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Emilio L. Mazariegos BAJA V TU CORAZÓN

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Emilio L. Mazariegos

BAJA V TU CORAZÓN

Emilio L. Mazariegos

BAJA A TU CORAZÓN

'aulinas

2a edición: noviembre 2000

© PAULINAS 2000 Carril del Conde, 62 - 28043 Madrid Tel.: 917 218 984 - Fax: 917 595 260 F.-mail: [email protected]

Impreso en Artes Gráficas Car.Vi^s.c. ISBN: 84-89021-55-4 Depósito Legal: M. 48.145-2000 Printed in Spain. Impreso en España.

«A aquel que me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos mo­rada dentro de él.»

Juan 14,23

A la entrañable memoria del HNO. GUILLER­MO FÉLIX, Hermano de las Escuelas Cristianas, hombre sumergido en adoración del Misterio, apa­sionado por el Verbo Encarnado, enamorado de la Madre de Dios, a quien sirvió como «el pajecillo de la Virgen». Para él, mi mejor recuerdo y cariño.

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Sumergirse como la ranita

Fray Juan de la Cruz está sentado en el locutorio con las Carmelitas. Una reja les separa. Una fe profunda les une. Fray Juan, santo y poeta; fray Juan, místico y hombre; fray Juan, creyente con una gran INTERIORIDAD, está feliz hablando de Dios. Dios va y viene del alma de Juan al al­ma de las Carmelitas; Dios es la Razón de sus existencias; Dios les hace libres como el cóndor; Dios les hace dicho­sos como nadie. Nunca una comunicación, entre rejas, fue más profunda, más íntima, más honda. Juan y las Carmeli­tas son libres en el Espíritu.

En un momento del diálogo, una hermana le pregunta a fray Juan que por qué en el fondo de la huerta siempre hay una ranita, junto a la laguna tranquila y bella. La hermana no entiende que, cuando ella llega con todo cuidado, la ra­nita «da un salto», se zambulle, «se sumerge» en la laguna y desaparece. La hermana quiere saber por qué no se que­da fuera, en la tierra, donde estaba. Y fray Juan comenta.

Comenta que «la ranita» se sumerge en la laguna, entra en el fondo, en lo profundo, porque «tiene miedo», y tiene miedo porque «está en la superficie», a la intemperie. La ranita se sumerge para encontrar «seguridad», cobijo, esta­bilidad. Allí, en el fondo, se siente segura, firme y no tiene miedo. Está «en sus raíces», está en lo profundo y desde allí enfrenta sus problemas: el problema de la superficie.

La hermana abre sus ojos, grandes como soles de me­diodía, y luego entiende lo que dice el Santo de Fontiveros:

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«Hermana, seamos como la ranita, bajemos al fondo del alma, bajemos al corazón, a lo profundo, porque allí está DIOS y allí estaremos seguros, firmes, sin miedo. Desde el fondo del corazón se ve, se siente, se recrea el alma, se es feliz. Desde la superficialidad, desde lo externo, lo de fuera, el corazón se siente mal, inseguro, con miedo. Y te­me enfrentar los problemas de la vida. Como la ranita, her­manas; como la ranita bajemos al corazón que allí encon­traremos morada: DIOS NUESTRA MORADA.»

«Baja a tu corazón» es una invitación a entrar mar-adentro de uno mismo, de su ser más profundo, del centro del alma, del fondo de la vida. Es una invitación a descu­brirnos por dentro, a interiorizarnos, a vivenciarnos, expe­rimentarnos en esa «zona de soledad» que todos llevamos dentro y en la que somos «en espíritu y en verdad». Esa zo­na del ser en la que Dios habita, se hace entrañable, cerca­no, íntimo, amigo del alma. Entrar dentro es bajar o subir al centro del corazón donde habita el Padre que nos ama; donde mora el Hijo que nos salva; donde ha puesto su mo­rada el Espíritu que nos vivifica. En lo profundo está la Trinidad, que se hace vida de nuestra vida, ser de nuestro ser, corazón de nuestro corazón. Descubrir ese tesoro es­condido es el reto de «Baja a tu corazón». El reto de «ven­derlo todo» por la alegría que da «haberlo encontrado todo».

«Baja a tu corazón» quiere ayudar a ORARA SOLAS; quiere ayudar a «HACER DESIERTO»; quiere ayudar a tener unos días de EJERCICIOS ESPIRITUALES solo donde el creyente se centra en Dios. Estos 18 temas (18x2=36 capítulos) presentan las COORDENADAS de una experiencia profunda de Dios, en el fondo del corazón.

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Son temas «nucleares», que llevan a centrarse en el Cen­tro, a no perderse, a quedarse con lo esencial. «Baja a tu corazón» quiere ayudar a encontrar las raíces de la vida y vivir desde esas raíces verdaderas y seguras del hombre.

Es un reto al hombre de final de este siglo tan amena­zado por la muerte, por la experiencia de lo temporal, de lo relativo, de lo que se acaba. Un reto al hombre que vive en la superficie, en lo de fuera, en lo exterior, a la intemperie. Un hombre amenazado por el miedo, la ansiedad, la an­gustia o la depresión; un hombre inseguro, inestable, sin permanencia, que ha construido su casa «sobre arena»; un hombre que «pasa» por la vida, pero que muchas veces «no vive» la vida.

Al tocar con las yemas de los dedos de las manos el Ter­cer Milenio que nos llega, es momento clave el preguntar­nos: ¿Acaso el placer, el tener, el poder, el parecer... llenan de felicidad y seguridad la vida del hombre? ¿No es mo­mento de SER? ¿No es momento de buscar en Dios el ori­gen de la vida, de tomar a Dios como el «compañero del alma» en este camino de la vida, de poner los ojos en Dios como la meta de la existencia? Un Dios que nos habita, que mora, que nos quiere, que nos llena, desde dentro, des­de el corazón, de paz, gozo y felicidad; que nos llena de se­guridad, de fuerza interior, de alegría en el vivir. Dios está con nosotros, y es tan nosotros que «nosotros somos El». Descubrir esta realidad es haber dado con el SENTIDO DE LA VIDA.

Abro mis ojos a María, esta mujer única; abro mis ojos a esta mujer y esposa; a esta virgen y madre; a esta cre­yente que abrió su corazón a Dios en Jesús; a esta mujer que guardaba en su corazón todo ese misterio deslumbran-

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te y maravilloso de Dios; lo guardaba y lo meditaba; lo guardaba y lo vivía; lo guardaba y lo irradiaba. Que Santa María del Corazón profundo y feliz nos ayude a descubrir el ser más hondo de lo que somos como PERSONAS: el ser hijos de Dios, hermanos de Jesús y amigos del Espíri­tu Santo dentro de nuestro corazón. Se trata de querer y sa­ber BAJAR al corazón; bajar para luego SUBIR la vida a la dignidad de hombres y mujeres amados por Dios.

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Nómada de Dios

Me resisto a creer que estoy en la vida «porque sí»; a creer que ha sido la casualidad, o la suerte, o la desgracia, quienes me han puesto en la historia. No creo que soy co­mo una flor silvestre, ni como un gorrioncillo, que hoy son y mañana desaparecen. Me resisto a creerme como una ho­ja de otoño que arranca el viento y juega con ella hasta per­derse. Me resisto a verme aquí, en medio de la vida, como un ser más, como alguien que está aquí para comer, traba­jar, dormir, disfrutar, «dolerse muchas veces», y al final desaparecer y entrar en la nada, en el absurdo, en el vacío. Me resisto a «vivir para morir».

Siento dentro de mí una llamada a la altura, a la supe­ración, al infinito, a la lucha por mantener mi dignidad de persona humana. Siento dentro de mí una voz que me di­ce: «Camina, busca, peregrina, ábrete rutas en la vida, le­vanta los ojos y mira el horizonte, la vida es bella y tienes que construirla: Vive». Y siento que mi vida es «vida sin término», vida que no se acaba, vida que proyecta esa In­mortalidad que llevo dentro y que da sentido a mi existen­cia. Siento dentro de mí ganas de creer, de volar, de arries­gar, de ser yo mismo, de forjar mi personalidad, de tener mi identidad propia. Siento y busco.

No; no busco fuera de mí. He aprendido que todo lo esencial, todo lo que vale, todo lo hermoso y bello está dentro de mí, en mi interior: en el corazón. Para mí subir es

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bajar; o bajar es subir. Quiero saberme por dentro, quiero descubrirme por dentro, quiero llegar hasta el fondo de «mi laguna» y ser esa ranita que se zambulle, sumerge, se lanza hasta el fondo. Sólo en el fondo está la vida, lo que es verdadero y auténtico, lo que me hace sentir hombre. Pero no un hombre cualquiera: un hombre con raíces, un hombre creado a Imagen y Semejanza de Dios. Esta es la pasión de entrar dentro de mí, pues ese Dios no está fuera pues «en él vivimos, nos movemos y existimos».

No; no quiero ser sedentario. Aburre el instalarse en la vida, el dejarse caer en la gran siesta de la vida. Mi vida tiene dinamismo, fuerza, energía interior. Y no viene de mí: viene de ese Dios de la vida. Mi vida está impulsada por Dios y él mismo le llama a vivir, a ser libre, a mover­me, a ponerme en camino... hacia el corazón. Porque mi corazón vive, mi corazón está habitado por esc Dios-Amor, ese Dios-Vida, ese Dios-Libertad. Siento como una llamada a salir de mí mismo, a hacer éxodo, a llegar a esa Tierra Prometida que es el mismo Dios: Dios en la tierra de mi corazón.

Siento en mi vida alas; alas con capacidad de búsqueda, de plenitud, de ir más allá de mí mismo. Porque en eso en­cuentro la razón de mi vida: ser yo mismo más allá de mí mismo. Ser yo mismo desde Dios. Esta es la gran pasión, la gran aventura de mi vida, la fascinación y deslumbra­miento jamás soñado. Porque en Dios es cuando soy hom­bre; en Dios es cuando yo soy vida; en Dios es cuando yo soy libre; en Dios es cuando yo soy yo mismo. Cuanto más él, más yo; y cuando más yo, más él. Es el misterio de Dios y el misterio del hombre. Misterio que hace vivir; vivir sin aburrimiento, sin monotonía, sin flojera ni desgana. Por-

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que la búsqueda de Dios es descubrimiento constante, epi­fanía diaria, revelación gozosa. Dios es el eternamente jo­ven que rejuvenece.

Nómada de Dios voy por la vida. Nómada de los mil caminos, de los mil rostros de Dios. Nómada como Abra-ham, que lloró de gozo al encontrarse en la noche con mi­llones de estrellas; nómada como Jacob, que peleó con Dios, cuerpo a cuerpo, y se ganó su bendición; nómada de Dios como Moisés, deslumhrado por la inmensidad del de­sierto y el fuego de la montaña; nómada de Dios como Da­vid, Samuel, Jeremías..., hombres al ritmo de Dios; nóma­da de Dios como Elias, el profeta de fuego; nómada como Juan el Bautista, libre como la inmensidad del desierto; nómada de Dios como los millones de hombres y mujeres en la historia que hicieron peregrinación hacia el Absoluto de sus vidas: Dios.

No, no soy solitario en la vida. Me siento racimo, espi­ga, pueblo. No; no camino en búsqueda de Dios a lo que salga. Voy caminando apoyado en la fe, avivado por la es­peranza, fortalecido por la caridad. Camino apoyado en el bordón de la Palabra de Vida, en el báculo del mensaje de la Iglesia, en la fuerza de una tradición maravillosa. Cami­no en grupo, en comunidad, en Iglesia. Este es el seno, el clima, el ambiente para mis pasos, para mi búsqueda. Me dejo guiar por la sabiduría y madurez de mi Madre, la Igle­sia, que me acompaña cada día en su liturgia, paso a paso. Camino seguro.

Soy nómada con mis hermanos nómadas. Formamos la comunidad de los que en la vida hemos puesto a Dios co­mo Centro, Valor, Sentido de todo lo que somos y hace­mos. Llevamos como Guía la Nube luminosa del Espíritu que dirige y alienta nuestra marcha. Llevamos caminando

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con nosotros al Peregrino del alma: Jesús, el Señor. Cami­na con nosotros y hace paso de nuestro paso; caminamos juntos con él y hace sentir nuestros pasos como ciertos, se­guros, con rumbo. Somos nómadas y llevamos la Tienda de campaña con nosotros; Jesús mismo es el Dios que ha acampado entre los hombres, que está a gusto a nuestro la­do.

En este camino, cuanto más entro dentro de mi cora­zón, más me siento en comunión con mis hermanos. En es­te camino, cuando más doy la mano al hermano, más ne­cesito fuerza interior para ayudarle. Es un camino solo y acompañado; camino lleno de soledad y compañía; cami­no lleno de silencio y palabra; camino lleno de aquí y del más allá; camino con las realidades temporales que se abren en ritmo eterno; camino de hoy y de mañana; cami­no tan antiguo como nuevo; camino sin camino porque se hace el camino al andar. Nuestros caminos, son «sus cami­nos»: los del Espíritu.

Me siento feliz porque sé que mi vida tiene origen, ca­mino y meta. Me siento feliz porque sé de dónde vengo, por dónde voy y hacia dónde quiero llegar. Me siento feliz porque Alguien, Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siem­pre. Me siento feliz porque las cosas las siento relativas, como de paso, como algo para servirme de ello en lo im­prescindible. Feliz porque no son las cosas la razón de mi existencia. Feliz porque los hermanos son lo fundamental de mi vida; feliz porque Dios es lo esencial, lo definitivo de mi vida. Nómada que busca y vive al Dios ya encontra­do en JESÚS.

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Salmo del Nómada de Dios

Cuando toco el fondo de mi alma y me quema la aridez de mi desierto; cuando busco la fuente de agua viva y descubro que Tú no estás por dentro; entonces mis alas se resisten a seguir perdido en este punto muerto.

No quiero ser un hombre sedentario, agarrado a esta tierra como un preso; no quiero vivir entre barrotes, que esclavicen mi vida, sin sendero; quiero ser gaviota blanca y libre que abre sus alas y lucha contra el viento.

Hay una voz que viene de lo alto, una llamada que arranca desde el cielo; una Palabra que quema cuando toca las entrañas profundas de mi-dentro. Es una llama que llama sin oírse, y que enciende el alma en un vivo fuego.

Eres Tú, oh Dios, el Absoluto; eres Tú, oh Dios, un Dios eterno. Eres Tú, la Zarza viva que me arde y que deja descalzo mi pie entero.

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Eres Tú, quien deslumhras estos ojos,

que al mirarte te miran como ciego.

A pie descalzo camino, paso a paso, y apoyado en mi bordón sigo ligero en busca de tu Rostro escondido en la nube de un pesado velo. Quiero ser tu Nómada, oh Dios mío, buscador de esos ojos que no encuentro.

Quiero ser peregrino, noche a noche,

de las mil estrellas de tu Cielo, y leer en el brillo de tus ojos

la luz eterna que irradias de tu pecho. Peregrino, día a día, quiero ser,

hasta que toques lo profundo de mi seno.

Quiero trascender la tierra donde habito, y cruzar los mares en alas de un velero; quiero navegar al soplo de tu Espíritu hasta perderme en tu mar de azul intenso. Perderme en ti, Señor del Hombre y de la Historia, para encontrarme en tus brazos bien despierto.

Nómada de Dios, voy por la vida; Nómada que busca y sufre, sin saberlo, la raíz, el origen, las huellas de mi paso por esta vida donde me siento prisionero. Alienta, oh Dios, alienta mi camino, que llegar hasta ti, busca este romero.

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En busca de Transcendencia

Si yo cortase las alas al pájaro, no le dejaría volar; le quitaría aquello que es más suyo. Si cortase al río el ma­nantial, le dejaría en aguas estancadas y con el tiempo le llevaría a la muerte. Si cortase la raíz del árbol mataría to­da vida en él. Si quitase a una casa sus cimientos, derrum­baría la casa. A nadie se le ocurriría querer tapar con un dedo el sol.

Y yo soy ese pájaro que nació para volar y necesita de sus alas. Y soy ese árbol que fue plantado para dar fruto y necesita de la raíz. Y soy ese río que necesita del manantial para ser dinámico y fecundar, a su paso, los campos. Y soy esa casa que, para permanecer en pie sólida, necesita de esos cimientos seguros. O soy ese pez que necesita del agua para poder vivir, nadar, ser él mismo. De ninguna ma­nera se me ocurre querer tapar el sol con el dedo.

He descubierto, porque he buscado, que Dios es «esas alas» para poder volar; que Dios es «ese manantial» para tener vida; que Dios es «esa raíz» para poder dar fruto; que Dios es «ese cimiento» de mi casa para poder habitar en ella. Si vivo sin alas, tapo el sol con el dedo. Si vivo sin manantial, tapo el sol con el dedo. Si vivo sin raíz, tapo el sol con el dedo. Si vivo sin cimientos, tapo el sol con el de­do. No quiero ser ridículo, no quiero ser fantasioso, no quiero ser absurdo y ciego. Tal vez la única manera de ta­par el sol con el dedo sea el cerrar los ojos, el «taparme» a

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raí mismo los ojos. ¡Los ojos fueron hechos para ver la luz!

En busca de Transcendencia anda este nómada en la vi­da. En busca del Absoluto, del Totalmente Otro. En busca de Dios. Una búsqueda que es tan larga como la vida; una búsqueda que, cuanto más se encuentra, más apasionante se hace esa misma búsqueda. Porque no es una búsqueda de Dios intelectual. Es una búsqueda vivencial, existen-cial, experiencial. Dios no es una teoría; Dios es una Vida, Vida eterna. Es una búsqueda que crea en mí mayor espa­cio de libertad, pues se agranda mi existencia. Es una bús­queda que rompe las vallas, las cercas, el límite. Es una búsqueda gozosa: el gozo de verse libre en el Dios de la vi­da, de la Libertad.

Yo puedo ir por la vida con los ojos abiertos y los ojos vendados. De las dos maneras puedo caminar. Pero si lle­vo los ojos vendados voy ciego, no sé por dónde ando, no tengo dirección, rumbo, meta. Si voy con los ojos abier­tos, tengo delante de mí lo mismo que andando con los ojos tapados, pero veo todo, me sitúo, encuentro camino, no me golpeo con las cosas. Algo así es la vida en «clima» de transcendencia, de haber encontrado a Dios; y la vida en clima de la no-transcendencia, una vida sin Dios. Crea en él o no crea, Dios está en la vida. Su presencia es inde­pendiente de que crea en él o no crea. Pero la vida es total­mente diferente; con Dios, es una vida con sentido, con plenitud, con «razón de vida». Los ojos de la fe me abren a este clima nuevo en el que me sitúo. Los ojos de la fe me llevan a vivir la vida desde la Vida.

Y le digo a Dios: «Gracias, Dios mío, porque existes, porque vives, porque eres Dios. Gracias porque me amas­te y me diste el ser; porque me amaste y me llamaste a la

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vida. Gracias porque en mi vida dejaste la tuya; porque me tuviste, y tienes, en la palma de tus manos y me cuidas con ternura y cariño. Gracias porque me tejiste, fibra a fibra, en el seno materno. Gracias porque me hiciste nacer, co­menzar a existir fuera del seno materno. Gracias porque cada latido de mi corazón tú lo alentabas, y cada respira­ción, tú la sostenías, y cada paso que aprendía a dar, tú lo cuidabas. Todo mi ser de niño lo cuidaste más que una ma­dre. Era tu obra».

Y le digo a Dios: «Gracias porque me hiciste mucha­cho, porque llenaste mi corazón de fuerza y de mil ilusio­nes; gracias porque me hiciste crecer, y porque me fuiste aupando, palmo a palmo. Gracias porque me rodeaste de una familia, de cariño, de cuidados, de seguridad. Gracias porque me llevaste a ser adolescente y me metiste en ritmo de cambio, de encontrarme conmigo mismo, de ser yo mismo. Gracias porque me llevaste a conocerme, a enfren­tarme con mi realidad de hombre. Gracias porque en ti en­contré a Alguien que me comprendió, acogió y perdonó».

Y le digo a Dios: «Gracias por mis años jóvenes, por la ilusión, la alegría, la fuerza interior a la hora de vivir. Gra­cias por situarme en la vida y ayudarme a encontrarme den­tro de la sociedad. Gracias por los proyectos, la vocación, el plan de vida que pusiste en mis manos. Gracias por abrir mi corazón a los problemas de los hombres y ayudarme a dar el paso en ayuda verdadera. Gracias porque me encontré contigo, en tu hijo Jesús; gracias porque aprendí a hacerme hombre según su estilo de vida. Gracias porque aprendí a vivir desde la cruz y la resurrección; gracias porque apren­dí a contar con la fuerza de tu Espíritu de Vida».

Y le digo a Dios: «Gracias por haberme hecho adulto. Gracias por esa seguridad y capacidad de ser para los

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otros. Gracias por esa capacidad de dar amor y recibirlo. Gracias porque tengo la certeza que mi vida no ha sido una casualidad, ni una lotería, ni una suerte. Gracias porque he aprendido «en tu clima» a ver todo desde la Gracia, la Ver­dad. Todo ha sido Gracia, todo ha sido un don tuyo. Gra­cias, porque sé que mi vida tiene proyección hasta la Vida eterna. Gracias porque contigo, Dios mío, todo tiene senti­do, todo tiene solución, todo tiene respuesta. La Respues­ta es tu Hijo Jesús».

Existen muros que no dejan ver el horizonte; existen vallas que quitan toda la libertad; existen cercas que escla­vizan, amarran, oprimen, angustian. Son esos «barrotes» que puedo poner en mi vida en la que me enjaulo, me que­do prisionero de mí mismo. Es el barrote del dinero como el dios de todo; el barrote del placer por el placer, como el clima para todos; es el barrote del parecer, de la imagen como el podium donde recibo aplausos; el barrote del po­der, del dominio, de la esclavitud del otro. Esos barrotes quitan al corazón las alas y no le dejan transcender.

Cuando el corazón no tiene deseos de búsqueda de Dios; cuando el corazón no tiene hambre y sed de Infinito; cuando el corazón no tiene ganas de buscar Inmortalidad, Eternidad... algo dentro está golpeando, prisionero, heri­do, maltratado o muerto. La búsqueda de Dios pasa por la búsqueda de uno mismo; y el problema de Dios, es proble­ma del hombre. Necesito encontrarme conmigo mismo pa­ra encontrarme con Dios. De mí, transciendo a Dios.

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Salmo en busca de Transcendencia

Hoy toco con la yema de mis dedos el muro de esta vida en la que vivo; y siento que las alas de mi cuerpo no se abren con el ritmo de Infinito. Las huellas de los pasos que yo dejo el viento se las lleva sin destino.

¿Quién soy yo?, me pregunto en silencio. ¿Quién soy yo?, y no sé cómo decirlo. ¿Quién soy yo?, y se nubla en el espejo este rostro, sin rostro, que es muy mío. ¿Quién soy yo?, ser que vive a la intemperie y que entre sombras vaga bien perdido.

¿Dónde están las raíces de mi vida? ¿Dónde está el manantial de mi rio? ¿Dónde la roca firme de mi casa? ¿Dónde, Tú, oh Dios, estás escondido? ¿De dónde vengo? ¿Qidén me dio existencia? Quiero ver las manos de quien me hizo.

Aquí estoy en la vida y no encuentro en los pasos de mi andar, el camino; y busco como loco tus pisadas, que me llevan en busca de un sentido.

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¿Eres tú, oh Dios, aquél a quien yo busco? Si eres tú, oh Dios de los hombres, dímelo.

Quiero llegar, Señor, hasta la meta y romper con mi pecho el fino hilo que separa al hombre de lo eterno y lo deja en sus aguas sumergido. Toma estos remos, oh mi Dios, deshechos, y juega con mi barca sin arribo.

Quiero romper la tela de este cuerpo, y subir desde el fondo del abismo; quiero volar en alas de tu viento cuando sienta en mis pies el precipicio. Quiero con fuerza agarrarme a tu pecho y sentirme a tus alas protegido.

¿Dónde estás, oh Dios?... Escucha mi llanto ¿Dónde estás, oh Dios?... Acoge mis gritos. Tengo sed de ti, de tus Aguas vivas, como tierra al sol, en campo baldío. Tus ojos, tus manos, oh Dios, yo busco como busca el ciervo el agua del río.

En tu mar adentro; en tu mar, oh Dios, dejo el corazón —es tuyo-, rendido; llénale de estrellas, Dios, y de aromas, y embriaga mi alma de tu cariño. En la vida soy tu pobre romero, que al decirte: ¡DIOS!, se siente querido.

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Desde la Armonía de la persona

Es importante, a la hora de orar, tener claro lo que es oración interior, oración del corazón. Porque la oración tiene que arrancar desde mi propia vida, desde mi realidad, desde mi existencia. Cuando oro a Dios levanto a Dios mi vida y la pongo en sus manos, la sumerjo en su corazón. Cuando oro dejo que Dios entre en mi corazón y penetre en mi vida. En la oración Dios penetra mi corazón y yo pe­netro el corazón de Dios. Dios y mi corazón se funden, se fusionan, se hacen uno solo. Dios desciende y entra en mi vida; yo asciendo y penetro en la vida de Dios. ¡Apasio­nante aventura eso de orar!

La oración auténtica supone una bajada a mi realidad, a mi corazón. Porque debo orar en espíritu y en verdad. En espíritu, desde lo profundo, lo auténtico; y en verdad, des­de mi historia personal. En espíritu, es decir, movido por el Espíritu Santo; y en verdad, con Jesús el único camino ha­cia la Verdad del Padre. En la oración del corazón todo mi mundo interior se despierta, se levanta, se conmueve. Al orar-dentro, se me abren los ojos del corazón y me veo co­mo soy en realidad; se me abren los oídos interiores, y es­cucho mis voces profundas; se despierta mi olfato, y soy más sensible a lo escondido, a lo oculto; se agudiza mi gusto, y llego a saborear lo interior y escondido. En la ora­ción interior todo mi ser se pone en vigilia, se pone a flor de piel y vibra todo él. Soy yo mismo el que ora.

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La oración del corazón, la oración profunda, me lleva al CONOCIMIENTO PERSONAL. Todo mi yo queda desnudo, poco a poco; todo mi yo se va abriendo en sus grandezas y miserias, en sus luces y sombras, en sus limi­taciones, en sus heridas, llagas, deseos y tendencias pro­fundas. Todo mi yo se va haciendo mío en la medida en que Dios va entrando en mi interior y lo ilumina en la luz del Espíritu Santo. El conocimiento de mi arcilla, de mi barro, de mi nada, me lleva a sentirme pequeño, anonada­do, humilde ante Dios que lo es todo. Entonces no me que­do con mi barro, sino que lo pongo en las manos del Alfa­rero, Dios, para que realice la Obra que sueña conmigo. El gran fruto del conocimiento personal es la HUMILDAD, base de la oración. La humildad como camino de hacer la Verdad sobre mí mismo.

En ese conocimiento personal veo mis dimensiones dispersas, en desarmonía; veo la desunificación, la falta de integración de mi corazón. Me veo como un ser roto, dis­perso, dividido y contradictorio. Veo las tensiones inter­nas, las luchas, las peleas de mi Caín y Abel que se agarran y golpean en el corazón. Y siento la necesidad de orientar, de re-orientar mi vida, de buscar la pacificación interior, la liberación interior, el silenciamiento interior. Toda esa confusión en la que me veo; toda esa debilidad en la que vivo; toda esa agitación en la que me descubro, ése soy yo. Y el conocimiento personal me lleva a aceptarme, ante Dios, en su misericordia como realmente soy. Aceptarme para saber entenderme y tratarme. Sigo siendo el mismo, pero ya «yo mismo entero».

No; no me desanima el hecho de conocerme. Al contra­rio, me alegra pues es camino de arreglarme, de controlar-

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me, de integrarme. Y me integro y armonizo MIRANDO A JESÚS. Le veo a Jesús humilde, y luego me miro orgu­lloso, vanidoso; pero no me desanimo, sino que le vuelvo a mirar y le pido gracia para ser humilde. Le miro a Jesús bueno, generoso y me alegra de que sea así; luego me mi­ro y me veo ruin, egoísta. Esto no me desanima, sino que le pido lo que me falta para llegar a ser como él. Este es el auténtico conocimiento personal que anima, que lleva gra­cia y paz, que es capaz de integrar mi ser «en el ser de Je­sús». Conocerme en referencia de Jesús, he aquí el gran reto, para el cambio, de la oración interior.

Y a la luz de Jesús, modelo del hombre, Plenitud del hombre, realizo mi oración cristiana, y no otra. En Jesús, bajo el ritmo de su Palabra, de su Evangelio, voy haciendo reconstrucción, unidad de todo mi ser. Su luz, su verdad, en proceso largo, va quitando la confusión y mentira de mi mente. Su amor y misericordia va dando sentido a mi mun­do afectivo y lo va haciendo capaz de dar amor y recibir amor. Su fuerza, su poder en el Espíritu, va trabajando mi voluntad y fortaleciéndola para hacerla libre a la hora de escoger, de tomar decisiones. Decisiones según la volun­tad de Dios. Mente-afectividad-voluntad se van purifican­do, iluminando, integrando y así dando fuerza al hombre interior.

A la luz de Jesús y su Evangelio voy buscando la libe­ración, la purificación de mi cuerpo, de mis sentidos, de mis tendencias flojas hacia abajo; purificación de la carne para vivir según el espíritu. La gracia de Jesús me va dan­do capacidad de autodominio de mi cuerpo, capacidad de superación, de lucha, de sacrificio, para que el cuerpo sea instrumento dócil para la expresión del espíritu interior. Mi alma, mi espíritu profundo, va buscando el Centro, el

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pilar en quien asegurarse. La fe se va avivando y se hace más sólida al ritmo de la Palabra; la fe lleva mi corazón a centrarse en Jesús y su Evangelio; a relacionar mi alma con Dios, por medio del único Mediador: Jesús. Cuerpo y alma no son dos realidades opuestas, sino integradas, her­manas, unificadas.

Así, en la oración, voy buscando la armonía de mi per­sona total: Mente-afectividad-voluntad-cuerpo-alma. Ese ser que soy en dimensiones, se hace ser unificado bajo la acción del Espíritu Santo que lo transforma en Jesús. Mi persona se va transformando, conformando, unificando y armonizando con la de Jesús. Es el «ya no soy yo el que vi­ve, es Cristo el que vive en mí». Así, en proceso largo, mi vida se centra en el Centro, se queda, poco a poco, con lo esencial, se hace dueña de sí misma. Un ser unificado se vuelve capaz de enfrentar problemas con las energías uni­das de toda su persona. Un ser unificado se capacita para orar más desde el fondo, para abrirse camino hacia la con­templación.

La oración exige unidad de la persona; pero también va armonizando la persona. La oración pide concentración, atención profunda, para estar en lo que se está. La misma oración va dando esa capacidad de concentrarse, de estar­se en lo que se está. Todo un camino maravilloso para irse transformando como persona en la PERSONA maravillo­sa de Jesús: Armonía del hombre.

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Salmo en clima de Armonía

Quiero levantar a Ti mis ojos, y sentirte a mi lado, en cercanía; Compañero del alma, en el camino, Caminante que nunca se fatiga. Ven, oh Dios, y penetra esta corteza, que no deja penetrar tu lluvia fina.

¡Me siento tan disperso, oh Dios del alma, cuando quiero elevarme sin medida hasta tus manos que se abren como Padre, y me acogen bañándome en caricias! Roto estoy y perdido entre las cosas, sin fuerzas, sin coraje y valentía.

Cuando quiero centrarme en Ti, no puedo; cuando quiero ser tuyo, soy la risa de esta vida dispersa que yo llevo siempre al ritmo, sin ritmo, de la prisa. Hoy quiero hacer stop en mi camino, Quiero sentirme unido, en armonía.

Quiero ser yo, unificado, que integre cada poro de su vida; quiero ser yo, desde mi pobre corazón, tan frágil y tan pobre como arcilla.

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Quiero ser ante ti, Señor Dios nuestro,

un surco abierto que espera tu semilla.

Ilumina con tu luz esta mi mente, que en su noche sin luna está perdida; sosiega el corazón que arde salvaje, y se quema y se pierde hecho cenizas. Derrama tu poder sobre mis hombros, y esta frágil voluntad, fortifica.

Abre mi espíritu que busca el Infinito, y vigoriza sus venas que casi están vacias; dame sed de ti, de lo que Tú eres, y haz que brote en mi alma el Agua viva.

Ya no soy, Señor, yo aquel que vive; eres Tú la Vida del alma mía.

Serena este mi cuerpo cansado, y acalma con tu paz mis nervios que porfían y quieren agitar las aguas de mi lago, para que mi barca no arranque de la orilla. Tu paz, Señor; tu paz en plenitud yo quiero y abrir mi corazón a tu sonrisa.

Unifica, Señor, mi ser entero, y que todo mi yo se haga subida

a la Montaña santa donde Tú te escondes, donde en silencio y soledad habitas.

¡Oh Dios, mi Armonía y mi Belleza, el Clima donde mi ser se unifica!

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En clima de soledad y silencio

La lectura de buenos libros, sobre todo que partan de una experiencia sobre la oración, es muy importante. Es preciso aclararse sobre un tema tan delicado como es la oración interior o del corazón. Es importante «saber bajar» al corazón para orar allí en el Espíritu que habita el cora­zón del creyente. Es importante también un guía o una co­munidad de oración que ore y haga discernimiento oracio­nal. También es importante para llegar al corazón tener co­mo base humildad y caridad; son dos coordenadas que autentifican la oración, le dan un signo de verdad. Toda una pedagogía oracional está al servicio del orante.

Pero la oración del corazón tiene un Maestro único: el Espíritu de Jesús; Espíritu que actúa en la oración por me­dio de la Palabra de la Verdad; Espíritu que tiene su clima para ser oído, para dejarle actuar. Es el clima de la SOLE­DAD y el SILENCIO. La misma soledad se convierte en pedagogo oracional; el mismo silencio crea espacio para la escucha del Espíritu de Dios que se manifiesta en la ora­ción. La soledad es un espacio más amplio que el silencio; el silencio mismo es fruto de la experiencia de la soledad frecuentada con insistencia. La soledad, ya sea ambiental, ya sea interior, prepara la experiencia del encuentro con Dios. Una soledad buscada y amada; un silencio querido y saboreado.

El hombre de hoy es ruidoso; marcado profundamente

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por los ruidos que le aturden, le agitan, le crean confusión, le desestabilizan, le desasosiegan y dispersan. El hombre ruidoso, ya sea a nivel de espíritu o de ambiente es el hom­bre con DEPENDENCIAS, esclavo de mil cosas, hechos, personas, hábitos. Es el hombre que no sabe concentrarse porque está dividido, perdido. Es el hombre que ha perdi­do su identidad personal.

La soledad es un lugar de encuentro consigo mismo; un lugar de descubrir todo lo postizo, lo «añadido», lo que no es nuestro. En la soledad el hombre se queda a solas con lo que realmente es; no con lo que tiene, o parece. La soledad le lleva al despojo, a lo puro, a lo auténtico, a lo original y verdadero. Después de largas experiencias dolorosas de soledad, al final el hombre se encuentra solo en el desierto de la vida con su pobre barro que grita a Dios misericor­dia. La soledad unifica, armoniza, integra la persona. La soledad serena, suaviza, relaja, libera. Quien no ha pasado por experiencias de soledad profunda, difícilmente ha lle­gado al fondo de su corazón, donde habita Dios.

La soledad es un lugar de encuentro con Dios; lugar donde se realiza la experiencia del Dios del corazón, del Dios al que se llega en espíritu y en verdad. La soledad es el lugar predilecto al que lleva el Espíritu Santo cuando un alma se deja actuar por él; es el lugar donde el Espíritu la enamora, la seduce, la abre a experiencias interiores pro­fundas. La soledad es lugar para ponerse, cara a cara, con Dios-dentro. Un Dios que habita en la soledad del cora­zón; un Dios que se manifiesta en sonoridad, en palabra callada, en música suave, en murmullo. O un Dios que gri­ta, le duele nuestra vida y quiere hacerla suya.

Miedo a la soledad es miedo a uno mismo; miedo a la soledad es miedo a la realidad interior que llevamos en el

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corazón. Porque del corazón sale todo lo bueno y lo malo; en el corazón se forja la vida y la muerte; en el corazón se gestan la felicidad o la desgracia. Somos lo que es nuestro corazón. Un corazón hecho a la medida de Dios; un cora­zón que sólo lo puede llenar Dios mismo. Los nervios, las tensiones, las agitaciones, las confusiones, tienen un lugar donde pueden ser sanados: la soledad como clima para orar, para relacionarse con el Dios que nos desborda, pero que nos llena en el interior. El orante ama la soledad pro­funda.

Cuando oro, lo importante no es lo que yo digo a Dios; lo que importa es escuchar lo que Dios me dice. Voy a la oración para descubrir el rostro de Dios y acoger su Volun­tad divina que él mismo me manifiesta a través de la Pala­bra orada, meditada, contemplada, o sencillamente leída. El clima para esta escucha es la actitud de SILENCIO. Un silencio exterior que ayuda a concentrarse, a estarse en unidad; pero más aún, un silencio interior que solamente bajando al corazón se consigue sentir y experimentar. Dios mismo es muchas veces silencio.

En clima de soledad, bajo un estado de silencio interior, voy percibiendo mi ser y el Ser de Dios. Me escucho y le escucho. Me siento y le siento. Experimento el ENCUEN­TRO. El silencio que ayuda a orientar todo mi ser hacia Dios, a estar como centinela, todo atento, todo en direc­ción hacia el Dios de mi vida. El silencio me hace captar las insinuaciones, los movimientos, los toques del Espíritu en mi corazón. Percibirlos es ponerse en clima de diálogo profundo. Quedarse callado, sin querer comprenderlo, ni poseerlo con mi mente, es inicio de contemplación. Pongo mi atención en Dios y me estoy «amando al Amado».

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Cuanto más profundo sea el encuentro con Dios, menos palabras; cuanto más entre en el corazón, la oración se mueve en ritmo de sentimientos, de afectos, de «sabor a Dios». Porque es preciso saborear al Dios que me habita, que me quiere, que es mío; saborear al Dios que me posee, que es Dueño de mi corazón, que me ama, me cerca, me invade, se recrea en mi interior. Ese Dios que necesita to­do mi ser para que yo pueda vivir todo su ser. Soledad es igual a callarse, a abrirse de par en par, a estarse sin más. Silencio es igual a sentirle, saborearle, palparle, vivenciar-le. El orante se hace soledad sonora y silencio entrañable. La soledad y el silencio recrean y enamoran.

Cuando salgo de la soledad, cuando dejo ese desierto amado, buscado, encontrado, llevo dentro de mi corazón más luz, más verdad, más paz, más de mí mismo, más de Dios. Al salir, siento que los sentidos interiores del cora­zón se me han abierto. Y si soy constante en hacer esta ex­periencia oracional termino por aprender a ir en la vida so­lo (en pureza interior) y acompañado (en comunión con los hermanos). Cuando salgo de la soledad y he vivido en escucha desde el silencio, llevo en mi corazón una capaci­dad mayor de percibir, de captar, de ser sensible a la vida, a los otros, al hombre como misterio profundo que necesi­ta ser descubierto. Al descubrirme a mí mismo, voy apren­diendo a descubrir al otro. Es el Espíritu de Jesús en mi co­razón que me da unos nuevos ojos para ver la vida de otra manera: desde la presencia viva de Dios.

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Salmo desde la Soledad y el Silencio

Cuántas veces he querido hablarte a solas, y encontrarme contigo, cara a cara; cuántas veces el ruido me ha aturdido y me he quedado ante ti sin nada; cuántas veces los gritos de mi vida me hicieron sordo a la voz de tu llamada.

Hoy busco un rincón, donde he llegado ligero de equipaje y sin máscaras; hoy quiero estar desnudo en tu presencia y dejar sangrar con dolor mis llagas. Estoy solo y no quiero más postizos; sólo ante ti como una inmensa playa.

Ven con tus olas y juega con mi arena, y lleva mis castillos en tus aguas; y deja mi playa pura y virgen, y no tengas miedo de dejarme tus pisadas. Quiero sentir tus huellas en mi arena y besar en silencio y paz tus marcas.

Tengo miedo, Señor, a estarme solo y a escuchar en silencio tu Palabra; miedo a guardar en este corazón esa voz silenciosa con que Tú me hablas.

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Abre, Señor, el fondo de mi ser,

a esa Luz que viene de tu lámpara.

Déjame, Señor, clavar mis ojos, en la dulzura y paz de tu mirada; habíame, oh Dios, al corazón que busca tu Rostro, y sólo tu Rostro que me haga salir de mi soledad que no es fecunda y que deja seca y vacía mi alma.

Quiero encontrarme, oh Dios, conmigo mismo y conocerme a la luz que tú irradias; quiero coger mi barro con mis manos, -ese barro que soy, que sufre y clama-y ponerlo en tus manos de Alfarero, y quedarme tranquilo en la obra que hagas.

Oh Dios, ven Tú cuando te busco a solas, y entra sin llamar, y entra en mi casa; llena mi corazón con tu presencia, y estáte junto a mí, que es pura gracia, tratar contigo, en amistad sincera, sabiendo que eres Tú el que me amas.

Desierto soy, en soledad inmensa; soledad sonora que al verte calla; desierto soy, y en silencio camino, al ritmo suave de tus blancas alas. Oh Dios, mi corazón es todo tuyo; sé Tú mi Todo, en esta mi Nada.

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En lo profundo del corazón

¿No será la pasión del orante «bajar al corazón»? Bajar al corazón ya que «el Reino de Dios está dentro de voso­tros». Bajar al corazón porque «cuando ores entra en tu co­razón, y dejado todo, ora en secreto, escondido, a tu Padre, y tu Padre que ve en lo escondido (corazón), te escuchará». Dios es un Dios escondido; un Dios que ha puesto su mo­rada en el corazón del hombre. Ese corazón que en la Bi­blia significa «lo profundo», «lo verdadero y auténtico» del hombre, lo «entrañable e íntimo», lo «misterioso», lo que «se nos escapa» al cálculo. Ese corazón que es «el Centro del ser», el «fondo, hondón del alma», «el muy, muy dentro», la «interioridad», el «mar-adentro» de uno mismo. Ese corazón que es la esencia, la realidad más hon­da, profunda, de la persona. Es la misma persona en armo­nía, en unidad, en integración de su ser.

¿No será la pasión del orante entrar en el Corazón de Dios? Llegar hasta el fondo de Dios, hasta lo más profun­do de Dios, es esa aventura maravillosa que busca realizar el creyente-orante. Y el Corazón de Dios es Jesús mismo habitado por el Espíritu del Padre. Entrar en el corazón en­trañable, insondable, amigo y cercano de Jesús, es dar al corazón humano la dimensión humana-divina del Corazón de Jesús. Ese Corazón manso, dulce y humilde que comu­nica consuelo, alivio, paz y fortaleza. Centrar el corazón del hombre en el Corazón del Hombre, Jesús de Nazareth,

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será la pasión continua del orante. ¿No será la pasión del orante entrar en el corazón de los

hombres, en el corazón de la historia, en el corazón de la Creación? Porque el orante comienza a vivir a nivel de lo esencial, de lo profundo, de lo auténtico. Y la experiencia de si mismo y de Dios, le lleva a querer descubrir en la Creación las huellas que Dios ha dejado en sus obras; hue­llas de bondad y grandeza; huellas de ternura y misericor­dia; huellas de verdad y libertad; huellas de belleza y transparencia; huellas de paz y bien. Con ojos de fe, con nuevos ojos de ver, el orante va por la vida «viendo desde dentro». En esa vida nueva es donde se sitúa y desde don­de vive todo. Es la nueva vida en Cristo. Pero sólo se ve bien con el corazón. Claro.

Pero la gran pasión del orante es llegar a las raíces de su fe. Las raíces bautismales son la seducción del creyente di­námico y comprometido. Orar es tocar esas raíces, es vol­ver al origen, es buscar esa agua del manantial- El orante baja al corazón porque sabe que allí habita la Trinidad. Sa­be que orar es ponerse en relación amorosa con un Dios que es Padre bueno y que le ama en el centro de su cora­zón. El orante sabe que orar es ponerse en comunicación con Jesús, el Hijo amado del Padre, y dejarse salvar, curar, sanar en su corazón. El orante sabe que orar es ponerse en comunicación con el Espíritu Santo, que llena su corazón, y que le está vivificando, santificando, transformando en Jesús. Esa vivencia de Dios Uno y Trino es la gran pasión y el centro de toda la oración del orante. Vive, desde la ora­ción, enraizado en el amor del Padre, la Gracia de Jesús y la Vida del Espíritu Santo. ¡Toda una pasión!

Cuando bajo a mi corazón voy en busca de la mirada del Padre que pone sus ojos en los míos (ojos interiores) y

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me ama. En relación con el Padre escucho que me llama, que me saca de mi encerramiento y me ofrece proyectos de vida para que irradie su amor en los hermanos, en la Crea­ción. Me pide que colabore en la Creación constante que es obra constante de su amor. En esa relación interior aprendo que el amor es dinámico, el amor es creador, el amor engendra nuevas vidas, el amor es un torrente de energía que se desborda fecundando. Dios Padre me ense­ña a sentirme hijo en el Hijo; me enseña a relacionarme con él por medio del Hijo amado.

Cuando bajo a mi corazón voy en busca del Corazón del Hijo, de Jesús que es Dios y Hombre. Y busco engol­farme, perderme, abandonarme a su amor misericordioso. En mi relación con Jesús, dentro de mi corazón, le siento Salvador, Redentor, amigo, hermano. Le siento humano y divino; siento cómo lo humano en mí va tomando su for­ma, y lo divino en mí se va deificando cada vez más. Je-sús-dentro, me da seguridad, sosiego, calma, paz. Dentro me pongo a sus pies y escucho su Palabra como Maestro. Dentro me pongo en comunicación con él y le dejo, como Pastor, que me sane, que me alimente, que me libere, que me cuide. Es El y soy yo; soy yo y es El. Es como un jue­go maravilloso de salvación continua.

Cuando bajo a mi corazón voy en busca de la amistad del Espíritu Santo. El ha puesto su morada dentro de mí. Le pertenezco. Me ha poseído. Me llena, me plenifica, me armoniza. Al comunicarme con El, siento que su Vida di­vina entra en mis venas de hombre; siento que llegamos a una comunión, a una amistad profunda. Lo más hermoso de esa comunicación es la transformación, la configura­ción que va haciendo en mi vida con Jesús. Siento dentro que él es mi fuerza, mi defensa, mi seguridad, mi fortale-

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za. Siento que camina conmigo, que me acompaña siem­pre, que vive mi vida. Me siento fuerte, pues es él el que me conforta.

Cuando bajo al corazón en la oración descubro que ten­go semillas de vida divinas dadas en el Bautismo. Y que ahora necesito cultivarlas para que den fruto abundante. Semillas de fe; una fe viva, despierta, comprometida, ac­tual. Semillas de esperanza; una esperanza, dinámica, li­bre, abierta hacia el futuro, llena de promesas. Semillas de caridad; una caridad generosa, entregada, en don gratuito, preñada del amor de Dios, capaz de todo. Cuando bajo a mi corazón siento que cuanta más fe, mejor es mi comuni­cación con Jesús. Sabiduría del Padre. Siento que cuanta más esperanza, más comunicación con el Espíritu de vida que abre mi vida a la Vida eterna. Siento que cuanta mayor caridad, más comunicación con Dios Padre, que es amor; amor que me hace hermano universal de todos los hom­bres. Fe, esperanza y caridad: caminos profundos de rela­ción con Dios.

Llevo dentro de mi corazón ese TESORO escondido. Ese Tesoro escondido de la Trinidad Santísima. Es el gran Regalo del Bautismo y, en clima de oración, quiero gustar­lo una y mil veces. Querer al Padre y sentirse querido por él: eso es orar. Querer al Hijo y sentirse amado por él: eso es orar. Querer al Espíritu Santo y sentirse amado por él: eso es orar. Una oración viva, gozosa, feliz, entrañable. Descubrir, al bajar al corazón, que soy una vasija de barro que lleva dentro un Tesoro divino, es la aventura más gran­de jamás realizada por cualquier otro hombre en otras aventuras.

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Salmo desde el fondo del corazón

Quiero bajar al fondo donde vive, el Espíritu de Dios, desde el Bautismo; quiero sentir las aguas de mi pozo, que brotan desde lo hondo, como un grito. Quiero sentirme dentro de mi-Dentro y adentrarme mar adentro de ti mismo.

Quiero beber, saciar mi sed inmensa, en las aguas vivas que saben a Infinito; quiero regar la tierra de mis campos, al paso de tus aguas, como un rio. Tu manantial que surge de la Roca, mi corazón inunde, oh Dios mío.

Quiero llamarte Padre, desde el fondo, y quererte como te quiere un niño; quiero sentir tu amor como un abrazo, lleno de paz, ternura y de cariño. Toca mi corazón, que está lejano, y ha perdido el sentido de ser hijo.

En el fondo de mi ser, eres mi Hermano, y en tu Sangre me he sentido redimido; eres, Jesús, Verdad que me hace libre, y eres Vida que busco y no consigo;

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eres la Fuerza que alienta cada paso, al caminar contigo mi camino.

En el centro de mi ser eres el Fondo, Espíritu de amor, de amor henchido; eres Poder y fuerza de lo Alto, que abrasas con tu llama mis gemidos; soy tu templo, soy tu casa y morada, donde habitas en silencio como Amigo.

En lo profundo de mi ser te adoro, oh Trinidad, Fuente de amor divino; en tu Unidad mi corazón encuentra el Aliento de mi ser peregrino. Contigo el caminar se hace Promesa en busca de ese Reino prometido.

Mis raíces, oh mi Dios de la Vida, son tus Raíces en las que yo vivo; las nacientes de mi ser brotan de ti; tus ojos llevo en los míos prendidos. Soy imagen tuya, y al mirarte, oh Dios, descubro en tu Rostro que yo existo.

Quiero cerrar mis ojos para verte, y volar mar adentro de ese nido donde vives tu Vida para siempre, en mi vida que en ti se hace racimo. En mi pobre vasija yo te llevo, y eres tú, Dios, mi Tesoro escondido.

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Al ritmo de la Palabra de Vida

La oración es una expresión de fe. Oramos tanto cuan­to creemos. Oramos porque creemos. Y la fe es un desbor­damiento, una fascinación, un deslumbramiento. La fe es una admiración, una seducción, un apasionamiento. Para que la fe se mantenga en ese ritmo de «éxtasis», de salida de uno mismo al Totalmente Otro, necesita de ese clima de la oración, que es quien mantiene fresca la fe. Pero al mis­mo tiempo la fe necesita ser despertada, ser alimentada y mantenida por medio de la experiencia frecuente, diaria, de la Palabra de Dios.

María, la joven María de Nazareth, es la mujer de fe; es el modelo de acogida, de interiorización, vivencia y tam­bién irradiación de la Palabra de Vida. Ella se abre a la Pa­labra de Dios, al Verbo eterno, de par en par, de tal mane­ra que se siente pequeña, disponible, pobre y sencilla ante el Verbo eterno. Ella deja que la Palabra la penetre, la fe­cunde, la posea hasta hacerla «buena tierra» del ciento (sin número) por uno. Tanto dejó entrar la Palabra en su cora­zón, tanto dejó «peregrinar la Palabra» a su corazón, tanto dejó «bajar la Palabra» a su corazón, que su mismo cora­zón se hizo Palabra encarnada. La Palabra eterna bajó y se encarnó en el corazón de una joven, fecundándola, hasta hacerla de virgen, madre: el imposible se hace posible.

La Palabra de Dios es el gran agente oracional en el co­razón. La Palabra busca el corazón, como el agua busca el

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mar. La Palabra fue hecha para el corazón, para ser «ac­ción» en el corazón del creyente. Sin fe, la Palabra cae en tierra de sendero, o de cardos y espinos, o pedregosa. La Palabra no es mágica; necesita de un corazón de anawin que la acoja y la ponga por obra. En la oración a solas, en el corazón del creyente, la Palabra se hace fecunda, gesta-dora de vidas nuevas. La Palabra de Dios despierta en la oración el corazón y le pone alas, le eleva, le sube hasta abrirle al «diálogo» con Dios. Ella crea ese clima de rela­ción, de comunicación, de encuentro, de comunión c inti­midad, que exige la oración.

La Palabra es la espada del Espíritu. En la oración inte­rior, en clima de soledad y silencio, la Palabra actúa de­nunciando las tendencias desordenadas, pecaminosas, que lleva el corazón. Ella es fuerza, es poder, es gracia y salva­ción para liberar el corazón de esas fuerzas negativas, des­tructoras. La Palabra también anuncia vida, resurrección; es la Palabra que primero destruye para luego construir. Cuando el creyente se deja penetrar, salvar por la Palabra, esa Palabra que es dinámica, personal, salvadora, realiza la Obra de Dios en el corazón. La Palabra se convierte en se­milla de nueva vida; vida que florece y da fruto abundan­te.

El orante puede hacer «peregrinación al corazón» ayu­dado de la Palabra. Baja con ella al hondo del corazón donde habita el Espíritu de Vida. Baja y, allí en lo escondi­do, comienza a realizarse la vivificación, la santificación del alma, al impulso del Espíritu que actúa por la Palabra. Es un juego misterioso, no alcanzado por la mente, pero sentido dentro como una gran certeza. Esa Palabra nos ora, nos rocía, nos empapa, nos enriquece, nos transforma, nos comunica la salvación de Dios. Ella se convierte en Evan-

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gelio de vida, en Buena nueva que alegra al corazón y le salva.

La Palabra de Dios tiene ritmos diferentes en el clima oracional. Será el ritmo de «lectura suave», contemplando lo que se lee, lo que la Palabra sugiere, indica. Será el rit­mo de una «meditación calmada», serena, donde la mente reflexiona, profundiza, analiza, busca razones o motiva­ciones, intenta sacar un pensamiento claro y certero, o ayuda a ir haciendo criterios propios. Será el ritmo de una «oración» con la Palabra, donde escucho, callo, interiorizo y luego respondo, hablo, comunico desde los sentimientos interiores que despertó la Palabra. Ella es camino, enton­ces, de «diálogo», entre Dios y el creyente. O será el ritmo «contemplativo» de la Palabra en el que el alma, el fondo del corazón, se queda abismado, seducido, embriagado por el aroma de la Palabra. Sobran todas las reflexiones o to­das las palabras. Ella lo llena todo.

La misma Palabra saboreada de tantas maneras en la oración interior, va transformando la vida, va cambiando criterios, va apuntando hacia actitudes, estilos de vida di­ferentes. Exige tiempo; pero la Palabra tiene, como nada, fuerza increíble para conducir al creyente a una conver­sión, a un encuentro más profundo con Dios. Ella termina siendo «la alegría y el gozo del corazón»; ella se convierte en vida cuando «la devoro», cuando la dejo «clavarse» en el ser de mi ser: el corazón.

El alma de la oración a solas con Dios debe ser la Pala­bra. Y aún más: una Palabra al ritmo de la Liturgia. La Iglesia, maestra de vida oración, cada día nos ofrece ese alimento de nuestra fe en la liturgia de la Palabra de cada día, o en los Salmos -Palabra orada- de la Liturgia de las Horas. Esa Palabra tiene una fuerza salvadora especial: es

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Palabra orada en clima sacramental. El alma orante «se agarra» a la Palabra en la oración diaria como se agarra el girasol a la luz y calor del sol y gira y gira todo el día, mientras tiene luz, alrededor del sol. Porque la Palabra es el Sol que ilumina, calienta, da vida, da energía y mantie­ne el alma despierta, consciente y atenta a Dios y su vo­luntad. Ella es el alma de nuestra alma.

El orante se habituará a agarrarse a una «palabra inte­rior», a una «pequeña frase bíblica», a «una expresión cor­ta evangélica», una «fuerza interior» o jaculatoria, y la irá repitiendo a lo largo del día después de haberla orado lar­gamente a solas con Dios, en el tiempo de encuentro ora­cional. Esa jaculatoria, esa corta Palabra de vida repetida, mantendrá al creyente-orante todo el día en «presencia de Dios», le hará ver a Dios en todo lo que realice, haga, pro­yecte y viva durante el día. Ese «estilo repetitivo» de la Pa­labra hará que la acción se haga contemplación y que la contemplación se haga acción. Ella es el hilo conductor de todo el día. Entonces sí; entonces somos orantes en la ac­ción.

En mis manos está la Sagrada Escritura. Ella es maes­tra y guía de orantes. La Biblia, y especialmente el Evan­gelio, es el gran pedagogo oracional. Ella va enseñando al orante a tener experiencia de Dios; enseñando a conjugar la vida con la fe, Dios y el corazón. ¡Dichoso el creyente que ha hecho de la Palabra de Dios el ALIMENTO DIA­RIO de su encuentro con Dios!

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Salmo al ritmo de la Palabra

En el desierto de la vida yo ando, y el sol golpea y rasga mis espaldas; y yo dejo hundido mi pie descalzo en la arena caliente que me abrasa. Camino, paso a paso, siempre solo, y escucho el corazón que solo, calla.

La soledad inmensa que yo vivo, desde el fondo sonoro de mi alma, se hace escucha en la noche del camino esperando tu voz como llamada. ¡Cómo el alma se siente siempre sola cuando no llamas tú con tu Palabra!

Oh Dios, tú eres silencio que me envuelve, eres besos y abrazos que me abrazan; eres ojos que miran y me miran, y me siento perdido en tu mirada. Eres aroma que respiro hondo y dejas mis entrañas embriagadas.

Eres tú, Dios mío, camino abierto hacia el hombre que en silencio te aguarda. Eres, Señor, Palabra eterna y viva que busca sumergirse en las entrañas

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de esta tierra dura y seca del hombre

entre piedras y espinos hoy labrada.

Quiero vivir, y por eso te escucho en el fuego vivo de esa tu zarza que llama y fascina y seduce al que a pie descalzo mira tu llama. Quémame, tú, oh Dios, Palabra viva, y abrásame en el calor de tus brasas.

Sembrador, en el corazón del hombre,

que al viento y al sol, hoy, tu trigo lanzas, deja caer semillas de tu vida, en esta tierra abierta que tú labras. Semillas de vida son, oh Dios mío, tus Palabras de amor entrelazadas.

Eres, oh Verbo eterno, Buena Nueva; Evangelio de Dios que toca y salva; eres Noticia alegre al corazón

que estremece de gozo al que la guarda. Has puesto, oh Dios, tu tienda entre nosotros, al dejarnos tu Palabra encarnada.

Habíame, oh Verbo, que tengo hambre, y quiero tus Palabras devorarlas; ellas son mi gozo y mi alegría cuando despierta el sol en la mañana; ellas son mi sosiego en cada noche cuando al dormir busco paz en tus alas.

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Con Jesús, único Mediador

No; no es igual orar con estilo Zen o Yoga o Transcen­dental. No es igual orar «al Dios de todos», en quien todos nos encontramos. Nuestra oración es cristiana; una ora­ción diferente a cualquier otra oración; una oración movi­da por el Espíritu Santo, y no por una energía; en unión con Jesús, el Hijo de Dios, y no otros sucedáneos; que tie­ne como meta el Dios-Padre, revelado en Jesús. Si tengo pan fresco, que huele rico, y está apetitoso en el canastillo para ser comido, sin duda, no se me ocurrirá comer «pan pintado». Así dice la Santa de Avila.

Cuando voy a la oración, voy al encuentro de Alguien, de una Persona, de un Ser viviente, de un Ser Resucitado: Jesucristo, el Hijo de Dios, el Salvador de los hombres. Cuando voy a la oración, no se me ocurre ir, sino que el Es­píritu del Señor Jesús, es quien me lleva; y me lleva para que haga encuentro con Jesús, único Mediador entre Dios y los hombres. Porque Jesús es el lugar oracional, el lugar de encuentro del orante con Dios; porque Jesús es el Ca­mino hacia el Padre, pues nadie va al Padre sino por Jesús. Porque Jesús es el Acceso al Padre, es el Puente al Padre, es el Sumo y Eterno Sacerdote, es el Gran Orante, el Con­templativo por excelencia. Jesús es Aquel a quien yo bus­co en la oración, pues en su Rostro descubriré el Rostro del Padre.

Mi Dios no está lejos; mi Dios no es «una energía»,

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«una fuerza», «una paz interior», «algo en blanco», «que­darse en el vacío», «sentirse bien». Mi Dios es el único Dios y no hay otros dioses. Mi Dios no es mío, es el Dios, «Padre de Nuestro Señor Jesucristo», que el mismo Jesús me ha revelado. Es un Dios, que en Jesús, tiene ojos, y ma­nos, y oídos, y boca, y pies, y corazón... Es un Dios que, desde el Bautismo, habita en mi corazón. Mi Dios, el de Jesús, no es un «ruido», no es un «sonido», no es «una luz»; nada de eso es el Dios de Jesús.

Jesús es el «lugar de encuentro» de Dios con el hombre. Cuando quiero comunicarme con el Dios de la Vida tengo un Mediador, Alguien que me pone en relación con Dios, porque El participa de la Vida de Dios en plenitud. Mi ora­ción deja de ser mía, pues el Espíritu Santo viene en ayuda de mi debilidad y une mi pobre corazón con el de Jesús ha­ciendo de las dos, una sola oración. Jesús ora, por medio de su Espíritu, en mi corazón con gemidos inenarrables. Al orar en mí, el Padre escucha la voz, la plegaria del Hijo amado y siempre es acogida. Mi oración es su oración; mis problemas orados, son suyos; mis inquietudes y proyectos, son suyos. Ya no soy yo el que ora, es Jesús el que ora en mí.

La oración del creyente-cristiano es cristocéntrica. Je­sús se convierte en el Centro de mi oración. Oro centrado en su Persona humana, entrañable. Oro centrado en su ser divino que habita lo humano. Oro centrado en sus Pala­bras, en su Evangelio de vida. Oro centrado en sus signos, en sus milagros, que manifiestan la ternura y misericordia de Dios con los hombres. Jesús me atrae, me llama, me acoge, me abraza, me quiere, me habla en el encuentro.

La oración cristiana tiene como base la Palabra de Dios, pero siempre en referencia a Jesús. Todo el Antiguo

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Testamento tiene sentido en cuanto me guía, me conduce a Jesús. Los mismos Salmos tienen sabor distinto cuando los oro, los proclamo con el Corazón de Jesús, o los cristiani­zo poniendo en lugar de Yavé el nombre de Jesús. El evan­gelio meditado, orado, contemplado, me va identificando con Jesús. El Evangelio me presenta la Persona de Jesús y me hace vivir al Jesús de Nazareth que hoy se hace pre­sente en la oración que hago agarrado a su Buena Nueva. Orando el Evangelio de Jesús voy cambiando de manera de pensar, de criterios, de ver las cosas. Voy entrando en los sentimientos del Corazón de Jesús que se van haciendo sentimientos míos. Jesús me penetra y yo penetro en Jesús.

Cuando oro, cuando quiero llevar mi vida, mi dolor, mis problemas a la oración, se los cuento a Jesús; hablo con él como un amigo habla con su amigo. Sumerjo en su corazón mi dolor, mi ansiedad, mis preocupaciones, para que él las libere, las sane, las cure. Cuando hablo con Jesús le veo vivo, actual, presente en mi corazón, en mi vida y creo que hoy sigue salvando, liberando al hombre. Le ha­blo a Jesús con palabras, o con un sentimiento interior, o con mi dolor sin palabras, o con lágrimas, o con gritos, o estando sencillamente ante él. Pongo mi corazón en su co­razón; mis manos, en las suyas, mi ser en su ser. Es tan yo, Jesús, por el Bautismo, que se ha hecho vida mía, se ha adueñado de mi ser. Soy yo tan Jesús, por el Bautismo, que mi yo se ha quedado en el mar inmenso de su Corazón.

Yo le hablo a Jesús dentro de mí. Pongo en él mi mente (atención) y mi corazón (amor) y me mantengo así unido a él. Con frecuencia me quedo mirándole dentro de mí sin decirle nada; sólo con un sentimiento de amor. A veces le amo, y siento que me ama, y me quedo en esa actitud de dar amor y recibir amor. Al hablarle, al comunicar con él,

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quiero sentirle, quiero gustarle, saborearle. Al comunicar con Jesús pongo mi pobre barro en sus manos misericor­diosas. Pido, suplico, alabo, doy gracias. La oración a Je­sús y con Jesús va llenando mi vida de su Vida. Su paz, su amor, su pureza, su alegría y gozo, su ternura y misericor­dia... todas sus virtudes se van haciendo virtudes en mí, valores en mí. La oración a Jesús, la oración con Jesús, me va transformando en Jesús.

Lo normal es que yo me dirija a Jesús cuando oro. Je­sús me escucha, me acoge, me sumerge en su Corazón. Je­sús, luego, presenta al Padre mi vida, mis peticiones, mi alabanza o acción de gracias. Como Mediador eleva mi vi­da al Padre; como Mediador atrae hacia mí la Vida del Pa­dre. Todo lo mío hecho oración sincera, confiada, abando­nada, se convierte en ofrenda, en oblación. Jesús, Sumo Sacerdote, como hostia viva, lo eleva, lo ofrece en obla­ción al Padre. Nadie va al Padre sino por el Hijo; y nadie conoce al Padre sino aquél a quien el Hijo se lo haya que­rido revelar.

Es gozoso orar con Jesús. Unirse a él y decirle: «Señor Jesús, yo me uno a ti en este momento; quiero orar unido a ti; lléname de tu Espíritu Santo para que mi oración sea tu oración. Que mi oración, Jesús, unida a la tuya, sea para gloria y alabanza de Dios Padre». Con Jesús, en el Espíri­tu, hacia el Padre. Del Padre, por medio de Jesús, en el Es­píritu, al corazón del hombre. Bello juego oracional.

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Salmo al Único Mediador

Cuando te grito, oh Dios, tú no estás lejos, porque en tu amor, nos diste a tu Hijo; entre el hombre y el cielo se ha hecho Puente; entre Dios y los hombres, el Camino. Tú estás cerca; tan cerca te has quedado que eres Dios tan cercano, como Amigo.

Tienes rostro, oh Dios, como los nuestros; un rostro que los vientos han curtido; un rostro que los soles han quemado y la llama del fuego ha encendido. Tienes rostro, oh Dios, Dios de los hombres, en el Rostro sin igual de tu Cristo.

Tanto amaste, oh Dios, al mundo entero que nos diste en Regalo a Jesús-Cristo: el Ungido, el que salva a los hombres entregando su vida en sacrificio. Es de arriba, es de abajo; El es nuestro, Hombre y Dios; tan humano y divino.

Eres Camino, Verdad, y eres Vida y al Padre nadie va sino contigo; Tú eres la Puerta abierta del Reino, que lleva al hombre en busca de un destino.

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Contigo voy, Jesús, camino al Padre; al soplo de tu Espíritu, camino.

Tus manos en la Cruz están abiertas y tocas con tus yemas al Dios vivo; tus pies en el madero están clavados, clavados en amor, de amor herido. Tu cuerpo es pura llaga desgarrada y está tu piel rasgada como un lirio.

Tú gritas en la noche del pecado: «¿Por qué me abandonaste, oh Dios mío?». Te sientes un gusano, cara al cielo, pecado de los hombres, destruido. Y entre gritos y sollozos y lágrimas oras a Dios Padre que está escondido.

Oh Jesús, Mediador entre los hombres y el corazón del Padre, dolorido por la lanza que ha abierto tu costado, sangre y agua, signo de amor vertido: enséñame a orar las crisis que yo sufro y en tu sangre encontrar seguro alivio.

Eres Mediador, mi Camino único hacia el Padre que espera compasivo acoger en sus manos esta arcilla y moldearla con gozo y cariño. Eres tú, Jesús, mi Puente abierto que toca el corazón de un Dios sentido.

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Al impulso del Espíritu

La oración cristiana tiene un clima, una fuerza, una vi­talidad. El Espíritu Santo es el Agente oracional del cris­tiano. Habita en el corazón del creyente desde el Bautis­mo. Y en su fuerza y amor el hombre se ha hecho templo, morada de Dios en el Espíritu. Se siente poseído, invadido, plenificado por la Vida de Dios, el Espíritu Santo. El Espí­ritu le comunica la vida de Dios Padre; una vida dinámica, creadora, llena de energía, pues el Padre es fuente de vida, de amor. El Espíritu comunica al creyente la Vida del Se­ñor Jesús, Resucitado; una Vida llena de Gracia y de Ver­dad. El creyente vive, en el Espíritu, la Vida Nueva de Cristo Jesús.

Esta es la realidad más honda del ser humano; esta es la CERTEZA más cierta, verdadera y real del ser humano. He sido marcado, sellado, ungido en el Bautismo por el Espíritu del Dios vivo. Soy un ser consagrado; un ser que le pertenece al Padre, por medio del Espíritu, en Jesús, el Consagrado. Soy un ser nuevo que lleva una vida nueva: Vida eterna; esa Vida que dura para siempre y que sólo Dios puede darme, pues El es eterno, inmortal. Mi fe en Dios me hace participar de la Vida sin límites, que dura pa­ra siempre. No; no moriré. Sí; resucitaré como Jesús y vi­viré para siempre en el Reino de Dios.

El Espíritu Santo, el Amor bello entre el Padre y el Hi­jo, ha sido derramado en mi corazón. El Espíritu de Dios,

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que es Fuerza y poder, viene en ayuda de mi debilidad y ora, uniéndose a mi pobre espíritu, con gemidos inenarra­bles. Ora con gritos; ora con alegría; ora con lágrimas; ora con alabanza y acción de gracias; ora con dolor y con go­zo; ora pidiendo, intercediendo por mí, en mis problemas, mis situaciones duras. El Espíritu se convierte en el Gran Orante de mi pobre corazón de barro. Ese Espíritu dado como Abogado, como Defensor, como Consolador, como vivificador, Animador. Es el mismo Dios siendo todo en mi corazón.

Y necesito bajar a mi corazón de barro. Y necesito abandonar mi pobre barro en la manos del Espíritu para que El lo moldee, lo transforme en Jesús, y así el Padre me reconozca como hijo en el Hijo amado. Esa es la misión de la oración del Espíritu en mi corazón: conformarme, trans­formarme en Jesús. Su misión es hacerme libre en la Ver­dad que me va comunicando. Su misión es identificarme con Jesús. Su misión es enseñarme a hacer del Estilo de vi­da de Jesús, mi estilo de vida. El me lleva a tomar «los he­chos» y «los dichos» de Jesús como norma, como regla de vida, que da sentido a mi vivir.

El Espíritu Santo anida en mi corazón. Necesito «des­pertarle» para que realice su misión salvadora dentro de mí. Lo despierto cuando me voy a la soledad y me quedo a solas conmigo mismo. Entonces el Espíritu levanta mi vi­da escondida, con sus luces y sombras, y hace que yo tome conciencia de ella. En la soledad el Espíritu me lleva a en­contrarme conmigo mismo para que me reconozca como soy: un pobre pecador que necesita de la misericordia de Dios. El Espíritu levanta mi corazón y desata dentro de él las tendencias positivas y las negativas; desata lo que ten-

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go de tierra y lo que tengo de cielo; desata el Caín y Abel que se pelean en mi corazón.

El Espíritu se despierta en mi corazón cuando «le to­co» por medio de la Palabra de Dios. Mejor dicho: él des­pierta mi corazón y le pone alas para levantarlo a Dios. La misma Palabra de Dios es «la espada del Espíritu». Por medio de ella el Espíritu me sondea, me penetra, me toca el fondo del corazón y sana mi alma. La Palabra lleva den­tro la fuerza, el poder, la luz y el amor del Espíritu Santo. Ella, en la acción del Espíritu, pone raíces a mi vida, la so­lidifica, le da seguridad, la hace firme. Tocar el corazón con la Palabra, bajar al corazón con la Palabra, es tocar el corazón con el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo cuando se apodera del corazón nos mantiene en oración constante, en la presencia continua de Dios. El Espíritu lleva a los sacramentos, lugar donde ac­túa con mayor plenitud y fuerza. El conduce a la Reconci­liación sacramental. Por medio de la sangre de Cristo, en el sacramento del Perdón, el Espíritu nos limpia, libera, puri­fica, salva. Hace nacer de nuevo nuestro corazón. También el Espíritu conduce a la Eucaristía, el sacramento de la fe, y en él nos sumerge en la muerte y la vida, resurrección de Cristo. En los sacramentos el Espíritu, hoy, realiza en no­sotros lo que Jesús hizo hace 2000 años por nosotros. El es el alma de la Iglesia.

El mismo Espíritu, dulce Huésped del alma, Mar de aromas, Remanso de paz, llena el corazón de alegría y de gozo. Despierta los sentidos interiores del corazón para que el mismo corazón vea, oiga, guste, sienta, toque al mismo Dios. El Espíritu de vida, el Espíritu de la Verdad, nos comunica, en el fondo del corazón, sus gracias, sus do­nes, sus virtudes. El Espíritu «hermosea» nuestro corazón

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para que Jesús se enamore de él, despose nuestra vida y así el Padre goce en las bodas del alma con Jesús. Siempre, día y noche; siempre, cuando camino o trabajo; siempre, cuando estoy alegre o triste; siempre, en mis sombras y lu­ces... el Espíritu vigila, actúa, fortalece, ayuda, consuela, alivia, da esperanza. ¡Oh Divino Espíritu del alma!

Esta es la oración interior, la oración cristiana. Esta es la oración que da gozo, que atrae, que se hace continua, que el alma busca. Porque es el mismo Espíritu quien la sugiere, la orienta, la encamina. Con sus toques divinos, con sus llamadas amorosas, con sus insinuaciones, con sus requiebros al alma, el Divino Espíritu hace experimentar hoy la Vida eterna. El es el Señor y Dador de Vida eterna. El es el que despierta en el corazón la esperanza para ha­cer memoria de las maravillas que Dios ha hecho con el al­ma y la abre hacia el futuro, hacia el Reino de los cielos, donde, en el Espíritu, gozaremos de la comunión con el Hijo de Dios, para gloria de Dios Padre.

Esta Iglesia que yo amo; esta Iglesia pobre y pecadora; esta Iglesia santa e inmaculada; esta Iglesia Esposa de Cristo y Pueblo de los hijos de Dios... necesita DESPER­TAR, amanecer, tomar conciencia de que está viviendo «los tiempos del Espíritu»; de este Espíritu que el Padre ha enviado, a petición de Jesús, para que los hombres vivan en Comunión, se quieran y se ayuden.

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Salmo al impulso del Espíritu

Desde lo hondo de mi ser en búsqueda abierto esta mi corazón de barro; quiere ser libre en alas de tu Espíritu que gime, en lo profundo, esperando la libertad de un hijo del Dios vivo en sangre y agua un día rescatado.

Ven sobre mí, Espíritu divino, y deja mi interior de amor sellado; que en tu marca descubra el origen de la Vida en Dios que Jesús me ha dado. Que en tu marca descubra esas huellas que dicen, sin palabras; «Soy amado».

Ven, Fuego abrasador, quema mi vida; cae con poder, con fuerza desde lo alto. Ven, Espíritu de amor, y en tu llama quema este tronco viejo desgajado. Transfórmame por dentro con tu fuego y déjame en Jesús bien transformado.

Oh Soplo del Altísimo que alientas este caminar del hombre cansado: desciende sobre mí y dame aliento y que mi vida en ti encuentre ánimo.

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Anima mi existencia de romero

y da a mi fuerza débil entusiasmo.

Desde la tierra seca en que vivo, desde mi surco abierto en el llano, en nombre de tu Hijo, dame, Padre, tu lluvia suave que fecunde el campo. Tú que eres agua viva para el hombre, ven sobre el hombre, Espíritu Santo.

Abre tus alas en vuelo a la tierra, oh Paloma blanca, en vuelo rápido; desciende sobre el corazón que quiere ser tu nido donde arrulles tu canto. Me cobijo a la sombra de tus alas buscando en tu sosiego mi descanso.

Espíritu de Dios, Amor del Padre, que ungiste con poder al Hijo amado, ven sobre mí y enciende mi oración, y déjame en tu llama abrasado. Eres Amor del Padre y del Hijo en mi corazón de hombre, derramado.

Y baja al corazón; baja de prisa que llora y gime de dolor llagado, y sé consolador que alivie al hombre hundido por el peso del pecado. Ven, ven. Espíritu de la Verdad, y guía en la vida nuestros pasos.

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Al ritmo de la Liturgia

La oración del creyente-bautizado en el Espíritu de Cristo, no es una oración cualquiera; una oración que jue­ga como quiere y al aire que le apetece. La Oración cris­tiana tiene un Guía: el Espíritu Santo; y ese Guía tiene un espacio donde actúa de manera especial: la Iglesia; y den­tro aún de la Iglesia: la Liturgia. El haber descubierto la oración de la Iglesia es el mayor regalo que un orante-cris­tiano puede haber recibido. Porque su oración, ya no es su­ya; su oración es la de Jesús, único Mediador, al impulso del Espíritu; su oración es agradable al Padre de cielos y tierra.

Mi corazón, pobre y pecador, se siente lleno de gozo al saber en la fe que Jesús sigue vivo hoy en la Historia en medio de su Iglesia. Porque la Iglesia es la prolongación del Jesús de la Historia, ya resucitado, en el corazón de la humanidad. Esa Iglesia que tiene a Pedro como Pastor y a los Obispos, también como pastores, en comunión con el Papa, Vicario de Cristo. La Iglesia es la que continúa hoy en la historia, la Historia de la Salvación. Ella está forma­da por los creyentes en Jesús, agrupados en Comunidad por el Espíritu, que alaban, viven para dar gloria al Padre.

La oración-cristiana tiene un ritmo especial dentro de la Iglesia de Cristo; un ritmo que le marca el Espíritu San­to. Ese Espíritu de vida que vivifica, santifica el corazón de los creyentes. El orante es profundamente amante de la

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Iglesia, pues el Espíritu le lleva a ese amor, ya que la igle­sia es la Esposa de Cristo, por quien Cristo, en la Cruz, dio su vida. De su lado abierto por la lanza, en la sangre y el agua, nació la Iglesia. Ella vale la sangre de Cristo. Ella es hoy Sacramento de Salvación universal (católica), abierta a todos los pueblos. El orante ama a la Iglesia como Cris­to la amó dando su vida.

Dentro de la Iglesia, el orante, el contemplativo, se si­túa en «el corazón de la Iglesia» que es su Vida litúrgica. Desde la Liturgia, celebración de la fe en comunidad; des­de la Liturgia, vida de la Comunidad de comunidades, el orante penetra en el corazón de Dios, siente sus sentimien­tos profundos en el corazón del Hijo, descubre los Tesoros insondables de Cristo, y se goza de esta riqueza sin igual. El orante abre sus labios con la Liturgia de la Iglesia, abre sus oídos con su Liturgia, abre todo su ser a esa oración única, especial, que es la de Cristo. Ya no teme si será es­cuchado o no; ya no desconfía de sus méritos; tiene la cer­teza de que, en su pobreza, su oración es la oración de Cristo. Su oración NUNCA se pierde. Su oración siempre es eficaz.

Con la Liturgia de las Horas el orante se despierta al rit­mo de las Vigilias, de los Maitines cuando aún las estrellas salpican el cielo. Con la Liturgia de las Horas, el orante, al rayar la luz y amanecer el nuevo día, canta los Salmos y en sus Laudes, se hace hermano universal de los hombres de cielos y tierras. A media mañana, el orante se une al traba­jo de los hombres, en su Hora de Tercia, y vive el trabajo en clima y al ritmo de la oración. Al mediodía, envuelto en su sudor, eleva su corazón a Dios, en la Hora Sexta, y pide al Padre la Luz del Espíritu para ser fortalecido en la me-

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día jornada del día. A las tres de la tarde, vuelve a orar, Ho­ra de Nona, y se une al momento de la muerte de Jesús en la Cruz y se hace colaborador de su sangre en beneficio de los hermanos. Al caer de la tarde, cuando ya se van apa­gando las luces del día, el orante se envuelve en la oración de la tarde con la Hora de Vísperas, y así va entrando en la soledad y silencio de la noche. Y por fin, ya noche en su vida, antes del descanso nocturno, vuelve a elevar a Dios Padre su oración confiada, con la Hora de Completas. Ahora sí; ahora ya puede dormir en paz. Todo el día al rit­mo de la Oración Litúrgica de la Iglesia es vivir el día co­mo «acción-contemplación». ¡Bendita Liturgia de la Igle­sia de Cristo!

Aún más; la oración Litúrgica se recrea en los SAL­MOS. Son la oración del Pueblo antiguo; son la oración de la Comunidad de nuestros padres en la fe; son la oración arrancada de su vida, de su historia, de su dolor y alegría, de su pecado e infidelidad; son la oración para cantar, gri­tar, llorar, alegrarse, pedir, dar gracias... desde la comuni­dad. Los Salmos, alma de la oración litúrgica, son el CO­RAZÓN de Israel puesto en alas de oración. Los Salmos fueron la oración de Jesús, judío de raza; fueron la oración de María y José; fueron la oración de los santos y de todo el pueblo creyente. Los Salmos están llenos de la historia de nuestra Historia. Lo Salmos están llenos de la ternura, misericordia y bondad de nuestro Dios. ¡ Dichoso el cora­zón que se deja orar por el ritmo del Salmo!

La Liturgia de la Iglesia está llena de la Palabra de Dios; de esa Lectio Divina que da sabor y crea clima a los mismos Salmos. Palabra de Dios según el ritmo de los tiempos litúrgicos; Palabra de Dios según la Iglesia va si-

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guiendo la Vida, misión, Pasión, muerte, Resurrección, Ascensión y Realeza de Jesús. Con su Palabra, la Iglesia se alimenta en su oración; con su Palabra, la Iglesia fortalece su fe, aviva su esperanza y recrea su caridad. Más aún: la Iglesia se recrea con la Historia de la Salvación que deja­ron sus Santos, sus Padres y Maestros de Vida en el Espí­ritu, en sus profundas y sabrosas Lecturas. Ahí, en ellas, junto con la Palabra, el orante busca el alimento de su vida de oración. ¿Buscar otros caminos? ¿No está ya el camino inmenso hecho? ¿Y si podemos ir por camino seguro, dice la Santa de Avila, por qué intentar ir por veredas que a lo mejor nos hacen perder? La Iglesia es Maestra y Guía de la Vida de oración.

El orante de verdad no se queda en una oración perso­nal, ni en una oración comunitaria solamente de las Horas litúrgicas. Al orante le nacen ALAS para ir en busca de la Eucaristía diaria. Ella es el Centro y la Meta de todo oran­te de verdad; ella es -LA EUCARISTÍA- el momento cumbre de la fe que se abre a Dios Padre, en el Hijo, al im­pulso del Espíritu, y al mismo tiempo a toda la Humani­dad, especialmente a la comunidad de creyentes. La Euca­ristía diaria es la expresión más fuerte de la fe, es la ora­ción más profunda y fuerte que puede vivir un creyente. En ella el alma se va identificando con el Corazón de Jesús convirtiéndose en Camino, Verdad y Vida.

Es cuestión de dejarse llevar, guiar por el Espíritu. Un Espíritu que actúa a través de las mediaciones. Y la Iglesia es la Gran Mediación, el gran Camino para ir a Dios y vi­virle aquí y ahora; el Camino de su Liturgia, acción salva­dora de Dios hoy en la Historia. ¡Bendita Liturgia!

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Salmo al ritmo de la Liturgia

Bajaste desde el cielo hasta los hombres dejando en tus pisadas el sendero; subiste hacia la altura paso a paso abriéndonos las puertas de tu Reino. Te hiciste desde entonces en la Historia, de Dios y del hombre, lugar de encuentro.

La Historia de Dios Padre y del Espíritu, la hiciste Salvación desde tu Cuerpo rasgado en la Cruz por el soldado, dejándonos tu sangre en el madero. ¡Oh Sumo Sacerdote de esta tierra, que elevas en tus manos a tu pueblo!

De tu costado abierto ha nacido tu Esposa engalanada con tus besos; tu Iglesia que prolonga entre los hombres tu sangre derramada de Cordero. Tu Iglesia, Jesucristo, es tu vida, que hoy salva «en el hoy» de tu recuerdo.

Reunidos en tu Espíritu divino, marcados con la gracia de tu Sello, las manos elevamos como hermanos, rezamos en unión al que es Dios nuestro.

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Tu Espíritu alienta la plegaria que brota en cada hermano desde dentro

Contigo, Jesucristo, Dios y hombre, contigo, Puente abierto hacia el Puerto; contigo, Mediador, ante Dios Padre, hacemos de la vida un pan fresco, que junto con el vino en la copa, a Dios, Señor del hombre, ofrecemos.

La gloria y la alabanza cada día, los cantos con el ritmo de un pandero; los himnos arrullados por la flauta, los salmos encendidos por el fuego... a ti, desde el corazón elevamos, oh Padre, nuestro amor: amor sincero.

Tú vienes a nosotros con tu gracia, y llenas con tu vida nuestro pecho en alas del Espíritu divino, Dador de Vida eterna en su aliento. ¡Oh Padre de la Paz y la esperanza, derrama sobre el hombre tu consuelo!

Contigo caminamos, Jesucristo, en busca de la luz de un cielo nuevo; las alas de tu Espíritu son fuerza, que empuja a caminar cual Viento recio. ¡Oh Padre de la Historia y del hombre, acógenos -cansados- en tu seno!

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En tensión por el cambio

La vida de oración es dinámica; nada más opuesto a la vida de oración que la pasividad, que una vida estática. El Espíritu Santo pone al orante en actitud de romero, de pe­regrino, de buscador de lo definitivo, lo Absoluto de la vi­da. La oración remueve, conmociona, cuestiona, inquieta la vida interior del orante. Decidirse a ser orante, es tomar una opción por el cambio de vida, por la conversión pro­funda del corazón. El termómetro que marca la verdad de la oración es el cambio que se va realizando en el orante, es el proceso de superación que se genera en el orante. Orar es cambiar, orientar la vida hacia Dios.

Miedo a la oración, es miedo al cambio de vida. Miedo a ser orante, es miedo a salir de una vida mediocre, tal vez; o salir de una vida establecida, acomodada, ya hecha. Por­que la oración pone al orante-cristiano en ritmo del Espíri­tu que sopla y no sabes ni de dónde viene el soplo, ni hacia dónde se dirige. La oración le saca a uno de su nido y le pone en actitud abrahámica, en actitud de docilidad, de apertura a la Voluntad de Dios. La oración crea en el alma un clima de abrirse de par en par al proyecto de Dios, al plan de Dios. El orante pierde sus caminos y se adentra en los caminos maravillosos y desconcertantes de Dios.

La tensión más profunda del orante la siente en el cora­zón, en lo interior, allí en la zona de su ser donde es de ver­dad, sin tapujos. La oración crea en el corazón un clima de

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luz, de verdad y transparencia y hace ver la vida como re­almente es. La oración descubre todas las miserias del co­razón para enfrentarlas y transformarlas. Saca al creyente de su mentira existencial y le pone en la verdad de un co­razón de barro que necesita de la misericordia y ternura de Dios. El orante pasa de lo establecido, a lo provisional; pa­sa de lo hecho, a lo nuevo por hacer; pasa de lo monótono a lo asombroso. Porque en su corazón ha amanecido, ha surgido una nueva luz que le abre horizontes nuevos, nun­ca imaginados, pero posibles y fascinantes.

La oración pone al creyente-orante en situación de ten­sión; en situación de medir sus fuerzas contrarias; en si­tuación de lucha abierta entre la carne y el espíritu, entre el hombre viejo y el hombre nuevo. La oración enfrenta lo de piedra con lo de carne, enfrenta lo lógico y calculado con lo de la fe que supone ver no viendo, entender no enten­diendo. Un mundo nuevo se abre en su corazón, de donde surge todo lo bueno y lo malo, todos los proyectos y las de­cisiones. El orante aprende a vivir desde el corazón, a ba­jar al fondo, al hondón del corazón donde habita el mismo Dios. Un Dios vivo, un Dios amor, un Dios libre, un Dios creador.

En clima de oración es donde el cristiano llega a tener conciencia del pecado, conciencia de que es pecador. Por­que el sentirse pecador viene después que el creyente ha tenido «experiencia» de un Dios que es Santo. El pecado es desorden, salirse del plan de Dios, no querer vivir en su voluntad.

Cuando en clima de oración se va teniendo conciencia de un Dios bueno, amoroso, justo, misericordioso, humil­de... es cuando, al mirarme a mí mismo, me veo en las ca­rencias que tengo, en el desorden en que estoy viviendo.

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Ante la luz de Dios, aparece mi suciedad; ante la bondad de Dios, mi egoísmo.

¿Por qué el mundo de hoy no tiene conciencia de peca­do? ¿Por qué el creyente de hoy no se siente pecador y no busca su perdón en el sacramento de la reconciliación? Sencillamente porque no tienen conciencia de Dios, por­que no tiene fe en Dios, porque no comunica, no se rela­ciona con Dios. La falta de relación con Dios hace perder al creyente el sentido de la Ley de Dios, de sus Manda­mientos, de sus normas a las que debe ajustarse y tomar como estilo de vida. El pecado no dice nada, porque Dios no dice nada. El pecado no inquieta, no desasosiega, no turba, porque Dios no es el Centro de la Vida. Que ame­mos tanto a Dios que no necesitemos del pecado. En la oración es donde más el creyente llega a esta experiencia del Dios Santo y del conocimiento de su Voluntad.

El orante busca a Cristo Crucificado. Con frecuencia se convierte en la pasión de su Vida. Por aquello de «mirarán al que traspasaron». Jesús en la Cruz es el lugar del PER-DON; del perdón como camino del cambio. Orando ante el Cristo Crucificado el corazón entra en tensión; la ten­sión de descubrir que Jesús ha dado su vida en la Cruz por amor; la tensión de experimentar, en clima de oración, que la Sangre de Cristo es la prueba de amor hasta el extremo. Ante el amor de Dios manifestado en Cristo Crucificado el creyente se rinde, se doblega, se entrega, se pone en las manos de Dios. Ya no puedo seguir pecando; al Amor, ne­cesito ir por medio del amor. ¡Tengo que cambiar de estilo de vida!

Oración que no lleva al cambio de vida debe ser cues­tionada. La verdad de la oración se manifiesta en los fru-

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tos de esa misma oración. La oración del corazón pone al creyente en «proceso» de cambio; le pone en actitud de sa­lida del pecado, para enraizarse en la gracia; en camino del orgullo, a la humildad; del egoísmo, a la entrega; de la su­perficialidad, a la profundidad; de la flojera, a la supera­ción, la luz; del desasosiego, a la paz; de la tristeza, a la alegría. La oración va destruyendo contravalores edifican­do VALORES. «Por sus frutos los conoceréis».

En la oración del corazón el Espíritu Santo es el Agen­te de esta tensión, de este dinamismo. Su misión es trans­formar al creyente-orante en Jesús, asumiendo su estilo de vida. Por eso que el Espíritu le lleva en la oración al en­cuentro con el «Cristo del Evangelio». El orante tiene hambre de Jesús, de su Persona, de sus Palabras. El orante busca conocer a Jesús para amarlo y luego servirlo. El Es­píritu le pone cara a cara con el MODELO de vida, Jesús de Nazarcth, para que conforme su vida con la de Jesús. Esto es lo profundo, lo maravilloso, lo más auténtico de la oración. Este es el camino para la Conversión del corazón.

Además de la tensión interior, el Espíritu lleva al oran­te a la tensión por vivir el amor de Dios experimentado en la oración en medio de una comunidad, de una familia, de un grupo. Y ese amor vivido será la verdad de su verdad-oracional. Tanto amor-servicio, cuanta oración profunda; tanto amor de Dios como amor al hermano. Aún más: la oración profunda lleva al orante a empeñarse en el servicio del Reino; a tomar parte de los duros trabajos del Evange­lio según la gracia que el Señor le dé. Toda una vida en Tensión; toda una vida «fermentada», transformada para que el pan sabroso llegue para todos. ¡Sin tensión, no hay conversión! Tensión provocada por el Espíritu de Jesús.

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Salmo en busca de conversión

La historia de los hombres se repite: la historia de este viejo corazón. Caín y Abel, no habitan como hermanos, en lucha/raticida, con pasión. El bien y el mal se enfrentan cara a cara, en tierra dura bañada por el sol.

Yo llevo en las entrañas de mi vida una espina clavada con dolor; un ángel de Satán que me golpea sin tregua, ni espacio a la compasión. Yo siento en mi carne bien clavado ese dardo encendido del Traidor.

Oh Dios, a ti grito angustiado y solo, sudando sangre y sintiendo temor, en la soledad de mi noche obscura, en el silencio denso de tu amor: «Quítame, quítame, oh Dios, te pido, la espina que en mí el pecado dejó».

Tú me has dicho con palabras profundas, palabras que el corazón escuchó: «Confia; te basta mi gracia, hermano, mi fuerza y gracia están con tesón,

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en lo frágil y débil de lo humano, dejando en la carne mi salvación».

Desde lo hondo de mi ser de barro, desde el alma de un pobre pecador, desde la nada de mi frágil vida, siento tu fuerza, Cristo, en mi interior. Yo me glorío en mis debilidades, pues en lo débil, tú eres Redención.

Soy hijo pródigo que vuelve al Padre, y que en sus brazos espera el perdón; soy pecador que desanda su camino, en busca de la reconciliación. Tú que eres bueno, cúbreme de besos, y deja en mi alma, Padre, tu calor.

La túnica blanca y los pies calzados, el anillo de oro, signo de unión; se apaga la luz del sol en la tarde, y enciende la llama de una canción: «El hijo perdido ha vuelto a la casa, y el Padre celebra la salvación».

Venid a la fiesta, venid a la danza, venid que el buen vino en brindis murió venid que la mesa está preparada y llama el banquete a la comunión. Se alegra el cielo y canta la tierra al celebrar Dios una conversión.

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Enraizada en la Comunidad

La oración cristiana tiene sed de los Manantiales del amor, de la caridad. Y el orante busca a un Dios-Amor; un Dios con los hombres; un Dios cercano, amigo, lleno de ternura y misericordia; un Dios que ha abierto su corazón de par en par en su Hijo, Jesús, Crucificado. La oración es para enamorados; la oración busca las «raíces del amor». Esas raíces que darán seguridad, solidez, estabilidad y per­manencia al amor. El amor sólo es seguro, sólo dura, si se alimenta de quien es «el Amor»: Dios. El amor humano es limitado y fácilmente tocado de egoísmo, de intereses per­sonales. El amor aprendido de Dios es «don gratuito» al otro.

Porque necesito encontrarme con quien es el Amor, voy a la oración. Porque necesito aprender a amar con el amor de Dios, voy a la oración. Porque necesito ser fiel en el amor, voy a la oración que me pone en contacto con un Dios que se llama el Fiel. La fidelidad sólo se aprende en comunión con Dios; y esa fidelidad constante a la oración va creando en el corazón clima para la fidelidad, en el amor, a los hombres. Dios es la fuerza interna, la fuerza del corazón para mantenerme fiel en mis relaciones con los hombres; de manera muy especial con los de mi casa, mi comunidad, donde el amor es más constante, ejercitado y puesto a prueba.

Oro porque amo a Dios. A un Dios comunidad de amor.

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Oro porque amo a los hermanos. A los hermanos con quie­nes quiero vivir en armonía. Oro a un Dios que es la Pri­mera Comunidad en relación, en oración, en comunica­ción. Es el Padre, que en su amor, engendra al Hijo y lo ama con pasión. Es el Hijo la expresión del amor gratuito del Padre, del Don del Padre. Y el Hijo, al sentirse amado por el Padre, abre sus ojos, le mira y le devuelve el Amor recibido. Un amor libre, gozoso y generoso; un amor en­trañable, profundo, íntimo. El Padre y el Hijo en su amor engendran al Espíritu Santo; el Espíritu es el amor del Pa­dre y del Hijo fundidos, fusionados en un solo amor, una unidad, una Comunidad. Es el Amor indiviso; es el Amor en armonía, en plenitud. ¡Es el Amor!

Cuando oro peregrino a mi interior; cuando oro bajo a mi corazón donde habita la Comunidad Trinitaria. Dentro de mi corazón de barro, frágil y pobre, el Padre derrama su amor; un amor creativo que va floreciendo en mí en mun­dos nuevos. El Padre me hace sentir, en su amor, hijo. Es­ta es una experiencia oracional, en el corazón silencioso. En mi corazón, en el fondo, habita Jesucristo, Hijo amado del Padre. Jesús me ama, une su corazón a mi corazón y me hace sentir amado, salvado, liberado, uno con El. Jesús me comunica su sangre, su gracia y verdad. Me siento amado por el que es Todo amor. En mi corazón habita el Espíritu Santo. En su amor me vivifica, me santifica, me va transformando en Jesús, dándome la vida del Padre y del Hijo. Me hace sentir amigo. La Trinidad, Comunidad de amor, se me manifiesta como Padre, como Hermano, como Amigo. ¡Dichosa oración en el fondo del corazón!

Es en esa relación con el Padre en mi corazón, donde yo descubro que el Padre tiene otros hijos y muy amados por El. Es en esa relación con el Padre, donde yo descubro

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que tengo «hermanos»; hermanos dentro del mismo cora­zón de Dios; hermanos bajo un techo común; hermanos bajo las alas del mismo Padre que hace salir su sol y su llu­via para justos y pecadores. En esa relación oracional con Jesús voy aprendiendo que, en su Persona, en su Ser, soy con otros creyente, «hijo-en el Hijo». Jesús se hace vida mía y su estilo de vida me lleva a encontrarme con otros creyentes que también tienen el mismo estilo y que con ellos también yo soy discípulo, seguidor de Jesús. Su san­gre nos cobija y nos une como hermanos en un mismo es­tilo. Y es, en relación con el Espíritu Santo, como llego a descubrir que soy hijo de Dios en Jesús por la acción del Espíritu Santo. Los Tres, la Trinidad, me unen a otros cris­tianos y me hacen sentir dentro del mismo clima, del mis­mos espacio, del mismo Corazón, de la misma casa co­mún. La experiencia de la Trinidad en mi corazón me lle­va a la relación profunda con los hombres que también participan de la misma experiencia de un Dios amor.

Esa experiencia de amor lleva al cambio del corazón del orante. Poco a poco, en un proceso, lento pero cons­tante, el corazón va pasando de piedra a carne, de viejo a nuevo. Y cuando cambia el corazón, cambia el hombre. La experiencia de la Trinidad le lleva a descubrir que ha sido creado a imagen de un Dios, Comunidad de amor. Y que sólo se realiza como tal cuando se hace comunidad con los hermanos, cuando vive en armonía con los hombres. Sin conversión a los hermanos, a la comunidad; sin cambio de actitudes comunitarias, familiares, grupales -para bien y paz-, la oración se quedaría sin su dinamismo propio. Por­que la Trinidad se ha volcado en el corazón de los hom­bres. El Padre ha derramado todo su amor por medio del Hijo, en su Espíritu Santo, en el corazón de su Iglesia, de

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I.i I lumnnidad. Dios es un Dios con nosotros. El orante au­tentico es un creyente con Dios, viviendo su fe en una co­munidad.

El corazón orante se vuelve corazón amante. Porque orar es amar y amar es orar. Su ritmo de vida es ir desde la comunidad, la familia a Dios. Y no va solo, sino que lleva en su corazón a todos los que ama. Su ritmo de vida es ir desde Dios a la comunidad, siendo irradiación de la bon­dad y ternura de Dios en el seno de la familia donde vive. Si su relación, si su comunicación, tiene problemas con la comunidad, al querer relacionarse con Dios, también las tendrá. Si su relación con los de casa es suave, cordial, el camino hacia Dios será más fácil. Si excluye de su amor a alguien, es imposible relacionarse con Dios en la oración. De Dios a los hombres; pero de los hombres a Dios. Con Dios a los hombres; pero con los hombres a Dios. Son las dos caras de una misma moneda.

El orante es fraterno, es servicial, es entregado a los hombres. Porque en la oración ha aprendido a vivir según el estilo de vida de las Bienaventuranzas. El Espíritu le va modelando al estilo del corazón de Jesús y del Padre; un Corazón pobre, manso, dulce, limpio, misericordioso, su­frido, pacífico, resistente, con hambre y sed de justicia. En definitiva, un corazón feliz que, al vivir en comunidad, ha­ce felices a los que le rodean. Si en la oración no aprende­mos a tener un corazón al estilo de las Bienaventuranzas, difícilmente nuestra oración será evangélica. El orante es de corazón feliz, dichoso, bienaventurado. Y creador de comunidad.

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Salmo desde la Comunidad

He sentido la raíz que llevo dentro, he sentido la fuerza de una llama; he sentido el agua de mi fuente... la Vida que se esconde y busca alas. ¡ Tú, oh Dios, habitas en lo profundo, y tu Vida a mi corazón se agarra!

Eres Padre amoroso en mi-dentro, y en tu ternura como a un hijo me amas; tu amor dinámico es como un torrente que el mar de mi vida inunda con tus aguas. En tu corazón de Padre he encontrado a mis hermanos, de mi misma raza.

En el fondo de mi corazón, Cristo, te siento hermano entrañable del alma; y en la misericordia de tu sangre, siento que tu sangre pura me salva. En ti, Jesús de Nazareth, yo encuentro la unidad del hermano en tu gracia.

Soy Templo, oh Espíritu divino, soy en mi pobre barro, tu morada; en tu vida siento el latir del hombre, del hombre y hermano en tu misma casa.

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Eres abrazo que estrecha las vidas, y en tus manos, tú, Dios, las entrelazas.

Enséñame, Padre bueno, a vivir, bajo el techo común que tú ensanchas para que todos los hombres encuentren en tu mansión, el calor de tus brasas. En tu amor somos hermanos, oh Padre, en tu amor fiel que nos une y abraza.

¡Oh Jesús, Hijo eterno de Dios vivo, que desde la cruz te hiciste llamada para que el hombre perdido en la vida se encontrase en la sangre de tus llagas: enséñame a entregarme todo entero hasta que el amor duela en mis entrañas!

Espíritu de Amor, Dios con nosotros, en cada corazón, tu amor derrama;

y enlaza nuestras manos como hermanos,

unidos en camino hacia la Patria. Contigo, bajo el fuego caminamos,

en busca de la Luz, que, eterna, aguarda.

Tu amor sea la ley entre mis manos; servir sea la norma que me aguarda, y perdonar sea la fuerza «del nosotros», que rompa «el yo» cuando las cosas saltan Viniste a hacer servicio entre los hombres, sin tener en tu camino una almohada.

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En unidad de Marta y María

¿Acaso el trabajo por el Reino es contemplación? ¿Acaso la contemplación es acción? Creo, sinceramente, que ya pasó el tiempo de separar estas dos realidades. Las dicotomías, no son buenas en la vida espiritual. La Unidad, la armonía, es señal de madurez en la vida del Espíritu. Pa­só la época de «los activos» y la de «los contemplativos». Como si las dos hermanas que viven en la misma casa de Betania tuviesen que seguir peleadas. A Jesús se le recibe en casa, cuando las dos hermanas, Marta y María, le aco­gen juntas. Marta es la «activa»; María es la «contemplati­va». Vamos a intentar que sean hermanas que tienen una pasión común: el amor a Jesús en sus corazones.

La oración cristiana encarnada en el corazón del cre­yente, a medida que va madurando, va integrando la vida. Porque tanto la acción como la contemplación son expre­siones únicas de una «misma vida de fe». La oración y la acción se unen cuando la actitud del corazón es el AMOR a Jesús, el único Señor y Salvador del corazón del hombre. Lo que importa en la vida espiritual es alimentar, crecer en la fe; la fe, esa comunión de vida con Jesús, es la base de todo. La fe, ese asombrarse, fascinarse, dejarse seducir por Jesús, es lo que da sentido tanto a la acción como a la con­templación. Las dos son las alas de un mismo pájaro que alza su vuelo; necesita de las dos para poder volar.

Cuando Jesús llegaba a Betania a descansar; cuando era

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acogido en la casa de su amigo Lázaro; cuando sus herma­nas se desvivían por atenderle; cuando una se sentaba a sus pies - María-, para escuchar su Palabra de Vida; cuando la otra -Marta- se metía en la cocina y preparaba la comida para Jesús; cuando... las dos lo daban todo por el único Maestro. Pero la activa no entendía a la pasiva; pero la de la acción no entendía a la de la contemplación. La contem­plativa, era lo suyo, callaba, escuchaba, se quedaba en si­lencio a los pies del Maestro. La activa Marta se queja; co­mo no entiende «ese derroche» de no hacer nada a los pies de Jesús. María ha escogido «la mejor parte» y nadie se la quitará. Seamos claros: Jesús se queda con la actitud con­templativa de María, y cuestiona la vida activa de Marta. Jesús «baja al corazón» de las dos hermanas. En Marta, ve agitación, desasosiego, cansancio; en María, ve en su co­razón paz, armonía, unidad. A Jesús no le importa lo que se hace; le interesa la actitud del corazón.

Pero Teresa de Jesús, la gran contemplativa-activa, no quiere que haya pelea en casa para recibir al Señor. Quie­re, como ella era: acción en la contemplación; quiere, co­mo ella era: contemplación en la acción. Teresa llevaba en la «casa de su corazón» a Marta y a María. Ella era la mu­jer que entregaba su corazón con pasión al Señor; era la mujer que entregaba su corazón a los hermanos hasta can­sarse. Hasta es cierto que Teresa no fue la gran activa, sino después de ser la gran contemplativa. En ella no había di­visiones: un mismo corazón para el hombre y para Dios.

La contemplación es acción. Entiendo que la mayor de todas las acciones. Cuesta más estarse en oración junto al Señor en tiempos largos, que gastar la suela de la sandalia en los caminos de mil acciones. En la contemplación el Es­píritu actúa como no le dejamos actuar en momentos de

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acción. La pasividad de la contemplación se vuelve acción bien acción. Aún más: al contemplativo se le ve la verdad de su contemplación en la vida comunitaria, en el servicio a la Iglesia, en su trabajo. Y al activo se le ve la verdad de su acción en los momentos largos de estarse a solas con el Señor. No hay activo verdadero, sin que sea orante profun­do; y no hay orante profundo, sin que se gaste por los du­ros trabajos del Evangelio.

Es tiempo de integrar, de armonizar, de unificar, lo que llamamos acción y lo que llamamos oración. Es tiempo de dar a Dios tiempos largos de encuentros con El para luego irse a llevar ese amor de Dios, recibido en la oración, a los hombres. Dice Jesús que quien está unido con El, ése da mucho fruto; porque sin El nada podemos hacer. Es tiem­po de decir a los muy activos, a los muy comprometidos en mil trabajos en la Iglesia, que alimenten su acción con la interiorización de la Palabra de Dios, con tiempos de sole­dad y silencio en oración, con retiros profundos, con lectu­ras espirituales serias... para luego llevar «interioridad» a los hombres; para luego llevar «experiencia de Dios» a los hermanos. Es tiempo de ser TESTIGOS y no palabreros o sencillos informadores.

Es tiempo de dar desde dentro, desde el corazón. El apóstol de hoy necesita «bajar» a su corazón y hacer den­tro experiencia unificada de su vida en Dios. Necesita el Apóstol acoger en su corazón a Jesús por medio de un equilibrio entre la oración y el servicio. Necesita sentarse como María a los pies de su Maestro, en su corazón, para aprender de él y luego llevar esa Palabra a los hermanos. Por amor a los hombres a los que anuncia la Buena Nueva del Reino, necesita antes de ir a ellos, encontrarse con

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Dios para no dar desde lo suyo, sino desde Dios. Jesús de­be ser acogido en el corazón del apóstol por la oración y luego, el servicio. Los dos momentos son ACCIÓN. Y cuanto más enraizado sea el Apóstol en el Señor que le ha­bita, más fecundo será en su misión. Se trata de unirse a Je­sús y en comunión con El hacer las cosas y para que sean fecundas, llenarse de la fuerza de su Espíritu. Todo será así para la gloria del Padre. De la oración, al servicio del her­mano; del servicio al hermano, a la oración. Soledad y re­lación se unen en el camino del Reino.

La Iglesia de hoy, de cara al Tercer Milenio, necesita de grandes orantes; necesita de hombres y mujeres que sepan «sentarse» a los pies de Jesús en oración e interiorización diaria de la Palabra de Dios. Orantes que se dejen habitar por el Señor, que el Señor Jesús llene su casa para que lue­go acojan a otros hombres en su corazón y allí se encuen­tren con Jesús, el maestro, el único que tiene Palabras de Vida eterna. Hombres y mujeres interiores para que luego sean maestros de vida en el espíritu. Hombres y mujeres penetrados del Espíritu de Jesús que penetren luego con su fuerza la vida de los hombres de hoy. Se trata, a fin de cuentas, de ser TESTIFICADORES de lo que se ha visto, oído, palpado, gustado, en la oración; eso mismo experi­mentado, debe ser luego comunicado. Marta se convierte en María y María, en Marta.

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Salmo de las dos alas

Yo soy como un pájaro solitario, que busca al viento levantar su vuelo; alzarse sobre el mundo como un loco buscando en esta vida su sendero: Volar sobre las nubes, en lo alto, y andar sobre las playas de este suelo.

Seguirte a ti, cruzando mil fronteras; cargar tu cruz, el peso del madero; dejar atrás la huella del arado y abrir un surco al aire de tu cielo: Es la pasión de un corazón ardiente que quiere arder en llama de tu fuego.

Yo quiero ser tu casa, tu Betania, donde al llegar encuentres el sosiego, el vino y el pan recién amasado, servidos en la mesa con esmero. Quiero ser, Jesús, tu Marta serena, que se afana en agasajar al Maestro.

Yo quiero ser Betania, donde llegues, y a tus pies sentarme desde el silencio; y escuchar, Jesús, tus Palabras suaves que calen mi alma, allá, bien dentro.

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Quiero ser, Jesús, tu María amiga,

que escoge la Mejor parte del Reino.

Escucharte a ti, oír tus Palabras; sentarme a tus pies, sin prisas ni miedos, es, Señor Jesús, el deseo vivo que llevo, dentro del alma, despierto. Son cosas del amor; de amores perdidos, que sólo Tú y yo sabemos que es cierto.

Mis alas, Jesús, se abren unidas, y juntas las dos luchan contra el viento; cara al cielo azul escalan las nubes, siempre al ritmo firme de su aleteo. Mis alas, Jesús, son don y oración, expresión de fe, que en el fondo llevo.

Estarse con Dios y amar al hermano; hacerte, oh Dios, que seas mi Centro; gastarme en la vida, como vela que arde; subir y bajar en un mismo encuentro... Es vivir, Señor, a Marta y María, en el clima bello de un mismo juego.

Vamos de nuevo juntos a Betania, que María y Marta están sonriendo, porque llegas Tú y llenas la casa con tu Corazón de amor verdadero. Orar es amar, servir es amar: el Amor, Señor, siempre lo primero.

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Abierta a la Vida eterna

Donde alumbra el sol, no tienen luz las estrellas. Yo me pregunto por el hombre que en su vida no tiene «el Sol», no tiene a Jesús, Luz del mundo; me pregunto por el hom­bre que en su vida tiene «alguna estrella», o tal vez ningu­na y vive en la obscuridad. Me pregunto por el hombre que, en su noche, apenas tiene la lucecita de una luciérna­ga. ¿Es posible vivir caminando a la turaba, donde todo se acaba? ¿Es posible vivir teniendo «la muerte» como el fi­nal de la vida? ¿Es posible resignarse a morirse para siem­pre? La vida puede tener la puerta cerrada o abierta. La vi­da puede tener salida o un negro muro que la bloquea.

La oración cristiana abre el corazón a la Vida eterna, a la Vida que nunca se acaba, a la Vida sin término. Porque el orante-cristiano no piensa en reencarnaciones; el orante-cristiano tiene encendida en su corazón la luz de la fe que ilumina su vida más allá de la muerte. La fe en clima de oración, le lleva a descubrir ese Tesoro encendido que lle­va en el fondo de su corazón. Ese Tesoro que es más fuer­te que otras piedras, que yo juzgo preciosas, pero que a su lado valen nada o muy poco. Ese Tesoro en mi corazón es la Vida de Cristo Resucitado, que habita en mí por medio de su Espíritu de Vida.

La oración cristiana abre el alma a la Vida eterna; la abre porque la pone en comunicación con el Cristo Resu­citado que venció la muerte, que se levantó del sepulcro y

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entró en Plenitud de vida. En Cristo Resucitado yo partici­po de su Vida divina, de su Vida eterna, de su Vida en Dios que vive para siempre. En la oración mi corazón de barro siente que le nacen alas como de águila que le llevan a sa­lir de sí mismo, a sobrevolar su vida, a romper sus limita­ciones, a ir más allá de sí mismo. En la oración el alma va descubriendo que lo que vive ahora en fe es participación de una Vida divina; siente el alma que va siendo deificada, divinizada, hecha a la medida del Hombre en Plenitud: Je­sús Resucitado.

El orante experimenta el gozo y la alegría de lo eterno, de lo inmortal, de lo infinito, de lo abismal, de lo que le desborda. Esa experiencia interior le sitúa en el «más allá», en una «otra vida», en lo que llamamos «cielo», en lo que Jesús llama «Reino de Dios». La oración cristiana despierta en el corazón la esperanza con la certeza de al­canzar un día en plenitud lo que aún ahora ve como en un espejo. La oración le lleva a descubrir que la fe en Cristo Jesús no es una fe por algún tiempo, sino que es una adhe­sión para siempre al Señor de la Historia y del Hombre. La oración le lleva a experimentar que ese amor que vive en el amor de Dios es un amor que no muere, un amor que será fiel con fidelidad eterna. Fe, esperanza y caridad son fuer­zas (alas) interiores que sumergen al hombre en Dios mis­mo.

El orante-cristiano dice de corazón que cree en la Re­surrección del hombre habiendo pasado por la muerte. Cree que la muerte no es el final del camino, sino la últi­ma etapa del camino para llegar a la meta: Dios mismo en un cara a cara. Sabe que la muerte es el momento donde se rompe la cascara y surge la vida maravillosa que anidaba dentro. El orante no necesita razonar, computarizar, acu-

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mular pruebas, para llegar a esta verdad. Tiene la certeza de la fe de que el Dios en que vive en su corazón un día le dará plenitud de vida en su Hijo por medio de su Espíritu. Se goza, se alegra, se conmueve, vibra y exulta porque su vida tiene sentido para siempre. Es en clima de oración constante donde el cristiano llega a esta certeza. Sin ora­ción se apaga el más allá.

Cuando un cristiano no cree en el más allá, en la Vida eterna, es preciso buscar las raíces de esa no-creencia. ¿Acaso se puede cosechar una buena cosecha sin poner los medios adecuados para conseguirla? ¿Acaso sin poner los medios se llega a los fines? Cuando el cristiano no tiene experiencia del Dios de la vida en la oración diaria, sin du­da, su vida se vuelve terrena, sólo de aquí abajo, pues no comunica con el Dios de la Vida para siempre. Cuando un cristiano no se comunica con el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, pierde el sentido de lo eterno, del más allá. Cuando deja de recibir el Pan de la Vida eterna, la Euca­ristía, se queda en las cosas de aquí abajo que se mueren. Cuando su vida es egoísta, sólo centrada en sí mismo y no vive la caridad, el amor de Dios, su vida siente que se con­sume con él y en él. Sin medios no se llega al fin.

El orante cree con toda el alma en la Vida eterna por la experiencia continua con el Espíritu de Dios en la oración. Cree en la Otra vida porque la Palabra de Dios interioriza­da le despierta el alma a ese Dios que vive para siempre. Cree en la Otra Vida porque al comulgar el Pan de Vida mete en su corazón semillas de Vida eterna. Cree en la Otra Vida porque, al entregar su vida en servicio de los hombres, sabe que su amor no muere porque su entrega participa de la vida de Dios, de su amor. A un cristiano que

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deja estos medios, que vive desde su casa construida «so­bre arena», es normal que todo se le caiga y derrumbe. Pe­ro el cristiano que vive esa vida seria y profunda es el que construye su casa «sobre roca»; y la casa resiste y se man­tiene en pie. Creo en la Vida eterna porque vivo ahora des­de valores definitivos, desde valores absolutos.

Cuando me llegue la muerte, «no moriré»; no moriré quiere decir que mi ser profundo, mi interioridad, mi yo auténtico, mi personalidad, no se acaban. Quiere decir que paso a ser hombre en plenitud de vida; en plenitud, por la participación plena «ya» (por fin) de la misma Vida de Dios. No; no creo en re-encarnaciones porque sería «dis­minuir» mi ser que es personal e irrepetible, mi ser que es libre y no condicionado a otro ser, sino únicamente al SER en plenitud que es Dios. No; me resulta estúpido pensar en que me convertiría en una flor, o en una estrella, o en una vaca, o en... no sé cuantas cosas más; seguiré siendo YO MISMO, pero ya EN DIOS MISMO. Entonces alcanzaré la plenitud del ser humano en Cristo Resucitado. ¡Qué be­llo y consolador tener esta certeza! Dichosa experiencia de oración interior, en el corazón, que me hace descubrir todo lo que YA tengo dentro y que en el momento del paso a la Otra vida se desvelará. Ya llevo dentro del corazón el Rei­no de Dios.

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Salmo abierto a la Vida eterna

Cuando tus ojos miraron los míos, y en tu mirada quedé enamorado; cuando llegó al corazón tu Palabra, y en tu calor sentí que era llamado... entonces, y sólo entonces, supe que mi alma era obra de tus manos.

Soy vasija de arcilla quebradiza, soy el polvo que nace de mi barro; soy rocío que tiembla en la mañana al beso puro del sol de sus rayos; soy la hoja que cae en el otoño y en las alas del viento va volando.

Yo no soy nada, Señor, oh Dios eterno, que vives desde siempre, y siempre amando. Dejaste el corazón cuando me hiciste, en este pobre ser, de amor llagado. Tu Rostro en mi rostro, oh Dios mío, y en mi rostro tu imagen has marcado.

Yo llevo en las raíces de mi vida, la Vida de mi Dios, que rompe espacio y tiempo, y se hace eterno entre los hombres, porque mi Dios, es Dios, sin ser creado.

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Misterio de lo Eterno y lo Infinito, te adoro, en silencio, anonadado.

Me hiciste Inmortal, como Tú eres; me hiciste para siempre, sin descansos; vivir tu Vida eterna es mi destino, vivir «tu siempre y siempre» regalado. No hay muerte, Dios, venciste al enemigo no hay muerte ya, que apenas es un paso.

Mis ojos te verán en Luz eterna, mis ojos que al final gozan llorando, al contemplar tu Gloria y Hermosura, y oír cantar tres veces, oh Dios: «Santo». La Paz eterna que tú llevas dentro, será, al final, en ti, mi dulce canto.

En tu ResurreccUm, Señor Jesús, florecerá mi cuerpo destrozado por el dolor amargo de la muerte,

que al fin, oh Dios, se encuentra liberado Mi vida será Vida para siempre, en tu Vida, Jesús Resucitado.

Despiértame, oh Dios: quiero vivir; vivir la Vida, que en Jesús me has dado, en el Amor profundo de tu Espíritu que en este corazón has derramado. Eres Vida para siempre en mi vida: Vida eterna, en la Paz de tu regazo.

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Comprometida en la construcción del Reino

La pasión de Jesús fue cumplir la Voluntad de su Padre Dios. Y la Voluntad del Padre para su Hijo Jesús fue que estableciese el Reino de Dios entre los hombres. Para ser fiel a esta vocación dada por el Padre, Jesús acepta morir en la Cruz. Su obediencia es la expresión más profunda del amor al Padre. Y porque murió en Cruz, dando su vida, de­rramando su Sangre, para que los hombres tuvieran Vida en abundancia, el Padre le Resucitó y le constituyó Señor de la Historia y del Hombre. Como Regalo a los hombres, Jesús pide al Padre que les envíe su Espíritu Santo. Ha si­do derramado en el corazón de la Iglesia el Espíritu del Dios vivo quien HOY en la historia, a través de los creyen­tes, realiza, construye, el Reino de Dios entre los hombres.

El gran fruto de la oración es el descubrir la Voluntad de Dios y llevarla con decisión a la vida. Y la Voluntad de Dios para todo cristiano es que se empeñe en trabajar, en servir a los hombres haciendo que entre ellos florezca el Reino, los Valores profundos del Evangelio. En clima de oración, el creyente va descubriendo en su corazón el Rei­no de Dios. Un Reino que le llena, le plenifica, le hace sentirse poseído por el amor de Dios Padre, inundado de la Gracia de" Cristo, saturado de la Vida del Espíritu Santo. Un Reino donde el creyente siente que su ser le pertenece al Padre, en su Hijo Jesús, al impulso del Espíritu. Un Rei­no que es de aquí y de ahora.

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En clima de oración el creyente va descubriendo los Va­lores del Reino. Valores del Evangelio anunciado por el Hijo que ahora son semillas de vida en la acción del Espí­ritu Santo. El corazón va saboreando la paz y el bien; sa­borea el gozo y la alegría; saborea la verdad y la humildad. Ese mundo de valores, de dones, de gracias y virtudes, va tomando posesión del corazón del orante de tal manera que su corazón se vuelve como una experiencia anticipada de la felicidad y bienaventuranza del Cielo.

En clima de oración, el creyente, poco a poco, se va sin­tiendo inundado del aroma de las Bienaventuranzas, Ley fundamental del Reino. Al saborear las Bienaventuranzas en su corazón, va leyendo dentro la Carta Magna del Rei­no que le vuelve dichoso. Es entonces cuando el creyente se vuelve Testigo del Reino que lleva dentro y que quiere comunicar al mundo de hoy para que descubra ese Tesoro escondido y que camine con decisión hasta la posesión plena de esta realidad maravillosa en el Reino de los cie­los.

Desde un corazón convertido al Reino de Dios, el oran­te se vuelve fermento, levadura del Reino entre los hom­bres. Con su palabra, con sus gestos, con sus acciones, con su presencia, con su compromiso radical y entusiasta, será transformador de esta masa de harina que necesita ser transformada desde dentro. El orante, lleno de la fuerza del Reino, se convertirá en Luz del mundo, en luz que ilu­mina a los hombres para que vean las buenas obras que re­aliza y así glorifiquen al Padre de los cielos. El orante se convierte en sal de la tierra; en sal que con su sabor da a la tierra el gusto por las cosas de arriba: las del Espíritu. El orante, lleno de la Vida del Reino, toca todo lo que está

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dormido, cansado, somnoliento, muerto y lo devuelve a una vida llena de energía, de fortaleza, de entusiasmo. El creyente poseído por el Reino hace que el Reinado de Dios se haga realidad aquí y ahora.

En la Iglesia de hoy sobran palabras, y faltan acciones profundas que surgen de corazones poseídos por el Espíri­tu Santo. Es en la oración donde el creyente queda marca­do, ungido por el Espíritu. Y es entonces cuando el cre­yente, con la fuera del Espíritu, realiza hoy lo que Jesús hi­zo y dijo hace 2000 años. Solamente lleno del Espíritu, Dedo de Dios, el creyente es capaz de curar enfermos, sa­nar leprosos, expulsar demonios, calmar tempestades, re­sucitar muertos, perdonar pecados, llevar la paz a los cora­zones. Con el Espíritu de Dios el creyente se convierte hoy, en la Historia, en Jesús de Nazareth, el Mesías, que de nue­vo realiza su acción salvadora y liberadora.

La Palabra y los signos fueron las dos grandes acciones que realizó Jesús para establecer el Reino y romper el rei­no antiguo del pecado, de Satán. Con la fuerza del Espíri­tu, Cristo, el Enviado del Padre fue dejando en los caminos de los hombres semillas del Reino. Semillas que germina­ron, florecieron y dieron fruto. Dejó semillas del Reino que los hombres pisaron en el camino, o no consiguieron germinar por falta de hondura en sus tierras, porque las piedras (lo duro) lo impidió; o porque las espinas sofoca­ron la planta que no llegó a madurar. Jesús ha dejado a sus discípulos el poder de su Palabra, de su Evangelio de Vida, para renovar el mundo. Ha dejado el poder de sus signos, de sus milagros, para que los hombres crean. En las manos del creyente-orante está la ACCIÓN SALVADORA de Je­sús, el Señor.

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Es tiempo de cambiar el estilo de los hombres de hoy. Es tiempo de hacer posible en la sociedad la manera de vi­vir de Jesús de Nazareth. Es tiempo de abrir camino entre los hombres por «el Camino que Jesús es»; tiempo de ha­cer la verdad por medio de la «verdad que Jesús es»; tiem­po de hacer de la vida, Vida, por «la Vida que Jesús es». Es tiempo de abrir el corazón del hombre a Jesús que ha veni­do a salvar al pecador y a sanar al enfermo. Tiempo de lla­mar a la unidad de los hombres para que todos sean Uno en Jesús el Señor y así formar un solo Pueblo, un solo Reba­ño, una sola Comunidad de creyentes. Es tiempo de fra­ternidad, de libertad, de solidaridad, de armonía para que la Sangre de Cristo sea acogida en el corazón del mundo y en ella se acepte su amor y su ternura. Es tiempo del Rei­no.

Vivimos los Últimos tiempos de nuestra Historia. Y es ya la HORA de que triunfe el bien sobre el mal; de que triunfe la verdad sobre la mentira; de que triunfe la liber­tad sobre la opresión; de que triunfe la bondad sobre el egoísmo; de que triunfe la Gracia sobre el pecado. Es la Hora en que Jesús, Enviado del Padre, sea acogido como SEÑOR y SALVADOR por los hombres, bajo la acción del Espíritu Santo. Es la Hora de que, desde una experien­cia profunda del Reino en el corazón, contagiemos Reino: JESÚS.

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Salmo de cara al Reino

Fue la pasión de tu vida, Jesús; pasión fuerte que te quemó por dentro: Ja Llama que el Padre puso en tus manos para que la tierra ardiese en tu Fuego. Tu pasión fue obedecer al Padre que te enviaba a establecer su Reino.

Clavaste tu Cruz, firme, entre los hombres, y te hiciste Señal desde el madero: Señal de salvación, liberadora del hombre caminando en el desierto. Tú fuiste, Jesús, Tierra prometida

para el hombre nacido de tu pecho.

Surgiste de la muerte, paso a paso; te hiciste entre los hombres el primero nacido de la entraña de la tierra, en luz de amanecer, radiante y bello. Tú vives, Señor Jesús, en el mundo eres hoy, entre nosotros, Fermento.

Tú eres el Tesoro escondido; siempre escondido y metido bien dentro en la entraña profunda de la tierra que vende todo, alegre, por tenerlo.

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Tesoro de bien, de paz y justicia,

de vida, que anima al hombre, en su aliento.

Tu Reino, Señor, es como semilla, que en su corazón guarda el surco abierto, y que al enterrarla en su tierra virgen, la cubre de amores, con sus mil besos. Semillas deje, de gracia y de amor que el hombre busca, aún sin saberlo.

Quiero ser tu candela que se gasta, y que alumbra a este mundo que está ciego;

quiero ser tu sal perdida en la tierra para dar sabor al hombre que siento

que va sin rumbo, perdido en la vida y no sabe dónde lleva el sendero.

Es la Hora, Jesús, en esta Historia; Hora cierta de los últimos tiempos. Es la Hora del Reino entre los hombres, tu Reino que entrelaza al mundo entero. Reina, reina que el tiempo ya ha llegado, y el hombre está esperando tu regreso.

A ti. Señor, la gloria y la alabanza, a ti. Señor, Autor de nuevos cielos,

a ti cantamos, tus hijos reunidos, diciéndote en el canto: «Señor nuestro». Tu sangre, Jesucristo, es la victoria

de un mundo, que al morir, nace de nuevo.

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Tenaz, como si hubiera visto al Invisible

El creyente-cristiano del Tercer Milenio tiene que hacer una opción seria por ser creyente-orante. Al cristiano de hoy le hace falta un suplemento de alma, una fuerza inte­rior, un «poder que viene de lo alto», un entusiasmo y compromiso radical, en la Iglesia, por el servicio del Rei­no. La nueva palabra del apostolado de hoy es: ARDOR. Ese celo ardiente por la causa de Jesús, por la causa de la gloria del Padre, por la causa de la Nueva Humanidad. La fuerza interior del creyente nace de la experiencia de Dios en su corazón. Necesita el creyente de hoy «bajar» a su co­razón y «vivir» desde el corazón enraizado en la Trinidad que le habita, de donde viene toda fuerza y energía para la misión.

Es tiempo de convencerse de que Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, un espíritu cobarde, «un corazón arrugado», sino un espíritu de energía, de valentía, de buen sentido y de amor sin medida.

Dios nos ha dado un corazón nuevo en el Bautismo y un espíritu nuevo como camino para realizar su Obra en el mundo de hoy. Por eso el Señor pide al creyente del Tercer Milenio que tome parte en los «duros trabajos del Evange­lio» contando con la FUERZA que el Señor da. Son tiem­pos estos de creyentes decididos, arriesgados, comprome­tidos, ardorosos en el anuncio del Evangelio. La Iglesia de hoy necesita cristianos que gasten su vida, como se gasta la

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candela encendida, en la Causa del Señor. No son tiempos estos de lamentaciones; no son tiempos

de cobardías, ni de echar las culpas a los otros; no son tiempos de resignaciones, de sentirse como unos pobreci-tos. No son tiempos de quedarse atrás, de quedarse en ex­pectativa, calculando a ver lo que pasa. No son tiempos de flojera espiritual, de manos siempre limpias porque nunca se mancharon en ayuda al necesitado. No son tiempos de miedos, ni de gente que se siente fracasada. No son tiem­pos del hombre a secas; son tiempos del hombre que cuen­ta con la fuerza del Espíritu de Dios en su corazón que es capaz de hacer de los imposibles, posibles. Son tiempos de corazones firmes en la fe.

Tiempos son estos de fidelidad. Tiempos de jugarse el tipo por el Señor Jesús que se jugó su tipo en la cruz por nosotros, los pecadores. Tiempos de mirar al Crucificado y verle decidido, comprometido, lleno de tesón y resisten­cia, lleno de garra y de valentía, entregando su vida en sal­vación de muchos. Tiempos de poner los ojos, son estos, en el Crucificado, el Hombre fiel a la voluntad del Padre, el hombre que llevó hasta el final el Proyecto que el Padre le entregó; el hombre que se quedó solo, pero en fidelidad al amor de Dios y al amor a los hombres. Tiempos son es­tos de tomar en serio la SANGRE de Cristo como precio de nuestro rescate, como el sello de su amor-entrega, co­mo la marca de la verdad de su amor-generoso. Tiempos son estos de mirar al Crucificado y ver en él al TENAZ, al que no desistió, al que sufrió hasta la sangre.

Cristo Crucificado es el Modelo del cristiano del Tercer Milenio. El Modelo del hombre que se empeña en cambiar la sociedad, de devolverla al Padre, por medio de las ma­nos clavadas en Cruz del Hijo amado. Jesús es el Hombre

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poseído, en su corazón, por la fuerza del Espíritu de Dios. De ahí le viene esa tenacidad, ese empeño, esa resistencia puesta a prueba, pero que la mantuvo siempre en pie. Cris­to Crucificado es el Modelo del hombre que desde su fe, no se arredra, no mira hacia atrás, no tira la toalla. En la Sangre de Cristo, que es vida, fuerza y amor, encuentra esa tenacidad que necesita para no cansarse, para no desani­mar, para creer que con la sangre de Cristo viene la salva­ción y, que por tanto, lleva la eficacia del Reino. Cristo Crucificado es garantía de triunfo.

El orante es aquel que ha visto en su corazón al Invisi­ble. El Dios de la vida, el Dios del amor, el Dios de la san­tidad, se le ha manifestado en la fe y le ha visto, le ha oído, le ha tocado, le ha gustado, le ha experimentado. El Dios Invisible se le ha hecho VISIBLE EN FE en el Rostro del Cristo Crucificado, manifestación plena en su amor de Dios al hombre. El Dios del Cristiano tiene Rostro; en un Dios cercano, un Dios -con-nosotros. Es un Dios de la vi­da, un Dios Encarnado, un Dios que ha asumido la debili­dad humana, en Jesús, y la ha dado fuerza, poder, energía, vitalidad. Con Jesús en el corazón, el creyente-cristiano di­ce que nada teme, pues sabe de quién se ha fiado; dice que todo lo puede en Aquel -Cristo- que le conforta.

El creyente-cristiano de hoy debe ser un hombre o mu­jer tenaz; tenaz de su vida espiritual. Tenaz en el empeño que le pide su fe alimentándola con la práctica diaria de la oración personal y comunitaria; tenaz en el ejercicio diario de la interiorización de la Palabra de Dios; tenaz en la lec­tura espiritual diaria como alimento de su fe; tenaz en la formación espiritual y humana por medio de encuentros, cursos, estudios, retiros, recolecciones, desiertos, expe-

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riencias fuertes de oración interior. Un cristiano tenaz en la lucha contra el pecado huyendo del mundo, de las ocasio­nes de pecado; tenaz en una vida de ascesis, de exigencia personal, de renuncia a cosas lícitas, pero superficiales; te­naz en una lucha contra los medios de comunicación como pura basura; tenaz en una lucha contra el poder, el parecer, el placer por el placer y el tener. Tenaz en un autocontrol de su cuerpo, de sus sentidos, de su ser entero. Tenaz, que le lleve a ser dueño de sí mismo y no un ser manipulado, ma­nejado, llevado y traído por la corriente de la moda floja.

En la Eucaristía diaria busca la tenacidad para vivir su fe con alegría y compromiso. En la recepción frecuente del sacramento de la Reconciliación se hace tenaz en la lucha contra las tendencias desordenadas de su corazón y la bús­queda de la misericordia de Dios. Se hace tenaz en buscar ayuda espiritual, ayuda en dirección del espíritu con perso­nas preparadas y de experiencia profunda de Dios. En el grupo o la comunidad donde vive su fe, se hace tenaz sien­do fiel a sus reuniones, a sus retiros, a sus compromisos, a sus exigencias y a su mística. No vive su fe en solitario, si­no que busca con tenacidad el grupo, la comunidad como la fuerza para su debilidad.

Se hace tenaz en vivir la Iglesia; tenaz en darse a ella; tenaz en amarla como es y ayudarla a que cambie su ros­tro. Tenaz en sentirse orgulloso de su Bautismo que le abrió las puertas de la Comunidad de Jesús y le injertó en la vida del Resucitado y de los bautizados. Tenaz en vivir como sellado, como ungido por el Espíritu de Jesús para hacer realidad hoy la Civilización de la Vida y del Amor. Tenaz porque en la fe ve a Dios en su corazón.

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Salmo de un corazón tenaz

Despacio y en silencio en la noche, y a la luz de una luna pura y blanca, y mirando las estrellas una a una, quiero, Señor, subir a la montaña. Quiero en soledad estarme contigo, a solas tú y yo, en cara a cara.

Quiero verte en la noche con mis ojos, quiero oír en silencio tu Palabra, y sentir el aroma que despides, y escuchar, al marcharte, tus pisadas. Contigo quiero estar porque te amo, antes que rompa la luz del alba.

Yo quiero contemplar, Señor, tu rostro, y en la paz profunda de tu mirada, descubrir el amor que tú me tienes y dejar que penetre en mi alma. Dame, Señor, la fuerza de tu Espíritu, y deja que me abrase en pura llama.

En mi débil fe, Señor, yo te he visto, y en mi noche obscura siento que me hablas, y que en el fondo de mi corazón, toda mi vida arde en tu Zarza.

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Quémame, Señor, quema desde dentro, este corazón que, en tu fuego, arda.

Como si hubiera visto al Invisible, yo quiero ser tenaz en la jornada que se abre a mi fe en cada día, irradiando la fuerza de tu gracia.

Tenaz, Señor, tenaz como tú mismo, en amar sin medida al hombre que amas.

Como si hubiera visto al Invisible, yo quiero ser tenaz en esperanza de abrir entre la vida de los hombres, caminos que se andan en tus sandalias. Caminante quiero ser, peregrino que a paso firme busca tu morada.

Como si hubiera visto al Invisible, yo quiere ser tenaz en vida dada al corazón del hombre solitario y que reciba vida en abundancia. Tenaz, Señor, viviendo en caridad, dando tu amor y en cambio esperar nada.

No quiero, Señor Jesús, ser cobarde, ni quedarme, Señor en la encrucijada; quiero un corazón tenaz como el tuyo, cargando tu cruz -que es mía- a la espalda. Con la fuerza de tu Espíritu Santo, seré testigo de tu amor que salva.

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Tan humana como divina; tan divina como humana

Si algo es fácil en la vida, es orar; si algo está al alcan­ce de todos, es la oración. Una oración que surge del cora­zón del hombre y busca el Corazón de Dios; una oración que nace del Corazón de Dios y busca el corazón del hom­bre. La dimensión «ascendente» de la oración busca la di­mensión «descendente»; las dos dimensiones se encuen­tran en el Corazón de Jesús que es el «lugar» oracional, el «Centro» de la oración cristiana. Lo humano, lo del hom­bre, y lo divino, lo de Dios, se funden en la oración como una sola realidad. Dios hace suyo el barro del hombre; el hombre hace suya, la Gracia de Dios. Y en Jesús, Dios y Hombre, se realiza este encuentro.

Cuando oro lo hago desde mi realidad humana, desde mi pobre barro, desde la hondura de mi corazón. Cuando oro, dejo levantar hacia Dios todo lo bueno y malo que ani­da en mi corazón. Cuando oro, mi ser pecador, mi ser li­mitado, mi ser débil y frágil, se vuelca en un Dios bueno y misericordioso. Cuando oro grito mi dolor a Dios, levanto mis miedos y fracasos a Dios, pongo en sus manos mis li­mitaciones y barreras, mis bloqueos e inseguridades. Oro desde la verdad de mi corazón. Cuando oro, no hago tea­tro, no represento ningún papel; cuando oro yo soy el protagonista de mi oración; cuando oro mi historia, con sus luces y sombras, las sumerjo en el Corazón de Dios.

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C uando oro soy yo mismo el que abre su corazón a Dios pidiendo misericordia.

Mi oración es humana como lo fue la de Jesús. Grita, llora, suda sangre, se hunde en el suelo, tiene miedo, tiem­bla, «se muere de tristeza», se siente pecador, siente sobre él toda la basura de la humanidad. Así ora Jesús en el huer­to de los Olivos la víspera de su muerte. Ora ante Jerusa-lén y llora como un niño al verla homicida, al verla con un corazón duro que no ha sabido acogerle, al verla destruida por sus enemigos, destruida por su pecado. Llora porque ama su tierra y le duele su nación. En la Cruz, Jesús ora con gritos también; eleva su dolor, su soledad, su angustia y sufrimiento, su abandono al Padre. Está solo en su noche y busca una luciérnaga que alumbre su obscuridad. Cuan­do muere, muere orando, dando un «gran grito»: «Padre, en tus manos pongo mi vida». Jesús hizo de su vida golpe­ada, acorralada, en situación contra el límite, la oración humana más bella y profunda que jamás se ha hecho. Era el Hombre Jesús quien oraba a su Padre Dios movido, en su debilidad, por la fuerza del Espíritu.

Mi oración es humana. Oro sin preocuparme de las pa­labras que diga. Dejo que los sentimientos de mi corazón se expresen. Dejo que se levante como un volcán la sangre que me hierve dentro; o dejo que surja como un bello ama­necer las ganas que tengo de darle gracias a Dios por algo; o dejo que mi corazón grite, insista, implore, como tierra reseca, agostada y sin agua, la lluvia de la misericordia de Dios. Oro dejando a mi corazón que hable, que dialogue, que comunique con Dios como un niño lo hace con su ma­dre, o como un amigo lo hace con su amigo. Hablo desde el corazón. O callo desde mi corazón silencioso que se es­tá en silencio ante Dios. Mi oración será siempre una ora-

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ción verdadera, hecha en espíritu y en verdad; será una oración llena de confianza, de seguridad, de abandono en las manos de Dios. Yo sé que es a mi Padre Dios a quien hablo, a quien acudo y él es tan bueno que hace salir su sol para justos y pecadores y manda su lluvia para enfermos y sanos. El es un Dios bueno con ganas inmensas de ayudar­me.

Cuando abro mi corazón a Dios yo sé, con toda certeza, de que quien ha movido mi pobre corazón ha sido el Espí­ritu Santo, el Consolador, el que siempre ayuda; yo sé que esos gemidos de mi corazón son obra del Espíritu en mi dentro. No; no intento comprenderlo; intento creer y acep­tarlo; intento confiar en su acción y dejarme llevar por sus movimientos. Cuando oro yo sé que Alguien me escucha, Alguien está atento, Alguien me esperaba para acogerme, abrazarme, estrecharme contra su corazón y cubrirme de besos. Cuando oro yo sé que mi vida, mi problema, mi co­razón, se abre a un clima nuevo: al clima de Dios. Cuando oro yo sé que meto mi vida en la atmósfera divina, en el se­no de Dios, en espacio divino, en ritmo de salvación. Orar desde lo humano, para que lo humano entre en lo divino, y así lo divino deifique lo humano. Es el misterio de la En­carnación.

Mi oración de hombre pecador; mi oración de alguien que le ha sido infiel al Señor; mi oración de alguien que no ha contado con el Señor y ahora se acuerda de él, es siem­pre la oración del hijo pródigo; la oración del hijo que abandonó y vuelve de nuevo a casa. Y el Padre se goza, exulta, se enternece y llora de alegría al recibirlo. Dios quiere, al orar, un corazón dolorido y humillado, para dar­nos un corazón puro y nuevo. Dios nos enriquece cuando nos acercamos a su misericordia con fe. Dios es tan huma-

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no, en su Hijo Jesús, que nos comprende totalmente; Dios es tan divino, en su Hijo Jesús, que nos salva plenamente. ¡Sueña con hacernos bien!

Mi oración cristiana se centra en Jesús. Nadie tan hu­mano como Jesús, el Hijo del Hombre; y nadie tan divino como Jesús, el Hijo del Dios vivo. Jesús es el gozo del cris­tiano-orante; a El acude porque sabe que El vivió toda nuestra vida humana y fue en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Aún más: no teniendo pecado, se «hizo pe­cado» por nosotros, por amarnos tanto. La oración hecha a Jesús que mora en el corazón; la oración dirigida a Jesús que vive en nuestra vida, es una oración que hace que lo mío penetre el corazón de Jesús; y lo de Jesús que penetre mi corazón. Jesús y yo, en oración, en comunicación pro­funda, nos fusionamos. Mi hierro duro se funde con él al calor del fuego de su Espíritu. Jesús, y sólo Jesús, es cami­no de lo humano hacia lo divino: Jesús, y sólo Jesús, es ca­mino de lo divino a lo humano. ¡Dichoso el que cree en Je­sús y se relaciona con él por medio de una oración cons­tante!

Mi corazón humano, al ritmo de la oración interior, se va cambiando. Mi corazón frágil, por humano, se va ha­ciendo fuerte por contacto con lo divino; mi corazón orgu­lloso, por humano, se va haciendo humilde por contacto con lo divino; mi corazón egoísta, por humano, se va ha­ciendo generoso por el contacto con lo divino. Al divini­zarme Jesús, en la oración, por medio de su Espíritu, me hace «más humano»; tan humano que me hace «manso y humilde de corazón» como el Corazón de Jesús. Lo divino de Dios que se me da en la oración me hace ser más yo; y mi yo humano, se va transformando en Jesús.

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Salmo de lo divino y lo humano

Cuando me acerco a ti, Señor Jesús, y te contemplo pobre y despojado; cuando mis ojos te ven nazareno, y mis manos te sienten tan cercano, mi corazón se llena de alegría al verte tan divino en lo humano.

Cuando te veo solo en Nazareth, dejando en la garlopa tu trabajo; cuando vuelves del bosque con la leña, y sudas, gota a gota, de cansancio, te siento tan humano en lo divino, que dejas mi sentir desconcertado.

Cuando la túnica ceñida llevas, y el viento en sus alas mece tu manto; cuando en el camino dejas tus huellas, y tu amor y ternura en cada paso, te voy sintiendo hermano de los hombres, y en el dolor de cada hombre, hermano.

Cuando en la cruz cuelgas de amor herido y tu piel está rota y desangrando; cuando en silencio sufres por el hombre, y lo arrancas, con fuerza, del pecado,

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pareces, Jesús, un hombre perdido,

callado y hundido, como uno de tantos.

Tú eres, Jesús del hombre, en la Historia lugar donde Dios y el Hombre, abrazados, se funden de nuevo y se abre el camino para un nuevo hombre, en ti rescatado. Oh Dios del cielo, oh Dios de esta tierra, junta lo de arriba con lo de abajo.

Cuanto más humano, soy más divino; porque lo divino se ha humanizado en Jesús que es Dios y también es Hombre, hombre entre los hombres: Dios encarnado Tan cerca, tan cerca estás en mi vida que vives en mí, y te siendo hermano.

Cuanto más divino, siento tu gracia que llena mi vida y me hace cercano al hombre que sufre solo en la vida y espera de mí, tu amor en abrazo. Eres todo nuestro, y te siento amigo, en la luz que irradian tus ojos claros.

Mientras vivo en esta tierra, Señor, quiero ser hombre, como el Hijo amado: ser uno más y vivir escondido hasta que me llames a tu regazo. Entonces seré en tu cielo, en el Reino, plenitud divina en mi ser humano.

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Romero del Tercer Milenio

Es el hombre, la mujer, la obra cumbre de Dios en la Creación. Es el hombre, la mujer, quienes han sido resca­tados en la Cruz, la nueva Creación, por la sangre de Cris­to, naciendo de su costado el hombre nuevo, la mujer nue­va. Es el hombre, la mujer, quien ha recibido en Pentecos­tés la efusión del Espíritu para que viva en comunidad y sea Testigo, entre los hombres, de Cristo muerto y Resuci­tado. Es el hombre, la mujer, hechos a imagen de Dios, lo primero y principal de nuestra Historia. Un hombre, una mujer, con quienes llegó la hora de no seguir jugando; un hombre, una mujer, que son sujetos y no objetos; que son alguien y no algo; que son los protagonistas y constructo­res de la Historia.

El hombre, la mujer, bautizados en la sangre y el agua del Espíritu; estos nuevos seres -los llamamos cristianos-son discípulos de Jesús el Señor. Caminan en la Historia dentro de un nuevo Pueblo: el Pueblo de Dios. Forman la Gran Familia de los Hijos de Dios y caminan de manos dadas, con Jesús, al impulso del Espíritu, hacia el encuen­tro del Padre. Forman una Comunidad, una Fraternidad; son una espiga, un racimo; se aprietan unos contra otros haciéndose espaldas para protegerse, para defenderse, pa­ra sentirse seguros. Una nueva raza de hombres está lla­mada a vivir en el Tercer Milenio del Nacimiento de Cris­to según el ESTILO DE VIDA de Jesús de Nazareth. Ese

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estilo común creará una Nueva Humanidad, una Nueva Era; la Nueva Humanidad que, por fin, surge, pero que na­ció hace 2.000 años del lado abierto de Cristo.

Yo soy Romero, soy cristiano, soy peregrino, caminan­te del Tercer Milenio. Soy romero con un estilo de vida nuevo; romero con una andadura distinta que a su paso va dejando en el camino las huellas vírgenes y profundas del Evangelio. Romero que quiere caminar y vivir según la Carta Magna del Reino: las Bienaventuranzas. Es el hom­bre y la mujer de corazón nuevo; un corazón al que ha ba­jado, al que ha llegado, al que ha habitado, enraizando su vida con la vida de la Trinidad que mora dentro. Un hom­bre, una mujer, de CORAZÓN; de corazón lleno de in­terioridad, lleno de profundidad, lleno de plenitud de Vida. Un corazón profundo que irradia una vida profunda; un corazón noble y bello, que irradia una vida llena de armo­nía.

Al hombre de final de este siglo que muere le falta co­razón. Le falta corazón porque vive a la intemperie, vive desde la superficie, vive desde la piel. Este hombre ame­nazado, inseguro, frágil, golpeado de tantas maneras, vive buscando, fuera de su corazón vacío, «dioses falsos». Y se ha agarrado a ellos y esos dioses, esos ídolos, como tiranos del hombre, han destruido su corazón. No más vivir desde fuera del corazón; no más vivir sin raíces; no más caminar en la vida sin rumbo, sin meta, sin sentido. En el fondo del corazón del Romero del Tercer Milenio, Dios vive, Dios ama, Dios ha puesto su tienda, Dios va con nosotros. Es hora de celebrar esa vida nueva que Jesús, el Hijo del Dios vivo, trajo a los hombres hace dos mil años. Dos mil años de historia con Dios y sin Dios. Dos mil años en los que al final se ha querido sentenciar la muerte de Dios: «Dios ha

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muerto». No; nunca el hombre inventó mayor tontería, ni pronunció mayor barbaridad. Lo que realmente había muerto era el hombre: «El hombre ha muerto»; ese debe­ría haber sido el grito. Y el hombre ha muerto porque los hombres se han matado de mil maneras unos a los otros; matando al hombre, el mismo hombre ya no puede descu­brir a Dios. La muerte del hombre le ciega al mismo hom­bre los ojos y le hace sentir la muerte de Dios (que vive siempre)... en su pobre corazón.

Soy Romero del Tercer Milenio y quiero vivir en co­munión con el Dios que me habita. Quiero vivir desde la felicidad que el Hijo de Dios me ha traído para que con los hombres seamos felices. Quiero caminar al ritmo de la Ley nueva que Jesús nos ha dejado para construir esa Nueva Sociedad, esa Nueva Humanidad que él mismo llama: REINO DE DIOS. Y quiero hacer de su Ley de felicidad, las Bienaventuranzas, Norma de mi vida; y quiero, al vi­virlas, irradiarlas a los corazones de todos los hombres. Ya no más tristeza, sino alegría. Ya no más muerte, sino vida. Ya no más suciedad en el corazón, sino amor limpio. Ya no más castigos y opresiones, sino misericordia. Ya no más corazones prepotentes, señores de la guerra y el juego su­cio, sino corazones humildes, pobres, sencillos. Ya no más persecución al hombre, caza del hombre, sino techo y ho­gar encendido para el hombre. Es el momento de hacer re­al el Reino de Dios, el Reino de la Felicidad.

Soy Romero de las Bienaventuranzas. Romero de la Fe­licidad. Romero de la Dicha y el bien y la paz. Quiero lle­nar ese corazón al que tantas veces he bajado con la ora­ción interior, del espíritu, del Aroma de las Bienaventuran­zas. Quiero un corazón capaz de ser pobre, anawin, siervo. Un corazón que espera en Dios y confía en él; un corazón

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que sirve a los hermanos y que el único poder que tiene es el del amor-servicio. Quiero un corazón de romero que tra­baja por la paz, por la reconciliación y el perdón entre los hombres. Quiero ser romero con un corazón misericordio­so con los hombres, poniendo mi amor y ternura, mi sensi­bilidad y bondad, allí donde el hombre sufre y sanarlo. Quiero ser romero con un corazón limpio, verdadero, que no hace juego sucio a nadie, que no tiene dos caras y vive siempre en la verdad del amor. Quiero ser romero con un corazón manso, dulce, apacible, que sabe soportar, aguan­tar, esperar, estar allí donde se necesita de mi ayuda gene­rosa y calmada. Quiero ser romero con un corazón que ten­ga hambre y sed de justicia, de cumplir la Voluntad de Dios, de hacer presente entre los hombres su santidad. Quiero ser romero con un corazón que defiende al senci­llo, al pobre, al desamparado, al huérfano y la viuda, y no tiene miedo de ser perseguido a causa de defender sus De­rechos Humanos, que son divinos. Quiero ser romero co­mo Jesús, que pasó por la Historia, pueblo a pueblo, ciu­dad tras ciudad, dejando a su paso bien y paz.

Sólo el hombre de corazón habitado por el AROMA de las Bienaventuranzas puede crear la Civilización del Amor y la Vida. Se irradia desde dentro, desde el corazón. Y la oración en el fondo del corazón es quien consigue crear con el tiempo ese corazón feliz que hace felices a los que le ro­dean. La oración es la experiencia de un Dios Feliz, de un Dios que quiere hacer al hombre feliz. Con Dios en el co­razón caminamos hacia el Tercer Milenio y entramos en él en el Nombre del Padre que nos ama, en el nombre del Hi­jo que nos salva, en el nombre del Espíritu Santo que nos vivifica. Con la Trinidad habitando en el corazón y vivién­dola, seremos capaces de establecer el REINO DE DIOS.

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Salmo de un Romero

Voy caminando, Señor, por la vida, y la sandalia dejo en el sendero, en las huellas que marcan el camino, con mis pasos seguros de romero. Que tu Espíritu aliente mi rumbo con la fuerza de vida de su aliento.

Soy romero bañado por los soles, y la brisa serena de tus vientos; soy romero que busca a cada paso alcanzar esa meta con que sueño. Voy soñando, Señor, por esta tierra, sueños de romero: sueños, despierto.

Dame alas, Señor, dame tus alas, que animen el cansancio que yo siento; que despierten la fuerza escondida, y que aviven el fuego de mi esfuerzo. Soy romero, Señor: cuento contigo; peregrino soy, y a ti te llevo.

Tú vienes a nosotros caminando, en las alas abiertas de un Milenio, que recuerda la historia de tu Historia, al hacerte del hombre, compañero.

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Romero de los cielos a la tierra: eso fuiste, Jesús, en nuestro suelo.

El mundo está perdido entre tinieblas, y el hombre, caminando como ciego, se agarra a los ídolos de paja que mueren en las manos de mil fuegos. Estatuas de oro y plata y de bronce, son los dioses tiranos que contemplo.

El hombre se ha alejado de tu Rostro, y busca en el papel, al dios-dinero; el hombre siente el corazón vacío, y quiere llenarlo con el dios-sexo; el hombre siente miedo en sus manos y se hace con sus manos violento.

Camina hacia nosotros, Jesucristo, y marca con tu paso el sendero, que es Hora en la historia de los hombres

que sintamos con nosotros tu Reino. Tu paz y tu justicia, como un río inunden esta tierra, ¡oh Romero!

Romero soy, y llevo el alma en vilo en espera, Jesús, de tu regreso; vuelve ya; vuelve que el hombre te espera para hacer de esta tierra un Nuevo Cielo.

Contigo brindaremos, copa a copa, con el vino que brotó de tu pecho.

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Con María, la Madre de Jesús

La oración interior, la oración del corazón, es «el alma» de la vida espiritual; tiene fuerza, como el fermento, para transformar la vida. Orar desde el corazón y con el cora­zón es orar desde la INTERIORIDAD. Orar desde el co­razón es ponerse en comunicación con el Padre, que me ama; con el Hijo, que me da su gracia; con el Espíritu San­to, que me da su vida. Esta experiencia Trinitaria es lo que consigue el «bajar al corazón». Descubrir ese Tesoro es­condido, esconderle de nuevo, tiene un precio: vender to­do el resto «con alegría» porque se ha encontrado el Todo y se deja la nada.

Una mujer, desde joven, desde siempre; una esposa, virgen y bella; una madre, única y entrañable; un nombre: MARÍA, «Casa donde Dios habita complacido», es el me­jor camino para esta experiencia interior. María estaba po­seída por la Trinidad y su vida brotaba de esa experiencia interior.

En su Corazón virgen, como el rocío de la mañana, Ma­ría guardaba todas las cosas de Dios; guardaba, como un relicario, todo lo de su hijo, que lo era también de Dios. María guardaba en su corazón el misterio de Dios y el mis­terio de ese niño que se hizo adolescente y llegó a joven y que lo asesinaron cuando ya era adulto: Jesús. María, la Mujer de fe recia, firme, tenaz, había hecho MORADA de todo lo que vivía; había hecho de su corazón puro y bello,

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cielo en la tierra; había hecho de su corazón, Reino de Dios.

María, en fe, acepta el plan de Dios y lo guarda dentro sin entenderlo muchas veces. Para ella la fe era aceptar y no comprender; la fe era para ella dejarse desbordar, asom­brar, seducir por el Dios de sus Padres, sin querer compu-tarizarlo, calcularlo, meterlo en sus esquemas. María aprendió a vivir primero el Evangelio de su Hijo, hacerlo Buena Nueva que alegraba su corazón y luego, a fuerza de vivir, lo iba entendiendo. En el Corazón Inmaculado de María se escribió, por primera vez, el Evangelio de su hi­jo; el Espíritu Santo lo iba escribiendo y en su corazón quedó oculto, escondido, silenciado, porque era como un primer ensayo de Evangelio.

Acercarse a María es acercarse al Misterio de Dios oculto en su corazón; es ir a esa fuente de vida y pureza que transmite, desde el origen, el agua pura y fresca del Manantial. María es esa fuente de agua viva que quita la sed al que se acerca a ella para beberlo; María es ese hor­no donde se vuelve el pan sabroso, oloroso y luego quita el hambre del hombre. María es ese Mar de Aromas que des­pide fragancia de olor al Amor del Padre, a la Gracia del Hijo y a la Vida del Espíritu Santo. Su Corazón es llama encendida donde la Trinidad se consume en Amor puro y quema a quien se aproxima a esa Zarza que arde sin con­sumirse.

En todo este camino de vida de oración, de vida en el Espíritu, María es esencial. Ella estuvo presente y muy ac­tiva en la hora de la Obra plena de la Creación del Padre: la Encarnación del Verbo. Su «sí» fue decisivo; ella estuvo presente en la Obra maravillosa de la Redención del Hijo en lo alto de la Cruz; la sangre de Cristo era sangre de Ma-

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ría, su Madre; ella es Co-redentora de los hombres. Ella estuvo presente en el momento en que nacía la Iglesia en Pentecostés. Ella reunió a los discípulos de su Hijo disper­sos y, en clima de oración, el Espíritu viene sobre ellos, y la Iglesia surge y se manifiesta con fuerza y poder a todos los pueblos. María es la Mujer que ha hecho posible el Plan de Dios entre los hombres. Todo nos ha venido de ma­no de Mujer.

La vida en el Espíritu hoy sigue el mismo camino. Je­sús se encarna en el corazón de cada cristiano por medio de la acción del Espíritu Santo y de María. Ella, con el Es­píritu, es la forjadora de los corazones-creyentes. Ella es la Madre de Jesús que va pasando, página a página, esc Evangelio de Dios, enseñando a sus hijos a conocer, amar y servir a Jesús, nacido de sus entrañas. Ella es la Maestra y Guía que nos lleva a Jesús y nos lo hace descubrir desde dentro. Ella nos lleva al pie de la Cruz y nos hace abrir los ojos de la fe para penetrar en el corazón que mana sangre y agua del Crucificado. Ella nos prepara el corazón para que el Espíritu Santo, de quien ella está llena, pueda pene­trar en nuestra vida y transformarnos en Jesús.

Con María la vida cristiana se simplifica; es la Madre que todo lo hace fácil; con María la vida de fe va encon­trando camino; con María el creyente aprende a amar con un amor-servicio; con María la esperanza cobra alas y lle­va el corazón en vuelo hacia la Vida eterna. Ella es el cli­ma, el ambiente, el espacio para que la acción del Padre se realice por medio del Hijo en el Espíritu Santo. Ella es la que despierta el corazón del creyente-cristiano a vivir comprometido con la Iglesia de su Hijo. Ella es la Madre de la Iglesia, la Madre de la Comunidad de Jesús. Con Ma-

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ría el camino lleva al Espíritu; con María, el Espíritu con­duce a Jesús; con María, Jesús conduce al Padre. Con Ella llegaremos en el ahora de la vida, a su ruego, a vivir a Dios; con Ella llegaremos, en la hora de nuestra muerte, por su Mediación, a encontrarnos con Dios Padre como hijos.

Estamos viviendo tiempos marianos. Tiempos estos que preparan la venida de Jesús que llega en el Tercer Mi­lenio. Ella es la aurora que anuncia la salida del Sol; Ella es la Mujer vestida del sol, rodeada de estrellas, que des­cansa su pie sobre la luna y que lleva en su seno al Hijo de Dios; Ella lo va a dar a luz para que los hombres del Tercer Milenio reciban a Jesús con un corazón con hambre y sed de Justicia, de Santidad, de Dios mismo. Ella se une a nuestro pobre corazón, en oración, al amor del Padre para sentirnos hijos con Ella; Ella abre nuestro corazón a la Gracia del Hijo, para que nos sintamos salvados con Ella; Ella abre nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos sintamos vivificados con Ella. Ella es IRRADIACIÓN DE DIOS.

Cuando voy a orar le pido que ore conmigo, que venga en mi ayuda, que tome mi corazón y lo una al suyo y haga de los dos corazones uno solo. Cuando oro me pongo en sus manos para que Ella conduzca mi oración a Jesús y así mi pobre oración, ante el Padre, sea la del Hijo. Cuando agarro el Rosario y desgrano ave-marías y medito y con­templo los misterios de Jesús, Ella me va enseñando a go­zarme con los Gozos de Jesús y a dolerme con los dolores de Jesús y a alegrarme con las alegrías del Señor Resucita­do. Con Ella voy aprendiendo a «meter» a Jesús del Evan­gelio en mi corazón.

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Salmo desde el Corazón de María

En tu Corazón orante, Señora, quiero entrar para encontrar el camino que me lleve al Dios que te habita dentro, y que en El me empape de su rocío. Tu Corazón, oh Madre, Playa virgen, ábrele a mis deseos de Infinito.

Déjame que abra mis alas y vuele y en tu Corazón encuentre mi nido, que al viento, vengo cruzando los mares, y está cansado el pobre pajarillo. Quiero dormirme y soñar tus sueños; sueños que arrullan amores divinos.

Es tu Corazón, Madre, Mar de aromas: aromas del Padre y aromas del Hijo; aromas de Amor que deja el Espíritu, dejando en tu alma la paz como un río. Déjame empaparme, Reina del cielo, de esos perfumes que huelen a Cristo.

Es tu Corazón, Arca donde guardas las cosas tan bellas que hizo tu niño; las cosas tan puras que vivió dentro cuando adolescente se hizo perdido.

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En tu Corazón guardaste en silencio

los años de joven siempre escondidos.

En tu Corazón de Madre guardaste el llanto en la cueva envuelto enfrío; y la espada fiera dada en el templo y el miedo en la noche huyendo a Egipto. Guardaste la Cruz alzada en el monte, y su última oración con gran grito.

Eres de nuevo bella Anunciación del amanecer de tu hijo vivo, de nuevo en la Historia, Resucitado, de entre los muertos, el primer nacido. Irradia, Señora, irradia esa Luz, que es Hora del alba ya amanecido.

Abre la puerta de tu Corazón, que llevo el alma de amor herido, y quiero sentarme junto a tu fuego y dejarme arder de amor encendido. Yo sé que eres tú, María, Morada, donde siempre acoges al peregrino.

En tu Corazón, guárdame, oh Madre, que vengo cansado y también gimo como un pajarillo solo en la rama que en su piar se siente desvalido. Guárdame dentro; guárdame bien dentro: bajo tus alas me siento querido.

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Como expresión final

Algo así como un «clavado»

Acapulco es una bella ciudad mexicana. Abraza el mar. Se abre al mar. Sus playas limpias y sus acantilados, abruptos, duros, puros, llaman a la inmensidad, a lo gran­de. En un rincón de la playa se alzan rocas escarpadas. Al fondo, el agua cristalina llama, atrae, seduce. Arriba en el acantilado, jóvenes aventureros, jóvenes con valor, jóve­nes arriesgados, se lanzan al vacío, como gaviotas que abren sus alas de par en par, para luego cerrarlas y «cla­varse» en las aguas que se estremecen en sus caídas. Cada joven cae impecable, limpio, firme. Ha hecho un «clava­do». Los turistas se asombran. ¡Es bello!

Algo así como «un clavado» es la oración interior, la oración del corazón. Algo así como «un clavado» es la ora­ción que busca el fondo del corazón para sumergirse en las Aguas vivas y serenas del Espíritu. Algo así como «un cla­vado» es la oración que busca «bajar», «penetrar», «ahon­dar», para luego surgir, levantarse, ponerse en pie. Algo así como «un clavado» es la oración a solas con Dios que bus­ca INTERIORIDAD: ADENTRARSE EN EL MISTERIO DE UN DIOS ESCONDIDO. Algo así como «un clavado» es la verdadera oración hecha en espíritu y verdad.

Cuando bajo a mi corazón es como si me pierdo para encontrarme; es como si muero para resucitar; es como si quisiera nacer de nuevo. Algo así como si quisiera sumer­girme en el Corazón de Jesús el Señor, lleno de Aromas di-

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vinos y dejarme empapar por ese clima único. Algo así co­mo si quisiera sepultarme en el amor misericordioso de Dios Padre y salir de nuevo sanado, liberado. Algo así co­mo si quisiera romper la tela que me separa del Espíritu de Amor y entrar gozoso en su Vida eterna.

Cuando bajo a mi pobre corazón rompo el barro de mi pecado que abunda dentro, para adentrarme en la Gracia que sobreabunda aún más dentro. Es el Espíritu que me mueve, que me estimula, que me hace lanzar, con Jesús, al Corazón del Padre. Lanzarme para dejarme «clavado den­tro», y así enraizarme en la Vida única y maravillosa de un Dios Trinidad de Amor. Y es entonces cuando mi vida, su­mergida en las Aguas divinas, queda penetrada, empapada por las Aguas del Espíritu, y se vuelve fecunda, capaz de dar vida abundante para los otros. Es entonces cuando mi corazón se siente en el Mar inmenso de un Dios que no tie­ne fronteras y que nadando, a brazo partido, se recrea, go­za y es feliz, siendo libre sin medida. Porque Dios es liber­tad sin límite; la única libertad que llena de plenitud el co­razón del hombre.

Necesito HOY hacer «estos clavados» cada día para en­trar en mi corazón, para sentirme feliz dentro de mi casa, para ser yo mismo, auténtico, original, verdadero. Necesi­to bajar a mi corazón para luego subirlo y darlo a los hom­bres de este Tercer Milenio con el sabor único de ese Teso­ro escondido que llevo dentro: un Dios amor. Un Dios que «se clavó» en la Cruz para que los hombres tuviéramos una vida nueva: la Vida en el Señor Resucitado.

Hablando de «aguas puras» quiero dejar aquí esta acla­ración final. El título que he puesto al libro «BAJA A TU

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CORAZÓN», es una sentencia, un apotegma, unas «pala­bras intensivas» de vida en el Espíritu de un santo Padre del desierto del siglo iv-v. Esa expresión, «Baja a tu cora­zón», es como la síntesis de todo un camino de búsqueda y unión con Dios, vivido durante muchos años en la soledad y silencio del desierto, lugar de encuentro con Dios. La ex­presión final, «un clavado», es una palabra que hace unos días escuché a una joven, a punto de comenzar el Tercer Milenio. Estábamos compartiendo en un retiro lo de la «oración del corazón» y ella la expresó con ese símbolo del sumergirse en las aguas profundas del Amor de Dios; sumergirse con fuerza y todo entero. Cambia la manera de expresarse; pero el contenido es el mismo. Lenguaje de un anciano, lleno de sabiduría; lenguaje de una joven de hoy, llena de vida y de ganas de entregarse a Dios en la oración. La historia se repite.

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índice

índice

Sumergirse como la ranita 7

1. Nómada de Dios 11

2. Salmo del Nómada de Dios 15

3. En busca de Transcendencia 17

4. Salmo en busca de Transcendencia 21

5. Desde la Armonía de la persona 23

6. Salmo en clima de Armonía 27

7. En clima de soledad y silencio 29

8. Salmo desde la soledad y el silencio 33

9. En lo profundo del Corazón 35

10. Salmo desde el fondo del Corazón 39

11. Al ritmo de la Palabra de Vida 41

12. Salmo al ritmo de la Palabra 45

13. Con Jesús, único Mediador 47

14. Salmo al único Mediador 51

15. Al impulso del Espíritu 53

16. Salmo al impulso del Espíritu 57

17. Al ritmo de la Liturgia 59

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18. Salmo al ritmo de la Liturgia 63

19. En tensión por el cambio 65

20. Salmo en busca de conversión 69

21. Enraizada en la comunidad 71

22. Salmo desde la comunidad 75

23. En unidad de Marta y María 77

24. Salmo de las dos alas 81

25. Abierta a la Vida eterna 83

26. Salmo abierto a la Vida eterna 87

27. Comprometida en la construcción del Reino 89

28. Salmo de cara al Reino 93

29. Tenaz, como si hubiera visto al Invisible 95

30. Salmo de un corazón tenaz 99

31. Tan humana como divina;

tan divina como humana 101

32. Salmo de lo divino y lo humano 105

33. Romero del Tercer Milenio 107

34. Salmo de un Romero 111

35. Con María, la Madre de Jesús 113

36. Salmo desde el corazón de María 117

Algo así como «un clavado» 12 I

I.V