el tiempo del barroco

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El tiempo del Barroco Estamos en la Inglaterra de principios del XVII. El duque de Gloucester dialoga con su bastardo. Acaba de descubrir una conspiración contra su persona, dirigida por su legítimo Edgar (aunque urdida, en realidad, por el propio bastardo Edmund). Y prorrumpe en un lamento cuyo tono patético algo tiene que ver con la época: Estos recientes eclipses en el sol y la luna no nos anuncian ningún bien. Aunque la sabiduría del instinto pueda razonarlo de una forma u otra, la naturaleza misma se encuentra azotada por los efectos que le siguen. El amor se enfría, la amistad cesa, se enfrentan los hermanos. Motín en las ciudades; en los campos discordia; en los palacios, traición; y el vínculo se rompe entre el hijo y el padre. Ese miserable confirma la predicción: he ahí el hijo contra el padre; el rey se aparta de la vía natural: he ahí el padre contra el hijo. Hemos visto pasar lo mejor de los años. Intrigas y traición y todos los desórdenes perniciosos nos siguen turbu- lentos hasta nuestra tumba. Hasta aquí Gloucester. O, para ser más exactos, Shakespeare, notario y fingidor de todo un mundo; o mejor aún, de todo un universo infinito, formado por multitud de mundos y conciencias. Los eclipses a que Gloucester/Shakespeare se refiere en King Lear tuvieron lugar en 1605. Pero cinco años antes también se había eclipsado, de manera violenta y definitiva, una conciencia, esta vez real pero igualmente imaginadora de un universo infinito, plagado de mundos. Se llamaba Giordano Bruno y quizás algo del polvo de sus cenizas pueda aún estar flotando en la Roma que lo vio arder, sobre las ruinas de un tiempo detenido, sobre las aguas de un Tíber todavía escéptico respecto de la tolerancia humana. «Hemos visto pasar lo mejor de los años», se lamenta Gloucester entonando, a la inglesa, un manriqueño «cualquier tiempo pasado fue mejor» Estos aires «modernos» con que parece haberse iniciado el siglo, descon- ciertan, aturden, incluso asustan. Y para colmo de males...la nueva filosofía lo pone todo en duda... Todo está en pedazos, carece de toda coherencia, de toda provisión justa y de toda relación. Príncipe, Subdito, Padre, Hijo son conceptos olvidados. según opina poéticamente John Donne. Y además La clemencia de los príncipes no es a menudo sino política para ganarse el afecto de los pueblos. porque, en definitiva, La verdad no hace tanto bien al mundo como daño sus apariencias, para el contrastado juicio de La Rochefoucauld. Tal vez por eso estamos en una época en la que viver cauto ben s'accompagna con la punta dell' animo, como recomienda desde su Dissimulazione onesta el prudentísimo Torquato Accetto.

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El tiempo del Barroco

Estamos en la Inglaterra de principios del XVII. El duque de Gloucester dialoga con su bastardo. Acaba de descubrir una conspiración contra su persona, dirigida por su legítimo Edgar (aunque urdida, en realidad, por el propio bastardo Edmund). Y prorrumpe en un lamento cuyo tono patético algo tiene que ver con la época:

Estos recientes eclipses en el sol y la luna no nos anuncian ningún bien. Aunque la sabiduría del instinto pueda razonarlo de una forma u otra, la naturaleza misma se encuentra azotada por los efectos que le siguen. El amor se enfría, la amistad cesa, se enfrentan los hermanos. Motín en las ciudades; en los campos discordia; en los palacios, traición; y el vínculo se rompe entre el hijo y el padre. Ese miserable confirma la predicción: he ahí el hijo contra el padre; el rey se aparta de la vía natural: he ahí el padre contra el hijo. Hemos visto pasar lo mejor de los años. Intrigas y traición y todos los desórdenes perniciosos nos siguen turbulentos hasta nuestra tumba.

Hasta aquí Gloucester. O, para ser más exactos, Shakespeare, notario y fingidor de todo un mundo; o mejor aún, de todo un universo infinito, formado por multitud de mundos y conciencias. Los eclipses a que Gloucester/Shakespeare se refiere en King Lear tuvieron lugar en 1605. Pero cinco años antes también se había eclipsado, de manera violenta y definitiva, una conciencia, esta vez real pero igualmente imaginadora de un universo infinito, plagado de mundos. Se llamaba Giordano Bruno y quizás algo del polvo de sus cenizas pueda aún estar flotando en la Roma que lo vio arder, sobre las ruinas de un tiempo detenido, sobre las aguas de un Tíber todavía escéptico respecto de la tolerancia humana.«Hemos visto pasar lo mejor de los años», se lamenta Gloucester entonando, a la inglesa, un manriqueño «cualquier tiempo pasado fue mejor»

Estos aires «modernos» con que parece haberse iniciado el siglo, desconciertan, aturden, incluso asustan. Y para colmo de males...la nueva filosofía lo pone todo en duda...

Todo está en pedazos, carece de toda coherencia,de toda provisión justa y de toda relación.Príncipe, Subdito, Padre, Hijo son conceptos olvidados.

según opina poéticamente John Donne. Y además

La clemencia de los príncipes no es a menudo sino política para ganarse el afecto de los pueblos.porque, en definitiva,La verdad no hace tanto bien al mundo como daño sus apariencias,

para el contrastado juicio de La Rochefoucauld. Tal vez por eso estamos en una época en la que viver cauto ben s'accompagna con la punta dell' animo, como recomienda desde su Dissimulazione onesta el prudentísimo Torquato Accetto.

¿Cómo se ha podido llegar a semejante estado de opinión? ¿Qué ha pasado y qué está pasando en la Europa del XVII, para que los voceros de la cultura entonen esta lamentación quejumbrosa? Es más, ¿qué sucede en la llamada cultura occidental, en torno a este siglo, que hace que nos ocupemos de él por separado? Parafraseando a Marx y Engels al comienzo de su célebre Manifiesto comunista, cabría decir que un fantasma recorre Europa: el fantasma del Barroco. Dicho así, habría que entender por tal no ya sólo un estilo, una tendencia, o toda una estética, sino un clima, una sensibilidad, de contornos no siempre definidos. De manera sumaria, puede decirse que tras las convulsiones del Renacimiento (ruptura definitiva de la cristiandad por las reformas luterana, calvinista, anglicana...; descubrimiento de América y sus habitantes; humanismo; revolución científica...) se firma el certificado de defunción del orden medieval, de los ideales que en él alentaban, del mundo concebido según jerarquías celestes. Y el siglo XVII hereda una mentalidad con tendencia a la dispersión, mezcla a la vez de desmesura y afán por someterse a un orden que cada vez se muestra más artificial, resultado de la mente humana y de su razón, que se proyecta sobre la realidad para alumbrar las zonas sombreadas. He ahí una tensión esencial que juega a lo largo de toda esta época: la sombra de lo opaco que es el mundo frente a la transparencia de una razón artificiosa que trata de arrojar luz sin acabar, las más de las veces, de conseguirlo.

Desde distintos puntos de vista, el término barroco se contrapone al de clásico. Así, si lo clásico puede caracterizarse como un gusto orientado a lo estático y al orden, tratando de reproducir o traducir lo que se cree que ya existe en la realidad (aquel orden, aquella ausencia de movimiento que adivinaban Parménides, Platón...), el barroco se define como el gusto que tiende a la excitación del orden: se ha roto la confianza en que la naturaleza

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goce, espontáneamente, de semejante orden. De este modo, se quiere expresar la exacerbación del equilibrio, de la armonía, a través de la repetición y la variación, llegándose al desorden; o a través del exceso más allá de todo límite; o a través de la mutabilidad, el cambio o la metamorfosis que nos hablan de un mundo inestable; o, incluso, a través del desorden y el caos mismo, elementos que el pensamiento siempre ha considerado negativos, destructivos, disolutorios, pero que aparecen como corolario tras la ruptura, tras el hiato entre razón y realidad. Si el mundo es complejo, complicado, lleno de pliegues y repliegues, no quedará otro remedio que idear, ingeniar o inventar modelos que traten de explicarlo en su complejidad, que intenten reproducir ésta. Como ha señalado un novelista contemporáneo nuestro, Torrente Ballester, «sólo el hombre complejo adivina la complejidad de la vida», verdadera exhortación a complicar los gestos, las formas, los caracteres. Expresión de esta complicación/complejidad es el insistente gusto barroco por los laberintos, presentes en multitud de jardines. Sólo mediante un ingenioso ardid consiguió Ariadna mostrar a Teseo la salida del laberinto habitado por el monstruo. Filum labyrinthi llamaba Bacon (un «barroco» que vivió en el Renacimiento) al método de investigación de las ciencias. También en la novela de Eco, El nombre de la rosa, Adso echa mano de su cultura clásica para huir de un laberinto, esta vez en forma de biblioteca babélica -tal vez soñada por un Borges metido a monje benedictino-. Todo se distorsiona, se retuerce y pervierte en la mente humana y sus representaciones, porque tal vez todo esté ya en la realidad de esa manera.

Hombres y mujeres barrocos aparecen, casi siempre, como personajes desengañados, «desencantados» y de ahí su afán por mostrar lo inestable, lo mudable de la realidad (en palabras del Discreto gracianesco, «no hay estado sino constante mutabilidad de todo»), la condición temporal y fugaz de todo lo existente, su extravagancia, su extremosidad (piénsese en el gusto por los «monstruos», errores (?) de la naturaleza...) que conducen, por ejemplo, en el arte, a una apoteosis orgiástica del significante por encima del significado, como ha señalado algún crítico. Este «artificialismo» está presente, así, en la poética gongorina al igual que en las visiones mecanicistas del Universo; en el instrumento barroco por excelencia, el reloj, o en los jardines geometrizados y «laberintizados» en los que se disfruta más que en la propia naturaleza salvaje. Los monarcas se complacen en fiestas palaciegas en esos jardines, en las que tienen lugar fuegos de artificio o juegos de agua producidos por fuentes, mientras acaba sonando de fondo la expresiva música de Hándel. Asistimos a algo así como la reconstrucción de una realidad en la que ya no se confía encontrar el antiguo orden (reflejo en última instancia de la divinidad) pero que acaba por desinteresarse de la propia realidad del mundo para confiar sólo en su propio lenguaje inmanente.

Cuando la razón no logra hacer transparente la realidad, aparece la sombra, la apariencia y, con ellas, la sospecha y la desconfianza; si el mundo es opaco, si la anhelada transparencia es imposible, a lo máximo que cabe aspirar, en todos los terrenos, es a representar-, a hacer verosímil lo opaco. Se renuncia, de ese modo, a la verdad entendida como identidad entre pensamiento y realidad. Disuelta la simetría entre sujeto y objeto, nace la duda, la vacilación, un no saber a qué atenerse, que ha de crear una actitud de cautela, de recelo, de dolor... «Hemos visto pasar lo mejor de los años», se duele Gloucester, sin duda un hombre todavía antiguo. O para decirlo con palabras de un agudo compatriota de la época, como lo fue Mateo Alemán,

En todas partes hay lágrimas, quejas, agravios, tiranías: todos gustan hieles, ninguno está contento con el peso de su duro yugo, desde que nacen del vientre de su madre hasta que vuelven al de la tierra. ¡Qué de varios pensamientos nos afligen, qué de temores nos acobardan, qué de necesidades nos provocan, qué de cautelas nos acechan, qué de traiciones nos asaltan...!

De traiciones, cautelas y asechanzas supieron mucho quienes tuvieron que aprender a sobrevivir en tiempos tormentosos. Si Bruno había sido quemado, Molinos, Campanella o el propio Galileo conocieron la humillante prisión. A este clima se responde con la «disimulación» de un Descartes, huyendo de cualquier compromiso y dando como buena una moralidad convencional que, provisionalmente, había de servir para vivir en tiempos de crisis. Dicen que Spinoza lucía en el escudo familiar una rosa «espinosa» que advertía, precavidamente, de los riesgos de pincharse. Quien no tomaba precauciones, quien no aprendía incluso a fingir, claudicaba en algún sentido; así los mencionados casos, a los que habría que añadir la propia represión religiosa, con excomunión, de Spinoza, o el des-tierro y confinamiento quevedesco por razones de alta política. Tal vez Moliere quiso parodiar, con su Tartuffe, un personaje que abundaba: alguien que había hecho de la impostura y el fingimiento un arte de supervivencia.

Esta puesta en escena de una gran simulación, consecuencia tal vez de un cierto pesimismo y sentimiento de fracaso no asumidos, que se quieren vender a la audiencia como triunfos, lleva a una cierta tensión, casi insoluble, entre lo que se es y lo que se aparece, como se aparece, como se querría ser. Jarauta ha descrito muy bien esa tensión barroca, que había comenzado a gestarse al final del reinado de Felipe II, con la imagen del monarca, que tiene en su dormitorio una Alegoría de los siete pecados capitales, al tiempo que sobre su mesa descansa El amante y el amado de Ramón Llull. Conflicto éste de difícil solución, que dará lugar a algunos de los grandes mitos modernos, gestados durante el Barroco: Don Quijote o el conflicto entre realidad y apariencia; Don Juan o el conflicto entre realidad y deseo; Segismundo o el fracaso de las mediaciones. En este sentido, hablar del Barroco es estar refiriéndose a un

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conglomerado cultural que aglutina un conjunto de síntomas (como los ya mencionados) junto a un diagnóstico que atribuye un origen a esos síntomas y una terapéutica que intenta eliminarlos; y todo mezclado.

Es en el clima alimentado por ese conglomerado donde se gesta la llamada modernidad, con exponentes tan variopintos como Velázquez o El Greco, Rubens o Rembrandt; Le Grand Siecle francés, Descartes, Pascal o Spinoza; las guerras de religión, las muertes de Cervantes y Shakespeare, la primera revolución política moderna, la primera ejecución de un monarca «absoluto»; pero además Newton, Leibniz, Bach o Haendel. Y si el Renacimiento había cacareado a los cuatro vientos la dignidad humana, saltando por encima del orden medieval para rescatar un «ideal» antiguo, clásico, paganizante a veces, purificador del cristianismo otras, el Barroco declara, con toda la crueldad de que es capaz, la miseria de nuestra condición. Igual que hará La Rochefoucauld, Quevedo desmonta y desenmascara la moral vigente, mostrando la hipocresía que la anima. Lo humano es sórdido, tal y como nos revela el tema del pícaro, o la literatura de los Sueños, o El Criticón gracianesco, tópicos cuyas raíces habría que rastrear en los cínicos y estoicos, pasando por su tratamiento en la Edad Media, pero que igualmente encuentran su hueco en las artes visuales: piénsese en el tratamientos de enanos, minusválidos físicos y psíquicos, en Velázquez; o el acercamiento irónico, sarcástico a ratos, que este mismo realiza a la mitología y a la épica. Frente a ese mundo, la tentación del escepticismo parece clara. Si con Don Quijote somos incapaces de alcanzar un criterio de verdad que nos permita, de una vez por todas, decidir si ante nuestros ojos hay molinos o gigantes (o cuál es nuestra auténtica realidad social, histórica...), y con Don Juan (o con el atribulado príncipe de Dinamarca) somos eterno objeto de una duda moral; si sueño y vigilia parecen ser lo mismo para Segismundo, o el espectador de Las Meninas se. ve inmerso en un juego de simetrías imposibles, parece que habría que concluir con un erasmista elogio de la locura, o con el lapidario Quod nihil scitur de Francisco Sánchez o, cuando menos, preguntándonos, con Montaigne, Que sais-je? Pero algunas de las tentativas escépticas del Renacimiento, mero juego de espíritu muchas veces, se convierten ahora en un peligro real. La cristiandad herida o, lo que es lo mismo, Europa dividida políticamente, con un reequilibrio de fuerzas de difícil digestión para sus antiguos «emperadores», convierten la cuestión teórica del escepticismo y la verdad en asunto crucial. Hay que refundamentar en todos los terrenos, pero sobre todo en el del conocimiento (ciencia) y en el de la religión.

Así pues, el pie forzado de casi todo lo que se hace, en el terreno de las ideas y sus diversas manifestaciones a lo largo del siglo XVII, es la mencionada necesidad de andar con pies de plomo, de buscar seguridades, de refundamentar lo que se ha tambaleado e incluso reconstruir lo que ha acabado por desmoronarse, si es que se consigue. Puesto que se ha señalado ya que es típico del Barroco vivir el conflicto en la agudeza de su tensión, sin acabar de resolverlo. Si el mundo aparece como un inmenso oxímoron, un concierto de desconciertos (en imagen que hubiera hecho las delicias del presocrático Heráclito, aunque también del Gusano, mucho más próximo cronológicamente a esta época), es quizá una tarea condenada al fracaso el intentar encontrar armonía en él. Todo es inestable, parecen decir unos, así que gocémonos en la contemplación de dicha mutabilidad, cantando al tiempo, a los relojes, a la fugacidad de la vida, a la necesidad de vivir plenamente el momento... El siglo XVII ha «descubierto» el tiempo y el dinamismo; y eso, llevado al terreno de los seres humanos, es descubrir la conciencia y la subjetividad. Y sin embargo otros creen que ha llegado el momento de poner orden.En efecto, buena parte de estos tópicos vamos a encontrarlos reunidos en el llamado «padre» de la filosofía moderna, Rene Descartes. Con Descartes nos encontramos en un terreno conflictivo, desde el punto de vista de las ideas en el Barroco. Por un lado, vive plenamente toda esta sensibilidad mencionada más arriba; pero por otro, su particular manera de reaccionar ante el clima marca todo un rumbo en el acontecer europeo. La filosofía cartesiana es la respuesta desde la voluntad de verdad a los problemas del conocimiento en todos los órdenes, proponiendo el orden, la claridad, el método que permitan a cualquiera salir de su propio laberinto, independientemente de la inspiración, el genio o la agudeza. Si hay dudas, si hay riesgo de escepticismo, si cabe la posibilidad del error en todos los terrenos, hagamos «borrón y cuenta nueva» respecto de todas nuestras antiguas y tradicionales creencias -o presuntas verdades- y empecemos desde cero con la ayuda de unas andaderas muy precisas, muy exactas, muy seguras: imitemos, copiemos, supongamos en todo -absoluta-mente en todo- un orden matemático de certeza apodíctica. Porque la razón bien dirigida no puede equivocarse, dada su naturaleza «divina». Conviene no obstante no precipitarse con Descartes... y sobre todo, no dejarse engañar. Pues basta con echar un rápido vistazo a la vida de este francés de La Haya, Turenne, para comprender las inquietudes y urgencias que lo acosaron.

Formado en el que probablemente fuera el mejor colegio de Francia en la época (el que los jesuítas habían abierto en La Fleche), Descartes va a cobrar conciencia en seguida de la escandalosa situación del conocimiento en sus días: frente a la universalidad y necesidad con que se presenta un saber axiomático como el de la matemática, ni los científicos naturales ni los filósofos parecen ponerse de acuerdo sobre verdad alguna. Sus muchos ires y venires, pasando por ciudades, ejércitos, guerras... le confirman en su tesis de la «opinabilidad» de todo. Pero para vivir, para combatir, para aprender, se hace necesario erradicar la duda y su imperio, el escepticismo.

¿Hay motivos serios para la duda, para la discordia, para la controversia? Ya hemos asistido a la queja de varios personajes respecto del totum revolutum en las costumbres, creencias, tradiciones... Las escuelas se pierden en

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interminables debates que nunca parecen llegar al «hueso» de los problemas. Las políticas se enfrentan reclamando alternativamente sus derechos y sus verdades... Mas he aquí un hombre que, inopinadamente, frena el paso de su vivir, se detiene, traza un enorme paréntesis respecto del sentido común, el propio de la vida cotidiana, y comienza a pensar, como si su mente fuera un acerado bisturí. Y en mitad del invierno, arrimado al rescoldo cálido de una estufa -no hay meditación que pueda discurrir en medio del frío-, Descartes, como si de un prestidigitador se tratara, va a hacer desaparecer el mundo, el cuerpo, todo lo físico y sensible, por fantasmagórico, por ingrávido, por carente de fundamento. Descartes, como los charlatanes de feria, nos va a proponer cambiarnos nuestro mundo, ése sobre el que tan gustosos y confiados apoyamos los pies cada mañana, por la seguridad e indubitabilidad de la conciencia, de la subjetividad, del «yo». ¿Y eso cómo se hace? Poniéndolo todo en duda -con razón lo anunciaba Donne en su poema-, sirviéndose, entre retórico y engatusador, de la duda metódica, que es el verdadero cauterio de toda la modernidad, un suspicaz instrumento que pone a prueba las verdades, las creencias, las confianzas y seguridades hasta ver si se tienen en pie o necesitan algún punto de apoyo. Claro que no se trata de la duda de los escépticos, «que dudan sólo por dudar», sino de una duda que trata de encontrar terreno firme sobre el que seguir construyendo, edificando el conocimiento.

Y así el licenciado Descartes, el militar Descartes, el virtuoso de las matemáticas, pone en duda el testimonio de los sentidos. Después de todo, ya nos han engañado muchas veces. Toda la astronomía precopernicana estaba montada sobre una información incorrectamente interpretada por culpa de los sentidos. Pero además, ¿quién no ha sufrido alguna vez ilusiones ópticas, acústicas? Velázquez es quien es, en el mundo de la pintura, porque nos ha engañado (con la anuencia de nuestros ojos), pudiendo así pintar ese aire de la estancia de Las Meninas, que tanto cautivara al genial Dalí; la Ronda nocturna de Rembrandt es otro enorme ejemplo de cómo se puede encender una luz dónde sólo hay tela, aceite y pigmentos. ¿Y qué decir de la apoteosis de la arquitectura barroca, en la cúpula de la iglesia de Jesús, en Roma, bajo cuyos «efectos» somos transportados a un infinito meramente representado? En definitiva, nuestros sentidos no son la prueba irrefutable de la presencia de un mundo inmediato. Más bien el mundo se ha vuelto algo problemático, de dudosa y difícil verificación directa. Podría, incluso, no ser sino ilusión. En suma, un sueño. Porque, ¿qué diferencia hay entre éste y la vigilia? Recuérdese lo que un contemporáneo de Descartes, Calderón, escribirá al respecto:

¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Nuevamente Shakespeare se nos había adelantado al proclamar que

...no es la vida sino una sombra andante, un pobre actor que se agita y pavonea en su hora en escena y enmudece después: es una historia contada por un tonto, llena de ruido y furia, y que no significa nada.

Y así como Don Quijote había vivido a lomos de un mundo que solí él parecía ver, para «recobrar», al final de sus días, la razón y declarar a si sobrina:

Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia...,así también Descartes anhela un «juicio libre y claro» que remonte el vuelo por encima de las brumas y nubes de una realidad soñada o, al meno} cuestionable. Se puede dudar de la realidad exterior, se puede dudar de 1 vida «vivida» y ponerla en cuarentena... pero de lo que no puede caber 1 menor duda es de que yo, que estoy dudando, soy algo. ¿Qué soy? Algo que duda, algo capaz de dudar, es decir, alguien que piensa y, por 1 mismo, existe. Y esta afirmación, ante la cual el seguir dudando sería punto menos que suicidio o insensatez, va a servir para cimentar todo c edificio de la realidad, el conocimiento en su totalidad; porque va a resultar, para el juicio libre y claro de Descartes, que tenemos evidencia, o sea claridad y distinción, de unas cuantas verdades en nuestra razón, en < interior de nuestra conciencia. Ideas que no he creado yo, que no he obtenido a partir de experiencia alguna, sino que están ahí, conmigo, inmediatamente, desde que tengo conciencia (en realidad desde que nazco. Por eso este francés que vivió más tiempo fuera que dentro de su país, lla- mará a esas verdades que fundan todo el conocimiento, ideas innata: como la de mi propia existencia, la de la existencia de Dios, las verdad de la matemática... Surge así una manera de hacer y entender el conocimiento que ha venido llamándose racionalismo, por cuanto lo fundamenta todo en esa razón «cargada» de antemano. Y ese mismo racionalismo cartesiano, que a la hora de explicar el mundo se convierte en el triunfar te mecanicismo, le hará decir después a su autor, entre complacido y jactancioso: «He descrito la tierra y el universo visible entero, tomando como modelo una máquina, sin que interviniese nada que no fuese figura movimiento.» Pero la garantía que la razón tiene de estar actuando correc- tamente al considerar así el mundo, la validez que mi conocimiento del mundo (ese mundo que habíamos puesto entre paréntesis) necesita, 1a encuentra en última instancia en el apoyo y el respaldo de Dios. Sé que Dios existe -es una de las ideas innatas- y sé que Dios es el ser veraz por excelencia, la verdad misma.

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Por consiguiente Dios no puede engañarme si yo me guío ordenada, cuidadosamente, con arreglo a pasos, siguiendo un método.

La preocupación metodológica había sido crucial desde Bacon y Galileo. En Descartes, el método se extiende a todos los terrenos y se convierte también en una forma de vivir y de actuar, en una medicina para la mente y para la vida. El método, desde su propio significado etimológico hace alusión a una vía, a un camino por el que se pasa para llegar, con seguridad a algún punto. Como en el verso de Aleixandre, «pasar por un puente a otro puente». Pero, ¿qué mejor puente que el construido según el orden de la matemática, según el orden geométrico? La matematización del mundo -o de nuestra mirada sobre él- ya había conocido un apóstol en Galileo y ahora está alcanzando altos niveles de radicalidad. Las dos operaciones básicas del entendimiento humano, intuición y deducción, y las correspondientes análisis y síntesis, van a estar representadas en las reglas del método, junto a la formulación del criterio de evidencia y la regla de enumeración completa: no dar por válido nada que no se me presente con claridad y distinción (evidencia); dividir los problemas en sus partes más simples o elementales; volver a enlazarlas después en el orden debido (que, repárese en ello, ya no es el «natural» o espontáneo sino uno artificial aunque, a juicio de Descartes, «más real»-; y, por último, hacer una enumeración completa, un repaso para ver si ha quedado fuera de la reconstrucción algún elemento significativo. Descartes, de esta manera, le hace frente al desorden barroco, al «ruido y la furia» de su siglo, de su tiempo. Es aún posible, parece estar diciéndonos, recuperar la confianza en el mundo y en nuestro conocimiento de él. Es aún posible saber a qué atenernos a la hora de dilucidar las verdades de la moral y la religión; Dios ha puesto en nosotros parte de su luz, que no puede ser, de este modo, un instrumento mendaz, falaz, engañoso. Basta con que operemos cuidadosamente, en el debido orden.

Y, en efecto, el científico Descartes, antes de darnos a leer tres de sus tratados sobre ciencia, nos recomienda un Discurso del método (para dirigir bien la razón); y, además, como quiere que llegue a todo el mundo, que el saber no sea ya cosa de eruditos, clérigos o escolásticos, lo publica en francés (en vez de hacerlo en latín), le langage des honnétes gens, el román paladino, en el cual suele el pueblo fablar con so vezino, como había escrito cuatro siglos antes nuestro Gonzalo de Berceo. La razón, la cosa mejor repartida del mundo, se ha «democratizado», ya no es un privilegio de los inspirados: cualquiera puede acceder al saber, a la verdad; y si se equivoca la culpa será de su voluntad, no de su entendimiento. Hemos renacido para el conocimiento, para el mundo, para Dios. Renato -«renacido»— Descartes nos ha devuelto la confianza en tres realidades, en tres sustancias, en tres cosas: las cosas pensantes («yos», sujetos, conciencias...), las cosas extensas (las del mundo físico, caracterizado por ese atributo de la extensión y, por lo mismo, de la mensurabilidad) y la cosa infinita: Dios. Y de las. tres podemos tener un conocimiento cierto, no sujeto a controversia, apoyándonos en la razón, provista de antemano con los principios y fundamentos del saber.

Hay, no obstante, síntomas de que la tensión, el conflicto permanecen; de que este saber no acaba de consolar a algunos. La razón es el instrumento más poderoso sobre la faz de la tierra. Hasta el punto de convertirse en signo distintivo de la especie y motivo de orgullo. A través de la conciencia de nuestra existencia pensamos el mundo y nos adueñamos de él, parecen decir los racionalistas. Pero la sombra persiste y se sigue manifestando de múltiples formas. Si los humanistas habían proclamado la dignidad del hombre, al ocupar una posición central de privilegio en el plan de divino, (con el respaldo de la humanización de Dios en la figura de Cristo), como habían señalado los discursos de Pico de la Mirándola o, en España, de Hernán Pérez de Oliva, ahora ya no existe esa centralidad y, por tanto, se cuestiona la dignidad (recuérdese la contrafigura del «pícaro») en un universo que se ha ido abriendo hacia una infinitud mucho mayor de lo que cabía esperar. La nueva -y problemática- dignidad habrá que ponerla, si acaso, en el repliegue del sujeto, en la subjetividad de la conciencia, en la autoconciencia. Este cogito ergo sum cartesiano se convierte en nueva piedra angular del edificio humano. Tanto que Pascal, al glosar la debilidad humana frente al resto de animales y fuerzas naturales, tiene que concluir que el hombre es una caña quebradiza, pero una caña que piensa y se da cuenta de las cosas; y en ese darse cuenta de las cosas (por ejemplo de su propia debilidad y vulnerabilidad), radica su auténtica fuerza y dignidad. «El silencio de los espacios infinitos me aterra» había escrito Pascal, buscando refugio en la subjetividad, para intentar encon-trar paz y consuelo. Porque la razón (Pascal fue, entre otras cosas, un gran científico y matemático) es un instrumento privilegiado pero despótico, tiraniza al ser humano al imponerle una lógica que desoye los latidos del corazón: «Hay verdades del corazón que la razón ignora», nos dice Pascal. Y esa tensión entre lo racional y lo emotivo-sentimental es, una vez más, una expresión del conflicto barroco. En Pascal, precisamente se alude a un espíritu geométrico, que es el que le permite conocer e interpretar el mundo como una inmensa máquina, y un espíritu de finesse, de sutilidad, que me conecta intuitivamente con verdades de gran calado. En torno a esa tensión de espíritus, de verdades, de jerarquías de «razones», se gesta el discurso pascaliano acerca de la miseria del ser humano, de claras connotaciones barrocas, teñidas, en su caso, del jansenismo de Port-Royal. «La desgracia de los hombres viene de una sola cosa: de no saber estarse quietos en su cuarto.» Otra vez el movimiento, la agitación, el sonido y la furia, las ruinas del tiempo como lecho de muerte de los seres humanos:No es necesario ser un espíritu muy cultivado para comprender que no hay aquí abajo satisfacción verdadera y sólida; que todos nuestros placeres no son otra cosa que vanidad; que nuestros males son infinitos, y que, en fin, la muerte que nos amenaza en todos los instantes debe infaliblemente colocarnos dentro de pocos años en la infalible realidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados.

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La declaración pascaliana podría venir firmada por el autor de estos versos, don Francisco de Quevedo:

Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.

Por eso, la incertidumbre no es sólo un mal para la investigación racional de la naturaleza, del hombre... sino para la salvación y el destino de los seres humanos. Por lo mismo vuelve Pascal a la carga y dice que es, pues, seguramente un gran mal estar en duda; pero es al menos un deber indispensable buscar cuando se está en duda; y aquél que no busca es a la vez muy desgraciado y muy injusto.

Este reconocimiento de la futilidad y vanidad de los bienes perecederos, con que comienza Pascal sus Pensamientos, conecta con las preocupaciones biográficas (ya presentes, recuérdese, en Descartes) de Spinoza al principio de su Tratado para la reforma del entendimiento:

Después de que la experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria son vanas y fútiles .... me decidí a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero...

Estamos, así, en otra filosofía que, haciendo suyas las palabras de Quevedo

Cualquier instante de la vida humana es nueva ejecución, con que me advierte cuan frágil es, cuan mísera, cuan vana

pretende aclararse, hacer frente a ese temor a la fugacidad de la vida, a la muerte y poner un optimista orden en el Universo infinito. Y es que, en efecto, también ha habido quien, al leer a Spinoza, este judío de origen hispano-luso, emigrado a Holanda, ha querido ver en él la preocupación barroca por el infinito, el dinamismo, el impulso. De este modo, Spinoza es más que un filósofo en el Barroco, es más que alguien como Descartes que se habría encontrado frente a todo un clima y habría tratado de someterlo a un orden de signo contrario. Spinoza va más allá. También a él se lo ha llamado «racionalista», pero su racionalismo se enmarca en un contexto muy peculiar. Si el Barroco es la negación de la limitación, la «exaltación de lo amorfo», la representación de esa infinitud se ha de expresar potencialmente no de modo cuantitativo -como había querido Descartes- sino cualitativo: «no como extensión, sino como fuerza», al igual que sucederá después con Leibniz. Lo que caracteriza, de esta manera, al Barroco, es el dinamismo; y su anhelo es la infinitud. Infinitud que el transcendentismo contrarreformista de los países católicos (el sur de Europa) habría buscado en el más allá, en una fusión difícil, problemática con Dios: así en las ascendentes y arrobadas figuras de El Greco, en los éxtasis místicos -reales, en los casos de San Juan de la Cruz, Santa Teresa..., o representados por los escultores e imagineros- y en todas aquellas manifestaciones que habían buscado la infinitud a través de un movimiento y un dinamismo (como ya había sugerido Platón al hablar del alma que asciende dialécticamente hasta la contemplación de las ideas y del bien). Pero el norte reformista busca lo infinito en la inmanencia, mediante una mística «mundana», mediante una apelación a la naturaleza, incluso. En este ambiente, el espinocismo se podría presentar como una filosofía de «lo amorfo», de lo infinito, para la que «toda limitación es negación». Pero donde mejor se revelaría el trasfondo barroco del espinocismo sería en su dinamismo. La esencia de las cosas está en su impulso, en su conatus, que las hace perseverar en su ser. Frente a una concepción estática, parmenídea de lo real, hay en Spinoza un intento de rescatar lo fluido de la realidad, lo que la anima, lo que la impulsa a seguir siendo, por encima de toda determinación. Lo que define la esencia de las cosas es, por tanto, actividad (y no mera extensión, figura o movimiento). La pregunta que parece animar esta filosofía es «¿cómo lo finito alcanza a lo infinito?». La respuesta se encuentra en los lienzos de Rembrandt y en los libros de Spinoza, el constructor de una verdadera religión metafísica de lo inmanente. Parece como si algunos hombres y mujeres del siglo XVII europeo hubieran sentido la necesidad de darse a sí mismos un lugar en el infinito, escapando, incluso, de este mundo limitado y formal. Desde el lejano Nicolás de Cusa hasta Baruch de Spinoza, pasando por las cenizas y pavesas de Giordano Bruno, se detecta ese impulso. Ya hemos escuchado más arriba a Pascal declarar su angustia por «el silencio de los espacios infinitos». También Ángel Silesius se queja: «El abismo de mi espíritu le grita al abismo de Dios: Dime, ¿cuál es más profundo?» Y Teresa de Jesús se deshace en un contradictorio «vivo sin vivir en mí...» a la expectativa de un más allá, más alto, perdido en la infinitud, ante el que a veces, como San Juan de la Cruz, se puede llegar a perder «la esperanza de la altura», que había llevado antes a Fray Luis de León a proclamar con patetismo que

...a las olas entregado,el puerto desespero, el hondo pido.

Sucede entonces que ese anhelo dinámico de infinitud encuentra en Spinoza una solución inmanentista: Dios es la naturaleza, Dios está en el mundo, porque es el mundo. Frente a la transcendencia que lo situaba en los

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espacios infinitos del más allá, el espinocismo afirma la inherencia de Dios al mundo. No hay abismo, al estilo platónico, que separe la realidad, que escinda el ser. Perfecta comunión de los seres humanos con su divinidad o naturaleza, auténtico mensaje de libertad y liberación frente a miedos, angustias o apuestas existenciales al estilo pascaliano.

Pero quien, sin lugar a dudas, expresa mejor ese carácter dinámico y multipolar del Barroco, construyendo no sólo una filosofía del Barroco sino toda una filosofía barroca, es Leibniz, el «último» de los grandes filósofos racionalistas europeos, a caballo entre el siglo XVII y el XVIII.

Recapitulemos lo dicho hace un instante: el ser humano, durante mucho tiempo, había vivido la experiencia de un mundo limitado, por oposición al cual se aspiraba a ese más allá prometido por la religión cristiana. Esta aspiración, este anhelo de infinitud, sin embargo, encuentran durante el Barroco un lugar bajo el sol. Con Leibniz nos hallamos ya de una manera clara ante una filosofía barroca que, frente a la melancolía o el dolor que pudiera haber producido la experiencia de un mundo convulso, en crisis, escindido u opaco, frente al lamento entonado ante el espectáculo de las ruinas, proclama con optimismo un conjunto de ideas que insisten en la imagen de un Dios creador del mejor de los mundos posibles.

Se dice, como reflejamos antes, que Leibniz es la culminación del racionalismo puro, aquél que habría comenzado con Descartes. Y ello es correcto si por culminación se entiende «superación» en el sentido hegeliano. Porque Leibniz parte justamente de los errores y contradicciones cartesianos para superarlos, a la hora de formular una filosofía barroca. Es aquí, al comparar la talla y los logros de estos dos hombres, casi el alfa y la omega del XVII, donde vemos los contornos que el Barroco, como repertorio de ideas, adquiere cuando toma conciencia clara de su época. Ya lo dijimos, Descartes es un hombre moderno, alguien que ante los mismos fenómenos que hacían lamentarse al duque de Gloucester en el Rey Lear, reacciona positivamente, con voluntad de orden, claridad... No se duele porque algo se esté perdiendo para siempre (de ahí su «modernidad») pero tampoco va a asumir el sentimiento movedizo, fluido, espejeante, del Universo que ante él se abre. Descartes aspira a un nuevo orden, a un nuevo repertorio de seguridades, que confirmen o arrumben definitivamente las antiguas, las que provenían de un periclitado mundo medieval. El enemigo que ha de ser combatido es el escepticismo, recuérdese. Y con ese fin Descartes nos propone dudar una vez de todo, para ya no dudar nunca más: establezcamos un método, y confiemos en el orden geométrico, matemático. Hasta el punto de que todo aquello que no se deje mate-matizar, que no entre en las estrictas redes de una geometría analítica, será desdeñado o, incluso, negado. El exhaustivo «geometrismo» cartesiano le ha llevado, por ejemplo, a concebir la realidad física como extensión (res extensa), lo único que, objetivamente, se puede corresponder con nuestras ideas geométricas, matemáticas, perfectas...

...Y aquí es donde Godofredo Guillermo Leibniz reacciona. Es ya un hijo pleno del XVII, ha nacido en 1646 y morirá en 1716, rodeado de las luces que alumbraban los espíritus dieciochescos, luces que, junto con otros, el propio Leibniz había contribuido a encender. La reacción de Leibniz frente al cartesianismo es, acaso, la de alguien que ve cómo teniendo todos los elementos para formular una respuesta coherente con los tiempos, el gran Descartes se ha equivocado. ¿O quizá es que no ha tenido realmente todos los instrumentos necesarios? Acaso haya que variar sustancialmente nuestra visión del cálculo para poder estar a la altura de las circunstancias, para poder explicar objetivamente la realidad física; eso parece estar pensando Leibniz allá en su Alemania natal, cuando la mayor parte de sus compatriotas intentan simplemente sobrevivir en una tierra empobrecida por la sangrante guerra de los Treinta Años.

¿Es la materia pura extensión? Y Leibniz, haciendo que Descartes se remueva en su todavía fría tumba sueca (luego habrían de «repatriarlo» ahí que, sintonizando con las ideas y creencias de su tiempo en el continente, se disponga a probar que el espacio puro, el espacio entendido como un ente absoluto, como un recipiente en el que «cabe» la realidad, las cosas, los objetos, es absolutamente irreal. Por debajo de la espacialidad, de la extensión que tenían ciertas sustancias, ciertas cosas, en la física y metafísica cartesianas, Leibniz va a buscar los puntos de energía, la fuerza, el elemento dinámico de la realidad, que no es, claro, espacial ni extenso.

Descartes había rechazado cualquier alusión a ese elemento; como Kepler, su anhelo era el de las formas puras, ideales, de la geometría. Lo dinámico proviene de una visión confusa y oscura, no matematizable. El concepto de fuerza, energía o esfuerzo, el llamado ya por Spinoza conatus, era ingobernable desde el punto de vista de la razón geométrica. Por eso Descartes lo había desdeñado. Y ahí radica precisamente el gran error de Descartes, según Leibniz: su excesivo geometrismo lo había llevado a olvidar el elemento dinámico (de fuerza y movimiento) que subyace a toda realidad.

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De este modo, la tarea que se impone Leibniz es la de construir un instrumento de precisión, a imitación de los instrumentos de los relojeros, que sirva para desentrañar ese elemento dinámico presente en la realidad. La matemática que había utilizado Descartes no servía. No se puede abrir y hurgar en la delicada y minúscula maquinaria de un reloj con los instrumentos de un agrimensor. Para lo infinitamente pequeño se requiere una matemática muy especial. «¿Que no la hay?», parece sonreír Leibniz: «Pues la inventaré.» Y, efectivamente, Leibniz inventa el cálculo infinitesimal, un cálculo que permita, por un lado, formular con exactitud la diferencia entre un punto en una trayectoria rectilínea y un punto en una curva (cálculo diferencial); y por otro, encontrar una manera de formular matemáticamente, a partir de la definición de un punto, la dirección (recta, curva, elipse...) que va a seguir (cálculo integral). En una palabra, el cálculo infinitesimal es ese instrumento de precisión que se requiere para poder entender la realidad de una manera dinámica, ya que permite definir un punto cualquiera como una función de una, dos o tres variables, permitiendo así averiguar, de forma a frión, la trayectoria de ese punto. De este modo, el espacio ahora pierde su sustancialidad. Espacio y tiempo pasan a ser relaciones de orden y, lo que es aún más importante, el movimiento ya no es el desplazamiento por ese espacio, el cambio de un lugar por otro. El movimiento es un proceso, la expresión de una fuerza, de un conatus. Los cuerpos ya no son meras figuras geométricas, sino algo que posee esa figura. No son, entonces, extensión, sino algo que es extenso: un punto que contiene una fuerza viva (el producto de su masa por el cuadrado de su velocidad); es esta fuerza viva la que determina la trayectoria y la cantidad de movimiento de ese punto. La conclusión a que llega Leibniz hubiera hecho las delicias del propio Descartes: esta fuerza viva con que está dotado cualquier punto en la realidad llega a ser la resultante de todo el pasado de la trayectoria que la masa de ese punto material ha recorrido; y contiene ya, germinalmente, replegada, la ley de su trayectoria futura. O lo que es igual: es posible entender la realidad como un conjunto de puntos energéticos cuyas tendencias están germinalmente contenidas en ellos y son, por consiguiente, calculables. Los cuerpos pasan a ser conjuntos de fuerza, de energía que puede ser medida matemáticamente.

Pero esto no es sólo matemática con consecuencias físicas. Esta matemática de lo infinitamente pequeño, junto con el descubrimiento de la fuerza viva (producto de la masa por el cuadrado de la velocidad) como lo que define la materia, va a arrojar como resultado una visión profunda de lo real, expresada en una metafísica, en una teoría a la que, empleando la terminología leibniciana, podemos llamar monadología.En la monadología es donde realmente empieza a traslucirse el carácter barroco de esta filosofía. ¿Qué es la realidad para Leibniz? Un conjunto de mónadas, sustancias reales, simples, inmateriales, dotadas de fuerza. No son cuerpos, pero tienen capacidad de obrar, de actuar. Son actividad. ¿Y cómo entender una actividad que no sea de o entre cuerpos? Leibniz nos contesta que tenemos un ejemplo muy patente y muy cercano en nosotros mismos. «Momieur Descartes: ¿no decía usted que nos descubrimos a nosotros mismos como existentes, en la medida en que pensamos y nos damos cuenta de ello?» En efecto, el principio de autoconciencia, que había hecho aplaudir satisfechos a Descartes y a Pascal, le permite también a Leibniz explicar qué es una actividad no corporal: la de la conciencia, la de la mente, que percibe y se percibe (en algunos casos), que se da cuenta del tránsito de su pensamiento. La mónada es un «yo» dotado de percepción y apetición, cuya única ley de funcionamiento es interna, espontánea. Es la perfecta imagen del universo barroco, pues ella misma es un microcosmos, un mundo en miniatura, replegado, que podrá ir desplegándose (o no) paulatinamente. Ese microcosmos, reflejo individual del macrocosmos, lleva en sí, inscrito, todo su pasado y todo su futuro.

Cada mónada, nos dirá Leibniz, refleja el universo desde un punto de vista único, parcial, desde una perspectiva individual, más o menos oscura. Lo que define a cada mónada es su peculiar plegamiento, sus pliegues personales. Y hay diferentes grados de plegamiento, hay distintas maneras graduales de reflejar el Universo: las mónadas están jerarquizadas, desde las meras mentes sin conciencia, hasta Dios, pasando por las almas (presentes en algunos animales) o los espíritus (en los seres humanos). Así que la realidad es un conjunto ilimitado de mónadas, dotadas de actividad propia, autárquicas. Y las mónadas, según su divulgador, no tienen ventanas, permanecen ensimismadas, vueltas hacia ellas mismas. No hay comunicación entre las «mentes». Es éste un mundo, a juicio de Leibniz, de infinitas soledades. Pero son soledades, hasta cierto punto, «solidarias». ¿Cómo explicar, si no, que hay acuerdo, que las cosas, las personas entren en contacto? ¿Cómo explicar lo que en el siglo XVII llamaban la comuni-cación de las sustancias? Si mi mente piensa en el acto de ponerme en pie, ¿cómo es posible que mi cuerpo actúe en consonancia? ¿Por qué si acercan una llama a mi cuerpo, mi yo, mi mente, experimenta un dolor? O, en otro sentido, ¿cómo es posible que dos sujetos distintos perciban la realidad de la misma manera? Porque cuando la mónada que soy decide ir a algún lugar, no sólo hay acuerdo para conducir hasta allí mi cuerpo, sino también para citarme allí con otros cuerpos y otras mónadas que parecen, felizmente, haber acertado con el lugar adecuado.

No nos resistimos a utilizar el ejemplo explicativo del propio Leibniz porque, además de ser muy claro, es significativo respecto de su concepción un tanto artificial de la realidad. Imaginemos dos relojes. ¿Cómo es posible que ambos den la misma hora? Será que el relojero, el fabricante, los ha puesto en hora al hacerlos. Pero, ¿y si se atrasa después uno, o se adelanta el otro? Descartes contestaría que el acuerdo horario entre distintos relojes se produce por

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contacto directo del uno sobre el otro, porque uno actúa directamente sobre el otro, mecánicamente, ajustando las distintas piezas. Sólo la interacción directa explica su ajuste, una vez que el relojero, Dios, los hizo. Malebranche, sirviéndose de la metafísica ocasionalista, diría que el desajuste es la ocasión propicia para que Dios «reobre» sobre su maquinaria y los vuelva a poner en hora. Y Leibniz se escandaliza ante tanto relojero de pacotilla. Un buen relojero no hace relojes que se atrasen ni se adelanten; un buen relojero, además, está demasiado ocupado en hacer buenos relojes como para andar de la ceca a la meca recomponiendo relojes cada dos por tres. Un buen relojero, como lo es Dios, hace relojes perfectos, los pone en hora y así estarán por toda la eternidad: es la armonía preestablecida. No es necesario que las mónadas entren en contacto para actuar ajustada y armónicamente; Dios ya las puso a todas en un orden tal que, con seguir el principio de desarrollo en ellas inscrito, plegado, vivirán eternamente en perfecta armonía. Ésta es tal que cuando experimento sensación de hambre, mi cuerpo, independiente pero simultáneamente, comienza a segregar saliva y jugos gástricos. Es una solidaridad ciega, inconsciente, cuyo único valedor es Dios, que lo ve y entiende todo. Porque nuestras perspectivas limitadas nos impiden percibir y comprender la infinita sinfonía que es el Universo. Este mundo es un oxímoron sólo para nuestra ceguera y limitación lógicas. Si sumáramos todas las perspectivas de todas las mónadas, el desconcierto aparente se revelaría concierto universal: pero entonces seríamos Dios. Por eso mismo nos parece que en el mundo no todo está bien. Leibniz, en plena crisis de la conciencia europea, en medio de las convulsiones políticas y religiosas, en medio de pestes y tráfico de esclavos, se atreve a decir que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles.

Para demostrar semejante afirmación, Leibniz escribirá su Teodicea, en la que se erige en abogado defensor de Dios, escribiendo su apología y su justificación frente a todos los desheredados, frente a todos los maltratados por la vida. Unos años después, ya en plena Ilustración, Voltaire contará la vida fabulada de uno de esos hombres que, siguiendo las enseñanzas de Leibniz, se había mostrado optimista ante toda adversidad. El malévolo Voltaire le hace llamarse Cándido, y nos lo presenta como un ingenuo, pero Leibniz sigue teniendo poderosas razones para pensar como lo ha hecho.El mal del mundo es algo necesario. Es la dosis mínima que se necesita para que resplandezca al máximo el bien. El mal es la sombra del bien, su reverso, el fondo oscuro del cuadro, necesario para que sobre él destaquen los coloreados bienes. O dicho de otro modo, es la disonancia que aumenta el placer de la consonancia y la armonía, como en algunos retruécanos de Calderón. Es éste un mundo cuya variedad en la unidad es la mayor posible. Dios crea con arreglo al principio de lo óptimo, de lo más perfecto. La mónada divina, de entre todos sus pliegues, de entre las infinitas posibilidades o proyectos de mundos, elige la mejor. Dios podría haber creado lo que fuera, lo que hubiese querido, es cierto, pero en su infinita sabiduría contempla todas las posibilidades y su voluntad se decide por lo mejor, por la perfección -no podría ser de otra manera: Dios está «obligado» a preferir lo mejor. Pero, ¿qué es, desde este punto de vista, lo mejor, lo perfecto? Para Leibniz el criterio de perfección al que se atiene Dios está claro. Nuevamente nos encontramos con la imagen de un Dios barroco, cuya misión principal es ésta: garantizar el máximo de efecto con el menor gasto. Expresar al máximo con lo mínimo, como en una fuga bachiana o en una composición minimalista contemporánea al estilo de Ligeti. En el gran teatro del mundo Dios es el mejor escenógrafo, el mejor director decena, puesto que crea el mayor espectáculo con el mínimo de gasto. El mejor de los mundos posibles, el mundo perfecto es el que presenta una mayor variedad en la unidad, una máxima variedad de formas en un mínimo de espacio y de tiempo. Y es ese mundo que tan adecuadamente expresan el cálculo infinitesimal y la monadología, un mundo en el que se despliegan, en virtud de su propia dinámica interna, infinitos mundos en miniatura, como en una gota de agua analizada microscópicamente. Así, tenía razón Paul Eluard al decir poéticamente que «hay otros mundos pero están en éste», plegados, meramente esbozados, considerados por la mente divina, quizá desterrados en el último momento. Por eso seguimos de nuevo al poeta, que confiesa: «vivimos olvidando nuestras metamorfosis», todo lo que fuimos, somos, seremos, simultáneamente..., o lo que nunca llegamos a ser.

Sin embargo, en el cruce de siglos, que se abrirá definitivamente hacia una Europa guiada por la sola luz de la razón, no todos están de acuerdo con esta cosmovisión. Curiosamente, el hombre que gozó de más fama desde finales del XVII, alabado por los ilustrados; aquél cuyo nombre ha ido unido al de la ciencia, indisolublemente, hasta principios de nuestro siglo; el hombre que rivalizó con Leibniz por la autoría en el tiempo de la invención del cálculo infinitesimal, tenía en la mente una concepción del mundo muy distinta. Ese hombre se llamaba Isaac Newton y el influjo de su obra casi llega hasta nuestros días. De él se ha dicho que fue autor de tres grandes revoluciones: la invención del cálculo infinitesimal, el planteamiento y puesta en marcha de un programa de investigación para las ciencias empíricas y, sobre todo, la que convirtió nuestro universo en un sistema homogéneo, sujeto a leyes únicas.

Merece la pena detenerse en la cumbre de esta cordillera que se ha dado en llamar «revolución científica»; desde esta altura conviene echar un vistazo a un proceso que comenzó en las postrimerías de la Edad Media, pasó haciendo tabula rasa por el Renacimiento y alcanzó, en el último tercio del siglo XVII, su cénit con Newton. No es éste el lugar para rastrear todos y cada uno de los hilos de esta historia pero conviene hacer algunas alusiones.

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La revolución científica hunde sus oscuros orígenes en distintas causas que comienzan a gestarse en la Baja Edad Media, con un progresivo deterioro del orden teocéntrico, condena del aristotelismo, incidencia de las técnicas artesanales y afianzamiento de la burguesía entre otras. Pero será sobre todo el Renacimiento quien comience a obrar el milagro, no sólo al desprenderse con mayor o menor violencia de la autoridad exclusiva de la fe, sino además al iniciar un proceso que se puede denominar de «matematización de la realidad». Si ya Platón había negado la entrada a su Academia a todo aquél que no fuera ducho en el arte de la geometría, los renacentistas no se van a cansar de cantar las excelencias de esta ciencia. Puede hablarse de una replatonización y repitagorización (si nos es permitida la terminología) de la ciencia. Pero no sólo de ella: oigamos a uno de los máximos teóricos del arte durante el Renacimiento, Alberti: «Al pintor le es necesario aprender geometría.» Así, arquitectos, teóricos de la perspectiva, ingenieros... todos ellos comienzan a mirar el mundo buscando en él la perfección y el orden geométricos. Este proceso culminaría en las célebres palabras de Galileo, en // Saggiatore:

La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto.

Nuevamente nos topamos con la imagen de la realidad vista como un laberinto, del cual sólo puede salirse con la artimaña de Ariadna, con el filum labyrinthi de que hablaba Bacon, que, en el caso de Galileo, se convierte en la matemática como instrumento de interpretación de la realidad. Todo aquello que no sea susceptible de tratamiento matemático debe despreciarse por «irreal». Así nos dice Galileo que hay que actuar al analizar un fenómeno cuya legalidad queremos establecer. La realidad ha de ser reconstruida a partir de sus componentes simples, últimos (que siempre son variables matematizables), para ser correctamente enlazados, conectados en el orden debido, de manera que se patenticen esa regularidad y racionalidad perseguidas. Era tal la confianza que este hombre tenía en la objetividad de la matemática que llegó a manifestar su desdén por los experimentos confirmativos, por las pruebas empíricas, como último peldaño del método de investigación. «Si funciona en la cabeza -o sobre el papel-, entonces funcionará en la realidad», parece gruñir a quienes le reclaman experimentos. Y utilizando este método, Galileo sienta las bases de la futura mecánica, a partir de sus estudios sobre el movimiento (cinemática). Los grabados antiguos lo representan subido a la Torre de Pisa lanzando objetos y midiendo tiempos de caída. Posiblemente nada más alejado del talante de Galileo que este tipo de alardes empiristas. Él mismo elogia la talla de Copérnico por haber realizado sus descubrimientos violentando los datos de sus sentidos (incluido el «común») y buscando una explicación racional, matemática. Ni qué decir tiene que buena parte de los estudios de Galileo sobre movimientos «violentos» (así los habían llamado los aristotélicos, por oposición a los naturales) le vienen sugeridos por cuestiones de índole práctica y concreta: el interés por la teoría del tiro, desde la aparición de la moderna artillería, venía reclamando una concepción del movimiento a la altura de los tiempos. Las nuevas guerras (algunas de ellas para acabar con los restos de feudalismo «atrincherado» en los castillos) demandaban nuevas técnicas y éstas no siempre contaban con el necesario desarrollo teórico indispensable. Así, Galileo confiesa haber aprendido más física charlando con los artilleros del arsenal de Venecia que en la Universidad.

La fama de Galileo no viene sólo por todo lo dicho sino además por haber sido el blanco de las persecuciones eclesiásticas. El proceso seguido contra él por defender las tesis copernicanas lo llevó a la humillación de tener que abjurar de sus afirmaciones científicas. Sólo por eso se le perdonó la vida, aunque pasó la que le quedaba en prisión atenuada, en una especie de confinamiento vigilado, que sólo terminó con su propia muerte.Cuenta la leyenda que cuando fue obligado, de rodillas ante el tribunal del Santo Oficio, a negar que la Tierra se moviese, dijo para sí (o para el perro que por allí merodeaba), en tono apenas audible: «Sin embargo, se mueve», verdadero manifiesto a favor de la verdad de los hechos, por más que nos obliguen a callar, a fingir o a decir falsedades. Otro represaliado (de distinta índole, claro), al que también le tocó vivir los turbulentos tiempos del auto-ritarismo oficial -en su caso político- y contemporáneo de Galileo, nuestro don Francisco de Quevedo, escribió a propósito de una situación parecida:

No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo.

El amenazante personaje no es otro que el omnímodo Conde Duque de Olivares, que a la sazón detentaba un poder tan absoluto -o mayor-como el del rey su señor; Velázquez ha reflejado esa altanería en un magnífico retrato ecuestre cargado de simbología.El siempre combativo Quevedo había añadido, en un siglo muy propicio, ya lo vimos, a los disimulos y fingimientos:

¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

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Galileo —y el mismo Quevedo— lo intentaron, pero no estaban los tiempos para sinceridades en el espinoso campo de las verdades fundamentales, fueran éstas sagradas o profanas.

Galileo Galilei muere en 1642. Su fama había traspasado los muros del confinamiento. Tres años después morirá Quevedo, también tras un confinamiento en San Marcos de León; y antes que a Galileo, en 1630, le había tocado el turno a Kepler, que había operado en la mecánica celeste la misma revolución que Galileo con la terrestre. Sus tres famosas leyes son el mayor monumento a la tozudez y confianza -teñida de misticismo y fe religiosa- en la estructura matemática del Universo. Hasta el punto de que Kepler, transido de pitagorismo, platonismo y cristianismo, utiliza a veces métodos tan poco elegantes para hallar la geometricidad de las órbitas planetarias como el «ensayo y error». Los griegos habían mantenido la creencia de que los movimientos perfectos, expresión de la divinidad, eran los circulares. De ahí que los astros móviles describieran órbitas circulares, sin principio ni fin. Esta fascinación, manifestada en forma de prejuicio científico y legitimada por los defectos de observación, llevó a Copérnico a seguir creyendo que, en efecto, las órbitas debían ser circulares. El propio Galileo, en su fervor copernicano, siguió en esto al maestro polaco. Podía haber atendido a su contemporáneo, Kepler, quien ya había establecido que las órbitas eran elípticas. Su razonamiento nos deja perplejos: de suyo, Dios dispone, como sumo arquitecto y geómetra del Universo, órbitas circulares, perfectas geométricamente, pero la corrupta materia de que están hechos los astros ensucia ese plan, haciendo que esa racionalidad se «tuerza». La perfección del círculo (o de la circunferencia) divino se convierte en elipse. En la mente divina y en los planes por ella previstos todo es perfecto, todo encaja. Es la materia quien desvirtúa esa geometricidad y racionalidad plenas.Por eso Kepler no confía en que pueda hacerse una ciencia de los fenómenos terrestres, oscuros y corrompidos. Galileo y Kepler, de espaldas uno al otro, con gestos y talantes tan diferentes, acaban de matematizar la naturaleza toda, pero dividiéndola en dos mitades. Hace falta que aparezca el genio de Newton, con esa característica de la inteligencia humana que consiste en encontrar relaciones e integrar lo aparentemente disperso y heterogéneo, para que la luz resplandezca y los mismos principios explicativos sirvan para los fenómenos terrestres y para los celestes.

El tópico, probablemente divulgado por la fama y admiración despertada entre los ilustrados, nos presenta a Newton revestido no sólo de la genialidad científica a que acabamos de aludir, sino del carácter propiamente ilustrado con que lo describiera Pope en sus celebérrimos versos, en los que Dios pronuncia un luminoso fiat Newton. Su vida marca el tránsito de las convulsiones políticas, sociales, culturales del XVII a la aparente calma y confianza en el progreso y en la razón humana como instrumento capaz de llevar luz a todos los rincones del Universo, a todas las parcelas de interés para la humanidad, del siglo XVIII. Pero Newton, precisamente por haber vivido esa época de tránsito, de paso entre dos mundos en parte irreconciliables, el barroco y el ilustrado, aglutina en su perfil caracteres contradictorios.

Es cierto que Vico hablará de él y de Leibniz como los «dos primeros genios de la época». También lo es que Fontenelle hará, ante los miembros de la Academia de Ciencias parisina, un elogio de su talla humana e intelectual que lo colocaría a la misma altura que el gran santón de las letras y las ciencias francesas, Rene Descartes. Pero todos estos testimonios y otros muchos proceden siempre de una visión sesgada que de él tuvieron los ilustrados, incluidos Hume y Kant. Cierto: Newton ha puesto orden en el mare mágnum de los fenómenos físicos. Aún más, ha sometido todos estos fenómenos a la universalidad y necesidad de unas pocas leyes, aplicables a cualquier dimensión, a cualquier rincón del universo. Ha sido capaz de construir una teoría que unifica los logros de Galileo y los de Kepler. Desde él puede hablarse de gravitación universal. Desde él la matemática se ha convertido en el verdadero auxiliar, la verdadera herramienta del científico, que desentraña con ella el aparente mutismo de los hechos. Con Newton, ciencia y tecnología, al servicio de una comunidad racional que busca su propio progreso, se convierten en valores fundamentales de la sociedad occidental. Y sin embargo... Hay algo en la propia trayectoria intelectual de Isaac Newton que nos hace sospechar que no lo sabemos todo sobre él. Como en el relato de Stevenson, el doctor Newton tiene su contrafigura en Mr. Isaac Hyde, tal y como han señalado en alguna ocasión los críticos. No se trata ya sólo de sus destemplanzas de carácter y denuncias airadas en el «affaire* Leibniz, sobre la invención del cálculo infinitesimal. Es que buena parte del quehacer científico newtoniano estuvo gobernado por intereses muy humanamente respetables pero, acaso, poco «científicos». Su afán de notoriedad social, su búsqueda de reconocimiento público, lo llevó a ocultar muchos de sus escarceos teológicos. Si la verdad en la que creía podía resultarle perjudicial, la soslayaba o la posponía. Frente al heroísmo prometeico de Galileo, que hizo a Bertold Brecht dedicarle un drama, Newton aparece más integrado en el statu quo de la Inglaterra de su tiempo. Y eso, si no se le puede reprochar desde sus logros científicos, sí que obliga a desmitificar la leyenda, creada por toda una hagiografía muy ilustrada y muy británica. Sólo así resplandecerá, realmente, el genio científico.

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Lo que es evidente es que toda la ciencia de Newton -aunque eso no fue privativo de su obra- está montada sobre una teología de corte voluntarista, que tal vez hunda sus raíces en su antepasado Ockham, pero que encuentra su razón de ser en los intereses religiosos del puritanismo y de cierta versión del anglicanismo. Newton cree en la revelación divina a través de dos libros: el de la naturaleza (expresión de Dios a través de la creación) y el de las Sagradas Escrituras. En ambos hay que saber leer... al menos hasta donde el natural ingenio de la humanidad alcance. Más allá de nuestra natural capacidad sólo a Dios compete saber, y a nosotros confiar en su infinita sabiduría. Hypotheses non fingo. No se puede intentar averiguar las causas últimas de los fenómenos porque sería tanto como preguntarle a Dios por qué quiere lo que quiere y cómo lo quiere. Así Newton hace suyo el lema que su amigo y admirador John Locke propone al comienzo de su voluminoso Ensayo sobre el entendimiento humano, tomado del Edesiastés:

Igual que no sabes por qué caminos entra el espíritu en los huesos, dentro del seno de la mujer encinta, así no conoces la obra de Dios, que es quien todo lo hace.

¡Curiosa declaración para quienes se comprometen a hacer un programa empirista de investigación de la naturaleza! O no tan curiosa si se tiene en cuenta que, ateniéndonos exclusivamente a la experiencia, hay muchas cosas que quedan sin explicación para una mente limitada. De ahí la remisión, en última instancia, a la bondad y sabiduría divinas. El mismo Locke ha colocado un segundo lema a su obra, tomado esta vez de Cicerón (Sobre la naturaleza de los dioses):

¡Cuánto más útil es querer confesar que no se sabe lo que realmente se ignora, que no esta palabrería que provoca náuseas y le hace a uno sentirse mal!

«Yo no invento hipótesis», apostilla Newton a los que le piden que vaya más allá de los datos. Es Dios quien respalda todo el sistema, o para ser más exactos, la voluntad de Dios, no sometida a constricción alguna. ¿Habrá mayor arrogancia que la de M. Leibniz, que pretende que Dios está obligado a cumplir con las leyes de la racionalidad? En aplicación estricta de su principio de razón suficiente, Leibniz había llegado a la conclusión de que el mundo no puede ser de otra manera a como es. Newton y la religión natural que de su ciencia se desprende -o en la que se apoya-creen que no hay obligación alguna para Dios. La fuerza con que se atraen los cuerpos celestes es directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias; pero podría ser al revés, si Dios así lo hubiera querido. Es éste uno de los puntos que Leibniz y Newton discuten en una ardua polémica epistolar. Aunque, a decir verdad, el genio no se avino a discutir directamente y lo hizo a través de un newtoniano de confianza, Clarke. La «polémica Leibniz-Clarke» presenta además las controversias en torno a las respectivas nociones de espacio y tiempo, que tantas consecuencias habrían de tener por ambos lados. Si la concepción newtoniana de un espacio y un tiempo absolutos, entendidos como receptáculos reales en los que todo se encuentra situado y todo pasa, va a conducirlo a afirmaciones tan poco experimentales como que el espacio es el sensorium dei, el sensorio de Dios, Leibniz mantiene una concepción relativa o relaciona! de ambas nociones, como entidades ideales: el espacio no es sino el orden de coexistencia y el tiempo, el orden de sucesión. El espacio y tiempo newtonianos, excesivamente dependientes de un modelo geométrico como el de los Elementos de Euclides, servirán de fundamento a Kant para cimentar su teoría del conocimiento, su idealismo transcendental. Los conceptos leibnicianos alcanzarán vigencia cuando vuelvan a ser revisados a raíz de la aparición de las geometrías no euclidianas (Riemann, Lobatchevski...) y su impacto en la física relativista einsteiniana.Pero lo que nos interesa reseñar ahora es que a partir de 1687, fecha de publicación de los Principia (Philosophiae Naturalis Principa Mathematica), y sobre todo, a partir de su divulgación y traducción en el continente, la ciencia tendría un nombre propio y un apellido, sir Isaac Newton, rodeado de leyenda y veneración (recuérdese la constante apelación, por parte incluso del propio Newton, al annus mirabilis de 1665-66, en que obligado por la peste, el genio se retira del mundanal ruido para ser presa de sus «inspiraciones» matemáticas), cuando no de verdadera ideología, como puede deducirse de la estrecha colaboración entre latitudinarismo, política y ciencia. Piénsese que al año siguiente de la primera edición de los Principia estalla la Revolución Gloriosa, que acabaría definitivamente con la catolicidad de los Estuardo e impondría la dinastía decididamente protestante de los Hannover, en el seno de una monarquía parlamentaria.

Hablar de política en la Inglaterra del siglo XVII, el siglo del movimiento y su legislación científica por parte de Newton, es hablar de revoluciones, que aportaron desde la perspectiva de las crisis políticas su granito de arena al dinamismo de la época. El fenómeno no es privativo de la monarquía inglesa, por supuesto: los Países Bajos habían comenzado su par-ticular lucha por la libertad y la independencia respecto de la corona española; en Francia el siglo XVII conoce La Fronda, y hasta en España se produce la revuelta de Cataluña. Pero las revoluciones inglesas del siglo XVII ofrecen caracteres muy especiales: la primera de ellas acabó con un monarca, Carlos I, en el cadalso, con la cabeza separada de su tronco, quedándole reservado así el dudoso honor de ser el primer rey ajusticiado por un «Parlamento»; esta guerra trajo la Commonwealth y el gobierno de los puritanos, con Cromwell a la cabeza. La segunda, la Gloriosa a que antes aludíamos, destronó al último de los Estuardos y, con él, las pretensiones de restaurar una monarquía «absoluta», satélite

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de la francesa en muchos aspectos, desaparecieron de la mente de todos los ingleses. El liberalismo político (y económico), como bastión doctrinal de esta revolución, se convirtió en el fundamento de un pretendido estado de derecho, aun cuando el nacimiento de la moderna democracia «liberal» estuviese demasiado vinculado al comercio marítimo, no sólo de oro o cacao sino también de esclavos (tercer vértice lucrativo de este triángulo). Y no es, precisamente, raro encontrarnos a personajes como el propio Locke invirtiendo en ese execrable tráfico parte de sus ganancias. La libertad y tolerancia de que hablan sus escritos no se aplica a los individuos de estas razas «inferiores». ¡Y estamos ante el padre del liberalismo político, mentor de las teorías de la democracia liberal, padre espiritual de la Revolución americana y su Declaración de Independencia, inspirador de la teoría de Montesquieu sobre la separación o división de poderes...!

¿Quién fue, en realidad, este John Locke? ¿Cuál es su papel en la historia de las ideas durante el Barroco? Para hablar de Locke, este inglés de Wrington nacido en 1632, debemos regresar casi al comienzo de nuestro capítulo. Allí hablábamos de Descartes como el padre de la modernidad filosófica, como alguien que había reaccionado frente al clima de inseguridad, incertidumbre, pérdida de sentido, propio del Barroco, con un sistema de ideas montadas sobre el imperio de la razón. La reconstrucción de nuestro universo ideológico (desde la ciencia hasta la moral y la religión) debía hacerse desde la razón y sus contenidos innatos. Ya dijimos que a esa manera de explicar y justificar nuestro conocimiento se le ha llamado en la historia de la filosofía «racionalismo».

Evidentemente, Locke pertenece a una generación muy posterior a la de Descartes. Éste había muerto en Estocolmo en 1650, presa de fríos y desabrimientos cerca de la corte de Cristina de Suecia, quien hasta allí lo había atraído. Locke tenía, por tanto, dieciocho años. Su formación estaba siendo muy variada, pues abarcaba desde la teología y los clásicos hasta la ciencia y la medicina. Pero su pasión acabará siendo la política -si es que puede hablarse de pasión en un gentleman inglés de la catadura de nuestro filósofo-, a raíz de su encuentro con el conde de Shaftesbury, de quien se convertiría desde entonces en mano derecha. Shaftesbury era la cabeza visible del partido whig, y su enfrentamientos con la corona, desde el Parlamento, le llevarán a un exilio que compartirá con Locke. Mas tiempo es de mostrar cómo creyó Locke que podía mejorarse la empresa cartesiana. Porque la formación filosófica lockeana, en su fase «académica», lo dejó convencido de la necesidad de una profunda renovación, al estilo cartesiano. La vana palabrería, la escolástica anquilosada en sus formas y conceptos, frenaban el avance del saber que se esperaba de estos tiempos modernos. Si había que recoger el guante de las propuestas de su compatriota, Francis Bacon, el lord Verulamio que había preconizado una auténtica revolución en el campo de la ciencia y el conocimiento, era preciso echar las bases, los fundamentos para semejante revolución.

La fama de Descartes era ya mucha, pero Locke acabó de trabar familiaridad con su obra en sus muchas andanzas por el continente, algunas de ellas, como se dijo, forzadas por las circunstancias políticas. Y en Descartes encuentra Locke un espíritu libre, inquieto, revolucionario, que ha «descubierto» la importancia de la conciencia y que ha intentado extrapolar los logros de la matemática al terreno del conocimiento de la realidad física... y se ha equivocado. Puesto que la matemática es la expresión de un orden perfecto, infalible, esto es cierto, pero tiene su exclusivo ámbito de aplicación en la mera razón y lo que de ella se deduzca. Nuestro conocimiento empírico, sin embargo, en muy poco tiene presente la propia dinámica interna de la razón, por cuanto está a la expectativa de recibir información desde la experiencia. Todo nuestro conocimiento parte de ella, a través de los procesos de senso-percepción. Frente al innatismo racionalista, Locke defiende la noción de una mente vacía, un papel en blanco, una habitación vacía de cualquier contenido previo a la experiencia, que se convierte así en la proveedora de todos los materiales de nuestro conocimiento.¡Claro que sería deseable un conocimiento del tipo propuesto por Descartes! ¡Ojalá fuéramos capaces de escudriñar la naturaleza con la lente de la matemática! Pero no es más que un deseo. Ignoramos las cuestiones últimas acerca de la realidad física; aunque Dios proveerá: tenemos lasfacultades apropiadas a la consecución de los logros que nos son más necesarios, nuestra conducta moralmente correcta y nuestra salvación. Ése es, dice Locke, nuestro principal «negocio» en este mundo, nuestro business fundamental.

Por simetría con la etiqueta de «racionalismo», se ha venido llamando empirismo a esta manera de fundamentar y explicar el conocimiento en y desde la experiencia (en griego emperna). Locke «funda» este empirismo para evitar controversias, discusiones y, sobre todo, corno ya había sucedido con Descartes, para tener un cimiento sólido desde el que recuperar la confianza en nuestro conocimiento, aun a fuerza de trazarle límites estrictos. El trasfondo fantasmagórico sigue siendo el escepticismo y su capacidad para minar las creencias que la humanidad -o sea, la cristiandad- necesita para alcanzar su destino de salvación. Pero, paradójicamente, el empirismo requiere un punto de apoyo extrafilosófico, una confianza previa, para no recaer en el escepticismo que trata de combatir: la sola experiencia no basta para asegurarnos un conocimiento mínimo, ni siquiera -por mucho que lo pretenda Locke- de nuestro Creador. En Locke, la teología voluntarista, ya mencionada de pasada al hablar de Newton, juega un papel fundamental. Cuando el Dios providencialista en el que Locke cree sinceramente desaparezca del escenario, el empirismo habrá de radicalizarse a la fuerza y concluir en un «nada se sabe con certeza, todo es mera probabilidad», entonado por un ilustrado escocés llamado David Hume.

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De momento, no obstante tan amarga conclusión, nos hemos de ocupar de los asuntos de la tierra y, en concreto, del Estado. Porque hemos dicho que la gran pasión de Locke, más allá de la gnoseología, más allá de la ciencia y su amistad con Boyle, con el propio Newton, más allá de la medicina, de su amistad con Sydenham, es la política, tanto desde el punto de vista de la fundamentación teórica como desde la propia práctica al servicio, sobre todo, de la causa whig capitaneada por su benefactor Shaftesbury. Incluso cabría decir -aunque no sea éste el lugar para intentar probarlo- que la teoría política lockeana es una consecuencia coherente de su filosofía general, a través de dos conceptos básicos como son la tolerancia y el consenso, y no una construcción ad hoc para justificar la Revolución de 1688 y la legitimidad del reinado de Guillermo y de Ana, al destronar a Jacobo II, como tantas veces se ha mantenido.

El siglo XVII conoce la consolidación de las monarquías absolutas y, en algunos casos, el comienzo de su declive. En este siglo del Barroco, en el que los músicos y los artistas, junto a arquitectos y poetas, se pondrán al servicio de las grandes cortes europeas, una preocupación, arrastrada desde el Renacimiento, atraerá el interés del pensamiento político. Rota la supuesta armonía entre las dos ciudades, divina y humana, tras la caída del orden medieval, se hace necesario encontrar una fundamentación a las pretensiones de una persona de gobernar a su libre albedrío y con carácter hereditario. O si no, será necesario reconocer el talante arbitrario de cualquier gobierno apoyado en la monarquía.Desde Maquiavelo la política se había convertido en un arte que poco o nada tenía que ver con la moral. La convicción helénica, en parte sustentada por el Occidente cristiano medieval, de que existe una continuidad entre la esfera del bien privado y del bien público, se rompe con la puesta en escena de sociedades más complejas, sujetas a intereses en constante pugna, durante el Renacimiento. La tantas veces aludida «razón de estado» se convierte en un instrumento de legitimación de cualquier medio para conseguir el fin pretendido del bien común.

Coinciden en este siglo los esfuerzos de algunos teóricos, generalmente al servicio de monarca de turno, por demostrar el origen divino de las dinastías. En última instancia, la pretensión del rey o la reina de gobernar a su antojo estaría basada en una larga herencia cuyo último eslabón sería Adán, el primer hombre al que Dios otorgó el gobierno sobre todas las cosas. En este sentido encontramos en la obra de Filmer, Patriarca o el poder natural de los reyes. Claro que toda una tradición apoya esta tesis, sobre todo en lo que se refiere a encontrar textos de las Sagradas Escrituras en los que se recomienda atenerse a los mandamientos del poder secular, por cuanto ha de tener de reflejo del poder divino. Por eso va a comenzar una auténtica «guerra» de textos e interpretaciones, unos en la mencionada línea, otros para probar cómo desde el Nuevo Testamento se recomienda luchar contra la injusticia, llegando incluso al regicidio si fuera necesario (a semejante conclusión parece llegar, por ejemplo, en España, Juan de Mariana).

Sin embargo, en un tiempo en que el mercantilismo ha tomado carta de naturaleza, en el que muchos países de Europa poseen una pujante burguesía que reclama cada vez mayor poder, la noción que triunfará es la de contrato social, traslación al ámbito de la teoría política de un concepto jurídico y mercantil. Los primeros en tematizarlo serán Althusius y Grocio, pero quien lo ha de llevar a su planteamiento más radical, escandaloso y polémico es el inglés Thomas Hobbes, quien en su Leviathan nos presenta toda una teoría del Estado y del ciudadano, de marcados tintes pesimistas e, incluso, reaccionarios. Es Hobbes un filósofo materialista, de un empirismo «salvaje» a veces, pero fascinado también por el rigor de la geometría. Para él, el ser humano es voraz, abandonado a su estado denaturaleza, tal cual nace: pretende depredarlo todo para satisfacer sus necesidades y sus deseos; y en ese afán por conseguir sus objetivos no conoce ninguna moral natural, ni mandamiento interno ni externo. El estado de naturaleza es el guerra de todos contra todos. «Homo homini lupus>->, parafrasea Hobbes: el hombre es un lobo para el hombre. La vida humana es una constante competición en un medio de recursos limitados. No existen valores de partida, tales como la solidaridad o la compasión. Todo este discurso sobre el estado de naturaleza (tema recurrente en la literatura política del Barroco, aunque se trate de un supuesto teórico) encuentra su correlato en las narraciones de viajeros que hablan de pueblos «incivilizados», o en la experiencia de los colonizadores, especialmente en América, que generalmente encontraban una cierta hostilidad entre los pueblos indígenas, especialmente a medida que se iba «corriendo la voz» de las intenciones poco pacíficas de tan «amables» visitantes. En cualquier caso, Hobbes extrae la conclusión de que los seres humanos, para poder sobrevivir en mejores condiciones, dadas la penuria, miseria y embrutecimiento de semejante estado de guerra y continua alerta, deciden renunciar al uso individual de la fuerza y nombrar un gran arbitro, que puede ejercerla contra los que no respeten este contrato firmado por todos los ciudadanos. De esta manera, la pretensión monárquica de reinar sin ningún tipo de mediación, estaría avalada por la decisión pactada y libremente asumida por todos los ciudadanos de someterse a su arbitrio. La voluntad individual se aliena en la regia: ni siquiera tengo derecho a quejarme -a no ser que se falte al principio de defenderme contra la violencia de los demás-, puesto que cada vez que el rey actúa, soy yo, en realidad, quien lo hace. «Del rey abajo, ninguno», parece decirnos Hobbes. Sin embargo, su materialismo y su irreligiosidad (aquí no hay validación divina ni ley divina alguna, sino mera conveniencia, instinto de supervivencia y egoísmo) hicieron que se le mirara con malos ojos por parte de la corte. Cuando el 30 de enero de 1649 el verdugo enseñe a los presentes la real cabeza de Carlos I, después de haber hecho su trabajo con el hacha, se ha escrito, con sangre, un nuevo tratado de filosofía política. No hay sitio tampoco, para Hobbes, en la Inglaterra puritana de Cromwell.

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El padre de Locke había abandonado el tranquilo despacho provinciano de abogado, para unirse al ejército del Parlamento en la guerra contra Carlos I. Su hijo defenderá la causa del parlamento hasta la segunda revolución inglesa, la Gloriosa, que traería el Bill of Rights, auténtico documento de control parlamentario sobre la monarquía, una vez expulsados los Estuardos. Mientras tanto le ha dado tiempo a John Locke a pensar, meditar y escribir sus obras fundamentales, que verán la luz, justamente, en esos años, 1689-1690: Dos tratados sobre el gobierno civil y Ensayo sobre el entendimiento humano. Los dos tratados políticos pueden ser considerados como la primera piedra en el edificio de la filosofía política del liberalismo y de buena parte de las teorías políticas de la Ilustración. De los dos, el primero es una mera refutación de las tesis de Filmer, acerca del derecho divino de los monarcas a gobernar, por descendencia «adánica». Pero el segundo se ha convertido en la Biblia de la democracia liberal clásica.

El ser humano, en estado de naturaleza, no es el voraz depredador de que nos hablaba Hobbes. De hecho es ya titular de ciertos derechos naturales e inalienables, que Dios le ha otorgado (especialmente el derecho a la propiedad, claro). Se trata de un ser que busca su propia felicidad, su bienestar. Pero este bienestar es difícil conseguirlo en una sociedad sin leyes compartidas, donde cada cual es su propio legislador. Así que la sociedad civil nace del acuerdo, del pacto mediante el cual los ciudadanos deciden regirse por unas leyes comunes, a la cabeza de las cuales se encuentra el rey como su garante. Es el consenso civil quien otorga legitimidad a la autoridad regia y, por lo mismo, la sociedad civil está en su derecho de quitarle esa autoridad cuando gobierne de manera arbitraria, insegura, etc. Vivir bajo el imperio de la ley consensuada y aceptada por todos es el ideal lockeano. Un ideal que acaba preconizando la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y federativo, dice en su tratado) para asegurar la independencia de los mismos en el seno del estado de derecho. Un ideal, insistimos, que serviría de fundamento al gobierno de su país, pero también a los teóricos de la Revolución francesa, un siglo después; y por supuesto, y muy a pesar de lo que el propio Locke hubiera deseado, un ideal que alentó la Revolución americana, que llevó a Jefferson, Washington y compañía a rebelarse contra la tiranía de la monarquía inglesa.

Así de retorcido es el curso de la historia, como los meandros de un río antiguo, como las galerías de uno de esos laberintos a que tan aficionados fueron los hombres y mujeres del Barroco. Laberintos ante los que conviene atenerse al buen juicio de Ariadna, al sabio consejo de Bergamín:

El que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y, aunque la encuentre, saldrá sin haberlo entendido.