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El reto y la humanización EL HOMBRE ACEPTA RETOS El hombre es el único animal que acepta retos de la naturaleza. No hablo ahora de las luchas por alimentos, un refugio o un terreno de caza, sino de los obstáculos que le pone el medio o los demás animales cuya superación signifique un cambio cualitativo en el modo de vivir. Cuando un lobo o un halcón defiende a sus hijos, o cuando un ciervo disputa a otro la dirección de un grupo, no hacen más que seguir instrucciones gravadas en su patrimonio instintivo, para poder continuar viviendo como lo hicieron sus padres, con las mismas pautas de comportamiento y el mismo repertorio de respuestas a los estímulos del mundo. Por eso, una vez establecida una especie biológica en su nicho ambiental, permanece encabalgada en su rama particular del árbol evolutivo. Todos sus esfuerzos son para seguir allí, aplicando el llamado principio de la Reina de Corazón, quien decía a Alicia: “ Aquí hay que correr mucho para poder mantenerse en el mismo sitio”. Si la presión del ambiente es suficientemente intensa y provoca un cambio -piel más gruesa, color más mimético, oído más fino, por ejemplo-, ello es el preludio de un proceso de especiación, que puede llevar a la generación de una nueva especie. Todo ocurre de modo completamente distinto en el homo sapiens. Pues ha podido salir de zona cálidas de la tierra a las que estaba adaptado –la evolución biológica lo diseño como un ser tropical- gracias a su capacidad de tomar como desafíos las dificultades que le presenta el medio ambiente y de darles respuesta en forma de nuevos usos y actitudes, sin necesidad de abandonar su propia especie. Y triunfa en esa lucha porque es un ser tecnológico, que encuentra siempre algún sistema para sobrevivir, liberándole de la obligación de cambiar su patrimonio genético 1 . Acostumbrados a los complicados mecanismos automáticos del mundo de hoy, puede parecer insólito hablar de tecnología en el caso de nuestros antepasados primitivos, pero así hay que considerar a toda fabricación de instrumentos por muy sencillos que nos parezcan ahora. En su momento una simple hoguera era “nueva tecnología”, tanto como lo son hoy la robótica o la microelectrónica, y productos tecnológicos era las pieles para cubrirse, los cuchillos para cortar la carne o las hachas de sílex, lo mismo que para nosotros las neveras y lavadoras. El hombre pudo salir de los trópicos y conquistar el mundo, desde sus zonas más tórridas a Laponia, Siberia o Alaska, gracias al fuego y a esas herramientas. Es menos fuerte que los gorilas, más lento que los antílopes, la piel le protege menos que a los osos, pero tiene sobre ellos una ventaja radical: puede adaptarse sin cambiar sus genes, gracias a su tecnología. Se suele llamar hominización al proceso biológico que, durante cinco o seis millones de años, condujo a la aparición de los humanos modernos, el homo sapiens tras antepasados aún desconocidos, y pasando por varias especies de Australopithecus y por dos de hombres: el homo habilis y el homo erectus. Si las reglas del juego siguiesen siendo las mismas que hasta hace 100 000 años, el proceso debería continuar con la aparición de nuevas especies del género homo – y aún con la de algún otro género-, que tuviesen ciertas ventajas evolutivas para ocupar algunos nichos ecológicos. Pero no ocurre así; al menos no se detecta nada parecido, aunque esto no significa en modo alguno que la humanidad se haya estabilizado. 1 Que haya algunas ligeras diferencias genéticas entre las razas humanas no afecta a este argumento. Lo que importa es que la humanidad forma una sola especie, sin que haya tenido que dividirse en varias para conquistar todos los ambientes del planeta (Ver, por ejemplo, L., y F Cavalli-Sforza, Quienes somos. Historia de la diversidad humana, Crítica, Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1994). Tampoco importa aquí el cambio de homo erectus a homo sapiens.

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Las implicaciones de la humanización

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El reto y la humanización

EL HOMBRE ACEPTA RETOS

El hombre es el único animal que acepta retos de la naturaleza. No hablo ahora de las luchas por alimentos, un refugio o un terreno de caza, sino de los obstáculos que le pone el medio o los demás animales cuya superación signifique un cambio cualitativo en el modo de vivir. Cuando un lobo o un halcón defiende a sus hijos, o cuando un ciervo disputa a otro la dirección de un grupo, no hacen más que seguir instrucciones gravadas en su patrimonio instintivo, para poder continuar viviendo como lo hicieron sus padres, con las mismas pautas de comportamiento y el mismo repertorio de respuestas a los estímulos del mundo. Por eso, una vez establecida una especie biológica en su nicho ambiental, permanece encabalgada en su rama particular del árbol evolutivo. Todos sus esfuerzos son para seguir allí, aplicando el llamado principio de la Reina de Corazón, quien decía a Alicia: “ Aquí hay que correr mucho para poder mantenerse en el mismo sitio”. Si la presión del ambiente es suficientemente intensa y provoca un cambio -piel más gruesa, color más mimético, oído más fino, por ejemplo-, ello es el preludio de un proceso de especiación, que puede llevar a la generación de una nueva especie.

Todo ocurre de modo completamente distinto en el homo sapiens. Pues ha podido salir de zona cálidas de la tierra a las que estaba adaptado –la evolución biológica lo diseño como un ser tropical- gracias a su capacidad de tomar como desafíos las dificultades que le presenta el medio ambiente y de darles respuesta en forma de nuevos usos y actitudes, sin necesidad de abandonar su propia especie.

Y triunfa en esa lucha porque es un ser tecnológico, que encuentra siempre algún sistema para sobrevivir, liberándole de la obligación de cambiar su patrimonio genético1. Acostumbrados a los complicados mecanismos automáticos del mundo de hoy, puede parecer insólito hablar de tecnología en el caso de nuestros antepasados primitivos, pero así hay que considerar a toda fabricación de instrumentos por muy sencillos que nos parezcan ahora. En su momento una simple hoguera era “nueva tecnología”, tanto como lo son hoy la robótica o la microelectrónica, y productos tecnológicos era las pieles para cubrirse, los cuchillos para cortar la carne o las hachas de sílex, lo mismo que para nosotros las neveras y lavadoras. El hombre pudo salir de los trópicos y conquistar el mundo, desde sus zonas más tórridas a Laponia, Siberia o Alaska, gracias al fuego y a esas herramientas. Es menos fuerte que los gorilas, más lento que los antílopes, la piel le protege menos que a los osos, pero tiene sobre ellos una ventaja radical: puede adaptarse sin cambiar sus genes, gracias a su tecnología.

Se suele llamar hominización al proceso biológico que, durante cinco o seis millones de años, condujo a la aparición de los humanos modernos, el homo sapiens – tras antepasados aún desconocidos, y pasando por varias especies de Australopithecus y por dos de hombres: el homo habilis y el homo erectus. Si las reglas del juego siguiesen siendo las mismas que hasta hace 100 000 años, el proceso debería continuar con la aparición de nuevas especies del género homo – y aún con la de algún otro género-, que tuviesen ciertas ventajas evolutivas para ocupar algunos nichos ecológicos. Pero no ocurre así; al menos no se detecta nada parecido, aunque esto no significa en modo alguno que la humanidad se haya estabilizado. 1 Que haya algunas ligeras diferencias genéticas entre las razas humanas no afecta a este argumento. Lo que importa es que la humanidad forma una sola especie, sin que haya tenido que dividirse en varias para conquistar todos los ambientes del planeta (Ver, por ejemplo, L., y F Cavalli-Sforza, Quienes somos. Historia de la diversidad humana, Crítica, Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1994). Tampoco importa aquí el cambio de homo erectus a homo sapiens.

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Lo que sucede es muy distinto: la evolución continúa por otro camino, ya no es biológica sino social. Lo que cambian no son los genes, sino las pautas de comportamiento. Aunque un hombre de hoy y una mujer de hace diez mil años pudieran tener hijos en común, no serían capaces de convivir, tan distintos serían sus mundo. El hombre no ha cambiado como ser biológico, pero como animal social vive transformaciones cada vez más aceleradas.

Hemos usado ya la palabra humanización para designar a esta fase de carácter social que sigue a la hominización, quizá porque sugiere una tendencia a un nivel más alto de exigencia ética y supone que hubo desde entonces algún progreso moral. Pero algunos consideran esta idea demasiado optimista. Si bien es cierto que las gentes están hoy mejor alimentadas, su vida no es tan difícil y se respetan sus derechos más que antes, no lo es menos que sólo ocurre así en una parte del mundo y que hemos desarrollado también la eficacia de los métodos de matar y dominar a los otros. Además, si leemos a muchos escritores antiguos, los percibimos como personas de tanta hondura moral, al menos, como los más admirables de hoy, lo que nos hace desconfiar mucho de la resbaladiza idea de progreso.

PENSAR GLOBALMENTE

Hay, sin embargo, dos conquistas del ser humano, que, desde puntos de partida distintos, confluyen en un avance ético importante. Más de 25 siglos de reflexión humanista han hecho comprender que debemos considerar a todos los hombres por igual, asignándoles los mismos derechos. Antonio Machado lo dice expresivamente: “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá un valor más alto que el valor de ser hombre”. Las ciencias naturales, por su parte, nos indican con evidencia que sólo una perspectiva cosmológica es valida hoy para observar a los seres humanos, entendiéndolos con referencia al mundo concebido en su totalidad. Aunque la mayoría de las veces sólo podamos actuar de forma particular, cada vez es más necesario pensar globalmente. Por eso es un imperativo inevitable conciliar diversidad con unidad. A pesar de que los modos sociales se multiplican y dispersan –por razones culturales, no biológicas-, hay que entender de modo unitario al género humano, como una consecuencia ineludible del proceso de humanización.

Cada vez lo comprendemos más claramente y eso hace aún más grave que nuestro modo de actuar no concuerde con esa idea, como muestra la primera plana de cualquier periódico. Pero es que se trata de una idea adquirida sólo hace poco tiempo. Una persona tan inteligente como Aristóteles no tenía ningún empacho en admitir que los hombres no son iguales porque algunos han nacido para ser esclavos. No debemos sorprendernos: eso es lo que dice la homonización.

DOS MOTORES DE LA HUMANIZACIÓN

El hombre ha podido trascender la evolución puramente biológica porque es un

animal tecnológico, que anticipa el futuro y se proyecta hacia él, ayudándose de la fabricación de instrumentos. Por eso, todos los yacimientos fósiles con restos humanos contienen también útiles artificiales, piedras talladas, hachas de sílex, adornos. Tanto es así, que esa presencia es suficiente para asignar los huecos encontrados al género homo, cuando su mal estado hace imposible otro tipo de análisis. Porque los hombres empezaron a serlo al mismo tiempo que aprendieron a talar las piedras y a encender el fuego. A su vez, esa capacidad reforzó su carácter de ser proyectivo, porque la

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enseñanza de esas técnicas obligó a una representación más ajustada del futuro. ¿Cómo puede explicar un adulto a un joven la manera de tallar la piedra, sin que el maestro llegue a comprender mejor para qué sirve el instrumento? Y por ser la enseñanza una actividad social, la fabricación de herramientas fue uno de los elementos que configuró la sociabilidad humana como algo diferente por entero de la animal. Por muy primitiva que sea una tribu de cazadores-recolectores, el entramado de sus relaciones humanas no es sólo más abundante que la de un grupo de chimpancés: es radicalmente distinta.2

Los instrumentos tienen además dos propiedades notables: sugieren su propia mejora y, por eso, el homo sapiens empezó a ser un animal en progreso desde su principio. Además, pueden hacerse más bellos y por ahí entró en acción el arte.

Que la ciencia y el arte tienen mucho en común es una idea importante que conviene comprender. Entendámosla en un sentido amplio que englobe a la tecnología, incluyendo la de los instrumentos más simples, y a las artes llamadas menores, desde las ornamentales o decorativas hasta el cine. Parece claro que las dos nacieron en estrecha relación y, aunque luego separaron sus caminos, siguieron contribuyendo las dos a conformar a los seres humanos.

No puede caber ninguna duda de que ciencia y arte han sido y son los motores principales del proceso de humanización, de la evolución que vivimos desde el hacha de sílex. Aportando herramientas e ideas sobre el mundo, la una; creando ambientes propicios y afilando las potencias humanas, la otra. Son dos capacidades definidoras de lo esencialmente humano. Es un hecho: el hombre no puede abandonar ninguno de estos atributos sin dejar de ser hombre.

LA ESTERILIDAD DE LO FÁCIL

Un repaso a la historia nos lo confirma. Arnold Toynbee considera en su

monumental Estudio de la historia3 cómo surgieron las civilizaciones. La primera sorpresa es que la mayoría no aparecieron en regiones marcadas por condiciones fáciles de vida. Se habla de la fertilidad del río Nilo que se olvida cuán diferente era hace 50 o 60 siglos, antes de la agricultura, cuando la incipiente civilización egipcia iniciaba el proceso de su desecación. Probablemente su delta era una inmensa marisma anegada y el Nilo inferior no más que una sucesión de pantanos y charcas, cubiertos por una densa maleza acuática, un lugar totalmente inadecuado para establecer una comunidad humana.

Los mayas crearon su cultura en una lucha a muerte con la selva, que acabó tragándosela para cubrirla con una espesa capa de ramajes y raíces. La arqueología está descubriendo ahora maravillosos edificios que testimonian el alto nivel de su cultura, que fue, a pesar de ello, derrotada por su entorno. ¿Cómo podrían haber florecido, sin una técnica eficaz, a la altura del duro reto de la selva?

Toynbee estudia muchos otros casos, comparando civilizaciones que tuvieron éxito frente a competidores situados en ambientes más benévolos. El río Amarillo, el Hoang Ho, no era navegable, se helaba en invierno y producía mortíferas inundaciones. El Yangtsé, una buena vía fluvial , menos frío y con menos inundaciones, era siempre más suave. Pero la civilización china no nació en el Yangtsé, sino en el Hoang Ho.

Si comparamos Ática y Beocia, en la antigua Grecia, veremos un notable contraste. La segunda tenía un paisaje suave y acogedor, con tierras fértiles y suelo profundo; la primera era –es- una tierra austera y rocosa, en la que la erosión había 2 P. Laín. “Los orígenes de la vida histórica”, en Nuestros orígenes: el universo, la vida, el hombre, libro homenaje a Severo Ochoa, editado por A. F. Rañada, Fundación Ramón Areces, Madrid, 1991 3 A.J., Toynbee, Estudio de la historia. Compendio, 3 vol., Alianza, Madrid, 1970

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arrancado la capa vegetal. Sin embargo, los beocios no fueron más que un pueblo rústico y poco imaginativo, tanto que su nombre era para el resto de los griegos sinónimo de palurdo, bruto o patán. Los atenienses, en cambio, pudieron iniciar una de las culturas más grandes, porque se enfrentaron con éxito a un suelo hostil gracias a nuevas tecnologías: cultivar el olivo y explotar el subsuelo.

Podemos encontrar la misma historia en muchas partes. Por ejemplo en la comparación entre la campiña romana, un erial estéril castigado por el paludismo, pero de donde salió un imperio, y Capua, tierra agradable y suave que no produjo nada de interés. O entre las colonias inglesas, francesas y españolas que pugnaban por el dominio de Norteamérica, logrado al fin por Nueva Inglaterra, precisamente la peor tratada por la naturaleza. Sin duda, la facilidad impidió muchas veces el progreso de la civilización.

Esa pauta de arranques sociales en condiciones difíciles, se opone frontalmente ala de la evolución biológica. En ésta, una población progresa allí donde alcanza una ventaja ambiental, aumentando su número y con ello la diversidad genética, que produce, a su vez, una mejor adaptación. En la evolución social del hombre –lo que estamos llamando humanización- ocurre a menudo lo contrario. El estímulo de la dificultad es aceptado como un reto y superado luego gracias a nuevas pautas de comportamiento surgidas de su capacidad de enfrentarse al medio gracias a la tecnología. Los mitos lo entienden bien. Así los mayores peligros para Ulises vieron de sus aventuras placenteras, los lotófagos, Circe o Calipso, no de su enfrentamiento con el Cíclope. Los hijos de Adán y Eva se vieron obligados a sobrevivir en condiciones más duras tras la expulsión del jardín del Edén. Para conseguirlo, inventaron la agricultura, la metalurgia y los instrumentos musicales.

Un examen de la caída de las civilizaciones confirma esta idea. Suelen decaer cuando pierden la capacidad de reaccionar ante las dificultades, por haberse instalado en la comodidad de seguir usando recetas que tuvieron éxito en el pasado, sin plantearse nuevos objetivos, o sea, cuando pierden su proyectividad. Lo mismo que ocurre, a escala menor, con las presas económicas o industriales e incluso con los individuos.

DESAFÍOS DEPORTIVOS

Esta capacidad de aceptar retos y desafíos, que es el motor del proceso de

evolución social, empuja también el propio desarrollo de la ciencia y la tecnología. Además, el impulso que guía a los científicos tiene mucho en común con el que incita a los deportistas a esforzarse por mejorar una marca. Es proverbial que los alpinistas no encuentren mejor explicación de sus motivos de pasar tantos trabajos por subir a una cumbre que decir: porque están ahí. Como ellos, los demás deportistas saben muy bien de la extraña fascinación que produce marcarse un objetivo y superarlo. Cuando se trata de grandes figuras podemos atribuir sus esfuerzos a la búsqueda de fama o de dinero, en otros casos se deben a razones médicas o estéticas; pero la gran mayoría de ellos se entrena en silencio por mejorar sus modestas marcas personales de las que no se entera casi nadie, por ser capaces de subir a un monte, atravesar una rada nadando o simplemente mantener un nivel frente al paso de los años.

La ciencia tiene mucho de deportivo. Los que nos dedicamos a ella lo hacemos a menudo no más por la satisfacción que puede dar ser pioneros en algo – aunque nadie se entere y por muy poco importante que sea. Ser los primeros en resolver una ecuación, en hacer un experimento o es encontrar una relación entre dos conceptos genera una impresión tan intensa, incluso si el resultado es modesto y está lejos de la primera línea, que el descubrimiento llega a producir un auténtico escalofrío. En una página anterior se

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ha citado la afirmación de Demócrito: “Vale más descubrir una relación causal que recibir la corona de Persia”.

Porque el paisaje mental que descubre la ciencia tiene una estructura complejísima, con vistas panorámicas y pequeños rincones, con inmensas selvas inexploradas y diminutos sotillos, con océanos tremendos y lagunas tranquilas. Algunos, muy pocos, pueden atreverse con a las grandes aventuras; la mayoría se dedica a los que tienen a mano, pero lo pequeño no le quita valor personal a la búsqueda porque, decía Unamuno, ningún paisaje es feo. En esto la ciencia se parece al arte. Aunque seguramente es difícil que lo comprendan quienes no la han practicado.

Los retos personales se integran muchas veces en desafíos colectivos. Algunos proyectos científicos implican a muchísimas personas para conseguir algo muy concreto. Pensemos, por ejemplo, en lo que supuso la osadía de querer poner a un hombre en la Luna. Empujados por ese estímulo, miles de científicos e ingenieros se afanaron durante años desarrollando multitud de nuevas ideas que hoy se usan de modo habitual en la tecnología –en microelectrónica, en robótica, en ordenadores, en comunicaciones- con una enorme importancia económica. Pero el proyecto obligó, a la vez, a una reflexión profunda sobre nuestra posición ante el universo, abriendo un debate que afinó muchos análisis. Otros programas colectivos se enfrentan a desafíos comparables. Y siempre aparece en ellos la articulación entre los polos Einstein y Edison, entre las ideas y las cosas, entre lo abstracto y lo concreto.

Así el proyecto del genoma humano –que pretende cartografiar los cromosomas humanos, inventariando todos los genes con sus variantes-, en el que trabajan muchos laboratorios de bioquímica de todo el mundo y que – se quiera o no- cambiará inevitablemente muchas ideas y costumbres.

O la búsqueda de los quarks, para conocer cuáles son los componentes últimos de la materia, llevada a cabo en enormes laboratorios, como el CERN de Ginebra, DESDY en Hamburgo, Fermilab en Chicago o Slac en Stanford, donde trabajan científicos de todo el mundo – una muestra de sus desafíos: Samuel Ting, un descubridor de partículas y premio Nobel por ello, explicaba así la dificultad de detectar la traza de un corpúsculo especial llamado Y(ípsilon), registrado unas pocas veces entre miles de millones de fotografías: “Supongamos que llueve en una gran ciudad durante varias horas y que sabemos que una de las gotas de lluvia tiene algo especial que la distingue de las demás. Hallar la partícula Y fue parecido a encontrar esa gota”.

O los programas para detectar ondas gravitatorias –vibraciones de la gravedad que se propagan a la velocidad de la luz, consecuencia inevitable pero aún no comprobada, de las ecuaciones de la relatividad general de Einstein-, que hacen preciso construir instrumentos de varios kilómetros, con vacío en su interior, para medir acortamientos y alargamientos del orden de la cifra decimal decimoctava, hazaña que parece hoy imposible, pero que se conseguirá, sin duda.

Esos retos fuerzan a la humanidad a superarse a sí misma, encontrando soluciones a muchos problemas y realizándose colectivamente comos er proyectivo. A este respecto del proceso de humanización se aplica también el principio de la Reina de Corazones: los seres humanos tienen que correr mucho para seguir siéndolo. Y así, al aceptar desafíos como éstos, la humanidad está reaccionando como lo hizo al descubrir el fuego y extenderse fuera de los trópicos, al inventar la agricultura o el arte de los metales, como los griegos cuando salieron a fundar colonias por el Mediterráneo, al inventar la imprenta o la pintura al óleo o el piano, al descubrir el sistema heliocéntrico o la evolución de las especies: como siempre que abre nuevos caminos.

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Ante la situación del mundo de hoy, los nostálgicos a quienes Holton llama los nuevos dionisiacos4 protestan por la omnipresencia científica y reclaman la vuelta a una Arcadia feliz libre de la opresión tecnológica. Por desgracia, la Arcadia real en Grecia fue un país duro y difícil, mucho menos dichoso de lo que sugiere la visión literaria. Únicamente se podría volver a ella como paraíso artificial, al precio de una fuga de la realidad y durante poco tiempo. Sólo una especie distinta al homo sapiens podría mantenerse en patrias idílicas estáticas, porque el ser humano es lo que es por su intrínseca curiosidad que le lleva a trascender todos los límites, lo que pude hacer gracias a su capacidad de homo faber. Ese impulso colectivo se manifiesta de distintas maneras en diferentes personas, pero es el mismo anhelo transgresor de límites el que produjo los poemas de Petrarca y la teoría heliocéntrica de Copérnico, el Quijote de Cervantes y los Principia de Newton, la música de Mozart y el Sistema del Mundo de Laplace, Guerra y Paz de Tolstoi y la Evolución de Darwin, la relatividad general de Einstein y la Consagración de la primavera de Stravinsky, el arte cubista y la teoría cuántica. Incluso si fuera posible, volver a Arcadia no sería deseable: para hacerlo habría que negar los mismos principios en cuyo nombre se quiere hacer el viaje.

Pero por mucho que convenga fustigar a los nostálgicos, hay que considerar también lo que dicen. El hombre está abocado al cambio social permanente arrastrado por su curiosidad ante el mundo. A diferencia de los animales, debe escribir el guión de su propia historia. Ellos llegan al mundo con un patrimonio de actitudes prefijado, pero el hombre es libre y puede elegir su propio destino. Como decía Jacques Monod en su famoso libro,5 “puede escoger entre el Reino y las tinieblas”.

Tomado de: Fernandez-Rañada, A., 1995, Los muchos rostros de la ciencia. Nobel

pp.74-83

4 G. Holton, “The thematic imagination in science”, en Science and culture, editado por G. Holton, p.88, Beacon Press, Boston, 1967 5 J. Monod, El azar y la necesidad, Barral Editores, Barcelona, 1970