el tercer reich roberto bolano

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Udo Berger tiene veinticinco años yestá en el mejor momento de suvida. Su pasión y su ocupación sonlos juegos de guerra; es uncampeón en su país, y escribeartículos en las revistasespecializadas. Tiene laindependencia económica tandeseada por los jóvenes, amistadesinteresantes y profundas, comoConrad, su compañero de juegos,una novia a la que ama, Ingeborg,y a diferencia de lo que le sucedíaen la adolescencia, ahora nunca seaburre.

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Udo y su novia Ingeborg se van apasar unos días al lugar de la CostaBrava donde él veraneaba con sufamilia cuando era niño, y se alojanen el hotel Del Mar, el mismo deaquellos días. Es el primer viaje quehacen juntos, quizá el ensayo parauna futura convivencia. Udo haceinstalar en su habitación una granmesa donde despliega loshexágonos y las fichas de susbatallas; no tiene demasiadointerés en el sol y la playa, prefierepensar nuevas líneas y estrategiaspara El Tercer Reich, su juego. Porla noche van a una discoteca y

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conocen a Charly y Hanna, otrapareja de jóvenes alemanes.Beben, hacen planes para los díasque vendrán, y cuando bajan a laplaya al final de la noche, Charlydesaparece. No para siempre,porque regresa cuando susaterrorizados compañeros ya loimaginaban perdido en el mar, oentre los oscuros pliegues de esosparaísos extranjeros de sol, sexo yarena, pero esta desaparición yaabre la puerta de losacontecimientos por venir. Porqueel imprevisible Charly será quienintroduzca a Udo y a Ingeborg en la

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pequeña e indescifrable comunidaddel lugar, donde circulan turbiospersonajes como el Lobo o elCordero, que tanto pueden sertrabajadores de verano comomafiosos; Frau Else, la guapaencargada del hotel, que yafascinaba a Udo cuando era unadolescente, o el Quemado, elsolitario guardián de los patines dela playa, que cada noche agrupa enun círculo impenetrable paraconstruir el búnker donde vive. Esehombre desfigurado por lascicatrices pero con un cuerpo tantrabajado que algunos le llaman el

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Musculitos, y del que nadie sabenada, aunque insinúan que esextranjero, que fue torturado en supaís. Y que siempre está cerca,como un testigo mudo, monstruoso,quizá sabio…

El Tercer Reich, escrita en el año1989, es una espléndida novela dela primera etapa de RobertoBolaño, un extraordinario escritorque comenzaba a construir conmano maestra su mundo, sulenguaje, a depurar sus influenciasy maestros, donde ya aparecenalgunos de sus grandes temas,

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como las extrañas formas ydeformaciones del nazismo, o quela cultura —los juegos, o laliteratura— es la realidad.

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Roberto Bolaño

El Tercer ReichePUB v1.1

Zorindart 17.09.12

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Título original: El Tercer ReichRoberto Bolaño, 2010.

Editor original: Zorindart (v1.1)Corrección de erratas: othon_otePub base v2.0

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Para Catalina López

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A veces jugamos convendedores ambulantes,otras con veraneantes, yhace dos meses hastapudimos condenar a ungeneral alemán a veinteaños de reclusión. Llegóde paseo con su esposa, ysólo mi arte lo salvó de lahorca.

El desperfecto,FRIEDRICH DÜRRENMATT

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20 de agosto

Por la ventana entra el rumor delmar mezclado con las risas de losúltimos noctámbulos, un ruido que talvez sea el de los camareros recogiendolas mesas de la terraza, de vez encuando un coche que circula con lentitudpor el Paseo Marítimo y zumbidosapagados e inidentificables queprovienen de las otras habitaciones delhotel. Ingeborg duerme; su rostro semejael de un ángel al que nada turba elsueño; sobre el velador hay un vaso deleche que no ha probado y que ahora

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debe estar caliente, y junto a sualmohada, a medias cubierto por lasábana, un libro del investigador FlorianLinden del que apenas ha leído un par depáginas antes de caer dormida. A mí mesucede todo lo contrario: el calor y elcansancio me quitan el sueño.Generalmente duermo bien, entre siete yocho horas diarias, aunque muy rarasveces me acuesto cansado. Por lasmañanas despierto fresco como unalechuga y con una energía que no decaeal cabo de ocho o diez horas deactividad. Que yo recuerde, así ha sidosiempre; es parte de mi naturaleza.Nadie me lo ha inculcado, simplemente

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soy así y con esto no quiero sugerir quesea mejor o peor que otros; la mismaIngeborg, por ejemplo, que los sábadosy domingos no se levanta hasta pasadoel mediodía y durante la semana sólouna segunda taza de café —y uncigarrillo— consiguen despertarla deltodo y empujarla hacia el trabajo. Estanoche, sin embargo, el cansancio y elcalor me quitan el sueño. También, lavoluntad de escribir, de consignar losacontecimientos del día, me impidemeterme en la cama y apagar la luz.

El viaje transcurrió sin ningúnpercance digno de mención. Nosdetuvimos en Estrasburgo, una bonita

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ciudad, aunque yo ya la conocía.Comimos en una especie desupermercado en el borde de laautopista. En la frontera, al contrario delo que nos habían advertido, no tuvimosque hacer cola ni esperar más de diezminutos para pasar al otro lado. Todofue rápido y de manera eficiente. Apartir de entonces conduje yo puesIngeborg no confía mucho en losautomovilistas nativos, creo que debidoa una mala experiencia en una carreteraespañola, hace años, cuando aún era unaniña y venía de vacaciones con suspadres. Además, como es natural, estabacansada.

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En la recepción del hotel nos atendióuna chica muy joven, que se desenvuelvebastante bien con el alemán, y no huboningún problema para encontrar nuestrasreservas. Todo estaba en orden y cuandoya subíamos divisé en el comedor a FrauElse; la reconocí de inmediato.Arreglaba una mesa mientras le indicabaalgo a un camarero que, a su lado,sostenía una bandeja llena de botellinesde sal. Iba vestida con un traje verde yen el pecho llevaba enganchada la chapametálica con el emblema del hotel.

Los años apenas la habían tocado.La visión de Frau Else me hizo

evocar los días de mi adolescencia con

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sus horas sombrías y sus horasluminosas; mis padres y mi hermanodesayunando en la terraza del hotel, lamúsica que a las siete de la tardecomenzaban a esparcir por la plantabaja los altavoces del restaurante, lasrisas sin sentido de los camareros y laspartidas que se organizaban entremuchachos de mi edad para salir a nadarde noche o ir a las discotecas. ¿Enaquella época cuál era mi canciónfavorita? Cada verano había una nueva,en algo semejante a la del año anterior,tarareada y silbada hasta la saciedad ycon la que solían cerrar la jornada todaslas discotecas del pueblo. Mi hermano,

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que siempre ha sido exigente en lomusical, seleccionaba con esmero, antesde comenzar las vacaciones, las cintasque habrían de acompañarlo; yo, por elcontrario, prefería que fuese el azarquien pusiese en mis oídos una melodíanueva, inevitablemente la canción delverano. Me bastaba con escucharla doso tres veces, por pura casualidad, paraque sus notas me siguieran a través delos días soleados y de las nuevasamistades que iban festoneando nuestrasvacaciones. Amistades efímeras, vistasdesde mi óptica actual, concebidas sólopara ahuyentar la más mínima sospechade aburrimiento. De todos aquellos

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rostros apenas unos cuantos perduran enmi memoria. En primer lugar, Frau Else,cuya simpatía me conquistó desde elprimer instante, lo que me valió ser elblanco de las bromas y chirigotas de mispadres, quienes incluso llegaron aburlarse de mí en presencia de lamismísima Frau Else y de su marido, unespañol cuyo nombre no recuerdo,haciendo alusiones acerca de unospretendidos celos y de la precocidad delos jóvenes, que consiguieronruborizarme hasta las uñas y que en FrauElse despertaron un tierno sentimientode camaradería. A partir de entoncescreí ver en su trato conmigo un calor

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mayor que el dispensado al resto de mifamilia. También, pero en un niveldistinto, José (¿se llamaba así?), unchico de mi edad que trabajaba en elhotel y que nos llevó, a mi hermano y amí, a lugares que sin él no hubiéramospisado nunca. Cuando nos despedimos,tal vez adivinando que el próximoverano no lo pasaríamos en el Del Mar,mi hermano le regaló un par de cintas derock y yo mis viejos pantalonesvaqueros. Diez años han pasado y aúnrecuerdo las lágrimas que de pronto sele saltaron a José, con el pantalóndoblado en una mano y las cintas en laotra, sin saber qué hacer o decir,

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murmurando en un inglés del que mihermano constantemente se burlaba:adiós, queridos amigos, adiós, queridosamigos, etcétera, mientras nosotros ledecíamos en español —idioma quehablábamos con cierta fluidez, no enbalde nuestros padres llevaban añospasando sus vacaciones en España—que no se preocupara, que el próximoverano volveríamos a estar juntos comolos Tres Mosqueteros, que dejara dellorar. Recibimos dos postales de José.Yo contesté, a mi nombre y de mihermano, la primera. Luego loolvidamos y de él nunca más se supo.Hubo también un muchacho de

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Heilbronn llamado Erich, el mejornadador de la temporada, y una talCharlotte que prefería tomar el solconmigo aunque mi hermano estaba locode remate por ella. Caso aparte es lapobre tía Giselle, la hermana menor demi madre, que nos acompañó durante elpenúltimo verano que pasamos en el DelMar. Tía Giselle amaba por encima detodo el toreo y su voracidad por estaclase de espectáculo no tenía límites.Imborrable recuerdo: mi hermanoconduciendo el coche de mi padre conentera libertad, yo, a su lado, fumandosin que nadie me dijera nada, y tíaGiselle en el asiento trasero

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contemplando embelesada losacantilados cubiertos de espuma bajo lacarretera y el color verde oscuro delmar, con una sonrisa de satisfacción ensus labios tan pálidos, y tres pósters,tres tesoros, en su regazo, que daban fede que ella, mi hermano y yo habíamosalternado con grandes figuras del toreoen la Plaza de Toros de Barcelona. Mispadres, ciertamente, desaprobabanmuchas de las ocupaciones a las que tíaGiselle se entregaba con tanto fervor, aligual que no les resultaba grata lalibertad que ella nos concedía, excesivapara unos niños, según su manera de verlas cosas, aunque yo por entonces

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rondaba los catorce. Por otra partesiempre he sospechado que éramosnosotros quienes cuidábamos de tíaGiselle, tarea que mi madre nos imponíasin que nadie se diera cuenta, de formasutil y llena de aprensiones. Sea comofuere, tía Giselle sólo estuvo connosotros un verano, el anterior al últimoque pasamos en el Del Mar.

Poco más es lo que recuerdo. No heolvidado las risas en las mesas de laterraza, los supertanques de cerveza quese vaciaban ante mi mirada de asombro,los camareros sudorosos y oscurosagazapados en un rincón de la barraconversando en voz baja. Imágenes

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sueltas. La sonrisa feliz y los repetidosgestos de asentimiento de mi padre, untaller donde alquilaban bicicletas, laplaya a las nueve y media de la noche,aún con una tenue luz solar. Lahabitación que entonces ocupábamos eradistinta a esta que ocupamos ahora; nosé si mejor o peor, distinta, en un pisomás bajo, y más grande, suficiente paraque cupieran cuatro camas, y con unbalcón amplio, de cara al mar, en dondemis padres solían instalarse por lastardes, después de comer, a jugarinfinitas partidas de naipes. No estoyseguro de si teníamos baño privado ono. Probablemente algunos veranos sí y

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otros no. Nuestra habitación actual síque tiene baño propio, y además unbonito y espacioso clóset, y una enormecama de matrimonio, y alfombras, y unamesa de hierro y mármol en el balcón, yun doble juego de cortinas, unasinteriores de tela verde muy fina al tactoy otras exteriores, de madera pintada deblanco, muy modernas, y luces directas eindirectas, y unas bien disimuladasbocinas que con sólo apretar un botóntransmiten música en frecuenciamodulada… No cabe duda, el Del Marha progresado. La competencia, a juzgarpor el rápido vistazo que pude dar desdeel coche mientras enfilábamos el Paseo

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Marítimo, tampoco ha quedadorezagada. Hay hoteles que no recordabay los edificios de apartamentos hancrecido en los antiguos descampados.Pero todo esto son especulaciones.Mañana procuraré hablar con Frau Elsey saldré a dar una vuelta por el pueblo.

¿También yo he progresado? Porsupuesto: antes no conocía a Ingeborg yahora estoy con ella; mis amistades sonmás interesantes y profundas, porejemplo Conrad, que es como otrohermano para mí y que leerá estaspáginas; sé lo que quiero y tengo unaperspectiva mayor; soy económicamenteindependiente; al revés de lo que

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habitualmente sucedía en los años deadolescencia hoy jamás me aburro.Sobre la falta de aburrimiento Conraddice que es la prueba de oro de la salud.Mi salud, según esto, debe ser excelente.Sin pecar de exagerado creo que estoyen el mejor momento de mi vida.

En gran medida la responsable deesta situación es Ingeborg. Encontrarlaes lo mejor que me ha sucedido. Sudulzura, su gracia, la suavidad con queme mira hacen que lo demás, misesfuerzos cotidianos y las zancadillasque me ponen los envidiosos, adquieranotra proporción, la justa proporción queme permite enfrentarme con los hechos y

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vencerlos. ¿En qué terminará nuestrarelación? Lo digo porque las relacionesentre parejas jóvenes son hoy tanfrágiles. No quiero pensarlo mucho.Prefiero la amabilidad; quererla ycuidarla. Por cierto, si acabamoscasándonos, tanto mejor. Una vidaentera al lado de Ingeborg, ¿podríapedir, en el plano sentimental, algo más?

El tiempo lo dirá. Por ahora su amores… Pero no hagamos poesía. Estosdías de vacaciones serán también díasde trabajo. He de pedir a Frau Else unamesa más grande, o dos mesaspequeñas, para desplegar los tableros.Tan sólo de pensar en las posibilidades

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que ofrece mi nueva apertura y en losdiferentes desarrollos alternativos quese pueden seguir me entran ganas dedesplegar el juego ahora mismo yponerme a verificarlo. Pero no lo haré.Sólo tengo cuerda para escribir un ratomás; el viaje ha sido largo y ayer apenasdormí, en parte porque era la primeravez que Ingeborg y yo iniciaríamos unasvacaciones juntos y en parte porquevolvería a pisar el Del Mar después dediez años de ausencia.

Mañana desayunaremos en laterraza. ¿A qué hora? Supongo queIngeborg se levantará tarde. ¿Había unhorario fijo para los desayunos? No lo

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recuerdo; creo que no; en cualquier casotambién podemos desayunar en un cafédel interior del pueblo, un viejo localque siempre estaba lleno de pescadoresy turistas. Con mis padres solíamoshacer todas las comidas en el Del Mar yen ese café. ¿Lo habrán cerrado? En diezaños ocurren muchas cosas. Espero queaún esté abierto.

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21 de agosto

Dos veces he hablado con Frau Else.Nuestros encuentros no han sido todo losatisfactorios que hubiera querido. Elprimero tuvo lugar a eso de las once dela mañana; poco antes había dejado aIngeborg en la playa y volví al hotelpara arreglar unos asuntos. Encontré aFrau Else en la recepción atendiendo aunos daneses que se marchaban, segúnse podía deducir de sus maletas y delperfecto bronceado que ostentaban conorgullo. Sus hijos arrastraban por elpasillo de la recepción unos enormes

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sombreros mexicanos de paja. Acabadala despedida con promesas de un puntualreencuentro para el año próximo, mepresenté. Soy Udo Berger, dijetendiendo la mano y sonriendo conadmiración; no era para menos, en eseinstante, vista de cerca, Frau Else se mepresentaba mucho más hermosa y por lomenos tan enigmática como en misrecuerdos de adolescente. Sin embargoella no me reconoció. Durante cincominutos tuve que explicarle quién era,quiénes eran mis padres, cuántosveranos habíamos pasado en su hotel eincluso rememorar olvidadas anécdotasbastante descriptivas que hubiera

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preferido callar. Todo esto de pie en larecepción mientras iban y veníanclientes en traje de baño (yo mismo sólollevaba unos shorts y unas sandalias)que constantemente interrumpían losesfuerzos que hacía para que ella merecordara. Finalmente dijo que sí: lafamilia Berger, ¿de Munich? No, deReudingen, corregí, aunque ahora yovivía en Stuttgart. Por supuesto, dijo, mimadre era una persona encantadora,también se acordaba de mi padre eincluso de tía Giselle. Usted ha crecidomucho, está hecho todo un hombre, dijocon un tono en el que creí notar ciertatimidez y que, sin que me lo pueda

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explicar de manera razonable, consiguióturbarme. Preguntó cuánto tiempopensaba pasar en el pueblo y si lonotaba muy cambiado. Contesté que aúnno había tenido tiempo para salir acaminar, dije que había llegado anoche,bastante tarde, y que planeaba estarquince días, aquí, en el Del Mar, porsupuesto. Ella sonrió y con esto dimospor terminada la conversación. Actoseguido subí al cuarto, un pocoofuscado, sin saber el motivo exacto;desde allí llamé por teléfono y pedí queme subieran una mesa; dejé bien claroque por lo menos debía tener un metro ymedio de largo. Mientras esperaba leí

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las primeras páginas de este diario, noestaban mal, sobre todo para unprincipiante. Creo que Conrad tienerazón, la práctica cotidiana, obligatoriao casi obligatoria, de consignar en undiario las ideas y los acontecimientos decada día, sirve para que un virtualautodidacta como yo aprenda areflexionar, ejercite la memoriaenfocando las imágenes con cuidado yno al desgaire, y sobre todo cuidealgunos aspectos de su sensibilidad que,creyéndolos ya hechos del todo, enrealidad son sólo semillas que pueden ono germinar en un carácter. El propósitoinicial del diario, no obstante, obedece a

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fines mucho más prácticos: ejercitar miprosa para que en adelante los girosimperfectos y una sintaxis defectuosa nodesdoren los hallazgos que puedanofrecer mis artículos, publicados en unnúmero cada vez mayor de revistasespecializadas, y que últimamente hansido objeto de variadas críticas, ya seaen forma de cartas en la sección Buzóndel Lector, ya sea en forma detachaduras y enmiendas por parte de losresponsables de las revistas. Y de nadahan servido mis protestas, ni micondición de campeón, ante esta censuraque ni siquiera se molesta en encubrirsey cuyo único argumento lo constituyen

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mis deficiencias gramaticales (como siellos escribieran muy bien). En honor ala verdad debo decir queafortunadamente no siempre es así; hayrevistas que después de recibir untrabajo mío contestan educadamente conuna notita, en la cual tal vez deslicen doso tres frases respetuosas, y al cabo de untiempo aparece mi texto impreso sinningún corte. Otras se deshacen enhalagos, son las que Conrad llamapublicaciones bergerianas. Losproblemas, en realidad, sólo los tengocon una fracción del grupo de Stuttgart ycon algunos tipos engreídos de Coloniaa los que alguna vez gané

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aparatosamente y que todavía no me loperdonan. En Stuttgart hay tres revistas yen todas he publicado; allí misproblemas son, como quien dice,familiares. En Colonia hay sólo una perode mayor calidad gráfica, distribuciónnacional y, lo que no deja de serimportante, con colaboracionesretribuidas. Incluso se dan el lujo detener un consejo de redacción pequeñopero profesionalizado, con un sueldomensual nada desdeñable por hacerprecisamente lo que les gusta. Que lohagan bien o mal —yo opino que lohacen mal— es otra cuestión. EnColonia he publicado dos ensayos, el

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primero de los cuales, «Cómo ganar enel Bulge», fue traducido al italiano ypublicado en una revista milanesa, loque me valió elogios en el círculo demis amigos y el establecimiento de unacomunicación directa con losaficionados de Milán. Los dos ensayos,como decía, fueron publicados, aunqueen ambos noté leves alteraciones,pequeños cambios, cuando no frasesenteras que eran eliminadas so pretextode falta de espacio —¡no obstante todaslas ilustraciones que solicité fueronincluidas!— o de corrección de estilo,tarea esta última de la que se encargabaun personajillo al que jamás tuve el

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gusto de conocer, ni siquiera porteléfono, y de cuya existencia real tengoserias dudas. (Su nombre no aparece enla revista. Estoy seguro de que detrás deese corrector apócrifo se escudan losdel consejo de redacción en sustropelías a los autores). El colmo llegócon el tercer trabajo presentado:simplemente se negaron a publicarlopese a que había sido escrito porencargo expreso de ellos. Mi pacienciatenía un límite; pocas horas después derecibir la carta de rechazo telefoneé aljefe de redacción para manifestarle miasombro por la decisión adoptada y mienojo por las horas que ellos, los del

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consejo de redacción, me habían hechoperder inútilmente —aunque en estoúltimo mentí; jamás considero perdidaslas horas empleadas en dilucidarproblemas relativos a este tipo dejuegos, ni mucho menos aquellas en lasque medito y escribo sobredeterminados aspectos de una campañaque me interese de manera particular.Para mi sorpresa el jefe de redaccióncontestó con una sarta de insultos yamenazas que minutos antes hubieracreído imposible escuchar en suremilgado piquito de pato. Antes decortarle —aunque fue él quienfinalmente cortó— le prometí que si

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algún día lo encontraba le iba a romperla nariz. Entre los muchos insultos quetuve que escuchar, tal vez el que hizomás mella en mi sensibilidad fuera elrelativo a mi presunta torpeza literaria.Si lo pienso con tranquilidad es evidenteque el pobre tipo estaba equivocado, delo contrario ¿por qué siguen publicandomis trabajos las revistas de Alemania yalgunas del extranjero?, ¿por qué razónrecibo cartas de Rex Douglas, NickyPalmer y Dave Rossi? ¿Sólo porque soyel campeón? Llegado a este punto, meniego a llamarlo crisis, Conrad dijo lafrase decisiva: aconsejó que olvidara alos de Colonia (allí el único que vale es

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Heimito y no tiene nada que ver con larevista) y que escribiera un diario,nunca está de más tener un lugar endonde consignar los sucesos del día yordenar las ideas sueltas para futurostrabajos, que es precisamente lo quepienso hacer.

Imbuido en tales pensamientos mehallaba cuando llamaron a la puerta yapareció una camarera, casi una niña,que en un alemán imaginario —enrealidad la única expresión alemana fueel adverbio no— farfulló unas cuantaspalabras que tras reflexionar comprendíque querían decir que no habría mesa.Le expliqué, en castellano, que era

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absolutamente necesario que yo tuvierauna mesa, y no una mesa cualquiera sinouna que midiera un metro y medio delargo, como mínimo, o dos mesas desetenta y cinco centímetros, y que laquería ahora.

La niña se marchó diciendo que ibaa hacer todo lo posible. Al cabo de unrato apareció de nuevo, acompañada porun hombre de unos cuarenta años,vestido con un arrugado pantalónmarrón, como si durmiera sin sacárselopor las noches, y con una camisa blancacon el cuello sucio. El hombre, sinpresentarse ni pedir permiso, entró en lahabitación y preguntó para qué quería la

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mesa; con la quijada señaló la mesa conla que ya estaba dotado el cuarto,demasiado baja y demasiado pequeñapara mis propósitos. Preferí nocontestar. Ante mi silencio se decidió aexplicar que no podía colocar dos mesasen una sola habitación. No parecía muyseguro de que yo comprendiera suidioma y de tanto en tanto hacía gestoscon las manos como si describiera a unamujer encinta.

Un poco cansado ya de tantapantomima arrojé sobre la cama todo loque había encima de la mesa y le ordenéque se la llevara y volviera con una quetuviera las características que yo pedía.

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El hombre no hizo ademán de moverse;parecía asustado; la niña, por elcontrario, me sonrió con simpatía. Actoseguido cogí yo mismo la mesa y lasaqué al pasillo. El hombre salió de lahabitación asintiendo perplejo, sinentender lo que había ocurrido. Antes demarcharse dijo que no iba a ser fácilencontrar una mesa como la que yoquería. Lo animé con una sonrisa: todoera posible si uno se empeñaba.

Poco después llamaron por teléfonodesde la recepción. Una vozinidentificable dijo en alemán que notenían mesas como la que yo exigía,¿deseaba que volvieran a subir la que ya

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estaba en la habitación? Pregunté conquién tenía el gusto de hablar. Con larecepcionista, dijo la voz, señoritaNuria. Utilizando el tono más persuasivoexpliqué a la señorita Nuria que para mitrabajo, sí, yo en vacaciones trabajaba,era absolutamente imprescindible lamesa, pero no la que ya había, las mesasstandard que, suponía, tenían todas lashabitaciones del hotel, sino una mesamás alta y sobre todo más larga, si noera mucho pedir. ¿En qué trabaja usted,señor Berger?, preguntó la señoritaNuria. ¿Y eso a usted qué le importa?Limítese a ordenar que me suban unamesa como la que he pedido y ya está.

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La recepcionista tartamudeó, luego conun hilillo de voz dijo que vería lo quepodía hacer y colgó precipitadamente.En ese momento recuperé el buen humor,me dejé caer en la cama y me reí confuerza.

La voz de Frau Else me despertó. Sehallaba de pie junto a la cama y susojos, de una intensidad poco común, meobservaban preocupados. De inmediatocomprendí que me había dormido y sentívergüenza. Manoteé en busca de algopara cubrirme —aunque de una maneramuy lenta, como si aún estuviera enmedio de un sueño— pues pese a llevarlos shorts la sensación de desnudez era

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completa. ¿Cómo pudo entrar sin que laescuchara? ¿Tenía acaso una llavemaestra de todas las habitaciones delhotel y la usaba sin prejuicios?

Pensé que estaba enfermo, dijo. ¿Yasabe usted que ha asustado a nuestrarecepcionista? Ella sólo se limita acumplir el reglamento del hotel, no tienepor qué soportar las impertinencias delos clientes.

—En cualquier hotel eso esinevitable —dije.

—¿Pretende saber más que yoacerca de mi propio negocio?

—No, por supuesto.—¿Entonces?

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Murmuré algunas palabras dedisculpa sin poder apartar la mirada delóvalo perfecto que era el rostro de FrauElse, en el cual creí ver una levísimasonrisa irónica, como si la situación queyo había creado le resultara divertida.

Detrás de ella estaba la mesa.Me incorporé hasta quedar de

rodillas sobre la cama; Frau Else nohizo el menor gesto de moverse para quepudiera contemplar la mesa a mi antojo;aun así me di cuenta de que era tal comola había deseado, incluso mejor. Esperoque sea de su agrado, he tenido quebajar al sótano a buscada, perteneció ala madre de mi marido. En su voz

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persistía el retintín irónico: ¿le servirápara su trabajo?, ¿pero piensa trabajartodo el verano?, si yo estuviera tanpálida como usted me pasaría todo eldía en la playa. Prometí que haría ambascosas, un poco de trabajo y un poco deplaya, en la justa medida. ¿Y por lasnoches no irá a las discotecas? ¿A suamiga no le gustan las discotecas? Porcierto, ¿dónde está? En la playa, dije.Debe ser una muchacha inteligente, nopierde el tiempo, dijo Frau Else. Se lapresentaré esta tarde, si usted no tieneningún inconveniente, dije. Pues sí,tengo varios inconvenientes,posiblemente pase todo el día en la

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oficina, otra vez será, dijo Frau Else.Sonreí. Cada vez la encontraba másinteresante.

—Usted también cambia la playapor el trabajo —dije.

Antes de marcharse me advirtió quetratara con mayor delicadeza a losempleados.

Instalé la mesa junto a la ventana, enuna posición ventajosa para recibir elmáximo de luz natural. Luego salí albalcón y durante largo rato estuvemirando la playa e intentando distinguira Ingeborg entre los cuerpossemidesnudos expuestos al sol.

Comimos en el hotel. La piel de

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Ingeborg estaba enrojecida, ella es muyrubia y no le hace bien tomar tanto solde golpe. Espero que no haya cogido unainsolación, sería terrible. Cuandosubimos al cuarto preguntó de dóndehabía salido la mesa y tuve queexplicarle, en una atmósfera de pazabsoluta, yo sentado junto a la mesa, ellarecostada en la cama, que había pedidoa la dirección que me cambiaran laantigua por una más grande puespensaba desplegar el juego. Ingeborg memiró sin decir nada pero en sus ojosadvertí un atisbo de censura.

No podría decir en qué momento sequedó dormida. Ingeborg duerme con los

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ojos semiabiertos. De puntillas cogí eldiario y me puse a escribir.

Hemos estado en la discotecaAntiguo Egipto. Cenamos en el hotel.Ingeborg, durante la siesta (¡qué rápidose adquieren las costumbresespañolas!), habló en sueños. Palabrassueltas como cama, mamá, autopista,helado… Cuando se despertó dimos unavuelta por el Paseo Marítimo, sinadentrarnos en el interior del pueblo,envueltos en la corriente de paseantesque iban y venían. Luego nos sentamosen el contramuro del Paseo y estuvimos

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hablando.La cena fue ligera. Ingeborg se

cambió de ropa. Un vestido blanco, conzapatos blancos de tacón alto, un collarde nácar y el pelo recogido en un moñopremeditadamente descuidado. Aunquemenos elegante que ella, yo también mevestí de blanco.

La discoteca estaba en la zona de loscampings, que es también la zona de lasdiscotecas, las hamburgueserías y losrestaurantes. Hace diez años allí sólohabía un par de campings y un bosque depinos que se extendía hasta la vía deltren; hoy, según parece, es elconglomerado turístico más importante

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del pueblo. El bullicio de su únicaavenida, que corre paralela al mar, escomparable al de una gran ciudad en unahora punta. Con la diferencia de queaquí las horas punta comienzan a lasnueve de la noche y no terminan hastapasadas las tres de la madrugada. Lamultitud que se arracima en las aceras esvariopinta y cosmopolita; blancos,negros, amarillos, indios, mestizos,pareciera que todas las razas hubieranacordado hacer sus vacaciones en estesitio, aunque por supuesto no todos estánde vacaciones.

Ingeborg se encontraba radiante ynuestra entrada en la discoteca produjo

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miradas subrepticias de admiración.Admiración por ella y envidia por mí.Yo, la envidia, la cojo al vuelo. Detodas maneras no pensábamos estarmucho rato. Fatalmente no tardó ensentarse en nuestra mesa una pareja dealemanes.

Explicaré cómo sucedió: a mí elbaile no me vuelve loco; suelo bailar,sobre todo desde que conozco aIngeborg, pero antes tengo queentonarme con un par de copas y digerir,por llamarlo de algún modo, lasensación de extrañeza que me producentantos rostros desconocidos en una salaque por regla general no está bien

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iluminada; por el contrario, Ingeborg notiene ningún empacho en salir a bailarsola. Puede permanecer en la pista eltiempo que duran un par de canciones,volver a la mesa, beber un sorbo de subebida, regresar a la pista y así estartoda la noche hasta caer rendida. Yo yame he acostumbrado. Durante susausencias pienso en mi trabajo y encosas sin sentido, o tarareo muy queditola melodía que resuena por losaltavoces, o medito en los oscurosdestinos de la masa amorfa y de losrostros imprecisos que me rodean. Devez en cuando Ingeborg, ajena a mispreocupaciones, se acerca y me da un

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beso. O aparece con una nueva amiga yun nuevo amigo, como esta noche lapareja de alemanes, con quienes apenasha cruzado un par de palabras en eltráfago de la pista de baile. Palabras queunidas a nuestra común condición deveraneantes bastan para establecer algosemejante a la amistad.

Karl —aunque prefiere que lollamen Charly— y Hanna son deOberhausen; ella trabaja de secretaria enla empresa donde él es mecánico; losdos tienen veinticinco años. Hanna estádivorciada. Tiene un niño de tres años ypiensa casarse con Charly apenas pueda;todo lo anterior se lo dijo a Ingeborg en

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los lavabos y ésta me lo contó al volveral hotel. A Charly le gusta el fútbol, eldeporte en general, y el windsurf: hatraído su tabla, de la que dicemaravillas, desde Oberhausen; en unaparte, mientras Ingeborg y Hannaestaban en la pista, preguntó cuál era mideporte favorito. Le dije que me gustabacorrer. Correr solo.

Ambos bebieron mucho. Ingeborg, adecir verdad, también. En esascondiciones resultó fácilcomprometernos para el día siguiente.Su hotel es el Costa Brava, que queda apocos pasos del nuestro. Convinimosencontrarnos a eso del mediodía, en la

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playa, junto al sitio donde alquilanpatines.

Sobre las dos de la madrugada nosmarchamos. Antes, Charly pagó unaúltima ronda; estaba feliz; me contó quellevaban diez días en el pueblo y aún nohabían trabado amistad con nadie, elCosta Brava estaba lleno de ingleses ylos pocos alemanes que encontraba enlos bares eran tipos poco sociables ovenían en grupos compuestosexclusivamente por hombres, lo queexcluía a Hanna.

Por el camino de vuelta Charly sepuso a cantar canciones que nunca anteshabía escuchado. La mayoría eran

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procaces; algunas se referían a lo quepensaba hacerle a Hanna no bienllegaran a la habitación, por lo quededuje que, al menos en las letras, eraninventadas. Hanna, que caminaba delbrazo de Ingeborg un poco más adelante,las celebraba con carcajadasesporádicas. Mi propia Ingeborgtambién se reía. Por un instante laimaginé en brazos de Charly y meestremecí. Sentí cómo el estómago se mecontraía hasta quedar del tamaño de unpuño.

Por el Paseo Marítimo corría unabrisa fresca que contribuyó adespejarme. Casi no se veía gente, los

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turistas volvían a sus hotelestambaleándose o cantando y los coches,escasos, circulaban con lentitud en una yotra dirección como si todo el mundo depronto estuviera agotado, o enfermo, y elesfuerzo fluyera ahora en dirección a lascamas y a los cuartos cerrados.

Al llegar al Costa Brava Charly seempeñó en mostrarme su tabla. La teníasujeta con un entramado de cuerdaselásticas sobre la baca del coche en elestacionamiento al aire libre del hotel.¿Qué te parece?, dijo. No tenía nada deextraordinario, era una tabla como haymillones. Le confesé que no entendíanada de windsurf. Si quieres te puedo

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enseñar, dijo. Ya veremos, contesté sinmeterme en ningún compromiso.

Nos negamos, y en este punto Hannanos apoyó con firmeza, a que nos fuerana dejar a nuestro hotel. De todasmaneras la despedida se prolongó unrato más. Charly estaba mucho másborracho de lo que yo creía e insistió enque subiéramos a conocer su habitación.Hanna e Ingeborg se reían de lastonterías que decía pero yo me mantuveinalterable. Cuando por fin lo habíamosconvencido de que lo mejor era ir aacostarse señaló con la mano un puntoen la playa y echó a correr hacia allíhasta perderse en la oscuridad. Primero

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Hanna —quien seguramente estaríaacostumbrada a estas escenas—, luegoIngeborg y, tras Ingeborg y de mala gana,yo lo seguimos; pronto las luces delPaseo Marítimo quedaron a nuestrasespaldas. En la playa sólo se oía elrumor del mar. Lejos, a la izquierda,distinguí las luces del puerto adonde mipadre y yo fuimos una mañana, muytemprano, en un infructuoso intento decomprar pescado: las ventas, al menosen aquellos años, se realizaban por lastardes.

Nos pusimos a llamarlo. Sólonuestros gritos se oían en la noche.Hanna, por descuido, se metió en el agua

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y se mojó los pantalones hasta la rodilla.Más o menos entonces, mientrasescuchábamos las imprecaciones deHanna, el pantalón era de satén y el aguade mar lo arruinaría, Charly contestó anuestras llamadas: estaba entre nosotrosy el Paseo Marítimo. ¿Dónde estás,Charly?, chilló Hanna. Aquí, aquí, siganmi voz, dijo Charly. Nos pusimos enmarcha otra vez hacia las luces de loshoteles.

—Tengan cuidado con los patines —advirtió Charly. Como animalesabisales, los patines formaban una islanegra en medio de la penumbra uniformeque se extendía a lo largo de la playa.

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Sentado sobre el flotador de uno de esosextraños vehículos, con la camisadesabrochada y el pelo revuelto, Charlynos aguardaba.

—Sólo quería mostrarle a Udo elsitio exacto donde nos veremos mañana—dijo ante los reproches de Hanna y deIngeborg, que le echaban en cara el sustoque nos había dado y su comportamientoinfantil.

Mientras las mujeres ayudaban aCharly a ponerse de pie observé elconjunto de patines. No podría decir conexactitud qué fue lo que me llamó laatención. Tal vez la curiosa manera enque estaban ordenados, diferente de

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cualquier otra que hubiera visto enEspaña, si bien no es éste un paísmetódico. La disposición que tenían erapor lo menos irregular y poco práctica.Lo normal, incluso dentro de laanormalidad caprichosa de cualquierencargado de patines, es dejarlos deespaldas al mar, alineados de tres entres, o de cuatro en cuatro. Por cierto,hay quienes los dejan de cara al mar, oen una sola y larga línea, o no losalinean, o los arrastran hasta elcontrafuerte que separa la playa delPaseo Marítimo. La disposición deéstos, sin embargo, escapaba decualquier categoría. Algunos estaban

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encarados al mar y otros al Paseo,aunque la mayoría, de lado, apuntabanen dirección al puerto o a la zona de loscampings en una especie de alineaciónde erizo; pero aún más curioso era quealgunos habían sido levantados,manteniéndose en equilibrio solamentesobre un flotador, e incluso había unodado vuelta del todo, con los flotadoresy las paletas hacia arriba y los sillinesenterrados en la arena, posición que nosólo resultaba insólita sino que requeríade una considerable fuerza física y quede no haber sido por la extraña simetría,por la voluntad que emanaba delconjunto a medias cubierto por unas

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viejas lonas, hubiera tomado por obrade un grupo de gamberros, de los querecorren las playas a medianoche.

Por supuesto, ni Charly, ni Hanna, nisiquiera Ingeborg notaron nada fuera delo normal en los patines.

Cuando llegamos a nuestro hotelpregunté a Ingeborg qué impresión lehabían causado Charly y Hanna.

Buenas personas, dijo. Yo, conalgunas reservas, estuve de acuerdo.

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22 de agosto

Desayunamos en el bar La Sirena.Ingeborg tomó un english breakfastconsistente en una taza de té con leche,un plato con un huevo frito, dos lonjasde bacon, una porción de judías dulces yun tomate a la plancha, todo por 350pesetas, bastante más barato que en elhotel. En la pared, detrás de la barra,hay una sirena de madera con el pelorojo y la piel dorada. Del techo todavíacuelgan unas viejas redes de pescar. Porlo demás, todo es distinto. El camarero yla mujer que atiende la barra son

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jóvenes. Hace diez años aquí trabajabanun viejo y una vieja, morenos yarrugados, que solían charlar con mispadres. No me atreví a preguntar porellos. ¿Para qué? Los de ahora hablancatalán.

Encontramos a Charly y Hanna en elsitio convenido, cerca de los patines.Dormían. Después de extender nuestrasesterillas junto a ellos, los despertamos.Hanna abrió los ojos de inmediato peroCharly gruñó algo ininteligible y siguiódurmiendo. Hanna explicó que habíapasado muy mala noche. Cuando Charlybebía, según Hanna, no conocía límites yabusaba de su resistencia física y de su

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salud. Nos contó que a las ocho de lamañana, casi sin haber dormido, salió ahacer windsurf. En efecto, la tablaestaba allí, junto a las costillas deCharly. Luego Hanna comparó su cremabronceadora con la de Ingeborg y alcabo de un rato, ambas extendidas deespaldas al sol, la conversación giróhacia un tipo de Oberhausen, unadministrativo que al parecer teníaintenciones serias con respecto a Hannaaunque ésta sólo «lo apreciaba comoamigo». Me desentendí de lo que decíany dediqué los minutos siguientes aobservar los patines que tanta inquietudme habían producido la noche anterior.

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No eran muchos los que estaban enla playa; la mayoría, ya alquilados, sedeslizaban lentos y vacilantes por unmar en calma y de un intenso color azul.Por descontado, en los patines que aúnno habían sido alquilados no se advertíanada inquietante; viejos, de un modelosuperado incluso por los patines deotros puestos, el sol parecía reverberarsobre sus superficies agrietadas endonde la pintura se descascarabainexorablemente. Una cuerda, sostenidapor unos cuantos palos enterrados en laarena, separaba a los bañistas de la zonaacotada de los patines; la cuerda apenasse levantaba unos treinta centímetros del

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suelo y en algunos sitios los palos sehabían inclinado y estaban a punto decaerse del todo. En la orilla distinguí alencargado, ayudaba a un grupo declientes a hacerse a la mar cuidando queel patín no golpeara la cabeza de algunode los innumerables niños quechapoteaban alrededor; los clientes,serían unos seis, todos subidos sobre elpatín, con bolsas de plástico en las queposiblemente llevaran bocadillos y latasde cerveza, hacían gestos de despedidahacia la playa o daban palmadas dealborozo. Cuando el patín huboatravesado la franja de niños elencargado salió del agua y comenzó a

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avanzar hacia nosotros.—Pobrecito —oí que decía Hanna.Pregunté a quién se refería; Ingeborg

y Hanna me indicaron que observara condisimulo. El encargado era moreno,tenía el pelo largo y una contexturamusculosa, pero lo más notable de supersona, con mucho, eran lasquemaduras —quiero decir quemadurasde fuego, no de sol— que le cubrían lamayor parte de la cara, del cuello y delpecho, y que se exhibían sin embozo,oscuras y rugosas, como carne a laplancha o placas de un aviónsiniestrado.

Por un instante, debo admitirlo, me

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sentí como hipnotizado, hasta que mepercaté de que él también nos miraba yque en su gesto abundaba laindiferencia, una suerte de frialdad quede inmediato me resultó repulsiva.

A partir de entonces evité mirarlo.Hanna dijo que ella se suicidaría si

se quedara así, deformada por el fuego.Hanna es una chica bonita, tiene los ojosazules y el pelo castaño claro y suspechos —ni Hanna ni Ingeborg llevan laparte superior del bikini— son grandesy bien formados, pero sin demasiadoesfuerzo la imaginé quemada, dandogritos y paseando sin sentido por suhabitación del hotel. (¿Por qué,

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precisamente, por la habitación delhotel?)

—Tal vez sea una marca denacimiento —dijo Ingeborg.

—Es posible, se ven cosas muyextrañas —dijo Hanna—. Charlyconoció en Italia a una mujer que naciósin manos.

—¿De verdad?—Te lo juro. Pregúntaselo. Se

acostaron juntos.Hanna e Ingeborg se rieron. A veces

no comprendo cómo Ingeborg puedeencontrar graciosas semejantesafirmaciones.

—Tal vez su madre haya tomado

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algún producto químico mientras estabaembarazada.

No supe si Ingeborg hablaba de lamujer sin manos o del encargado de lospatines. De todos modos intenté sacarlade su error. Nadie nace así, con la pieltan martirizada. Ahora bien, no cabíaduda de que las quemaduras no eranrecientes. Probablemente databan deunos cinco años atrás, incluso más ajuzgar por la actitud del pobre tipo (yono lo miraba) acostumbrado a despertarla curiosidad y el interés propio de losmonstruos y de los mutilados, lasmiradas de involuntaria repulsión, lapiedad por la gran desgracia. Perder un

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brazo o una pierna es perder una partede sí mismo, pero sufrir talesquemaduras es transformarse,convertirse en otro.

Cuando Charly por fin despertó,Hanna dijo que el encargado le parecíaatractivo. ¡Musculoso! Charly se rió ynos fuimos todos al agua.

Por la tarde, después de comer,desplegué el juego. Ingeborg, Hanna yCharly se marcharon a la parte vieja delpueblo, de compras. Durante la comidaFrau Else se acercó a nuestra mesa apreguntar qué tal lo estábamos pasando.

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Saludó a Ingeborg con una sonrisafranca y abierta, aunque cuando sedirigió a mí creí notar cierta ironía,como si me estuviera diciendo: ya ves,me preocupo por tu comodidad, no teolvido. A Ingeborg le pareció una mujerhermosa. Me preguntó qué edad tenía.Le dije que lo ignoraba.

¿Cuántos años tendrá Frau Else?Recuerdo que mis padres contaban quese había casado siendo muy joven, conel español, a quien por cierto todavía nohe visto. El último verano que estuvimosaquí debía tener unos veinticinco años,la edad de Hanna, de Charly, la mía.Ahora debe rondar los treintaicinco.

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Después de la comida el hotel cae enun sopor extraño; los que no se van a laplaya o salen a dar una vuelta por losalrededores se ponen a dormir, rendidospor el calor. Los empleados, salvo losque atienden estoicamente la barra delbar, desaparecen y no se les ve circularpor las inmediaciones del hotel hastapasadas las seis de la tarde. Un silenciopegajoso reina en todos los pisos,interrumpido de vez en cuando porvoces infantiles, apagadas, y por elzumbido del elevador. Por momentosuno tiene la impresión de que un grupode niños se ha perdido, pero no es así;lo único que sucede es que los padres

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prefieren no hablar.Si no fuera por el calor, apenas

paliado por el aire acondicionado, éstasería la mejor hora para trabajar. Hayluz natural, los ímpetus de la mañana sehan calmado y aún quedan muchas horaspor delante. Conrad, mi querido Conrad,prefiere la noche y por eso no le sonextrañas las ojeras y la extrema palidezcon que a veces nos alarma, tomandopor enfermedad lo que pura ysimplemente es falta de sueño. Pero nopuede trabajar, no puede pensar, nopuede dormir, sin embargo, nos haobsequiado con muchas de las mejoresvariantes de algunas campañas, amén de

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infinidad de trabajos analíticos,históricos, metodológicos, e inclusivesimples introducciones y reseñas sobrenuevos juegos. Sin él la afición deStuttgart sería distinta, con menos gentey de menor calidad. De alguna maneraha sido nuestro protector —mío, deAlfred, de Franz— descubriéndonoslibros que tal vez jamás hubiéramosleído y hablándonos de los temas másdiversos con interés y vehemencia. Loque lo pierde es su falta de ambición.Desde que lo conozco —y, según sé,desde mucho antes— Conrad trabaja enuna oficina constructora de no muchaimportancia, en uno de los peores

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puestos, por debajo de casi todos losempleados y obreros, realizando lasfunciones que antaño hacían losofficeboys y los recaderos-sin-moto,apelativo este último con el que gustadesignarse a sí mismo. Con lo que ganapaga su habitación, come en una fondadonde ya casi le consideran de lafamilia, y muy de vez en cuando compraropa; el resto se le va en juegos,suscripciones a revistas europeas ynorteamericanas, cuotas del club,algunos libros (pocos, pues por locomún utiliza la biblioteca, ahorrándoseun dinero que destina a comprar másjuegos), y aportaciones voluntarias a los

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fanzines de la ciudad en los cualescolabora, virtualmente todos, sinexcepción. De más está decir quemuchos de estos fanzines se extinguiríansin la generosidad de Conrad, y en estotambién puede verse su falta deambición: lo menos que algunosmerecen es desaparecer sin pena nigloria, pútridas hojitas fotocopiadas,paridas por adolescentes más inclinadosa los juegos de rol, cuando no a losjuegos de computadora, que al rigor deun tablero hexagonado. Pero a Conradesto no parece importarle y los apoya.Muchos de sus mejores artículos,incluido el Gambito Ucraniano —que

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Conrad llama el Sueño del GeneralMarcks—, no sólo han sido publicadossino que han sido escritos ex profesopara esta clase de revistas.

Contradictoriamente, ha sido élquien me ha alentado a escribir enpublicaciones de mayor tiraje e inclusoquien ha insistido y me ha convencidopara que me semiprofesionalizara. Losprimeros contactos con Front Line, Jeuxde Simulation, Stoekade, Casus Belli,The General, etcétera, se los debo a él.Según Conrad —y acerca de estoestuvimos toda una tarde haciendocálculos—, si yo colaborara de maneraregular con diez revistas, algunas

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mensuales, las más bimensuales y otrastrimestrales, podría abandonar mi actualtrabajo de manera provechosa, paradedicarme tan sólo a escribir. Cuando lepregunté por qué no hacía eso él, quetenía un trabajo peor que el mío y quesabía escribir tan bien o mejor que yo,contestó que debido a su naturalezatímida le resultaba violento, por nodecir imposible, establecer relacionescomerciales con gente que no conocía,además de que para tales menesteres eranecesario un cierto dominio del inglés,idioma que Conrad se contentaba tansólo con descifrar.

Aquel día memorable establecimos

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las metas de nuestros sueños y enseguidanos pusimos a trabajar. Nuestra amistadse fortaleció.

Luego vino el torneo de Stuttgart,previo al interzonal (equivalente alCampeonato de Alemania) que seorganizó meses después en Colonia.Ambos nos presentamos con la promesa,mitad en serio, mitad en broma, de quesi el azar nos hacía enfrentamos, pese anuestra inquebrantable amistad no nosdaríamos cuartel. Por entonces Conradacababa de publicar su GambitoUcraniano en el fanzine Totenkopf.

Al principio las partidas marcharonbien, ambos pasamos sin excesivos

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quebraderos de cabeza la primeraeliminatoria; en la segunda a Conrad letocó jugar contra Mathias Müller, elniño prodigio de Stuttgart, dieciochoaños, editor del fanzine MarchasForzadas y uno de los jugadores másrápidos que conocíamos. La partida fuedura, una de las más duras de aquelcampeonato, y al final Conrad fuederrotado. Mas no por ello decayó suánimo: con el entusiasmo de uncientífico que tras un estrepitoso fracasopor fin consigue ver claro, me explicólos fallos iniciales del GambitoUcraniano y sus virtudes secretas, laforma de utilizar inicialmente los

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cuerpos blindados y de montaña, lossitios en donde se podía o no se podíaaplicar el Schwerpunkt, etcétera. En unapalabra, se convirtió en mi asesor.

Tuve que enfrentarme con MathiasMüller en semifinales y lo eliminé. Lafinal la disputé contra Franz Grabowski,del Club de Maquetismo, un buen amigode Conrad y mío. Así obtuve el derechode representar a Stuttgart. Luego fui aColonia, en donde jugué con gente de latalla de Paul Huchel o de HeimitoGerhardt, este último el más viejo de losjugadores de wargames de Alemania,sesentaicinco años, todo un ejemplopara la afición. Conrad, que vino

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conmigo, se entretuvo poniéndoleapodos a todos los que habíanconcurrido a Colonia aquellos días,pero con Heimito Gerhardt se sentíaparalizado, su ingenio y su buenadisposición se esfumaban; cuandohablaba de él lo llamaba El Viejo oSeñor Gerhardt; delante de Heimitoapenas abría la boca. Evidentemente secuidaba de decir tonterías.

Un día le pregunté por qué respetabatanto a Heimito. Me respondió que loconsideraba un hombre de hierro. Esoera todo. Hierro oxidado, dijo luego conuna sonrisa, pero hierro al fin y al cabo.Pensé que se refería al pasado militar de

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Heimito y así se lo hice saber. No, dijoConrad, me refiero a su valor para jugar.Los viejos suelen pasar las horasmirando la televisión o paseando consus mujeres. Heimito, por el contrario,se atrevía a entrar en una sala atestadade jóvenes, se atrevía a sentarse en unamesa delante de un juego complicado yse atrevía a ignorar las miradas burlonascon que muchos de esos jóvenes locontemplaban. Viejos con ese carácter,con esa pureza, según Conrad, ya sóloera posible encontrar en Alemania. Y seestaban acabando. Puede que sí, puedeque no. En cualquier caso, como luegocomprobé, Heimito era un excelente

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jugador. Nos enfrentamos poco antes delfinal del campeonato, en una rondaespecialmente dura, con un juegodesequilibrado en el que me tocó ensuerte el peor bando. Se trataba deFortress Europa y yo jugué con laWehrmacht. Para sorpresa de casi todoslos que rodeaban nuestra mesa, gané.

Después de la partida Heimito invitóa unos cuantos a su casa. Su mujerpreparó bocadillos y cervezas y lavelada, que se prolongó hasta altashoras de la noche, fue agradable y llenade pintorescas anécdotas. Heimito habíaservido en la 352 División de Infantería,915 Regimiento, 2° Batallón, pero,

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según afirmó, su general no supomaniobrar tan bien como había hecho yocon las fichas que la representaban en eljuego. Aunque halagado, me vi en laobligación de indicarle que la clave dela partida había consistido en laposición de mis divisiones móviles.Brindamos por el general Marcks y porel general Eberbach y el 5° EjércitoPanzer. Casi al final de la veladaHeimito aseguró que el próximocampeón de Alemania sería yo. Creoque los del grupo de Coloniacomenzaron a odiarme a partir deentonces. Por mi parte me sentí feliz,sobre todo porque comprendí que había

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ganado un amigo.Además, también gané el

campeonato. Las semifinales y la finalfueron disputadas con un Blitzkrieg deTorneo, un juego bastante equilibrado endonde tanto el mapa como las potenciasque se enfrentan son imaginarios (GreatBlue y Big Red), lo que produce, siambos contendientes son buenos,partidas extremadamente largas y conuna cierta tendencia al estancamiento.No fue mi caso. Me deshice de PaulHuchel en seis horas y en el últimojuego me bastaron tres y media,cronometradas por Conrad, para que micontrincante se declarara subcampeón y

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graciosamente se rindiera.Aún permanecimos un día más en

Colonia; los de la revista mepropusieron que escribiera un artículo yConrad se dedicó a hacer turismofotografiando calles e iglesias. Todavíano conocía a Ingeborg y ya entonces lavida me parecía bella, sin sospechar quela verdadera belleza se haría esperar unpoco más. Pero entonces todo meparecía hermoso. La federación dejugadores de wargames era tal vez lamás pequeña federación deportiva deAlemania, pero yo era el campeón y nohabía nadie que pudiera ponerlo enduda. El sol brillaba para mí.

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Aquel último día en Colonia aún nosdeparó algo que luego tendríaimportantes consecuencias. HeimitoGerhardt, un entusiasta del juego porcorreo, nos regaló, a Conrad y a mí,sendos Play-by-Mail kits, mientras nosacompañaba a la estación de autobuses.Resultó que Heimito se carteaba conRex Douglas (uno de los ídolos deConrad), el gran jugador norteamericanoy redactor estrella de la más prestigiosade las revistas especializadas: TheGeneral. Después de confiarnos quejamás había podido vencerlo (en seisaños llevaban jugadas tres partidas porcorrespondencia), Heimito acabó por

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sugerirme que escribiera a Rex y queconcertara con él una partida. Deboconfesar que al principio la idea no meinteresó demasiado. En caso de jugarpor correspondencia prefería hacerlocon personas como Heimito opertenecientes a mi círculo; no obstante,antes de que el autobús llegara aStuttgart, Conrad ya me habíaconvencido de la importancia deescribirle a Rex Douglas y de jugarcontra él.

Ingeborg ahora duerme. Antes hapedido que no me levantara de la cama,

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que la mantuviera abrazada toda lanoche. Le pregunté si tenía miedo. Fuealgo natural, nada premeditado,simplemente le dije: ¿Tienes miedo? yella contestó que sí. ¿Por qué?, ¿dequé?, no lo sabía. Estoy junto a ti, ledije, no debes tener miedo.

Luego se quedó dormida y melevanté. Todas las luces de la habitaciónestán apagadas menos la lamparilla quehe instalado sobre la mesa, junto aljuego. Esta tarde apenas he trabajado.Ingeborg compró en el pueblo un collarde piedras amarillentas que aquí llamanfilipino y que usan los jóvenes en laplaya y en las discotecas. Hemos

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cenado, con Hanna y Charly, en unrestaurante chino de la zona de loscampings. Cuando Charly comenzaba aemborracharse nos marchamos. Enrealidad, una tarde irrelevante; elrestaurante, por supuesto, estaba lleno arebosar y hacía calor; el camarerosudaba; la comida, buena pero nada delotro mundo; la conversación giró sobrelo temas predilectos de Hanna y Charly,es decir el amor y el sexo,respectivamente. Hanna es una mujerdispuesta para el amor, según suspropias palabras, aunque cuando hablade amor su interlocutor tiene la extrañasensación de que está hablando de

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seguridad, más aún, de marcas decoches y de electrodomésticos. Charly,por su parte, habla de piernas, nalgas,senos, pelos del pubis, cuellos,ombligos, esfínteres, etcétera, paramayor regocijo de Hanna e Ingeborg, aquienes constantemente arrancacarcajadas. La verdad, no sé qué lesproduce tanta gracia. Tal vez sean risasnerviosas. En cuanto a mí, puedo decirque comí en silencio, con la mentepuesta en otro lugar.

Al regresar al hotel vimos a FrauElse. Estaba en la punta del comedorque por las noches se transforma en salade baile, junto a la tarima de la orquesta,

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hablando con dos hombres vestidos deblanco. Ingeborg no se sentía muy biendel estómago, tal vez la comida china,por lo que pedimos una infusión demanzanilla en la barra del bar. Desdeallí vimos a Frau Else. Gesticulabacomo una española y movía la cabeza.Los hombres de blanco, encontrapartida, no agitaban ni un dedo.Son los músicos, dijo Ingeborg, los estáregañando. En realidad poco meimportaba quiénes fueran aunque porsupuesto sabía que no eran los músicos,pues a éstos había tenido oportunidad deverlos la noche pasada y eran másjóvenes. Cuando nos marchamos Frau

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Else seguía allí: una figura perfectaenvuelta en una falda verde y una blusanegra. Los hombres de blanco,impertérritos, sólo habían inclinado lascabezas.

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23 de agosto

Un día relativamente apacible. Porla mañana, después del desayuno,Ingeborg se marchó a la playa y yo meencerré en la habitación dispuesto acomenzar a trabajar en serio. El calor, alpoco rato, hizo que me pusiera el trajede baño y saliera al balcón, en dondehay un par de tumbonas bastantecómodas. La playa, pese a la hora, yaestaba llena de gente. Cuando volví aentrar encontré la cama recién hecha yun ruido proveniente del baño me indicóque la camarera aún estaba allí. Era la

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misma a la que había pedido la mesa.Esta vez no me pareció tan joven. Elcansancio se le traslucía en el rostro, ylos ojos, adormilados, semejaban los deun animal poco habituado a la luz deldía. Evidentemente no esperaba verme.Por un instante tuve la impresión de quehubiera deseado marcharse corriendo.Antes de que lo hiciera le pregunté sunombre. Dijo llamarse Clarita y sonrióde una forma que lo menos que puedodecir es que resultaba inquietante. Creoque era la primera vez que veía aalguien sonreír así.

Le ordené, tal vez con un ademándemasiado brusco, que esperara, luego

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busqué un billete de mil pesetas y se lopuse en la mano. La pobre muchacha memiró perpleja, sin saber si debía aceptarel dinero o a santo de qué se lo daba. Esuna propina, le dije. Entonces ocurrió lomás asombroso: primero se mordió ellabio inferior, como una colegialanerviosa, y luego se inclinó en unapequeña reverencia imitada sin duda dealguna película de los TresMosqueteros. No supe qué hacer, de quémanera interpretar su gesto; di lasgracias y dije que ya se podía marchar,pero no en español como hasta entoncessino en alemán. La muchacha meobedeció en el acto. Se marchó tan

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silenciosamente como había venido.El resto de la mañana lo ocupé

anotando en lo que Conrad llamaCuaderno de Campaña las líneasiniciales de mi variante.

A las doce me reuní con Ingeborg enla playa. Me encontraba, debo admitirlo,en un estado de exaltación producto delas provechosas horas transcurridasdelante del tablero, por lo que, contra micostumbre, hice un pormenorizado relatode mi apertura, relato que Ingeborginterrumpió diciendo que nos estabanescuchando.

Objeté que eso no era nada difícilpues en la playa, y casi hombro con

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hombro, se hacinaban miles de personas.Luego comprendí que Ingeborg había

s enti do vergüenza de mí, de laspalabras que yo decía (cuerpos deinfantería, cuerpos blindados, factoresde combate aéreos, factores de combatenavales, invasión preventiva deNoruega, posibilidades de emprenderuna acción ofensiva contra la UniónSoviética en el invierno del 39,posibilidades de derrotarcompletamente a Francia en laprimavera del 40), y fue como si unabismo se abriera a mis pies.

Comimos en el hotel. Después de lospostres Ingeborg propuso un paseo en

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barco; en la recepción le habíanfacilitado los horarios de los barquitosque hacen el recorrido entre nuestrobalneario y dos pueblos vecinos. Menegué aduciendo trabajo pendiente.Cuando le dije que pensaba dejaresbozados esta tarde los dos primerosturnos me observó con la primeraexpresión que ya había advertido en laplaya.

Con verdadero horror me doy cuentade que algo comienza a interponerseentre nosotros.

Una tarde, por lo demás, aburrida.

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En el hotel ya casi no se ven clientesblancos. Todos, incluso los que apenasllevan aquí un par de días, exhiben unbronceado perfecto, fruto de las muchashoras pasadas en la playa y de lascremas y bronceadores que nuestratecnología produce en abundancia. Dehecho el único cliente que aún mantienesu color natural soy yo. Asimismo soy elque mayor tiempo pasa en el hotel. Yo yuna anciana que casi no se mueve de laterraza. Eventualidad que parecedespertar la curiosidad de lostrabajadores, que comienzan aobservarme cada vez con mayor interés,si bien a una distancia prudente y con

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algo que a riesgo de ser exageradollamaré miedo. Creo que el incidente dela mesa se ha extendido a una velocidadprodigiosa. La diferencia entre laanciana y yo es que ella está quieta en laterraza, mirando el cielo y la playa, y yoconstantemente abandono la habitación,como un sonámbulo, para ir a la playa aver a Ingeborg o para tomar una cervezaen la barra del bar del hotel.

Es extraño, a veces tengo la certezade que la anciana ya estaba aquí cuandoyo venía con mis padres al Del Mar.Pero diez años son muchos, al menos eneste caso, y no consigo ubicar su rostro.Tal vez si me acercara y preguntara si se

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acordaba de mí…Poco probable. En cualquier caso no

sé si sería capaz de abordarla. Hay algoen ella que me repele. Sin embargo asimple vista es una vieja igual quetantas: más flaca que gorda, llena dearrugas, vestida de blanco, con gafas desol negras y un sombrerito de paja. Estatarde, después de que Ingeborg semarchara, la estuve mirando desde elbalcón. Su lugar en la terrazainvariablemente es el mismo, en unaesquina, al lado de la acera. Así,semioculta bajo una enorme sombrillablanquiazul, deja pasar las horascontemplando los pocos coches que

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circulan por el Paseo Marítimo, comouna muñeca articulada, feliz. Y, cosaextraña, necesaria para mi propiafelicidad: cuando ya no podía aguantarel aire enrarecido del cuarto salía y ellaestaba allí, una suerte de fuente deenergía que me insuflaba el ánimosuficiente para volver a sentarme junto ala mesa y proseguir el trabajo.

¿Y si ella, a su vez, me hubiera vistocada vez que me asomé al balcón? ¿Quépensaría de mí? ¿Quién creería que soy?En ningún momento levantó la mirada,pero con esos lentes negros nadie sabecuándo lo están observando y cuándo no;pudo ver mi sombra sobre el suelo de

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baldosas de la terraza; en el hotel habíapoca gente y sin duda consideraría fuerade lugar el que un joven apareciera ydesapareciera cada cierto tiempo. Laúltima vez que salí estaba escribiendouna postal. ¿Cabe la posibilidad de queme mencionara? No lo sé. Pero si lohizo, en qué términos, bajo quéperspectiva. Un joven pálido, con lafrente despejada. O un joven nervioso,sin duda enamorado. O tal vez un jovencomún y corriente, con problemas en lapiel.

No lo sé. Lo que sí sé es que me voypor las ramas, me pierdo ensuposiciones inútiles que sólo consiguen

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turbarme. No entiendo cómo mi buenConrad pudo alguna vez decir queescribo como Karl Broger. Qué másquisiera yo.

Gracias a Conrad conocí al grupoliterario Obreros de la Casa Nyland.Fue él quien puso en mis manos el libroSoldaten der Erde, de Karl Broger, yquien me empujó, acabada la lectura, aque buscara por las bibliotecas deStuttgart, en una carrera cada vez másvertiginosa y ardua, Bunker 17, delmismo Broger, Hammerschläge, deHeinrich Lersch, Das vergitterte Land,

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de Max Barthel, Rhythmus des neuenEuropa, de Gerrit Engelke, Mensch imEisen, de Lersch, etcétera.

Conrad conoce la literatura denuestra patria. Una noche, en suhabitación, me recitó de corridodoscientos nombres de escritoresalemanes. Le pregunté si los había leídoa todos. Dijo que sí. Particularmenteamaba a Goethe y, entre los modernos, aErnst Jünger. De éste tenía dos librosque siempre releía: Der Kampf alsinneres Erlebnis y Feuer und Blut. Nodesdeñaba, sin embargo, a losolvidados, de ahí su fervor, que prontocompartimos, por el Círculo Nyland.

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¡Cuántas noches a partir de entoncesme acosté tarde ocupado ya no sólo adescifrar espinosos reglamentos dejuegos nuevos sino embebido en laalegría y la desgracia, en los abismos yen las cimas de la literatura alemana!

Por supuesto, me refiero a laliteratura que se escribe con sangre y noa los libros de Florian Linden, loscuales, por lo que cuenta Ingeborg, cadavez son más disparatados. A estepropósito no está de más consignar aquíuna injusticia: Ingeborg haexperimentado enfado o vergüenza enlas contadas ocasiones en que le hehablado, en público y más o menos con

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detalle, de las progresiones de un juego;ella, no obstante, un sinnúmero de veces,y en múltiples momentos, tales comodurante el desayuno, en la discoteca, enel coche, en la cama, durante la cena eincluso por teléfono, me ha contado losenigmas que Florian Linden tiene queresolver. Y yo no me he enfadado ni mehe sentido avergonzado de que alguienescuchara lo que ella tenía que decirme;al contrario, he tratado de comprender elasunto de manera global y objetiva(vano esfuerzo) y luego he sugeridoposibles soluciones lógicas para losrompecabezas de su detective.

Hace un mes, sin ir más lejos, soñé

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con Florian Linden. Fue el colmo. Lorecuerdo vivamente: yo estaba acostado,pues tenía mucho frío, e Ingeborg medecía: «La habitación estáherméticamente cerrada»; entonces,desde el pasillo, sentíamos la voz delinvestigador Florian Linden que nosadvertía sobre la presencia en el cuartode una araña venenosa, una araña quepodía picarnos y luego escabullirse,aunque el cuarto estuviera«herméticamente cerrado». Ingeborg seponía a llorar y yo la abrazaba. Al cabode un rato ella decía: «Es imposible,¿cómo se las habrá arreglado Florianesta vez?» Yo me levantaba y daba

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vueltas, registrando cajones en busca dela araña, pero no encontraba nadaaunque, claro está, había muchos lugaresdonde podía esconderse. Ingeborggritaba: Florian, Florian, Florian, ¿quédebemos hacer?, sin que nadie lerespondiera. Creo que los dos sabíamosque estábamos solos.

Eso era todo. Más que un sueño fueuna pesadilla. Si algo significaba, loignoro. Yo no suelo tener pesadillas.Durante mi adolescencia, sí; laspesadillas eran numerosas y de muyvariadas escenografías. Pero nada quepudiera inquietar a mis padres o alpsicólogo de la escuela. En realidad

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siempre he sido una personaequilibrada.

Sería interesante recordar los sueñosque tuve aquí, en el Del Mar, hace másde diez años. Seguramente soñaba conmuchachas y con castigos, como todoslos adolescentes. Mi hermano, algunavez, me contó un sueño. No sé siestábamos los dos solos o tambiénestaban mis padres. Yo nunca hice algosemejante. Cuando Ingeborg era pequeñamuchas veces despertaba llorando ynecesitaba que alguien la consolara. Esdecir, se despertaba con miedo y conuna enorme sensación de soledad. A míeso jamás me ocurrió, o me ocurrió tan

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pocas veces que ya lo he olvidado.Desde hace un par de años sueño

con juegos. Me acuesto, cierro los ojosy se enciende un tablero lleno de fichasincomprensibles, y así, poco a poco, mearrullo hasta quedarme dormido. Pero elsueño de verdad debe ser distinto puesno lo recuerdo.

Pocas veces he soñado conIngeborg, no obstante ella es la figuraprincipal de uno de mis sueños másintensos. Es un sueño corto de contar,aparentemente breve, y tal vez allíradique su mayor virtud. Ella estásentada en una banca de piedrapeinándose con un cepillo de cristal; el

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pelo, de un dorado purísimo, le llegahasta la cintura. Está atardeciendo. Alfondo, muy lejos aún, se divisa unapolvareda. De pronto me doy cuenta deque junto a ella hay un enorme perro demadera y me despierto. Creo que losoñé al poco tiempo de conocemos.Cuando se lo conté dijo que lapolvareda significaba el encuentro delamor. Le dije que creía lo mismo.Ambos nos sentíamos felices. Todoaquello ocurrió en la discoteca Detroit,en Stuttgart, y es posible que aúnrecuerde ese sueño porque se lo conté aella y ella lo entendió.

A veces Ingeborg me telefonea a

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altas horas de la madrugada. Confiesaque ése es uno de los motivos por losque me quiere. Algunos ex novios nopodían soportar esas llamadas. Un talErich rompió con ella precisamente pordespertarlo a las tres de la mañana. Alcabo de una semana pretendióreconciliarse pero Ingeborg lo rechazó.Ninguno entendió que ella necesitahablar con alguien después de despertarde una pesadilla, sobre todo si está solay la pesadilla ha sido particularmenteespantosa. Para estos casos yo soy lapersona ideal: tengo el sueño ligero; enun instante puedo ponerme a hablarcomo si la llamada fuera a las cinco de

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la tarde (cosa improbable pues a esahora aún estoy trabajando); no memolesta que me llamen de noche;finalmente, cuando suena el teléfono aveces ni siquiera estoy dormido.

De más está decir que las llamadasme llenan de felicidad. Una felicidadserena que no me impide volver adormirme con la misma presteza con quehe despertado. Y con las palabras dedespedida de Ingeborg resonando en misoídos: «Que sueñes con lo que másquieras, querido Udo».

Querida Ingeborg. A nadie he amadotanto. ¿Por qué, entonces, esas miradasde mutua desconfianza? ¿Por qué no

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amamos sin más, como niños,aceptándonos del todo?

Cuando regrese le diré que laquiero, que la he extrañado, que meperdone.

Ésta es la primera vez que salimosjuntos, que compartimos unasvacaciones, y como es natural nos cuestaamoldarnos el uno al otro. Debo evitarhablar de juegos, en especial de juegosde guerra, y estar más atento a ella. Sitengo tiempo, apenas termine de escribirestas líneas, bajaré a la tienda desouvenirs del hotel y le compraré algo,un detalle que la haga sonreír yperdonarme. No soporto pensar en

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perderla. No soporto pensar en hacerledaño.

He comprado un collar de plata conincrustaciones de ébano. Cuatro milpesetas. Espero que le guste. Tambiénhe adquirido una figura de barro, muypequeña, de un campesino con unsombrero rojo, acuclillado, en el acto dedefecar; según explicó la dependienta esuna figura típica de la región o algo así.Estoy seguro de que a Ingeborg leparecerá divertida.

En la recepción he visto a Frau Else.Me acerqué con cuidado y, antes de

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darle las buenas tardes, pude observarpor encima de su hombro un libro decontabilidad en donde los cerosabundaban. Algo debe inquietarla puesal darse cuenta de mi presencia semostró más bien malhumorada. Quiseenseñarle el collar pero no me dejó.Apoyada en el mostrador de larecepción, con el pelo iluminado por lasúltimas luces que entraban por el amplioventanal del pasillo, preguntó porIngeborg y por «mis amigos». Le mentíque no tenía idea de a qué amigos serefería. La pareja de jóvenes alemanes,dijo Frau Else. Contesté que no eranamigos sino conocidos, amistades de

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verano; además, dije, eran clientes de lacompetencia. Frau Else no parecióapreciar mi ironía. Como era evidenteque no pensaba decir nada más y yotodavía no deseaba subir a la habitación,saqué apresuradamente la figurilla debarro y se la enseñé. Frau Else sonrió ydijo:

—Es usted un niño, Udo.No sé por qué pero esa simple frase,

pronunciada con un tono perfecto, bastópara ruborizarme. Luego me indicó quetenía trabajo y que la dejara sola. Antesde marcharme le pregunté a qué horasolía oscurecer. A las diez de la noche,dijo Frau Else.

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Desde el balcón puedo ver losbarquitos que hacen el recorridoturístico; salen cada hora del viejopuerto de los pescadores, enfilan haciael este, luego tuercen hacia el norte y sepierden detrás de un gran peñasco queaquí llaman punta de la Virgen. Son lasnueve y recién ahora comienza ainsinuarse la noche de forma pausada ybrillante.

La playa está casi vacía. Sólo sedistinguen niños y perros transitando porla arena de color amarillo oscuro. Losperros, al principio solos, pronto sejuntan en manada y corren hacia la zona

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de los pinares y de los campings, luegoregresan y poco a poco la manada sedisgrega. Los niños juegan sin moverse.Por el otro extremo del pueblo, por laparte de los barrios antiguos y de lospeñascos, aparece un barquito blanco.Allí viene Ingeborg, estoy seguro. Peroel barquito da la sensación de apenasdesplazarse. En la playa, entre el DelMar y el Costa Brava, el encargado delos patines comienza a retirar éstos de laorilla. Aunque el trabajo debe serpesado no lo ayuda nadie. Sin embargo,vista la facilidad con que transporta losenormes trastos, dejando una huellaprofunda en la arena, se hace evidente

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que se basta a sí mismo. Desde estadistancia nadie adivinaría que gran partede su cuerpo está horriblementequemado. Viste tan sólo unos pantalonescortos y el viento que corre por la playale alborota el pelo, demasiado largo. Nopuede negarse que es un personajeoriginal. Y no lo digo por lasquemaduras sino por la singular manerade ordenar los patines. Lo que ya habíadescubierto la noche en que Charly senos escapó por la playa ahora vuelvo averlo, sólo que desde el principio, y laoperación, tal como me lo figuré aquellanoche, es lenta, complicada, carente deutilidad práctica, absurda. Consiste en

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agrupar los patines, encarados endistintas direcciones, trabándolos entresi, hasta formar no la tradicional hilera odoble hilera sino un círculo, o mejor:una estrella de puntas imprecisas. Laborardua que se traduce en que cuando él vapor la mitad todos los demás encargadosya han terminado. A él, sin embargo, noparece importarle. Debe sentirse a gustotrabajando a esta hora del día,refrescado por la brisa del atardecer,con la playa vacía a excepción de unospocos niños que juegan en la arena sinacercarse a los patines. Bueno, si yofuera niño creo que tampoco meacercaría.

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Es extraño: por un segundo he tenidola impresión de que con los patinesestaba construyendo una fortaleza. Unafortaleza como las que construyen,precisamente, los niños. La diferenciaestriba en que ese pobre desgraciado noes un niño. Ahora bien, construir unafortaleza, ¿para qué? Creo que esevidente: para pasar la noche allídentro.

El barquito de Ingeborg ha atracado.Ella debe venir ahora en dirección alhotel; imagino su piel tersa, su pelofresco y oloroso, sus pasos decididosatravesando el barrio antiguo. Laoscuridad pronto será completa.

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El encargado de los patines aún notermina de construir su estrella. Mepregunto cómo es que nadie le hallamado la atención; esos patines, comouna vulgar chabola, rompen todo elencanto de la playa; aunque supongo queel infeliz no tiene ninguna culpa y tal vezel mal efecto, la sensación profunda deque aquello se parece demasiado a unachabola o a una madriguera, sólo seavisible desde esta perspectiva. ¿Desdeel Paseo Marítimo nadie percibe eldesorden que esos patines infligen a laplaya?

He cerrado el balcón. ¿Por quéIngeborg tarda tanto en llegar?

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24 de agosto

Mucho es lo que tengo que escribir.He conocido al Quemado. Intentaréresumir lo ocurrido en las últimas horas.

Ingeborg llegó anoche radiante y debuen ánimo. El paseo había sido un éxitoy no necesitamos decirnos nada paraproceder a una reconciliación que, pornatural, fue aún más hermosa. Cenamosen el hotel y luego nos reunimos conHanna y Charly en un bar junto al PaseoMarítimo llamado el Rincón de losAndaluces. En el fondo hubierapreferido pasar el resto de la noche a

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solas con Ingeborg pero no pudenegarme, so riesgo de enturbiar nuestrarecién inaugurada paz.

Charly estaba feliz y nervioso, y notardé en descubrir el motivo: aquellanoche daban por televisión el partido defútbol entre las selecciones de Alemaniay España y pretendía que lo viéramos,los cuatro, en el interior del bar,mezclados con los numerosos españolesque aguardaban el inicio del encuentro.Cuando le hice notar que estaríamos máscómodos en el hotel arguyó que no eralo mismo; en el hotel, casi con todaseguridad, sólo habría alemanes; en elbar estaríamos rodeados de «enemigos»,

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lo que duplicaba la emoción del partido.Sorprendentemente Hanna e Ingeborg sepusieron de su lado.

Aunque disconforme, no insistí, y alpoco rato abandonamos la terraza y nosinstalamos cerca del aparato detelevisión.

Fue así como conocimos al Lobo yal Cordero.

No describiré el interior del Rincónde los Andaluces; sólo diré que eraamplio, que olía mal, y que un solovistazo bastó para confirmar mistemores: éramos los únicos extranjeros.

El público, distribuido de maneraanárquica en una suerte de medialuna

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delante del televisor, estaba compuestobásicamente por jóvenes, la mayoríahombres, todos con pinta detrabajadores que acaban de finalizar lajornada y que aún no han tenido tiempode ir a ducharse. En invierno, sin duda,la escena no sería rara; en veranoresultaba chocante.

Para acentuar la diferencia entreellos y nosotros, los allí presentesparecían conocerse desde la más tiernainfancia y lo demostraban dándosepalmadas, gritando de una esquina aotra, haciendo bromas que poco a pocosubían de tono. El ruido eraensordecedor. Las mesas estaban

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colmadas de botellas de cerveza. Ungrupo jugaba con un futbolín ruinoso y elsonido que producían, de metalaporreado, se sobreponía al bulliciogeneral como los disparos de unfrancotirador en medio de una batallacampal de espadas y navajas. Eraevidente que nuestra presencia causabauna expectación que poco o nada teníaque ver con el partido. Las miradas, conmayor o menor grado de disimulo,convergían en Ingeborg y Hanna,quienes, de más está decirlo, porcontraste parecían dos princesas decuento de hadas, sobre todo Ingeborg.

Charly estaba encantado. En

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realidad, aquél era su ambiente, legustaban los gritos, las bromas de malgusto, la atmósfera cargada de humo yolores nauseabundos; si encima podíaver jugar a nuestra selección, mejor.Pero nada es perfecto. Justo cuando nosservían la sangría para cuatrodescubrimos que aquel equipo era el deAlemana Oriental. A Charly le sentócomo una patada y su humor, a partir deentonces, se hizo cada vez másinestable. Por lo pronto quiso marcharseenseguida. Más tarde tuve ocasión decomprobar que sus miedos, sin exagerar,eran enormes y absurdos. Entre éstosdestacaba el siguiente: que los

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españoles nos tomaran por alemanesorientales.

Finalmente decidimos irnos apenasdiéramos cuenta de la sangría. Restadecir que no prestábamos la menoratención al partido, ocupados tan sólo enbeber y reír. Fue entonces cuando elLobo y el Cordero se sentaron a nuestramesa.

De qué manera ocurrió, no lo sabríadecir. Simplemente, sin ninguna excusa,se sentaron con nosotros y se pusieron ahablar. Sabían algunas palabras deinglés, insuficientes desde todo punto devista, aunque suplían la carenciaidiomática con una enorme capacidad

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mímica. Al principio la conversacióndiscurrió sobre los lugares comunes desiempre (el trabajo, el clima, lossueldos, etcétera) y yo hice de traductor.Eran, creí entender, guías nativosvocacionales, seguramente una broma.Luego, más avanzada la noche y lafamiliaridad en el trato, misconocimientos sólo fueron requeridos enlos momentos difíciles. Ciertamente elalcohol obra milagros.

Del Rincón de los Andalucesmarchamos todos, en el coche de Charly,a una discoteca en las afueras delpueblo, en un descampado cerca de lacarretera de Barcelona. Los precios eran

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bastante más bajos que en la zonaturística, la clientela estaba compuestamayoritariamente por gente similar anuestros nuevos amigos y el ambienteera festivo, propenso a la camaradería,aunque con un algo oscuro y turbio,como sólo se da en España y que,paradójicamente, no inspiradesconfianza. Charly, como siempre, notardó en emborracharse. En algúnmomento de la noche, ignoro de quémodo, supimos que la selección deAlemania Oriental había perdido pordos a cero. Lo recuerdo como algoextraño pues a mí no me interesa elfútbol y sentí el anuncio del resultado

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del partido como una inflexión en lanoche, como si a partir de aquelmomento toda la jarana de la discotecapudiera transformarse en algo distinto,en un espectáculo de horror.

Regresamos a las cuatro de lamadrugada. Conducía el coche uno delos españoles pues Charly, en el asientotrasero, con la cabeza fuera de laventanilla, vomitó todo el viaje. Laverdad es que su estado era lastimoso.Al llegar al hotel me llevó aparte y sepuso a llorar. Ingeborg, Hanna y los dosespañoles nos observaban concuriosidad pese a las señas que hicepara que se alejaran. Entre hipos Charly

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confesó que tenía miedo de morir; sudiscurso, en general, resultó ininteligibleaunque quedó claro que carecía de razónque justificara tales aprensiones. Luego,sin transición, se puso a reír y a boxearcon el Cordero. Éste, bastante más bajoy delgado, se contentaba con esquivarlo,pero Charly estaba demasiado borrachoy perdió el equilibrio o se dejó caerintencionadamente. Mientras lolevantábamos uno de los españolessugirió que fuéramos a tomar café alRincón de los Andaluces.

La terraza del bar, vista desde elPaseo Marítimo, tenía un halo de cuevade ladrones, un indeciso aire de taberna

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dormida en medio de la humedad y de laniebla de la mañana. El Lobo explicóque aunque pareciera cerrado, en elinterior solía estar el dueño viendopelículas en su nuevo vídeo hasta queclareaba. Decidimos probar. Al cabo deun momento abrió la puerta un hombrede cara sonrosada y barba de unasemana.

Fue el propio Lobo quien preparólos cafés. En el sector de las mesas, deespaldas a nosotros, sólo había dospersonas mirando la tele, el patrón yotro, sentados en mesas separadas.Tardé un instante en reconocer al otro.Fue algo oscuro lo que me impulsó a

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sentarme junto a él. Puede que tambiényo estuviera algo borracho. El caso esque cogí mi café y me senté en su mesa.Sólo tuve tiempo de cruzar un par defrases convencionales (de pronto mesentí torpe y nervioso) hasta que losdemás se nos unieron. El Lobo y elCordero, por supuesto, lo conocían. Laspresentaciones fueron hechas con todaformalidad.

—Aquí, Ingeborg, Hanna, Charly yUdo, unos amigos alemanes.

—Aquí, nuestro colega el Quemado.Traduje para Hanna la presentación.

—¿Cómo pueden llamarleQuemado? —preguntó.

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—Porque lo está. Además no sólo lellaman así. Puedes llamarle Musculitos;ambos apodos le van bien.

—Creo que es una falta atroz dedelicadeza —dijo Ingeborg.

Charly, hasta entonces balbuceante,dijo:

—O bien un exceso de franqueza.Simplemente no soslayan el problema.En la guerra era así, los camaradas sedecían las cosas por su nombre y consencillez, y eso no significaba nimenosprecio, ni falta de delicadeza,aunque, claro…

—Es horrible —cortó Ingeborg,mirándome con disgusto. El Lobo y el

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Cordero apenas repararon en nuestrointercambio de palabras, ocupados enexplicarle a Hanna que una copa decoñac difícilmente podía empeorar laborrachera de Charly. Hanna, entreambos, por momentos parecíaexcitadísima y por momentos angustiaday con ganas de salir corriendo, aunqueno creo que en el fondo tuvierademasiados deseos de volver al hotel.Al menos no con Charly, que habíallegado al punto en que sólo podíabalbucear incoherencias. El únicosobrio era el Quemado y nos miró comosi comprendiera el alemán. Ingeborg, aligual que yo, lo notó y se puso nerviosa.

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Es una reacción muy típica de ella, nosoporta hacerle daño a nadie de formainvoluntaria. Pero, en realidad, ¿quédaño podíamos haberle hecho connuestras palabras?

Más tarde le pregunté si conocíanuestra lengua y dijo que no.

A las siete de la mañana, con el solya alto, nos metimos en la cama. Lahabitación estaba fría e hicimos el amor.Luego nos quedamos dormidos con lasventanas abiertas y las cortinas corridas.Pero antes… antes tuvimos que arrastrara Charly al Costa Brava, empeñado encantar canciones que el Lobo y elCordero le tarareaban al oído (éstos se

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reían como locos y batían palmas);después, en el trayecto hacia su hotel, seobstinó en nadar un rato. En contra de laopinión de Hanna y mía, los españoleslo apoyaron y se metieron los tres en elagua. La pobre Hanna dudó un instanteentre bañarse ella también o esperar enla orilla con nosotros; finalmente sedecidió por esto último.

El Quemado, que se había marchadodel bar sin que nos diésemos cuenta,apareció caminando por la playa y sedetuvo a unos cincuenta metros de dondeestábamos. Allí se quedó, en cuclillas,contemplando el mar.

Hanna explicó que tenía miedo de

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que a Charly le pasara algo malo. Ellaera una estupenda nadadora y por talmotivo pensaba que su deber eraacompañarlo, pero, dijo con una sonrisatorcida, no había querido desnudarsedelante de nuestros nuevos amigos.

El mar estaba liso como unaalfombra. Los tres nadadores cada vezse alejaban más. Pronto no pudimosreconocer quién era cada uno de ellos;el pelo rubio de Charly y el pelo oscurode los españoles se hicieronindistinguibles.

—Charly es el que está más lejos —dijo Hanna.

Dos de las cabezas comenzaron a

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retroceder hacia la playa. La tercerasiguió avanzando mar adentro.

—Ése es Charly —dijo Hanna.Tuvimos que disuadirla para que no

se desnudara y fuera tras él. Ingeborg memiró como si yo fuera el indicado parasemejante empresa, pero no dijo nada.Se lo agradecí. La natación no es mifuerte y ya estaba demasiado lejos paradarle alcance. Los que regresaban lohacían con extrema lentitud. Uno deellos se volvía cada tantas brazadascomo para comprobar si aparecíaCharly detrás de él. Por un instantepensé en lo que éste me había dicho:temor a la muerte. Era ridículo. En ese

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momento miré hacia donde estaba elQuemado y ya no lo vi. A la izquierdade donde nos hallábamos, a mitad decamino entre el mar y el PaseoMarítimo, se erguían los patinesbañados por una luz levemente azulada,y supe que él ahora estaba allí, en elinterior de su fortaleza, tal vezdurmiendo o tal vez observándonos, y lasola idea de saberlo oculto me pareciómás emocionante que la exhibición denatación que nos estaba imponiendo elimbécil de Charly.

Por fin el Lobo y el Corderoalcanzaron la orilla, en donde se dejaroncaer, agotados, uno al lado del otro,

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incapaces de levantarse. Hanna, sinpreocuparse por la desnudez de ellos,corrió hacia allí y comenzó ainterrogarlos en alemán. Los españolesse rieron, cansados, y le dijeron que noentendían nada. El Lobo intentóderribarla y luego le arrojó agua. Hannadio un salto hacia atrás (un saltoeléctrico) y se tapó la cara con lasmanos. Pensé que se pondría a llorar oque les pegaría, pero no hizo nada.Volvió junto a nosotros y se sentó en laarena, al lado del montoncito de ropaque Charly había dejado desparramada yque ella había juntado y dobladolaboriosamente.

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—Hijo de puta —oí que murmuraba.Luego, tras un largo suspiro, se

levantó y comenzó a otear el horizonte.Charly no se veía por ninguna parte.Ingeborg sugirió que llamásemos a lapolicía. Me acerqué a los españoles yles pregunté cómo podíamos ponernosen contacto con la policía o con algúnequipo de salvamento del puerto.

—Policía no —dijo el Cordero.—No pasa nada, ese tío es un

guasón, ya vendrá. Seguro que nosquiere gastar una broma.

—Pero no llames a la policía —insistió el Cordero. Informé a Ingeborg yHanna que con los españoles no

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podíamos contar en caso de pedir ayuda,lo que por otra parte no dejaba de ser unpoco exagerado. En realidad Charlypodía aparecer en cualquier momento.

Los españoles se vistieronapresuradamente y se unieron anosotros. La playa estaba pasando de uncolor azul a uno rojizo y por la veredadel Paseo Marítimo algunos turistasmadrugadores se dedicaban a correr.Todos permanecíamos de pie menosHanna, que se había vuelto a sentar allado de la ropa de Charly y tenía losojos empequeñecidos, como si la luz,cada vez más fuerte, le hiciera daño.

Fue el Cordero el primero en

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divisarlo. Sin levantar agua, con unestilo cadencioso y perfecto, Charlyestaba arribando a la orilla a unos cienmetros de donde nos encontrábamos.Con gritos de júbilo los españolescorrieron a recibirlo sin importarlesmojarse los pantalones. Hanna, por elcontrario, se puso a llorar abrazada aIngeborg y dijo que se sentía mal. Charlysalió del agua casi sobrio. Besó a Hannay a Ingeborg y a los demás nos dio unapretón de manos. La escena tenía algode irreal.

Nos despedimos delante del CostaBrava. Mientras nos dirigíamos, yasolos, hacia nuestro hotel, vi al

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Quemado que salía de debajo de lospatines y luego comenzaba adesensamblar éstos, preparándose paraun día más de trabajo.

Despertamos pasadas las tres de latarde. Nos duchamos y comimos algoligero en el restaurante del hotel.Sentados en la barra contemplamos elpanorama del Paseo Marítimo a travésde los ventanales ahumados. Era comouna tarjeta postal. Viejos acomodadosen el parapeto junto a la acera, la mitadde ellos con sombreritos blancos, yviejas con las faldas levantadas por

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encima de las rodillas para que el sollamiera sus muslos. Eso era todo.Tomamos un refresco y subimos a lahabitación a ponernos los trajes debaño. Charly y Hanna estaban en el sitiode costumbre, cerca de los patines. Elincidente de aquella mañana dio tema deconversación para rato: Hanna dijo quecuando tenía doce años su mejor amigomurió de un paro cardíaco mientras sebañaba; Charly, totalmente repuesto dela borrachera, contó que durante untiempo él y un tal Hans Krebs fueron loscampeones de la piscina municipal deOberhausen. Habían aprendido a nadaren un río y su opinión era que quien

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aprende en ese medio no puede serderrotado jamás por el mar. En los ríos,dijo, hay que nadar con los músculosalerta y la boca cerrada, sobre todo si elrío es radiactivo. Se sentía contento dehaber demostrado a los españoles sucapacidad de aguante. Contó que éstos,en determinado momento, le rogaron queregresara; al menos eso fue lo queCharly creyó; de todas maneras, aunquele dijeran otra cosa, por el tono de susvoces comprendió que tenían miedo. Túno tuviste miedo porque estabasborracho, dijo Hanna mientras lobesaba. Charly sonrió mostrando doshileras de dientes blancos y grandes.

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No, dijo, yo no tuve miedo porque sénadar.

Inevitablemente vimos al Quemado.Se movía con lentitud y sólo llevabaencima unos pantalones vaqueroscortados como bermudas. Ingeborg yHanna levantaron los brazos y losaludaron. No se acercó a nosotros.

—¿Desde cuándo sois amigas de esetipo? —dijo Charly. El Quemadorespondió de igual manera y volvió a laorilla arrastrando un patín. Hannapreguntó si era verdad que le llamabanQuemado. Dije que así era. Charly dijoque apenas se acordaba de él. ¿Por quéno se metió al mar conmigo? Por la

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misma razón que Udo, dijo Ingeborg,porque no es tonto. Charly se encogió dehombros. (Creo que le encanta que lasmujeres lo regañen). Probablemente esmejor nadador que tú, dijo Hanna. No locreo, dijo Charly, apostaría cualquiercosa. Hanna observó entonces que lamusculatura del Quemado era mayor quela de nosotros dos, en realidad que la decualquiera que estuviera en ese momentotomando el sol. ¿Un culturista? Ingeborgy Hanna se echaron a reír. DespuésCharly nos confesó que no recordabanada de la noche pasada. El viaje deregreso de la discoteca, los vómitos, laslágrimas se habían borrado de su

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memoria. Por el contrario, sabía más delLobo y el Cordero que todos nosotros.Uno de ellos trabajaba en unsupermercado de la zona de loscampings y el otro era camarero en unbar del barrio antiguo. Estupendosmuchachos.

A las siete abandonamos la playa ynos fuimos a beber cerveza en la terrazadel Rincón de los Andaluces. El patrónestaba detrás de la barra conversandocon un par de ancianos del pueblo,ambos de estatura muy reducida, casiunos enanos. Al vernos nos saludó conun ademán. Se estaba bien allí. Corríauna brisa suave y fresca, y aunque las

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mesas estaban todas ocupadas, la genteaún no se dedicaba en cuerpo y alma ahacer ruidos. Eran, como nosotros,personas que volvían de la playa y queestaban cansadas de nadar y tomar sol.

Nos separamos sin hacer planes parala noche.

Al llegar al hotel tomamos una duchay después Ingeborg decidió instalarse enla tumbona del balcón a escribirpostales y a terminar de leer la novelade Florian Linden. Yo estuve unmomento mirando mi juego y luego bajéal restaurante a tomar una cerveza. Alcabo de un rato subí a buscar elcuaderno y encontré a Ingeborg dormida,

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envuelta en su bata negra, con laspostales fuertemente sujetas entre lamano y la cadera. Le di un beso y sugeríque se metiera en la cama pero no quiso.Creo que tenía algo de fiebre. Decidíbajar otra vez al bar. En la playa elQuemado repetía el ritual de todas lastardes. Uno a uno los patines volvían aensamblarse y la chabola iba tomandoforma, elevándose, si es que una chabolapuede elevarse. (Una chabola no; perouna fortaleza sí). Inconscientementelevanté una mano y lo saludé. No mevio.

En el bar encontré a Frau Else. Mepreguntó qué escribía. Nada importante,

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dije, el borrador de un ensayo. Ah, esusted escritor, dijo ella. No, no, dije,mientras los colores me subían a la cara.Para cambiar de tema pregunté por sumarido, a quien aún no había tenido elgusto de saludar.

—Está enfermo.Lo dijo con una sonrisa muy suave

mientras me miraba y al mismo tiempomiraba a su alrededor como si noquisiera perderse nada de lo que ocurríaen el bar.

—Cuánto lo siento.—No es nada grave.Comenté algo sobre las

enfermedades de verano, alguna

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estupidez, sin duda. Luego me levanté ypregunté si aceptaría tomar una copaconmigo.

—No, gracias, estoy bien así,además tengo trabajo. ¡Siempre tengotrabajo!

Pero no se movió de donde estaba.—¿Hace mucho que no visita

Alemania? —dije por no quedarmecallado.

—No, querido, en enero estuve unassemanas.

—¿Y cómo ha encontrado el país?—En el acto me di cuenta de que habíadicho una tontería y volví a enrojecer.

—Como siempre.

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—Sí, es verdad —murmuré.Frau Else me miró por primera vez

con simpatía y luego se marchó. Vicómo la abordaba un camarero y luegouna clienta y después un par de viejos,hasta que desapareció detrás de laescalera.

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25 de agosto

La amistad de Charly y Hannaempieza a pesar como una losa. Ayer,después de finalizada la escritura deldiario, cuando creía que pasaría unavelada tranquila, a solas con Ingeborg,aparecieron ellos. Eran las diez de lanoche; Ingeborg acababa de despertar.Le dije que yo prefería quedarme en elhotel pero ella, después de hablar porteléfono con Hanna (Charly y Hannaestaban en la recepción), decidió que lomejor era salir. Estuvimos discutiendoen el cuarto todo el tiempo que ocupó en

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cambiarse de ropa. Cuando bajamos misorpresa fue mayúscula al ver al Lobo yal Cordero. Aquél, acodado en elmostrador, le contaba algo al oído de larecepcionista que hacia que ésta se rierasin ningún recato. Me desagradóprofundamente: supuse que era la mismaque había ido con el chisme a Frau Elsecuando el malentendido de la mesa,aunque teniendo en cuenta la hora y laposibilidad de que existieran dos turnosde recepción, podía tratarse de otra. Encualquier caso era muy joven y tonta: alvernos nos hizo una mueca de apreciocomo si compartiera con nosotros unsecreto. Los demás aplaudieron. Era el

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colmo.Salimos del pueblo en el coche de

Charly, junto a él iba Hanna y el Loboindicándole el camino. Durante eltrayecto hasta la discoteca, si es que aaquel antro se le puede llamar así, vienormes fábricas de cerámica instaladasde forma rudimentaria a orillas de lacarretera. En realidad debían serbodegas o almacenes de venta al pormayor. Toda la noche permanecíaniluminados por reflectores como decampo de fútbol y el automovilistapodía observar innumerables cacharros,vasijas, macetas de todos los tamaños yalguna que otra escultura detrás de las

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vallas. Burdas imitaciones griegascubiertas de polvo. Falsas artesaníasmediterráneas detenidas en una hora nidiurna ni nocturna. Por los patios sólo vitransitar perros guardianes.

La noche, en líneas generales, fue encasi todo igual a la precedente. Ladiscoteca no tenía nombre aunque elCordero dijo que se llamaba DiscotecaTrapera; al igual que la otra, estabaconcebida más para los trabajadores delos alrededores que para los turistas; lamúsica y la iluminación eranlamentables; Charly se dedicó a beber yHanna e Ingeborg a bailar con losespañoles. Todo hubiera acabado de la

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misma manera si no llega a ser por unincidente, frecuentes en este lugar, segúnel Lobo, que nos aconsejó marcharnos atoda prisa. Intentaré reconstruir lahistoria: comienza con un tipo que fingíabailar entre las mesas y por el bordillode la pista. Según parece no habíapagado unas consumiciones y estabadrogado. Sobre esto último, por cierto,no hay ninguna certeza. Su rasgo másdistintivo, y en el cual yo reparé muchoantes de que empezara la gresca, loconstituía una varilla de considerablegrosor que blandía en una mano, aunqueluego el Lobo asegurara que se tratabade un bastón de tripa de cerdo, cuyo

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golpe deja en las carnes una cicatriz depor vida. En cualquier caso la actituddel bailarín espurio resultaba desafiantey pronto se le acercaron dos camarerosde la discoteca, camareros que por otraparte no van uniformados y en nada sedistinguen del resto de los clientes, a noser por sus modales y rostros,patibularios del todo. Entre ellos y eldel bastón se intercambiaron palabrasque poco a poco fueron subiendo detono.

Pude escuchar que el del bastóndecía:

—Mi estoque va conmigo a todaspartes —refiriéndose de ese peculiar

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modo a su bastón y en respuesta a laprohibición de estar con él en ladiscoteca.

El camarero respondió:—Tengo algo mucho más duro que

tu estoque. —Acto seguido vino unaluvión de palabras soeces que nocomprendí y por último el camarero dijo—: ¿Quieres verlo?

El del bastón se quedó mudo; meatrevería a afirmar que empalideciósúbitamente.

Entonces el camarero levantó suantebrazo, musculoso y velludo como elde un gorila, y dijo:

—¿Ves? Esto es más duro.

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El del bastón se rió en un tono no dedesafío sino más bien de alivio, aunquedudo que los camareros captaran ladiferencia, y levantó su varillacogiéndola por ambas puntas hastatensarla como un arco. Tenía una risaestúpida, risa de borracho y dedesgraciado. En ese momento, comoimpulsado por un resorte, el brazo queel camarero había enseñado saliódisparado hacia delante y se apoderódel bastón. Todo fue muy rápido.Enseguida, poniéndose colorado por elesfuerzo, lo rompió en dos. De una mesasurgieron aplausos.

Con la misma celeridad, el tipo del

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bastón se echó encima del camarero, leatenazó el brazo por la espalda sin quenadie pudiera impedirlo y, en un tris, selo rompió. Creo que pese a la música,que no se había interrumpido durantetodo el incidente, oí el sonido de loshuesos rotos.

La gente comenzó a gritar. Primerofueron los alaridos del camarero al queacababan de romper el brazo, luego losgritos de los que se enzarzaron en unapelea en donde, al menos desde mimesa, no se sabía quién era aliado dequién, y finalmente los chillidosgeneralizados de todos los presentes,incluidos aquellos que ni siquiera sabían

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de qué iba el asunto.Decidimos emprender la retirada.En el camino de regreso nos

cruzamos con dos coches de la policía.El Lobo no vino con nosotros, fueimposible encontrarlo en la confusión dela salida, y el Cordero, que nos siguiósin protestar, ahora se lamentaba dehaber dejado a su amigo y proponíavolver. En esto Charly fue tajante: siquería volver que lo hiciera en autostop.Convinimos en esperar al Lobo en elRincón de los Andaluces.

El bar aún estaba abierto cuandollegamos, quiero decir abierto a todos ycon la terraza iluminada y llena de gente

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pese a lo avanzado de la hora; el patrón,a petición del Cordero, pues la cocina síestaba cerrada, nos preparó un par depollos que acompañamos con unabotella de vino tinto; luego, como aúntuviéramos apetito, despachamos unafuente con trozos de embutidos y tacosde jamón, y pan con tomate y aceite.Cuando la terraza ya estaba cerrada y enel interior sólo quedábamos nosotros yel patrón, que a esas horas se entregabaa su afición favorita, ver videos devaqueros y cenar sin prisas, apareció elLobo.

Al vernos se puso de un humor delos demonios y sus recriminaciones,

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«me dejasteis abandonado», «meolvidasteis», «no puede uno confiar enlos amigos», etcétera, iban dirigidas,sorprendentemente, a Charly. ElCordero, que en buena ley era el únicoamigo que allí tenía, asumió una actitudde vergüenza y mudo acatamiento antelas palabras dichas por su compañero. YCharly, de una manera aún mássorprendente, asentía y se disculpaba,tomaba a broma pero explicaba, en unapalabra, se sentía honrado del talentoafrentado que el español exponía congenerosidad de gestos y pésimo gusto.¡Sí, a Charly eso le gustaba! ¡Tal vezintuía en aquella escena una amistad

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verdadera! ¡Era para reírse! He depuntualizar que el Lobo, a mí, no medirigió el más mínimo reproche, y quecon las chicas mantuvo su composturade siempre, entre comedida y soez.

Creo que ya estaba dispuesto amarcharme cuando entró el Quemado.Nos saludó con un movimiento decabeza y se sentó en la barra, deespaldas a nosotros. Dejé que el Loboterminara de explicar los sucesos de laDiscoteca Trapera, probablementeañadiéndole de su cosecha a los hechosde sangre y detenciones, y me acerqué adonde estaba el Quemado. La mitad desu labio superior era una costra amorfa

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pero al cabo de un rato uno seacostumbraba. Le pregunté si padecía deinsomnio y sonrió. No, no teníainsomnio, le bastaban pocas horas desueño para aguantar el trabajo; untrabajo liviano y entretenido. No eramuy hablador aunque sí mucho menossilencioso que como lo había imaginado.Tenía los dientes pequeños, igual quelimados, y en un estado desastroso que,en mi ignorancia, no supe si atribuir alfuego o simplemente a deficiencias en lahigiene bucal. Supongo que alguien quetiene la cara quemada no se preocupademasiado por el estado de sudentadura.

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Me preguntó de dónde era. Hablabacon una voz oscura y bien timbrada, conplena certeza de ser entendido.Respondí que de Stuttgart y asintió conla cabeza como si conociera la ciudadaunque evidentemente nunca habíaestado allí. Iba vestido igual que duranteel día, con pantaloncillos cortos,camiseta y alpargatas. Su contexturafísica es notable, el pecho y los brazosanchos, y unos bíceps demasiadodesarrollados, aunque sentado en labarra, ¡tomando un té!, parecía másdelgado que yo. O más tímido.Ciertamente, y pese a lo exiguo delropaje, podía observarse que cuidaba de

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su aspecto siquiera de la forma mássencilla: iba peinado y no olía mal. Estoúltimo era en cierto sentido una pequeñaproeza, pues viviendo en la playa losúnicos baños a su alcance eran los delmar. (Si uno aguzaba la nariz olía a aguasalada). Por un instante lo imaginé, díatras día, o noche tras noche, lavando suropa (el pantalón corto, algunascamisetas) en el mar, lavando su cuerpoen el mar, haciendo sus necesidades enel mar, o en la playa, la misma playa enla que luego reposaban centenares deturistas, entre ellos Ingeborg… Enmedio de una profunda sensación deasco me imaginé denunciando su

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comportamiento gamberril a lapolicía… Pero no iba a ser yo, porsupuesto. Sin embargo, ¿cómo explicarque una persona con un trabajoretribuido no sea capaz deproporcionarse un sitio digno paradormir? ¿Acaso todos los alquileres eneste pueblo están por las nubes? ¿Noexisten pensiones baratas o campings,aunque no estén en primera línea demar? ¿O bien nuestro amigo Quemadopretende, al no pagar alquiler, ahorrarunas cuentas pesetas para cuandotermine el verano?

Algo del Buen Salvaje hay en él;pero también puedo ver al Buen Salvaje

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en el Lobo y el Cordero y ellos se lasarreglan de otro modo. Tal vez esa casagratis signifique al mismo tiempo unacasa aislada, lejos de las miradas y dela gente. Si es así, de alguna manera loentiendo. También están los beneficiosde la vida al aire libre, aunque la suya,tal como la imagino, poco tiene de vidaal aire libre, sinónimo de vida sana,reñida a muerte con la humedad de laplaya y con los bocadillos que, estoyseguro, componen su menú diario.¿Cómo vive el Quemado? Sólo sé quepor el día semeja un zombi que arrastrapatines desde la orilla hasta el pequeñoespacio acotado y de allí otra vez a la

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orilla. Nada más. Si bien debe tener unahora para comer y debe reunirse enalgún momento con su jefe paraentregarle la recaudación. ¿Este jefe aquien nunca he visto sabe que elQuemado duerme en la playa? Sin ir máslejos, el patrón del Rincón de losAndaluces, ¿lo sabe? ¿Están el Corderoy el Lobo en el secreto o soy el únicoque ha descubierto su refugio? No meatrevo a preguntarlo.

Por la noche el Quemado hace loque quiere, o al menos lo intenta. ¿Peroconcretamente qué hace, aparte dedormir? Permanece hasta tarde en elRincón de los Andaluces, pasea por la

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playa, tal vez tiene amigos con los quehabla, bebe té, se sepulta debajo de susarmatostes… Sí, a veces veo la fortalezade patines como una especie demausoleo. Sin duda la impresión dechabola persiste cuando aún hay luz; denoche, a la luz de la luna, un espírituexaltado podría confundida con untúmulo bárbaro.

Ninguna otra cosa digna de menciónocurrió la noche del 24. Nos marchamosdel Rincón de los Andalucesrelativamente sobrios. El Quemado y elpatrón siguieron allí; aquél enfrente desu taza de té vacía y éste mirando otrapelícula de vaqueros.

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Hoy, como era de esperar, lo vi enla playa. Ingeborg y Hanna estabantendidas junto a los patines, y elQuemado, en el otro lado, apoyada laespalda sobre un flotador de plástico,contemplaba el horizonte por dondeapenas se veían las siluetas de algunosde sus clientes. En ningún momento sevolvió para contemplar a Ingeborg, que,con toda justicia, estaba como paracomérsela con la vista. Ambas chicasestrenaban tangas nuevas, de colornaranja, un color vivo y alegre. Pero elQuemado evitó mirarlas.

Yo no fui a la playa. Me quedé en la

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habitación —si bien a cada rato measomaba al balcón o a la ventana—revisando mi abandonado juego. Elamor, ya se sabe, es una pasiónexcluyente, aunque en mi caso esperopoder conciliar la pasión por Ingeborgcon mi dedicación a los juegos. Segúnlos planes que hice en Stuttgart, paraestas fechas ya debería tener la mitad dela variante estratégica concebida yescrita, y al menos el borrador de laponencia que vamos a presentar enParís. Sin embargo aún no he escrito niuna palabra. Si Conrad me viera sinduda se burlaría de mí. Pero Conradtiene que comprender que no puedo, en

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mis primeras vacaciones con Ingeborg,ignorarla y dedicarme en cuerpo y almaa la variante. Pese a todo no desesperode tenerla terminada para cuandoregresemos a Alemania.

Por la tarde ocurrió algo curioso.Estaba sentado en la habitación cuandode pronto sentí el sonido de un corno.No puedo asegurarlo al cien por cienpero, vaya, soy capaz de distinguir elsonido de un corno de otro sonido. Locurioso es que estaba pensando, esverdad que de forma vaga, en SeppDietrich, que alguna vez habló del cornodel peligro. De todas maneras estoyconvencido de no haberlo imaginado.

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Sepp afirmó oírlo en dos ocasiones y enambas esa música misteriosa tuvo lavirtud de sobreimponerse a un tremendocansancio físico, la primera vez enRusia y la segunda en Normandía. Elcorno, según Sepp, que llegó a mandarun Ejército después de empezar comomozo de recados y chofer, es el aviso delos antepasados, la voz de la sangre quete pone en guardia. Yo, como digo,estaba sentado divagando cuando derepente creí escucharlo. Me levanté ysalí al balcón. Fuera sólo retumbaba elfragor de todas las tardes; ni siquiera elruido del mar se oía. En el pasillo, porel contrario, reinaba un silencio

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abotargado. ¿Sonó el corno, entonces, enmi mente? ¿Sonó porque pensaba enSepp Dietrich o porque debíaadvertirme de un peligro? Si recapacito,también pensaba en Hausser y enBittrich y en Meindl… ¿Sonó, entonces,para mí? Y si así fue, ¿contra quépeligro pretendía ponerme en guardia?

Cuando se lo conté a Ingeborg merecomendó que no permanecieraencerrado en la habitación tanto tiempo.Según ella deberíamos inscribimos enunos cursos de jogging y gimnasia queorganiza el hotel. Pobre Ingeborg, noentiende nada. Prometí que hablaría conFrau Else al respecto. Hace diez años

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aquí no había cursos de ninguna especie.Ingeborg dijo que se encargaría ella deinscribimos, que no hacía falta quehablara con Frau Else por un asunto quese solucionaba con la recepcionista. Ledije que de acuerdo, que hiciera lo quecreyera conveniente.

Antes de meterme en la cama hehecho dos cosas, a saber:

1. He dispuesto los cuerposblindados para el ataque relámpagosobre Francia.

2. He salido al balcón y he buscadoalguna luz en la playa que indicara lapresencia del Quemado, pero todo

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estaba oscuro.

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26 de agosto

Seguí las instrucciones de Ingeborg.Hoy he estado más tiempo del usual enla playa. El resultado es que tengo loshombros rojos de tanto sol y que por latarde tuve que salir a comprar una cremaque aliviara el ardor de mi piel. Porsupuesto hemos estado al lado de lospatines y como no era posible hacer otracosa me he dedicado a hablar con elQuemado. De todas maneras el día nosha deparado unas cuantas noticias. Laprincipal es que ayer Charly tuvo unaborrachera escandalosa en compañía del

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Lobo y el Cordero. Hanna, gemebunda,le dijo a Ingeborg que no sabía quéhacer, ¿lo deja o no lo deja? El deseo demarcharse sola a Alemania no laabandona en ningún momento; echa demenos a su hijo; está harta y cansada. Loúnico que la consuela es su bronceadoperfecto. Ingeborg asevera que todoreside en si su amor por Charly esverdadero o no. Hanna no sabe quécontestar. La otra noticia es que elgerente del Costa Brava les ha pedidoque abandonen el hotel. Parece queanoche Charly y los españoles intentarongolpear al vigilante nocturno. Ingeborg,pese a las señas que le hice por lo bajo,

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sugirió que se trasladaran al Del Mar.Por suerte Hanna está decidida a que elgerente recapacite o en su defecto lesdevuelva el dinero que han pagado poradelantado. Supongo que todo quedaráen unas cuantas explicaciones ydisculpas. A la pregunta de Ingeborgacerca de dónde se encontraba ella en elmomento del altercado Hanna respondeque en su habitación, durmiendo. Charlyno apareció por la playa hasta elmediodía, muy desmejorado yarrastrando su tabla de windsurf. Hanna,al verlo, murmura en el oído deIngeborg:

—Se está matando.

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La versión de Charly es en tododiferente. Por lo demás le trae sincuidado el gerente y sus amenazas. Dice,con los párpados semicerrados y un airede somnolencia como si acabara desaltar de la cama:

—Podemos mudarnos a la casa delLobo. Más barato y más auténtico. Asíconocerás la verdadera España. —Y meguiña un ojo.

Es una broma a medias, la madre delLobo alquila habitaciones en verano,con o sin comida, a precios módicos.Por un instante tengo la impresión deque Hanna va a ponerse a llorar.Ingeborg interviene y la apacigua. Con

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el mismo tono de broma pregunta aCharly si el Lobo y el Cordero noestarán enamorándose de él. Pero lapregunta va en serio. Charly se ríe ydice que no. Después, ya repuesta,Hanna asegura que es a ella a quien elLobo y el Cordero quieren llevarse a lacama.

—La otra noche no dejaron detocarme —dice con una singular mezclade coquetería y mujer humillada.

—Porque eres bonita —explicaCharly con calma—. Yo también lointentaría si no te conociera, ¿no?

La conversación se desplaza degolpe a lugares tan peregrinos como la

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Discoteca 33 de Oberhausen y laCompañía de Teléfonos. Hanna y Charlycomienzan a ponerse sentimentales y arecordar los sitios que para ellos tienenconnotaciones románticas. Al cabo de unrato, sin embargo, Hanna insiste:

—Te estás matando.Charly pone fin a las

recriminaciones cogiendo la tabla einternándose en el mar.

Mi conversación con el Quemadogiró al principio sobre temas tales comosi alguna vez le habían robado un patín,si el trabajo era duro, si no le aburría

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pasar tantas horas en la playa bajo esesol inmisericorde, si tenía tiempo paracomer, si sabía cuáles eran, entre losextranjeros, sus mejores clientes,etcétera. Las respuestas, bastanteescuetas, fueron las siguientes: dosveces le robaron un patín o, mejordicho, lo dejaron abandonado en la otrapunta de la playa; el trabajo no era duro;ocasionalmente se aburría, no mucho;comía, tal como sospechaba, bocadillos;no tenía idea de qué nacionalidadalquilaba más patines. Di por buenas lasrespuestas y aguanté los intervalos desilencio que se sucedieron.Indudablemente se trataba de una

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persona poco habituada al diálogo y,como pude apreciar por su miradaescurridiza, un tanto desconfiada. Aunos cuantos pasos los cuerpos deIngeborg y Hanna absorbían, brillantes,los rayos de sol. Le dije entonces desopetón que yo hubiera preferido nosalir del hotel. Me miró sin curiosidad ysiguió contemplando el horizonte, endonde sus patines se confundían con lospatines de otros puestos. A lo lejosobservé a un windsurfista que perdía elequilibrio una y otra vez. Por el color dela vela me di cuenta de que no eraCharly. Dije que lo mío era la montaña,no el mar. Me gustaba el mar, pero más

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me gustaba la montaña. El Quemado nohizo ningún comentario.

Nos mantuvimos en silencio otrorato. Sentía que el sol abrasaba mishombros pero no me moví ni hice nadapara protegerme. De perfil, el Quemadoparecía otro. No quiero decir que deesta manera estuviera menos desfigurado(precisamente me ofrecía su perfil másdesfigurado), sino que simplementeparecía otro. Más lejano. Similar a unbusto de piedra pómez enmarcado porpelos gruesos y oscuros.

Ignoro qué impulso me hizoconfesarle que pretendía ser escritor. ElQuemado se giró y tras vacilar dijo que

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era una profesión interesante. Se lo hicerepetir pues al principio creímalinterpretarlo.

—Pero no de novelas ni de obras deteatro —aclaré.

El Quemado entreabrió los labios ydijo algo que no pude escuchar.

—¿Qué?—¿Poeta?Debajo de sus cicatrices creí ver una

especie de sonrisa monstruosa. Penséque el sol me estaba atontando.

—No, no, por supuesto, poeta no.Aclaré, ya que me había dado pie

para ello, que yo no despreciaba enmodo alguno la poesía. Hubiera podido

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recitar de memoria versos de Klopstocko de Schiller; pero escribir versos enestos tiempos, como no fueran para laamada, resultaba un tanto inútil, ¿no loveía él así?

—O grotesco —dijo el pobreinfeliz, asintiendo con la cabeza.

¿Cómo alguien tan deforme podíaopinar que algo era grotesco sin sentirsede inmediato aludido? Misterio. Detodas maneras la sensación de que elQuemado sonreía secretamente fue enaumento. Tal vez eran sus ojos los queconcedían esa sombra de sonrisa. Rarasveces me miraba, pero cuando lo hacíadescubría en ellos una chispa de júbilo y

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de fuerza.—Escritor especializado —dije—.

Ensayista creativo.Acto seguido hice a grandes trazos

un panorama del mundo de loswargames, con las revistas, lascompeticiones, los clubes locales,etcétera. En Barcelona, expliqué,funcionaban un par de asociaciones, porejemplo, y aunque yo no tenía noticiasde que existiera una federación losjugadores españoles comenzaban a serbastante activos en el campo de lascompeticiones europeas. En París habíaconocido a un par.

—Es un deporte en alza —afirmé.

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El Quemado rumió mis palabras,luego se levantó a recibir un patín quellegaba a la orilla; sin ninguna dificultadlo subió hasta el sitio acotado.

—Una vez leí algo de gente quejuega con soldaditos de plomo —dijo—.Creo que fue hace poco, al principio delverano…

—Sí, más o menos es lo mismo.Como el rugby y el fútbol americano.Pero a mí los soldaditos de plomo no meinteresan demasiado, aunque estánbien… son bonitos… artísticos… —mereí—. Prefiero los juegos de tablero.

—Tú sobre qué escribes.—Sobre cualquier cosa. Dame la

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guerra o la campaña que quieras y yo tediré cómo se puede ganar o perder, quéfallos tiene el juego, en dónde acertó yen dónde se equivocó el diseñador,cuáles son los fallos del desarrollo, quéescala es la correcta, cuál era el ordende batalla original…

El Quemado mira el horizonte. Conel dedo gordo del pie hace un hoyito enla arena. Detrás de nosotros Hanna se haquedado dormida e Ingeborg lee lasúltimas páginas del libro de FlorianLinden; al encontrarse nuestras miradas,me sonríe y envía un beso.

Por un instante pienso si el Quemadotiene novia.

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O si la tuvo.¿Qué chica puede ser capaz de besar

esa máscara horrible? Pero, ya lo sé,hay mujeres para todo.

Al cabo de un rato:—Te debes divertir mucho —dijo.Escuché su voz como si llegara de

lejos. Sobre la superficie del mar la luzrebotaba formando una especie demuralla que crecía hasta tocar las nubes.Éstas, gordas, pesadas, de color deleche sucia, apenas se movían endirección a los peñascos del norte. Bajolas nubes un paracaídas se acercaba a laplaya arrastrado por una lancha. Dijeque me sentía un poco mareado. Debe

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ser el trabajo pendiente, dije, losnervios me atenazan hasta que no pongoel punto final. Aclaré como pude que serun escritor especializado requería elmontaje de un aparato complicado ymolesto. (Ésa era la principal virtud quelos jugadores de wargamescomputerizados argüían a su favor: laeconomía de espacio y de tiempo).Confesé que en mi habitación del hoteldesde hacía días estaba desplegado unjuego enorme y que en realidad deberíaestar trabajando.

—Prometí entregar el ensayo aprincipios de septiembre y ya ves, aquíestoy dándome la gran vida.

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El Quemado no hizo ningúncomentario. Añadí que era para unarevista norteamericana.

—Es una variante inimaginable. Anadie se le ha ocurrido.

Tal vez el sol había conseguidoexaltarme. En mi descargo debo decirque desde que dejé Stuttgart no habíatenido oportunidad de hablar dewargames con nadie. Un jugadorseguramente me entendería. Paranosotros es un placer hablar de juegos.Aunque, es evidente, escogí alinterlocutor más singular de cuantospude hallar.

El Quemado pareció entender que a

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medida que escribía debía ir jugando.—Pero así ganarás siempre —dijo

enseñando sus dientes maltrechos.—De ninguna manera. Si juega uno

solo no hay forma de engañar conestratagemas o fintas al enemigo. Todaslas cartas están sobre la mesa; si mivariante funciona es porquematemáticamente no podía dejar dehacerlo. Entre paréntesis, ya la heensayado un par de veces, y en ambasocasiones gané, pero hay que pulirla ypor eso juego solo.

—Debes escribir con mucha lentitud—dijo.

—No —me reí—, escribo como un

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relámpago. Juego muy lento peroescribo muy rápido. Dicen que soynervioso y no es verdad; lo dicen por miescritura. ¡Sin detenerme!

—Yo también escribo muy rápido—murmuró el Quemado.

—Sí, lo suponía —dije.Mis propias palabras me

sorprendieron. En realidad ni siquieraesperaba que el Quemado supieraescribir. Pero cuando lo dijo, o tal vezantes, al afirmarlo yo, intuí que éltambién debía tener una caligrafía veloz.Nos miramos sin decir nada duranteunos segundos. Era difícil contemplarmucho rato su cara aunque poco a poco

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me iba acostumbrando. La sonrisasecreta del Quemado seguía allí,agazapada, acaso burlándose de mí y denuestra recién descubierta cualidad.Cada vez me sentía peor. Estabasudando. No entendía cómo podía elQuemado resistir tanto sol. Su carnerugosa, llena de pliegues chamuscados,por momentos adquiría tonalidadesazules de cocina de gas o negroamarillentas, a punto de reventar. Sinembargo era capaz de permanecersentado en la arena, con las manos sobrelas rodillas y los ojos clavados en elmar sin dejar traslucir la más mínimamolestia. Con un gesto inusual en él, de

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común muy reservado, me preguntó siquería ayudarlo a sacar un patín queacababa de llegar. Medio atontado,asentí. La pareja del patín, unositalianos, eran incapaces de maniobrarhasta la orilla. Nos metimos en el agua ylo empujamos suavemente. Sentados, lositalianos hacían bromas y gestos decaerse. Saltaron antes de llegar a laorilla. Me sentí bien cuando los vialejarse, sorteando cuerpos y tomadosde la mano, hacia el Paseo Marítimo.Después de dejar el patín el Quemadodijo que debería nadar un rato.

—¿Por qué?—El sol te está fundiendo los

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plomos —aseguró.Me reí y lo invité a venir al mar

conmigo.Nadamos un tramo ocupados sólo en

avanzar, hasta salir de la primera franjade bañistas. Entonces nos pusimos decara a la playa: desde allí, junto alQuemado, la playa y la gente apiñadaparecían distintas.

Cuando regresamos me aconsejó,con una voz extraña, que me pusieracrema de coco en la piel.

—Crema de coco y oscuridad —murmuró.

Con premeditada brusquedaddesperté a Ingeborg y nos marchamos.

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Esta tarde he tenido fiebre. Se lodije a Ingeborg. No me creyó. Cuando leenseñé los hombros dijo que me pusieraencima una toalla mojada o que me dierauna ducha de agua fría. Hanna la estabaesperando y parecía tener prisa pordejarme solo.

Durante un rato contemplé el juegosin ánimos para nada; la luz dañaba lavista y el zumbido del hotel me ibaadormeciendo. No sin esfuerzo conseguísalir a la calle y buscar una farmacia.Bajo un sol espantoso vagué por lasviejas calles del interior del pueblo. Norecuerdo haber visto turistas. En

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realidad no recuerdo haber visto anadie. Un par de perros dormidos; lamuchacha que me atendió en la farmacia;un viejo sentado a la sombra de unportal. En el Paseo Marítimo, por elcontrario, la gente se aglomeraba hastael punto de que era imposible caminarsin propinar codazos y empujones.Cerca del puerto habían levantado unpequeño parque de atracciones y allí,hipnotizados, estaban todos. Parecíacosa de locos. Proliferaban minúsculospuestos de venta ambulante a los que elflujo humano amenazaba con aplastar encualquier momento. Como pude volví aperderme por las calles del casco viejo

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y dando un rodeo regresé al hotel.Me desnudé, cerré las persianas y

embadurné mi cuerpo con crema. Estabaardiendo.

Tirado en la cama, sin luz pero conlos ojos abiertos, intenté pensar en losacontecimientos de los últimos díasantes de quedarme dormido. Luego soñéque ya no tenía fiebre y que estaba conIngeborg en esta misma habitación, en lacama, cada uno leyendo un libro, pero almismo tiempo muy juntos, quiero decir:ambos con la certeza de que estábamosjuntos aunque permaneciéramos absortosen nuestros respectivos libros, ambossabiendo que nos queríamos. Entonces

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alguien rascaba la puerta y al cabo deun rato escuchábamos una voz al otrolado que decía: «Soy Florian Linden,salga pronto, su vida corre un granpeligro». De inmediato Ingeborg soltabasu libro (el libro caía sobre la alfombray se desencuadernaba) y clavaba losojos en la puerta. Por mi parte apenasme movía. La verdad, me sentía tancómodo allí, con la piel tan fresca, quepensaba que no valía la pena asustarse.«Su vida está en peligro», repetía la vozde Florian Linden, cada vez más lejana,como si hablara desde el final delpasillo. Y, en efecto, seguidamenteescuchábamos el sonido del ascensor,

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las puertas que se abrían con unchasquido metálico y luego se cerrabanllevándose a Florian Linden hacia laplanta baja. «Se ha ido a la playa o alparque de atracciones», decía Ingeborgvistiéndose aprisa, «debo encontrarlo,espérame aquí, tengo que hablar con él».Por supuesto, yo no ponía ningunaobjeción. Pero al quedarme solo nopodía seguir leyendo. «¿Cómo alguienpuede correr peligro encerrado en estahabitación?», preguntaba en voz alta.«¿Qué pretende ese detective depacotilla?» Cada vez más excitado meacercaba a la ventana y contemplaba laplaya esperando ver a Ingeborg y

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Florian Linden. Atardecía y sólo elQuemado estaba allí, ordenando suspatines, bajo unas nubes rojas y una lunadel color de un plato de lentejashirviendo, vestido tan sólo con lospantalones cortos y ajeno a todo cuantole rodeaba, es decir ajeno al mar y a laplaya, al contramuro del Paseo y a lassombras de los hoteles. Por un momentome dominó el miedo; supe que allíestaba el peligro y la muerte. Despertésudando. La fiebre había desaparecido.

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27 de agosto

Esta mañana, después de realizar yanotar los dos primeros turnos, en loscuales quedan destrozados los ensayosde Benjamin Clark (Waterloo, nº 14) yde Jack Corso (The General, nº 3, vol.17), donde ambos desaconsejan lacreación de más de un frente en elprimer año, bajé al bar del hotel presade un excelente estado de ánimo y con elcuerpo bullendo de deseos de leer,escribir, nadar, beber, reírme, en fin,todo aquello que es señal visible desalud y alegría vital. El bar por la

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mañana no suele estar muy lleno, por loque llevé conmigo una novela y lacarpeta con las fotocopias de losartículos que me son indispensablespara el trabajo. La novela era Wally, dieZweijlerin, de K. G., pero, tal vezdebido a mi excitación interior, a lafelicidad de una mañana provechosa, nome fue posible concentrarme en lalectura ni en el estudio de los artículosque, todo hay que decirlo, pretendorefutar. Así pues, me dediqué a observarel ir y venir de la gente entre elrestaurante y la terraza, y a disfrutar demi cerveza. Cuando me disponía avolver a la habitación, donde con un

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poco de suerte podía dejar esbozado elborrador del tercer turno (primavera del40, sin duda uno de los másimportantes), apareció Frau Else. Alverme sonrió. Fue una sonrisa extraña.Luego se separó de unos clientes, diríaque dejándolos con la palabra en laboca, y vino a sentarse a mi mesa.

Parecía cansada, aunque eso en nadadesmerecía su rostro de líneas regulares,su mirada luminosa.

—Jamás lo he leído —dijo,examinando el libro—. Ni siquiera séquién es. ¿Moderno?

Negué con una sonrisa; dije que eraun autor del siglo pasado. Un muerto.

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Por un instante nos miramos con fijeza,sin apartar los ojos ni suavizados conpalabras.

—¿Cuál es el argumento?Cuéntemelo. —Indicó la novela de G.

—Si quiere, se la puedo prestar.—No tengo tiempo para leer. No en

el verano. Pero usted puede contármela.—Su voz, sin dejar de ser muy suave,fue adquiriendo un tono imperativo.

—Es el diario de una chica. Wally.Al final se suicida.

—¿Eso es todo? Qué horror.Me reí:—Usted pidió un resumen. Tome, ya

me lo devolverá.

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Cogió el libro con expresiónpensativa.

—A las niñas les gusta escribir ensus diarios… Odio estos dramas… No,no lo leeré. ¿No tiene nada un poco másalegre? —Abrió la carpeta y observólas fotocopias de los artículos.

—Eso es otra cosa —me apresuré aexplicar—. ¡Sin importancia!

—Ya veo. ¿Lee usted el inglés?—Sí.Con la cabeza hizo un gesto como

diciendo que eso estaba muy bien. Luegocerró la carpeta y durante un ratoestuvimos sin decirnos nada. Lasituación, al menos para mí, era un tanto

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embarazosa. Lo más extraordinario fueque no parecía tener prisa pormarcharse. Busqué mentalmente un temapara iniciar una conversación pero no seme ocurrió nada.

De golpe recordé una escena dehacía diez u once años: Frau Else seapartaba de la gente en medio de unafiesta en honor de no sé quién y trascruzar el Paseo Marítimo se perdía en laplaya. Entonces en el Paseo no estabanlas farolas que hay ahora y bastaban dospasos para penetrar en una zona deoscuridad total. Ignoro si alguien más sepercató de su huida, creo que no, lafiesta era ruidosa y todos bebían y

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bailaban en la terraza, inclusotranseúntes que sólo pasaban por allí yque nada tenían que ver con el hotel. Locierto es que, salvo yo, nadie la echó enfalta. No sé cuánto tiempo transcurrióhasta que volvió a aparecer; supongoque bastante. Cuando lo hizo, no veníasola. Junto a ella, cogiéndola de lamano, se encontraba un hombre alto ymuy delgado, con una camisa blanca quetremolaba con la brisa, como si en elinterior sólo hubiera huesos, o mejordicho, un solo hueso, largo como elmástil de una bandera. Cuando cruzaronel Paseo lo reconocí, era el dueño delhotel, el esposo de Frau Else. Ésta, al

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pasar junto a mí, me saludó con unaspalabras en alemán. Nunca había vistouna sonrisa tan triste.

Ahora, diez años después, estabasonriendo de la misma manera.

Sin pensado dos veces le dije queme parecía una mujer muy hermosa.

Frau Else me miró como si noacabara de entender y luego se rió, peromuy bajito, de tal suerte que alguien enuna mesa vecina con mucha dificultad lahabría escuchado.

—Es verdad —dije; el miedo ahacer el ridículo que por lo comúnsentía cada vez que estaba con ellahabía desaparecido.

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Repentinamente seria, tal vezcomprendiendo que yo también hablabaen serio, dijo:

—No es usted el único que piensaasí, Udo; seguramente debo serlo.

—Siempre lo ha sido —dije, yalanzado—, aunque yo no me refería sóloa su belleza física, a todas luces obvia,sino a su… halo; la atmósfera que emanade sus actos más nimios… Sussilencios…

Frau Else se rió, esta vez de formaabierta, como si acabara de escuchar unchiste.

—Perdóneme —dijo—. No es deusted de quien me río.

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—De mí no, de mis palabras —dije,riendo también, en manera algunaofendido. (Aunque la verdad es que síestaba un poco ofendido).

Esta actitud pareció ser del agradode Frau Else. Pensé que sinproponérmelo había tocado una heridaoculta. Imaginé a Frau Else pretendidapor un español, tal vez embarcada enuna relación secreta. El marido, sinduda, lo sospechaba y sufría; ella,incapaz de abandonar al amante,tampoco encontraba fuerzas paradecidirse a dejar al esposo. Atrapadaentre dos fidelidades, culpaba de sustribulaciones a su propia belleza. Vi a

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Frau Else como una llama, la llama quenos ilumina aunque en la empresa seconsuma y muera, etcétera; o como unvino que al fundirse en nuestra sangredesaparece como tal. Hermosa ydistante. Y exiliada…. Esta última, suvirtud más misteriosa.

Su voz me sacó de mis cavilaciones:—Parece estar usted muy lejos de

aquí.—Pensaba en usted.—Por Dios, Udo, terminaré

sonrojándome.—Pensaba en la persona que usted

era hace diez años. No ha cambiadonada.

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—¿Cómo era yo hace diez años?—Igual que ahora. Magnética.

Activa.—Activa sí, qué remedio, ¿pero

magnética? —Su risa de buenacamarada volvió a resonar en elrestaurante.

—Sí, magnética; ¿recuerda aquellafiesta en la terraza, cuando usted semarchó hacia la playa?… La playaestaba oscura como boca de lobo pese aque en la terraza había muchas luces.Sólo yo me di cuenta de su partida yesperé a que regresara. Allí, en esaescalera. Al cabo de un rato volvióusted, pero no sola sino acompañada de

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su esposo. Al pasar junto a mí mesonrió. Usted estaba muy hermosa. Norecuerdo haber visto salir detrás deusted a su esposo, por lo que deduzcoque él ya se encontraba en la playa. Aese tipo de magnetismo me refiero.Atrae usted a la gente.

—Querido Udo, no recuerdo en lomás mínimo esa fiesta; ha habido tantasy ha pasado tanto tiempo. De todasmaneras en su historia la que pareceatraída soy yo. Atraída por mi marido,ni más ni menos. Si usted afirma que a élno lo vio salir, eso indica que ya seencontraba en la playa, pero, si comousted dice, y en esto le doy toda la

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razón, la playa estaba oscura, yo nopodía saber que él se hallaba allí, por lotanto, al internarme en la playa lo hiceatraída por su magnetismo, ¿no lo veasí?

No quise contestar. Entre ambos sehabía establecido una corriente decomprensión que, aunque Frau Else laintentaba destruir, nos dispensaba de lasexcusas.

—¿Qué edad tenía usted entonces?Es normal que un quinceañero se sientaatraído por una mujer un poco mayor. Laverdad es que yo apenas lo recuerdo austed, Udo. Mis… intereses estaban enotras direcciones. Creo que era una

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muchacha alocada; alocada, como todas,y bastante insegura. No me gustaba elhotel. Por supuesto, sufrí mucho. Bueno,al principio todas las extranjeras sufrenmucho.

—Para mí fue algo … bonito.—No ponga esa cara.—¿Qué cara?—La cara de morsa apaleada, Udo.—Es lo que me dice Ingeborg.—¿De verdad? No lo creo.—No, emplea otras palabras. Pero

se parece.—Es una chica muy guapa.—Sí que lo es.De pronto volvimos a guardar

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silencio. Los dedos de su manoizquierda se pusieron a tamborilear en lasuperficie de plástico de la mesa.Hubiera deseado preguntar por sumarido, a quien todavía no había visto nisiquiera de lejos y del cual intuía quejugaba un papel importante en aquelloque, innombrable, emanaba de FrauElse, pero ya no tuve oportunidad.

—¿Por qué no cambiamos de tema?Hablemos de literatura. Mejor dicho,hable usted de literatura y yo escucharé.Soy una ignorante en lo que respecta alos libros pero me gusta leer, créame.

Tuve la sensación de que se burlabade mí. Con la cabeza hice un

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movimiento de repulsa. Los ojos de FrauElse parecían escarbar en mi piel.Incluso aseguraría que sus ojosbuscaban los míos como si en el examende éstos pudiera leer mis más íntimospensamientos. Aquel gesto, no obstante,se sustentaba en algo similar a laamabilidad.

—Hablemos entonces de cine. ¿Legusta el cine? —Me encogí de hombros—. Esta noche dan en la tele unapelícula de Judy Garland. Me encantaJudy Garland. ¿A usted le gusta?

—No lo sé. Jamás he visto nada deella.

—¿No ha visto el Mago de Oz?

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—Sí, pero eran dibujos animados,tal como lo recuerdo, eran dibujosanimados.

Hizo una expresión de desaliento.De algún rincón del restaurante salía unamúsica muy suave. Ambos estábamostranspirando.

—No hay punto de comparación —dijo Frau Else—. Aunque supongo quepor las noches usted y su amiga debentener cosas mejores que hacer que bajara mirar la televisión en la sala del hotel.

—No mucho mejores. Salimos a lasdiscotecas. Al final es aburrido.

—¿Baila usted bien? Sí, creo quedebe ser un buen bailarín. De los serios

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e incansables.—¿Cómo son ésos?—Bailarines que no se inmutan por

nada, dispuestos a llegar a donde sea.—No, yo no soy de ésos.—¿Cuál es su estilo, entonces?—Más bien patoso.Frau Else asintió con un gesto

enigmático que indicaba que se hacíacargo. El restaurante, sin que nospercatáramos, estaba llenándose con lagente que volvía de la playa. En la salacontigua ya había huéspedes sentados ala mesa, dispuestos a comer. Pensé queIngeborg no tardaría en llegar.

—Ya no lo hago tan a menudo;

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cuando llegué a España bailaba con mimarido casi todas las noches. Siempreen el mismo local, porque en aquellosaños no había tantas discotecas yademás porque aquélla era la mejor, lamás moderna. No, no estaba aquí, sinoen X… Era la única discoteca que legustaba a mi marido. Tal vezprecisamente porque se hallaba fueradel pueblo. Ya no existe. La cerraronhace años.

Aproveché para contarle losincidentes de nuestra última visita a unadiscoteca. Frau Else escuchó losdetalles sin inmutarse siquiera cuandohice un pormenorizado relato de la

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disputa entre el camarero y el tipo delbastón que acabó en riña generalizada.Pareció interesarle más la parte de lahistoria que hacía referencia a nuestrosacompañantes españoles, el Lobo y elCordero. Pensé que los conocía o quehabía oído hablar de ellos y así se lohice saber. No, no los conocía, peropodían no ser la compañía másadecuada para una joven pareja quepasaba sus primeras vacaciones juntos,como si dijéramos la luna de miel. ¿Perode qué manera podían interferir? Por elsemblante de Frau Else pasó un aire depreocupación. ¿Sabía ella, tal vez, algoque yo ignoraba? Le dije que el Lobo y

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el Cordero eran más amigos de Charly yHanna que míos, y que en Stuttgartconocía personajes de catadurainfinitamente peor. Por supuesto, mentía.Finalmente aseguré que los españolesme interesaban sólo en la medida en quepodía practicar el idioma.

—Debe usted pensar en su amiga —dijo—. Debe usted ser gentil con ella.

En su rostro se dibujó algo similar alasco.

—Descuide, nada nos pasará. Soyuna persona prudente y sé muy bienhasta dónde profundizar con según quéindividuos. Por lo demás a Ingeborgestas relaciones le son simpáticas.

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Supongo que no trata a menudo conseres semejantes. Por descontado, niella ni yo los consideramos algo serio.

—Pero son reales.A punto estuve de decirle que en ese

momento todo me parecía irreal: elLobo y el Cordero, el hotel y el verano,el Quemado, a quien no habíamencionado, y los turistas; todo menosella, Frau Else, magnética y solitaria;pero por suerte callé. Seguramente no lehubiera gustado.

Estuvimos un rato más sin decirnosnada, aunque en medio de ese silenciome sentí más cercano a ella que nunca.Luego, con esfuerzo visible, se levantó,

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me dio la mano, y se marchó.Cuando subía a la habitación, en el

ascensor, un desconocido comentó eninglés que el jefe estaba enfermo. «Esuna lástima que el jefe esté enfermo,Lucy», fueron sus palabras. Supe, sinningún género de duda, que se refería alesposo de Frau Else.

Al llegar a la habitación mesorprendí a mí mismo repitiendo: estáenfermo, está enfermo, está enfermo…Así, era cierto. En el mapa las fichasparecían disolverse. El sol caíaoblicuamente sobre la mesa y loscontadores que representan unidadesblindadas alemanas destellaban como si

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estuvieran vivos.

Hoy hemos comido pollo con patatasfritas y ensalada, helado de chocolate ycafé. Una comida más bien triste. (Ayerfueron milanesas y ensalada, helado dechocolate y café). Ingeborg me contó queestuvo con Hanna en el Jardín Municipalque está detrás del puerto, entre dosriscos que caen directamente al mar.Tomaron muchas fotos, compraronpostales y decidieron volver caminandoal pueblo. Una mañana completa. Por miparte apenas he hablado. El rumor delcomedor se me subía a la cabeza y me

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producía un ligero pero persistentemareo. Poco antes de terminar de comerapareció Hanna, vestida tan sólo con elbikini y una camiseta amarilla. Alsentarse me dirigió una sonrisa un tantoforzada, como si se disculpara de algo,o como si se sintiera avergonzada. Dequé, no alcanzo a comprenderlo. Setomó un café con nosotros y casi nohabló. La verdad es que su aparición nome agradó lo más mínimo aunque mecuidé de manifestarlo. Finalmente lostres subimos a la habitación, en dondeIngeborg se puso el traje de baño, yluego ellas se fueron a la playa.

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Hanna preguntó: «¿Por qué Udopermanece tanto tiempo encerrado?» Ytras una pausa: «¿Qué es ese tablerolleno de fichas que hay encima de lamesa?» Ingeborg tardó en encontrar unarespuesta; turbada, me miró como si yofuera culpable de la estúpida curiosidadde su amiga. Hanna esperaba. Con unavoz calmada y fría que incluso medesconcertó, le expliqué que tal comoestaban mis hombros prefería por ahorala sombra y leer en el balcón. Essedante, afirmé, deberías probarlo.Ayuda a pensar. Hanna se rió, no muysegura del sentido de mis palabras.Luego añadí:

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—Ese tablero, como puedesapreciar, es el mapa de Europa. Es unjuego. También es un desafío. Y es partede mi trabajo.

Aturdida, Hanna balbuceó que habíaoído decir que yo trabajaba en laCompañía de Electricidad de Stuttgart,así que tuve que aclararle que si bien lacasi totalidad de mis ingresos proveníande la Compañía de Electricidad, ni mivocación ni una considerable parte demis horas estaban consagradas a ésta; esmás, una pequeña cantidad de dineroextra provenía de juegos como el queestaba sobre la mesa. No sé si fue lamención de dinero o el brillo del tablero

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y de las fichas, pero Hanna se acercó ycon toda seriedad comenzó a hacermepreguntas relacionadas con el mapa. Erael momento ideal para introducirla en elasunto… Justo entonces Ingeborg dijoque debían marcharse. Desde el balcónlas vi cruzar el Paseo Marítimo yextender sus esterillas a unos metros delos patines del Quemado. Sus gestos,suaves, intensamente femeninos, medolieron de un modo insólito. Duranteunos instantes me sentí mal, incapaz dehacer otra cosa que estar tirado en lacama, boca abajo, sudando. Por micabeza pasaron imágenes absurdas quehacían daño. Pensé proponerle a

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Ingeborg que nos marcháramos hacia elsur, hasta Andalucía, o que nos fuésemosa Portugal, o que sin trazarnos ningunaruta nos perdiéramos por las carreterasdel interior de España, o saltar haciaMarruecos… Luego recordé que elladebía volver al trabajo el 3 deseptiembre y que mis propiasvacaciones terminaban el 5 deseptiembre y que en realidad noteníamos tiempo… Por fin, me levanté,me di una ducha y me encontré en eljuego.

(Aspectos generales del turno de

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primavera, 1940. Francia mantiene elfrente clásico sobre la hilera dehexágonos 24 y una segunda línea decontención en la hilera 23. De loscatorce cuerpos de infantería que paraentonces deben estar en el teatroeuropeo, doce de ellos, por lo menos,deben cubrir los hexágonos Q24, P24,024, N24, M24, L24, Q23, 023 Y M23.Los dos restantes deberán colocarse enlos hexágonos 022 y P22. De los trescuerpos blindados, uno probablementeestará en el hexágono 022, otro en elhexágono T20 y el último en el hexágono023. Las unidades de reemplazo estaránen los hexágonos Q22, T21, U20 Y V20.

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Las unidades aéreas en los hexágonosP21 y Q20, sobre Bases Aéreas. LaFuerza Expedicionaria Británica, que enel mejor de los casos estará compuestapor tres cuerpos de infantería y uncuerpo blindado —por supuesto, si elinglés enviara más fuerza a Francia lavariante a emplear sería la del golpedirecto contra Gran Bretaña y para talpropósito el cuerpo aerotransportadoalemán debe estar en el hexágono K28—, se desplegará en los hexágonos N23,dos cuerpos de infantería, y P23, uncuerpo de infantería y otro blindado.Como posible variante defensiva puedencambiarse las fuerzas inglesas del

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hexágono P23 al hexágono 023, y lasfrancesas, un cuerpo blindado y uncuerpo de infantería, del 023 al P23. Encualquier despliegue el hexágono másfuerte será aquel donde se encuentre elcuerpo blindado inglés, ya sea el P23 oel 023, y determinará el eje del ataquealemán. Éste será llevado a cabo conmuy pocas unidades. Si el cuerpoblindado inglés está en P23, el ataquealemán se producirá en 024, si, por elcontrario, el cuerpo blindado inglés estáen 023, el ataque debe iniciarse en N24,por el sur de Bélgica. Para asegurar elbreakthrough el cuerpoaerotransportado se deberá lanzar sobre

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el hexágono 023, si el cuerpo blindadoinglés está en P23, o en N23 si está en023. El golpe sobre la primera líneadefensiva lo asestarán dos cuerposblindados y la penetración estará acargo de otros dos o tres cuerposblindados que deberán llegar hasta elhexágono 023 o N22, según donde sehalle el cuerpo blindado inglés, yproceder a un inmediato ataque deaprovechamiento contra el hexágono022, París. Para impedir un contraataquecon relaciones superiores a 1-2, debendejarse algunos factores aéreos a laexpectativa, etcétera).

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Por la tarde estuvimos tomandocopas en la zona de los campings ydespués fuimos a jugar mini-golf. Charlyestaba más calmado que en díasanteriores, el rostro limpio y sosegado,como si una tranquilidad hasta entoncesdesconocida se hubiera instalado en él.Las apariencias engañan. Pronto se pusoa hablar con la farragosidad de siemprey nos contó una historia. Ésta ilustra suestupidez o la estupidez que presume ennosotros, o ambas cosas. Resumiendo:durante todo el día había estadopracticando el windsurf y endeterminado momento se alejó tanto queperdió de vista la línea de la costa. La

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gracia de su historia residía en que alregresar a la playa confundió nuestropueblo con el de al lado; los edificios,los hoteles, incluso la forma de la playale hicieron sospechar algo, pero no ledio importancia. Desorientado, preguntóa un bañista alemán por el hotel CostaBrava; éste, sin dudar, lo envió a unhotel que en efecto se llamaba CostaBrava pero que en nada se asemejaba alCosta Brava donde se aloja Charly. Noobstante Charly entró y pidió la llave desu habitación. Por supuesto, al no estarregistrado, el recepcionista se la negó,inmune a las amenazas de Charly.Finalmente, y como en la recepción no

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había mucho trabajo, de los insultospasaron al diálogo y a tomar cervezas enel bar del hotel en donde para sorpresade cuantos escuchaban se aclaró todo yCharly ganó un amigo y la admiracióngeneral.

—¿Qué hiciste después? —dijoHanna aunque estaba claro que ella yasabía la respuesta.

—Cogí mi tabla y regresé. ¡Por elmar, naturalmente!

Charly es un fanfarrón de muchocuidado o un imbécil de mucho cuidado.

¿Por qué a veces tengo tanto miedo?

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¿Y por qué cuando más miedo tengo miespíritu parece hincharse, elevarse yobservar el planeta entero desde arriba?(Veo a Frau Else desde arriba y tengomiedo. Veo a Ingeborg desde arriba y séque ella también me mira y tengo miedoy ganas de llorar). ¿Ganas de llorar deamor? ¿En realidad deseo escapar conella no ya sólo de este pueblo y delcalor sino de lo que el futuro nosreserva, de la mediocridad y delabsurdo?

Otros se calman con el sexo o conlos años. A Charly le bastan las piernasy las tetas de Hanna. Se queda tranquilo.A mí, por el contrario, la belleza de

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Ingeborg me obliga a abrir los ojos yperder la serenidad. Soy un atado denervios. Me dan ganas de llorar y de darpuñetazos cuando pienso en Conrad, queno tiene vacaciones o que ha pasado susvacaciones en Stuttgart sin salir siquieraa bañarse en una piscina. Pero mi rostrono cambia por eso. Y mi pulso sigueigual. Ni tan sólo me muevo, aunque pordentro esté desgarrándome.

Ingeborg comentó, al acostarnos, lobien que se veía Charly. Hemos estadoen una discoteca llamada Adan's hastalas tres de la mañana. Ahora Ingeborg

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duerme y yo escribo con el balcónabierto y fumando un cigarrillo tras otro.También Hanna se veía muy bien.Incluso bailó conmigo un par de piezaslentas. La conversación, intrascendentalcomo siempre. ¿De qué hablarán Hannae Ingeborg? ¿Es posible que esténconvirtiéndose realmente en amigas?Cenamos en el restaurante del CostaBrava invitados por Charly. Paella,ensalada, vino, helados y café. Luegomarchamos en mi coche a la discoteca.Charly no tenía ganas de conducir,tampoco ganas de caminar; tal vezexagero pero me dio la impresión de queni siquiera tenía ganas de mostrarse.

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Nunca lo había visto tan discreto yreservado. Hanna a cada rato seinclinaba sobre él y lo besaba. Supongoque de igual manera debe besar a su hijoen Oberhausen. Cuando volvíamos vi alQuemado en la terraza del Rincón de losAndaluces. La terraza estaba vacía y loscamareros recogían las mesas. Un grupode muchachos del pueblo conversabanapoyados en la baranda. El Quemado,unos metros aparte, parecía escucharlos.Al decirle a Charly, medio en broma,que allí estaba su amigo, contestó demala manera: qué me importa, sigue.Creo que pensó que me refería al Lobo oal Cordero. En la oscuridad era difícil

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distinguirlos. Sigue, sigue, dijeronIngeborg y Hanna.

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28 de agosto

Hoy, por vez primera, amaneciónublado. La playa, desde nuestraventana, se veía majestuosa y vacía.Algunos niños jugaban en la arena peroal poco rato comenzó a llover y fuerondesapareciendo uno tras otro. En elrestaurante, durante el desayuno, laatmósfera también era distinta; la gente,que no puede sentarse en la terraza porla lluvia, se acumula en las mesas delinterior y el tiempo del desayuno seprolonga y da pie para hacer nuevas yrápidas amistades. Todos hablan. Los

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hombres comienzan a beber antes. Lasmujeres viajan constantemente a sushabitaciones en busca de ropa de abrigoque en la mayoría de los casos noencuentran. Se hacen chistes. Al pocorato el ambiente general es de fastidio.No obstante, como tampoco puedenpermanecer todo el día en el hotel seorganizan incursiones al exterior: gruposde cinco, de seis personas, amparadasdebajo de un par de paraguas se dedicana recorrer tiendas y luego se meten enuna cafetería o en algún local devideojuegos. Las calles, barridas por lalluvia, se revelan ajenas al bulliciodiario, inmersas en otro tipo de

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cotidianeidad.Charly y Hanna llegaron en mitad

del desayuno, han decidido ir aBarcelona e Ingeborg los acompaña.Declino ir con ellos. El día de hoy serátotalmente para mí. Después que se hanmarchado me dedico a observar a lagente que sale y entra en el restaurante.Frau Else, contra lo previsto, noaparece. De todas maneras el lugar estranquilo y cómodo. Hago trabajar micerebro. Recuerdo principios departidas, movimientos preparatorios yde tanteo… Un sopor generalizado loinvade todo. De pronto los únicosauténticamente contentos son los

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camareros. Tienen el doble de trabajoque en un día normal pero gastan bromasentre ellos y se ríen. Un viejo, a mi lado;opinó que se reían de nosotros.

—Se equivoca usted —contesté—.Se ríen porque ya ven cerca el fin delverano y por lo tanto el fin de su trabajo.

—Pero entonces deberían estartristes. ¡Se quedarán en el paro estossinvergüenzas!

Salí del hotel al mediodía.Cogí el coche y rodé lentamente

hasta el Rincón de los Andaluces.Hubiera llegado más rápido caminandopero no tenía ganas de caminar.

Por fuera se hallaba como todos los

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bares con terraza: sillas ladeadas ygotas cayendo por los flecos de losparasoles. La animación estaba en elinterior. Como si la lluvia hubiera hechodesaparecer las reservas, turistas ynativos, en un conglomerado que teníaalgo catastrófico, intentaban un diálogogestual, ininteligible e interminable. Enel fondo, junto al televisor, vi alCordero. Con señas indicó que meacercara. Esperé a que me sirvieran uncafé con leche y fui a sentarme a sumesa. La primeras palabras fueronmeramente de cortesía. (El Cordero selamentaba de que lloviera, pero no porél sino por mí, pues yo había venido en

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busca de días soleados y de playa,etcétera). No me molesté en decirle queen realidad estaba encantado con lalluvia. Al cabo de un rato preguntó porCharly. Le dije que estaba en Barcelona.¿Con quién?, inquirió. La pregunta nodejó de sorprenderme; de buen grado lehubiera dicho que eso a él no leincumbía. Tras vacilar, decidí que novalía la pena.

—Con Ingeborg y Hanna, porsupuesto, ¿tú con quién creías?

El pobre muchacho pareció turbado.Con nadie, sonrió. En la ventanaempañada alguien había dibujado uncorazón atravesado por una

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hipodérmica. Más allá se veía el PaseoMarítimo y unas planchas grises. Laspocas mesas del fondo del bar estabanocupadas por jóvenes y éstos eran losúnicos que mantenían una ciertadistancia de los turistas; un murotácitamente aceptado tanto por la genteque se apiñaba a lo largo de la barra —familias y hombres mayores— como porlos del fondo, separaba en mitad del bara los dos grupos. De pronto el Corderocomenzó a explicarme una historiaextraña y sin sentido. Hablaba rápido,en secreto, inclinado sobre la mesa.Apenas le entendí. La historia versabasobre Charly y el Lobo, pero sus

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palabras fueron dichas como en unsueño: una discusión, una rubia(¿Hanna?), navajas, la amistad porencima de todo… «El Lobo es unabuena persona, yo lo conozco, tiene elcorazón de oro. Charly también. Perocuando se emborrachan no hay dios quelos soporte». Asentí. Me daba lo mismo.Cerca de nosotros una muchacha mirabafijamente la chimenea apagada,convertida ahora en un enorme cenicero.Afuera la lluvia arreciaba. El Corderome invitó un coñac. En ese momentoapareció el patrón y puso un video. Parahacerlo tuvo que subirse a una silla.Desde allí anunció: «Os voy a poner un

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video, hijitos». Nadie le hizo caso.«Sois una pandilla de vagos», dijo amodo de despedida. La película era demotociclistas posnucleares. «La vi»,dijo el Cordero cuando volvió con doscopas de coñac. Un buen coñac. Junto ala chimenea, la muchacha se puso allorar. No sé cómo explicarlo pero erala única en todo el bar que no parecíaestar allí. Pregunté al Cordero por quélloraba. ¿Cómo sabes que estállorando?, respondió, yo apenas le veola cara. Me encogí de hombros; en eltelevisor una pareja de motociclistasavanzaban por el desierto; uno de ellosera tuerto; en el horizonte se

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desplegaban los restos de una ciudad:una gasolinera en ruinas, unsupermercado, un banco, un cine, unhotel… «Mutantes», dijo el Cordero,poniéndose de perfil para así poder veralgo.

Junto a la muchacha de la chimeneahabía otra chica, y un chico que de lamisma manera podía tener trece quedieciocho años. Ambos la mirabanllorar y de vez en cuando le acariciabanla espalda. El chico tenía la cara llenade granos; en voz baja decía palabras aloído de la muchacha como si más queconsolarla pretendiera convencerla dealgo y con el rabillo del ojo no perdía

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de vista las escenas más violentas de lapelícula que, por otra parte, se sucedíana cada instante. De hecho, los rostros detodos los jóvenes, excepto la quelloraba, se elevaban automáticamentehacia el televisor atraídos por el ruidode la lucha o por la música queantecedía los momentos climáticos delos combates. El resto de la película ono les interesaba o ya lo habían visto.

Afuera la lluvia no amainaba.Pensé entonces en el Quemado. ¿En

dónde estaba? ¿Era capaz de pasar eldía en la playa, enterrado debajo de lospatines? Por un segundo, como si mefaltara el aire, tuve deseos de salir

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corriendo a comprobarlo.Poco a poco la idea de hacerle una

visita comenzó a tomar forma. Lo quemás me atraía era ver con mis propiosojos lo que ya había imaginado: mitadrefugio infantil, mitad chabolatercermundista, ¿qué esperaba hallarfinalmente en el interior de los patines?En mi mente aparecía el Quemadosentado como un cavernícola junto a unalámpara de camping gas; al entrar,levantaba la vista y noscontemplábamos. ¿Pero entrar pordónde, por un agujero como en unamadriguera de conejos? Era unaposibilidad. Y al final del túnel, leyendo

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un periódico, el Quemado parecería unconejo. Un conejo enorme, mortalmenteasustado. Claro, si no quería asustarlo,antes debería llamar. Hola, soy yo, Udo,¿estás ahí, como sospechaba?… Y sinadie respondía, ¿qué hacer? Meimaginé alrededor de los patinesbuscando el agujero de entrada.Pequeñísimo. A duras penas, reptando,me introducía… En el interior todoestaba oscuro. ¿Por qué?

—¿Quieres que te cuente el final dela película? —dijo el Cordero.

La muchacha de la chimenea ya nolloraba. En el televisor una especie deverdugo cava un hoyo suficientemente

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grande como para enterrar el cuerpo deun hombre junto con su moto. Terminadala operación los muchachos se ríenaunque la escena tiene algo intangible,más trágico que cómico.

Asentí. ¿Cómo terminaba?—Pues el héroe consigue salir de la

zona radiactiva con el tesoro. Norecuerdo si es una fórmula para hacerpetróleo sintético o agua sintética o yoqué sé. Bueno, es una película comotodas, ¿no?

—Sí —dije.Quise pagar pero el Cordero se

opuso con energía. «Esta noche pagastú», sonrió. La idea no me hizo ninguna

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gracia. Pero, en fin, nadie podíaobligarme a salir con ellos aunque temíque el imbécil de Charly ya se hubieracomprometido. Y si Charly salía conellos, Hanna también; y si Hanna iba,probablemente Ingeborg también iría.Mientras me levantaba pregunté, comoalgo casual, por el Quemado.

—Ni idea —dijo el Cordero—. Esetío está algo loco. ¿Quieres verlo? ¿Loandas buscando? Si quieres teacompaño. Tal vez ahora esté en el barde Pepe, con esta lluvia no creo quetrabaje.

Se lo agradecí; dije que no eranecesario. No lo estaba buscando.

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—Es un tipo raro —dijo el Cordero.—¿Por qué? ¿Por sus quemaduras?

¿Sabes cómo se las hizo?—No, no por eso, allí no entro ni

salgo. Lo digo porque me parece raro.No, raro no, rarillo, ya sabes lo quequiero decir.

—No, ¿qué quieres decir?—Que tiene sus manías, como todo

el mundo. Un poco amargado. No sé.Todos tienen sus manías, ¿no? Mira alCharly, sin ir más lejos, sólo le gustachupar y el windsurf de las pelotas.

—Hombre, no exageres, también legustan otras cosas.

—¿Las tías? —dijo el Cordero con

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una sonrisa maliciosa—. La Hanna estámuy buena, hay que reconocerlo, ¿no?

—Sí —dije—. No está mal.—Y tiene un hijo, ¿no?—Eso creo —dije.—Me mostró una foto. Es un niño

muy guapo, rubio y todo, se le parece.—No lo sé. Yo no he visto ninguna

foto.Antes de explicarle que a Hanna la

conocía casi tanto como él, me marché.Probablemente él la conocía en algunasfacetas mejor que yo y decirlo noserviría de nada.

Afuera seguía lloviendo aunque conmenor intensidad. Por las anchas aceras

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del Paseo Marítimo se veían algunosturistas que paseaban envueltos enchubasqueros de colores. Me metí en elcoche y encendí un cigarrillo. Desde allípodía ver la fortaleza de patines y lacortina de vapor y espuma que levantabael viento. Desde una ventana del bar lamuchacha de la chimenea tambiénmiraba hacia la playa. Puse en marcha elcoche y me alejé. Durante media hora divueltas por el pueblo. En la parte viejala circulación era imposible. El aguasalía a borbotones de las alcantarillas yun vaho tibio y pútrido se colaba en elcoche junto con los humos de los tubosde escape, los claxons, los gritos de los

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niños. Por fin conseguí salir. Teníahambre, un hambre feroz, pero en lugarde buscar un sitio donde comer me alejédel pueblo.

Conduje a la ventura, sin saber haciadónde me dirigía. De vez en cuandoadelantaba coches y remolques deturistas; el tiempo presagiaba el fin delverano. Las tierras, a uno y otro lado dela carretera, estaban cubiertas deplásticos y surcos oscuros; en elhorizonte se recortaban unas colinaspeladas y chatas hacia donde corrían lasnubes. En el interior de una huerta, bajolas ramas de un árbol, vi un grupo denegros que se protegía de la lluvia.

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De pronto apareció una fábrica decerámica. Aquél, entonces, era elcamino que conducía a la discoteca sinnombre en donde habíamos estado.Detuve el coche en el patio y me bajé.Desde una caseta un viejo me miró sindecir nada. Todo era distinto: no habíareflectores, ni perros, ni un brillo irrealemanaba de las estatuas de yeso sobrelas que repiqueteaba la lluvia.

Cogí un par de macetas y me acerquéal cubil del viejo.

—Ochocientas pesetas —dijo sinsalir.

Busqué el dinero y se lo di.—Mal tiempo —dije mientras

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esperaba el cambio y la lluvia me caíapor la cara.

—Sí —dijo el viejo.Metí las macetas en el maletero y me

marché.Comí en una ermita, en la cima del

monte desde el que se domina todo elbalneario. Hace siglos allí hubo unafortaleza de piedra como proteccióncontra los piratas. Tal vez el pueblotodavía no existía cuando construyeronla fortaleza. No lo sé. En cualquier casode la fortaleza sólo quedan unas cuantaspiedras cubiertas de nombres, decorazones, de dibujos obscenos. Junto aesas ruinas se levanta la ermita, de

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construcción más reciente. La vista esformidable: el puerto, el club de yates,el viejo casco urbano, el centroresidencial, los campings, los hoteles dela primera línea de mar; con buentiempo se pueden divisar algunospueblos costeros y, encaramándose alesqueleto de la fortaleza, una telaraña decarreteras secundarias e infinidad depueblitos y villorrios del interior. En unanexo de la ermita hay una especie derestaurante. Ignoro si quienes lo regentanpertenecen a una comunidad religiosa osimplemente consiguieron la licencia delmodo usual. Buenos cocineros, que es loque importa. La gente del pueblo, en

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especial las parejas, suelen subir a laermita aunque no precisamente paraadmirar el paisaje. Al llegar encontrévarios coches detenidos bajo losárboles. Algunos conductorespermanecían en el interior de susvehículos. Otros estaban sentados en lasmesas del restaurante. El silencio eracasi total. Di una vuelta por una especiede mirador con rejas metálicas; enambos extremos había telescopios, deaquellos que funcionan con monedas.Me aproximé a uno y metí cincuentapesetas. No vi nada. La oscuridad eratotal. Le di un par de golpes y me alejé.En el restaurante pedí un plato de conejo

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y una botella de vino.¿Qué más vi?

1. Un árbol suspendido sobre elprecipicio. Sus raíces, comoenloquecidas, se enroscaban entre laspiedras y el aire. (Pero estas cosas nosólo se ven en España; también enAlemania he visto árboles así).2. Un adolescente vomitando en elbordillo del camino. Sus padres, en elinterior de un coche con matrículabritánica, aguardaban con la radio atodo volumen.3. Una muchacha de ojos oscuros en lacocina del restaurante de la ermita.

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Apenas nos vimos un segundo pero algoen mí la hizo sonreír.4. El busto de bronce de un hombrecalvo en una pequeña plaza apartada. Enel pedestal un poema escrito en lenguacatalana del que sólo pude identificarlas palabras: «tierra», «hombre»,«muerte».5. Un grupo de jóvenes mariscando entrelos roqueríos al norte del pueblo. Sinmotivo aparente cada cierto tiempodaban hurras y vivas. Sus gritos subíanpor las rocas con estruendo de tambores.6. Una nube de color rojo oscuro, sangresucia, repuntando por el este, y que entrelas nubes oscuras que encapotaban el

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cielo era como una promesa del fin de lalluvia.

Después de comer regresé al hotel.Me di una ducha, me cambié de ropa yvolví a salir. En la recepción había unacarta para mí. Era de Conrad. Dudé unmomento entre leerla inmediatamente oretrasar el placer de su lectura para mástarde. Decidí que lo haría después dever al Quemado. Guardé, pues, la cartaen un bolsillo y me dirigí hacia lospatines.

La arena estaba mojada aunque ya nollovía; en algunos puntos de la playapodían apreciarse siluetas que

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caminaban bordeando las olas, con lascabezas inclinadas como si buscaranbotellas con mensajes o joyas devueltaspor el mar. En dos ocasiones estuve apunto de volver al hotel. La sensaciónde estar haciendo el ridículo, sinembargo, era menor que mi curiosidad.

Mucho antes de llegar escuché elruido que producía la lona al chocarcontra los flotadores. Debía habersesoltado algún cordel. Con pasosprecavidos rodeé los patines. En efecto,había un cordel desamarrado que hacíaque el viento moviera la lona cada vezcon mayor violencia. Recuerdo que elcordel se agitaba como una culebra. Una

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culebra de río. La lona estaba húmeda ypesada por efecto de la lluvia. Sinpensarlo cogí el cordel y lo amarrécomo pude.

—¿Qué estás haciendo? —dijo elQuemado desde el interior de lospatines.

Di un salto hacia atrás. El nudo, enel acto, se deshizo y la lona chasqueócomo una planta arrancada de cuajo,como algo vivo y húmedo.

—Nada —dije.Inmediatamente pensé que debía

haber añadido: «¿Dónde estás?» Ahorael Quemado podía deducir que conocíasu secreto y que por tal motivo no me

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sorprendía escuchar su voz que,obviamente, provenía del interior.Demasiado tarde.

—¿Cómo que nada?—Nada —grité—. Daba un paseo y

vi que el viento estaba a punto dearrancarte la lona. ¿No te habías dadocuenta?

Silencio.Di un paso adelante y con

movimientos decididos volví a atar elmaldito cordel.

—Ya está —dije—. Ahora sí queestán protegidos los patines. ¡Sólo faltaque salga el sol!

Un gruñido ininteligible llegó desde

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el interior.—¿Puedo pasar?El Quemado no respondió. Por un

instante temí que saliera y me espetaraen medio de la playa qué demoniosquería. No hubiera sabido quécontestarle. (¿Matar el tiempo?¿Comprobar una sospecha? ¿Un pequeñoestudio de costumbres?)

—¿Me escuchas? —grité—. ¿Puedopasar, sí o no?

—Sí. —La voz del Quemado apenasera audible.

Busqué, solícito, la entrada; porsupuesto no había ningún agujeroexcavado en la arena. Los patines,

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empotrados de forma inverosímil, noparecían dejar resquicio por dondepudiera pasar. Miré en la parte superior:entre la lona y un flotador había unespacio por donde un cuerpo podíadeslizarse. Subí con cuidado.

—¿Por aquí? —dije.El Quemado gruñó algo que tomé

por una señal afirmativa. Ya arriba, elagujero era más grande. Cerré los ojos yme dejé caer.

Un olor a madera podrida y a sal megolpeó el olfato. Por fin estaba en elinterior de la fortaleza.

El Quemado permanecía sentadosobre una lona similar a la que cubría

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los patines. Junto a él había un bolsocasi tan grande como una maleta.Encima de una hoja de periódico teníaun pedazo de pan y una lata de atún. Laluz, contra mis predicciones, eraaceptable, sobre todo si tenía en cuentaque afuera estaba nublado. Junto con laluz, por entre los innumerables huecos,entraba el aire. La arena estaba seca, oeso creí; de todas maneras allí dentrohacía frío. Se lo dije: hace frío. ElQuemado sacó del bolso una botella yme la tendió. Di un trago largo. Eravino.

—Gracias —dije.El Quemado cogió la botella y bebió

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a su vez; luego cortó un trozo de pan, loabrió por la mitad, metió entre ambaspartes algunas migas de atún, lo empapóde aceite y procedió a comérselo. Elhueco en el interior de los patines teníauna anchura de dos metros, por un metroy poco más de alto. Pronto descubríotros objetos: una toalla de colorimpreciso, las alpargatas (el Quemadoestaba descalzo), otra lata de atún,vacía, una bolsa de plástico con lassiglas de un supermercado… En generalel orden imperaba en la fortaleza.

—¿No te extraña que supiera dóndeestabas?

—No —dijo el Quemado.

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—A veces le doy una mano aIngeborg deduciendo cosas… Cuandoella lee novelas de misterio… Puedodescubrir a los asesinos antes queFlorian Linden… —Mi voz se habíareducido hasta casi un murmullo.

Después de engullir el pan, congestos parsimoniosos metió ambas latasen la bolsa de plástico. Sus manos,enormes, se movían veloces ysilenciosas. Manos de criminal, pensé.En un segundo no quedó rastro decomida, sólo la botella de vino entre ély yo.

—La lluvia… ¿Te ha molestado?…Pero veo que aquí estás bien… Que

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llueva de vez en cuando debe ser unasuerte para ti: hoy eres un turista más,como todos.

El Quemado me miró en silencio. Enel amasijo de sus facciones creí ver unaexpresión de sarcasmo. ¿Tú tambiénhaces vacaciones?, dijo. Hoy estoy solo,expliqué, Ingeborg, Hanna y Charly semarcharon a Barcelona. ¿Qué pretendióinsinuar con que yo también hacíavacaciones? ¿Que no escribiría miartículo? ¿Que no estaba encerrado en elhotel?

—¿Cómo se te ocurrió vivir aquí?El Quemado se encogió de hombros

y suspiró.

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—Sí, comprendo, debe ser muyhermoso dormir bajo las estrellas, alaire libre, aunque desde aquí no debesver muchas estrellas —sonreí, y mepalmeé la frente con la mano, un gestoinusual en mí—. De todas maneras tealojas más cerca del mar que cualquierturista. ¡Algunos pagarían por estar en tulugar!

El Quemado buscó algo entre laarena. Los dedos de sus pies seenterraron y desenterraron con lentitud;eran grandes, desmesurados, y,sorprendentemente, aunque en realidadno tenían por qué ser distintos, sin unasola quemadura, lisos, con la piel

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intacta, incluso sin callosidades que elcontacto diario con el mar debíaencargarse de borrar.

—Me gustaría saber por quédecidiste instalarte aquí, cómo se teocurrió que juntando los patines podíasconstruir este refugio. Es una buenaidea, pero por qué. ¿Fue por no pagaralquiler? ¿Tan caros están losalquileres? Perdona si no es de miincumbencia. Es una curiosidad quetengo, ¿sabes? ¿Quieres que vayamos atomar un café?

El Quemado cogió la botella ydespués de acercársela a sus labios mela alargó.

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—Es barato. Es gratis —murmurócuando volví a depositar la botella entreambos.

—¿Es legal, también? ¿Aparte demí, sabe alguien que duermes aquí? Elpropietario de los patines, por ejemplo,¿sabe dónde pasas las noches?

—Yo soy el dueño de estos patines—dijo el Quemado. Una línea de luz lecaía justo en la frente: la carnechamuscada, tocada por la luz, parecíaaclararse, moverse. —No valen mucho—añadió—. Todos los patines delpueblo son más nuevos que los míos.Pero todavía flotan y a la gente legustan.

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—Los encuentro magníficos —dijeen un arranque de entusiasmo—. Yo nome subiría jamás a un patín con forma decisne o de nave vikinga. Son horrorosos.Los tuyos, en cambio, me parecen… nosé, más clásicos. Más de fiar.

Me sentí estúpido.—No creas. Los patines nuevos son

más rápidos.Deshilvanadamente explicó que el

tráfico de lanchas, barcos deexcursiones y tablas de windsurf en lasproximidades de la playa era, enocasiones, tan abigarrado como el deuna autopista. La velocidad que lospatines pudieran emplear para esquivar

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a las otras embarcaciones, entonces, seconvertía en algo importante. Por ahorano tenía que lamentar ningún accidentesalvo golpes contra cabezas de bañistas;pero hasta en esto eran superiores lospatines nuevos: un topetazo contra elflotador de uno de sus viejos patinespodía abrirle la cabeza a cualquiera.

—Son pesados —dijo.—Sí, sí, como tanques.El Quemado sonrió por primera vez

aquella tarde.—Siempre piensas en eso —dijo.—Sí, siempre, siempre.Sin dejar de sonreír hizo un dibujo

en la arena que inmediatamente borró.

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Sus contados gestos eran, por demás,enigmáticos.

—¿Cómo va tu juego?—Perfecto. Viento en popa.

Destrozaré todos los esquemas.—¿Todos los esquemas?—Sí, todas las viejas maneras de

jugar. Con mi sistema el juego deberáreplantearse.

Al salir el cielo era de un color grismetálico y anunciaba nuevoschaparrones. Le dije al Quemado quehacía unas horas había visto una nuberoja por levante; pensé que era señal debuen tiempo. En el bar, leyendo unperiódico deportivo en la misma mesa

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donde lo dejé, estaba el Cordero. Alvernos nos hace señas para que nossentemos junto a él. La conversacióndiscurre entonces por terrenos que aCharly le hubieran encantado pero que amí sólo consiguen aburrirme. BayernMunich, Schuster, Hamburgo,Rummenigge son los temas y lospretextos. Por descontado, el Corderosabe más de estos clubes y de estaspersonalidades que yo. Para misorpresa, el Quemado participa en laconversación (que se da en mi honor,pues no se habla de deportistasespañoles sino alemanes, cosa que séapreciar en su justa medida y que al

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mismo tiempo me produce desconfianza)y demuestra tener un conocimientoaceptable del fútbol alemán. Porejemplo, el Cordero pregunta: ¿cuál estu jugador favorito?, y, tras mi respuesta(Schumacher, por decir algo) y la delCordero (Klaus Allofs), el Quemadodice: «Uwe Seeler», a quien ni elCordero ni yo conocemos. Ése yTilkowski son los nombres que másprestigio guardan en el recuerdo delQuemado. El Cordero y yo no sabemosde qué habla. A nuestras preguntasresponde que de niño los vio a ambos enun campo de fútbol. Cuando creo que elQuemado se pondrá a rememorar su

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infancia, éste de golpe enmudece. Lashoras pasan y pese a que el día estánublado la noche tarda en llegar. A lasocho me despido y vuelvo al hotel.Sentado en un sillón, en la planta baja,junto a un ventanal desde el cual puedover el Paseo Marítimo y un sector delaparcamiento, me dispongo a leer lacarta de Conrad. Dice así:

Querido Udo:Recibí tu postal. Espero que la

natación e Ingeborg te dejen tiempo

para terminar el artículo en la

fecha prevista. Ayer concluimos un

Tercer Reich en casa de Wolfgang.

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Walter y Wolfgang (Eje) contra

Franz (Aliados) y yo (Rusia).

Jugamos a tres bandas y el

resultado final fue:W y W, 4 objetivos; Franz, 18;

yo, 19, entre ellos Berlín ¡Y

Estocolmo! (ya puedes imaginar el

estado en que W y W dejaron a la

Kriegsmarine). Sorpresas en el

módulo diplomático: en otoño 41

España pasa al Eje. Imposibilidad

de convertir a Turquía en aliado

menor gracias a los DP que Franz y

yo derrochamos con prodigalidad.

Alejandría y Suez, intocables;

Malta machacada pero en pie. W y W

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quisieron comprobar algunos

aspectos de tu Estrategia

Mediterránea. Y de la Estrategia

Mediterránea de Rex Douglas.

Demasiado grande para ellos. Se

hundieron. El Gambito Español de

David Hablanian puede funcionar una

vez de cada veinte. Franz perdió

Francia en verano 40 y ¡Soportó una

invasión contra Inglaterra en

primavera 41! Casi todos sus

cuerpos de ejército se hallaban en

el Mediterráneo y W y W no pudieron

resistir la tentación. Aplicamos la

variante Beyma. En el 41 me salvó

la nieve y la insistencia de W y W

Page 316: El tercer reich   roberto bolano

e n abrir frentes, con un gasto de

BRP enorme; siempre llegaban en

bancarrota al último turno anual.

Acerca de tu Estrategia: Franz dice

que no se distingue mucho de la de

Anchors. Le dije que tú te

escribías con Anchors y que su

Estrategia no tiene nada en común

con la tuya. W y W están dispuestos

a montar un TR gigante apenas

regreses. Primero sugirieron la

serie Europa de GDW pero los

disuadí. No creo que estés conforme

con jugar más de un mes seguido.

Hemos convenido que W y W, Franz y

Otto Wolf jugarán con los aliados y

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los rusos, respectivamente, y que

tú y yo llevaremos las riendas de

Alemania, ¿qué te parece? Hablamos

también del Encuentro en París, del

23 al 28 de diciembre. Está

confirmado que acudirá Rex Douglas

en persona. Sé que le gustará

conocerte. En Waterloo apareció una

foto tuya: es aquella donde estás

jugando contra Randy Wilson, y una

noticia sobre nuestro grupo de

Stuttgart. Recibí carta de Marte,

¿los recuerdas? Quieren un artículo

tuyo (aparecerá también uno de

Mathias Müller, ¡es increíble!)

para un número extraordinario de

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jugadores especializados en la

Segunda. La mayoría de los

participantes son franceses y

suizos. Y más noticias que prefiero

darte cuando regreses de

vacaciones. ¿Cuáles crees que

fueron los hex. objetivos que

retuvieron W y W? Leipzig, Oslo,

Génova y Milán. Franz quería

pegarme. De hecho estuvo

persiguiéndome alrededor de la

mesa. Hemos dejado montado un Case

White. Empezaremos mañana por la

noche. Los críos de Fuego y Acero

han descubierto Boots & Saddles y

Bundeswehr, de la serie Assault.

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Ahora piensan vender sus viejos

Squad Leader y ya hablan de sacar

un fanzine que se llamaría Assault

o Combates Radiactivos o algo así.

A mí me dan risa. Toma mucho sol.

Saludos a Ingeborg. Un abrazo de tu

amigo.

Conrad

La tarde en el Del Mar después de lalluvia se tiñe de un azul oscuro veteadode oro. Durante mucho rato permanezcoen el restaurante sin hacer otra cosa quemirar a la gente que vuelve al hotel conrostro cansado y hambriento. Por

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ninguna parte vi a Frau Else. Descubroque tengo frío: estoy en mangas decamisa. Además la carta de Conrad meha dejado un resabio de tristeza.Wolfgang es un imbécil: imagino sulentitud, sus indecisiones al mover cadacontador, su falta de imaginación. Si nopuedes controlar Turquía con Dp,invádela, so tarado. Nicky Palmer lo hadicho mil veces. Yo lo he dicho milveces. De pronto, sin causa aparente, hepensado que estoy solo. Que sóloConrad y Rex Douglas (a quienúnicamente conozco de forma epistolar)son mis amigos. El resto es vacío yoscuridad. Llamadas que nadie contesta.

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Plantas. «Solo en un país devastado»,recordé. En una Europa amnésica, sinépica y sin heroísmo. (No me extrañaque los adolescentes se dediquen aDungeons & Dragons y otros juegos derol).

¿Cómo compró el Quemado suspatines? Sí, me lo dijo. Con los ahorrosobtenidos en la vendimia. ¿Pero cómopudo comprar todo el lote, seis o siete,sólo con el dinero de una vendimia? Ésefue el primer pago. El resto lo abonabade a poco. El anterior propietario eraviejo y estaba cansado. No se gana lo

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suficiente en el verano y si encima hayque pagar un salario; entonces decidióvenderlos y el Quemado los compró.¿Había trabajado antes en el alquiler depatines? Nunca. No es difícil aprender,se burló el Cordero. ¿Podría hacerlo yo?(Pregunta necia). Por supuesto, dijeron adúo el Cordero y el Quemado.Cualquiera. En realidad era un oficio enel que sólo se necesitaba paciencia ybuen ojo para no perder de vista lospatines huidizos. Ni siquiera había quesaber nadar.

El Quemado llegó al hotel. Subimos

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sin que nadie nos viera. Le mostré eljuego. Las preguntas que hizo fueroninteligentes. De pronto la calle se llenóde ruidos de sirenas. El Quemado salióal balcón y dijo que el accidente era enla zona de los campings. Qué estupidezmorir en vacaciones, observé. ElQuemado se encogió de hombros.Llevaba una camiseta blanca y limpia.Desde donde estaba podía vigilar lamasa informe de sus patines. Meacerqué y le pregunté qué miraba. Laplaya, dijo. Creo que podría aprender ajugar rápidamente.

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Pasan las horas y no hay señales deIngeborg. Hasta las nueve he esperadoen la habitación, anotando movimientos.

La cena en el restaurante del hotel:crema de espárragos, canelones, café yhelado. Durante la sobremesa tampocovi a Frau Else. (Decididamente hoy hadesaparecido). Compartí la mesa con unmatrimonio holandés de unos cincuentaaños. El tema de conversación tanto enmi mesa como en el resto del restauranteera el mal tiempo. Entre los comensaleshabía opiniones diversas que loscamareros —investidos de una supuesta

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sabiduría meteorológica y al fin y alcabo nativos— se encargaban dedirimir. Al final ganó la facción quevaticinaba buen tiempo para el díasiguiente.

A las once di una vuelta por losdiferentes salones de la planta baja. Noencontré a Frau Else y me marché a piehasta el Rincón de los Andaluces. ElCordero no estaba pero al cabo demedia hora apareció. Le pregunté por elLobo. No lo había visto en todo el día.

—Supongo que no estará enBarcelona —dije.

El Cordero me miró, espantado. Porsupuesto que no, hoy trabajaba hasta

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tarde, qué cosas se me ocurrían. ¿Cómoiba a ir el pobre Lobo a Barcelona? Nostomamos un coñac y vimos un rato unprograma de concursos que daban en latelevisión. El Cordero hablabatartamudeando, por lo que deduje queestaba nervioso. No recuerdo por quésalió aquel tema pero en un momento ysin que se lo preguntara me confesó queel Quemado no era español. Puede queestuviéramos hablando de la dureza y dela vida y de los accidentes. (En elconcurso ocurrían cientos de pequeñosaccidentes, en apariencia simulados eincruentos). Puede que yo afirmara algosobre el carácter español. Puede que

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seguidamente hablara del fuego y de lasquemaduras. No lo sé. Lo cierto es queel Cordero dijo que el Quemado no eraespañol. ¿De dónde era, entonces?Sudamericano; de qué país en concreto,no lo sabía.

La revelación del Cordero me sentócomo una bofetada. Así que el Quemadono era español. Y no lo había dicho.Este hecho, en sí mismo intrascendente,me pareció de lo más inquietante ysignificativo. ¿Qué motivos podía tenerel Quemado para ocultarme suverdadera nacionalidad? No me sentíestafado. Me sentí observado. (No porel Quemado, en realidad por nadie en

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particular: observado por un hueco, poruna carencia). Al cabo de un rato paguélas copas y me marché. Tenía laesperanza de encontrar a Ingeborg en elhotel.

En la habitación no hay nadie. Volvía bajar: fantasmales, en la terrazadistingo unas siluetas que apenas hablan:acodado en la barra, un viejo, el últimocliente, bebe en silencio. En larecepción el vigilante del turno de nocheme informa que nadie me ha telefoneado.

—¿Sabe dónde puedo encontrar aFrau Else?

Lo ignora. Al principio ni siquieracomprende de quién le hablo. Frau Else,

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grito, la dueña de este hotel. Elempleado abre mucho los ojos y vuelvea negar con la cabeza. No la ha visto.

Di las gracias y me fui a tomar uncoñac en la barra. A la una de la mañanadecidí que lo mejor era subir yacostarme. Ya no quedaba nadie en laterraza aunque unos cuantos clientesrecién llegados se habían instalado en labarra y bromeaban con los camareros.

No puedo dormir; no tengo sueño.

A las cuatro de la mañana, por fin,aparece Ingeborg. Una llamadatelefónica del vigilante me informa que

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una señorita desea verme. Bajécorriendo. En la recepción encuentro aIngeborg, Hanna y el vigilanteenzarzados en algo que, desde lasescaleras, se asemeja a un conciliábulo.Cuando llego junto a ellos lo primeroque veo es el rostro de Hanna: unhematoma violeta y rosáceo cubre supómulo izquierdo y parte del ojo;asimismo en la mejilla derecha y en ellabio superior se pueden apreciarmagulladuras, pero más leves. Por otraparte no cesa de llorar. Cuando inquieropor la causa de semejante estado,Ingeborg me obliga a callar de formaabrupta. Sus nervios están a flor de piel;

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constantemente repite que aquello sólopodía ocurrir en España. Cansado, elvigilante propone llamar a unaambulancia. Ingeborg y yo nosconsultamos pero es Hanna quien seniega tajantemente. (Dice cosas como:«es mi cuerpo», «son mis heridas»,etcétera). La discusión prosigue y elllanto de Hanna arrecia. Hasta esemomento no he pensado en Charly,¿dónde está? Al mencionarlo, Ingeborg,incapaz de contenerse, suelta un torrentede palabrotas. Por un instante tuve lasensación de que Charly se habíaperdido para siempre . Inesperadamentesiento que una corriente de simpatía me

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une a él. Algo que no sé nombrar y quenos liga de un modo doloroso. Mientrasel vigilante sale en busca de un botiquínde primeros auxilios —solución decompromiso a la que hemos llegado conHanna—, Ingeborg me pone al tanto delos últimos acontecimientos que, porotra parte, ya he adivinado.

La excursión no pudo ser peor.Después de un día aparentemente normaly tranquilo, incluso demasiado tranquilo,ocupado en dar vueltas por el BarrioGótico y por las Ramblas, tomando fotosy comprando souvenirs, la placidezinicial se trizó hasta quedar hechaañicos. Todo comenzó, según Ingeborg,

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después de los postres: Charly, sin quemediara provocación, experimentó uncambio notable, como si algo en lacomida lo hubiera envenenado. Alprincipio todo se tradujo en una actitudhostil contra Hanna, y a bromas de malgusto. Hubo un intercambio de insultos yel asunto no pasó de ahí. La explosión,el primer aviso, se produjo más tarde,después de que Hanna e Ingeborgaccedieran, si bien a regañadientes, aentrar en un bar cercano al puerto; iban abeber una última cerveza antes deregresar. Según Ingeborg, Charly estabanervioso e irritable, pero no agresivo.El incidente, tal vez, no habría

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trascendido si en el curso de laconversación Hanna no le hubierareprochado un asunto de Oberhausenacerca del cual Ingeborg no teníaconocimiento. Las palabras de Hannafueron oscuras y crípticas; Charly, alprincipio, escuchó las recriminacionesen silencio. «Tenía la cara blanca comoel papel y parecía asustado», dijoIngeborg. Luego se levantó, cogió aHanna de un brazo y desapareció conella en los servicios. Al cabo de unosminutos, nerviosa, Ingeborg decidióllamarlos, no muy segura de lo queocurría. Los dos estaban encerrados enel servicio de mujeres y no ofrecieron

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resistencia al escuchar la voz deIngeborg. Al salir, ambos lloraban.Hanna no dijo una palabra. Charly pagóla cuenta y marcharon de Barcelona. Alcabo de media hora de viaje sedetuvieron en las afueras de uno de lostantos pueblos que jalonan la carreterade la costa. El bar al que entraron sellamaba Mar Salada. Esta vez Charly nisiquiera intentó convencerlas;simplemente se desentendió de ellas y sepuso a beber. A la quinta o sextacerveza estalló en lágrimas. Ingeborg,que pensaba cenar conmigo, pidióentonces la carta y persuadió a Charlypara que comiera algo. Por un momento

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todo pareció volver a la normalidad.Los tres cenaron y, aunque condificultades, mantuvieron un simulacrode charla civilizada. Llegada la hora demarcharse, la discusión volvió a saltar.Charly estaba decidido a seguir allí eIngeborg y Hanna a que les entregara lasllaves del coche para regresar. SegúnIngeborg las palabras que se decían eran«un callejón sin salida», en el cualCharly se hallaba muy a gusto.Finalmente éste se levantó e hizo comoque estaba dispuesto a darles las llaveso a llevarlas. Ingeborg y Hanna losiguieron. Al cruzar la puerta Charly sevolvió bruscamente y golpeó a Hanna en

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el rostro. La respuesta de Hanna fueecharse a correr hacia la playa. Charlysalió disparado tras ella y a los pocossegundos Ingeborg escuchó los gritos deHanna, apagados y sollozantes como losde una niña. Cuando llegó junto a ellosCharly ya no la golpeaba aunque detanto en tanto le propinaba una patada ola escupía. Ingeborg, en el primerimpulso, pensó interponerse entre ambospero al ver a su amiga en el suelo y conla cara llena de sangre perdió la escasaserenidad que le quedaba y se puso agritar pidiendo auxilio. Por supuesto,nadie acudió. El escándalo terminó conCharly marchándose en el coche; Hanna

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ensangrentada y con fuerzas sólo paranegarse a cualquier intervenciónpoliciaca o médica; e Ingeborgabandonada en un lugar que no conocía ycon la responsabilidad de sacar a suamiga de allí. Por suerte el dueño delbar donde habían estado atendió aHanna, ayudó a limpiarla sin hacerpreguntas y luego llamó un taxi que lastrajo de regreso. Ahora el problema eraqué debía hacer Hanna. ¿Dónde dormir?¿En su hotel o en el nuestro? Si dormíaen su hotel ¿qué posibilidades había deque Charly la golpeara otra vez? ¿Debíair a un hospital? ¿Cabía la posibilidadde que el golpe en el pómulo fuera más

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grave de lo que pensábamos? Elvigilante zanjó la cuestión: según él nohabía daño alguno en el hueso; se tratabade un golpe aparatoso y nada más. Conrespecto a dormir en el hotel, mañana,con seguridad, habría plazas libres, peroesta noche, lamentablemente, noquedaba ninguna. Hanna puso cara dealivio cuando vio que no tenía opciones.«La culpa es mía», murmuró. «Charly esmuy nervioso y yo lo provoqué, qué levamos a hacer, el muy hijo de puta es asíy no puedo cambiarlo». Creo queIngeborg y yo nos sentimos mejor alescucharla; era preferible de esamanera. Agradecimos al vigilante sus

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atenciones y la fuimos a dejar a su hotel.La noche era preciosa. La lluvia habíalavado no sólo los edificios sinotambién el aire. Corría una brisa frescay el silencio era total. La acompañamoshasta la puerta del Costa Brava yesperamos en medio de la calle. Al pocorato Hanna salió al balcón y noscomunicó que Charly aún no habíaregresado. «Duérmete y no pienses ennada», le gritó Ingeborg antes de volveral Del Mar. Ya en nuestra habitaciónhablamos de Charly y de Hanna (yodiría que los criticamos) e hicimos elamor. Luego Ingeborg cogió su novelade Florian Linden y al poco rato estaba

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dormida. Salí al balcón a fumar uncigarrillo y a ver si divisaba el coche deCharly.

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29 de agosto

De madrugada la playa está llena degaviotas. Junto a las gaviotas haypalomas. Las gaviotas y las palomasestán en la orilla del mar, mirando elmar, inamovibles salvo alguna quelevanta un corto vuelo. Las gaviotas sonde dos tipos: grandes y pequeñas. Desdelejos las palomas también parecengaviotas. Gaviotas de un tercer tipo aúnmás pequeño. Por la boca del puertocomienzan a salir los botes; a su pasodejan un surco opaco sobre la superficielisa del mar. Hoy no he dormido. El

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cielo ostenta un color azul, pálido ylíquido. La franja del horizonte esblanca; la arena de la playa, marrón,veteada de pequeños lunares de basura.Desde la terraza —aún no han llegadolos camareros a arreglar las mesas— seadivina un día apacible y transparente.Diríase que formadas en fila lasgaviotas contemplan impertérritas losbotes que se alejan hasta casi perdersede vista. A esta hora los pasillos delhotel son cálidos y desiertos. En elrestaurante un camarero semidormidodescorre con brutalidad las cortinas; elbrillo que inunda todo, no obstante, esamable y frío; luz tenue, contenida. La

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cafetera aún no funciona. Por el gestodel camarero intuyo que tardarábastante. En la habitación Ingeborgduerme con la novela de Florian Lindenenredada entre las sábanas. Suavementela deposito en el velador no sin que unafrase me llame la atención. FlorianLinden (supongo) dice: «Usted afirmahaber repetido varias veces el mismocrimen. No, no está usted loco. En eso,precisamente, consiste el mal». Concuidado pongo el marcador entre laspáginas y cierro el libro. Al salir tuve lacuriosa idea de que nadie en el Del Marplaneaba levantarse. Pero las calles yano están vacías del todo. Delante del

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quiosco, en la frontera entre la partevieja y la zona turística, en la parada deautobuses, hay una camioneta de la quedescargan paquetes de revistas y prensadiaria. Compro dos periódicos alemanesantes de internarme por calles estrechas,en dirección al puerto, en busca de unbar abierto.

En el marco de la puerta serecortaron las siluetas de Charly y elLobo. Ninguno de los dos pareciósorprendido de verme. Charly se dirigiódirectamente hacia mi mesa mientras elLobo encargaba en la barra dos

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desayunos. No atiné a decir nada; losgestos de Charly y el español estabancubiertos por una máscara de sosiegoaunque detrás de esa calma aparentepermanecían alertas.

—Te hemos seguido —dijo Charly—; vimos que salías del hotel…,parecías muy cansado así quepreferimos dejarte caminar un rato.

Noté que la mano izquierda metemblaba; sólo un poco —ellos no sepercataron— pero la escondí deinmediato debajo de la mesa. En miinterior comencé a prepararme para lopeor.

—Creo que tú tampoco has dormido

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—dijo Charly.Me encogí de hombros.—Yo no he podido dormir —dijo

Charly—, supongo que ya conocerástoda la historia. Me da igual; quierodecir que no me importa un día más ouno menos sin dormir. Me remuerde unpoco la conciencia haber despertado alLobo. Por mi culpa él tampoco hadormido, ¿verdad, Lobo?

El Lobo sonrió sin entender unapalabra. Por un instante tuve la loca ideade traducirle lo que Charly acababa dedecir, pero me callé. Algo oscuro meadvirtió que era mejor así.

—Los amigos están para sostener a

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sus amigos cuando éstos los necesitan—dijo Charly—. Al menos eso meparece a mí. ¿Sabías que el Lobo es unamigo de verdad, Udo? Para él laamistad es sagrada. Por ejemplo, ahoradebería irse a trabajar, pero yo sé queno lo hará hasta dejarme instalado en elhotel o en cualquier otro lugar seguro.Puede perder su trabajo, pero no leimporta. ¿Y por qué ocurre eso? Esoocurre porque su sentido de la amistades como debe ser: sagrado. ¡Con laamistad no se bromea!

Los ojos de Charly brillabandesmesuradamente; pensé que iba allorar. Miró su croissant con una mueca

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de asco y lo apartó con la mano. ElLobo le indicó que si no lo quería se locomería él. Sí, sí, dijo Charly.

—Fui a buscarlo a su casa a lascuatro de la mañana. ¿Crees que hubierasido capaz de hacer eso con undesconocido? Todo el mundo esdesconocido, por supuesto, todos en elfondo son asquerosos; sin embargo lamadre del Lobo, que fue quien me abrióla puerta, creyó que había tenido unaccidente y lo primero que hizo fueofrecerme un coñac, que yo por supuestoacepté aunque estaba más borracho queuna cuba. Qué estupenda persona.Cuando el Lobo se levantó me halló

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sentado en uno de sus sillones ytomándome un coñac. ¡Qué otra cosapodía hacer!

—No entiendo nada —dije—. Meparece que aún estás borracho.

—No, lo juro… Es sencillo: fui abuscar al Lobo a las cuatro de lamañana; fui recibido por su madre comoun príncipe; luego el Lobo y yointentamos hablar; luego salimos a darvueltas en el coche; estuvimos en un parde bares; compramos dos botellas; luegonos fuimos a la playa, a beber con elQuemado …

—¿Con el Quemado? ¿En la playa?—El tipo a veces duerme en la playa

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para que no le roben sus asquerosospatines. Así que decidimos compartircon él nuestro alcohol. Mira, Udo, quécurioso: desde allí se veía tu balcón ypodría asegurar que no apagaste la luzen toda la noche. ¿Me equivoco o no meequivoco? No, no me equivoco, era tubalcón y tus ventanas y tu maldita luz.¿Qué estuviste haciendo? ¿Jugabas a laguerra o hacías marranadas conIngeborg? ¡Eh, eh! No me mires así, esuna broma, a mí qué más me da. Era tuhabitación, sí, me di cuenta enseguida, ytambién el Quemado se dio cuenta. Enfin, una noche movida, parece que todosnos desvelamos un poco, ¿no?

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Por encima de la vergüenza y elrencor que sentí al saber que Charly noignoraba mi afición por los juegos y quesin duda era Ingeborg quien se lo habíacontado o mal contado (incluso pudeimaginarlos a los tres en la playacelebrando con carcajadas lasocurrencias al respecto: «Udo estáganando, pero también Udo estáperdiendo»; «así pasan las vacacioneslos generales de Estado Mayor,encerrados»; «Udo está convencido deser la reencarnación de Van Manstein»;«¿qué le regalarás para su cumpleaños,una pistola de agua?»), por encima,digo, de la vergüenza y el rencor contra

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Charly, contra Ingeborg y contra Hanna,se impuso un sentimiento de suave yprogresivo terror al oír que el Quemado«también sabía cuál era mi balcón».

—Harías mejor preguntándome porHanna —dije, intentando que la voz mesaliera normal.

—¿Para qué? Seguramente está bien.Hanna siempre está bien.

—¿Qué vas a hacer ahora?—¿Con Hanna? No sé, dentro de un

rato creo que iré a dejar al Lobo a sutrabajo y luego me iré al hotel. Esperoque Hanna ya esté en la playa pues tengoganas de dormir a pierna suelta… Hasido una noche movida, Udo. ¡Incluso en

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la playa! No lo vas a creer, aquí nadiepara un minuto, Udo, nadie. Desde lospatines escuchábamos un ruido. Ya esraro escuchar un ruido en la playa, aesas horas. El Lobo y yo fuimos ainvestigar y qué crees que encontramos:una pareja follando. Una pareja dealemanes, supongo, porque cuando lesdije que se lo pasaran bien mecontestaron en alemán. No me fijé en eltipo pero ella era guapa, vestida con untraje de fiesta blanco como el de Inge,allí, tirada en la playa, con el trajearrugado y todas esas cosas poéticas…

—¿Inge? ¿Te refieres a Ingeborg? —La mano me volvió a temblar;

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literalmente pude oler la violencia quenos estaba rodeando.

—A ella no, hombre, a su trajeblanco; tiene un traje blanco, ¿no? Puesa eso. ¿Sabes qué dijo entonces elLobo? Que hiciéramos cola. Que nospusiéramos en la cola para cuando eltipo terminara. ¡Dios mío, cómo me reí!¡Pretendía que nos la tiráramos nosotrosdespués de aquel pobre desgraciado!¡Una violación en toda regla! Quéhumor. Yo sólo tenía ganas de beber, ¡Yde contemplar las estrellas! Ayer llovió,¿lo recuerdas? De todas maneras en elcielo había un par de estrellas, tal veztres. Y yo me sentía de maravilla,

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entonces. En otras condiciones, Udo,probablemente hubiera aceptado laproposición del Lobo. Tal vez a la chicale gustara. Tal vez no. Cuandoregresamos a los patines creo que elLobo intentó convencer al Quemadopara que lo acompañara. El Quemadotampoco quiso ir. Pero no estoy seguro,ya sabes que el español no se me da muybien.

—No se te da en absoluto —dije.Charly soltó una carcajada sin

mucha convicción.—¿Quieres que se lo pregunte y así

sales de la duda? —añadí.—No. No es asunto mío… De todas

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maneras, créeme, me entiendo con misamigos y el Lobo es mi amigo y nosentendemos.

—No lo dudo.—Haces bien… Fue una bonita

noche, Udo… Una noche tranquila, conmalos pensamientos pero sin malasacciones… Una noche tranquila, cómoexplicártelo, tranquila y sin parar ni unminuto, ni un minuto… Incluso cuandoamaneció y podía pensarse que todohabía acabado, saliste tú del hotel… Enel primer momento creí que nos habíasvisto desde el balcón y venías a sumartea la juerga; cuando te alejaste endirección al puerto levanté al Lobo y te

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seguimos… Sin prisa, ya lo has visto.Como si estuviéramos dando un paseo.

—Hanna no está bien. Deberíasverla.

—Inge tampoco está bien, Udo. Niyo. Ni el Lobo, mi compadre. Ni tú, sipermites que te lo diga. Sólo la madredel Lobo está bien. Y, en Oberhausen, elhijito de Hanna. Sólo ellos están… no,bien del todo no, pero en comparacióncon otros, bien. Sí, bien.

Resultaba obsceno oírle llamar Ingea Ingeborg. Lamentablemente los amigosde ella, algunos compañeros de trabajo,también la llamaban así. Era normal ysin embargo nunca lo había pensado; yo

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no conocía a ningún amigo de Ingeborg.Sentí que un escalofrío me recorría elcuerpo.

Pedí otro café con leche. El Lobotomó un carajillo de ron (si tenía que ira trabajar, ciertamente no mostraba lamenor inquietud). Charly no quiso nada.Sólo tenía ganas de fumar y esto lo hacíacon voracidad, un cigarrillo tras otro.Pero aseguró que él pagaría la cuenta.

—¿Qué pasó en Barcelona? —Iba adecir «estás cambiado» pero me parecióridículo: apenas lo conocía.

—Nada. Paseamos. Compramossouvenirs. Es una bonita ciudad, condemasiada gente, eso sí. Durante un

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tiempo fui seguidor de Fútbol ClubBarcelona, cuando Lattek era elentrenador y jugaban Schuster ySimonsen. Ahora ya no. No me interesael Barcelona pero la ciudad me siguegustando. ¿Has estado en la SagradaFamilia? ¿Te gustó? Sí, es bonita.También estuvimos bebiendo en un barmuy antiguo, lleno de carteles de torerosy gitanos. A Hanna y a Inge les pareciómuy original. Y era barato, mucho másbarato que los bares de aquí.

—Si hubieras visto la cara de Hannano estarías tan tranquilo. Ingeborgpensaba denunciarte a la policía. Si estollega a ocurrir en Alemania, seguro que

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lo hace.—Exageras… En Alemania, en

Alemania… —Hizo una mueca deimpotencia—. No sé, tal vez allítambién ahora las cosas no paren ni unminuto. Mierda. No me importa.Además, no te creo, no creo que a Ingese le pasara por la cabeza llamar a lapolicía.

Me encogí de hombros, ofendido;puede que Charly tuviera razón, puedeque él conociera mejor el corazón deIngeborg.

—¿Tú qué habrías hecho? —Losojos de Charly brillaron llenos demalicia.

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—¿En tu lugar?—No, en el de Inge.—No sé. Patearte. Romperte la

espalda.Charly cerró los ojos. Mi respuesta,

sorprendentemente, le dolió.—Yo no. —Manoteó en el aire

como si algo muy importante se leescapara—. Yo, en el lugar de Inge, nolo hubiera hecho.

—Claro.—Tampoco quise violar a la

alemana de la playa. Hubiera podidohacerlo, pero no lo hice. ¿Entiendes?Pude romperle la cara a Hanna,rompérsela de verdad, y no lo hice.

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Pude tirar una piedra contra tu ventana odarte una paliza después de quecompraste esos periódicos inmundos.No hice nada. Hablo y fumo, nada más.

—¿Para qué ibas a querer rompermelos cristales o pegarme? Es idiota.

—No lo sé. Se me pasó por lacabeza. Rápido, rápido, con una piedradel tamaño de un puño. —La voz se lequebró como si de pronto recordara unapesadilla—. Fue el Quemado; mientrasmiraba la luz de tu ventana; ganas dellamar la atención, supongo…

—¿El Quemado te sugirió queapedrearas mi ventana?

—No, Udo, no. No entiendes nada,

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hombre. El Quemado estaba chupandocon nosotros, más bien en silencio, másbien los tres en silencio, escuchando elmar, nada más, y chupando, pero con losojos abiertos, ¿verdad?, y el Quemado yyo miramos tu ventana. Quiero decir:cuando yo miré tu ventana el Quemadoya tenía los ojos clavados en ella y yome di cuenta y él se dio cuenta de que yome quedaba con la jugada. Pero no dijonada de tirar piedras. Fui yo quien tuvoesa idea. Pensé que debía avisarte. ¿Loentiendes?

—No.Charly hizo una mueca de hastío;

cogió los periódicos y pasó las páginas

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a una velocidad inaudita, como si antesde mecánico hubiera sido cajero de unbanco; estoy seguro de que no leyó niuna frase completa; luego, con unsuspiro, los dejó a un lado; con esegesto parecía decir que las noticias eranpara mí, no para él. Durante unossegundos ambos permanecimos ensilencio. Afuera la calle poco a pocorecobraba su ritmo cotidiano; en el barya no estábamos solos.

—En el fondo, quiero a Hanna.—Deberías ir a verla ahora mismo.—Es una buena chica, sí. Y ha

tenido mucha suerte en la vida aunqueella piense lo contrario.

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—Deberías irte al hotel, Charly…—Primero dejaremos al Lobo en su

trabajo, ¿de acuerdo?—Bien, vámonos ahora mismo.Cuando se levantó de la mesa estaba

blanco, como si ya no le quedara sangreen el cuerpo. Sin trastabillar ni una solavez, por lo que deduje que no estaba tanborracho como creía, se acercó a labarra, pagó y nos marchamos. El cochede Charly estaba estacionado junto almar. Sobre la baca vi la tabla dewindsurf. ¿La había llevado consigo aBarcelona? No, debió ponerla allí alregresar, lo que quería decir que yahabía estado en el hotel. Recorrimos

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despacio la distancia que nos separabadel supermercado donde trabajaba elLobo. Antes de que éste se bajaraCharly le dijo que si lo despedían fueraa verlo al hotel, que él ya vería lamanera de solucionar el problema.Traduje. El Lobo sonrió y dijo que conél no se atrevían. Charly asintiógravemente y cuando ya habíamosdejado atrás el supermercado dijo queera verdad, que con el Lobo cualquierdesacuerdo podía resultar complicado,por no decir peligroso. Luego habló delos perros. En el verano era común verperros abandonados muriéndose dehambre en las calles. «Especialmente

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aquí», dijo.—Ayer, cuando buscaba la casa del

Lobo, atropellé a uno.Esperó a que yo hiciera algún

comentario y prosiguió:—Un perro pequeño y negro, al que

ya había visto en el Paseo MarítimoBuscando a sus cochinos amos o unpoco de comida No sé… ¿Conoces lahistoria del perro que murió de hambrejunto al cadáver de su dueño?

—Sí.—Pensé en eso. Al principio las

pobres bestias no saben adónde ir, selimitan a esperar. Eso sí que esfidelidad, eh, Udo. Si traspasan esa

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etapa se dedican a vagabundear y abuscar en los tarros de basura. Elpequeño perro negro de ayer me dio laimpresión de que aún esperaba. ¿Cómose puede entender eso, Udo?

—¿Cómo estás tan seguro de que lohabías visto antes o que era un perrovagabundo?

—Porque me bajé del coche y loobservé con cuidado. Era el mismo.

La luz dentro del coche comenzaba aadormilarme. Por un instante creí ver losojos de Charly llenos de lágrimas. «Losdos estamos cansados», pensé.

En la puerta de su hotel le aconsejéque se diera una ducha, que se metiera

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en la cama y que dejara lasexplicaciones con Hanna para despuésde levantarse. Algunos huéspedescomenzaban a desfilar hacia la playa.Charly sonrió y se perdió pasilloadentro. Regresé al Del Mar con elespíritu intranquilo.

Encontré a Frau Else en la azotea,tras ignorar soberanamente las señalesque indican qué zonas son accesiblespara los turistas y qué zonas estánreservadas sólo para el personal delhotel. Debo confesar, por otra parte, queno la estaba buscando. Sucedió que

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Ingeborg aún dormía, que en el bar measfixiaba, que no tenía ganas de volver asalir y que tampoco tenía sueño. FrauElse leía, estirada sobre una tumbonaceleste con un zumo de frutas al lado.No se sorprendió al verme aparecer, alcontrario, con su voz serena de siempreme felicitó por descubrir la entrada dela azotea. «Privilegios de sonámbulos»,respondí, ladeando la cabeza parafijarme en el libro que tenía entre lasmanos. Era una guía turística del sur deEspaña. Luego me preguntó si deseababeber algo. Ante mi mirada deinterrogación explicó que incluso en laazotea disponía de un timbre para avisar

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al servicio. Por curiosidad, acepté. Alcabo de un rato le pregunté por susactividades del día anterior. Añadí quehabía estado buscándolainfructuosamente por todo el hotel. «Conla lluvia, usted desaparece», dije.

El rostro de Frau Else seensombreció. Con gestos en aparienciaestudiados (pero yo sé que ella es así,que eso también es parte de suespontaneidad y de su energía) se sacólas gafas de sol y me observó con fijezaantes de contestar: ayer pasó todo el díaencerrada en la habitación, con suesposo. ¿Acaso está enfermo? El maltiempo, las nubes cargadas de

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electricidad, lo perjudican; tiene doloresde cabeza terribles que le afectan a lavista y los nervios; en alguna ocasión hallegado a padecer ceguera transitoria.Fiebre cerebral, dicen los labiosperfectos de Frau Else. (Hasta donde sé,no existe tal enfermedad). Acto seguido,con un asomo de sonrisa, me haceprometerle que nunca más la buscaré.Nos veremos sólo cuando el azar así lodisponga. ¿Y si me niego? Lo obligaré aprometérmelo, susurra Frau Else. En eseinstante aparece una criada con un vasode zumo de frutas en todo idéntico al queFrau Else tiene en la mano; por unossegundos la pobre muchacha,

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deslumbrada por el sol, parpadea y nosabe hacia dónde ir; luego deposita elvaso sobre la mesa y se marcha.

—Se lo prometo —dije, dándole laespalda y yendo hasta el borde de laazotea.

El día era amarillo y por todaspartes reverberaba un color de carnehumana que me produjo náuseas.

Me volví hacia ella y le confesé queno había pegado ojo en toda la noche.«No necesita jurarlo», contestó sinapartar la vista del libro que otra veztenía entre las manos. Le conté queCharly había golpeado a Hanna.«Algunos hombres suelen hacerla», fue

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su contestación. Me reí. «¡Sin duda noes usted una feminista!». Frau Else diovuelta la página sin contestarme. Le dijeentonces lo que Charly me explicóacerca de los perros, los perros que lagente abandona antes o durante lasvacaciones. Noté que Frau Elseescuchaba con interés. Al terminar mihistoria vi en sus ojos una señal dealarma; temí que se levantara y avanzarahacia mí. Temí que pronunciara laspalabras que entonces menos deseabaescuchar. Pero ella no hizo ningúncomentario y poco después considerémás prudente retirarme.

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Esta noche todo ha vuelto a lanormalidad. En una discoteca de la zonade los campings, Hanna, Charly,Ingeborg, el Lobo, el Cordero y yohemos brindado por la amistad, por elvino, por la cerveza, por España, porAlemania, por el Real Madrid (el Loboy el Cordero no son hinchas delBarcelona, como creía Charly, sino delReal Madrid), por las mujeres bonitas,por las vacaciones, etcétera. Una pazcompleta. Hanna y Charly, por supuesto,se han reconciliado. Charly vuelve a serel mismo patán más o menos corrienteque conocimos el 21 de agosto y Hannase puso el vestido más brillante y

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escotado de cuantos tiene paracelebrarlo. Incluso su pómulo amoratadole confiere cierto encanto entre erótico ycanalla. (Su pómulo amoratado quemientras aún estaba sobria escondióbajo unas gafas de sol, pero que en elfragor de la discoteca exhibió sindisimulo, feliz, como si se hubierareencontrado a sí misma y su razón devivir). Ingeborg perdonó oficialmente aCharly, quien, en presencia de todos, searrodilló a sus pies y alabó sus virtudespara regocijo de cuantos lo pudieron oíry entendían alemán. En el despliegue deatenciones el Lobo y el Cordero noquedaron a la zaga; debimos a ellos el

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hallazgo del restaurante másauténticamente español hasta hoy visto.Restaurante en donde, además de comerbien y barato, y de beber en abundanciay más barato aún, tuvimos oportunidadde escuchar a una cantante de flamenco(o de canciones típicas) que resultó serun travestí llamado Andrómeda, bienconocido por nuestros amigosespañoles. La sobremesa: larga y amenaen anécdotas, canciones y bailes.Andrómeda, sentada junto a nosotros,enseñó a las mujeres a batir palmas yluego bailó con Charly una danzallamada «sevillana»; al poco rato todoel mundo se puso a imitarlos, incluida

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gente de otras mesas, salvo yo, que menegué de manera rotunda y un tantobrusca. Hubiera hecho el ridículo. Mibrusquedad, no obstante, parecióagradar al travestí, que acabado el baileme leyó la fortuna en la palma de lamano. Tendré dinero, poder y amor; unavida llena de emociones; un hijo (o unnieto) marica… Andrómeda lee el futuroe interpreta; al principio su voz es casiinaudible, un susurro, luego va subiendode volumen y finalmente recita de talmodo que todos pueden escucharla ycelebrar sus ocurrencias. Quien sepresta a tales juegos es el blanco de lasbromas de los parroquianos, pero en

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líneas generales no me dijo nadadesagradable y antes de marcharnos nosregaló a cada uno un clavel y nos invitóa volver. Charly le dejó mil pesetas depropina y juró por sus padres que así loharía. Todos compartimos la opinión deque es un sitio que «vale la pena»;llueven felicitaciones sobre el Lobo y elCordero. En la discoteca el ambiente esdistinto, hay más jóvenes y el entorno esartificial, pero no tardamos en coger laonda. Resignación. Allí sí que bailo; ybeso a Ingeborg y a Hanna y busco loslavabos y vomito y me peino y salgonuevamente a la pista. En un aparte cojoa Charly de las solapas y le pregunto:

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¿todo bien? Todo magníficamente bien,responde. Hanna, por detrás, lo abraza ylo aleja de mí. Charly quiere decirmealgo más pero sólo veo sus labios que semueven y, cuando ya no hay remedio, susonrisa. Ingeborg también ha vuelto a serla Ingeborg de la noche del 21 deagosto; la Ingeborg de siempre. Mebesa, me abraza, me pide que hagamosel amor. Al volver a nuestra habitación,a las cinco de la mañana,consecuentemente hacemos el amor;Ingeborg tiene un orgasmo rápido; yo mecontengo y la poseo aún muchosminutos. Ambos tenemos sueño.Desnuda sobre las sábanas, Ingeborg

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asegura que todo es simple. «Incluso tusminiaturas». Insiste sobre este términoantes de caer dormida. «Miniaturas».«Todo es simple». Durante un buen ratohe estado contemplando mi juego ypensando.

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30 de agosto

Los acontecimientos de hoy son aúnconfusos, no obstante intentaréconsignarlos de forma ordenada, así talvez yo mismo pueda descubrir en ellosalgo que hasta ahora me hubiera pasadodesapercibido, empresa difícil yposiblemente inútil, pues lo que haocurrido ya no tiene remedio y de pocosirve alimentar falsas esperanzas. Peroalgo tengo que hacer para matar lashoras.

Empezaré por el desayuno en laterraza del hotel, con los trajes de baño

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puestos, bajo una mañana sin nubes,atemperada por una agradable brisa quesoplaba del mar. Mi plan inicial eravolver a la habitación, cuando yaestuviera arreglada, y pasar aquellashoras inmerso en el juego, pero Ingeborgse encargó de disuadirme: la mañana erademasiado espléndida como para nosalir del hotel. En la playa encontramosa Hanna y Charly tumbados sobre unaesterilla enorme; dormían. La esterilla,recién comprada, todavía conservaba enuna esquina la etiqueta con el precio. Lorecuerdo con la claridad de un tatuaje:700 pesetas. Pensé entonces, o tal vez lopiense sólo ahora, que esa escena me

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era familiar. Es lo que suele pasarcuando trasnocho, los detallesintrascendentes se magnifican yperduran. Quiero decir: nada fuera de lonormal. Sin embargo me parecióinquietante. O ahora, cuando el sol ya seha ocultado, así me lo parece.

La mañana transcurrió envuelta enlos vanos gestos de siempre: nadar,hablar, leer revistas, embadurnamos elcuerpo con cremas y bronceadores.Comimos temprano, en un restauranteatiborrado de turistas que, igual quenosotros, vestían trajes de baño y olían aaceites (no es un olor agradable a lahora de comer); después conseguí

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escaparme; Ingeborg, Hanna y Charlyregresaron a la playa y yo volví al hotel.¿Qué hice? Poca cosa. Miré mi juego,incapaz de concentrarme, luego dormíuna siesta poblada de pesadillas hastalas seis de la tarde. Cuando desde elbalcón observé que la gran masa de losbañistas emprendían la retirada hacialos hoteles y los campings, bajé a laplaya. Es triste esa hora y son tristes losbañistas: cansados, ahítos de sol,vuelven la vista hacia la línea deedificios como soldados de antemanoconvencidos de sucumbir; sus pasoscansinos que atraviesan la playa y elPaseo Marítimo, prudentes pero con un

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deje de desprecio, de fanfarronería anteun peligro remoto, su peculiar manera demeterse por calles laterales en donde deinmediato buscan la sombra, losconducen directamente —son unhomenaje— al vacío.

El día, visto retrospectivamente,aparece carente de figuras y desospechas. Ni Frau Else, ni el Lobo, niel Cordero, ni una carta de Alemania, niuna llamada telefónica, ni nada queresulte significativo. Sólo Hanna yCharly, Ingeborg y yo, los cuatro en paz;y el Quemado, pero lejos, ocupado consus patines (no quedaban demasiadosclientes), aunque Hanna, no sé por qué,

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se acercó a hablarle; poco, menos de unminuto, un acto de cortesía, dijo luego.En resumidas cuentas un día tranquilo,para tomar el sol y nada más.

Recuerdo que cuando bajé a la playapor segunda vez el cielo se pobló depronto de infinidad de nubes, nubesdiminutas que comenzaron a correr haciael este o hacia el noroeste, y queIngeborg y Hanna estaban nadando y alverme salieron, primero Ingeborg, queme besó, y después Hanna. Charlyestaba tendido de cara a los ya débilesrayos del sol y parecía dormido. Anuestra izquierda el Quemado armaba,con paciencia, la fortaleza de cada

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noche, ajeno a todo, en la hora en quesin duda su apariencia monstruosa se leautorrevelaba sin tapujos. Recuerdo elcolor amarillo ceniza de la tarde,nuestra conversación insustancial (nopodría especificar los temas), lascabelleras mojadas de las chicas, la vozde Charly que contaba la historiaabsurda de un niño que aprendía a andaren bicicleta. Todo indicaba que aquéllasería una tarde placentera comocualquier otra y que pronto volveríamosa nuestros hoteles a ducharnos pararematar la noche en alguna discoteca.

Entonces Charly dio un salto, cogiósu tabla de windsurf y se metió en el

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mar. Hasta ese momento no me percatéde que la tabla estaba allí, de que todoel tiempo había estado allí.

—Vuelve pronto —gritó Hanna. Nocreo que la oyera.

Los primeros metros nadóarrastrando la tabla; luego se montó,levantó la vela, nos hizo un gesto dedespedida con la mano y enfiló maradentro aprovechando un golpe deviento favorable. Debían ser las siete dela tarde, no mucho más. No era el únicowindsurfista. De eso estoy seguro.

Al cabo de una hora, cansados deesperar, nos fuimos a beber a la terrazadel Costa Brava, desde donde se domina

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perfectamente la playa y el sitio pordonde con toda lógica debía aparecerCharly. Nos sentíamos sucios ysedientos. Recuerdo que el Quemado, aquien veía cada vez que me volteabaintentando localizar la vela de Charly,en ningún momento dejó de moversealrededor de sus patines, una especie deGolem atareado, hasta que de prontosimplemente desapareció (en el interiorde su chabola, infiero), pero de maneratan intempestiva, tan seca, que en laplaya quedó un doble vacío: faltabaCharly y ahora faltaba el Quemado.Creo que ya entonces temí unadesgracia.

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A las nueve de la noche, aunque aúnno oscurecía, decidimos pedir consejoal recepcionista del Costa Brava. Éstenos envió a la Cruz Roja del Mar, cuyasoficinas están en el Paseo Marítimo,poco antes de llegar a la parte vieja delpueblo. Allí, después de una intrincadaexplicación, se comunicaron por radiocon una Zodiac de salvamento. Al cabode media hora la Zodiac llamó a su vezaconsejando que pasaran el problema alas autoridades policiales y marítimasdel puerto. Estaba anocheciendo aprisa;recuerdo que miré a través de la ventanay que vi por un segundo la Zodiac con laque habíamos hablado. El oficinista nos

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explicó que lo mejor era volver al hotely desde allí llamar a la Comandancia deMarina, a la policía y a ProtecciónCivil; el gerente del hotel debíaasesoramos en todo. Dijimos que esoharíamos y nos marchamos. La mitad delcamino de regreso lo realizamos ensilencio y la otra mitad discutiendo.Según Ingeborg todos eran unosincompetentes. Hanna no estaba muyconvencida, pero argüía por otra parteque el gerente del Costa Brava odiaba aCharly; también cabía la posibilidad deque éste estuviera en un pueblo vecino,como hizo una vez, ¿lo recordábamos?Le expresé mi opinión: que hiciera

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exactamente lo que nos habían indicado.Entonces Hanna dijo que sí, que yo teníarazón, y se derrumbó.

En el hotel, el recepcionista, yposteriormente el gerente, explicaron aHanna que los náufragos del windsurferan una especie abundante por estasfechas y que, por lo común, nada maloles ocurría. En el peor de los casospasaban 48 horas a la deriva, pero elrescate era seguro, etcétera. Después deestas palabras Hanna dejó de llorar ypareció más calmada. El gerente seofreció a llevarnos en su coche a laComandancia de Marina. Allí tomarondeclaración a Hanna, se comunicaron

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con el puerto y otra vez con la Cruz Rojadel Mar. Poco después llegaron dospolicías. Necesitaban una descripcióndetallada de la tabla; se iniciaría unrastreo en helicóptero. A la pregunta desi la tabla llevaba equipo desobrevivencia, todos nos declaramosabsolutamente ignorantes sobre laexistencia de tal equipo. Uno de lospolicías dijo: «Es que es un inventoespañol». El otro policía añadió:«Entonces todo dependerá del sueño quetenga; si se duerme lo va a pasar mal».Me molestó que hablaran de esa maneradelante de nosotros, pese a que noignoraban que yo comprendía su idioma.

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Por supuesto, no traduje a Hanna lo quedijeron. El gerente, por el contrario, nomanifestaba el más mínimo síntoma denerviosismo e incluso cuando volvimosal hotel se permitió bromear sobre elasunto. «¿Está usted contento?», dije.«Sí, todo va bien», respondió. «Suamigo no tardará en aparecer. Sabe,todos estamos en ello. No podemosfracasar».

Cenamos en el Costa Brava. Comoera presumible la cena no resultóanimada. Pollo con puré de patatas yhuevos fritos, ensalada, café y helados,que los camareros, al tanto de lo queocurría (en realidad éramos el blanco de

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todas las miradas), nos sirvieron conuna afabilidad fuera de lo común.Nuestro apetito no sufrió merma.Estábamos precisamente en los postrescuando vi la cara del Lobo pegada a loscristales que separaban el comedor de laterraza. Me hacía señas. Al anunciar supresencia Hanna enrojeció de golpe ybajó la vista. Con un hilo de voz mepidió que me deshiciera de ellos, quevinieran mañana, lo que yo estimaraconveniente. Me encogí de hombros ysalí; en la terraza esperaban el Lobo y elCordero. En pocas palabras conté loocurrido. Ambos quedaron afectadospor la noticia (creo que vi lágrimas en

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los ojos del Lobo pero no podríajurarlo); después expliqué que Hanna sehallaba muy nerviosa y que esperábamosde un momento a otro novedades de lapolicía. No tuve argumentos que oponercuando propusieron volver dentro deuna hora. Esperé en la terraza hasta quese marcharon; uno de ellos olía aperfume y dentro de su estilo descuidadoiban vestidos con esmero; cuandoestuvieron en la acera se pusieron adiscutir; al doblar la esquina aúngesticulaban.

Los acontecimientos que acontinuación se sucedieron supongo queforman parte de la rutina en casos

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semejantes, aunque suelen ser molestose innecesarios. Primero apareció unpolicía; luego otro, pero con distintouniforme, acompañado de un civil quehablaba alemán y de un marino ¡conuniforme completo de marino!; porsuerte no estuvieron mucho rato (elmarino, según nos informó el gerente,estaba a punto de sumarse a la búsquedaen una lancha dotada de reflectores). Alirse prometieron avisarnos a cualquierhora de los resultados que obtuvieran.En sus rostros podía verse que lasposibilidades de encontrar a Charly erancada vez más escasas. Por últimoapareció un miembro —el secretario,

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creí entender— del Club de Windsurfdel pueblo para asegurarnos el apoyomaterial y moral de sus socios; ellostambién habían puesto en servicio unbote de rescate, amén de cooperar con laComandancia de Marina y ProtecciónCivil desde el momento en que tuvieronnoticia del naufragio. Así lo llamó:naufragio. Hanna, que durante la cenahabía hecho gala de serenidad yfortaleza, ante esta última muestra desolidaridad volvió a recaer en un llantoque progresivamente se convirtió en unataque de histeria.

Auxiliados por un camarero lasubimos a su habitación y la acostamos.

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Ingeborg preguntó si tenía algúncalmante. Sollozando, Hanna dijo queno, que el médico se los habíaprohibido. Finalmente decidimos que lomejor era que Ingeborg se quedase apasar la noche allí.

Antes de volver al Del Mar measomé por el Rincón de los Andaluces.Esperaba encontrar al Lobo y alCordero, o al Quemado, pero no vi anadie. El dueño en la primera mesa juntoal televisor miraba como siempre unapelícula de vaqueros. Me marché deinmediato. Él ni siquiera se volvió.Desde el Del Mar llamé por teléfono aIngeborg. Sin novedades. Estaban

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acostadas aunque ninguna de las dospodía dormir. Estúpidamente dije:«Consuélala». Ingeborg no merespondió. Por un momento creí que lacomunicación se había cortado.

—Estoy aquí —dijo Ingeborg—,estoy pensando.

—Sí, yo también estoy pensando —dije.

Luego nos deseamos buenas nochesy colgamos. Durante un rato estuvetirado en la cama, con la luz apagada,cavilando sobre lo que pudo ocurrirle aCharly. En mi cabeza sólo se formabanimágenes inconexas: la esterilla nuevacon el precio sin sacar, la comida del

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mediodía impregnada de oloresrepulsivos, el agua, las nubes, la voz deCharly… Pensé que era raro que nadiele hubiera preguntado a Hanna por sumejilla amoratada; pensé en el aspectode los ahogados; pensé que nuestrasvacaciones, de alguna manera, se habíanido al diablo. Esto último hizo que melevantara de un salto y que me pusiera atrabajar con una energía inusitada.

A las cuatro de la mañana terminé elturno de primavera del 41. Los ojos seme cerraban de sueño pero me sentíasatisfecho.

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31 de agosto

A las diez de la mañana metelefoneó Ingeborg informándome queestábamos citados en la Comandancia deMarina. Las esperé en el coche delantedel Costa Brava y partimos. Hanna sehallaba más animada que la nocheanterior, tenía los ojos y los labiospintados y al verme me dedicó unasonrisa. Por el contrario, el semblantede Ingeborg no hacía presagiar nadabueno. La Comandancia de Marina estáa pocos metros del puerto deportivo, enuna calle estrecha de la zona antigua;

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para llegar a las oficinas hay queatravesar un patio interior cubierto debaldosas sucias, con una fuente seca enel centro. Allí, apoyada contra la fuente,descubrimos la tabla de Charly. Losupimos sin que nadie nos lo dijera ypor un instante fuimos incapaces dehablar o de seguir caminando. «Suban,por favor, suban», dijo un joven queluego reconocí como de la Cruz Roja,desde una ventana en el segundo piso.Tras el inicial desconcierto subimos; enel rellano aguardaban el jefe deProtección Civil y el secretario del Clubde Windsurf, que se dirigieron anosotros con gestos de simpatía y

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cordialidad. Nos pidieron quepasáramos: en la oficina se encontrabanotros dos civiles, el chico de la CruzRoja y dos policías. Uno de los civilespreguntó si reconocíamos la tabla que sehallaba en el patio. Hanna, cuya pielbronceada empalideció, se encogió dehombros. Me preguntaron a mí. Dije queno podría asegurarlo; lo mismorespondió Ingeborg. El secretario delClub de Windsurf se puso a mirar por laventana. Los policías parecíanhastiados. Tuve la impresión de quenadie se atrevía a hablar. Hacía calor.Fue Hanna la que rompió el silencio.«¿Lo han encontrado?», dijo con una voz

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tan aguda que todos dimos un salto. Elque hablaba alemán se apresuró aresponder que no, sólo hallamos la tablay la botavara, algo que, comocomprenderá, es bastante significativo…Hanna volvió a encogerse de hombros.«Seguramente supo que se dormiría ydecidió atarse»… «O previó que susfuerzas no iban a resistir, el mar, laangustia, la oscuridad, ya meentiende»… «En todo caso hizo lo másadecuado: soltó los cabos que sujetan lavela y se ató a la tabla»… «Bueno, sonsuposiciones, claro está»… «No hemosescatimado medios: la búsqueda ha sidocarísima y arriesgada»… «Esta

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madrugada un bote de la Cofradía dePescadores encontró la tabla y labotavara»… «Ahora es necesarioponerse en contacto con el consuladoalemán»… «Naturalmenteproseguiremos rastreando la zona»…Hanna tenía los ojos cerrados. Luego medi cuenta de que estaba llorando. Todosnos miramos compungidos. El chico dela Cruz Roja presumió: «No he dormidoen toda la noche». Parecía excitado.Acto seguido sacaron unos papeles paraque Hanna los firmara; ignoro de qué setrataba. Al salir nos dirigimos a tomarun refresco en un bar del centro.Hablamos del tiempo y de los

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funcionarios españoles, gente convoluntad pero con pocos medios. Ellugar estaba abarrotado de una clase deturistas de paso, más bien sucios, y olíafuertemente a sudor y tabaco. Nosmarchamos pasado el mediodía.Ingeborg decidió quedarse con Hanna yyo subí a la habitación; los ojos se mecerraban y no tardé en dormirme.

Soñé que alguien golpeaba la puerta.Era de noche y al abrir veía una figuraque se escabullía por el fondo delpasillo. La seguía; inesperadamentellegábamos a una habitación enorme, en

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penumbra, en la cual se recortaban lassiluetas de pesados muebles antiguos.Imperaba el olor a moho y humedad.Sobre una cama se retorcía una sombra.Al principio pensé que era un animal.Luego reconocí al esposo de Frau Else.¡Por fin!

Cuando Ingeborg me despertó lahabitación estaba llena de luz y yosudaba. Lo primero que percibí,definitivamente cambiado, fue su rostro;el malhumor se le marcaba en la frente ylos párpados, y durante unos instantesnos miramos sin reconocemos, como si

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ambos acabáramos de despertar. Luegome dio la espalda y se puso a mirar losarmarios y el techo; había perdido,según afirmó, media hora intentandotelefonearme desde el Costa Brava ynadie respondió. En su voz adviertorencor y tristeza; mi explicación,conciliadora, sólo le causa desprecio.Finalmente, tras un largo silencio queempleo en ducharme, admite: «Estabasdormido pero yo creí que te habíasmarchado».

—¿Por qué no subiste acomprobarlo con tus propios ojos?

Ingeborg enrojece:—No era necesario … Además, este

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hotel me da miedo. Todo el pueblo meda miedo.

Pensé, ignoro por qué oscurosmotivos, que tenía razón; no se lo dije.

—Vaya tontería…—Hanna me ha prestado ropa, me

queda muy bien, casi tenemos la mismatalla. —Ingeborg habla deprisa y porprimera vez me mira a los ojos.

En efecto, la ropa que lleva no essuya. De golpe noto el gusto de Hanna,las ilusiones de Hanna, la férreavoluntad veraniega de Hanna, y elresultado es turbador.

—¿Se sabe algo de Charly?—Nada. Unos periodistas estuvieron

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en el hotel.—Entonces está muerto.—Es posible. Mejor no lo comentes

con Hanna.—No, claro, sería absurdo.Al salir de la ducha la imagen de

Ingeborg, sentada junto a mi juego enactitud ensimismada, me parecióperfecta. Le propuse que hiciéramos elamor. Sin volverse me rechazó con unleve movimiento de cabeza.

—No sé qué te atrae de esto —dijoindicando el mapa.

—Su claridad —respondí mientrasme vestía.

—Creo que yo lo detesto.

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—Porque no sabes jugar. Sisupieras, te gustaría.

—¿Hay mujeres a las que intereseesta clase de juegos? ¿Tú has jugado conalguna?

—No, yo no. Pero existen. Eso sí,pocas; no es un juego que atraigaespecialmente a las chicas.

Ingeborg me miró con ojosdesolados.

—Todo el mundo ha tocado a Hanna—dijo de repente.

—¿Qué?—Todos la han tocado. —Hizo una

mueca horrible—. Porque sí. Yo no loentiendo, Udo.

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—¿Qué quieres decir? ¿Que todos sehan acostado con ella? ¿Y quiénes sontodos? ¿El Lobo y el Cordero? —Noconsigo explicarme cómo, y por qué, mepuse a temblar. Primero las rodillas ydespués las manos. Era imposibledisimularlo.

Tras vacilar un momento Ingeborg selevantó de un salto, metió en un bolso depaja el bikini y la toalla y salió de lahabitación literalmente huyendo. Desdela puerta, que no se molestó en cerrar,dijo:

—Todos la han tocado pero túestabas encerrado en la habitación contu guerra.

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—¿Y eso qué? —grité—. ¿Tengoalgo que ver en ese asunto? ¿Es culpamía?

Lo que quedaba de la tarde loempleé en escribir postales y bebercerveza. La desaparición de Charly nome ha afectado como se supone quedeben afectar estos incidentes; cada vezque pensaba en él —admito que amenudo sentía una especie de hueco, ynada más—. A las siete pasé por elCosta Brava a echar un vistazo.Encontré a Ingeborg y Hanna en la salade televisión, un cuarto estrecho y

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alargado, con paredes verdes y unaventana que da a un patio interior llenode plantas moribundas. El lugar eradeprimente y así lo manifesté. La pobreHanna me miró con simpatía, se habíapuesto gafas negras y sonrió cuando dijoque ésa era la razón por la que nunca ibanadie a aquel cuarto, los huéspedessolían ver la tele en el bar del hotel; elgerente aseguraba que era un sitiotranquilo. ¿Y estáis bien, aquí?, dijeestúpidamente, incluso tartamudeando.Sí, estamos bien, respondió Hanna porambas. Ingeborg ni siquiera me miró:mantuvo los ojos fijos en la pantalla delaparato fingiendo un interés que no

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podía sentir pues se trataba de una serieamericana doblada en español yobviamente no entendía una palabra.Junto a ellas, en un sillón como dejuguete, dormitaba una anciana. Preguntécon un gesto quién era. La madre dealguien, dijo Hanna, y se rió. Nopusieron reparos cuando las invité atomar una copa, pero se negaron a salirdel hotel; según Hanna podían arribarnuevas noticias en el momento másinesperado. Así estuvimos hasta lasonce de la noche, hablando entrenosotros y con los camareros. Hanna, sinduda, se ha convertido en la celebridaddel hotel; todos están al corriente de su

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desgracia y al menos exteriormente esobjeto de admiración. Su pómulomagullado contribuye a realzar unaincierta historia trágica. Es como si ellatambién hubiera escapado de algúnnaufragio.

La vida en Oberhausen, cómo no, esevocada. Hanna, en un murmulloininterrumpido, rememora los gestoselementales de un hombre y una niña, deuna mujer y una anciana, de dosancianas, de un niño y una mujer;parejas, todas, desastrosas, y cuyovínculo con Charly apenas quedaexplicado. La verdad es que Hanna a lamitad de ellos sólo los conoce de oídas.

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Junto a todas esas máscaras el rostro deCharly resplandece virtuoso: tenía uncorazón de oro, buscaba constantementela verdad y la aventura (qué verdad yqué aventura preferí no indagar), sabíahacer reír a una mujer, no teníaprejuicios estúpidos, erarazonablemente valiente y quería a losniños. Al preguntarle a qué se referíacuando decía que no tenía prejuiciosestúpidos, Hanna respondió: «Sabíahacerse perdonar».

—¿Te das cuenta de que hasempezado a hablar de él en pretérito?

Durante un instante Hanna pareciómeditar mis palabras; luego, con la

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frente inclinada, se puso a llorar.Afortunadamente esta vez no huboescenas de histerismo.

—No creo que Charly esté muerto—dijo al fin—, aunque estoy segura deque no le volveré a ver.

Ante nuestra incredulidad Hannaafirmó que creía que todo era una bromade Charly. No podía concebirlo ahogadopor la sencilla razón de que nadaba muybien. ¿Entonces por qué no aparecía?¿Qué le impulsaba a mantenerse oculto?La respuesta de Hanna se sustenta en lalocura y el desamor. En una novelaamericana leyó una historia similar, sóloque allí el motivo era el odio. Charly no

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odia a nadie. Charly está loco. Además:ha dejado de amarla (esta última certezaparece fortalecer el carácter de Hanna).

Después de comer salimos a hablara la terraza del Costa Brava. En realidades Hanna quien habla y nosotrosseguimos el camino errático de suconversación como si nos releváramosen el cuidado de una enferma. La voz deHanna es suave y pese a las tonteríasque hilvana una tras otra resulta sedanteescucharla. Cuenta el diálogo telefónicoque mantuvo con un funcionario delconsulado alemán como si se tratara deun encuentro amoroso; diserta sobre la«voz del corazón» y la «voz de la

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naturaleza»; relata anécdotas de su hijoy se pregunta a quién se parecerá cuandocrezca: ahora es idéntico a ella. En unapalabra, se ha resignado ante el horror,o tal vez, más astutamente, ha trastocadoel horror en ruptura. Al darnos lasbuenas noches ya no hay nadie en laterraza y las luces del restaurante delhotel se han apagado.

Hanna, según Ingeborg, apenas sabenada de Charly:

—Cuando hablaba con elfuncionario del consulado no supo dar niuna sola dirección de parientes cercanos

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o lejanos a quienes comunicar ladesaparición. Sólo pudo proporcionar elnombre de la empresa donde ambostrabajan. La verdad es que desconocepor completo la vida pasada de Charly.En su habitación, en la mesa de cama,tenía la tarjeta de identidad de Charly,abierta, con la foto de él presidiéndolotodo; junto a la tarjeta había unmontoncito de dinero y Hanna fue muyexplícita: es su dinero.

Ingeborg no se atrevió a mirar lamaleta donde Hanna metió las cosas queCharly trajo a España.

Fecha de partida: el hotel estápagado hasta el 1 de septiembre; es

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decir, mañana, antes de las doce, deberádecidir entre marcharse o quedarse.Supongo que se quedará, aunquecomienza a trabajar el 3 de septiembre.Charly también comenzaba a trabajar el3 de septiembre. Esto me recuerda queIngeborg y yo empezamos el 5.

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1 de septiembre

A las doce del mediodía Hanna semarchó a Alemania en el coche deCharly. El gerente del Costa Brava, nadamás saberlo, dijo que era una torpezaimperdonable. La única razón de Hannaera que ya no podía soportar la tensión.Ahora, de una manera oscura einsoslayable, estamos solos, algo quehasta hace poco deseaba perociertamente no del modo en que se haproducido; todo parece igual que ayeraunque la tristeza ya ha comenzado arematar el paisaje. Antes de partir

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Hanna me rogó que cuidara de Ingeborg.Claro que sí, la tranquilicé, ¿pero quiéncuidará de mí? Tú eres más fuerte queella, dijo desde el interior del coche.Esto me sorprendió pues la mayoría dela gente que nos conoce a ambos piensaque Ingeborg es más fuerte que yo.Detrás de sus lentes negros pude ver unamirada inquieta. Nada malo le ocurrirá aIngeborg, prometí. Junto a nosotrosIngeborg soltó un bufido sarcástico. Tecreo, dijo Hanna, apretándome la mano.Más tarde el gerente del Costa Bravacomenzó a hostigarnos telefónicamentecomo si nos culpara a nosotros de lamarcha de Hanna. La primera llamada

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llegó cuando estábamos comiendo; uncamarero fue a buscarme a la mesa y yopensé, contra toda lógica, que era Hannaque telefoneaba desde Oberhausen paraavisarnos que había llegado sana ysalva. Es el gerente; la indignación leimpide hablar con fluidez; llama paraconfirmar si es cierto que Hanna se hamarchado. Dije que sí y entonces él meinformó que con esa «fuga» Hannaacababa de saltarse con alevosía toda lalegalidad española. Su situación, ahora,era muy delicada. Aventuré queposiblemente Hanna no sabía que estabainfringiendo una ley. No una, ¡varias!,dijo el gerente. Y la ignorancia, joven,

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no exime a nadie. No, la cuenta con elhotel estaba saldada. El problemaradicaba en Charly, cuando su cuerpoapareciera, cosa que él no dudaba, debíahaber alguien que pudiera identificarlo.Por supuesto, la policía española podíatelegrafiar a la policía alemana los datosque Charly entregó en el registro delhotel; el resto lo harían los alemanes consus computadoras. Es un acto deirresponsabilidad suprema, dijo antes decolgar. La segunda llamada, pocosminutos después, fue para notificarnos,estupefacto, que el coche de Charly lotenía Hanna, acción que podía serconsiderada delictiva. Esta vez fue

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Ingeborg quien habló para decir queHanna no era una ladrona y que el cochelo necesitaba para volver a Alemania,¿para qué otra cosa si no? Lo quehiciera después con el maldito cacharroera exclusivamente asunto suyo. Elgerente insistió en que se trataba de unrobo y la conversación terminó de unamanera un tanto brusca. La tercerallamada, apaciguadora, fue parapreguntarnos si podíamos, en calidad deamigos, representar a la parte«afectada» (con esto supongo que serefería al pobre Charly) en las laboresque rodeaban la búsqueda. Aceptamos.Representar a la parte afectada, contra

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lo que pensaba, quería decir bien poco.El rescate, cierto, continuaba, aunque yanadie tenía esperanzas de encontrar aCharly con vida. De prontocomprendimos la decisión de Hanna,aquello era inaguantable.

Nada ha cambiado. Esto es lo queme extraña. Por la mañana no se podíatransitar por los pasillos del hoteldebido a la gente que se marchaba, peroesta tarde, en la terraza, ya he vistocaras nuevas, blancas, entusiasmadas, deuna remesa reciente. La temperatura haexperimentado una subida, como si

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estuviéramos en julio, y la brisa que alatardecer refrescaba las caldeadascalles del pueblo ha desaparecido. Unsudor pegajoso hace que la ropa sepegue al cuerpo y salir a caminar es unmartirio. También he divisado al Lobo yal Cordero, unas tres horas después dela partida de Hanna, en el Rincón de losAndaluces; al principio fingieron noverme; luego se acercaron con rostrosafligidos y procedieron a hacerme laspreguntas que se infieren de rigor.Contesté que no sabía nada nuevo y queHanna ya estaba en camino haciaAlemania. Sus rostros y actitudesexperimentaron con esta última noticia

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un cambio notable. Los gestos serelajaron y se hicieron más amistosos;hacía calor; al cabo de unos minutoscomprendí que el par de cerdos noestaban dispuestos a despegarse de mí:la charla discurre por los mismoscauces, dominada por los mismossímbolos que las que acostumbraban amantener con Charly, sólo que en lugarde Charly estaba yo. ¡Y en lugar deHanna, Ingeborg!

Posteriormente le pregunté aIngeborg qué había querido decir cuandodijo que todo el mundo tocaba a Hanna.La respuesta borra, al menos en parte,mis suposiciones. Se trataba de una

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generalización, Hanna como víctima delos hombres, mujer poco afortunada, enperpetua búsqueda del equilibrio y lafelicidad, etcétera… La posibilidad deuna Hanna violada por los españoles esimpensable; en realidad, Ingeborgapenas concede importancia a éstos:habla de ellos como si fueran invisibles.Dos muchachos comunes y corrientes, nomuy trabajadores a juzgar por sushorarios, a quienes les gusta divertirse;a ella, afirma, también le gusta ir dediscotecas y de vez en cuando haceralguna locura. ¿Qué tipo de locura?, meintereso. No dormir, beber más de lacuenta, cantar de madrugada por las

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calles. Locura, la de Ingeborg, más bienexigua. Locura sana, puntualiza ella. Asípues contra los españoles no haybeligerancias ni reservas, salvo lasnaturales. En este estado, a las diez de lanoche, el Lobo y el Cordero vuelven aaparecer en escena: la conversación, enrealidad una invitación a salir que noaceptamos, se desarrolla de maneraharto vulgar, con nosotros sentados en laterraza del hotel (toda las mesas llenas yprofusión de copas de helados ybebidas) y ellos de pie en la acera,separados por la baranda de hierro,frontera entre la terraza y la multitud depaseantes que a esa hora, ahogados por

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el bochorno, recorren el PaseoMarítimo. Al principio las palabras deunos y otros no pasan de la insulsez;quien más habla (y gesticula) es elCordero; sus observaciones consiguenarrancar alguna sonrisa de Ingeborgincluso antes de que yo las traduzca. Porel contrario, las intervenciones del Loboson medidas y prudentes, diríase quetantea el terreno mientras se expresa enun inglés superior a su educación, peroajustado a una cierta voluntad de hierro,a un deseo de meter la cabeza en unmundo que sólo intuye. Nunca comoentonces, en esas rachas, el Lobo seasemejó más a su nombre; el rostro de

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Ingeborg, brillante, fresco, bronceado,atraía su mirada como la luna a loslicántropos en las viejas películas deterror. Ante nuestra reticencia a salir,insiste y la voz se le enronquece;promete discotecas dignas de pisar,asegura que el cansancio se nosevaporará apenas entremos en uno deesos tugurios… Todo inútil. Nuestranegativa es irrevocable y expresada dospalmos por encima de sus cabezas, puesel nivel de la acera es inferior al de laterraza. Los españoles no insisten.Imperceptiblemente, como preludio a ladespedida, comienzan a rememorar lafigura de Charly. El amigo con letras

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mayúsculas. Cualquiera podría pensarque de verdad lo echan de menos. Luegonos tienden la mano y se marchancaminando hacia la parte vieja. Sussiluetas, pronto confundidas entre losviandantes, me parecen tristísimas y asíse lo hago saber a Ingeborg. Ésta memira durante unos segundos y dice queno me entiende:

—Hace un rato pensabas que habíanviolado a Hanna. Ahora te causanlástima. En realidad ese par de cretinosson sólo dos latín lovers de pacotilla.

Ambos nos reímos sin freno hastaque Ingeborg sugirió que por una vez nosacostáramos temprano. Estuve de

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acuerdo.

Después de hacer el amor me puse aescribir en la habitación mientrasIngeborg volvía a enfrascarse con lanovela de Florian Linden. Aún no hadescubierto al asesino y por su manerade leer uno diría que eso es algo que latrae sin cuidado. Parece cansada; estosúltimos días no han sido agradables. Nosé por qué pienso en Hanna, en elinterior del coche, antes de partir,dándome consejos con su vozquebrada…

—¿Habrá llegado Hanna a

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Obershausen?—No sé. Mañana telefoneará —dice

Ingeborg.—¿Y si no lo hace?—¿Quieres decir si se olvida de

nosotros?No, por supuesto, de Ingeborg no se

olvidará. Tampoco de mí. De prontosentí miedo. Una mezcla de miedo yexaltación. ¿Pero miedo de qué?Recuerdo las palabras de Conrad:«Juega en tu campo y ganarás siempre».¿Pero cuál es mi campo?, pregunté.Conrad se rió de un modo inusual en él,sin desviar la mirada, los ojos brillantesy fijos en mí. El bando que tu sangre

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elija. Respondí que así no podía ganarsiempre; por ejemplo si en laDestrucción del Grupo de Ejércitos delCentro yo escogía a los alemanes, lomáximo que podía intentar era ganar unavez de cada tres, en el mejor de loscasos. A menos que jugara con unimbécil. No me entiendes, dijo Conrad.Debes utilizar la Gran Estrategia. Debesser más astuto que un conejo. ¿Eso fueun sueño? ¡La verdad es que no conozconingún juego que se llame Destruccióndel Grupo de Ejércitos del Centro!

Por lo demás, ha sido un día

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aburrido e improductivo. Durante unrato estuve en la playa recibiendo conpaciencia los rayos solares e intentandosin mucho éxito pensar clara yracionalmente. En mi cabeza sólo seformaban viejas imágenes de hace unadécada: mis padres jugando a las cartasen el balcón del hotel, mi hermanoflotando a veinte metros de la orilla conlos brazos en cruz, muchachos españoles(¿gitanos?) recorriendo la playaarmados con palos, la habitación de losempleados, malolienta y plena deliteras, una avenida poblada dediscotecas, una detrás de otra, hastaconfundirse con la playa, una playa de

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arena negra frente a un mar de aguasnegras en donde la única nota de color,de improviso, es la fortaleza de patinesdel Quemado… Mi artículo espera. Loslibros que me prometí leer esperan. Lashoras y los días, en cambio, transcurrenaprisa, como si el tiempo fuera cuestaabajo. Pero eso es imposible.

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2 de septiembre

La policía… Le dije a Frau Else quenos íbamos mañana. Contra lo queesperaba, la noticia la sorprendió; en surostro noté una leve señal depesadumbre que se apresuró a ocultarcon eficiente jovialidad de empresaria.De todas maneras el día empezó mal; medolía la cabeza y transpirabaabundantemente pese a tres aspirinas yuna ducha de agua fría. Frau Else mepreguntó si la conclusión erasatisfactoria. ¿Qué conclusión? La de lasvacaciones. Me encogí de hombros y

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ella tomó mi brazo y me condujo hastauna pequeña oficina disimulada detrásde la recepción. Quería saber todo lorelacionado con la desaparición deCharly. Con voz monocorde hice unresumen de lo ocurrido. Me salióbastante bien. Ordenadocronológicamente.

—Hoy he hablado con el señor Pere,el gerente del Costa Brava; piensa queusted es un imbécil.

—¿Yo? ¿Qué tengo que ver en esteasunto?

—Nada, supongo. Pero seríaconveniente que se preparara… Lapolicía quiere interrogarle.

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Me puse blanco. ¡A mí! La mano deFrau Else dio unos golpecitos sobre mirodilla.

—No hay nada de que preocuparse.Sólo quieren saber por qué la chica sefue a Alemania. Es una reacción algoincongruente, ¿no le parece?

—¿Qué chica?—La amiga del muerto.—Se lo acabo de decir; estaba harta

de tanta desorganización; tieneproblemas personales; miles de cosas.

—Bien, pero se trataba de su novio.Lo menos que podía hacer era esperar aque concluyera el rescate.

—Eso no me lo diga a mí… ¿Así

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que debo permanecer aquí hasta queaparezca la policía?

—No, haga lo que le apetezca; yo ensu lugar me iría a la playa. Cuando elloslleguen mandaré a un empleado del hotela buscarlo.

—¿También tiene que estarIngeborg?

—No, con uno basta.Hice lo que Frau Else me aconsejó y

estuvimos en la playa hasta las seis de latarde cuando vino un recadero abuscarnos; el recadero, un niño de unosdoce años, vestía como mendigo y unoobligatoriamente se preguntaba cómoera posible que lo hicieran trabajar en

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un hotel. Ingeborg insistió en ir conmigo.La playa tenía un color dorado oscuro yparecía detenida en el tiempo; la verdades que no me hubiera movido de allí.Los policías iban vestidos de uniforme yesperaban en la barra del barconversando con un camarero; aunqueinnecesario, desde la recepción FrauElse nos indicó el sitio donde nosaguardaban. Recuerdo que al acercarnospensé que jamás se volverían de cara anosotros y que me vería obligado atocarles la espalda como quien llama auna puerta. Pero los policías debieronpresentirnos, por la mirada del camareroo por alguna otra razón que ignoro, y

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antes de que estuviéramos junto a ellosse pusieron de pie y nos saludaronllevándose la mano a la visera, acciónque ejerció en mi ánimo un efectoturbador. Nos sentamos en una mesaapartada y fueron derecho al grano:¿sabía Hanna lo que hacía al irse deEspaña? (no sabíamos si Hanna losabía), ¿qué vínculos la unían conCharly? (la amistad), ¿por qué motivo sehabía marchado? (lo ignorábamos),¿cuál era su dirección en Alemania? (ladesconocíamos —mentira, Ingeborg latiene anotada—, pero podíanaveriguarla en el consulado alemán deBarcelona, donde Hanna dio,

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suponíamos, todos sus datospersonales), ¿creía Hanna, o creíamosnosotros, que Charly se habíasuicidado? (nosotros no, por supuesto;Hanna quién sabe), y así, otras cuantaspreguntas inútiles hasta dar porfinalizada la entrevista. En todomomento se comportaron con correccióny al marcharse nos volvieron a saludarmilitarmente. Ingeborg les dedicó unasonrisa aunque cuando estuvimos solosdijo que no hallaba la hora de estar enStuttgart, lejos de este pueblo triste ycorrompido; al preguntarle qué queríadecir con la palabra corrompido selevantó y me dejó solo en el comedor.

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Justo cuando ella se iba Frau Else salióde la recepción y vino hacia nosotros;ninguna de las dos se detuvo, sinembargo Frau Else le sonrió al pasarjunto a ella; Ingeborg, estoy seguro, nohizo lo mismo. De todas maneras FrauElse no dio importancia al asunto. Alllegar a mi lado quiso saber cómo habíasido el interrogatorio. Admití que Hannaempeoró la situación al marcharse.Según Frau Else la policía española eraencantadora. No la contradije. Duranteun instante ninguno añadió más, aunqueel silencio era bastante significativo.Luego Frau Else me cogió del brazocomo había hecho anteriormente y me

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guió por una serie de pasillos en laprimera planta; mientras duró el trayectosólo abrió la boca para decir «No debedeprimirse»; creo que yo asentí. Nosdetuvimos en una habitación junto a lacocina. El lugar parecía cumplir lasfunciones de lavandería del hotel, poruna ventana se veía un patio interior decemento lleno de cestas de madera ycubierto por un enorme plástico verdeque apenas filtraba la luz de la tarde; enla cocina sin aire acondicionado unamuchacha y un viejo aún lavaban losplatos del mediodía. Entonces, sinmediar aviso, Frau Else me besó. Laverdad es que no me pilló por sorpresa.

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Lo deseaba y lo esperaba. Pero, si he deser sincero, no lo creía probable. Porsupuesto, su beso fue correspondido conel ardor que la situación merecía.Tampoco hicimos nada extraordinario.Desde la cocina los lavaplatos noshubieran podido ver. Al cabo de cincominutos nos separamos; ambosestábamos agitados y sin hacercomentarios volvimos al comedor; allíFrau Else se despidió estrechándome lamano. Aún me cuesta creerlo.

El resto de la tarde lo pasé con elQuemado. Primero subí a la habitación y

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no encontré a Ingeborg. Supuse queestaría de compras. La playa se hallabasemidesierta y el Quemado no teníamucho trabajo. Lo descubrí sentadojunto a los patines alineados por una vezde cara al mar, con la vista fija en elúnico patín alquilado, que en esemomento parecía encontrarse muy lejosde la orilla. Me coloqué junto a él comosi se tratara de un viejo conocido y alpoco rato dibujé en la arena el mapa dela Batalla de las Ardenas (una de misespecialidades) o del Bulge, como lallaman los americanos, y le expliqué condetalle planes de combate, orden deaparición de unidades, carreteras a

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seguir, cruces de ríos, demolición yconstrucción de puentes, activaciónofensiva del 15º Ejército, penetraciónreal y penetración simulada del Grupode Combate Peiper, etcétera. Luegodeshice el mapa con el pie, aplané laarena y dibujé el mapa de la zona deSmolensk. Allí, dije, el Grupo Panzer deGuderian libró una batalla importante enel año 41, una batalla crucial. Yosiempre la había ganado. Con losalemanes, claro. Borré el mapa otra vez,aplané la arena, dibujé un rostro. Sóloentonces el Quemado sonrió, sin desviarpor mucho tiempo su atención del patínque seguía perdido en la lejanía. Sentí

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un ligero escalofrío. La carne de sumejilla, dos o tres costras malensambladas, se erizó y por un segundotemí que mediante ese efecto óptico —no podía ser otra cosa— pudierahipnotizarme y arruinarme la vida parasiempre. La propia voz del Quemadovino en mi ayuda. Como si hablaradesde una distancia insalvable, dijo: ¿túcrees que nos entendemos? Con lacabeza respondí afirmativamenterepetidas veces, feliz de poder librarmedel hechizo que ejercía su mejilladeforme. El rostro que había dibujadoseguía allí, apenas un apunte (aunquedebo reconocer que no soy un pésimo

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dibujante), hasta que de prontocomprendí con horror que era el retratode Charly. La revelación me dejó sinhabla. Era como si alguien hubieraguiado mi mano. Me apresuré a borrarloy de inmediato dibujé el mapa deEuropa, el norte de África y MedioOriente e ilustré con profusión deflechas y círculos mi estrategia decisivapara ganar el Tercer Reich. Mucho metemo que el Quemado no entendió nada.

Esta noche la novedad fue lallamada de Hanna. Previamentetelefoneó dos veces pero ni Ingeborg niyo estábamos en el hotel. Cuando lleguéel recepcionista me entregó el recado y

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la noticia más bien me desalentó. Noquería hablar con Hanna y rogué paraque Ingeborg apareciera antes de que seprodujera la tercera llamada. Con elánimo alterado esperé en la habitación.Cuando Ingeborg regresó decidimoscambiar nuestros planes, que eran comeren un restaurante del puerto, y quedamosen el Del Mar aguardando. Hicimosbien, Hanna telefoneó en el instante enque nos disponíamos a atacar nuestrafrugal cena: bikinis y patatas fritas.Recuerdo que vino a buscarnos uncamarero y que al levantarnos de lamesa Ingeborg afirmó que no eranecesario que fuéramos los dos. Le dije

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que no importaba, de todas maneras lacomida no iba a enfriarse. En larecepción hallamos a Frau Else. Llevabaun vestido distinto al de la tarde yparecía recién salida de la ducha. Nossonreímos e intentamos conversarmientras Ingeborg, de espaldas, lo máslejos que pudo situarse, murmurabafrases tales como «por qué», «no lopuedo creer», «qué asco», «santocielo», «malditos cerdos», «por qué nome lo dijiste antes», que no pude evitaroír y que poco a poco fueronponiéndome los nervios de punta.También percibí que con cadaexclamación la espalda de Ingeborg se

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encorvaba hasta semejar un caracol; medio pena; estaba asustada. Por elcontrario, Frau Else, con los codosfirmemente apoyados en el mostrador yel rostro reluciente, adquiría porcontraste una apostura de estatuaclásica: sólo sus labios se movían alhablar sin tapujos de lo sucedido horasantes en la lavandería. (Creo que mepidió que no fundara falsas expectativas;no lo puedo asegurar). Mientras FrauElse hablaba yo sonreía pero todos missentidos estaban puestos en las palabrasde Ingeborg. El hilo del teléfono parecíadispuesto a saltarle al cuello.

La conversación con Hanna fue

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interminable. Después de colgar,Ingeborg dijo:

—Menos mal que nos vamosmañana.

Volvimos al comedor pero notocamos nuestros platos. MalignamenteIngeborg comentó que Frau Else, sinmaquillarse, le recordaba una bruja.Luego dijo que Hanna estaba loca, queella no entendía nada. Soslayaba mimirada y daba golpes en la mesa con eltenedor; pensé que, desde lejos, unextraño no le hubiera echado más dedieciséis años. Una irresistible ternurapor ella me subió desde el estómago.Entonces se puso a chillar: cómo era

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posible, cómo era posible. Anonadado,temí que hiciera el número delante de lagente que aún quedaba en el comedor;pero Ingeborg, como si leyera elpensamiento, sonrió repentinamente ydijo que ya no volvería a ver a Hanna.Le pregunté qué le había contado ésta;adelantándome a su respuesta dije queera lógico que Hanna estuviera algodesquiciada. Ingeborg negó con lacabeza. Estaba equivocado. Hanna eramucho más lista de lo que yo creía. Suvoz sonó glacial. En silencioterminamos el postre y subimos a lahabitación.

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3 de septiembre

Acompañé a Ingeborg a la estación;durante media hora esperamos sentadosen un banco la llegada del tren paraCerbere. Casi no nos dijimos nada. Porlos andenes deambulan una multitud deturistas cuyas vacaciones finalizan y quetodavía pugnan por colocarse en loslugares soleados. Sólo los viejos sesientan en los bancos a la sombra. Entreellos, los que se van, y yo, media unabismo; Ingeborg, por el contrario, nome pareció fuera de lugar en ese trenatiborrado de gente. Incluso perdimos

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nuestros últimos minutos en ofrecerindicaciones: muchos no sabían en quévía situarse y los empleados de laestación no contribuían precisamente aorientados. La gente actúa como rebañode ovejas. Bastó que señaláramos a unpar el sitio exacto donde debían coger eltren (nada difícil de averiguar por unomismo: sólo hay cuatro vías) para quealemanes e ingleses confrontaran connosotros sus informaciones. Desde laventanilla del tren Ingeborg preguntó sime vería pronto en Stuttgart. Muypronto, dije. El gesto de Ingeborg, unamínima contracción de los labios y lapunta de la nariz, da a entender que no

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me cree. ¡Me da igual!

Hasta el último momento creí que sequedaría. No, no es cierto, siempre supeque nada era capaz de detenerla,primero está su trabajo y suindependencia, sin contar con quedespués de la llamada de Hanna sólopensaba en partir. La despedida, pues,ha sido lamentable. Y a más de uno hasorprendido, empezando por Frau Else,aunque tal vez su sorpresa la provocó midecisión de quedarme. En honor a laverdad la primera sorprendida fueIngeborg.

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¿En qué momento supe que se iría?Ayer, mientras hablaba con Hanna,

todo quedó sellado. Todo claro ydefinitivo. (Pero no hicimos el másmínimo comentario).

Esta mañana pagué su cuenta, sólo sucuenta, y bajé las maletas. No queríadramatizar ni que pareciera una fuga. Fuiun imbécil. Supongo que larecepcionista corrió a llevarle la noticiaa Frau Else. Temprano aún, comí en laermita. Desde el mirador la playa seveía desierta. Quiero decir desierta encomparación con días anteriores.Nuevamente comí guiso de conejo ybebí una botella de Rioja. Creo que no

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deseaba volver al hotel. El restauranteestaba casi vacío, a excepción de unoscomerciantes que celebraban algo en unadoble mesa situada en el centro. Eran deGerona y contaban chistes en catalán quesus mujeres apenas se esforzaban enaplaudir. Ya lo dice Conrad: a lasreuniones abstenerse de llevar amigas.El ambiente era fúnebre, en realidadtodos semejaban estar igual de aturdidosque yo. Dormí la siesta dentro delcoche, en una cala cercana al pueblo yque creía recordar de las vacacionescon mis padres. Desperté sudando y sinrastro de borrachera.

Por la tarde visité al gerente del

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Costa Brava, el señor Pere, y le aseguréque estaba a su disposición en el DelMar para lo que consideraraconveniente. Intercambiamosamabilidades y me marché. Luego estuveen la Comandancia de Marina, en dondenadie supo darme información respectoa Charly. La mujer que me atendióinicialmente ni siquiera sabía de qué lehablaba; por suerte llegó un funcionarioque conocía el caso y todo quedóaclarado. No había novedades. Eltrabajo proseguía. Paciencia. En el patiose fue congregando una pequeñamultitud. Un muchacho de la Cruz Rojadel Mar dijo que eran familiares de un

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nuevo ahogado. Durante un rato mequedé allí, sentado en la escalera, hastaque resolví volver al hotel. Tenía undolor de cabeza gigantesco. En el DelMar busqué infructuosamente a FrauElse. Nadie supo darme razón de ella.La puerta del pasillo que conduce a lalavandería estaba cerrada con llave. Séque es posible acceder por otro caminopero no pude hallarlo.

El desorden en la habitación es total:la cama está deshecha y mi ropadesparramada por el suelo. Varioscontadores del Tercer Reich también sehan caído. Lo más lógico sería hacer lasmaletas y largarme. Sin embargo llamé a

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recepción y pedí que limpiaran elcuarto. Al poco rato apareció lamuchacha que ya conocía, la misma queintentó vanamente instalarme la mesa.Buena señal. Me senté en un rincón y ledije que recogiera todo. En un minuto lahabitación estaba ordenada y luminosa(esto último fue sencillo: bastódescorrer las cortinas). Cuando huboterminado me dirigió una sonrisaangelical. Satisfecho, le di mil pesetas.La chica es inteligente: los contadorescaídos están ahora alineados junto altablero. No falta ni uno.

El resto de la tarde, hasta queoscureció, lo pasé en la playa, junto al

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Quemado, hablando de mis juegos.

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4 de septiembre

Compré los bocadillos en un barllamado Lolita y las cervezas en unsupermercado. Cuando el Quemadollegó le dije que se sentara junto a lacama y yo tomé asiento a la derecha dela mesa, con una mano apoyada sobre elborde del tablero en una actitud relajaday con un amplio campo de visión: en unlado el Quemado y detrás de él la camay el velador ¡en donde aún está el librode Florian Linden!, y en el otro lado, ala izquierda, el balcón abierto, las sillasblancas, el Paseo Marítimo, la playa, la

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fortaleza de patines. Pensaba dejarlohablar a él primero pero el Quemado noera un tipo de palabra fácil, así quehablé yo. Comencé por comunicarle lapartida de Ingeborg, de forma escueta,se marchó en tren, el trabajo, y punto.Ignoro si quedó convencido. Seguí conla naturaleza del juego, no recuerdoexactamente cuántas estupideces dije,entre ellas que la necesidad de jugar noes otra cosa que una suerte de canto yque los jugadores son cantantesinterpretando una gama infinita decomposiciones, composiciones-sueños,composiciones-pozos, composiciones-deseos, sobre una geografía en

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permanente cambio: como comida quese descompone, así eran los mapas y lasunidades que vivían dentro de ellos, lasreglas, las tiradas de dados, la victoria oderrota final. Platos podridos. Creo queentonces saqué los bocadillos y lascervezas y mientras el Quemadoempezaba a comer salté por encima desus piernas, rápido, y cogí el libro deFlorian Linden como si fuera un tesoropresto a volatilizarse. Entre sus páginasno encontré ni una carta, ni una nota, nila más leve señal que me insuflaraesperanzas. Sólo palabras sueltas,interrogatorios de policías yconfesiones. Fuera, la noche se iba

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adueñando muy despacio de la playa ycreaba la ilusión de un falsomovimiento, de pequeñas dunas yhendiduras en la arena. Sin moverse dedonde estaba, en una zona cada vez másoscura, el Quemado comía con lentitudde rumiante, la vista baja clavada en elsuelo o en la punta de sus dedosenormes, profiriendo a intervalosregulares quejidos casi inaudibles. Deboconfesar que experimenté algo similar alasco; una sensación de ahogo y calor.Los quejidos del Quemado, cada vezque tragaba una bola de queso y pan, ode jamón y pan, depende de cuál de losdos bocadillos que había comprado para

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él se estuviera comiendo, me apretabanel pecho hasta reventado. Casi sinfuerzas llegué junto al interruptor yencendí la luz. De inmediato me sentímejor aunque aún persistía un zumbidoen las sienes; zumbido que no meimpidió retomar la palabra, sin volver asentarme, dando pequeños paseos de lamesa a la puerta del baño (cuya luztambién encendí) para hablar de ladistribución de los Cuerpos de Ejército,de los dilemas que dos o más frentespodían proporcionar al jugador alemánposeedor de un número limitado defuerzas, de las dificultades queentrañaba trasladar ingentes masas de

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infantería y blindados del oeste al este,del norte de Europa al norte de África, yde la conclusión final a la que llegabanlos jugadores medianos: la fatalcarencia de unidades para cubrirlo todo.Esta reflexión hizo que el Quemadoformulara una pregunta con la boca llenaque no me molesté en contestar; nisiquiera la entendí. Supongo que estabalanzado y que por dentro no me sentíamuy bien. Así que en vez de responderle dije que se acercara al mapa y loviera con sus propios ojos. Mansamenteel Quemado se aproximó y me dio larazón: cualquiera podía ver que lasfichas negras no ganarían. ¡Alto! Con mi

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estrategia la situación cambiaba. Loejemplifiqué explicando una partidajugada en Stungart no hace mucho,aunque en mi fuero interno, poco a poco,me di cuenta de que no era eso lo quequería decir. ¿Qué? No lo sé. Pero eraimportante. Después: silencio total. ElQuemado volvió a sentarse junto a lacama con un trocito de bocadillo entrelos dedos, como una sortija decompromiso, y yo salí al balcón dandopasos como en cámara lenta y me puse amirar las estrellas y los turistas que searrastraban debajo. Hubiera sido mejorno hacerla. Sentados en el bordillo delPaseo Marítimo el Lobo y el Cordero

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vigilaban mi habitación. Al vermelevantaron las manos y luego se pusierona gritar. Aunque al principio pensé queme insultaban, los gritos eran amistosos.Querían que bajáramos a tomar una copacon ellos (cómo sabían que el Quemadoestaba aquí, para mí es un misterio) ycada vez sus gestos eran másapremiantes; no tardé en ver paseantesque levantaban la mirada buscando elbalcón que suscitaba tamaño alboroto.Tenía dos opciones: o retroceder ycerrar el balcón sin pronunciar palabrao despacharlos con una promesa queluego no cumpliría; ambas perspectivasresultaban desagradables; con el rostro

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enrojecido (matiz que el Lobo y elCordero, a la distancia que seencontraban, no percibieron) les aseguréque dentro de un rato me reuniría conellos en el Rincón de los Andaluces. Nome moví del balcón hasta que los perdíde vista. En la habitación el Quemadoestudiaba las fichas desplegadas en elfrente oriental. Ensimismado, parecíacomprender el porqué y el cómo estabandistribuidas las fuerzas en aquellaslíneas, aunque obviamente no podíasaberlo. Dejé que mi cuerpo cayerasobre una silla y dije que estabacansado. El Quemado ni siquierapestañeó. Luego pregunté cómo era

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posible que ese par de tarados no medejaran en paz. ¿Qué querían? ¿Jugar?,preguntó el Quemado. Noté en sus labiosuna torpe voluntad irónica. No, contesté,beber, celebrar algo, cualquier cosa queles proporcionara la certeza de no estarmomificados.

—Una vida monótona, ¿no? —graznó.

—Peor aún, unas vacacionesmonótonas.

— B ue no , ellos no están devacaciones.

—Es igual, viven las vacaciones delos demás, chupan las vacaciones y elocio ajeno y amargan la vida de algunos

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turistas. Son parásitos de los viajeros.El Quemado me miró con

incredulidad. Evidentemente el Lobo yel Cordero eran sus amigos pese a laaparente distancia que los separaba. Detodas maneras no me importó haberdicho lo que dije. Recordé, o, mejordicho, vi, la cara de Ingeborg, fresca yrosada, y la total certeza que ella meproporcionaba de la felicidad. Todoroto. Tamaña injusticia hizo que mismovimientos se aceleraran: cogí laspinzas y con la prontitud con que uncajero cuenta billetes puse las fichas enlos force pool, los marcadores en lascasillas convenientes y evitando dar a

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mis palabras un tono dramático lo invitéa jugar uno o dos turnos, aunque midesignio era jugar el juego completo,hasta la Gran Destrucción. El Quemadolevantó los hombros y sonrió variasveces, indeciso aún. Estos gestosafeaban su expresión casi hasta el límiteque yo podía soportar, así que mientraspensaba su respuesta miré un puntocualquiera del mapa tal como se solíahacer en los campeonatos cuando seenfrentaban dos jugadores que nunca sehabían visto, mirar un punto del mapa yevitar la presencia física delcontrincante hasta que comenzara elprimer turno. Cuando levanté la vista

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encontré los ojos del Quemado,inocentes, y supe que aceptaba.Juntamos las sillas a la mesa ydesplegamos nuestras fuerzas. LosEjércitos de Polonia, Francia y la URSSquedaron en una situación inicialdesfavorable aunque no del todo malateniendo en cuenta la bisoñez delQuemado. El Ejército inglés, por elcontrario, ocupaba posicionesrazonables, con las flotas distribuidasequitativamente —apoyadas en elMediterráneo por la flota francesa— ylos pocos Cuerpos de Ejércitocubriendo hexágonos de importanciaestratégica. El Quemado resultó un

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alumno despierto. La situación global enel mapa se parecía de alguna manera ala situación histórica, cosa que por otraparte no suele suceder cuando sonjugadores veteranos quienes seenfrentan: éstos jamás desplegarían elEjército polaco a lo largo de la frontera,ni el Ejército francés sobre todos loshexágonos de la Línea Maginot, siendolo más práctico, para los polacos,defender Varsovia en círculo, y para losfranceses abreviar un hexágono de laLínea Maginot. Ejecuté el primer turnoexplicando los pasos que daba, de estamanera el Quemado comprendió y supoapreciar la elegancia con que mis

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blindados rompieron el dispositivopolaco (superioridad aérea yexplotación mecanizada), el incrementode fuerzas en la frontera con Francia,Bélgica y Holanda, la declaración deguerra italiana y el movimiento delgrueso de las tropas acantonadas enLibia ¡en dirección a Túnez! (losortodoxos recomiendan la entrada deItalia en guerra no antes del invierno del39, a ser posible en la primavera del 40,estrategia que obviamente desapruebo),el arribo de dos cuerpos blindadosalemanes a Génova, el hexágonotrampolín (Essen) en donde situé micuerpo paracaidista, etcétera, todo esto

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con un mínimo gasto de BRP. Larespuesta del Quemado no puede sersino vacilante: en el Frente Este invadelos Países Bálticos y la partecorrespondiente de Polonia, pero olvidaocupar Besarabia; en el Frente Oesteopta por un ataque de desgaste ydesembarca el Cuerpo ExpedicionarioBritánico (dos cuerpos de infantería) enFrancia; en el Mediterráneo refuerzaTúnez y Bizerta. La iniciativa sigue enmi poder. En el turno de invierno del 39desato la ofensiva total en el Oeste;conquisto Holanda, Bélgica,Luxemburgo, Dinamarca, por el sur deFrancia llego hasta Marsella y por el

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norte hasta Sedán y el hexágono N24.Reestructuro mi Grupo de Ejércitos delEste. Desembarco un cuerpo blindadoalemán en Trípoli durante el SR. LaOpción en el Mediterráneo es deDesgaste y no obtengo resultados, perola amenaza es ahora tangible: Túnez yBizerta están sitiadas y el 1.erCuerpoMóvil italiano penetra en Argelia,totalmente desguarnecida. En la fronteracon Egipto las fuerzas estánequilibradas. El problema para elaliado, precisamente, radica en dóndeinclinar su peso. La respuesta delQuemado no puede ser todo lo enérgicaque la situación requiere; en el Frente

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Oeste y Mediterráneo escoge Opción deDesgaste y lanza al choque todo lo queencuentra, pero juega en columnas bajasy para colmo los dados no lo favorecen.En el Este ocupa Besarabia y construyeun bosquejo de línea desde la fronteracon Rumanía hasta Prusia Oriental. Elturno siguiente será decisivo, pero ya estarde y debemos aplazar el juego.Salimos del hotel. En el Rincón de losAndaluces encontramos al Lobo y alCordero en compañía de tres chicasholandesas. Éstas parecen encantadas deconocerme y se maravillan de micondición de alemán. Al principio penséque me tomaban el pelo; en realidad

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estaban sorprendidas de que un alemántuviera relación con aquellos seresestrafalarios. A las tres de la mañanaregresé al Del Mar sintiéndomesatisfecho por primera vez en muchosdías. ¿Es que sabía, por fin, que nohabía sido inútil quedarme? Puede quesí. En algún momento de la noche, desdeel fondo de su derrota (¿hablábamos demi Ofensiva en el Oeste?) el Quemadopreguntó hasta cuándo permanecería enEspaña. En su tono percibí miedo.

—Hasta que aparezca el cadáver deCharly —dije.

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5 de septiembre

Después de desayunar me dirigí alCosta Brava. Encontré al gerente en larecepción; al verme terminó dedespachar unos asuntos y me hizo señaspara que lo siguiera a su oficina. No sécómo estaba enterado de la partida deIngeborg. Con algunos gestos más bienfuera de lugar dio a entender quecomprendía mi situación. Acto seguido,sin darme tiempo para replicar,procedió a hacer un resumen del estadoactual de la búsqueda: ningún progreso,muchos habían abandonado, las

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operaciones, si podía llamársele así altrabajo de una o dos Zodiac de lapolicía, parecían abocadas a una lentaprogresión burocrática. Le dije quepensaba ir a informarme personalmentea la Comandancia de Marina y si eranecesario estaba dispuesto a repartirpatadas a diestro y siniestro. El señorPere negó con la cabeza, paternalmente;no era necesario; no había queacalorarse. En lo que respecta alpapeleo por desaparición el consuladoalemán se había hecho cargo de todo. Laverdad es que usted podría irse en elmomento que estimase conveniente;claro, ellos comprendían que Charly fue

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mi amigo, es sabido, los vínculos de laamistad, pero… Incluso la policíaespañola, usualmente desconfiada,estaba a punto de dar carpetazo. Sólofalta que aparezca el cuerpo. El señorPere parecía mucho más relajado que ennuestro anterior encuentro. Ahora, dealguna manera, se toma el caso como siél y yo fuéramos los únicos y resignadosdeudos de una muerte inexplicable peronatural. (¿La muerte, entonces, siemprees natural? ¿Siempre es una parteesencial del orden? ¿Incluso sobre unatabla de windsurf?). Su amigo, sin duda,sufrió un accidente, afirmó, comoocurren tantos durante el verano. Insinué

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la posibilidad del suicidio pero el señorPere niega con la cabeza y sonríe; todasu vida ha sido hotelero y cree conocere l alma de los turistas; Charly, pobredesgraciado, no calzaba en la tipologíade los suicidas. De todas formas,pensándolo bien, siempre era amargo yparadójico morir en vacaciones; elseñor Pere ya había tenido oportunidadde presenciar casos semejantes en sudilatada carrera: ancianos que sufren unataque al corazón en agosto, niñosahogados en la piscina a la vista de todoel mundo, familias destrozadas en laautopista, ¡en medio de las vacaciones!… La vida es así, concluye, seguramente

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su amigo jamás pensó que moriría lejosde su patria. La Muerte y la Patria,susurra, qué tragedias. A las once de lamañana el señor Pere tenía algo decrepuscular. He aquí un hombresatisfecho, me dije. Resultaba agradableestar allí, hablando con él, mientras enla recepción los turistas discutían con larecepcionista y sus voces, ajenas a loque de verdad importaba, se filtraban enla oficina, inofensivas; y mientrasconversábamos me vi cómodamentesentado dentro del hotel, y vi al señorPere, y a la gente en los pasillos y salas,rostros que se atraían o simulabanatraerse en medio de diálogos vacíos o

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tensos, parejas que tomaban el solcogidas de la mano, hombres solos quetrabajaban solos y hombres afables quetrabajaban en compañía de otros, todosfelices, o si no, al menos en paz consigomismos. ¡Insatisfechos! Pero sabiéndoseen el centro del universo. Qué más dabaque Charly viviera o no, que yo vivierao no. Todo seguiría pendiente abajo,hacia cada muerte particular. ¡Todos enel centro del universo! ¡La pandilla decretinos! ¡Nada quedaba fuera de sudominio! ¡Hasta durmiendo controlabantodo! ¡Con su indiferencia! Entoncespensé en el Quemado. Él estaba fuera.Lo vi como si estuviera debajo del agua:

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el enemigo.

Intenté pasar el resto del díahaciendo algo productivo pero resultóimposible. Era incapaz de ponerme eltraje de baño y bajar a la playa, así queme aposenté en el bar del hotel aescribir postales; pensaba enviar una amis padres pero al final sólo escribí aConrad. Durante mucho rato estuvesentado sin hacer otra cosa más quemirar a los turistas y a los camarerosque circulaban entre las mesas conbandejas cargadas de bebidas. No sépor qué pensé que aquél era uno de los

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últimos días calurosos. A mí lo mismome daba. Por hacer algo comí unaensalada y un jugo de tomate. Creo queme sentó mal pues comencé a sudar y asentir náuseas, así que subí a lahabitación y me di una ducha de aguafría; luego volví a salir, sin coger elcoche, en dirección a la Comandanciade Marina, pero al llegar decidí que novalía la pena soportar otra retahíla deexcusas y seguí de largo.

El pueblo estaba sumergido en unaespecie de bola de cristal; todosparecían dormidos (¡trascendentalmentedormidos!) aunque caminaran oestuvieran sentados en las terrazas. A

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eso de las cinco de la tarde el cielo senubló y a las seis comenzó a llover. Lascalles de pronto se vaciaron; pensé queera como si el otoño introdujera la uña yrascara: todo se venía abajo. Losturistas corriendo por las aceras enbusca de refugio; los comerciantescubriendo con lonas sus mercaderíasexpuestas en la calle; las cada vez másnumerosas ventanas cerradas hasta elpróximo verano. No sé si aquello meinspiraba lástima o desprecio. Desasidode cualquier condicionamiento exteriorsólo a mí mismo podía ver y sentir conclaridad. Todo lo demás había sidobombardeado por algo oscuro;

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decorados de plató cinematográficocuyo destino de polvo y olvido meparecía irreversible.

La pregunta, entonces, era qué hacíayo en medio de esa miseria.

El resto de la tarde lo pasé tendidoen la cama esperando la hora en que elQuemado llegara al hotel.

Al subir a la habitación pregunté sihabía recibido alguna llamada telefónicadesde Alemania. La respuesta fuenegativa; no hay mensajes para mí.

Desde el balcón vi cuando elQuemado dejaba atrás la playa y

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cruzaba el Paseo Marítimo en direcciónal hotel. Me apresuré a bajar, de talmanera que cuando él llegara a la puertayo estuviera allí, esperándolo; supongoque temía que no le permitieran entrar sino iba conmigo. Al pasar por recepciónla voz de Frau Else me detuvo en seco.Fue poco más que un susurro pero,inadvertido como iba, repercutió en micabeza con la fuerza de una corneta.

—Udo, está usted aquí —dijo comosi no lo supiera.

Me quedé quieto en el pasilloprincipal, en una postura por lo menosembarazosa. En el otro extremo, detrásde las puertas de vidrio, el Quemado

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esperaba. Por un momento lo vi como sifuera parte de una película proyectadasobre la puerta: el Quemado y elhorizonte azul oscuro en donde sedestacaban un coche estacionado en laacera opuesta, las cabezas de lostranseúntes y las imágenes incompletasde las mesas de la terraza.Completamente real sólo era Frau Else,bella y solitaria detrás del mostrador.

—Por supuesto, naturalmente…Deberías saberlo. —Al tutearla FrauElse enrojeció. Creo que sólo una vez lahabía visto así, con las defensasabiertas. No sé si eso me gustaba o no.

—No te había… visto. Eso es todo.

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Yo no controlo cada paso que das —dijo con media voz.

—Aquí estaré hasta que aparezca elcadáver de mi amigo. Espero que notengas nada en contra.

Con un mohín de disgusto desvió lamirada. Temí que viera al Quemado yque usara a éste como pretexto paracambiar de tema.

—Mi marido está enfermo y menecesita. Estos días he estado junto a él,sin poder hacer nada. Eso tú no loentiendes, ¿verdad?

—Lo siento.—Bien, ya está todo dicho. No tenía

intención de molestarte. Adiós.

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Pero ni ella ni yo nos movimos.El Quemado me observaba desde el

otro lado. He de imaginar que también aél lo miraban los clientes del hotelsentados en la terraza o los que pasabanpor la acera. Pensé que de un momento aotro alguien se acercaría y le pediríaque se marchara; entonces el Quemadolo estrangularía usando sólo el brazoderecho y todo se echaría a perder.

—Su… tu marido, ¿está mejor? Lodeseo sinceramente. Creo que me hecomportado como un tonto. Perdóname.

Frau Else inclinó la cabeza y dijo:—Sí… Gracias …—Me gustaría hablar contigo esta

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noche… Verte a solas… Pero no quieroforzarte a que hagas algo que luego tepueda perjudicar…

Los labios de Frau Else tardaron unaeternidad en formar una sonrisa. Yo, nosé por qué, estaba temblando.

—Ahora no puedes porque teesperan, ¿no?

Sí, un compañero de armas, pensé,pero no dije nada y asentí con un gestoque expresaba la inevitabilidad de lacita. ¿Un compañero de armas? ¡Unenemigo de armas!

—Recuerda que aunque seas amigode la dueña del hotel no debes abusardemasiado del reglamento.

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—¿Qué reglamento?—El que entre otras muchas cosas

prohíbe ciertas visitas en lashabitaciones de los huéspedes. —Eltono volvió a ser el de siempre, entreirónico y autoritario. Sin duda aquél erael reino de Frau Else.

Quise protestar pero su mano se alzóe impuso silencio.

—No sugiero ni digo nada. No estoylevantando una acusación. Ese pobremuchacho —se refería al Quemado—también a mí me inspira lástima. Perodebo velar por el Del Mar y por susclientes. También debo velar por ti. Noquiero que te ocurra nada malo.

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—Qué demonios puede pasarme.Sólo jugamos.

—¿A qué?—Bien que lo sabes.—Ah, el juego en el cual eres

campeón. —Al sonreír los dientes lebrillaron peligrosamente—. Un deportede invierno; en estas fechas es másconveniente nadar o jugar a tenis.

—Si quieres reírte de mí, hazlo. Lotengo merecido.

—De acuerdo, nos veremos estanoche, a la una, en la plaza de la Iglesia.¿Sabes cómo llegar?

—Sí.La sonrisa de Frau Else se

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desvaneció. Intenté acercarme a ellapero comprendí que no era el momentoadecuado. Nos despedimos y salí. En laterraza todo era normal; dos escalonespor debajo del Quemado un par demuchachas hablaban del tiempo mientrasesperaban a sus acompañantes. La gente,como todas las noches, se reía y hacíaplanes.

Crucé las palabras de rigor con elQuemado y volvimos a entrar.

Al pasar por la recepción no vi anadie detrás del mostrador aunque penséque Frau Else podría estar escondidadebajo. Con esfuerzo reprimí el impulsode acercarme y mirar.

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Creo que no lo hice porque hubieratenido que explicárselo todo alQuemado.

Por lo demás nuestra partida siguiólos derroteros previstos: en laprimavera del 40 monté una OpciónOfensiva en el Mediterráneo y conquistéTúnez y Argelia; en el Frente Oestegasté 25 BRP que me llevaron a laconquista de Francia; durante el SR situécuatro cuerpos blindados con apoyo deinfantería y aviación ¡en la frontera conEspaña! En el Frente Este consolidé misfuerzas.

La respuesta del Quemado espuramente defensiva. Ha movido lo

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poco que podía mover; ha fortalecidoalgunas defensas; sobre todo harealizado varias preguntas. Susmovimientos aún dejan traslucir alnovato que es. No sabe apilar las fichas,juega con desorden, su estrategia globalno existe o está concebida con esquemasdemasiado rígidos, confía en la suerte,calcula mal las BRP, confunde las fasesde Creación de Unidades con el SR.

No obstante se esfuerza y podríaafirmar que empieza a penetrar en elespíritu del juego. Señales que inducen apensar esto último son sus ojos que nolevanta del tablero y sus láminas decarne quemada que se retuercen en el

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empeño depositado en calcular retiradasy costes.

El conjunto me inspira simpatía ylástima. Una lástima, debo anotarlo,densa, pobre de colores, cuadriculada.

La plaza de la Iglesia estabasolitaria y mal iluminada. Estacioné elcoche en una calle lateral y me dispuse aesperar sentado en un banco de piedra;me sentía bien aunque cuando Frau Elseapareció —literalmente se materializóde una masa informe de sombra junto alúnico árbol de la plaza— no pude evitarun respingo de sorpresa y alarma.

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Propuse salir del pueblo, tal vezdetener el coche en un bosque o mirandoel mar, pero no aceptó.

Habló; habló sin prisa y sindescanso, como si hubiera permanecidoen silencio durante días. El broche fueuna explicación vaga y llena desímbolos sobre la enfermedad de sumarido. Sólo después permitió que labesara. Sin embargo nuestras manos, yadesde el principio, de una forma naturalse habían entrelazado.

Así, tomados de la mano,permanecimos allí hasta las dos y mediade la mañana. Cuando nos cansábamosde estar sentados caminábamos en

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círculo por la plaza; luego regresábamosal banco y seguíamos hablando.

Supongo que yo también dije muchascosas.

El silencio de la plaza sólo fueinterrumpido por una breve sucesión degritos lejanos (¿de alegría odesesperación?) y luego escapes demotos.

Creo que nos besamos cinco veces.Al volver sugerí estacionar el coche

lejos del hotel; pensaba en sureputación. Riendo, ella se negó; noteme al qué dirán. (La verdad es que noteme a nada).

La plaza de la Iglesia es más bien

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triste; pequeña y oscura y silenciosa. Enel centro se alza una fuente de piedra deorigen medieval con dos chorros deagua. Antes de marcharnos bebimos.

—Cuando mueras, Udo, serás capazde decir «vuelvo al sitio de dondeprovengo: la Nada».

—Cuando uno está muriendo escapaz de decir cualquier cosa —contesté.

El rostro de Frau Else brillaba,después de escuchar su propia preguntay mi respuesta, como si la acabara debesar. Eso fue exactamente lo que acontinuación hice; la besé. Pero cuandointentaba meter mi lengua entre sus

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labios ella retiró la cabeza.

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6 de septiembre

Ignoro si el Lobo ha perdido suempleo o si el Cordero o si ambos.Protestan y refunfuñan pero apenas losescucho. Eso sí: capto el miedo y larabia minúscula que aquello lesproduce. El patrón del Rincón de losAndaluces se burla de ellos y de sudesgracia con una carencia total detacto. Los llama «pobres infelices»,«apestosos», «sidosos», «maricas deplaya», «gandules»; después me llevaaparte y me cuenta, riéndose, unahistoria de violación que no logro

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descifrar pero en la que ellos de unaforma u otra están implicados. Sinmostrar ni siquiera curiosidad —aunquela verdad es que el patrón hablasuficientemente alto como para quetodos lo escuchen— el Lobo y elCordero dedican su atención a unprograma deportivo de la tele. ¡Éstosiban a poner el hombro! ¡Esta tropilla dezombis iba a engrandecer España, mecago en la Virgen!, termina su alocuciónel patrón. A mí no me resta más queasentir y volver a la mesa junto a losespañoles y pedir otra cerveza. Mástarde, por la puerta entreabierta dellavabo, veo al Cordero que se baja los

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pantalones.Después de comer me dirigí al Costa

Brava. Fui recibido por el señor Perecomo si nuestro último encuentro datarade años. La conversación,intrascendental, transcurrió esta vez enla barra del Costa Brava, en donde tuveoportunidad de conocer a más de unmiembro del círculo de amistades delgerente. Todos tenían un aire entredistinguido y aburrido y, por supuesto,sobrepasaban los cuarenta años; alserles presentado exhibieron ante mí unadelicadeza unánime. Se diría queestaban frente a una celebridad o, mejoraún, frente a una promesa.

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Evidentemente el señor Pere y yoestábamos encantados.

Más tarde, en la Comandancia deMarina (mis visitas al Costa Bravairremisiblemente desembocaban allí) meinformaron que no había novedades conrespecto a Charly. Sin ánimo depolemizar decidí hacer algunassuposiciones. ¿No resultaba extraño quesu cuerpo aún no apareciera? ¿Cabía laposibilidad de que estuviera vivo,vagando amnésico por algún pueblo dela Costa? Creo que hasta las dosaburridas secretarias me miraron conpena.

Regresé al Del Mar dando un paseo

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y pude constatar lo que ya intuía: elpueblo comienza a vaciarse; los turistascada vez son menos; los gestos de losnativos expresan un cansancio cíclico.El aire, sin embargo, y el cielo y el marlucen transparentes y puros. Da gustorespirar. El paseante, además, puedededicarse a observar cualquier caprichovisual sin riesgo de ser empujado otomado por borracho.

Cuando el patrón del Rincón de losAndaluces desapareció por la trastiendasaqué el tema de la violación.

El Lobo y el Cordero emitieron unpar de risotadas y dijeron que erantonterías del viejo. Adiviné que se reían

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de mí.Al marcharme pagué sólo mi

consumición. Una máscara de piedra seinstaló entonces en los rostros de losespañoles. Nuestras palabras de adiós,significativamente, fueron referentes a lafecha de mi partida. (Se diría que todoel mundo ansía que me vaya).Conciliatorios, en el último momento seofrecieron para acompañarme a laComandancia de Marina, pero me negué.

Verano del 40. La partida se haanimado; contra pronóstico el Quemadoes capaz de trasladar al Mediterráneo

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tropas suficientes como para amortiguarmis golpes; aún más importante: adivinóque la amenaza no se cernía en direccióna Alejandría sino sobre Malta y enconsecuencia reforzó la isla coninfantería, aviación y marina de guerra.En el Frente Oeste la situaciónpermanece estabilizada (tras laconquista de Francia es necesario unturno para que los EjércitosOccidentales se reorganicen y recibanreemplazos y refuerzos); allí mis tropasapuntan hacia Inglaterra —cuya invasiónexigiría un esfuerzo logísticaconsiderable, pero eso no lo sabe elQuemado— y hacia España, presa

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prescindible, pero que franquea elcamino de Gibraltar, sin cuya posesiónel control inglés sobre el Mediterráneoes casi nulo. (La jugada, recomendadapor Terry Butcher en The Generalconsiste en sacar la flota italiana alAtlántico). En cualquier caso elQuemado no espera un ataque terrestrecontra Gibraltar; por el contrario, mismovimientos en el Este y los Balcanes(después de la jugada clásica: arrollarYugoslavia y Grecia) lo hacen temer unapronta invasión a la Unión Soviética —me parece que mi amigo simpatiza conlos rojos— y descuidar otros frentes. Miposición, qué duda cabe, es envidiable.

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La Operación Barbarroja, tal vez conuna variante estratégica turca, prometeser emocionante. El ánimo del Quemadono decae; no es un jugador brillante,tampoco impulsivo: sus movimientosson serenos y metódicos. Las horas hantranscurrido en silencio; hemos habladosólo lo estrictamente necesario,preguntas acerca de las reglas que hanobtenido respuestas claras y honestas,dentro de una armonía envidiable.Escribo esto mientras el Quemado juega.Es curioso: la partida consiguerelajarlo, lo percibo en los músculos desus brazos y su pecho, como si por finpudiera mirarse y no ver nada. O ver

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únicamente el martirizado tablero deEuropa y las grandes maniobras ycontramaniobras.

La partida transcurrió como entrebrumas. Cuando salimos de lahabitación, en el pasillo, encontramos auna camarera que al vernos ahogó ungrito y echó a correr. Miré al Quemado,incapaz de decir nada; una sensación devergüenza ajena me escoció hasta quesubimos al ascensor. Entonces pensé queacaso el susto de la camarera no fueraprovocado por el rostro del Quemado.La sospecha de estar pisando en falso se

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hizo más aguda.Nos despedimos en la terraza del

hotel. Un apretón de manos, una sonrisay finalmente el Quemado desaparecióbamboleándose por el Paseo Marítimo.

La terraza estaba vacía. En elrestaurante, más concurrido, vi a FrauElse. Instalada en una mesa cerca de labarra, le hacían compañía dos hombresde traje y corbata. No sé por qué penséque uno de ellos era su marido aunque laimagen que conservaba de éste en nadase parecía a aquél. Sin duda se tratabade una reunión de negocios y no quiseimportunar. Tampoco deseabamostrarme tímido y con este propósito

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me acerqué a la barra y pedí unacerveza. El camarero tardó más de cincominutos en servírmela. Su morosidad noobedecía al exceso de trabajo, que másbien era poco; simplemente prefirióremolonear por allí hasta agotar ellímite de mi paciencia; sólo entoncestrajo la cerveza y pude ver la malavoluntad, el propósito de desafío queencerraba su gesto, como si aguardara lamás ínfima protesta de mi parte parainiciar una pelea. Pero eso eraimpensable con Frau Else al lado asíque arrojé unas cuantas monedas sobrela barra y esperé. No hubo ningunareacción por su parte. El pobre tipo se

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pegó al aparador de las botellas y mirófijamente el suelo. Parecía resentido contodo el mundo empezando por él mismo.

Me tomé la cerveza en paz. FrauElse, lamentablemente, seguíaenfrascada en la conversación con susacompañantes y prefirió fingir que nome veía. Supuse que tendría un buenmotivo para ello y decidí marcharme.

En la habitación el olor a tabaco y aencierro me sorprendió. La lamparillase había quedado encendida y por uninstante pensé que Ingeborg habíaregresado. Pero el olor, de una maneracasi tangible, excluía la posibilidad deuna mujer. (Extraño: nunca me había

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detenido a considerar olores). Creo quetodo esto me deprimió y resolví salir adar una vuelta en coche.

Circulé despacio por las callesvacías del pueblo. Un vientecillo tibiobarría las aceras arrastrando envases depapel y hojas de publicidad.

Sólo de tanto en cuando surgían delas sombras figuras de turistas borrachosperegrinando a ciegas hacia sus hoteles.

Ignoro qué me impulsó a detenermeen el Paseo Marítimo. Lo cierto es quelo hice y de forma natural me interné enla playa, en medio de la oscuridad, endirección a la morada del Quemado.

¿Qué esperaba encontrar allí?

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Las voces me detuvieron cuando yaadivinaba la fortaleza de patines queemergía de la arena.

El Quemado tenía visitas.Con extrema cautela, casi reptando,

me aproximé; quienquiera que estuvieraallí había preferido mantener laconversación en el exterior. Pronto pudedistinguir dos manchas: el Quemado y suinvitado estaban de espaldas a mí,sentados en la arena, mirando el mar.

El que llevaba la conversación erael otro: rápidas series de gruñidos delos cuales sólo pude atrapar palabrassueltas tales como «necesidad» y«valor».

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No me atreví a acercarme más.Entonces, tras un largo silencio, el

viento cesó y cayó sobre la playa unaespecie de losa tibia.

Alguien, no sé cuál de los dos, de unmodo ambiguo y despreocupado hablósobre una «apuesta», un «asuntoolvidado». Luego se rió… Luego selevantó y caminó hacia la orilla delmar… Luego se volvió y dijo algoininteligible.

Durante un instante —un instante delocura que me erizó los pelos— penséque era Charly; su perfil, su manera dedejar caer la cabeza como si tuviera elcuello roto, sus enmudecimientos

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repentinos; el bueno de Charly salido delas sucias aguas del Mediterráneopara… aconsejar sibilinamente alQuemado. Una suerte de rigidez seextendió de mis brazos al resto delcuerpo mientras mi razón luchaba porrecobrar el control. Lo que más deseabaen ese momento era largarme de allí.Entonces oí, como si la locura sefundamentara con la continuación deldiálogo, la clase de consejos que elvisitante del Quemado daba. «¿Cómofrenar la embestida?». «No te preocupesde la embestida; preocúpate de lasbolsas». «¿Cómo evitar las bolsas?»«Mantén una doble línea; anula las

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penetraciones de los blindados; guardasiempre una reserva operativa».

¡Consejos para vencerme en elTercer Reich!

¡Más concretamente, el Quemadoestaba recibiendo instrucciones paracontrarrestar lo que veía inminente: lainvasión de Rusia!

Cerré los ojos y traté de rezar. Nopude. Pensé que la locura jamás saldríade mi cabeza. Estaba sudando y la arenase adhería a mi cara con facilidad. Mepicaba todo el cuerpo y temía, si puedollamarlo así, ver aparecer de pronto, porencima de mí, el rostro brillante deCharly. El maldito traidor. Este

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pensamiento, como una descarga,consiguió que abriera los ojos; junto a lachabola de patines no había nadie.Imaginé que ambos estaban en elinterior. Me equivocaba: las sombras,de pie, permanecían en la orilla del marcon las olas lamiendo sus tobillos.Estaban de espaldas a mí. En el cielo lasnubes por un momento se apartaron y laluna brilló débilmente. El Quemado y suvisitante hablaban ahora, como si eltema fuera muy ameno, acerca de unaviolación. No sin esfuerzo me puse derodillas y recobré algo de mi serenidad.No era Charly, me dije un par de veces.Elemental: el Quemado y su visitante

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sostenían el diálogo en español y Charlyni siquiera era capaz de pedir unacerveza en ese idioma.

Con una sensación de alivio, peroaún entumecido y temblando, me levantédel todo y me alejé de la playa.

En el Del Mar Frau Else estabasentada en un sillón de mimbre al finaldel pasillo que conducía al ascensor.Las luces del restaurante estabanapagadas salvo una, indirecta, que sóloiluminaba las estanterías de botellas yun sector de la barra en donde uncamarero aún se afanaba encima de algoindescifrable. Al pasar por la recepciónhabía visto al vigilante nocturno

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aplicado a la lectura de un periódicodeportivo. No todo el hotel dormía.

Tomé asiento junto a Frau Else.Ésta dijo algo sobre mi semblante.

¡Demacrado!—Seguramente duermes poco y mal.

No es una buena publicidad para elhotel. Me preocupa tu salud.

Asentí. Ella también asintió.Pregunté a quién esperaba. Frau Else seencogió de hombros; sonrió; dijo: a ti.Por supuesto, mentía. Le pregunté lahora. Las cuatro de la mañana.

—Deberías volver a Alemania, Udo—dijo.

La invité a subir a mi habitación. No

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aceptó. Dijo: no, no puedo. Lo dijomirándome a los ojos. ¡Qué hermosaera!

Permanecimos un largo rato ensilencio. Hubiera querido decirle: no tepreocupes por mí. No te preocupes, deverdad. Pero era ridículo, claro. Al finaldel pasillo vi la cabeza del vigilantenocturno que se asomaba y desaparecía.Concluí que los empleados de Frau Elsela adoraban.

Fingí cansancio y me levanté. Noquería estar allí cuando apareciera lapersona a quien Frau Else esperaba.

Sin moverse del sillón ella metendió la mano y nos dimos las buenas

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noches.Caminé hasta el ascensor; por suerte

estaba detenido en la primera planta yno necesité esperar. Ya en el interiorvolví a despedirme. Dije adiós sinemitir sonido alguno, moviendo sólo loslabios. Frau Else sostuvo mi mirada ymi sonrisa hasta que las puertas secerraron con un estertor neumático ycomencé a subir.

Sentía algo pesado rodando dentrode la cabeza. Después de darme unaducha caliente me metí en la cama.Tenía el pelo mojado y de todasmaneras el sueño no aparecía.

No sé por qué, tal vez porque era lo

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que estaba más a mano, cogí el libro deFlorian Linden y lo abrí al azar: «Elasesino es el dueño del hotel».

«¿Está usted seguro?»Cerré el libro.

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7 de septiembre

Soñé que una llamada telefónica medespertaba. Era el señor Pere quedeseaba que acudiera —él se prestaba aacompañarme— al cuartel de la GuardiaCivil; allí tenían un cadáver y esperabanque yo pudiera reconocerlo. Así que meduché y salí sin desayunar. Los pasillosdel hotel presentaban una desolaciónque oprimía el pecho; debía estaramaneciendo; el coche del señor Pereaguardaba en la puerta principal.Durante el trayecto hasta el cuartel,ubicado en las afueras del pueblo, en

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una bifurcación de caminos plagada deletreros indicadores que apuntaban haciamúltiples fronteras, el señor Pere sedespachó hablando de las mutacionesque se producían entre los nativoscuando el verano, o mejor dicho latemporada de verano, se acababa.¡Depresión general! ¡En el fondo nopodemos vivir sin turistas! ¡Nos hemosacostumbrado a ellos! Un guardia civiljoven y pálido nos condujo hasta ungaraje en donde había varias mesasdispuestas horizontalmente y,arracimados sobre las paredes, unacolección de accesorios de automóviles.Encima de una losa negra con vetas

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blancas, al lado de la puerta metálica endonde esperaba ya el furgón quetransportaría el cadáver, yacía un cuerpoinanimado en un estado que me pareciópróximo a la putrefacción. El señorPere, a mis espaldas, se llevó una manoa la nariz. No era Charly. Debía tener sumisma edad y tal vez fuera alemán, perono era Charly. Dije que no lo conocía ynos marchamos. Al dejarlo atrás elguardia civil se cuadró. Volvimos alpueblo riendo y haciendo planes para lapróxima temporada. El Del Marpresentaba el mismo aspecto de cosadormida pero esta vez a través de loscristales vi que Frau Else estaba en la

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recepción. Pregunté al señor Pere cuántotiempo hacía que no veía al marido deFrau Else.

—Hace mucho que no tengo el gusto—dijo el señor Pere.

—Parece que está enfermo.—Eso parece —dijo el señor Pere,

oscureciendo el semblante con unaexpresión que podía significar cualquiercosa.

A partir de ese momento el sueñoavanzó (o así lo recuerdo) a saltos.Desayuné en la terraza huevos fritos yjugo de tomate. Subí escaleras: unosniños ingleses venían en direccióncontraria y casi chocamos. Desde el

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balcón observé al Quemado, al frente desus patines, rumiando su pobreza y el findel verano. Escribí cartas conpremeditada y estudiada lentitud.Finalmente me metí en la cama y dormí.Otra llamada telefónica, esta vez real,me arrancó del sueño. Consulté mi reloj:las dos de la tarde. Era Conrad y su vozrepetía mi nombre como si creyera quejamás iba a responder.

Contra lo que hubiera imaginado, talvez debido a la timidez de Conrad y aque yo aún estaba medio dormido, laconversación discurrió con una frialdadque ahora me horroriza. Las preguntas,las respuestas, las inflexiones de la voz,

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el deseo mal oculto de agotar lacomunicación y ahorrar unas monedas,las acostumbradas expresiones deironía, todo parecía revestido de unasuprema falta de interés. Nada deconfidencias, salvo una, estúpida, alfinal, y sí imágenes fijas del pueblo, delhotel, de mi habitación, que sesuperponían tenazmente al panoramapintado por mi amigo como si quisieranadvertirme del nuevo orden en que yoestaba inmerso y dentro del cual teníanescaso valor las coordenadas que metransmitían por el hilo telefónico. ¿Quéhaces? ¿Por qué no vuelves? ¿Qué tedetiene? En tu oficina están

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sorprendidos, el señor X cada díapregunta por ti y es inútil que leaseguren que pronto estarás entrenosotros, una sombra se ha instalado ensu corazón y predice desgracias. ¿Quétipo de desgracias? A mí qué más medaba. Seguido por informaciones sobreel club, el trabajo, los juegos, lasrevistas, todo contado sin pausas eimplacablemente.

—¿Has visto a Ingeborg? —dije.—No, no, claro que no.Permanecimos en silencio un corto

instante que precedió el nuevo alud depreguntas y ruegos: en mi oficinaestaban un poco más que inquietos, en el

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grupo se interrogaban si iría a París arecibir a Rex Douglas en diciembre.¿Me echarían del trabajo? ¿Teníaproblemas con la policía? Todosquerían saber qué era aquello tanmisterioso y oscuro que me retenía enEspaña. ¿Una mujer? ¿Fidelidad a unmuerto? ¿A qué muerto? Y, entreparéntesis, ¿cómo iba mi artículo?Aquel que iba a sentar las bases de unanueva estrategia. Parecía como siConrad estuviera burlándose de mí. Porun segundo lo imaginé grabando laconversación, los labios curvados enuna sonrisa malévola. ¡El campeóndesterrado! ¡Fuera de circulación!

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—Escúchame, Conrad, te voy a darla dirección de Ingeborg. Quiero quevayas a verla y luego me llames.

—Bien, de acuerdo, lo que tú digas.—Perfecto. Hazlo hoy. Y luego me

telefoneas.—De acuerdo, de acuerdo, pero no

entiendo nada y me gustaría ser útil en lamedida de mis posibilidades. No sé sime explico, Udo, ¿me escuchas?

—Sí. Dime que harás lo que te hedicho.

—Sí, claro.—Bien. ¿Has recibido alguna carta

mía? Creo que todo te lo expliqué en esacarta. Probablemente aún no haya

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llegado.—Sólo he recibido dos postales,

Udo. Una donde se ve la línea de hotelesjunto a la playa y otra con una montaña.

—¿Una montaña?—Sí.—¿Una montaña junto al mar?—¡No lo sé! Sólo aparece la

montaña y una especie de monasterioderruido.

—En fin, ya llegará. El correofunciona fatal en este país.

De pronto se me ocurrió que nohabía escrito ninguna carta a Conrad. Nome importó demasiado.

—¿Tienes al menos buen tiempo?

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Aquí llueve.En vez de responder a su pregunta,

como siguiendo un dictado, dije:—Estoy jugando…Tal vez me pareció importante que

Conrad lo supiera. En el futuro me podíaser útil. Del otro lado escuché unaespecie de suspiro magnificado.

—¿El Tercer Reich?—Sí…—¿De veras? Cuéntame cómo te va.

Eres fantástico, Udo, sólo a ti se teocurre ponerte a jugar ahora.

—Sí, te entiendo, con Ingeborg lejosy todo pendiente de un hilo —bostecé.

—No quería decir eso. Me refería a

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los riesgos. Al empuje tan peculiar quetienes. ¡Eres único, muchacho, el rey delFandom!

—No es para tanto, no grites, vas aconseguir que me quede sordo.

—Y quién es tu oponente. ¿Unalemán? ¿Lo conozco?

Pobre Conrad, daba por sentado queen un pequeño pueblo de la Costa Bravapodían coincidir dos jugadores deguerra que además fueran alemanes. Eraevidente que jamás hacía vacaciones yque sólo Dios sabía cuál era su conceptode un verano en el Mediterráneo o endonde fuera.

—Bien, mi oponente es un poco raro

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—dije, y acto seguido, a grandes rasgos,describí al Quemado.

Tras un silencio, Conrad dijo:—No me huele bien. No es una

historia clara. ¿En qué idioma osentendéis?

—Español.—¿Y cómo ha podido leer las

reglas?—No lo ha hecho. Se las he

explicado yo. En una tarde. Teasombrarías de lo listo que es. Nonecesitas decirle una cosa dos veces.

—¿Y jugando es igual de bueno?—Su defensa de Inglaterra es

aceptable. No pudo evitar la caída de

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Francia, ¿pero quién puede? No estámal. Tú eres mejor, claro, y Franz, perocomo sparring no me puedo quejar.

—Su descripción… pone los pelosde punta. Jamás jugaría con alguien así,capaz de darme un susto si apareciera deimproviso… En una partida múltiple, sí,pero solos… ¿Y dices que vive en laplaya?

—Así es.—¿No será el Demonio?—¿Estás hablando en serio?—Sí. El Demonio, Satanás, el

Diablo, Luzbel, Belcebú, Lucifer, elMaligno…

—El Maligno… No, más bien

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parece un buey… Fuerte y pensativo, eltípico rumiante. Melancólico. Ah, y noes español.

—¿Y tú cómo lo sabes?—Me lo dijeron unos chicos

españoles. Al principio, naturalmente,yo pensé que era español, pero no esasí.

—¿De dónde es?—No lo sé.Desde Stuttgart Conrad se lamentó

débilmente.—Deberías saberlo; es primordial;

por tu propia seguridad …Me pareció que exageraba aunque le

aseguré que se lo preguntaría. Poco

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después colgamos y tras ducharme salí acaminar un rato antes de volver al hotela comer. Me sentía bien, en mi ánimo nopercibía el paso de las horas y micuerpo se entregaba sin reservas a ladicha de estar en el sitio donde estaba,sin más.

Otoño del 40. He jugado la OpciónOfensiva en el Frente Este. Mis cuerposblindados rompen los flancos del sectorcentral ruso, penetran en profundidad ycierran una bolsa gigantesca, unhexágono al oeste de Smolensk. Detrás,entre Brest Litovsk y Riga quedan

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atrapados más de diez Ejércitos rusos.Mis pérdidas son mínimas. En el FrenteMediterráneo gasté BRP para otraOpción Ofensiva e invadí España. Lasorpresa del Quemado es total, alza lascejas, se yergue, vibran sus cicatrices,se diría que está escuchando el paso demis divisiones acorazadas por el PaseoMarítimo, y su desconcierto no le ayudaa distribuir una buena defensa (escoge,inconscientemente, claro, una variantede la Border Defense de DavidHablanian, sin duda la peor contra unataque proveniente de los Pirineos). Así,con sólo dos cuerpos blindados y cuatrocuerpos de infantería más apoyo aéreo

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conquisto Madrid y España se rinde.Durante la Redistribución Estratégicasitúo tres cuerpos de infantería enSevilla, Cádiz y Granada, y un cuerpoblindado en Córdoba. En Madridestaciono dos flotas aéreas alemanas yuna italiana. El Quemado, ahora, sabemis intenciones… Y sonríe. ¡Mefelicita! Dice: «Jamás se me hubieraocurrido». Ante tan buen perdedor esdifícil siquiera comprender losprejuicios y aprensiones de Conrad.Inclinado sobre el mapa, durante susegmento de juego, el Quemado habla eintenta reparar lo irreparable. En laURSS traslada tropas del sur, en donde

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casi no ha habido choques, al norte y alcentro, pero su capacidad demovimiento es exigua. En elMediterráneo mantiene Egipto y refuerzaGibraltar, aunque no muyconvincentemente, como si no creyera ensu esfuerzo. Musculoso y achicharrado,su torso sobrevuela Europa como unapesadilla. y habla, sin mirarme, de sutrabajo, de la escasez de turistas, deltiempo caprichoso, de los jubilados quellegan en masa a ciertos hoteles.Escarbando, aparentemente sin mostrarinterés, de hecho escribo mientras hagolas preguntas, consigo saber que conocea Frau Else, a quien en el barrio llaman

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«la alemana». Forzado a dar su opiniónconcede que es hermosa. Inquieroentonces por su marido. El Quemadoresponde: está enfermo.

—¿Cómo lo sabes? —dije, dejandode lado las anotaciones.

—Todo el mundo lo sabe. Es unaenfermedad larga, de hace muchos años.La padece pero no muere.

—¡Lo alimenta! —sonreí.—Eso jamás —dice el Quemado,

volviendo al intríngulis del juego, contoda su red logística rota.

Al final nuestra despedida sigue elritual de siempre: bebemos las últimaslatas de cerveza que he comprado para

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la ocasión y que guardo en el lavamanoslleno de agua, comentamos la partida (elQuemado se deshace en elogios peroaún no reconoce su derrota), bajamosjuntos en el ascensor, nos damos lasbuenas noches en la puerta del hotel…

Justo entonces, cuando el Quemadodesaparece por el Paseo Marítimo, unavoz, junto a mí, me hace pegar un saltode alarma.

Es Frau Else, sentada en lapenumbra, en un rincón de la terrazavacía al que apenas tocan las luces delinterior del hotel y de la calle.

Admito que avancé hacia ellaenojado (conmigo mismo, sobre todo)

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por el susto que acababa de recibir. Alsentarme delante advertí que estaballorando. Su cara, de común llena decolores y vida, lucía una palidezespectral que agravaba el hecho deentreverla a medias cubierta por lagigantesca sombra de un parasol que labrisa nocturna movía acompasadamente.Sin dudarlo cogí sus manos y preguntéqué era lo que la afligía. Como porensalmo en el rostro de Frau Else sedibujó una sonrisa. Usted, siempre tanatento, dijo, olvidando debido a laemoción el tuteo que ya imperaba entrenosotros. Insistí. Era sorprendente larapidez con que Frau Else pasaba de un

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estado de ánimo a otro: en menos de unminuto mudó de sufriente fantasma apreocupada hermana mayor. Queríasaber qué hacía, «pero de verdad, sinartificios», en mi habitación con elQuemado. Quería que prometiera queregresaría pronto a Alemania o que ensu defecto me comunicaríatelefónicamente con los responsables demi trabajo y con Ingeborg. Quería que notrasnochara tanto y que aprovechara lasmañanas para tomar el sol, «el poquitoque nos queda», en la playa. Estásblancucho, me parece que hace meses note miras en un espejo, susurró. En fin,quería que nadara y que comiera bien,

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exhortación, esta última, más biencontraria a sus intereses puesto quecomía en su hotel. Llegado a este puntovolvió a llorar, pero mucho menos,como si todos los consejos dados fueranun baño que la limpiara de su propiodolor, y poco a poco se fue apaciguandoy serenando.

La situación era ideal, no podíapedir más, y el tiempo pasó sin que mediera cuenta. Creo que hubiéramoscontinuado así toda la noche, sentadosfrente a frente, apenas adivinandonuestras miradas, y con su mano entrelas mías, pero todo tiene un fin y éstellegó en la figura del vigilante nocturno,

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que después de buscarme por todo elhotel apareció en la terraza avisandoque tenía una llamada de larga distancia.

Frau Else se levantó con un gesto decansancio y me siguió a través delpasillo vacío hasta la recepción; allíordenó al vigilante que sacara lasúltimas bolsas de basura de la cocina ynos quedamos solos. La sensacióninmediata fue la de estar en una isla,únicamente ella y yo, y el teléfonodescolgado, como un apéndicecanceroso que de buen grado hubieraarrancado y entregado al vigilante comoun objeto más para la basura.

Era Conrad. Al oír su voz sentí una

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gran desilusión pero luego recordé queyo le había pedido que me llamara.

Frau Else se sentó en el otro ladodel mostrador e intentó leer la revistaque el vigilante, supongo, había dejadoolvidada. No pudo. Tampoco habíamucho que leer pues casi todo eranfotos. Con un movimiento mecánico ladejó en la punta del escritorio en unequilibrio más que precario y clavó sumirada en mí. Sus ojos azules tenían latonalidad de un lápiz de niño, un Faberbarato y entrañable.

Sentí deseos de colgar y hacerle elamor allí mismo. Me imaginé, o tal vezlo imagino ahora y es peor,

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arrastrándola hacia su oficina particular,posándola sobre la mesa, desgarrándolela ropa y besándola, subiéndome encimay besándola, apagando todas las lucesotra vez y besándola…

—Ingeborg está bien. Estátrabajando. No tiene intención dellamarte por teléfono pero dice quecuando vuelvas quiere hablar contigo.Me pidió que te saludara —dijo Conrad.

—Bien. Gracias. Era lo que queríasaber.

Con las piernas cruzadas Frau Elsese miraba ahora las puntas de loszapatos y parecía sumergida enpensamientos laboriosos y complicados.

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—Oye, a mí no me ha llegadoninguna carta tuya, ha sido Ingeborg, estatarde, la que me explicó todo. Tal comolo veo no tienes ninguna obligación deestar allí.

—Bueno, Conrad, ya llegará micarta y entonces comprenderás, ahora nopuedo explicarte nada.

—¿Cómo va la partida?—Lo estoy jodiendo vivo —dije,

aunque tal vez la expresión fuera «estámamando toda mi leche», o «le estoyensanchando el culo», o «lo estoyjodiendo a él y a toda su familia», juroque no me acuerdo.

Tal vez dije: lo estoy quemando.

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Frau Else levantó la mirada con unasuavidad que jamás había visto enninguna mujer y me sonrió.

Sentí una especie de escalofrío.—¿No habéis apostado nada?Escuché voces, acaso en alemán, no

lo puedo asegurar, diálogosininteligibles y sonidos decomputadoras, lejos, muy lejos.

—Nada.—Me alegro. Toda la tarde la he

pasado con el temor de que hubierasapostado algo. ¿Recuerdas nuestraconversación de hace un rato?

—Sí, sugerías que era el Demonio.Aún no he perdido la memoria.

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—No te excites. Sólo pienso en tubien, lo sabes.

—Claro.—Me alegro de que no hayas

apostado nada.—¿Qué creías que estaba en juego?

¿Mi alma?Me reí. Frau Else sostuvo en el aire

un brazo bronceado y perfecto, rematadopor una mano de dedos finos y largosque se cerraron sobre la revista delvigilante nocturno. Sólo entonces mepercaté de que era una revistapornográfica. Abrió un cajón y laguardó.

—El Fausto de los Juegos de Guerra

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—rió Conrad como un eco de mi propiarisa rebotada desde Stuttgart.

Sentí una cólera fría que subió desdelos talones, por detrás del cuerpo, hastala nuca y desde allí se disparó haciatodos los rincones de la recepción.

—No tiene gracia —dije, peroConrad no me oyó. Apenas había podidoemitir un hilillo de voz.

—¿Qué? ¿Qué?Frau Else se levantó y se acercó

hasta donde yo estaba. Tan cerca quepensé que sin proponérselo escuchabalos cacareos de Conrad. Puso una manosobre mi cabeza y de inmediato sintió larabia que bullía allí dentro. Pobre Udo,

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susurró; luego, con un gestoaterciopelado, como en cámara lenta,señaló el reloj indicando que debíamarcharse. Pero no lo hizo. Tal vez ladesesperación que vio en mi cara ladetuvo.

—Conrad, no quiero bromas, no lasresisto, es tarde, deberías estar en lacama y no preocuparte por mí.

—Eres mi amigo.—Escucha, pronto el mar vomitará

de una jodida vez lo que quede deCharly. Entonces haré las maletas yvolveré. Para distraerme, mientrasespero, sólo para distraerme y extraerejemplos para mi artículo, juego un

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Tercer Reich; tú harías lo mismo,¿verdad? En cualquier caso sólo estoyponiendo en peligro mi trabajo en laoficina y tú sabes que es una porquería.Yo podría encontrar algo mejor enmenos de un mes. ¿Es así o no es así?Podría dedicarme exclusivamente aescribir ensayos. Puede que salieraganando. Puede que allí estuviera midestino. Vaya, tal vez lo mejor sería queme despidieran.

—Pero ellos no quieren hacerlo.Además sé que te importa la oficina, oal menos tus compañeros de trabajo;cuando estuve allí me enseñaron unapostal que les enviaste.

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—Te equivocas, me importan unpepino.

Conrad sofocó un gemido o eso creíescuchar.

—No es cierto —contraatacó, muyseguro de sí mismo.

—¿Qué demonios quieres? Laverdad, Conrad, a veces no hay quien tesoporte.

—Quiero que recuperes la razón.Frau Else rozó con sus labios mi

mejilla y dijo: es tarde, debo irme. Sentísu aliento tibio en las orejas y en elcuello; un abrazo de araña, mínimo einquietante. Con el rabillo del ojo vi alvigilante nocturno al final del pasillo,

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dócil, aguardando.—Tengo que colgar —dije.—¿Te llamo mañana?—No, no quiero que gastes dinero

inútilmente.—Mi marido me espera —dijo Frau

Else.—No tiene importancia.—Sí que la tiene.—Es incapaz de dormirse sin que yo

haya llegado —dijo Frau Else.—¿Cómo va la partida? ¿Dices que

ya es otoño del 40? ¿Has invadido laURSS?

—¡Sí! ¡Guerra relámpago en todoslos frentes! ¡No es rival para mí!

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Mierda, por algo soy el campeón, ¿no?—Correcto, correcto… Y yo deseo

con todo mi corazón que ganes… ¿Cómoestán los ingleses?

—Suéltame la mano —dijo FrauElse.

—Tengo que colgar, Conrad, losingleses pasando apuros, como siempre.

—¿Y tu artículo? Supongo que bien.Recuerda que lo ideal es que estépublicado antes de que llegue RexDouglas.

—Al menos estará escrito. A Rex leva a encantar.

Dando un tirón Frau Else intentóliberar su mano.

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—No seas infantil, Udo; ¿y si ahoraapareciera mi marido?

Cubrí el teléfono para que Conradno escuchara y dije:

—Tu marido está en la cama.Sospecho que ése es su lugar favorito. Ysi no está en la cama debe estar en laplaya. Ése es otro de sus lugaresfavoritos, sobre todo cuando anochece.Sin mencionar las habitaciones de losclientes. En realidad tu marido se lasarregla para estar en todas partes; no meextrañaría que ahora mismo estuvieraespiándonos, allí, escondido detrás delvigilante. No tiene las espaldas anchaspero creo que tu marido es delgado.

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La mirada de Frau Elseinstantáneamente se dirigió hacia el finaldel pasillo. El vigilante esperaba,apoyado con un hombro en la pared. Enlos ojos de Frau Else percibí un brillode esperanza.

—Estás loco —dijo cuandocomprobó que no había nadie, antes deque la atrajera hacia mí y la besara.

Primero con violencia y luego conlasitud no sé cuánto rato estuvimosbesándonos. Sé que hubiéramos podidocontinuar pero recordé que Conradestaba al teléfono y que el tiempo corríaen contra de su bolsillo. Al llevarme elauricular a la oreja escuché el

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hormigueo de miles de líneasentrecruzadas y después el vacío.Conrad había colgado.

—Ya no está —dije, e intentéarrastrar a Frau Else conmigo hacia elascensor.

—No, Udo, buenas noches —merechazó con una sonrisa forzada.

Insistí en que me acompañara, laverdad es que sin mucha convicción.Con un gesto que en su momento nocomprendí, un gesto seco y autoritario,Frau Else hizo que el vigilante nocturnose interpusiera entre nosotros. Entonces,con otro tono de voz, volvió a darme lasbuenas noches y desapareció… ¡en

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dirección a la cocina!—Qué mujer —dije al vigilante.Éste se metió detrás del mostrador y

buscó su revista porno en los cajonesdel escritorio. Lo observé en silenciohasta que la tuvo entre sus manos yprocedió a sentarse en el sillón de cuerode la recepción. Suspiré, con los codossobre el mostrador, y pregunté siquedaban muchos turistas en el Del Mar.Muchos, respondió sin mirarme. Encimadel anaquel de llaves había un espejo degrandes dimensiones, alargado, con unmarco dorado y grueso que parecíasacado de una tienda de antigüedades.Sobre el azogue brillaban las luces del

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pasillo y en su parte inferior se reflejabala nuca del vigilante. Sentí una especiede malestar en el estómago alcomprobar que, por el contrario, miimagen no aparecía. Lentamente, conalgo de miedo, me moví hacia laizquierda, sin separarme del mostrador.El vigilante me miró y tras vacilarpreguntó por qué le decía «esas cosas» aFrau Else.

—No es algo que te incumba —dije.—Eso es verdad —sonrió—, pero

no me gusta verla sufrir, ella es muybuena con nosotros.

—¿Qué te hace pensar que sufre? —dije sin dejar de deslizarme hacia la

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izquierda. Tenía las manos cubiertas detranspiración.

—No sé… La forma como usted latrata…

—Yo le tengo mucho cariño yrespeto —aseguré mientraspaulatinamente mi imagen ibaapareciendo en el espejo, y aunque loque veía era más bien desagradable(ropa arrugada, mejillas encendidas,pelo despeinado) no por ello dejaba deser yo, vivo y tangible. Un miedoestúpido, lo reconozco.

El vigilante se encogió de hombros ehizo ademán de volver a concentrarse ensu revista. Sentí alivio y un profundo

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cansancio.—Ese espejo… ¿tiene truco?—¿Cómo?—El espejo; hace un momento

estaba frente a él y no me veía. Sóloahora, de lado, puedo reflejarme. Encambio tú, que estás debajo, sí que teves.

El vigilante torció la cabeza, sinlevantarse del sillón, y se miró en elespejo. Una mueca de mono: se veía yno se gustaba y eso le parecía gracioso.

—Está un poco inclinado, pero no esun espejo falso; mire, aquí hay pared,¿lo ve? —Sonriendo, levantó el espejo ytocó la pared como si sobara un cuerpo.

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Durante un rato estuve meditando elasunto en silencio. Luego, tras titubear,dije:

—Vamos a ver. Ponte aquí —señalando el sitio exacto donde antes nome reflejaba.

El vigilante salió y se colocó dondele ordené.

—No me veo —reconoció—, peroes porque no estoy enfrente.

—Sí que estás enfrente, mierda —dije, poniéndome detrás de él yencarándolo con el espejo.

Por encima de su hombro tuve unavisión que me aceleró el pulso: oíanuestras voces pero no veía los cuerpos.

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Los objetos del pasillo, una butaca, unjarrón, las luces indirectas que surgíande los vértices del techo y las paredes,reflejados en el espejo brillaban conintensidad superior que en el pasilloreal que había a mis espaldas. Elvigilante soltó una risilla compulsiva.

—Déjeme, déjeme, se lo voy aprobar.

Sin pretenderlo lo teníainmovilizado con una especie de llavede lucha libre. Parecía débil y asustado.Lo solté. De un salto el vigilante semetió detrás del mostrador y me indicóla pared del espejo.

—Está torcida. Tor-ci-da. No es

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recta, venga, adelante, compruébelo.Cuando me introduje por el hueco

del mostrador mi ecuanimidad yprudencia giraban como aspas de unmolino enloquecido; creo que ibadispuesto a torcerle el cuello al pobretipo; entonces, como si de improvisodespertara a otra realidad, el aroma deFrau Else me envolvió. Todo eradistinto, me atrevería a decir que fuerade las leyes físicas, y allí olía a ellaaunque el rectángulo de la recepción noestuviera aislado del ancho y, por el día,transitado pasillo. La marca del pasosereno de Frau Else se conservaba y esoera suficiente para calmarme.

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Tras un somero estudio supe que elvigilante tenía razón. La pared sobre laque estaba el espejo no corría paralelaal mostrador.

Suspiré y me dejé caer en el sillónde cuero.

—Qué blanco —dijo el vigilante,seguramente refiriéndose a mi palidez, ycomenzó a abanicarme calmosamentecon la revista pornográfica.

—Gracias —dije.Al cabo de unos minutos

interminables me levanté y subí a lahabitación.

Tenía frío, así que me puse un suétery después abrí las ventanas. Desde el

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balcón se podían contemplar las lucesdel puerto. Un espectáculo sedante.Ambos, el puerto y yo, temblamos alunísono. No hay estrellas. La playaparece la boca de un lobo. Estoycansado y no sé cuándo podré quedarmedormido.

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8 de septiembre

Invierno del 40. La regla «PrimerInvierno Ruso» debe jugarse cuando elEjército alemán ha penetrado enprofundidad en la Unión Soviética de talmanera que su posición, junto con elclima adverso, favorezca elcontraataque decisivo, capaz de romperel equilibrio del frente y propiciarpinzas y bolsas; en una palabra: elcontraataque que obliga a retroceder alEjército alemán. Para ello, no obstante,es imprescindible que el Ejércitosoviético cuente con suficientes reservas

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(no necesariamente reservas blindadas)para llevar a cabo dicho contraataque.Es decir, en lo que atañe al Ejércitosoviético, jugar la regla «PrimerInvierno Ruso» con probabilidades deéxito significa haber mantenido en elsegmento de Creación de Unidades delOtoño una reserva de al menos 12factores de fuerza disponibles a lo largodel frente. En lo que respecta al Ejércitoalemán, jugar la regla «Primer InviernoRuso» con un porcentaje elevado deseguridad implica algo decisivo en laguerra en el Este y que anula cualquierprecaución rusa: la destrucción, en todosy cada uno de los turnos anteriores, del

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máximo número de factores de fuerzasoviéticos, de esta manera la regla«Primer Invierno Ruso» se convierte enalgo inocuo que en el peor de los casos,para el Ejército alemán, constituye undescenso en la progresión hacia elinterior de Rusia, y en el soviéticorepresenta un cambio instantáneo en elorden de prioridades: ya no buscaráchocar sino que retrocederá, dejandoamplios espacios al Ejército enemigo enun desesperado intento de rehacer sufrente.

Por lo demás el Quemado no sabejugar la regla (ciertamente no porque yono se la explicara) y de sus movimientos

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lo menos que se puede decir es que sonconfusos: en el norte contraataca(apenas mella a mis unidades) y en elsur retrocede. Al final del turno puedoestablecer el frente en la línea másventajosa posible, en los hexágonosE42, F41, H42, Vitebsk, Smolensk, K43,Briansk, Orel, Kursk, M45, N45, 045,P44, Q44, Rostov y en los accesos deCrimea.

En el Frente Mediterráneo eldesastre inglés es absoluto. Con la caídade Gibraltar (sin demasiadas pérdidaspropias) el Ejército inglés de Egiptoqueda atrapado en una ratonera. Nisiquiera es necesario atacarlo: la falta

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de abastecimiento, o mejor dicho laextensión de la línea de abastecimiento,que deberá seguir la ruta Puerto Inglés-Sudáfrica-Golfo de Suez, garantiza suineficacia. De hecho el Mediterráneo,excepto el Ejército de Egipto y uncuerpo de infantería que guarnicionaMalta, ya es mío. Ahora la Flota italianatiene el paso libre hacia el Atlántico, endonde se unirá a la Flota de Guerraalemana. Con ella y con los pocoscuerpos de infantería estacionados enFrancia ya puedo empezar a pensar en eldesembarco en Gran Bretaña.

Bullen los planes en el Alto EstadoMayor: invadir Turquía, penetrar en el

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Cáucaso por el sur (si para entonces aúnno está conquistado) y atacar a los rusospor la retaguardia, amén de asegurarMaikop y Grozny. Planes de cortoalcance: trasladar en elRedesplazamiento Estratégico elmáximo número de factores de la flotasaéreas destacadas en Rusia para apoyarel desembarco en Gran Bretaña. Yplanes de largo alcance, como porejemplo calcular la línea que el Ejércitoalemán ocupará en Rusia para laprimavera del 42.

Es la aniquilación, la victoria de misarmas. Apenas había hablado hastaentonces. El próximo turno puede ser

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demoledor, dije.—Puede —responde el Quemado.Su sonrisa indica que cree lo

contrario. Sus movimientos alrededor dela mesa, entrando y saliendo del ladoiluminado de la habitación, se asemejana los de un gorila. Sereno, confiado, ¿aquién espera que le salve de la derrota?¿A los americanos? Cuando éstos entrenen la guerra probablemente la totalidadde Europa esté controlada porAlemania. Tal vez, en el Frente Este, loque quede del Ejército Rojo aún lucheen los Urales, nada importante, en todocaso.

¿El Quemado piensa jugar hasta el

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final? Me temo que sí. Es lo quellamamos un jugador-mula. Una vez meenfrenté con un espécimen de esta clase.El juego era Nato - The Next War inEurope y mi contrincante llevaba a lastropas del Pacto de Varsovia. Comenzóganando pero le frené poco antes de quellegara a la Cuenca del Ruhr. A partir deese momento mi aviación y el EjércitoFederal lo machacaron y se vioclaramente que no podría ganar el juego.Pese a que los amigos reunidosalrededor le pidieron que abandonara, élsiguió. La partida carecía de todaemoción. Al final, ya vencedor, lepregunté por qué no había abandonado si

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hasta para él (un imbécil) era obvia suderrota. Con frialdad confesó queesperaba que yo, cansado de SUtestarudez, lo rematara con un AtaqueNuclear, y así tener un cincuenta porciento de probabilidades de que eliniciador del holocausto atómicoperdiera el juego.

Esperanza absurda. No por nada soyel Campeón. Sé esperar y armarme depaciencia.

¿Es eso lo que aguarda el Quemadoantes de rendirse?

No hay armas atómicas en el TercerReich. ¿Qué espera, entonces? ¿Cuál essu arma secreta?

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9 de septiembre

Con Frau Else en el comedor:—¿Qué hiciste ayer?—Nada.—¿Cómo que nada? Estuve

buscándote como una loca y no te vi entodo el día. ¿Dónde estuviste metido?

—En mi habitación.—También te busqué allí.—¿A qué hora?—No recuerdo, a las cinco de la

tarde y luego a las ocho o nueve de lanoche.

—Es extraño. ¡Creo que ya había

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llegado!—No me mientas.—Bueno, llegué poco después. Salí

a dar un paseo en coche; comí en elpueblo vecino, en una casa de campo.Necesitaba estar solo y pensar. Tenéisbuenos restaurantes en la zona.

—¿Y luego?—Cogí el coche y volví. Manejando

lentamente.—¿Nada más?—¿Qué quieres decir?—Es una pregunta. Quiere decir si

hiciste algo más que pasear y comerfuera.

—No. Llegué al hotel y me encerré

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en la habitación.—La recepcionista dice que no te

vio llegar. Estoy preocupada por ti.Creo que me siento responsable. Tengomiedo de que te ocurra algo malo.

—Sé cuidarme solo. Además, ¿quépodría pasarme?

—Algo malo… A veces tengopresentimientos… Una pesadilla…

—¿Te refieres a terminar igual queCharly? Primero debería practicar elwindsurf. Entre nosotros, me parece undeporte de tarados. Pobre Charly, en elfondo le estoy agradecido, si no hubieramuerto de forma tan imbécil yo ya noestaría aquí.

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—En tu lugar yo volvería a Stuttgarty haría las paces con… la pequeña, tunovia. ¡Ahora mismo! ¡Inmediatamente!

—Pero tú quieres que me quede; loestoy viendo.

—Me asustas. Actúas como un niñoirresponsable. No sé si eres capaz deverlo todo o si estás ciego. No me hagascaso, estoy nerviosa. Es el final delverano. Por regla general soy una mujerbastante equilibrada.

—Ya lo sé. Y muy hermosa.—No digas eso.—Ayer hubiera preferido quedarme

contigo, pero yo tampoco te encontré. Elhotel me ahogaba, rebosante de

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jubilados, y necesitaba pensar.—Y luego estuviste con el

Quemado.—Ayer. Sí.—Subió a tu habitación. Vi el juego.

Estaba preparado.—Subió conmigo. Siempre lo espero

en la puerta del hotel. Por seguridad.—¿Y eso fue todo? Subió contigo y

no volvió a salir hasta ¿pasada lamedianoche?

—Más o menos. Un poco más tarde,tal vez.

—¿Qué hiciste durante todo esetiempo? No me digas que jugar.

—Pues sí.

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—Cuesta creerlo.—Si de verdad estuviste en mi

habitación tienes que haber visto eltablero. El juego está desplegado.

—Lo vi. Un mapa extraño. No megusta. Huele mal.

—¿El mapa o la habitación?—El mapa. Y las fichas. En realidad

todo huele mal en tu cuarto. ¿Es quenadie se atreve a entrar y hacer el aseo?No. Tal vez tu amigo sea el responsable.Puede que las quemaduras desprendanesa fetidez.

—No seas ridícula. El mal olorviene de la calle. Vuestras alcantarillasno están hechas para la temporada de

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verano. Ingeborg ya lo decía, a partir delas siete de la tarde las calles apestan.¡El perfume proviene de las alcantarillasatiborradas!

—De la Depuradora Municipal. Sí,es posible. De todas maneras no megusta que subas con el Quemado a tuhabitación. ¿Sabes lo que se diría de mihotel si algún turista te viera escabullirtepor los pasillos con esa molechamuscada? No me importa que losempleados murmuren. Otra cosa son losclientes, a ésos hay que cuidarlos. Nopuedo jugar con la reputación del hotelsólo porque te aburres.

—No me aburro, al contrario. Si

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prefieres puedo bajar el tablero einstalarme en el restaurante. Claro queallí todos verían al Quemado y eso nosería buena publicidad. Además creoque perdería algo de concentración. Nome gusta jugar delante de demasiadagente.

—¿Crees que te tomarían por loco?—Bueno, ellos se pasan las tardes

jugando a las cartas. por supuesto mijuego es más complicado. Exige unamente fría, especulativa y arriesgada. Esdifícil llegar a dominarlo, cada pocosmeses se le añaden nuevas reglas yvariantes. Se escribe sobre él. Tú no loentenderías. Quiero decir que no

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entenderías la dedicación.—¿El Quemado reúne esas

cualidades?—Me parece que sí. Es frío y

arriesgado. Especulativo, no tanto.—Lo sospechaba. Supongo que por

dentro debe ser bastante parecido a ti.—No lo creo. Yo soy más alegre.—No veo qué tiene de alegre

encerrarse en una habitación durantehoras cuando podrías estar en unadiscoteca o leyendo en la terraza oviendo la tele. La idea de que tú y elQuemado vagabundeáis por mi hotel mepone los nervios de punta. No consigoimaginaros quietos en la habitación.

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¡Siempre os movéis!—Movemos las fichas. Y hacemos

cálculos matemáticos…—Mientras tanto la reputación

familiar de mi hotel se pudre como elcuerpo de tu amigo.

—¿Se pudre como el cuerpo de quéamigo?

—El ahogado, Charly.—Ah, Charly. ¿Tu marido qué opina

de todo esto?—Mi marido está enfermo y si se

enterara te sacaría a puntapiés del hotel.—Yo creo que ya lo sabe. Vaya,

estoy seguro; buena pieza es tu marido.—Mi marido se moriría.

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—Concretamente, ¿qué tiene? Esbastante mayor que tú, ¿no? Y esdelgado y alto. Y tiene poco pelo, ¿no?

—No me gusta que hables de esamanera.

—Es que yo creo que he visto a tumarido.

—Recuerdo que tus padres loquerían mucho.

—No, me refiero a esta temporada.Hace poco. Cuando se suponía queestaba acostado, con calenturas y cosasasí.

—¿Por la noche?—Sí.—¿En pijama?

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—Yo diría que llevaba una bata.—No puede ser. Una bata de qué

color.—Negra. O rojo oscuro.—A veces se levanta y da una vuelta

por el hotel. Por la zona de cocinas yservicios. Siempre está pendiente de lacalidad y de que todo esté limpio.

—No lo vi en el hotel.—Entonces no viste a mi marido.—¿Él sabe que tú y yo…?—Por supuesto, siempre nos

contamos todo… Lo nuestro es sólo unjuego, Udo, y me parece que va siendohora de terminarlo. Puede resultar tanobsesivo como el que juegas con el

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Quemado. A propósito, ¿cómo se llama?—¿El Quemado?—No, el juego.—Tercer Reich.—Qué nombre más horrible.—Depende…—¿Y quién va ganando? ¿Tú?—Alemania.—¿Tú con qué país juegas? Con

Alemania, claro.—Con Alemania, claro, tonta.

Primavera del 41. El nombre delQuemado no lo sé. Ni me importa. Comotampoco me importa ahora su

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nacionalidad. De dónde sea, da lomismo. Conoce al marido de Frau Else yeso sí que es importante; dota alQuemado de una capacidad demovimiento insospechada; no sólo secodea con el Lobo y el Cordero sino quetambién está inclinado a la conversaciónmás elaborada (es de suponer) delmarido de Frau Else. No obstante, ¿porqué hablan en la playa, en plena noche,como dos conspiradores, en lugar dehacerlo en el hotel? El escenario es máspropio de un complot que de unaconversación distendida. ¿Y de quéhablan? El tema de sus encuentros, nome cabe la menor duda, soy yo. Así, el

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marido de Frau Else sabe de mí por dosconductos: el Quemado le cuenta lapartida y su mujer le cuenta nuestro flirt.Mi situación frente a él es desventajosa,yo no sé nada, excepto que está enfermo.Pero intuyo algunas cosas. Desea que memarche; desea que pierda la partida;desea que no me acueste con su mujer.La ofensiva en el Este prosigue. La cuñablindada (cuatro cuerpos) choca yrompe el frente ruso en Smolensk, paraluego atenazar Moscú, que cae en unCombate de Explotación. En el surconquisto Sebastopol tras una batallasangrienta y desde Rostov-Kharkovavanzo hasta la línea Elista-Don. El

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Ejército Rojo contraataca a lo largo dela línea Kalinin-Moscú-Tula, peroconsigo rechazarlo. La pérdida deMoscú conlleva la ganancia por partealemana de 10 BRP —esto con lavariante Beyma; con la antigua reglahubiera ganado 15 y puesto al Quemadono ya al borde del colapso sino en elcolapso mismo. De todas maneras laspérdidas rusas son cuantiosas: a losBRP de la Opción Ofensiva paraintentar recuperar Moscú hay que añadirlos Ejércitos que caen en el empeño ypara los cuales apenas hay BRPdisponibles que garanticen un prontoreemplazo. En total, sólo en el sector

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central del frente, el Quemado haperdido más de 50 BRP. La situación enla dirección de Leningrado noexperimenta cambios; la línea quedaestablecida en Tallin y en los hexágonosG42, G43 Y G44. (Preguntas que no lehago al Quemado pero que me gustaríahacerle: ¿el marido de Frau Else lovisita todas las noches? ¿Qué sabe éstede juegos de guerra? ¿El marido de FrauElse ha usado la llave maestra del hotelpara entrar a husmear en mi habitación?Ojo: esparcir algo de talco —no tengo— en la entrada; cualquier objeto quedelate intrusiones. ¿El marido de FrauElse, por casualidad, es un aficionado?

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¿Y de qué demonios está enfermo?¿Sida?). En el Frente Oeste laOperación León Marino es llevada acabo con éxito. La segunda fase,invasión y conquista de la isla, serealizará en verano. Por ahora lo másdifícil ya está hecho: una cabeza deplaya en Inglaterra, protegida por unapotente fuerza aérea estacionada enNormandía. Como era previsible la flotainglesa consiguió interceptarme en elCanal; tras un largo combate en el cualempeñé toda la flota alemana, parte dela italiana y más de la mitad de miaviación, conseguí desembarcar en elhexágono L21. He reservado, tal vez con

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excesiva prudencia, mi cuerpoparacaidista, por lo que la cabeza deplaya no es todo lo fluida que quisiera(imposible hacer SR en dirección aella), pero aun así la posición esfavorable. Al final del turno loshexágonos ocupados por el Ejércitobritánico son los siguientes: el 5º y el12º cuerpos de infantería en Londres; el13º cuerpo blindado en Southampton-Portsmouth; el 2º cuerpo de infantería enBirmingham; cinco factores aéreos enManchester-Sheffield; y unidades dereemplazo en Rosyth, J25, L23 yPlymouth. Las pobres tropas inglesasavistan a mis unidades (el 4º y 10º

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cuerpos de infantería) desde sus dunas-hexágonos, sus trincheras-hexágonos, yno se mueven. Lo tantas veces esperadoha ocurrido. Un puente de parálisis seextiende a lo largo de las fichas hastaterminar entre los dedos del Quemado;¡el 7º Ejército desembarcando enInglaterra! Intenté contener la risa perono pude. El Quemado no se lo tomó amal. ¡Muy bien planeado!, reconoce,aunque en el tono advierto un rescoldode burla. En honor a la verdad debodecir que es un contrincante que nopierde la calma; juega, absorto, como sila tristeza de una verdadera guerra sehubiera apoderado de él. Finalmente,

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algo curioso a tener en cuenta: antes deque el Quemado se marchara salí albalcón a respirar aire puro, ¿y a quién vien el Paseo Marítimo hablando con elLobo y el Cordero, eso sí, escoltada porel vigilante del hotel? A Frau Else.

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10 de septiembre

Hoy, a las diez de la mañana, medespertó una llamada telefónica y supela noticia. Habían encontrado el cuerpode Charly y deseaban que me presentaraen las dependencias de la policía paraidentificarlo. Poco después, mientrasdesayunaba, apareció el gerente delCosta Brava, radiante y excitado.

—¡Por fin! Tenemos que ir enhorario hábil; el cuerpo parte hoy mismopara Alemania. Acabo de hablar con elconsulado de su país. Debo reconocerque es gente eficiente.

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A las doce llegamos a un edificio enlas afueras del pueblo en nada semejanteal del sueño de días pasados, en dondenos esperaban un joven de la Cruz Rojay el delegado de la Comandancia deMarina, a quien ya conocía. En elinterior, en una sala de espera sucia ymaloliente, el funcionario alemán sededicaba a leer prensa española.

—Udo Berger, el amigo del difunto—hizo la presentación el gerente delCosta Brava.

El funcionario se levantó, me tendióla mano y preguntó si podíamosproceder a la identificación.

—Hay que esperar a la policía —

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explicó el señor Pere.—¿Pero no estamos en el cuartel de

la policía? —dijo el funcionario.El señor Pere hizo un signo

afirmativo y se encogió de hombros. Elfuncionario volvió a sentarse. Al pocotiempo todos los demás —quehablábamos en corro y a murmullos— loimitamos.

Una media hora después aparecieronlos policías. Eran tres y parecían notener idea sobre el motivo de nuestraespera. Otra vez fue el gerente del CostaBrava quien se dedicó a hilvanar unaexplicación, tras la cual nos hicieronseguirlos a través de pasillos y

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escaleras hasta llegar a una sala blancay rectangular, subterránea, o eso mepareció, en donde encontramos elcadáver de Charly.

—¿Es él?—Sí, es él —dije yo, el señor Pere,

todos.

Con Frau Else en la azotea:—¿Éste es tu refugio? La vista es

hermosa. Puedes sentirte la reina delpueblo.

—No me siento nada.—En realidad es mejor ahora que en

agosto. Menos crudo. Si el sitio fuera

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mío creo que subiría tiestos con plantas;un toque de verde. Así resultaría másacogedor.

—No quiero sentirme acogida. Megusta tal como está. Además no es mirefugio.

—Ya lo sé, es el único lugar dondepuedes estar sola.

—Ni siquiera eso.—Bueno, yo te seguí porque

necesitaba conversar contigo.—Yo no, Udo. No ahora. Más tarde,

si quieres, bajaré a tu habitación.—¿Y haremos el amor?—Eso nunca se sabe.—Pero es que tú y yo no lo hemos

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hecho nunca. Nos besamos y nosbesamos y todavía no nos decidimos ameternos en la cama. ¡Nuestrocomportamiento es infantil!

—No deberías preocuparte por eso.Llegará cuando se den las condiciones.

—¿Y qué condiciones son ésas?—Atracción, amistad, deseos de

dejar algo que no se olvide. Todoespontáneamente.

—Yo me iría a la cama deinmediato. El tiempo vuela, ¿no tehabías dado cuenta?

—Ahora deseo estar sola, Udo.Además tengo un poco de miedo dedepender emocionalmente de una

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persona como tú. A veces creo que eresun irresponsable y otras veces creo todolo contrario. Te veo como un ser trágico.En el fondo debes ser bastantedesequilibrado.

—Crees que todavía soy un niño …—Idiota, ni siquiera me acuerdo de

cuando eras niño, ¿lo fuiste alguna vez?—¿De veras no te acuerdas?—Por supuesto. Tengo una vaga idea

de tus padres y nada más. El recuerdoque guardas de los turistas es distintoque el recuerdo de la gente normal. Soncomo trozos de películas, no, películasno, fotos, retratos, miles de retratos ytodos vacíos.

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—No sé si la cursilada que hasdicho me alivia o me aterroriza… Ayerpor la noche, mientras jugaba con elQuemado, te vi. Estabas con el Lobo yel Cordero. ¿Para ti ellos son gentenormal que te dejará un recuerdo normaly no vacío?

—Preguntaban por ti. Les dije que sefueran.

—Bien hecho. ¿Por qué tardastetanto?

—Hablamos de otras cosas.—¿De qué cosas? ¿De mí? ¿De lo

que estaba haciendo?—Hablamos de cosas que no te

importan. No de ti.

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—No sé si creerte, pero gracias detodas maneras. No me hubiera gustadoque subieran a molestarme.

—¿Qué eres? ¿Sólo un jugador dewargames?

—Claro que no. Soy una personajoven que procura divertirse… de unaforma sana. Y soy un alemán.

—¿Y qué es ser un alemán?—No lo sé con exactitud. Es, por

descontado, algo difícil. Algo quehemos olvidado paulatinamente.

—¿Yo también?—Todos. Aunque tal vez tú un poco

menos.—Eso debería halagarme, supongo.

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Por la tarde estuve en el Rincón delos Andaluces. Con la marcha de losturistas el bar recobra poco a poco suverdadero carácter siniestro. El sueloestá sucio, pegajoso, lleno de colillas yservilletas, y sobre la barra seamontonan platos, tazas, botellas, restosde bocadillos, todo revuelto en unapeculiar atmósfera de desolación y paz.Los muchachos españoles siguenpegados al video y sentado en una mesajunto a ellos el patrón lee un periódicodeportivo; por supuesto todos saben queel cuerpo de Charly ha sido encontradoy aunque en los primeros minutos

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guardan una cierta distancia respetuosapronto el patrón se acerca sin máspreámbulos a darme las condolencias:«La vida es corta», dice mientras mesirve el café con leche y se instala a milado. Sorprendido, respondo con unavaguedad. «Ahora te irás a casa y todovolverá a empezar». Asentí con lacabeza; los demás comenzaron a fingirque veían el video pero en realidadestaban atentos a las palabras que yodijera. Apoyada detrás de la barra, conuna mano en la frente, una mujer mayorno me quitaba los ojos de encima. «Tunovia debe estar esperándote. La vidasigue y hay que vivirla lo mejor

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posible». Pregunté quién era la mujer. Elpatrón sonrió. «Es mi madre. La pobreno se entera de nada. No le gusta queacabe el verano». Señalé su juventud.«Sí, me tuvo a los quince años. Soy elmayor de diez hermanos. La pobre estámuy estropeada». Dije que seconservaba muy bien. «Trabaja en lacocina. Todo el día está haciendobocadillos, judías con butifarra, paellas,patatas fritas con huevos fritos, pizzas».Tendré que venir a probar la paella,dije. El patrón parpadeó, tenía los ojosllorosos. El próximo verano, añadí. «Yano es lo que era», dijo lúgubremente.«Tan sabrosas como antes, ni soñado».

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¿Como antes de qué? «Del paso de losaños». Ah, dije, es normal, tal vez ustedestá demasiado acostumbrado y ya no leencuentra el gusto. «Puede ser». Lamujer, en la misma postura, hizo unpuchero que lo mismo podía estardirigido a mí que ser un comentariosobre el tiempo y la vida. Detrás de suarrugada y triste sonrisa creí adivinaruna especie de entusiasmo feroz. Elpatrón pareció meditar un instante yluego, con evidente esfuerzo, se levantóy me ofreció una copa, «invitación de lacasa», a lo cual me negué pues aún nohabía terminado el café con leche. Alpasar junto a la barra el patrón se volvió

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y al tiempo que me miraba besó a sumadre en la frente. Regresó con unacopa de coñac en la mano ynotoriamente más animado. Pregunté quéhabía sido del Lobo y el Cordero.Andan buscando trabajo. De qué, no losabía, cualquier cosa, en la construccióno donde fuera. El tema no era de suagrado. Espero que encuentren algo queles guste, dije. No lo creía. Él habíaempleado al Lobo un par de temporadasatrás y no recordaba un camarero peor.Sólo duró un mes. «De todas maneras esmejor buscar un trabajo, aunque nadietenga intención de dártelo, que aburrirtecomo un cerdo». Estuve de acuerdo, era

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preferible. Por lo menos era una actitudmás positiva. «Ahora que te vas el quese va a aburrir como un perro es elQuemado». (¿Por qué perro y no cerdo?El patrón sabía marcar las diferencias).Somos buenos amigos, dije, aunque nocreía que fuera para tanto. «No merefiero a eso», los ojos del patrónchispearon, «sino al juego». Lo observésin decir nada, el infeliz tenía las manosdebajo de la mesa y se movía como si seestuviera masturbando. Fuera lo quefuera, la situación le divertía. «Tu juego;el Quemado está entusiasmado con él.Nunca lo había visto tan interesado poralgo». Me aclaré la voz y dije que sí. La

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verdad es que estaba sorprendido de queel Quemado anduviera por allí contandonuestra partida. Los muchachos delvideo miraban de reojo, con un disimulodecreciente, en dirección a mi mesa.Tuve la sensación de que esperaban,amenazadores, a que sucediera algo. «ElQuemado es un chico inteligente aunqueapocado; por las quemaduras, claro», lavoz del patrón se convirtió en unmurmullo apenas audible. En el otroextremo, su madre o lo que fuera volvióa obsequiarme con una sonrisa feroz. Esnatural, dije. «Tu juego es una especiede ajedrez, un deporte, ¿no?». Algosemejante. «De guerra, de la Segunda

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Guerra Mundial, ¿no?». Sí, así es. «Y elQuemado está perdiendo o al menos esoes lo que crees, ¿no?, porque todo esconfuso». En efecto. «Bueno, la partidaquedará inacabada; mejor así». Preguntépor qué creía que era mejor que lapartida no terminara. «¡Porhumanidad!». El patrón dio un respingoy acto seguido sonriótranquilizadoramente. «Yo en tu lugar nome metería con él». Preferí optar por unsilencio expectante. «Creo que no legustan los alemanes». A Charly legustaba el Quemado, recordé, yaseguraba que era una simpatía mutua. Otal vez fuera Hanna la que dijo eso. De

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pronto me sentí deprimido y con ganasde volver al Del Mar, hacer las maletasy largarme inmediatamente. «Lasquemaduras, ¿sabes?, se las hicieron apropósito, no fue ningún accidente».¿Alemanes? ¿Por eso no le gustaban losalemanes? El patrón, encogido sobre símismo, con la barbilla casi rozando lasuperficie de plástico rojo de la mesa,dijo «el bando alemán» y comprendí quese refería al juego, al Tercer Reich. ElQuemado debe estar loco, exclamé.Como respuesta sentí físicamente lasmiradas de odio de todos los queestaban junto al video. Era sólo unjuego, sin más, y el hombre hablaba

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como si existieran fichas de la Gestapo(ja ja) dispuestas a saltar sobre la caradel jugador aliado. «No me gusta verlosufrir». No sufre, dije, se divierte. ¡Ypiensa! «Eso es lo peor, ese chicopiensa demasiado». La mujer de la barramovió la cabeza de un lado para otro yluego se metió un dedo en la oreja.Pensé en Ingeborg. ¿En aquel sitio sucioy maloliente habíamos estado bebiendoy hablando de nuestro amor? No es deextrañar que se cansara de mí. Mi pobrey lejana Ingeborg. La desgracia, loirremediable, impregnaba cada rincóndel bar. El patrón hizo una mueca con ellado izquierdo del rostro: la mejilla se

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erizó y subió hasta taparle el ojo. Noalabé su destreza. El patrón no parecióofenderse, en el fondo estaba de unhumor excelente. «Los nazis», dijo. «Losverdaderos soldados nazis que andansueltos por el mundo». Ahá, dije.Encendí un cigarrillo, todo aquello pocoa poco iba tomando un airedecididamente sobrenatural. ¿Así puescorría la historia de que eran nazisquienes lo habían quemado? ¿Y dóndehabía sucedido esto, cuándo y por qué?El patrón me miró con aire desuperioridad antes de responder que elQuemado, en un tiempo remoto eimpreciso, ejerció el oficio de soldado,

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«una especie de soldado luchando a ladesesperada». Infantería, aclaré. Actoseguido, con una sonrisa en los labios,pregunté si el Quemado era judío o ruso,pero el patrón no está para estassutilezas. Dice: «Con él nadie se atreve,se les encoge el alma sólo de pensarlo(debe referirse a los gamberros delRincón de los Andaluces), ¿tú, porejemplo, le has tocado alguna vez losbrazos?». No, yo no. «Yo sí», dice elpatrón con voz sepulcral. Y luegoañade: «El verano pasado trabajó aquí,en la cocina, por propia iniciativa, parano hacerme perder clientes, ya se sabeque a los turistas no les gusta una cara

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así, menos cuando están bebiendo». Dijeque sobre eso habría mucho que hablar;hay gustos para todos, es bien sabido. Elpatrón negó con la cabeza. Los ojos lebrillaban con una luz maligna. Nuncamás volveré a pisar este antro, pensé.«Me hubiera gustado que siguieraconmigo, lo aprecio de verdad, por esome alegro de que el juego termine entablas, no quisiera verlo metido enproblemas». A qué clase de problema serefería, pregunté. El patrón, como siadmirara el paisaje, contempló largorato a su madre, su barra, sus estanteríasllenas de botellas polvorientas, susafiches de clubes de fútbol. «El peor

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problema es cuando uno es incapaz decumplir una promesa», dijo pensativo.¿Qué clase de promesa? La luz quehabía en los ojos del patrón se apagó degolpe. Admito que por un instante temíque se echara a llorar. Estabaequivocado, el muy cazurro se reía yesperaba, como un gato viejo, gordo yperverso. ¿Es algo relacionado con miamigo muerto?, avancé con mesura.¿Con la mujer de mi amigo muerto? Elpatrón se llevó una mano a la barriga yexclamó: «Ay, no lo sé, de verdad queno lo sé, pero me estoy partiendo». Noentendí el significado de lo quepretendió decir y callé. Pronto debería

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reunirme con el Quemado en la puertadel hotel y la perspectiva, por primeravez, me causaba cierta inquietud. En labarra, tenuemente iluminada por unaslámparas amarillas que colgaban deltecho, ya no estaba la mujer. Ustedconoce al Quemado, dígame cómo es.«Imposible, imposible», murmuró elpatrón. Por las ventanas semicerradasempezó a colarse la noche y la humedad.Afuera, en la terraza, ya sólo quedabansombras atravesadas de tanto en tantopor faros de coches que salían del Paseohacia el interior del pueblo. Conmelancolía, me imaginé a mí mismobuscando la carretera bien disimulada

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que conducía a Francia, lejos del puebloy de las vacaciones. «Imposible,imposible», murmuró con tristeza yencogido sobre sí mismo como si deimproviso sintiera mucho frío. Al menosdígame de dónde demonios es. Uno delos muchachos del video estiró el cuelloen dirección a nuestra mesa y dijo es unfantasma. El patrón lo miró con lástima.«Ahora se sentirá vacío, pero en paz».¿De dónde?, repetí. El muchacho delvideo me miró con una sonrisa obscena.Del pueblo.

Verano del 41. Situación del

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Ejército alemán en Inglaterra:satisfactoria. Cuerpos de Ejército: el 4ºde Infantería en Portsmouth, reforzadoen SR con el 48º Blindado. En laCabeza de Playa continúa el 10º,reforzado con el 20º y el 29º deInfantería. Los ingleses concentranfuerzas en Londres y retrasan susunidades aéreas en previsión de ataquesaire-aire. (¿Hubiera debido marchardirectamente sobre Londres? No locreo). Situación del Ejército alemán enRusia: óptima. Cerco de Leningrado; lasunidades finlandesas y alemanas se unenen el hexágono C46; desde Yaroslavlcomienzo a presionar en dirección a

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Vologda; desde Moscú en dirección aGorki; en los hexágonos comprendidosentre I49 y L48 el frente permaneceestable; en el sur avanzo hastaStalingrado; el Quemado se afianzaahora al otro lado del Volga y entreAstrakhan y Maikop. Unidadescomprometidas en la zona norte deRusia: cinco cuerpos de infantería, doscuerpos blindados, cuatro cuerpos deinfantería finlandeses. Unidadescomprometidas en la zona central: sietecuerpos de infantería, cuatro cuerposblindados. Unidades comprometidas enla zona sur: seis cuerpos de infantería,tres cuerpos blindados, un cuerpo de

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infantería italiano, cuatro cuerpos deinfantería rumanos y tres cuerpos deinfantería húngaros. Situación de losEjércitos del Eje en el Mediterráneo: sinnovedades; Opciones de Desgaste.

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11 de septiembre

Sorpresa: al levantarme, no seríanaún las doce, lo primero que vi al abrirel balcón fue al Quemado; caminaba porla playa, con las manos en la espalda, lamirada baja como si buscara algo en laarena, la piel, la oscurecida por el sol yla quemada por el fuego, brillante, casidejando una estela sobre la playa decolor oro.

Hoy es día festivo. La última reservade jubilados y surinameses se hamarchado después de comer, con lo cualel hotel ha quedado a sólo un cuarto de

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su capacidad. Por otra parte la mitad delos empleados ha tomado el día libre.Los pasillos resonaban apagados ytristes cuando me dirigí a desayunar.(Los ruidos de una cañería rota o algoasí repicaban en la escalera pero nadieparece darse cuenta).

En el cielo una avioneta Cesna seafanaba en dibujar letras que el fuerteviento borraba antes que pudieradescifrar las palabras completas. ¡Unamelancolía gigantesca me atenazóentonces el vientre, la columnavertebral, las últimas costillas, hasta quemi cuerpo quedó doblado bajo elparasol!

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Comprendí de una forma vaga, comosi soñara, que la mañana del once deseptiembre transcurría por encima delhotel, a la altura de los alerones de laCesna, y que los que estábamos debajode aquella mañana, los jubilados queabandonaban el hotel, los camarerossentados en la terraza contemplando losgiros de la avioneta, Frau Else atareaday el Quemado haciendo el gandul en laplaya, estábamos de alguna maneracondenados a marchar en la oscuridad.

¿También Ingeborg, protegida por elorden de una ciudad razonable y de untrabajo razonable? ¿También mis jefes ycompañeros de oficina, que

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comprendían, sospechaban y esperaban?¿También Conrad, que era leal ytransparente y el mejor amigo que nadiepudiera desear? ¿Todos debajo?

Mientras desayunaba un sol enormemovía sus tentáculos por todo el PaseoMarítimo y por todas las terrazas sinllegar a calentar de verdad nada. Ni lassillas de plástico. Fugazmente vi a FrauElse en la recepción y aunque nohablamos creí percibir en su mirada unrastro de cariño. Al camarero que meatendía le pregunté qué demoniosintentaba escribir el avión allá arriba.Está conmemorando el once deseptiembre, dijo. ¿Y qué hay que

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conmemorar? Hoy es el día de Cataluña,dijo. El Quemado, en la playa, seguíacaminando de un lado para otro. Losaludé levantando un brazo; no me vio.

Lo que apenas es evidente en la zonade los hoteles y de los campings en laparte vieja del pueblo es ostensible. Lascalles están engalanadas y de lasventanas y balcones cuelgan banderas.La mayoría de los comerciospermanecen cerrados y en los baresrepletos de gente se advierte la fechaseñalada. Delante del cine unosadolescentes han instalado un par demesas en donde venden libros, folletos ybanderines. Al preguntar qué clase de

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literatura es ésa un chico delgado, nomayor de quince, responde que se tratade «libros patrióticos». ¿Qué queríadecir con eso? Uno de sus compañeros,riendo, gritó algo que no entendí. ¡Sonlibros catalanes!, dijo el chico delgado.Compré uno y me alejé. En la plaza dela Iglesia —sólo un par de ancianascuchicheaban en un banco— le di unaojeada y luego lo tiré en la primerapapelera.

Volví al hotel dando un rodeo.Por la tarde llamé por teléfono a

Ingeborg. Antes, preparé la habitación:los papeles sobre la mesa de noche, laropa sucia debajo de la cama, todas las

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ventanas abiertas para poder ver el cieloy el mar, y el balcón abierto para poderver la playa hasta el puerto. Laconversación resultó más fría de lo queesperaba. En la playa había gentebañándose y en el cielo no quedaba nirastro de la avioneta. Dije que Charlyhabía aparecido. Después de un silencioembarazoso Ingeborg respondió quetarde o temprano eso debía ocurrir.Telefonea a Hanna, avísale, dije. No eranecesario, según Ingeborg. El consuladoalemán daría la noticia a los padres deCharly y así Hanna se enteraría porellos. Al cabo de un rato me di cuenta deque no teníamos nada que decirnos. De

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todas maneras no fui yo quien colgó.Dije cómo estaba el tiempo, cómoestaba el hotel y la playa, dije cómoestaban las discotecas aunque desde queella se marchó no he vuelto a pisarninguna. Esto no lo dije, claro.Finalmente, como si temiéramosdespertar a alguien que durmiera muycerca, colgamos. Luego llamé a Conrady más o menos repetí lo mismo. Luegodecidí no hacer más llamadas.

Revista del 31 de agosto. Ingeborgdice lo que piensa y piensa que me hemarchado. Por supuesto fui lo

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suficientemente estúpido como para nopreguntarle adónde se suponía que podíairme. ¿A Stuttgart? ¿Es que tenía algúnmotivo para pensar que pudiera habermeido a Stuttgart? Otro sí: al despertarmenos miramos y no nos reconocimos. Yome di cuenta y ella también se diocuenta y se volvió de espaldas. ¡Noquería que la mirara! Que no lareconociera yo, que me acababa dedespertar, es incluso normal; loinaceptable es que la extrañeza fueramutua. ¿Es en ese momento cuando serompe nuestro amor? Es posible. Encualquier caso en ese momento se rompealgo. Ignoro qué, aunque intuyo su

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importancia. Me dijo: tengo miedo, elDel Mar me da miedo, el pueblo me damiedo. ¿Es que ella percibía justoaquello, lo único, que a mí se me pasabapor alto?

Siete de la tarde. En la terraza conFrau Else.

—¿Dónde está tu marido?—En su habitación.—¿Y dónde está esa habitación?—En la primera planta, sobre la

cocina. Un rinconcito adonde nunca vanlos clientes. Prohibición total.

—¿Hoy se siente bien?

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—No, no demasiado. ¿Quiereshacerle una visita? No, claro, noquieres.

—Me gustaría conocerlo.—Bueno, ya no tienes tiempo. A mí

también me hubiera gustado que osconocierais, pero no tal como él estáahora. Lo entiendes, ¿verdad? Enigualdad de condiciones, los dos de pie.

—¿Por qué piensas que ya no tengotiempo? ¿Porque me voy a Stuttgart?

—Sí, porque regresas.—Pues te equivocas, todavía no he

decidido irme, así que si tu maridomejora y lo puedes llevar al comedor,por ejemplo después de cenar, tendré el

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gusto de conocerlo y de charlar con él.Sobre todo charlar. En igualdad decondiciones.

—No te vas…—¿Por qué? No pensarías que

estaba en tu hotel sólo esperando elcadáver de Charly. En pésimo estado,además. Digo: el cadáver. No te hubieragustado nada ir allá y verlo.

—¿Te quedas por mí? ¿Porque nonos hemos acostado?

—Tenía la cara destrozada. Desdelas orejas hasta la mandíbula, todocomido por los peces. No le quedabanojos y la piel, la piel de la cara y elcuello, se había vuelto gris lechosa. Por

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momentos pienso que aquel infeliz noera Charly. Puede que lo fuera, puedeque no. Me dijeron que no ha aparecidoel cuerpo de un inglés que se ahogó máso menos por la misma fecha. Quién sabe.No quise comentarle nada al delconsulado para que no me tomara porloco. Pero eso es lo que pienso. ¿Cómopodéis dormir encima de la cocina?

—Es la habitación más grande delhotel. Es muy bonita. La habitación quetoda chica desea. Además es el lugardonde la tradición indica que debendormir los dueños del hotel. Antes quenosotros, los padres de mi marido. Y yaestá, una tradición cortita, mis suegros

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levantaron el hotel. ¿Sabes que todo elmundo se va a desengañar con tu falsapartida?

—¿Quién es todo el mundo?—Bueno, querido, tres o cuatro

personas, no te alteres, por favor.—¿Tu marido?—No, él concretamente no.—¿Quiénes?—El gerente del Costa Brava, mi

vigilante nocturno, que últimamente estámuy susceptible, Clarita, mi camarera…

—¿Cuál camarera? ¿Una muy joveny delgaducha?

—Ésa.—Me tiene pavor. Supongo que cree

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que la violaré en cualquier momento.—No sé, no sé. Tú no conoces a las

mujeres.—¿Quién más desea que me vaya?—Nadie más.—¿Qué interés puede tener el señor

Pere en que me vaya?—No sé, tal vez para él sea como

cerrar el caso.—¿El caso de Charly?—Sí.—Qué imbécil. ¿Y tu vigilante?

¿Qué interés tiene él?—Está harto de ti. Harto de verte

por las noches como un sonámbulo.Creo que lo pones nervioso.

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—¿Como un sonámbulo?—Ésas fueron sus palabras.—¡Pero si sólo he hablado con él un

par de veces!—Eso no cuenta. Habla con toda

clase de personas, en especialborrachos. Le gusta dar conversación.En cambio a ti te observa por lasnoches, cuando llegas y cuando sales…con el Quemado. Y sabe que la últimaluz encendida que se ve desde la callees la de tu ventana.

—Pensé que le caía bien.—Ningún cliente le cae bien a

nuestro vigilante. Menos aún si lo havisto besándose con su jefa.

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—Un individuo muy peculiar.¿Dónde está ahora?

—Te prohíbo que hables con él, noquiero que esto se enrede más, ¿estáclaro? Ahora debe estar durmiendo.

—Cuando te digo todas las cosasque te digo, ¿tú me crees?

—Mmm, sí.—Cuando te digo que he visto a tu

marido, de noche, en la playa, con elQuemado, ¿me crees?

—Me parece tan injusto que lometamos a él, tan desleal por mi parte.

—¡Pero si se ha metido él solo!—Olvidar que en un determinado

momento todo, musicalmente, me ha

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sonado infernal.—¿Qué es lo que tanto temes?—Yo no le temo a nada. Tendrás

tiempo de verlo con tus propios ojos.—Cuando te digo que el cadáver que

me enseñó la policía es posible que nosea el de Charly, ¿me crees?

—Sí.—No digo que ellos lo sepan, digo

que estamos todos equivocados.—Sí. No sería la primera vez.—¿Me crees, entonces?—Sí.—Y si te digo que siento algo

intangible, extraño, dando vueltas a mialrededor, amenazante, ¿me crees? Una

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fuerza superior que me observa.Descarto, por supuesto, a tu vigilante,aunque él también se ha dado cuenta,inconscientemente, por eso me rechaza.Trabajar de noche alerta algunossentidos.

—En ese punto no puedo creerte, nome pidas que te acompañe en losdesvaríos.

—Es una pena porque tú eres laúnica que me ayuda, la única en la quepuedo confiar.

—Deberías marcharte a Alemania.—Con el rabo entre las piernas.—No, con el ánimo sereno,

dispuesto a reflexionar lo que has

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sentido.—Pasar desapercibido, como el

Quemado desea para sí.—Pobre muchacho. Vive en una

cárcel permanente.

Subimos lentamente hasta lo másalto del promontorio. En el mirador,unas cien personas, grandes y niños,contemplaban el pueblo iluminadoconteniendo la respiración y señalandoun punto en el horizonte, entre el cielo yel mar, como si esperaran que seprodujera un milagro y apareciera allí elsol a destiempo. Es la fiesta de

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Cataluña, susurraron en mi oído. Ya losé, dije. ¿Qué debe ocurrir ahora? FrauElse sonrió y su dedo índice, casitransparente de tan largo, señaló haciadonde todos miraban. De pronto, desdeuna, dos o más barcas de pescadoresque nadie veía o que al menos yo noveía, salieron precedidas por un ruidosimilar al de la tiza rasgando unapizarra, variadas guirnaldas de fuegosartificiales que conformaron, segúnafirmó Frau Else, la bandera deCataluña. Al poco rato ya sólo quedabanlos tentáculos de humo y la gente volvióa los coches y comenzó a bajar alpueblo, en donde la noche tardía del fin

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del verano esperaba a todos.

Otoño del 41. Combates enInglaterra. Ni el Ejército alemán tomaLondres ni el Ejército británico lograempujarme al mar. Bajas cuantiosas.Crece la capacidad de recuperaciónbritánica. En la URSS, Opción deDesgaste. El Quemado espera el año 42.Mientras tanto, aguanta.

Mis Generales:—En Gran Bretaña: Reichenau,

Salmuth y Hoth.—En la URSS: Guderian, Kleist,

Busch, Kluge, Von Weichs, Küchler,

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Manstein, Model, Rommel, Heinrici yGeyr.

—En África: Reinhardt y Hoeppner.Mis BRP: bajos, por lo que es

imposible escoger Opciones Ofensivasen el Este, Oeste o Mediterráneo.Suficientes para reconstruir unidades.(¿El Quemado no se ha dado cuenta?¿Qué espera?).

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12 de septiembre

El día está encapotado. Lluevedesde las cuatro de la mañana y el partehabla de empeoramiento. Sin embargono hace frío y desde el balcón es posiblecontemplar a niños con los trajes debaño puestos, si bien no por muchotiempo, saltando en la playa con lasolas. La atmósfera del comedor, tomadopor clientes que juegan a las cartas ycontemplan melancólicos los ventanalesempañados, está cargada de electricidady suspicacia. Al sentarme y pedir undesayuno soy observado por rostros

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desaprobatorios que apenas puedenentender que existan personas que selevantan pasadas las doce del día. Unautocar, en las puertas del hotel, esperadesde hace horas (el chofer ya no está) aun grupo de turistas para llevarlos aBarcelona. El autobús es gris perla,igual que el horizonte en donde aparecentenuemente recortados (pero esto debeser una ilusión óptica) remolinoslechosos, como explosiones o comohendiduras de luz bajo el techo de latormenta. Después de desayunar salgo ala terraza: las gotas frías golpean micara de inmediato y retrocedo. Untiempo de perros, dice un viejo alemán

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sentado en la sala de la televisiónfumando un puro y con pantalonescortos. El autocar lo espera a él, entreotros, pero no parece tener prisa. Desdemi balcón pude comprobar que losúnicos patines que quedaban en la playa,desamparados, más chabola que nunca,eran los del Quemado; para los demás latemporada de verano estaba muerta.Cerré el balcón y volví a salir; en larecepción me dijeron que Frau Elsehabía dejado el hotel a primera hora yque no regresaría hasta la noche.Pregunté si había salido sola. No. Consu marido. Salvé la distancia que hayentre el Costa Brava y el Del Mar en

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coche. Al bajar estaba transpirando. Enel Costa Brava encontré al señor Pereleyendo el periódico. «¡Amigo Udo,felices los ojos que lo ven!». Pensé quede verdad se sentía feliz y eso hizo queme confiara. Durante un ratointercambiamos banalidades sobre eltiempo. Después el señor Pere dijo queponía su médico a mi disposición.Alarmado, me negué. «¡Tómese unaspastillitas, por lo menos!». Pedí uncoñac que bebí de un solo trago. Luegootro. Cuando quise pagar el señor Peredijo que invitaba el hotel. «¡Ahora estáusted pagando la ansiedad de la espera ycon eso ya tiene bastante!». Se lo

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agradecí y poco después me levanté. Elseñor Pere me siguió hasta la puerta.Antes de despedirnos le dije que estabaescribiendo un diario. ¿Un diario? Undiario de mis vacaciones, de mi vida,como solía decirse. Ah, entiendo, dijo elseñor Pere. En mis tiempos eso eracostumbre de muchachitas… y depoetas. Advertí la burla: suave, cansada,profundamente maligna. Frente anosotros el mar parecía dispuesto asaltar sobre el Paseo Marítimo encualquier momento. No soy un poeta,sonreí. Me intereso por las cosascotidianas, incluso por lasdesagradables, por ejemplo me gustaría

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consignar en mi diario algo relativo a laviolación. El señor Pere se puso blanco.¿Qué violación? La que ocurrió pocoantes de que se ahogara mi amigo. (Enese momento, tal vez por referirme aCharly como amigo, tuve un acceso denáusea que consiguió erizarme elespinazo). Se equivoca usted, balbuceóel señor Pere. Aquí no ha habidoviolación alguna, aunque, claro está, enel pasado no nos hemos podido sustraera tan bochornoso suceso, protagonizadogeneralmente por elementos ajenos anuestra colectividad, ya sabe usted, hoypor hoy el principal problema es eldescenso de la calidad en el turismo que

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nos visita, etcétera. Entonces debo estarequivocado, admití. Sin duda, sin duda.Nos estrechamos la mano y corriendopara evitar el chaparrón llegué hasta elcoche.

Invierno del 41. Deseaba hablar conFrau Else, o verla un rato, pero elQuemado se presenta antes que ella. Porun momento, desde el balcón, barajo laposibilidad de no recibirlo. Lo únicoque tengo que hacer es no aparecer porla puerta principal del hotel, a partir deallí, si no voy a buscarlo, el Quemadono seguirá adelante. Pero él debe

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haberme visto desde la playa, cuando yoestaba en el balcón, y ahora me preguntosi no me puse en aquel sitioprecisamente para que el Quemado meviera o para demostrarme a mí mismoque no temía ser visto. Un blanco fácil:me exhibo detrás de los cristalesmojados para que me vean el Quemado,el Lobo y el Cordero.

Sigue lloviendo; durante toda latarde, progresivamente, el hotel se haido vaciando de turistas que venían arecoger autocares holandeses. ¿Quédebe estar haciendo Frau Else? ¿Ahoraque su hotel se vacía ella espera en laconsulta de un médico? ¿Camina, del

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brazo de su esposo, por las callescéntricas de Barcelona? ¿Se dirigen a uncine pequeño y casi oculto por losárboles? Contra lo esperado elQuemado lanza una ofensiva enInglaterra. Fracasa. Mi carencia de BRPhace que mi respuesta sea limitada. Enel resto de los frentes no hay cambiosaunque la línea soviética se consolida.La verdad es que me desentiendo deljuego (no así el Quemado, que se pasa lanoche dando vueltas alrededor de lamesa ¡Y haciendo cálculos en unalibreta que hoy estrena!), la lluvia, elrecuerdo de hierro de Frau Else, unanostalgia vaga y lánguida, me han

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inducido a permanecer recostado sobrela cama, fumando y hojeando lasfotocopias que traje conmigo desdeStuttgart y que sospecho se quedaránaquí, en algún cubo de basura. ¿Cuántosde estos articulistas piensan de verdadlo que escriben? ¿Cuántos lo sienten?Y o podría trabajar en The General;hasta dormido —sonámbulo, como diceel vigilante de Frau Else— puedorefutarlos. ¿Cuántos han mirado elabismo? ¡Sólo Rex Douglas sabe algode este asunto! (Beyma, tal vez, eshistóricamente riguroso, y MichaelAnchors, original y pletórico deentusiasmo, una especie de Conrad

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americano). El resto: aburridísimos einconsistentes. Cuando le comento alQuemado que los papeles que leo sonplanes para ganarle, todos losmovimientos y contramovimientosprevistos, todos los gastos previstos,todas las estrategias indefectiblementeacotadas, una sonrisa atroz le cruza lacara (he de suponer que a pesar suyo) yallí acaba su respuesta. Como colofónunos pasitos, la espalda que se curva,pinzas en la mano y movimiento detropas. No le vigilo. Sé que no harátrampas. Sus BRP también desciendenhasta alcanzar niveles mínimos, lo justopara que sus Ejércitos sigan respirando.

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¿La lluvia ha liquidado su negocio?Sorprendentemente el Quemado dice queno. Que ya saldrá el sol otra vez. ¿Ymientras, qué? ¿Seguirás viviendo en lospatines? De espaldas, moviendo fichas,mecánicamente responde que eso no esun problema para él. ¿No es unproblema dormir sobre la arena mojada?El Quemado silba una canción.

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Primavera del 42.

El Quemado llega hoy más tempranoque de costumbre. Y sube solo, sinesperar que vaya a buscarlo. Aparece, alabrir la puerta, como una figura borradacon goma. (Aparece como un novio queen lugar de flores llevara, apretadascontra el pecho, fotocopias). Prontocomprendo el porqué de este cambio. Lainiciativa ahora es suya. La ofensivamontada por el Ejército soviético sedesarrolla en la zona comprendida entreel lago Onega y Yaroslavl; susblindados rompen mi frente en el

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hexágono E48 y explotan el éxito haciael norte, en dirección a Carelia, dejandoembolsados cuatro cuerpos de infanteríay un cuerpo blindado alemán en laspuertas de Vologda. Con esta acción elflanco izquierdo de los Ejércitos quepresionan en dirección a Kuibyshev yKazán queda totalmente expuesto. Laúnica solución inmediata es llevar haciaallá, en la fase de SR, unidades delGrupo de Ejércitos Sur desplegadas enlas líneas del Volga y del Cáucaso,debilitando en contrapartida la presiónhacia Batum y Astrakhan. El Quemadolo sabe y se aprovecha. Aunque surostro permanece igual que siempre,

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sumergido en Dios sabe qué infiernos,puedo percibir —¡en las estrías de susmejillas!— la delectación con querealiza sus cada vez más elásticosmovimientos. La ofensiva, calculada endetalle, ha sido dispuesta con un turnode antelación. (Por ejemplo, en la zonade la ofensiva sólo podía utilizar comoaeródromo la ciudad de Vologda; Kirov,la más próxima, quedaba demasiadolejos; para remediarlo, y puesto que eranecesario una gran concentración deapoyo aéreo, en el turno de invierno del41 llevó una ficha de Base Aérea alhexágono C51…). No improvisa; enabsoluto. En el Oeste el único cambio

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sustancial es la entrada en guerra de losEstados Unidos; una entrada blandadebido a las limitaciones de ID, por loque el Ejército británico permanece a laexpectativa hasta alcanzar lascondiciones propias de una guerra dematerial (los gastos de BRP de losaliados occidentales se canalizan en sumayor parte en apoyo a la URSS). Lasituación final del Ejército americanotransportado a Gran Bretaña es lasiguiente: el 5º y 10º cuerpos deinfantería en Rosyth, cinco factoresaéreos en Liverpool y nueve navales enBelfast. La Opción que escoge para elOeste es de Desgaste y no tiene suerte

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con los dados. Mi Opción también es deDesgaste y consigo ocupar un hexágonoen el suroeste de Inglaterra, vital paramis proyectos en el próximo turno. En elverano del 42 tomaré Londres, rendiré alos británicos y los americanos tendránsu Dunkerque. Mientras tanto medivierto con las fotocopias delQuemado. Fotocopias que sólo al cabode un rato reconoce que son para mí. Unregalo. La lectura es sorprendente. Perono tengo ganas de ponerme en plansusceptible así que opto por verle ellado cómico y preguntarle de dónde lasha sacado. Las respuestas del Quemado—y mis preguntas paulatinamente se van

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acoplando a ese ritmo— son lentas,erizadas, como si recién comenzaran aerguirse y andar. Son para ti, dice. Lasha sacado de un libro. ¿Un libro suyo, unlibro que guarda bajo los patines? No.Un libro prestado por la Biblioteca de laCaja de Pensiones de Cataluña. Meenseña su carnet de socio. Es lo quefaltaba. Ha rebuscado en la bibliotecade un banco y ha sacado esta mierdapara restregármela en la cara, ni más nimenos. El Quemado ahora me mira dereojo aguardando a que el miedo afloreen la habitación; su sombra se proyectacontra la pared de la puerta, indefinibley recorrida por temblores. No le voy a

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dar ese gusto. Con indiferencia perotambién con cuidado pongo lasfotocopias sobre la mesa de noche. Mástarde, al acompañarlo a la puerta delhotel, le pido que nos detengamos unmomento en la recepción. El vigilanteestá leyendo una revista. Nuestrairrupción en sus dominios lo irrita peropor encima prevalece el temor. Exijochinchetas. ¿Chinchetas? Su mirada,recelosa, salta del Quemado a mí comosi esperara una broma pesada y noquisiera que ésta lo hallaradesprevenido. Sí, imbécil, busca en loscajones y dame unas cuantas, grito. (Hedescubierto que el vigilante es un

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individuo cobarde y apocado a quienhay que tratar con dureza). En loscajones del escritorio, mientras losrevuelve, alcanzo a ver un par derevistas pornográficas. Finalmente, entrevictorioso e indeciso, levanta unpotecito de plástico transparente llenode chinchetas. ¿Las quiere todas?,susurra como si pusiera fin a unapesadilla. Con un encogimiento dehombros le pregunto al Quemadocuántas fotocopias son. Cuatro, dice,incómodo y mirando el suelo. No leagradan mis lecciones de fuerza. Cuatrochinchetas, repito, y extiendo la palmade la mano en donde el vigilante,

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cuidadoso, deposita dos con cabezasverdes y dos con cabezas rojas. Luego,sin mirar atrás, acompaño al Quemadohasta la puerta y nos despedimos. ElPaseo Marítimo está desierto y maliluminado (han roto la luz de una farola)pero yo permanezco detrás de loscristales hasta cerciorarme de que elQuemado salta hacia la playa y sepierde en dirección a los patines; sóloentonces vuelvo a mi habitación. Allíescojo con calma una pared (la de lacabecera de mi cama) y clavo lasfotocopias. Lo siguiente es lavarme lasmanos y revisar cuidadosamente eljuego. Aunque el Quemado aprende con

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rapidez el próximo turno será mío.

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14 de septiembre

Me levanté a las dos de la tarde.Tenía el cuerpo malo y una voz interiorme decía que debía procurar estar elmenor tiempo posible en el hotel. Salísin siquiera ducharme. Después detomar un café con leche en un barcercano y leer algo de prensa alemanavolví al Del Mar y pregunté por FrauElse. No ha regresado de Barcelona. Sumarido, obviamente, tampoco. Laatmósfera en la recepción es dehostilidad. Lo mismo en el bar. Miradastorvas de camareros y cosas así, nada

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serio. El sol brillaba aunque en elhorizonte aún colgaban unas nubesnegras cargadas de lluvia, de modo queme puse el traje de baño y fui a hacerlecompañía al Quemado. Los patinesestaban desensamblados pero elQuemado no se veía por ninguna parte.Decidí esperado y me tumbé en la arena.No había llevado ningún libro así que loúnico que podía hacer era mirar el cielo,de un azul profundo, y recordar cosasbonitas para que el tiempo pasaradeprisa. En algún momento,naturalmente, me quedé dormido; laplaya se prestaba a ello, tibia y conpocos bañistas, ajeno ya el alboroto de

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agosto. Soñé entonces con FlorianLinden. Ingeborg y yo estábamos en elhotel, en una habitación parecida a lanuestra, y alguien llamaba a la puerta.Ingeborg no quería que abriera. No lohagas, decía, si me amas no lo hagas. Alhablar los labios le temblaban. Puedeser algo urgente, decía yo con decisión,pero cuando intentaba ir hacia la puertaIngeborg se aferraba a mí con ambasmanos impidiéndome toda clase demovimientos. Suéltame, gritaba yo,suéltame, mientras los golpes se hacíancada vez más fuertes, tanto que pensabaque acaso Ingeborg tuviera razón y fueramás conveniente quedarse quieto. En el

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forcejeo Ingeborg caía al suelo. Yo lamiraba desde arriba, estaba comodesvanecida y con las piernas muyabiertas. Cualquiera te podría violarahora, le decía, y entonces ella abría unojo, sólo uno, el izquierdo, creo, enormey superazul, y no me lo quitaba deencima, a donde yo me moviera meseguía; tenía una expresión, no sé, no deojo vigilante o acusador, sino más biende ojo atento, atento a una novedad, yaterrorizado. Entonces yo no podía másy pegaba la oreja a la puerta. ¡Noestaban tocando, estaban rascando lapuerta desde el otro lado! ¿Quién es?,preguntaba. Soy Florian Linden,

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detective privado, respondía un hilillode voz. ¿Quiere entrar?, preguntaba.¡No, no abra la puerta por nada delmundo!, insistía, con más energía,aunque no mucha, se notaba que estabaherido, la voz de Florian Linden.Durante un rato ambos permanecíamosen silencio, intentando escuchar, pero laverdad es que no se oía nada. El hotelparecía sumergido en el fondo del mar.Incluso la temperatura era distinta, ahorahacía frío y como vestíamos ropa deverano lo sentíamos más. Muy pronto sehizo insoportable y tuve que levantarmey sacar mantas del armario con lascuales envolver a Ingeborg y a mí. De

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todas maneras aquello no sirvió de nada.Ingeborg se puso a sollozar: decía queya no sentía las piernas y que íbamos amorir congelados. Sólo si te duermesmorirás, le aseguraba, evitando mirarla.Al otro lado de la puerta por fin se oíaalgo. Pasos: alguien se acercaba, comode puntillas, y luego se iba. La mismaoperación unas tres veces. ¿Está ustedahí, Florian? Sí, aquí estoy, pero ahoradebo marcharme, contestaba FlorianLinden. ¿Qué ha ocurrido? Asuntosturbios, no tengo tiempo de explicárselo,por el momento están a salvo aunque sison inteligentes y prácticos mañana porla mañana regresarán a casa. ¿A casa?

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La voz del detective llegaba llena dechirridos y crujidos. ¡Lo estándesintegrando!, pensaba. Despuésintentaba abrir la puerta y no podíalevantarme. Tenía las piernas y lasmanos insensibles. Estaba helado. Enmedio del terror adivinaba que nopodríamos irnos y que moriríamos en elhotel. Ingeborg ya no se movía; echada amis pies, la manta sólo dejabadescubierta su larga cabellera rubiasobre el suelo de losas negras. Hubieradeseado abrazada y llorar de tandesamparado que me sentía pero justoen ese momento, sin que yo mediara enello, la puerta se abrió. En el lugar

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donde debía estar Florian Linden nohabía nadie, sólo una sombra, enorme,en el fondo del pasillo. Entonces abrílos ojos, temblando, y vi la nube,gigantesca, oscura, cubriendo el puebloy moviéndose como un pesadoportaaviones rumbo a las colinas. Teníafrío; la gente se había marchado de laplaya y el Quemado no iba a venir. Nosé cuánto rato permanecí quieto,extendido, mirando el cielo. No teníaninguna prisa. Hubiera podido estar allíhoras y horas. Cuando finalmente decidílevantarme no me dirigí al hotel sino almar. El agua estaba tibia y sucia. Nadéun poco. La nube oscura seguía

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moviéndose por encima de mí. Entoncesdejé de dar brazadas y me sumergí hastatocar el fondo. Ignoro si lo conseguí;creo que mientras buceaba llevaba losojos muy abiertos, pero no vi nada. Elmar me estaba arrastrando hacia dentro.Al salir observé que me había alejadode la orilla menos de lo que pensaba.Volví junto a los patines, recogí la toallay procedí a secarme con cuidado. Era laprimera vez que el Quemado no venía atrabajar. De pronto unos escalofríos merecorrieron el cuerpo. Realicé algunosejercicios: flexiones, abdominales, corríun poco. Cuando estuve seco me amarréla toalla a la cintura y encaminé mis

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pasos al Rincón de los Andaluces. Allípedí una copa de coñac y le avisé alpatrón que pasaría a pagarle más tarde.Luego pregunté por el Quemado. Nadielo había visto.

La tarde se hizo larga. Ni Frau Elseapareció por el hotel ni el Quemado sedejó ver por la playa aunque a eso delas seis salió el sol y por la punta de loscampings alcancé a divisar un patín,parasoles abiertos y gente jugando conlas olas. En mi sector de playa laanimación era menor. Los clientes delhotel se habían apuntado en grupo a una

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excursión, creo recordar que a unasbodegas de vino o a un famosomonasterio, y en la terraza sóloquedaban unos pocos viejos y loscamareros. Cuando empezó a oscurecertenía ya las ideas bastante claras y pocodespués pedí a la recepción que mecomunicaran con Alemania. Antes habíarevisado el estado de mis finanzas y entotal sólo tenía para pagar la cuenta,dormir en el Del Mar una noche más, yponerle un poco de gasolina al coche. Alquinto o sexto intento logré establecercontacto con Conrad. Su voz llegabacomo si estuviera adormilado. Y se oíanotras voces. Fui directo al grano. Le dije

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que necesitaba dinero. Le dije quepensaba quedarme unos días más.

—¿Cuántos días?—No lo sé, depende.—¿Cuál es el motivo?—Eso es asunto mío. Te devolveré

el dinero apenas regrese.—Es que por tu actitud uno diría que

no piensas regresar jamás.—Qué idea más absurda. ¿Qué

podría hacer aquí toda mi vida?—Nada, eso yo lo sé, ¿pero lo sabes

tú?—Bueno, nada no; podría trabajar

de guía turístico; montar mi propionegocio. Esto está lleno de turistas y una

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persona que domine más de tres idiomasnunca está de más.

—Tu lugar está aquí. Tu carrera estáaquí.

—¿A qué carrera te refieres? ¿A laoficina?

—A la escritura, Udo, a los artículospara Rex Douglas, a las novelas, sí,permíteme que te lo diga, las novelasque podrías escribir si no fueras tanalocado. A los planes que hemos hechojuntos… Las catedrales…, ¿te acuerdas?

—Gracias, Conrad; sí, creo quepodría…

—Vuelve entonces lo antes posible.Mañana mismo te envío el dinero. El

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cadáver de tu amigo ya debe estar enAlemania. Fin de la historia. ¿Qué másquieres hacer allí?

—¿Quién te dijo que encontraron aCharly?… ¿Ingeborg?

—Por supuesto. Ella estápreocupada por ti. Nos vemos casi todoslos días. Y hablamos. Le cuento cosasde ti. De antes de que os conocierais.Anteayer la llevé a tu piso, quería verlo.

—¿A mi casa? ¡Mierda! ¿Y entró?—Evidentemente. Tenía su llave

pero no quería ir sola. Entre los doshicimos el aseo. El piso lo necesitaba.También se llevó algunas cosas suyas,un suéter, unos discos… No creo que le

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guste saber que has pedido dinero paraquedarte más tiempo. Es una buena chicapero su paciencia tiene un límite.

—¿Qué más hizo en casa?—Nada. Ya te lo dije: barrer, tirar

cosas podridas de la nevera…—¿No miró mis papeles?—Claro que no.—¿Y tú, qué hiciste?—Por Dios, Udo, lo mismo que ella.—Bien… Gracias… ¿Así que os

veis a menudo?—Todos los días. Yo creo que es

porque ella no tiene a nadie con quienhablar de ti. Quería llamar a tus padrespero conseguí disuadirla. Pienso que no

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es una buena idea preocuparlos a ellos.—Mis padres no se preocuparían.

Conocen el pueblo… y el hotel.—No lo sé. Apenas conozco a tus

padres, no sé cómo reaccionarían.—También apenas conoces a

Ingeborg.—Es cierto. Tú eres el vínculo.

Aunque parece que entre nosotros hanacido una especie de amistad. Estosúltimos días la he conocido mejor y meresulta muy simpática; es inteligente ypráctica, además de hermosa.

—Ya lo sé. Siempre pasa. Te ha…—¿Seducido?—No, seducir no; ella es como el

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hielo. Te tranquiliza. A ti y a cualquiera.Es como estar solo, dedicadoexclusivamente a tus cosas, tranquilo.

—No hables así. Ingeborg te quiere.Mañana sin falta te enviaré el dinero.¿Volverás?

—Aún no.—No entiendo qué es lo que te

impide irte. ¿Me lo has contado todo talcual es? Soy tu mejor amigo…

—Quiero quedarme unos días más,eso es todo. No hay misterio. Quieropensar, y escribir, y disfrutar del lugarahora que hay poca gente.

—¿Y nada más? ¿Nada relacionadocon Ingeborg?

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—Qué tontería, claro que no.—Me alegra oído. ¿Cómo va tu

partida?—Verano del 42. Voy ganando.—Lo suponía. ¿Recuerdas aquella

partida con Mathias Müller? ¿La quejugamos hace un año en el Club deAjedrez?

—¿Qué partida?—Un Tercer Reich. Franz, tú y yo

contra el grupo de Marchas Forzadas.—Sí, ¿y qué sucedió?—¿No lo recuerdas? Ganamos y

Mathias, de tan enojado que estaba, nosabe perder, eso es un hecho, le dio conla silla al pequeño Bernd Rahn y la

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rompió.—¿La silla?—Naturalmente. Los socios del Club

de Ajedrez lo sacaron a patadas y nuncamás ha vuelto por ahí. ¿Recuerdas cómonos reímos aquella noche?

—Sí, ya, mi memoria sigue siendobuena. Lo que pasa es que hay cosas queya no me parecen tan graciosas. Pero lorecuerdo todo.

—Lo sé, lo sé…—Hazme una pregunta, la que

quieras, y verás…—Te creo, te creo…—Házmela. Dime si me acuerdo de

las Divisiones Paracaidista en Anzio.

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—Seguro que sí…—Dímelo…—Bien, cuáles eran…—La 1ª División, compuesta por el

1º, 3º y 4º regimientos, la 2ª División,compuesta por el 2º, 5º y 6º regimientos,y la 4ª División, compuesta por el 10º,11º y 12º regimientos.

—Muy bien…—Ahora pregúntame por las

Divisiones Panzer SS en FortressEuropa.

—De acuerdo, dímelas.—La 1ª Leibstandarte Adolf Hitler,

la 2ª Das Reich, la 9ª Hohenstaufen, la10ª Frundsberg y la 12ª Hitler Jugand.

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—Perfecto. Tu memoria funcionaperfectamente.

—¿Y la tuya? ¿Tú recuerdas quiénmandaba la 352ª, la División deInfantería de Heimito Gerhardt?

—Bueno, basta ya.—Dilo, ¿lo recuerdas o no?—No…—Es muy simple, lo puedes

consultar esta noche en OmahaBeachhead o en cualquier libro dehistoria militar. El general DietrichKraiss era el comandante de la Divisióny el coronel Meyer era el jefe delregimiento de Heimito, el 915º.

—De acuerdo, lo miraré. ¿Eso es

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todo?—Pensaba en Heimito, él sí que

sabe estas cosas. Puede recitar dememoria la formación completa de TheLongest Day a nivel de batallón.

—Claro, como que allí lo hicieronprisionero.

—No te burles, Heimito es un casoaparte. ¿Cómo estará ahora?

—Bien, ¿por qué iba a estar mal?—Pues porque es viejo y todo da

vueltas, porque se empieza a quedarsolo, Conrad, parece mentira que no tedes cuenta.

—Es un viejo duro y feliz. Y no estásolo. En julio se fue a España, con su

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mujer, de vacaciones. Me envió unapostal desde Sevilla.

—Sí, a mí también. La verdad es queno le entendí la letra. Yo debería haberpedido vacaciones en julio.

—¿Para viajar con Heimito?—Tal vez.—Aún podemos hacerlo en

diciembre. Para el Congreso de París.Hace poco recibí el programa, será algosonado.

—No es lo mismo. No me refería aeso…

—Vamos a tener oportunidad de leernuestra ponencia. Podrás conocerpersonalmente a Rex Douglas.

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Jugaremos un World in Flames connativos. Deberías animarte un poco, va aser fantástico…

—¿Qué es eso de un World inFlames con nativos?

—Pues que un equipo de alemanesjugará con Alemania, uno de británicoscon la Gran Bretaña, uno de francesescon Francia, cada grupo bajo su propiobatallón.

—No tenía la menor idea. ¿Quiénesllevarán a la Unión Soviética?

—Supongo que ahí habrá unproblema. Creo que los franceses, peronunca se sabe, puede haber sorpresas.

—¿Y Japón? ¿Vendrán japoneses?

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—No lo sé, puede ser. Si viene RexDouglas por qué no van a venir losjaponeses… Aunque tal vez tengamosque llevarlo nosotros o la delegaciónbelga. La organización francesa seguroque ya lo tiene decidido.

—Como japoneses los belgas haránel ridículo.

—Prefiero no adelantaracontecimientos.

—Todo eso huele a farsa, no lo veoserio. ¿Así que el juego estrella delCongreso va a ser World in Flames? ¿Aquién se le ocurrió?

—No precisamente el juego estrella;está en el programa y a la gente le ha

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gustado.—Pensaba que se le daría un

espacio preferente al Tercer Reich.—Y se le dará, Udo, en las

ponencias.—Naturalmente, mientras yo esté

perorando acerca de las múltiplesestrategias todo el mundo estará viendola partida de World in Flames.

—Te equivocas. Nuestra ponenciaes el 21 por la tarde y la partidacomienza el 20 y termina el 23, siempredespués de las ponencias. Y el juego seescogió porque podían participar variosequipos, no por otra cosa.

—Se me han quitado las ganas de

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ir… Claro, los franceses quieren llevara la Unión Soviética porque saben quela primera tarde los ponemos fuera decombate… ¿Por qué no llevan ellos alJapón?… Por fidelidad a los antiguosbloques, es natural… Seguramenteacapararán a Rex Douglas en cuantoaterrice…

—No deberías hacer ese tipo deconjeturas, son estériles.

—Y los de Colonia, por supuesto,no faltarán a la cita…

—Sí.—Bien. Punto final. Saluda a

Ingeborg.—Vuelve pronto.

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—Sí, volveré pronto.—No te deprimas.—No me deprimo. Aquí estoy bien.

Feliz.—Llámame. Recuerda que Conrad

es tu mejor amigo.—Lo sé. Conrad es mi mejor amigo.

Adiós…

Verano del 42. El Quemado aparecea las once de la noche. Escucho susgritos mientras estoy tirado en la camaleyendo la novela de Florian Linden.Udo, Udo Berger, resuena su voz en elPaseo Marítimo vacío. Mi primer

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impulso fue quedarme quieto y dejar quepasara el tiempo. La llamada delQuemado es ronca y desgarrada como siel fuego también hubiera dañado elinterior de su cuello. Al abrir el balcónlo veo en la vereda opuesta sentadosobre el contrafuerte del PaseoMarítimo esperándome como si tuvieratodo el tiempo del mundo, con una granbolsa de plástico a sus pies. Nuestrosaludo, la manera de reconocernos, tieneun aire familiar de terror enmarcadoesencialmente en la forma de prontosilenciosa y absoluta con quelevantamos las manos. Entre ambos seestablece un conocimiento mudo y recio

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que nos galvaniza. Pero esta impresiónes breve y dura hasta que el Quemado,ya en la habitación, descubre el interiorde la bolsa y en ella hay abundancia decervezas y bocadillos. ¡Cornucopiamiserable pero sincera! (Antes, al pasarpor recepción, volví a preguntar porFrau Else. Todavía no ha regresado,dice el vigilante sin mirarme a los ojos.Junto a él, sentado en un sillón blanco yenorme, un viejo con un periódicoalemán sobre las rodillas me observacon una sonrisa apenas disimulada enlos labios descarnados. Por su aspectono se le calcularía más de un año devida. No obstante bajo aquella extrema

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delgadez, que sobre todo resalta lospómulos y las sienes, el viejo me miracon inusitada fuerza, como si meconociera. ¿Cómo va la guerra?, dice elvigilante, y entonces la sonrisa del viejose acentúa. Si alargando la mano porencima del mostrador pudiera coger dela camisa al vigilante y zarandearlo,pero éste intuyendo algo se aleja unpoco más. Soy un admirador deRommel, explica. El viejo cabecea,asintiendo. No, tú eres un pobre diablo,refuto. El viejo hace una o minúsculacon los labios y vuelve a asentir. Talvez, dice el vigilante. Las miradas deodio que nos dedicamos son manifiestas

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y constituyen todo un reto. Además eresun piojoso, añado, deseando romper supaciencia o por lo menos lograr que seaproxime algunos centímetros almostrador. Bueno, ya está todo resuelto,murmura en alemán el viejo, y selevanta. Es muy alto y sus brazos, comolos de un cavernícola, cuelgan hasta casitocar las rodillas. En realidad es unafalsa impresión producida por el hechode que el viejo tiene la espaldaencorvada. De todas maneras su alturaes notable: erguido debe o debió medirmás de dos metros. Pero es en la voz,una voz de agónico testarudo, en dondereside su autoridad. Casi de inmediato,

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como si sólo hubiera pretendido que loviera en toda su grandeza, vuelve adejarse caer en el sillón y pregunta:¿todavía algún problema? No, claro queno, se apresura el vigilante. No, ninguno,digo yo. Perfecto, dice el viejoimpregnando la palabra de malicia yvirulencia; perfecto, y cierra los ojos).

El Quemado y yo comemos sentadosen la cama, mirando la pared en dondehe clavado las fotocopias. Sin necesidadde decirlo comprende cuánto de desafíohay en mi actitud. Cuánto de aceptación.En cualquier caso comemos envueltos enun silencio interrumpido únicamente porobservaciones banales que en realidad

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son silencios que añadimos al gransilencio que desde hace una hora o algoasí rodea el hotel y el pueblo.

Finalmente nos lavamos las manospara no manchar de aceite las fichas ycomenzamos a jugar.

Luego tomaré Londres y lo perderéde inmediato. Contraatacaré en el Este ytendré que retroceder.

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Anzio. FortressEuropa. Omaha

Beaehhead. Verano del42.

Recorrí la playa, cuando todo eraoscuro, recitando los nombresolvidados, arrinconados en archivos,hasta que el sol volvió a salir. ¿Pero sonnombres olvidados o sólo nombres queaguardan? Recordé al jugador quealguien ve desde arriba, sólo cabeza,hombros y dorsos de las manos, y eltablero y las fichas como un escenario

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donde se desarrollan miles de principiosy finales, eternamente, un teatrocaleidoscópico, único puente entre eljugador y su memoria, su memoria quees deseo y es mirada. ¿Cuántas fueronlas Divisiones de Infantería, lasmermadas, inexpertas, que sostuvieronel Frente Occidental? ¿Cuáles las quepese a la traición frenaron el avance enItalia? ¿Qué Divisiones Blindadasperforaron las defensas francesas el 40 ylas rusas el 41 y el 42? ¿Y con cuáles,las decisivas, el mariscal Mansteinreconquistó Kharkov y exorcizó eldesastre? ¿Qué Divisiones de Infanteríalucharon por abrir camino a los carros

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en 1944, en las Ardenas? ¿Y cuántos,incontables, Grupos de Combate seinmolaron por retrasar al enemigo entodos los frentes? Nadie se pone deacuerdo. Sólo la memoria que juega losabe. Vagando por la playa o acurrucadoen mi habitación yo invoco los nombresy éstos llegan a raudales y metranquilizan. Mis fichas predilectas: laLa Paracaidista en Anzio, la Panzer Lehry la La SS LAH en Fortress Europa, las11 fichas de la 3.ª Paracaidista enOmaha Beachhead, la 7.ª DivisiónBlindada en France 40, la 3.ª DivisiónBlindada en Panzerkrieg, el 1º CuerpoBlindado SS en Russian Campaign, el

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40º Cuerpo Blindado en Russian Front,la 1º SS LAH en Battle of the Bulge, laPanzer Lehr y la 1º SS LAH en Cobra, elCuerpo Blindado Gross Deutschland enel Tercer Reich, la 21.ª DivisiónBlindada en The Longest Day, el 104ºRegimiento de Infantería en PanzerArmee Afrika… Ni leer a gritos a SvenHassel podría ser mejor vigorizante…(Ay, ¿quién era el que sólo leía a SvenHassel? Todos dirían que M. M., suenaa él, va con su carácter, pero era otro,uno que parecía su propia sombra y delque Conrad y yo nos reíamos a gusto.Este chico organizó unas Jornadas deRol, en Stuttgart, en el 85. Con toda la

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ciudad como escenario montó unmacrojuego, con las reglas retocadas deJudge Dredd, sobre los últimos días deBerlín. Al contarlo ahora puedo notar elinterés que despierta en el Quemado,interés que bien puede ser fingido paraque no me concentre en la partida,estratagema legítima pero vana, pues soycapaz de mover mis Cuerpos con losojos cerrados. En qué consistía el juego—llamado Berlín Bunker—, cuáles eransus objetivos, cómo se conseguía lavictoria —y quién la conseguía— esalgo que nunca quedó del todo claro.Eran doce jugadores que interpretabanel anillo de soldados alrededor de

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Berlín. Seis jugadores interpretaban alPueblo y al Partido y sólo podían jugardentro del anillo protector. Tresjugadores interpretaban a la Dirección ydebían ser capaces de interrelacionar alos dieciocho restantes para que noquedaran fuera del perímetro cuandoéste se contraía, lo que era habitual, ysobre todo para que el perímetro no serompiera, lo que era inevitable. Habíaun último jugador cuya función eraoscura y subterránea; éste podía y debíadesplazarse por la ciudad cercada peroera el único que jamás sabía en dóndeacababa el anillo protector, podía ydebía recorrer la ciudad pero era el

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único que no conocía a ninguno de losdemás jugadores, estaba facultado paradestituir a alguien de la Dirección yascender a uno del Pueblo, por ejemplo,pero esto lo hacía a ciegas, dejandoórdenes escritas y recibiendo informesen un sitio convenido. Su poder era tangrande como su ceguera —inocencia,según Sven Hassel—, su libertad era tangrande como su constante exposición alpeligro. Sobre él se ejercía una suertede tutela invisible y cuidadosa pues lasuerte final de todos dependía de susuerte. El juego, como era previsible,acabó de manera desastrosa, conjugadores perdidos por los suburbios,

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trampas, maquinaciones, protestas,sectores del anillo abandonados al caerla noche, jugadores que durante toda lapartida sólo vieron al árbitro, etcétera.Por descontado ni Conrad ni yoparticipamos, aunque Conrad se tomó lamolestia de seguir los acontecimientosdesde el Gimnasio de la Escuela deTécnicos Industriales que acogía lasJornadas y supo explicarme más tarde eldesconcierto, primero, y luego elhundimiento moral de Sven Hassel antela consumación de su fracaso. Pocosmeses después se marchó de Stuttgart yahora, según Conrad, que lo sabe todo,vive en París y se dedica a pintar. No

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me extrañaría volverlo a ver en elCongreso…).

Pasadas las doce de la noche lasfotocopias pegadas en la paredadquieren un aire fúnebre, puertitashacia el vacío.

—Comienza a refrescar —digo.El Quemado lleva una chaqueta de

pana, demasiado pequeña, sin dudaregalo de un alma caritativa. Lachaqueta es vieja pero de buena calidad;al acercarse al tablero, después decomer, se la quita y la depositadoblándola con cuidado sobre la cama.

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Su disposición, abstraída y correcta, esconmovedora. La libreta donde apuntalos cambios estratégicos y económicosde su alianza (¿o tal vez un diario, comoel mío?) no lo abandona nunca… Parececomo si en el Tercer Reich hubieraencontrado una forma de comunicaciónsatisfactoria. Aquí, junto al mapa y losforce pool, no es un monstruo sino unacabeza que piensa, que se articula encientos de fichas… Es un dictador y uncreador… Además, se divierte… Si nofuera por las fotocopias, yo diría que lehe hecho un favor. Pero aquéllas son unaclara advertencia, el primer aviso deque debo cuidarme.

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—Quemado —le digo—, ¿te gusta eljuego?

—Sí, me gusta.—¿Y crees que porque me has

frenado vas a ganar?—No sé, todavía es pronto.Al abrir el balcón de par en par para

que la noche limpie de humo mihabitación, el Quemado, como un perro,la cara ladeada, hociquea con dificultady dice:

—Dime cuáles son tus otras fichasfavoritas. Cuáles te parecen lasDivisiones más bellas (¡sí, literal!) y lasbatallas más difíciles. Cuéntame cosasde los juegos…

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Con el Lobo y elCordero

El Lobo y el Cordero aparecen en mihabitación. La ausencia de Frau Else hareblandecido las normas aparentementeestrictas del hotel y ahora entra y salequien quiere. La anarquía suavemente seva instalando en todos los estratos delservicio en progresión contraria al finalde los días calurosos. Es como si lagente sólo supiera trabajar cuando seven envueltos, o nos ven envueltos anosotros, los turistas, en sudor. Podríaser una buena ocasión para marcharse

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sin pagar, acción innoble que sólorealizaría en el supuesto de que unduende me garantizara que iba a poderver después la cara de Frau Else, susorpresa, su asombro. Tal vez, con el findel verano y el consiguiente término delcontrato de muchos trabajadorestemporales, la disciplina decae y sucedelo inevitable; hurtos, mal servicio,suciedad. Hoy, por ejemplo, nadie hasubido a hacer la cama. He debidohacerla yo solo. También necesitosábanas limpias. Nadie, al telefonear arecepción, puede darme una explicaciónconvincente. La visita del Lobo y elCordero se produce mientras espero,

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precisamente, que alguien desde lalavandería suba unas sábanas limpias.

—Sólo tenemos un rato libre yhemos aprovechado para venir a verte.No queríamos que te fueras sindespedirnos.

Los tranquilizo. Aún no tengodecidido el día en que me iré.

—Entonces deberíamos salir acelebrado con unas copas.

—Igual te quedas a vivir en elpueblo —dice el Cordero.

—Igual ha encontrado algoimportante por lo que vale la penaquedarse —replica el Lobo, guiñándoleun ojo. ¿Se refiere a Frau Else o a otra

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cosa?—¿Qué fue lo que encontró el

Quemado?—Trabajo —responden ambos,

como si fuera lo más natural.Los dos están trabajando de peones

y van vestidos con ropa apropiada, dedril, manchada de pintura y cemento.

—Se acabó la buena vida —dice elCordero.

Mientras tanto los movimientosnerviosos del Lobo lo llevan hasta elotro extremo de la habitación en dondeobserva con curiosidad el tablero y losforce pool, a esta altura de la guerra uncaos de fichas difíciles de comprender

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para un neófito.—¿Éste es el famoso juego?Muevo la cabeza en señal de

asentimiento. Me gustaría saber quién loha hecho famoso. Probablemente laculpa sólo sea mía.

—¿Y es muy difícil?—El Quemado aprendió —

respondo.—Pero el Quemado es punto y

aparte —dice el Cordero sin husmearalrededor del juego; la verdad es que nisiquiera lo mira de reojo, como sitemiera dejar sus huellas dactilarescerca del cuerpo del delito. ¿FlorianLinden?

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—Si el Quemado aprendió yotambién podría —dice el Lobo.

—¿Es que hablas inglés? ¿Podríasleer las reglas en inglés? —El Corderose dirige al Lobo pero me mira a mí conuna sonrisa cómplice y compasiva.

—Algo, un poco, de cuando eracamarero, no para leer, pero…

—Pero nada, si no eres capaz deleer el Mundo Deportivo en españolcómo vas a ser capaz de tragarte unreglamento en inglés, no digas tonterías.

Por primera vez el pequeñoCordero, al menos ante mí, ha adquiridoun aire de superioridad frente al Lobo.Éste, hechizado aún por el juego, indica

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los hexágonos en donde se desarrolla laBatalla por Inglaterra (¡pero sin tocar elmapa ni los apilamientos de fichas enningún momento!) y dice que según suentender, «por ejemplo», allí, se refiereal suroeste de Londres, «se haproducido o se va a producir unenfrentamiento». Al darle la razón, elLobo hace un gesto con la mano alCordero, que supongo obsceno pero quejamás había visto, y dice ya ves que noes tan difícil.

—No seas payaso, hombre —responde el Cordero, obstinándose en nomirar hacia la mesa.

—De acuerdo, lo he adivinado de

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chiripa, ¿estás contento?La atención del Lobo se desplaza

ahora, cautelosamente, del mapa hacialas fotocopias. Con las manos en jarralas examina, saltando de una a otra sintiempo posible para leerlas. Se diría quelas observa como pinturas.

¿Parte del reglamento? No, claro queno.

—Atestado de la Reunión delConsejo de Ministros del 12 denoviembre de 1938 —lee el Lobo—.¡Esto es el principio de la guerra, coño!

—No, la guerra empieza más tarde.En el otoño del año siguiente. Lasfotocopias simplemente nos ayudan… en

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nuestra puesta en escena. Esta clase dejuegos genera un impulso documentalbastante curioso. Es como siquisiéramos saber todo lo que se hizopara transformar lo que se hizo mal.

—Ya entiendo —dice el Lobo, porsupuesto sin entender nada.

—Es que si lo repitierais todo ya notendría gracia. Dejaría de ser un juego—murmura el Cordero mientras se dejacaer sobre la moqueta obstaculizando elpaso al baño.

—Algo así… Aunque depende delmotivo… del punto de vista…

—¿Cuántos libros es necesario leerpara jugar bien?

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—Todos y ninguno. Para jugar unapartida sin mayores pretensiones bastacon conocer las reglas.

—Las reglas, las reglas, ¿dóndeestán las reglas? —El Lobo, sentado enmi cama, levanta del suelo la caja delTercer Reich y saca las reglas en inglés.Las sopesa con una mano y mueveadmirativamente la cabeza—. No me loexplico…

—¿Qué?—Cómo pudo leer este mamotreto el

Quemado, con la cantidad de trabajo quetenía.

—No exageres, los patines ya no danpelas —dijo el Cordero.

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—Pelas no, pero trabajo no veas. Yohe estado con él, ayudándolo, bajo elsol, y sé lo que es.

—Tú estabas viendo si podíasligarte a una extranjera, no me cuentescuentos…

—Hombre, también…La superioridad, el ascendiente del

Cordero sobre el Lobo, era innegable.Supuse que algo extraordinario le habíaocurrido a este último que trastocaba,aunque fuera momentáneamente, lajerarquía entre ambos.

—No leyó nada. Al Quemado yo leexpliqué las reglas, poco a poco, ¡y conmucha paciencia! —aclaré.

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—Pero luego las leyó. Fotocopió lasreglas y por las noches, en el bar, lasrepasaba subrayando las partes que leinteresaban más. Yo creí que estabaestudiando para sacarse el carnet deconducir; me dijo que no, que eran lasreglas de tu juego.

—¿Fotocopiadas? —El Lobo y elCordero asintieron. Quedé sorprendidopues yo sabía que no había prestado lasreglas a nadie. Cabían dosposibilidades: que estuvieranequivocados, que hubieranmalinterpretado al Quemado o que éstepara sacárselos de encima les contara loprimero que se le vino a la cabeza, o

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bien que tuvieran razón y que elQuemado, sin mi consentimiento,hubiera sustraído el original parafotocopiarlo, poniéndolo en su sitio aldía siguiente. Mientras el Lobo y elCordero se extendían en otrasconsideraciones (la calidad y el confortde la habitación, su precio, las cosasque ellos harían en un lugar como ésteen vez de perder el tiempo con «unpuzzle», etcétera), discurrí lasposibilidades reales que tuvo elQuemado para sacar el reglamento y aldía siguiente, ya fotocopiado, ponerlootra vez en la caja. Ninguna. Excepto laúltima noche siempre iba vestido con

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una camiseta, a mayor abundamientodeshilachada, y pantalones cortos olargos que no dejaban ni mucho menosel espacio requerido para ocultar unlibreto la mitad de voluminoso que eldel Tercer Reich; por lo demás,regularmente entraba y salía escoltadopor mí, y si de natural resultaba difícilimaginar segundas intenciones en elQuemado, más difícil se me hacíaadmitir que yo hubiera pasado por altoun cambio, ¡una protuberancia delatora!,por mínima que fuera, entre la figura delQuemado al llegar y al marcharse. Laconclusión lógica lo exculpaba;materialmente era imposible. En este

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preciso punto hacía su entrada unatercera explicación, a la vez simple einquietante; otra persona, una personadel hotel, utilizando su llave maestra,había estado en mi habitación. Sólo seme ocurría una: el marido de Frau Else.

(Tan sólo el hecho de imaginarlo, depuntillas, entre mis cosas, me revolvíael estómago. Lo conjeturaba alto yesquelético y sin rostro o con el rostroenvuelto en una suerte de nube oscura ycambiante; revisando mis papeles y miropa, atento a las pisadas en el pasillo,al ruido del ascensor, el hijo de puta,como si hubiese estado diez añosesperándome, sólo esperándome y

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aguantando, para llegado el momentolanzarme a su perro quemado ydestrozarme…).

Un ruido que al principio me parecióestrambótico y que más tarde meparecería premonitorio consiguiódevolverme a la realidad.

Llamaban a la puerta.Abrí. Era la camarera con las

sábanas limpias. Con algo debrusquedad, pues su llegada no podíaser más inoportuna, la hice pasar. En esemomento sólo deseaba que terminararápidamente su trabajo, darle unapropina y quedarme un rato más con losespañoles, a quienes sometería a una

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serie de preguntas que se me antojabanimpostergables.

—Ponlas ahora —dije—. Las otraslas entregué por la mañana.

—Hombre, Clarita, qué tal. —ElLobo se tumbó en la cama como pararemarcar su condición de invitado ysaludó con un gesto perezoso y familiar.

La camarera, la misma que segúnFrau Else deseaba mi marcha del hotel,vaciló unos segundos como si se hubieraequivocado de habitación, instante queaprovecharon sus ojos engañosamenteapagados para descubrir al Cordero, aúnsobre la moqueta y saludándola, y actoseguido la timidez o la desconfianza (¡o

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el terror!) que afloraba en ella con sólocruzar el umbral de mi habitación,desapareció. Respondió a los saludoscon una sonrisa y se dispuso, es decirtomó posesión de un lugar estratégicojunto a la cama, a poner las sábanaslimpias.

—Quítate de ahí —ordenó al Lobo.Éste se apoyó en la pared y empezó ahacer dengues y payasadas. Lo observécon curiosidad. Sus muecas, al principiotan sólo imbéciles, iban adquiriendo uncolor, se iban oscureciendo, cada vezmás, hasta entretejer sobre el rostro delLobo una máscara negra apenassuavizada por algunas estrías rojas y

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amarillas.Clarita extendió las sábanas con un

gesto brusco. Aunque no lo aparentabame di cuenta de que estaba nerviosa.

—Cuidado, no vayas a volar lasfichas —advertí.

—¿Qué fichas?—Las de la mesa, las del juego —

dijo el Cordero—. Puedes provocar unterremoto, Clarita.

Indecisa entre seguir con su tarea omarcharse, optó por permanecerinmóvil. Costaba creer que esta chicafuera la misma camarera que tan malaopinión tenía de mí, la que en más deuna ocasión había recibido en silencio

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mis propinas, la que nunca abría la bocaen mi presencia. Ahora se estaba riendo,por fin celebrando las bromas, ydiciendo cosas tales como «nuncaaprenderéis», «mirad como tenéis esto»,«qué desordenados que sois», como sila habitación estuviera alquilada por elLobo y el Cordero y no por mí.

—Yo jamás viviría en un cuartocomo éste —dijo Clarita.

—Yo no vivo aquí, sólo estoy depaso —aclaré.

—Es igual —dijo Clarita—. Esto esun pozo sin fondo.

Más tarde comprendí que se referíaal trabajo, a que el aseo de un cuarto de

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hotel es algo infinito; pero entoncespensé que era una apreciación personaly me entristeció que hasta unaadolescente se sintiera con derecho aemitir un juicio crítico acerca de misituación.

—Necesito hablar contigo, esimportante. —El Lobo rodeó la cama yya sin hacer morisquetas cogió de unbrazo a la camarera. Ésta se estremeciócomo si acabara de recibir la mordidade una víbora.

—Más tarde —dijo, mirándome a míy no a él, una sonrisa crispadainsinuándose en los labios, recabandomi aprobación, ¿pero aprobación de

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qué?—Ahora, Clarita, tenemos que

hablar ahora.—Eso, ahora. —El Cordero se

levantó del suelo y observó conaprobación los dedos que atenazaban elbrazo de la camarera.

Pequeño sádico, pensé, no se atrevíaa zarandearla pero le gustabacontemplar y añadir leña al fuego. Luegovolvió a atraer toda mi atención lamirada de Clarita, una mirada que yahabía despertado mi interés en eldesafortunado incidente de la mesa, peroen aquella ocasión, tal vez porconfrontarla con otra mirada, la de Frau

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Else, ésta permaneció en un segundoplano, en el limbo de las miradas, pararesurgir ahora, densa y quieta como unpaisaje ¿mediterráneo?, ¿africano?

—Hombre, Clarita, la ofendidapareces tú, qué divertido.

—Nos debes una explicación, por lomenos.

—Lo que hiciste no estuvo bien,¿no?

—El Javi está hecho polvo y tú tantranquila.

—De ti ya no quieren saber nada.—Nada de nada.Con un movimiento brusco la

camarera se zafó del Lobo, ¡déjame

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trabajar!, y arregló las sábanas, lasremetió bajo el colchón, cambió la fundade la almohada, extendió y alisó elligero cobertor de color crema;terminado todo, en lugar de marcharse,pues la actividad desplegada habíadejado sin argumentos ni ganas decontinuar al Lobo y al Cordero, se cruzóde brazos al otro lado de la habitación,separada de nosotros por la camainmaculada, y preguntó qué más teníaque escuchar. Por un instante pensé quese dirigía a mí. Su actitud desafiante,que contrastaba en extremo con sutamaño, parecía estar cargada desímbolos que sólo yo podía leer.

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—Contra ti no tengo nada. El Javi esun gilipollas. —El Lobo se sentó en unaesquina de la cama y comenzó a liar uncanuto de hachís mientras una arruga seextendía, nítida, única, hasta tocar elotro extremo del cobertor, el precipicio.

—Un tonto del culo —dijo elCordero.

Yo sonreí y moví varias veces lacabeza como dando a entender a Claritaque me hacía cargo de la situación. Noquise decir nada aunque en el fondo memolestaba que sin mi permiso setomaran la confianza de fumar en mihabitación. ¿Qué pensaría Frau Else siapareciera de improviso? ¿Qué opinión

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se formarían de mí los clientes yempleados del hotel si esto llegaba a susoídos? ¿Quién, en última instancia,podía asegurarme que Clarita no se iríade la lengua?

—¿Quieres? —El Lobo chupó unpar de veces el canuto y me lo pasó. Porno quedar mal, por timidez, aspiréprofundamente una sola vezcongratulándome de no encontrar elfiltro mojado y se lo alcancé a Clarita.Inevitablemente nuestros dedos serozaron, tal vez más tiempo de loconveniente, y tuve la impresión de quesus mejillas enrojecían. Con un gesto deresignación, en realidad una manera

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implícita de dar por zanjada lamisteriosa cuestión que sostenía con losespañoles, la camarera se sentó junto ala mesa, de espaldas al balcón, y dejóconcienzudamente que el humo delcigarrillo cubriera el mapa. ¡Qué juegomás complicado!, dijo en voz alta, yañadió, en un susurro, ¡sólo para mentes!

El Lobo y el Cordero se miraron, nopuedo afirmar si consternados oindecisos, y luego buscaron miaprobación, ellos también, pero yo sólopodía mirar a Clarita, y más que aClarita al humo, a la inmensa nube dehumo suspendida sobre Europa, azul yhialina, renovada por los labios oscuros

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de la chica, que expelía conminuciosidad de constructora los finos ylargos tubos de humo que luego seachataban, a ras de Francia, deAlemania, de los vastos espacios delEste.

—Hombre, Clarita, pásalo —sequejó el Cordero. Como si la sacáramosde un sueño hermoso y heroico, lacamarera nos miró y sin levantarseextendió el brazo con el canuto en lapunta de los dedos; tenía los brazosflacos moteados de pequeños círculosmás claros que el resto de la piel. Sugeríque tal vez se encontrase mal, que noestuviera acostumbrada a fumar, que

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mejor sería que cada quien volviera a losuyo, incluyendo en esto último al Loboy al Cordero.

—Qué va, le encanta —dijo el Lobo,pasándome el canuto que esta vez síestaba baboseado y que fumé con loslabios vueltos hacia dentro.

—¿Qué es lo que me encanta?—Los porros, guarra —escupió el

Cordero.—No es verdad —dijo Clarita,

poniéndose de pie de un salto con ungesto más teatral que espontáneo.

—Tranquila, Clarita, tranquila —dijo el Lobo con una voz de prontomelosa, aterciopelada, amariconada

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incluso, mientras la sujetaba por unhombro y con la mano libre le dabagolpecitos en las costillas—, no vayas atirar las fichas, qué pensaría nuestroamigo alemán, que eres una tonta,¿verdad?, y tú de tonta, nada.

El Cordero me guiñó un ojo y sesentó en la cama, detrás de la camarera,haciendo mimos sexuales doblementesilenciosos pues hasta su risa de oreja aoreja estaba vuelta no hacia mí o laespalda de Clarita sino hacia… unasuerte de reino de lo pétreo…, una zonamuda (con los ojos abiertos en carneviva) que subrepticiamente se habíainstalado en la mitad de mi habitación,

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digamos… desde la cama hasta la paredcondecorada con las fotocopias.

La mano del Lobo, que sólo entoncespercibí que estaba empuñada y que losgolpecitos podían haber dolido, se abrióy ciñó un pecho de la camarera. Elcuerpo de Clarita materialmente pareciórendirse, ablandado por la seguridadcon que el Lobo la exploraba. Sinlevantarse de la cama, el troncoanormalmente rígido y moviendo losbrazos como un muñeco articulado, elCordero se apoderó con ambas manosde las nalgas de la chica y murmuró unaobscenidad. Dijo puta, o zorra, o sucia.Pensé que iba a asistir a una violación y

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recordé las palabras del señor Pere enel Costa Brava sobre las estadísticas deviolaciones en el pueblo. Fueran o noésas sus intenciones, no tenían prisa: porun instante los tres configuraron uncuadro vivo en donde lo único disonanteera la voz de Clarita, que de tanto entanto decía no, cada vez con distintarotundidad, como si desconociera ybuscara el tono más apropiado paranegarse.

—¿La ponemos más cómoda? —Lapregunta era para mí.

—Hombre, claro, así estará mejor—dijo el Cordero.

Asentí con la cabeza pero ninguno

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de los tres se movió: el Lobo de piesujetando por la cintura a una Claritaque parecía tener lana en lugar demúsculos y huesos, y el Cordero en elborde de la cama acariciando las nalgasde la chica con movimientos circulares yacompasados como si mezclara fichasde dominó. Tanta falta de dinamismo mellevó a un acto irreflexivo. Pensé si nosería todo un montaje, una trampa paradejarme en ridículo, una broma curiosaapta para ser disfrutada sólo por ellos.Deduje que si tenía razón el pasillo enese momento no estaría vacío. Puestoque era yo quien estaba más cerca de lapuerta no me costaba nada alargar la

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mano y abrirla y despejar mis dudas.Con un movimiento innecesariamenterápido, eso hice. No había nadie. Noobstante, mantuve la puerta abierta.Como si hubieran recibido un balde deagua fría el Lobo y el Corderointerrumpieron sus manoseas con unsalto, la camarera, por el contrario, meobsequió con una mirada de simpatíaque supe apreciar y entender. Le ordenéque se marchara. ¡En el acto y sinrechistar! Obediente, Clarita se despidióde los españoles y se alejó por elpasillo con un paso cansino familiar atodas las camareras de hoteles; vista deespaldas parecía indefensa y poco

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atractiva. Probablemente lo fuera.Al quedarnos solos, y con los

españoles aún no repuestos de lasorpresa, pregunté con tono que noadmitía réplica ni subterfugios si Charlyhabía violado a alguien. En ese instantetenía la certeza de que un dios inspirabamis palabras. El Lobo y el Corderocruzaron una mirada en la que semezclaban a iguales dosis laincomprensión y el recelo. ¡Nosospechaban lo que se les venía encima!

—¿Violado a una chica? ¿El pobreCharly, que en paz descanse?

—El cabrón de Charly —asentí.Creo que estaba dispuesto a sacarles

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la verdad incluso a golpes. El único quepodía resultar un oponente digno deconsideración era el Lobo; el Corderomedía apenas un metro sesenta ypertenecía al tipo escuchimizado quequeda fuera de combate a la primerabofetada. Aunque no debía fiarmetampoco existían razones para procedercon mayor cautela. Mi situaciónestratégica era óptima para una pelea:dominaba la única salida, que podíabloquear cuando lo creyese convenienteo utilizarla como vía de escape si lascosas iban mal. Y contaba con el factorsorpresa. Con el terror de lasconfesiones imprevistas. Con la

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previsible poca agilidad mental delLobo y el Cordero. Ahora bien, si he deser sincero, nada de esto había sidoplaneado; simplemente sucedió, como enlas películas de misterio en donde se veuna imagen, una y otra vez, hasta que tedas cuenta de que es la clave del crimen.

—Hombre, respetemos a losmuertos, más si fueron amigos —dijo elCordero.

—Mierda —grité.Ambos estaban pálidos y comprendí

que no iban a pelear, que sólo queríansalir de la habitación lo antes posible.

—¿A quién quieres que hayaviolado?

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—Eso es lo que quiero saber. ¿AHanna? —dije.

El Lobo me miró como se mira a unloco o a un niño:

—Hanna era su mujer, ¿cómoquieres que la violara?

—¿Lo hizo o no lo hizo?—No, hombre, claro que no, qué

ideas se te ocurren —dijo el Cordero.—Charly no violó a nadie —dijo el

Lobo—. Era un trozo de pan.—¿Charly era un trozo de pan?—Parece mentira que siendo su

amigo no lo supieras.—No era mi amigo.El Lobo se rió con una risa profunda

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y breve, sin reparos, nacida de loshuesos, y dijo que ya se había dadocuenta, que no creyera, que él no era tanimbécil. Luego volvió a afirmar queCharly era una buena persona, incapazde forzar a nadie, y que si a alguienintentaron darle por el culo fue a él, aCharly, la noche aquella en que dejó aIngeborg y Hanna tiradas en la carretera.Al regresar al pueblo se emborrachó conunos extraños; según el Lobo debió serun grupo de extranjeros, posiblementealemanes. Del bar marcharon todos, unnúmero impreciso, sólo hombres, a laplaya. Charly recordaba losimproperios, no todos dirigidos a él, los

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empujones, acaso bromas pesadas y elintento de bajarle los pantalones.

—¿Lo violaron a él, entonces?—No. Ahuyentó al que tenía encima

con una patada y se marchó. No eranmuchos y Charly era fuerte. Pero estababastante molesto y quería vengarse. Fuea buscarme a mi casa. Cuando volvimosen la playa no había nadie.

Les creí; el silencio de la habitación,el ruido apagado del Paseo Marítimo,incluso el sol que se ocultaba y el marvelado por las cortinas del balcón, todoestaba a favor de aquel par demiserables.

—Crees que lo de Charly fue un

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suicidio, ¿verdad? Pues no lo fue,Charly jamás se hubiera suicidado. Fueun accidente.

Los tres abandonamos las posicionesdefensivas e interrogantes y sintransición adoptamos una actitud triste(aunque la palabra es excesiva eimprecisa) que nos llevó a sentarnos enla cama o en el suelo, los tres bajo eltibio manto de la solidaridad, como side verdad fuéramos amigos oacabáramos de jodernos a la camarera,pronunciando lentamente discursosbreves que los otros jaleaban conmonosílabos, y aguantando la otrapresencia, la latidora, que nos enseñaba

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su espalda potente en el otro extremo dela habitación.

Por suerte el Cordero volvió aencender el cigarrillo de hachís y nos lofuimos pasando hasta que se acabó. Nohabía más. La ceniza desparramadasobre la moqueta el Lobo se encargó deesparcirla con un soplido.

Salimos juntos a beber cervezas enel Rincón de los Andaluces.

El bar estaba vacío y cantamos unacanción.

Una hora después ya no podíasoportarlos y me despedí.

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Mis GeneralesFavoritos

No busco en ellos la perfección. ¿Laperfección, en un tablero, qué significasino la muerte, el vacío? En losnombres, en las carreras fulgurantes, enaquello que configurará la memoria,busco la imagen de sus manos entre laniebla, blancas y seguras, busco sus ojosobservando batallas (aunque soncontadas las fotos que los muestran enesa disposición), imperfectos ysingulares, delicados, distantes, hoscos,audaces, prudentes, en todos es dable

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encontrar valor y amor. En Manstein, enGuderian, en Rommel. Mis GeneralesFavoritos. Y en Rundstedt, en Van Bock,en Van Leeb. Ni en ellos ni en los otrosdemando perfección; me quedo con losrostros, abiertos o impenetrables, conlos despachos, a veces sólo con unnombre y un acto minúsculo. Inclusoolvido si Fulano comenzó la guerramandando una División o un Cuerpo, siera más eficaz al frente de carros decombate o de infantería, confundo losescenarios y las operaciones. No poreso brillan menos. La totalidad losdifumina, según la perspectiva, perosiempre los contiene. Ninguna gesta,

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ninguna flaqueza, ninguna resistenciabreve o prolongada se pierde. Si elQuemado supiera y apreciara algo laliteratura alemana de este siglo (¡y esprobable que sepa y que la aprecie!) lediría que Manstein es comparable aGunther Grass y que Rommel escomparable a… Celan. De igual maneraPaulus es comparable a Trakl y supredecesor, Reichenau, a HeinrichHann. Guderian es el par de Jünger yKluge de Boll. No lo entendería. Almenos no lo entendería aún. Por elcontrario, a mí me resulta fácil buscarlesocupaciones, motes, hobbies, tipos decasa, estaciones del año, etcétera. O

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pasarme horas comparando y haciendoestadísticas con sus respectivas hojas deservicios. Ordenándolos yreordenándolos: por juegos, porcondecoraciones, por victorias, porderrotas, por años de vida, por librospublicados. No son ni parecen santospero a veces los he visto en el cielo,como en una película, sus rostrossobreimpresos en las nubes,sonriéndonos, mirando hacia elhorizonte, ensayando saludos, algunosasintiendo, como si despejaran dudas noformuladas. Comparten nubes y cielocon los generales de Federico el Grandecomo si ambos tiempos y todos los

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juegos se fundieran en un solo chorro devapor. (¡A veces imagino que Conradestá enfermo, internado en un hospital,sin visitas, aunque tal vez yo esté de piejunto a la puerta, y en su agoníadescubre, reflejados en la pared, losmapas y las fichas que ya no volverá atocar! ¡El tiempo de Federico y de todoslos generales escapados de las leyes delotro mundo! ¡El hueco que golpea elpuño de mi pobre Conrad!). Figurassimpáticas, pese a todo. Como Model elTitán, Schorner el Ogro, Rendulio elBastardo, Arnim el Obediente,Witzleben la Ardilla, Blaskowitz elRecto, Knobelsdorff el Comodín, Balck

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el Puño, Manteuffel el Intrépido, Studentel Colmillo, Hausser el Negro, Dietrichel Autodidacta, Heinrici la Roca, Buschel Nervioso, Hoth el Flaco, Kleist elAstrónomo, Paulus el Triste, Breith elSilencioso, Viettinghoff el Obstinado,Bayerlein el Estudioso, Hoeppner elCiego, Salmuth el Académico, Geyr elInconstante, List el Luminoso, Reinhardtel Mudito, Meindl el Jabalí, Dietl elPatinador, Whüler el Terco, Chevallerieel Distraído, Bittrich la Pesadilla,Falkenhorst el Saltador, Wenck elCarpintero, Nehring el Entusiasta,Weichs el Listo, Eberbach el Depresivo,Dollman el Cardiaco, Halder el

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Mayordomo, Sodenstern el Veloz,Kesselring la Montaña, Küchler elEnsimismado, Hube el Inagotable,Zangen el Oscuro, Weiss elTransparente, Friessner el Cojo, Stummeel Cenizo, Mackensen el Invisible,Lindemann el Ingeniero, Westphal elCalígrafo, Marcks el Resentido,Stulpnagel el Elegante, Van Thoma elLenguaraz… Empotrados en el Cielo…En la misma nube que Ferdinand,Brunswick, Schwerin, Lehwaldt,Ziethen, Dohna, Kleist, Wedell,generales de Federico… En la mismanube que el Ejército de Blüchervencedor en Waterloo: Bulow, Ziethen,

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Pirch, Thielman, Hiller, Losthin,Schwerin, Schulenberg, Watzdorf,Jagow, Tippelskirchen, etcétera. Figurasemblemáticas capaces de entrar a sacoen todos los sueños al grito de ¡Eureka!,¡Eureka!, ¡Despierta! para que abras losojos, si has podido escuchar su llamadasin temor, y encuentres a los pies de lacama a las Situaciones Favoritas quefueron y a las Situaciones Favoritas quepudieron haber sido. Entre las primerassubrayaría la cabalgada de Rommel conla 7ª Blindada en 1940, Student cayendosobre Creta, el avance de Kleist con el1er Ejército Blindado por el Cáucaso, laofensiva del 5º Ejército Blindado de

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Manteuffel en las Ardenas, la campañadel 11º Ejército de Manstein en Crimea,el cañón Dora en sí mismo, la Banderaen el Elbrus por sí misma, la resistenciade Hube en Rusia y en Sicilia, el 10ºEjército de Reichenau rompiéndoles elcuello a los polacos. De entre lasSituaciones Favoritas que no fueron,tengo especial predilección por la tomade Moscú por las tropas de Kluge, porla conquista de Stalingrado por lastropas de Relchenau y no de Paulus, porel desembarco del 9° y 16° Ejército enGran Bretaña con lanzamiento deparacaidistas incluido, por laconsecución de la línea Astrakhan-

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Arcángel, por el éxito en Kursk yMortain, por la retirada en orden hastael otro lado del Sena, por la reconquistade Budapest, por la reconquista deAmberes, por la resistencia indefinidaen Curlandia y Konigsberg, por lafirmeza de la línea del Oder, por elReducto Alpino, por la muerte de laZarina y el cambio de alianzas…Tontorronadas, boberías, fastos inútiles,como dice Conrad, para no ver el últimoadiós de los generales: satisfechos en lavictoria, buenos perdedores en laderrota. Incluso en la derrota absoluta.Guiñan un ojo, ensayan saludosmilitares, contemplan el horizonte o

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mueven la cabeza asintiendo. ¿Quétienen que ver ellos con este hotel que secae a pedazos? Nada, pero ayudan;confortan. Prolongan el adiós hasta laeternidad y hacen que recuerde viejaspartidas, tardes, noches, de las que sóloresta no el triunfo ni el fracaso sino unmovimiento, una finta, un choque, y laspalmadas de los amigos en la espalda.

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Otoño del 42. Inviernodel 42

—Pensé que te habías ido —dice elQuemado.

—¿Adónde?—A tu pueblo, a Alemania.—¿Por qué iba a irme, Quemado?

¿Crees que tengo miedo?El Quemado dice no no no no, muy

despacio, casi sin mover los labios,evitando que mi mirada encuentre lasuya; sólo mira con fijeza el tablero, lodemás apenas atrae unos segundos suatención. Nervioso, se desplaza de

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pared a pared, como un prisionero, peroelude la zona del balcón como sipretendiera no ser descubierto desde lacalle; lleva una camiseta de manga cortay en el brazo, sobre las quemaduras,puede verse una lámina de musgo verde,muy tenue, posiblemente los restos deuna crema. Hoy, sin embargo, no hahabido sol, y que yo recuerde ni en losdías más tórridos lo he visto poniéndosecrema. ¿He de deducir que se trata deuna floración de su piel? ¿Lo que yotomo por musgo es piel nueva,recompuesta? ¿Ésta es la manera quetiene su organismo de cambiar el pellejomuerto? Sea lo que fuere, da asco. Por

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sus gestos se diría que algo le preocupa,aunque con estos tipos uno nunca sabe aqué atenerse. Por lo pronto su suerte conlos dados es abrumadora. Todo le salebien, incluso los ataques másdesventajosos. Si sus movimientosobedecen a una estrategia global o sonproducto del azar, del ir golpeando aquíy allá, lo ignoro, pero es innegable quela suerte del principiante lo acompaña.En Rusia, después de sucesivos ataquesy contraataques, debo retroceder hasta lalínea Leningrado-Kalinin-Tula-Stalingrado-Elista, al tiempo que unanueva amenaza roja se cierne por elextremo sur, en el Cáucaso, de doble

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dirección: hacia Maikop, casi sindefensas, y hacia Elista. En Inglaterralogro conservar al menos un hexágono,Portsmouth, después de una ofensiva enmasa de las unidades angloamericanas,que pese a todo no consiguen supropósito de expulsarme de la isla.Manteniendo Portsmouth sigue en pie laamenaza a Londres. En Marruecos elQuemado desembarca dos cuerpos deinfantería americanos, única jugadasimplona a la que no veo otro objetivoque incordiar y sustraer fuerzasalemanas de otros frentes. El grueso demi Ejército está en Rusia y por ahora nocreo que pueda sacar de allí ni siquiera

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una ficha de reemplazos.—¿Y si creías que ya no estaba, por

qué has venido?—Porque tenemos un compromiso.—¿Tenemos un compromiso, tú y yo,

Quemado?—Sí. Jugamos por las noches, ése es

el compromiso; yo vengo aunque tú noestés, hasta que termine el juego.

—Un día no te dejarán entrar o teecharán a patadas.

—Puede ser.—También un día decidiré

marcharme y como no siempre es fácilverte tal vez no pueda despedirme de ti.Puedo dejarte una nota en los patines,

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cierto, si aún están en la playa. Pero undía me marcharé de improviso y todohabrá terminado antes del 45.

El Quemado sonríe ferozmente (y ensu ferocidad es dable adivinar lashuellas de una geometría precisa einsana) con la certeza de que sus patinesseguirán en la playa aunque todos lospatines del pueblo se retiren a cuartelesde invierno; la fortaleza continuará en laplaya, él seguirá esperándome a mí o ala sombra pese a que no haya turistas olleguen las lluvias. Su obstinación esuna suerte de cárcel.

—La verdad es que no hay nada,Quemado. ¿Tú entiendes compromiso

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por obligación?—No, para mí es un pacto.—Pues no tenemos ninguna clase de

pacto, sólo estamos jugando un juego,nada más.

El Quemado sonríe, dice que sí, quelo entiende, que nada más, y en el fragordel combate, mientras los dados lofavorecen, extrae del bolsillo delpantalón, dobladas en cuatro, nuevasfotocopias que me ofrece. Algunospárrafos están subrayados y en el papelse aprecian manchas de grasa y cervezade una probable relectura en la mesa deun bar. Al igual que en la primeraentrega una voz interior dicta mis

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reacciones; así, en vez de recriminarleel regalo detrás del cual bien puedeesconderse un insulto o unaprovocación, aunque también puede serla inocente mecánica con que elQuemado se suma a mis cavilaciones,¡política y no historia militar!, procedotranquilamente a clavarlas junto a lasprimeras fotocopias, de tal manera queal final de la operación la pared de lacabecera luce un aire por completodistinto del habitual. Por un instantetengo la impresión de estar en lahabitación de otro, ¿de un corresponsalextranjero en un país caliente yviolento? También: la habitación parece

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más pequeña. ¿De dónde son lasfotocopias? De dos libros, uno deZutano y el otro de Mengano. No losconozco. ¿Qué tipo de leccionesestratégicas puede extraerse de ellos? ElQuemado desvía la mirada, luego sonríeabiertamente y dice que no es oportunorevelar sus planes; su intención eshacerme reír; por cortesía, eso hago.

Al día siguiente el Quemado vuelvecon más fuerza, si cabe. Ataca en el Estey yo debo retroceder otra vez, acumulaefectivos en Gran Bretaña y comienza amoverse, aunque por ahora muylentamente, desde Marruecos y Egipto.La mancha en el brazo ha desaparecido.

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Sólo resta la quemadura, lisa y llana.Sus desplazamientos por la habitaciónson seguros, incluso gráciles, y ya notransparentan el nerviosismo del díaanterior. Eso sí: habla poco. Su temapreferido es el juego, el mundo de losjuegos, los clubes, revistas,campeonatos, partidas porcorrespondencia, congresos, etcétera, ytodos mis intentos por llevar la charlahacia otros terrenos, como por ejemploquién le dio las fotocopias delreglamento del Tercer Reich, son vanos.Ante lo que no quiere escuchar adoptauna actitud de piedra o de buey.Simplemente no se da por aludido. Es

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probable que mi táctica en este aspectopeque de delicadeza. Soy cauto y en elfondo procuro no herir sus sentimientos.El Quemado tal vez sea mi enemigo peroes un buen enemigo y no hay muchodonde escoger. ¿Qué sucedería si lehablara con claridad, si le dijese lo queel Lobo y el Cordero me contaron y lepidiese una explicación?Probablemente, al final, debería escogerentre su palabra y la de los españoles.Prefiero no hacerla. Así que hablamosde los juegos y los jugadores, un temasin fin que al Quemado pareceinteresarle. Creo que si me lo llevaraconmigo a Stuttgart, no ¡a París!, se

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convertiría en la estrella de las partidas;la sensación de ridículo, estúpida, lo sé,pero real, que a veces he padecido alllegar a un club y ver desde lejos apersonas mayores afanándose en laresolución de problemas militares quepara el resto de la gente son aguapasada, se esfumaría tan sólo con supresencia. Su rostro chamuscadoconfiere soberanía al acto de jugar.Cuando le pregunto si le gustaría venirconmigo a París, se le encienden losojos y sólo después mueve la cabezanegándolo. ¿Conoces París, Quemado?No, jamás ha estado allí. ¿Te gustaríair? Le gustaría pero no puede. Le

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gustaría jugar con otros, muchaspartidas, «una detrás de otra», pero nopuede. Sólo me tiene a mí y seconforma. Bueno, no es poco, yo soy elcampeón. Eso lo conforta. Pero legustaría, de todas formas, jugar conotros, aunque no piensa comprar eljuego (al menos nada dice al respecto) eincluso en un momento de su discursotengo la impresión de que estamoshablando de asuntos distintos. Medocumento, dice. Tras un esfuerzocomprendo que se refiere a lasfotocopias. No puedo evitar la risa.

—¿Sigues visitando la biblioteca,Quemado?

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—Sí.—¿Y sólo sacas libros de guerra?—Ahora sí, antes no.—¿Antes de qué?—De empezar a jugar contigo.—¿Y qué clase de libros sacabas

antes, Quemado?—Poemas.—¿Libros de poesía? Qué hermoso.

¿Y qué clase de libros eran ésos?El Quemado me mira como si

estuviera frente a un paleto:—Vallejo, Neruda, Lorca… ¿Los

conoces?—No. ¿Y aprendías los versos de

memoria?

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—Tengo muy mala memoria.—¿Pero te acuerdas de algo?

¿Puedes recitarme algo para que mehaga una idea?

—No, sólo recuerdo sensaciones.—¿Qué tipo de sensaciones? Dime

una.—La desesperación…—¿Ya está? ¿Eso es todo?—La desesperación, la altura, el

mar, cosas no cerradas, abiertas de paren par, como si el pecho te explotara.

—Sí, entiendo. ¿Y desde cuándo hasdejado los poemas, Quemado? ¿Desdeque empezamos el Tercer Reich? Si lollego a saber, no juego. A mí también me

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gusta mucho la poesía.—¿Qué poetas te gustan?—A mí me gusta Goethe, Quemado.Y así hasta que llega la hora de

marcharse.

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17 de septiembre

Salí del hotel a las cinco de la tarde,después de hablar por teléfono conConrad, de soñar con el Quemado y dehacer el amor con Clarita. La cabeza mezumbaba, lo que atribuí a falta dealimentos, por lo que encaminé mispasos a la parte vieja del pueblodispuesto a comer en un restaurante alque ya había echado el ojo.Lamentablemente lo encontré cerrado yde pronto me vi andando por callejuelasque nunca había pisado, en un barrio decalles estrechas pero limpias, de

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espaldas a la zona comercial y al puertode los pescadores, cada vez más absortoen mis pensamientos, entregado alsimple goce del entorno, ya sin hambre ycon ánimo de prolongar el paseo hasta elanochecer. En esta perspectiva estabacuando escuché que alguien me llamabapor mi nombre. Señor Berger. Alvolverme vi que se trataba de unmuchacho cuyo rostro, aunquevagamente familiar, no reconocí. Susaludo es efusivo. Pensé que podríatratarse de alguno de los amigos que mihermano y yo hicimos en el pueblo diezaños atrás. Tal posibilidad me hace deantemano feliz. Un rayo de sol le da

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justo en la cara, por lo que el muchachono deja de parpadear. Las palabrassalen a borbotones de su boca ydifícilmente comprendo una cuarta partede lo que dice. Sus dos manosextendidas me sujetan por los codoscomo para asegurarse de que no meescabulliré. La situación tiene visos deprolongarse indefinidamente. Por fin,exasperado, le confieso que no consigorecordarlo. Soy el de la Cruz Roja, elque lo ayudó con los papeleos de suamigo. ¡Nos conocimos en aquellastristes circunstancias! Con ademánresuelto extrae del bolsillo una especiede carnet arrugado que lo identifica

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como miembro de la Cruz Roja del Mar.Resuelto todo, ambos suspiramos y nosreímos. Acto seguido soy invitado atomar una cerveza que no tuve reparosen aceptar. Con no poca sorpresa me dicuenta de que no iríamos a un bar sino ala casa del socorrista, a pocos pasos deallí, en la misma calle, en un tercer pisooscuro y polvoriento.

Mi habitación en el Del Mar era másamplia que aquella casa en su conjunto,pero la buena voluntad de mi anfitriónsuplía las carencias materiales. Sunombre era Alfons y según dijoestudiaba en una escuela nocturna: eltrampolín para instalarse después en

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Barcelona. Su meta: convertirse endiseñador o pintor, misión imposible sela mirara por donde se la mirara, ajuzgar por su ropa, por los carteles quevendaban hasta el último trozo de pared,por el amasijo de muebles, todo de unmal gusto abominable. Ahora bien, elcarácter del socorrista tenía algo desingular. No habíamos cruzado más dedos palabras, sentado yo en un viejosillón cubierto con una manta conmotivos indios y él en una sillaprobablemente de su invención, cuandopreguntó de sopetón si yo «también» eraartista. Contesté vagamente que escribíaartículos. ¿Dónde? En Stuttgart, en

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Colonia, a veces en Milán, NuevaYork… Lo sabía, dijo el socorrista. ¿Dequé forma podías saberlo? Por la cara.Leo las caras como si se tratara delibros. Algo en su tono o tal vez en laspalabras que empleó hizo que mepusiera en guardia. Intenté cambiar detema pero él sólo quería hablar de arte ylo dejé.

Alfons era un pesado pero al cabodescubrí que no se estaba mal allí,bebiendo en silencio y protegido de loque pasaba en el pueblo, es decir de loque se fraguaba en las mentes delQuemado, del Lobo, del Cordero, delesposo de Frau Else, por el aura de

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hermandad que el socorristaimplícitamente había desplegadoalrededor de ambos. Debajo de nuestrapiel éramos colegas y como dice elpoeta: nos habíamos reconocido en laoscuridad —en este caso, él me habíareconocido con su especial don— y noshabíamos abrazado.

Arrullado por sus historias dehablador empedernido a las que noprestaba la menor atención recordé loshechos sobresalientes de aquel día. Enprimer lugar, por orden cronológico, laconversación telefónica con Conrad,breve, pues llamaba él, y quebásicamente versó sobre las medidas

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disciplinarias que mi oficina pensabatomar si no aparecía en las próximas 48horas. En segundo lugar, Clarita, quiendespués de ordenar la habitaciónaccedió sin muchos remilgos a hacer elamor conmigo, tan pequeña que si yohubiera podido en una suerte deproyección astral mirar la cama desde eltecho seguramente habría visto sólo miespalda y tal vez las puntas de sus pies.Y finalmente la pesadilla, de la cual eraculpable en parte la camarera, puesterminada nuestra sesión, aun antes deque se vistiera y volviera a sus tareas,caí envuelto en una somnolencia extraña,como si estuviera narcotizado, y tuve el

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siguiente sueño. Caminaba por el PaseoMarítimo a las doce de la nochesabiendo que en mi habitación meesperaba Ingeborg. La calle, losedificios, la playa, el mismo mar sicabe, eran mucho más grandes que en larealidad, como si el pueblo hubiera sidotransformado para recibir gigantes. Porel contrario, las estrellas, aunquenumerosas como es habitual en lasnoches de verano, eran sensiblementemás pequeñas, puntas de alfileres quesólo daban un aire de enfermedad a labóveda nocturna. Mi paso era rápidomas no por ello aparecía en el horizonteel Del Mar. Entonces, cuando ya

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desesperaba, de la playa surgía con pasocansino el Quemado llevando una cajade cartón bajo el brazo. Sin saludarmese sentaba en el parapeto y señalabahacia el mar, hacia la oscuridad. Pese aque yo guardaba una cauta distancia deunos diez metros, las letras y los coloresanaranjados de la caja resultabanperfectamente visibles y familiares: erael Tercer Reich, mi Tercer Reich. ¿Quéhacía el Quemado, a esas horas, con mijuego? ¿Acaso había ido al hotel eIngeborg por despecho se lo habíaregalado? ¿Lo había robado? Preferíesperar sin hacer ninguna clase depreguntas pues intuía que en la

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oscuridad, entre el mar y el Paseo, habíaotra persona y pensé que ya tendríamostiempo el Quemado y yo para resolvernuestros asuntos en privado. Así que mequedé en silencio y aguardé. ElQuemado abrió la caja y comenzó adesplegar el juego en el parapeto. Va aestropear las fichas, pensé, pero seguísin decir nada. La brisa nocturna movióun par de veces el tablero. No recuerdoen qué momento el Quemado dispuso lasunidades en unas posiciones que nuncaantes había visto. Mal asunto paraAlemania. Tú llevas a Alemania, dijo elQuemado. Tomé asiento en el parapeto,frente a él, y estudié la situación. Sí, mal

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asunto, todos los frentes a punto deromperse y la economía hundida, sinFuerza Aérea, sin Marina de Guerra, ycon un Ejército de Tierra insuficientepara tan grandes enemigos. Una lucecitaroja se encendió dentro de mi cabeza.¿Qué nos jugamos?, pregunté. ¿Nosjugamos el campeonato de Alemania oel campeonato de España? El Quemadomovió la cabeza negativamente y volvióa señalar hacia donde rompían las olas,hacia donde se levantaba, enorme ylóbrega, la fortaleza de patines. ¿Quénos jugamos?, insistí con los ojosempañados en lágrimas. Tenía laimpresión, horrible, de que el mar se

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acercaba hacia el Paseo, sin prisas y sinpausas, indefectiblemente. Lo único queimporta, respondió el Quemado,evitando mirarme. La situación de misEjércitos no daba lugar a demasiadasesperanzas pero hice un esfuerzo parajugar con el máximo de precisiónposible y rehíce los frentes. No pensabaentregarme sin luchar.

—¿Qué es lo único que importa? —dije, vigilando el movimiento del mar.

—La vida. —Los Ejércitos delQuemado comenzaron a triturarmetódicamente mis líneas.

¿El que pierda, pierde la vida?Debía estar loco, pensé, mientras la

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marea seguía subiendo, desmesurada,como nunca antes la había visto enEspaña ni en ninguna otra parte.

—El ganador dispone de la vida delperdedor. —El Quemado rompió mifrente por cuatro lugares distintos ypenetró en Alemania por Budapest.

—Yo no quiero tu vida, Quemado,no exageremos —dije, trasladando a laregión de Viena mi única reserva.

El mar lamía ya el borde delparapeto. Comencé a sentir temblorespor todo el cuerpo. Las sombras de losedificios estaban tragándose la escasaluz que aún iluminaba el Paseo.

—¡Además este escenario está

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hecho expresamente para que Alemaniapierda!

El nivel del agua trepó por lasescaleras de la playa y se desparramó alo ancho de la acera; piensa muy bien tupróxima jugada, advirtió el Quemado, ycomenzó a alejarse, chapoteando, rumboal Del Mar; aquél era el único sonidoque se escuchaba. Como un vendavalpasaron por mi cabeza las imágenes deIngeborg sola en la habitación, de FrauElse sola en un pasillo entre lalavandería y la cocina, de la pobreClarita saliendo del trabajo por lapuerta de servicio, cansada y flaca comoun palo de escoba. El agua era negra y

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ahora me llegaba hasta los tobillos. Unaespecie de parálisis impedía quemoviera los brazos y las piernas de talmodo que no podía reorganizar misfichas en el mapa ni echar a correrdetrás del Quemado. El dado, blancocomo la luna, estaba con el 1 vueltohacia arriba. Podía mover el cuello ypodía hablar (al menos, murmurar) peropoco más. Pronto el agua arrebató eltablero del parapeto y éste, junto con losforce pool y las fichas, comenzó a flotary a alejarse de mí. ¿Hacia dónde irían?¿Hacia el hotel o hacia la parte vieja delpueblo? ¿Los encontraría alguien algúndía? ¿Y si así era serían capaces de

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reconocer en aquel mapa el mapa debatallas del Tercer Reich y en aquellasfichas los cuerpos blindados y deinfantería, la aviación, la marina delTercer Reich? Por supuesto que no. Lasfichas, más de quinientas, boyaríanjuntas los primeros minutos, luegoinevitablemente se separarían, hastaperderse en el fondo del mar; el mapa ylos force pool, más grandes, ofreceríanmayor resistencia e incluso cabía laposibilidad de que el oleaje los vararaen un roquería donde se pudriríanapaciblemente. Con el agua hasta elcuello pensé que al fin y al cabo sólo setrataba de trozos de cartón. No puedo

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decir que estuviera angustiado.Tranquilo y sin esperanzas de salvarmeaguardaba el instante en que el agua mecubriría. Entonces surgieron en el áreailuminada por las farolas los patines delQuemado. Asumiendo una de lasmúltiples formaciones en cuña (un patína la cabeza, seis de dos en fondo y trescerrando la marcha) se deslizaban sinruidos, sincronizados y gallardos a sumodo, como si el diluvio fuera elmomento más apropiado para un desfilemilitar. Una y otra vez giraron por loque antes había sido la playa sin que miestupefacta mirada pudiera despegarsede ellos un segundo; si alguien

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pedaleaba y los dirigía sin duda seríanespíritus pues yo no vi a nadie.Finalmente se alejaron, no mucho, maradentro, y variaron la formación. Ahoraestaban ordenados en fila india y dealguna manera misteriosa no avanzaban,no retrocedían, ni siquiera se movían enaquel mar de locos iluminado por unatormenta de relámpagos en lontananza.Desde mi posición sólo podía divisar elmorro del primero, tan perfecta era lanueva formación adoptada. Sin barruntarnada observé cómo las paletas hendíanel agua y se iniciaba otra vez elmovimiento. ¡Venían directos hacia mí!No muy rápidos, pero contundentes y

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pesados como los viejos Dreadnoughtde Jutlandia. Justo antes de que elflotador del primero, al que seguiríanlos nueve restantes, machacara micabeza, desperté.

Conrad tenía razón, no al insistir enque regresara sino al pintar mi situacióncomo producto de un desarreglonervioso. Pero no exageremos, laspesadillas jamás me han sido ajenas; elúnico culpable era yo y si acaso elimbécil de Charly por morir ahogado.Aunque Conrad veía el desarreglo en elhecho de que por primera vez estuvieraperdiendo un Tercer Reich. Estoyperdiendo, es verdad, pero sin

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abandonar mi juego limpio. A modo deejemplo solté varias carcajadas.(Alemania, según Conrad, perdió confairplay; la prueba es que no usó gasestóxicos ni siquiera contra los rusos, ja jaja).

Antes de marcharme el socorristapreguntó en dónde estaba enterradoCharly. Le dije que no tenía idea.Podríamos visitar su tumba una tarde deéstas, sugirió. Puedo averiguarlo en laComandancia de Marina. La sospechade que Charly pudiera estar enterrado enel pueblo se instaló en mi cabeza como

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una bomba de relojería. No lo hagas,dije. El socorrista, lo noté entonces,estaba borracho y excitado. Debemos,recalcó esta palabra, rendirle un últimohomenaje a nuestro amigo. No era tuamigo, mascullé. Es igual, como si lofuera, los artistas somos hermanosdondequiera que nos encontremos, vivoso muertos, sin límite de edad ni detiempo. Lo más probable es que lo hayanenviado a Alemania, dije. El rostro delsocorrista se congestionó y luego soltóuna carcajada profunda que casi loenvió de espaldas al suelo. ¡Mentirapodrida! Mandan patatas, pero no a losmuertos, y menos en verano. Nuestro

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amigo está aquí, el índice apuntó alsuelo en un gesto que no admitía réplica.Tuve que sostenerlo por los hombros yordenarle que se fuera a acostar. Insistíaen acompañarme hasta la calle sopretexto de que podía encontrar cerradala puerta principal. Y mañanainvestigaré dónde han sepultado anuestro hermano. No era nuestrohermano, repetí cansado, auncomprendiendo que en ese precisoinstante debido a quién sabe quémonstruosa deformación su mundoestaba compuesto exclusivamente pornosotros tres, únicos sujetos en unocéano inmenso y desconocido. Bajo

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esa nueva luz el socorrista adquiría lascaracterísticas de un héroe y de un loco.Erguidos ambos en medio del rellano lomiré a la cara y su mirada vidriosaagradeció mi mirada sin entenderla enabsoluto. Parecíamos dos árboles peroel socorrista comenzó a manotear en midirección. Como Charly. Entoncesdecidí empujarlo, a ver qué pasaba, ypasó lo más congruente: el socorristacayó al suelo y ya no se levantó, laspiernas encogidas y la cara a mediascubierta por un brazo, un brazo blanco,indemne al sol, como el mío. Luego bajétranquilamente las escaleras y volví alhotel con tiempo para darme una ducha y

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cenar.

Primavera del 43. El Quemado hacesu entrada un poco más tarde que decostumbre. La verdad es que día tras díasu horario de llegada se atrasa un pocomás. De seguir así comenzaremos ajugar el turno final a las seis de lamañana. ¿Tiene esto algún significado?En el Oeste pierdo mi último hexágonoen Inglaterra. Los dados continúanfavoreciéndolo. En el Este la línea delfrente corre a lo largo de Tallin-Vitebsk-Smolensk-Bryansk-Kharkov-Rostov y Maikop. En el Mediterráneo

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conjuro un ataque americano sobre Oránpero no puedo pasar a la ofensiva; enEgipto todo sigue igual, el frente semantiene en los hexágonos LL26 yMM26, junto a la Depresión deQuattara.

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18 de septiembre

Como un rayo de luz aparece FrauElse al final del pasillo. Estoy reciénlevantado y me encamino a desayunarpero la sorpresa me deja de piedra.

—Te he estado buscando —dice,viniendo a mi encuentro.

—¿Dónde diablos te habías metido?—En Barcelona, con la familia, mi

marido no está bien, ya lo sabías, perotú tampoco estás bien y me vas aescuchar.

La hago pasar a mi habitación. Huelemal, a tabaco y a encierro. Al abrir las

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cortinas el sol me hace parpadeardolorosamente. Frau Else observa lasfotocopias del Quemado pegadas en lapared; supongo que me reñirá porqueaquello va contra las reglas del hotel.

—Esto es obsceno —dice, y no sé sise refiere al contenido de las páginas o ami voluntad de exhibirlas.

—Son los dazibaos del Quemado.Frau Else se da vuelta. Ha

regresado, si eso es posible, más bellaque hace una semana.

—¿Ha sido él quien los ha puestoaquí?

—No, fui yo. El Quemado me losregaló y… decidí que era mejor no

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esconderlos. Para él las fotocopias soncomo el decorado de nuestro juego.

—¿Qué clase de juego monstruosoes ése? ¿El juego de la expiación? Quéfalta de tacto.

Los pómulos de Frau Else tal vez sehayan afilado levemente durante suausencia.

—Tienes razón, es una falta de tacto,aunque en realidad la culpa es mía, yofui el primero en esgrimir fotocopias;claro que las mías eran artículos sobreel juego; en fin, viniendo del Quemadoes previsible, cada uno se orienta comopuede.

—Atestado de la Reunión del

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Consejo de Ministros del 12 denoviembre de 1938 —leyó con su vozdulce y bien timbrada—. ¿A ti, Udo, nose te revuelve el estómago?

—A veces —dije, sin quererdecantarme. Frau Else parecía cada vezmás agitada—. La Historia,generalmente, es una cosa sangrienta,hay que admitirlo.

—No estaba hablando de la Historiasino de tus idas y venidas. A mí laHistoria no me importa. Lo que sí meimporta es el hotel y tú, aquí, eres unelemento perturbador. —Empezó adespegar con mucho cuidado lasfotocopias.

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Supuse que no sólo el vigilante lehabía ido con cuentos. ¿TambiénClarita?

—Me las llevo —dijo de espaldas,levantando las fotocopias—. No quieroque sufras.

Pregunté si eso era todo lo que teníaque decirme. Frau Else tarda enresponder, mueve la cabeza, se acerca yme planta un beso en la frente.

—Me recuerdas a mi madre —dije.Con los ojos abiertos Frau Else

estampó un fuerte beso en mi boca. ¿Yahora? Sin saber muy bien lo que hacíala tomé en brazos y la deposité en lacama. Frau Else se puso a reír. Has

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tenido pesadillas, dijo, sin dudainspirada por el completo desorden quereinaba en la habitación. Su risa, aunquetal vez rozara la histeria, era similar a lade una niña. Con una mano meacariciaba el pelo murmurando palabrasininteligibles y al tumbarme junto a ellasentí en la mejilla el contraste entre elfrío lino de la blusa y su piel tibia,suave al tacto. Por un instante creí quese iba a entregar, por fin, sin embargocuando metí la mano debajo de su faldabuscando bajarle las bragas, todoterminó.

—Es temprano —dijo, sentándoseen la cama como impulsada por un

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resorte de una fuerza impredecible.—Sí —admití—, me acabo de

despertar, ¿pero qué importa? Frau Elsese levanta del todo y cambia de temamientras sus manos perfectas, ¡Yveloces!, arreglan su ropa como entesdel todo separados del resto de sucuerpo. Astutamente consigue que mispalabras se vuelvan contra mí. ¿Acabode despertar? ¿Tenía idea de la hora queera? ¿Me parecía correcto levantarmetan tarde? ¿No me daba cuenta de laconfusión que eso creaba en el serviciode habitaciones? Acompaña su discursopateando intermitentemente la ropatirada en el suelo y guardando en su

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bolso las fotocopias.En fin, quedó claro que no íbamos a

hacer el amor y mi único consuelo fuecomprobar que aún no estaba al tantodel asunto con Clarita.

Al despedirnos, en el ascensor,quedamos citados para esta tarde en laplaza de la Iglesia.

Con Frau Else en el restaurantePlayamar, en una carretera del interiordistante del mar unos cinco kilómetros,nueve de la noche.

—Mi marido tiene cáncer.—¿Es grave? —dije con la total

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certeza de estar haciendo una preguntaridícula.

—Mortal. —Frau Else me miracomo si estuviéramos separados por uncristal antibalas.

—¿Cuánto tiempo le queda?—Poco. Tal vez no pase el verano.—No falta mucho para que el verano

termine… Aunque parece que el buentiempo se mantendrá hasta octubre —balbuceo.

La mano de Frau Else por debajo dela mesa oprime mi mano. Su mirada, porel contrario, se pierde en la lejanía.Recién ahora la noticia empieza a tomarforma en mi cabeza; el marido agoniza;

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he allí la explicación, o eldesencadenante, de muchas de las cosasque suceden en el hotel y fuera de él. Laextraña actitud de atracción y rechazo deFrau Else. El misterioso consejero delQuemado. Las intrusiones en mihabitación y la presencia vigilante queintuyo dentro del hotel. Bajo esteprisma, ¿el sueño con Florian Linden erauna advertencia de mi subconscientepara que tuviera cuidado con el maridode Frau Else? La verdad es queresultaría decepcionante si todo sereduce a un puro asunto de celos.

—¿Qué tienen en común tu marido yel Quemado? —pregunto tras un lapso

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ocupado únicamente por nuestros dedosque se trenzan subrepticiamente: elrestaurante Playamar es un localconcurrido y en poco tiempo Frau Elseha saludado a varias personas.

—Nada.Entonces intento decirle que se

equivoca, que entre ambos planeanhundirme, que su marido ha robado lasreglas de mi habitación para que elQuemado aprenda a jugar bien, que laestrategia que emplean los aliados nopuede ser fruto de una sola mente, que sumarido se ha pasado horas en mihabitación estudiando el juego. Nopuedo. En lugar de eso le prometo que

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no me marcharé hasta que su situación(es decir la desaparición de su marido)no se aclare, que permaneceré a su lado,que cuente conmigo para lo que quiera,que comprendo que no desee hacer elamor, que la ayudaré a ser fuerte.

La manera de Frau Else deagradecer mis palabras es apretándomela mano hasta triturarla.

—¿Qué ocurre? —digo, soltándomelo más disimuladamente posible.

—Debes marcharte a Alemania.Debes cuidar de ti, no de mí.

Al declarar esto sus ojos se llenande lágrimas.

—Tú eres Alemania —digo.

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Frau Else suelta una carcajadairresistible, sonora, potente, que atraehacia nuestra mesa las miradas de todoel restaurante. Yo también opto por reírcon ganas: soy un romántico incurable.Un cursi incurable, corrige ella. Deacuerdo.

Al regresar detengo el coche en unasuerte de parador.

Por un camino de grava se llega a unpinar en donde distribuidos de formaanárquica hay mesas de piedra, bancos ycajas para la basura. Al bajar laventanilla escuchamos una música lejanaque Frau Else identifica comoproveniente de una discoteca del pueblo.

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¿Cómo es posible estando el pueblo tandistante? Nos bajamos del coche y FrauElse, de la mano, me guía hasta unabalaustrada de cemento. El parador estáen lo alto de una colina y desde allí seven las luces de los hoteles y losanuncios fluorescentes de las callescomerciales. Intento besarla pero FrauElse me niega sus labios.Paradójicamente, ya en el coche, es ellaquien toma la iniciativa. Durante unahora permanecemos besándonos yescuchando música de la radio. La brisafresca que entraba por las ventanillassemibajadas olía a flores y a hierbasaromáticas y el lugar era idóneo para

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hacer el amor pero preferí no avanzarnada en aquel sentido.

Cuando me doy cuenta son más delas doce de la noche aunque Frau Else,las mejillas enrojecidas de tantobesarnos, no mostraba ninguna prisa porvolver.

En las escalinatas de entrada delhotel encontramos al Quemado. Aparquéen el Paseo Marítimo y bajamos juntos.El Quemado no nos vio hasta queestuvimos casi sobre él. La cabeza latenía hundida entre los hombros ymiraba el suelo con aire abstraído; pese

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al volumen de su espalda la impresiónque daba visto desde lejos era la de unniño irremisiblemente perdido. Hola,dije tratando de traslucir alegría aunqueya desde el momento en que Frau Else yyo descendimos del coche una tristezavaga y recurrente se instaló en miespíritu. El Quemado levantó unos ojosovinos y nos dio las buenas noches. Porprimera vez, si bien brevemente, FrauElse se mantuvo a mi lado, los dos depie, como si fuéramos novios y lo que enuno despertaba el interés también lodespertaba en el otro. ¿Hace mucho queestás aquí? El Quemado nos miró y seencogió de hombros. ¿Cómo va el

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negocio?, dijo Frau Else. Regular. FrauElse se rió con su mejor risa, lacristalina, la que endulzaba la noche:

—Eres el último en dejar latemporada. ¿Tienes trabajo para elinvierno?

—Todavía no.—Si pintamos el bar te llamaré.—De acuerdo.Sentí un poco de envidia: Frau Else

sabía cómo hablarle al Quemado, de esono cabía la menor duda.

—Es tarde y mañana debo madrugar.Buenas noches. —Desde las escalinatasvimos cómo Frau Else se detenía uninstante en la recepción, en donde

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presumiblemente habló con alguien, yluego seguía por el pasillo en penumbra,esperaba el ascensor, desaparecía…

—Qué hacemos ahora. —La voz delQuemado me sobresaltó.

—Nada. Dormir. Ya jugaremos otrodía —dije con dureza.

El Quemado tardó en digerir mispalabras. Volveré mañana, dijo en untono en el que advertí resentimiento. Selevantó de un salto, semejante a ungimnasta. Durante un instante nosobservamos como si fuéramos enemigosmortales.

—Mañana, tal vez —dije, intentandodominar el repentino temblor de mis

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piernas y el deseo de lanzarme hacia sucuello.

En una pelea limpia las fuerzasestarían casi equiparadas. Él es máspesado y más bajo, yo soy más ágil ymás alto; ambos tenemos los brazoslargos; él está acostumbrado al esfuerzofísico, mi voluntad es mi mejor arma.Tal vez el factor decisivo fuera elespacio de la pelea. ¿En la playa?Parece el sitio más adecuado, en laplaya y de noche, pero allí, me temo, laventaja sería para el Quemado. ¿Endónde, entonces?

—Si no estoy ocupado —añadí condesprecio.

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El Quemado dio la callada porrespuesta y se marchó. Al cruzar elPaseo Marítimo volvió la vista comopara cerciorarse de que yo aún seguía enlas escalinatas. ¡Si en ese momentohubiera surgido de la oscuridad uncoche a ciento cincuenta por hora!

Desde el balcón no se vislumbra elmás débil resplandor en la fortaleza depatines. Por supuesto yo también heapagado mis luces excepto la del baño.La bombilla, sobre el espejo, derramauna claridad acuática que apenasilumina a través de la puerta entornadaun trozo de moqueta.

Más tarde, después de cerrar las

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cortinas, enciendo de nuevo las luces yestudio uno por uno los diferentesaspectos de mi situación. Estoyperdiendo la guerra. Seguramente heperdido el trabajo. Cada día quetranscurre aleja un poco más a Ingeborgde una improbable reconciliación. En suagonía el marido de Frau Else seentretiene odiándome, acosándome conla sutileza de un enfermo terminal.Conrad me ha enviado poco dinero. Elartículo que originalmente penséescribir en el Del Mar está apartado yolvidado… El panorama no esalentador.

A las tres de la mañana me acosté

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sin desvestirme y retorné la lectura dellibro de Florian Linden.

Desperté con una opresión en elpecho poco antes de las cinco. No sabíadónde estaba y me costó unos segundoscomprender que seguía en el pueblo.

A medida que el verano se extingue(quiero decir a medida que susmanifestaciones se extinguen) en el DelMar comienzan a oírse ruidos que antesni siquiera sospechábamos: las cañeríasparecen ahora vacías y más grandes. Elruido regular y sordo del elevador hadejado el sitio a los rasguños y carrerasentre el revoque de las paredes. Elviento que remece marco y goznes de la

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ventana cada noche es más potente. Losgrifos del lavabo chirrían y seestremecen antes de soltar el agua.Incluso el olor de los pasillos,perfumados con lavanda artificial, sedegrada más aprisa y adquiere un tufopestilente que provoca toses horribles aaltas horas de la madrugada.

¡Llaman la atención esas toses!¡Llaman la atención esas pisadasnocturnas que las alfombras no logranamortiguar del todo!

Pero si te asomas al pasillo vencidopor la curiosidad, ¿qué ves? Nada.

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19 de septiembre

Al despertar encuentro a Clarita enla habitación, está a los pies de la camacon su uniforme de camarera,mirándome. No sé por qué su presenciame hace feliz. Sonrío y le pido que semeta en la cama conmigo, aunque sindarme cuenta lo hago en alemán. De quémanera Clarita me entiende es unmisterio, lo cierto es que prudentementeprimero cierra la puerta por dentro yluego se acurruca a mi lado, sin quitarsenada, únicamente los zapatos. Como ennuestro anterior encuentro, la boca le

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huele a tabaco negro, lo que resulta muyatractivo en una mujercita como ella.Según la tradición, de sus labios deberíadesprenderse un regusto a chorizo yajos, o a chicle de menta. Me alegro deque no sea así. Al montarla la falda se learremanga hasta la cintura y de no serpor sus rodillas que aprietan mis flancoscon desesperación diría que no sientenada. Ni un gemido, ni un susurro,Clarita hace el amor de la forma másdiscreta del mundo. Cuando terminamos,igual que la primera vez, pregunto si selo ha pasado bien. Responde con lacabeza, afirmativamente, y de inmediatosalta fuera de la cama, se alisa la falda,

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se pone las bragas y los zapatos, ymientras yo me dirijo al baño paralimpiarme, ella, eficiente, se dedica aordenar la habitación, eso sí, teniendocuidado de no hacer volar ninguna ficha.

—¿Eres nazi? —Oigo su vozmientras me limpio el pene con papelhigiénico.

—¿Qué has dicho?—Si eres nazi.—No. No lo soy. Más bien soy

antinazi. ¿Qué te hace pensar eso, eljuego? —En la caja del Tercer Reichhay dibujadas algunas esvásticas.

—El Lobo me contó que eras nazi.—El Lobo está equivocado. —La

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hice entrar en el baño para poder seguirhablando con ella mientras me duchaba.Me parece que Clarita es tan ignoranteque si le dijera que los nazis gobiernan,por ejemplo, en Suiza, se lo creería.

—¿A nadie le extraña que tardestanto en hacer una habitación? ¿Nadie teecha en falta?

Clarita está sentada en la taza con laespalda encorvada como si levantarsede la cama propiciara la recaída en unaignota enfermedad. ¿Una enfermedadcontagiosa? Las habitaciones suelenhacerse por la mañana, informa. (Yo soyun caso especial). A ella nadie la echaen falta y nadie la controla, ya bastante

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tiene con el trabajo y el poco sueldopara encima soportar supervisiones. ¿Nisiquiera Frau Else?

—Frau Else es distinta —diceClarita.

—¿Por qué es distinta? ¿Te dejahacer lo que quieres? ¿Hace la vistagorda con tus asuntos? ¿Te protege?

—Mis asuntos son mis asuntos, ¿no?¿Qué tiene que ver Frau Else con misasuntos?

—Quería decir si hacía la vistagorda con tus líos, con tus aventurasamorosas.

—Frau Else comprende a la gente.—Su voz enfurruñada apenas se alza por

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encima del agua de la ducha.—¿Eso la hace distinta?Clarita no contesta. Tampoco tiene

intención de marcharse. Separados porla fea cortina de plástico blanca conlunares amarillos, ambos quietos, ambosa la expectativa, sentí por ella unaprofunda pena y deseos de ayudarla.¿Pero cómo podía ayudarla si eraincapaz de ayudarme a mí mismo?

—Te estoy acosando, perdona —dije al salir de la ducha. Mi cuerpoparcialmente reflejado en el espejo y elcuerpo de Clarita ovillándoseimperceptiblemente sobre la taza delbaño como si no se tratara de una

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muchacha (¿qué edad tenía, dieciséis?)sino del cuerpo cada vez más frío de unavieja consiguieron, sobreimpuestos,emocionarme hasta las lágrimas.

—Estás llorando. —Clarita sonrióestúpidamente. Me pasé la toalla por lacara y el pelo y salí del cuarto de baño avestirme. Atrás quedó Clarita trapeandocon el mocho las baldosas mojadas.

En algún bolsillo de mis vaquerostenía un billete de cinco mil pesetaspero no lo encontré. Como pude reunítres mil en calderilla y se las di aClarita. Ésta aceptó el dinero sin decirnada.

—Tú que lo sabes todo, Clarita —la

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cogí de la cintura como si fuera areiniciar el magreo—, ¿sabes en quéhabitación duerme el marido de FrauElse?

—En la habitación más grande delhotel. La habitación oscura.

—¿Oscura, por qué? ¿No entra elsol?

—Siempre están las cortinascorridas. El señor está muy enfermo.

—¿Se morirá, Clarita?—Sí… Si tú no lo matas antes…Por algún motivo cuya causa

desconozco, Clarita despierta en míinstintos bestiales. Hasta ahora me heportado bien con ella, jamás le he hecho

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daño. Pero posee la rara facultad dehurgar, con su sola presencia, entre lasimágenes dormidas de mi espíritu.Imágenes breves y terribles como losrayos, a las que temo y huyo. ¿Cómoconjurar este poder que tan deimproviso es capaz de desencadenar enmi interior? ¿Arrodillándola a la fuerzay obligándola a chuparme la verga y elculo?

—Bromeas, claro.—Sí, es una broma —dice, mirando

el suelo mientras una gota de sudor enperfecto equilibrio resbala hasta lapunta de su nariz.

—Dime entonces en dónde duerme

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tu señor.—En la primera planta, al fondo del

pasillo, encima de las cocinas… Esimposible perderse…

Después de comer telefoneo aConrad. Hoy no he salido del hotel. Noquiero encontrar casualmente (¿hastaqué punto es casual?) al Lobo y alCordero, o al socorrista, o al señorPere… Conrad no se muestra como lasocasiones anteriores sorprendido por millamada. Detecto en su voz un matiz decansancio como si temiera oír justoaquello que voy a pedirle. Por

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descontado, nada me niega. Necesitoque envíe dinero y así lo hará. Pidonoticias de Stuttgart, de Colonia, de lospreparativos, y él las ofrecesomeramente, sin añadir los comentariospicantes y socarrones que tanto megustaban. No sé por qué me cohíbepreguntarle por Ingeborg. Cuando por finreúno fuerzas y lo hago la respuesta sólologra deprimirme. Tengo la oscurasospecha de que Conrad miente. Su faltade curiosidad es un síntoma nuevo; nime ruega que regrese, ni pregunta por mipartida. Tranquilízate, dice endeterminado momento, por lo que colijoque por mi parte la conversación no ha

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carecido de altibajos, mañana giraré eldinero. Se lo agradezco. Nuestradespedida es casi un murmullo.

Vuelvo a encontrar a Frau Else en unpasillo del hotel. Nos detenemos conturbación verdadera o fingida, qué másda, a unos cinco metros uno del otro, losbrazos en jarra, pálidos, tristes,comunicándonos con la mirada ladesesperanza que sentimos en el fondode nuestras idas y venidas. ¿Qué tal tumarido? Con la mano, Frau Else señalala raya de luz debajo de una puerta, o talvez el ascensor, no lo sé. Sólo sé que

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llevado por un impulso irrefrenable ydoloroso (un impulso que se genera enmi estómago hecho trizas) acorté ladistancia y la abracé sin miedo de serdescubiertos, deseando tan sólofundirme con ella, que casi no ofreceresistencia, unos segundos o toda lavida. Udo, ¿estás loco? Casi me rompesuna costilla. Bajé la cabeza y pedíperdón. ¿Qué te ha pasado en los labios?No lo sé. La temperatura de los dedosde Frau Else que se posan en mis labiosestá bajo cero y doy un respingo. Tesangran, dice. Tras prometerle que meaplicaré una cura en la habitaciónquedamos citados para dentro de diez

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minutos en el restaurante del hotel. Yoinvito, dice Frau Else sabedora de minueva estrechez económica. Si no estásallí en diez minutos mandaré un par decamareros, los más brutos, a buscarte.Allí estaré.

Verano del 43. Desembarcoangloamericano en Dieppe y Calais. Noesperaba que el Quemado pasara a laofensiva tan pronto. Es remarcable quelas cabezas de playa obtenidas no sondemasiado fuertes; ha puesto un pie enFrancia pero aún le costará afirmarse ypenetrar. En el Este la situación

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empeora; después de una nueva retiradaestratégica el frente queda establecidoentre Riga, Minsk, Kiev y los hexágonosQ39, R39 y S39. Dnepropetrovsk pasa apoder de los rojos. El Quemado poseesuperioridad aérea tanto en Rusia comoen Occidente. En África y la zona delMediterráneo la situación permanece sincambios aunque sospecho que esto serádiametralmente distinto en el próximoturno. Detalle curioso: mientrasjugábamos me he quedado dormido.¿Por cuánto tiempo?, no lo sé. ElQuemado tocó mi hombro un par deveces y dijo despierta. Entoncesdesperté y ya no volví a conciliar el

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sueño.

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20 de septiembre

Abandoné la habitación a las sietede la mañana. Durante horas habíaestado sentado en el balcón aguardandoel amanecer. Cuando salió el sol cerréel balcón, corrí las cortinas y de pie enla oscuridad busqué desesperadamenteuna ocupación con la que matar eltiempo. Darme una ducha. Cambiarmede ropa. Parecían excelentes ejerciciospara comenzar el día pero yo seguí allí,inmovilizado en medio de mirespiración agitada. Por entre losvisillos comenzó a colarse la claridad

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diurna. Volví a abrir el balcón y mirélargo rato la playa y el contorno aúnimpreciso de la fortaleza de patines.Felices los que nada tienen. Felices losque con esa vida se ganan un futuroreumatismo y son afortunados con losdados y se han resignado a no tenermujeres. Ni un alma circulaba por laplaya a aquellas horas aunque oí vocesprovenientes de otro balcón, unadiscusión en francés. ¡Sólo los francesesson capaces de hablar a gritos antes delas siete! Corrí otra vez las cortinas eintenté desnudarme para entrar en laducha. No pude. La luz del baño parecíala de una sala de torturas. Con esfuerzo

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abrí el grifo y me lavé las manos. Alintentar mojarme la cara descubrí quetenía los brazos agarrotados y decidíque lo mejor sería postergarlo para mástarde. Apagué la luz y salí. El pasilloestaba desierto e iluminado sólo en losextremos por unas bombillassemiocultas de las que brotaba un débilfulgor ocre. Sin hacer ruido descendípor las escaleras hasta llegar al primerdescansillo de la planta baja. Desde allí,reflejado en el enorme espejo de la sala,pude ver la nuca del vigilante nocturnoque sobresalía por el borde delmostrador. Indudablemente, dormía.Rehice el camino en sentido inverso

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hasta el primer piso, en donde giré haciael fondo (dirección noroeste) con eloído presto a escuchar los sonidoscaracterísticos de la cocina en elsupuesto de que hubieran llegado loscocineros, cosa harto discutible. Elsilencio, al principio de mi travesía porel pasillo, era total, pero conforme meiba internando comencé a distinguir unronquido asmático que rompía, concortos intervalos, la monotonía depuertas y paredes. Al llegar al final medetuve, frente a mí había una puerta demadera con una placa de mármol en elcentro que desplegaba en letras negrasun poema (o eso creí) de cuatro versos,

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escritos en catalán y cuyo significado nocomprendí. Agotado, apoyé la mano enla jamba y empujé hacia delante. Lapuerta se abrió sin el más leveimpedimento. Aquélla era la habitación,grande y en penumbra, tal como ladescribiera Clarita. Sólo podíaadivinarse la silueta de una ventana y elaire estaba cargado aunque no percibíolor a medicinas. Me disponía a cerrarla puerta que tan temerariamente habíaabierto cuando escuché una voz quesurgía de todos los rincones y deninguno. Una voz que resumía virtudescontradictorias: helada y cálida,amenazadora y afectuosa:

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—Adelante. —Hablaba en alemán.Di unos pasos a ciegas, tanteando

con las manos el papel de las paredes,tras superar un instante de vacilación enel que estuve tentado de cerrar de golpey huir.

—¿Quién es? Pase usted. ¿Seencuentra bien? —La voz semejaba salirde una grabadora aunque yo sabía queera el marido de Frau Else quienhablaba, entronizado en su camagigantesca y oculta.

—Soy Udo Berger —dije de pie enla oscuridad. Temía que si seguíaavanzando iba a dar de bruces con lacama u otro mueble.

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—Ah, el joven alemán, Udo Berger,Udo Berger, ¿se encuentra usted bien?

—Sí. Perfectamente.Desde un impensable repliegue de la

habitación unos murmullos deasentimiento. Y luego:

—¿Puede usted verme? ¿Qué desea?¿A qué debo el honor de su visita?

—He creído que debíamos hablar.Al menos, conocernos, intercambiarideas civilizadamente —dije en unsusurro.

—¡Muy bien pensado!—Pero no puedo verle. No puedo

ver nada… y así resulta difícil mantenerun diálogo…

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Entonces escuché el ruido de uncuerpo que reptaba entre sábanasalmidonadas seguido de un gemido y deun juramento y finalmente se encendió aunos tres metros de donde yo estaba unalamparilla de velador. Ladeado, con unpijama azul marino abrochado hasta elcuello, el marido de Frau Else sonreía:¿es usted madrugador o aún no se haacostado? He dormido un par de horas,dije. Nada en aquel rostro podía evocarla vieja imagen de hacía diez años.Había envejecido aprisa y mal.

—¿Quería hablarme del juego?—No, de su mujer.—Mi mujer, mi mujer, como puede

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ver ella no está aquí.De golpe caí en la cuenta de que

Frau Else, en efecto, faltaba. Su maridose enterró bajo las sábanas hasta elmentón mientras yo en un acto reflejorecorría con la mirada el resto de lahabitación temiéndome una broma demal gusto o una trampa.

—¿Dónde está?—Eso, estimado joven, es algo que

ni a usted ni a mí debe interesar. Lo quehaga o deje de hacer mi mujer escuestión que únicamente a ella incumbe.

¿Se hallaba Frau Else en brazos deotro? ¿Un amante secreto del que nadahabía dicho? ¿Probablemente alguien

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del pueblo, otro hotelero, el dueño de unrestaurante de mariscos? ¿Un tipo másjoven que su marido pero mayor que yo?¿O cabía la posibilidad de que a estashoras Frau Else estuviera conduciendopor carreteras secundarias como terapiapara olvidar sus problemas?

—Usted ha cometido varios errores—dijo el marido de Frau Else—. Elprincipal, atacar tan pronto a la UniónSoviética.

Mi mirada de odio pareciódesconcertarlo por un momento pero deinmediato se repuso.

—Si en este juego fuera posiblesoslayar la guerra contra la URSS —

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prosiguió—, yo jamás la iniciaría;hablo, por supuesto, desde laperspectiva alemana. El otro gran errorfue menospreciar la resistencia quepodía ofrecer Inglaterra, allí ustedperdió tiempo y dinero. Hubiera validola pena empeñando en la tentativa por lomenos el cincuenta por ciento de supoder, pero eso usted no podíapermitírselo puesto que tenía las manosenganchadas en el Este.

—¿Cuántas veces ha estado en mihabitación sin que yo lo supiera?

—No muchas…—¿Y no le da vergüenza admitirlo?

¿Le parece ético que el dueño de un

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hotel fisgonee en las habitaciones de sushuéspedes?

—Depende. Todo es bastanterelativo. ¿A usted le parece éticointentar ligarse a mi mujer? —Unasonrisa cómplice y malévola salió dedebajo de las sábanas y se instaló en susmejillas—. Repetidas veces, además, ysin ningún éxito.

—Es distinto. Yo no pretendoocultar nada. Me preocupa su mujer. Mepreocupa su salud. La amo. Estoydispuesto a afrontar lo que sea… —Noté que había enrojecido.

—Menos cuento. También a mí mepreocupa el muchacho con el que usted

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está jugando.—¿El Quemado?—El Quemado, sí, el Quemado, el

Quemado, no tiene usted idea del lío enque se ha metido. ¡Un muchachopeligroso como una pitón!

—¿El Quemado? ¿Lo dice por lasofensivas soviéticas? Creo que granparte del mérito hay que achacárselo austed. En el fondo, ¿quién ha delineadosu estrategia?, ¿quién le ha aconsejadoen dónde debía defender y en dóndedebía atacar?

—Yo, yo, yo, pero no del todo. Esechico es inteligente. ¡Cuídese! ¡VigileTurquía! ¡Retírese de África! ¡Acorte

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los frentes, hombre!—Lo estoy haciendo. ¿Cree usted

que piensa invadir Turquía?—El Ejército soviético tiende a ser

cada vez más fuerte y puede darse eselujo. ¡Diversificación operativa!Personalmente no lo creo necesario,ahora bien, la ventaja de tener Turquíaes obvia: el control de los estrechos y lasalida de la Flota del Mar Negro alMediterráneo. Un desembarco soviéticoen Grecia seguido de desembarcosangloamericanos en Italia y España yusted se vería obligado a encerrarse trassu frontera. Capitulación. —Cogió de lamesilla de noche las fotocopias que Frau

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Else se había llevado de mi habitación ylas blandió en el aire. Unas manchasrojas aparecieron en sus mejillas. Tuvela impresión de que estabaamenazándome.

—Olvida que yo también puedopasar a la ofensiva.

—¡Me cae usted simpático! ¿No serinde nunca?

—Jamás.—Lo sospechaba. Digo: por la

insistencia que ha tenido con mi mujer.Yo, en mis tiempos, si me dabancalabazas dejaba plantada hasta a RitaHayworth. ¿Sabe usted qué significanestos papeles? Sí, fotocopias de libros

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de guerra, más o menos, pero yo no lesugerí nada de esto al Quemado.(Hubiera recomendado la Historia de laSegunda Guerra Mundial de LidellHart, un libro sencillo y justo, o laGuerra en Rusia de Alexander Werth).Por el contrario, esto fue por iniciativapropia. Y creo que su significado esclaro, tanto yo como mi mujer nospercatamos de inmediato. ¿Usted no?Debí imaginarlo. Pues bien, sepa quesiempre he tenido un gran ascendientecon los jóvenes. Entre ellos ocupa unlugar especial el Quemado y por esoahora mi mujer me hace un pocoresponsable, ¡a mí, que estoy enfermo!,

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de lo que a usted pueda ocurrirle.—No entiendo nada. Si estamos

hablando del Tercer Reich deboinformarle que en Alemania soy elcampeón nacional de este deporte.

—¡Deporte! Hoy día a cualquiercosa le llaman deporte. Eso no es ningúndeporte. Y por supuesto tampoco estoyhablando del Tercer Reich sino de losproyectos que ese pobre muchachoprepara para usted. ¡No en el juego (eso,ni más ni menos, es lo que es) sino en lavida real!

Me encogí de hombros, no estabadispuesto a llevarle la contraria a unenfermo. Mi incredulidad la expresé

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soltando una risa amistosa; después deeso me sentí mejor.

—Claro que yo le dije a mi mujerque poco podía hacer. A estas alturasese chico sólo escucha lo que leinteresa, está metido hasta el cuello y nocreo que se vuelva atrás.

—Frau Else se preocupa por mí enexceso. Es muy buena, de todos modos.

El rostro del marido adquirió un airesoñador y ausente.

—Lo es, sí señor, muy buena.Demasiado… Sólo lamento no haberledado un par de hijos.

La observación me pareció de malgusto. Di gracias al cielo por la

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verosímil esterilidad de aquel pobretipo. Un embarazo tal vez hubiera roto elequilibrio clásico del cuerpo de FrauElse, la soberanía que se mantenía en lashabitaciones aunque ella físicamente noestuviera.

—Y en el fondo, como cualquiermujer, ella desea ser madre. En fin,espero que con el siguiente tenga mássuerte. —Me guiñó un ojo y juraría quepor debajo de las sábanas, con losdedos, me hizo un gesto obsceno—.Desengáñese, no será usted, cuanto antesse dé cuenta, mejor, así no sufrirá ni lahará sufrir a ella. Aunque por ustedsiente aprecio, eso es irrefutable. Me

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contó que hace años solía venir con suspadres al Del Mar. ¿Cómo se llama supadre?

—Heinz Berger. Venía con mispadres y con mi hermano mayor. Todoslos veranos.

—No lo recuerdo.Dije que no tenía importancia. El

marido de Frau Else parecióconcentrarse con todas sus fuerzas en elpasado. Pensé que se sentía mal. Mealarmé.

—Y usted, ¿se acuerda de mí?—Sí.—¿Cómo era, qué imagen guarda?—Era alto y muy delgado. Usaba

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camisas blancas y Frau Else se veíafeliz a su lado. No es mucho.

—Suficiente.Dio un suspiro y su rostro se relajó.

De tanto estar de pie comenzaban adolerme las piernas. Consideré quedebía marcharme, dormir un poco ocoger el coche y salir en busca de unacala solitaria en donde zambullirme yluego poder descansar sobre la arenalimpia.

—Espere, aún tengo algo queadvertirle. Aléjese del Quemado.¡Inmediatamente!

—Lo haré —dije con cansancio—,cuando me largue de aquí.

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—¿Y qué espera para retornar a supatria? ¿No se da cuenta de que… ladesgracia y el infortunio rondan estehotel?

Conjeturé que lo decía por la muertede Charly. No obstante, si los malesacechaban un hotel ése debía ser elCosta Brava, en donde había vividoCharly, y no el Del Mar. Mi sonrisa deamabilidad molestó al marido de FrauElse.

—¿Tiene usted idea de lo quesucederá la noche que caiga Berlín?

De pronto comprendí que elinfortunio al que se refería era la guerra.

—No me subestime —dije,

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intentando adivinar el paisaje de patiosinteriores que seguramente sedesplegaba al otro lado de las cortinas.¿Por qué no habían escogido unahabitación con vistas al mar?

El marido de Frau Else estiró elcuello como un gusano. Estaba pálido ycon la piel lustrosa de fiebre.

—Iluso, ¿cree que aún puede ganar?—Puedo hacer el esfuerzo. Tengo

facilidad para reponerme. Puedo montarofensivas que mantengan a raya a losrusos. Todavía conservo un granpotencial de choque… —Hablé y hablé,acerca de Italia, de Rumanía, de misfuerzas blindadas, de la reorganización

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de mi Fuerza Aérea, de cómo pensaba ypodía hacer desaparecer las cabezas deplaya en Francia, incluso de la defensade España, y paulatinamente sentía queel interior de mi cabeza se iba quedandohelado y que el frío bajaba al paladar, ala lengua, a la garganta, y que hasta laspalabras que salían de mi bocahumeaban en el camino hacia la camadel enfermo. Escuché que éste decía:ríndase, empaquete, pague su cuenta,¿eh?, y márchese. Comprendí con horrorque sólo quería ayudarme. Que a sumanera, y porque se lo habían pedido,velaba por mí.

—¿A qué hora volverá su mujer? —

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Involuntariamente mi voz sonódesesperada. Del exterior llegabancantos de pájaros y ruidos en sordina demotores y puertas. El marido de FrauElse se hizo el desentendido y dijo tenersueño. Como si quisiera confirmar loanterior, cerró pesadamente lospárpados.

Temí que se quedara dormido deverdad.

—¿Qué sucederá después de lacaída de Berlín?

—Según veo la situación —dijo sinabrir los ojos y arrastrando las palabras—, él no se contentará con recibir laenhorabuena.

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—¿Qué cree usted que hará?—Lo más lógico, Herr Udo Berger,

lo más lógico. Piense usted, ¿qué hace elvencedor?, ¿cuáles son sus atributos?

Confesé mi ignorancia. El marido deFrau Else se acomodó de lado en lacama de tal manera que sólo podíaobservar su perfil demacrado yanguloso. Descubrí que así se parecía alQuijote. Un Quijote postrado, cotidianoy terrible como el Destino. El hallazgoconsiguió inquietarme. Tal vez eso fuelo que había atraído a Frau Else.

—Está en todos los libros dehistoria —su voz tenía un timbre débil ycansado—, incluso en los alemanes.

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Iniciar el juicio a los criminales deguerra.

Me reí en su cara:—El juego termina con Victoria

Decisiva, Victoria Táctica, VictoriaMarginal o Empate, no con juicios niestupideces de ese tipo —recité.

—Ay, amigo, en las pesadillas deese pobre muchacho el juicio es tal vezel acto más importante del juego, elúnico por el que vale la pena pasarsetantas horas jugando. ¡Colgar a losnazis!

Me estiré los dedos de la manoderecha hasta escuchar el sonido decada uno de los huesos.

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—Es un juego de estrategia —susurré—, de alta estrategia, ¿qué clasede locura está usted diciendo?

—Yo sólo le aconsejo que haga lasmaletas y desaparezca. Total, Berlín, elúnico y verdadero Berlín, cayó hacetiempo, ¿no?

Ambos asentimos tristemente con lacabeza. La sensación de que hablábamosde temas distintos y hasta opuestos eracada vez más patente.

—¿A quién piensa juzgar? ¿A lasfichas de los Cuerpos SS? —Al maridode Frau Else pareció divertirle mi saliday sonrió de forma canallesca,semienderezándose en la cama.

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—Me temo que es usted quieninspira su odio. —El cuerpo delenfermo de pronto se convirtió en unsolo latido, irregular, grande, claro.

—¿Es a mí a quien va a sentar en elbanquillo? —Aunque intentaba mantenerla compostura mi voz temblaba deindignación.

—Sí.—¿Y cómo piensa hacerlo?—En la playa, como los hombres,

con un par de huevos. —La sonrisacanallesca se hizo aún más alargada y almismo tiempo profunda.

—¿Me va a violar?—No sea imbécil. Si eso es lo que

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usted anda buscando se equivocó depelícula.

Confieso que estaba confundido.—¿Qué me va a hacer, entonces?—Lo usual con los cerdos nazis,

golpearlos hasta que exploten.¡Desangrarlos en el mar! ¡Mandarlo alWalhalla con su amigo, el del windsurf!

—Charly no era un nazi, que yosepa.

—Ni usted, pero al Quemado, aestas alturas de la guerra, le da igual.Usted ha arrasado la riviera inglesa ylos trigales ucranianos, para decirlopoéticamente, no esperará que ahora élse ande con delicadezas.

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—¿Ha sido usted quien ha sugeridoeste plan diabólico?

—No, en absoluto. ¡Pero me parecedivertido!

—Parte de culpa es suya; sin susconsejos el Quemado no hubiera tenidola más mínima oportunidad.

—¡Se equivoca! El Quemado hatrascendido mis consejos. En ciertamanera me recuerda al inca Atahualpa,un prisionero de los españoles queaprendió a jugar ajedrez en tan sólo unatarde observando cómo sus captoresmovían las piezas.

—¿El Quemado es sudamericano?—Caliente, caliente…

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—¿Y las quemaduras de sucuerpo…?

—¡Premio!Enormes goterones de sudor

bañaban el rostro del enfermo cuando ledije adiós. Hubiera deseado echarme enlos brazos de Frau Else y sólo oírpalabras de consuelo el resto del día. Enlugar de eso, cuando la encontré, muchomás tarde y con mi ánimo mucho másdecaído, me limité a susurrarleimproperios y recriminaciones. ¿Dóndepasaste la noche?, ¿con quién?, etcétera.Frau Else intentó fulminarme con lamirada (por otra parte nada sorprendidade que hubiera hablado con su marido)

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pero yo estaba insensibilizado acualquier cosa.

Otoño del 43 y nueva ofensiva delQuemado. Pierdo Varsovia y Besarabia.El oeste y el sur de Francia caen enpoder de los angloamericanos. Puedeque sea el cansancio lo que inhibe micapacidad de respuesta.

—Vas a ganar, Quemado —digo porlo bajini.

—Sí, eso parece.—¿Y qué haremos después? —Pero

el miedo me obliga a prolongar lapregunta para no escuchar una respuestaconcreta—. ¿Dónde celebraremos tuiniciación como jugador de guerra?

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Dentro de poco recibiré dinero deAlemania y podríamos salir de juerga auna discoteca, con chicas, ¡champán!,algo por el estilo…

El Quemado, ausente de todo lo queno sea mover sus dos enormesapisonadoras, responde al cabo con unafrase a la que luego encuentropropiedades simbólicas: vigila lo quetienes en España.

¿Se refiere a los tres cuerpos deinfantería alemanes y al cuerpo deinfantería italiano que aparentemente hanquedado aislados en España y Portugalahora que los aliados controlan el sur deFrancia? La verdad es que si quisiera

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podría evacuarlos en el SR por lospuertos mediterráneos, cosa que no haré,al contrario, tal vez los refuerce paracrear una amenaza o diversión por elflanco; al menos eso retardará la marchaangloamericana hacia el Rin. Estaposibilidad estratégica el Quemadodebería conocerla si es tan bueno comoparece. ¿O quería indicar otra cosa?Algo personal. ¿Qué tengo yo enEspaña? ¡A mí mismo!

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21 de septiembre

—Te estás durmiendo, Udo.—La brisa del mar me hace bien.—Bebes mucho y duermes poco, eso

no está bien.—Pero tú nunca me has visto

borracho.—Peor aún: quiere decir que te

emborrachas solo. Que comes y vomitastus propios demonios sin solución decontinuidad.

—No te preocupes, tengo unestómago grande grande grande.

—Tienes unas ojeras espantosas y

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cada día estás más pálido, como siestuvieras en proceso de convertirte enel Hombre Invisible.

—Es el color natural de mi piel.—Tu aspecto es enfermizo. No

escuchas nada, no ves a nadie, parecesresignado a quedarte en el pueblo parasiempre.

—Cada día que paso aquí me cuestadinero. Nadie me regala nada.

—No se trata de tu dinero sino de tusalud. Si me dieras el teléfono de tuspadres los llamaría para que vinieran abuscarte.

—Puedo ocuparme de mí mismo.—No se nota, eres capaz de pasar de

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una actitud iracunda a una actitud pasivacon la mayor tranquilidad. Ayer megritaste y hoy te contentas con sonreírcomo retrasado mental sin poderlevantarte de esta mesa en toda lamañana.

—Confundo las mañanas con lastardes. Aquí respiro bien. El tiempo hacambiado, ahora es húmedo yopresivo… Sólo en este rinconcito seestá bien…

—Mejor estarías en la cama.—Si doy unas cabezadas no te

preocupes. La culpa es del sol. Viene yva. Por dentro mi voluntad permaneceintacta.

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—¡Pero si hablas dormido!—No estoy dormido, sólo lo

aparento.—Creo que me veré obligada a traer

a un médico para que te eche un vistazo.—¿Un médico amigo?—Un buen médico alemán.—No quiero que venga nadie. La

verdad es que yo estaba sentadotranquilamente, tomando la brisa delmar, y has venido a sermonearme sinque te invitara, espontáneamente, porpuro gusto.

—Tú no estás bien, Udo.—En cambio tú eres una

calientabraguetas, mucho beso, mucho

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manoseo, pero nada más. Vagapresencia y vaga promesa.

—No levantes la voz.—Ahora levanto la voz, muy bien,

ya ves que no estoy durmiendo.—Podríamos intentar hablar como

buenos amigos.—Adelante, sabes que mi tolerancia

y curiosidad no tienen límites. Tampocomi amor.

—¿Quieres saber cómo te llaman loscamareros? El loco. No les falta razón,alguien que se pasa el día en la terraza,arrebujado bajo una manta como unviejo reumático, dando cabezadas desueño, y que por la noche se transforma

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en señor de la guerra para recibir a untrabajador de ínfima categoría, a mayormorbo desfigurado, no suele serfrecuente. Hay quienes opinan que eresun loco homosexual y hay quienes sólodicen que eres un loco extravagante.

—¡Loco extravagante! Quéestupidez, todos los locos sonextravagantes. ¿Esto lo has oído o loacabas de inventar? Los camarerosdesprecian lo que no comprenden.

—Los camareros te odian. Creenque traes mala suerte al hotel. Cuandolos escucho hablar pienso que no lesdesagradaría que murieras ahogadocomo tu amigo Charly.

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—Por suerte, casi no me baño. Eltiempo cada día es peor. De todasmaneras, exquisitos sentimientos.

—Sucede cada verano. Siempre hayun cliente que concita todas las iras.Pero ¿por qué tú?

—Porque estoy perdiendo la partiday nadie compadece al vencido.

—Tal vez no hayas tenido un tratocortés con el personal… No te duermas,Udo.

—Los Ejércitos del Este se hunden—le dije al Quemado—. Como en elresultado histórico el flanco de Rumaníase deshace y no hay reservas paracontener la oleada de fichas rusas que

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penetran por los Cárpatos, por losBalcanes, por la llanura húngara, porAustria… Es el fin del 17º Ejército, del1erEjército Blindado, del 6º Ejército,del 8º Ejército…

—En el próximo turno… —susurrael Quemado, ardiendo como una teahinchada de venas.

—¿En el próximo turno voy aperder?

—En el fondo, muy en el fondo, tequiero —dice Frau Else.

—Éste es el invierno más frío de laguerra y nada podría ir peor. Estoy en unbache profundo del que tal vez no puedasalir. La confianza es una mala

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consejera —me escucho decir con vozimparcial.

—¿Dónde están las fotocopias? —pregunta el Quemado.

—Frau Else se las entregó a tumaestro —contesté a sabiendas de queel Quemado no tiene maestro ni nadaque se le parezca. ¡Si acaso yo, que leenseñé a jugar! Pero ni eso.

—No tengo maestro —dice elQuemado, previsiblemente.

Por la tarde, antes de la partida, metiré en la cama, agotado, y soñé que eraun detective (¿Florian Linden?) que al

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seguir una pista penetraba en un templosimilar al de Indiana Jones y el TemploMaldito. ¿Qué iba a hacer allí? Loignoro. Sólo sé que recorría pasillos ygalerías sin ningún tipo de reservamental, casi con placer, y que el frío delinterior traía a mi memoria los fríos dela niñez y un invierno quimérico endonde todo, aunque sólo por un instante,era blanco e infinitamente inmóvil. En elcentro del templo, que debía estarexcavado en las entrañas de la colinaque domina el pueblo, iluminado por uncono de luz, encontré a un hombre quejugaba al ajedrez. Sin que nadie me lodijera supe que era Atahualpa. Al

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acercarme, por sobre el hombro deljugador, vi que las piezas negras estabanchamuscadas. ¿Qué había pasado? Eljefe indio se volvió para estudiarme sindemasiado interés y dijo que alguienhabía arrojado las piezas negras alfuego. ¿Por qué razón, por maldad? Envez de contestar, Atahualpa movió lareina blanca a un escaque dentro deldispositivo de defensa de las negras. ¡Sela van a comer!, pensé. Luego me dijeque daba lo mismo puesto que Atahualpajugaba solo. En el siguiente movimientola reina blanca fue eliminada por unalfil. ¿De qué sirve jugar solo si unohace trampas?, pregunté. El indio esta

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vez ni siquiera se volvió, con el brazoextendido señaló hacia el fondo deltemplo, un espacio oscuro suspendidoentre la bóveda y el suelo de granito. Diunos pasos, aproximándome al sitioseñalado, y vi una enorme chimenea deladrillos rojos y guardaduras de hierroforjado en donde aún quedabanrescoldos de un fuego que debióconsumir cientos de tocones. Entre lascenizas, aquí y allá, sobresalían laspuntas retorcidas de diferentes tipos defiguras de ajedrez. ¿Qué significabaaquello? Con la cara ardiendo deindignación y rabia di media vuelta ygrité a Atahualpa que jugara conmigo.

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Éste no se dignó a levantar la cabeza deltablero. Al observarlo con mayordetenimiento caí en la cuenta de que noera tan viejo como al principiofalsamente creí; los dedos sarmentosos yel pelo largo y sucio que casi velaba porentero su rostro llevaban a engaño.Juega conmigo si eres hombres, grité,queriendo escapar del sueño. A misespaldas sentía la presencia de lachimenea como un organismo vivo, frío-caliente, extraño a mí y extraño al indioensimismado. ¿Por qué destrozar unhermoso trabajo artesano?, dije. El indiose rió pero la risa no salió de sugarganta. Cuando la partida hubo

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acabado se levantó y portando enbandeja tablero y figuras se acercó a lachimenea. Comprendí que iba aalimentar el fuego y decidí que lo másinteligente era ver y esperar. De losrescoldos volvieron a aparecer llamas,rápidas lenguas de fuego que no tardaronen desaparecer apenas saciadas con tanmagra ración. Los ojos de Atahualpaahora estaban fijos en la bóveda deltemplo. ¿Quién eres?, dijo.

Oí que de mi boca salía unarespuesta fantástica: soy Florian Lindeny busco al asesino de Karl Schneider,también llamado Charly, turista en estepueblo. El indio me dedicó una mirada

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desdeñosa y volvió al centro iluminado,en donde como por arte de magia loesperaban otro tablero y otras fichas.Escuché que gruñía algo ininteligible; lerogué que lo repitiera; a ése lo mató elmar, lo mató su ternura y su estupidez,resonaron en las paredes de la cavernalas secas palabras en español. Entendíque el sueño ya no tenía sentido o que seaproximaba a su término y apresuré misúltimas preguntas. ¿Las piezas deajedrez eran ofrendadas a un dios?¿Cuál era la causa de que jugara solo?¿Cuándo iba a terminar todo aquello?(aún ahora desconozco el significado deesta pregunta). ¿Quién más conocía la

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existencia del templo y cómo salir deél? El indio hizo su primer movimiento ysuspiró. ¿Dónde crees que estamos?,preguntó a su vez. Confesé que a cienciacierta no lo sabía aunque sospechabaque nos hallábamos bajo la colina delpueblo. Te equivocas, dijo. ¿Dóndeestamos? Mi voz progresivamente ibaadquiriendo un matiz histérico. Teníamiedo, lo admito, y quería salir. Losojos brillantes de Atahualpa meobservaron a través del pelo que caíasobre su rostro como una cascada deaguas residuales. ¿No te has dadocuenta? ¿Cómo llegaste hasta aquí? Nolo sé, dije, caminaba por la playa…

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Atahualpa se rió hacia dentro: estamosdebajo de los patines, dijo, poco a poco,si hay suerte, el Quemado los iráalquilando, aunque con el mal tiempoque hace no es seguro, y podrásmarcharte. Mi último recuerdo es queme abalancé sobre el indio profiriendogritos… Desperté con el tiempo justopara bajar a recibir al Quemado pero nopara ducharme. Las ingles y la parteinterna de los muslos me ardía. EnPolonia y en el Frente Oeste cometí doserrores de peso. En el Mediterráneo elQuemado ha barrido los escasosCuerpos de Ejército dejados comodistracción en la parte oeste de Libia y

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en Túnez. En el próximo turno perderéItalia. Y para el verano del 44probablemente haya perdido el juego.¿Qué pasará entonces?

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22 de septiembre

Por la tarde, o por la mañana, en esemomento no lo sabía, ¡al levantarme adesayunar!, encontré a Frau Else, a sumarido y a un tipo al que jamás habíavisto sentados en una mesa apartada delrestaurante, tomando té y pastelitos. Eldesconocido, alto, de pelo rubio y tezmuy bronceada, era quien llevaba la vozcantante y Frau Else y su marido, cadatanto, celebraban con risas susocurrencias o chistes, ladeándose hastajuntar las cabezas y moviendo las manoscomo para pedir que cesara el alud de

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cuentos. Tras dudar sobre laconveniencia de unirme al grupo meencaramé sobre un taburete junto a labarra y pedí un café con leche. Elcamarero, de forma inhabitual, seesmeró en servírmelo con una velocidadsorprendente, lo que sólo produjoefectos contrarios: el café se derramó, laleche estaba demasiado caliente.Mientras esperaba me cubrí la cara conlas manos y procuré escapar de lapesadilla. No dio resultado, así que encuanto pagué salí corriendo aencerrarme en mi habitación.

Dormí un rato, al despertar sentíamareos y náuseas. Pedí una conferencia

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con Stuttgart. Necesitaba hablar conalguien y quién mejor que Conrad. Pocoa poco fui sintiéndome más sereno, peroen casa de Conrad nadie levantó elteléfono. Anulé la llamada y durante unrato estuve dando vueltas por lahabitación, sin parar, mirando cada vezque pasaba junto a la mesa eldispositivo defensivo alemán, saliendoal balcón, dando golpes, no, golpecitos,a las paredes y a las puertas, luchandocontra el pulpo de nervios que sedesperezaba en el interior de miestómago.

Poco después sonó el teléfono.Llamaban de abajo anunciando una

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visita. Dije que no quería ver a nadiepero la recepcionista insistió. Mi visitano pensaba marcharse sin verme. EraAlfons. ¿Qué Alfons? Nombraron unapellido que no recordaba para nada. Oívoces y discusiones. ¡El diseñador conel que me había emborrachado!Terminantemente advertí que no deseabaverlo, que no le permitieran subir. Por elauricular se podía escuchar ahora conabsoluta claridad la voz de mi visitanteprotestando por la falta de educación,por la falta de modales, por la falta deamistad, etcétera. Colgué el teléfono.

Pasaron uno o dos minutos yprovenientes de la calle unos aullidos

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desgarrados me hicieron salir al balcón.En medio del Paseo el diseñador sedesgañitaba gritando a la fachada delhotel. El pobre, deduje, era miope y nome vio. Tardé un poco en comprenderque sólo decía hijo de puta, repetidasveces. Tenía el pelo revuelto y llevabauna americana de color mostaza conenormes hombreras. Por un instante temíque lo atropellaran pero por suerte elPaseo Marítimo estaba casi desierto aesa hora.

Desalentado, volví a la cama peroya no pude dormir. Los insultos habíancesado hacía rato aunque en mi cabezaresonaban palabras misteriosas e

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hirientes. Me preguntaba quién era eldesconocido parlanchín que estaba conFrau Else. ¿Su amante? ¿Un amigo de lafamilia? ¿El médico? No, los médicosson más silenciosos, más discretos. Mepreguntaba si Conrad había vuelto a vera Ingeborg. Los imaginaba a ambos de lamano paseando a lo largo de unaavenida otoñal. ¡Si Conrad fuera menostímido! El cuadro, a mi entender llenode posibilidades, ponía lágrimas dedolor y felicidad en mis ojos. Cuánto losquería, en el fondo, a los dos.

Cavilando, de pronto me di cuentade que el hotel estaba sumergido en unsilencio invernal. Comencé a ponerme

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nervioso y retomé los paseos por lahabitación. Sin esperanza de aclarar lasideas estudié la situación estratégica: alo sumo resistiría tres turnos, con muchasuerte cuatro. Tosí, hablé en voz alta,busqué entre las hojas de mis cuadernosuna postal que luego escribí oyendo elsonido del bolígrafo al deslizarse sobrela superficie acartonada. Recité losversos de Goethe:

Y en tanto no lo has captado,éste: ¡Muere y vivirás!

no eres más que un molesto huéspeden la Tierra Sombría

(Und so lang du das nicht hast, /

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Dieses: Stirb und werde! / Bist du nurein trüber Gast / Auf der dunklenErde).

Todo inútil. Intenté paliar lasoledad, la vulnerabilidad, llamando porteléfono a Conrad, a Ingeborg, a FranzGrabowski, pero nadie contestó. Por unmomento pensé que en Stuttgart noquedaba ni un alma. Comencé a hacerllamadas al azar, abriendo la agendacomo un abanico. Fue el destino el quemarcó el número de Mathias Müller, elniñato de Marchas Forzadas, uno demis enemigos declarados. Él sí estaba.

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La sorpresa, supongo, fue mutua.La voz de Müller, impostadamente

varonil, se corresponde con su afán deno exteriorizar emociones. Así, confrialdad, me da la bienvenida a casa.Por supuesto, cree que he vuelto.También, por supuesto, espera que millamada obedezca a una invitación decarácter profesional como prepararjuntos las ponencias de París. Lodesengaño. Aún estoy en España. Algooí decir, miente. Acto seguido adoptauna posición defensiva, como sitelefonearlo desde España constituyeraen sí mismo una trampa o un insulto. Tehe llamado al azar, dije. Silencio. Estoy

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encerrado en mi habitación haciendollamadas al azar, tú eres el ganador.Comencé a reírme a carcajadas y Müllertrató en vano de imitarme. Sóloconsiguió un híbrido de graznido.

—Yo soy el ganador —repitió.—Eso es. Podría haberle tocado a

cualquier otro habitante de Stuttgart perote tocó a ti.

—Me tocó a mí. Bueno, ¿cogías losnúmeros de una guía telefónica o de tuagenda?

—De mi agenda.—Entonces no he tenido tanta

suerte.De improviso la voz de Müller sufre

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una notable transformación. Tengo laimpresión de estar hablando con un niñode diez años que da rienda suelta a lasideas más peregrinas. Ayer vi a Conrad,dice, en el club, está muy cambiado, ¿losabías? ¿Conrad? ¿Cómo voy a saberlosi hace siglos que estoy en España?Parece que este verano por fin lo hancazado. ¿Cazado? Sí, derribado, tocado,eliminado, reducido, cargado de hits.Está enamorado, concluye. ¿Conradenamorado? En el otro lado de la línease escucha un ahá de asentimiento yluego ambos guardamos un silencioembarazoso como si comprendiéramosque habíamos hablado demasiado. Al

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cabo, Müller dijo: el Elefante ha muerto.¿Quién demonios era el Elefante? Miperro, dijo, y luego prorrumpió en untorrente de sonidos onomatopéyicos:oink oink oink. ¡Eso era un cerdo! ¿Esque su perro ladraba como un cerdo?Hasta la vista, dije apresuradamente, ycolgué.

Al oscurecer llamé a recepciónpreguntando por Clarita. Larecepcionista dijo que no estaba. Creípercibir un deje de asco en la respuesta.¿Con quién hablo? La sospecha de quefuera Frau Else fingiendo otra voz seinstaló en mi pecho como una películade terror con piscinas llenas de sangre.

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Con Nuria, la recepcionista, dijo la voz.¿Cómo está usted, Nuria?, saludé enalemán. Muy bien, gracias, ¿y usted?,contestó, asimismo en alemán. Bien,bien, estupendamente. No era Frau Else.Mi cuerpo, convulsionado de felicidad,rodó por la cama hasta caer y hacersedaño. Con la cara hundida en la moquetadi salida a todas las lágrimasacumuladas durante la tarde. Luego mebañé, me afeité, y seguí esperando.

Primavera del 44. Pierdo España yPortugal, Italia (salvo Trieste), la últimacabeza de puente en el lado oeste del

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Rin, Hungría, Koenigsberg, Danzig,Cracovia, Breslau, Poznan, Lodz (al estedel Oder sólo conservo Kolberg),Belgrado, Sarajevo, Ragusa (deYugoslavia sólo conservo Zagreb),cuatro cuerpos blindados, diez cuerposde infantería, catorce factores aéreos…

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23 de septiembre

Un ruido proveniente de la calleconsigue despertarme en el acto. Alenderezarme sobre la cama no logroescuchar nada. La sensación de habersido llamado, no obstante, es fuerte eimprecisa. En calzoncillos me asomo albalcón: el sol aún no ha salido o tal vezya se ha puesto y en la puerta del hotelestá estacionada una ambulancia contodas las luces encendidas. Entre laparte trasera de la ambulancia y lasescalinatas hay tres personas queconversan en voz baja aunque moviendo

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las manos desmesuradamente. Sus vocesarriban al balcón reducidas a unmurmullo ininteligible. Sobre elhorizonte planea una luz azul oscura conestrías fosforescentes como preludio detormenta. El Paseo Marítimo está vacíoa excepción de una sombra que sepierde por la acera que bordea el mar endirección a la zona de los campings, quea esta hora (¿pero qué hora es?) seasemeja a una cúpula gris lechosa, unbulbo en la curva de la playa. En el otroextremo, las luces del puerto handisminuido o acaban de encenderse ensu totalidad. El asfalto del Paseo estámojado, por lo que es fácil adivinar que

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ha llovido. De pronto una orden pone enmovimiento a los hombres que esperan.Simultáneamente se abren las puertasdel hotel y de la ambulancia y unacamilla baja las escalinatas porteadapor una pareja de enfermeros. Junto aéstos, un poco retrasados, a la altura dela cabeza del yaciente, solícitos,aparecen Frau Else vestida con un largoabrigo rojo y el tipo parlanchín de lapiel bronceada, seguidos por larecepcionista, el vigilante, un camarero,la señora gorda de la cocina. Sobre lacamilla, cubierto hasta el cuello con unamanta, está el marido de Frau Else. Eldescenso de las escalinatas es, o así me

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lo parece, en extremo cauteloso. Todo elmundo contempla al enfermo. Éste, bocaarriba y con gesto desolado, murmurainstrucciones para bajar las escaleras.Nadie le hace caso. Justo entoncesnuestras miradas se encuentran en elespacio transparente (y tembloroso) quemedia entre el balcón y la calle.

Así:

Después las puertas se cierran, laambulancia se pone en marcha con lasirena encendida pese a que no se

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vislumbra ni un solo coche en el Paseo,la luz que atraviesa los ventanales de laprimera planta decrece en intensidad, elsilencio envuelve otra vez el Del Mar.

Verano del 44. Como Krebs,Freytag-Loringhoven, Gerhard Boldt,caligrafío los partes de la guerra pese asaberla perdida. La tormenta no hatardado en estallar y ahora la lluviagolpea el balcón abierto como una manomuy larga y huesuda, oscuramentematernal, que quisiera advertirme sobrelos peligros de la soberbia. Las puertasdel hotel no están vigiladas, por lo que

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el Quemado no ha tenido ningúnproblema en subir solo a mi habitación.El mar está subiendo, murmura en elinterior del baño adonde lo hearrastrado, mientras se seca la cabezacon una toalla. Es el momento ideal paragolpearlo pero no muevo ni un músculo.La cabeza del Quemado, enguantada enla toalla, ejerce sobre mí unafascinación fría y luminosa. Bajo suspies se forma un charquito de agua.Antes de comenzar a jugar lo obligo aquitarse la camiseta mojada y a ponerseuna mía. Le va un poco estrecha pero almenos está seca. El Quemado, como si aestas alturas regalarle algo fuera de lo

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más natural, se la pone sin decirpalabra. Es el fin del verano y es el findel juego. El frente del Oder y el frentedel Rin se deshacen a la primeraembestida. El Quemado se muevealrededor de la mesa como si danzara.Tal vez eso es precisamente lo que hace.Mi último círculo defensivo está enBerlín-Stettin-Bremen-Berlín, lo demás,incluidos los Ejércitos de Baviera y elnorte de Italia, queda desabastecido.¿Dónde dormirás esta noche, Quemado?,dije. En mi casa, contesta el Quemado.Las otras preguntas, que son muchas, seme atoran en la garganta. Después dedespedirnos me instalé en el balcón y

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contemplé la noche lluviosa.Suficientemente grande como paratragarnos a todos. Mañana seréderrotado, no hay duda.

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24 de septiembre

Desperté tarde y sin apetito. Mejorasí pues el dinero que me queda esescaso. La lluvia no ha amainado. En larecepción, al preguntar por Frau Else,me dicen que está en Barcelona oGerona, «en el Gran Hospital», junto asu esposo. Sobre la gravedad de éste elcomentario es inequívoco: se muere. Midesayuno consistió en un café con lechey un croissant. En el restaurante sóloquedaba un camarero para atender acinco viejos surinameses y a mí. El DelMar, de golpe, se ha vaciado.

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A media tarde, sentado en el balcón,me di cuenta de que mi reloj ya nofuncionaba. Intenté darle cuerda,golpearlo, pero no hubo remedio.¿Desde cuándo está así? ¿Esto tienealgún significado? Eso espero. Por entrelos barrotes del balcón observo a lospocos transeúntes que recorren aprisa elPaseo Marítimo. Caminando endirección al puerto distinguí al Lobo y alCordero, ambos vestidos con idénticaschaquetas de mezclilla. Levanté unamano para saludarlos pero por supuestono me vieron. Parecían dos cachorros deperro, saltando charcos, empujándose yriendo.

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Poco después bajé al comedor. Allíestaban otra vez los viejos surinameses,todos alrededor de una gran paellerarebosante de arroz amarillo y mariscos.Tomé asiento en una mesa cercana ypedí una hamburguesa y un vaso de agua.Los surinameses hablaban muy rápido,ignoro si en holandés o en su lenguanatal, y el zumbido de sus voces por uninstante consiguió tranquilizarme.Cuando el camarero apareció con lahamburguesa le pregunté si sólo quedabaaquella gente en el hotel. No, hay otrosclientes que durante el día hacenexcursiones en autocar. Personas de latercera edad, dijo. ¿Tercera edad? Qué

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curioso. ¿Y llegan muy tarde? Tarde yarmando jarana, dijo el camarero.Después de comer volví a mi habitación,me di una ducha caliente y me acosté.

Desperté con tiempo suficiente parahacer las maletas y pedir unaconferencia a cobro revertido conAlemania. Las novelas que había traídopara leer en la playa (y que ni siquierahabía hojeado) las dejé sobre la mesitade noche para que Frau Else lasencontrara al volver. Sólo guardé lanovela de Florian Linden. Al cabo de unrato la recepcionista me avisó que podíahablar. Conrad había aceptado lallamada. En pocas palabras le dije que

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me alegraba hablar con él y que si teníasuerte pronto nos veríamos. Al principioConrad se mostró algo brusco y distantepero no tardó demasiado en advertir lagravedad de lo que se estaba cociendo.¿Es la despedida final?, preguntó de unmodo bastante cursi. Dije que no aunquemi voz cada vez sonaba más insegura.Antes de colgar recordamos las veladasen el club, las partidas épicas ymemorables, y nos reímos a tamborbatiente al referirle mi conversacióntelefónica con Mathias Müller. Cuida deIngeborg, fueron mis palabras dedespedida. Así lo haré, prometió Conradsolemnemente.

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Entorné la puerta y esperé. El ruidodel ascensor precedió la llegada delQuemado. A simple vista la habitaciónpresentaba un aspecto distinto al denoches anteriores, las maletas estaban aun lado de la cama, en un sitio bienvisible, pero el Quemado no les dedicóni una mirada. Nos sentamos, yo en lacama y él junto a la mesa, y durante uninstante nada ocurrió, como sihubiéramos adquirido la virtud de entrary salir a voluntad del interior de uniceberg. (Ahora, cuando pienso en ello,el rostro del Quemado se me ofrececompletamente blanco, enharinado,lunar, aunque bajo la delgada capa de

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pintura se adivinan las cicatrices). Lainiciativa le pertenecía y sin necesidadde sacar cuentas, no traía su libreta perotodos los BRP del mundo eran suyos,lanzó los Ejércitos rusos sobre Berlín yla conquistó. Con los Ejércitosangloamericanos se encargó dedestrozar las unidades que yo hubierapodido enviar para retomar la ciudad.Así de fácil era la victoria. Cuandollegó mi turno intenté mover la reservablindada del área de Bremen y meestrellé contra el muro de los aliados.De hecho, fue un movimiento simbólico.Acto seguido admití la derrota y merendí. ¿Y ahora qué?, dije. El Quemado

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exhaló un suspiro de gigante y salió albalcón. Desde allí me hizo señas paraque lo siguiera. La lluvia y el vientoarreciaban haciendo inclinarse a laspalmeras del Paseo. El dedo delQuemado señaló hacia delante, porencima del contrafuerte. En la playa, endonde se alzaba la fortaleza de patines,vi una luz, vacilante e irreal como unfuego de San Telmo. ¿Una luz en elinterior de los patines? El Quemadorugió como la lluvia. No me avergüenzaconfesar que pensé en Charly, un Charlytransparente venido del más allá acondolerse de mi ruina. Ciertamenteestaba muy cerca del desvarío. El

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Quemado dijo: «Vamos, no podemosretroceder», y lo seguí. Bajamos lasescaleras del hotel, pasando por larecepción iluminada y vacía, hasta queambos estuvimos en medio del Paseo.La lluvia que entonces azotó mi rostrotuvo el efecto de un enervante. Medetuve y grité: ¿quién está allí? ElQuemado no respondió y siguióinternándose en la playa. Sin pensarloeché a correr tras él. Ante mí surgió depronto la mole de patines ensamblados.No sé si por efecto de la lluvia o de lasolas cada vez mayores uno tenía laimpresión de que los patines estabansumiéndose en la arena. ¿Todos

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estábamos hundiéndonos? Recordé lanoche en que subrepticiamente me habíaarrastrado hasta aquí para escuchar losconsejos guerreros del desconocido queluego tomé por el marido de Frau Else.Recordé el calor de entonces y locomparé con el calor que ahora sentía entodo el cuerpo. La luz que habíamosvisto desde el balcón parpadeabafuriosamente en el interior de lachabola. Con ambas manos me apoyé, enun gesto que amalgamaba resolución ycansancio al mismo tiempo, en unsaliente de flotador y por los resquiciostraté de discernir quién podía hallarsejunto a la luz; fue inútil. Empujando con

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todas mis fuerzas intenté desarbolar laestructura y sólo conseguí que mismanos se cubrieran de arañazos contrala superficie de maderas y hierrosviejos. La fortaleza tenía la consistenciadel granito. El Quemado, al que porunos segundos había dejado de vigilar,estaba de espaldas a los patines, absortoen la contemplación de la tormenta.¿Quién está allí? Por favor, conteste,grité. Sin esperar una improbablerespuesta probé a escalar la chabolapero di un paso en falso y caí de brucessobre la arena. Al incorporarme, si biena medias, vi que el Quemado estabajunto a mí. Pensé que ya nada podía

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hacer. La mano del Quemado asió micuello y tiró hacia arriba. Di un par demanotazos, del todo inútiles, e intentépatearlo, pero mis miembros habíanadquirido la consistencia de la lana.Aunque no creo que el Quemado meescuchara murmuré que yo no era nazi,que yo no tenía ninguna culpa. Por lodemás, nada podía hacer, la fuerza ydeterminación del Quemado, inspiradaspor la tormenta y la marejada, eranirresistibles. A partir de ese instante misrecuerdos son vagos y fragmentados. Fuilevantado como un pelele y contra loque yo esperaba (muerte por agua)trasladado a rastras hacia la abertura de

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la chabola de patines. No ofrecíresistencia, no seguí suplicando, nocerré los ojos salvo cuando cogido delcuello y de la entrepierna inicié el viajehacia el interior; entonces sí cerré losojos y me vi a mí mismo instalado enotro día menos negro pero no luminoso,como el «molesto huésped de la TierraSombría» y vi al Quemado yéndose delpueblo y del país por un caminozigzagueante hecho de dibujos animadosy pesadillas (¿pero de qué país?, ¿deEspaña?, ¿de la Comunidad EconómicaEuropea?), como el eterno doliente.Abrí los ojos cuando me sentí encallaren la arena, a pocos centímetros de una

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lámpara de camping gas. No tardé encomprender, mientras me revolvía comoun gusano, que estaba solo y que nuncahubo nadie junto a la lámpara; que éstahabía permanecido encendida bajo latormenta precisamente para que yo laobservara desde el balcón del hotel.Afuera, caminando en círculos alrededorde la fortaleza, el Quemado se reía.Podía escuchar sus pisadas que sehundían en la arena y su risa clara, feliz,como la de un niño. ¿Cuánto tiempopermanecí allí, de rodillas entre lasparcas pertenencias del Quemado? Nolo sé. Cuando salí ya no llovía y elamanecer comenzaba a insinuarse en el

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horizonte. Apagué la lámpara y me izéfuera del agujero. El Quemado estabasentado con las piernas cruzadas,mirando hacia levante, lejos de suspatines. Podía, perfectamente, estarmuerto y seguir manteniendo elequilibrio. Me acerqué, no mucho, y ledije adiós.

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25 de septiembreBar Casanova. La

Jonquera

Con las primeras luces del díaabandoné el Del Mar; lentamente rodécon el coche por el Paseo Marítimocuidándome de que el ruido del motorno molestara a nadie. A la altura delCosta Brava di la vuelta y aparqué en lazona reservada para automóviles dondeal comienzo de nuestras vacacionesCharly nos enseñara su tabla dewindsurf. Mientras me dirigía a los

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patines no vi a nadie en la playa salvoun par de corredores enfundados enchándals que se perdían en dirección alos campings. La lluvia hacía rato quehabía cesado; en la pureza del aire seintuía que aquél iba a ser un día de sol.La arena, sin embargo, seguía mojada.Al llegar junto a los patines prestéatención por si oía algún sonido quedelatara la presencia del Quemado ycreí percibir un ronquido muy suaveproveniente del interior, pero no estoyseguro. En una bolsa de plástico llevabael Tercer Reich. Con cuidado ladeposité sobre la lona que cubría lospatines y volví al coche. A las nueve de

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la mañana salí del pueblo. Las callesestaban semidesiertas, por lo que penséque debía tratarse de alguna festividadlocal.

Todo el mundo parecía estar en lacama. En la autopista la circulación sehizo más numerosa, con coches dematrículas francesas y alemanas quellevaban la misma dirección que yo.

Ahora estoy en la Jonquera…

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30 de septiembre

Tres días estuve sin ver a nadie.Ayer, por fin, pasé por el club con elconvencimiento interno de que ver a misantiguos amigos no fuera una buena idea,al menos por el momento. Conrad estabasentado en una de las mesas másapartadas. Llevaba el pelo más largo yunas profundas ojeras que ya norecordaba. Durante un rato estuvemirándolo sin decir nada mientras losdemás se acercaban a saludarme. Hola,campeón. ¡Con qué sencillez y calor erarecibido y sin embargo lo único que

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sentí fue amargura! Al verme, en mediodel revuelo, Conrad se acercó sin prisay me tendió la mano. Era un saludomenos entusiasta que el de los demáspero más sincero, que tuvo un efectobalsámico en mi espíritu; me hizosentirme en casa. Pronto todos volvierona las mesas y se entablaron nuevoscombates. Conrad pidió que loreemplazaran y preguntó si deseabaconversar en el club o fuera. Dije queprefería caminar. Estuvimos juntos,tomando café y hablando de cualquiercosa menos de lo que realmenteimportaba, en mi casa, hasta pasada lamedianoche, término en el cual me

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ofrecí a acompañarlo hasta la suya.Todo el trayecto en coche lo hicimos ensilencio. No quise subir. Tenía sueño,expliqué. Al despedirnos Conrad dijoque si necesitaba dinero no dudara enpedírselo. Probablemente necesitaréalgo de dinero. Otra vez nos dimos unapretón de manos, más largo y sinceroque el anterior.

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Ingeborg

Ninguno de los dos tenía intenciónde hacer el amor y al final acabamos enla cama. Influyó la disposición sensualde los muebles, alfombras y objetosdiversos con que Ingeborg haredecorado su espaciosa habitación, y lamúsica de una cantante americana cuyonombre no recuerdo, y también la tarde,de color añil, apacible como pocastardes de domingo. Esto no quiere decirque hayamos reanudado nuestra relaciónde pareja; la decisión de seguir siendotan sólo amigos es irrevocable por

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ambas partes y seguramente será másprovechosa que nuestro antiguo vínculo.La diferencia entre una y otra situación,para ser sincero, no es mucha. Porsupuesto tuve que contarle algunas delas cosas que pasaron en Españadespués de que ella se marchara.Básicamente hablé de Clarita y delhallazgo del cuerpo de Charly. Ambashistorias la impresionaron vivamente.En contrapartida me hizo una revelaciónque no sé si considerar patética ograciosa. Conrad, durante mi ausencia,intentó iniciar un romance con ella. Pordescontado, siempre dentro de la másabsoluta corrección. ¿Y qué pasó?, dije,

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sorprendido. Nada. ¿Te besó? Hizo laprueba pero le di una bofetada. Ingeborgy yo nos reímos mucho, pero luego a míme dio pena.

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Hanna

Hablé con Hanna por teléfono. Medijo que Charly había llegado aOberhausen en una bolsa de plástico decincuenta centímetros, más o menoscomo una bolsa de basura súper, eso lehabía contado el hermano mayor deCharly, que fue quien se encargó derecibir los restos y de los trámitesburocráticos. El hijo de Hanna está muybien. Hanna es feliz, según dice, ypiensa volver de vacaciones a España.«Eso a Charly le hubiera gustado, ¿no teparece?». Contesté que sí, que tal vez.

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¿Ya ti qué fue realmente lo que te pasó?,dice Hanna. La pobre Ingeborg se locreyó todo, pero yo soy más vieja, ¿noes verdad? No me pasó nada, dije. ¿Quéte pasó a ti? Tras un momento (seescuchan voces, Hanna no está sola)dice: ¿a mí?… Lo de siempre.

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20 de octubre

A partir de mañana comienzo atrabajar como administrativo en unaempresa dedicada a la fabricación decucharas, tenedores, cuchillos yartículos afines. El horario es similar alque tenía antes y el sueldo es un pocosuperior.

Desde mi regreso estoy en ayunas dejuegos. (Miento, la semana pasada juguéa las cartas con Ingeborg y sucompañera de piso). Nadie de micírculo, pues sigo yendo al club dosveces por semana, lo ha percibido. Allí

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atribuyen mi desgana a unasobresaturación o a que estoy demasiadoocupado escribiendo sobre juegos. ¡Quélejos están de la verdad! La ponenciaque iba a presentar en París la estáredactando Conrad. Mi únicacontribución será traducida al inglés.Pero ahora que inicio una nueva etapalaboral ni eso es seguro.

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Von Seeckt

Hoy, después de un largo paseo apie, le dije a Conrad que bien pensado yen resumidas cuentas todos nosotroséramos como fantasmas que pertenecíana un Estado Mayor fantasmaejercitándose continuamente sobretableros de wargames. Las maniobras aescala. ¿Te acuerdas de Von Seeckt?Parecemos sus oficiales, burladores dela legalidad, sombras que juegan consombras. Estás muy poético esta noche,dijo Conrad. Por supuesto, no entendiónada. Añadí que probablemente no iría a

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París. Al principio Conrad pensó que setrataba de una imposibilidad laboral y loaceptó, pero cuando dije que en eltrabajo todos se iban de vacaciones endiciembre y que la razón era otra,adoptó una actitud de agravio personal ydurante un buen rato se negó a hablarme.Es como si me dejaras solo ante losleones, dijo. Me reí con ganas: somos labasura de Von Seeckt pero nosqueremos, ¿verdad? Al cabo, Conradtambién se rió, aunque tristemente.

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Frau Else

Hablé por teléfono con Frau Else.Una conversación fría y enérgica. Comosi los dos no tuviéramos otra cosa mejorque hacer que gritar. ¡Mi marido hamuerto! ¡Yo estoy bien, qué remedio!¡Clarita está en el paro! ¡El tiempo esbueno! ¡Aún hay turistas en el pueblopero el Del Mar está cerrado! ¡Prontome marcho de vacaciones a Túnez!Supuse que los patines ya no estaban. Enlugar de preguntar directamente por elQuemado hice una pregunta estúpida.Dije: ¿la playa está vacía? ¡Cómo va a

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estar si no! ¡Vacía, claro! Como si elotoño nos hubiera vuelto sordos. Quémás da. Antes de despedirnos Frau Elseme recordó que había dejado unos librosolvidados en su hotel, que pensabaenviármelos por correo. No los olvidé,dije, los dejé para que tú los tuvieras.Creo que se emocionó un poco. Luegonos dimos las buenas noches ycolgamos.

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El Congreso

Decidí acompañar a Conrad alCongreso y mirar. Los primeros díasfueron aburridos y aunqueocasionalmente hice de traductor entrecompañeros alemanes, franceses eingleses, me escapaba apenas teníatiempo libre y dedicaba el resto del díaa largos paseos por París. Con mayor omenor fortuna todas las ponencias ydiscursos fueron leídos, todos los juegosfueron jugados y todos los proyectospara una Federación Europea dejugadores fueron esbozados y sufridos.

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Por mi parte llegué a la conclusión deque el ochenta por ciento de losponentes necesitaba asistenciapsiquiátrica. Para consolarme merepetía que eran inofensivos, una y otravez, y finalmente acabé aceptándoloporque era lo mejor que podía hacer. Elplato fuerte fue la llegada de RexDouglas y los americanos. Rex es untipo de unos cuarenta y tantos años, alto,fuerte, con una espesa cabellera de colorcastaño brillante (¿se pone abrillantadoren el pelo?, quién sabe), que derrochaenergía a dondequiera que vaya. Sepuede afirmar que fue la estrellaindiscutida del Congreso y el primer

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propulsor de cuantas ideas se lanzaron,no importa lo peregrinas o estúpidas quefueran. En lo que a mí respecta preferíno saludarlo, aunque más ajustado a laverdad sería decir que preferí no hacerel esfuerzo por acercarme a él, rodeadopermanentemente por una nube deorganizadores del Congreso yadmiradores. El día de su llegadaConrad cruzó un par de palabras con ély por la noche, en casa de Jean-Marc,donde estábamos alojados, sólo hablóde lo interesante e inteligente que eraRex. Se dice que incluso jugó unapartida de Apocalipsis, el nuevo juegoque su casa editora ha lanzado al

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mercado, pero aquella tarde yo noestaba y no pude verlo. Mi ocasión llegóen el penúltimo día del Congreso. Rexse había reunido con un grupo dealemanes e italianos y yo me hallaba aunos cinco metros, en la mesa deexposición del grupo de Stuttgart,cuando oí que me llamaban. Éste es UdoBerger, el campeón de nuestro país. Alacercarme los demás se apartaron yquedé cara a cara con Rex Douglas.Quise decir algo pero las únicaspalabras que encontré salieronatropelladas e incoherentes. Rex metendió la mano. No recordó nuestrabreve relación epistolar o bien prefirió

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no hacerla pública. De inmediatoretornó la charla con uno del grupo deColonia y yo me quedé un instanteescuchando, con los ojos semicerrados.Hablaban del Tercer Reich y de lasestrategias a utilizar con las nuevasvariantes que había añadido Beyma. ¡Enel Congreso se estaba jugando un TercerReich y yo ni siquiera me habíaacercado a dar una vuelta por elperímetro de juegos! Por lo que dijeroninferí que el de Colonia llevaba a losalemanes y que el curso de la guerrahabía llegado a un punto muerto.

—Eso es bueno para ti —dijobruscamente Rex Douglas.

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—Sí, si nos aferramos a loconquistado, lo que va a ser unaempresa difícil —dijo el de Colonia.

Los demás asintieron. Se hicieronalabanzas sobre un jugador francés quedirigía al equipo que llevaba a la URSSy acto seguido comenzaron a hacerplanes para la cena de la noche, otracena, como todas, de hermandad. Sinque nadie se diera cuenta me fuialejando del grupo. Volví a la mesa deStuttgart, vacía salvo por los proyectospatrocinados por Conrad, la arreglé unpoco, puse una revista aquí, un juegoallá, y me marché sin hacer ruido delrecinto del Congreso.

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ROBERTO BOLAÑO (1953-2003),nacido en Chile, narrador y poeta, se haimpuesto como uno de los escritoreslatinoamericanos imprescindibles denuestro tiempo. En Anagrama se hanpublicado sus libros de cuentosLlamadas telefónicas, Putas asesinas yEl gaucho insufrible, y las novelas La

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pista de hielo, Estrella distante,Amuleto, Una novelita lumpen,Monsieur Pain, Nocturno de Chile,Amberes y Los detectives salvajes(Premio Herralde de Novela y PremioRómulo Gallegos): «La gran novelamexicana de su generación, expresióndel desarraigo literario visceral de loslatinoamericanos» (J. A. MasoliverRodenas, La Vanguardia); «Un carpetazohistórico y genial a Rayuela de Cortázar.Una grieta que abre brechas por las quehabrán de circular nuevas corrientesliterarias del próximo milenio» (EnriqueVila-Matas); «Una especie de ebriedadnarrativa que nos deja abrumados,

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sonriendo de obnubilación o deadmiración» (Fabrice Gabriel, LesInrockuptibles). Su novela póstuma,2666, está considerada unánimemente suobra mayor. «Una gran novela denovelas, sin duda la mejor de suproducción» (Ana María Moix, El País);«Una novela abierta como Losdetectives salvajes, inacabable, más queinacabable… Magistral» (IgnacioEchevarría), resultado es magnífico. Loque aquí se persigue y se alcanza es lanovela total, que ubica al autor de 2666en el mismo equipo de Cervantes,Sterne, Melville, Proust, Musil yPynchon» (Rodrigo Fresán, Qué Leer).

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También póstumamente se han publicadoEntre paréntesis, El secreto del mal, LaUniversidad Desconocida y El TercerReich.