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Andrés Botella El túnel del tiempo

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Andrés Botella

El túnel del tiempo

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A Mamen, en todos los granos de arena del

tiempo compartido

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Índice

Prólogo.............................................................................................. 9

Capítulo 1 ....................................................................................... 11

Capítulo 2 ....................................................................................... 31

Capítulo 3 ....................................................................................... 59

Capítulo 4 ....................................................................................... 81

Capítulo 5 ..................................................................................... 103

Capítulo 6 ..................................................................................... 147

Capítulo 7 ..................................................................................... 171

Capítulo 8 ..................................................................................... 191

Capítulo 9 ..................................................................................... 217

Capítulo 10 ................................................................................... 241

Capítulo 11 ................................................................................... 261

Capítulo 12 ................................................................................... 279

Capítulo 13 ................................................................................... 301

Capítulo 14 ................................................................................... 319

Capítulo 15 ................................................................................... 339

Capítulo 16 ................................................................................... 359

Capítulo 17 ................................................................................... 377

Capítulo 18 ................................................................................... 399

Capítulo 19 ................................................................................... 421

Capítulo 20 ................................................................................... 441

Capítulo 21 ................................................................................... 461

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Prólogo

Oléhonia es una imagen difuminada, proyectada desde el otro lado del espejo, donde el tiempo gira en un sentido distinto al de las agujas del reloj y se convierte en la entrada a un túnel, que trata de impedir el olvido.

El túnel del tiempo podría calificarse como una novela de aventuras, aunque no sean sus protagonistas aguerridos guerreros, agentes infalibles ni superhéroes. La aventura se desencadena por la persecución de un sueño, que se presenta al alcance de la mano.

El relato pretende rendir homenaje a las novelas y, sobre todo, a las películas de serie B, tratando de mantener aquel espíritu que tanto nos fascinó en nuestra infancia y adolescencia.

Los personajes principales, uno ya jubilado y otro en los coletazos finales de su carrera profesional, se enfrentan, quizá, a la última oportunidad de lograr salir vencedores del reto definitivo.

El círculo que envuelve el presente y el pasado, haciéndoles circular por órbitas diferentes, se cerrará y terminará por ocupar el mismo espacio.

El túnel del tiempo pretende ser una más de las voces que claman en el desierto, una especie de alegato contra el olvido de la Historia.

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NOTA:

Excepto los nombres de los dos protagonistas principales, que deberán leerse según la fonética inglesa, para el resto de personajes habrá de emplearse la fonética española.

Para facilitar la tarea, puede consultarse el apéndice al final de la novela.

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Capítulo 1

El descubrimiento tuvo lugar por pura casualidad, mientras una expedición, financiada por una Fundación sin ánimo de lucro, pero con turbios intereses fiscales y opacas imbricaciones entre fondos públicos y capitales privados, trabajaba en la localización de la quimérica ubicación, en la que se suponía podía haber florecido el denominado Estado del Bienestar, en los albores de la Antigüedad.

El cielo pareció desplomarse sobre la cabeza del director de excavaciones, cuando la arena dejó de estar apelmazada bajo sus pies y una gigantesca grieta partió la tierra en dos, sin previo aviso.

—¡Coño! ¡Un poco más y…!—acertó a exclamar, manteniendo el equilibrio a duras penas y sin poder quitarse de encima el susto, provocado por el estruendo, que había dejado al descubierto el gigantesco socavón, ni el terror, más que justificado, suscitado por la posibilidad de haberse precipitado a la oscuridad de su interior.

—¡Hostia!—exclamaron algunos de los expedicionarios, dando rienda suelta a su sobresalto, mientras estiraban sus cuellos, asomándose al agujero negro, cuya profundidad resultaba muy difícil de calcular a ojo.

—No me extrañaría que nos encontrásemos ante las puertas de las mismísimas calderas de Pedro Botero—dijo uno de los graciosos del grupo, colocándose la palma de la mano, a modo de visera, para tratar de escrutar las tinieblas interminables que se adivinaban bajo sus pies.

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La sorpresa inicial no tardó en transformarse en un estado de excitación febril, escoltado por las continuas idas y venidas de todo el personal, afanándose en asegurar el perímetro y consolidar la nueva recién nacida estructura, con el objeto de evitar su desmoronamiento, antes de intentar emprender la quimera de la equinoccial aventura de su exploración.

—¡Pero si es un puñetero agujero!—se quejó, entre exagerados aspavientos, el delegado, que la Fundación había enviado para valorar la viabilidad económica de la exploración de la sima—. Parece un pozo sin fondo—concluyó, apartándose del borde del precipicio con expresión agria.

—Pues lo tiene—corrigió el director de expedición—. Lo hemos comprobado. Está a ciento once metros, allá abajo.

—¿Ciento once metros?—preguntó el delegado con incredulidad.

—Así es—corroboró el director de expedición—. Al principio, pensamos que esa distancia era demasiado redonda como para no deberse a algún tipo de cálculo matemático intencionado, pero esa hipótesis ha quedado descartada en el momento actual. La cifra no posee connotaciones cabalísticas. Es pura casualidad.

—Una casualidad demasiado profunda—dijo el delegado, moviendo la cabeza negativamente.

—Por eso necesitamos un equipo especial que refuerce la estructura e impida su desmoronamiento, mientras estemos explorando el fondo—contestó el director de expedición.

—Me parece una aventura demasiado costosa—repuso el delegado, que parecía decidido a no dejarse convencer por cantos de sirena—. No tenemos nada. Así que no vamos a empezar a dar palos de ciego a estas alturas.

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—Si no bajamos, perderemos una oportunidad única—dijo el director de expedición—. Llevábamos semanas estancados y, de repente, se ha abierto una nueva vía de investigación. Rara vez pasan los trenes por la puerta de tu casa. Ha sido un golpe de suerte.

—¿Llama, usted, suerte a este abismo, aparecido de repente?—dijo el delegado, señalando el agujero con disgusto—. Lo siento, pero no puedo sustentar una decisión tan importante sobre el frágil alambre de sus conjeturas…

—¿Conjeturas?—protestó el director de expedición, interrumpiendo al delegado, entre aspavientos—. No podemos dejar de explorar esta posibilidad. Tenga en cuenta que las ciudades de la antigüedad pueden encontrarse sepultadas bajo toneladas de tierra.

—No negaré esa evidencia, pero es la única premisa sobre la que se asienta su argumentación y, como comprenderá, no es una base lo suficientemente sólida como para justificar una empresa de semejante calibre—contestó éste, negando definitivamente con la cabeza—. Demasiado arriesgado, demasiado equipo, demasiado tiempo y, por supuesto, demasiado dinero.

—Reconsidérelo, por favor—suplicó el director de expedición.

—No hay nada que reconsiderar, querido amigo—contestó el delegado, posando su mano sobre el hombro del director—. Sabe de sobra que no es capaz de ofrecerme un solo argumento convincente.

—Nuestro trabajo no son las ciencias exactas—respondió éste, apesadumbrado.

—¡Ojalá lo fuese!—se lamentó el delegado con expresión contrita—. Pero las cosas son como son… No se le pueden pedir peras al olmo. Para que me plantease variar mi decisión, sería necesario que usted me diese una buena razón y, desgraciadamente, no está en condiciones de hacerlo.

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—Yo sí—dijo el arqueólogo de mayor edad, abandonando el corro silencioso, que había estado formando junto al resto de sus compañeros.

—¡Vaya! ¿Seguro?—exclamó el delegado con sorna—. ¿Y cuál es esa buena razón, si puede saberse?—preguntó en tono jactancioso.

—Oléhonia—respondió el veterano arqueólogo sin titubear, provocando que la sorpresa de los presentes estallase en un revuelo de murmullos.

—¿Oléhonia?—preguntó el delegado, desorbitando los ojos—. ¡Lo que me faltaba! ¿Ha perdido el juicio?

Protegida por la misma capa de magia que la Atlántida, envuelta por idéntico halo esotérico, Oléhonia ocupaba igual lugar preferente entre los misterios más indescifrables de la humanidad.

De la misma forma que el continente perdido, sus orígenes y su desaparición habían generado controvertidos debates a lo largo de los siglos, propiciando la consolidación de un mito, del que más de uno había intentado aprovecharse, con mayor o menor fortuna.

Su existencia había sido puesta en duda por un número de detractores furibundos, más o menos tan numeroso, como el de sus ardientes y ardorosos defensores. Las confrontaciones entre ambos no habían logrado arrojar mucha luz sobre las cartas, planos y mapas antiguos que, además de resultar falsos, también habían sido fraudulentos en no pocas ocasiones.

La ubicación exacta del misterioso imperio olehónico no había podido ser determinada de forma fehaciente, aunque la teoría más extendida, situaba su asentamiento en las estribaciones meridionales de la vieja Europa o, quizá, en el norte de África. Sin embargo, las sucesivas excavaciones, realizadas en diferentes territorios de

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ambos continentes, siempre habían tenido el denominador común del fracaso.

La leyenda de Oléhonia había sido entretejida con los hilos de la luna y el aroma del misterio, para ser recordada en canciones ancestrales, que ya muy pocos conocían en la actualidad. La completa desaparición, tanto de su capital como del resto de sus ciudades y la totalidad del imperio, había contribuido a engrandecer el mito. La ausencia de vestigios históricos se había convertido en el mejor de los abonos para que floreciesen leyendas y cábalas, como así no había cesado de ocurrir.

No había sido hallado el menor rastro físico de su presencia en el mundo y, pese a ello, raro había sido un período de silencio prolongado, alrededor de la bruma que envolvía su leyenda. De vez en cuando, los inevitables cantos de sirena volvían a brotar en cualquier minúsculo lugar recóndito, y las respiraciones eran contenidas, aguardando la revelación definitiva o, tal vez, la más que ansiada gloria de su descubrimiento.

El famoso doctor Udo This Aster, que gozaba de un más que reconocido y merecido prestigio entre la comunidad científica internacional, era la máxima autoridad, a la que se podía recurrir para tratar de conocer el menor de los detalles que pudiese tener relación con Oléhonia.

Su mayor logro arqueológico había sido la localización del antiguo reino de Schiss-Baba, al que This Aster consideraba coetáneo del imperio olehónico y que, según sus descubrimientos, había extendido sus confines a lo largo de un territorio notablemente superior al de la actual Alemania. Lamentablemente, pese a la certeza incontestable de su localización geográfica, lo cierto era que las numerosas excavaciones realizadas no habían logrado aportar hallazgos importantes que pudieran servir para aumentar sustancialmente los

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conocimientos sobre ambos imperios y sus posibles relaciones.

El doctor Kepeh Loss fue el elegido por el profesor This Aster para encargarse no sólo de la administración de fondos y donaciones, sino de la dirección de las tareas relacionadas con las excavaciones y los estudios.

Semejante empresa le llevó a agujerear buena parte de Centroeuropa con absoluta impunidad y con escaso éxito. No obstante, a la vuelta de una de sus expediciones, se entrevistó con el profesor This Aster para hacerle entrega de una docena de tablillas arcillosas, en las que habían sido grabados signos y símbolos, pertenecientes a un idioma desconocido que, desde luego nada tenía que ver con el elemental, aunque enrevesado, lenguaje schiss-bábico.

Habían sido halladas en Welttrunken, en el interior de una pequeña urna, que presidía las ruinas de una posible necrópolis.

—Seguro que su contenido tiene que ver con los muertos—había bromeado el doctor Kepeh Loss, al entregárselas.

—Es bastante probable—había respondido el profesor This Aster, rascándose la barbilla, mientras las examinaba con atención.

—Pensé que usted conocería el idioma en el que están escritas.

—Pues lamento decepcionarle—había contestado el profesor This Aster, frunciendo el ceño y los labios a la vez—. No tengo ni la menor idea.

—Quédeselas. Usted es el único que puede descubrirlo.

—Agradezco su confianza. Lo primero que pensó el profesor This Aster, al ver

los signos cabalísticos y las tablillas, fue que tal vez pudiesen encontrarse ante una muestra de escritura

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oléhonica, aunque prefirió no comentarlo con el doctor Kepeh Loss. Convenía ser prudente y proceder a un minucioso análisis de las piezas halladas, antes de lanzar las campanas al vuelo. Además, no sabía a ciencia cierta cuando podría emprender esa tarea, ya que sus ocupaciones inmediatas se encaminaban por otros derroteros. Por eso, había guardado las tablillas en su despacho, a buen recaudo, en espera de tiempos mejores.

Los orígenes de los estudios del profesor This Aster sobre Oléhonia se remontaban a la época en la que siendo apenas un mozalbete barbilampiño, fascinado por el ovillo intrincado, en el que acababan enredándose los rumores, ya estaba empeñado en tirar de la hebra para lograr devanar la madeja. Sin embargo, Oléhonia se había mostrado esquiva con él, de manera reiterada, y no le había permitido descifrar la incógnita que protegía su misterio, pese a las exhaustivas investigaciones, que el profesor le había dedicado a lo largo de casi medio siglo.

Grandes decepciones y sinsabores habían sido compañeros de viaje de la ilusión enfebrecida, que le embargaba el ánimo, instantes antes de someter cualquier nueva pista esperanzadora, que pudiera surgir, a un concienzudo análisis, por mucho que éste, después, la condenase a quedar varada en algún recoveco del laberinto.

Del fruto de su dedicación, no obstante, daban cumplida muestra los dos volúmenes, dedicados a Oléhonia, que el profesor This Aster había publicado a lo largo de sus años de carrera, antes de abandonar su cátedra en la universidad de Kackestadt, por imperativos de la edad y de la mala digestión del atracón de bilis, que le había producido su último fracaso en pos del descubrimiento del imperio perdido.

A diferencia de otros colegas, considerados por sus compañeros de profesión como charlatanes, el profesor This Aster había mantenido incólume su prestigio,

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siendo considerado un investigador brillante, honesto y riguroso, merecedor de admiración y respeto, incluso por los sectores académicos más críticos.

Sus razonadas conjeturas y sus elaboradas conclusiones habían sido los cimientos sobre los que se había asentado la firmeza de una teoría plausible, aunque indemostrable hasta el momento, con respecto a la localización, la pujanza y los logros del imperio olehónico.

Pese a que el nombre del profesor This Aster no había dejado de estar ligado a Oléhonia y a los descubrimientos que pudieran haberse realizado en torno al imperio o, más bien, relacionados con él; a pesar

de ser reconocido como la máxima autoridad en la materia, únicamente había formado parte de tres expediciones, dedicadas a la búsqueda de su particular sueño dorado.

En la primera de ellas, su papel apenas había alcanzado relevancia significativa, puesto que, en aquellos lejanos días, no era más que un aprendiz meritorio, un recién licenciado, con las espaldas tan anchas y preparadas para recibir varapalos, que por ellas había resbalado la lengua viscosa y áspera de la decepción, sin producirle secuelas apreciables. Antes bien, incluso podría decirse que aquel fracaso había supuesto un acicate y el auténtico punto de partida para el desarrollo de sus posteriores investigaciones.

Las otras dos excavaciones en las que se había embarcado, pese a haber estado distanciadas en el tiempo, la una de la otra, un par de décadas, habían marcado su trayectoria profesional.

Cuando en mil novecientos noventa y dos, un cuarto de siglo después de su primera intentona, había trasladado su entusiasmo como director de expedición plenipotenciario a las ruinas de Band-Harra, en

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Marruecos, la decepción por el fracaso en el hallazgo de la puerta de acceso a Oléhonia se había visto mitigada por el material descubierto en las excavaciones, que había resultado fundamental para la confección de los dos volúmenes que el profesor le había dedicado.

La experiencia obtenida en la expedición se había visto plasmada en un práctico manual, también publicado, que recogía una serie de instrucciones para la corrección de los errores en el manejo de las fuentes de información, a la vez que ofrecía una visión analítica de las futuras técnicas de investigación y de su aplicación práctica.

Aunque Oléhonia no apareció por ninguna parte, el prestigio internacional del profesor This Aster se vio reforzado, ya que la comunidad arqueológica no dudó en ensalzar el método empleado y su meticulosidad, considerado motivo de estudio posterior, al que le fueron dedicados un buen número de artículos y ensayos.

En la biblioteca del viejo profesor, se amontonaban las carpetas, perfectamente ordenadas, que contenían los tesoros de toda una vida de investigación. Vetustos mapas falsos, pero que muy bien podían ser verdaderos, se mezclaban con apuntes escritos con letra nerviosa, garabatos indescifrables, referencias históricas, relatos inverosímiles, maldiciones, jeroglíficos y acertijos irresolubles. Todo ello había sido utilizado con mimo, con dedicación y con paciencia por Udo This Aster en su escrupuloso trabajo, plasmado en los dos volúmenes, que había dedicado al estudio del imperio olehónico.

En lugar preferente, conservaba un buen número de tablillas band-harrianas, que habrían de ser imprescindibles para la elaboración de un tercer volumen, aún inédito, y fundamentales para descifrar por completo el alfabeto olehónico.

El profesor This Aster también había logrado rescatar del polvo de las ruinas de Band-Harra un trozo de

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pergamino, muy deteriorado, garabateado con signos y letras, que parecían pertenecer a la misma lengua extraña que había sido utilizada en los grabados de las tablillas, que en su día le entregara el doctor Kepeh Loss.

Guardaba ambos tesoros como oro en paño, cada día más seguro de su importancia para la futura fragua del alfabeto que le permitiera descifrar la lengua vernácula del imperio olehónico.

Por desgracia, las labores de reconstrucción de dicho alfabeto se habían visto perturbadas una y otra vez por la vorágine producida por nuevos y excitantes descubrimientos, condenándolas al olvido con demasiada frecuencia.

Lamentablemente, pocos habían sido los posteriores nuevos hallazgos dignos de mención, que pudiesen arrojar luz sobre la posible destrucción de Oléhonia y su desaparición de la faz de la tierra. Ése era el más preciado manjar con el que había venido alimentándose el mito.

Oléhonia, según las investigaciones del eminente arqueólogo, había de ser considerada como uno de los bastiones más importantes del Estado del Bienestar y, probablemente, el lugar en donde las consecuencias derivadas de su aplicación habían alcanzado mayor florecimiento y desarrollo.

Podía decirse que la mayor parte de las investigaciones del profesor This Aster habían girado en torno al mito de Oléhonia. Suyas eran las recreaciones históricas más fabulosas de cuantas se pudieran imaginar. La minuciosidad de su trabajo le había llevado a elaborar un diseño concienzudo de la sociedad olehónica y de la forma de vida en el imperio.

Documentándose en viejos pergaminos, descifrando intrincados jeroglíficos y escuchando historias y leyendas en los cuatro rincones del mundo, había

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plasmado un retrato que no parecía una fábula imaginada, sino el fruto de una argumentación rigurosa y elaborada, que había cobrado vida propia, a lo largo de las dos décadas empleadas por el profesor This Aster en atar todos los cabos para asestar el golpe de gracia definitivo y abrir las puertas de Oléhonia, de par en par, a todos los incrédulos.

Ése había sido su objetivo primordial, cuando había aceptado dirigir, apenas un par de años atrás, un fabuloso proyecto multinacional, que se había empecinado en situar el centro geométrico del imperio olehónico en la pradera La grande mer de la vache en la Francia meridional.

Apoyados en una base, que se creía eminentemente sólida, los cálculos previos de los miembros reclutados para la expedición concluían, sin dejar lugar a dudas, que esa extensa campiña era la superficie, bajo la cual Oléhonia dormía su sueño secular.

Era tal la certeza, eran tantas las señales de su evidencia que el profesor This Aster se dejó contagiar por el entusiasmo general y, contrariamente a lo que le solía ocurrir, se descuidó y se dejó invadir por los vapores del optimismo. Los signos parecían indicar, día tras día, que no había posibilidad de equivocación. Sólo era cuestión de tiempo y paciencia conseguir desvelar el misterio.

Durante cuatro meses, la pradera fue agujereada de forma inmisericorde sin obtener el menor resultado, es más, sin conseguir el mínimo indicio que pudiera hacer pensar que una vida anterior hubiese bendecido a aquellas tierras en cualquier otra época pasada.

Ninguno de los expedicionarios fue capaz de explicárselo y, si bien todos se marcharon con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, tratando de digerir las consecuencias del monumental patinazo, el profesor This Aster, más anonadado y avergonzado que nadie,

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encajó muy mal la derrota, se precipitó en brazos de una jubilación que, apenas unos meses antes, consideraba lejana e inviable y se sumió en una profunda tristeza, autocondenándose al retiro y al ostracismo.

Oléhonia, como la Atlántida, seguía siendo una perla misteriosa, que repelía cualquier intento de acercamiento científico y se mantenía impenetrable, inalcanzable, dando vueltas en el fondo del abismo al que, probablemente, fue precipitada por los caprichos del destino.

La leyenda de Oléhonia se había engrandecido con el paso de los siglos. Las fabulaciones a su alrededor habían generado incontables obras literarias, que poco tenían que ver con los serios estudios realizados. Cientos de especulaciones se habían construido en torno a su desaparición, refutadas, una por una, por el profesor This Aster que, sin embargo, no había sido capaz de elaborar una teoría propia acerca de la destrucción del imperio.

Oléhonia era una especie de monstruo del Lago Ness. Aparecía y desaparecía, envuelta siempre en un halo de misterio, que hacía prender la mecha de los cuchicheos y aumentar las voces de los rumores. Entonces, mil y una expediciones se lanzaban en busca de la gloria. Las mil y una fracasaban.

Cualquier aficionado a la arqueología, se había sentido atraído, si no fascinado, por el mito de Oléhonia. Resultaba muy difícil no sucumbir a la belleza de sus cantos de sirena.

El delegado, que había enviado la Fundación, lo había hecho en un par de ocasiones de infausta memoria. Por eso, al escuchar, de labios del arqueólogo de mayor edad, el nombre que abría las puertas del misterio, no había podido evitar que un escalofrío descendiese desde su nuca hasta los dedos de los pies.

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Chasqueó la lengua, mientras trataba de apartar de sus pensamientos la creciente certeza de que la posibilidad de una tercera vez se abriese paso a través de la locura.

—Estoy razonablemente cuerdo—contestó el arqueólogo de mayor edad, dejando claro que no había perdido el juicio—. Soy el profesor Gud Mann—dijo, acercándose al delegado.

—¿A qué viene eso de Oléhonia, ahora?—preguntó éste, tratando de que su rostro expresase un infinito cansancio para que el profesor se sintiese obligado a ir directamente al grano, sin detenerse en elucubraciones que se convirtiesen en una lamentable pérdida de tiempo.

—Cuando se paralizaron los trabajos, a causa del hundimiento, comencé a darle vueltas—dijo el profesor Gud Mann—. Piénselo—invitó, haciendo un gesto vago con su mano derecha—. Estábamos buscando indicios que nos permitieran delimitar el Estado del Bienestar, acercarnos a su núcleo. Nuestros trabajos nos habían conducido a este punto exacto—dijo, señalando el agujero.

—Pues ya no hay punto que valga—dijo el delegado con fastidio—. ¿Puede saberse qué tiene que ver todo esto con Oléhonia?

—Lo razonable es que los restos del imperio olehónico se encuentren sepultados a muchos metros bajo tierra, ¿verdad?—preguntó, tanto al delegado como al director de expedición—. ¿Le parecen pocos ciento once?

—Como si quisieran ser trescientos—respondió el delegado—. La profundidad no es garantía de nada, querido profesor.

—Oléhonia era uno de los bastiones del Estado del Bienestar…

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—Quiero recordarle que eso no son más que conjeturas—interrumpió el delegado.

—Puede—admitió Gud Mann—. Pero muy bien argumentadas por el profesor This Aster.

—En cualquier caso, no termino de ver su aplicación en este asunto concreto—respondió el delegado.

—Tiene lógica—dijo el director de expedición, rascándose la barbilla—. Puede tratarse de una casualidad extraordinaria. Sin pretenderlo, el objetivo de nuestro trabajo podría habernos conducido a Oléhonia…

—¡Por Dios!—exclamó el delegado, abriendo los brazos—. ¡Hechos, queridos profesores! Necesito hechos y no literatura fantástica.

—Puede que el profesor Gud Mann tenga razón—dijo el director de expedición, sujetando por el brazo al delegado—. Oléhonia era uno de los máximos exponentes del Estado del Bienestar, no tendría nada de extraño que su búsqueda nos hubiese conducido a las puertas del imperio desaparecido…

—Una puerta de ciento once metros de profundidad, ¿no?—interrumpió el delegado con sorna—. De repente, los dos dan por cierto un mito, jamás demostrado por la comunidad científica, y se aferran a una posibilidad tan remota que ni siquiera merece ese calificativo. ¿Ése es su único argumento? ¿Es todo lo que son capaces de esgrimir? Francamente, señores, me parece un bagaje demasiado pobre.

—Yo estoy más que convencido—dijo Gud Mann con rotundidad—. Oléhonia está allí abajo—concluyó, señalando una vez más la oscuridad del agujero—. ¿Se ha fijado en la bóveda?

—¿Qué bóveda? —El suelo se desplomó, pero la tierra no se depositó

al fondo, sepultando el túnel creado—dijo Gud Mann sin dejar de señalar hacia el agujero—. Resbaló detrás de

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una especie de bóveda que parece dejar libre el camino. Oléhonia está allí abajo.

—Yo no diría tanto, pero…—añadió el director de expedición.

—Pues lo siento, caballeros—se lamentó el delegado, decidido a terminar la discusión de una vez por todas.

—¿Es su última palabra?—preguntó Gud Mann. —Dos veces fui a por lana, y las dos salí

trasquilado—respondió el delegado, girándose—. Estuve a punto de tirar mi carrera por la borda. No habrá una tercera vez.

—Si la Fundación se arruga y no corre con los gastos, quizá no sea difícil recurrir a otras fuentes de financiación. Habrá muchas entidades interesadas—dijo Gud Mann con una sonrisa sarcástica—. El nombre de Oléhonia es muy goloso y si a él va unido el del profesor This Aster, mucho más. Estoy seguro de que sabremos despertar adecuados intereses y mecenazgos.

—¿Me está amenazando?—preguntó el delegado, envarándose a causa del nerviosismo.

—Ni es mi estilo ni se me ocurriría. Me limito a describir lo que con toda probabilidad sucederá—dijo Gud Mann—. Me une una buena amistad con el profesor This Aster…

—¿Conoce al profesor This Aster?—interrumpió el delegado, recobrando la compostura de golpe.

—Sí. En una ocasión, trabajamos juntos durante varios meses—respondió Gud Mann—. Nos perdimos la pista, cuando cada cual decidió ir en busca de su Eldorado particular, aunque ninguno de los dos lo encontrásemos—añadió con la voz velada por la nostalgia.

—Está retirado—dijo el delegado, empequeñeciendo los ojos—. ¿Cree que sería capaz de convencerle para que viniese aquí?

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—Si le parece, podría ir a visitarle, hablarle del desprendimiento y de la probable puerta de entrada a Oléhonia—contestó Gud Mann, mientras trataba de comprobar el efecto de sus palabras en el rostro del delegado—. Le pediría que realizase una inspección sobre el terreno para confirmar o desmentir los datos recopilados.

—Eso sería fundamental—dijo el delegado, dejando que su pensamiento se le escapase en voz alta.

—La honestidad del profesor This Aster está fuera de toda duda—dijo Gud Mann, como si no hubiese oído al delegado—. Su peritaje sería determinante para valorar las posibilidades reales de que Oléhonia pudiese encontrarse allá abajo. ¿Le parecería suficiente garantía como para emprender la aventura por tercera vez?

El delegado sonrió ante la ocurrencia del profesor Gud Mann. No estaba muy seguro de que Udo This Aster fuese suficiente garantía para emprender el tercer viaje. Al fin y al cabo, tres también habían sido los fracasos que el insigne arqueólogo había cosechado en su relación con Oléhonia. No era para sentirse optimista, pero Gud Mann tenía razón, si la Fundación se retiraba del proyecto, a éste no iban a faltarle nuevas novias.

Por otra parte, el prestigio del profesor This Aster sería un reclamo en todos los sentidos. Su presencia y participación en la expedición supondría un espaldarazo publicitario muy importante para la Fundación, que también se vería prestigiada. Eso, sin contar con que la aventura sería respetada por las autoridades académicas y debidamente aireada por los medios de comunicación. Si, además, resultasen bendecidos y fuesen capaces de acercarse a la superficie del misterio, que siempre había envuelto al destino de Oléhonia, podrían asegurar que habían sido elegidos para la gloria.

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—No puedo certificarlo, pero, siempre y cuando el profesor This Aster respalde esta locura, no creo que haya problema para que la Fundación continúe financiando el proyecto—dijo el delegado con una sonrisa sibilina—. Voy a informar al Consejo de Administración—añadió, después de estrechar las manos a Gud Mann y al director de expedición—. Si les parece, nos volvemos a ver en un par de días.

—Mejor en cinco—respondió Gud Mann—. Así, el profesor This Aster habrá tenido tiempo de realizar su análisis y dispondrá de un informe completo.

—¿Un informe completo en cinco días?—preguntó con cierta jactancia e incredulidad el delegado, mientras apartaba la cortina de lona gruesa que protegía la entrada del túnel de excavación.

—En otros tiempos, no habría necesitado tanto, pero, en las circunstancias actuales, no me atrevo a asegurarlo—respondió el profesor Gud Mann—. Lleva dos años retirado y hace muchos más que no le veo. Quizá haya perdido facultades—terminó bromeando.

El delegado meneó la cabeza, pensando que tal vez estuviese metiéndose en un jardín. Cuando dejó caer la cortina y abandonó el sancta sanctórum de la excavación, lo hizo con el convencimiento de no entusiasmarse ni entusiasmar al Consejo de Administración. La cautela debía ser su mejor compañera de viaje.

—¿De verdad conoces a This Aster?—preguntó el director, una vez se hubo marchado el delegado.

—Habría mentido aunque no le conociese, pero sí. Estuve con él en una expedición anterior a la segunda suya en busca de Oléhonia—respondió Gud Mann—. Trabamos una buena amistad, pero hace más de veinte años que no le veo. Nuestros caminos terminaron discurriendo por derroteros distintos. No obstante, he leído sus libros.

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—No creo que eso sea un mérito, yo también los he leído—confesó el director de expedición.

—Me parece que no seremos los únicos, ni mucho menos.

—Seguro que no—respondió el director, mirando de reojo su reloj—. Ve a hacer el equipaje, tendrás que ir a hablar con él.

—Ocúpate de reservar el billete de avión, mientras me ducho y recojo un par de cosas—dijo Gud Mann con expresión de cansancio—. Sigue viviendo en Kackestadt, ¿no?

—Sí. Tengo entendido que se encerró en su casa—respondió el director, moviendo la cabeza afirmativamente—. ¿Crees que Oléhonia está allí abajo?—preguntó luego, señalando el agujero.

—Más nos vale—respondió Gud Mann con una sonrisa.

—Es verdad—admitió el director—. Más nos vale.

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Capítulo 2

Aunque nunca había podido decirse que el profesor Udo This Aster hubiese sido un gran maestro de ceremonias en las artes de las relaciones sociales, su actitud, desde el mismo instante de su jubilación, había rayado en la misantropía, si es que no había traspasado sus límites.

Alejado del mundanal ruido, atrincherado en las cuatro paredes de su despacho, había dedicado la mayor parte de su tiempo a la conclusión de su arduo trabajo sobre el alfabeto olehónico. Desde que dejara su cátedra y rompiese toda relación con el mundo académico, apenas había puesto un pie fuera de su santuario de trabajo y, mucho menos, de la casa, a la que había transformado en una jaula de cristal, que no estaba dispuesto a abandonar bajo ningún concepto.

Más de un año, después de retirado, había necesitado para completar y descifrar el alfabeto olehónico, dejándose las pestañas en los análisis de los legajos ininteligibles, que se amontonaban, los unos sobre los otros, encima de su mesa de despacho, disputándose el espacio y la importancia. El interminable análisis de las innumerables y antiquísimas tablillas que atestaban la gran vitrina de su despacho fueron la clave para desentrañar la maraña de símbolos y letras y comprender el lenguaje olehónico escrito.

La concienzuda y minuciosa labor de comparación de las tablillas band-harrianas con las entregadas por el doctor Kepeh Loss, dio su fruto una lluviosa tarde de otoño. Las piezas encajaron a la perfección y el puzle quedó resuelto.

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El profesor This Aster se puso en pie sin poder contener la emoción. No podía dejar de mirar los folios que había sobre la mesa de su despacho. Tenía ante él el alfabeto olehónico completado. Cada signo, cada símbolo tenía escrita a su lado la correspondencia en alemán.

De los cansados ojos del profesor, brotaron lágrimas de alegría, cuando logró traducir, por fin, gracias al alfabeto olehónico, lo que alguien había garabateado en el retal apergaminado, que temblaba entre sus manos, mientras lo leía y releía: jardines colgantes a tu alcance. Era lo único que se distinguía en la vetusta reliquia. Los tres o cuatro signos emborronados, que la completaban, eran indescifrables.

Se dedicó a la traducción de las doce tablillas encontradas en las excavaciones de Welttrunken con deleite. Disfrutó con el descubrimiento de cada frase, como si estuviese resolviendo un misterioso crucigrama.

El doctor Kepeh Loss había acertado en su vaticinio. Las tablillas tenían que ver con los muertos. Se trataba de una oración funeraria que solicitaba el perdón del dios Zaratute al espíritu del fallecido, que comparecía ante él y solicitaba ser acogido en su morada eterna.

Aunque se sentía profundamente satisfecho de su descubrimiento, el profesor This Aster había decidido no hacerlo público, consciente de que, a excepción de la oración funeraria y del retal deteriorado, no había otros textos a los que poder aplicar la traducción. Después de su último fracaso, no se sentía con fuerzas para soportar el convertirse en el blanco de las iras de la comunidad arqueológica, que no dudaría en ensañarse con él y tildarle de farsante.

Se encontraba, pues, ante un callejón sin salida. Estaba demasiado cansado y aún más decepcionado como para emprender otra aventura, que le permitiera,

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al menos, hallar documentos escritos en la lengua de Oléhonia y lograr traducirlos, para demostrar a los incrédulos la veracidad de sus tesis.

Sabía que había enterrado sus días de arqueólogo de campo, junto a la derrota sufrida en su última expedición, junto al sabor amargo del fracaso, que no cesaba de recordarle cada día lo cerca que había estado de poder saborear el triunfo. Sólo le quedaban cuatro paredes, un pequeño jardín en Kackestadt y la grandeza de un descubrimiento que no revelaría nunca y que se llevaría a su tumba.

A pesar de tener la certeza de la existencia de Oléhonia, no sentía la necesidad de hacer partícipe al mundo de la misma. Se conformaba con la secreta satisfacción interior, con ser el único poseedor de la verdad, incluso le parecía una sutil forma de venganza.

Esa especie de abandono le sumía en un estado melancólico, que coqueteaba con la depresión, remontando las olas casi de la mano. La pereza flotaba a su alrededor y le convertía en un náufrago a la deriva.

—Eso es la vejez—había filosofado en voz alta, un día, mientras contemplaba, a través de la ventana, cómo la niebla se adueñaba del jardín—. Una enorme piscina de pereza, que tiene en el fondo cuatro dedos del fango de la resignación.

El profesor This Aster había elegido a ambas, como compañeras de viaje, para pasar los últimos años de su vida en la soledad de Kackestadt.

La señora Holibali Gnada, que había entrado a su servicio cuando no era más que una espigada adolescente, no tardó en ir ascendiendo peldaños en el escalafón, hasta convertirse con el paso del tiempo en la responsable del firme manejo del timón del barco y del cotidiano funcionamiento de la casa. Allí continuaba, como única empleada de servicio, después de más de cuarenta años. Si ya era espabilada en sus inicios, el

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tiempo transcurrido había servido para sedimentar la calidad de su solera.

—No sé qué habría hecho sin ella—le había confesado el profesor This Aster a su colega Gud Mann, una de las noches en las que habían compartido expedición e incomodidades.

—Los escritores de ciencia ficción desviaron nuestra atención hacia los robots y los ordenadores, pero serán los sirvientes los que tendrán el honor de encabezar la revuelta—había contestado Gud Mann, dejándose llevar por los efluvios de su segundo licor digestivo de la noche—. Ellos conocen nuestros puntos débiles mejor que nosotros mismos.

—No podrán contar con la señora Holibali Gnada—había respondido Udo This Aster, levantando su vasito de licor, a modo de brindis—. Es escrupulosamente fiel.

—Pues me alegro de ello—había contestado Gud Mann, aceptando el brindis.

Efectivamente, la fidelidad de la señora Holibali Gnada no admitía controversia, al igual que su dedicación y su eficiencia. Los resultados domésticos siempre habían sido excelentes. Gracias a ella, el engranaje jamás había dejado de funcionar correctamente.

Durante los largos períodos que Udo This Aster había pasado arrastrando sus huesos por esos mundos de Dios, ella había mantenido la vivienda en condiciones impecables, para que a su regreso, el profesor lo encontrase todo a su gusto y pudiera gozar de su merecido descanso.

La señora Holibali Gnada había rechazado a varios pretendientes que, a lo largo de los años, habían puesto sus ojos en ella. Era absolutamente dichosa y su vida le satisfacía plenamente. No ansiaba posesiones ni ataduras, que no fueran las propias que su trabajo le

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imponían. Podía decirse que su máximo objetivo había sido encaminar sus esfuerzos a conseguir que la pequeña planta baja, en la que el profesor This Aster tenía instalado su cuartel general, reuniese las comodidades necesarias y estuviese en perfecto estado de revista en todo momento. Carecía de otras ambiciones reseñables.

—Creo que ha llegado el momento de que usted disfrute de un más que merecido descanso—le había dicho el profesor, cuando tomó la decisión de abandonar sus actividades académicas y parecía dispuesto a liquidar la relación laboral con su ama de llaves.

—El que usted se jubile no quiere decir que los demás tengamos que hacer lo mismo—había respondido ésta, dando a entender que de allí no la movería ni un terremoto.

El profesor había respirado aliviado, al comprobar que la señora Holibali Gnada no tenía intención de retirarse ni de abandonar la casa que con tanta pericia dirigía. De no haberse mantenido, como siempre, al pie del cañón, las malas hierbas no sólo se habrían apoderado del jardín, sino que habrían trepado, conquistando las paredes de la casa. El caos no habría tenido dificultad en proclamar su reinado.

Udo This Aster jamás se había arrepentido de no haber abandonado su soltería. Sencillamente, nunca había tenido ni tiempo ni ganas de dedicarse a la búsqueda de una futura media naranja. Bastante había tenido con Oléhonia, como para embarcarse en otro compromiso. Ni siquiera ahora, cuando la soledad podía volverse más áspera, se planteaba compartir su vida con una mujer, que no fuera la señora Holibali Gnada y, naturalmente, en los mismos términos contractuales de siempre.

Tal vez, si las cosas hubiesen discurrido de otra manera, en el momento oportuno, el resultado actual no sería, probablemente, el que había sido. Lo más seguro

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es que si él se hubiese querido enterar de que la doctora Polvah Zho le había estado tirando los tejos, habría reaccionado de otra forma y, quizás, ella, en lugar de haberse precipitado en los brazos y en el lecho del doctor Much O’Ricco, habría continuado persiguiéndole. O quizás no. ¡Qué tontería!

Udo This Aster había conocido a Polvah Zho, cuando era una joven y exuberante arqueóloga, a la que todos los miembros masculinos e, incluso, algunos femeninos de la expedición, soñaban con llevarse a la cama y, los más, con poder repetir la experiencia.

Su belleza era tan incuestionable como la de la propia Helena de Troya, aunque sus miras no eran tan elevadas. Lejos de empeñarse en desencadenar una guerra, que le proporcionara un reino, Polvah Zho se contentaba con utilizar a sus compañeros de excavación como blanco de sus coqueteos que, más de una vez, habían desembocado en pendencia, aunque sólo verbal, afortunadamente.

Su cabellera azabache se expandía en un ramillete de rizos y ondulaciones, donde el sol reflejaba la limpieza de su luz. Su cuerpo, lleno de insinuaciones sinuosas que, enfundado en blusas y pantalones ajustados, desafiaba la vista de propios y extraños, podía cortar la respiración a quien no se le ocurriese contenerla a su paso. Sus ojos, dos antorchas de color verde, resplandecían iluminando su sonrisa. Sus labios carnosos podían ser considerados la guinda de cualquier diabólica poción.

This Aster coincidió con ella en una expedición, en la que él había aceptado el papel de asesor del director, el acaudalado doctor Much O’Ricco, más famoso por el volumen de su fortuna familiar que, lógicamente, por sus hasta el momento inexistentes éxitos arqueológicos.

Fue poco antes de embarcarse en la dirección de su primer gran proyecto en las ruinas de Band-Harra, en

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busca de los restos de Oléhonia, por otra parte, nunca hallados.

Ella, al principio, no se atrevió a coquetear con él. El prestigio de This Aster era tan grande, ya en aquellos momentos, que le proporcionaba una defensa natural ante lo humano y lo divino. La fama, ganada por sus conocimientos y su trabajo, eran los elementos preponderantes de la coraza, tejida, puntada a puntada, por el respeto de todos sus admiradores.

No fue necesario que transcurriese mucho tiempo para que la fascinación de la doctora Polvah Zho por el profesor This Aster cristalizase y se tradujese en una profunda devoción, que no tardó en convertirse en un flagrante acoso de la joven hacia el insigne profesor, evidente para todos los miembros de la expedición, excepto para el propio interesado.

—¿No te has dado cuenta?—le había preguntado el director Much O’Ricco, una noche, asombrado por la absoluta miopía de su compañero—. ¿Cómo es posible?

—¿El qué?—había preguntado éste, sin comprender una palabra.

—¿Qué va a ser?—había protestado Much O’Ricco, manifestando su sorpresa de forma patente—. Esa mujer no cesa de perseguirte—había aclarado con una expresión de incredulidad en el rostro.

—¿A mí?—se había extrañado This Aster—. Tú ves visiones—había concluido, rechazando de plano la afirmación del director.

—Parece mentira que estés tan ciego—había respondido éste, meneando la cabeza—. Mira si estará claro, que me he planteado llamarle la atención, de forma considerada y discreta, por supuesto, para que varíe y controle su comportamiento.

—¡Qué exagerado!—había exclamado This Aster, extrañado por la importancia que parecía haber cobrado

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algo que para él no la tenía en absoluto—. No veo por qué habrías de hacer algo así.

—Porque soy el director—había contestado el doctor Much O’Ricco.

—Ya—había reconocido This Aster, con expresión meditabunda—. Mi función aquí, si no me equivoco, es asesorarte, ¿no?—había preguntado luego con una sonrisa conciliadora—. Pues, haciendo uso de mis atribuciones, te aconsejo que no te pongas en ridículo.

—Es ella quien está al borde del mismo. —Si das pábulo a habladurías, tú chapotearás en él,

como un gorrino en una charca. —No son habladurías—había protestado el

director—. Es una situación real que, al igual que el resto de la expedición, he podido comprobar por mí mismo…

—Pues, a ti y a los demás, os aconsejo que os dediquéis al trabajo y no a emitir juicios sobre hipotéticos comportamientos ajenos—había sentenciado el profesor This Aster, dejando meridianamente claro cuál era su orden de prioridades.

—¡Es inaudito! —No puedes, ni debes, reprobar la conducta de esa

joven, en base a conjeturas y suposiciones… —¡Y dale! No son suposiciones. —Para mí, sí lo son—había ratificado This Aster,

endureciendo la expresión de sus ojos—. Es una muchacha joven y con grandes aptitudes. Si la amonestas, parecerá que la señalas con el dedo y, encima, por algo a lo que yo no concedo importancia, porque, además, no la tiene.

—Vale. Lo tendré en cuenta—había contestado el director, dando por zanjada la discusión circular.

Desde entonces, la doctora Polvah Zho había sido inevitablemente sepultada en su memoria, en el lugar del cerebro destinado a las intrascendencias, bajo toneladas

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de polvo. No sabía a qué santo había venido el recordarla ahora.

Tal vez, el hechizo brumoso de la mañana primaveral le había convertido en una reencarnación de Proust, al que los caprichos del destino le habían cambiado la magdalena y las propiedades físicas de la tierra de la infancia por la espesura negra del café en su taza humeante y la visión enturbiada del jardín, a través de los visillos de la ventana.

Udo This Aster sonrió, compadeciéndose de sí mismo, terminó su café y escrutó el pequeño trozo de jardín, visible desde la habitación donde se encontraba, convencido de que si decidiese a explorarlo con detenimiento, encontraría un agujero negro, en el que los tiempos, pasados, presentes y futuros confluirían en el centro de todos los círculos concéntricos.

Much O’Ricco aprovechó la excusa de la amonestación a la doctora Polva Zho para desencadenar una ofensiva de conquista, en la que los más de veinticinco años de edad que les separaban no debían convertirse en un obstáculo insalvable. Su galantería, su tenacidad y, por qué no decirlo, su inmensa fortuna personal, fueron los principales puntos de apoyo sobre los que se cimentó su triunfo.

Se casaron y se apartaron para siempre de las aventuras arqueológicas, fijando su residencia en Escocia, en un pequeño castillo, que pertenecía a la familia O’Ricco, desde tiempos inmemoriales.

Fue lo último que Udo This Aster supo de ellos, después de haber excusado su asistencia a la boda por motivos profesionales y haberles enviado, como regalo, una réplica a escala de la urna funeraria, descubierta en la expedición que habían compartido.

Dejó la taza de café vacía sobre la mesa camilla y, de forma distraída, miró el reloj de pared que, en ese preciso momento, hacía sonar la primera de las diez

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campanadas, que pondrían fin al período de descanso que se había fijado, antes de reanudar sus tareas matinales en el despacho.

El timbre del teléfono no le sobresaltó, porque su sonido parecía el de una campanilla afónica, confinada en el interior de una caja metálica, perfectamente cerrada a cal y canto.

Estuvo tentado de descolgar el aparato, pero la señora Holibali Gnada se lo tenía terminantemente prohibido. Que el señor contestase la llamada, estando ella en casa, era muy poco elegante. Así que, procurando resultar lo más sigiloso posible, Udo This Aster se deslizó por el pasillo, entró en su despacho, se sentó a la mesa, hizo como que revolvía algunos papeles y esperó la entrada del ama de llaves en la habitación.

La señora Holibali Gnada no tardó en aparecer, llevando consigo un receptor inalámbrico, que depositó en la mesa de despacho, después de apartar unos papeles que le dificultaban la maniobra.

Udo This Aster la interrogó con una mirada de curiosidad, acompañada de un casi imperceptible encogimiento de hombros. Por toda respuesta, el ama de llaves se limitó a enarcar su ceja izquierda. El profesor insistió con impaciencia y un evidente cabeceo de desaprobación.

La señora Holibali Gnada sabía que le irritaba que remolonease a la hora de revelar la identidad del autor de la llamada, pero no podía evitarlo. De vez en cuando, disfrutaba haciéndole rabiar con pequeñas cosas como ésa.

—¿Tengo el placer de hablar con la encantadora señora Holibali Gnada?—le había preguntado el profesor Gud Mann, unos instantes antes, cuando ella había descolgado el teléfono.

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—Sí…—había respondido, algo confundida, sobre todo, por no ser capaz de reconocer la voz de su interlocutor.

—Supongo que no me recordará, pese a que siempre he sido uno de sus más fervientes admiradores, pero es natural, ¡tendrá tantos!

—¡Profesor Mann!—había exclamado ella, sin poder contener la sorpresa.

—Su memoria sigue siendo excelente—había respondido él—. ¿Está en casa el viejo gruñón?—había preguntado luego.

—¿Dónde quiere que esté?—había contestado ella en tono lastimero—. Hace dos años que apenas pone un pie en la calle…

—Vamos a ver si le hacemos mover el trasero. Pásemelo.

La señora Holibali Gnada no había podido evitar que un rayo de esperanza cruzase su mente a toda velocidad. El profesor This Aster no se había recuperado de su último fracaso y se había encerrado entre las cuatro paredes de su casa a purgar su pecado. Tal vez el profesor Mann le diese una buena razón para hacerle abandonar la cárcel de Kackestadt.

—Un momento—había dicho, atropellándose, antes de desconectar el teléfono inalámbrico y salir en busca de Udo This Aster.

Tal vez, el profesor Mann quisiera proponerle algún trabajo, una expedición, quizás. Sería maravilloso que la alegría volviese al rostro apagado del doctor y le hiciese recobrar las ganas de vivir. ¡Ojalá fuese una expedición!

—¿Puede saberse a qué viene tanto misterio?—preguntó Udo This Aster, a punto de perder la paciencia.

—El profesor Mann—dijo la señora Holibali Gnada con una amplia sonrisa, tendiéndole el teléfono.

—¿Gud Mann?—preguntó This Aster, sorprendido, cogiendo el aparato.

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—¿Conoce a otro profesor Mann?—preguntó el ama de llaves con tono recriminatorio.

—No—reconoció This Aster, algo azorado, conectando el receptor—. ¿Sí? ¿Gud?

—El mismo—contestó Gud Mann—. ¡Cuántos años! —Muchos. —Demasiados—reconoció Gud Mann—. ¿Cómo

estás? —Retirado. —¿Para siempre? —¿Qué quieres decir? —Que tengo un asunto entre manos que puede

hacerte cambiar de opinión con respecto al retiro. —¿A qué te refieres? ¿Dónde estás? —En Stuttgart. He venido a hablar contigo. —¿Conmigo? No entiendo… —Ya te lo explicaré en persona—interrumpió Gud

Mann—. He alquilado un coche. ¿Cómo llego a Kackestadt?

—Ve hasta Albstadt y, luego, sesenta y cinco kilómetros en dirección sudeste—respondió el profesorThis Aster—. Te advierto que hay unas tres horas hasta aquí.

—Pondré música—contestó Gud Mann—. Dile a la señora Holibali Gnada que mi estómago agradecerá la delicadeza de su cocina.

—Lleva cuidado en la carretera—aconsejó el profesor This Aster.

—Tranquilo. Nos vemos en un rato. Tres horas podían considerarse una minucia, al lado

de los más de veinte años que habían pasado, desde la última vez que se habían visto, poco tiempo después de concluir la expedición, que habían compartido, precisamente, con la doctora Polvah Zho.

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¡Qué extraño! Momentos antes, la había recordado y, ahora, Gud Mann le llamaba por teléfono y se iba a meter entre pecho y espalda más de doscientos kilómetros para hablar con él. Parecía que el pasado se había confabulado para enredarle con sus ramificaciones.

La señora Holibali Gnada permanecía de pie, consumida por la curiosidad, pero su silencio era el fiel reflejo de su incuestionable profesionalidad. No obstante, pasado un tiempo prudencial, emitió un leve carraspeo que sirvió para sacar al profesor This Aster de sus pensamientos.

—Quiere hablar conmigo—dijo con cierta precipitación, como si estuviese disculpándose por su absorta pausa silenciosa.

—¿De qué?—preguntó la señora Holibali Gnada, dando rienda suelta a su curiosidad.

—No me lo ha dicho—respondió el profesor, rascándose una oreja—. Llegará, más o menos, a la hora de comer. Por cierto, ha hecho mención a la excelencia de su cocina.

—Es un adulador—dijo la señora Holibali Gnada, sin poder evitar una sonrisa de satisfacción.

El profesor This Aster había trabado amistad con Gud Mann en la expedición, dirigida por el doctor Much O’Ricco. Congeniaron y compartieron veladas, a la sombra de un par de vasitos de licor de patata, mientras analizaban el trabajo de la jornada y planificaban el de días venideros.

This Aster, alemán de padre británico y Gud Mann, británico de padre alemán, apenas tenían en común más que la mezcla de culturas en sus hogares infantiles. Mientras que el arqueólogo alemán era un consumado y concienzudo investigador, el británico poseía una intuición extraordinaria y era un experto en el trabajo de campo.

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La conjunción de ambas habilidades les permitía complementarse a la perfección y lograr una considerable eficiencia en el trabajo. Uno era sujetado por la disciplina metódica y el otro se empapaba de la fuerza arrolladora de la inspiración.

Poco a poco, sus conversaciones nocturnas dejaron de ser estrictamente profesionales y dieron paso a confidencias y revelaciones de sueños, planes y proyectos.

Oléhonia era el sueño de This Aster y el centro geométrico de sus planes y proyectos. Había aceptado la asesoría de la dirección en la expedición para realizar una especie de entrenamiento, que le sirviera de experiencia y le permitiera emprender la aventura del descubrimiento del imperio olehónico con las máximas garantías.

Ya tenía diseñado, por entonces, un milimétrico y riguroso plan de actuación, al que llevaba dedicado mucho tiempo. Estaba plenamente convencido de que en las ruinas de Band-Harra se encontraba la puerta de entrada al imperio olehónico y la clave para su descubrimiento.

Le había costado Dios y ayuda encontrar financiación y todavía no la había conseguido por completo, cuando se enroló con Much O’Ricco, con la intención de perfeccionar métodos de investigación, familiarizarse con la logística y adquirir toda clase de conocimientos, que pudiera utilizar en el futuro.

Gud Mann, en cambio, había aterrizado en la expedición, comandada por Much O’ricco, siguiendo el impulso de una huida hacia delante. Su reciente divorcio, tras once años de matrimonio, le había provocado un vacío interior tan grande, que sentía que debía llenarlo sumergiéndose en el ajetreo de las

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excavaciones, en el contacto con la tierra y con las raíces de la civilización.

Su esposa, bibliotecaria de profesión y siete años más joven que él, había sucumbido, no sólo a los encantos, sino a la promesa de una vida estable junto al dueño de la tienda de ultramarinos del barrio y le había abandonado con una frialdad tempánica. Había sido una suerte que no hubiesen tenido hijos.

Gud Mann, a diferencia del profesor This Aster, no tenía un sueño definido ni una obsesión concreta, aunque había decidido que quería dedicarse de lleno a la investigación de las civilizaciones precolombinas. Por eso, cuando This Aster le propuso que le acompañase a las ruinas de Band-Harra, en busca de la puerta de entrada a Oléhonia, rechazó el ofrecimiento.

—Lo siento. No puedo acompañarte—le había dicho, excusándose—. He aceptado formar parte de una expedición a la selva amazónica.

—¡Pero si está llena de bichos!—había protestado This Aster, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Y de serpientes!

—Es uno de sus encantos—había dado Gud Mann por toda respuesta.

Sus caminos habían discurrido por continentes distintos. This Aster había utilizado Europa y Asia como teatro de operaciones, mientras que Sudamérica había sido el terreno en el que Mann se había movido como pez en el agua.

Al profesor This Aster, le habría gustado contar con la colaboración de su amigo, y trató de convencerle, pero Gud Mann había tomado la decisión en firme. Le despidió en el aeropuerto, le deseó suerte y ambos prometieron mantener el contacto. Ninguno de los dos cumplió su promesa.

¿A qué santo venía, ahora, la necesidad repentina de Gud Mann de hablar con él? Además, el campo de las

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civilizaciones precolombinas le era desconocido, apenas tenía vagas nociones del mismo. Gud Mann, en cambio, era un experto. No tenía sentido que quisiera consultarle algo. ¿Qué se traería entre manos?

La impaciencia convirtió los segundos en minutos, transformando la espera en un recipiente profundo, en el que el profesor This Aster cocinaba tanto su nerviosismo, como la pereza que le impedía emprender cualquier tarea.

De forma maquinal, alargó el brazo y cogió la carpeta en la que guardaba sus anotaciones sobre el alfabeto olehónico. Sonrió, acariciando la cubierta, ligeramente con los dedos. La abrió. No pudo evitar un escalofrío, cuando sus ojos se toparon con las letras que había dibujado con esmero y sus equivalencias correspondientes al alemán, colocadas entre paréntesis, a su lado.

—Jardines colgantes a tu alcance—dijo, cogiendo con cuidado el trozo de pergamino traducido—. Parece un anuncio.

No tuvo tiempo de continuar sus divagaciones. El sonido del timbre de la puerta se lo impidió. Volvió a guardar el trozo de pergamino en la carpeta, la cerró y la guardó en un cajón de la mesa. Luego, se levantó, dispuesto a recibir la visita del profesor Gud Mann.

Éste entró en el despacho, siguiendo a la señora Holibali Gnada, que sonreía, agradeciendo las adulaciones del profesor.

—¡Es increíble!—exclamó Gud Mann—. Le estaba diciendo que está tan joven como la última vez que la vi—dijo, cogiéndola de la mano y haciéndola girar lentamente.

—Me voy a marear—protestó la señora Holibali Gnada, soltándose de la mano y moviendo la cabeza en señal de desaprobación.

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—No puedo decir lo mismo de ti. Estás hecho un vejestorio—dijo Gud Mann, tendiéndole la mano al profesor This Aster.

—Tú tampoco estás mal—respondió éste, correspondiendo al apretón—. ¿Qué tal el viaje?

—Le pido disculpas a la señora Holibali Gnada, pero un coñazo, la verdad.

—¡Profesor!—exclamó el ama de llaves en tono reprobatorio.

—Mis disculpas, de nuevo—respondió Mann, haciendo una ligera reverencia.

—Deja de hacer el payaso y siéntate—dijo el profesor This Aster, señalando un sillón—. ¿No querías hablar conmigo? Pues hablemos—agregó, sentándose en el sillón contiguo.

—¿En qué clase de anfitrión se ha convertido?—preguntó la señora Holibali Gnada, señalándole con el dedo—. ¿Qué modales son ésos? El profesor Gud Mann ha hecho un viaje muy largo, quién sabe desde que rincón del mundo. Lo menos que podemos hacer es preguntarle si quiere tomar algo.

—Perdón. No me he dado cuenta—dijo el profesor This Aster con gesto compungido—. ¿Quieres tomar algo?

—Una cerveza no estaría mal—respondió Gud Mann—. El polvo del viaje se queda pegado al gaznate—añadió, imitando los ademanes de un cowboy de película.

—Es muy tarde—dijo la señora Holibali Gnada—. Creo que deberían pasar al comedor. Les he preparado un goulash.

—¡Excelente idea!—aprobó Gud Mann. —De acuerdo—dijo el profesor This Aster,

levantándose. El goulash recibió tantas alabanzas por parte de Gud

Mann que la señora Holibali Gnada no tuvo otra opción

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que enrojecer y responder a ellas con una batería de sonrisas de satisfacción.

—Sólo he comido un goulash en mi vida que pueda ser comparado a éste—dijo Gud Mann, pinchando el último trozo jugoso de carne y suspendiendo el tenedor en el aire con ademán reflexivo—. Y fue aquí—añadió, señalando con el tenedor a la señora Holibali Gnada, que acababa de entrar al comedor, trayendo el postre—. Pero, de eso, hace mucho tiempo—concluyó, llevándose el tenedor a la boca, por fin.

—En el noventa y uno. Hace veintitrés años—respondió la señora Holibali Gnada, realizando un somero cálculo mental, mientras dejaba la bandeja con el postre en la mesita auxiliar y se disponía a retirar los platos y las fuentes de la mesa principal.

—¡Cómo pasa el tiempo!—dijo el profesor This Aster, entornando los ojos ligeramente.

—¡Y que lo digas!—corroboró Gud Mann, levantándose de la mesa para ayudar a la señora Holibali Gnada a recogerla.

—¿Qué pretende?—protestó ésta, impidiendo que el profesor continuase apilando los platos—. Siéntese—ordenó, fulminándole con la mirada—. ¿Acaso he ido yo a sus excavaciones, alguna vez a hacer el trabajo por usted?

—No, pero habría sido bien recibida, sin duda—respondió Gud Mann, volviéndose a sentar.

Gud Mann había conocido al ama de llaves, cuando el profesor This Aster, una vez concluidos los trabajos en la excavación dirigida por el doctor Much O’Ricco, le había invitado a pasar una semana de vacaciones en Kackestadt para tratar de convencerle y conseguir que le acompañase en la aventura de la búsqueda de Oléhonia. Le quería a su lado, como hombre de confianza en la expedición que estaba a punto de dirigir.

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Fue entonces, cuando Gud Mann había descubierto la excelencia de las virtudes que adornaban a la sirvienta y no había escatimado elogios, a la hora de ponderarlas y alabarlas.

—Deberías casarte con ella—incluso se había atrevido a sugerirle al profesor This Aster, uno de aquellos días—. Estáis hechos el uno para el otro—había terminado bromeando.

—Si se me ocurriera proponérselo, la señora Holibali Gnada me sacudiría un sartenazo en la cabeza—había contestado el profesor This Aster con una sonrisa.

—Eso sería una muestra más de su buen juicio—había concluido Gud Mann, riendo.

Por supuesto, ni a patrón ni a empleada se les había pasado jamás por la imaginación el mantener una relación distinta, a la contractual que venían manteniendo desde hacía cuarenta años.

—Veo que no ha perdido la mano—dijo Gud Mann, dirigiéndose al ama de llaves, después de haber paladeado la tarta de frambuesas—. Al contrario.

—Usted tampoco ha cambiado—contestó, retirándole el plato vacío—. Sigue tan adulador como siempre.

—No adula aquel que dice la verdad—respondió Gud Mann.

—¿Les sirvo el café aquí?—preguntó la señora Holibali Gnada, terminando de recoger la mesa.

—No, mejor en el despacho—contestó This Aster—. Estoy deseando que el profesor me revele por fin el motivo de su visita.

—Vamos, pues—dijo Gud Mann, levantándose. Salieron ambos, siguiendo al ama de llaves y

entraron al despacho. Ocuparon los dos sillones orejeros que custodiaban un pequeño velador, donde la señora Holibali Gnada depositó el servicio de café, dos

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preciosas copitas de cristal tallado y una botella con aguardiente de patata, igualmente tallada.

—Como en los viejos tiempos—dijo Gud Mann, admirando la botella que sostenía en sus manos, antes de servir las dos copas.

—Si desean algo, estaré en la cocina—advirtió la señora Holibali Gnada, retirándose con discreción.

—Tú dirás—invitó el profesor This Aster, mojándose los labios con una gotitas de licor—. Confieso que estoy intrigado.

—Yo también lo estaría—reconoció Gud Mann—. Más de veinte años sin cruzar palabra contigo y, de repente, aparezco para ponerlo todo patas arriba.

—¿Patas arriba?—preguntó el profesor This Aster con extrañeza.

—En cuanto pronuncie la palabra mágica—avisó Gud Mann con una enigmática sonrisa.

—¿Qué palabra? —Oléhonia—silabeó Gud Mann, antes de apurar su

copa de un trago. —¡No tiene gracia!—exclamó el profesor This Aster,

atragantándose con su sorbo de licor. —¿Me crees capaz de aparecer, después de tanto

tiempo, sólo para gastarte una broma de mal gusto?—preguntó Gud Mann, sirviéndose otra copa de licor con lentitud exasperante.

—Mucho tendrías que haber cambiado—reconoció el profesor This Aster, recobrando la compostura en el sillón—. Pero nunca se sabe…—agregó, balanceando el dedo índice de su mano derecha en el aire.

—No tengo intención de tomarte el pelo—tranquilizó Gud Mann, dibujando una sonrisa franca en sus labios.

¡Oléhonia! Al profesor This Aster, le bastaba escuchar esa palabra, para sentir cómo se precipitaban sobre él los recuerdos, los anhelos, las esperanzas y los

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fracasos, como si se hubiesen abierto, de par en par, las compuertas de su imaginación desbordante. Sin embargo, supo guardar a buen recaudo sus emociones, permitiendo que su cerebro enfriase lo que pudiera estar cociendo en su interior.

Se quedó mirando a su viejo amigo y empequeñeció los ojos como si, de esa manera, pudiese escrutar sus pensamientos. Finalmente, terminó por menear la cabeza, negando con evidente energía.

—¿Venir a hablarme de Oléhonia, desde el corazón de las selvas de Sudamérica, no es tomarme el pelo?—preguntó, dejando su copa vacía sobre la mesa auxiliar.

—No vengo de allí—respondió Gud Mann, dejando que su copa vacía se balancease entre sus dedos.

Veintidós años habían sido más que suficientes para saturar sus deseos de descubrimientos precolombinos, colombinos e incluso poscolombinos. También habían dado de sí para aborrecer bichos, serpientes, forestaciones ubérrimas y bárbaras deforestaciones y para acabar compadeciéndose a sí mismo.

Cuando ya llevaba un tiempo dedicando las horas muertas a apilar el equipaje en un rincón de su imaginación y estaba en un tris de coger el portante y abandonar la selva y su trabajo en la universidad de Micachimba, un golpe de suerte apareció de forma inesperada.

Una llamada telefónica de su colega, el doctor Grahn Dullón, de la universidad de Carrequatre, con el que había trabajado en la selva de Perú, dos años antes, le hizo tomar la decisión definitiva.

Aceptó el ofrecimiento del arqueólogo galo, al que confesó su saturación de bichos y serpientes y la liberación que le supondría coger el primer avión que se le pusiera a tiro para plantarse en Madrid en un santiamén.

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Así lo hizo, se entrevistó con el director, el doctor Hespa Vilado y se enroló en la expedición en busca del corazón del Estado del Bienestar. El hundimiento y la aparición del espacio abovedado eran las poderosas razones de su viaje a Kackestadt. Necesitaba al profesor This Aster en la excavación para que les confirmase a todos que se encontraban ante la puerta de entrada a Oléhonia.

—¿Madrid?—preguntó el profesor This Aster con voz de ultratumba, después de haber escuchado con atención el relato de su amigo—. Tendría sentido—acabó por reconocer.

—Es más que una posibilidad—dijo Gud Mann, sirviéndose otra copita de licor—. Oléhonia está allí abajo. Estoy seguro.

El profesor This Aster conocía ese entusiasmo desbordante de su amigo. Experto en corazonadas, había que reconocerle cierto instinto ganador, demostrado en no pocas ocasiones. Sin embargo, esta vez no conseguiría arrastrarle con él. Se aferraría a la pereza como si fuera su única tabla de salvación.

—Es expedición tuya no tiene ni pies ni cabeza—sentenció el profesor This Aster, dejando su copita sobre la mesa auxiliar.

—¿Y eso?—preguntó Gud Mann, ciertamente intrigado.

—¿El Estado del Bienestar?—protestó el profesor This Aster entre aspavientos—. ¿Una expedición en busca de una entelequia? El Estado del Bienestar no tuvo una localización física concreta. Fue un concepto, adoptado en mayor o menor medida por diversos estados. No hay sustrato geográfico.

—¿Qué más da eso ahora?—dijo Gud Mann, apurando su licor—. Lo importante es que se abrió una

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bóveda bajo nuestros pies y que esa bóveda protege el camino que nos conducirá a Oléhonia.

—¿Por qué estás tan seguro? —No lo sé. Lo siento aquí adentro—respondió Gud

Mann, golpeándose el pecho con el puño—. Es una de mis corazonadas.

—El planteamiento inicial de la expedición era una auténtica bobada…

—¿Aún sigues con eso?—interrumpió Gud Mann—. ¿Cuántas veces ha resultado definitivo el azar en un descubrimiento?

—Esa pregunta no tiene una respuesta correcta—contestó This Aster—. Estoy cansado, Gud—confesó, bajando la cabeza—. Me admira tu arrojo, hasta casi lo envidio, pero me siento sin fuerzas para abandonar esta casa y emprender una aventura disparatada. No puedo…

—Oléhonia te debe una—dijo Gud Mann. —No. Me debe tres, me debe mil—corrigió el

profesor This Aster—. Pero, a la tercera fue la vencida—confesó con amargura.

Gud Mann sabía que la consistencia de sus argumentos, de existir, era muy débil. Se basaba en la voracidad del gusano que ascendía por sus tripas para ocupar un lugar en el centro de su pecho. No podía ofrecer otra cosa, excepto la extraña formación, que había aparecido al venirse abajo el suelo donde estaban excavando, y la hipotética relación de ese lugar con el núcleo del Estado del Bienestar, que ya se había encargado de cuestionar el profesor This Aster.

—¿Qué quieres de mí?—preguntó éste, clavando el cansancio de su mirada en su amigo.

—Sólo quiero que determines la viabilidad de mi teoría—respondió Gud Mann, animándose—. Inspeccionas el entorno y realizas tu diagnóstico.

—¿Así de fácil?—preguntó This Aster con tono sarcástico—. ¿Pretendes que la inspección de un

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agujero, cuyo fondo está por explorar a ciento once metros, determine la viabilidad de tu teoría?

—Si el diagnóstico lo haces tú, la respuesta es sí—contestó Gud Mann, con pleno convencimiento—. Sólo tú eres capaz de interpretar correctamente los signos.

—¿Sólo quieres eso?—preguntó This Aster, entornando los ojos.

—Si, como espero, dictaminas que Oléhonia puede estar allí abajo, será decisión tuya el decidir si te unes a nosotros en su busca—respondió Gud Mann.

—Ya no estoy para esos trotes. —Eso lo veremos—contestó Gud Mann con una

sonrisa—. Te he reservado un pasaje en el vuelo de las tres a Madrid.

El profesor This Aster no había aceptado el ofrecimiento. Se había limitado a manifestar sus dudas, pero de sobra sabía que Gud Mann las había apartado todas de un plumazo, había hecho un ovillo con su pereza y había decidido por él. Sabía que no tenía más remedio que acompañarle, como también lo hizo en el desangelado paseo por el gélido centro de Kackestadt.

—Esto está muerto—se quejó Gud Mann, antes de volver a casa—. ¿Cómo puedes vivir aquí?

—Me parece un féretro adecuado—respondió This Aster con una enigmática sonrisa.

Una hora antes de la cena, le dio la noticia a la señora Holibali Gnada, que la recibió con emoción contenida, mientras le ayudaba a decidir lo que debía incluir en el parco equipaje que pensaba llevarse a la nueva aventura.

No tardaron mucho tiempo en concluir la tarea. La señora Holibali Gnada esbozó una sonrisa de satisfacción y se retiró a la cocina a dar los últimos toques a los lomos de lubina al horno, que pensaba servirles después.

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El profesor This Aster invitó a Gud Mann a sentarse en la silla que había frente a la mesa de su despacho y revolvió uno de sus cajones, antes de extraer tres carpetas de su interior y sentarse en la silla giratoria. Dejó las carpetas sobre la mesa y se quedó mirando fijamente a su amigo. Éste le sostuvo la mirada, aunque no tardó en fijarla en las carpetas. Se encogió de hombros, antes de coger la primera de ellas y abrirla.

Una funda de plástico protegía el deteriorado pedazo de tela que contenía. Gud Mann abrió la funda con cuidado y extrajo el pergamino. Lo acarició con los dedos.

—Mira esos signos de abajo—indicó el profesor This Aster, obligándole a centrar la atención en las letras borrosas de la parte inferior de la tela.

—¿Qué son?—preguntó Gud Mann. —Escritura olehónica—respondió This Aster,

bajando el tono de voz, como si estuviese protegiendo un secreto.

—¿Qué?—preguntó Gud Mann, adoptando el mismo tono de voz—. ¿Cómo lo sabes?

—Porque la he traducido. —¿Qué? —Lo que has oído. —¿Y qué dice?—acertó a preguntar Gud Mann, sin

salir de su asombro. —Jardines colgantes a tu alcance—contestó This

Aster, arrebatándole el pergamino y volviéndolo a guardar en su lugar.

—¿Y qué significa? —No tengo ni idea—confesó This Aster—. Parece un

anuncio. —Tendría gracia—reconoció Gud Mann—. ¿Qué

hay en las otras dos carpetas? —Unas tablillas con una oración funeraria al dios

Zaratute, en una, y la traducción del alfabeto olehónico

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al alemán, en la otra—contestó This Aster, tendiéndole esta última.

Gud Mann examinó los documentos en silencio, admirando la extraordinaria caligrafía de su amigo, la perfección en los trazos dibujados con pulso firme y la minuciosidad en la realización del trabajo.

—¿Por qué no lo has publicado?—preguntó, devolviéndole la carpeta.

—Es humo—contestó el profesor This Aster, recogiéndola y guardándola en el cajón junto a las otras dos—. Sólo tengo un raquítico trozo de tela con un estúpido mensaje publicitario y una oración para probarlo. ¿Quieres que me convierta de nuevo en el hazmerreír de la comunidad científica? No hay textos para aplicar mi descubrimiento. Sólo es una hipótesis basada en la comparativa de los signos de otros alfabetos. ¿Cómo saber si tengo razón? ¿Cómo demostrarlo?

—Bajando esos ciento once metros—dijo Gud Mann. —La cena está servida—anunció la señora Holibali

Gnada, impidiendo la respuesta del profesor This Aster. Los lomos de lubina al horno recibieron las

correspondiente y efusivas muestras de admiración de Gud Mann, el cabeceo afirmativo del profesor This Aster y la ruborizada sonrisa de satisfacción de la señora Holibali Gnada.

La salsa fue calificada por la prosa poética de Gud Mann de bocado de mar exquisito, trabado por la textura de la patata. This Aster coincidió con él, y la señora Holibali Gnada engordó unos cinco kilos de adulación, mientras enrojecía como un tomate.

La delicadeza de las natillas también obtuvo su premio en el rosario de las alabanzas a las excelencias culinarias de la señora Holibali Gnada, que, tras recoger la mesa, se despidió.

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—Con su permiso, voy a retirarme—dijo desde la puerta—. Ustedes deberían hacer lo mismo. Tantas emociones no son aconsejables. Buenas noches.

—Buenas noches—contestaron los dos a coro. —El tiempo no pasa para ella—dijo Gud Mann con

un brillo de nostalgia en los ojos. —No—contestó el profesor This Aster, sirviendo dos

copitas de licor de patata—. Es inmutable. —Pero con su corazoncito—repuso Gud Mann,

cogiendo su copita de licor—. Alguien que guisa así, por fuerza, ha de tener un corazón enorme.

—No lo había pensado—confesó el profesor This Aster, dando un sorbo de licor.

—Pues deberías—conminó Gud Mann, señalándole con su índice izquierdo.

—¿Sabes de quién me he acordado esta mañana?—dijo el profesor This Aster, ignorando la ridícula pose de su compañero—. De la doctora Polvah Zho—reveló, antes de dar un traguito de licor.

—¡Vaya!—celebró Gud Mann—. ¿Un sueño erótico? —No he soñado. He dicho que me he acordado—

corrigió el profesor This Aster—. De repente, mientras me bebía el café, me vino a la cabeza. Es curioso. Luego, llamaste tú.

—Sí, es curioso—reconoció Gud Mann, adoptando una actitud extrañamente reflexiva—. ¡La doctora Polvah Zho!—exclamó, apartando las nubes de sus pensamientos de golpe.

—Me acordé de los viejos tiempos y del ardid que empleó Much O’Ricco para seducir a la doctora Polvah Zho.

—¿Qué ardid? —La fábula sobre la doctora y yo… —Espera. ¿Qué fabula?—interrumpió Gud Mann—.

La doctora te seguía a todos lados como un perrito faldero.

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—Eso no es cierto. —Tú fuiste el único que no se dio cuenta—dijo Gud

Mann, levantando su copita con ademán solemne—. Much O’Ricco se aprovechó y se la llevó al huerto. ¡Descanse en paz!—concluyó, apurando el licor.

—¿Cómo? ¿Much O’Ricco ha muerto? —Hará un par de años. ¿No lo sabías? —No. La última vez que les vi fue cuando nos

despedimos en la excavación—dijo el profesor This Aster, visiblemente consternado—. Me invitaron a la boda, pero no asistí.

—El viejo Much O’Ricco no puede quejarse. Disfrutó de lo lindo antes de dejarle a su viuda una inmensa fortuna.

—¿Inmensa? —Inmensa. Ahora, la doctora Polva Zho es, sin duda,

una de las viudas más ricas del mundo. ¿Sigue sin interesarte?

—Lo pensaré—bromeó el profesor This Aster—. Si es que la vuelvo a ver.

—La volverás a ver—afirmó Gud Mann—. El mundo es demasiado pequeño.

—Se parecía a Raquel Welch, ¿verdad? —No sé… No creo… Era morena. —Ya, pero se le parecía. —¡Qué va! —Pues yo creo que sí—insistió el profesor This

Aster, levantándose—. En fin, creo que será mejor que nos vayamos a la cama.

—Sí, será lo mejor—contestó Gud Mann, levantándose también.

—Lamento lo de Much O’Ricco. Era un buen hombre—dijo el profesor This Aster, ya en el pasillo.

—Tras el que siempre se encuentra una gran mujer. —La doctora Polvah Zho.

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—¿O, tal vez, deberíamos decir Raquel Welch?

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Capítulo 3

En el coche, camino de Stuttgart, el profesor This Aster se encerró en el silencio de sus pensamientos, durante un buen rato. No le gustaba el automóvil. Por mucho que la tecnología hubiese contribuido a mejorar el confort, a él no se le aliviaba la sensación claustrofóbica de encontrarse encerrado en una caja, potencialmente mortuoria. Aun así, prefería el coche al avión, donde sentía una desagradable ingravidez, muy difícil de expresar con palabras y que le producía una molesta desazón continua.

Por fortuna, la locuacidad de Gud Mann vino a rescatarle, cuando los vuelos circulares de sus pensamientos amenazaban con dejarle suspendido en ninguna parte.

—Sólo le ha faltado llorar—le dijo, dándole una palmada en el hombro.

—¡No sueltes el volante!—protestó el profesor This Aster—. ¿A quién le ha faltado llorar?

—¿A quién va a ser? ¡A la señora Holibali Gnada! —No te entiendo. —Cuando se ha despedido de ti—aclaró Gud Mann

con condescendencia—. Tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿No te has dado cuenta?

—Sí—admitió el profesor This Aster, suspirando con resignación—. Era muy feliz porque por fin había logrado hacerme salir de casa.

—¿Ella lo había logrado? —Bueno… Es una forma de hablar. El profesor This Aster conocía a la perfección la

forma de pensar de su ama de llaves. También sabía la

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angustia que su desidiosa misantropía, consecuente a la jubilación, había provocado en la sirvienta. Podía leer sus pensamientos, de igual forma que ella podía leer los suyos. Seguro que la señora Holibali Gnada rezaba todas las noches, pidiendo por su pronta recuperación, para que abandonase su regodeo en las aguas pantanosas del fracaso y encontrase su punto de luz, más allá de donde la miseria de su estado le permitiese mirar.

El milagro se había producido con la llegada de Gud Mann, un fantasma surgido de aquel pasado en el que los sueños todavía eran posibles, en el que la energía era capaz de dominar al conocimiento, y la ilusión se convertía en la piedra filosofal, no dejando libre un resquicio por el que pudiera colarse la pereza.

Al despedirse de la señora Holibali Gnada, había querido dedicarle una mirada, en la que el brillo de la esperanza se abriese paso desde las profundidades, a las que habían sido sepultadas sus ilusiones.

Lo consiguió. Los ojos del ama de llaves se llenaron de lágrimas de felicidad, al comprobar la fuerza de la ilusión reaparecida en la mirada del profesor This Aster.

—Volviendo a lo del alfabeto—dijo Gud Mann, sacándole de su ensimismamiento—. Estoy impresionado. Es un trabajo excelente.

—Gracias. Pero, lamentablemente, impublicable. —No estoy de acuerdo—disintió Gud Mann—. Eres

un maestro en el arte de la comparativa. Lo que para otro sería un obstáculo insalvable, para ti sólo es un mínimo escollo. Has realizado un descubrimiento alucinante. No puedes mantenerlo oculto.

—Te lo agradezco—dijo con sinceridad—. Pero no tengo intención de hacerlo público. Al menos, por el momento.

—Espero que la puerta de entrada a Oléhonia te haga cambiar de opinión.

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En eso, precisamente, estaba pensando This Aster en la sala de embarque, después de haber facturado su mochila, mientras esperaba sentado, con su maletín sobre las rodillas, a que Gud Mann solucionase los últimos trámites.

Asintió en silencio, cuando su amigo le dijo que tenía que hacer una llamada para confirmar su llegada, y se dedicó a lanzar miradas distraídas a los pasajeros que, poco a poco, iban ocupando los asientos de la sala de embarque.

¿Qué iba a hacer si las posibilidades de que Oléhonia se encontrase en el fondo del agujero fuesen muy elevadas? ¿Daría un paso atrás y cedería gustoso los honores a Gud Mann y al resto del equipo? Después de tantos años de dedicación, ¿sería capaz de mantenerse al margen y quedarse a las puertas de la gloria? La mirada que le había dedicado a la señora Holibali Gnada, al despedirse, indicaba lo contrario. La ilusión había renacido desde un punto remoto de su corazón y crecía a pasos agigantados. La pereza parecía un recuerdo sepultado.

Si los indicios que pudiera analizar condujesen a la puerta de entrada a Oléhonia, él la atravesaría. No tenía la menor duda al respecto. Se había contagiado del arrojo de Gud Mann.

—¿Pensando en Oléhonia?—dijo éste a su espalda. —La verdad es que sí—confesó el profesor This

Aster, como si hubiese sido pillado en falta. —Eso es buena señal. —Te veo muy contento. —Lo estoy—admitió Gud Mann, sentándose a su

lado—. Esto promete. —Eso espero. ¿La llamada bien? —Muy provechosa. —¿Provechosa?

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—Bien… quiero decir—contestó Gud Mann, algo aturullado—. Vamos, tenemos que embarcar.

Sentado en el asiento del avión, el profesor This Aster, tras excusarse con su amigo por haberse convertido en un pésimo compañero de vuelo, que detestaba las conversaciones de viaje, decidió sumergirse en un silencio meditabundo. Gud Mann rio la ocurrencia y, aunque le amenazó con no permitirle dormir todo el tiempo, le dejó tranquilo durante un buen rato.

El profesor This Aster lo aprovechó para cerrar los ojos y embarcarse en sus pensamientos desordenados, que no paraban de verse amenazados por una sucesión de imágenes de su último fracaso en La mer de la vache.

Se sobrepuso al vértigo que ascendía de su estómago y, de inmediato, las imágenes de la pradera francesa se diluyeron y una extraordinaria placidez se apoderó de sus sentidos. Se abandonó a ella.

Del fondo del armario de los recuerdos olvidados, surgió su figura, abatida por el fracaso. Su visión no le hizo daño, sólo le despertó piedad. Se vio a sí mismo como el títere al que le han cortado los hilos y le han dejado desvalido en la soledad del escenario. Era un actor al que le habían robado el texto y al que obligaban a interpretar uno nuevo, en el que la vejez recibía los frutos de la resignación y la pereza, y le robaba el papel protagonista.

Oléhonia volvió a rescatarle, cuando se encontraba al borde del precipicio. Su leve, pero constante, llamada le embrujaba. Cada día, un poco más. Cada noche, enredándose en sus sueños. Acabó poseyéndole, igual que siempre había sucedido.

Gracias a los eternos cantos de sirena de Oléhonia, pudo vencer la apatía, que le sobrevino tras la jubilación. Se enfrascó en descifrar el puzle de su alfabeto y no paró

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hasta conseguirlo. Después, buceó entre las tablillas banda-harrianas, en busca de un atisbo que le orientara en su atascado análisis de la sociedad olehónica, y se aferró a los débiles puntos de apoyo, que aparecían ante sus ojos.

Cada mínimo hallazgo se transformaba en un inusitado triunfo. Las horas se suspendían en la investigación. El tiempo acababa inevitablemente atrapado en el fanal, en el que quedaba convertido su despacho.

Así, encajando con sumo cuidado las piezas del rompecabezas, pudo compaginarlas para tratar de reconstruir un episodio, en el que, sus conjeturas señalaban la intervención de Oléhonia, aunque, por desgracia, no había podido constatarlo de forma fehaciente. El episodio en cuestión era la llamada Guerra de los Tres Golfos.

A lo largo de sus muchos años de dedicación a Oléhonia y a lo que pudiera tener que ver con ella, el profesor This Aster había encontrado numerosas referencias a la Guerra de los Tres Golfos. Supuestos oráculos, falsas profecías, insinuaciones veladas y oscurantismo compartían espacio a su alrededor y dificultaban su concreción en el tiempo.

No había documento oficial alguno que recogiese dicha campaña, ni tampoco descripciones de batallas que se le pudiesen asociar, por lo que la Guerra de los Tres Golfos había quedado convertida en un agujero negro de difícil exploración.

Su propia denominación constituía un misterio por la discordancia geográfica. Los mapas de las regiones, que pudieran haberse visto afectadas por el conflicto, no mostraban tres golfos en sus contornos. El profesor This Aster siempre había pensado que el nombre era un eufemismo y que nada tenía que ver con los accidentes geográficos.

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Corroboró sus sospechas, una tarde fría de invierno, cuando jugueteaba con unas tablillas band-harrianas, que había colocado sobre la mesa de su despacho. Las estuvo examinando con indolencia perezosa, hasta que, al darle la vuelta a una de ellas y colocarla horizontalmente, descubrió una especie de inscripción, una microcaligrafía grabada en la parte inferior.

Con extraordinaria calma, las fue sometiendo, una a una, al análisis de la lupa y las fue ordenando con minuciosidad. No tardó en completar el puzle, a pesar de no ser un consumado experto en el lenguaje band-harriano. Sobre la mesa de su despacho, lo que parecía un antiquísimo poema épico aguardaba su traducción.

Cuando sus ojos se toparon con el nombre de Oléhonia, su corazón dio un brinco. Volvió a releerlo para estar seguro. Lo estuvo y lo anotó en su cuaderno. ¡Oléhonia! ¡No podía creerlo!

Una luz parecía abrirse paso desde el interior del agujero negro de difícil exploración. Oléhonia y la Guerra de los Tres Golfos, una combinación perfecta.

El poema era muy confuso, cabalístico y con un lenguaje tan enrevesado, que lo hacía demasiado críptico. Además, no era un documento científico, sino el fruto de la imaginación de un autor, que tenía licencia para inventar el mundo a su antojo. Sin embargo, la clara referencia a Oléhonia y al emperador Haz-Narr eran dos puntos muy importantes a su favor.

El poema no era un documento histórico, sin embargo ponía fecha al episodio, ya que desvelaba las causas de su desencadenamiento y los nombres de quienes habían tenido que ver con él.

Hi-Rac era, por entonces, un país floreciente, gobernado por un tirano, tan megalómano como el de cualquier país vecino. Sha-Damm era aliado de los

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poderosos imperios del mundo, incluso un importante aliado bélico. Pero, lo que Dios te da, Dios te lo quita.

El poema no aclaraba muy bien la razón por la cual Sha-Damm había caído en desgracia y se había convertido en una amenaza, en un demonio, al que había que arrebatar el poder y la vida. This Aster sospechaba que el oro y la codicia habían tenido bastante que ver.

Yorch Bussh, primer mandatario del mayor imperio del mundo, Usápolis, había puesto sobre la mesa de Ton Ybler, primer ministro de Brithonia, un proyecto sibilino de enriquecimiento y destrucción, un proyecto irrechazable, en el que los intereses comunes de ambos se verían satisfechos.

La reunión, según los versos, había tenido lugar en las islas Az-Hores. El tercero en discordia o la tercera pata del banco, como se prefiera, había sido el emperador Haz-Narr, jefe de gobierno de Oléhonia. El poema no dejaba lugar a dudas.

¡Oléhonia, relacionada en el tiempo y el espacio! ¡Resultaba tan emocionante como increíble! No era un sueño. Era una confirmación más sobre la existencia de Oléhonia y de su contemporaneidad con Usápolis y Brithonia. Podía datarlo, aunque tenía que mantener la cabeza fría. Sólo se trataba de un poema, excitante, sin duda, pero una obra de ficción, al fin y al cabo. En los archivos nacionales de Usápolis y Brithonia, no había la menor referencia a la Guerra de los Tres Golfos. No debía precipitarse.

La palabra guerra brotó de las gargantas de los poderosos, la palabra destrucción sobrevoló la catástrofe, la palabra reconstrucción prometió la riqueza en las arcas de los participantes.

Yorch Bussh, como portavoz de sus aliados, acusó a Sha-Damm de haber reclutado a un ejército de alquimistas, al que tenía dedicado a la fabricación de

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armas letales, armas con las que podría aniquilar a la población indefensa, de forma masiva.

Poco importó que esa acusación resultase falsa, porque se convirtió en el eje de una campaña que sembró la desgracia y la miseria en el mundo. La mentira había proclamado su reinado.

El nombre de la campaña no tenía connotaciones geográficas, como erróneamente se había supuesto, sino que hacía referencia al calificativo recibido por los gestantes del conflicto. La Guerra de los Tres Golfos.

Los desastres de sus consecuencias fueron eliminados de los libros de historia. Desaparecieron, como por arte de magia, como si, en realidad, nunca hubiesen existido, como si la Guerra de los Tres Golfos jamás hubiese sucedido. A su alrededor, se tejió una nebulosa, en la que cualquier fabulación tuvo cabida.

Eso es lo que seguramente era el poema, una fabulación, a la que, de alguna manera, la ausencia de otros documentos convertía en el único testimonio histórico. El hecho de haber podido sortear la censura de la época, de manera tan ingeniosa, añadía una buena dosis de sal y pimienta a la cuestión.

Pese al natural escepticismo con el que sometía las pruebas al rigor de su análisis, el profesor This Aster notó flaquear el ánimo. Una luz diminuta, escondida en algún rincón de su cerebro, alumbraba la posibilidad, remota pero plausible, de considerar verdaderos los hechos narrados en el poema.

Escarmentado por las falsas expectativas encadenadas, que habían tejido la red de su reciente fracaso, el profesor This Aster dio muestras de su autocontrol, al decidir dejar reposar el asunto. Ya tendría tiempo de retomarlo, tras el proceso natural de sedimentación que produciría una reflexión adecuada.

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Abandonó el proyecto de investigación y lo archivó en una carpeta rotulada, que guardó en uno de los cajones de la mesa del despacho. Lo hizo con dolor de corazón, pues otros eran sus deseos y otras sus necesidades. Sin embargo, se resignó a su suerte, con la satisfacción interior de saber que Oléhonia no era una invención, sino una realidad sepultada en algún lugar.

Para curarse de la melancolía, se enfrascó en el análisis exhaustivo de las tablillas banda-harrianas, logrando un más que notable resultado. Los datos obtenidos, su cotejo y su posterior ampliación, le permitieron elaborar una cábala en torno a la sociedad olehónica.

Azotada por una época oscura, de la que el profesor This Aster apenas había podido recopilar datos concretos, Oléhonia había logrado salir del profundo túnel al que la tiranía la había confinado, desde varias décadas atrás.

Múltiples referencias, apuntadas en documentos de diversas culturas coincidían. Un período negro había concluido en Oléhonia, probablemente tras la muerte de algún reyezuelo déspota, abriéndose, a partir de entonces, un nuevo horizonte ante sus habitantes.

Las castas políticas, prohibidas durante las décadas en las que el régimen anterior había campado por sus respetos, las estructuras sociales y los ciudadanos emprendieron la tarea de convertir un país, ennegrecido por el peso sombrío de la tiranía, en un símbolo del Estado del Bienestar, donde el bien general no fuera otro que el bien común.

Aunque en un momento determinado de su historia, las bibliotecas habían florecido en los territorios de Oléhonia, ninguno de sus ejemplares había sobrevivido a la destrucción del imperio, por lo que si los datos sobre su escritura e idioma eran vagos e imprecisos, aún lo eran mucho más los relativos a su estructura social.

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En busca de la utopía, construyeron una sociedad, que despertó admiración, tanto en los países vecinos como en otros más lejanos. El nombre y las conquistas sociales, logradas en Oléhonia, se extendieron hasta los confines del mundo.

No llegaron a conseguir la plena implantación del Estado del Bienestar, como tampoco lo habían logrado otros imperios o reinos, pero sus condiciones de vida, según se desprendía de los diversos documentos, que hablaban entre líneas de Oléhonia, hallados en distintas excavaciones, les permitieron alcanzar un más que aceptable nivel de vida, una sociedad apoyada en servicios públicos y una riqueza creciente.

Oléhonia hizo frente a varias oleadas de inmigración, llegadas con los oídos ilusionados por los cantos de sirena, que hablaban de progreso y, sobre todo, de la facilidad para obtener fortuna.

En un momento determinado, el florecimiento de la economía se parapetó tras una especie de selva, en la que sólo crecían las plantas que producían los beneficios astronómicos de la construcción. Los jardines colgantes se extendieron por Oléhonia, flanqueados por construcciones a su alrededor, formando ciudades de descanso, en las que se invitaba a disfrutar de los momentos de ocio.

Eso era lo que le había hecho pensar que, tal vez, el trozo de pergamino traducido formase parte de un anuncio publicitario.

La venta de sus mares, al mejor postor extranjero, precipitó la vorágine y la construcción sin freno de ciudades veraniegas en toda la costa del imperio, robándole terreno a las aguas y arrebatando cada rayo de sol a la luminosidad de las mañanas.

La cultura se desplomó en el imperio, despareciendo del orden de prioridades de gobernantes y ciudadanos,

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mucho más preocupados por resistir los embates de las tempestades desencadenadas por los vaivenes del dinero que por otra cosa y por enriquecerse a cualquier precio y a toda costa.

El profesor This Aster no había sido capaz de datar con exactitud el momento en el que el imperio olehónico había comenzado a tambalearse, puesto que los datos al respecto eran confusos, prácticamente inexistentes, y provenían de elucubraciones gestadas en otros países, pero estaba absolutamente convencido de que el principio del fin había estallado, cuando la ambición y la corrupción habían sido elevadas a los altares por gobernantes y poderosos, arrastrando también al pueblo a la adoración del monstruo de dos cabezas.

Los puntos básicos del esquema estaban muy claros en su cerebro. Ahora, había que dotarlos de contenido, modelarlos convenientemente, relacionarlos en el tiempo y hacerlos comprensibles al lector.

En cuanto regresase de esta alocada y más que probable inútil aventura, retomaría el análisis de los datos que había recopilado y trabajaría definitivamente en un tercer volumen dedicado a Oléhonia, en el que no podría faltar el estudio de la Guerra de los Tres Golfos.

De algo había servido la visita de Gud Mann y su energía. Le había hecho contagiarse de un optimismo que hacía tiempo había sido sustituido por el fatalismo y, sobre todo, por la pereza.

¡Si Gud Mann tuviese razón y Oléhonia estuviese esperándoles con los brazos abiertos, allá abajo! Si esa remota posibilidad cristalizase, las conjeturas pasarían a un segundo plano, ante la importancia de los hallazgos que podrían encontrar en el corazón del imperio.

La sacudida provocada por una mínima turbulencia le hizo abrir los ojos. Gud Mann no se había inmutado, ni siquiera había suspendido el movimiento de llevarse a los labios el vaso de gin tonic.

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—¿Reflexionando?—saludó, levantando el vaso en su mano.

—Más o menos—respondió el profesor This Aster, recomponiendo su postura en el asiento.

—¿Estás más convencido? —¿De qué? —¿De qué va a ser?—protestó Gud Mann—. De que

Oléhonia está allí abajo. —No. —¿No?—se extrañó Gud Mann, antes de dar un trago

a su gin tonic—. ¿Qué necesitas para convencerte? —Que te comportes como un charlatán de feria, no

ayuda mucho—respondió el profesor This Aster. —Entonces, ¿yo soy el problema? —No. El problema soy yo—contestó el profesor This

Aster, negando con la cabeza—. Tú no tienes nada que ver, aunque me parece que estás demasiado ilusionado.

—¡Claro que lo estoy!—reconoció Gud Man, acabando su bebida y dejando el vaso sobre la mesilla.

—Ya, y lo entiendo—dijo This Aster, removiéndose en el sillón—. Prácticamente, has conseguido contagiarme tu entusiasmo, pero yo necesito ir más despacio y no dejarme arrastrar por corazonadas, ya sean tuyas o mías. De momento, no tenemos nada, salvo tu olfato. Por su culpa, estamos aquí.

—Mensaje recibido—respondió Gud Mann, apretando con afecto el brazo a su amigo.

Puede que se hubiese pasado presionando al profesor This Aster, pero lo había hecho porque lo había encontrado amilanado, encogido y falto de ilusión. Había pensado que un poco de ánimo no le sentaría mal.

La ventanilla del avión le sumergió en la espesura de las nubes, una espesura muy parecida a la de las selvas que había conocido y que había atravesado a ciegas, en busca de tesoros, rara vez hallados.

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No todo había sido selva, también había habido diversión, especialmente al principio. La soledad de las excavaciones y la entrega absoluta al trabajo le parecieron poco para enterrar el extraño sentimiento que le había producido que su mujer le abandonase.

No es que quisiera presumir, pero estaba seguro de que su mujer no habría podido presentar una sola queja sobre su comportamiento sexual en los once años de matrimonio que compartieron. Esta circunstancia le había golpeado las entrañas y había provocado una brecha en su cerebro, incapaz de asimilar la tremenda sorpresa y la feroz rapidez con la que se habían producido los acontecimientos. Una profunda rabia se apoderó de él, cegando cualquier otro sentimiento. No sentía lástima de sí mismo por ser un pobre diablo, engañado por su mujer, sino por haber sido tan confortablemente idiota como para no haberse dado cuenta de ello.

La necesidad de desaparecer, de anular cualquier posibilidad de volver a encontrarse con su mujer, le empujó en brazos de la selva, donde no habría cuidado de que ella apareciese.

La primera expedición en la se enroló resultó muy dura, pero fructífera en todos los sentidos. Al botín conseguido, seis idolillos de oro y varios enseres, al prestigio obtenido, él sumó la amistad de sus compañeros. Gracias a ellos, no emprendió el camino de regreso y se dedicó a correrse juergas entre expedición y expedición.

Como jamás había sido un hombre excesivamente promiscuo, se contentó con esporádicos escarceos con prostitutas, pero sin enredarse más de la cuenta ni sembrar falsas esperanzas a su paso.

Una vez sentada la cabeza, tras cinco años de expediciones a salto de mata, comenzó su colaboración

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en la universidad de Micachimba, como adjunto de la cátedra de Civilizaciones autóctonas.

La gran labor desarrollada por el profesor Gud Mann obtuvo el reconocimiento de la universidad en pleno. Recién cumplidos los cincuenta, se hizo con la cátedra e impulsó numerosos estudios y participaciones activas en múltiples excavaciones.

En el año dos mil seis, la cátedra de Civilizaciones

autóctonas de la universidad de Micachimba recibió un merecido homenaje en Guatemala, durante el transcurso del Congreso Sudamericano de Arqueología. El profesor Gud Mann fue el encargado de recoger la placa conmemorativa y de corresponder con palabras de agradecimiento a los aplausos.

Fue allí donde conoció a Rita, una menuda y preciosa periodista venezolana, que cubría la noticia para el Canal Historia de una televisión colombiana. Nada más ser presentados, Gud Mann no pudo apartar su vista de ella.

Embrujado por su cabellera ensortijada de rizo pequeño y saltarín, por la altivez de la altura y la firme fiereza de sus pómulos, por la mirada felina de brillante azabache, por el color de canela tostada de su piel y por la elegancia sinuosa de sus movimientos, el profesor Gud Mann no tuvo más remedio que sucumbir a sus encantos.

Después de concederle una extensa entrevista, le concedió la hospitalidad de su lecho en la cama de hotel y la ternura exquisita del amante maduro, siempre dispuesto a satisfacer el placer de su pareja.

Pasaron una tormentosa y dulce noche de amor, enredando sus cuerpos y creando, de la nada, un vínculo lo suficientemente fuerte como para mantenerlos unidos. Ambos se sintieron alumbrados por la misma llamarada.

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—Es muy extraño—había reconocido Gud Mann, sintiendo la intensidad de la mirada de Rita clavada en él—. No puedo explicarlo—había reconocido—. Es como si hubiese estado esperando este momento durante mucho tiempo…

—Yo también siento lo mismo—había confesado ella, abrazándose a él.

—Temo cerrar los ojos y que, al abrirlos, te hayas esfumado—había dicho Gud Mann, con la tristeza ensombreciéndole el rostro—. Temo que no seas real y que mi soledad haya inventado esta ilusión.

—Estoy aquí—había contestado ella, estrechando el abrazo.

No volvieron a verse. Rita no pudo cumplir su promesa de ir a visitarle a Micachimba. Mientras acompañaba a un pelotón de las fuerzas especiales en una incursión en la selva colombiana, para realizar un reportaje sobre sus actividades, recibió tres balazos en el pecho, en el transcurso de una emboscada que los guerrilleros tendieron al grupo.

A través de una lacónica llamada telefónica, entrecortada por sollozos, Nadia, una compañera y amiga de Rita, se lo comunicó a Gud Mann. Él se quedó petrificado y fue incapaz de articular palabra. Mantuvo el teléfono móvil aplastado contra su oreja una eternidad, antes de sentarse maquinalmente en el sofá, para evitar que el desmadejamiento de sus piernas le hiciera caer al suelo.

Permaneció con el rostro hundido entre sus manos, incapaz de asimilar la tragedia, incapaz de perdonar a cualquier dios de cualquier religión, que fuese responsable de haberle arrebatado la esperanza, antes de permitir que floreciera.

Un taxidermista invisible le extrajo el aire de los pulmones con la misma lentitud que pericia, hasta vaciarle por completo, hasta eliminar la última molécula

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de oxígeno de su sangre. Entonces, se desmayó, deseando que la asfixia, provocada por su ansiedad, pudiese transformarse en perenne. Sus deseos no fueron órdenes para su cuerpo, que no estuvo por la labor de concederle una muerte romántica.

No había sido capaz de olvidar a Rita en los ocho años transcurridos. Era raro el día que no pensaba en ella. Aparecía, envuelta en algún aroma que hacía presente su evocación para el resto de los sentidos, en el cascabeleo alegre de una risa lejana, en la imagen que su cerebro proyectaba tras la pantalla de sus ojos, en el dolor y la ausencia que arañaban su soledad.

Sobrevivió a la melancolía, regresando al contacto directo con la selva, los bichos y las serpientes, manteniendo la mente ocupada en descifrar los signos adecuados para transformarlos en presentimientos.

La cátedra de Civilizaciones autóctonas de la universidad de Micachimba engordó su prestigio en los cinco años posteriores, gracias a la participación de su máximo responsable en los descubrimientos más importantes realizados en aquella época.

De repente, dos años atrás, el profesor Gud Mann decidió poner fin a sus días de expedicionario aventurero y colgó los hábitos. De nada valieron los ruegos de algunas entidades, incluso de la propia universidad, para que reconsiderase su decisión. El profesor se mantuvo firme, argumentando que ya sólo le quedaban fuerzas para cumplir sus compromisos estrictamente académicos y que ni siquiera estaba seguro de ello.

Lo cierto es que no mintió al manifestarlo. Se había saturado de matorrales, bichos y serpientes, y no tenía muy claro no haberlo hecho también de las obligaciones que comportaba la cátedra.

Estaba en pleno proceso de deshojar la margarita, cuando recibió la llamada salvadora del doctor Granh

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Dullón. Habían trabajado juntos en la última expedición en Perú y habían cogido una borrachera monumental a dos mil metros de altura. En plena cogorza, el profesor Gud Mann le había confesado su hastío y sus ganas de mandarlo todo a la mierda.

—¡Qué alegría!—había exclamado el profesor Gud Mann, al reconocer al arqueólogo galo—. ¿A qué debo el placer de tu llamada?

—¿Sigues estando hasta los huevos de Sudamérica?—le había preguntado el doctor Grahn Dullón.

—Hasta más arriba. —Pues haz el equipaje y coge el avión—había

ordenado el doctor Grahn Dullón—. Tengo un trabajo para ti en Europa.

—¿Dónde? —En Madrid. Puede que haya bichos y, a lo mejor,

serpientes, pero dudo que se parezcan a los de allí. Poco le importaron los detalles que trató de explicarle

su colega, apenas los escuchó. Era una oportunidad, servida en bandeja de plata, y no estaba dispuesto a desaprovecharla.

A la mañana siguiente, realizó los trámites para la solicitud de excedencia de la cátedra y, con la consiguiente sorpresa entre sus más allegados, resolvió todos sus asuntos en cinco días.

—Todavía me han sobrado dos de la semana bíblica—había bromeado en su fiesta de despedida.

Sabía que le echarían de menos y que sentirían su marcha, pero también sabía que el tiempo difumina los colores y los acaba convirtiendo en pálidos reflejos. Ésa era una ley inmutable y la vida se encargaba de hacerla cumplir a rajatabla.

—¿Estás dormido?—preguntó el profesor This Aster sin mirarle.

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—Habría necesitado un par más de gin tonic para conseguirlo—contestó Gud Mann, abriendo los ojos.

—¿Has oído hablar de la Guerra de los Tres Golfos?—le preguntó el profesor This Aster, mirándole esta vez.

—¿Tiene premio la respuesta?—preguntó Gud Mann con una sonrisa socarrona.

—No, en serio. ¿Qué sabes sobre ella?—insistió el profesor This Aster.

—Poco más o menos, lo mismo que tú—contestó Gud Man, frunciendo el ceño—. Se supone que fue una guerra de castigo contra algún reyezuelo déspota, pero no se ha conseguido saber ni contra cuál ni quiénes desencadenaron esa ofensiva. No hay documento alguno que certifique la existencia de dicha campaña. No obstante hay vagas referencias de múltiples culturas en torno a ese hecho, lo que convierte a la Guerra de los Tres Golfos en un misterio. ¿He aprobado?

—Con nota—reconoció This Aster—. ¿Quieres matrícula?—preguntó, esbozando una enigmática sonrisa.

—¿Qué quieres decir? —¿Por qué se la llama así? La Guerra de los Tres

Golfos. ¿Por qué? —No tengo ni idea—respondió Gud Mann,

encogiéndose de hombros—. No hay tres golfos próximos que permitan una localización geográfica.

—¡Eso es!—ratificó This Aster, apuntándole con el dedo—. No se denominó así por su situación geográfica, sino por los tres gobernantes que desencadenaron la ofensiva contra Hi-Rac.

—¿Cómo? ¿Contra quién? —¡Los Tres Golfos!—exclamó This Aster, dando

rienda suelta a su entusiasmo—. ¡Yorch Bussh de Usápolis, Ton Ybler de Brithonia y el emperador Haz-

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Narr de Oléhonia!—enumeró, ante la estupefacta mirada de su amigo—. Atacaron a Sha-Damm, tiránico reyezuelo de Hi-Rac.

—¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? —He traducido unas tablillas band-harrianas.

Contenían un poema épico, que hablaba de la Guerra de los Tres Golfos y de la participación de Oléhonia en ella.

—¡Es increíble!—exclamó Gud Mann, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Tampoco pretendes hacer público este descubrimiento? ¿De verdad quieres mantenerlo en secreto?

—De hecho, me sorprende incluso habértelo contado a ti—confesó el profesor This Aster, bajando la vista.

—No estás oxidado, Udo—dijo Gud Mann, negando repetidamente con la cabeza—. En dos años de retiro, has conseguido descifrar el alfabeto olehónico y traducir el único documento que habla de la Guerra de los Tres Golfos, hazañas que pretendes mantener en el anonimato, por cierto. No estás oxidado, estás loco.

—¿Y quién no lo está en este oficio bendito?—exclamó el profesor This Aster, volviéndole a mirar fijamente.

—Unos más y otros menos, pero tú te llevas la palma—contestó Gud Mann, tratando de hacer penetrar la luz en el cerebro de su amigo—. ¿No comprendes la importancia de tus descubrimientos? Tienes que hacerlos públicos.

—Cada cosa a su tiempo—contestó This Aster, recuperando la sonrisa—. Ahora, lo más importante es comprobar si tu puerta de entrada a Oléhonia es la verdadera.

—Eso no tiene nada que ver—protestó Gud Mann. —Lamento contradecirte, querido amigo—contestó

el profesor This Aster con cierta condescendencia—. Si Oléhonia está allí abajo, como tú crees, la importancia

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de mis descubrimientos quedará empequeñecida, ante la aparición del imperio perdido.

—¡Eres insufrible!—concluyó Gud Mann, para evitar reconocer que tenía razón.

Se mantuvieron en silencio el resto del vuelo, que incluyó veinte minutos de propina, debido a un error en la asignación de pista de aterrizaje. Sin decir palabra también, abandonaron el avión y recogieron la mochila del profesor This Aster, antes de encontrarse con el doctor Hespa Vilado, que les estaba aguardando.

—Soy el doctor Hespa Vilado, director de la expedición—dijo, presentándose, mientras estrechaba la mano del profesor This Aster.

—Mucho gusto—respondió éste. —¿Han tenido un buen vuelo? —Sí—contestó This Aster con una sonrisa forzada. —No—desmintió Gud Mann—. El profesor es un

pésimo compañero de viaje. —Perdónele, tantos años de selva le han

trastornado—respondió el profesor This Aster, dirigiéndose al doctor Hespa Vilado, mientras se colocaba la mochila al hombro—. Se ha convertido en un viejo gruñón.

—Descuide, le conozco muy bien—dijo el director, sonriendo.

—Si se trata de una conspiración…—protestó Gud Mann de manera sarcástica.

—Tengo un coche esperando—dijo el director, guiándoles hacia la salida del aeropuerto—. Nos llevará al Palace—añadió, abriendo la puerta trasera del vehículo que había estacionado en zona restringida.

—¿Al Palace?—se extrañó el profesor This Aster. —¿No le gusta?—preguntó el director, algo azorado. —No, no es eso—tranquilizó This Aster,

descargando la mochila, que el chófer introdujo en el

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maletero—. Creía que iríamos a la excavación—dijo, entrando al vehículo.

—Podíamos habernos lanzado en paracaídas desde el avión—dijo Gud Mann, sentándose a su lado en el asiento trasero—. Habríamos llegado antes.

—Nos hemos tomado la libertad de reservar habitaciones en el Hotel Palace—dijo el director—. Hemos creído…

—Ha sido cosa mía—interrumpió Gud Mann, bajando luego un poco la voz, como si fuese a revelar un secreto—. Tal vez sea lo único que podamos sacarle a la Fundación.