fea, y eso es lo que vas a ser toda tuvida. Eres fea, no cabe duda, y nadie va a querercasarse contigo, de eso tampoco cabe duda”.Razón no me faltaba».

Aquella primera tarde, después depresentarse, me dijo: «Bien, muchacha, ahoratenemos que ponernos manos a la obra. Puedesprepararme la mesa, ¿verdad?». Yo respondí:«Por supuesto», y ella subió a su habitación.

Puse en la mesa un cuchillo, un tenedor,una cuchara, la harina, la sal y un cedazo. Penséque no necesitaría nada más para preparar lacena. Por suerte para mí, Mary pasó por allí y,después de explicarme muriéndose de la risaque mi idea de preparar la mesa de una cocineraera un disparate, me dijo: «Te voy a enseñarcómo se hace antes de que baje la señoraMcIlroy, no porque vaya a enfadarse, sinoporque, si ve lo que has sacado, lo mismo seecha a reír». Mary se puso a ello. Sacó

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cuchillos de todo tipo, de todas las formas ytamaños: cuchillos grandes y largos paratrinchar, pequeños para pelar la fruta, otrospara untar, rebañadores para los cuencos, ytambién cucharas metálicas, no de lasordinarias –que eran como de aluminiocoloreado–, sino otras, grandes, unas seis. Lasde mayor tamaño tenían inscritas las medidas,desde unos gramos hasta cucharadas de postre.Sacó dos tamices, uno de crin y otro dealambre, un cedazo para harina y un batidor paralos huevos. Como es natural, por aquelentonces no había batidores eléctricos. Dehecho, no había siquiera de esos que tienenruedas, sino que tenías como un artilugio dealambre al que dabas vueltas a mano. Tambiénsacó dos tipos de ralladores, uno fino para lanuez moscada y otro para el pan; una tabla decortar grande y otra pequeña; tres o cuatrotipos de cuencos; pimentón, cayena, sal común,pimienta y vinagre. Todas esas cosas ocupaban

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la mitad de la mesa, y había que colocarlas dosveces al día: para el almuerzo, aunque fueraúnicamente de tres platos, y por la noche, parala cena, cuando se servían cinco o seis.

Cuando vi todo aquello le dije a Mary: «Esimposible que necesite tantas cosas», y ella mecontestó: «Pues aún no has visto nada. Para lahora de la cena te pasarás el rato enjuagandocosas, porque la cocinera las habrá utilizado yquerrá volver a hacerlo. Mientras prepara lacena necesita algunas de estas cosas dos o tresveces». Todo resultó ser cierto.

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La cantidad de comida que entraba enaquella casa me parecía totalmenteextraordinaria, al igual que la cantidad que secomía y que se desperdiciaba. No era raro quehubiera una trasera de cordero entera. Ahora nose ven muchas, pero las de entonces eran unahermosura. Y también los solomillos. A vecessolo se comían la parte inferior del solomillo ydejaban toda la parte alta, y eso era lo quecenábamos nosotros. Pero ni por ésasconseguíamos acabárnoslo, y al final se tirabaun montón. Cuando pensaba en mi familia, encasa, donde apenas llegaba la comida, se mepartía el corazón.

El lechero pasaba tres veces al día: a lascuatro y media o cinco de la mañana dejaba laleche; luego, a eso de las diez, se daba otravuelta con más leche y los pedidos que lehubieras encargado. Llevaba también, desde

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luego, nata y huevos, pero, si queríasmantequilla, pasteles o algo por el estilo, volvíauna vez más alrededor de las dos de la tarde.

Nunca he visto tanta leche, nata y huevos.En aquella casa entraban pintas enteras de nataprácticamente a diario, incluso aunque nohubiera invitados, cuando solo estaban losseñores Clydesdale, su hija y la institutriz. Alprincipio de estar yo allí la leche se servíadesde una enorme lechera que tenía un asa. Noera como las lecheras que llevan –o llevaban–rodando en las estaciones del tren, sino otrotipo, que el lechero acarreaba a mano. Peromuy poco después se pasó a las botellas, locual era mucho más limpio, desde luego,porque las latas solían dar olor.

Casi todas las compras se encargaban enalguna de las grandes tiendas de Hove, comoFortnum & Mason’s; para hacer encargos nohacía falta más que ser miembro. Supongo queera, en cierto modo, como una cooperativa para

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ricos. Lo que ya no sé es si te llevabasdividendos.

Tenían de todo: verduras, carne, pasteles yotros comestibles habituales.

La señora Clydesdale bajaba a eso de lasdiez y daba los menús del día a la cocinera; si laseñora McIlroy necesitaba algo que no tuviera,no tenía más que llamar y pedir que se lotrajeran. Por aquel entonces eso era lo únicoque tenías que hacer con los comerciantes:llamarles. De hecho, el carnicero y elverdulero se pasaban para tomar el pedidocuando consideraban que la cocinera ya sabríalo que iba a necesitar para el día, y volvían conlas provisiones en menos de media hora.

El pescado no lo traían ellos. De eso seencargaba un hombre que venía desde la playa ytraía el pescado en un balde lleno de agua demar, todavía vivo. A mí aquellos peces medaban pavor, porque cuando les cortaba lacabeza aún saltaban y se retorcían.

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Un día trajo una platija enorme y, cuandola coloqué en la tabla para cortarle la cabeza,pegó un brinco en el aire y con su afilada aletame hizo un buen rasguño justo debajo de lanariz. Mary se me quedó mirando y me dijo:«¿Se puede saber qué te ha pasado en la nariz?».Yo le contesté: «Un pez ha pegado un brinco yme ha arañado». No se me ocurrió volver ahacerlo, nunca más volví a intentarlo. A partirde ahí, cogía el atizador grande y les arreabacon él en la cabeza. Nunca llegué a averiguarcuál era la parte vulnerable del pez, pero misistema funcionaba.

El pescador también nos traía bogavantesvivos. Yo los dejaba en la despensa, metidos enuna cazuela. La despensa era muy grande y noera solo un rincón lleno de estantes, sino queera una sala más, pero con el suelo de pizarra yestantes recubiertos también de pizarra, queincluso en verano estaban muy fríos.

Yo dejaba en el suelo las cazuelas con los

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bogavantes, y cuando iba a buscarlos por lanoche, para la cena, ya nunca estaban dentro,sino que se habían escapado y andabanarrastrándose por ahí. Cuando los cogía, raraera la vez en que no me daban un pellizco.Nunca supe cuál es el sitio más seguro paraagarrarlos.

Odiaba echarlos al agua hirviendo. Laseñora McIlroy decía que se morían en cuantotocaban el agua, pero yo no estoy tan segura.Nunca llegué a creérmelo, porque lo que sí esseguro es que en cuanto los echaba al aguadaban una sacudida espantosa.

La señora McIlroy no tenía «arreglos»con las tiendas pero, no obstante, cuandollegaban los pagos trimestrales muchas vecestenían un detalle con ella, y a finales de año ledaban «un buen descuento», como ellos decían.

Quien realmente elegía las tiendas era lacocinera, así que siempre que iba le sacaban laalfombra roja. Es que, aunque el servicio de

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nuestra casa tampoco fuera muy grande, lacomida era realmente de muchísima calidad.Además de con su sueldo, todas las cocineraspodían contar con esas compensaciones de lastiendas con las que trataban.

Pero volvamos a cómo eran mis jornadas.Me di cuenta de que lo que pensé que eratrabajo para seis era, en realidad, para una, yque esa una era yo.

Me levantaba a las cinco y media, bajabalas escaleras arrastrándome y me plantabadelante del fogón. Lo encendía, lo limpiaba, yencendía el fuego en la sala de los criados.

Después salía disparada para ocuparme dela puerta principal, que era toda blanca y debronce, y aquélla era una tarea muy pocoagradecida, sobre todo en invierno, porque encuanto conseguía tenerla toda reluciente labrisa marina la deslustraba. Así que, paracuando la señora la veía, siempre le encontrabaalgún defecto.

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Después había que fregar catorce anchosescalones de piedra.

Me volvía abajo, y ya estaba Maryesperándome con las botas y los zapatos.

Me acuerdo de la primera mañana. Medijo que Carrie (que era la primera doncella)esperaba que yo supiera limpiar las botas y loszapatos. «¡Pues claro que sé! Al fin y al cabo,es algo que ya he hecho en casa», dije yo. Loque yo no sabía era hacerlo como ellos queríanque lo hiciera.

El reverendo se ponía botas a diario:negras entre semana, y marrones los domingos.Por la tarde se cambiaba, para ponerse zapatosnegros de charol. La señora llevaba zapatosmarrones o negros, a menudo los dos a lo largodel día. Luego estaban los de la institutriz y losde Leonora. Hice estos últimos, y me parecióque habían quedado muy bien. Desde luego, laspunteras brillaban.

Cuando Mary volvió me dijo que no

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estaban bien, que no estaban nada bien. Yo lepregunté: «¿Qué tienen? A mí me parece queasí están bien». «De acuerdo, si quieres me losvuelvo a subir, pero seguro que Carrie memanda otra vez con ellos», me contestó.

Regresó al cabo de dos minutos y me dijo:«Ya te lo dije, así no valen. No has limpiado laslengüetas por dentro». «¿Por dentro? –contestéyo–. No sabía que hubiera que limpiarlas pordentro.» Lo hice, abrillanté los zapatos otropoco, y Mary volvió a subírselos.

Unos segundos después regresó y medijo: «No has hecho los cordones». Yo repetí:«¿Que no he hecho los cordones?». Y ella:«Ah, pero ¿no lo sabes? Tienes que planchar loscordones. Los quitas y los planchas». Yo penséque estaba de guasa. «¿Que planche loscordones?», contesté yo. Y ella me dijo: «Sí».Verán, por aquel entonces los cordones no eranfinos, como los de ahora, sino que eran cintascon una anchura de alrededor de centímetro y

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medio, y los cordones de la señora Clydesdaley los de Leonora tenían en realidad una anchurade casi dos centímetros y medio, y yo tenía quesacarlos y plancharlos.

No había, desde luego, planchaseléctricas, sino de hierro. Había que ponerlas acalentar al fuego, y eso requería cerca de uncuarto de hora. En toda mi vida he vistoprocedimiento más latoso.

Después tenía que limpiar los cuchillos,que por aquel entonces no eran de aceroinoxidable. Los limpiaba con un aparatoredondo, muy grande, con tres agujeros por losque se introducía el polvo para cuchillos, queera algo así como un polvo de esmeril. Luegose ponía un cuchillo en cada agujero, y se dabavueltas a la manivela.

A mí me daba la sensación de que estabatocando un organillo. De hecho, esta tareaterminó siendo musical, porque mientras dabavueltas a la manivela, cantaba.

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Un joven en pie ante eltribunal

suspiró con profundoresentimiento

cuando ella, la delcasamiento,

posó sobre él una miradatriunfal.

(Para entonces ya tenía tres cuchilloslimpios, y ponía otros tres.)

Por mil libras lo llevó a juiciopues él prometió sacrificio,pero en vez de acudir al

templose quiso marchar con el

viento.

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(Los tres siguientes.)

No digo hasta pronto, sinoadiós, Lu,

porque tengo a otra mejorque tú.

Si me quiere, por dinero noes;

sino que amor verdadero losuyo es.

(Los tres últimos venían para la últimaestrofa.)

El juez sonrió desdeñoso.La chica lo tenía atrapado.Pero aunque ella ganó al

novio roñosoa día de hoy el dinero no ha

tocado.

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Para entonces, ya era la hora de llevar unataza de té a la señora McIlroy. A continuacióntenía que poner la mesa en la sala de loscriados, para el desayuno, que la servidumbretomaba a las ocho en punto.

Después, la señora McIlroy y yopreparábamos el desayuno para los de arriba.

Como las demás comidas, el desayuno delos señores era muy distinto del nuestro. Parala señora Clydesdale, lo importante era queestuviéramos alimentados, así que lo quetomábamos eran cosas como arenques,bacalao, estofados o gachas con leche. Sinembargo, dado que ninguno de aquellosnutritivos alimentos iba escaleras arriba, yosolo podía concluir que incluso sus órganosinternos eran distintos de los nuestros, vistoque lo que a nosotros nos alimentaba a ellos nodebía sentarles nada bien.

Siempre había que estar ahorrando.En los años que pasé en el servicio

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doméstico me di cuenta de que el ahorrosiempre empezaba por los criados, y tambiénterminaba en ellos.

Arriba se tomaban unos desayunosinmensos, tanto si tenían visitas como si no.Tomaban panceta y huevos, salchichas, riñones,pescado –ya fuera ahumado o con arroz yhuevo–, y no una o dos de estas cosas, sinotodas y cada una de ellas.

Yo no podía dejar de pensar en mis pobrespadres en casa, donde para el desayuno solohabía tostadas. ¡Y toda aquella comida ibaarriba, para ellos, que nunca trabajaban! Nopodía evitar pensar en lo injusta que es la vida.

Por mucho que se lo dijera a la señoraMcIlroy, ella no lo veía. Aceptaba sin más loque tenía. Pensaba que tenía que haber gentecon dinero, y gente que no. Ella decía: «Si nohubiera gente con dinero, ¿qué haría la gentecomo nosotros?». Yo replicaba: «Pero ¿nopuede haber un poco de igualdad, que el reparto

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sea más equitativo? Que ellos tuvieran unpoquito menos, y nosotros un poquito más.¿Por qué tenemos que trabajar nosotras en estamazmorra y tener solo lo estrictamentenecesario, mientras que ellos arriba tienen detodo? Al fin y al cabo, señora McIlroy, pienseque la comida y el alojamiento forman parte denuestro sueldo. Se supone que las dos librasmensuales que recibo en metálico secomplementan con la comida y el alojamiento.Si el alojamiento que tenemos Mary y yo escomo el que tenemos en la buhardilla, y si lacomida es escasa, y los permisos tan pocos,¿cómo pensar que lo nuestro es un pagojusto?».

Yo ya pensaba esas cosas, incluso dejovencita.

Tal vez fuera por mi padre, porque a él leentristecían mucho las desigualdades de la vida.En cambio, madre no se lo tomaba así.Mientras pudiera beber un poco de vez en

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cuando, y mientras tuviera para darnos anosotros de comer lo bastante, cosa que podíahacer en verano, no parecía preocuparle mucho.Papá, en cambio, acusaba más esas cosas.

En cuanto terminábamos de recoger eldesayuno, nos poníamos a hacer la comida paramediodía.

El almuerzo, según la señora McIlroy, erauna comida sencilla.

Sopa, pescado, chuletas o carne a laparrilla, y un dulce. Una de las cosas que meenseñó fue a presentar los platos. Por ejemplo,cuando había chuletas, ella aplastaba las patatasy hacía con ellas bolas apenas mayores que unanuez, que rebozaba con huevo y pan rallado; lascolocaba en forma de pirámide en una fuentede plata y luego disponía las chuletas encorona, cada una con un papillote rizado blancoen el extremo del hueso, y perejil repartidoalrededor de la fuente. Era una presentación delo más lucida.

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Para nosotros la comida principal era ladel mediodía, porque por la noche solotomábamos algunas sobras. Aunque fueranuestra comida principal, nunca se componíade tres platos; para nosotros solo había carne yun postre. Eran platos bastante sustanciosos,pero no teníamos chuletas, ni filetes, ni nada deeso. Cuando había pescado, era en rodajas, obacalao. En todo caso, la cantidad siempre erasuficiente y, como yo no estaba acostumbrada avivir con lujos, siempre me comía todo lo quehabía.

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La comida principal de los señoresClydesdale era la de la noche, aunqueestuvieran solamente ellos dos, su hijitaLeonora y la institutriz. Las niña y la institutrizcomían aparte, las dos juntas, salvo losdomingos, en que se permitía a Leonora comercon sus padres. Siempre había cinco platos, aveces seis.

Empezaba con sopa de alguna clase. A laseñora McIlroy se le daba muy bien hacer sopaligera. Siempre teníamos buenos huesos delcarnicero, que ella echaba en un puchero quedejaba en un lado del fogón, para que estuvieraahí todo el día, con hierbas en una bolsita demuselina, una zanahoria, cebolla y nabo. Aúltima hora de la tarde sacaba el hueso, lashierbas y las verduras, y echaba unas cáscarasde huevo; no los huevos enteros, sino solo lascáscaras, y lo batía con fuerza. Entonces arriba

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se hacía espuma, y a mí me tocaba espumar –yera un quehacer la mar de entretenido–. Cuandohabía retirado con la cuchara todo lo que sepodía, cogía papel vegetal y lo pasaba porencima del líquido con mucho tiento, paraterminar de absorber la grasa.

A veces necesitaba más de doce papeles.Para entonces, la sopa estaba clara, con uncolor pálido, ligeramente dorado, pero claracomo el agua.

A veces era sopa de tomate. Desde luego,no salía de un bote. Ninguna sopa salía de unbote. La sopa de tomate también la hacíamoscon caldo; siempre teníamos un puchero decaldo al fuego. Cuando yo llegué a cocinera,también lo hacía. Todos los huesos sereservaban, ya fueran traseras de cordero,piernas de cordero o costillas… No había unhueso, ni un trocito de verdura sobrante, que noterminara en el puchero del caldo. Para hacer lasopa de tomate, la señora McIlroy derretía

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mantequilla (nunca margarina, todo lohacíamos con mantequilla) en un lado delfogón, para que se quedara solo un pocoderretida. Después la espesaba con harina,añadía el caldo, los tomates cortados por lamitad y todo se mezclaba hasta que espesaba.Al final, había que pasarlo por el tamiz dealambre. Este también era un trabajo largo,porque había que retirar las pepitas y la piel.

Otra de las especialidades de la señoraMcIlroy era la sopa de setas.

Se hacía de manera similar, solo que lassetas se pasaban por un tamiz de crin. Decíaque si las pasabas por el tamiz de alambre loque sacabas eran trocitos muy menuditos,porque las setas, al ser tan suaves, se colabanfácilmente a través.

El tamiz de crin tenía la misma forma queel de alambre, pero en lugar de estar cubiertode alambre llevaba crines muy finas, como lasdel caballo, aunque parecían más finas todavía.

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Unos cinco minutos antes de que laseñora McIlroy enviara el plato arriba, echabaen la sopera medio vaso de nata; era una soperamuy grande, de porcelana, con un cucharón quetenía un mango muy largo. Yo siempre meacordaba de ese refrán que dice «Quien con eldemonio haya de comer, larga cuchara hamenester», y decía: «Ahí arriba, con esecucharón, cenarán con el demonio tan a gusto».

Si sobraba algo, la señora McIlroy me lodaba a mí, porque no había suficiente paratodos. Yo siempre tenía hambre, y me comíatodo lo que se pudiera comer. Ella decía:«Luego no te va a caber tu comida, espérate ydespués lo tomas todo junto», pero yo nuncadejé nada en el plato. Creo que es por los añosde hambruna que pasé de niña, porque inclusoahora puedo comerme todo lo habido y porhaber.

Era frecuente que hubiera un entrante paracada plato. La señora McIlroy a veces

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preparaba un áspic de gelatina con trozos depollo. Hacía ella misma el áspic con caldo ygelatina; hoy en día todo se compra preparado.Si la víspera habían tomado pollo y quedabansobras, yo lo cortaba en trozos pequeños y laseñora McIlroy preparaba el áspic con lagelatina, el caldo y el aliño. Se metían lostrozos de pollo dentro y luego se ponía en unanevera. No había refrigeradores como los deahora, por supuesto.

Lo que teníamos era una caja grande demetal galvanizado, y el vendedor de hielopasaba todas las mañanas con un trozo grandede hielo que yo colocaba en una bandeja situadaen la parte alta de la caja. Ahí se metía lacomida que tenía que estar al fresco. Comoteníamos una despensa que estaba hechaprácticamente toda de pizarra, y que encimaestaba en el sótano, era poca la comida que seechaba a perder. De todos modos, nadie hacíaintención de almacenar comida, porque la

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traían fresca a diario.Después venía el plato de pescado. A

veces era salmón, cuando era la temporada;otras veces eran platijas, o rodaballo, y cadauno iba con la salsa correspondiente:holandesa, tártara o mayonesa. Hacer lamayonesa era cosa mía.

¡Menudo trabajo! Pensé que nunca llegaríaa salirme bien. Primero echaba una yema dehuevo en un cuenco y luego añadía aceite deoliva, pero una pizca, solo una pizca, yempezaba a batir, batir y batir hasta que mequedaba una mezcla amarilla preciosa, parecidaa las natillas. Pero, si intentaba hacerlo másrápido, por ejemplo echando el aceite de olivasolo un poquito más deprisa, se cortaba, habíaque tirarlo y volver a empezar. ¡La cantidad desalsa mayonesa que pude tirar!

Luego venía el plato principal, que a vecesera un redondo de ternera y otras, si teníanvisita, podía ser toda una trasera de cordero, o

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pierna de lechal.La señora McIlroy hacía un glaseado muy

bonito. La verdad es que nunca llegué a sabercómo lo hacía. Ahora se puede comprarenvasado, pero ella hacía el suyo propio conuna especie de azúcar tostado. Cuando sederretía adquiría un color precioso de caramelotostado, y lo rociaba por la pierna o la traseraantes de mandarlo arriba; realmente tenía unapinta soberbia.

Luego venía el postre. Podía ser cualquiercosa, pero casi siempre era algo frío. Podía serun batido de chocolate, que se hacía conchocolate rallado, huevos y azúcar blanca, opodía ser fruta, fruta fresca con azúcar hervidapara hacer un almíbar que luego se filtrabasobre ella, o una compota de naranja o deplátano; no siempre eran cosas pesadas, porqueal reverendo Clydesdale no le gustaban mucho.A veces le apetecía tomar unas sardinas o unasanchoas con una tostada, nada muy elaborado.

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Después se sacaba el queso, y luego elcafé. Ésa era su cena. Lo que tomábamosnosotros eran las sobras de la víspera,macarrones con queso o pan tostado con queso.No era por culpa de la señora McIlroy; era queno tenía permiso para darnos más. Algunasdoncellas no paraban de gimotear diciendo quenunca comían lo bastante. Yo no me quejaba,pero tenía la sensación de que aquello no erajusto.

Aunque ellos no cenaban hasta las ocho,yo tenía que tener la mesa dispuesta para laseñora McIlroy antes de las seis, porque hacíaa mano todo lo que cocinaba. Por ejemplo, sipreparaba un suflé de queso, que era algo queles gustaba mucho, lo hacía con quesoparmesano, que tiene una textura más ligera ypesa menos que el queso ordinario. Ahora sepuede comprar el queso parmesano ya rallado yenvasado, desde luego, pero por aquel entoncescomprabas un trozo y, créanme, era duro como

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una piedra, y yo lo rallaba con el lado fino delrallador. Eso me quitaba mucho tiempo, y alprincipio también parte de los nudillos.

Si se servía salsa de rábanos, tambiénhabía que prepararla a mano. Rallar rábanos esmucho peor que rallar cebollas; yo llorabacomo una magdalena. Odiaba esa tarea. Si habíaespinacas a la crema, se tenían que pasar por eltamiz, y era otro quehacer que llevaba sutiempo.

Pero lo peor de todo era cuando habíapastel de carne picada. Había que pasar la carnede vaca cruda, en general un filete, por elpicador. No era nada fácil. Pero, si había quepasarla por el tamiz de alambre, todavía cruda,se pueden imaginar el tiempo que requería. Laprimera vez que lo intenté creí que seríaimposible, pero al final vi que, invirtiendo eltiempo necesario, se consigue.

La carne pasada por el tamiz se mezclabaluego con hierbas y una yema de huevo, se

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envolvía en un trozo de muselina y se ponía acocer a fuego lento con un poco de caldo nomás de veinte minutos. De ese modo, al abrirlaseguía más o menos cruda, pero, al estar picadatan fina por el tamiz, sabía como si se hubieracocinado hasta ponerse tierna. Era una cosafantástica, pero exigía mucho trabajo.

Cuando se servía caza, se acompañaba conpatatas fritas.

Ahora cualquiera puede comprarse unabolsa o un bote de patatas fritas, pero por aquelentonces había que hacerlas a mano. Primerose pelaban las patatas. A continuación seextendía un lienzo a lo largo de toda la mesa yse cortaban las patatas en rodajas tan finas queal ponerlas delante de los ojos se pudiera ver através. Eran como lonchitas de aire. Seextendían en el lienzo, cada una por separado.Luego se ponía otro paño encima, hasta que sesecaran. Después se ponía manteca de cerdo aderretir, pero no grasa de carne asada, porque

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tenía demasiado color. (No comprábamos lamanteca por cuartos de kilo, sino por «vejigas»,como se decía por allí. Tenían más o menos eltamaño de un balón de rugby, y también unaforma parecida.) Se derretía un poco en unasartén que fuera muy profunda, y cuandoempezaba a hervir y salía humo azul, se echabanlas rodajas de patata, pero de una en una, porquesi las echabas de golpe se pegaban y ya no seseparaban. Para cuando echabas la última, lasprimeras ya estaban fritas, así que tenías quecorrer como una loca para sacarlas y echarotras. Si las dejabas un minuto más de lodebido, en lugar de patatas con un tono pálido ydorado, te salían de color marrón oscuro yduras como la piedra.

Cuando mi madre me preguntó si habíaaprendido mucho sobre cocina, yo le contesté:«No, mamá, no hay tiempo para eso». Sinembargo, supongo que en realidad sí estabaabsorbiendo conocimientos, porque cuando

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empecé a trabajar de cocinera yo misma mesorprendí de la cantidad de cosas que sabía.

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Aunque el señor Clydesdale tenía supropio chófer-jardinero, dos mañanas porsemana venía a recogerle a la puerta un cochetirado por un caballo viejo y decrépito. Por supinta, más bien tendría que haber estado en elmatadero. Lo llevaba un viejo que se llamabaAmbrose Datchet.

Este señor, según me dijo cuando hablóconmigo (lo cual no ocurría muy a menudo,porque con quien hablaba sobre todo era con lacocinera) había sido jardinero en una casa muygrande, mucho más grande que ninguna en laque hayamos trabajado mi madre o yo. Teníados mayordomos, dos jefes de cocina, sietelacayos, seis doncellas y más de veintiochojardineros, uno de los cuales era él. Empezócomo mozo de vestíbulo, pero no le gustabatrabajar dentro. Además, cuando vio a loslacayos siempre uniformados y con guantes

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blancos, a veces incluso con pelucas, dijo queno podría vivir así, de modo que salió y seconvirtió en jardinero.

Yo le oía hablar a menudo con la señoraMcIlroy de cómo eran las cosas en aquella casaenorme. Yo escuchaba sus conversacionesemocionadísima –ya saben lo que pasa cuandooyes algo que crees que no deberías oír, que tecrees que es algo inaudito–. Pues bien, segúnel tal Ambrose Datchet, en aquella casasiempre ocurrían cosas de lo más escandaloso,y lo más raro era que no sucedían entre lascriadas, sino entre lacayos, mayordomos y lagente de arriba, y no solo entre los dueños dela casa, sino también con las visitas. Una vez leoí decir a la señora McIlroy: «¡No, la señorano!», y Ambrose Datchet le contestó: «Lo vicon mis propios ojos». La señora McIlroypreguntó: «¿Qué, con ella?». Y él respondió:«Sí, y también con él; era era un joven muyapuesto». Yo me figuré que uno de los lacayos

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se habría liado tanto con el señor como con laseñora de la casa.

Claro que Ambrose Datchet vio tantascosas con sus propios ojos que debía tenerojos en el cogote, porque le oí decir eso de«Lo vi con mis propios ojos» por lo menoscien veces.

Una vez me contó una historia sobre unachica de pueblo un poco burra que entró aservir. En su primera casa, la señora le dijo:«Elsie, tomaré el desayuno a las ocho en puntode la mañana». Y Elsie le contestó: «Muy bien,señora. Si no estoy abajo, no me espere».

Cuando Ambrose Datchet volvía deaquellos paseos con el señor Clydesdale, teníapermiso para bajar a la cocina. Si era verano, setomaba un vaso de limonada; si era invierno setomaba una taza de chocolate. Se sentaba ahí yse dedicaba a dar cháchara a la señora McIlroy,y a veces también al señor Wade, elmayordomo.

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Antes de irse, atravesaba la cocina para ir auna especie de patio en la parte trasera. Alprincipio yo pensé que iba a hablar con nuestrochófer-jardinero, pero cuando volvía la señoraMcIlroy le decía: «Qué, Ambrose, ¿le hacambiado el agua al pajarito?». Yo no tenía ni lamenor idea de por qué se reían, pero se mequedaban mirando y yo me ponía roja como untomate. Después, cuando me lo explicaron, yotambién me reí. La señora McIlroy parecía unpoco estirada, pero cuando se ponía a hablar lohacía como la que más.

La señora Clydesdale salía casi todas lasmañanas a dar un paseo. A mí eso me dabapavor, porque a la vuelta se dedicaba ainspeccionar la puerta principal. Los doradosde esa puerta principal eran un horrorindescriptible. El picaporte era muy enrevesadoy el limpiametales se metía por las rendijas;había también una aldaba enorme con forma degárgola, bien grande. Estaba llena de huecos y

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recovecos. Además, también había un granbuzón dorado. Había dorados por todo el portal.Algunas mañanas, cuando hacía mucho frío y seme llenaban las manos de sabañones, no meempleaba a fondo. Yo creía que no dejaba nadaque se viera, pero ella siempre encontraba algo.

Cuando la campana sonaba dos minutosdespués de su vuelta a casa, yo ya sabía elporqué. La primera doncella bajaba y me decía:«La señora quiere que Langley (ésa era yo)suba al gabinete».

El solo pensamiento de tener que subirhacía que me temblaran las piernas, porquesabía lo que me iba a decir, y que iba a ser algosobre la puerta principal. Siempre empezabacon algún comentario ambiguo, del tipo de«Langley, ¿qué ha pasado esta mañana en lapuerta principal?». Lo mismo podía referirse asi yo había visto algo como a que no estababien limpia, pero yo sabía perfectamente a quése refería. Después, seguía: «Langley, aquí

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tiene una buena casa, buena comida y está bienalojada. Ha aceptado un trato, por lo que esperoque, a cambio, haga bien su trabajo». Paracuando llegaba ese momento yo ya me habíaechado a llorar y me sentía muy poca cosa.Solo tenía quince años. Cuando ya llevaba unpoco más de tiempo sirviendo me hice muchomás dura, y ni me inmutaba cuando me decíancosas así.

Cuando volvía abajo, hasta la señoraMcIlroy se ponía de mi parte y me decía:«Vamos, vamos, no te preocupes, chiquilla.Piensa siempre que los cuerpos de ellosfuncionan igualito que los nuestros». Yo noveía cómo me podía consolar saberlo cuando,por añadidura, los cuerpos de ellos podíanfuncionar con todas las comodidades. Nosotrosno teníamos más que un cuarto de aseo abajo,que era la guarida de una fauna de arañaspeludas, escarabajos negros y todo tipo deinsectos.

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Muchas veces Mary se despertaba por lasnoches con ganas de ir al aseo. Compartíaconmigo la buhardilla y, como le daba miedobajar sola todas aquellas escaleras, medespertaba para que la acompañara. Bajábamossiempre de puntillas, evitando las escaleras quechirriaban. Como si fuéramos delincuentes. Dehecho, así lo habría pensado la señoraClydesdale de haberse enterado, porque paraella los criados debían ser seres tan regularesen sus costumbres como en todo lo demás, yno tenían por qué visitar el cuarto de aseo porlas noches.

Una mañana en que los señoresClydesdale habían salido, el señor Wade bajó yle preguntó a la señora McIlroy si podíaprescindir de mí unos instantes. La señoraMcIlroy y el señor Wade se llevaban bastantebien, aunque la señora McIlroy siempre pensóque el señor Wade guardaba algún secreto.Cuando yo ya llevaba varios meses allí, un día

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volvió borracho como una cuba, y nos loencontramos vestido con uno de los trajes delreverendo. Lo despidieron en el acto. Cuandoentramos en su dormitorio, que estaba detrásde la despensa del mayordomo, nosencontramos que tenía el armario lleno debotellas de whisky vacías. Tal vez fuera ése susecreto.

En todo caso, cuando aquella mañana elseñor Wade bajó y le preguntó a la señoraMcIlroy si podía prescindir de mí unosinstantes, ella le pregunto que por qué. «Para eltentetieso de las diez en punto», explicó él.«¿El tentetieso de las diez en punto, dice usted,señor Wade?» «En efecto», respondió él. «Muybien, puedo prescindir de ella media hora», dijola señora McIlroy. Entonces nosotros fuimosarriba, abrimos la puerta principal y nosquedamos mirando.

Por todo Adelaide Crescent había coches,y a su lado chóferes primorosamente

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uniformados. Vestían un pantalón amplio hastala rodilla, botas relucientes, viseras y guantesblancos. Algunos uniformes eran grises, otrosverdes y otros azules. Los chóferes estabanfirmes junto a los coches, listos para cuandosalieran sus señores.

En el momento en que iban a dar las diez,fue prácticamente como si la calle entrara enacción. Empezó en la segunda casa después dela nuestra. Se abrió la puerta y salió un ancianocaballero. Un mayordomo le ayudaba a bajar lasescaleras; tras él salió una ancianita del brazode la primera doncella, seguidas por la segundadoncella, que cargaba con un escabel y unhorroroso perrito faldero con pinta de ser muyviejo. Acomodaron a la pareja en el coche,colocaron el escabel bajo los pies del ancianocaballero y pusieron al perro con ternura en elregazo de la ancianita. El chófer se inclinósobre ellos y, con mucho cuidado, los arropócon una manta. No tenía que darles ni pizca de

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aire (aunque Dios sabe que, unos años después,sobre ellos sopló el aire amargo de laadversidad), y así se marcharon. La escena serepitió en toda la calle. Eso era «el tentetieso»de las diez en punto.

Después, el señor Wade me dijo que meiba a enseñar la casa, porque, al ser yo pinchede cocina, en todos los meses que llevaba allíno había visto nada más que las escaleras deatrás. Solo había ido del sótano a lasbuhardillas.

¡Menudo contraste con la parte dondevivíamos nosotros! Por todas partes habíaalfombras magníficas, muy gruesas y de todoslos colores; alfombras de Turquía y de China enel gabinete, el salón, el comedor y losdormitorios. También había butacas muybonitas y muy grandes, estupendas cortinas deespeso terciopelo y preciosas camas concolchones tan gruesos que ninguna princesahabría podido notar un guisante de haber

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dormido en ellos, como en el cuento. Todoindicaba que allí se llevaba una vida cómoda ydesahogada.

Pensé en nuestra habitación, donde enverano reinaba un calor tropical y en el inviernoun frío helador, hasta el punto de que cuandopor la noche dejábamos agua en la jofaina seformaba una capa de hielo que por la mañanateníamos que romper para lavarnos. Ni siquierapodíamos bañarnos cómodamente; lo únicoque teníamos era una bañera para baños deasiento, y para bañarnos teníamos que subir elagua, gota a gota, desde el cuarto de baño, dosplantas más abajo, y volverla a bajar cuando lavaciábamos. Además, nunca supe muy bien quéhacer con aquellos baños de asiento, sisentarme con las piernas muy dobladas parapoder meterlas en el agua, poniendo las rodillasbajo la barbilla, o si sentarme dejando laspiernas colgando fuera. Lo hiciera como lohiciera, terminaba congelada.

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Después pensé en lo que llamábamos lasala de los criados, que era realmente nuestrasala de estar. Ellos tenían lámparas, preciosaslámparas de lectura con tulipas monísimas. Encambio, en la sala de los criados apenasteníamos una bombilla con una pantalla deporcelana. El suelo estaba cubierto con unviejo linóleo de color marrón, teníamos unassillas de mimbre deformes que un díaadornaron su invernadero y ahora ya no seconsideraban lo bastante buenas ni para eso.Las paredes eran deprimentes, pintadas hasta lamitad de un marrón brillante y el resto, hasta eltecho, de un verde bilioso de pintura al temple.Cubríamos la mesa con un paño viejo. Así eranuestra sala.

Mary y yo teníamos sin duda la peorhabitación, pues éramos las dos criadas demenor categoría. Pero incluso la señoraMcIlroy no tenía más muebles que los que losseñores habían desechado. La cama era una que

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había tenido Leonora en algún momento yahora no se consideraba lo bastante buena paraella. Los trozos de manta con que nosarropábamos venían de sus dormitorios.Mirases donde mirases, la diferencia saltaba ala vista. ¡Habría bastado con un gesto paraamueblar nuestras habitaciones con unas pocascosas nuevas! ¿Por qué teníamos que quedarnossiempre con sus trastos viejos?

Había una tarea que yo odiabaparticularmente. Cuando el chófer-jardinerotenía el día libre, me tocaba sacar a pasear a lahorrible perrita de la señora Clydesdale. Erauna doguillo, tan cebada y tan gorda que eracasi cuadrada. Se llamaba Elaine, pero en micabeza no cabía ningún Lanzarote que pudieraencapricharse de ella[4]. Por lo general lapaseaba arriba y abajo por Adelaide Crescent y,por supuesto, la perra se pasaba el rato dandovueltas a los árboles. Todos los chicos de losrecados –por aquel entonces había cientos– me

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silbaban y me decían: «Se ve que has sacado apasear al mono, ¿dónde te has dejado elorganillo?». Detestaba esa tarea.

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En mis primeros meses en la casa no paréde meter la pata. Me acuerdo especialmente deuna vez en que estaba limpiando la puertaprincipal; era un día en que iba con algo deretraso, y apareció el chico de los periódicos.En el momento en que iba a dejarlos en la mesadel vestíbulo, la señora Clydesdale bajaba lasescaleras, así que le tendí los periódicos. Ellame miró como si eso fuera infrahumano. Nodijo ni una palabra, solo se quedó ahí,mirándome como si le costara trabajo creerque alguien como yo pudiera caminar yrespirar. Yo pensaba: «¿Qué pasa aquí?».Llevaba puestos el delantal, la cofia, las mediasnegras y los zapatos; no acertaba a encontrarnada que estuviera mal. Luego, al final, habló.«Langley, nunca, nunca y bajo ningunacircunstancia vuelva a tenderme nadadirectamente con sus manos desnudas. Use

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siempre una bandeja de plata. Debería saberlo.Su madre trabajaba sirviendo, ¿acaso no le haenseñado nada?» Me pareció espantoso. Quealguien pensara que vales tan poco que nopuedas siquiera darle algo con tus propiasmanos, sin haberlo puesto antes en una bandejade plata, hizo que se me saltaran las lágrimas.

Aquello me hizo sentir tan desdichada quequise irme a casa; me parecía el colmo. Penséque no iba a poder seguir trabajando en elservicio doméstico. No creo que me hayasentido nunca tan infeliz, ni antes ni después.Sin embargo, sabía que no podía volverme acasa, porque solo tenían tres habitaciones –vivíamos en la parte baja de una casa, con doscuartos en la planta baja y otro en la primera–,y después de entrar yo a servir el padre de mimadre había fallecido, y mi abuela había tenidoque irse a vivir con mis padres. Así pues, ya nohabía espacio suficiente para mí. Ni siquierallegué a contarle a mi madre el incidente. ¿Para

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qué iba a hacerla infeliz a ella también?Además, creo que se habría contentado condecirme: «No hagas caso», y seguramentehabría tenido razón. Eso es lo que tenías quehacer si querías mantener un poco de orgullo:no hacer caso.

Aunque no se nos obligaba a ir a la iglesia,se daba por sentado que íbamos por lo menosuna vez por semana, los domingos,preferiblemente por la tarde, para sucomodidad. Si íbamos por la tardeinterferíamos menos. Un día el reverendo mepreguntó si yo estaba confirmada. Le dije queno, y él quiso saber la razón. Yo le respondí:«Bueno, mi madre no le daba importancia,nunca me ha hablado de ello, y ahora que tengoquince años no creo que valga la penapreocuparse». Al fin y al cabo, yo no veía quétenía que ver ser pinche de cocina con estarconfirmada. Lo que quiero decir es que eso noinfluía en mi trabajo. Sin embargo, como es

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natural, al reverendo le preocupaba mucho todolo relacionado con mi religión y con miscuestiones morales.

De hecho, a lo largo de mi vida en elservicio doméstico he visto que a los señoressiempre les preocupaba mucho tu bienestarmoral. Les daba igual tu bienestar físico.Mientras pudieras hacer el trabajo, tanto lesdaba que te doliera la espalda, el estómago ocualquier otra cosa. En cambio, todo lo quetuviera que ver con tu moral pasaba a ser asuntosuyo. Eso es lo que ellos llamaban «cuidar delos criados», interesarse por los de abajo. Nose preocupaban de las largas horas que echabas,de la falta de libertad ni tampoco de lo exiguode los sueldos, siempre y cuando trabajarasmucho y fueras consciente de que Dios está enel cielo y lo ha dejado todo dispuesto para quetú vivas abajo y trabajes mientras ellos vivenarriba con lujos y comodidades. Eso les parecíabien. Yo pensaba a menudo en lo incongruente

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que era que el reverendo hiciera sus oracionesmatinales y que las terminara diciendo: «Ahorademos gracias por lo que tenemos». Yopensaba: «Pues ellos van a tardar mucho másque nosotros en dar gracias».

Abajo siempre nos reíamos a costa delreverendo.

En aquella época yo no entendía casi nadade lo que decían, supongo que sería porque encasa, con mis padres, no se contaban chistesverdes; estas cosas nunca se habían cruzado enmi camino. Me acuerdo de una vez que estabalimpiando verduras en un cacharro y una de lasdoncellas dijo al pasar: «¡Oh! ¡Tiene un nabometido en la cazuela!». Todos se echaron a reíra carcajadas, pero yo no tenía ni idea de porqué.

El reverendo y las ocho hijas que habíatenido con su primera mujer era un tema quesalía a menudo. Comparaban al reverendo conel clero católico, que no se casa, y decían que

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cómo podría subirse al púlpito y hablar de lospecados de la carne, y hacían tantasinsinuaciones que yo no entendía nada de nada.No es que yo fuera ingenua. Veía el contrastede un clérigo que se supone que predica sobrela vida espiritual y la vida en el más allá y sinembargo tiene una familia enorme, con ochohijas; yo veía que algo no encajaba, aunquesupongo que, por aquel entonces, ocho hijos noera tanto. Pero ser clérigo, casarse en segundasnupcias para intentar tener un hijo varón yheredero, e ir a tener otra hija… la verdad esque resultaba imposible no reírse. Era como siel viejo se hubiera llevado su merecido. Ahorasé que yo no tendría que haber entrado al trapo,después de ocho hijas y todo lo que eso llevabaaparejado, porque desde luego, al cabo de untiempo terminé entendiendo a qué se referían yempecé a aportar lo mío.

Una carece de valor moral para evitarlo.Mientras serví, aguanté muchas cosas que no

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me gustaban. Además, si no las hacías losdemás pensaban que te ponías por encima, y alfin y al cabo tenías que trabajar con ellos. Y nosolo trabajabas con ellos, sino que vivías conellos y casi dormías con ellos. Compartíasdormitorio, así que más te valía llevarte biencon ellos, porque eran toda tu vida.

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Pasé un año en Adelaide Crescent.Después, decidí probar suerte en Londres.Siempre había oído decir que era un lugarfantástico en el que se podía hacer fortuna. Noes que pensara que fuera jauja ni tontunas deésas, pero sí estaba convencida de que Londresofrecía mejores oportunidades que unapequeña ciudad de provincias.

Cuando lo anuncié en casa, mis padres sequedaron tan consternados como si les hubieradicho que me iba a Tombuctú. Mi madre seacordó en el acto de un artículo de periódicoque había leído, que contaba cómodesaparecían las jóvenes en cuanto llegaban aLondres y nunca se volvía a saber de ellas. Erabien sabido, según ella, que aquellas mujeres –y por «aquellas mujeres» se refería, desdeluego, a las prostitutas– eran inicialmentejóvenes inocentes que iban a Londres tal y

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como yo quería hacerlo, y a las que engañabancon promesas de dinero fácil y de una vida delujos. Me acuerdo de que yo le dije: «Peromamá, no te preocupes. Cuando esté en unaesquina les diré que estoy esperando elautobús». Esto no consoló a mi madre. Mipadre, en cambio, nunca dijo gran cosa. Noentiendo por qué mamá se puso así, porque yono era una de esas chicas atractivas a rabiar ynadie iba a fijarse en mí y decidir que menecesitaba para decorar su harén. Me imaginoque para ella era como si la familia sedesintegrara. Por aquel entonces, la gente dabaa la familia mucha más importancia de la que leda ahora.

En cualquier caso, a pesar de sus protestasy de sus pronósticos, yo decidí que estaba hartade vivir en Hove, así que cogí The MorningPost y contesté a un anuncio en el que pedíanuna pinche de cocina. Era en Thurloe Square,Knightsbridge.

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El sueldo era mejor que el que tenía:cuatro libras más al año. Sé que ahora parecepoco, pero por aquel entonces, desde luego, eldinero cundía más.

Mi madre quería acompañarme a Londres.«Te vas a perder, no encontrarás dónde es», medecía. Y yo le contesté: «Mira, mamá. Tengolengua, tengo voz y un par de piernas. Puedohablar y puedo andar, y hay autobuses, ymetro». Yo no había estado nunca en Londres,y allí no conocía ni a un gato, pero pensé que yatenía dieciséis años y que podía valerme por mímisma. Así me sentí muy superior a mishermanos, sobre todo a mi hermano mayor,porque los hermanos mayores siempre te tratancon prepotencia.

Al principio, el tamaño y la solemnidad delas casas de Thurloe Square me asustó. Laentrevista con la señora de la casa, la señoraCutler, me intimidó incluso más que la casa ensí. Cuando le dije que me llamaba Margaret

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Langley noté que le parecía un nombre muypoco conveniente para una pinche de cocina.Era como si mi nombre, para ella, fuera másindicado para subirte a un escenario que paratrabajar en el sótano. Me di perfecta cuenta deque tendría que haberme llamado Elsie Smith oMary Jones. Ésos sí eran nombres apropiadospara una pinche de cocina; Margaret Langley lesonaba frívolo.

Ésta era la pesadilla de la gente que tedaba trabajo. Siempre tenían miedo de quefueras frívola. Las camareras nos contaban que,mientras esperaban a las señoras en lasrecepciones que celebraban todos los meses,las oían hablar de los criados. Era uno de susprincipales temas de conversación. Les oíandecir cosas como: «Sí, tuve que quitármela deen medio. Era frívola». Eras frívola si te poníasel más mínimo maquillaje. Por aquel entonces,la gente no llevaba mucho maquillaje, pero sillevabas un poco, o si te rizabas el pelo, o si te

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ponías medias de seda de colores (el marrón sívalía, pero otros colores, no) y todo eso en tutiempo libre, y no cuando estabas en el trabajo,eras frívola, y las chicas frívolas acababan mal.

Nunca entendí por qué, y sigo sinentenderlo.

Acabar mal significaba que nosotras, lallamada clase baja, nos quedáramos en estado.Nosotras éramos las últimas que podíamostener hijos ilegítimos, porque no teníamosmedios para mantenerlos, ni tampoco casasdonde ir si nos pasaba eso. Hoy casi te animana tenerlos, y dan facilidades a las chicas paraque vayan a una casa, y se cuida de ellas cuandose marchan. Se facilitan las cosas, y no se lesda publicidad. Por aquel entonces, si tenías unniño fuera del matrimonio, eras una paria. Asíque no sé por qué se creían que teníamos tantasganas de sacar los pies del tiesto. Puede quefuera porque, muy en el fondo, se dieran cuentade que nuestra vida era tan deprimente que el

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mero hecho de que un joven cualquiera tesacara de allí, independientemente de lo que tepidiera a cambio, era ya todo un lujo.

Pero yo sé que nunca me habría atrevido air por el mal camino, no porque no meapeteciera, sino porque me aterraba. Nisiquiera sabía hasta dónde podía llegar sinarriesgarme a sufrir efectos secundarios, ya meentienden. Así que tenía que ir por el buencamino, porque no sabía adónde habría podidollevarme cualquier otro camino.

En todo caso, a pesar de mi nombre, enaquel momento mi camino me condujo a laseñora Cutler. Tuve la sensación de que tantoella como su salón me asfixiaban. Todo era deterciopelo. En aquella época, el terciopeloestaba de moda. Las cortinas del salón eran deterciopelo marrón, el tresillo era de terciopelomarrón, los marcos de las fotos eran deterciopelo, y un terciopelo morado cubría lapechera de la señora Cutler. Me recordaba a la

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reina Victoria porque, al igual que a la reina, ala señora Cutler no parecían hacerle graciamuchas cosas. Para la gente como ella, la vidaera algo muy serio, y yo no era de las que lehacían gracia a la señora Cutler. En realidad, loque ella quería era una chacha de Londres; paraesa gente, siempre éramos chachas.

Sin embargo, decidió darme el trabajo.Pensó que yo valdría para hacerlo. Supongo quesi lo conseguí fue porque me vio fuerte y sana;no cabe duda de que necesitaba estarlo.

Lo primero que descubrí era que con ellosvivía una hija casada que tenía tres niños. Loscuales, desde luego, necesitaban una niñera. Yno solo una niñera, sino también una ayudantede niñera, todos los cuales, niños y niñeras,hacían sus comidas aparte. Después de aquellacasa, nunca volví a aceptar un puesto de trabajodonde hubiera niños y niñeras que comieranpor separado.

La niñera bajaba dándose aires y, como si

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fuera una señora en miniatura, dictaba lo quequería para ella y los niños. Los roces entreniñeras y cocineras eran constantes. Siemprehabía roces entre ellas, y siempre los habíahabido. La camarera, la doncella y la cocinerapensaban, desde luego no sin razón, que laniñera y su ayudante se consideraban a símismas mejores que las demás.

Las niñeras eran una especie de vínculoentre nosotros y la gente de arriba. En muchossentidos, para ellas eso debía ser problemático.Pasaban más tiempo con la gente de arriba;llevaban a los niños al salón antes de mandarlosa la cama, se sentaban con «ellos» en el salón ysin embargo, desde luego, no eran «ellos».Pero cuando bajaban tampoco eran «nosotros»,porque nosotros pensábamos que las niñeras sellevaban bien con «ellos», los de arriba, y esosignificaba que cualquier cosa que se pudieradecir abajo sobre «ellos» iba a ser repetidaarriba. Lo más probable es que en realidad no

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fuera así, pero parecía que podía llegar a serlo.La cocinera, desde luego, siempre se

enfadaba cuando la niñera bajaba a la cocina. Lacocina era el reino de la cocinera, yúnicamente la señora de la casa tenía permisopara entrar, y eso solo por la mañana para darsus órdenes. Que la niñera bajara y preguntara:«¿Qué hay para comer hoy, cocinera?» –o«señora», si la llamaban «señora»– era algoque, para empezar, enfurecía a la cocinera.Pero si además pedía algo distinto para lacomida de los niños, se armaba una buena.

La cocinera de Thurloe Place se llamabaseñora Bowchard, y era una auténtica bruja. Losdemás criados de la casa eran: la pinche decocina, o sea, yo; en lugar de tener unmayordomo o un lacayo –en aquella casa noeran muy de criados masculinos, con laexcepción del ayuda de cámara del señorCutler– había camarera y segunda camarera;primera doncella y segunda doncella; niñera y

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ayudante de niñera; el chófer, un jardinero y elmozo de jardinería. No era mucho personalpara una casa tan grande si lo juzgamos segúnlos patrones actuales pero, como por aquelentonces una sola persona hacía el trabajo dedos, se puede decir, más o menos, que éramosseis personas para que funcionara la casa,porque la niñera no cuenta.

La cocinera era una amargada. Viéndoloahora, desde la distancia, creo que la habíaamargado el constante alud de pinches decocina, que no dejaban de llegar para marcharseenseguida; nunca duraban mucho. Conseguirempleo como pinche de cocina no eraexcesivamente difícil, casi te ponían unaalfombra roja para que aceptaras, pero tampocopuede decirse que en aquella época hubieragente haciendo cola para hacer ese trabajo. Elproblema de las pinches de cocina, paracualquiera que no lo fuera, era que siempreandaban tonteando con los chicos de las

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tiendas.Tal vez parezca que mi vida ha sido una

larga tragedia, pero no ha sido así. Hacía untrabajo tremendamente duro y a menudo mesentía fatal, pero es imposible tener quince odieciséis años y no sentirse fatal todo el rato.Y yo, como todas las pinches de cocina,tonteaba con los chicos de las tiendas, y másparticularmente con los chicos de los recados.Esos chicos eran una de las vistas másadmirables de Londres, yendo por las callescon una bicicleta cargada hasta los topes ysilbando canciones a la moda. Eran unosdiablillos descarados.

Las pinches de cocina también erandescaradas, y la señora Bowchard estabaamargada por la procesión constante dedescaradas que tonteaban. Así que me hizo lavida imposible. Andaba siempre criticando yquejándose. No era porque yo no fuera menoseficiente que las pinches anteriores, no. Lo que

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pasaba era, sencillamente, que yo era joven.Puedo garantizarles que hizo todo lo que estabaen su mano para rectificar esa condición mía;después de pasar un día con la señoraBowchard, dejabas de sentirte joven.

Otra de las cosas que caracterizaban a laseñora Bowchard era que sufría de una curiosadolencia llamada «mipienas». Ningún médicola conocerá, pero ella padecía de «mipienas».«Mipienas» le impedía hacer montones decosas. Por culpa de «mipienas» no podía subirlas escaleras hasta las buhardillas donde todosdormíamos, por lo que dormía en el sótano; por«mipienas» se veía impedida para hacer nadaque otra persona pudiera hacer en su lugar y,como debido a «mipienas» no podía sentarse yabrocharse los zapatos, siempre me tocabahacérselo a mí. No había nada que yo odiaramás que tener que agacharme por las mañanaspara poner los zapatos a la señora Bowchard yabrochárselos, y agacharme por las noches para

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desabrochárselos y quitárselos. Supongo queno es una tarea de menor categoría que el deservir la mesa de los criados, pero me sentíacomo uno de esos niños limpiabotas deDickens. Odiaba de verdad tener que hacerlo.No formaba parte de mis deberes, pero ya seimaginarán que, si estás a las órdenes de lacocinera, tienes que hacer lo que ella te manda,porque de lo contrario tu existencia será peorde lo que ya es.

La señora Bowchard tenía un gato. Era unanimal enorme, blanco y negro; supongo que sepodría decir que era un gato precioso. Ella lollamaba «Su señoría», pero cómo lo llamabayo, mejor me lo callo. Nunca me han gustadomucho los animales, pero «Su señoría» meinspiraba un odio intenso. Era un bicho de lomás altanero. Personalmente, creo que todoslos gatos son altaneros. Se te quedan mirandocomo si no valieras ni un comino. Comopodrán imaginarse, aquel gato era listísimo;

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eso no puedo negarlo. Dormía en la habitaciónde la cocinera. Se metía debajo de su cama, y alas siete menos cuarto de la mañana sinexcepción, en cuanto sonaba el despertador,salía de ahí, iba a la puerta y daba con la patitaen el picaporte, señal para que la señoraBowchard se levantara, abriera y le dejara salir.Entonces, él se daba un paseo por el pasillo,venía a la cocina y se quedaba mirándome, muyquieto. No se movía, solo me miraba hastacaptar mi atención, señal para que le llevara a laseñora Bowchard una jarra de agua caliente yuna taza de té. Aquello me sacaba de miscasillas. Yo decía: «No sé cómo la vieja no teda una nota para que la cojas con la boca y mela traigas. Vete de aquí». Pero, como se puedenfigurar, no se iba. Aunque le señalara la puerta,él se quedaba ahí quieto hasta que me veía pasarcon la jarra de agua caliente y la taza de té. Erarealmente muy listo, aunque por entonces a míno me lo pareciera.

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Dos veces por semana, recibíamos unacabeza de bacalao para el animalito, que yotenía que cocinar para él, y retirarle las espinas.La señora Bowchard se quedaba arrobadamirando al gato. Me decía: «Y no te olvides dequitar todas las espinas, a Su señoría no se lepuede atravesar ninguna en la garganta,¿entendido?». Cuando decía eso, yo mequedaba lívida. Pero lo hacía, y luego lo dejabaen el suelo para él, y créanme si les digo queese endemoniado gato a veces no hacía másque olisquearlo y se marchaba tan campante,con la cabeza bien alta y el rabo bien tieso. Si lacocinera no estaba delante cuando hacía eso,yo, desde luego, le mandaba bien lejos de unpuntapié. Pero ese bicho era tan listo que alfinal no se le ocurría siquiera mirar u olisquearel pescado si era yo quien lo había preparado.¡Ya lo creo, que era listo!

La señora Cutler recibía muy a menudo.Dos o tres veces por semana daba cenas para al

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menos doce comensales, a veces más, y contantos platos nunca teníamos tiempo parafregar sobre la marcha. En cuanto se llevabanun plato ya estabas corriendo para preparar elsiguiente y servir el de después, de manera quepara el final de la cena a mí me tocaba todo loque se puedan imaginar, y más: platos, platitosy fuentes; la plata no, porque la plata y el cristaleran cosa de las doncellas, pero yo tenía quelimpiar todo lo demás. Todas aquellas cosas seamontonaban en la pila, en el escurridero, yhasta en el suelo de aquella vieja, húmeda ylóbrega trascocina.

Las pilas eran poco profundas, de piedra,de un gris oscuro, y estaban hechas decemento. Eran porosas, nada de loza esmaltadao de acero inoxidable como las de ahora; enellas parecía que el agua sucia se quedaraestancada; olían tan mal que echaban para atrás.Fregar aquella vajilla era lo que se llama unlatazo, como se dice ahora. Y, encima, un

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aburrimiento. Después de terminar –cosa querequería su tiempo– todavía había que retirar lacomida de los criados, y fregar.

Éramos seis o siete, más el ayuda decámara.

El señor Cutler tenía muy poco que vercon todas estas cuestiones; yo solo lo veíayendo y viniendo como si fuera una sombra.Nunca bajó a la cocina y, si en alguna ocasiónla idea se le pasó por la cabeza, debió pensarque hacerlo podría costarle la vida. Se dedicabaa algo en la City. No es que yo esté muy puestaen estos trabajos peculiares en los que sales decasa por la mañana a eso de las diez y vuelvessobre las cinco de la tarde, pero él no hacíanada que fuera muy extenuante. Al salirsiempre se llevaba un paraguas. Un día en que laseñora Bowchard estaba de mejor humor quede costumbre le pregunté a qué se dedicaba elseñor Cutler, y me dijo: «Ni me preguntes; ¡nohace nada de nada!». Pero yo sigo pensando que

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era algo en la City.Como ya he dicho, tenía muy poco que ver

con nosotros. Su ayuda de cámara, porsupuesto, le veía mucho. Hoy tal vez crean queel ayuda de cámara era como el rey de la casa.No sé si siempre habrá sido así, pero esteparecía muy femenino. No sé si será por lanaturaleza de su trabajo (aunque ser ayuda decámara no es realmente un trabajo afeminado),o por estar empleado en el servicio domésticoy pasar tanto tiempo entre mujeres, peroconsiderábamos a este hombre como a unamás. A mí, los ayudas de cámara no memolestaban en absoluto. No tenía intención decasarme en el trabajo, y además éste parecíademasiado mayor. Supongo que tendríaalrededor de cuarenta y cinco años, pero,cuando solo se tienen dieciséis, cuarenta ycinco es como si fuera tu abuelo. A míúnicamente me interesaba alguien que pudieradurar. Por aquel entonces, toda mi vida estaba

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encaminada a conseguir un novio duradero, ycualquiera que trabajara en el serviciodoméstico quedaba excluido. Total, que nuncame interesé lo más mínimo por el ayuda decámara.

Era, como ya he dicho, algo recíproco.Quien más se preocupaba por él era lacocinera; a ella le caía bastante bien. Sinembargo, nadie le trataba como si fuera unhombre. Todo el mundo hablaba y bromeabacon él como si fuera una mujer. Tenía unasmanos tan suaves, y hablaba con tanta suavidad,que no parecía masculino. Para mi gusto era unpoco blandengue. Me figuro, por supuesto, quepodía ser padre; me refiero a que creo que teníatodo lo necesario, físicamente hablando. Sinembargo, no puedo imaginármelo intentándolo.No estaba casado, y ya había cumplido cuarentay cinco años. Puede que nunca hubiera queridocasarse, no sé. Visto ahora, con el tiempo,puede que fuera homosexual pero, desde luego,

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nunca lo llamamos de ese modo. Se sabía demanera imprecisa que había hombres que seentendían entre ellos, como se decía porentonces, pero ni por ésas sabía yo nada deestas cosas, y no creo que nadie supiera muchomás que yo. Si hacían cosas por ahí, tenía queser muy de tapadillo, y nadie hablaba de ello.De haber pronunciado alguien esa palabra, yono hubiera sabido a qué se refería.

El chiscón era el territorio de la pinche decocina. Yo pasaba allí mucho tiempo, entrecuchillos y botas. Figúrense que en aquellacasa a nadie se le había ocurrido nunca plancharlos cordones de los zapatos.

Cuando le dije a la señora Bowchard quehabía que poner la plancha a calentar, ella medijo: «¿Planchar los cordones? ¿A qué vieneeso?». Yo le expliqué que en mi trabajoanterior tenía que quitar los cordones de loszapatos para plancharlos. «¡Menuda sandez,nunca había oído decir nada semejante, así que

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aquí ni se te ocurra hacerlo, y, si no les parecebien, ve y diles que se ocupen ellos de quitarlos dichosos cordones de los zapatos». Así diola cara por mí.

De todos modos, aquel chiscón erarealmente un refugio en el que me protegía delas peticiones de aquella bruja de cocinera.Nunca entró, primero porque era un sitio muypequeño, y luego porque estaba todo decoradode telarañas. Yo las quitaba siempre, solo pordarme el gusto de volver al día siguiente yverlas otra vez tejidas.

Se van a reír de lo que voy a decirles, perohoy en día las arañas no tejen como antes.Antes hacían las telarañas de pared a pared, condibujos de lo más intrincado. De haber andadopor ahí Robert the Bruce[5], créanme, habríatenido un día totalmente agotador, porque nohabría sabido por cuál empezar.

En limpiar todas las botas y todos loszapatos tardaba una hora todas las mañanas; los

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dejaba relucientes como espejos. Paraentonces era una verdadera experta, y hasta mefelicitaron por lo bien que los dejaba, pero yome sentía como Cenicienta, sentada en aquelchiscón con un viejo mandil de arpilleramientras soñaba con todas las cosas que megustaría hacer. No es que yo soñara con unpríncipe azul con un zapatito de cristal, se loaseguro. Al fin y al cabo, cuando tienes un pietan grande como el mío no cuentas con quevenga un príncipe azul con un zapatito decristal, ¿verdad?

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La señora Bowchard tenía una hermana enLondres que también era cocinera, y que sehabía casado con un mayordomo. Los dostrabajaban juntos, en la misma casa. Casarsecon un mayordomo y encima trabajar en lamisma casa, sin dejar de ser cocinera ymayordomo, a mí me parecía una cosa terrible.

No es como ser cocinera en una casa ytener con el mayordomo una relación de «quétal sigue su padre». Si es tu marido ya no es lomismo, ¿no? Es como si la diversión legítimaya no fuera igual, ¿no? Al menos, a mí no me loparece. Puede que me equivoque, pero heconocido cocineras que se lo pasaban de miedocon los mayordomos. En fin, imagínate que tecasas con uno y que te pasas con él toda tu vidaen el servicio doméstico, ¡eso sí que tiene queser estar en amor y compañía!

La hermana de la señora Bowchard y su

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cuñado trabajaban para un lord algo, ahora norecuerdo el nombre, y se cogían la tarde librejuntos. Tenían que hacerlo así, claro, porque delo contrario nunca habrían tenido tiempo librepara estar juntos.

En su tarde libre pasaban casi siempre avisitar a la señora Bowchard. ¡Menudaocupación! ¡Era como quedarse anclados en elservicio doméstico! Por las venas debíacorrerles servicio doméstico, en lugar desangre. Imaginen que no tienen más que unatarde libre por semana y un domingo cadaquince días, y que lo aprovechan para visitarotro sitio de servicio doméstico y comer consu hermana, que también es cocinera. Si yo nohubiera sido capaz de pensar en algo mejor quehacer en mi tarde libre, me habría pegado untiro.

Cuando la señora Bowchard terminaba depreparar la cena, se retiraba a su dormitoriocon sus dos visitantes y el ayuda de cámara, y a

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mí me tocaba servirles allí la cena, antes deponérsela a los demás sirvientes en la sala delos criados. Así que se pueden figurar lo queaquello suponía para mí. Los demás criadosprotestaban porque su cena se retrasaba, pero¿qué podía hacer yo? Por rango, los visitanteseran más importantes que las camareras y lasdoncellas.

El cuñado de la señora Bowchard, elseñor Moffat, era un hombre muy grande,barrigón y con papada. Siempre se reía mucho,por lo general de sus propios chistes. Tenía unarisa que empezaba en el fondo de la barriga y,como estaba tan gordo, iba subiendo por ondashasta que llegaba a la papada y contagiaba laondulación al resto de su persona. A mí mefascinaba.

Siempre hablaba de su trabajo y de loimportante que era. Decía: «Se lo dije alseñor», «Se lo advertí al señor», «El señor melo consultó». Francamente, si oías hablar un

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rato al señor Moffat era como para pensar queel señor no podía hacer nada, ni tomar ningunadecisión, sin el asesoramiento del señorMoffat.

Cuando el oporto y los puros leachispaban –el oporto y los puros del señorCutler–, se ponía en plan malicioso, comofrívolo. A mí me parecía muy incongruente enun hombre de su tamaño, de su edad y de susupuesta dignidad. Cuando se ponía así, ymientras yo les esperaba, le preguntaba a laseñora Bowchard, refiriéndose a mí: «¿Qué talnos portamos? ¿Estamos aprendiendo todo loque debemos saber de cocina? Recuerde que elcamino hacia el corazón de un hombre pasa porsu estómago». Cuando le oía decir eso, yopensaba que me perdería tratando de encontrarsu corazón. Y él, cada vez que lo decía, soltabaotra de sus carcajadas y agitaba todas suscarnes como si fueran gelatina. La señoraBowchard, que para entonces ya tenía unos

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colores que indicaban que también se habíatomado sus copitas de oporto, le contestaba:«Sí, dentro de lo que son las pinches, aMargaret no se le da demasiado mal». Cuandoel señor Moffat estaba más achispado que decostumbre, se dirigía a mí directamente, lo cualsuponía una gran concesión: ¡un mayordomoque además trabajaba con un lord, queasesoraba a un lord, hablando con una pinche decocina! Yo tenía la sensación de que seesperaba de mí que hiciera una reverencia. Élme preguntaba: «Bueno, muchacha, ¿estáscontenta aquí?». ¿Qué podía contestar yo,teniendo a la señora Bowchard ahí sentada? Mehubiera gustado decir: «Éste es el peor sitioque he conocido», pero no me atrevía.

Ahora, cuando lo pienso, me hace graciaque no me atreviera. ¿Se imaginan a las chicasde dieciséis años de ahora cohibiéndose a lahora de decir algo? Se darían media vuelta y, enun santiamén, dirían: «¡Y una mierda!».

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Si yo no contestaba, él me preguntaba sitenía novio. «¡Ah! –se ponía–. Cuando yo teníatu edad era una buena pieza con las chicas; eraun joven lacayo y siempre andábamos de besosy abrazos en la sala de los lacayos.»

Cuando me iba a la cama, Gladys mepreguntaba: «¿De qué hablaba el gordo?»,porque oía sus estruendosas carcajadas. Yo lecontestaba: «Me contaba que cuando era jovenestaba hecho un donjuán», y ella me decía:«Pues si entonces era como ahora, y con esebarrigón, sería algo así como “Si me lopermites, te daré un consejo”, ¿verdad?». Y nostronchábamos de la risa.

La señora Moffat, como correspondía aquien tuviera por marido al señor Moffat, erauna persona dulce y sumisa. Me preguntémuchas veces si sería igual de dulce y sumisacuando se las veía con su pinche de cocina. Encualquier caso, todo lo que decía el señorMofatt iba a misa para ella. No sé cuál sería el

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nombre de pila del señor Moffat; ella, desdeluego, nunca lo decía. Siempre decía: «Comodijo el señor Moffat al señor», o «Cuando elseñor Moffat estaba sirviendo a la señora y taly cual», o «El señor Moffat le dijo a John»(John era uno de los lacayos). Siempre era «Elseñor Moffat esto» o «El señor Moffataquello». Toda su vida giraba en torno al señorMoffat. Fuera cual fuera su personalidad, si esque alguna vez la tuvo (y supongo que debió detenerla si en algún momento le sedujo, a menosque lo que le sedujera fuera la llamada de sucocina), estaba tan oculta en su interior que, encierto sentido, cuando venían a cenar el señor yla señora Moffat con la señora Bowchard, eracomo si solo viniera una persona: el señorMoffat.

Cuando yo servía me ocupaba primero delseñor Moffat, así que era a él a quien ponía eloporto en primer lugar. Él era el rey. Estabaembebido en la importancia de la casa donde

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trabajaba. Supongo que a eso es a lo que serefiere la gente cuando dice que los criadosviven para ellos.

En el caso del señor Moffat realmente eraasí, él mismo se ponía a la altura de su señor.Cuando su señor salía a cenar, también salía elseñor Moffat, porque con su tercer ojo podíaver lo que su señor hacía.

Cuando presentaban a su señor apersonajes de la nobleza, también se lospresentaban al señor Moffat. Lo sé, porque noscontó cosas con tal lujo de detalles que porfuerza tenía que haber estado presente. Ese,desde luego, era el tipo de criado querealmente gustaba, porque, si sometías toda tupersona a tus patronos, ellos sacaban lo mejorde ti. Creo que por eso yo nunca fui tan buenaempleada, porque para mí todo aquello era unmedio para conseguir algo. Al principio era unmedio de vida, pero al final se convirtió en elmedio de dejar el servicio doméstico cuanto

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antes.Al vivir en una convivencia tan estrecha

con los demás criados se producían muchasdiscusiones. No se puede encerrar a unascuantas mujeres –y puede que esto sea tambiénaplicable a los hombres– sin que tengan unaspalabras entre ellas, y ¡qué palabras! Sinembargo, por más que los criados se pelearan,siempre formaban un frente unido ante ellos,los de arriba.

Siempre les llamábamos «ellos». «Ellos»eran el enemigo. «Ellos» nos hacían trabajar enexceso. «Ellos» nos pagaban demasiado poco, ypara «ellos» los criados éramos una raza aparte,un mal necesario.

Como tales, éramos su tema principal deconversación. Las camareras siempre bajabanpara contárnoslo. Era más o menos así: «Siviviera en una casa de campo pequeña no memolestaría nada en tener criados, porque no sonmás que una molestia. No dejan de pelearse

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entre ellos, siempre quieren más dinero, noquieren hacer el trabajos difíciles y nuncahacen las cosas como tú quieres. Pero, comotengo una posición que mantener, no me quedamás remedio que contratarlos».

La señora Cutler nos veía, sin duda alguna,como un mal necesario. Así que en aquella casanosotros siempre estábamos unidos frente a«ellos», los de arriba. Según «ellos», nosotros,los criados, nunca podíamos ponernosenfermos, ni vestir demasiado bien, ni teneropiniones distintas de las suyas. Al fin y alcabo, es obvio que si únicamente has ido a laescuela hasta los trece o catorce años, tusconocimientos están muy por debajo de losque tienen arriba, ¿no es cierto? Así que,puestos a tener opinión, lo mejor es coger la delos de arriba, que para eso saben más que tú.

«Ellos», los de arriba, pensaban que loscriados no sabíamos apreciar el confort ni labuena vida, por lo que nos contentábamos con

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cosas ordinarias, trabajar y comer enmazmorras, y retirarnos a dormir en cuartosfríos y espartanos. Al fin y al cabo, ¿por quémolestarse en gastar dinero mejorando yfacilitando la vida de un montón de personas alas que no les importa lo más mínimo lo quehagas por ellas? Nunca intentaron averiguar si,de haber mejorado nuestras condiciones, y dehabernos puesto dormitorios en lugaresagradables para descansar, nos habríamospreocupado más. No, no valía la pena gastardinero porque los criados nunca se quedabancontigo, hicieras lo que hicieras por ellos. Detodos modos, estaba claro que «ellos», ahíarriba, necesitaban vivir en el lujo, y que«ellos» podían honrar la mesa del comedor ytener conversaciones ingeniosas. Lo que quierodecir es que tiene que haber un estrato socialen el que la gente pueda moverse de aquí paraallá con elegancia y permitirse conversacionesingeniosas, y nadie puede hacer eso si se

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dedica a hacer el trabajo difícil. Así que, cuantomás dura hagas la vida de los que trabajan parati, menos inclinados se sentirán a entablarconversaciones de ningún tipo.

Sin embargo, si «ellos», ahí arriba,hubieran oído las cosas que nos contaban lascamareras cuando bajaban, se habrían dadocuenta de que nuestra expresión imperturbabley nuestros respetuosos modales ocultabansorna y desdén.

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Al señor Cutler le encantaba la caza. Habíapasado unos años en África y, si la cantidad detrofeos de la casa servía de medida del tiempoque se había pasado yendo de caza por aquellastierras, no cabía duda de que había sido mucho.

El vestíbulo estaba atestado decornamentas de esto y aquello. Yo no sé de quéanimales serían, solo sé que unas eran curvas yotras rectas, y que encaramarme y quitarles elpolvo era cosa mía.

Al volver a Inglaterra ya no encontraba elmismo tipo de animales, como es natural, asíque se dedicaba a cazar pájaros. Yo me poníamala viendo los urogallos, los faisanes y lasperdices. Los enviaban a toda prisa desde dondefuera que anduviera de caza y los colgaban paramanirlos, y les aseguro que se manían bien.

Los colgaban de una barra de hierro en unpasillo del sótano, y muchas mañanas al bajar

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me encontraba con que ya solo quedaba lacabeza colgando, y que el cuerpo estaba en elsuelo. Los gusanos se habían ocupado derebanarlo a conciencia. Cuando sucedía esto, seconsideraba que ya estaban lo bastante manidospara la cena.

A mí me tocaba desplumarlos sinromperles la piel, y limpiarles las entrañas. Eraun trabajo nauseabundo; aquello apestaba comono se pueden imaginar.

Cuando la cocinera servía el faisán poníala cabeza con todas sus plumas, y reservabatambién las de la cola. Para cuando el ave subíaa la mesa, la cabeza iba a un lado, y las plumasde la cola, a otro.

Otro trabajo desagradable era limpiar lasliebres que cazaba. Parecía que nadaban ensangre. Yo pensaba que a lo mejor ellos eranvampiros que se alimentaban de sangre. Cuandohacía frío las dejaban por lo menos dossemanas colgadas, y necesitabas la fuerza de un

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toro para desollarlas. Yo siempre intentabaquitarles la piel de una sentada, porque laspieles de las liebres o de los conejos eran misextras. El trapero me daba nueve peniques porcada piel de liebre entera, sin desgarrones. Lacocinera nunca me dejaba lavarlas. Me hacíalimpiarlas con papel de seda. Decía que, silavabas las liebres, o cualquier otro tipo decaza, le quitabas el sabor. No le gustaba quelavaras nada, siempre protestaba diciendo quetirabas el sabor por el desagüe.

A la señora Bowchard le encantabapreparar liebre estofada, y era por oporto.Cuando había liebre estofada, siempremandaban oporto a la cocina. La camarera lotraía desde el comedor, dos copas llenas, peroa la cazuela nunca llegaba más que una. Laseñora Bowchard siempre lo probaba y se lobebía a escondidas, para que luego yo nopudiera decir que había tomado un poco. Peroyo lo veía con el rabillo del ojo. Una de las

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copas iba a parar al estofado de liebre, y la otraal gaznate de la señora Bowchard. De habersedado cuenta de que yo la veía, me habría dicho:«Bueno, esto es el extra de la cocinera. Lohace todo el mundo». Puede que así fuera; másadelante, yo también lo haría.

En todo caso, la señora Bowchard era muybuena cocinera. Por aquel entonces cocinar erarealmente increíble, porque el material del quedisponías era inagotable. No pasaba comoluego, en la guerra, cuando te decían cómohacer un bizcocho sin grasa o sin huevos, queera la cosa más espantosa que podías comer entu vida porque lo preparabas con vinagre ymanteca. La gente se engañaba a sí misma sipensaba que aquello se podía comer.

Incluso ahora, cuando ves una recetabarata, te dicen que no notarás la diferencia conel original. Puede que así sea si nunca hasprobado el original, pero, si lo has hecho, ladiferencia es inmensa. Es como poner

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margarina en lugar de mantequilla, la nata de laleche en lugar de auténtica nata, cortes baratosde carne en lugar de los buenos, o salmóncongelado en lugar de fresco. Nada de eso sabeigual.

La comida por entonces era fantásticaporque siempre estaba fresca, ni siquiera loscarniceros y los pescaderos teníancongeladores. Tenían cámaras de frío, pero ahínada se congelaba: la comida que tomabas erafresca y tenía sabor. Ahora es el colmo, porquesacan al mercado productos para devolver sabora la comida, porque el sabor se le ha ido con lacongelación. No se puede. Nadie podráengañarme y hacerme creer que eso se puedehacer. Pero, desde luego, si no lo has probado ala manera de antes, no vas a notar la diferencia.

Cuando la gente de ahora habla de sutrabajo siempre menciona las «ventajasadicionales». Como ya dije antes, las cocinerassolían obtener ventajas adicionales en las

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tiendas donde compraban. En cuanto a la ropa,se podría pensar que la que se desechaba arriballegaba abajo, pero no era así. Ellos no seplanteaban dársela a los criados, porque nohabrían querido que te la pusieras mientrasvivías en su casa y, desde luego, tampocoquerían que te fueras y pudieras ponértela enotro sitio. Preferían dársela a organizacionescaritativas.

A toda esa gente le interesaba mucho lacaridad, todos participaban en el consejo deesta o aquella organización. Cuando leías laprensa siempre veías que la señora Tal y elseñor Cual ocupaban un cargo aquí y allí.

La señora Bowchard preparaba pastelespara los actos benéficos de la señora Cutler,que se dedicaba a ayudar a mujeres caídas endesgracia. La señora Cutler se aplicaba muchoen ayudar a las mujeres caídas en desgracia,pero desde lejos. Al igual que mucha otragente, podía ser generosa siempre y cuando no

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tuviera que comprometerse demasiado. Era aeste tipo de obras de caridad donde solíanenviar su ropa vieja.

Me acuerdo de que una vez la primeracamarera se molestó mucho por un abrigo muybonito con cuello de piel que la señora Cutlerhabía llevado varios años. La camarera sabíaque no iba a tardar en desprenderse de él, yestaba segura de que se lo daría a ella, porquehabía dejado caer en un par de ocasiones lomucho que le gustaba y tenía la sensación deque su comentario no había caído en saco roto,pero no, al final lo empaquetó y fue a parar auna obra benéfica.

A nosotros no nos daban gran cosa. PorNavidad, como regalo, nos daban telas para queconfeccionáramos cosas con ellas, delantales yregalos asquerosamente prácticos.

Pese a lo mucho que insistí en irme aLondres, en los dos años que pasé en ThurloeSquare apenas vi la ciudad. Siempre estaba

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demasiado cansada para salir a dar una vuelta.Lo que no quita para que, antes de irme, meagenciara un libro sobre diversos aspectos delLondres antiguo, que explicaba cosas del tipode dónde habían estado personas como Carlyle,Wells o Dickens, y yo pensaba en lo fantásticoque sería dar un paseo y poder decir luego queyo había estado ahí, porque a mí me encantabala historia, y también leer.

Pero luego siempre estaba horriblementecansada y solo me quedaban fuerzas para ir alcine, donde puedes sentarte en la oscuridad yda igual que vayas o no bien vestida.

En mi día libre solía acercarme al cinemás cercano para vivir aventuras de amor porpoderes. Robaba mucha menos energía.Muchas veces pensaba que, si en mi vidaapareciera un príncipe azul, me sentiría menospresionada; no podía remediarlo.

Cada quince días tenía un domingo por latarde libre y salía con Gladys, la segunda

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doncella; íbamos de paseo a Hyde Park.Gladys tenía un año más que yo y siempre

había vivido en Londres. Procedía del barrio deStepney, donde vivía su familia. Tenía ochohermanos y diez hermanas. Casi no podíarecordar ningún momento en que su madre nohubiera estado esperando un bebé. Me contóhistorias sórdidas sobre la vida en Stepney, loatestado de gente que estaba, me habló debichos en las camas, de mugre, de borracherasy de las peleas de los sábados por la noche. Amí me parecía fantástico oír aquellas historias,aunque desde luego no habría queridopresenciar ninguna de ellas.

Según Gladys, su padre bebía como uncosaco y casi todas las noches volvía a casaborracho como una cuba e incapaz de hacernada. Yo pensaba que tan incapaz no debíavolver, porque de otro modo su madre nohabría podido tener diecinueve hijos, ¿no?Gladys no era en modo alguno una chica guapa,

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como tampoco lo era yo, pero tenía unapersonalidad muy alegre y desde luego sabíacuidar de sí misma. Supongo que al venir de unlugar como Stepney tuvo que aprender amarchas forzadas, con tantos hermanos yhermanas, y con un padre que empinaba elcodo. Había aprendido a sacarse las castañasdel fuego sin perder la sonrisa. A Gladys no sele podía dar gato por liebre. Además, siempreme daba buenos consejos. Una de las cosas queme dijo fue: «Nunca, jamás, de ninguna manera,se te ocurra decirle a un chico que trabajas enel servicio doméstico, porque si lo haces tedirá que no eres más que una esclava y nuncaconseguirás que se quede a tu lado». Cuando yole pregunté qué debía contarles a los chicos,ella me respondió: «Cuéntales cualquier cosa,como que trabajas en una tienda, o en unafábrica». Cuando yo le dije que no me parecíaque las chicas que trabajaban en fábricas fueranmejor que nosotras, replicó: «Para los novios,

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lo son. Las que trabajamos en el serviciodoméstico somos esclavas, y ellos ni semolestan en mirarnos. Solo tener tan pocashoras libres basta para que nos dejen fuera dejuego». Yo seguí sus instrucciones al pie de laletra, pero no me pareció que tuvieran muchoefecto, porque los pocos chicos a los quellegamos a conocer eran casacas rojas delcuartel de Knightsbridge.

Esos chicos nunca tenían dinero suelto y,si lo tenían, ninguno de ellos se gastó un solopenique con nosotras. Lo más que hicimos fuedar vueltas por el parque durante horas, paraterminar escuchando a los oradores de MarbleArch. Como nosotras teníamos que estar devuelta a las diez en punto clavadas, los adiosesnunca se prolongaron. Los chicos decían unmontón de idioteces, nosotras soltábamos unmontón de risitas, dábamos unos pocos besos yhacíamos promesas para asegurarnos de quevolveríamos a verlos a la misma hora a la

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semana siguiente, pero ni Gladys ni yoteníamos la menor intención de tener unarelación duradera con semejantes pobretones.Nuestra idea del amor no era precisamente lade andar dando vueltas por Hyde Park horas yhoras para terminar con una pareja de casacasrojas sin sacar nunca nada de ellos.

Gladys y yo devorábamos las revistasfemeninas de la época, como Peg’s Paper, TheRed Circle Magazine o Red Heart. En suspáginas, eran muchas las protagonistas pobres ysolitarias que terminaban casándose con unhombre del estilo de Rodolfo Valentino, o conun Rothschild inmensamente rico. Aunqueaquellas chicas carecieran de una educaciónesmerada, siempre tenían una preciosa caritaovalada y unos bonitos ojos brillantes de colorvioleta, por supuesto. Gladys y yo carecíamosde tales atributos, pero eso no impedía quesoñáramos con que los teníamos y que algúndía llegaría nuestro príncipe.

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Por aquel entonces, yo me imaginaba elcielo como un lugar donde no hubiera quehacer absolutamente ningún trabajo.

Gladys tenía una imaginación desbordante–a lo mejor Stepney es un lugar en el que laimaginación desbordante es lo único que teayuda a tirar adelante– y era capaz de recitar deun tirón, a todos los chicos que conocía, unmontón de detalles sobre cualquier trabajoimaginario. En cambio, para mí era imposiblepretender que hacía un trabajo que no fuerafísico, porque siempre tenía las manos rojas yásperas, y eso me delataba. No podían estar deninguna otra manera, porque por aquel entoncesno existían los guantes de goma o, si existían,las pinches no los usaban, y seguro que no sehabían inventado las cremas protectoras. Peroademás es que, de haber existido, para cuandopor las mañanas terminaba de hacer lasescaleras de piedra de la puerta principal, y losdorados de la puerta, más toda la limpieza que

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venía después con sosa diluida en agua, habríadado lo mismo.

Creo que una de las cosas que más odiabaera limpiar las escaleras con piedra de pulir. Enla actualidad, si quieres hacerlo –y pocaspersonas lo hacen– puedes comprar un paquetede producto en polvo, pero lo único queteníamos nosotras era un pedazo de piedra,parecido a un canto de playa, que había querestregar con fuerza contra los escalones. Asíque ahí estaba yo, ataviada con un mandil dearpillera y con el trasero en pompa, y con losrecaderos que al pasar se ponían descarados.Para no inclinarme, al principio intenté hacerlos peldaños desde abajo hacia arriba, pero nose podía. Tenía que hacerlos de arriba abajo.

Limpiar las cazuelas de cobre era otra delas tareas que más detestaba. Se ponían roñosascada vez que se utilizaban. Perdían todo ellustre, y había que limpiarlas con una mezclahorrible de cenizas, sal, vinagre y un poco de

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harina. Lo mezclabas todo hasta obtener unapasta y luego lo restregabas con las manos. Novalía hacerlo con un trapo, porque entonces nopodías aplicar la presión necesaria. Metías lamano en la lata en que habías preparado lamezcla, sacabas un poco y frotabas el cobre delexterior de la cazuela. Era un trabajoasqueroso, y tenía que hacerlo todas lasmañanas. Como se pueden imaginar, cuandoterminaba quedaban preciosas. Las colgaban dela pared de la cocina, alineadas desde la máspequeñita, que no tendría capacidad más quepara el equivalente de una taza de té, hasta lamayor de todas, que era tan enorme que dentrocabían hasta tres púdines de Navidad. Tambiénhabía un hervidor de pescado muy grande. Aveces me sentía tan desgraciada que deseabaque sufrieran un envenenamiento tomaínico porculpa de las cazuelas. Siempre me habían dichoque, si no estaban bien limpias, se podía sufrirun envenenamiento tomaínico. De haberles

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pasado eso, habrían cambiado de cacharros.Al final terminaron haciéndolo, porque

más adelante me enteré de que otra pinche senegó en redondo a limpiarlas. Aún me preguntoqué habría pasado si me hubiera negado yo;supongo que me habrían puesto de patitas en lacalle.

Al cabo de un año, di mi aviso de despidocon los treinta días de antelación debidos, y fueun proceso de lo más angustioso. Lo primero,por supuesto, fue comunicárselo a la señoraBowchard, la cocinera, lo que acarreó, comoyo me esperaba, una diatriba acerca de laingratitud de los jóvenes en general y de laspinches de cocina en particular. Ella selamentaba diciendo: «Las enseñas, ¿y para qué?Te sonsacan todo lo que pueden y, en cuantoterminan, se largan a otro sitio». La avalanchaduró un buen rato, durante el cual no me quitólos ojos de encima.

Pero todo eso no eran más que

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paparruchas. Nunca me enseñó cómo hacerninguno de sus platos especiales, que era lo querealmente yo quería saber. De un libro sepueden sacar todas las cosas normales, perotodas y cada una de las buenas cocineras tienenespecialidades con ese pequeño toque que noviene en los libros de recetas. Le preguntémuchas veces cómo había logrado que algotuviera un sabor determinado, o que le salierade determinada forma, pero ella nunca me loexplicaba. «Secreto de cocinera», decía. Eramuy injusto, porque cuando eres pinche decocina tienes el peor trabajo de la casa, trabajasmás que nadie y sirves a los criados porqueesperas que con el tiempo conseguirás elmejor trabajo, que es el de cocinera. Así que, siestás haciendo un buen trabajo, en sus manosestá recompensártelo.

En fin, volvamos a mi aviso de despido.Había superado la fase de comunicárselo a lacocinera; el siguiente paso era, desde luego, la

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señora. De haber tenido que elegir entre una delas dos, habría sido incapaz; para mí, las doseran ogros. Ver a la señora cuando no eras másque una pinche de cocina era un triunfo. Teníasque pedirle a la camarera que le preguntara sipodía concederte unos minutos, y había quepedirlo con el tono de voz apropiado, quedemostrara que eras consciente de hasta quépunto el tiempo de la señora era valioso.

En todo el año en que trabajé en esa casacalculo que vería a la señora, a lo sumo, unadocena de veces, porque cuando la señoraBowchard se enteraba de que bajaba a la cocina,si veía que yo estaba especialmente desaliñada–cosa que, por supuesto, ocurría a menudo–,me mandaba salir hasta que se hubiera ido. Anadie se le ocurría justificar mi desaliñoviendo la cocina tan limpia, la mesa blancacomo la nieve, y las cazuelas de broncelustradas como si fueran de oro. Así que, comodecía antes, como mucho vi a la señora una

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docena de veces, pero no creo que ella meviera, por la sencilla razón de que yo parecíainvisible a sus ojos.

En todo caso, con la mediación de lacamarera, la señora tuvo a bien concedermeuna audiencia a las diez de la mañana del díasiguiente, y yo le entregué mi aviso de despido.Ella, en toda lógica, quiso saber por qué me iba.«¿No estás bien aquí?», me preguntó, con esetono ligeramente indignado que en realidadquiere decir: «¿Cómo es posible que alguien noesté contento trabajando en esta casa?», aménde: «No encontrarás un sitio mejor», y afirmóque estaba segura de que yo había aprendidomucho. Yo le respondí que el trabajo era muyduro, y las horas, muchas. Entonces, para misorpresa, me dijo que iba a traer a alguien paraque me ayudara; que si me quedaba buscaría aun hombre para todo que me echara una mano.Yo, aun así, habría preferido marcharme, peroel hecho de que alguien quisiera que me

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quedase me superó. Sin darme cuenta, dije quesí, y llegué incluso a decir que me gustaba eltrabajo.

Debí de volverme loca de remate, pero laverdad es que nadie había querido nunca que mequedara, si exceptuamos a un novio, y yo yasabía para qué quería ése que me quedara.

Incluso la señora Bowchard, esa bruja decocinera, pareció un poco menos antipáticacuando le dije que la señora me había pedidoque me quedara. Me preguntó que si me iba apagar más. Seguro que, si le hubiera dicho quesí, al día siguiente habría subido ella. Así que ledije: «No, no me va a pagar más, pero voy atener a un hombre para todo que me eche unamano». Por descontado, no pudo dejar de decirque «las chicas de ahora ya no son lo queéramos en mis tiempos, ahora queréis estartodo el rato entre algodones», pero añadió quele daba lo mismo, que eso era mejor que «tenerque preparar a otra chica. Acabaré antes si te

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quedas que si tengo que empezarlo todo denuevo. Cuando has visto a una pinche, las hasvisto a todas». Y así siguió; yo ya le había oídodecir todo eso antes, así que no le hice ni caso.

A partir de entonces, todas las mañanas –salvo los domingos– venía un hombre que sellamaba Old Tom. Si tenía apellido, lo ignoro;nosotros siempre le conocimos como OldTom. Llegaba a las seis de la mañana ytrabajaba durante una hora y media, y no seimaginan la gloria que era no tener que salir yhacer aquellas escaleras de la entrada. A OldTom no le molestaba hacerlas; nadie se pone asoltar burradas a un hombre que está fregandocon el trasero apuntando directo al cielo. Éltambién se ocupaba de los zapatos y de lasbotas, y de traer el carbón. Era una maravilla.Me quedé otro año, y al final ya no me parecíaque fuera tan duro. No me lo podía creer.

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A partir de entonces las cosas siguieronmás o menos igual en la casa, con la mismarutina interrumpida por cenas con invitados y«recepciones».

Las «recepciones» no me afectaban, almenos no el trabajo, pero me parecían muyinteresantes. Todo el mundo tenía un día pararecibir, una vez al mes. El de la señora Cutlerera el primer jueves, y desde las tres y mediahasta más o menos las cinco se producía unaincesante procesión de personas. Eran casitodo mujeres, pero había también unos pocoscaballeros, que venían, decían: «¿Cómo estáusted?», se tomaban una taza de té y semarchaban corriendo, seguramente para ir aalguna otra «recepción». Ellos debían llamarlo«estar al tanto».

¡Al tanto! Las camareras, ¡ésas sí quetenían que estar al tanto! Todo el trabajo recaía

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sobre ellas: cortar finas rebanadas de pan en lasque untaban mantequilla y una cosa que sellamaba Gentlemen’s Relish[6], y luegopresentarlas en fuentes. No sé si ese productoexiste todavía, ni tampoco por qué lo llamabanasí. A mí me parecía una cosa asquerosa ysalada, y no me gustaba nada. Supongo queanimaría a los caballeros a matar la sed con lasbebidas que se tomaban a eso de las cinco ymedia. La señora siempre estaba pensando enideas nuevas para esas «recepciones», y se lohacía pasar fatal a la cocinera y a las camareras.Las sacaba de quicio. Me figuro que hoy, en losbailes de debutantes, se siguen haciendo cosasasí: procurar ser la que más destaque, y todoeso.

Las tardes en que la señora recibía no meafectaban tanto como las cenas con invitados.Aunque esas cenas suponían un montón detrabajo extra y ponían a la señora Bowchard demal humor, también tenían un aire de fiesta. En

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la cocina se podía sentir, pero arriba se veía.Antes de la cena, siempre procuraba

pasarme un minuto por el comedor. La mesa sevestía con un mantel de encaje que era unareliquia familiar; era un objeto precioso, todohecho a mano, y se pueden imaginar su tamañosi les digo que cubría la mesa entera, más dosampliaciones. De todos los manteles de eseestilo que he visto, era el más impresionante.En medio se ponía un centro de mesa de cristal,y toda la plata era de Georgia. Con eso, másdos candelabros de cristal con las velasencendidas, la escena parecía salida de las Mily una noches.

Tengo el convencimiento de que cuandopones un mantel, aunque no sea un mantel deencaje, sino simplemente un manteladamascado, muy blanco, queda mucho másbonito que con todos esos mantelitosindividuales de ahora repartidos por toda lamesa.

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La señora Bowchard nunca fue un modelode amabilidad, pero el estado en que se poníacuando había cenas con invitados erademasiado espantoso para decirlo con palabras.Le rodeaba como un aura lúgubre deinaccesibilidad. Se ponía como si tuviera quecocinar simultáneamente para el palacio deBuckingham y un regimiento de la Guardia. Esodificultaba muchísimo más mi trabajo. Pero laparte más emocionante de las cenas coninvitados eran los chóferes que los traían.Mientras sus señores estaban arriba, ellostenían que quedarse a esperar en nuestra sala delos criados.

El revuelo que se armaba en el palomar enestas ocasiones era formidable. Ahí estábamos,seis o siete mujeres que casi nunca hablábamoscon hombres, y con la feminidad tan oprimidaque terminábamos pareciendo eunucosfemeninos, y de repente adquiríamosconciencia de que teníamos sexo, de que

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éramos mujeres de verdad. Así que las naricesse empolvaban, los peinados se adornaban y lascinturas se marcaban. Por aquel entonces semarcaba la cintura, no había vestidos sueltos. Elpecho se realzaba, y también el trasero, de talmodo que al marcar la cintura parecías un relojde arena; eso era lo que se llevaba porentonces. Incluso Flora, la primera camarera, yAnnie, la primera doncella, las dos concuarenta años más que cumplidos y resignadasa una vida de soltería, esa noche eran una chicamás. Nuestra sala de los criados se convertíaen una especie de imán para féminas, hasta elpunto de que incluso la costurera y la segundaniñera se buscaban alguna excusa para bajar. Ytodo por culpa de unos cuantos chóferesuniformados.

Probablemente en su vida corriente fueranhombres de lo más insulso, pero era como lossoldados en la guerra, que todos parecíanguapos cuando se paseaban con el uniforme

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puesto. En cambio, cuanto te los cruzabasvestidos de calle, ni te molestabas en cambiarde acera para ir a hablar con ellos. Bueno, entodo caso con la mitad de entre ellos, yespecialmente con los americanos.

Para Gladys y para mí, los chóferes eransencillamente estupendos, y hablar conaquellos hombres, vestidos en un cien por ciencon pantalones ajustados, era algo tan divinoque no se puede explicar con palabras.

Es triste reconocerlo, pero a las mujeresese uniforme no nos sienta nada bien, porque loúnico que nos realza son las curvas quetenemos mal puestas. En cambio, hasta alhombre más insignificante se le ve muymasculino cuando se planta un uniforme. Puedeque sea porque los uniformes están cortadospara destacar las cualidades que tenga, seancuales sean (no lo digo en sentido vulgar),quiero decir, para realzarlas.

A ellos, desde luego, les encantaba ser el

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centro de atención. ¿A qué hombre no le habríagustado tener a cinco o seis mujeresrevoloteando a su alrededor, ofreciéndole sinparar galletas y tazas de té, y bebiendo suspalabras sin respirar? Los hombres son muysensibles a los halagos. Hasta el hombre máshorroroso, si le dices que es guapo, se lo cree.A los hombres se les puede engatusar concualquier cuento chino. Se creen cualquiercosa que les cuentes. Basta con mirarlosfijamente a los ojos y hacer que lo que lescuentas suene como si te lo creyeras. Yo lo heprobado, por eso sé que funciona.

Aquellos hombres siempre nos contabanhistorias escandalosas sobre la clase alta. Poraquel entonces, cualquiera que viviera en lospisos de arriba era de la clase alta. Nosotrasnos enterábamos de todo lo que les pasaba asus señores. De lo bueno, de lo malo, y de lopicante. Nos hablaban de sus aventuras. Muchoshombres de la clase alta tenían lo que por aquel

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entonces se llamaba un nidito de amor, un pisoque le ponían a una mujer, y los chóferes solíanllevarlos allí. Hasta ahí llegaba lo que sabían.Nunca llegaron a entrar en esos pisos, yrealmente nunca llegaron a saber qué pasabarealmente ahí dentro. Sin embargo, había queoírles. Parecía que habían compartido el niditode amor con sus patronos. Hablaban en pluralmayestático, como el cuñado de la señoraBowchard, y nos contaban la ceremoniaamorosa con lujo de detalles. Es imposible quelos conocieran, pero me figuro que no seríamuy difícil imaginárselos. Además, algunosejercían al tiempo como chófer y como ayudade cámara, por lo que no me cabe duda de que,en cierto modo, eran algo parecido alrepositorio de secretos de sus señores, quienessabían que era improbable que, por sucondición social, llegaran nunca a hablar connadie importante, y seguro que así descargabanla conciencia, si es que conciencia tenían. Sea

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como fuere, a los hombres les gusta hablar deesas cosas.

Una vez trabajé para un hombre que teníaun cargo de no mucha importancia en elmalecón y, cuando su familia se iba a Londres,él aprovechaba para darse una vuelta por sunidito de amor.

En general, la gente esperaba de loshombres algo así. ¡Imagínense a una mujerhaciendo lo mismo! Son las injusticias de lavida: por más que le apetezca a una, una mujerno le puede poner un nidito de amor a unhombre. Es un poco como esos barrios defarolillos rojos, ¿no? ¿Por qué tienen que serlos hombres quienes disfruten de ventajas en suvida sexual? Al fin y al cabo, las mujerespueden tener maridos que no cumplan como esdebido, y creo que tendría que haber sitios a losque pudieran ir, y donde hubiera hombres a losque se hubiera examinado y que estuvierandispuestos a ser complacientes por una módica

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cantidad. Nosotras somos el sexo débil entodos los aspectos de la existencia,verdaderamente.

Pero volvamos a los chóferes. Puedeparecer una conversación repugnante, perohasta los sirvientes de mayor rango entraban enella. Tenían tan pocos motivos de entusiasmoen su propia vida que tenían que buscarlos enlas ajenas, ya fuera vida sexual o vida social; endefinitiva, vida.

Por las cosas que los señores decíandelante de los criados, los primeros parecíanestar constantemente expuestos a que loschantajearan, pero nosotros ni siquierahabríamos sabido cómo hacerlo. Eso es algoque llegó más tarde, al elevarse el niveleducativo y haber mayor libertad de prensa.Teníamos la sensación de que lo que se hacíaen los pisos de arriba, por más que se prestaraal escándalo, el cotilleo y la risa, era unprivilegio que tenían, y no porque fueran

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mejores que nosotros, sino porque teníandinero y de nada servía tener dinero si no tesaltabas las normas.

Poco después de acceder a quedarme conla señora Cutler pasó algo que conservo en lamemoria como una escena de melodramavictoriano. Se descubrió que Agnes, la segundacamarera, estaba en estado.

Hoy todo es tremendamente distinto.Ahora, si trabajas en una casa tienen tantointerés en mantenerte que estoy segura de quesi tus señores se enterasen de que vas a tenerun niño, te dirían: «Vaya, qué mala suerte. Perotú cuídate y vuelve cuando haya nacido, ¿deacuerdo?». Lo ves en los anuncios que dicen:«No se objeta hijo», que tienen la bondad dedecir: «De acuerdo, has tenido un hijoilegítimo, pero estamos dispuestos aaceptarlo».

Pero por aquel entonces te daban con lapuerta en las narices, te despedían sin darte

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dinero, y seguramente en tu propia casatambién te encontrarías la puerta cerrada, asíque no te quedaba otro remedio que echarte a lacalle o ir al hospicio.

Gladys y yo compartíamos el dormitoriocon Agnes; habíamos notado que nada máslevantarse de la cama se encontrabaindispuesta, pero no se me ocurrió que esofuera un síntoma de embarazo. Yo solo penséque tendría cólicos repentinos. Parecía raroque le pasara justo cuando se levantaba y que elresto del día estuviera bien, pero lo achaqué aeso.

Al final Gladys, mucho más versada queyo en estas cosas, terminó preguntándoledirectamente si estaba embarazada. Aquel«embarazada» sonó fatal. Agnes admitió que loestaba, y nos imploró que le guardáramos elsecreto. Estaba de poco, y todavía no se lenotaba.

Sin embargo, las prendas de aquel

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entonces no estaban precisamente pensadaspara disimular la barriga. Llevabas el tallemarcado con un cinturón, así que no era nadafácil. Yo quería ayudar a Agnes con todo micorazón, pero no tenía ni la menor idea decómo hacerlo. Quien sabía algo del tema eraGladys, y ella sí lo intentó.

Compró frascos de píldoras de poleo, quese suponía que eran muy buenas para acabar conel embarazo, píldoras laxantes, y quinina. Perocon eso lo único que consiguió fue que Agnesse pasara la mitad del día en el cuarto de aseo.Después, siguiendo instrucciones de Gladys,cargamos agua caliente hasta el piso de arribapara llenar el baño de asiento. Echamos dentrounas latas de mostaza, hasta que el agua se pusocompletamente amarilla. Se suponía que losbaños en mostaza caliente eran otra cosaconveniente para el caso. Puede que lo fueran,si Agnes hubiera sido capaz de sentarse ahídentro, pero no pudo. Después probó a cargar

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con todo el peso del que fuera capaz, y cuandotenía el día libre se iba al parque, se subía a losbancos y se dedicaba a saltar. Todo esto suenamuy cómico, pero para ella era espantoso. Lointentó moviendo muebles. Cogía un sillón delos grandes –y por aquel entonces eran muygrandes– y lo llevaba de aquí para allá. Peroninguno de estos remedios funcionó.

Al final, como era de esperar, no pudoseguir ocultándoselo a la señora Cutler, que ledijo a la pobre Agnes que se marchara encuanto terminara la semana.

Hoy es imposible imaginarse lo que debiósuponer para ella. A Gladys y a mí nos dabamuchísima pena, pero era como cuando vas alhospital y alguien está muriéndose, y tú nopuedes evitar alegrarte porque quien se muerees el otro. Así lo sentíamos Gladys y yo. Porencima de nuestra simpatía por Agnes estabanuestro agradecimiento por no encontrarnos ensu situación.

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Aunque la señora le dijo que se marcharaal final de esa misma semana, le pagó el sueldodel mes entero. Que hiciera eso acabó deconfirmar mis suposiciones sobre quién era elpadre. Agnes nunca lo dijo. Yo no esperaba quese lo dijera a la señora, pero tampoco nos lodijo a Gladys ni a mí, y yo sabía que ella losabía, porque no era de las que andanrevoloteando de chico en chico, así que nopodía ser más que un hombre, uno solo. Missospechas se dirigían al sobrino de la señoraCutler. Era muy joven, probablemente de pocomás de veinte años, y muy apuesto. Tenía unavoz tan bonita que nos volvía a todas locas consolo dar los buenos días. Nos estremecía depies a cabeza. Sospeché de él porque me loencontré muchas veces en la escalera trasera,que era la nuestra, un sitio donde, desde luego,no pintaba nada. A mí me decía buenos días obuenas tardes con aquella voz suya tanfantástica. Luego he descubierto que algunos

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americanos tienen voces parecidas.Creo que la señora Cutler estaba

preocupada, porque me parece que ella sabía, oal menos estaba casi segura de que había sidosu sobrino. Nos preguntó insistentemente a míy a Gladys y, pese a que le dijimos que no losabíamos, no nos creyó.

Con todo este asunto, pensó que nuestracarne era débil, así que nos tocó escuchar todoun sermón acerca de los peligros de semejanteconducta. Ningún joven decente se atreveríasiquiera a sugerir algo así a una chica con laque esperara casarse. Yo no sé cómo se puededecir semejante tontería, porque eso,precisamente, era algo que los chicos sugeríansiempre, tanto si querían casarse contigo comosi no. Los chicos siempre tratan de conseguirlo que quieren. Yo nunca he estado con unhombre que no lo haya sugerido, créanme. Laseñora Cutler siguió, y nos dijo que ningunachica decente deja jamás que un chico se

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aproveche de ella.Pues vaya, ahí tenemos otro comentario

ridículo, porque en proporción había muchasmás chicas que chicos, por lo que, siconseguías uno que te gustara, y él sugería algoasí, aceptar parecía ser el único medio deconservarlo. Salvo que tuvieras la intención dequedarte para vestir santos, te costaba muchotrabajo no aceptar, más aún si estabas deseandodejar de trabajar en el servicio doméstico,como era el caso de casi todas. ¿Qué sabía laseñora Cutler de la naturaleza humana en elsótano? Lo único que a mí y a la gente como yonos hacía ir por el buen camino eran laignorancia y el miedo. La ignorancia sobrecómo evitar el embarazo, y el miedo a cogeralgo malo. Siempre nos decían que bastaba conir con un chico para coger una enfermedadvenérea. Por eso ahora hay tantas que sedesvían del buen camino, porque esos dosmiedos han desaparecido, ¿no es así? La

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enfermedad tiene cura, y del niño hay quien seocupe, incluso si decides tenerlo. Ahora teaniman a que te deshagas de él antes de quevaya a más.

Pero Agnes no era como Gladys y yo.Gladys procedía de una familia inmensa, habíatenido una vida muy difícil y era realista; yosolo estaba asustada por lo que pudiera pasar yera, también, una ignorante. Apenas sabía quées lo que hay que hacer para tener un niño, yciertamente ignoraba lo que se podía hacer parano tenerlo. Agnes, en cambio, era una chicaingenua, muy sentimental e idealista, y cada vezque iba al cine la cabeza se le llenaba depájaros.

Me acuerdo de que César Romero lavolvía loca. A Gladys y a mí una vez nosecharon del cine cuando fuimos a ver una deCésar Romero, porque yo le dije a Gladys:«¿Verdad que tiene una dentadura preciosa?». Yella me respondió: «Sí, y seguro que en casa

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tiene otra». Nos dio tanta risa que nos echaron.Pero, para la pobre Agnes, César Romero eraun dios, así que pueden imaginarse lo que seríapara ella el sobrino de la señora Cutler con suvoz fantástica, que sabía cómo tratar a unachica y hacerla sentir importante, mucho másque una segunda camarera sin dinero niposición. Además, Agnes era una chica muymona, y su belleza era natural, nunca se sirvióde ayudas artificiales. Me imagino a laperfección lo mucho que debió impresionarla.Él le hizo regalos. Lo sé porque tenía algunasprendas de ropa interior de seda. Ella dijo quele habían llegado de su casa, pero no creo queeso fuera posible.

Es verdad, tal vez no fue él, pero meinclino a pensar que sí, y lo mismo le pasaba ala señora Cutler. ¿Qué pintaba él en nuestraescalera? Al único sitio al que llevaban era alos dormitorios de las sirvientas.

Volviendo a la ignorancia, al miedo y a

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seguir el buen camino, todo lo que se refería ahacer el amor estaba ligado a la idea de que eraalgo pecaminoso y repulsivo. Ese modo depensar destrozó muchas relacionesmatrimoniales.

Alrededor de un año después de casarme,me encontré con una chica que había trabajadoconmigo y fuimos a tomar el té para recordarviejos tiempos. Me contó que llevaba cincoaños casada, y cuando le pregunté si teníafamilia, ella saltó: «¡Oh, odio esa parte de lavida de casada! Ni siquiera soporto que Georgeme bese, porque sé que cuando empieza,termina en “eso”». Nunca se le habría ocurridollamarlo por su nombre; era «eso». Yo leseñalé que su madre seguramente no sintióesas cosas, puesto que había tenido doce hijos.Ella me contestó: «Bueno, eso era por mipadre, que nunca la dejaba en paz. Hasta cuandoestaba tendiendo la colada él le saltaba encima,¡a plena luz del día!». ¡Me dejó anonadada!

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¿Qué podía hacer yo, más que reír? Su «¡a plenaluz del día!» sonó graciosísimo. Y cuando pararemate le dije: «Pues la verdad es que fue uninterludio estupendo para un día de colada», seindignó tanto que se marchó hecha una furia, yme tuve que terminar el té yo sola. Pero ¡nopude evitar echarme a reír! Era un interludio delo más agradable.

Aunque muchas de las cosas que digopuedan hacerles pensar que la vida de losdemás me daba envidia, no era realmente elcaso. Lo que me fastidiaba eran la desigualdady la injusticia. Sin embargo, sí hubo unapersona a la que envidié, de la que tuve celos: laseñorita Susan, la nieta mayor de la señoraCutler. Apenas tenía dos años menos que yo,pero ¡qué distinta era su vida de la mía! Era casitan alta como yo, y tenía el pelo de un colorparecido al mío, pero ahí se terminaba elparecido, porque la señorita Susan era, y tenía,todo lo que yo no era ni tenía. Tenía ropa a

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montones, un caballo para montar y una canchade tenis donde jugar. Hablaba francés, tocaba elpiano y sabía cantar. Yo envidiaba su vida tantocomo sus éxitos. No todo el rato, eso no. Perocuando bajaba a la cocina para pedir algo y yoestaba en la pila, rodeada –como podránimaginarse– de fuentes grasientas, lavandoplatos, con mis pelos de rata todo tiesos,cubierta con un mandil de arpillera, y ahí estabaella, solo dos años más joven, tan lozana,vestida de punta en blanco, con su voz taneducada pidiendo algo que yo iba a tener que ira buscar de inmediato… no habría sido humanasi no me hubiera dado envidia. Todo se le dabahecho. La ayudante de la niñera le cepillaba elpelo, le preparaba el baño y hasta le ponía lapasta en el cepillo de dientes.

A veces bajaba para transmitir algúnmensaje a la cocinera, y la señora Bowchard sederretía con ella. Todo era: «Oh, sí, señoritaSusan», «No, señorita Susan», «Sin duda,

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señorita Susan». Y, cuando se marchaba, laseñora Bowchard me decía: «¿Verdad queparece salida de un cuadro? Es que da gustoverla, es como un rayo de sol». Estas cosas medolían. Una vez, tuve la temeridad de decir: «Situviera que trabajar aquí abajo, dejaría deparecer un rayo de sol». La señora Bowchardse enfadó muchísimo conmigo. Me dijo: «Tepueden los celos, porque nunca podrás aspirarsiquiera a parecerte a ella; no podríascomportarte como la señorita Susan, niparecerte a ella, por más que tuvieras dinero».No creo que yo envidiara realmente a laseñorita Susan por el lugar que ocupaba en lavida; era solo por el contraste tan acusado quecreaba su aparición en la cocina. Por añadidura,nunca me habló, ni me vio. Podrían ustedespensar que sí lo hizo, porque al fin y al cabo yoera otra chica más o menos de su edad. Yopensé que me miraba por encima del hombro.Pero puede que, en realidad, solo estuviera

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actuando con tacto, al ver el contraste tangrande que había entre nosotras, así que, ahoraque lo veo con la distancia que da el tiempo,puede que pecara de injusta.

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La Navidad en el servicio doméstico notenía nada que ver con la Navidad quepasábamos en casa. Me acuerdo de la emociónque reinaba en mi casa, incluso con pocodinero; de la emoción de levantarnos tempranoy correr a la habitación de nuestros padres paraver los regalos y los calcetines. No teníamospavo, ni árbol, pero nos reíamos un montón ysiempre había comida suficiente.

En cambio, en casa de la señora Cutler laNavidad era un asunto muy formal y muycomplicado. En el comedor se ponía un árbolmuy grande, de cuya decoración se encargaba laniñera.

El día de Navidad, después del desayuno,los criados nos poníamos en fila en elvestíbulo. Como yo era la que tenía el puestomás bajo, iba la última. Después teníamos queir al comedor, donde nos esperaba la familia al

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completo –los señores Cutler, su hija y losnietos– con sonrisas navideñas y cara deauxilio social. Los niños nos miraban como sifuéramos seres de otro planeta, y me imaginoque para ellos realmente éramos subseres delsubmundo. A mí me recordaba a los anunciosen los que salían negros andando en fila y mepasaba el rato gastándole bromas a Gladys,intentando hacerla reír. Pero no se podía reír,porque era una ocasión solemne. ¡MenudaNavidad! Cuando llegábamos a la altura delárbol, aceptábamos respetuosamente lospaquetes que nos tendían los niños y decíamosmuy bajito «Gracias, señorito Charles, gracias,señorita Susan». ¡Cómo lo odiaba!

Después nos acercábamos a los señores,que nos daban un sobre con dinero. A mí medaban una libra, y a la señora Bowchard, cinco.Los regalos siempre eran algo útil: un largo detela estampada para un vestido, un delantal, unasmedias negras, pero desde luego no de seda;

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nunca te daban nada frívolo, sino medias negrasde lana. ¡Cómo ansiaba yo tener alguna de lascosas que ellos tenían, como ropa interior deseda, perfumes o joyas! ¿Por qué no nos dabancosas así? ¿Por qué nos daban siempre cosasprácticas? Creo que si nos daban uniformes eraporque sabían que, con nuestros miserablessueldos, nosotros no podíamos pagárnoslos.Además, con perfume o seda podríamos ir pormal camino. Así que yo odiaba este desfile debuena voluntad navideña, al igual que lapretensión de que para nosotros la Navidadtambién era un momento agradable.

Trabajábamos como mulas, preparando lascenas con invitados y demás diversiones dearriba. De acuerdo, teníamos un árbol deNavidad en la sala de los criados que habíancomprado ellos, pero nunca nos dieron nadapara decorarlo; teníamos que decorarlo conoropel, campanitas y otras cosas, y ellos noponían ahí sus regalos, sino que teníamos que

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ponernos en fila india para aceptar su limosna.Así era allí la Navidad.

Era exactamente igual en todas las casasdonde pasé la Navidad como parte del serviciodoméstico. Muy formal y muy complicado, conmucha diversión para ellos, pero sin gran cosapara nosotros. Me atrevería a decir que en lascasas más grandes se podía llegar a organizarun baile para los criados, como se hace en elpalacio de Buckingham, pero, por lo que sé,nunca se hacían por Navidad, sino muchodespués.

Alrededor de dos meses después de laNavidad empezábamos la limpieza primaveral.Era una operación de mucho calado, y durabacuatro semanas. Por aquel entonces no habíanada para hacer la limpieza primaveral; merefiero a aspiradores, aparatos o detergentesmodernos: nada. Ahora ya no se hacenlimpiezas primaverales, porque las casas semantienen limpias a lo largo de todo el año.

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A lo largo de aquellas cuatro semanas melevantaba todas las mañanas a las cinco de lamañana y trabajaba hasta alrededor de las ochode la noche, y después tenía que hacer la cenapara los criados. Todos trabajábamos todasesas horas pero, como es natural, recuerdosobre todo lo mío, porque era lo mío lo que mecansaba, no lo de los demás. Me iba arrastrandotodas las noches a la cama, tan cansada que nisiquiera tenía fuerzas para lavarme. Suenaguarro, pero prueben a trabajar desde las cincode la mañana hasta las ocho de la nochehaciendo limpieza primaveral en una casaantigua que tiene fuegos de carbón en todas lashabitaciones, y terminarán completamenterendidos.

La primera tarea era fregar de cabo a rabolos suelos de piedra del sótano, con una mezclade jabón y arena. Los suelos de piedra delsótano no eran como los que se ven hoy en losporches principales o en las cocinas, de

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baldosa muy brillante, sino que estaban picadosy en los huecos se metía la porquería, que soloconseguías sacar echando una mezcla de jabóny arena y frotando con un cepillo. Todos loscacharros de hierro y de cobre se limpiaban porfuera más incluso de lo habitual; elguardafuego y los fogones se pulían hasta queparecieran nuevos; se limpiaban todas y cadauna de las piezas de la vajilla (y habíasuficientes para llenar una tienda), y tanto laslargas mesas de la cocina como las sillas y elaparador se frotaban hasta que quedabanblancos. Las manos se me cuarteaban y mesangraban, y las uñas se me rompían y se meastillaban.

Para las camareras, arriba era más fácil,porque no había que frotar tanto. Ahí lo peoreran las alfombras. Por aquel entonces la gentetenía cientos de pequeños adornos deporcelana, y había que limpiarlos todos.

La limpieza primaveral de la plata era otra

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tarea importante. En esta casa –y en casi todaslas que eran por el estilo–, la plata tenía supropia despensa especial, y la de diario seguardaba ahí todas las noches. Era un cuartitoque daba al comedor, con la puerta disimuladapor un biombo. Se podía pasar directamentedentro. Había juegos de té, y no uno solo, sinovarios; juegos de café, candelabros, centros demesa y bandejas de plata. Parecía la cueva deAladino. Se limpiaba con óxido férrico, no conuna de esas pastas blancas que hoy en díavienen en latas, y después había que abrillantarcon una gamuza y un cepillo. Era una operaciónmuy larga, porque había que asegurarse de nodejar nada de óxido en rendijas y hendiduras.

No nos daban más dinero por trabajartodas aquellas horas, pero en compensación laseñora Cutler nos reservaba unos asientos en elteatro. La mitad del personal iba una semana, yla otra mitad, a la siguiente. Me acuerdo delúltimo espectáculo que fuimos a ver; era una

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comedia, pero yo no la disfruté, porqueestábamos en las butacas más caras, sentadasentre la gente adinerada, y yo tenía la sensaciónde que llamaba la atención con mi abrigo negroandrajoso y un par de guantes negros dealgodón, que no me atreví a quitarme por lorojas y ásperas que tenía las manos. Al díasiguiente la cocinera me preguntó si me lohabía pasado bien, y yo le dije que no habíaestado mal. Así que me dijo:«Mañana por lamañana dale sin falta las gracias a la señora,por la velada que te ha ofrecido». Y yo lecontesté con mucho descaro: «Pues a mí laseñora no me ha dado las gracias por todo eltrabajo extra que he hecho». La cocinera seenfadó tanto que pensé que se ahogaba. «¡Estásaquí para trabajar, y si no te gusta el trabajo,podemos conseguir a otra pinche de cocina enun periquete!», me dijo.

Para entonces ya llevaba casi tres años depinche de cocina, y después de tres años siendo

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la criada de menos rango, y la peor pagada,pensé que había llegado el momento debuscarme un trabajo de cocinera. Al menossabía cómo preparar verduras y hacer salsas, ypensé que aprendería más cosas sobre lamarcha.

Me puse a buscar anuncios en losperiódicos, y finalmente encontré uno: «Sebusca buena cocinera corriente»; era para unacasa de Kensington. Les escribí. Me eché dosaños más, porque pensé que si les decía miverdadera edad no me cogerían. Estaba segurade que les parecería que dieciocho años seríanpocos para ser cocinera. Me contestaronpidiéndome que fuera para una entrevista.

El día señalado me presenté en la casa, nosin preocupación, porque pasar de ser pinche aser cocinera es un salto grandísimo. Cuandollegué, me sometieron al interrogatoriohabitual. La señora empezó preguntándome miedad. «Veinte», mentí yo. «¿Vive en Londres?

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¿Le asusta el trabajo?»De todas las preguntas ridículas que se le

pueden hacer a alguien, la peor es la de si leasusta el trabajo. Hay muchísima gente a la queno le asusta el trabajo, y a la que no le gusta quese lo pregunten. Si hubiera dicho: «¿Le gustatrabajar?», habría sido igual de idiota. Por aquelentonces, yo me imaginaba el cielo como unsitio donde no tenías nada que hacer, aparte deandar por ahí jugueteando con el arpa.

Aquella dama tenía un título nobiliario yse llamaba lady Gibbons. Pero me di cuenta deinmediato de que no pertenecía a la nobleza.Me dijo que su familia estaba compuesta portres personas: ella, sir Walter Gibbons, y suhijo. «¿Qué salario espera percibir?», mepreguntó, y yo oí una voz, que parecía ser lamía, que respondía: «Cuarenta libras».«¡Cuarenta libras!», repitió ella como si lehubiera pedido las joyas de la corona. Entoncesse produjo una pausa, como si pensara que yo

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fuera a reconsiderarlo. No lo hice. Contesté:«Sí, y quiero tener un día libre completo almes». La cara se le descompuso todavía más.«Si le doy un día libre completo al mes, ladoncella y la camarera también lo pedirán», meexplicó. Yo no dije nada. Me quedé callada.

Siempre me ha parecido que guardarsilencio, no responder, es la mejor defensa,porque así se dan cuenta de que, aunque noestás de acuerdo con ellos, no te correspondediscutir con tus superiores. Es una actitud quesuele dar buenos resultados. En todo caso,aunque los criados aún abundaban, seempezaban a oír voces de descontento por losbajos sueldos y las malas condiciones, y ya noera tan fácil pagar apenas nada y tampoco darapenas tiempo libre.

Me dieron el puesto. Con las cuarentalibras al año y mi día libre mensual.

Tuve que pasar, una vez más, por eldesagradable trago de dar mi aviso de despido

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con treinta días a la señora Cutler. En este casono podía haber incentivos, y tampoco iba aofrecerme más dinero porque, cuando se le damás dinero a un criado, luego todos piden unaumento. Una vez más, pasé por el ritual depedir cita con ella como si se tratara de unpersonaje de la realeza. Yo recurrí al dorado depíldora, y ella recurrió al breve sermón. Podíahaber sido mucho peor.

Lo malo fue con la señora Bowchard. Noera que tuviera nada personal contra mí, sinoque no le gustaban las pinches de cocina ni, engeneral, nadie que fuera mucho más joven queella. Me pasé todo el mes de preavisorecibiendo salvas de indirectas sobre micapacidad para ser cocinera. Por ejemplo, medecía: «Imagínate que tienes que hacer esto yaquello, ¿cómo lo harías?». Yo no sabía cómohacerlo porque no había tenido ocasión deaprenderlo, así que le respondía: «Lo sacaré deun libro». «Meg –me contestaba ella–, no

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puedes cocinar a partir de un libro; se aprendecon la experiencia y la práctica». Y yo: «Perode algún modo hay que empezar». A lo que ellareplicaba desdeñosamente: «Pero yo noempecé a los dieciocho, sino que me esperé alos veinticinco para pensar que podía estarpreparada». A lo que yo contestaba: «Lostiempos cambian, ¿no es cierto?». «Sí, peropara peor en el caso de lady Gibbons. Lo únicoque sabes hacer son verduras», me decía, paraluego encadenar con las digestiones de la lady,esperando que fueran buenas. No paraba delanzarme pullas.

Aparte, por supuesto, tenía que dejarlotodo totalmente impecable, para que cuandollegara la nueva pinche de cocina todo tuvierauna pinta fantástica. Yo sabía exactamente loque iba a hacer la señora Bowchard. En cuantotuviera a la nueva pinche, no dejaría de hablarbien de mí: «¡Ah, Margaret, ella sí que erabuena, hacía esto, lo otro y lo de más allá!».

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Los últimos quince días fueron los peores,pero como sabía que me marchaba, me dioigual. Fui todo lo simpática que pude.

Lo único que sentía era dejar a Gladys;nos llevábamos a las mil maravillas. Ellaprocedía de una casa tan pobre como la mía ynunca había hecho castillos en el aire. Nosentendíamos a la perfección. Hay algo que meprometí a mí misma: que, si algún día llegaba aser tan buena cocinera como para tener unapinche de cocina, nunca me portaría con ellatan mal como se había portado conmigo laseñora Bowchard.

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20

Entré en la casa de lady Gibbons conmucha confianza, aunque con poca idea.

Mi primer susto fue cuando llegué a lasala de los criados. Ahí conocí a la doncella,Jessica, pero no había camarera. Jessica meexplicó que había una colección incesante dedoncellas y camareras, que ninguna se quedabamucho tiempo debido al mal carácter de ladyGibbons. Jessica me dijo que era peor que unabruja: «Mala como el hambre, con ojos que tetaladran y una nariz de sabueso». Yo pensé paramis adentros: «Pues qué le vamos a hacer, meha tocado un trabajo estupendo», y le pregunté:«¿Qué quieres decir con lo de nariz desabueso?». Ella me lo explicó: «Si enciendes lacocina de gas por haber descuidado el fuego, laoirás chillar desde lo alto de las escaleras :“¿Está usando la cocina de gas, cocinera?”. Lohuele. A eso me refiero».

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Al día siguiente me di cuenta de lo tacañaque era lady Gibbons. Yo venía de una casadonde la cocinera no tenía más que llamar porteléfono para pedir lo que necesitaba, dondehabía grandes cantidades de leche, nata yhuevos, donde la mantequilla se usaba a diario,donde entraban con bastante frecuencia elcaviar y el paté de foie gras, y donde las sobrasiban al cubo de los desperdicios.

Aquella primera mañana, lady Gibbonsvino a la cocina, entró en la despensa y se pusoa inspeccionar cada uno de los trozos decomida que allí había. Yo nunca había vistocosa igual, ni tampoco he vuelto a verladespués. Echó un vistazo a la cesta del panduro, y hasta contó los mendrugos. Miró dentrode la lata de la harina, en la repisa de lasverduras y en la nevera y, para terminar, contólos huevos. Yo estaba totalmente muda depasmo. No podía dejar de pensar en la cara quehabría puesto la señora Bowchard si a la señora

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Cutler se le hubiera ocurrido bajar y ponerse ahacer eso. No se habría quedado ni cincominutos; se habría despedido en el acto.

Mi siguiente susto fue cuando me dijo queella se ocupaba de hacer los pedidos, y que, siyo quería algo, debía pedírselo a ella. En elsótano tenía una despensa de la que sacaba lascosas que yo necesitaba en cantidades mínimas,tras lo cual la cerraba con llave. Nunca me dioesa llave.

Por ejemplo, la mermelada estaba en unode esos grandes jarros con capacidad para treskilos y medio, y se sacaba con un cucharóncomo si fuera oro en polvo. Lo mismo pasabacon el té y con las demás cosas: solo sacaba lojusto para el día. Puede que, en cierto sentido,esto fuera una ventaja, dado que yo era muyinexperta y no habría sabido muy bien quéencargar, y estar pendiente de la despensahabría sido una preocupación más.

Creo que debo explicar que, cuando ibas a

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una casa en calidad de «cocinera corriente», notenías pinche. Tampoco había tanto personalcomo yo había visto antes. Solo estábamos yo,un chófer, una doncella y una camarera, y,como dije antes, a menudo no había más queuna de estas dos últimas.

Cuando llegó el momento de dirigirse amí, lady Gibbons se encontró ante un dilema.Las dos cocineras que yo había conocido eran«señora», aunque nunca hubieran estadocasadas; era una especie de título de cortesía.Sin embargo, lady Gibbons dijo que yo erademasiado joven para llamarme «señora». Sedirigía a los demás sirvientes por sus apellidos,pero a mí eso no me gustaba, así que al finaloptamos por que me llamara «cocinera».

Quería que me pusiera una cofia, pero yono. Siempre me ha parecido que es un emblemade servidumbre. Sé que las enfermeras se laponen, pero en cierto modo con ellas esdistinto. Además, era una cofia horrorosa, así

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que me la quité. A lady Gibbons no le gustó,pero realmente no podía obligarme aponérmela.

Por la mañana, la camarera tenía que subirpara ayudar a la doncella a hacer las camas, ymientras estaba arriba lady Gibbons mepreguntó a mí si podía encargarme de abrir lapuerta principal. Yo me ponía vestidosestampados con mangas cortas que me llegabanhasta el codo. Una mañana ella bajó con unacofia y un par de brazales que iban de lamuñeca al codo, y me dijo: «Se los traigoporque me parece que estará más cómoda silos lleva puestos cuando vaya a abrir la puerta,cocinera». No se le ocurrió pensar que yo noiba a estar en absoluto más cómoda; lo querealmente quería decir es que ella iba a estarmás cómoda. Así que le dije: «Sí, claro,muchas gracias, mi lady» –porque tenías quedecir «mi lady», naturalmente, puesto que erauna dama con título; no le decías «señora»–.

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«Sí, muchas gracias, mi lady», los metí en micajón y me quedé tan pancha. Jamás me lospuse, y ella no volvió a mencionarlos. Conocíalas reglas; no estaban escritas, pero existían.Sabía que obligarme a ponerme cofia o brazalesera tan imposible como forzarme a volar.Cuando empecé a cocinar descubrí que lo quela señora Bowchard había dicho era muy cierto:lo que hacía falta era mucho más que seguir lasindicaciones de un libro, e incluso más quetener experiencia. Lo que se necesita es unaespecie de instinto, y de eso, por aquelentonces, yo no iba precisamente sobrada.

Hay un plato con el que me di un buenbatacazo, y fue con el papillote de carne. Mefijé en cómo lo hacía la señora Bowchard, quecogía los mejores filetes de solomillo, loscortaba en lonchas finitas, ponía en cada lonchaun poco de carne de ternera picada, la envolvíacon el filete, lo ataba con un bramante muy finoy lo metía en la cazuela. Cuando estaban hechos

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les quitaba el bramante y los servía. Es un platomuy sabroso. A lady Gibbons le gustaba muchola carne de vacuno, y la tomaba a veces comoplato caliente de los domingos, servida conzanahorias y cebollas hervidas. Era un platomuy económico, y cuando sobraba un poco mepedía que hiciera con ello papillote de carne. Elcaso es que cuando cortas y envuelves unaloncha de carne de vacuno que ya está hecha, sete resquebraja por todos lados. Yo lo ataba enpaquetitos pequeños, poniendo cordel aquí yallá. Al final, cuando los sacaba de la cazuela,no conseguía quitar el cordel, porque porsupuesto se había quedado encajado, así quemandé arriba tal cual el papillote de carne.Cuando los platos volvieron abajo, todos lostrocitos de cordel estaban colocados enparalelo a la orilla, a modo de reprochesilencioso.

Pero a mí estos incidentes no medesanimaban. Por aquel entonces, yo era alegre

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como un cascabel. Tiene gracia, pero cuantomenos sabes de cocina, más competente tesientes. Únicamente te preocupas cuando sabescocinar porque, cuando no sabes, no te enterasde qué ha salido mal. Cuanto más experta mefui volviendo, más me fui preocupando. Notardé en darme cuenta de cuándo los platos noeran perfectos. Tampoco es que pudieraesperar la perfección en los platos para ladyGibbons, porque ni la mejor cocinera delmundo podría hacer nada con aquellosingredientes tan pobres.

El motivo de que estuviera tan alegre erami metamorfosis, haber pasado de pinche decocina a cocinera. Solo quien haya trabajado enel servicio doméstico puede entender ladiferencia en rango social. Cuando eres pichede cocina no eres nadie, no eres nada, no se teescucha, y para los demás criados eres inclusouna esclava. Concederé que a una cocinera queno trabaja más que con otros dos criados no se

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la puede mirar como a Dios Todopoderoso,pero yo tampoco aspiraba a eso. Yo no queríaser ni más ni mejor que nadie; solo quería notener a alguien constantemente encima de mí.

Aunque lady Gibbons fuera una bruja, solola veía por las mañanas, cuando bajaba a darmeinstrucciones. Siempre se quejaba por algo queyo había hecho. Por ejemplo, cuando llevabaallí una semana, bajó, miró la mesa de la cocinay me dijo: «Cocinera, esta mesa estáamarilleando mucho». «¿Ah, sí? Debe ser elcolor de la madera, mi lady», contesté yo. Ellame dijo: «Pues debe haber cambiado de colordesde que llegó usted». Pero eso no medesanimó.

Pocas semanas después de mi llegada,Jessica, la doncella, se marchó. La nuevacamarera, Olive, solo tenía quince años. ¡Unacamarera de solo quince años! Incluso lassegundas camareras suelen tener más edad.Lady Gibbons siempre contrataba a chicas muy

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jóvenes como doncellas o camareras, y hacía loque ella llamaba «formarlas». Lo hacía porqueeran mucho más baratas, y también porqueestaba empezando a ser muy conocida entre elgremio de los sirvientes, con lo que noconseguía contratar a nadie experimentado.Olive era una chica de campo. Vino de unremoto pueblecito que quedaba a cincokilómetros de la estación del tren o la paradade autobús más cercana. Eraextraordinariamente guapa, tenía unos ojospreciosos, un pelo negro muy bonito y la mejorde las disposiciones. Con lady Gibbons, buenafalta le hacía. Se convirtió en amiga mía paratoda la vida.

Sir Walter era un hombre tranquilo, queparecía vivir inmerso en ensoñaciones deglorias pasadas, y que no se enteraba de lo quepasaba a su alrededor. En el extranjero, habíasido un hombre importante, no sé muy bienqué. Puede que trabajara con la Compañía de

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las Indias Orientales; desde luego, tenía la tezmorena. Lady Gibbons a veces hablaba de sirWalter y decía: «Cuando sir Walter cenó con elmarajá…», así que yo me quedé con la idea deque había sido un hombre importante.

También me quedé con la impresión deque su matrimonio con lady Gibbons había sidosu peor error, que le había hundidosocialmente. Ella hablaba como una verdulera,y parecía carecer por completo de educación.Puestos a hablar de la Decadencia y caída deGibbons, ahí la teníamos.

Él solo volvía a la vida a la hora de lascomidas. Olive me contó que él comentó un díaque las buenas cocineras eran una especie queestaba desapareciendo, de modo que sentidodel humor, sí tenía. Pensándolo ahora, lonecesitaba para algunos de los platos que lesserví. Me acuerdo de otra anécdota. En aquellacasa, el elevador para la comida estaba en lacocina, y cuando se tiraba de él para que

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subiera a la planta del comedor, se oían losruidos de abajo. Yo llevaba toda la tardecantando alegremente, hasta cuando enviaba losplatos, y sir Walter, evidentemente, no podíaseguir soportándolo, porque se acercó alelevador y me regañó diciendo: «¡Cocinera!¿Puede cantar el God Save the King y dar porterminado el concierto?».

A lady Gibbons le gustaba impresionarnoscon la importancia de su título. Decía: «Cuandohablen de mí, no digan “lady Gibbons”, sino “milady”, y lo mismo cuando se dirijan a sirWalter: no digan solo “Sí, señor”, sino “Sí, sirWalter”, “No, sir Walter”». Un día, Olive bajócon una jarra de agua en una bandeja y empezó adar vueltas alrededor de la mesa diciendo: «Sí,sir Walter. Sí, sir Walter», y nos hizo muchagracia.

Aunque en la familia solo eran tres, eltrabajo tampoco era sencillo. Yo seguíateniendo que levantarme temprano para

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encender los fogones. Había que hacerlo contiempo suficiente para preparar el baño de sirWalter. Después tenía que preparar undesayuno tempranero para el hijo, que lotomaba a eso de las siete y media de la mañana,antes de marcharse al trabajo. Luego veníanuestro desayuno a las ocho, y el de sir Waltery lady Gibbons a las nueve. A continuación, yantes de que ella bajara a las diez para darinstrucciones, tenía que fregar la cocina y latrascocina, y arreglar la sala de los criados y ladespensa, porque ella siempre se fijaba entodo.

La camarera, la pobre Olive, también teníamucho que hacer, especialmente en invierno,cuando había que encender las chimeneas acarbón. Tenía que transportar los cubos decarbón desde el sótano hasta la planta baja parael comedor, y hasta la primera planta para elgabinete. En la sala del desayuno también habíauna chimenea. Esos tres fuegos tenían que estar

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encendidos todas las mañanas para las ocho, yúnicamente le permitían echar medio cubo decarbón en cada uno. Algunas mañanas le salía ala primera, pero otras, cuando el viento soplabaen mala dirección, no conseguía queprendieran. Cuando eso ocurría, se pasaba elrato yendo de arriba abajo para coger parafina yla cara se le llenaba de lágrimas que se lemezclaban con el hollín. La doncella teníasuerte, porque eran tan tacaños que nuncaencendían el fuego en las habitaciones.

Pasó una cosa extraña, algo que nunca hevisto, ni antes ni después. En casa de ladyGibbons usaban calentadores. Por entonces yahabían caído en desuso, pero lady Gibbonstenía dos. Uno estaba colgado de la pared en elvestíbulo, de adorno, pero en el otroechábamos rescoldos de la estufa todas lasnoches y lo pasábamos entre las sábanas paracaldear las camas. Yo pensaba que nosotrassalíamos mejor paradas, porque en las noches

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de invierno yo ponía en el horno unos ladrillos,que luego envolvíamos en un trozo de franela ymetíamos en la cama. Créanme, tengo lacerteza de que sacábamos mejor partido deaquellos ladrillos que ellos de suscalentadores.

En la buhardilla solo había un cuarto, yOlive y yo lo compartíamos. Yo me podríahaber quedado con una habitación abajo, perose la dejé a la doncella porque quería alejarmede «ellos» todo lo posible. A lady Gibbons lepareció muy raro que la cocinera compartierahabitación, porque siempre tenía la suya propiay quienes compartían eran la doncella y lacamarera, pero yo prefería estar en labuhardilla.

En casa de lady Gibbons tenía libres todoslos domingos por la tarde y una tarde libre porsemana, además de un día entero al mes, comoyo estipulé. Olive, en cambio, solo teníadomingos alternos. Pero siempre que

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podíamos íbamos juntas al salón de baile eldomingo por la tarde. Ahora puede sonardesenfrenado y seguramente lo sea, pero porentonces era una actividad de lo másinofensivo. Siempre ibas con una pareja. Si ibascon una chica, te podía tocar bailar con ellatoda la tarde.

Pero si ibas era, por supuesto, con laesperanza de pescar novio. Era, realmente, laúnica oportunidad que tenías de dar con uno. Siibas a ver una película, por ejemplo, y un jovense sentaba a tu lado y empezaba a darte codazosy eso, pensabas lo peor, como es lógico.Además, en la oscuridad apenas podíasdistinguirle, ni tampoco podías trabarconversación. Esos codazos por lo generalacababan siendo de chicos con una cara comola del monstruo de Frankenstein y los modalesde un gallo de corral, así que nunca les dininguna oportunidad. Pero en un salón de bailese podía estudiar al otro sexo, y si veías a

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alguno que te gustara siempre podías echar losrestos para cazarlo. Y créanme si les digo quetodos íbamos allí para echar los restos.

Yo, como saben, estaba decidida acasarme. No quería ser una solterona. Poraquel entonces, la gente decía con muchodesprecio frases como «quedarse para vestirsantos» o «ser un solterón». En fin, te loperdías prácticamente todo. Hoy las mujeresque no se casan pueden tener tantas relacionessexuales como les parezca, y tambiénseguridad. Es solo que no les apetece tener a unhombre de por vida, de lo cual no las culpo enabsoluto. Pero yo necesitaba a uno que memantuviera. No me imaginaba de cocinera todala vida; yo quería un marido que me sacara deahí para siempre.

Olive, además de ser muy guapa, era unabailarina estupenda, mucho mejor que yo, ycomo era tan atractiva siempre tenía muchosgalanes. La clave de su éxito era la seguridad.

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Se había criado en un pueblo, y allí nunca habíadejado de ir a los bailes. En los pueblos, lospadres se llevan al baile hasta a los niñospequeños, así que aprenden a bailar pronto, ytienen muchísima seguridad. Yo, en cambio, nosabía bailar. Era incapaz de seguir a nadie.Además, como soy tirando a mandona,intentaba llevarles yo, en lugar dejar que fueranellos los que me dieran vueltas.

Lo único que tenía a mi favor es que sabíahablar, pero eso no es lo más conveniente enun salón de baile. La gente no va al baile paracharlar, sino para bailar y ver a quién se puedearrimar para llevárselo a casa después. Sercapaz de dar conversación me hacía realmenteun flaco favor, porque lo que yo decía se salíade la norma. La norma era más o menos así: elchico te dice: «¿Vienes aquí a menudo?», y túle contestas: «Sí, bastante a menudo», y él dice:«La pista es muy bonita, ¿verdad?», y entoncestú respondes: «Ya lo creo, y está muy bien

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encerada», y entonces él añade: «La orquestaestá bien, ¿verdad?», y tú: «Sí, tiene muchoritmo». Yo, en cambio, hablaba a mis galanessobre el Londres antiguo, o preguntaba que sihabían leído a Dickens. Debían creer que era unbicho raro. Ni siquiera habían oído hablar deDickens, así que ni hablar de haberlo leído.

Yo empezaba a disfrutar mucho con lacultura. Incluso por aquel entonces, siempreconseguía sacar algo de tiempo para la lectura,para los libros que vale la pena leer.

A veces intentaba hablar de Conrad, quetiene libros que pueden gustar a un chico, o deHenty, o de O. Henry. Pero ellos nunca habíanleído nada, y me dejaban tirada a la primera decambio.

Olive, en cambio, era enternecedora, unachica sentimental que los miraba con expresiónamorosa y siempre decía lo que había quedecir. Y, además, bailaba bien.

Siempre he pensado que, cuando dos

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chicas salen juntas, una resulta más atractivaque la otra, y eso era lo que pasaba con Olive yconmigo. Ella era muchísimo más guapa queyo. Cuando pescas a dos chicos pasa lo mismo:que uno es el guapo y el otro un adefesio.Supongo que es la ley natural de lacompensación.

Aunque Olive acababa de llegar del campoy no tenía más que quince años, se llevaba a loschicos de calle, como si fueran abejasrevoloteando alrededor de una flor. Tambiénsabía cómo hablarles, y tenerles como ensuspenso. Para esas cosas hay que tener arte.

Como era de esperar, yo me quedaba conel astroso. A veces no estaba demasiado mal ypensaba, bueno, pues aquí lo tenemos. Otrasveces tenía una barbilla huidiza, o estabaalelado, y yo solo pasaba una tarde a su lado yluego lo despachaba.

Por más que quieras casarte, tienes queandarte con ojo. Si no te gustan las barbillas

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huidizas ni los individuos alelados, ni siquierapara un rato, tampoco querrás tenerlos frente ati en la mesa todas las mañanas y todas lasnoches de tu vida, ¿a que no? Olive siempre medecía: «Eres demasiado exquisita, ¿qué más da?¡Quédate con éste hasta que encuentres otro!».Pero ¿cómo vas a encontrar a otro si vas con elmismo todo el rato? «Sí, claro que se puede»,decía ella. Ella podía. Como ya he dicho antes,eso es todo un arte, y no estaba a mi alcance;yo no he tenido nunca talento social. Cuandome quejaba por alguno, ella me decía: «Másvale tener que desear», pero nunca se deseatanto como a los dieciocho. Después, cuandopor fin me casé, conseguí a unorazonablemente guapo.

Aunque Olive tuvo un sinfín de ocasiones,no cometió el mismo error que Agnes. Parecíatener la cabeza bien puesta sobre los hombrospara ir por el buen camino, cosa que,nuevamente, achaco a la vida en el campo.

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Olive se crió en un pueblo llamado Ripe, enSussex. Cuando se pronuncia el nombre con elacento cockney de por allí, suena a agresiónindecente[7].

Entonces en los pueblos no pasaba lo queahora, que la gente joven intenta largarse a laprimera ocasión. Eran lugares que tenían unavida social, que se concentraba en el centromunicipal. Siempre que se celebraba algúnacto, la gente iba con sus hijos, por lo quedesde muy pequeños se mezclaban con el sexocontrario. Por eso a Olive nunca la intimidócomo a mí el otro sexo. Por más que se digaque los chicos de pueblo son unos palurdos, locierto es que, estés donde estés, un chico es unchico, y un hombre es un hombre.

Otra característica de los pueblos es quesi sacas un pie del tiesto todo el mundo seentera, y por eso siempre se pone un poco decuidado en por dónde se anda. No obstante, sitienes algún tropiezo en el pueblo, no se te

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condena como en la ciudad. Allí la gente vivemucho más cerca de la naturaleza, y sabe quecuando un chico y una chica se juntan, puedenpasar cosas, y pasan. Cuando pasan, los padresde la chica, cuando no el propio chico, cuentancon que se casen. Olive me contó que muchasde las chicas que se casaban de blanco ya teníanun niño en camino. Además, algunas personaspensaban que si hacías otra cosa eras unpoquito presuntuosa, puesto que al fin y al cabolos hijos son regalos de Dios, y que la maneraen que llegan es secundaria. Por otro lado, lagente de los pueblos está en contacto conanimales que siempre están criando y, en todocaso, hay poco que hacer y son muchas lasocasiones que se presentan, o sea que andas porahí por veredas campestres, sin luces, con todoa oscuras. Las ocasiones son estupendas,¿verdad?

En la ciudad todo es tremendamentedistinto. Es un lugar tan impersonal que no

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tienes tantas ocasiones, y no llegas afamiliarizarte con el otro sexo. Si te quedasembarazada, el hombre siempre puedeescabullirse y ahí te quedas, con un niño y conla fama de que «te vas con cualquiera».

Una vez fui a Ripe con Olive. Ya hehablado de los benefocios sociales de la vidaen el pueblo, pero vivir en la ciudad tienetambién sus compensaciones. Para empezar, elpueblo quedaba a cinco kilómetros de la paradade autobús más cercana, lo que me obligó aandar más de una hora con el equipaje acuestas. No había agua corriente, nielectricidad, ni gas, solo lámparas de aceite porla noche, y tenías que lavarte en una palanganade esmalte colocada sobre unos ladrillos, conun agujero para que saliera el agua: quitabas eltapón y el agua simplemente caía al suelo,salpicándote los pies si no te echabas atrás; amí me salpicó la primera vez. El agua se sacabade un pozo en el huerto. No había nada para

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subirla. Tenías que hincarte de rodillas en elsuelo y tirar del cubo. Estaba llena de cositasgarrapatosas que parecían renacuajos. Olive medijo que la hervían antes de ponerla para el té.Yo pensé que no tenía muchas ganas de tomarrenacuajos hervidos. Además, todo olía ahumo. Su madre solo tenía una chimeneaabierta para cocinar.

Compartí cama con Olive, una de esaspreciosas y cómodas camas con colchón deplumas que no tienes más que sacudir. A mí mepareció que no podía haber nada más cómodobajo la capa del cielo. Sin embargo, encima denosotras se oía como algo que raspaba, así quele pregunté a Olive: «¿Qué es eso?». Ella medijo : «No es nada, solo una rata en el tejado».¡Solo una rata en el tejado! A mí casi me dioalgo. «¡Búscala y sácala de ahí!», le pedí yo. Yella me contestó: «Nunca sale. Tiene ahí arribasu nido». Yo creí que me moría.

Los retretes eran de lo más primitivo.

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Estaban al final del huerto, y créanme si lesdigo que ése era el mejor sitio para queestuvieran. Visto desde fuera, a la luz del día,parecía de lo más bonito, con rosas trepadoras,pero ¡qué distinto cuando entrabas! Era uno deesos horribles sitios que los hombres de vez encuando tienen que remover y enterrar, y teníaun asiento con dos agujeros. Como para Darbyy Joan, aquella pareja tan enamorada que ni enla vejez se separaba. ¡Para eso sí que tiene quehaber comunión de espíritus! Con ir uno solo,ya era casi mortal, así que de haber ido porpares habría sido imposible salir con vida.

Pero era la casa de Olive, y ella era muyfeliz allí. En las ciudades se dice, sobre lospueblos, que en ellos todo el mundo sabe loque haces, y es muy cierto, pero tú tambiénsabes lo que hacen los demás, así que es unacomunidad muy unida, y a mí eso me parecemuy bien. Yo vivo en una ciudad y sería incapazde decirles cómo se llama la gente que vive a

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dos o tres casas de la mía. Nadie habla connadie, y que te consideren una persona que seguarda las cosas para sí misma es todo uncumplido. Pero esta actitud no la ayuda a una abuscarse a un chico, ¿verdad?

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A medida que pasaba el tiempo, ladyGibbons cada vez estaba de peor humor. Poralgunas cosas que fue soltando, creo que en sucasa el dinero escaseaba, y que sir Walter habíahecho alguna inversión que había salido mal.Puede que por eso fuera tan agarrada, porquerealmente no había mucho dinero.

Para cuando llegó la Navidad, cociné unpavo, y me salió muy mal. No conseguíahacerme con aquellos fogones, que a vecescalentaban demasiado y otras no lo bastante. Enesta ocasión fue demasiado, y el pavo se mequemó. Rasqué todo lo que pude con el ralladorde nuez moscada y puse pan rallado en lasquemaduras más visibles. Lo mandé arriba conla esperanza de que todo saliera bien. Esperabaoír a sir Walter estallando de ira a través delelevador de servicio, pero todo permaneció ensilencio. Cuando Olive bajó, le pregunté: «¿Sir

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Walter no ha dicho nada?». «Ni una palabra»,contestó Olive. «¿Y ella?», insistí yo. Olive merespondió: «Bueno, a ella le cambió un poco elcolor de la cara, dio varias vueltas al tenedor yse quedó mirándolo por todos lados, pero nodijo nada, ni él tampoco». Al cabo de dos o tresdías, lady Gibbons seguía sin decir nada, así queyo empecé a pensar que tal vez la cosa no habíaido tan mal.

Pero cuatro mañanas después, de repente,va y me dice: «Cocinera, ¿qué pasó con elpavo?». Yo le dije: «¿El pavo, mi lady?». Y ella:«Sí, el pavo». Así que le expliqué: «Pues es quese me quemó un poco». Y ella contestó: «¡Unpoco! ¡Estaba carbonizado, y cuando sir Walterquiso cortarlo, la carne sencillamente sedespegó de los huesos!». Yo le dije que eso eraseñal de que estaba tierno, pero ella insistió:«No era señal de que estuviera tierno, y es unalástima que no seamos vegetarianos, porque loúnico que sabe cocinar usted son verduras».

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Así que le dije: «Precisamente, esto me lleva auna cuestión de la que quería hablarle». Cuandodije esto, se puso blanca. Debió de creer queiba a darle mi aviso de despido, cosa que, desdeluego, no le interesaba. Un pavo quemado es unpavo quemado, pero menos da una piedra. «Eslo siguiente: he pensado que podría apuntarmea clases de cocina por las tardes», dije yo.

Llevaba ya un tiempo pensándolo, y lo delpavo terminó de decidirme. Verán, había sidomi fallo más grave, y al fin y al cabo los pavosson caros. Aquel pajarraco era un cargo deconciencia. «Es una idea estupenda», dijo laseñora Gibbons relajando los músculosfaciales al tiempo que le volvía el color a lacara. Pero enseguida se le volvió a agarrotar lamandíbula, y añadió: «Pero tendrá que cargarusted con el coste, por supuesto». Era todogenio y figura.

Busqué un poco, y me decidí por un sitiollamado la Gran Escuela de Cocina Continental

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de Leon. Era un edificio que imponía muchodesde fuera, aunque luego descubrí que la parteque tenía él era en realidad muy pequeña, solouna sala amplia en muy malas condiciones.Pero las clases salían baratas, dos chelines yseis peniques por una clase en grupo y cincochelines por una particular. Para empezar,escogí seis clases en grupo.

Monsieur Leon era un hombre de medianaedad, que tenía una mata de pelo alborotadocubierta por uno de esos gorros altos de chef.Tenía un aspecto ciertamente profesional, y nose puede negar que era un buen cocinero. Nosenseñó a hacer algunas cosas fantásticas apartir de poca cosa; eso gustó a lady Gibbons.

Por ejemplo, una de las lecciones fuecómo hacer hojaldre. Subió más de lo quenunca he visto subir ninguna masa, y eso que lohizo con margarina. Claro que nunca nos dejóprobarlo, cosa que seguramente fuerapreferible.

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Mientras enseñaba no dejaba de hacercomentarios como los que corresponde hacer aun francés. Decía voilà, comme ci, comme ça, youi, oui. Yo no sabía siquiera lo que significabaaquello, pero a mí me sonaba muy francés, asíque me fié de las apariencias.

Cuando asistí a mi primera clase particulartuve ocasión de pasar al otro lado de la mesa yme acerqué a sus dos cocinas de gas y a lascosas que había a su alrededor. ¡No he vistonunca nada igual! Había cazuelas a montones,con trocitos de comida que debían llevar ahídentro desde tiempos inmemoriales; enaquellas cazuelas había suficiente penicilinapara curar a un hospital entero, de habersesabido lo que era la penicilina. Las sartenesestaban pegadas a las cocinas de gas por culpade la grasa enfriada, y el olor, bueno, el olorpudo conmigo, ni más, ni menos. Dije:«Monsieur Leon, ¡está todo mugriento!», yluego me desmayé, me caí redonda al suelo.

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Cuando recobré la conciencia, monsieurLeon estaba inclinado sobre mí dándome unagota de brandy; él también se había servidomedia copa. Según me hablaba, noté que habíaperdido todo rastro de acento francés. Le dije:«Monsieur Leon, usted es tan francés como yochina». Y él me respondió: «Pues claro que nosoy francés», y entonces, animado por elbrandy, empezó a hacerme confidencias.«Durante la guerra, me destinaron a la cocinapara preparar el rancho. Con eso aprendí losrudimentos. Después, deserté. Tenía novia allí,y de hecho, nos casamos. Ella me dejó luego,pero para entonces yo había aprendido bastantede cocina. Entonces me volví a Inglaterra ypuse en marcha esta escuela.» Yo le pregunté:«¿Cuál es su nombre auténtico?» Y él me dijo:«Percy Taylor. ¿Cómo iba a montar unaEscuela de Cocina Continental de PercyTaylor? ¡No habría tenido ni un alumno! Asíque me puse Leon y empecé a decir algunas de

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las palabras francesas que aprendí. Sabía más,pero se me han ido olvidando». Yo pensé: «Sí,y lo que sabías de cocina francesa se te habráolvidado también». Así que aquélla fue laúltima vez que fui a su escuela. Lady Gibbonstendría que conformarse con la cocina à laMargaret.

Una de las cosas que ella no podíasoportar era que algo se rompiera –y comoella, muchas más–. En el servicio doméstico,las roturas son riesgos laborales, sobre todocuando tienes mucho que fregar. Pero nadie loreconoce, y lady Gibbons menos que nadie.Siempre pasa lo mismo cuando se me cae algo:«¿Qué ha sido ahora, cocinera?», preguntan. Yose lo digo. Y ellas se ponen: «¡Oh, no, eso no!»,como si fuera su posesión más preciada. Es unacosa curiosísima. En todos los años que hetrabajado en el servicio doméstico heconstatado que da igual lo que se rompa;siempre es algo a lo que la señora tenía

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«especial cariño», o costaba «mucho dinero», oera «una herencia familiar», o era«insustituible», o tenía «valor sentimental».Nunca se trata de un objeto cualquiera quepuedas ir a comprar a la tienda. A mí merecordaba a un empleado de mudanzas queestaba embalando porcelana y rompió unafuente. La propietaria le dijo: «¡Ay! ¡Esa fuentetenía más de cien años!», y el empleado lecontestó: «¿Ah, sí? Pues ya le había llegado desobra su hora, ¿no?».

Una mañana, lady Gibbons bajó y anuncióque la familia iba a ir al campo a pasar un par demeses, no sé dónde en Yorkshire, y que iban acerrar la casa. Dijo que a Olive le habíanbuscado una plaza en casa de unos amigos; a míme extrañó que Olive le dejara buscarle otropuesto. Yo, desde luego, no habría queridotrabajar para unos amigos de lady Gibbons pornada del mundo, porque la gente suele teneramigos que se le parecen. Añadió que a mí me

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llevaban con ellos y que, como allí ya teníancocinera, yo iba a ser la camarera.

Todo ello sin nada de «si no le importa»,ni si me parecía bien cambiar de rango, ni sitenía inconveniente en ir a Yorkshire. ¿Qué secreía que era yo, un trasto que se puedetrasladar así como así? Yo estaba decidida a noir a Yorkshire por nada del mundo, ni aunqueme ofrecieran el doble de dinero. No comocamarera. Me las habría visto y deseado situviera que servirles a la mesa. Bastante mal lopasaba ya con solo entrar en la mismahabitación que ellos, así que ni pensar en tenerque esperarles mientras comían.

Cuando le dije que no quería irme deLondres, me explicó que el lugar al que ibanestaba en pleno campo, en un sitio precioso.No se podía imaginar que eso iba a terminar deconvencerme para quedarme, porque yo yahabía tenido bastante campo con mi visita alpueblo de Olive.

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Ya podía figurarme cómo sería Yorkshire.Me imaginaba un lugar perdido en el páramo, ya mí ahí atascada en compañía de sir Walter ylady Gibbons. El campo no me gustaba nada.Cuando has visto una vaca, o un árbol, ya loshas visto todos, me parece a mí. Una vaca tienecuatro patas y un árbol tiene ramas, pero nohacen nada, ¿verdad? A mí me gusta hablar, lagente, y las cosas que se mueven con unpropósito.

Cuando lady Gibbons se dio cuenta de queno me iba a marchar con ellos, intentóconseguirme un trabajo temporal; ya ven quequería que alguien volviera. De lo contrario,tendría que darme un permiso de ocho semanascompletas con paga, y la sola idea podía conella. Yo dije: «Bueno, mi lady, no me importahacer un trabajo temporal. Lo aceptaré, pero sial final me conviene el puesto, sintiéndolomucho consideraré conservarlo. Así que no esseguro que vuelva aquí cuando ustedes

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regresen». Esto era demasiado para ella, yosabía que no me dejaría marchar.

En aquel momento no dijo nada, tenía quehacer como si fuera ella quien tomaba ladecisión. Pero al día siguiente volvió a bajar ydijo que sir Walter y ella habían pensado que,dadas las circunstancias, sería preferible nocerrar la casa, y que yo podía quedarme paracuidarla; si lo deseaba, podía vivir en ella. Mepagaría mi sueldo y quince chelines semanalespara mi manutención. Aquello era perfecto.Conseguí dos meses de vacaciones pagadas,algo completamente inaudito. Estaba en elséptimo cielo.

Lo más curioso es que, una vez queregresaron, yo solo me quedé cuatro mesesmás. Puede que me hubiera acostumbrado a notener nada que hacer. Cuando di mi aviso dedespido les conté que el médico me habíadicho que no me convenía vivir en un sótanooscuro con la luz encendida todo el día.

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Cuando comunicabas tu aviso de despido,siempre intentabas dar la impresión de quelamentabas marcharte, tenía que parecer que tehabrías quedado de buena gana. Era por lasreferencias. Si no tenías buenas referencias, nopodías optar a otro trabajo. Actualmente, lagente las falsifica, desde luego. Yo, de haberlosabido, también lo habría hecho. ¿Fiarte de loque dice de ti la última persona con la que hastrabajado? ¡Qué va! De lo que veas, ni la mitadte creas. Puede intentar fastidiarte porque tevas. Si la gente fuera siempre de una honradezsin tacha, quisieran o no siempre te daríanbuenas referencias, si es que las merecías, perola gente no es así. Yo no sé si lady Gibbons setragó mi historia, pero las referencias que medio fueron bastante buenas; no es que mepusiera por las nubes, pero dijo que erahonrada, trabajadora y buena cocinera. ¿Quémás podía pedir yo?

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Cuando dejé de trabajar en casa de ladyGibbons, decidí probar en el trabajo temporal,para variar. Pensé que así no me quedaríamucho tiempo en ningún sitio, que haríamuchos trabajos diferentes en un breveperíodo, y que de ese modo acumularía muchaexperiencia. Es muy raro que dos personastengan las mismas ideas de cocina. Hay a quienle gustan los platos muy elaborados y a quien legustan los platos sencillos, quien prefiere losdulces y quien opta por las cosas saladas. Asíque creí que acumularía muchosconocimientos y experiencia haciendo diversostrabajos.

Sin embargo, me salió el tiro por la culata.Descubrí que, por lo general, la gente que poníaanuncios solicitando una cocinera temporal lohacía porque ninguna cocinera que se preciarase quedaría con ella de modo permanente. El

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primer trabajo que acepté era en StanleyGardens, en Notting Hill Gate.

No hace mucho esa calle se hizo famosapor un asesinato que se cometió allí, pero porentonces era un sitio lleno de casas victorianasgrandes y feas que ya empezaban a perderlustre.

La gente para la que trabajé era unmatrimonio judío, los señores Bernard. Noeran judíos ortodoxos; no comían cerdo nipanceta, pero tampoco hacían todas las cosasque hacen los judíos ortodoxos, como guardarpor separado los paños, cubiertos y utensiliosque se usan para los lácteos. Tiempo después,tuve otras dos ocasiones de trabajar confamilias judías que eran muy generosas, perolos señores Bernard, desde luego, no entrabanen esa categoría. Eran de una tacañería sinnombre. A su lado, lady Gibbons era como elcuerno de la abundancia, si bien el trato eramás fácil con ellos que con ella.

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Por ejemplo, mi dormitorio, así como losde la doncella y la camarera, estabanamueblados con menos de lo estrictamentenecesario. Las camas eran duras como lapiedra, y hacían oficio de mantas unas cortinasafelpadas de las que todavía colgaban lospompones. La mía era verde, y las otras dos,rojas. Las habían cortado por la mitad, por loque por un lado había un ribete con flecos y,por el otro, solo un dobladillo sencillo. Habíauna silla y un mueble esquinero para colgar laropa; pero no era un armario, sino simplementeunos cuantos ganchos con una cortina. Y, paraterminar, un aguamanil con una pata rota; lohabían calzado con unos libros.

La señora Bernard padecía de flebitis ynunca dejaba de quejarse, ni de enseñar lapierna a todo el mundo, sin excepción. A míaquello hacía que me subiera por las paredes.Cuando me iba por la noche a la cama, intentabasubir las escaleras como un ratoncito, porque

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si me oía pasar junto a su dormitorio, decía:«¿Quién anda ahí? Ah, es usted, cocinera, ¡pase,pase!». Y a mí no me quedaba más remedio queentrar y mirar aquella horrible pierna que ellasacaba de la cama. Era una visión de lo másdesagradable. La tenía toda hinchada, como unavejiga de manteca. Supongo que tendría quehaberme dado pena, debía dolerle y, desdeluego, le costaba trabajo moverse, pero porculpa de su constante alarde de aflicción, yoera incapaz de sentir lástima, y la mera visiónde su opulento dormitorio, comparado con elnuestro, me ponía de malas. Ahí se pasaba eldía entero, comiendo bombones y exhibiendola pierna. Yo creo que se sentía orgullosa deella. En todo caso, debía pensar que mostrarmecompasiva formaba parte de mi trabajo.

Edna, la camarera, tenía que subirle unbollo con mantequilla antes de irse a dormir,por si por la noche se le abría el apetito. Si nose lo comía, lo mandaba abajo para la gente de

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la cocina. Pero yo nunca lo aproveché, por lasencilla razón de que aquel panecillo y aquellamantequilla se pasaban la noche entera en lamesita de noche. ¡Menuda higiene!

El señor Bernard era un caballero ancianode aspecto benévolo, pero su bondad no eramás que superficial. Se habla de la bellezainterior, pero créanme si les digo que hay algoque solo está en el interior, y es la bondad.Como la señora Bernard no podía bajar a lacocina a dar órdenes, era su marido quien lohacía. Siempre intentaba arrinconarme en unespacio reducido, como la despensa o latrascocina, y entonces me ponía la mano en elbrazo, o en el hombro, y tenía los dedos tanhuesudos como los de un empleado de banca.«¿Podemos trabajar el menú?», decía. A mí meparece que lo que quería trabajarse en realidadera otra cosa, porque mientras yo escribía él seapoyaba en mi hombro. Estas melifluasmuestras de pasión no me habrían molestado de

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haber ido acompañadas de algún tipo derecompensa, como un par de medias o una cajade bombones, pero nunca hubo tal cosa. Yo séque él se conformaba con un poco de contacto,pero eso es algo que no gusta cuando viene deun hombre mayor, ¿verdad?

El señor Bernard era quien hacía lacompra. Iba todas las mañanas al mercado dePortobello. Si quería una ensalada, me traía unalechuga y una remolacha, o una lechuga y unostomates. Nunca había nada más. Para hacer unaensalada. Qué les parece. Él decía quesuministraba material para el ingenio, pero a míme parece que el ingenio necesita un mínimode materia prima. Yo no sé obrar milagros; aveces me preguntaba si no me traería agua, paraver si lograba convertirla en vino.

El problema era que no podían permitirsetener tres sirvientas, pero con el tamaño de lacasa tampoco podía haber menos, y las cosasno estaban nunca hechas como tocaba ni por

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ésas. Todo parecía viejo y desvencijado,excepto el dormitorio de la señora y elgabinete.

En la cocina solo teníamos un linóleodesgastado, unas sillas deformes de mimbre yun fogón antiguo, y todos los utensilios estabanviejos. Las escobas y los cepillos perdíancerdas constantemente, y nada se sustituía. Nome sorprende que pusieran anunciossolicitando sirvientas temporales. Sabían queno iban a retenerlas mucho tiempo.

Me quedé tres meses, y lo único buenoque saqué de aquella casa es que allí inventé mifamoso entremés de arenque ahumado. Sucedióde una forma muy graciosa. Una mañana, parael desayuno, serví arenque ahumado, y laseñora Bernard, que siempre desayunaba en lacama, no se comió el suyo. Cuando Ethel bajóla bandeja, yo lo cogí y lo tiré al cubo de losdesperdicios. Pero cuando el señor Bernardbajó para darme las instrucciones para el día,

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dijo: «Cocinera, la señora quiere que le haga unentremés para la cena con el arenque que no seha tomado en el desayuno». Se me cayó el almaa los pies. No me atreví a decir que lo habíatirado, porque eso habría destrozado a la pareja,y no me parecía bien dejar a nadie destrozadopor culpa de un arenque. Así que me limité adecir: «Sí, señor, de acuerdo». En cuanto se diola vuelta, corrí al cubo de los desperdicios ypesqué el arenque. Estaba cubierto de hojas deté y de trocitos de cosas asquerosas. Así queabrí el grifo para enjuagarlo. La mala suertequiso que en ese momento estuviera fregando,y el arenque se me cayó en una palangana deagua jabonosa. Volví a pescarlo y lo pasé otravez bajo el grifo, olisqueándolo todo el ratopara asegurarme de que no oliera a jabón. Alfinal, creí haberlo conseguido. Faltaba porsaber si no iba a tener un regusto jabonoso. Yo,en todo caso, le saqué toda la carne y lamachaqué bien en el mortero, y añadí salsa

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Escoffier. Esta salsa es fantástica para disfrazarel sabor de algo que no quieres que se note. Loenvié arriba con su guarnición y bien decorado,y para mi sorpresa la señora Bernard mandóabajo a la camarera con una felicitación:«Dígale a la cocinera que es el mejor entremésque he comido nunca». Yo pensé: «Chica, ya losabes. Si quieres sabor auténtico, empieza porrevolver las cosas en el cubo de losdesperdicios».

Como ya se imaginarán, no tardé muchoen darme cuenta de que allí iba a aprender másbien poco. Así que me fui. El siguiente trabajofue en Chelsea, con lord y lady Downall.

El contraste fue extraordinario. Eran laspersonas más amables y atentas que conocídesde que entré en el servicio doméstico.Desgraciadamente, si habían solicitado unacocinera temporal, era porque realmente lanecesitaban. Su cocinera estaba en el hospital,e iba a estar fuera tres meses. Eran tan corteses

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y sencillos en su modo de tratarnos que, porprimera vez desde que había empezado atrabajar, dejé de tener la sensación de quefueran una raza aparte y de que la distanciaentre ellos y nosotros fuera insalvable. Sedirigían a nosotros exactamente igual que sedirigirían a personas de su mismo nivel.

Por ejemplo, a todos nos llamaban pornuestros nombres de pila. Fue el primer sitioen que estuve donde la gente de arriba–«ellos»– nos llamaban por nuestro nombre depila.

La sala de los criados fue para mí otrarevelación increíble. Estaba amueblada para sercómoda, y la habían decorado teniendo encuenta un patrón de colores. Habíaconfortables sillones, una alfombra en el suelo,una lámpara de pie y otras lamparitas aquí yallá, cuadros y adornos. Eran cosas queparecían especialmente compradas paranosotros, y no trastos viejos procedentes de

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sus aposentos. Las cosas combinaban deverdad, no era un sitio con una mezcla de cosasdel invernadero, el gabinete y el comedor. Erauna sala acogedora, de modo que cuando teníasun poco de tiempo libre descansabas de verdad,aunque siguieras estando de servicio.

En los dormitorios también había distintoscolores; el mío era verde. Tenía una alfombraverde, un edredón verde y mantas verdes conremates de raso, y era totalmente maravillosoporque también tenía una lámpara de noche yuna mesa.

Todo estaba hecho de tal modo querealmente tenías la sensación de que sepreocupaban por ti. Todos los sirvientes de ladyDownall llevaban muchos años en su casa, yninguno tenía la menor intención de marcharse.

Como ya he dicho, el motivo de que mecontrataran era que su cocinera estabahospitalizada. Para cuando saliera del hospital,iban a enviarla a pasar la convalecencia durante

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un mes, con los gastos pagados por ladyDownall. ¡Un mes entero! Esas cosas eran paramí como una revelación.

Cuando eran los cumpleaños de loscriados, siempre había para ellos un preciosoregalo, nada de vestidos estampados, ni mediasnegras, cofias o cosas así, sino regalos deverdad. Cosas que no habrían pensado encomprarse ellos solos. Como muestra de lobuenos que eran, mi cumpleaños fue alrededorde seis semanas después de empezar a trabajarcon ellos, y me hicieron un regalo. Yo no ledije nada a lady Downall, debió averiguarlosola, porque me compró ropa interior de sedamuy bonita, el tipo de prendas que yo nuncahabría podido comprar, y eso que no llevaba ensu casa más que seis semanas y que ella sabíaque solo iba a quedarme en total tres meses,pero no hizo distingo.

Puede que fuera porque ellos eranaristócratas de verdad. Creo que su apellido

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tenía mucho abolengo.Lord Downall había sido algo en la India,

al igual que muchas otras personas para las quehe trabajado. Él debió haber tenido un cargoimportante. Nunca llegué a saber qué habíahecho, o qué había sido. Era un hombre muyalto, de un metro noventa, con un aireextremadamente aristocrático. Tenía la miradade la gente capaz de ver en tu interior.

Me acuerdo de la primera vez que le vi. Undía me lo crucé en las escaleras, y se paró y medijo: «¿Es usted la nueva cocinera?». Yo ledije: «Sí, señor», mientras me ponía roja comoun tomate, como se imaginarán. Entonces élme dijo: «Bueno, pues espero que se encuentrea gusto. Ya verá, esta casa es muy alegre».Desde luego, tenía toda la razón. La camarerame dijo una vez: «Tendrías que ver cómo esaquí la Navidad. Es una época en que lopasamos estupendamente. Tenemos nuestropropio árbol y nuestros propios regalos, que se

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dejan junto al árbol; nada de subir y desfilardelante de ellos. Nos los dejan por la noche. Enenero podemos ir al teatro, al que nosotrosqueramos, y no hace falta que vayamos juntos,sino que puedes ir con un amigo».

Sin duda, lady Downall nunca tuvoproblemas con los sirvientes. En aquella casa,los sirvientes se preocupaban realmente por losseñores. Si alguien me hubiera dicho antes algoasí, yo le habría contestado: «Y un cuerno,nadie se preocupa por la gente para la quetrabaja. Trabajas para ellos y lo haces lo mejorque puedes porque para eso te pagan, y porquete gusta hacer las cosas bien, pero no tepreocupas por ellos».

Aquí también me pagaban cuatro libras almes. Yo no le quería ningún mal a su pobrecocinera, pero no podía dejar de alimentar laesperanza de que surgieran complicaciones yno pudiera volver en un año, o así. Sentir eso eshorrible, lo sé, pero ¡estaba tan a gusto!

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¡Y era tan agradable cuando lady Downallbajaba por las mañanas! Me decía: «Buenosdías, Margaret. ¿Tiene alguna idea para elalmuerzo?», con un tono de voz muy amable. Aveces me decía: «Margaret, dado que estanoche tenemos muchos invitados, hoy solotomaremos un almuerzo frío. Así tendrá mástiempo para preparar lo de esta noche». Eso síque es consideración, ¿ven? Una cualidadescasa.

Todo eso me incentivó para cocinar más ymejor que nunca. Una de mis especialidadeseran los suflés. Yo hacía unos suflésfantásticos, por aquel entonces tenía muchafacilidad. Podían ser dulces o salados. Perocon aquellos fogones nunca pude lucirmemucho; a veces estaban demasiado calientes yel suflé salía disparado mucho antes de que elcentro se cociera, o por el contrario no subíannada. He batallado tantos años con esosfogones que al final conseguía sacar de ellos

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algo en limpio, pero siempre los he tenido pormi peor enemigo. Sin embargo, allí había unacocina de gas, y me salían bien.

Todas las noches, antes de acostarme,echaba un vistazo al Mrs Beeton’s CookeryBook. Era el libro que se usaba por aquelentonces. Yo elegía una receta y me la aprendíaal dedillo, para que cuando lady Downall mepreguntara al día siguiente si tenía algunasugerencia, pudiera hacer esa receta, comoquien no quiere la cosa, como si fuera algo quehacía a menudo. La elaboraba mentalmente,hasta que el plato era la perfección absoluta. Enmi cabeza lo era, desde luego, pero no siempreera así al llegar a la mesa. Es algo que les pasa atodas las cocineras, que lo planeamos todo,pero las cosas no siempre salen comoesperamos. Lady Downall por lo generalapreciaba mis sugerencias, y una vez me dijo:«Le tengo muchísimo cariño a Aggie (que erala cocinera titular), que tantos años lleva con

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nosotros; empezó siendo pinche de cocina encasa de mi madre. Pero todas esas cosasdistintas que usted sabe preparar han supuestoun cambio muy agradable». No podía figurarseque me había pasado media noche en vela paraaprendérmelas.

A lady Downall le gustaba mucho ir almercado Caledonian. Ahora ya no existe, peropor aquel entonces era un mercado con muchaactividad; estaba en Camden Town. Le gustabadarse una vuelta y mirar las antigüedadesgenuinas. Al menos, así es como las llamabanallí: antigüedades genuinas. Nosotros laacompañábamos por turnos, y era muydivertido. El chófer llegaba con el coche a esode las diez de la mañana. Yo me sentabadelante, con él.

Era un hombre muy guapo, pero yo nopodía hacer nada porque lady Downall podía versi te estabas riendo demasiado, o algo por elestilo. En todo caso, por más que fuera guapo

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poco se podía hacer, porque ya le habíancazado. Estaba casado y tenía dos hijos.

Nosotras nos paseábamos por el mercado,y lady Downall se fijaba en los objetos que legustaban y que le parecían de calidad. Nuncanegoció los precios, porque decía que, encuanto abría la boca, se metía en un lío. Lo quequería decir era que, de haber preguntado elprecio, ellos habrían sabido que tenía dinero, ylo habrían subido en consecuencia. Así que,cuando veía algo que le gustaba, le pedía aquien le hubiera acompañado que se acercara apreguntar el precio, y a regatearlo.

Me acuerdo de que una vez, mientrasbuscaba algo que le gustara, yo estaba haciendolo propio, y en un estante vi un cacharro azul,muy grande, con un asa a cada lado. Pensé quesería ideal para la aspidistra de mi madre –poraquel entonces todo el mundo tenía unaaspidistra–. Así que me acerqué al tendero deuna manera que a mí me pareció desenfadada.

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Pero ya se podrán imaginar que ellos sabenperfectamente cuándo le has echado el ojo aalgo, no se han caído de un guindo. Sinembargo, yo me puse a mirarlo todo, menos elcacharro, y me creía muy lista. Al final, lepregunté: «¿Cuánto es, ese cacharro azul?». Yél me dijo: «Para usted, diez chelines», y yo lecontesté: «Entonces para cualquier otro serámedia corona, ¿no? Le doy cinco peniques». Yél dijo: «¿Cinco? Estará de broma. Además¿para qué lo quiere?». Yo le expliqué que loquería para la aspidistra de mi madre. «Buenaidea, y cuando haya terminado de darle ese uso,puede cogerlo por un asa y ponerlo debajo de lacama. Se lleva dos cosas por el precio de una.¿No le parece que eso bien vale diezchelines?». Me puse roja como un tomate y mebatí apresuradamente en retirada. Nunca volví aese puesto.

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Los tres meses en casa de lady Downall sepasaron en un suspiro. Tal vez debido a laeuforia de mis éxitos, decidí volver a probarsuerte en el trabajo temporal.

Conseguí un puesto cerca de la estaciónVictoria. Era un edificio alto, lúgubre y tirandoa desvencijado, y el interior no desentonaba.Era una de esas casas que parece que siemprehan estado ahí.

En ella también estábamos mal alojadas ymal alimentadas. Por primera y última vez enmi vida, dormí sobre paja. El colchón era depaja echada directamente sobre la madera, sinmuelles ni nada. De noche, cada vez que memovía, todo chasqueaba tanto que tenía lasensación de ser un caballo dándose la vuelta.Hasta en casa de mis padres las camas teníancolchones de lana que se podían sacudir paraque resultaran cómodos.

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La primera noche no pegué ojo, y cuandome levanté por la mañana tenía clarísimo queiba a protestar por la cama. Pero cuando dieronlas diez de la mañana y bajó a darmeinstrucciones la señora que me habíacontratado, que se llamaba señora Hunter-Jones –se escribía con guión, y siempre habíaque decirlo entero–, me dio la sensación deque tenía una pinta tan feroz que el propósitode protestar se fue al traste. Me faltó valor paradecir nada. Es terrible ser tan cobarde, peroverle solo la cara pudo conmigo. Me consolépensando que servir allí no era una cadenaperpetua, sino solo un trabajo temporal, y enaquel preciso instante decidí que de temporalno pasaría.

La doncella y la camarera llevaban dosaños en la casa, pero para ellas no iba a serfácil cambiar porque tenían, respectivamente,sesenta y tres y sesenta y cinco años. Lascondiciones de trabajo estaban empezando a

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mejorar; no es que la gente hubiera cambiadode repente y se hubiera vuelto más humanitaria,sino que empezaba a haber alternativas detrabajo para las mujeres. Quien podíaemplearse fuera del servicio doméstico, desdeluego, lo hacía. Así pues, había un poco decompetencia para conseguir criadas, y para lospatronos eso implicaba tener que mejorar lascondiciones. Lo malo para aquellas viejascriadas era que, con sesenta y tres y sesenta ycinco años, el único sitio donde podían trabajarera el servicio doméstico.

Tantos años de soltería y de trabajar encasa ajena habían dejado a esas pobres mujereslas manos retorcidas, la cara arrugadísima ymuy malas pulgas. El aspecto de aquellos dosespecímenes de feminidad marchita, sumado alde la feroz señora Hunter-Jones, me animó amarcharme a la primera ocasión. Yo porentonces no dejaba de pensar que podíacasarme. Como ya he dicho, ése era mi

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principal objetivo, y cada vez que empezaba untrabajo nuevo pensaba que alguien podíaaparecer en mi vida, quizá alguno de los chicosde las tiendas. Pero estaba claro que, para talefecto, aquella casa era un callejón sin salida.Además, el trabajo temporal ahí tampoco iba aampliar mi experiencia, dado que los señoresHunter-Jones nunca tenían invitados y que lasencillez de la comida que querían eraequiparable a la parquedad con que me lasuministraban. Sin que cocinar supusiera elmenor placer, sin más compañía que dos torvassirvientas y en una casa silenciosa como unatumba, yo estaba muy abatida.

Cuando los demás criados son jóvenes yalegres, por más que la señora sea desagradablesiempre puedes sacar punta a las cosas, aunquesolo sea uniendo fuerzas contra ella. Nosdedicábamos a hacerles una especie depsicoanálisis de cocina, sin cabida para Freud.Creo que nosotros sabíamos de la vida sexual

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ajena mucho más de lo que él llegó a sabernunca.

Sin embargo, por más que mis adustascompañeras hubieran estado dispuestas aprestarse a ese juego, en casa de la señoraHunter-Jones no había materia prima para sacarel tema; tengo la íntima convicción de que ladama nunca llegó a saber lo que es darse elgusto. No tenía hijos, y un vistazo al maridoterminó de confirmar mis sospechas. A decirverdad, aquel hombre era como un trofeo que,para lo que servía, bien podía haber estadocolgado de la pared con las demáscornamentas.

Esa casa no solo carecía de compañíaagradable; también carecía de un sitio dondesentarse a descansar. Ni siquiera había una salapara los criados. Te sentabas sin más en lacocina, rodeada por el calentador de marcaIdeal, la cocina de gas, la mesa y el aparador.Así que empecé a salir por las tardes.

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Tenía una amiga que también trabajabasirviendo y que vivía apenas a diez minutos apie. Me acercaba a verla a eso de las ocho ymedia, y siempre estaba de regreso antes de lasdiez. Esas escapadas no hacían daño a nadie,pero no fueron del agrado de las otras doscriadas. Yo sabía lo amargadas que estaban,pero no me imaginé que protestarían porque, alfin y al cabo, no les afectaba. Pero, como ellasno podían salir, ¿por qué iba a poder yo?

Al cabo de unas pocas tardes, informarona la señora Hunter-Jones, a quien el datosorprendió enormemente. Nunca había oídonada parecido, ¡una criada saliendo fuera delhorario estipulado para las salidas! Me tocótragarme un sermón larguísimo y aguantarpreguntas sobre por qué quería salir a esashoras, cuando tenía libre la tarde de losdomingos y otra más entre semana. Yo le dije:«Así es, señora, pero cuando termino detrabajar no hay dónde sentarse cómodamente».

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Ella me contestó: «Las demás cocineras sesentaban en la cocina, ¿por qué no puedehacerlo usted? No tiene usted libertad para salircuando le plazca, en modo alguno».

Me puse a dar vueltas a sus palabras y a lasdos viejas solteronas. Tampoco es que esteincidente me hiciera detestarlas, porque veía desobra lo infelices que eran.

Se llamaban Violet y Lily, y sus nombresseguramente les iban como anillo al dedocuarenta años antes, pero en aquel momento,desde luego, no hacían juego ni con su físico nicon su temperamento.

En una de las raras veces en que tuvimosuna conversación amistosa, me contaron quedurante veinticinco años fueron camarera ydoncella en la misma casa, perteneciente a unaviuda sin hijos. Según Lily y Violet, aquellaseñora les prometió que, si se quedaban conella hasta su muerte, les dejaría una pensiónanual, dinero sufiente para que pudieran dejar el

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servicio doméstico e irse a vivir juntas a unpiso. Ya ven. A mí me pareció que habían sidomuy tontas al creérselo. La señora se murió yresultó que no había testado, así que todo eldinero fue a parar al pariente más cercano, queera un sobrino, quien vendió la casa. Las pobresViolet y Lily tuvieron que conformarse contres meses de sueldo, y a él le pareció quebastante generoso era, puesto que no se habíaestipulado que tuviera que darles nada.

Ya se podrán imaginar lo que fue versedespedidas con tres meses de sueldo despuésde veinticinco años de servicio, y justo cuandose creían que iban a poder descansar. Seentiende que tuvieran mala uva, ¿verdad?

La verdad es que estas cosas estaban a laorden del día. Era una manera de conseguir quelos criados no te abandonaran cuando te hacíasvieja. Pero no se puede confiar en esa gente.Yo, desde luego, no me habría creído ni unapalabra.

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El caso se complicaba porque ellasestaban convencidas de que su señorarealmente les dejó el dinero, y que el sobrinose lo quitó. Yo intenté explicarles que haycuestiones de testamentaría, notaría y todo eso,pero ellas no querían creerme. A nadie le gustapensar que le han embaucado, ¿verdad? Estahistoria me hizo entender por qué estaban tanamargadas.

Era evidente que tampoco sacarían nuncanada de la señora Hunter-Jones, que además lespagaba muy poco porque sabía que para ellas nosería nada fácil encontrar trabajo en otro sitio.

Yo tampoco veía que mi presencia en lacasa fuera un alivio para ninguna de ellas. Novivía con dos personas gruñonas, sino con tres,así que di a la señora Hunter-Jones mi aviso dedespido. El trabajo ese último mes fue muydesagradable. Un mes es mucho tiempo cuandola gente es antipática y, aunque mi presencia noempeoraba las condiciones de las dos viejas

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sirvientas ponía de manifiesto que para ellas nohabía ni las salidas ni el futuro que yo sí podíaesperar. Lo único que tenían era su pasado, queno había sido precisamente bueno.

Mi principal preocupación eran lasreferencias, porque tenía la sensación de quelas de la señora Hunter-Jones no iban a serbuenas, pese a que había entrado en su casa conuna magnífica recomendación de lady Downall.Intenté que me las diera por escrito para poderconocer su opinión, en cuyo caso tal vezhubiera podido hacer algo al respecto, pero noquiso; dijo que nunca había oído semejantepetición.

Cuando encontré un puesto que meinteresaba y di el teléfono de la señora Hunter-Jones, lo hice con mucha inquietud. Sabía queno iban a conocerse, porque yo había decididovolver una temporada a Brighton, así que almenos no iban a tener ocasión de verse y teneruna larga charla.

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El trabajo era en The Drive, que por aquelentonces era una calle muy señorial. Meentrevistó una tal señora Bishop. Puse muchoempeño en explicarle que en casa de la señoraHunter-Jones solo había estado comoempleada temporal, pero ella insistió en queiba a llamarla al día siguiente, antes dedecidirse.

Cuando volví para conocer el veredicto,me dijo sobre ella: «Qué persona tan peculiar.Lo que me dijo cuando la llamé para pedirreferencias sobre usted fue: “Bueno, creo queMargaret Langley podría cocinar si estuviera encasa para hacerlo pero, como quiere estar fueramañana, tarde y noche, nunca tiene tiempo”».En condiciones normales, una referencia asíhabría sido como una condena, pero resultó quela señora Bishop vivía de un modo bastanteraro, lo cual no la ayudaba a conseguirsirvientes que se quedaran mucho tiempo, y así,a pesar de los esfuerzos de la señora Hunter-

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Jones, me contrató como cocinera, con unsueldo de cincuenta y dos libras al año. Era unbuen sueldo, porque este trabajo no eratemporal, sino permanente.

Puede que les parezca que insisto muchoen lo de las referencias, pero por entonces eranun asunto de vital importancia. A la gente lepreocupaba que pudieras robar cosas, o queestuvieras trabajando «desde dentro» para unabanda de ladrones. Querían saberlo todo de ti.Sin embargo, ellos nunca daban referencias desí mismos, cuando a mí me parecía queteníamos derecho a ellas. Si ibas a trabajarcomo una esclava, si se iban tarde a la cama, sieran tacaños y egoístas, si te iban a tratar comosi no valieras un pimiento. Nada de eso. Encambio, ellos querían saberlo todo de ti. Si notenías una buena referencia del último sitio enque hubieras trabajado, de poco servía quellevaras desde los quince años en el serviciodoméstico y que hubiera muchas personas a las

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que pedir referencias, y tampoco contaba que,si esa referencia era mala, fuera porque en tuúltimo empleo tuviste la osadía de hablar decondiciones laborales. Los patronos no queríanni oír hablar de algo así: aquello erabolchevismo. «¿Cómo se atreve alguien de laclase baja a criticar a la alta?». Les parecía quelas chicas como yo, procedentes de casaspobres, podíamos darnos con un canto en losdientes por trabajar en casas grandes donde nosdaban comida y cama. Para los de arriba,cualquier casa era mejor que la tuya. Si decíasque en tu última casa no tenías esto, o lo otro,se consideraba un amotinamiento, porque sedaba por sentado que en cualquier caso seríamejor de lo que tenías antes. Que un criadoaspirase a ascender y salir del sótano era paraellos algo inconcebible.

Hasta lady Downall era así en algunossentidos. Recuerdo que una vez le pregunté sipodía llevarme prestado un libro de su

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biblioteca, para leerlo, y en su cara se reflejóuna gran sorpresa. Me dijo: «Sí, por supuesto,claro que puedes, Margaret. Pero no sabía queleyeras». Sabían que respirabas, que dormías yque trabajabas, pero no sabían que leías. Algoasí escapaba a su entendimiento. Pensaban queen tu tiempo libre te ponías a mirar lasmusarañas, o que hojeabas revistas como Peg’sPaper o Crimson Circle. Casi podíasimaginártelos contándoselo a sus amigos:«Margaret es una buena cocinera pero, pordesgracia, lee. Y encima, libros».

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La casa del matrimonio Bishop era grandey tenía cuatro pisos. Era una casaindependiente, con su sótano y sus escalerastraseras para los criados.

La señora Bishop fue para mí unarevelación increíble. Yo me habíaacostumbrado a la férrea respetabilidadsuperficial de los de arriba, pero ella suponíaun cambio enorme. Era italiana de nacimiento ytenía cerca de sesenta años. Sin embargo, se lasarreglaba para aparentar unos treinta y, vista deespaldas, desde luego, los aparentaba. Tenía lacara como de esmalte. No sé cómo lo hacía,pero nunca se reía abiertamente, sino que selimitaba a reír tontamente para que nunca se lecuarteara la piel. No movía los músculos de lacara. Llevaba el pelo teñido y, como los tintesde entonces no eran tan perfectos como los deahora, cada capa de tinte tenía una tonalidad

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distinta de la anterior, así que tenía el cabellodesigual. La primera vez que la vi no podíadejar de mirarla. Tenía el tipo de una jovencita,delgadito, lo que por aquel entonces era pocofrecuente. La gente no tenía conciencia de supropia figura, nadie pensaba en ponerse a dieta.Se tomaban todos los días sus almuerzos deprimero, segundo y postre, o sus cenas de seisplatos, y al diablo con la figura. Tenía una vozmuy agradable, un poco ronca. Cuando meentrevistó yo pensé que tendría dolor degarganta, pero no. Estaba muy orgullosa de suvoz y decía: «Es como la de Tallulah Bankhead,¿sabe?». Tallulah Bankhead estaba de muy modapor aquel entonces.

Además de la casa tenían un piso enLondres, donde pasaban desde el martes por latarde hasta el viernes por la tarde. Estosignificaba que teníamos tiempo libre entresemana, pero nunca podíamos disfrutar de losfines de semana. Éste era el motivo de que le

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costara trabajo encontrar sirvientas, porque alas criadas en general les gustaba disponer delos fines de semana, especialmente si teníannovio. A mí, en cambio, me daba igual, porqueaún no tenía.

Desde el viernes por la tarde hasta el lunespor la mañana la casa estaba siempre hastaarriba de gente. Algunos de los visitantes eranjóvenes dedicados a los negocios, y muchoseran parásitos del mundillo del cine y delteatro; ninguno tenía gran clase, pero todoseran jóvenes y de nacionalidades diversas. A laseñora Bishop le gustaban mucho, mucho, loshombres jóvenes.

Los fines de semana ninguno de nosotrospodía disfrutar ni tan siquiera media de horaque pudiéramos considerar propia. A mí no meimportaba en absoluto, porque al menos habíaalgo de vida, aunque la viviera por poderes.

En aquel hogar un tanto extraño era yoquien iba a recoger las instrucciones de la

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señora, que me las daba mientras se bañaba. Alprincipio aquello me horrorizaba, porque nuncahabía visto a nadie desnudo, ni siquiera a unamujer. Fue asombroso que, al cabo de un par desemanas, ya me hubiera acostumbrado. Mesentaba en el borde de la bañera mientras ellame decía lo que quería.

Una mañana, a las diez, entré en el cuartode baño. Me había acostumbrado tanto ahacerlo que llamaba a la puerta y entraba sinesperar respuesta. Pero aquella mañana, parami disgusto, en lugar de encontrarme un cuerpoflaco, blanco y desnudo, lo que me encontrémetido en la bañera fue un cuerpo enorme,negro y peludo. Era un italiano. Fue la primeravez que vi un miembro viril de tamaño natural,y la visión me hizo entender muy bien por quéAdán corrió a buscarse una hoja bien grande.¡Yo también lo habría hecho de haber llevadopuesto semejante objeto! ¡Qué impresión!Tardé alrededor de una semana en reponerme.

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Como se podrán imaginar, él no se esperabaque yo fuera a aparecer así. Le dijo a la señoraque le gustaría bajar para pedir disculpas, pero¡menos mal que no lo hizo! Después de haberlevisto en cueros, ya no podía verlo vestido; lohabría visualizado todo el rato sin ropa.

Las demás sirvientas querían que lescontara lo sucedido con todo lujo de detalles.Me decían: «Seguro que saliste corriendo», o:«Seguro que le echaste una buena mirada». Poraquel entonces se daba a estas cosas másimportancia que ahora. En todo caso, desdeaquel día ya nunca pasé el baño sin haberllamado y esperado respuesta, para asegurarmede que quien estuviera dentro fuese la señoraBishop.

Los jóvenes eran toda la vida de aquellaseñora. Dicen que la vida empieza a loscuarenta y, desde luego, ella debía llevar veinteaños viviendo intensamente. Claro que no lefaltaba atractivo. Se arreglaba muy bien la cara

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y siempre tenía las persianas medio bajadas;eso hacía que entrara una luz tenue que ayudaba.

Tenía discusiones acaloradísimas conaquellos jóvenes, y cuando pasaba eso yo sabíaque a la mañana siguiente me tocaría una sesiónlacrimosa. Me contaba siempre lo mismo, unay otra vez; debí oírlo montones de veces:«¿Sabe usted, Margaret? Salí del conventodirectamente para casarme, a los diecisieteaños, y no había visto al señor Bishop hasta queme encontré a su lado en el altar. De jovennunca tuve la oportunidad de vivir. Me casaroncon un hombre diez años mayor que yo. Nohabía visto el mundo, y ahora es demasiadotarde». Como es natural, yo no podía más quedarle la razón. A ella mi opinión le daba lomismo, solo quería mi compasión. Yo no veía aqué venía tanto alboroto. Tenía una casapreciosa, criadas, joyas y una vida regalada.Vamos, que si aquello no era vida, era unaimitación de primera. Con tal de tener una vida

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así, yo me habría casado con el mismísimodiablo.

El señor Bishop era harina de otro costal.Creo que era de origen alemán, pero se habíacambiado de nombre durante la guerra. Era unhombre muy plácido. Aquel matrimonio, desdeluego llevaba vidas separadas. Ella dormía en elsegundo piso y él en el tercero, y no teníannada que ver el uno con el otro. Iban y volvíanjuntos a Londres, pero cuando yo los conocí noestaban casados en toda la extensión deltérmino; aquello se había acabado.

Aquel hombre me caía bien. Tenía sentidodel humor. Mientras estaban en Londres,nosotras tomábamos posesión de la casa. Nosacomodábamos en el salón, poníamos susdiscos y yo me sentaba al piano y lo tocabaruidosamente. Uno de esos días me pillé lamano con un coche y casi me rompí el pulgar.Tuve que ir al médico, y me lo tuvieron quevendar. Cuando al día siguiente me crucé con el

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señor Bishop, me dijo: «¿Cómo va esepulgar?». Yo le contesté: «Bien, señor, aunquetrabajar con él así es un poco difícil».Entonces, él me dijo: «Sí, y tocar el piano asítampoco debe ser fácil». Alguien debía haberlecontado lo que hacíamos mientras ellos estabanfuera, pero me lo dijo guiñándome el ojo. Nole importaba.

Al fin y al cabo, era poca cosa comparadocon lo que tenía que aguantar de la señoraBishop. También hacía la vista gorda en esesentido. Me enteré de que ella había intentadosuicidarse un par de veces, o al menosescenificar un suicidio, tomando pastillas oalgo así, y que uno de sus hijos estaba enAustralia con un billete de «irás y no volverás»;le enviaban dos libras semanales para que nosaliera de allí. Creo que había falsificado lafirma de su padre en un cheque. Así que elseñor Bishop ya había tenido su dosis deproblemas en su momento, y no tenía intención

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de buscarse otros nuevos. No pertenecían,desde luego, a lo que podía llamarse la nobleza.

Pero en aquella casa había mucha vida,¿saben? Cada dos por tres venían amigositalianos de la señora Bishop, que bajaban a lacocina, y me preguntaban si no me importabaque les dejara preparar platos italianos. A mí nome importaba, porque casi siempre eranjóvenes. Claro que armaban muchísimo jaleo yluego me dejaban la cocina hecha un asco,porque nunca se les ocurrió que podíanocuparse de limpiar, pero yo observaba lo quehacían y atesoraba todos los consejos que oía.Así que, aunque no podía afirmar que estuvieratrabajando para gente «de buen nombre», medaba realmente igual. Me pagaban lo que mecorrespondía, tenía una vida alegre y divertida,y no necesitaba más.

Uno esos jóvenes italianos era el favoritoque más tiempo le duró a la señora Bishop. Eraheladero, de los de verdad. Se paseaba por ahí

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con un monito en el hombro que a mí meaterrorizaba. La señora Bishop le daba dinero.Era lo que se puede decir un gigoló. No tendríamás de veinticinco años, y dado que la señoratenía casi sesenta, no creo que pudieraofrecerle mucho, así que si alguna de lasjóvenes sirvientas hubiera estado de acuerdo entener con él un interludio, no se lo habríapensado. Bajaba a la cocina con aquelrepugnante mono en el hombro y se ponía adarte conversación. Empezaba hablando decomida y cosas así, y luego te preguntaba:«¿Tienes novio?». Yo no sé a qué vendría esapregunta. Después daba la vuelta a la mesa, seacercaba a ti, y yo no dejaba de moverme paraponerme fuera de su alcance, porque sabíaperfectamente con qué intenciones venía y,desde luego, honrosas no eran. Conmigo nuncaconsiguió nada. No merecía la pena perder eltiempo con imposibles; yo tenía que centrartodos mis esfuerzos en los posibles, los que se

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te acercaban con buenas intenciones.El otro día leí en el periódico que en

Inglaterra, en las edades comprendidas entrelos dieciséis y los veintiún años, actualmentehay cincuenta y seis mil chicos más que chicas.El dato me sacó de mis casillas, porque en mistiempos, en Brighton, había cinco chicas porcada chico, así que pueden imaginarse lomucho que tenías que pelear para conseguiruno y quedarte con él. Además, para nosotrasno había ni un fin de semana libre, que era elúnico momento en que los jóvenes tenían unpoco de dinero. Para cuando teníamos tiempode conocer a alguno, estaba sin blanca. Porañadidura, cuando les decías que trabajabas enel servicio doméstico, siempre pasaba lomismo: se les cambiaba la cara. Los menoseducados soltaban: «¡Ah, esclavas!», y selargaban, y ahí te quedabas, compuesta y sinnovio.

Una noche, Hilda, la camarera, vino

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conmigo a un baile. Hilda contaba a los chicosque era secretaria. Aquella noche nos juntamoscon dos oficiales de la Marina. Si hubiera queestablecer una escala de presumidos delmundo, los de la Marina Real Británica sellevarían la palma. No sé qué rango tendrían,probablemente el más bajo. Además depresumidos, eran tacaños, porque nosacompañaron a casa en autobús; nada de taxi.Yo nunca aparenté ser más que la cocinera,porque siempre intentaba probar suertedándoles algo de cenar. Pensaba que tal vez micamino hacia un hombre pasara por suestómago. Los llevábamos a la cocina. Ya seimaginarán que no teníamos permiso parahacerlo, pero así compensábamos lo de notener fines de semana. Justo después de quellegáramos, Hilda subió para ir al aseo, y eloficial que iba con ella se me acercó y me dijo:«No es secretaria». Yo, para disimular, lecontesté: «Es lo que ella haya dicho que es».

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«Pues secretaria, seguro que no. Es la camarerade esta casa», aseguró él. «¿Cómo lo sabe?», lepregunté yo. «Porque la he llevado ahí, a esesitio de la pila (se refería a la despensa delmayordomo) y, antes de permitir siquiera queme acercara a ella, se ha puesto a limpiar laplata», me dijo.

¿Qué les parece? Ella no se dio ni cuenta.Estaba tan acostumbrada a no dejar que la platasucia se acumulara que se puso a limpiarla.Está claro que a ninguna secretaria se le habríaocurrido ponerse a hacer eso. Claro, que unoficial y caballero de verdad tampoco lo habríacontado. La pobre Hilda nunca llegó a alistarseen aquella sección de la Marina. Lo que noquita para que aspirase a ello.

En todo caso, la vida para mí no era tandura. Había un hombre para todo que seocupaba de la caldera, de las escaleras de laentrada principal, de los zapatos y de las botas.El suelo de la cocina estaba muy bien, porque

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lo habían pavimentado con unas baldosas rojasmuy lisas y bastaba con pasarles un pañohúmedo para limpiarlas. El gran aparador quesolía haber en todas las casas tenía aquí puertasacristaladas, y así las cosas no cogían polvo.Además, en la cocina había un teléfono.Después de la casa de la señora Hunter-Jones,poder cocinar cosas como filetes de salmón oliebre estofada, y hacer auténtica mayonesa enlugar de salsa bechamel era un verdaderoplacer. En esta casa entraban solomillos ytraseras, y pude realmente practicar y aprendera cocinar.

Aunque ya había adquirido bastanteexperiencia, era un buen trabajo, y nunca tuveque hacer ninguna otra tarea de serviciodoméstico, como ser camarera y atender lamesa. Solo hubo una excepción, y con ésa mebastó. Hilda enfermó un día en que la señoraBishop tenía invitados, y no podía atender lamesa. La señora bajó corriendo para pedirme

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que, entre plato y plato, me acercara a echaruna mano. La doncella tenía que ocuparse delplato principal, y yo de ofrecer la guarnición.Yo sabía que iba a pasar muchísima vergüenza.Se pueden imaginar lo que es subir desde elcalor de la cocina, con la cara toda roja, yencima ataviada con un vestido estampado.Cuando llegué al comedor, la señora Bishopanunció a todos los presentes: «Ésta es micocinera». Como era de esperar, todo el mundome echó una mirada, lo cual no ayudó; mesentía como en una exhibición. Una de lasguarniciones eran patatas nuevas, muypequeñitas, dispuestas en una fuente que a suvez estaba colocada sobre una bandeja de plata.Con su salsa blanca de mantequilla y suhierbabuena, tenían una pinta deliciosa. Estabanbien calentitas. La primera invitada a la quetenía que servir era una francesa muy atractiva.Resulta que estaba tan nerviosa que me empezóa temblar la mano. La fuente se me escapó de la

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bandeja y todas las patatitas se cayeron. Fuerona darle a ella, en la cara y el regazo. Se levantóde un salto y profirió una sarta de palabras queno entendí. De repente me di cuenta de que unade las patatitas se le había metido por el escote,y no se me ocurrió nada mejor que intentarsacársela con la cuchara de servir. Aquellaidiota no paraba de moverse –la patata debíaquemarle– y yo, en lugar de sacársela, lo únicoque conseguí fue aplastarla contra su pecho.Ella me quitó la cuchara de la mano y gritó:«Coshon, coshon» media docena de veces.Dirán de Oliver Twist, pero a la pobre era loque le faltaba. Yo me volví abajo volando.

Alrededor de una semana después, cuandopensé que las cosas se habrían calmado, lepregunté a la señora Bishop qué significaba«coshon». Estaba convencida de que sería algohorrible. Ella me dijo: «Bueno, verá, no es másque la palabra que sirve para decir en francés“maldita sea”». Unos años después se me

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ocurrió buscarla en un diccionario de francés, yresultó que se escribía cochon y que significa«cerdo» o «canalla». Me dio igual. Ella sequemó con las patatas, y yo no.

A veces, entre semana, el señor Bishop sevolvía de Londres. Creo que tenía una amanteen algún sitio de Brighton; nunca llegamos averla, pero teníamos el convencimiento de quevenía por eso. Siempre nos llamaba antes paraavisarnos de que estaba de camino, para nopescarnos nunca en alguna situaciónembarazosa. Si le apetecía cenar, nunca habíade qué preocuparse, porque le gustaba tomarsiempre lo mismo: sopa de menudillos –de esosiempre teníamos, porque siempre había polloen casa–, sardinas a la parrilla y manitas decerdo. Normalmente cogía las manitas decerdo y se las comía a chupetones. Siemprecomía lo mismo; eso era lo que le gustaba, noquería otra cosa.

Si nosotras habíamos previsto ir a bailar

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tampoco hacía falta que anuláramos nuestrosplanes, porque de hecho era nuestro tiempolibre, así que nos turnábamos para servirle lacena entre la doncella, la camarera y yo. Una seocupaba de ponerle la cena mientras otra searreglaba para ir al baile, de modo que a vecesera una persona distinta la que le servía cadaplato. Hilda le servía la sopa y se iba corriendoa cambiarse; la doncella le llevaba las sardinasy, cuando se marchaba, llegaba yo con lasmanitas. A él nunca pareció importarle.

Cuando yo ya llevaba allí varios meses,descubrí en él una aberración de lo máspeculiar. Cuando volvía solo a casa, siempretocaba la campana de su dormitorio a eso de lasonce y media de la noche, cuando nosotras yanos habíamos ido a la cama. Tocaba la de arriba,la que estaba en el rellano al que daban nuestroscuartos, y Hilda o Iris, la doncella, se ponían labata y bajaban a su dormitorio. Él entonces lespedía que le llevaran un whisky con soda, o una

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jarra de agua, o un libro que se había dejado enla biblioteca. Una noche le dije a Hilda: «¿Porqué siempre se espera a que estemos en lacama para llamar?». Y ella me dijo: «Es porquele gusta vernos con los bigudíes». Yo, muyextrañada, le pregunté: «¿Qué quieres decir?».Y ella repitió: «Que le gusta vernos con losbigudíes». Por aquel entonces no había ruloscomo los de ahora, sino unos bigudíespequeños, de acero, y nos los poníamos antesde irnos a la cama porque estaba de moda llevarmuchos rizos y, cuanto más durasen, mejor. Yole dije: «Estarás de broma». Y ella: «No, teaseguro que es cierto». Así que le pregunté:«¿Y qué hace cuando os ve llegar con losbigudíes?». Ella me lo explicó: «Pues la verdades que no hace gran cosa. Nos pide que nosquitemos las redecillas del pelo y nos toquetealos bigudíes, ¿sabes?». Yo no daba crédito a loque oía. Me parecía que hacer algo así no teníaobjeto, que era una estupidez. Quise saber si

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eso era todo, si se limitaba a tocar los bigudíes.Ella me dijo: «Sí, no hace nada más. Y siemprese le ve muy contento cuando lo hace». Así queahí quedaba la cosa: ella se sentaba en la orillade su cama y él toqueteaba los bigudíes.Aquello me pareció, y me sigue pareciendo,una manera de lo más rara de darse gusto. Notenía sentido. ¿Dónde se ha visto que a alguienle guste ver a otra persona con bigudíes, y nodigamos ya tocarlos?

Hilda e Iris se las apañaban bien con estapeculiaridad del señor, porque a cambio lesregalaba cosméticos, cajas de bombones omedias. De haber querido, también yo habríapodido. A él lo mismo le daba quiénrespondiera a la campana, siempre y cuando sepresentara en bata y con bigudíes, pero yonunca quise ir. No era que me importara queme viera con los bigudíes; aunque no hubieradejado que ningún joven me viera así, porqueeso habría sido el fin del idilio y de la

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posibilidad de conseguir a alguien que memantuviera, por él no me habría preocupado.No, si yo no quería ir era porque se trataba deotra demostración de inferioridad de loscriados. A él nunca se le habría ocurrido pedir asus invitadas que le dejaran toquetear susbigudíes. En cambio, las criadas podíanalegrarse, porque a cambio les daba regalos.Sin embargo, Hilda e Iris no estaban de acuerdoconmigo. Decían: «Pero bueno, ¿qué más da, sino nos hace ningún daño y nosotras sacamosalgo a cambio?». Yo intenté hacérselo ver,porque tenían aspiraciones y aquello no lasllevaba a ningún sitio. Sin embargo, Iris medijo: «Pero somos criadas, ¿verdad? Puescualquier cosa que nos den por no hacer nada,mejor que mejor». Y Hilda dijo: «Pues a mí metrastorna y luego, cuando estoy atendiendo lamesa y el señor Bishop está ahí, hablandopomposamente con sus invitados, pienso amenudo que me encantaría dejar caer un bigudí

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en el plato».Yo, desde luego, nunca en mi vida he oído

hablar de aberración semejante. ¿Cuál podía serla causa de que le gustara tocar bigudíes?Supongo que algo que le pasó de pequeño, o dejoven. Puede que su madre se los pusiera, oalgo así.

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Más o menos por esa época pensé quehabía conseguido cazar a un novio permanente.Como se habrán figurado, no resultó tareafácil, porque las oportunidades de que disponíaeran escasas. Era un limpiacristales. Cuandovenía a limpiar las ventanas de la casa, yo leproponía que bajara a la cocina y le daba té ypasteles que había preparado, me arreglaba unpoco y me esforzaba por impresionarle.Siempre se dice que el camino hacia el corazónde un hombre pasa por su estómago, perocréanme, a veces cuesta mucho trabajo, porqueen ocasiones tienen un estómago de lo másduro.

Éste, que se llamaba George, me invitó asalir durante tres meses. Tres meses enteros. Amí se me hicieron larguísimos, demasiado paraconsiderar a aquel chico un posible marido.Tenía sus defectos, y el peor de todos era la

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tacañería. ¡Ese chico era el colmo de latacañería!

Cuando íbamos al cine, compraba cientocincuenta gramos de bombones, supuestamentepara que yo me los comiera en el cine, peroluego él se los ponía en el regazo, o seguíasujetándolos con la mano, y se ponía aengullirlos solito. Tuve que espabilarme. Encuanto nos sentábamos, nuestros brazosempezaban a moverse como péndulos, y al cabode tres minutos habíamos despachado losbombones, la bolsa estaba debajo del asiento yya podíamos ponernos cómodos para ver lapelícula.

Su tacañería también se hacía patentecuando pasábamos por delante de un pub. Era lapeor parte de todas. Por aquel entonces, lospubs eran sitios a los que no podías ir sola, nitampoco con otra chica. Si lo hacías, aunquefueras con otra chica, te ganabas una malareputación. Todo el mundo se daba cuenta de

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que eras carne fresca, y como tal te trataban.Que te tomaras una copa en lugar de una taza deté no tenía nada que ver, era, simplemente, queno se hacía.

A mis padres les gustaba salir a tomar algode vez en cuando. No bebían mucho, a lo sumose tomaban dos medias pintas de cervezanormal o amarga cada uno. La cerveza de antesera fuerte y, dado lo fuerte que era, salía muchomás barata. Si te tomabas dos medias pintas yanotabas el efecto. Ahora puedes beber hastainflarte como un pez globo y, sin embargo,volver a casa más aburrida que una ostra.Cuando mis padres iban al pub, me llevaban conellos. Teóricamente a los catorce no teníaspermiso para entrar, pero yo empecé a ir a esaedad porque era enorme y parecía muchomayor. Al principio tomaba una limonada;luego me pasé a la cerveza con limonada, y deahí a la cerveza amarga, y así me acostumbré air al pub. No era por la bebida, sino por la vida.

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Por aquel entonces, en los pubs había vida.La animación que reina en ellos ahora estáapenas un grado por encima de la que seencuentra en la morgue. Nadie habla con nadie,no hay vida ni alegría, y menos ahora que loshan convertido en una especie de salón decócteles. Hace poco fui a un pub. Había unhombre, solo, que no dejaba de farfullar para símismo. Se había tomado unas cuantas copas,pero no hacía daño a nadie; solo estabacontento. El dueño se acercó dos veces parapedirle que parara, y a la tercera lo echó.

No sé si a ustedes les habrían gustado lospubs a los que yo iba los sábados por la nochecon mis padres, antes incluso de entrar a servir.Estaban hasta arriba de gente, tenías quequedarte de pie y sujetar el vaso muy cerca delpecho, pero te sentías tan feliz y era muyalegre, había vida. Así es como empecé a beber.Me gustaba la vida en los pubs, y me siguegustando. Prefiero ir a un pub a tomar algo

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antes que a ningún otro sitio. Por suerte, a mimarido le pasa lo mismo. (Sí, al final conseguímarido.) Así que cuando tenemos un poquito dedinero echamos una canita al aire y, si no, solonos tomamos un par de cervezas.

Aparte de la vida que hay en los pubs,había otro motivo por el que me fastidiaba queGeorge no me llevara a ninguno, y era por losefectos que la bebida tiene en ti. Yo me poníaamorosa con solo beber un poco, y lo mismoles sucedía a los chicos jóvenes. Cualquierchico, aunque fuera más feo que Picio y pormucho que sobria no me habría molestado ni enmirarle, me parecía Rodolfo Valentino encuanto me tomaba una cerveza o dos. Como sepodrán imaginar, tenía que andar con cuidadopara no beber demasiado, había un límite.Podías llegar a los besos y a los mimos, paradejarles con la sensación de que la próxima vezpodrían ir un poquitín más lejos, pero noquerías que se te pusieran gallitos la primera

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vez que te acompañaban a casa. Al fin y al cabo,una solo tiene un lote de mercancía, y si sededica a ir repartiéndolo a diestro y siniestro,cuando llega el de verdad resulta que le quedabien poca cosa que dar. En todo caso, cada vezque pasábamos por delante de un pub, Georgeme decía: «¿Te apetece tomar algo?» y yo lecontestaba: «Si a ti te apetece, a mí también».Entonces, él decía: «Si a ti te apetece». Y yorespondía: «Solo si te apetece a ti», pero paraentonces ya habíamos pasado de largo y, alfinal, nunca llegábamos a entrar. Yo no queríaque se notara que me moría de ganas de entrarporque, al fin y al cabo, yo veía a George comouna institución permanente, y no quería dar laimpresión de que estaba loca por entrar a tomaralgo a un pub.

Así que al cabo de un mes o dos saliendocon él –no íbamos más que al cine, a lasbutacas más baratas, donde compartíamosciento cincuenta gramos de bombones, y sin

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pisar jamás un pub–, decidí, aunque aregañadientes, que había llegado el momentode darle calabazas. Al fin y al cabo, si unhombre gasta poco en ti cuando aún no estáscasada con él, no cabe duda de que, cuando loestés, tampoco va a hacerlo. Si cuando salecontigo no te lleva al pub, cuando estés casadano querrá más que quedarse en casa al amor delfuego, ¿verdad?

Cuando lo pienso ahora me doy cuenta deque si me esforcé por seguir saliendo con él yme puse así fue porque había muy poco dondeelegir. La verdad es que era un espécimen quedaba pena. Ni siquiera era tan alto como yo, yademás no tenía conversación. Le gustabahacer maquetas, modelos a escala deaeroplanos. Me dijo que tenía una colecciónfantástica. ¿Se imaginan una casa llena de esoschismes, que no son más que nidos de polvo,sin poder hacer nada con ellos, y que encimaocupan un montón de espacio? Seguro que

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alguna acabó quedándose con él, y ahora andaráechando pestes, por él y por sus dichososaeroplanos. Sin embargo, ¡qué interés mostréyo en ellos! Yo le decía: «¡Es fantástico! ¿Deverdad los haces tú? Me encantaría que meenseñaras alguno», y cuando me trajo uno paraque lo viera yo no escatimé elogios, cuando enrealidad me importaban un comino. ¡La dementiras que tenías que contar a los hombrespara dejar claro que te interesaban, y todoporque no había donde elegir! Hoy, cuando auna chica no le gusta lo que hace un chico, o lapinta que tiene, le manda a paseo. Pero porentonces es que ni se te ocurría.

Había, desde luego, hombres mayores,siempre parece haberlos, y te dicen que llevanla juventud por dentro. Me parece muy bien,pero si tienen pinta de tener noventa años, a míqué más me da. Y, encima, algunos tampocoson tan jóvenes por dentro.

Estuve un año con la señora Bishop. Para

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entonces me consideré realmente preparadapara conseguir trabajo en un sitio dondehubiera más sirvientes, y donde pudiera teneruna pinche de cocina. Contesté a un anuncioque vi en The Morning Post; me quería volvera Londres.

La casa estaba en Montpelier Square,Knightsbridge.

Eran holandeses, banqueros, muy ricos,serios y respetables. El señor teníaexactamente la pinta que yo esperaba de unbanquero: una enorme panza atravesada por lacadena de oro de un reloj.

En esa casa constaté los distintos rangosdel servicio doméstico. En otros sitios pudever un atisbo, pero ahí estaba la galería alcompleto. El servicio contaba realmente comoparte de la casa.

Había, incluyendo a la camarera personalde la señora, siete sirvientes, y cada unoteníamos nuestro propio dormitorio, que era

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realmente muy cómodo; además, nosconsultaban sobre nuestros gustos. A mí mepreguntaron si había algo que quisiera cambiar,si tenía suficientes mantas, si quería tener máslámparas en la habitación, y cosas así. Eraobvio que de verdad querían que te quedaras, yque apreciaban que estuvieras allí.

La cocina estaba equipada con los aparatosmás modernos de la época y, aunque seguíaestando en el sótano, era clara y espaciosa, yestaba pintada de blanco, no de marrónchocolate hasta la mitad de la pared y verde elresto. En la trascocina, la pila era de esmalteblanco, y no uno de esos trastos de cemento, ylas cazuelas eran de aluminio, un gran cambiorespecto al hierro o al cobre.

Todo se había comprado especialmentepara el personal de servicio, no había nada de«esto valdrá para el sótano». Nos daban losuniformes gratis. Hasta entonces yo siemprehabía tenido que comprarme los míos. La

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camarera, la doncella y la pinche de cocinatenían vestidos a rayas, y podían escoger elcolor que les gustara, rosa, verde o azul. Yo,como cocinera, podía elegir mis colores y miestilo. Me enseñaron varios modelos, para queeligiera. Todo era muy distinto.

La señora era muy estricta. Todo tenía queestar perfecto, y pagaba en consecuencia. Lascomidas tenían que servirse con la máximapuntualidad, y todos los platos debían estarpreparados a la perfección. Pero ahora yo teníala sensación de que ella estaba en su derechode esperar que así fuera. Había demostrado quese preocupaba por nosotros, y en nuestra manoestaba preocuparnos por ella.

Ella organizaba personalmente algunas delas comidas, y en otras ocasiones era yo quienlo hacía. A veces tenía que elaborar yo el menúcompleto, y eso todavía era nuevo para mí. Alprincipio cometí algunos errores. Eran muchaslas cosas que nunca había hecho, ni siquiera

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había visto cómo se hacían. Pero yo sabía quepodía confiar en la señora Beeton. No creo quele fallara nunca a nadie; en su libro teníarecetas para todas y cada una de las situaciones.Ahora la gente se ríe cuando lee: «Coja unadocena de huevos y medio litro de nata», peropor aquel entonces, desde luego, lo seguías alpie de la letra.

Tener una pinche de cocina era de granayuda, desde luego, pero yo a ella no le hacíamucho bien, porque tenía tan malos recuerdosde los tiempos en que yo era pinche que estabadecidida a no ser nunca dura con ninguna. Sinembargo, me encontré con que no le faltabarazón a aquella bruja de la señora Bowchardcuando decía que siempre tienes que estardándoles la lata para que se muevan.

La que yo tenía, a menos que estuvierastodo el rato encima de ella, nunca se molestabaen hacer nada, y yo no era capaz de ponermeestricta. No estaba acostumbrada a tener

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autoridad, no era capaz de darle órdenes ni nadade eso. Le pedía que hiciera algo y, si tardabamás de la cuenta, acababa haciéndolo yo. Hayque reconocer que, realmente, ésa no es lamejor manera de preparar a una chica. Pero lacuestión es que yo, sencillamente, no podíaestar todo el rato encima de ella diciéndole queno hacía las cosas bien, que se subiera lasmedias y que se portaba mal. Por un lado, noera mi estilo y, por otro, si lo hacía yoterminaba antes. Pero eso no era una buenapreparación para ella. Creo que le fallé.

La señora, en cambio, a mí no me falló. Alprincipio me pareció que su interés y suatención eran poco creíbles. Quiero decir que,después de tantos años mal alimentada y malalojada, había llegado a la conclusión de que senecesitaba una revolución sangrienta para quemejorasen las condiciones de los trabajadoresdel servicio doméstico. Sin embargo, al cabode unas semanas, me di cuenta de que la señora

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realmente quería que estuviéramos satisfechosen nuestro trabajo. No es que sintierainclinación alguna por las clases bajas, no eraeso. Era que pensaba que un servicio satisfechohace que la casa funcione mejor, y estaba en locierto. Los criados que tienen la sensación deque se abusa de ellos pueden crear malambiente en la casa de muchas maneras, comono acudiendo raudos cuando oyen la campana,mostrándose huraños o insolentes, haciéndoselos tontos o pareciendo ligeramente irritados,para compensar lo que no se les está dando.Pero aquí no hacían nada de eso. Como ya hedicho, no era que a la señora le interesáramos,y nosotros tampoco queríamos que así fuera.Lo que queríamos era lo que nos daba: que senos pagara bien, y a cambio hacer un buentrabajo. En aquella casa me convertí en unacocinera muy competente y sé que misesfuerzos los apreciaban tanto arriba comoabajo, el personal de servicio, y de forma

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particular el mayordomo, el señor Kite.Era un hombre de unos cincuenta años;

llevaba desde los trece en el serviciodoméstico. Empezó como paje y poco a pocofue ascendiendo. Su primer puesto fue en unacasa de campo donde el servicio estabacompuesto por seis lacayos, dos mayordomos,seis mozas de cámara, seis doncellas, uncocinero, un ayudante de cocina, cuatropinches y catorce jardineros: ¡era una casaenorme! El servicio externo vivía en unascasitas de la propia finca, y los de dentroocupaban toda la parte alta de la casa. Figúrenseque los hombres estaban estrictamenteseparados de las mujeres, y si se encontraba acualquiera de los criados en la sección de lasmujeres después de la hora de acostarse, se ledespedía en el acto sin darle referencias.

Yo pregunté al señor Kite cómo era eltrabajo en tales condiciones, y él respondió:«Verá, ellos eran auténticos nobles».

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«Entonces, ¿en qué se diferenciaban denuestros señores de aquí?», quise saber yo, y elseñor Kite me lo explicó: «Verá, ellos estabantan por encima de los criados que, literalmente,no nos veían. Cuando ya me habían ascendido alacayo, una tarde yo estaba esperando en elcomedor, después de que las señoras sehubieran retirado y mientras los caballeros setomaban el oporto. Estaban hablando de unrumor muy escandaloso que tenía que ver conla realeza, y cada uno hacía su aportación a eserumor. Uno de los invitados dijo: “Tenemosque tener cuidado de que nadie nos oiga”, a loque el anfitrión respondió: “¿Quién iba aoírnos, si aquí estamos solos?”. Sin embargo,en aquel momento estábamos tres lacayos en lasala. Pero debíamos de ser invisibles. Hasta esepunto estaban por encima de nosotros. Paraellos, nosotros ni siquiera estábamos allí».

Una de las cosas que yo envidiaba de lagente de arriba era su forma de hablar. Deseaba

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con todas mis fuerzas ser capaz de hablar contanto refinamiento. Una vez le dije al señorKite: «Mire, si nosotros pudiéramos hablarcomo ellos, daría igual que únicamentetuviéramos dos peniques en el bolsillo;podríamos entrar en el Ritz solo con abrir laboca, y los camareros vendrían corriendo parallevarnos a una mesa. Sin embargo, tal y comohablamos, por más que llevemos cincuentalibras y pidamos una mesa, el único sitio al quenos van a llevar es a la puerta».

El modo de hablar del señor Kite era unpoco redicho. Era como si a fuerza demezclarse con los de arriba hubiera terminado,al igual que muchos otros, siendo como ellosen muchos sentidos. Era habitual que soltaraobviedades como si fueran perlas de sapiencia.Le gustaba mucho ser mayordomo. Decía muya menudo: «No me cambiaría por nadie; no hayque avergonzarse del esfuerzo honrado». Yo nosé qué querría decir con eso del esfuerzo

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honrado, se hacen muchas cosas pocohonradas, pero ¡que yo sepa el esfuerzo no esuna de ellas! También decía: «Un hombre solonecesita dos cosas en la vida: amor y confort».

La señora le proporcionaba el confort, yalgunas veces me pregunté si no podríaproporcionarle yo el amor. Él nunca me lopidió, pero me atrevería a decir que la cercaníay mis platos podrían haberle predispuesto, dehaber decidido que lo quería por marido. Comoeso habría supuesto no dejar nunca el serviciodoméstico, era una perspectiva que no cabíacontemplar. En todo caso, fue en aquella épocacuando hice realidad mi ambición de toda lavida. Salí de aquel sitio para casarme; fue miúltimo trabajo permanente en una casa.

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Cuando pienso en los años pasadostrabajando en el servicio doméstico, siempreme pregunto por qué nuestro trabajo tenía tanpoca consideración. ¿Por qué se nos llamabadespectivamente «esclavos»? Puede que fuerapor la naturaleza íntima de nuestro trabajo.Muchas veces pensé que era por eso, pordesvivirnos por ellos, esa gente a la que todo sele ponía en bandeja cuando eran perfectamentecapaces de hacer las cosas por sí solos. Enmuchos aspectos, no éramos más que siervos,más aún porque eran nuestros señores losencargados de regular nuestra existencia; ellosdeterminaban las horas que trabajábamos y laropa que vestíamos –y no solo la que nosponíamos en el trabajo, sino también, hastacierto punto, la ropa que nos poníamos parasalir–. Hasta nuestro escaso tiempo libreestaba supervisado por el hecho de que nunca

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debíamos «volver después de las diez». Noteníamos la menor libertad. Puede que por esola gente mirara tan despectivamente nuestrotrabajo, y a nosotros mismos: porqueestábamos irremediablemente atados anuestros patronos.

Los patronos decían siempre que laformación que te daban te iba a ser muy útilpara cuando te casaras y fundaras tu propiafamilia. Cuando yo dejé el servicio doméstico,me llevé dos cosas: conocimientos parapreparar una sofisticada cena de siete platos, yun enorme complejo de inferioridad. Ningunade ellas resultó útil en mi vida de casada.

Mi marido era un lechero que ganaba treslibras y cinco chelines por semana, de loscuales me daba tres libras, de modo que saberpreparar una cena de siete platos no me servíade nada. Tuve que desaprender rápidamentetodo lo que había aprendido de cocina, y volveral estilo de platos que preparaba mi madre

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cuando era pequeña. Todo el placer que podíasentir cocinando se desvaneció al vermeobligada a pasar a ese estilo.

Ya se imaginarán que al principio de mimatrimonio preparaba muchos platos decapricho; pensé que a mi marido le gustarían.Hacerlos me costaba un mundo, porque porsupuesto tenía que comprar los cortes de carnemás baratos. Todo suponía un gran esfuerzo y,cuando terminaba, mi marido me decía: «Noestá nada mal, pero me habría conformado conpescado y patatas». Con semejante jarro deagua fría, abandoné enseguida.

Todo arte es público, ¿verdad? Quierodecir que la gente que pinta, esculpe o escribelibros necesita un público, por eso hace lo quehace. Pues pasa lo mismo cuando erescocinera, que necesitas que alguien lo saboreey lo aprecie, no solo alguien que diga: «No estámal».

Así que no tardé en desprenderme del

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complejo de los siete platos. Erradicar el deinferioridad, en cambio, requirió un poco másde tiempo. Lo intenté. Por aquel entonces seempezaba a hablar mucho de psiquiatría,psicología y demás, y había un sinfín de librossobre cómo evitar sonrojarse y qué hacercuando tienes complejo de inferioridad. Yo mecompré uno de éstos, con la esperanza de queme explicara qué hacer con el mío. No solo leílibros sobre el tema, sino que además fui acursos, en los que descubrí que el complejo deinferioridad se puede manifestar de dosformas: con timidez o con agresividad. Yotenía la segunda forma. Les aseguro que no eraun rasgo de carácter entrañable, y que no meayudaba en absoluto en el asunto de Cómoganar amigos e influir sobre las personas [8].Sin dinero, sin ser guapa y siendo agresiva,haces muy pocos amigos y no influyes paranada en nadie. Llegué a la conclusión de que laagresividad solo sirve si va emparejada con la

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belleza o el poder. Como no tenía ninguno deesos deseables atributos, el sentido comúndebería haberme convencido de que mi papelen la vida era el de ser un ama de casa oprimida,una de las millones de amas de casa que tienenaspiraciones pero nunca consiguen darles unuso.

No solo recibí consejos de los libros,sino también de la gente. Es increíble lacantidad de gente que hay dispuesta a darconsejos en todo momento, ¿verdad? Medecían: «Lo que necesitas es tener hijos», o:«Lo que te hace falta es volver a estudiar», o:«Te vendría muy bien viajar». Como el primerode estos consejos era el más fácil de seguir,opté por él. Me ocupó un tiempo, porque tuvetres hijos en cinco años. Tres niños. Pero seguíen las mismas.

Me acuerdo de cuando nació el último;era un domingo. Casualmente, mis tres hijoshan nacido en domingo. No sé si eso podrá

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significar algo. Mi marido salió a buscar a lacomadrona, que justamente iba para la iglesia yla interrupción no le hizo ninguna gracia. Igualse creía que la llegada de un niño se puedeprever. En todo caso, su cara de pocos amigosal llegar no fue para mí de ninguna ayuda; dar aluz no es precisamente plato de buen gusto.Cuando nació, ella dijo: «¡Oh, qué pena, es otroniño!» Y yo le contesté: «Por mí puede ser unmono, con tal de que haya salido ya». Ella memiró escandalizada y me dijo: «Para mí, todoslos niños que traigo al mundo son flores quenos manda el cielo, para que las plantemos enel suelo terrenal». Que alguien que no habíaproducido ninguna flor –era una solterona–pudiera decir cosas así me animó a contestarle:«¿Y qué pasa con las semillas que caen enterrenos baldíos?».

Yo tenía una forma bastante prosaica detratar la cuestión de los niños, porque cuandoera pequeña vivía en una calle donde casi todos

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los que nacían eran fruto de juergas de sábadonoche. Se les llamaba «niños de la cerveza».

Cuando Albert y yo decidimos casarnos,yo quería dejar de trabajar de inmediato, comoes natural. Al fin y al cabo, todos los años quetrabajé me los pasé pensando que al casarmepodría irme a todo correr, así que di mi avisode despido en cuanto se fijó la fecha de la boda.

Tenía un motivo totalmente legítimo parairme, y la señora se mostró muy amable. Teníagracia que a ninguno de ellos le gustara que tefueras a otro trabajo, pero si te ibas paracasarte era distinto. Era algo aceptable, yrespetable.

Sin embargo, encontrar novio no lo era, ylos señores tendían a degradar cualquierrelación que pudieras tener. A mí me parecíaque esperaban que fuera la cigüeña quien tetrajera el marido. Sus hijas eran «debutantes» eiban a bailes y fiestas para conocer jóvenespero, si alguna de las criadas se echaba novio,

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la llamaban «perseguidora». A mí me pareceque «perseguidora» es un término degradante,que recuerda a las chicas que andanescabulléndose entre los callejones, sin vernunca la luz del día, y con un cualquiera que lascuida. ¿Por qué íbamos a hacer eso? ¿Por quéiba a estar mal que estuvieras enamorada siendouna criada, cuando ellos organizaban todo el líode las debutantes para acercar a sus hijas ahombres jóvenes? Podían habernos dicho: «Sihay algún joven que te guste, puedes decirleque pase a la sala de los criados cuandotermines de trabajar». Pero no, tenías queescabullirte por las escaleras de servicio paraverle en la esquina de la calle con cualquierpretexto, como que ibas a echar una carta.Cuando tenías la tarde libre y te acompañaba alvolver, no podías quedarte con él en lasescaleras de servicio para despedirte. No era unjoven, sino un «perseguidor». Te hacían sentircomo si el hecho de que alguien del otro sexo

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se interesara por ti fuera intrínsecamente malo.Nosotros decidimos casarnos por lo civil.

No teníamos mucho dinero, y a Albert y a mí lapompa y el ceremonial nos daban un pocoigual. Fue una boda con poco ruido. Mehicieron todas las observaciones inquisitivashabituales, como: «Te casas para dejar deservir», o: «¿Estás realmente enamorada?». No,no estaba locamente enamorada, pero le queríamucho, y me parecía que eso bastaba para quenos casáramos.

Dado que mi marido solo ganaba treslibras y cinco chelines por semana, de loscuales me daba las tres libras, puede queustedes se pregunten por qué no busqué trabajo.Fue, sencillamente, porque por entonces lasmujeres no lo hacían. Para los maridos de laclase trabajadora, la sola idea de que susmujeres tuvieran que trabajar fuera de casa eraun disgusto. Era como un insulto para ellos,porque daba a entender que no eran capaces de

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mantenerte. Si un hombre se quedaba sintrabajo, era distinto; en esos casos no quedabamás remedio.

El primer sitio en que vivimos fue enChelsea. En el sótano de la casa de al lado vivíauna mujer que se había casado con un ruso; sellamaba señora Balkonsky, y su marido, porsupuesto, era un Boris. Tenían cinco hijos, y élganaba más o menos la misma cantidad dedinero que Albert. Aquella mujer era unasombrerera extraordinaria. Podía haberejercido esa ocupación a domicilio y asícompletar los ingresos familiares, pero sumarido estaba tan sumamente en contra de queella trabajara, o de que ganara un poco dedinero aparte de que él le daba, que no se loconsentía.

Yo, como se pueden imaginar, no queríasalir para trabajar. Nunca tuve la sensación deque me sobrara tiempo, tan contenta estaba depasarme una temporada sin tener nada que

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hacer. Aunque era feminista y defendía losderechos de las mujeres, tampoco iba muylejos. Hice valer mi independencia en elgobierno de la casa y no me sometía en modoalguno a mi marido. Me parecía quecompensaba lo que él me daba en todos lossentidos: en la relación física, en cómo llevabala casa y en las relaciones sociales, pero no mesentía en absoluto constreñida por ningunaobligación con él.

Por otro lado, el único trabajo que sabíahacer bien era cocinar, y hacerlo habríasignificado salir por la noche para prepararcenas, y no creo que una mujer que sale atrabajar por la noche ponga unos buenoscimientos en su relación matrimonial.

Yo quería que mi matrimonio saliera bien,igual que otras cosas de mi vida. Después depasarme tanto tiempo pensando en dejar elservicio doméstico, tardé mucho en tener lasensación de que la vida en casa se me quedaba

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corta, pero para entonces ya tenía tres hijos, loque echó al traste cualquier aspiración. Cuidarde tres niños es, al menos para mí, un trabajode jornada completa, porque he sido, creo, unamadre en el más amplio sentido de la palabra.

Como ya he dicho, cuando nos casamosvivimos en Chelsea, que nos parecía la mejorzona de Londres. Pagábamos quince chelinessemanales por un salón-dormitorio, con unacocina diminuta. Ahí nació nuestro primer hijo.Pero al crecer la familia, un salón-dormitoriose quedó pequeño, y tuvimos que mudarnos.Nos fuimos trasladando de Willesden aHarlesden, y de allí a Kilburn. Eran sitioslóbregos y desangelados, y también lo eran lascasas.

Tuve tres hijos en los primeros cinco añosde matrimonio y, para entonces, el dineroempezaba a ser muy justito; Albert seguíasiendo lechero.

Un día que estaba fuera, cuando nuestro

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hijo mayor tenía unos cinco años, me encontrécon una doncella con la que había coincididomientras trabajaba. Me dijo que la gente para laque trabajaba estaba desesperada porque sucocinera no estaba y tenían invitados paracenar. Me preguntó: «¿Por qué no vienes y lespreparas tú la cena?». Yo le contesté: «Seríaincapaz, no he vuelto a cocinar así desde haceaños». Ella me animó: «Seguro que enseguidavuelves a cogerle el tranquillo, estas cosas nose olvidan así como así. ¿Por qué no lointentas?». Cuando volví a casa hablé conAlbert y se lo expliqué. Aquello suponía por lomenos diez chelines, o una guinea, y ese dineronos vendría de perlas para los niños, así quedijo que sí, y fui.

Hice un buen trabajo, y cuando terminé laseñora de la casa bajó y me preguntó que si megustaría que me recomendara a sus amigos. Yole dije que sí. De vez en cuando, personas de sucírculo de amistades me escribían para pedirme

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que fuera a su casa a preparar una cena. A vecesera para seis personas, y otras hasta para doce,en cuyo caso también traían algunos platos defuera. Cuando se trataba de una cena pequeñame pagaban una guinea, pero cuando era máselaborada cobraba dos. Teniendo en cuenta quemi marido solo sacaba cuatro libras semanales,incluso entonces, dos guineas era muchodinero. Además, yo disfrutaba con aquellasexcursioncitas. No solo les sacaba un dinero,sino que además me permitían asomarme aotro tipo de vida. La gente era muy distinta,muy amable. Ahora entraban y salían de lacocina, y hablaban contigo como si fueras unamás. Las cosas realmente habían cambiadomucho en el servicio doméstico.

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La vida transcurrió así, medianamenteplacentera, hasta 1942, cuando llamaron a filasa mi marido. Le reclutaron en las fuerzasaéreas, y yo decidí volverme a Hove.

No quería quedarme en Londres durante laguerra con tres niños pequeños, así que escribía mis padres para pedirles que me buscaran unacasa. Por aquel entonces era muy fácilencontrar casas en Hove, porque mucha gentese había marchado. No les gustaban los ataquesrelámpago que había por allí. Me consiguieronuna casa con seis habitaciones por una librasemanal. Era fantástico, la primera casa queteníamos desde que nos habíamos casado. Lomas que habíamos llegado a tener eran treshabitaciones, con el cuarto de aseo compartido.

Me acuerdo de una que tuvimos enKilburn, donde teníamos que bajar y pasar através de la cocina de otra gente para ir al

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lavabo. Allí vivía un hombre al que, en losmeses de verano, le gustaba sentarse en unatumbona justo a la puerta del lavabo. Había quepedirle que se apartara para entrar, y era de lomás incómodo. ¡Estoy segura de que fue ahídonde empecé a padecer estreñimiento!

Ahora todo era únicamente para mí, y vivíaen la abundancia. Imaginarán la pinta que teníannuestras cosas ahí dentro, porque soloteníamos con qué amueblar tres habitaciones ytuve que distribuir nuestro mobiliario por lacasa. En cada dormitorio no había más que unacama, sin nada en el suelo, pero a mí me dabalo mismo.

En Hove, a los niños no les fue nada mal.Los tres fueron a la misma escuela primaria alprincipio, y luego superaron las pruebas parapasar a secundaria. Fue una gran alegría, perotambién una fuente inmensa de preocupaciones,porque con tres niños a mi cargo no podía salira trabajar, y la pensión alimenticia que me

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daban por la separación forzosa era muy escasa.Solo Dios sabe cuántas cartas escribí a las

autoridades educativas para que me ayudaraneconómicamente. Pero incluso así me costabamucho trabajo salir adelante y, por más que aAlbert lo ascendieran –para entonces eracabo–, no repercutía en casa, porque elgobierno recortaba mi pensión en la medida enque su paga crecía, así que para él no habíaningún incentivo en intentar ascender.

Yo ya no podía seguir haciendo en casa laropa de los niños. De haber sido niñas, habríapodido, pero los niños tienen que ir igual quelos demás; no puedes mandarles al institutocon trajes hechos en casa.

Me acuerdo de algo horrible, la única vezen toda mi vida en que he tenido que acudir a labeneficencia. Mis hijos solo tenían un par dezapatos cada uno, que mi marido remendabacuando venía a casa, pero ahora que le habíanmandado al extranjero, yo no tenía quien lo

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hiciera. Estaba desesperada por conseguir quealguien los arreglara, así que acudí a laAsociación de Soldados, Marinos y Aviadores,que es la asociación caritativa para las familiasde soldados, y ésta me remitió al ayuntamiento.Fue demasiado terrible para explicarlo conpalabras. Para pedirles algo, tenías que ser muydura de pelar. Había quien estaba acostumbradaa conseguir de todo con este sistema sindespeinarse, pero para mí era la primera vez.Fui allí muy nerviosa, y me puse roja como untomate. Me sentía como una indigente. «¿Porqué quiere zapatos para sus hijos? ¿Por qué notienen?». Yo respondí: «Solo tienen un par».Ellos me preguntaron: «¿Por qué no los lleva alzapatero?». Yo les expliqué: «No puedo,porque mientras los arregla, los niños nopodrán ir a clase. No tienen más que ese par».Después de esta charla, me mandaron de nuevoa la Asociación. Volví y les expliqué: «Me handicho que este caso es de su jurisdicción»,

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pero ellos me contestaron: «No, nosotros nodamos zapatos. Vuelva al ayuntamiento, einsista». Lo hice, y pasé otra vez por todo elproceso, al cabo del cual me dieron aregañadientes unos impresos. No te dabandinero, ni tampoco zapatos, sino unos impresosque tenías que llevar a una tienda especial deHove.

Era una tienda de la que no dejaban salircon unos zapatos, sino con unas botas, las botasde la beneficencia. Mis hijos nunca se habíanpuesto botas. Nunca llegué a profundizar encómo se sintieron ellos. Estaba tanobsesionada en cómo me sentía yo que nuncame ocupé de saber cuáles eran sussentimientos. Iban al colegio con botas, y todoel mundo sabía que eran las botas de labeneficencia, porque eran de un tipo especial.

En la época en que mis hijos entraron ensecundaria, su instituto era de pago. Como eslógico, los padres de los chicos que iban allí

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tenían una situación financiera mucho mejorque la nuestra. Muchos de ellos venían deescuelas preparatorias y tenían dinero. Aalgunos de esos niños les daban una librasemanal; ésa era su paga. ¡Una libra semanal!Yo no podía dar a los míos ni un chelín. Unavez hubo un pequeño problema con uno deellos –había pintado bigotes en la foto deldirector– y ése director me dijo que eso de quese sintieran inferiores porque no tenían dinerono eran más que tontunas. «Yo me he hecho amí mismo. Si conseguí pasar al instituto, fuegracias a las becas, y mi paga solo era de seispeniques semanales», me dijo. Pero lostiempos habían cambiado, y la gente tenía másdinero.

Otra cosa terrible era que, si tus ingresosestaban por debajo de cinco libras semanales,tenías derecho a almorzar gratuitamente. Nohabía un solo niño en las clases de mis hijosque tuviera esos almuerzos gratuitos, y cada

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trimestre el maestro decía: «Que se levantenlos que quieran talones para el almuerzo».Pueden imaginar cómo se sentirían. Imagínenseque son el único niño de la clase cuyos padresno pueden permitirse pagarle el almuerzo.Entonces ni yo misma era plenamenteconsciente de la situación. De haberme dadocuenta, no habría sido tan ambiciosa como paramatricularles en aquel instituto, desde luego.Yo me anticipaba escribiendo al maestro,porque sabía cuál iban a tener, y le ponía:«¿Tendría la amabilidad de no preguntar en vozalta quién va a tener almuerzos gratuitos?».Debo admitir que dejaron de hacerlo en cuantose lo pedí.

Otra de las cosas en las que no habíareparado era el deporte. Por ejemplo, elcríquet. Yo no podía comprarles ropa o calzadopara el críquet. Les conseguí camisetas defútbol, pero no podía permitirme el viajecuando los partidos eran en lugares distantes.

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Yo creía que eso era lo de menos, que estabanteniendo una buena educación y que eso era loque contaba, pero la verdad es que esas otrascosas sí son importantes.

Creo que a veces somos demasiadoambiciosos. Los educas y los metes en unentorno social al que no pueden pertenecer. Lagente tiene el instinto gregario de los animales.Basta con que uno sea distinto para que lepeguen la patada.

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Con tantas dificultades, decidí buscartrabajo y volver a hacer labores domésticas. Nopodía ser cocinando, porque durante la guerraapenas había trabajo para las cocineras. Teníaque ser limpiando. Por aquel entonces eso sepagaba fatal. Al principio, me daban diezpeniques por hora. Ahora, cuando lo piensas,parece increíble. Supongo que era el precio quese pagaba a todo el mundo, porque de locontrario estoy segura de que habría pedidomás.

Trabajé para un vicario, y aquello era lamar de duro. Ya saben cómo es una vicaría: quesi el día de los boy scouts, que si el día de lasexploradoras, que si el día de reunión demujeres y el día de reunión de madres y, porsupuesto, esas viejas instalaciones de lasvicarías no están realmente pensadas paraahorrar trabajo. Se construyeron pensando que

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iban a estar llenas de criados. Sin embargo, amí me gustó. Me daban poco dinero, pero habíaextras: comida que sobraba o, los días demercadillo benéfico, la mujer del vicariosiempre me dejaba pasar antes de que llegaratodo el mundo para que me llevara lo quepudiera necesitar. Me decía: «Deje unospeniques y llévese lo que quiera», y así pudellevarme bastantes trajes y jerséis decentespara los chicos. Me quedé algún tiempo enaquel trabajo en la vicaría, y luego, un día enque estaba charlando con una amiga quetrabajaba en lo mismo que yo, me dijo que aella le estaban pagando un chelín y trespeniques por hora. La tarifa había subido cincopeniques por hora en un período bastante breve.Dado que ese tipo de trabajo solo se hace poruna razón, y es el dinero, me puse a buscar otrositio.

Lo primero que me sorprendió fue ladiferencia con que me encontré, después de

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tantos años. Aquellas grandes casas, que antesestaban amuebladas con opulencia y teníanmucho personal de servicio, ya no teníanpersonal interno, sino solo a una persona unashoras al día. Gran parte de sus cosas, tanbonitas, ya no estaban. Habían tenido quevenderlas para pagar el impuesto sobre la renta.

Muchas de aquellas señoras eran mayores,y aceptaban con entereza ese cambio en suposición social. Algunas me contaron cómohabían cambiado sus circunstancias, y cómo sehabían esfumado sus posesiones. Me acuerdode una a cuya casa iba dos mañanas por semana.Lo único que quedaba de su plata era unabandeja grande, una de esas que sirven paraponer un juego de té al completo. Un día en quela estaba abrillantando, la anciana, la señoraJackson, me dijo con un suspiro: «Margaret,cuando poníamos el juego de té en esa bandejay el mayordomo la traía al gabinete, yo veía unaimagen de seguridad. Nunca pudimos imaginar

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hasta qué punto iba a cambiar nuestra vida».No podía evitar que me dieran pena, ni

siquiera considerando que, comparando susingresos con los míos, aún salían bastante bienparados. Si te has pasado la vida con losbolsillos llenos, ser pobre es mucho más duroque si nunca has tenido dinero; y encima caerasí, y tener que hacer tal cantidad de trabajo, asus años. Cuando eres joven es fácil saliradelante; eres resistente.

Pero lo más gracioso, figúrense, era que,aunque solo podían permitirse tener personalpor horas, algunos mantenían sus hábitosautocráticos. Se quejaban amargamente de lasordidez de sus vidas; les encantaba decir eso:todo lo encontraban «sórdido». Sus frasesfavoritas eran: «La clase trabajadora imitacomo un mono a sus superiores» –lossuperiores eran ellos, por supuesto–, y «El paísestá regido por una panda de don nadies que lovan a echar a perder».

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Una de las señoras para las que trabajé seapellidaba Rutherford-Smith y un día me dijo:«Margaret, eres una excelente trabajadora y mecaes bien, pero tienes un defecto, y espero queno te ofendas si te digo cuál es. Nunca metratas de “señora”». –Acto seguido, agregó–:Verás, Margaret, si yo hablara con la reina, latrataría de “señora”». A mí me dieron ganas decontestarle: «Sí, pero reina no hay más que una,y señoras Smith hay montones».

La señora Rutherford-Smith y los queeran como ella echaban de menos todas laspequeñas atenciones que eran su prerrogativa,como que se les saludara levantando elsombrero, la deferencia de los tenderos, odisponer de criados bien entrenados que losesperasen.

Muchas de las personas a cuyas casas ibapor horas eran mayores y estaban solas, y yoera quien les ponía en contacto con el mundoexterior. Se hacía raro, porque muchas de ellas

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vivían en pisos, y cabría pensar que vivir en unbloque de pisos es un poco como estar en unmicrocosmos. Pero, sencillamente, no es así.Trabajé en por lo menos media docena debloques de pisos y nunca me crucé con nadie,ni al entrar ni al salir. Todo el mundo parecíaestar aislado en su propia celda. Tenían quevivir en esos pisos porque eran fáciles demantener, pero era una vida muy solitaria.

Algunos, los que habían adoptado unapostura filosófica, se ponían a hablar contigocomo si fueras una de ellos, pero otrosactuaban como si al sentarse contigo y ponerseen igualdad de condiciones estuvieranhaciéndote un favor. También les parecía muyraro que una trabajadora por horas diera signosde inteligencia.

Me acuerdo de la señora Swob, aunquerealmente no debería llamarla Swob, porque seescribía Schwab y ella lo pronunciaba «Swaib»,que era como le gustaba que lo pronunciaran, y

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la enfurecía que casi todo el mundo lopronunciara Swob.

La casa de esta señora estaba llena deantigüedades, acaparadoras de polvo donde lashaya, en especial unos espejos redondos conenrevesados marcos dorados, y que yo megolpeara con alguna de las protuberancias delos marcos no le hacía ni pizca de gracia.«Tienes que tratar mejor las cosas, Margaret –me decía–. ¿No te gustan los objetos de valor?»Una vez, le contesté: «No, señora Schwab, nome gustan. Para mí no son más que cosasmateriales. Coincido con lo que decíaChesterton acerca de la malignidad de losobjetos inanimados, y creo que son malignosporque me roban mucho tiempo para quitarlesel polvo, abrillantarlos y limpiarlos. Fíjese enaquel jarrón, ése que usted dice que vale cienlibras. Si se cayera al suelo y se rompiera nosería más que tres o cuatro trocitos deporcelana sin ningún valor». Esto la dejó

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desconcertada unos segundos. «No sabía queleyeras, Margaret. Yo, desde luego, leomucho.» Esta señora era de las que, hicieras loque hicieras, ella lo hacía diez veces más. Porejemplo, una vez yo hablaba de películas, y elladijo: «Sí, yo podía haber sido estrella de cine.Quería serlo, pero por aquel entonces salía conel hombre que ahora es mi marido, y no medejó. Todo el mundo lo lamentó muchísimo».Les sorprendería la cantidad de tonterías quetuve que escuchar. Te las soltaban y sequedaban tan campantes, y tú tenías que fingirque estabas convenientemente impresionada.Trabajas para ellos y quieres que te paguen, y sino fueran ellos, serían otros. Te dan trabajopara que seas un público entregado. Lo quepasa es que, si te dedicas a escucharles, notrabajas.

La tal señora Schwab tenía una costumbrede lo más molesta. Cada vez que iba a su casa,me decía: «Margaret, cuando friegue el baño,

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no se olvide de las esquinas». Le sirvió de bienpoco. A partir de entonces dejé el cepillo defregar y me limité a esparcir jabón por el suelo.

El colmo fue una mañana en que estababarriendo la terraza y me dijo: «No barras enesa dirección, sino en la otra». ¿Dónde se havisto semejante majadería? Cogí mi paga y notuve valor para decirle que no iba a volver,porque sabía instintivamente que empezaría asoltar improperios; debía ser de esa clase depersonas. Le escribí una carta de lo máselegante, o al menos así me lo pareció, en laque le venía a decir que «para ella debía resultarirritante tener que decirme cómo hacer lascosas, del mismo modo que para mí erahumillante tener que escucharla».

En los trabajos por horas no tenías por quépreocuparte de las referencias. Valía con quedijeras que nunca habías trabajado fuera, o quela gente con la que trabajaste la última vezhabía fallecido. De hecho, todas las personas

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para las que yo había trabajado en último lugarhabían fallecido. No sé si habrá algunaconexión siniestra, pero es la verdad.

No puedo dejar de pensar que la gente queen algún momento tuvo dinero a espuertas y depronto tiene que arreglárselas con ingresosfijos sale peor parada que la gente de la clasetrabajadora, porque esta última al menos tieneingresos que aumentan con el coste de la vida.Pueden pedir un aumento y hacer huelga si nose lo conceden, o bien les dan una prima por lasubida del nivel de vida. Sin embargo, la genteque vive con ingresos fijos, como esasancianas, tiene que seguir aparentando unaespecie de espectáculo. Un lugar como Hoveestá lleno de esas damas de buena familiavenidas a menos que pasan apuros para llegar afin de mes. Pero pese a todo, y pese a algunoscasos particulares que he mencionado, sonpersonas que hacen una labor extraordinaria,porque se enfrentan a un modo de vida para el

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cual su educación no las ha preparado enabsoluto. El aguante y las ganas de vivir dealgunas de esas ancianas me llenan de asombro.

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Cuando mi hijo pequeño ya estaba en laescuela secundaria y el mayor se preparaba parair a la universidad, me di cuenta de que,quitando el estado del tiempo, no teníamostemas comunes de los que hablar. Los chicosvolvían a casa y se ponían a hablar de historia,astronomía, francés y cosas así, algunas de lascuales no significaban nada para mí. Yo nuncaintenté ponerme a su altura, pero decidí tratarde acortar distancias.

En lo primero que pensé fue en hacer uncurso por correspondencia.

Pero, aparte del gasto, cuando haces uncurso por correspondencia estás sola y, si notienes ganas de trabajar, no hay nadie que teimpulse a hacerlo; tampoco entras en rivalidadcon nadie, y da igual lo mucho que tardes.

Entonces, uno de los profesores dehistoria de mis hijos me habló de unas

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conferencias impartidas por el profesor Bruce,docente externo en Oxford. No eran muy caras,creo que solo costaban un chelín porconferencia, o menos si te apuntabas a un ciclocompleto, que era de veinticuatro ponencias.Cogí el completo.

Aquellas conferencias fueron fascinantespara mí. Debía de ser un profesor excelente,porque las conferencias eran de siete y media anueve y media de la tarde con una pausa para uncafé, pero, muy a menudo, la ronda depreguntas se alargaba hasta las once de lanoche, y yo no llegaba a casa hasta las once ymedia. Mi marido me decía: «No sé quéeducación será esa que te están dando que tehace estar levantada hasta las once y media».

Pero a mí aquello me abrió muchísimo losojos. Yo siempre había creído que la historiaera algo muy árido, una sucesión de fechas ypoco más.

Después me apunté a clases nocturnas de

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filosofía, historia y literatura. Lo único querealmente pudo conmigo fue la filosofíametafísica. Es sabido que, cuando empiezasalgo, quieres ser lo más. No quieres hacer lasmismas cosas que los demás; lo que buscas esalgo que tenga un nombre pomposo, así que meapunté a filosofía metafísica.

Nunca llegué a saber de qué iba la cosa.Lo único que llegué a entender es que teníaalgo que ver con ser hedonista, o algo parecido.Al cabo de seis sesiones, decidí que no era paramí, pero fue la única materia cuyos cursos noconseguí terminar.

¿Adónde me llevaba todo eso? Pues bien:superé el O Level, nivel ordinario, a loscincuenta y ocho años, y ahora estoypreparando el A Level, el nivel avanzado[9], queespero sacar antes de cumplir los sesenta. Lagente me dice que no entiende que lo estéhaciendo, pero yo creo que es algo que vienede lejos. Todo lo que hacemos en la vida está

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relacionado, ¿no les parece? A mí me gustaba iral colegio y me dieron una beca que no pudeaceptar, a raíz de lo cual empecé a trabajar en elservicio doméstico. Estaba descontenta, y esedescontento se reflejó en mi actitud hacia miambiente de trabajo. De haber llegado a ser otracosa, creo que habría sido una militante contraesa forma de vida.

Cuando me casé y nacieron mis hijos meconvertí, simplemente, en madre. Después,cuando empezaron a volar por sí solos, volví asentir la necesidad de estudiar.

La gente me dice: «Será que te aburrías»,pero no, no era eso. Esas semillas están en ti, yaunque pasen diez, veinte o cuarenta años,siempre puedes volver y hacer lo que queríasen un principio.

¿Habría sido más feliz de haber podidohacer lo que quería de joven? Tal vez. No soyde las que pretenden que hay algo fantástico enser pobre; a mí me habría encantado ser rica.

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No hay nada especialmente hermoso en serpobre, vestirse mal y no ser capaz de ir a lossitios buenos. No envidio especialmente a lagente rica, pero tampoco la culpo. Intentanaferrarse a su dinero. De haber tenido dinero,yo también me habría aferrado a él. La genteque dice que los ricos tienen que compartir susposesiones no sabe lo que dice. Si lo piensanes porque ellos no tienen tanto. Yo ni meplantearía compartir las mías.

Al repasar lo que he dicho puede dar laimpresión de que estoy muy resentida por mivida en el servicio doméstico. Si lo quepredomina es la amargura, se debe a que ésa erala sensación dominante en mí, y porque lo quecuento son las experiencias que recuerdo.

Sé que todo eso está muerto y enterrado.Ahora no pasan esas cosas. Sin embargo, creoque merece la pena no olvidar que pasaron yque, pese a todo, teníamos momentos felices, ydisfrutamos de la vida.

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Pero recuerden que nunca me heacostumbrado a tener mucha libertad.

El servicio doméstico da amplitud demiras, y puede servir de inspiración para ir enbusca de una vida mejor. Piensen en cómovivíamos, y puede que, sin saberlo, esténtratando de emularlo. Puede que la posiciónsocial no signifique mucho, pero ayuda aallanar el camino en la vida.

En definitiva, pese a la impresión quepueda dar, no estoy amargada por haber tenidoque trabajar en el servicio doméstico. Confrecuencia me pregunto qué habría sido de míde haber cumplido mi ambición de serprofesora, pero ahora soy feliz y, a medida quemis conocimientos se ensanchan y mis lecturasse amplían, encaro el futuro con buen ánimo.

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Créditos ALBATRAYECTOS

Edición en formato digital: abril de 2013

© Margaret Powell y Leigh Crutchley, 1968

© de esta edición:Alba Editorial, S.L.U.Baixada de Sant Miquel, 1 bajos08002 Barcelona

© de la traducción: Elena Bernardo Gil

© Diseño de cubierta: Pepe Moll de Alba

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidosen la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, lareproducción total o parcial de esta obra por cualquier medioo procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra formade cesión de la obra sin la autorización previa y por escritode los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro

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Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org)si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-8428-867-1Depósito legal: B-8.233-13

Conversión a formato digital: Alba Editorialwww.albaeditorial.es

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ALBA

Alba es un sello editorial que desde 1993 haemprendido una labor de recuperación de literatura clásica(Alba Clásica y Maior), así como de ensayo histórico,literario y memorístico (Colección Trayectos). Asimismo,merece una especial mención la colección Artes Escénicas,dedicada a la formación de actores y la colección Fuera deCampo conocida por la publicación de textos de formacióncinematográfica y literaria en todos sus ámbitos. Tambiéndestacan sus originales y vistosos libros de cocina, asícomo sus Guías del escritor destinadas a aficionados yprofesionales de la escritura. Por todo ello le fue concedidoel Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial, 2010. En 2012ha incorporado a su catálogo dos nuevas colecciones,Contemporánea (dedicada a la ficción de hoy) y Rara Avis(clásicos raros de los siglos XIX y XX).

Consulta www.albaeditorial.es

Alba Editorial, S.L.U.Baixada de Sant Miquel, 1 bajos08002 Barcelona

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T. 93 415 29 [email protected]

notes

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Notas

1 Este tipo de panecillos son típicos deSemana Santa. [Esta nota, como lassiguientes, es de la traductora.]

2 El juego, llamado conkers (castañas),consistía en atar las castañas con un cordel ygolpearlas una contra otra, para tratar deromper la del contrincante.

3 La autora se refiere a los dibujosrealizados por el humorista George Cruikshankpar a Escenas de la vida de Londres por«Boz», primera obra de Charles Dickens, quese publicó en 1836.

4 Elaine, personaje secundario en laleyenda artúrica, se enamoró de Lanzarote delLago y, con un filtro mágico, se hizo pasar porGinebra, verdadero amor del caballero.

5 Robert the Bruce, o Roberto I deEscocia (1274-1329) tuvo que librar muchasbatallas, superar muchas intrigas y empezar de

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nuevo en muchas ocasiones para asentarse en eltrono de Escocia.

6 El deleite de los caballeros.7 El acento cockney se relaciona

estrechamente con la zona londinense del EastEnd, pero se extiende por una parte delcondado de Sussex. La palabra Ripe,pronunciada con ese acento, suena rape:«violación».

8 Referencia exacta al título de un libro deautoayuda de Dale Carnegie, publicado en1936, que fue un éxito de ventas internacional.En España se publicó en 1940.

9 Estas titulaciones corresponden,respectivamente, al título de enseñanzasecundaria y al de enseñanza preparatoria paraacceder a la universidad.

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