el verano del inglÉs - creación de webs, apps y

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1. Me pide usted que se lo cuente todo porque de lo contrario no se encargará del caso. Acepto su propuesta y le escribo comenzando desde el principio, para que pueda tener entera noticia de mi persona. Me hago cargo de hasta qué punto necesita conocer incluso aquellos aspectos a simple vista nimios o superfluos, ya que en ellos pudieran encontrarse las claves pa- ra argumentar una buena defensa. Me dice usted que medite sobre los he- chos, repasándolos sin temor cuantas veces sea necesario, y se los describa con todo detalle. No dude de que voy a obedecerle cumpliendo sus indicaciones una por una. Tengo, por desgra- cia, todo el tiempo del mundo. Y me lo voy a to- mar. Comienzo, pues, desde el principio. Con la antelación suficiente para que pu- diera cambiar de planes, sin que eso le causara un perjuicio irreparable, llamé a mi prima Ma- ría para decirle que ese verano no podría viajar con ella como acostumbraba. Las razones que me lo impedían eran de peso: de una vez por todas había decidido aca- bar con el engorroso asunto del inglés. Ignoraba por entonces —principiaba el mes de febrero, lo www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... El verano del inglés

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Page 1: EL VERANO DEL INGLÉS - Creación de webs, apps y

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Me pide usted que se lo cuente todoporque de lo contrario no se encargará del caso.Acepto su propuesta y le escribo comenzandodesde el principio, para que pueda tener enteranoticia de mi persona. Me hago cargo de hastaqué punto necesita conocer incluso aquellosaspectos a simple vista nimios o superfluos, yaque en ellos pudieran encontrarse las claves pa-ra argumentar una buena defensa.

Me dice usted que medite sobre los he-chos, repasándolos sin temor cuantas veces seanecesario, y se los describa con todo detalle. Nodude de que voy a obedecerle cumpliendo susindicaciones una por una. Tengo, por desgra-cia, todo el tiempo del mundo. Y me lo voy a to-mar. Comienzo, pues, desde el principio.

Con la antelación suficiente para que pu-diera cambiar de planes, sin que eso le causaraun perjuicio irreparable, llamé a mi prima Ma-ría para decirle que ese verano no podría viajarcon ella como acostumbraba.

Las razones que me lo impedían eran depeso: de una vez por todas había decidido aca-bar con el engorroso asunto del inglés. Ignorabapor entonces —principiaba el mes de febrero, lo

www.alfaguara.santillana.esEmpieza a leer... El verano del inglés

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recuerdo con exactitud— cuánto habría de la-mentarlo. Bien al contrario, tenía la seguridadde que al menos por esa vez había tomado unadeterminación acertada. Ni por un momentoimaginé, estúpida de mí, que sería la peor de mivida. A veces las cosas resultan así de paradóji-cas, en especial cuando se tiene una estupendaintuición de mosquito, como la mía. Sin em-bargo, en mi descargo, debo señalar que no creoque nadie pudiera llegar a sospechar siquieracuanto me ha ocurrido, sólo por querer apren-der inglés. Los motivos que me llevaron a acabarcon esa terrible carencia no sólo estaban perfec-tamente justificados sino que eran de una obje-tividad meridiana.

Pocos días antes de llamar a mi primapara que cancelara nuestro viaje a Perú, el he-cho de no saber inglés me había dejado tiradaen la cuneta de la multinacional en la que tra-bajaba. Lo que me había ocurrido era exacta-mente lo contrario de lo que aseguraba en lasvallas publicitarias el anuncio de una popularacademia de idiomas: «Laura consiguió ascen-der de categoría porque hablaba inglés». Des-pués de mi fracaso, y tras varias noches de in-somnio y pesadillas —soñaba que un gran pezapetitoso y plateado se me escabullía de entrelas manos, dejándolas llenas de unas escamasque por más que frotaba permanecían adheri-das a la piel—, me juré que la segunda oportu-nidad, a la que ya había aludido mi jefe, no me

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cogería desprevenida, así que decidí que no de-dicaría ni un minuto de mis vacaciones a otracosa que no fuera a estudiar inglés. Lo sentíapor mi prima, y por las bellezas de Perú, porGustavo y por Gladys Bueno, mis amigos deArequipa, a los que había prometido visitar, pe-ro mi decisión era irrevocable y el sueño premo-nitorio. Sólo el conocimiento del idioma de losyanquis, aunque sería mejor empezar por refe-rirme al idioma de los hijos de la Gran Bretaña,mejoraría mi autoestima a la vez que mis posi-bilidades de progresar profesionalmente. Con-sulté con casi todas las instituciones dedicadasal aprendizaje de idiomas —del British Coun-cil al Instituto Americano, pasando por la Es-cuela Oficial y acabando por la ristra de acade-mias que se dicen especializadas— para tratarde averiguar qué cursos ofrecían en agosto, elúnico mes que yo podía dedicar por entero a es-tudiar. Mi trabajo sin horario, o mejor sería de-cir mi trabajo de prácticamente catorce horasdiarias, no me permitía otra opción. Pero no to-dos los centros oficiales estaban abiertos en agos-to y las academias privadas, pese a que me ga-rantizaban que con sus métodos el inglés dejaríade tener secretos para mí, no me merecieron ex-cesiva confianza. Desistí de matricularme, poreso y por el agobio que me produjo el futurocalor de agosto que en febrero, los meteorólo-gos ya predecían que habría de ser insoportablea consecuencia del cambio climático. La alterna-

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tiva consistía en un curso en Gran Bretaña o Es-tados Unidos, que además de darme la posibi-lidad de salir de Barcelona me permitiría, gra-cias al contacto directo con los hablantes nativos,la inmersión total que tan necesaria me era. Su-ponía que de una vez por todas podría renun-ciar a tener que repetir una de las pocas frasesque era capaz de soltar: I’m sorry. I don’t speakEnglish, antes de enmudecer de modo irrevoca-ble, cabizbaja y desilusionada, pensando en to-do lo que me perdía a consecuencia de mi des-conocimiento de esa lengua franca que, nos gusteo no, es el inglés.

Como mi obsesión era bien conocida pormis compañeros de trabajo, todos trataban dequitarle importancia diciéndome que no debíapreocuparme tanto, al fin y al cabo la mía erauna carencia generacional. Pero aun así me con-solaba poco el mal de muchos. Al contrario, mededicaba a imaginar la enorme cantidad de re-laciones de todo tipo, amorosas, amistosas, co-merciales, abortadas en el mundo por esa causa,y hasta tenía la seguridad de que algunos de losacontecimientos políticos de nuestro desgracia-do país guardaban relación con el asunto. Esta-ba convencida de que si Aznar hubiera sabidosuficiente inglés, nuestra participación en la gue-rra de Irak no habría tenido lugar. Fue su com-plejo de inferioridad lo que le impulsó a decirlea Bush yes, en vez de no, thanks, o de entrada no,darling. Cuando no sabes un idioma no puedes

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negociar, eso está claro, y tiendes a pasar portodo, sin darte cuenta de hasta qué punto acep-tas las imposiciones del otro. Pensándolo bien,quizá nuestra participación en la guerra fue unefecto colateral de las carencias idiomáticas delentonces presidente. Su educación, como la mía,fue una consecuencia más del franquismo. In-cluso entonces, aunque Franco hubiese muerto,los idiomas extranjeros eran considerados ele-mentos de contaminación foránea. No estabamal visto, sino todo lo contrario, no hablar máslengua que el español, el idioma del Imperio,en el que Carlos V, quizá uno de los pocos go-bernantes alabados por políglotas cuando yo es-tudiaba, se dirigía a Dios, mientras que tratabaa su caballo en alemán y ligaba con las damasen francés.

Las lenguas no fueron el fuerte de laeducación de mi época y creo que tampoco dela actual, a juzgar por lo que dicen las encues-tas. Guardo por algún cajón de la cocina unosrecortes de prensa que me dio Jennifer, mi com-pañera de la inmobiliaria, con la buena inten-ción de consolarme, en los que se asegura queun cincuenta y ocho por ciento de los estu-diantes españoles es incapaz de mantener unaconversación en una lengua ajena a la propia.Vamos, que no saben inglés, idioma que, se-gún Jennifer, que es americana, también desco-noce Bush a pesar de que sea el suyo... Pero nicon todos esos argumentos consiguió mermar

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mi obstinación. Le aseguré que tanto los estu-diantes como Bush me traían al fresco, que portodos los medios quería solucionar mi proble-ma, que detestaba parecerme a ellos y que lo me-jor que podía hacer por mí, en vez de llenar-me de recortes de periódico, era aconsejarmela mejor manera de aprender inglés. Jenniferme sugirió entonces que buscara una agencia deviajes especializada en turismo lingüístico. Ellamisma me mencionó dos que conocía. Acudíenseguida a las direcciones que me dio y allí, enefecto, me ofrecieron una gran cantidad de po-sibilidades. El abanico era amplísimo: cursosen Estados Unidos, Escocia, País de Gales, Ir-landa. El precio resultaba bastante caro pero esoa mí no me importaba. Mi sueldo es alto gra-cias al tanto por ciento de las comisiones sobrelas ventas de pisos. En cambio lo que me preo-cupaba era tener que compartir el curso con gen-te de edades diferentes a la mía. Descartadoslos niños —nunca imaginé que los cursos paraenanos fueran tan numerosos y variados—,que tenían clases especiales destinadas en exclu-siva, no me podían garantizar que mis condis-cípulos no fueran adolescentes, jóvenes, o al me-nos más jóvenes que yo, algo que, de un tiempoa esta parte, viene siendo normal en cualquierlugar. Y eso no me apetecía nada. Entiendo quemi exigencia de un grupo reducido de alumnosde entre cuarenta y cinco y cincuenta años eramucho pedir, aunque la persona que me aten-

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dió se hizo perfecto cargo de mi situación y has-ta me insinuó que a ella le ocurriría lo mismo.Puestos a escoger, hubiera excluido del cursoa los jóvenes, cuyas neuronas, sin duda muchomás ágiles que las mías ya maduras, habrían dehacer que me sintiera ridícula al primer envite.

Aconsejada por Jennifer, rebusqué en elalmacén de Internet y fue allí donde di con unaoferta que parecía cortada a mi medida. Traspulsar el ábrete sésamo de la dirección de unapágina web, obtenida a través de un link, en-contré lo que me pareció del todo idóneo a misituación. Una profesora especializada en la en-señanza del inglés para extranjeros ofrecía susservicios del tipo «aprenda inglés en casa delprofesor». Una modalidad que consideré de lomás conveniente. Además, la cuantía del curso,tres mil libras que Mrs. Annie Grose exigía acambio de pensión completa y clases particula-res full time, no me pareció en absoluto excesiva,teniendo en cuenta los precios de la mayoría delos cursos.

Tuve la sensación, igual que Jennifer, deque eso era exactamente lo que andaba buscan-do, porque esa modalidad me permitiría hablaringlés las veinticuatro horas del día sin inte-rrupción y a la vez empaparme de la vida inglesaen sus detalles más íntimos. La profesora, cuyafotografía tamaño carné ofrecía la página, teníaun aspecto agradable, rubia, de ojos claros, ca-rirredonda, exhibía una sonrisa bonachona. En

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un breve currículum constaba el año de su na-cimiento: 1945. Que tuviera sesenta años, ca-si once más que yo, me parecía estupendo. Asícomprendería mejor las dificultades que el apren-dizaje de idiomas comporta cuando uno es ma-yor. El hecho de que fuera mujer facilitaba lascosas, al menos también en apariencia. Si hu-biera sido un hombre, quizá no me habría atre-vido a enviar, tal y como pedía a los interesados,una carta de solicitud, un currículum y una fo-to de cuerpo entero, requisitos tal vez un pocoextraños de entrada, aunque a Jennifer le pare-cieron justificados.

Mi amiga argumentó que considerabade lo más natural que Mrs. Grose quisiera sa-ber por adelantado con quién tendría que con-vivir durante cuatro semanas las veinticuatrohoras, y que tanto la fotografía como los datospersonales en los que tenían que anotarse gus-tos, aficiones, estado civil y hasta el número dehijos, en caso de tenerlos, cargas familiares, etcé-tera, eran requisitos indispensables para tratarde descubrir de antemano si alguna incompati-bilidad podía hacer inviable la relación, adelan-tándose a lo que después sería irreparable.

Sin embargo a mí me quedaron algunasdudas, en especial con respecto a la fotografíade cuerpo entero. ¿Por qué no se conformabaMrs. Grose con una fotografía tamaño carné co-mo todo el mundo, incluida la policía de fron-teras? ¿No era de carné la suya? Jennifer, que te-

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nía respuesta para todo, me dijo que así laprofesora sabría si algún defecto físico o disca-pacidad aquejaba a su futura alumna o alumnocon antelación. De esta manera Grose, sin salir-se de los límites de lo políticamente correcto, tanimportantes en el mundo anglosajón, descarta-ba tales eventualidades. Quizá no le gustasenlas personas delgadas, o los demasiado altos ogordos. Los gordos, decía Jennifer, pueden cau-sar verdaderos estragos domésticos, hundir so-fás, romper sillas, descalabrar camas, además decomer como limas. Quizá Mrs. Grose no tuvie-se un mobiliario adecuado para doscientos kilosni presupuesto para los excesivamente comedo-res, o, por el contrario, detestara a los enanos.Porque vamos a ver, ¿qué causas pueden lle-var a que un liliput no desee aprender inglés?¿Y por qué razón Mrs. Grose está obligada a con-vivir con un liliput si prefiere a las personas demayor estatura? Tal vez le desagraden las muje-res de pies grandes, le parezcan gafes los cojos,los calvos le traigan malos recuerdos, no soportea los melenudos o tenga animadversión a los quellevan gafas...

Como ve usted, Jennifer tenía respues-tas convincentes para todo. Si Grose podía ele-gir, estaba en su derecho. En efecto, tampocoyo hubiera deseado convivir con alguien tuer-to durante un mes, pues me inquietan los ojoserrantes, y menos aún con alguien sudoroso. De-testo a los seres cuya constante transpiración les

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obliga a estar empapados de continuo y cuya ma-no semeja un hígado a punto de trasplante. Perdíuna vez una estupenda venta de un ático impo-nente por atender mal al millonetis que lo que-ría comprar. Su camisa empapada y sobre todosu mano chorreante me producían alergia. Peroésa es otra historia. El sudor, para mi desgra-cia, no suele notarse en las fotografías, y adelantoaquí que Mrs. Grose transpiraba bastante.

Envié pues por correo electrónico cuantome pedía la profesora, escogí entre las fotos unaen la que estuviera favorecida aunque no exce-sivamente, no fuera a ser que resultara irrecono-cible. Me respondieron cinco minutos despuésconfirmándome que mi solicitud había sido re-cibida y que en un plazo máximo de dos sema-nas me informarían si era yo la persona aceptada,ya que, hasta el momento, había trece candidatas.En ese mismo correo me remitían una postaldel lugar donde se encontraba la casa de Mrs.Grose, a unas ciento veinte millas de Londres,en plena naturaleza, y se me preguntaba si no memolestaba vivir aislada. Contesté al instanteque todo lo contrario.

El hecho de poder pasar el mes de agos-to en el campo suponía un aliciente más. Vivoonce meses encerrada en la ciudad, de maneraque permanecer una temporada lejos del asfal-to me pareció de lo más gratificante. Me sentíatan ilusionada y deseosa de que me selecciona-ran que dedicaba las horas libres a acechar la

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entrada de mensajes del correo electrónico, pen-diente de las noticias de Mrs. Grose. Y las tuvede nuevo cuatro días después. Otra vez me en-viaba imágenes. Ahora se trataba de las de lacasa, no de su entorno, como la primera vez. Eledificio de tres plantas con paredes cubiertasde hiedra tenía un aspecto solemne y antiguo,comparable al de esas viejas mansiones victoria-nas que tantas veces hemos visto en el cine, yquizá por eso me anticipé al recuerdo de haberestado allí, después de mi regreso, feliz con miinglés recién nacido y la amistad de Mrs. Gro-se. La fachada principal se abría a un porche yéste a un jardín con hortensias pomposas. Enotra fotografía se mostraba lo que supuse queiba a ser mi habitación porque de otro modo notenía demasiado sentido retratar una alcoba envez de una biblioteca o un salón. Era un cuar-to enorme. Mi ojo inmobiliario le calculó unoscuarenta metros, y no me equivoqué. La camadieciochesca con un gran baldaquino estaba ado-sada a una de las paredes y frente a ella un sofáchéster hacía juego con dos butacas. Había ade-más otros muebles, una cómoda, un escritorioy un tallboy, esa especie de chifonier en la queantes los lords guardaban las camisas.

Ya sé que el objetivo de la cámara tien-de, casi siempre, a embellecer cuanto capta y enconsecuencia cabía suponer que tanto lujo eraproducto de la exageración. Quién sabe si vis-tos al natural aquellos muebles de tanta magni-

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ficencia no estarían comidos de carcoma o lle-nos de polvo. Pero aun así, la casa de Mrs. Grosellamaba la atención. Las fotografías renovarontodavía más si cabe mi ansiedad pero en estaocasión el tiempo de espera fue breve. Dos díasdespués en un correo electrónico, como siem-pre, se me comunicaba, felicitándome, que yohabía sido la candidata elegida.

Las respuestas a los cuestionarios y micondición, gustos y aficiones me convertían enla aspirante más idónea entre las trece solicitan-tes. Pero para que la reserva fuera firme se mepedía que enviase el cincuenta por ciento de lacantidad estipulada a una cuenta corriente do-miciliada no en Inglaterra sino en una sucursalde un banco local, el Leyonard National Bankdel pueblo de Lebanon, en Nueva Inglaterra,Estados Unidos.

Tal vez usted en mi lugar se lo habría pen-sado dos veces antes de hacer el ingreso ya quenada garantizaba que aquello no constituyese untimo. ¿Qué avales de credibilidad ofrecía Mrs.Grose por mucha página web que tuviera mon-tada? Ninguno, y ni siquiera en el justificante dela transferencia bancaria que le hice constabaque ésta se hubiera realizado como anticipo delpago de un curso de inglés. ¿Y por qué una cuen-ta americana y no británica? Aunque eso melo aclaró Mrs. Grose motu proprio. Ella se en-contraba en aquellos momentos en Estados Uni-dos intentando levantar la casa que tenía en Le-

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banon, en una de cuyas escuelas había sido pro-fesora, y el adelanto que yo le había mandado leserviría para la mudanza a Inglaterra, donde ha-bía nacido. Tenía intención de retirarse al campoy establecerse en la casa cuyas fotografías mehabía mandado, herencia de una tía por partede su padre, llegada en el momento más opor-tuno cuando ella estaba empezando a pensar enla jubilación que este año, por fin, había conse-guido anticipadamente.

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