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Hay dos clases de soñadores. Losque buscan y los que esperan. Unopuede salir a buscar y no hallar elsueño que inspira tu vida, pero auncon lo que esto tiene de malogro ydesencanto es más decoroso quecreer que los demás te van a traerel sueño a la puerta de tu casa.

En 1871, una revolución divide endos, pasado y presente, la historiade Guatemala. El orden colonial sederrumba, la modernidad se abrepaso a sangre y fuego y, en mediode tan brutal convulsión, dosjóvenes, Clara Valdés y Néstor

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Espinosa, se ven arrastrados a unainsospechada odisea que cambiarásus vidas para siempre.

Tercera entrega del ciclo de novelashistóricas que el autor ha dedicado aGuatemala, El sueño de los justossigue la brillante trayectoria de susobras anteriores. Narrada con pulsomagistral y refinada prosa, estaimponente novela seduce al lectordesde sus primeras páginas. Pérezde Antón ha convocado en ella todoslos elementos que hacen de laliteratura un placer: el amor, laaventura, la guerra, las bajas

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pasiones, la ambición, la amistad yel heroísmo, junto con un profuso ysugestivo elenco de personajesmemorables.

El lector quedará fascinado por estemonumental relato, este trepidantefresco histórico que recrea conapasionada acuciosidad el drama deun país, una ciudad y unas vidasperturbadas por las violentasvicisitudes de su tiempo.

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Francisco Pérez de Antón

El sueño de losjustos

ePUB v1.2Piolín.39 28.12.11

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ALFAGUARA© 2008, Francisco Pérez de Antón© De esta edición:2008, Editorial Santillana, S. A.7 a. Avenida 11-11, zona 9Guatemala ciudad, Guatemala, C. A.Teléfono (502) 24294300 Fax (502)24294343E-mail: [email protected]

ISBN: 978-99922-942-3-9

Impreso en

PortadaComposición elaborada a partir de unafotografía de Edward Muybridge titulada

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Quezaltenango, realizada en 1875, y cuyooriginal se conserva en el SmithsonianAmerican Art Museum de la ciudad deWashington.

Todos los derechos reservados. Estapublicación no puede ser reproducida, nien todo ni en parte, ni registrada en otransmitida por, un sistema derecuperación de información, en ningunaforma ni por ningún medio, sea mecánico,fotoquímico, electrónico, magnético,electroóptico, por fotocopia, o cualquierotro, sin el permiso previo por escrito dela editorial.

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Sólo venimos a soñar.No es cierto, no es verdad,que venimos a vivir en la tierra.

Anónimo de Tenochtitlán,finales del siglo XV

El mundo es un gran teatro,donde hombres y mujeres son

actores.Todos salen a escena y hacen mutisy, a lo largo de su vida,interpretan muy distintos roles.

As you like it,William Shakespeare(1564-1616)

La libertad, ese ruiseñor con voz degigante capaz de despertar a

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quienesduermen más profundamente.

Gesammelte Schrijien,Ludwig Boerne (1786-

1837)Nadie supo anticipar que ambos

eranlas mitades de un augusto evento.

Convergencia de dos,Thomas Hardy (1840-1928)

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Vigilia de Todos losSantos

Nueva Guatemala de la Asunción,miércoles 31 de octubre de 1877

No hay brujas en el Valle de laErmita, qué ocurrencia. No puedehaberlas en un lugar consagrado a laVirgen y protegido por SantiagoApóstol, quien vigila cada día los cielosa lomos de una yegua blanca. Pero estanoche sucede algo extraño. Una intensa

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cacería de estos maléficos seres tienelugar al norte de la planicie, donde sealza la ciudad. Aterrados, los vecinos sehan refugiado en sus casas y, poco antesde que la retreta les aturda con suhabitual estrépito, Guatemala es ya uncadáver boca arriba. Hay un profundosilencio que sólo interrumpe, lejano, elgrito de alguna mujer. Las casas parecentumbas, el viento enfría los zaguanes consus helados murmullos, la luna tiendesobre fachadas y plazas una palidezsepulcral.

Nadie puede abandonar la urbe. Suscinco accesos han sido cerrados ypatrullas de gendarmes baten los

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potreros con las bayonetas caladas. Losallanamientos sorpresivos han sumido ala población en la zozobra y las callesson ratoneras donde caen los incautos.Son muy pocos los que saben la causade los registros, pero ha corrido laespecie, magnificada sin duda por laansiedad y el terror, de que hay variaspersonas detenidas a quienes se aplica aesta hora en la Comandancia de Armasel suplicio de la vara y de la red.

Ajena al callado pánico quetrastorna a los vecinos, ElenaCastellanos moja la pluma en un tinterode peltre y se aplica a consignar en uncuaderno la diaria confesión de sus

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gozos y doloras. La vivienda se haarropado en la quietud habitual de cadanoche. Los niños duermen, laservidumbre descansa y los zanates quealborotan de día el viejo ciprés delpatio han huido, como cada tarde, a losbarrancos del Este. Sólo el suave rasrásde la pluma sobre el papel rayado y lasiseante combustión del petróleo en laespita del quinqué ofenden el silencio dela biblioteca.

Elena escribe con resolución, comosi desde lo oscuro alguien le susurraraalgún chisme o algún secreto de alcobaque la hacen sonreír. De cuando encuando alza la mirada del cuaderno y se

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queda observando el pequeño florero decerámica que tiene frente a ella. Es unamirada breve, casi a la deriva, quedescansa unos instantes en las flores,como el peregrino en la piedra antes devolver al camino. El vivificanteejercicio de volcar cada noche en uncuaderno lo que la memoria registra dedía le permite remontar su espíritu másallá de la rutina y los trabajos de lafarmacia. Y no tanto por lo que escribe,que Elena tiene por muy poco, sinoporque esa efusión nocturna refresca sumente como lluvia bienhechora.

Apenas empezada la escritura,empero, el estruendo de la retreta rasga

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la calma del cuarto.Elena alza la pluma del cuaderno y

se queda mirando a la pared, con un levetemblor en la mano y un frunce decontrariedad en las cejas. Detesta elnuevo orden que ha reemplazado lascampanas por clarines y transformadolos conventos en cuarteles. No es quesea una mujer muy dada a devociones,pero el sonido del bronce procuraba asu espíritu una plácida melancolía queañora tanto como su niñez, cuando unasuerte de paz augusta reinaba en todo elpaís merced a la avispada tutela de undéspota benevolente.

No son, sin embargo, los toques

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marciales lo único que suscita elmalestar de Elena. Luego de algunosaños en el extranjero, la ciudad en queha nacido también le inspira temor. Elinhóspito paisaje de los suburbios,abrazados por profundos abismos, eltristísimo aspecto de sus calles y lasensación de encierro que infunde sutrazo a cordel, la inducen con frecuenciaa pensar que vive, no tanto en unaciudad provinciana apartada del mundoy de su siglo, como en una ciudadelamedieval.

El toque de retirada duraescasamente un credo y cuando, al cabo,concluye, Elena se queda unos instantes

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escuchando los ruidos de la noche.Todo parece haber vuelto a su lugar:

el aullido lejano de los perros, el siseode la espita, el paso de algún carruaje.La estridencia, sin embargo, ha roto elflujo de su intimidad y, atraída por elllamado nocturno, deja caer suavementela pluma en una cajita de madera dondeyacen un raspador, un abrecartas y unabarrita de lacre. Guarda el diario en unagaveta, se cubre con un chal loshombros, ase el quinqué por la argolla ysale al patio de la casa. El cielo tieneuna claridad insultante y las estrellas seven tan lejanas que parecieran estar apunto de extinguirse.

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A mitad del corredor, Elena sedetiene a observar el viejo ciprés, ávidode cielo y de luna, y a escuchar elchirriar de los grillos y los susurros delviento. Pero al bajar la mirada, reparacon aprensión en dos puntosfosforescentes que la acechan desde labase del árbol y descarga con rabia unzapatazo en las baldosas. El felino correa la pared medianera, trepa por elrepello encalado, como si la ley de lagravedad no existiese, y se descuelga alotro lado de la tapia.

Elena odia a los gatos. La ciudadestá llena de estos animales que, alllegar la noche, se acercan a husmear

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cualquier sitio que huela. Bien o mal. Yla cocina de la casa, sobre todo en estedía, es uno de esos lugares. Elena entraen ella quinqué en mano, destapa varioscuencos de cerámica vidriada cubiertoscon sendos paños de algodón y examinael abigarrado revoltijo de verduras,lengua salitrada, queso seco, embutidos,aceitunas, alcaparras y huevos duros quela servidumbre ha preparado esa tarde.El picado huele a clavo y a jenjibre yestá decorado con pimientos, rábanos ytallos de coliflor.

A Elena no le atrae demasiado estemejunje ácido y frío. Quizás por losaños vividos entre Jamaica, Bayona,

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Liverpool y Hamburgo, no le procura elmismo placer que cuando era niña. Serhija de un funcionario consular da pie aesta clase de desencuentros. Pero, másque la ensalada, Elena odia los motivospor los cuales debe prepararla una vezal año. El culto a los muertos le causa unrechazo visceral. Bastante dolor suponellevarlos en la memoria de por vida.Noviembre no es, además, el mejortiempo del año. Lo siente depresivo ytriste. Habitar la casa paterna, noobstante, le exige mantener una tradiciónque cada primero de noviembrecongrega a hermanos, familia yamistades en torno al encurtido que

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colma los recipientes de cerámica.Elena los vuelve a tapar, pero, antes

de abandonar la cocina, el olfato laempuja a la alacena que protege losbuñuelos, el huevo chimbo, las cocadasy los dulces de leche. Detenida frente almueble, aspira con los ojos cerrados lasfragancias a vainilla, a azúcar quemada,a canela. Aromas de la niñez, piensaarrobada, dulces de juventud,tentaciones de la edad adulta.

Y sin poderse contener, abre laalacena y se mete en la boca un buñuelo.

Sale al corredor masticando lagolosina y se dirige al zaguán en cuyopiso, dentro de- un círculo engastado

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con tabas de res y de carnero, hay una Zy una C, las dos iniciales de la familia, yuna fecha, 1835. Deposita el quinqué enuno de los bancos de maniposteríaadosados a las paredes de la entrada,toma en sus manos una tranca y la encajaen el portón.

A Elena no le agrada este lugar de lacasa cuando cae la noche. Lo ha vistosiempre como habitáculo de fantasmas yaparecidos. Siendo niña, una sirvienta ledio un susto allí y, aunque sabe que trasla puerta que da al obrador de lafarmacia no hay más que pomos,morteros, matraces, aceites y hierbas,sólo imaginar que de las sombras pueda

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salir algo o alguien le enfría las raícesdel cabello.

No ha terminado de colocar la trancaen los apoyos cuando las maderas delportón se estremecen con una sucesiónde aldabonazos que resuenan en elzaguán como descargas de mosquete.

Elena retrocede unos pasos, elcorazón dando brincos. No es normalque a esas horas llame nadie a las casas.

Paralizada por el susto, queda a laespera de lo que pueda venir mientras,con movimientos apenas perceptibles,junta sus manos en un extremo de latranca y la ase como un mazo.

De una de las habitaciones sale

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corriendo Rosario, una sirvienta demediana edad, envuelta en una cobija.

Elena no le permite abrir la boca.—Vete al cuarto de los niños y

manténlos allí callados y quietos —laconmina en un susurro.

Los golpes vuelven a sonar, ahoracon más contundencia.

Elena se vuelve al portón y grita entono desabrido:

—¿Quién es? ¿Qué quiere?Del otro lado de las maderas, una

voz angustiada replica:—¡Soy yo! ¡Clara Valdés!Llena suelta la palanca, corre al

cuarto contiguo y abre una de las

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ventanas que dan a la calle. El pálidorostro de su amiga Clara asoma porentre los barrotes de la reja.

—¡Ábreme, te lo suplico! ¡Creo queme vienen siguiendo!

A la mortecina luz de la candela desebo que encerrada en un farol alumbrala puerta de la calle, los ojos de lamujer brillan de congoja.

Elena regresa al zaguán y corre loscerrojos. Clara penetra como unaexhalación y se arroja en los brazos desu amiga.

—¿Qué ocurre, Clarita? ¡Dios mío,estás temblando!

—¡Se han llevado a mi esposo!

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—¿Que se lo han llevado? ¿Quién,adonde?

—Soldados de la Comandancia deArmas llegaron esta tarde a mi casa y selo llevaron sin dar explicaciones.

La sirvienta aparece de nuevo en elcorredor. Trae el gesto tranquilo.Aparentemente, los pequeños no se handespertado.

—Vamos a la biblioteca —diceElena—. Rosario, prepara unamanzanilla a la señora. ¿O prefieresalgo más fuerte?

Clara niega con la cabeza.—Traté de buscar ayuda —explica

—. No la hallé y pensé venir a tu casa.

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En eso, oí el toque de retreta. Aceleré elpaso. Vi, o creí ver, unas sombras a miespalda y tuve miedo. ¡Qué susto, Diosmío!

Entran en la biblioteca. La luz delquinqué ilumina un cuarto con vigasoscuras, paredes blancas y piso deladrillo. Dos estanterías bajas, repletasde libros con tafiletes granate en loslomos, corren bajo una Trinidad. En lapared del fondo se ordenan cuatro tintascon imágenes de ciudades europeas y, enel entredós de las ventanas que dan alcorredor, cuelga la pintura de un hombrecon un martillo y un cincel en las manos.La loto ovalada de un caballero de

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grandes patillas preside la estancia y, aambos lados del retrato, se agrupandaguerrotipos color sepia con imágenesde la familia, diplomas caligrafiados,condecoraciones y una bendición de PíoIX.

Elena señala a su amiga un divánestilo imperio, tapizado a rayas.

—¿Has podido hablar con él? —pregunta.

—No me han permitido entrar. DonErnesto Solís, nuestro abogado, intentóentrevistarse con el presidente, peroluego de hacerle esperar una hora, ledijeron que no podía recibirle. Nadiequiere ayudarnos, Elena. ¡Estoy

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desesperada! ¡Ya no sé qué hacer ni adónde ir!

De pronto, Clara se interrumpe,sorprendida. Elena no parececomprender lo que su amiga le cuenta.

—Sabes lo que ocurre, ¿verdad? —pregunta, extrañada.

—No, Clarita, no lo sé. He estadotodo el día preparando digestivos ypomadas.

—Trabajas demasiado, Elena.—Tengo que alimentar a tres hijos.Clara Valdés baja los párpados, en

gesto de indulgencia.—Desde hora temprana —le explica

a Elena— se sabe que un grupo de

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militares y civiles ha querido asesinar alpresidente.

Elena asiente y, como si atara cabos,aventura una conclusión.

—Y uno de los encartados es tuesposo.

Clara Valdés junta las rodillas y selleva las manos a las sienes.

—¡Ojalá lo supiera! El Gobiernoasegura que formaba parte de unasociedad secreta, llamada El RosarioNegro, cuyo fin, por lo visto, esrestaurar el régimen conservador y elimperio de la religión católica.

—¿Y a ti te consta que tu esposoanda en esos manejos?

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Rosario entra con la manzanilla. Elperfume de la infusión se esparce por elcuarto y Clara recompone su gesto decongoja mientras la sirvienta deposita elazafate en una mesita de madera cubiertacon un tapete bordado a ganchillo.

Elena le ofrece a su amiga una taza yuna servilleta. Cuando la sirvienta sale,Clara responde:

—¿Cómo saberlo? De un tiempo aesta parte, hablábamos muy poco. Sólosé que no tienen pruebas. Según ellicenciado Solís, la acusación es deltodo arbitraria, pero no sabemos muchomás. A los detenidos no les han dejadosiquiera escribir una nota a sus familias.

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Clara se cubre el rostro con lasmanos.

—No tenía con quién desahogarme,perdona. Me siento como una intrusa.

—No digas eso en mi casa. Somosamigas desde niñas.

—Cuando me percaté de que nadiepodía hacer nada para mediar con elpresidente, se me ocurrió que tú podríasayudarme.

Elena detiene en el aire la taza demanzanilla.

—Pero yo no conozco al presidente—dice—. Nunca he hablado con él. Yaunque le conociese, dudo mucho queme prestara atención.

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—No es eso lo que quiero pedirte.—¿Entonces?—Quiero que hables con cierta

persona.—¿La conozco?Clara niega con la cabeza.—¿Me conoce?—Tampoco... Disculpa, Elena —se

interrumpe Clara al borde del llanto—,pero no puedo dejar de pensar en qué leestarán haciendo a mi marido.

—La ansiedad es mala consejera,Clarita. No dejes que te destruya.

—No conoces al presidente. Es undesalmado, Elena, un hombre quedesconfía de los jueces porque piensa

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que el único juez en el país es él. Poreso las familias de los detenidos estánpreocupadas. Temen que cometa unabarbaridad.

—¿Qué clase de barbaridad?Clara vacila unos instantes, antes de

decir:—Fusilar a los detenidos sin más

trámite.—Olvida eso, Clarita. Nadie va a

fusilar a tu esposo sin juicio previo.—Bien se ve que has estado mucho

tiempo fuera. Créeme, Elena, la vidatiene aquí poco valor. Y la de mi esposoestá en manos de un presidente que norespeta nada ni a nadie. Todos tiemblan

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ante él por eso.—Menos esa persona de que hablas

—dice Elena, bajando la voz.—Menos esa persona.—¿Hace mucho que no la ves?—Años... Bueno, la he visto alguna

vez en el teatro, en la calle, perosiempre de lejos.

—¿Y esa persona conoce alpresidente?

—Tuvo mucha cercanía y ciertaafinidad con él hace tiempo, y sé queentre ellos existe una deuda de honor.

—Y el deudor es el presidente,supongo.

—Sí.

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—¿Y qué es lo que tengo que hacer?—Hablar con esta persona. Pedirle

que medie por mi esposo. El presidenteno se negará a recibirle.

—Se trata de un hombre, entonces.Clara asiente con un gesto.—¿Y qué te hace pensar que ese

hombre me hará más caso a mí que a ti?Clara se pone bruscamente en pie.—No debí venir a tu casa, Elena.

Siento haberte molestado.—Vamos, Clarita, serénate. No fue

mi intención herirte.—Es mejor que me vaya.Elena la toma por los hombros.—¿A estas horas? ¿Estando como

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están las cosas ahí fuera? Por favor,Clara, sé razonable. El Gobierno ha deestar buscando sospechosos en todoslados.

Clara Valdés vacila. Ni el aplomo nila confianza que le ofrece su amigaparecen suficientes para calmar suinquietud.

—Esta noche te quedas a dormiraquí y mañana, a primera hora, vemosqué se puede hacer.

Elena sale al corredor y llama a lasirvienta.

—Rosario, prepara una cama para laseñora. Y tráenos un pichel con agua ydos vasos.

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Cuando regresa al escritorio, reparaque su amiga está llorando. Elena sesienta a su lado, la abraza.

—Ten ánimo. De noche, siempre seven peor las cosas.

—Siento que no tengo fuerzas parasoportar todo esto. Si no fuese por misniñas...

Elena estrecha con fuerza a su amigay cuando advierte que los suspiros deClara comienzan a espaciarse, se apartade ella y le pregunta, solícita:

—¿Quieres comer alguna cosa?Tengo fiambre recién hecho.

—Gracias. No tengo apetito.—¿Prefieres dormir?

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—Estoy cansada, pero tampocotengo sueño.

Elena guarda silencio unos instantesy, adoptando un tono más íntimo, lepregunta a su amiga:

—Dime entonces por que esehombre de quien hablas escuchará loque tengo que decirle y qué es lo quequieres que le diga.

Clara Valdés alza la mirada alretrato del escultor y observa laexpresión del personaje, un hombre deropa raída, mirada estoica y pelucadieciochesca. Parece haber concluido laobra que se yergue a sus espaldas, en lapenumbra: la estatua de un hombre

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desnudo.—Es difícil de explicar —responde

Clara.—Todo lo que tiene que ver con el

amor es difícil de explicar.—¿Cómo sabes que hablo de eso?—Porque creo conocerte.A las facciones de Clara acude una

mueca de resignación.—Un mundo desaparece cada día,

Elena. Se van personas, memorias,costumbres. Y cuando vienes a dartecuenta, habitas un lugar extraño que cadavez entiendes menos, quizás porque loque recuerdas va dejando poco a pocode existir.

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—Y lo que hubo entre tú y esehombre ya no existe.

—Una vida pasó por nosotros sinque nos percatáramos de ello. Una vida,Elena. La revolución fue un vendavalque nos hizo viejos de golpe y se llevósin piedad lo que él y yo más queríamos.

Elena muestra un atisbo de sonrisa.—Nunca me contaste esa aventura.—Vivías fuera del país. Y cuando

volviste, no tenía ningún deseo decontarla.

—Tendrías tus motivos.—Uno sólo: olvidarle.—Y no le has olvidado, por lo visto.—No.

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—¿Y él a ti?—Eso no lo sé.—Y quieres que yo lo averigüe.Clara responde con una evasiva.—No tengo derecho a pedírtelo...—Siendo por ti, no me cuesta, pero

debes darme argumentos para convencera ese hombre.

—Cuesta tanto recordar lo que unano quisiera.

Al pronunciar estas palabras, Claraexperimenta un escalofrío. Elena selevanta del diván, abre un gavetero yextrae una frazada. Se sienta junto a suamiga, le abriga el regazo y sonríe.

—Siempre se te dio bien contar

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historias y aún nos queda la noche,Scherezade.

—Ojalá tuviera mil y no una.Cuando menos podría alargar con ellasla vida de mi esposo. Pero la únicapersona que podría ayudarme, dudo queme quiera escuchar y yo no me atrevo ahablar con ella. Por eso he venido averte. No tengo más opción que tú parasacar a mi esposo de este trance.

Vuelve de nuevo los ojos al retratodel escultor, tras cuya mirada, muy viva,asoma un rictus de desaliento. Clara nopodría asegurar si esa expresión se debeal abatimiento que se apodera de todocreador y todo artista cuando termina su

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obra sin haber logrado expresar lo quesu imaginación ha concebido, pero síidentificarse con el derrumbe anímicoque, en apariencia, sufría el retratadocuando le atrapó el pintor.

—Es una copia de un cuadro deDuplessis —le dice Elena—. Se lacompró mi padre en París a un pintor debulevar.

Aunque sorprendida en sudivagación, Clara no deja, empero, deobservar al artista del martillo y elcincel.

—La persona de quien te hablo —explica con aire distraído— decía quela existencia ha de ser un constante

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esculpirse a uno mismo, un ascenso sinasueto ni pausa hacia cotas más altas deconocimiento y autoestima. Pero esteescultor no parece muy feliz, luego dehaber tallado la que pareciera ser sumejor obra.

Clara se sube la frazada a loshombros y, confortada por el abrigo,musita:

—Veníamos de la oscuridad,buscábamos la luz con ansia. ¿Cómo laluz pudo cegarnos tanto?

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I. Rebeldes

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1. Un toro anda suelto

Nueva Guatemala de la Asunción,ocho años antes

No era todavía un país, por más quese esforzaba en serlo. Era un parajeremoto de geografía montaraz donde unaaristocracia indolente gobernaba de lamano de generales y obispos a un puebloembrutecido por la ignorancia y lasuperstición. La conciencia de soberaníaestaba limitada a unos pocos. Lossímbolos de la República se ornaban

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con mensajes sagrados. En su enseñaaún tremolaban, insertos, los listonesrojo y gualda de la bandera española. Elhimno nacional no existía. Y a falta deotro recurso para expresar supatriotismo, una minoría inconformecantaba La Marsellesa, en tanto unamayoría devota salmodiaba con fervorla Salve.

El quietismo tutelaba aquelpostergado territorio de soledadesoceánicas y de ignorancias recíprocasdonde el tiempo, como dimensión de lavida, carecía de entidad. Todo era allíparsimonia y espera. Sus escasos ydispersos habitantes sobrevivían en

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estado natural y tan apartados unos deotros que apenas se conocían entre sí. Elterritorio carecía de ferrocarriles,telégrafo, industrias y agua entubada.Las noticias se difundían con palomas ycaballos. El correo del exterior llegabauna vez al mes. Y las diligencias semovían por imposibles caminos a razónde diez kilómetros por hora. La libertadera nula. El orden, precario. La justicia,parva y pobre. Y los jueces tan escasosque las personas no temían a las leyes,sino al castigo corporal de los caciquesy a las truculentas admoniciones de losclérigos. De ahí que las agresiones yafrentas se resolvieran a menudo en

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duelos ilegales o tomándose cada uno lajusticia por su mano.

En el corazón de aquel territorio seasentaba un valle, llamado de la Ermita,y en un extremo del mismo, una pequeñaciudad. Monástica y provinciana, vivíacasi exclusivamente del comercio, lacochinilla y unas pocas actividadesartesanales. Quienes la visitaban decíande ella que era triste, desaseada y hostil.Muy pocos hablaban idiomas, a losextranjeros se les tenía por herejes y lasposadas carecían de confort. Sus casas,sobrias y sin estatura, se alzaban por locomún en torno a un patio al cual dabasombra un sauce, un encino o un frutal.

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En algunas calles crecían naranjos cuyasfragancias ahogaban los hedores máshirientes. Otras no tenían más adornoque la alfombra de lechuguilla queemergía de los desagües a ras de tierra.

Mas con todo y sus áreasdespobladas, sus semovientes sincustodia, sus charcas, sus inmundicias ysus tapias encaladas que le daban enalgunas partes un aire de cementerio, laciudad tenía veinticinco fuentespúblicas, una plaza de toros, veintidósiglesias, monasterios y conventos cuyasdimensiones abrumaban la modestia delas casas, un teatro que evocaba elPartenón (según la minoría irreverente)

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o el templo de la Madeleine (según lamayoría devota), y una gaceta semanalque difundía noticias tales como elanuncio de algún jubileo, el extravío deun reloj de bolsillo o el númeropremiado de la lotería de La Habana.

En su Plaza de Armas, cuadradoperfecto, espejo del orden y la nocontradicción, cuatro grandes edificiosencarnaban los cuatro poderes queregían la pequeña ciudad-estado: elComercio, el Cabildo, el palacio deGobierno y la Catedral, el más ostentosoe imponente de los cuatro.

Los tres primeros eran de una solaplanta, de fachadas casi iguales, con

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blancos y monótonos arcos que le dabanal recinto la apariencia de un claustrodescomunal. Y en el centro geométricode la plaza se alzaba una fuente depiedra dedicada en su día al rey deEspaña y usada ahora como elementodecorativo o acaso como memoria de untiempo que los cuatro poderes seresistían a borrar.

En su frialdad y su simpleza, elconjunto era el vivo reflejo de unasociedad cerrada y obtusa y de unasélites inspiradas en un mercantilismotemeroso y mezquino, un despotismotrasnochado y una tradición religiosaque rondaba el fanatismo.

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Su reclusión, así y todo, no sedebían al acaso. La ciudad se hallaba ala defensiva desde los días deldesmembramiento de la AméricaCentral, unos treinta años antes, cuandolos enconos entre las provinciasderivaron en la prolongada guerra quebalcanizó la región. Ceñida por uncinturón de espeluznantes barrancos quehacían las veces de foso, su únicoacceso franco estaba situado al sur. Uncampamento militar y un baluarteartillado, construido sobre una colina,montaban guardia permanente allí.Prisión de muchos y desasosiego detodos, la fortaleza protegía la ciudad,

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además de un fuerte, llamado deMatamoros, cinco guardas periféricasque, a modo de atalayas, vigilaban losprecipicios y cerraban el ingreso o lasalida a la hora del ocaso. De esasguardas, a su vez, partían sendas trochasque, luego de serpear hasta la sima delos abismos, volvían a ascender del otrolado para enlazar allí con los caminosque conducían al Atlántico, lasVerapaces, El Salvador, México o elLlano de la Virgen, la planicie que amodo de vestíbulo arbolado se tendíamás al sur.

Por su condición levítica y supersonalidad mojigata, la ciudad apenas

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permitía fiestas que no fuesen religiosas,pero, algunos días del año, el Cabildosoltaba, con la debida licenciaeclesiástica, un becerrillo con pañuelosatados al cuello para que la gente jovense divirtiera, quitándoselos uno a uno.El torito era inofensivo y sóloocasionaba uno que otro revolcón a losaudaces. Pero el animal que escapóaquel día de marzo de 1869 de loscorrales de la plaza no era ni de lejos«el toro de los muchachos», como ledecían a la res, sino un bicho aterradorde cinco años y unas mil libras de peso.

Quién sabe qué cóleras íntimasguardaba o qué mosca le picó ese día,

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pero lo cierto fue que, pese a haberlotraído de la Costa Sur mancornado en unjaulón, con uno de los pitones sujeto auna pata delantera, el toro se zafó de laatadura, atropelló a uno de los caporalesque cuidaba la descarga y corrió comoperro sin dueño hacia la confiada einadvertida ciudad.

«—Le conocí en los oscuros días dela teocracia conservadora, cuando lavida no le había aún endurecido, si biendecir que le conocí a fondo tal vez seauna exageración. Nunca llegas a conocerdel todo a nadie. Mi tía Emilia solía

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decir que si quieres entender a unapersona debes antes descubrir cuál es suanimal interior: una perica, un alacrán,un cordero o un toro bravo. Yo nuncasupe cuál era el de Néstor. Siempre fuemuy reservado y celoso de su intimidad.

»—¿Se llama así?»—Ese es su nombre, Néstor

Espinosa. Su carácter cambió con eltiempo, pero, por aquellas fechas, era deese tipo de hombres que, sólo verlos, tealegran la vida. Tenía un aire dedesamparo que me parecía conmovedory, a diferencia de otros jóvenes de buenapresencia, no iba tras las niñas defamilias bien con el propósito de

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medrar. El estaba hecho de otro barro.No respiraba a gusto en la puritanaatmósfera de aquellos días, muy a pesarde su madre, una señora de expresiónavinagrada y más beata que una monjade clausura. La buena señora habíaprometido a la Virgen del Rosario que,si tenía dos hijos varones, uno seríafranciscano y el otro, jesuíta. A Néstorle tocó ser el franciscano y quisoponerle Buenaventura. El padre, que noera muy religioso, se opuso.Discutieron, se enojaron y, al cabo demucho tú por tú, acordaron ponerleNéstor de nombre. Ella, en memoria deun obispo martirizado por Nerón. El, en

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homenaje al valeroso y sabio personajede la Ilíada. Ya sabes, esas cosas de losnombres con dos significados.

»Néstor trabajaba de meritorio en elbufete de don Ernesto Solís, nuestroabogado, quien administraba las rentasde la finca y las dos casas que mispadres me habían heredado. Seesmeraba muchísimo por que nuestrasvisitas fueran agradables, pero surelación con la tía y conmigo era lejanay cortés. Buenos días, buenas tardes, quégusto verlas de nuevo, ahora mismo lasatiende el licenciado. Y desde que leconocí en el bufete, ejerció sobre mícierta atracción... No, no es verdad.

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Estaba enamorada de él, perdidamenteenamorada. Néstor seducía por loapacible de su carácter y el encanto desus maneras. Usaba los silencios conelegancia y no ofendía con ellos. Pero surasgo más acusado era una frescasensación de libertad que, sin elquererlo, reñía a menudo con su estiradacompostura de abogado.

»Cuando la intimidad me permitióconocerle mejor, comprendí que eracomo el pájaro que quiere abandonar elnido y prueba una y otra vez la fuerza desus alas. Le gustaba experimentar,elegir: esa fruta, aquel camino. No leencontraba sentido a la repetición. Se

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había dejado de confesar por eso,porque decía siempre los mismospecados y le asignaban siempre lamisma penitencia. Otro tanto le ocurriócon la misa y el rosario. No podíasoportar el rito ni la monótonarepetición de lo inmutable. Fiel a sulibertad interior, era incapaz de respirarsin ella. La necesitaba para ser quienquería ser y no para lo que los demásquerían que fuese. No podía sufrir que ledijeran cómo debía ordenar su vida ytodo hombre con un genio así suele serimprevisible. Recién venido de Londres,se hizo miembro de un furtivo club dedebates, sólo porque estaba prohibido.

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Y le fascinaba montar a caballo yperderse en los barrancos sin otropropósito que explorar espacios nuncahollados y senderos que sólo conocíanunos pocos.

»La vaguedad de sus respuestas, aveces, y la opacidad de su carácter,otras, me hizo creer por un tiempo queera una persona distraída. Estabaequivocada. Néstor era un hombre quedesconocía aún su propio misterio. Deahí su prudencia en todo lo que decía yhacía.

»Nunca osaba pasarse de la raya. Noen el mundo real. Por eso le gustaba elteatro, un arte tras el cual podía

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esconder sus escrúpulos y sus dudas. Eljustificaba esa afición diciendo que unbuen abogado necesitaba ser un buenactor y que el teatro es el lugar idóneopara aprender a utilizar la voz, ya fuerapara irritar, conmover o persuadir.Ahora pienso que también lo hacía paraliberar sus emociones. A Néstor no lehacía falta impostar una voz tan hermosacomo la suya, de timbre robusto yentonación reposada: actuaba en elteatro para huir de su encierro interior.Y todo era salir a escena para que sesintiera totalmente libre, por más queesa libertad la viviese en el ficticiomundo de un escenario.

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»Eso era Néstor en aquellos días.Me llevaba cinco años y era espontáneoy natural, no obstante el aire demayordomo de cámara que adoptaba enel bufete. Tenía la nariz pequeña y unoslabios gruesos y encendidos que, cuandolos tenía cerca, ejercían sobre mí unaatracción perturbadora. Yo hacía cuantoestaba a mi alcance por que entrara enconfianza conmigo, pero él no lopermitía ni mostraba mayores deseos deestrechar nuestra relación, si es que sepodía llamar así aquella cosa. Selimitaba a mirarme a hurtadillasmientras yo esperaba a que la tíadespachara con don Ernesto y, si en

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algún caso, nuestras miradas llegaban acruzarse, todo cuanto se le ocurría hacerera animar brevemente la expresión desu rostro».

Cuatro caporales se fueron tras eltoro bravo, tratando de llamar suatención con silbidos y gritos. Pero elcornúpeta, Langosto de nombre, testuzrizada, cuerpo lustroso y pitones comodagas, uno de ellos astillado a causa delas embestidas al jaulón, desoyó laalharaca de los mozos y emprendió unadesenfrenada carrera hacia la iglesia delCalvario. Allí intentó cornear a uno de

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los bueyes que rumiaba tendido en elpasto, cerca del medio centenar decarretas toldadas venidas dos días antesdel Puerto de San José. El buey selevantó de un salto y esquivó laembestir-a con inusitada destreza, altiempo que sus compañeros mostrabancon mugidos su repulsa hacia aquelcongénere incivilizado y cimarrón quecorreteaba entre la recua de rastradoscon una soga colgando de un cuerno ydos hilos de saliva fluyéndole de lasbruces.

Cerca de la iglesia que se erguía enlo alto de una colina. a la cual debía eltemplo su nombre, Langosto divisó la

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pileta de la que partía la Calle Real. Yatraído por el plácido rumor de suscuatro chorros de agua, se detuvo arefrescarse.

Los vaqueros le dieron alcance allíy, a prudente distancia, intentaronrazonar con él a voces. Pero,seguramente intuyendo que aquellasreflexiones no eran para nada bueno,Langosto hizo caso omiso de lainvitación y enfiló a todo trapo la callemás importante de la ciudad.

«Con los días rompimos a hablar, sibien poco y sin sustancia. Pero me hacía

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reír. De la manera más discreta, claro.El protocolo en los bufetes suele sermás tieso que un candelabro, perosiempre que se presentaba la ocasión,Néstor se lo saltaba. Un rápido alzadode cejas a espaldas de don Ernesto, unguiño en medio de un párrafo solemne,una palabra chocante y sin venir acuento, como proficuo o tentón, hacíanañicos la gravedad y el recato.

»Creo que ese afán de transgredirera también el motivo de que, en el patiode su casa, tuviese un loro al que habíaenseñado a cantar la donna é mobile.

»—¿Nunca trató de seducirte? ¿Niuna invitación, ni una palabra bonita?

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»—No al principio. Era agradable yservicial, pero hermético. Tenía unasonrisa cautivadora que te hacía sentircomo una princesa, pero jamás iba másallá de lo que le permitía la etiqueta delcuello duro, el terno inglés, el lazonegro y la reverencia.

»—Pero era divertido.»—Soy fácil para la risa, tú sabes...

o me consuela creer que una vez lo fui.El tedio engendra tristeza y, en un paíscomo el nuestro, el humor esimprescindible para sobrevivir. Era unaexpresión de él.

»—Algo cursi, ¿no? Como de viejo.»—¿No te digo que era un gran

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comediante y que siembre adoptaba enel bufete una pose de cartón?

»Pero aquel trato tan almidonadohabría de cambiar por completo unamañana de marzo de 1869. El veranovenía raro. Las Jacarandas derramabanya su llanto color violeta, pero los díasamanecían tapados por una densaneblina que descendía cada mañana alvalle desde Puerta Parada y San Lucas.Algunos días chispeaba incluso y, alllegar la noche, la humedad de losbarrancos te enfriaba la nariz.

»El invierno parecía adelantarse sinquerer dar al verano la oportunidad demostrar sus calores, pero no fue ese el

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,único motivo por el que muchosrecuerdan tan bien aquella fecha. Huboincidentes más graves que el azardispuso reunir a lo largo de la jornada,como si se hubiera propuesto darnos undoloroso anticipo del tiempo que se nosvenía encima. Tal fue el caso de la fugade uno de los toros que iban a serlidiados esa tarde en la plaza.

»Escapó de los corrales poco antesde las nueve, cuando la gente salía demisa y los atrios de los templos seempezaban a animar con los mercadillosque se organizan allí cada mañana.Aunque, si guardo un vivido recuerdo deaquel día, no se debe tanto a éste y otros

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sucesos anómalos que se dieron cita enfecha tan aciaga, sino a que aquélla fuela primera vez en que, sin habérmelopropuesto (lo juro), caí en brazos deNéstor, y perdona, Elena, por usar unaexpresión tan cursi».

Poseído tal vez por la certeza dehaber escapado a una muerte segura ymovido por la intuición de que, si seguíacorriendo, podría volver a encontrar losverdes y jugosos pastos de los que habíasido apartado por los mayorales,Langosto continuó trotando, Calle Realadelante, al encuentro de su fatal

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destino.Flanqueada por casas encaladas,

todas de la misma altura, la Calle Realera un desfiladero empedrado de unasmil varas de largo, partido en dos por eldesagüe que corría en su mitad. Ningunaotra construcción alteraba la monotoníade la calle, salvo las dos torres delconvento de San Francisco y la cúpulade su gran templo.

Cerca de la Plaza de la Victoria,Langosto vio salir de una esquina a untipo descalzo y de andar inseguro quellevaba la camisa fuera y el pantalónamarrado con una pita. Y hacia él se fueel cornúpeta, con los pitones en ristre.

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El hombre no se inmutó cuando viovenir a Langosto. Por el contrario, sequitó con torpes movimientos la camisay, haciendo gala de un raro conocimientodel oficio, extendió los brazos cuanlargos eran con el fin de dar al toro loque parecía querer ser una verónica. Elcapotazo iba bien dirigido. Incluso conalgún arte. Pero Langosto era un tororesabiado que conocía la suerte de lacapa, así que, cuando salía del pase,lanzó un mortífero derrote alimprovisado torero. Para fortuna delincauto, el cuerno le pasó justo pordebajo del cordel que le sujetaba lospantalones y, colgado de un pitón, se lo

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llevó Langosto en vilo como mediacuadra.

Unos pasos adelante, el cordel seaflojó y el borracho cayó de golpe alsuelo mientras Langosto, perdido elinterés en la carga que le impedía correra la velocidad que probablementedeseaba, resolvió meterse en elfrondoso Parque de la Victoria hacia elcual miraba el convento de losfranciscanos.

«—El bufete de don Ernesto estabasituado sobre la Calle Real, en la aceraopuesta a la iglesia-convento de San

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Francisco, un lugar perfecto para laconversa y ver pasar a la gente. Laconstrucción había costado, segúnlenguas, un millón de duros a los frailes,pero tenerlo enfrente de una era todo unespectáculo. Así que, mientras ellicenciado Solís despachaba con la tía,yo me quedaba en la antesala mirando ala calle o platicando con Néstor nuestrashabituales sinsustancias.

»Recuerdo aquellos días como untiempo de vagas ansiedades. Yo erapoco más que una adolescente sin muchavida interior. Te lo dije alguna vez enmis cartas: sólo deseaba casarme y tenermi vida propia, lejos de la tutela de mi

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tía. Pero como en este país, para casarte,hace falta que estén de acuerdo más dedos, ella evadía el asunto diciendo queesas cosas había que hacerlas coninteligencia. Ni uncida a un jovencito deesos que te llenan de hijos y luego seacuestan con otras, decía, ni con unviejo de los que sólo te tienen parasobarte en la cama y exhibirse contigoen la calle y en las fiestas.

»No digo que no tuviese razón.Siempre sentí por mi tía una devociónfilial. Pero yo ya tenía diecinueve años ypensaba que me estaba haciendo vieja.No podía ir sola a ningún lado y, cuandosalía a la calle, era para ir de visitas.

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Era terca y caprichosa y deseaba miautonomía al precio que fuese. Pero latía no me la daba. Según ella, yo carecíaaún de la madurez imprescindible paramanejar situaciones como las que, pordesgracia, habría de enfrentar muypronto.

»El despacho del licenciado Solíshabía sido hasta entonces parte delpequeño mundo en el que yo vivía:ambientes amistosos, buenos modales,vida serena y alejada de un mundo tanprimitivo y brutal como lo es el nuestro.Mi tía me había encerrado de buena feen aquella burbuja, luego de que mispadres fueron asesinados en las

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inmediaciones de Bárcenas, cuando sedirigían a La Antigua.

»En cuanto a Néstor, llevaba pocotiempo en Guatemala. Acababa devolver de Londres donde su padre lehabía tenido esos años que te digo conel fin de impedir que la madre se lodiera a los franciscanos. Su hermanomayor había profesado los votosperpetuos en la Compañía de Jesús y alpadre le parecía que un cura en lafamilia era más que suficiente. Y pararematar la faena, casó precipitadamentea su hija para evitar que ingresara en lasBeatas de Belén.

»Don Valdemar, que así se llamaba

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el señor, era todo lo laico y mundanoque se podía ser entonces. Yo no leconocí, pero era dueño, al parecer, de ungran atractivo personal. Le gustaba elbuen comer, el buen puro y el buen ron.Y una alcahueta de confianza le teníasiempre a punto alguna muchachita deesas que despiertan precozmente a loscalores.

»El señor negociaba en algodón eimportaba de Inglaterra arados, rastras yesas cosas. No tenía suficientes haberescomo para educar a su hijo comodeseaba, es decir, lejos de un ambienteasfixiante como el nuestro, pero sucorresponsal en Londres aceptó tenerlo

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de pupilo. Don Valdemar quería que suhijo aprendiera inglés y los fundamentosdel comercio internacional. Habiendoaquí tantos abogados, y tan pocospleitos, razonaba, la carrera de Derechono le parecía muy prometedora. Y a esaotra carta apostó el futuro de su hijo.

»Pero a Néstor no le iban losnegocios, sino el derecho y las artes.Londres le había refinado y sus gustos ysu modo de pensar chocaban con nuestramentalidad aldeana. Había además unambiente desdeñoso y hostil hacia lainteligencia. Todo lo que venía delexterior, o era malo o se prohibía sinmás trámite. En el mundo se libraba una

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batalla por la libertad, la razón y latolerancia, pero aquí no nos habíamosenterado. O no nos queríamos enterar.Los vientos de cambio que soplaban enEuropa, se decía, había que desviarlospor ser infectos. Y aunque nadienombraba abiertamente la benditainfección, los conservadores se referíana ella con el nombre de la conspiraciónliberal-masónica.

«Néstor regresó de Inglaterra el añoen que su padre entregó el alma, deimproviso, mientras se ventilaba a unajovencita un día de mucho calor. El

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suceso dio mucho que hablar y lasdamas conservadoras, que atribuyeron elhecho a un castigo divino, lo utilizaronpara subrayar la imagen de esposopervertido que se habían hecho de ionValdemar y la de esposa sin tacha quetenían de doña Genoveva.

»A Néstor le costó readaptarse. Casidos años inmerso en una sociedad comola británica, habían alterado su visióndel mundo. Tal vez las personas que,como tú, han permanecido más tiempofuera, puedan encontrar a su regresoalgunos cambios. Néstor no encontróninguno. Todo seguía igual que antes: lamisma pobreza, la misma intolerancia,

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el mismo quietismo. Creía tener unaresponsabilidad con su país, pero nosabía cómo asumirla ni encauzarla. Elmundo, solía decir, marchaba al compásde dos relojes. Uno era el Big Ben; elotro, el de la catedral de Guatemala. Yya iba siendo hora de que el nuestrofuera reemplazado por otro másdiligente.

»Al nomás llegar, dejó el negociodel algodón y las máquinas en manos delmarido de su hermana, buscó empleo enel bufete de don Ernesto y se unió alclub clandestino que te he mencionado.Necesitaba recobrar el sentido depertenencia, erosionado durante su larga

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estancia en Europa, pero extrañabamuchas cosas del mundo que habíadejado atrás, como la música, los librosy, sobre todo, el teatro.

»En Londres lo había frecuentadocon el corresponsal de su padre, uninglés sin hijos, masón y con muchodinero a quien Néstor llamó siempremister Ross. Allí tomó clases de artedramático de las cuales le quedó elgusto por actuar, disfrazarse, hacermuecas e imitar voces. Tenía facilidadpara eso. De manera que, a poco dellegar, se inscribió en la SociedadDramática de Aficionados y empezó aactuar en un teatrillo situado en la calle

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del Cuño, arriba de la Plaza de Armas,al cual había que ir con silla porque nohabía donde sentarse.

»Una tarde acudí a verlo. Fue unarevelación. No podía creer que aquelhombre fuese el mismo que nos atendíaen el bufete. Qué magia o qué misterioesconde una persona para que, al salir aun escenario, te haga sentir piedad, rabiao dolor es algo que nunca me he sabidoexplicar. Pero Néstor tenía ese don:sabía hacer del disimulo un arte y pasardel mundo real al inventado, yviceversa, sin que una lo notara. Leencantaba fingir allá arriba, a sabiendasde que el público quiere creer que lo

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que ve no es ficción sino realidad.»Empecé a percatarme de ello la

tarde que fui a verle. Interpretaba elSegismundo de La vida es sueño, una delas pocas obras que los jesuítaspermitían representar por aquellasfechas. Un drama cruel donde los haya,te cuento. Imagina a un recién nacidocuyo padre, el rey de Polonia, lecondena a cadena perpetua en unaprisión, incomunicado y lejos de todarelación con el mundo. El Zodíaco habíaanticipado al monarca que su hijo seríaun mal hombre y un mal gobernante. Yencerrado en la soledad de la prisión, elniño se hizo adulto.

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»Creo que Néstor se sentía en susalsa interpretando aquel papel. Habíavivido más de veinte años en esteáspero, primitivo y remoto paraje delmundo, en esta apartada prisión que ladictadura de Cerna regía. Al igual queSegismundo, Néstor sale un día de ella,conoce la libertad y la civilización, ycuando regresa, viéndose de nuevo enprisión, cree que lo que ha vivido es unsueño.

»Ese al menos creía yo era el motivode que Néstor hubiese querido encarnaren las tablas al príncipe de Polonia.Sólo semanas más tarde, cuando lapolicía le buscaba por toda la ciudad,

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comprendí la verdadera causa de quehubiese elegido ese papel y de que lointerpretara con tanta vehemencia».

Al ver los árboles de la Plaza de laVictoria, el verdor de las cañas, losarbustos y, más que ninguna otra cosa, eltupido zacate que crecía profusamenteen su entorno, Langosto debió de sentiruna punzada de nostalgia y se adentró enaquel espacio que llamaban plaza, peroque no era sino un lugar abandonado acausa de la desidia del alcalde.

Los vaqueros que le seguían sedetuvieron. Ninguno se atrevía a meterse

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en el herbazal y resolvieron esperaracuclillados fuera de la plaza a que elanimal diera señales de vida. Pero notuvieron que hacer antesala muchotiempo. Minutos más tarde, la rizadatestuz de Langosto asomaba de nuevopor entre la cortina de cañas. Debió dedisgustarle el olor de las aguas fecalesque la gente arrojaba en el basurero,oculto tras la vegetación. Y al descubrirotra vez la calle por la que habíallegado hasta allí, saltó al empedrado ycorrió hacia los mozos, los cualesempezaron a gritarle y a atraerle endirección al Calvario. Pero,seguramente recordando que aquel juego

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con los caporales no le llevaría a buenpuerto, Langosto interrumpió la carrera,

dio la espalda a los vaqueros yenderezó su trote hacia el convento deSan Francisco.

El muro del blanquísimo edificio,ornado con un elegante ventanajepintado de negro, corría a lo largo de laCalle Real y concluía en una esquinaremetida donde se unía a la fachada deltemplo para conformar con éste unpequeño atrio. Y fue precisamente enese espacio donde la errabunda miradade Langosto vio algo que llamó suatención.

Nada de particular. Sólo el animado

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mercadillo que a esa hora del día seempezaba a animar allí con gentes detoda laya.

«La vida es sueño no era costosa demontar. Dos telones mal pintados, unascuantas barbas postizas, maquillaje delbarato, una docena de caites, unosgorros de cartón y unas pocas túnicasbastaban. Pero la verdadero razón deque Néstor hubiese elegido esa obra erael monólogo de Segismundo, el cualdeclamaba con una emoción imponente.Tú sabes, esos versos en los que elpríncipe de Polonia se queja de tener

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menos libertad que un arroyo, un bruto,un pez y un ave.

»Los jesuítas no se habían percatadode cuán subversivos podían ser losversos de Calderón de la Barca. Estabandemasiado ocupados en los asuntos deGobierno, imagino. Sólo se habíanfijado en el fondo teológico de la obra,como el desprecio de este mundo o elinquietante mensaje del más allá, y no sehabían detenido a meditar en el profundomensaje que impartía sobre el librealbedrío de las personas.

»Néstor se sentía, como te digo, muyidentificado con aquel príncipeencerrado en una torre por su cruel

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padre, el rey Basilio. Y la noche que lefui a ver, recitó su papel sin dejar demirarme y sabedor, estoy convencida, dela seducción que sus palabras y su vozejercían en mi persona. Para mí fue ellastimero ‘¡ay mísero de mí, ayinfelice!’ con el que Segismundoexpresaba el dolor que le causaba suencierro. Ante mí se arrodilló en sustrances más emotivos, como cuandoexclamaba ‘pues que la vida es tancorta/ soñemos alma, soñemos’. Y a mí,en fin, se dirigió toda la noche, alextremo de hacerme sentir que yo era laúnica espectadora.

»Las palabras, las benditas palabras.

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Son encubridoras y engañosas, esverdad, pero ¿quién no se deja seducirpor ellas? Néstor tenía la virtud,además, de hacerlas repicar comocampanas. Estremecía verlo cargado decadenas y grilletes y vestido con pielesde chivo frente a un público tanelemental como el nuestro, que se burlade cualquier cosa y que, no obstante, leescuchaba absorto. Era ciertamente unhombre transformado. Ni su timbre devoz ni su dicción eran los que yoconocía, y su rostro estaba tan bienmaquillado que parecía el de un cadávery no el suyo.

»Ese día no me cupo ya ninguna

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duda de que, tras la personalidad deljoven abogado, se escondía otra distintaque yo no acertaba a descifrar. Haypersonas que no cambian y con lascuales te sientes muy cómoda por lasencilla razón de que siempre resultanpredecibles. Con Néstor, en cambio,sucedía justamente lo opuesto».

Langosto se detuvo y tomó aire. Conel hocico entreabierto, miraba a un ladoy a otro, como si quisiera hallar unnorte. Los jadeos estremecían sumusculatura de la cabeza a los cuartostraseros, al paso que su testuz, enhiesta y

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arrogante, y sus pitones apuntando alcielo, le daban el

aspecto de un minotauro atrapado enun laberinto donde no había sido suintención entrar.

La fachada de la iglesia franciscana,de sosegado estilo neoclásico, difería dela más austera del convento y sus dososcuras torres de traza piramidal. Elconjunto, sin embargo, era cautivador,pero siendo Langosto el ser irracionalque era, esta limitación le impedíavalorar ninguna clase de arte. De otrolado, la miopía congénita en losanimales de su estirpe no le permitíatener certeza alguna de lo que veían sus

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ojos: treinta o cuarenta personas, ajenasa la presencia del cornúpeta, quemercaban y curioseaban entre tenderetesde dulces, frutas, medallas, baratijas,santos y candelas, objetos que aLangosto le traían sin cuidado.

Ahora bien, las faldas de lasmengalas, mujeres de extracción popularnacidas a la sombra del mestizaje que,para distinguirse de las indígenas,vestían un refajo blanco hasta los pies yblusa de mangas abombadas, sí llamaronla atención de Langosto. Había un buennúmero de ellas vestidas así que iban yvenían por el atrio. Y siendo una tela enmovimiento todo lo que un toro bravo

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necesita para atraer su atención, elflamear de las faldas lo excitaron a talgrado que su irascibilidad natural sedesató, de súbito, en un espantosomugido y una arrancada devastadora.

«Aquel día de fines de marzo, últimode la temporada taurina, fuimos denuevo al bufete con la tía Emilia.Acababan de subir del Puerto San Joséel nuevo piano, un preciosoBösendorfer, encargado quince mesesantes a Alemania, y la tía queríaasegurarse de que los agentes de donErnesto Solís lo sacaran ese día de la

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aduana.»Pero las prisas, no eran por el

piano, sino por lo que venía dentro. Mitía se tenía con don Ernesto negociosque yo ignoraba. Y esa mañana, enconcreto, había ido a pedirle que,costara lo que costase, no quería quenadie abriese la caja donde venía elBösendorfer.

«El antedespacho era un horno. Elverano se había dejado venir y, con elbalcón cerrado, el bochorno erainsoportable. Néstor escribía en unlibrote, mientras yo me abanicaba, pues

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siempre he sido sensible al calor. Conun poquito que suba la temperatura, yaestoy que no me soporto.

»De improviso, bajó la pluma allibro y con aquella sonrisa afectuosa quea una le daban ganas de comérsela abesos, dijo:

»—¿Tiene calor, Clarita?»Yo le devolví la sonrisa y asentí. El

se levantó del asiento, se dirigió albalcón que daba a la Calle Real y abrióuna de sus hojas. El aire de la calleentró con ímpetu, acompañado delmurmullo de los marchantes que semovían por el atrio de San Francisco.Luego entró a un cuarto contiguo y salió

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de él con un vaso de limonada. Me lodio v se sentó junto a mí.

»Era la primera vez que lo hacía y,cuando le sentí a mi lado, reparé de queno era el calor del verano lo que metenía sofocada, sino otro más difícil deaplacar que me ascendía del pecho y sevolvía llama en las mejillas.

«Diecinueve años, qué más te puedodecir. No sabía dónde poner los ojos niqué hacer con el vaso de limonada, perote juro que si Néstor se hubiesesobrepasado, no habría hecho ningúnesfuerzo por impedírselo.

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»—¿Irá esta tarde a los toros,Clarita?

»—No —le dije—. A la tía Emiliano le gusta ese espectáculo. Y a usted,licenciado, ¿le gustan los toros?

»—Me gustan, pero no al extremo delo que dice un amigo.

»—¿Y qué es lo que dice su amigo?»—Que a quien le gustan los toros,

tiene el mismo gusto que las vacas.»Decir eso, con la hipócrita

humildad que lo dijo, y romper yo a reírfue todo uno. Tanto, que me quitó el vasode las manos, viendo que estaba a puntode derramar el líquido.

»Ahí se rompió la formalidad. Y la

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cercanía entre ambos alcanzó un puntoinefable. Reír juntos por primera vez acarcajadas fue uno de esos momentosque no he podido olvidar, quizá porqueno hay nada que acerque tanto a laspersonas como la risa compartida. Pero,de repente, dejó de reír y poniéndosemuy serio agregó:

»—Así que he decidido no ir a lostoros para que la gente no diga que tengoinclinaciones raras.

»Tuve otro ataque de risa. Nunca mehabía sentido tan feliz en su presencia.Era un momento tan... maravilloso, tanmágico, tan fuera de la realidad, quedeseaba con todas mis fuerzas se

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prolongara hasta el fin de mis días.»—Pero podríamos ir juntos a tomar

chocolate con molletes a la confitería dedoña Sara de Aguirre. ¿Cree que su tíale daría permiso?

»—No lo creo. Mi tía tiene hoyotros planes. Vamos a ir al teatro.

»—Eso me parece muy bien.Entonces nos veremos en el teatro... ydespués les invito a usted y a su tía atomar chocolate con molletes.

»Volví a reír a borbotones y, como élestaba jugando, me dio por seguirle eljuego.

»—Y dígame, licenciado, además delos toros, los molletes y el chocolate,

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¿qué otras cosas le gustan a usted?»—¿Qué me gusta? Demasiadas

cosas. Pero le diré algunas: el whiskyescocés, la ópera italiana, caminar porlos barrancos y unos ojos como lossuyos.

»Eso me mató, Elenita. Yo esperabapoder manejar el juego, pero aquellarespuesta me dejó muda. Debí deponerme roja como el achiote y, de noser por los horripilantes gritos que enese momento comenzaron a llegar de lacalle, creo que me hubiese delatadoantes de tiempo.

»Al ruido, Néstor corrió a laventana. Yo le seguí. Fue algo horrible.

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En el atrio de San Francisco, un torocorneaba a diestra y siniestra a losmarchantes y pintaba con salpicadurasde sangre la lona de los tenderetes».

Nadie pudo reaccionar a tiempo.Langosto llegó al atrio antes que losgritos de los caporales y arremetiócontra vendedores de fruta, indiasmelcocheras, chinamas, chuchos y gentedevota. Mugía enardecida la bestia,como si el celo le hubiera insuflado unaenergía diabólica y los gritos de laspersonas llenaban el aire de horrores.

A un infeliz que, esgrimiendo un

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poncho, intentó desviar las embestidasdel animal, salió volando como unpelele.

Una mujer con un niño a la espaldase salvó por milagro de un derrote queacabó parando en los glúteos de unmarchante con varios mazos de candelasal cuello. Y un indio que vendíaescapularios fue empitonado y arrojadoa la pulpa de papayas y sandías que seesparcía sobre las losas del atrio.

En uno de los cabeceos del animal,la sábana que cubría uno de los puestosse le enredó al bicho en los pitones y,perdida la orientación, Langosto dio enembestir a ciegas, irritado por los

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ladridos de dos perros callejeros.El toro cabeceaba y se revolvía,

tratando de librarse de la sábana, hastaque, al fin, logró destapar un ojo. De unenvite, destripó a uno de los chuchoscontra la puerta del convento y sedetuvo, jadeando, frente a dos beataspegadas al muro. Las fosas nasales delanimal se dilataban y encogían sin treguaa unos pasos de las dos infelices que lemiraban paralizadas de terror.

Un mozo corrió hacia el animalenarbolando una vara y la descargó en elcostillar de la bestia. Bramando derabia, Langosto se volvió al agresor ycorrió tras él. El toro ganaba terreno por

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fracciones de segundo, la tragediaparecía inminente, pero el sonido deunos cascos sobre el empedrado le hizovolver sobre sus patas traseras.

Haciendo aspavientos y recortes, unchalán galopaba hacia el cornúpetasobre un caballo de color canela y, porun instante, el toro se distrajo al ver lasevoluciones del jinete.

La gente respiró aliviada. Langostohabía dejado de prestar atención a losachimeros y a los fieles y ahora sólomiraba al caballo que corcoveaba entorno a él, y al chalán que daba gritos yle invitaba a embestir. Pero fuese que eljinete no era experto en doblar toros,

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fuese que el caballo era torpe, ningunopudo evitar la arrancada. Y Langostoarrolló al jamelgo, el cual quedó tendidoen el atrio, boqueando y con losintestinos de por fuera.

Pálido como la cal, el jinete seincorporó y buscó refugio en el templo,pero el toro se le anticipó y lo corneó ala altura del sobaco.

El puntazo debió de saciar su sed desangre. Y al reparar que el atrio se habíaquedado vacío, Langosto retomó sumarcha hacia la Plaza de Armas, a trotelento, con el lomo cubierto por la sábanadel tenderete, sudario y nuncio del pavorque provocaba a su paso.

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«La basca convulsionó mi pecho, laspiernas se me aflojaron, el vano delbalcón perdió la vertical y yo, el uso demis sentidos.

»No caí al suelo gracias a queNéstor me sostuvo y me llevó a un sofá.Allí debí de permanecer inconsciente unrato. Y cuando al fin volví en mí,recuerdo haber oído la voz lejana, muylejana, de don Ernesto, hombre acogedory versado en mil saberes, que en esemomento decía:

»A los toros bravos le sucede locontrario que a los hombres: sólo sevuelven irascibles y brutales cuando se

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les aparta de la manada.»Abrí los ojos y vi a Néstor frente a

mí. Parecía preocupado, pero su miradaseductora y el vago recuerdo delcontacto de su cuerpo con el míotuvieron en mí un efecto más vivificanteque las sales que la tía me aplicaba bajola nariz.

»Viéndome más alentada, donErnesto dijo:

»—Licenciado, hágame el favor deacompañar a doña Emilia y a Clarita asu casa.

»—No se preocupe, don Neto —seapresuró a decir mi tía, que siemprepadeció de incontinencia verbal—.

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Hemos venido en el victoria. Un paseopor la ciudad, un poquito de aire frescoy Clarita se pondrá como una rosa,verdad, nena?

»Siempre quise mucho a mi tía.Muchísimo, pobrecita. Pero cuando mellamaba nena, me ponía de mal humor.

»—Como guste, doña Emilia.»Mi tía se entendía con don Ernesto,

ya te digo, pero no vayas a pensar mal.Se tenían ciertos secretos sobre asuntosde los cuales yo estaba todavía en ellimbo. Ese día, sin embargo, al ver susrostros radiantes y su expresiónconfiada, tuve la impresión de que, paraellos al menos, la venida del Espíritu

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Santo debía de estar muy cerca. Y si noel Espíritu Santo, algo parecido, comoen verdad ocurrió. Aunque mássorprendente que eso fue descubrir,tarde, como siempre me ha ocurrido enla vida, que también Néstor se entendíacon ambos.

Y es que Néstor era masón, comonuestro abogado. Mister Ross, su mentorlondinense, le había iniciado en unalogia de rito escocés, lo que te explicapor qué había conseguido trabajo aquítan pronto y nada menos que en el bufetede don Ernesto Solís».

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Cuando Langosto alcanzó losprimeros adoquines de la Plaza deArmas y observó las tiendas o cajonesde los marchantes y la fuente de CarlosIII, con sus cuatro caballos de piedraechando agua por la boca, dio unbramido estremecedor. Al oírlo, loscajoneros echaron a correr hacia losportales del Cabildo y del Comercio conel fin de protegerse, pero al toro parecíaatraerle más el Palacio de Gobierno. Dehecho, miró al balcón presidencial unosmomentos y se expresó con otros tresmugidos que más parecían una demanda

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en toda regla. Después inició un alegretrote sin propósito aparente en torno alrecinto. Y cuando, ya más cerca delpalacio, alcanzó a detectar que laentrada estaba diáfana, emprendió unalocado galope y procedió al asalto delpoder sin percatarse de que, apostadostras las columnas de los soportales,cuatro soldados de la guardia leapuntaban con sendas carabinas demecha.

«Néstor nos acompañó hasta lapuerta del bufete donde nos esperaba elvictoria, un carruaje de cuatro plazas

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heredado de mis padres al que se lenotaban los años, pero todavía de buenver.

»En el atrio de San Francisco, lagente recogía sus tiliches. Los fraileshabían salido a la calle, atendían a losheridos y daban consuelo a los llorosos.Pero yo seguía con el estómago revuelto.Y ni el aire de la mañana ni el paseo enel victoria pudieron aliviar la insufriblerepugnancia que sentía.

»Cerca de la Plaza de Armas, vi unanube de gente. Luego oí un lejanoclamor. Mezcladas con el vocerío,llegaron cuatro disparos, luego másgritos, otra detonación y, por último, una

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calma aterradora.»El carruaje se detuvo, como si el

caballo hubiese presentido algosobrenatural. La tía me miró asustada. Yyo tuve la inexplicable sensación de quealgo importante acababa de vivir, uno deesos raros sucesos que no entiendes aprimer golpe de vista porque su alcanceva más allá de lo que los sentidos terevelan y cuyo significado no seríacomprensible para mí sino hasta tiempomás tarde, cuando mi mundo dejó de sercomo había sido hasta entonces».

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2. El hijo de la viuda

Dos horas después de que Langostose embriagara con sangre en el atriofranciscano, doña Genoveva Galindo,viuda de Espinosa, mujer enjuta y demirada exigente, cabello sujeto connumerosas horquillas y una peineta decarey, despotricaba a todo pulmón antela indiferencia de su hijo quien leía unaoctavilla mientras esperaba el almuerzo.Afuera, en el corredor, un loromurmuraba incoherencias y de vez en

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cuando soltaba una risotada estúpida.—¡Esto ha sido cosa de los rojos!

¿Quién, si no esa escoria de gente, esapenca de criminales, podrían habersoltado un toro en medio de la ciudad?

Sin alzar la mirada del papel, Néstormurmuró con acento neutro:

—No hay que echar la culpa a quienno la tiene, mama. El toro se escapó delos corrales y no hay más historia queésa.

—¡Eso es lo que tú crees! Soltaronal animal para crear el caos. Queríansangre, los canallas. ¡Y vaya si latuvieron! ¡Una persona muerta y no sécuántos heridos! La mano de Satanás

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está atrás de esos cobardes queconspiran contra la patria y contra todolo sagrado.

—Fue un accidente, mama. No lebusques cinco pies al gato, que sólotiene cuatro.

—¿Sabes lo que dice Rafa? Que fueun aviso de Dios y que, como no hay malque por bien no venga, hay que tomarnota del apercibimiento. Dios se expresaa veces en forma misteriosa.

—Y mi hermano es, por supuesto, suintérprete.

—¿Y eso te molesta?—En absoluto, mama —dijo Néstor,

muy serio.

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—Más te vale —reafirmó, en tonoautoritario, doña Genoveva—. Lo deltoro es sólo un mensaje de lo que podríasucederle al país si los liberalesllegaran al poder. Como bien dice tuhermano, esto es lo que sucede cuandose deja en libertad a las bestias: quedestruyen todo lo que tocan.

—Ah, las traducciones de Rafa. A sulado, San Jerónimo era un incultoescribano.

Doña Genoveva se puso rígida antela ironía, y un frunce de fiereza asomó asu rostro afilado y severo. La muerte deun marido a quien no amaba, y a quienhabía condenado a tener amores

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clandestinos tras el parto de Néstor, nole había concedido ninguna serenidad.Su vida se centraba ahora en salvar a suhijo del demonio y las mujeres. Y ya queno había podido hacerle franciscano,esperaba de él que, al menos, llevarauna vida devota.

—-Ten cuidado cuando hables deRafa. Tu hermano es un hombre de Dios,alguien que sabe muy bien lo que dice.

Hizo una marcada pausa y luegoagregó en tono herido:

—No como tú.—Va, pues, ya tuvo que salir

aquello.—¡Ya salió qué!

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—Nada, mama. Sólo quería expresarmi honda satisfacción por que mihermano haya sido bendecido con el donde lenguas.

—¡No te hagas el gracioso!—Trato de no serlo, mama, pero es

que Rafa ve siempre pulgas donde no lashay.

La viuda se disponía a contestarcuando una joven muy delgada, de tezpálida y cabellos lustrosos y muynegros, entró en el comedor portandouna sopera. Los descalzos pies de lamuchacha asomaban bajo unablanquísima saya de merino en cuyointerior crujía un fustán. Aquel rumor de

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entretelas almidonadas despertaba lasmariposas que dormían en el vientre deNéstor y le dejaban el resto del día amerced de una exasperante agitación.

Sin perder la severidad de su gesto,doña Genoveva se sirvió el caldo defrijol y le agregó unos pedacitos de pan.

—Trae más limonada, Catalina —ordenó a la joven.

Néstor suspiró en silencio. Leseducían aquellos ojos oscuros y aquellasonrisa cómplice con que Catalina lemiraba. No era amor, lo entendía bien,era sólo deseo, dulce deseo. Lamuchacha, además, se desvivía por él.Esperaba a que llegara a casa para

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llevarle la ropa limpia a la habitación yse quedaba ordenándola más tiempo delnecesario. O llamaba a la puerta parapreguntarle si quería rosa de Jamaicarecién hecha o decirle que iba a salir ysi deseaba que le trajera alguna cosa.

Aquella actitud solícita, y los rocesen el hombro o en los brazos cuando leservía en la mesa, le habían hechopensar que Catalina habría acudido conbeneplácito a su lecho. Pero nunca habíatenido el valor de tomar la iniciativa.Sabe Dios qué habría sido capaz dehacer doña Genoveva de haberloshallado juntos.

—-¿Qué papel es ése? —preguntó

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doña Genoveva en tono de juez.—Nada que tú quieras leer, mama.

Una hoja impresa que llegó al bufeteesta mañana.

Néstor tomó el cucharón paraservirse, y aprovechando que su hijohabía soltado el papel, doña Genovevase lo arrebató con un gesto de autoridad.

—¿Qué haces, mama? ¡Dame eso!La viuda leía con avidez al tiempo

que su rostro se enrojecía de cólera.—Geología —dijo en voz alta—,

moderna ciencia cuyos hallazgosconfirman que el Génesis es unafábula. Éstas son las porquerías que tegusta leer, ¿verdad?, estos papeles que

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se burlan de la religión. ¿Qué es unteólogo? Un señor que, cuando alguienenciende una candela en la oscuridad,viene y sopla. ¡Qué asco! ¿No te davergüenza?

—¿Por qué habría de avergonzarme?No soy yo quien escribe esas cosas.

—Pero te divierte leerlas, ¿no esasí?

Catalina volvió a entrar con unajarra de limonada. La mirada de Néstorse cruzó con la de la joven y ésta lesonrió, pero doña Genoveva no eramujer que permitiera distraccionescuando enjaretaba una filípica.

—¿Me has oído? -—le gritó a su

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hijo.Del corredor llegó hasta ellos el

destemplado falsete del lorogargareando la donna é mobile. DoñaGenoveva se abalanzó sobre un pedazode pan y se lo arrojó con furia alaprendiz de tenor.

—¡Un día le voy a cortar elpescuezo!

—Cálmate, mama. No es más que unloro.

—¡Cómo quieres que me calme si nome prestas atención!

—Lo siento, ¿me decías?—¡Estos papeles! —dijo agitando la

hoja—. Te agradan y estás de acuerdo

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con ellos, ¿no es cierto?—No necesariamente. Confieso que

algunos son buenos, pero sólo algunos—dijo Néstor con expresión decanónigo.

—¿Cómo puedes decir tal cosa?¡Los escriben gente corrompida que seha propuesto abolir la religión enGuatemala!

—Hasta donde yo sé, eso no esverdad.

—¡Claro que lo es! Quieren expulsardel país a los ministros de Dios, abolirel culto, erradicar nuestras tradiciones.¿Cómo puedes leer estas blasfemias sinsonrojarte?

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—Con los ojos, mama. Las leo conlos ojos. Quiero decir, con el cerebro,pues los ojos no leen. Sólo miran. Es elcerebro el que lee.

—¡Desventurado! ¿Pretendesburlarte de mí, decirme que soy unaestúpida? ¿Qué manera es esa decontestar a tu madre?

—No he querido decir eso, mama.—Claro que sí —dijo muy sofocada

doña Genoveva—. Eres igual que todosesos que se dicen ilustrados y modernosque se burlan de todo lo sagrado.¡Habéis leído cuatro libros y ya oscreéis Aristóteles!

—Dios me guarde, mama, de

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creerme ese señor. Hace tiempo que elmundo va por otro lado.

—¡Y tú qué sabes hacia dónde va elmundo!

—Sé que va justo en direcciónopuesta a la que señalan mi hermano ysus cuates.

—¿Cómo te atreves? ¡La Compañíade Jesús sabe más que tú y que nadie deestas cosas! Se instituyó para orientar,educar y hacer el bien a la humanidad.Pero eso es algo que nunca podrásentender.

—Yo sólo entiendo que el paísestaría mucho mejor si el ardor de laCompañía de Jesús por promover el

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bien fuera tan grande como suvehemencia por combatir el mal.

—¡Calla, blasfemo!Néstor hizo un gesto de resignación.—Hablemos de otra cosa, ¿sí?—¿Y de qué podemos hablar tú y

yo? ¿Qué tenernos en común, salvo elhaberte engendrado? Desde que vinistede Londres no has ido una sola vez amisa ni has visitado una iglesia.¿Cuándo fue la última vez que teconfesaste?

—No lo sé, mama. No lo recuerdo.Doña Genoveva se detuvo, tomó

aliento y bajó el tono de voz.—¿Qué te hicieron en Londres, hijo?

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¿Cómo es posible que cambiaras tantoen dos años?

Néstor enderezó la espalda y envió asu madre un gesto de cariño.

—Todos cambiamos, mama. A todosnos pasa factura lo que vemos y lo queaprendemos. El saber modifica nuestravisión del mundo y de las cosas.

—¡Un saber degenerado quepretende convertir este país en Sodomay Gomorra!

—No exageres, mama.Doña Genoveva frunció los labios

con mal contenido despecho.—¿Sabes una cosa? Hay días que me

pregunto qué es lo que haces aquí.

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Néstor dejó que entre él y su madrese interpusiera por unos momentos eltran tran del reloj de pared. Despuésdijo:

—Yo también me lo pregunto aveces, no creas.

—¡Eres igual de cínico que tu padre!—Mama...—Cínico y descreído. Ni siquiera

llevas una medalla al cuello. ¿Qué hashecho con todas las que te regalé deniño? —dijo con mirada exigente.

—Sabes que no me gusta llevarcosas colgando.

—Una medalla no es una cosa.—No lo es. Estoy de acuerdo.

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Perdón, mama, pero me tengo que ir.—¿Adonde?Néstor adoptó un gesto de fatiga

mientras sus ojos se posaban en lascaderas a medio perfilar de Catalina yen sus diminutos senos. Y cuando lamuchacha cruzó la puerta, y observó susilueta al trasluz, tuvo la impresión deque un polen luminoso envolvía sufigura.

—Al bufete, mama —respondió, sindejar de mirar a la puerta—, ¿adondequieres que vaya a estas horas?

—¡Siempre te me escurres cuando tehablo de cosas importantes! ¡O meignoras! ¡O no me escuchas! ¡Ay Señor

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misericordioso! ¿Por qué has divididomi casa así? ¿Qué he hecho yo para queme castigues con esta penitencia? —exclamó doña Genoveva, mirando altecho con expresión de Virgen Dolorosa.

«Si entendí bien La vida es sueño,lo que Segismundo quería decir es quela memoria se nutre de vivencias que,tiempo adelante, nos parecen sueños.Así al menos recuerdo yo aquellamañana de marzo, cuando abandonamosel despacho de don Ernesto y cruzamosla ciudad en el victoria. Aturdida aúnpor los efectos del desmayo, me sentía

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como recién salida de un sueñobruscamente interrumpido y con la vagasensación de no saber si me encontrabade este lado de la realidad o en mediode una alucinación.

»La gente correteaba por las callescomo si el incidente del toro no hubiesesido fortuito, sino el principio de unasecuencia de sucesos que esperaba o, encualquier caso, deseaba que ocurriesen.La sangre parecía haberles liberado deciertas ansias ocultas, lo que se traducíaen gritos atrevidos y una especie deeuforia irreverente, hecha de risasabiertas, carreras sin ton ni son, juegos ypremuras impropias de una ciudad

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dominada por la sumisión, el hastío ybeatas como la madre de Néstor.

»Porque doña Genoveva era uncilicio, te juro. Y de alambre de púas,para más dolor. Mortificaba a su hijodía y noche con asuntos que él preferíano tocar. Pero ella estaba dispuesta aimpedir como fuese que se lo arrebatarala barbarie, según sus propias palabras.Este es un país matriarcal y doñaGenoveva parecía su patrona, una mujercerrada, como la ciudad, como lasmentes de los clérigos, como losportones del poder.

»Néstor era, así y todo, irreductible.Amaba a su madre, no quería pelear con

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ella y trataba de eludir los pleitos con elhistrionismo propio de un actor.

»Un día, doña Genoveva juróretirarle la palabra para siempre si no seiba a confesar a La Merced delante deella. Y él, como era así de payaso, sepuso ante su madre de rodillas y le dijo:

»—Penitente y humillado, con lamano aquí en mi pecho, y la mirada en eltecho, te confieso mis pecados.

»Doña Genoveva le retiró la palabradurante una semana. Pasaba por su ladosin mirarle y apartaba el rostro cuandoNéstor le intentaba dar un beso. Unplato, la buena señora. Se pasaba lashoras en La Merced, rezando rosarios,

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triduos y novenas, y cuando regresaba asu casa se encerraba en un pequeñoadoratorio tapizado de estampas conveladoras encendidas, escapularioscolgados y una imagen de San José deCalasanz. Arrodillada en su reclinatorio,oraba y leía libros devotos durantehoras. Por la salvación del alma deNéstor, claro, pues la salvación de lasuya la tenía por muy cierta.

»Su marido le importó siempre muypoco. El día que el infeliz murió noderramó ni una lágrima. Sólo había sidoun instrumento para concebir hijos, unfecundador, no un compañero de vida.Pero así era doña Geno. Creía estar en

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contacto con poderes fuera de estemundo que sólo eran concedidos apersonas como ella y que justificaban eldominio que ejercía sobre sus hijos.

»Néstor hacía cuanto estaba de sumano por no herirla, pero, dueño ahorade una espiritualidad y una concienciamoral diferentes, chocaba con lasconvicciones de su madre, y siendo másinteligente que ella, escondía suinconformidad con evasivas y bromas».

Néstor se levantó de la mesa y sedirigió a su cuarto, perseguido un pasoatrás por los aspavientos y las demandas

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de su madre.—¿Qué vas a hacer los viernes a

Las Acacias? —le inquirió, de pronto,doña Genoveva.

—¿Las Acacias? ¿El establo queestá a la orilla del camino que lleva alos Baños del Administrador?

—Ése.—¿Donde alquilan toda clase de

carruajes?—Sí.-—¿Y caballos y mulas de silla?—¡Sí, ése! —bramó la viuda,

irritada—. ¿Con quién te juntas allí losviernes?

Néstor detuvo sus pasos, se volvió

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hacia su madre y se quedó unossegundos inmóvil. Su rostro habíaadquirido una repentina expresión desorpresa, como si en su mente hubieratenido lugar una revelación. Pero, con lamisma rapidez que aquélla le habíallegado, la desechó haciendo un gesto deimpotencia.

—No sé de qué me hablas, mama —dijo, reemprendiendo la marcha por elcorredor.

Doña Genoveva montó en cólera ycorrió hasta plantarse delante de Néstor.

—¿Qué madre crees que tienes?¿Qué piensas, que no sé en qué turbiosasuntos andas metido?

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Néstor se volvió a detener.—Me has estado siguiendo —le

dijo, malhumorado.—No.—Entonces has hecho que me sigan.—Tampoco.—No mientas, mama.—Está bien —concedió doña

Genoveva, en tono soberbio—. Hehecho que te sigan. ¿Y qué? ¿Por qué memiras así? ¿Tengo monos en la cara?

Néstor no respondió. Se alejó de sumadre murmurando frases ininteligibles,llegó a la puerta de su cuarto, tiró conrabia del picaporte y entró.

Un armario de madera, un gavetero,

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una pequeña cama y una estera de petateera todo el mobiliario de la estancia.

Néstor descolgó un morral de lanaque pendía de la pared y, con rápidosmovimientos, sacó de un cajón unatúnica, unas barbas postizas, unos forrosde piel de cabra, una peluca y unascadenas y lo metió todo en la bolsa, altiempo que decía:

—Los viernes no voy a ningunasacacias ni a ningún establo, mama. Voyal teatro de la calle del Cuño.

—¡Mientes! —dijo la viuda conrabia—. ¡Mientes como mentía tu padre!

Néstor se colgó el morral delhombro y, en un tono de voz con el que

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rehusaba a contagiarse de la emotividadque su madre imprimía a laconversación, dijo con una sonrisa:

—Tengo que volver al despacho,mama.

Doña Genoveva le cortó el paso.—Dame la llave —le ordenó con

fiereza.—¿Qué llave?—La de la casa.—Pero, ¿por qué?—Si hoy vuelves a ese lugar, no

quiero verte más aquí.¡Vamos, dame la llave!Néstor dudó por un momento hacer

lo que su madre le pedía, pero al fin

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sacó la gruesa llave del morral y se latendió a doña Genoveva. Ella alargó elbrazo para tomarla, pero Néstor la retiródejando a su madre con la manoextendida.

Doña Genoveva se puso histérica.—¡Dame la llave, te digo!—Mama, por favor, no seas así...—¡Júrame que no irás a Las Acacias

esta noche!—Jurar es pecado, mama, y tú lo

sabes.Néstor miró por encima del hombro

de su madre y, adoptando un gesto decontrariedad, exclamó:

—¿Y tú qué haces aquí?

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Doña Genoveva volvió el rostrohacia la puerta, pero no vio a nadie, ycuando vino a percatarse, Néstor habíaescapado del cuarto tras eludir con unquiebro a su madre y hacerle unacarantoña al paso.

—¡Néstor, vuelve acá!Pero Néstor corría ya a grandes

zancadas por el corredor en dirección ala puerta.

Cerca del zaguán, se cruzó conCatalina y, al pasar junto a ella, le envióuna sonrisa cómplice. Ella se ladevolvió sin rebozo, como sicompartiera la travesura con él.Después, sin prestar atención a los

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furiosos y desesperados gritos de doñaGenoveva, Néstor abrió el portón yabandonó la casa de su madre.

En el patio, el loro entonó la donnaé mobile y, cuando Catalina pasó por sulado, la piropeó con un silbido procaz.

«De vuelta ese día a casa, la tíaEmilia insistió en que nos detuviéramosa comprar unas partituras en la tienda dedon Carlos Heike. Yo sólo deseabarecostarme y dormir, pero estaba deDios que aquél no fuese un día apacibley que lo que quedaba de él fuera todavíamás zarandeado de lo que hasta entonces

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había sido.»Como a las cinco llegó el

Bösendorfer. Lo trajeron en una carretade bueyes, de aquellas cubiertas concuero vuelto que subían en caravanadesde el Puerto de San José. Unosindios lo metieron en la casa, lodesembalaron y lo dejaron en el salónde visitas, donde teníamos un viejoclavicordio que sonaba a maullido degato y en el que yo había aprendido atocar, lo que es mucho decir, pues nuncame gustó hacerlo. El piano era unamaravilla de color caoba, con dos patastorneadas al frente y un delicioso aromaa madera recién aserrada.

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»Cuando los cargadores semarcharon, la tía cerró por dentro elsalón y, con mucho misterio, me pidió envoz baja que la ayudara a desmontar eltablero situado sobre los tres pedalesdel piano. Lo hicimos sin dificultad yentonces, ante mis ojos, apareció larazón de haber ido ese día a pedir a donErnesto que nadie metiera la mano en elBösendorfer.

»Nunca se lo llegué a decir, peroestoy convencida de que la tía Emiliahabía comprado el piano más por lo quevenía oculto en su vientre que porreemplazar el viejo clavicordio. Sumarido había sido ministro de Mariano

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Gálvez y, como buen masón que era,tenía una biblioteca en la que atesorabala mejor colección de libros prohibidosdel país. Los había ido trayendo deMéxico, Francia, Estados Unidos, dedonde podía. Voltaire, Rousseau,Montesquieu, Weishaupt, Descartes,Diderot, Siéyes, todas las mentes<diabólicas> de este mundo, como lesdecían los jesuítas, se alineaban enaquellos anaqueles que mi tía cuidabacon esmero, no sólo porque amaba loslibros, sino porque deseaba preservar enellos la memoria de su esposo.

»Buen número de aquellas obrasevocaban las gestas y el espíritu de los

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viejos liberales, desde la forja de laindependencia de España hasta laderrota en 1838 por los conservadores,cuando la llamada República deCentroamérica dejó de existir. El padrede la tía Emilia había entrado tambiénlibros de contrabando y tenía a galacontar que había sido el primero en traeral país La declaración /le los derechosdel hombre y el ciudadano, impresa enuna docena de abanicos.

»La tía, pues, se limitaba a mantenerviva una tradición familiar que databade los días de la Revolución Francesa, yque consistía en oponerse al despotismomonárquico y a la alianza entre el trono

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y el altar. No tenía nada contra ladoctrina cristiana. Sólo decía que todolo que de bueno tenía la Iglesia loechaban a perder sus clérigos cuantío seamancebaban con el poder e interveníanen la vida pública.

»Pero no quiero seguir teniéndote enascuas. Lo que el Bösendorfer albergabaera algo que la tía esperaba conansiedad desde hacía algún tiempo.Nada menos que las obras completas dePonson du Terrail, el autor más leído enFrancia. El protagonista, un extravaganteaventurero llamado Rocambole, era untipo que se había convertido en paladínde los oprimidos y los miserables, pero

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sus aventuras estaban prohibidas enGuatemala por ser dañinas para nuestrasalud moral. De hecho, una de lasprimeras medidas de los conservadorescuando llegaron al poder fue emitir undecreto que prohibía importar toda clasede libros que hubiesen sido vetados porla autoridad eclesiástica. Y como aquísólo se imprimían catones, novenarios,almanaques y cartillas de San Juan, ya tepuedes imaginar la clase de bomba queescondía el Bösendorfer.

»La tía Emilia saltaba de gozo.Tomaba los libros en sus manos, losbesaba, los apretaba contra el pecho ylos acariciaba como gatitos. Y cuando

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por último extrajo del piano La dama delas Camelias y Madame Bovary, dosnovelas que la censura había tachado depornográficas y peligrosas, se dejó caeren el sofá muerta de risa.

»La tía era una mujer muy especial.Gozaba como una niña cada vez queburlaba la vigilancia del Gobierno.Había sobrevivido a tres décadas decensura conservadora, pero nadie habíasido capaz de amargarle la vida. Teníael talento suficiente para no dejarsederrotar por nada. Nunca permitió quelas prohibiciones la subyugaran al puntode anular su libertad y jamás laasfixiaron los reveses. Resolvía los

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problemas haciendo punto de cruz ytenía la virtud del buen humor.Comparaba la vida con un carrusel deferia. Al cabo de muchas vueltas, yasabes más o menos lo que va a venir,decía. No importa dónde te bajes delcarrusel, en qué país o en qué siglo.Siempre encontrarás las mismas cosas.La tierra seguirá temblando cuandocambie de postura, los volcanesescupirán ceniza cada vez que se sientanmal del estómago y los hombresseguirán cometiendo toda clase deinfamias. No hay experiencia másgloriosa, me decía, que un hombre tebese y te toque.

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»Y a pesar de que su esposo habíamuerto hacía más de diez años, todavíavaloraba esa vivencia como lo mejor desu vida. Tenía una gran energía vital,tanta que, una vez extraídos los librosdel piano, empezó a meterme prisa paraque me arreglara y nos fuéramos alteatro a escuchar el recital de dossopranos, venidas de Italia con lacompañía de Tomasso Passini yorganizado por la Asociación de Damasdel Buen Coraje y el Amor Hermoso, ala cual pertenecía.

»Era un recital benéfico y sinmuchas pretensiones, pero hacía mesesque no actuaba en Guatemala ningún

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cantante extranjero y la asociación dedamas había logrado vender todas lasentradas para esa noche, gracias a lacolaboración del empresario del teatro,don Manuel de Lorenzo. Y la tía Emiliano podía faltar. Necesitaba compartircon sus amigas la llegada de los libros yel éxito de la función benéfica.

»Por tu gesto, intuyo que nunca oístehablar de las Damas del Buen Coraje yel Amor Hermoso. No te culpo, siemprefueron... fuimos, muy reservadas. Pero,si te lo puedes creer, era un grupo deamigas que recaudaba fondos para lacausa liberal. Se reunían en diferentescasas para evitar suspicacias, portando

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siempre sus bolsas de costura. Sehacían, para disimular, las santurronas,yendo a triduos y novenas. Y el dineroque lograban reunir en actividades comola del recital lo invertían en auxiliar alos liberales en prisión, a financiar laedición de hojas clandestinas o asostener a las familias de loscondenados por el régimen conservador.

»Cuando mi tía me contó porprimera vez estas cosas, me vino esecosquilleo que se siente cuando entrasde golpe en la vida y en los secretos dela gente adulta. Y entre eso y quedeseaba volver a ver a Néstor, decidíacompañar a la tía Emilia a pesar de que

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me sentía como un trapo.»Y así fue que dio comienzo la

aventura de una noche que ni el genio dePonson du Terrail hubiera sido capaz deimaginar para su famoso y celebradoRocambole».

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3. Una noche en laópera

—Ave María Purísima.—Sin pecado... pero... mama, ¿qué

haces aquí?—Tenía que hablar contigo, hijo

mío.—Ahora no puedo, mama. Tengo a

varias personas en la fila. Aguarda a quelas confiese y hablamos después.

—Esto es urgente, Rafa.—Por favor, mama, en otro

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momento.—Tienes que hablar con Néstor hoy

mismo.—Siento tener que decirlo así, pero

no soy el guardián de mi hermano.Mejor dicho, estoy harto de serlo.

—Sigue yendo a Las Acacias, eseantro de impíos.

—¿Sabes qué me dijo la última vez,cuando le advertí que podía dar con sushuesos en una bartolina o un barranco, siseguía yendo a ese lugar?

—No, no lo sé.—Me llamó corifeo de Huevosanto,

mira qué forma de tratar al presidente, ysicofante de los serviles. Y cuando le

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dije que si ése era el veneno que lehabían metido en el cuerpo en Londres,me contestó que no, que ése era elantídoto.

—Se ha vuelto un cínico, es verdad,pero en el fondo no es malo.

—Le he dicho todo cuanto tenía quedecirle, mama. Le he advertido, le hesuplicado. Pero como si le hablara a lapared de enfrente. Todo le resbala: lasamenazas, los consejos, todo. ¿Qué másquieres que haga por él?

—Escucha, hoy andaba con un papelsedicioso. Lo leí.

Aparte de las burlas y las blasfemiashabituales, había una noticia que debes

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saber.—Esos papeles son pura

propaganda, mama.—No estás bien informado, hijo. La

hoja anunciaba cambios radicales y unainminente invasión al país. Estántramando algo muy grave, Rafa. Ymucho me temo que quieran hacer aquílas barrabasadas que Benito Juárez hizoen México.

—Llevan años intentándolo, pero note preocupes. No tienen la organizaciónni las armas ni la plata para derrocar adon Vicente.

—Este es un país niño, Rafa.Necesita tutela y disciplina.

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—Descuida, mama. No vamos a tirarestos años de paz a la basura, pero hayque hacerlo con inteligencia, no a lobruto.

—Parece mentira que seas tansimple. Esa gente quiere educaciónlaica, libertad de conciencia y deimprenta, matrimonio civil, divorcio,separación de Iglesia y Estado. Y contrasemejantes atrocidades lo único quevale es el palo, no la inteligencia.

—Mama, por favor, hablemos de esomás tarde. No es éste el momento ni ellugar. Hay personas esperando. Deboconfesarlas.

—Las madres tenemos un sexto

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sentido. Y el mío no suele equivocarse.Temo por la vida de tu hermano.Debemos impedir que siga asistiendo aesa sinagoga de Satán que es LasAcacias.

—No insistas, mama. No hay manerade hacerle razonar. Tiene conviccionesmuy arraigadas. Y tiene veinticuatroaños. Recuerda la que armó cuandohiciste desaparecer algunos de los librosque trajo de Londres.

—Eres su hermano mayor.—¿Acaso te escucha a ti, y eres su

madre?—No me hables en ese tono, Rafa.—Mama, he hecho por mi hermano

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todo lo que podía hacer. Punto.—Sabes que la gente con que anda

es un peligro. Que ejercen en el país unalabor disolvente. Que quieren acabarcon nosotros. Por Dios, Rafa, ¡no podéisser tan tolerantes!

—Es sólo un club, mama, unospocos liberales desfasados y uno queotro masón.

—¿Unos pocos? ¡Son la bestia delApocalipsis, Rafa, una peste deidólatras de la libertad que debe seracogotada cuanto antes!

—No es así de sencillo, mama. Hayliberales que están con la Iglesia, perono con el Gobierno. Hay conservadores

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volterianos y también hay curasmasones. Hay jóvenes liberales defamilias conservadoras. Y viceversa.Todo está mezclado, mama. No podemoscortar por lo sano sin correr el riesgo dehacer alguna barbaridad.

—Me cuesta entender vuestrapasividad con esa gente. Se dedican aromper la unidad del país y vosotros,¡tan tranquilos! Sabéis que ésta es unabatalla entre las dos únicas elites quepiensan en el país: vosotros y losmasones. Os parecéis tanto que, si ellosdijeran misa, seríais la misma cosa.

—Hay otros poderes con los que espreciso contar.

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—Los otros poderes no piensan,Rafa. Sólo vosotros lo hacéis. Lainteligencia de este país está dividida ysi vosotros no acabáis con los liberales,los liberales acabarán con vosotros. ¿Esque no lo ves?

—Sí, mama, claro que lo veo.—¿A qué esperáis entonces para

aniquilar a esa partida de rojos?—Mama, eso no se puede hacer así

nomás.—¡Pues si no tomáis medidas, un día

de éstos pondrán una guillotina en laPlaza de Armas y serán ellos quienes oscorten la cabeza a todos!

—Baja la voz, mama.

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—El año pasado, el gobernador deCuba fusiló sin juicio previo al GranMaestre de La Habana junto a unadocena de liberales y masones. ¡Eso eslo que hay que hacer aquí, acabar conesa epidemia! Pero antes, tienes quesacar a tu hermano de ese círculo deperdición.

—Sé a qué te refieres, mama, peroeso no lo voy a hacer.

—Tienes la obligación de salvarle.Pide que le detengan hoy mismo, cuandosalga del despacho. Hay que darle unsusto, encerrarlo o sacarlo del país antesde que sea demasiado tarde. No veo otraforma de apartarlo de esa canalla.

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—No insistas, mama. No denunciaréa mi hermano. Eso significaría romperpara siempre con él, si llegara aenterarse.

—No tiene por qué enterarse.—Sería un cargo de conciencia muy

pesado que no podría llevar en misespaldas. Además, no creo siquiera quesurta efecto. Míralo de esta manera,mama. Néstor está encandilado con laidea de una sociedad más justa yfraterna. Busca la armonía universal, labelleza, la sabiduría, el progreso. Es unidealista mama, no un político.

—¡Los idealistas son los máspeligrosos!

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—Si le conozco bien, Néstor no esun hombre dañino. Sólo andadesorientado.

—Su alma corre peligro, Rafa, ¡y yoprefiero que un castigo lo reforme a quese condene eternamente!

—No grites, mama. La gente nos estámirando.

—No puedo soportar esta situación,Rafa, no puedo. Si no lo haces por él,hazlo siquiera por tu madre.

—Lo voy a pensar, mama, peroahora, por favor, vete a casa. Tengo quedirigir el rosario.

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El teniente coronel Leocadio Ortiz,hombre de estatura mediana, hombrosanchos, uniforme impecable y bigoteampuloso, pertenecía a ese género depersonas que no podía leer nada ensilencio y que, cuando lo hacía,mascullaba entre dientes un runrúnininteligible. Por su condición de jefe delos servicios secretos del Gobierno,invertía en esa tarea más tiempo del quehabría sido su gusto, de ahí que leyeracasi siempre entre líneas y se saltara losformulismos.

Lo que no solía hacer tan a menudo

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era interrumpir la lectura con palabrotasy exclamaciones o que detuvieseaquélla, sorprendido, mirando al techocon la boca abierta. Pero esos eran losgestos y las poses de Leocadio Ortizaquella tarde de marzo de 1869, luegode que un ordenanza le trajera aldespacho una misiva urgente que le fueresecando el cielo del paladar a medidaque tomaba conciencia de lo que el textodecía.

—En San Marcos a tantos de tantosde mil ochocientos tantos... pin, pin,pin... Señor teniente coronel LeocadioOrtiz... pun pun pun... para informarlede que el brigadier don Serapio Cruz

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se introdujo en el territorio nacional el16 del corriente con una gabilla deveintiocho hombres a caballo i asaltólos efeztos de comercio depositados enlos almacenes de Nentón... puta... Leacompañan sus hijos, y un tal SalvadorMonzón, prófugo de la cárcel deHuehuetenango... a este cabrón loconozco... un desertor, llamado NicolásMazariegos... y a este desgraciadotambién... Evaristo Cano, otroprófugo... ah, la gran puerca... Delasalto al pueblo se podría deducir queel propósito del brigadier es el pillaje,pero las arengas de don Serapio nosazvierten de otra cosa. Su objetivo es

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derribar el Gobierno con el auxilio delos indios que pueda alzar... ¡hijo de sureverenda madre! La Taltuza estaba enlo cierto... Les ha prometido tierras ipermiso para fabricar aguardiente si leayudan a derrivar al gobiernoconservador... viejo chiflado. ..alafecha, ha logrado reunir tresientosdesharrapados i a donde llega hacellamados a las fuerzas progresistas delpaís para que se alcen i se le unan i heoído que en la capital preparan unalboroto esta noche. Dado en la villade... pin, pin, pun... Firmado: coronelAntonio Búrbano, corregidor de SanMarcos.

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Leocadio Ortiz se alzó del sillóncomo un resorte. Todo encajaba, derepente, como cuando el jugador colocala última ficha de dominó sobre la mesay cierra. Todo coincidía con el informeque le había dado esa mañana LaTaltuza, su informante más mañoso,quien, una vez más, había dado en elclavo. Algo se estaba cocinando ese díaen la capital y la confirmación estabaallí, en la carta de Búrbano.

Se dirigió a la puerta, salió alcorredor y gritó:

—¡Cáceres! ¡Mardoqueo Cáceres!Un militar bajito y de tez

aberenjenada se le acercó al trote.

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—¡A sus órdenes, mi tenientecoronel!

—¿Tiene a la gente lista?—Sí, señor. Lista y presta.—Mardoqueo —le dijo, mientras se

ajustaba el correaje y se retocaba elquepis—, el problema es más grave delo que yo había pensado. Cruz quiereorganizar una revolución como Diosmanda. Bueno, como Dios manda, no,pero que la organiza, la organiza. Si nodetenemos ahorita a la chusma liberal,volverán a envenenar el agua, a saquearlas iglesias, a violar a nuestras hijas y ainstalarse en el Gobierno. ¿Entiende?

—Sí, mi teniente coronel.

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—Los rojos están preparandomovilizaciones para esta noche con elfin de desestabilizar el Gobierno, asíque proceda con el plan de inmediato.Pero lleve el doble de gente. Entre asaco en la sede del partido liberal ydetenga a todo el que encuentren dentro.Envíe refuerzos al teatro. Y en cuanto aesos muchachitos de Las Acacias, melos trae por las orejas. A todos. Quierohablar con ellos esta misma noche.

Abrió una gaveta de su escritorio ysacó un papel.

—En esta lista están los nombres delos diez o doce más destacados. ¡Que nose le escape ni uno, Mardoqueo! ¡Ni uno

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solo!—Descuide, mi teniente coronel.

Eso se lo arreglo yo de dos pijazos.—Ahora tengo que avisar al

presidente. Estaré en el teatro paracualquier cosa.

«En los alrededores del Teatro deCarrera había esa noche más animaciónque de costumbre. Más mendigos, másmelcocheras, más vendedoras dealmendras garapiñadas, más atoleras ymás policías a pie y a caballo queimpedían la entrada a los jardines a todoel que tenía mal aspecto. Buen número

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de curiosos se aglomeraba en la entradade carruajes para presenciar la llegadade los señores de pisto y postín. Inclusola banda que en la escalinata de laentrada daba al público la bienvenida,tocaba una música menos desvaída de lohabitual.

»En el foyer, sin embargo, las caraseran menos risueñas, sobre todo las delos conservadores, lo que hizo crecermis sospechas de que algo raro sucedíao estaba a punto de suceder. Ni uno soloreía, aunque eso no tenía nada deextraño, pues si algo distingue a losconservadores es su falta de humor.Siempre lloran lo perdido en lugar de

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celebrar lo ganado. Tampoco vivían susmejores horas, ya que la cochinilla y elnopal, negocio del que muchos habíanvivido hasta entonces, se hallaba poresos años en vías de extinción.

»Así y todo, su pesar era esa nochemás patente que de costumbre. Se hacíanmuchas preguntas en voz baja y serespondían con monosílabos onegativas, como si trataran de averiguaralgo entre ellos que, por lo visto, lestenía angustiados. A la amarillenta luzde las lámparas del vestíbulo se veíanenvarados y ojerosos y, como losrecuerdo ese día, más parecíanconspiradores que aristócratas.

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»Sus señoras, en cambio, daban laimpresión de estar muy serenas quizáporque sus maridos no les hablaban denada importante. Atrapadas en susvestidos cerrados hasta el cuello, serecomponían de vez en cuando lostirabuzones y mantenían conversacionesrutinarias al aire de los abanicos denácar. En su honor debo decir que no sevestían con opulencia. Eran sobrias yfrugales. Pensaban que los placeres eranla causa de la infelicidad humana, teníanel quietismo por el más deseable de losestados y miraban al cielo por unembudo.

»Pero no eran serafines. Con sus

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lenguas destazaban a quien estuviese encontra de la Iglesia o el Gobierno. Yeran, te debo decir, muy hipócritas. Seescandalizaban en público de conductasque sus maridos o sus hijos practicabanen privado y miraban con horror a quiense quitaba los guantes o enseñaba elcuello más abajo del pasapán. Leían laImitación de Cristo, de Tomás deKempis, la Mística Ciudad de Dios, deSor María de Agreda y, sobre todo,vidas de santos, entre los que guardabanadmiración desmedida por San Agatón,papa, quien por lo visto había dicho que,para todo buen cristiano, las novedadesdebían ser rechazadas.

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»El cuño del conservador es elmiedo: a los audaces, a los rebeldes, alos inconformes. Por eso nunca pudimosvernos como semejantes. Nuestro mundoera el de los agraviados; el suyo, el delos satisfechos. Donde ellos veíanvirtud, nosotros veíamos atraso, y noacertaban a descubrir, menos aún aaceptar, su decadencia. Habían detenidola aurora, sugerida apenas en los días dela independencia de España, y a causade ellos vivíamos alejados de la luz.

»Pero también es verdad quetampoco los liberales dábamos pie altérmino medio. Nos creíamos en elderecho de expulsar a los corruptos

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como ellos en el de aplastar a losrebeldes. Lo mismo que en todas partes.Nadie puede hablar propiamente de unpaís, así, en abstracto, pues lo común esque esté dividido en dos minoríasirreconciliables. Montescos y capuletos,jacobinos y girondinos, yanquis ysureños, masones y jesuítas, cristianos ymusulmanes, güelfos y gibelinos, quémás da. Es una ley natural: la vida entreperros y gatos no es muy distinta a la delos hombres. Cambiar el modo depensar de un conservador es comoempujar una carreta de bueyes barrancoarriba. Cambiar la de un liberal, esquerer detenerla barranco abajo.

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»—Son lo que son gracias a loscuras —decía esa noche doña AnitaArce, mujer impulsiva y sin censurasque escribía hojas anónimas conseudónimos masculinos.

»—¿Y qué esperabas? Es lasimbiosis perfecta —comentaba doñaMarta Paniagua, que estaba detrás de mí—. Los cachurecos usan a la Iglesia y laIglesia les usa a ellos.

»Por entre diplomáticos ataviadoscon ropa de respeto, militares consombreros de plumas, abogados debombín, canónigos con cara de rezo yuno que otro jesuíta, vi venir hacianosotras a doña Soledad Moreno, la

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mensajera del club, una mujerextremadamente inteligente y arrecha.

»—Hay noticias —murmuró al pasarjunto a nosotras.

»—¿Buenas? —preguntó, ansiosa, latía.

»—En un ratito te digo —respondiódoña Soledad guiñando un ojo—. Ahoratengo que dar un mensaje a las divas y ala orquesta.

»El mosconeo de las conversacionesse interrumpió de pronto cuando, poruna de las puertas que daban al foyer,asomó un hombre de elevada estatura,todo vestido de blanco y adornado conunas enormes patillas en forma de hacha

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que le llegaban al mentón. Calzaba botasa la rodilla, una gran bufanda roja y, envez de chistera o bombín, se cubría lacabeza con una especie de casco decuero.

»Nada más reconocer a aquel pavosin cola, pechugón y algo patoso, lasquinceañeras que animaban el vestíbulocorrieron hacia el personaje arrastrandolas alas y exhalando suspiros. Y no esque el señor fuera lindo, pero a lasmujeres nos encandilan los hombresosados, y éste pertenecía a esa raza.

»Se apellidaba Esnaola y era pilotode globos aerostáticos. Había aterrizadoen la ciudad con el aura de los héroes,

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pero lo cierto era que se ganaba la vidacomo los acróbatas y los malabaristasdel Circo California, aquel que seinstalaba en la Plaza de Toros desdeNochebuena a Carnaval.

»—Llegó de México hace dos días—dijo doña Anita Arce— y tieneanclado en el Potrero de Jáuregui unglobo color ala de mosca, de seda china,cortada en gajos cosidos a mano. Llegas,pagas unas monedas y te subes. Pero elseñor no suelta las amarras. El globosólo se eleva un poquito y pasas un buenrato allá arriba, viendo los tejados de laciudad.

»—Te subiste en él, de plano —

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aventuró la tía con sorna.»—Pues sí.»—¿Y cómo te fue en la excursión?»—Me dio un poco de vértigo.

Quiero decir, más que vértigo, sentí unascosquillas muy ricas.

»La tía se echó a reír.»—¿Y no se ha estrellado nunca?»—Parece que sí, una vez. Cerca de

San Juan Chamula, una aldea de indiostzotziles, en Chiapas. Pero ahí lo tienes,como si tal cosa. Ha de tener sietevidas.

»Esnaola se acercó sonriendo algrupo. En la penumbra del foyer, todovestido de blanco, parecía un ángel de la

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milicia celestial. Me tomó de la mano,la besó y dijo una galantería a la tíaEmilia. Pero a la tía no le gustaban losaeronautas. Ni los toreros. Ni losdomadores de fieras. Ni siquiera lassopranos. En eso era más conservadoraque un pontífice. Y si no rechazaba aNéstor era porque, antes que actor, eraabogado y masón.

»Esnaola amenazaba con quedarsecon nosotras toda la noche cuando labanda que amenizaba la entrada al teatroentonó La Granadera. Fue como si sehubiese anunciado que iban a quebraruna piñata. El público se movióprecipitadamente hacia la puerta y allí

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abrieron un pasillo por el que,momentos después, desfilaba elpresidente de la República, seguido delministro del Interior, un señor de edadavanzada, de apellido Echeverría,totalmente calvo, de labios apretados ymuy finos y unas patillas tan blancas queparecían espuma. Guardando lasespaldas de uno y otro iban el MayorGeneral del Ejército y dos oficiales dealto rango.

»Doña Anita Arce se indignó.»—¿Tú invitaste a ese horror de

hombre a venir a nuestro recital? —leincrepó a la tía Emilia.

»—Por Dios, Anita, ¿cómo se te

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ocurre decir eso?»—Entonces, el muy cuerudo, se ha

invitado solo.»Los serviles aplaudían con vigor.

Aquel hombre era su esperanza. Y comohasta en el desierto de Gobi suelenbrotar los sobalevas, pronto se oyó elgrito preferido del presidente, el quepronunciaba en actos públicos y enparadas militares.

»—¡Viva nuestro absolutismo! —cantó la estremecida voz de unaristócrata.

»Los conservadores atronaron elfoyer con otro viva, al tiempo que donVicente Cerna, alias Huevosanto, por la

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rosca que se traía con los jesuítas,sonreía sumergido en la oleada de afectocon que le arropaban los serviles.

»Don Vicente tenía de suyoexpresión de Nazareno, pero esa nocheparecía feliz. Saludaba, abrazaba,sonreía. Sucesor del general Carrera,fundador de la República, y veterano dela guerra contra Walker, el filibusteroque quiso coronarse rey en Nicaragua,Cerna había sido en su juventud hermanolego de la Compañía de Jesús. Personade extrema rigidez mental, además decorporal, era más feo que pegar a unpadre, peor cuando forzaba la sonrisa,pues su rostro se transformaba en la viva

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imagen del estreñimiento. Tenía ya dospapadas, cabello repeinado y reluciente,una ceja algo caída, tendencia a mirartede lado, como si no se fiara de ti, y elpavor teológico de los inseguros. Algoencogido sobre sí mismo, como sicargara un costal encima, susmovimientos eran limitados y cortos, enespecial cuando movía el cuello. Ycomo aquí hacen chiste de todo, se decíade él que tenía tortícolis crónica de tantovolver la cabeza hacia la iglesia de LaMerced, que era donde residíanentonces los hijos de San Ignacio.

»Cerna era líder y esperanza de losultramontanos y el más fiel sirviente del

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absolutismo. Y ante la indignaciónpopular, había sido reelegido presidenteen enero de aquel año de 1869 por unaCámara de Representantes dominada porlos serviles. Sólo ellos le querían. Elresto del país lo repudiaba por déspota,por feo y por ser más tedioso que ungrillo.

«Ignoro cómo se mantenía en elpoder. Sólo dos meses antes, un expresidente colombiano, don MarianoOspina, refugiado en Guatemala pormotivos políticos, le había escrito unacarta muy atrevida y muy franca,advirtiéndole de la situación queatravesaba el país. Cuatro quintas partes

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de la población, y en algunas partes delpaís las cinco quintas, estaban en contradel sistema, y lo expresaban sin rebozoen privado y en público. La HaciendaPública era un nido de corrupción, elcontrabando se había vueltoincontrolable y el ministro Echeverría,el de las patillas, era un ancianoachacoso que debía ser jubilado por suincapacidad para sujetar la violencia. Laadministración de Justicia, seguíadiciendo la carta de Ospina, estaba en elmás deplorable abandono. No habíaEjército digno de ese nombre que dieraseguridad al Gobierno ni al país. Y lapolicía se encontraba en absoluto

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abandono. La situación del Estado, enfin, era tan alarmante y peligrosa que ose llevaban a cabo las reformasnecesarias o el país podía caer en laanarquía.

»No creo que Cerna llegara a leer lacarta, pero en su favor debo decir queera honrado y que no vestía del todomal. Esa noche en concreto llevaba unalevita con botonaduras doradas, pañuelode muselina, chaleco granate, pantalóngris perla, galoneado en rojo de lacintura a los zapatos, y botines decharol. Caminaba con ademanes dearchiduque y, cuando reconocía a unaamistad, se detenía frente a ella, le decía

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cosas que yo no podía escuchar, debidoal chunchún de la banda, pero quesobreentendía, pues, al cabo de unosmomentos de charla, el servil cambiabade expresión y adoptaba un gesto dedicha rastrera, como si sus temores sehubieran disipado de golpe y seencontrara en la antesala de la gloria.

»—El hombre no está seguro —dijodetrás de nosotras doña CristinaSaborío, esposa de don Miguel GarcíaGranados, líder de la oposición—. Yviene a que le den ánimo quienescarecen de él.

»Doña Cristina era una republicanaentusiasta que había organizado el club y

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las colectas de fondos para ayudar einfundir aliento a los liberalesdesterrados del país o encerrados en elCastillo de San José. Hombres comodon Manuel Larrave, don José MaríaSamayoa, un señor de apellidoVillalobos, las mejores cabezas delpartido liberal, en fin, y correligionariosde los Estrada, los Barrundia, los Valle,los Diéguez, los Gálvez y los Molina.

»Una campanilla avisó que el recitaliba a dar comienzo y don Vicente subióal palco presidencial, seguido por unjesuíta que iba siempre atrás de él, comoel ángel de Tobías, un hombre decabellera aventada hacia atrás y

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expresión mirífica que dejaba a su pasoun fuerte olor a rapé. El presidente seconfesaba a diario con el esejota,comulgaba de su mano y, antes dedirigirse a palacio de Gobierno, asistíaa La Merced para recibir consejo sobrequé decisiones tomar respecto a losasuntos más importantes del día.

»Las Damas del Amor Hermoso, latía y yo nos dirigimos al pasillo queconduce a los palcos de platea, dondehabía uno reservado para lasorganizadoras del recital. El teatroestaba repleto. Tras los prismáticos delas damas, se palpaba su afán porcuriosear la vestimenta y las joyas del

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prójimo, y bajo las pecheras blancas delos caballeros se podía advertir más deun secreto suspiro. El calor hacía grillarlos abanicos, la platea se habíaimpregnado con aromas de Jean MarieFariña y del foso del proscenioascendía ese coro de gatos melancólicosen que se convierten las orquestascuando afinan antes de empezar.

»Busqué a Néstor ilusionada y, al nolocalizarle en la platea ni en los palcos,supuse que estaba en el gallinero y quetal vez nos buscaría en el entreacto. Perome entristeció no verlo. El encuentro dela mañana me había hecho tan feliz que,mira tú qué tontería, sentí su ausencia

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como una infidelidad.»El telón de boca se abrió y doña

Leona Flores de Molina presentó a lasdos sopranos. Lo hizo muy seria, debodecirte. Los conservadores habíanasesinado a su papá en Quezaltenango,así que ya te puedes imaginar la caraque ponía cada vez que dirigía la miradaal palco del presidente.

»El aperitivo musical estuvo a cargode don Pedro González, profesor demúsica, quien tenía interés en mostrar alpúblico un nuevo instrumento llamadosaxofón y con el cual interpretó unfragmento de la obertura de GuillermoTell.

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»Después actuaron las divas. Sellamaban Alida y Elvira, y mi tía habíatrabajado con ellas en la preparacióndel programa.

»Alida empezó cantando dos arias,una de La Sonnambula y otra de LaCenerentola. No recuerdo los nombres.Lo que sí tengo presente es que, cuandole llegó el turno a Elvira e interpretó elCaro nome, de Rigoletto, el público seconmovió tanto que se puso en pie y letributó una ovación de escándalo. ¿Tegusta la ópera, Elena?

»—Prefiero la música sin palabras.»—A Néstor, también. Mister Ross

le aficionó a ella. Pero aquí sigue

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gustando más la ópera. Y en los añosprevios a la revolución, era de las pocascosas que permitía verse las caras aliberales y conservadores. El Teatro deCarrera era la tierra de nadie donde nonos agredíamos, un espacio para latregua, ya que no podía serlo para laconcordia.

»Entre las piezas elegidas para elrecital de aquella noche, la tía habíaincluido Di tanti palpiti, un aria deTancredi. Los italianos la llaman el ariadel arroz porque, siendo que les gustapoco hecho, se cuece en pocos minutos,el tiempo que tardó Rossini encomponer la pieza. ¿Conoces el

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argumento? ¿No? Te lo resumo.Tancredi, un caballero de Siracusainjustamente acusado de traición, esenviado al exilio. Para reivindicarse y, ala vez, rescatar a su amada Amenaide deun matrimonio de conveniencia, disponevolver a Sicilia al mando de una fuerzamilitar. Desembarca en una playa y, alcontemplar de nuevo su tierra, no puededejar de expresar la profunda emociónque le embarga. ¡Oh patria, oh dulce eingrata patria, por fin regreso a ti!,exclama Tancredi. ¡Yo te saludo, tierraquerida de mis ancestros, beso tu suelo yen este, para mí, día tan sereno, micorazón salta de gozo!

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«Siempre que toco al piano estapieza, me resulta muy difícil concluirla.Los recuerdos son a veces tan agresivos,tan sádicos... disculpa, Elena... soy delágrima floja... y me da rabia, porque mehace sentir vulnerable, pero no puedoremediarlo.

»—Deberías descansar, Clarita. Hasido para ti un día difícil.

»-—Prefiero seguir hablando, mehace bien... Verás, el libreto de Tancrediestá basado en un drama de Voltaire, loque regocijaba aún más si cabe a lasseñoras del club. Imagínate al beateríode la platea y los palcos disfrutando de

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una obra escrita por el mayor de losherejes. La tía había elegido la pieza amodo de metáfora para expresar con ellael deseo de que, al igual que el héroesiciliano, alguien invadiera el país yderribara al gobierno de Cerna.

»Pero el aria, compuesta para dosvoces femeninas y arreglada comocontradanza, nunca se llegó a interpretaresa noche. De repente, la orquestacomenzó a hacer sonar la fanfarria queprecede al Ecco le trombe, otra de lasarias favoritas del público guatemaltecoy que demandaba con mucha frecuencia.

»Alida y Elvira clamaban ¡alcampo, al campo!, a la lucha, al

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combate, con un ardor que contagiaba atodos. Nadie bostezaba, nadie tenía losojos a medio cerrar. La mayoría habíaerguido el cuerpo y escuchaba al bordede la butaca la emotiva invocaciónguerrera.

»A mí, te juro, se me puso la carnede gallina. Y entre el paparapá de lafanfarria, las voces de las divas y elritmo marcial del dueto, tuve la intuiciónde que allí estaba ocurriendo algoimportante que yo no acababa deentender.

»Miré al palco de Cerna. A laescasa luz de las candilejas, elpresidente y sus hombres parecían

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pájaros disecados. Pero entre lasarrugas de los cortinajes pude ver al jefede los servicios secretos, un militar deapellido Ortiz, quien susurraba unaspalabras al oído del Mayor General delEjército, el cual, a su vez, le pasó elmensaje al presidente, justo en elmomento en que doña Soledad Morenoentraba en nuestro palco y le decía adoña Leona algo al oído.

»Doña Leona dio un pellizco a la tíay le contó el chisme. La tía Emilia sevolvió a doña Anita Arce y le cuchicheóunas palabras. Y doña Anita, quienademás de impulsiva era también muymal hablada, se dejó decir en voz alta:

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»—Ahora sí te jodiste, Huevosanto.»Cerna se había levantado del

asiento y abandonaba precipitadamenteel teatro, seguido por el jesuita, elministro Echeverría y los escoltas.

»—Alégrate —le dijo la tía Emilia adoña Anita—. Poco tiempo le queda alinfeliz de andar por estos trigos.

»Yo seguía sin entender y no habríade hacerlo hasta más tarde cuando supeque el reemplazo de un aria por otratenía el propósito de anunciar en clavela invasión del mariscal Cruz por lafrontera de México y el primer ataquecontra el Gobierno en Nentón, una aldeade las montañas de San Marcos.

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»Una ingenuidad, si tú quieres, peroasí éramos de cándidas entonces. El ariaconfirmaba la noticia que doña SoledadMoreno se había guardado de decirnosantes de que empezara el recital, la quemi tía había cotorreado por la mañanaen secreto con el licenciado Solís, laque muchos liberales, presentes en elteatro esa noche, esperaban impacientes,y la que, en fin, los conservadorestemían mientras esperaban a Cerna en elvestíbulo.

»El suceso, excuso decirte,conmocionó al país hasta sus cimientos.Una revolución estaba en marcha. Y yome contagié de aquel espíritu con el

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fervor de una novicia».

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4. El espíritu de laacacia

Néstor Espinosa salió del bufetepoco después de que en el reloj de SanFrancisco dieran las cinco de la tarde.Caminó a grandes pasos por la CalleReal, torció en la de San Agustín, seabrió paso entre la gente que seaglomeraba ante el palenque de gallos ysiguió hasta la del Cuño.

Cerca del teatrillo de aficionadosdonde cada viernes actuaba, reparó con

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extrañeza en la falta de público a lapuerta del local. El portón estabacerrado y sólo alcanzó a distinguir lasfiguras de Joaquín Larios y ArcadioOtero.

—Te estábamos esperando —dijoArcadio, un joven de rostro afilado ymirada miope que hacía las veces dedirector de escena en La vida es sueño—. El teatro ha sido clausurado. Nohabrá función esta noche.

—Qué buena noticia. No tenía ánimohoy para salir a escena. ¿Y puedesaberse por qué lo han cerrado?

—Razones de seguridad —dijoJoaquín.

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—¿Quién dice?—Ahí lo dice —apuntó Arcadio a un

edicto fijado en el portón—. Algo graveestá sucediendo.

—Y ustedes no saben qué es.—No, querido. Todo lo que sabemos

es que debemos irnos de aquí enseguida.—A dónde.—La hermandad ha convocado una

reunión urgente en Las Acacias —dijoJoaquín.

—Denme entonces un tiempito paradejar en casa el morral con lospotingues y los trapos, y enseguida estoycon ustedes.

—No tenemos tiempo, Néstor —le

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apremió Joaquín—. Citaron a las cincoy media. La reunión debe de estar apunto de empezar.

Joaquín era amigo íntimo de Néstor.Tres años mayor que éste, buen bailarín,de voz campanuda y palabra precisa,muy católico, aunque también liberal.Tenía talante de líder y vestía como undandi, lo que le había valido en el clubel apodo de Petronio. Trabajaba con supadre, un próspero importador de vinosy licores, y era hombre retador, peromiraba de frente y tenía buenas maneras.La amistad de Néstor con él era máspersonal que comunitaria, más íntima dela que suele engendrar el compañerismo

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o la pertenencia a un grupo. No es lomismo un amigo que un correligionario,cosa que Néstor y Joaquín sabíandistinguir y priorizar.

Los tres jóvenes bajaron hasta laPontificia Universidad de San Carlos y,en la calle de la Fortuna, enderezaronsus pasos hacia el establo de LasAcacias.

—Supieron lo del toro, ¿verdad? —dijo Arcadio.

—Lo vi ante mis ojos cornear a uncaballo, dos hombres y un chucho —dijoNéstor.

—¿Y supieron que lo ejecutaron?—¿Al chucho? —preguntó Joaquín.

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—No, hombre. Al toro.Néstor se hizo el distraído. A esa

hora de la tarde aún daba vueltas en sucabeza el pleito con su madre. No habíasido capaz de desplazarlo de su mente.Sólo el recuerdo de Clara Valdés,desvaída en el sofá, el tacto de sucuerpo bajo la suavísima batista delvestido y la intensa fragancia de su piela lima y a sándalo, le había permitidoaliviar a ratos una desazón que volvíasin piedad a su memoria cuandorecordaba la crispación de doñaGenoveva.

—¿Puedes creer que cuatro soldadosle dispararon con sus mosquetes y

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ninguno le tocó un pelo? —dijoArcadio.

—A quién.—¿No te digo, pues, que al toro?—Ah, sí.—Al oír los estampidos, el animal

echó a correr hacia los puestos delmercado. Te puedes imaginar eldesmadre, si llega a meterse allí.

—Me lo imagino.—La gente huyó despavorida de los

cajones. Pero, en eso, sale del palacioun soldadito, un pijuy de este alto,espinudo y pequeño, y le da cuatrogritos al toro. El animal se vuelve haciael muchachito y ambos se quedan solos y

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quietos, frente a frente, como a veintepasos de distancia.

Arcadio saltó por encima de unperro dormido y, haciendo equilibrios yeses, continuó parloteando a la par deJoaquín y Néstor. Los arrabales de laciudad carecían de aceras y no era fácilcaminar por sus calles, desiguales y sinempedrar. Aquí y allá crecía el kikuyú y,en los hoyos y las zanjas que se abríancon las aguas del invierno, la lechuguillatupía grandes charcos de agua cenicientay apestosa que sólo era posibleatravesar caminando por tablas tendidasa modo de pontones. Los solares estabansin nivelar y en los bordes de las calles

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se alzaban casas miserables y malalineadas que se alternaban con ranchosde bajareque y techos de pajónennegrecido por el humo. Las puertaseran tan bajas que la gente debíaagacharse para entrar, y llamar ventanasa los minúsculos boquetes que daban ala calle habría sido una desmesura. Sóloalguna bacinica rota con geranios,alguna reja de madera pintada de cal,decoraban los chamizos que, al pasarcerca de ellos, exhalaban un asfixianteolor a hacinamiento y pobreza.

—El toro se puso a escarbar y amugir —siguió Arca-dio— hasta que, depronto, echó a correr hacia el soldadito.

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Lo primero que pensé fue que, si elanimal se metía en el palacio, y teníatoda la pinta de querer hacerlo, allí iba aocurrir una tragedia. Pero el muchachito,que no tendría más de dieciséis odiecisiete años, se llevó el rifle a lacara y esperó a la res. Y esperó.... yesperó... y esperó... A las regatonas lesdio por chillar. También los hombresgritaban. No podían soportar lo queestaban viendo. Le decían al muchachitoque se fuera de allí, que se refugiara enlos soportales. Para zurrarse, te digo.Pero el soldadito no se movía ni amentadas. Aquella cosita de nadaaguantaba la embestida del toro con la

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tranquilidad de quien ve acercarse a unburro. El animal estaba ya como a diezpasos. Los alaridos de la gente eranhorribles. Yo mismo me puse a gritar...

Arcadio, a quien Néstor sacaba unacabeza, se detuvo para tomar alientofrente a una tienda de la que salía unfuerte olor a leña quemada y a frutapodrida. Junto a la puerta, variosparroquianos sorbían chicha caliente y,bajo la ventana, una mujer escudriñabalos cabellos de una niña.

—... y adivinen qué pasó.—¿Cómo puedo saberlo? —dijo

Néstor.—El toro se desplomó lo mismo que

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un costal de papas y quedó inmóvil anteel soldadito, con las patas abiertas y elmorro besando las losas de la Plaza deArmas. Todavía me tiemblan las canillasal recordarlo.

—No me extraña.—¿Y a que no saben por qué el pijuy

aguantó tanto la embestida del toro?—No, Arcadio, no lo sabemos —

dijo, impaciente, Joaquín.—Las carabinas que usan sólo atinan

a dar en el blanco cuando lo tienen muycerca.

Joaquín hizo una seña a Arcadio yéste redujo paulatinamente el paso a lapar de aquél, mientras Néstor proseguía

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su marcha sin percatarse de que sus dosamigos habían quedado atrás.

—No estás escuchando —le dijoArcadio—. ¿En qué piensas?

Néstor se detuvo.—En nada importante, perdona.—Mientes —dijo muy serio Joaquín.—Pienso en mi madre —dijo

Néstor, reemprendiendo la marcha—.Me es muy difícil vivir con ella.

—No te creo.—Me quita mis libros, me vigila, me

sigue. No hay día que no discutamos.Hoy tuvimos un agarrón a la hora dealmuerzo y no sé si esta noche me toparécon las trancas de la casa puestas.

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—Te vienes a dormir a la mía.Mañana se le habrá pasado.

—Es muy terca, Joaquín. Y a mí mecuesta contenerme cuando me habla enese tono agresivo y regañón. Meempieza a subir de las entrañas unamezcla de impaciencia y de cólera queme cuesta dominar.

—Ya será menos.—De veras. Tiene la virtud de sacar

lo peor de mí. Si estallo, me siento maltodo el día. Si me lo trago, ocurre algoparecido. No sé qué hacer con esealiento de ascuas que le brota contra mí.Me cuesta mucho dominarme. Ella losabe y, sin embargo, insiste en la

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provocación. Y lo peor es que norazona. Nadie entra aquí en razones. ¿De

qué sirve saber lo que sabes, sinadie escucha?

—La gente no entiende, Néstor -—dijo Arcadio.

—Eso creía yo, pero no es así. Lagente no quiere entender.

Se acercaban a Las Acacias. En lapuerta había un hombre de aspectosiniestro que sostenía una lanza demadera con un rejón en la punta.

—Deberías llevar una como ésta —susurró Joaquín, abriendo la levita ymostrando a Néstor el Colt Dragoonque portaba en una pistolera—. Estos

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barrios son peligrosos. Cualquier día teasalta un chicharronero de éstos y tedeja como guacamol.

—Nunca me han gustado las armas.—Pues más vale que te vayan

gustando. Aquí no se puede vivir sinellas.

—No soy un buscapleitos, Joaquín.—Esa excusa no vale, hermano.

Aquí la violencia no la buscas: es ella laque te encuentra.

El guardián, cuya misión era alejardel establo perros vagabundos,vendedores ambulantes y ganado suelto,se llevó una mano al sombrero de petatey saludó a los dos jóvenes. Néstor

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devolvió el gesto, pero Arcadio miró altipo como quien mira a una res en canal.

Se adentraron en el patio delestablo, sorteando el caos de carruajes,jamelgos de orejas gachas, mulasenflaquecidas y gentes de todacondición. Los viajeros que seamontonaban en el portaequipaje de lasdiligencias hacían equilibrismos parabajar. Empleados y mozos llevaban deacá para allá animales reciéndesensillados, arneses empapados desudor animal, sacos de forraje, baúles ybolsones con encomiendas y cartas.Lloriqueaban los ejes de los vehículos,matraqueaban los resortes y las ruedas,

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crujían las carrocerías agobiadas por elpeso de valijas y baúles.

Los tintineos de los estribos seconfundían con los resoplidos de lasacémilas, y un fuerte olor a cuadra y aestiércol emanaba del corralón por elque discurrían riachuelos de orines encuyas orillas abrevaban las moscas.

«La sociedad de debates se reuníacada viernes en el establo de LasAcacias, al caer el sol, cuando lasdiligencias que volvían de La Antigua,Amatitlán y la Costa Sur se congregabanen el lugar. El establecimiento se

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encontraba a las afueras, al final de lacalle del Administrador, en el Potrerode Rubio. La ciudad se avivaba a esahora, debido a que coincidíanactividades como el rosario, el teatro olas sesiones en la Cámara deRepresentantes, y esa animaciónvespertina permitía encubrir lasactividades del club. Porque en realidadera un club, Elenita, una sociedad deideas que imitaba ciertas reglas de lamasonería, como, por ejemplo, la deponerse apodos. Se asignabansobrenombres de personajes y con ellosse reconocían, lo que daba a susmiembros esa sensación de pertenencia

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y hermetismo propios de las sociedadessecretas.

»Al principio, cuando eran sólo unospocos, se reunían en un reservado de lacervecería del señor Bertholin, perocuando el grupo creció, decidieronmoverse a Las Acacias para nodespertar sospechas. El dueño delestablo era don Jaime Segura, unmallorquín venido a Guatemala cuandocontaba doce años. Don Jaime eratambién masón y le había puesto alnegocio ese nombre cuando descubrióque, entre las cañas y matorrales delterreno donde planeaba construir elestablo, crecía un par de acacias. Y le

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pareció una señal. Entre masones, laacacia y su perenne verdor simbolizabanla vida y la libertad que no mueren ni sedejan nunca vencer por adverso que seael entorno donde

ambas se arraigan.»Don Jaime había dividido su

propiedad en dos partes. La primeraconstaba de un corralón donde serecibían los carruajes y lascabalgaduras, y una casona que hacía lasveces de comedor, caballeriza y pensiónpara viajeros.

«Separada por una tapia de adobe,

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había otra fracción del terreno con unapequeña tienda en cuya fachada se podíaleer:

El bonito sombrero coloradoSombreros de fieltro y junco, deterciopelo y de paja.

Gorras para caballeros y niños.Fuetes, botas y pañuelos.

Se reforman y limpian sombrerospasados de moda.

»A don Jaime, como buen masón, legustaban los simbolismos y lasmetáforas, y tenía el nombre de la tiendapor su creación más ingeniosa, ya que Elbonito sombrero colorado era la sutiltransposición del gorro frigio, el capuz

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rojo que los esclavos de la antiguaRoma se ponían al ser manumitidos porsus amos. Y allí estaba aquel letrero, ala vista de quien lo quisiera ver, sin queni el Gobierno ni los jesuítas ni elpartido conservador se hubiesenpercatado de que, en realidad, era lasede de un club de ideas revolu-cionarias.

»A espaldas de la tienda desombreros, había un huerto de naranjosplantados en torno a las acacias. Y en ellímite del terreno, camuflada tras losárboles, se alzaba una pequeñaconstrucción que daba al potrero deRubio por la parte de atrás.

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»Entre la vivienda y el mesón, donJaime había excavado una bodega dondealmacenaba salazones de carne, barrilesde aceitunas y pescado seco. Losmiembros del club llegaban a la hora enque más gente acudía al establo,caminaban con disimulo hasta lascaballerizas y cruzaban

al otro terreno por la galeríasubterránea.

En la pequeña construcción,embozada tras una densa buganvilla, lahermandad mantenía sus reuniones. Allídebatían la situación del país,redactaban panfletos y pasquines,organizaban auxilios para los detenidos

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y planchaban sus diferencias. Noresolvían gran cosa, pero mientras otrosjóvenes de su edad llevaban una vidasuperflua, ellos al menos pensaban ytrataban de entender. Y al término de lassesiones, regresaban al mesón ycelebraban allí un animado ágape,invitados por el dueño del establo».

Joaquín, Néstor y Arcadio cruzaronel comedor del mesón, pero no llegaronhasta donde se encontraba el mesonero.Néstor le interrogó de lejos con lamirada y don Jaime asintió en señal deque todo estaba en orden.

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—Por ahí llego en cuanto medesocupe —les dijo a los tres en vozbaja.

Se dirigieron a los establos donde unmozo les condujo hasta una cuadra vacíabajo cuya camada de heno había unatrampa de madera con una anilla. Elmozo tiró de esta última y dejó aldescubierto un boquete del que partíauna escalera por la que descendieron lostres jóvenes.

El túnel estaba alumbrado por doscandelas de sebo y apestaba a pescado ya salmuera. Al final, había una puertacon herrajes que Joaquín aporreó tresveces.

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Del otro lado se oyó un cerrojo. Lapuerta se abrió y, ante ellos, llevando enla mano una palmatoria, apareció elhermano Sarastro.

—Llegan tarde —dijo en tono dereproche.

—Nos avisaron muy tarde —protestó Arcadio, quien deseaba salircuanto antes del lugar, pues el túnel lecausaba claustrofobia.

El hermano Sarastro era clérigo,pero iba vestido de seglar y cubría latonsura con un sombrero de junco. Hacíalas veces de vigilante de la hermandad yhabía tomado el nombre del noble ysabio sacerdote de La flauta mágica.

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Panfletista rematado, Sarastro gustabaescribir octavillas y anónimossubversivos y se regocijaba de que suliberalismo provocara encendidoscomentarios entre los conservadores.También le gustaba pintar. Hacía retratosen miniatura y ayudaba a restaurar loscuadros antiguos que colgaban de lasiglesias.

Pero Arcadio no le quería bien.Sarastro era un apasionado del abateSiéyes y torturaba a todo el mundo consu monserga del Tercer Estado y lanecesidad de que las clases que el buencura denominaba subalternas asumieranel poder. En opinión de Arcadio, la

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Hermandad del Gorro Frigio no debíaadmitir miembros de una casta que,como la sacerdotal, les obligaba areunirse en las catacumbas.

Un ruido en el túnel les hizo volverla cabeza a los cuatro.

—Soy yo —dijo una voz en lassombras.

Sarastro puso otro gesto de fastidiocuando reconoció a Pedro Morales, uncosturero que presumía de poderconfeccionar una levita en menos dedoce horas y a quien todos apodabanLucio.

—¡Vamos, vamos, apúrense, que yaempezó la sesión!

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Traspasaron la puerta, subieron losescalones del túnel y salieron al terrenode los naranjos y las acacias.

Al ver la vestimenta de Pedro,Sarastro no pudo contener uncomentario chusco.

—Con esos pantalones blancos y esechaquetón de botones dorados sólo lefalta a usted el viento de popa y elvelero.

—No me dio tiempo a cambiarme.Me había vestido así para ir al teatrocuando me avisaron de la reunión, asíque no me fastidie.

Antes de entrar al salón, Arcadio seencasquetó un pa-samontañas de lana

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roja en la cabeza.—¿Qué es eso? —preguntó,

sorprendido, Sarastro.—Esta es la Hermandad del Gorro

Frigio, ¿no?—Sí, claro.—Pues alguien tiene que dar

ejemplo.

«Mientras ellos se reunían esa nocheen Las Acacias, la sorpresiva retiradade Cerna sembraba la inquietud en elpúblico que ocupaba los palcos y laplatea del teatro. Me di cuenta de ellocuando las divas terminaron el Ecco le

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trombe y el aplauso fue más débil de lohabitual. Era obvio que la mayoría delos asistentes tenían la cabeza en otraparte. Los conservadores, sobre todo.Cuchicheaban entre sí, miraban a lapuerta, abrían los brazos o alzaban lascejas en actitud de no entender.

«Todavía ignoraban lo de Cruz, perola inseguridad volvía a ellos luego detreinta años pensando que su régimen notendría fin. Creían vivir en un paraísoinmutable y estaban convencidos de queles habían puesto allí como a losquerubines apostados a la entrada del

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Edén: para evitar que los mortales seacercaran al árbol de la vida. Siempreha sido así, supongo. El paraíso es lapatria del linaje humano a la que todosqueremos volver, pero donde siemprehay guardianes que no nos dejan entrar.Sin advertir que el tiempo les habíadado alcance y que no podrían contenera la multitud que llamaba a las puertasdel Edén exigiendo libertad, nuestrosángeles custodios se resistíantenazmente a abrirlas. ¡Libertad,libertad!, decían en son de burla, ¿cómopueden exigir que lo que está prohibidoen casas y cuarteles, y es herejía enconventos, se vuelva dogma de Estado?

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Libertad, ¿para qué? ¿Para que vivamoscomo bestias en la selva? ¿Para hacer dela opinión pública la reina del mundo yque se venda por ahí como se venden lasprostitutas, y de la libertad de imprentauna deyección salida de personasindigestas a causa de filosofíasputrefactas? ¿Qué es la democracia—clamaban— sino un armario malolientedonde se amontonan zapatos sucios,viejas polainas, levitas malolientes,chalecos resobados, pantalones,calcetines y chisteras? Ustedes nosllaman serviles porque servimos a Diosy a la Fe y porque deseamos conservarla religión que recibimos de nuestros

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padres. Pues muy bien, que así sea.¡Serviles seguiremos siendo para mayorgloria de Dios y de la Patria!

»En cuanto a nosotros, éramos aúnlo bastante simples como para creer quelas puertas del Cielo se abrirían por lavía de la razón, del progreso y de laciencia. Yo, cuando menos, al igual queNéstor y tantos otros, ignoraba todavíaque lo que abunda en la vida no es laverdad y la confianza, sino la mentira yla traición. Pero no lo descubriría hastamucho más tarde.

»Los miembros de la hermandad, encambio, lo sabrían aquella noche, puesninguno de ellos alcanzó a intuir el

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peligro que les acechaba. Se habíanentregado con fervor a la causa,creyendo que sus actividades no seríandescubiertas. Nunca se les ocurriósospechar que habían sido infiltradospor el Gobierno servil y menos aúnimaginar lo que éste había tramado esedía contra ellos».

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5. La Hermandad delGorro Frigio

El hermano Sarastro abriósigilosamente la puerta del salón y entróen él de puntillas, seguido por Arcadio,Néstor, Lucio y Joaquín. Con ademanesque delataban su pesar por el retraso, sedirigieron a las sillas alineadas a lolargo de dos de las paredes de la pieza.Media docena de bujías alimentadas conaceite de higuerillo daban a las manos ya los rostros una palidez lunar.

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La única decoración del recinto erael escudo de la Federación de CentroAmérica. Aquel sello pintado en maderaera el orgullo de la hermandad. Susmiembros lo veneraban como prueba deque la verdadera independencia deEspaña había sido obra del espíritu quealentaba por igual a masones y liberales.Y el propio escudo contaba la historia.Flotando sobre un sol naciente, había ungorro frigio, emblema de la libertad. Unrefulgente triángulo equilátero,representaba la igualdad.

Y cinco volcanes unidos por su base,simbolizaban la fraternidad y la unión delas cinco provincias centroamericanas.

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Néstor se sentó junto a un joven decabello abundante y cara de picaro, fracazul oscuro y pantalones gris marengo,quien, sin mover la barbilla que apoyabaen un bastón de bambú, cuchicheó:

—Llegan como el correo del Golfo.—No nos avisaron a tiempo.—Desde que se inventaron las

excusas se acabaron los babosos —replicó impávido el otro—. Por cierto,llevas la botica abierta.

Néstor se echó una mirada rápida alas ingles con el gesto de quien ha sidosorprendido en un delito. Basilio, puestal era el apodo del granuja, el cualhabía tomado del personaje que

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interpretaba en la La vida es sueño,miró para otro lado con cara de ángel.

Néstor movió la cabeza, enojado.Basilio era un tipo sin filtros ni frenos,saboteador por vocación, extravertido ybotarate. Decía lo primero que se levenía a la cabeza, sin preocuparse siofendía a quien hablaba. No destacabapor su talento, sino por sus bromas y susganas de incordiar. Criaba gusanos deseda en una pequeña finca del Llano dela Virgen, actuaba en el teatro deaficionados como actor suplente yandaba siempre al tres menos cuartillo.Pero nadie le negaba una cerveza o uncigarro con tal de gozar de su compañía.

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Tenerlo al lado en las reuniones delclub, no obstante, era como tener unzancudo en la oreja.

Néstor se quitó el sombrero,depositó el morral en el piso y dirigió suatención al hermano Hiram, un joven degesto adusto, hijo del dueño de unafábrica de candelas. A su lado, sobreuna tarima de pino, había otras dospersonas sentadas a una mesa detrás dela cual colgaba un severo cortinajenegro.

—¿Y con cuántos hombres haentrado Cruz al país? —preguntaba enese momento Hiram.

El interpelado era también un

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muchacho joven a quien todos conocíanpor Sebastián y que regentaba unnegocio de botas, bridas y correajes decuero.

—Como treinta, digo yo —respondió Sebastián.

—¡No lo puedo creer! —exclamóHiram, forzando la ironía—. ¡Un militarfracasado invade el país con una fuerzaridicula y usted quiere hacernos creerque será capaz de botar el Gobierno!

—Ésos son sus planes, hermano.—A ver si he entendido bien. El

partido liberal nos pide que salgamos ala calle a protestar y a hacer bulla y aenardecer a la gente.

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—Así es.—¿Para qué? ¿Para que nos suceda

lo que a Rubio y a los demás el mespasado?

—Lo del licenciado Rubio fue unaimprudencia. Por eso lo mataron. Nodebió salir a la calle. Había más de tresmil soldados protegiendo la Cámara deRepresentantes cuando reeligieron aCerna.

—Mejor diga el día que lovolvieron a sentar en el trono sin pedirpermiso al pueblo —comentó una vozrasposa.

El que así había hablado era elhermano Saint-Just, un estudiante de

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último año de medicina, suelto depalabra, escéptico y anticlerical.Tendría veinticinco años, el rostrohuesudo, bolsas bajo los ojos, labioinferior desafiante y erguido y unadespectiva sonrisa que solía remarcarcuando el interlocutor no era de suagrado. Si el club era una ensalada,Saint-Just era su vinagre. Pero teníatalento y sabía de lo que hablaba.

Hiram hizo caso omiso alcomentario del médico y siguióencarando a Sebastián.

—¿Y usted cree que el Gobierno nosabe ya que Cruz ha ingresado al país?

Sebastián se encogió de hombros.

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—¡Por supuesto que lo sabe! —seapresuró a decir Hiram—. El ministroEcheverría debe tener ya a sus hombresen estado de alerta para sofocarcualquier vínculo de los rebeldes con lacapital. A estas horas, la ciudad ha deestar ya cercada y el Castillo de SanJosé, sobre las armas. No son tontos,hermano. No de balde llevan treintaaños en el poder.

—Están gastados y viejos, esverdad, su seguridad en sí

mismos es lo que les vuelve débiles.—Eso habría que probarlo. ¿Ha

dicho La Gaceta algo acerca de lainsurrección?

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Hiram había dirigido la pregunta alos asistentes, pero la mayoríarespondió con gestos de no saber.

—¡Qué puede decir un papeluchodel gobierno que asegura publicarse dosveces por semana y sale cada diez días!—exclamó Saint-Just.

Basilio dejó el bastón en el asiento,se puso de pie y, sacando del bolsillo unejemplar de La Gaceta, preguntó muyserio:

—¿Puedo informar de lo que dice suúltimo número?

En la fraternidad se produjo unmurmullo de risas en voz baja. Elhermano Basilio era un zascandil

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irredento, pero sus intervencionesaliviaban la tensión y auguraban algunachanza.

—En primera página, cartas deadhesión y felicitación de los serviles alpresidente. Segunda página, más de lomismo. Tercera, informes de loscorregidores diciendo que el país es unedén. Siguen remates, velorios, ventasde fincas. También viene un anuncio deun tónico oriental contra la caspa, otrode zarzaparrilla de Bristol, para curar elcáncer, y un tercero de los afamadosproductos del doctor Bernardini. ¿Sigo?

La Hermandad votó un retozón yunánime sí.

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Estimulado por la respuesta, Basilioprosiguió, muy excitado, en un tono quese iba acelerando a medida que leía.

—Hay una lista con los númerospremiados de la lotería de la SociedadEconómica. Si alguien tiene el 555, sepaque se ha ganado mil pesos. DonFederico Laguardia anuncia que harecibido bacalao de Terranova y lomosde salmón y de lenguado. Y al almacénde don Joaquín La-ríos, padre —dijohaciendo una reverencia a Joaquín—, hallegado un surtido de Saint-Emilion,Chateau Laffi-te, Chateau Margot, trufas,coñac, champagne y vino de barril.¡Salud!

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Joaquín frunció el ceño.—¡Exijo que se calle ese bufón! —

se dirigió, muy molesto, al presidente—.¡No se puede hablar nada en seriocuando este payaso abre la boca!

Basilio le devolvió por respuestauna máscara: las cejas a mitad de lafrente, los ojos casi fuera de las órbitasy las comisuras de los labios extendidashasta el límite. Una mueca que podríaser asesina o burlona según el ojo dequien la observase y que la barracelebró con otra escandalosa bullanga.

Basilio mantuvo unos segundos elgesto y, sin dar respuesta al insulto,prosiguió con su minuto de gloria.

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—También se anuncia la reediciónde la novena «Jesús desmayado al piede la columna» y una oferta de fijador.

—¡Lo dicho! —interrumpió Saint-Just—. ¡Ni una noticia, ni un comentariopolítico!

—¿Y qué más puede usted pedir porun real? —dijo Basilio.

El hermano Hiram esperó a que seapagara el nuevo vendaval de risas ysiguió con sus razones.

—Pues si lo que cuenta el hermanoSebastián ocurrió hace dos días, y ni LaSemana ni La Gaceta dicen una palabrade Cruz, eso confirma que el Gobiernoquiere ocultar la «invasión» y que está

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al acecho para ver por dónde salta laliebre.

—Eso es algo que no sé, pero sinosotros no salimos a la calle, seránotros quienes lo hagan —dijo Sebastiáncon inflexión heroica—. De momento, lagente del partido liberal ha dispuestomanifestarse esta noche frente al Teatrode Carrera y nosotros deberíamosunirnos a ellos.

—Dudo que el partido haga tal cosa—dijo Basilio—. No son tan brutos.

Hiram hizo como que no habíaescuchado.

—Cuando Cruz se rebeló enSanarate, hace dos años, decían lo

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mismo. Y todos sabemos lo que ocurriódespués: acabó huyendo a México. ¿Quéhabría sucedido si hubiésemos salido ala calle?

—Cruz ha aprendido de laexperiencia —razonó Sebastián—. Y sí,es cierto, tiene pocos hombres, pero enmenos de un mes tendrá más de mil.

—Mil hombres no son suficientespara botar a Cerna —dijo Joaquín,comentario que fue corroborado porbuen número de asistentes concabezadas y murmullos.

—¿Y las armas? —cuestionó Basilio—. ¿O es que piensan sacar a losconservadores del poder con escopetas

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mecheras?—Se comprarán con el dinero que

les enviemos nosotros y todos los queestán con nosotros.

—Será el de usted, porque yo nopienso dar un real, entre otras razonesporque no lo tengo.

Nueva interrupción aprobatoria ynuevo rumor de golpes de bastón en elsuelo.

—Hermano Basilio, por favor,respete el orden.

—El Gobierno acabará con Cruz enla primera escaramuza —dijo, enfático,Joaquín.

De un lado del salón brotó un

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abucheo. El grupo de jacobinos fieles alhermano Saint-Just se dejaba oír confuerza.

-—Me da que eso no va a suceder—dijo Sebastián—. La idea de Cruz esresistir, golpear y salir corriendo,moverse con rapidez de un sitio a otro,por Nebaj, Chiantla, Joyabaj y otrospueblos. Cada golpe de mano, cadaemboscada, será una victoria que irámermando la moral del

Gobierno hasta que se pueda reunirla fuerza necesaria para atacarlo defrente.

—Pues a mí me parece bien eso desalir a la calle y hacer ver al Gobierno

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que lo de Cruz no es un movimientoaislado —terció Saint-Just.

Basilio se echó materialmenteencima de Néstor y, en tonoconfidencial, le murmuró al oído:

—Me huele que esto ya estabacocinado y que los radicales nos quierenmeter a los demás en su olla. Por cierto,qué raro. No ha venido Eneas, elpendolista.

—¡Cállate, Basilio\—Te lo he dicho alguna vez. No

debería pertenecer al club. Un calígrafoque, además de escribir cartas y hacerinvitaciones de boda, se dedique afalsificar documentos y firmas, no es

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persona de fiar.Saint-Just vociferó:—¿Se puede hablar aquí sin

interrupciones o tendremos que hacerloen el potrero?

—Se puede —replicó Basilio—.Pero en lo que a mí respecta, prefieroser confesor en vez de mártir, así que noesperen que me una a Tata Lapo.

—Un respeto —le reprochó Joaquín—. No se llama Tata Lapo. Se llamaSerapio Cruz.

—Se llame como se llame, esehombre está mal de la azotea. Sigueresentido porque Carrera eligió a Cerna,y no a él, como sucesor. Y desde

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entonces no hace otra cosa quemachadas.

Volvió el pateo al salón. El hermanoHiram golpeó la mesa con un mallete, altiempo que recordaba a todos lopeligroso que era hacer tanto ruido y elperjuicio que podrían causar al dueñode Las Acacias.

El hermano Juliano, un protestantedueño de una tienda de tejidos situadaen la calle Mercaderes y quien habíaadoptado tal apodo en memoria delemperador apóstata, pidió la palabra.Juliano tenía semblante de hombreantiguo. Llevaba un lazo de seda negraque parecía bufanda, el cabello

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aplastado y con raya en medio y, paradarse respetabilidad e importancia, sequitaba los anteojos de tanto en tanto, sepasaba los dedos por la frente y soltabaalguna frase profunda, como porejemplo:

—Salir a la calle hoy sería unsuicidio.

—Así creo yo —dijo Hiram—. Loprudente es esperar y ver si progresa lode Cruz.

—En política, hay oportunidadesque no se repiten —dijo Saint-Just, conpetulancia—. Por eso debemos apoyarla idea del hermano Sebastián.

—Aquí no se apoya nada ni se deja

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de apoyar, porque no se va a votar sobreeste asunto —replicó Hiram—. Vamos areunir todo el dinero que se pueda paraayudar a Cruz. Vamos a multiplicar lashojas clandestinas y a extender nuestrorepudio al régimen. Pero con discrecióny prudencia, como hacemos todas lascosas.

—Eso no es prudencia, hermano.¡Eso es cobardía! —dijo Saint-Just entono de reto.

Un silencio espeso cayó sobre elsalón. Saint-Just se había encaprichadocon la idea del bochinche y, cuando aSaint-Just se le metía algo en la cabeza,era de temer. Su porte se tornaba

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altanero, su expresión, antipática, y suboca ardía al hablar.

Basilio tocó con el bastón la piernade Néstor y farfulló:

—Tiene la lengua un poco gorda.Para mí que se ha tomado antes de entrarun par de tragos de ese raspalalma quevende don Jaime. Eso o no duerme porlas noches.

Viendo que el hermano Hiram estabaa punto de perder el control de laasamblea, Joaquín resolvió intervenir.

—En el tiempo que nuestrahermandad tiene de vida —dijo,dirigiéndose a Sebastián y a Saint-Just—, nunca nos hemos manchado las

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manos con acciones como la que ustedesproponen. La violencia es el arma de losineptos. Y ése no es nuestro estilo.

—¡Nuestro estilo, nuestro estilo!¿Cuál es nuestro estilo, si se puedesaber? ¿El de la metafísica, el de laparusía o el de la collonería? —dijoSaint-Just.

La cohorte de radicales golpeó elpiso con los pies en señal deaprobación.

—Ninguna de esas tres cosas —saltó Basilio—. ¡Es la paja que masticausía!

Nueva rechifla, nuevo alboroto ymás golpes de mallete en la mesa.

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—¡No me alce usted la voz, que noestamos en la plaza de toros! —replicó,airado, Saint-Just.

—¡Yo se la alzo a quien me place!¡A usted y a la campana mayor, si hacefalta! ¿Está claro?

—No, señor, no está claro. Lascosas sólo están claras cuando usteddeja de hablar.

El barullo volvió al salón y NéstorEspinosa pidió la palabra. Esperó a quela tranquilidad regresara y, cambiandosu viso natural por otro más petulante, ysu voz por la de un orador engolado, semetió los pulgares en el chaleco, miró altecho unos segundos, como si quisiera

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recordar algo, y peroró de esta guisa:—Veamos, hermano Saint-Just. Su

propuesta puede no ser mala y puede noser buena. Si no es buena, entoncestambién es inútil. Y si no es mala, ¿porqué habríamos de darle nuestraaprobación?

Saint-Just quedó perplejo ante lapregunta, pero Néstor no aguardó a querespondiera. En vez de eso, continuósoltando frases de Shakespeare a latarabilla.

—¡Ah, vasallos revoltosos, siempredispuestos a mancharos las manos con lasangre de vuestros congéneres! ¡Quéfácil es llamar cobardía a la mesura, y

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necedad a la inteligencia! ¡Oh pueblozoquete y vulgar! ¿Podrás entendercuando menos que todo lo que está másallá de la prudencia es el abismo? Pero,silencio... la dulce Ofelia...

El último ademán de Néstor,señalando con una mano la entrada delsalón, hizo girar las cabezas hacia dondeno había Ofelia ninguna y la carcajadafue general.

A Saint-Just se le descompuso elgesto y levantó el brazo, pidiendo lapalabra, pero Joaquín se le adelantó.

—Nos ha llamado cobardes aquienes no estamos de acuerdo con suplan —dijo sosteniendo la mirada de

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Saint-Just—. Ahora le toca escuchar austed. ¿Qué es lo que nos pasa? —agregó en tono de queja—. Somospersonas comprometidas, es verdad,pero no beligerantes. La nuestra es unafilosofía de moderación y de templanza.¿O estoy equivocado? Queremoslibertad, igualdad, fraternidad, unión.Esa es nuestra divisa. Inducimos laacción, no intervenimos en ella. Somosla levadura, no la masa. Rechazamos losmétodos de la plebe. Lo nuestro es lapersuasión y la presión, no laprovocación. Queremos una patriadistinta, pero no podremos avanzarmucho en tanto vivamos sumidos en la

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ignorancia. Es preciso antes promulgarleyes positivas, educar, enseñar anuestro pueblo a ser libre...

—¡Pajas, señor licorero, puraspajas! —le interrumpió Saint-Just—. Loque usted propone no es una revolución,es un pasatiempo. Y en el sentido másestricto de la palabra. Un jueguecitopara que pasen los años y no se haga loque se debe hacer.

—Saint-Just, el jefe de la policía deRobespierre, tenía veintisiete añoscuando murió en la guillotina. ¿Cuántostiene usted?

—Eso ni le va ni le viene.—Más o menos los de él, calculo.

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Saint-Just era persona valerosa, peropoco inteligente. Pudo haber sido mástiempo útil a su patria, pero murió jovenpor ser un exaltado. Lo mismo nosocurrirá a nosotros si nos dejamosllevar por improvisadas aventuras comoésta que usted y el hermano Sebastiánproponen. Nuestra revolución no puedeser popular, la plebe no la entendería.

Joaquín había callado a Saint-Just, yNéstor no pudo por menos de sentirorgullo por quien, con un argumento tansencillo, había dejado sin palabras allíder radical.

—Sólo unos pocos ilustradospueden hacer una revolución como la

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que usted propone y me...Joaquín no pudo concluir. De

improviso, todos se pusieron a hablar ala vez.

—¡No pasaremos de la esquina, sisalimos a la calle! —decía Arcadio,señalando a Saint-Just con el dedo.

—¡Entonces nunca veremos la luz!—¡Usted es quien no quiere verla!

¡Usted sólo quiere brillar!Abanicándose con el panamá,

Basilio mascullaba en voz baja:—Esto se ha vuelto un gallinero.

Propongo que nos vayamos a comer.El hermano Juliano creyó necesario

intervenir, pero esta vez, en lugar de

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quitarse los anteojos y pasarse los dedospor la frente, alzó los brazos al cielo ysoltó otra de sus frases escogidas:

—¡Creemos en la fuerza de la razón,no en la razón de la fuerza!

—¡Pues yo no pienso quedarmeaquí, papando moscas mientras elpartido recalcitrante y los curasmantienen su poder sobre los humildes,y los aristócratas se empeñan en decirque no hay nada que cambiar! —exclamó Sebastián.

—Entonces las paparemos nosotros,que en este lugar hay bastantes —dijoBasilio.

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El sector ácrata de la hermandadvolvió a soltar la carcajada y a aporrearel piso con los bastones.

—¡Ya estuvo bueno de bromas! —tronó Saint-Just.

El delgado cuerpo del estudiante demedicina parecía un sobretodo colgadode una percha, pero el brillo de suspupilas, aunado a su ronco vozarrón,imponían al más templado.

—¡Hay que derribar este gobiernode aristócratas y frailes, eso es lo quehay que hacer! El país perdió la ocasiónde hacerlo hace treinta años.Recuperaron el poder, rompieron el lazofederal y nadie pudo moverles de donde

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están ahora. ¿De qué nos sirvió laindependencia de España, si el sistemano se movió un tanto así? Erigieron a uncaudillo-rey, le dieron ese título aperpetuidad, enmudecieron a la prensa yse amancebaron con la Compañía deJesús. ¡Y nosotros haciendo bromitas yperdiendo el tiempo!

Basilio pidió la palabra con elbastón, pero Saint-Just no estaba pordar a nadie la oportunidad deinterrumpirle.

—¡Hay que romper el sepulcro en elque el partido retrógrado nos enterró! —siguió perorando—. ¡Debemoslevantarnos al llamado de la civilización

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moderna! ¡Eso es lo que hay que hacer,en lugar de contar chistes! ¡Seremos otrageneración perdida, si no empezamosahora!

—¡Lo que hay que hacer es reformarel país, no ponerlo del revés!—replicóJoaquín Larios.

—¡Qué del revés ni qué indiaenvuelta! ¡Este gobierno se cae en dosdías, no más se le empuje un poco!

—¿En dos días? Bien se ve que noconoce los métodos de Cruz. ¿Sabe, porcasualidad, qué les ha dicho a los indiosde San Marcos?

Saint-Just esperó la respuesta conrabia contenida.

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—Les ha ofrecido las tierras de losblancos y de los ladinos y acabar con elmonopolio del aguardiente.

—¿Y qué hay de malo en eso?—¡Poca cosa, hermano! Despertar

los malos instintos de los indios ydesatar una guerra de castas. Y yo a esarevolución no me apunto. La libertad hade ser para todos, indios, blancos yladinos. O todos hijos o todosentenados.

—Mire lo que ocurre en Yucatán —intervino Arcadio, dirigiéndose a Saint-Just—. Los indios se alzaron hace másde dos décadas, dispuestos a exterminara mestizos y blancos. Y el problema

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sigue sin resolverse.Joaquín machacó:—Cruz no tiene ninguna posibilidad

de hacer él solo ninguna revolución.Necesita a los indios. Y si los consigueunir, nos vamos todos a escupir a lacalle.

Saint-Just intentó retomar la manijade la polémica.

—Luchamos contra el pasado, contrala teocracia colonial y la opresión delos aristócratas. Nadie nos va a regalarla libertad, si no nos la tomamosnosotros. ¡Con indios o sin ellos!

—A la fuerza, ni el pan es bueno —dijo, sentencioso, Juliano.

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Las pupilas de Saint-Just sevolvieron dos centellas.

—¿Y cómo se liberó América de losimperios que la sujetaban? ¿Sólo conpalabras hermosas? ¿O por la acción dehombres como Washington, La Fayette,Jefferson, el cura Hidalgo, Bolívar, SanMartín? Al país hay que darle cara-vuelta, ¡y por las malas, porque por lasbuenas no hay modo! La única educaciónprimaria que nuestro pueblo recibe es elcatecismo. Nuestros niños no conocen laciencia ni la historia. Nuestras escuelasparecen madrashas islámicas y loscuras y los moralistas de a dos realesjustifican su postura diciendo que la

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razón crea monstruos. Califican lalibertad de teoría satánica. No aceptanla separación de la Iglesia y el Estado.Se resisten a la democracia, a laindustrialización del país, a laeducación laica, al ferrocarril, altelégrafo...

—¡Y a una banca moderna! —exclamó Turgot.

La asamblea emitió un resoplido decontrariedad. Turgot era empleado delConsulado de Comercio, entidad oficialen manos de unos pocos empresariosque monopolizaban el intercambio conel exterior y cuya estructura criticaba.Librecambista empedernido, Turgot

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tenía propensión a filosofar sobreeconomía política, materia exóticadonde las hubiere, pues no se estudiabaen la universidad, con el consiguientepesar del club donde nadie entendía unajota del asunto.

—Aquí sólo da préstamos la Iglesia—dijo Turgot—. No existe un solobanco en el país, por imposición delclero. El dinero no se canaliza enactividades productivas y, como no haydonde gastarlo, el sobrante se usa parapresumir, para hacerlo sonar en la bolsa,adquirir tierras y caballos, construiriglesias y catedrales o sepultarlo enollas bajo tierra. Nadie puede

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beneficiarse del ahorro nacional. Elpaso del feudalismo al capitalismomoderno, señores, demanda un cambioradical de las instituciones. ¿Qué clasede economía es ésta que...?

Saint-Just le disparó a Turgot unamirada homicida que tuvo la virtud dehundir al economista en el asiento.

—El camino hacia la reforma no esel metafísico paseo que usted propone—prosiguió Saint-Just, dirigiéndose aJuliano—. La lógica sirve de muy pocoen un país dominado por el fanatismo.Lo único que puede barrer todas esaslacras es un alzamiento como el de Cruz.¡Se acabó el tiempo de la revolución

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romántica, ésa que se hace con buenosmodales y con palabras bonitas!

—Estamos aquí para crear unmovimiento, no para destruirlo —dijoNéstor Espinosa.

—Ya.El cortante, pero burlón, gesto de

Saint-Just, provocó un silencioexpectante. Había adoptado el aire desuperioridad intelectual y el gestopropio de los ungidos.

—Nuestro benévolo, nuestroinocente hermano quiere erradicar elfanatismo religioso, la ignorancia y lasuperstición, ¿me equivoco? Quiere alos curas fuera del Gobierno, de la

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Cámara de Representantes, de laeducación, del registro y de loscementerios. Aspira a que hayamatrimonio civil. Y divorcio. Y libertadde expresión. Cree firmemente que elpoder no viene de Dios, sino del pueblo,¿no es así?

A Néstor se le salieron los colores.—Bueno, pues el hermano Moliére

debe saber que esas cosas no caen delcielo, sino que hay que arrebatárselas alos curas, a los chafarotes y a losaristócratas.

En el salón no se oía un roce ni unruido. Las dos barras estaban ahorapendientes de la elocuencia de Saint-

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Just.—Venimos de una cultura plagada de

intolerancias y privilegios. Somos hijosde la Contrarreforma romana, represiva,con manías persecutorias y obsesionadacon suprimir al adversario. Delabsolutismo monárquico, soberbio,inapelable, monopolista y repartidor demercedes. Y del bonapartismo militar,dictatorial, expeditivo, incuestionable.La tiranía está en la cultura y en eso nohay desacuerdo, ¿voy bien hasta aquí,hermanos?

Esta vez el apoyo fue unánime ySaint-Just respondió al murmullodirigiéndose a Néstor con insultante

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agresividad.—Ahora dígame una cosa, hermano

Moliére, ¿cuánto tiempo tardaríamos enerradicar una cultura de esa índole?Nuestros valores, tradiciones ycreencias no congenian con lademocracia y el librecambio, ¿cómoquiere usted que lleguemos a los indiosy a un pueblo que no es todavía pueblo,sino plebe? ¿Explicándoles nuestraverdad y haciéndoles caer de hinojosante ella? ¿Una verdad que es racional,y culta, y complicada, incluso paranosotros? ¿Cómo va a convencerles deque el mundo no lo hizo un Dios quepremia y castiga, sino un Arquitecto sin

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nombre como el que usted venera? ¡Nosea ingenuo! No le darían la razón,aunque la tuviese. Lo único que ledarían sería una patada en el trasero.

Los parciales de Saint-Just hicieronun nuevo escándalo que humilló todavíamás a Néstor.

—El pueblo no pide libertad por lasencilla razón de que es caudillista yovejuno. Sólo la gente pensante la exige.El hombre vulgar ha sido siempre un sersumiso. Acepta la servidumbre como unestado natural y sólo le podrán librar deella minorías insumisas, como lanuestra. La plebe sólo obedece a losmilitares y a los curas. A los primeros,

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porque tienen las armas. A los curasporque, para la gente sin letras, todopredicador es un enviado de Dios y esoles infunde un terror teológico que leslleva a hincarse ante ellos. Por eso losaristócratas, los militares y los jesuítasaborrecen este invento que llamamoslibertad, pues ella les quitaría el podersobre sus pobres, sus súbditos y susovejas. El alma y el cerebro de la plebeestá en sus manos. ¿De qué modo se losva usted a arrebatar, en un país dondelos gastos del culto son el doble que losdel Gobierno? ¿Cómo va a desplazar auna organización religiosa que, ademásdel poder, tiene la plata?

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Tomó aire Saint-Just y, más sereno,añadió:

—No podemos esperar, hermanos.Venimos de una etapa teológica ymetafísica, la que dominó la eracolonial. Es preciso iniciar otra nueva,en la que la educación y la cultura seanorientadas al aprendizaje de cienciascomo la Física, las Matemáticas, laQuímica, la Medicina, la Astronomía.Los credos y los fanatismos constituyenmanifestaciones propias de la infanciadel hombre, fervores que debe sersuperados por el advenimiento de larazón. Es hora de que un país niño y decultura sumisa, como el nuestro, sea

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llevado a su edad adulta.Joaquín tomó la palabra sin pedirla.—Eso es tentar a Dios con las

manos sucias. Cristo habló de libertad,igualdad y fraternidad antes que lohicieran los masones y losrevolucionarios franceses. Y fue con esemensaje que llegó a los ignorantes y alos pobres. La Jerarquía traicionó aJesús, por desgracia, y el cristianismose convirtió en la tiranía política y lamáquina de cobrar diezmos e impuestosque es hoy... ¡no me interrumpa! —leespetó a Saint-Just, apuntándole con undedo—. El clero cobra por todo:bautizos, matrimonios, entierros. Y eso

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es lo que hay que cambiar. Queremos uncristianismo de espiritualidad y de luz,no de coacción y de miedo... ¿puedeusted entender esto? Así que no se tratade suprimirlo, como tantas veces le heoído decir aquí, sino de alejar a loscuras de asuntos que no les conciernen yproclamar la libertad, la igualdad y lafraternidad que impartía Jesucristo.

—¡Qué va a decir un católico —dijoSaint-Just con desprecio—, sinopaparruchas como ésas!

—¡Y qué va a decir un cirujano, sinobarbaridades que no entiende!

—¿Ah, sí? Dígame una cosa,hermano Petronio, ¿dónde ve usted aquí

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la libertad, la igualdad y la fraternidadde Cristo, trescientos años después deque esa doctrina llegara a estas tierras?La Iglesia juega siempre con dosbarajas. Dice uno y hace otro. Ahoraexplíqueme, ¿cómo vamos a separar loque los jesuitas tienen por inseparabledesde los días de Constantino? Vivimosen un país cuyo vínculo social es lareligión, no el derecho, y donde lapolítica nacional la hace una instituciónreligiosa. Cuando Cerna llegó al poder,juró proteger la religión y gobernar laRepública. ¡En ese orden, hermano! Yésa sigue siendo su prioridad. Losconservadores han tenido siempre al

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cristianismo como un medio paragobernar y aquietar a las masas cuandose ponen ariscas. ¿Debo recordarle que,todavía hoy, los curas de la capital sonenviados a los pueblos para apagar lassublevaciones? ¡Qué van a querer lassotanas, y menos los jesuitas, libertad,igualdad y fraternidad! Lo que quierenes seguir imponiendo su hegemonía. Esaes la historia de nuestro país, hermano, yno hay otra.

Saint-Just engrosó la voz y concluyóen tono solemne:

—Los hombres han estadogobernados hasta hoy por los dioses. ¡Eshora de que los dioses sean gobernados

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por los hombres! ¡Frente a la tiraníaclerical-aristocrática, el despotismo dela libertad!

Ovación cerrada de los radicales,quienes, con la furia de sus palmaspretendían acallar las apostillas dequienes pedían la palabra «para unaaclaración».

—¡Ningún político, ningúnrevolucionario inteligente debe pelearcon la fe cristiana! —saltó Juliano, elapóstata—. Lo ha dicho el conde deCavour: Iglesia libre en Estado libre.¡Eso es lo que hay que hacer!

—¡Babosadas como ésa sólo se lespuede ocurrir a los condes! —se

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revolvió Saint-Just—. ¡El ideal ha deser Estado libre y religión sujeta! ¿O no,hermano Moliére? —agregódirigiéndose a Néstor—. Usted que havisto mundo fuera de esta aldeíta, sabelo que quiero decir.

—No, señor, no lo sé. Y no me llameMoliére.

—Pensé que ése era su apodo —ironizó Saint-Just.

—¿Por qué?—Por lo comediante que es.La barra de los radicales pateó otra

vez el piso en medio de carcajadas yburlas.

—Pero dejemos el teatro y

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explíquele a este ignorante—dijo señalando a Juliano— cómo

resolvió Inglaterra el problema de lareligión.

—¿Cómo vamos a dejar la comedia,con lo bien que lo está haciendo elprimer actor? —replicó Néstor.

La anarquía volvió al debate, estavez del lado de los conservadores, y elorden tardó en volver más de lohabitual.

Néstor observó el rostrodescompuesto de Saint-Just. No era laprimera vez que le veía con aquellaexpresión. El cirujano padecía unaurgencia vital por que se compartieran

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sus ideas in sólidum, sin que nadie lascorrigiera un ápice. Y esa urgencia leapremiaba hasta el punto de humillar ysaltar por encima de las personas.

—Pero ya que ha tenido la gentilezade pedírmela con tan buena educación—dijo Néstor, poniéndose de pie yadoptando la pose de un lord—, voy adarle una opinión personal. Verá usted,hermano Tácito...

—No me llamo Tácito —dijomolesto Saint-Just.

—Entonces le llamaré Explícito.—¡Déjese de joder y vaya al grano!—No tengo ninguna intención de ir a

ninguna parte.

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Ante la avalancha de risas, elhermano Hiram llamó a amboscontendientes al orden y cuando lacalma volvió, Néstor se dirigió a Saint-Just en estos términos:

—A ver cómo se lo explico,hermano. Si usted entra en la Bolsa deLondres, verá negociar a un judío, a uncristiano y a un mahometano, como sifueran de la misma religión.

Allí el presbiteriano se fía delanabaptista, y el anglicano cree en laspromesas del cuáquero. Pero al concluirla jornada, uno se va a la sinagoga, otroal templo, otro a la iglesia y el resto abeber whisky hasta ver a Dios. Así ha

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resuelto Inglaterra el problema. Noahogando la religión, como ustedpretende, sino dejando que cada quiéncrea lo que tenga a bien creer. Le diréalgo más, hermano Explícito...

—Por favor... —suplicó elpresidente del club.

—Perdón, hermano, ya termino. Sino hubiese más que una religión enInglaterra, el despotismo sería su signomás visible, como nos ocurre aquí. Sihubiese dos religiones, se cortarían elcuello una a la otra. Pero como hay másde treinta, todo el mundo vive en paz. Larazón es muy sencilla. Cuando haymuchas religiones, el fervor, o sea, el

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hervor, se debilita. Pero cuando hay unasola, se concentra y escalda las nalgas alpersonal.

Néstor hizo una profunda reverencia,floreó su jipijapa y, barriendo el pisocon él, concluyó:

—He dicho.El escénico ademán provocó una

descarga de aplausos por parte de unaaudiencia predispuesta al jolgorio y tuvocuando menos el mérito de desarmar aSaint-Just.

—Estuviste brillante, hermano —ledijo Basilio en voz baja.

—El que estuvo brillante fueVoltaire, que dijo eso antes que yo.

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Juliano suspiró y dijo:-—Que el Señor nos libre de

actores, bufones y cómicos de la legua.El hermano Sebastián, quien desde

hacía rato daba muestras deimpaciencia, aprovechó la ocasión paravolver a la perorata que le había llevadoesa tarde al club.

—¡Señores, esto es una pérdida detiempo! Yo me marcho a unirme a losvalientes que esta noche van a plantarcara al gobierno conservador.

—Pues vaya usted, si le apetece —dijo Basilio—. Yo me quedo. Puedo irvestido de lana, pero no tengo espíritude oveja.

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Sebastián cruzó el espacio que leseparaba de Basilio con intención deagredirle, pero varios miembros delclub lo impidieron.

—¡Por favor, hermanos, nosaquemos las cosas de quicio!¡Razonemos! —dijo Joaquín.

Saint-Just observó unos momentos aaquel burgués atildado, gente de dineronuevo que, siendo tan religioso, nopodía a su juicio ver con claridad losproblemas del país.

—Se acabaron las razones, caroPetronio —le dijo en tono impertinente—. Y cuando las razones se acaban, hayque reemplazarlas por... ya sabe usted...

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otras cosas.Luego, tomando en la mano el

sombrero y, saludando a los presentes,gritó con emocionado tono:

—¡Los que estén con el hermanoSebastián y conmigo, que nos sigan!¡Viva la revolución liberal! ¡Abajo latiranía de los sables, las sotanas y eldinero!

Y ciñéndose el panamá en las sienes,se encaminó con gesto decidido a lapuerta del salón seguido por Sebastián yel grupo de radicales.

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6. Al borde del abismo

«Seducido por el dulcísimo aria queAlida y Elvira cantaban, el público fuecayendo en una especie de arroboconventual. El aria llevaba por títuloChe soave zeffiretto y su letra y sumúsica hicieron olvidar el temor quehabía despertado la intempestiva marchadel presidente. Las delicadas voces delas divas nos trasladaban a un lugarensoñador, lejos de nuestra bárbararealidad, donde una aristócrata dictaba a

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su doncella una carta de amor, arrulladapor la plácida brisa que llegaba de unbosquecillo. Pero hete aquí que, cuandomás conmovida me hallaba escuchandoaquella música, aparece por el corredorlateral de la platea un chiflado dandogritos con un revólver en la mano.

»Las dos divas, que fueron lasprimeras en verlo, dieron un grito yhuyeron despavoridas hacia el foro. Unempleado quiso correr el telón, perotodo lo que consiguió fue apagar algunascandelas del proscenio y oscurecer másel teatro.

»De un salto, el terrorista seencaramó en el tablado y desde allí se

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puso a disparar a la lámpara dealmendrones, al gallinero y a los palcos,al tiempo que vociferaba:

»—¡Que viva la libertad y mueranlos cachurecos!

»Tengo por cosa segura que losprimeros instantes que pasó Damoclescon la espada sobre su cabeza debieronde ser angustiosos, pero también estoyconvencida de que, a medida quepasaban las horas, su miedo fuedisminuyendo hasta volverse soportable.Al fin y al cabo, una se acostumbra avivir con la idea de la muerte. Y que tecaiga una espada de punta o te mueras enla cama es sólo cuestión de tiempo. El

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miedo repentino, en cambio, esingobernable. Te convierte en un pollosin cabeza que corre de aquí para allá,sin ton ni son, incapaz de pensar ni deatender a razones. Y eso fue lo queocurrió aquella noche en el teatro,cuando las casi mil personas que lollenaban resolvieron escapar de él a untiempo.

»Los balazos a la suntuosa lámparade cristal de Bohemia que pendía de latechumbre provocaron una granizada devidrios que se vinieron a tierra comodardos y la gente huyó despavoridahacia las salidas de la platea. Todosqueríamos escapar a la vez y, de

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resultas, las tres puertas quedaronatascadas en menos que te lo cuento.

»La tía y yo salimos por el corredorque daba a los palcos y logramosalcanzar el vestíbulo, pero allí nosvimos atrapadas por una marea de genteque nos llevaba de un lado a otro sin quefuéramos capaces de enderezar el rumbohacia la entrada principal. Recuerdohaber visto un violín en alto, flotando enlas manos de su dueño y, a mis pies,zapatos, cuentas de collar sueltas, unsombrero de copa hecho trizas. El caosse había apoderado del vestíbulo, entanto las salidas de la platea vomitabanespectadores angustiados que empujaban

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sin miramientos a una multitud cada vezmás apretada y ansiosa.

»Doña Anita Arce se abría paso asombrillazos y, pálido como la muerte,Esnaola, el aeronauta, oteaba porencima de las cabezas, como una granzancuda blanca que buscara algún claropara alzar el vuelo. Aquel hombre quesurcaba sin miedo los espacios sideralesera la viva imagen del terror, pero no elúnico. La claustrofobia que, como todotrastorno súbito, afecta más a losinseguros y a los débiles, se desataba enhorrendos alaridos que ponían los pelosde punta.

»Hay muchas maneras de morir, pero

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cuento que la muerte colectiva sea lamás horrible de todas. Ver a tussemejantes estremecidos de terror avivaaún más el tuyo y libera todas las furiasque la educación tiene sujetas. Cuánpronto en presencia del pánico sedescomponen los modales y con quérapidez regresamos a nuestra condiciónmás primitiva. De improviso noshabíamos convertido en chusma.Gritábamos como la chusma,maldecíamos como la chusma, nosagredíamos como la chusma. Habíamosdejado de ser refinados liberales yadustos conservadores que asistíamos auna función de ópera. Éramos sólo una

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turba que pretendía abrirse paso apatadas y empujones. A poca distanciade nosotras, una dama se habíadesmayado y el esposo pedía a gritosque le dejaran salir para llevarla a algúnsitio donde pudiese respirar. Pero nadie,absolutamente nadie, atendía a susruegos. Las dos escaleras de piedratallada que conducían a los pisossuperiores estaban también atestadas degente que descendía aterrorizada y que,aprovechando la gravedad y la altura,empujaban sin miramientos al gentío quese apretaba en el foyer y causabanpeligrosas oleadas que amenazaban conasfixiar a quienes apenas si podíamos

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movernos.

«Cuando recuerdo la escena nopuedo ver otra cosa que una manada deganado atrapada en un callejón. Losaromas a perfume francés y a jabón deNueva Orleans se habían disipado ysólo llegaba hasta mí un fuerte olor asudor y a cuerpo sucio, para no usartérminos más repulsivos. El calor erainsufrible, las apreturas no cedían y losestrujones no aminoraban. Yo trataba deproteger a la tía quien también respirabacon dificultad, pero el monstruo quetenía alrededor me atenazaba de tal

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suerte que no podía contener losbandazos y los empujones.

»En eso sentí una brizna de airefresco. Alguien había abierto las dospuertas laterales que desembocan en lacalle de las Beatas Indias. La presiónempezó entonces a ceder y el gentío afluir hacia la escalerilla de piedra por laque se baja a la alameda de naranjos delteatro. Sentí que resucitaba. Poco apoco, la apretada muchedumbre se fueestirando y distendiendo hasta que,desmandada por el ansia de escapar dela ratonera, nos sacó casi en volandas ala calle».

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El hermano Sarastro tenía oído deperro rastreador. Era capaz de escucharla carrera de un conejo a cien pasos.Pero no era ese el motivo por el que legustaba hacer las veces de vigilante delclub, sino por ser hombre celoso de laseguridad del grupo. De vez en cuandoabandonaba el salón, echaba un vistazoal huerto de las acacias y volvía alrecinto para seguir escuchando losdebates.

Esta vez, el buen clérigo habíainiciado la ronda cuando Saint-Justcomenzaba a perorar. Quería comprobarsi las voces y los pateos, especialmenteruidosos esa noche, se escuchaban

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afuera. Pero nada se movía en el huertoy las voces del salón eran allíinaudibles.

Fue entonces que alcanzó a percibirunos golpes bajo la trampilla que dabaacceso al túnel de las salazones. Uno,dos.. .tres, uno, dos.. .tres, el último deellos más espaciado que los otros dos.Era la tríada masónica, la clave que donJaime Segura había establecido paraidentificar al que llegaba. Uno,dos...tres, libertad, igualdad,fraternidad. Uno, dos...tres, fortaleza,sabiduría, belleza.

Sarastro tiró de la trampilla y bajólos escalones que conducían al túnel.

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Abrió la puerta y ante él apareció elrostro de Natalio, el mozo de confianzaque don Jaime tenía en la cuadra, al otrolado del pasadizo subterráneo.

—Don Sarastro... —dijo conexpresión de susto.

—¿Qué ocurre, Natalio? ¿A quévienen esas prisas?

—Hay gente armada en el patio decarruajes. Soldados. Vienen a hacer uncateo. Tienen que irse de aquí, pero ya.Don Jaime me ha dado esta llave parausted. Es la de la puerta.

—¿Qué puerta?—La que da al potrero de Rubio.—Yo no he visto ahí ninguna puerta.

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—Está simulada detrás de lascortinas.

Sarastro subió la escalera y volviócorriendo al salón justo cuando Saint-Just y su grupo se retiraban de allí paraunirse a la manifestación contra elGobierno.

—No se puede salir —les dijo congesto imperativo—. No por este lado.

Sarastro empujó a todos hacia elinterior, cerró la puerta y dijo a gritos:

—¡Hay gente armada en la calle,creo que han venido a detenernos!

Los miembros de la hermandad semiraron unos a otros sin saber qué hacerni decir.

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—¡Alguien nos ha delatado!¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!

Con un ademán violento, Sarastrodescorrió el oscuro cortinaje que cubríala pared del fondo. En una de lasesquinas había una pequeña puertapintada de blanco. Metió la llave en lacerradura, abrió y dijo en tono deapremio:

—¡No hay tiempo que perder!¡Salgan todos al potrero y procurendispersarse! ¡Apúrense!

En la puerta principal del Teatro deCarrera, una docena de gendarmes seesforzaba en desatascar desde fuera lastres puertas de salida que daban a la

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escalinata de la fachada. Cerca de ellos,el capitán Jerez observaba conpreocupación el lento proceso de sacara la gente a tirones entre gemidos ysofocos. Su terquedad en mantener a losespectadores dentro del edificio pararevisarlos uno a uno según ibansaliendo, por ver si identificaba alterrorista, había dado lugar al tapón. Ycuando finalmente abrió las tres puertas,el problema era ya irresoluble: el río degente que, agolpado en el vestíbulo seesforzaba por salir, fluía comocuentagotas.

Un asistente subió las gradas de laescalinata de dos en dos y, con el

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resuello perdido, acertó a decir:—¡Viene gente, mi capitán!—¿De qué hablas?—Se han reunido en la universidad y

ahora bajan hacia aquí por Beatas yMercaderes.

—¿Hacia aquí, hacia el teatro?—Sí, mi capitán.—¿Cuántos son?—Yo digo que unos cien.—¿Y qué aspecto tienen?—Es gente joven, mi capitán.—¿Están armados?—No, pero traen antorchas. Y

vienen cantando.—¿Cantando?

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—Sí, mi capitán.—¿Y qué cantan?—Saber, mi capitán.—¡Espinóla! ¡Moreno!Dos oficiales acudieron al llamado

de Jerez.—Reúnan a los hombres en las dos

esquinas que dan al frente del teatro.Traigan también a los que vigilan lafachada trasera. ¡Y sáqueme de aquí atoda esa plebe de limosneros, aguadoresy melcocheras!

—¡A la orden, mi capitán!—¡Tengan cargadas las armas y, al

primer intento de bochinche, hagan fuegosobre esos cabrones!

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El capitán Jerez aguzó el oído.Como un creciente redoble,

arrebatados y roncos, llegaron hasta susoídos los estremecedores compases deLa Marsellesa.

Saint-Just, Arcadio, Joaquín yNéstor fueron los últimos en salir delsalón y juntos corrieron hacia el sur dela ciudad, por donde habían escapadolos demás cofrades. Pero unas voces quegritaban alto y amenazaban con dispararles hicieron detenerse en seco.

Néstor se volvió creyendo que lossoldados respetarían la intimidanteorden, pero un brevísimo destello y elestampido de un arma, una fracción de

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segundo después, le convencieron deque no era así. Alguien disparaba desdela azotea del mesón y la orden de altosólo tenía el propósito de que el blancose quedara quieto.

De un brinco se pegó a la pared y ledijo a Arcadio en son de broma:

—Si no dan a un toro de día, qué vana dar a unos gatos de noche. ¡Vámonosde aquí antes de que ese desgraciadovuelva a cargar el fusil! ¡A la de tres!

A sus espaldas sonaron otras dosdetonaciones, pero ninguno de losfugitivos se detuvo. Por el contrario, lossilbidos de los proyectiles y lasdiminutas polvaredas que brotaban a sus

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pies sólo sirvieron para avivar laestampida.

Se abrieron paso a trompicones porun zacatal que les llegaba al cuello y quela estación seca había tornadoquebradizo y ruidoso. Las cañas,matorrales y encinos que salían a supaso les forzaban a describir una líneairregular.

Y a medida que se alejaba delmesón, el grupo se iba convirtiendo enuna sombra que se fundía suavementecon la noche.

Arcadio respiraba con dificultad,como un ave acalorada, y Saint-Just nose apartaba de Néstor, quien, con una

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mano en el morral y otra en el sombrero,marcaba el ritmo de la carrera.

Hendiendo los resquicios abiertosen el pastizal o apartándolo a pisotones,dieron con una vereda de ganado. Sutrazo, sin embargo, no era recto.Serpenteaba por entre el zacate y era unainvitación a la sorpresa, pero la fatigales empezaba a afectar. Habíandisminuido la velocidad de la carrera yel resuello se volvía angustioso.

—¡Un poco más, un poco más! —gritaba Néstor.

A la vuelta de un recodo delsendero, apareció un declive sinvegetación más allá del cual alcanzaron

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a ver un espacio donde no llegaba la luzde la luna.

El potrero concluía abruptamenteallí, a pocos pasos de un arrecife casivertical.

Mientras sus compañeros sereponían, doblados y boqueando, Néstorbuscó el rastro de algún camino en laladera del despeñadero, pero elprecipicio estaba cortado a tajo y nohabía indicios de que se pudiera bajarpor allí.

En el suelo halló cáscaras denaranja, semillas de jocote, puntas depuro y fósforos apagados.

—Es un puesto de cazadores —dijo

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—. Esperan aquí el paso de las palomasque cruzan el barranco.

—¿Y ahora? —preguntó consarcasmo Saint-Just.

Tenía en los labios su habitual rictusde desprecio y demandaba una respuestaen 1111 tono que parecía culpar a

Néstor por la situación en que sehallaban.

Néstor no contestó.—¿Estás bien? —le preguntó a

Arcadio, quien se enjugaba el sudor conun pañuelo.

—Lo estaré en dos minutos.—Noté que tenías dificultades para

respirar.

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—Me ocurre a veces. Ha sido unacarrera larga —se excusó Arcadio conuna sonrisa.

—Descansaremos entonces dosminutos —dijo Néstor mirando a Saint-Just—. Por aquí no hay salida y nopodemos escapar por el sendero quebaja a los Baños del Administrador. Notendríamos por donde subir y noscazarían como conejos. Iremosbordeando el barranco hasta salir aCandelaria por El Tuerto o porMatamoros.

Arcadio y Joaquín aprobaron lainiciativa sin decir palabra. Eran pocoslos que dominaban la geografía del

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sinuoso cinturón de abismos querodeaba la ciudad y Néstor pertenecía alpequeño grupo de personas que, a faltade otro deporte que practicar, caminabapor aquellos precipicios cuajados deárboles y maleza.

Saint-Just le devolvió a Néstor ungesto de incredulidad.

—¿Y cómo sabe que hay salida porCandelaria?

—No lo sé, lo intuyo.—¿Y quiere que le sigamos a

ciegas?Néstor cortó una brizna de zacate, se

la llevó a la boca y dijo en tonotranquilo:

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—No soy tecolote para ver en laoscuridad. Pero no hay otra vía deescape. A no ser que usted sepa dealguna.

Saint-Just miró hacia otro lado conrabia y Néstor pensó que aquel hombrecarecía de la serenidad que, encircunstancias como aquélla, lograimponerse a la angustia y a las dudas.Saint-Just tenía carisma y sabía exaltarlos espíritus, pero le faltaba audacia.Estaba a punto de decir «miren al gallitoque se iba a comer esta noche a losgendarmes, tiene más cresta que agallasy más pico que espolones», cuandoescuchó a Joaquín murmurar:

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—¿Quién habrá sido el hijo de sumadre?

Tenía en sus manos el Colt Dragoony le daba vueltas al tambor. Al igual quelos demás, recuperaba el aliento, peroevitaba mirarles. Saberse delatados porun compañero les causaba a todos másansiedad que la posibilidad de serencerrados en un calabozo de laComandancia de Armas. Y mientras noapareciera un culpable, ningún miembrodel club era inocente.

—¿Qué le sorprende? —dijo Saint-Just con acento cínico—. La traición esla rueda de la historia.

Lo dijo como al descuido, casi con

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desdén.—Piense en San Pablo, en Lutero, en

Napoleón, en Washington, en Cromwell,en los libertadores de América, todosinsignes traidores. A su raza, a sureligión, a su rey. Y piense también enSan Pedro. Tres veces negó a Jesús, unafalta no menor que la de Judas.

—Que usted condona, por lo visto.—Me limito a constatar una realidad

—dijo con aire distraído—. A lostraidores triunfantes, la historia losconvierte en héroes y santos.

Néstor continuaba absorto con losojos puestos en el abismo. A sus piespalpitaba una profunda grieta de la que

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ascendía el murmullo del riachueloy unahumedad perfumada. El viento soplaba arachas, desataba los ramajes yestremecía las hojas.

Del potrero, en cambio, no veníaruido alguno. Y Néstor pensó que,acaso, habían logrado evadir a losgendarmes. No debían de ser muchos,por el número de disparos que habíanhecho, y eso le tranquilizó.

Aspiraba con deleite la fraganciaque subía del abismo cuando, de pronto,su olfato detectó un irritante olor que lemovió a erguirse como un animalasustado. Subió a grandes zancadas elrepecho donde se habían detenido y,

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cuando ganó el nivel del potrero, divisóun arco de llamas que avanzaba hacia élen medio de estallidos, chisporroteos yuna oscura nieve de pavesas.

—¿Y ahora? —volvió a decir Saint-Just, uniendo al desprecio la ira.

Con rápidos movimientos, Néstor sepuso a arrancar matojos.

—¿Qué va a hacer? —dijoimpaciente Saint-Just.

—Qué voy a hacer, no, hermano.Qué vamos a hacer —contestó sinvolverse—. Hay que cortar el fuego conescobones.

—¡Qué estupidez! ¡Moriremosabrasados!

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—No, si atacamos el fuego loscuatro a un tiempo. El pajón da un fuegoefímero. Si lo golpeamos todos en unmismo lugar, podremos abrir una brechay huir por ella.

—Los gendarmes nos estaránesperando para cazarnos a tiros.¡Seremos un blanco perfecto!

—Sí, ese es el riesgo.—Pues, hermano Moliére, no cuente

conmigo.—Va usted a entregarse, supongo —

intervino Joaquín—. ¿O prefieredespeñarse por el barranco?

Saint-Just no respondió. Los demáslo habían hecho por él. Arrancaban

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matojos con premura y procedían aunirlos en haces.

—Esperaremos a que el fuego lleguea la vereda por donde vinimos —dijoNéstor—. Es lo bastante ancha paraservir de cortafuegos temporal, antes deque las llamas salten a este lado.

Armados con los escobones,esperaron la llegada de las llamas. Elfuego progresaba hacia ellos, crepitandoy escupiendo chispas, devorando conavidez el zacate y deteniéndose enocasiones a saborear algún encinoindefenso que se encendía de súbitopara después consumirse lentamente.

Cuando las llamas alcanzaron el

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sendero, Néstor gritó:—¡Vamos, vamos!Había elegido la zona del arco de

fuego donde éste parecía más débil y,arrojándose sobre él, comenzó a golpearel pajón. Los demás, Saint-Justincluido, le imitaron. Se acercaban a lasllamas unos segundos, descargaban losescobones contra la raíz del fuego yretrocedían. Lo hacían sin respirar, una yotra vez, con rabia, como si remataran auna fiera derribada que de vez encuando diera muestras de revivir.

—¡Es inútil! ¡No podremos escapar!—se quejaba Saint-Just.

Ninguno hizo comentario a su

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lamento. Ni siquiera Arcadio, a pesar desu problema respiratorio. Sólo seretiraban y volvían a atacar el fuego conmás bríos, entrando y saliendo de lasllamas y la humareda que volaba sobreel herbazal.

En uno de tantos asaltos, lasdescargas de los escobones abrieron unresquicio en la cortina de fuego. Néstorse metió de un salto por la brecha,seguido por los demás. Al pasar, sintióun fuerte golpe en el cuello, acaso deuna caña o un arbusto, pero siguiócorriendo hasta que ante él apareció elpajonal carbonizado en el quecentelleaban brasas y rescoldos.

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Sonaron varias descargas. Arcadioexhaló un gemido y cayó al suelo, bocaarriba, con un rosetón de sangre en elpecho. Néstor corrió hacia él, le tomó enlos brazos y le zarandeó el rostro.

—¡Arcadio! ¡Arcadio! —gritó,tratando de reanimarle.

Joaquín sacó el Colt Dragoon ycomenzó a disparar a ciegas hasta vaciarel tambor. Saint-Just se acuclilló junto aArcadio y le colocó en la yugular lasyemas de los dedos.

—Está muerto —dijo con frialdad—. No podemos hacer nada por él.Vámonos de aquí antes de que nos matentambién a nosotros.

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Saint-Just y Joaquín echaron acorrer hacia Santo Domingo yCandelaria, pero Néstor permanecióarrodillado, sosteniendo la cabeza deArcadio, aún cubierta con el gorrofrigio. Nunca había visto la muerte tancerca. Sólo en los entierros, escondidaen los ataúdes. Ahora la veía cara acara. Arcadio tenía la faz exangüe, loslabios yertos, los ojos sin vida y la bocacongelada en una expresión de sorpresa.

—¡Néstor, apúrate! —le oyó decir,lejos, a Joaquín.

Los gendarmes habían dejado dedisparar y Néstor pensó que quizásestuviesen cargando sus armas, o tal vez

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agazapados, debido a que no esperabanque les devolviesen el fuego.

Con los ojos enrojecidos por elhumo y las lágrimas, pasó los dedossobre los párpados de Arcadio.

—Adiós, querido amigo —murmuró—. Nos volveremos a ver un día, en elOriente eterno.

Luego, poniéndose de pie, corriópotrero adelante, hacia el norte, pordonde habían desparecido Joaquín ySaint-Just.

A poco de iniciar la carrera, notóque no respiraba con normalidad y quele costaba recobrar el aliento. El humoardía en sus pulmones y una irritante tos

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le obligaba a disminuir el ritmo de lacarrera. Sus jadeos se fueron volviendocada vez más cavernosos hasta queempezaron a fundirse con otros que noparecían humanos y que latían

pocos pasos atrás de él.Las pisadas de su perseguidor no

eran todo lo ruidosas que podría esperarde un gendarme y eso acentuó su miedo.Volvió la cabeza y entonces pudo ver dereojo a uno de los perros de presa quelos soldados utilizaban para cazarfugitivos. Cuánto tiempo podría sostenerel ritmo que le imponía el animal eraalgo de lo que no podía estar seguro,pero sí de que el sabueso terminaría por

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alcanzarle.Néstor comenzó a trazar eses sobre

el chamuscado potrero. El perro perdíavelocidad con los engaños y quedabaretrasado uno o dos segundos, perovolvía de nuevo a acercarse.

En uno de tantos quiebros, Néstoralcanzó a atisbar un tizón de encino, casicarbonizado, pero con algunas brasas.Hizo un nuevo recorte al animal ydescribió un arco en dirección a laestaca.

A pocos pasos del tizón, quebró desúbito el rumbo. El engaño hizo correral perro unos pasos de más y ese brevelapso permitió a Néstor empuñar el leño

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con ambas manos y descargar un fuertegolpe en las fauces abiertas del animal,justo cuando éste daba un salto hacia suvíctima.

El impacto provocó una explosiónde chispas y carbonilla y un aullidolastimero. Néstor sintió un intenso ardoren las manos, pero siguió apaleando alchucho en la boca y en los ojos con lamisma furia que le invadía cuandomataba hormigas y arañas. El animalgruñía y se tocaba el morro con las patasdelanteras, como si con ese gestoquisiera aliviar el escozor de lasquemaduras. Finalmente, los doloresdebieron de ser mayores que sus ansias

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de atacar y, con la cola entre las patas,se volvió lloriqueando por donde habíavenido.

Néstor arrojó el tizón al suelo. Lacarrera le había alejado de losgendarmes y no veía luces de faroles niotro movimiento cerca, pero la tos erainsistente y le costaba respirar.

Miró a uno y otro lado. No sabía aciencia cierta dónde se encontraba, perotenía a la vista las casas, los oscurostejados de la ciudad y, sobre ellos, lascúpulas de los templos. Pensó entoncesrefugiarse en alguno de ellos. SantoDomingo, quizás, Capuchinas, lasBeatas de Belén o acaso las

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Concebidas, cuyo convento permanecíaabierto día y noche. Si había calculadobien, se encontraba a la altura de laHuerta de los Sánchez y no debía dehallarse muy lejos del Teatro deCarrera. Así que echó a correr hacia elinterior de la ciudad con el apremio dequien llega tarde a una cita.

Cerca de las primeras casas, reparóque el convento de Santo Domingo habíaquedado más atrás y que se encontrabaen la calle de las Beatas Indias. Caminópor ella a grandes pasos hasta alcanzarla Plaza Vieja y, a resguardo de unaesquina, se detuvo a observar la fachadaposterior del teatro, donde se alzaba una

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fuente que custodiaban las estatuas deCalíope y Talía. En una de las puertaslaterales vio un tumulto de gente queabandonaba el edificio. Discurrióentonces que tal vez el mejor lugar paraocultarse no fuera la soledad de unconvento, sino una multitud comoaquélla.

Corrió hacia la balaustrada querodeaba el teatro, se encaramó en ellade un brinco y saltó al césped de laalameda de naranjos. Allí recompuso lafigura y se sacudió la ropa. Escondió elmorral y se abotonó el chaquetón. Elsombrero estaba chamuscado, así que,con un rápido movimiento, lo hizo volar

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por encima de la balaustrada. Seencaminó hacia la salida lateral y, parasu sorpresa, fue a confundirse allí conuna sofocada multitud que tambiénboqueaba y tosía sin parar.

«Logré sentar a la tía en uno de losbancos de la alameda y, mientras le dabaaire con el abanico, ella sonreía al notarque le volvía el alma al cuerpo.

»—Ya estoy bien, nena, ya estoymejor. ¡Qué susto, Virgen, qué susto!

»La alameda parecía una granescena de esas óperas italianas en lasque el coro alza sus voces a los cielos.

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Lloraban compungidas las damas,soltaban exabruptos los caballeros ygimoteaban las jóvenes de mi edad,como si el mundo fuese a concluir esanoche. Miraban a su alrededor perplejoso se encaminaban a paso incierto haciala verja que daba a la calle de lasBeatas Indias.

»Como salida de ninguna parte, oíuna voz atrás de mí que preguntaba:

»—¿Puedo ayudarlas en algo?»Vi a la tía sonreír y, al volverme,

descubrí a Néstor, destilando sudor, conla respiración entrecortada y loscabellos pegados a las sienes. Habíaperdido el sombrero en el barullo y

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tenía algunos arañazos en el rostro. Perodaba la impresión de estar muytranquilo. Me sorprendió, eso sí, surepentina aparición, pues no le habíavisto en el teatro ni en el vestíbulo ni enla platea.

»La tía lo miraba como si, de pronto,hubiese encontrado el grial, y con lamisma familiaridad que le trataba en elbufete, dijo:

»—Sí, licenciado. Puede ayudarnos.Frente a la fachada del teatro, estáEulalio con el victoria. ¿Puede decirleque venga a recogernos, si me hace elfavor?

Néstor corrió a las rejas de la

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entrada y poco después regresabasubido en el pescante del carruaje.Tomamos a la tía del brazo y nosdirigimos a la salida.

»Fue entonces que llegó hastanosotros un ronco rumor de vocescantando La Marsellesa.

»—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —pregunté, alarmada.

»—Algún bochinche, supongo —respondió Néstor.

»En la puerta principal había dossoldados y un oficial con un farol querevisaban a quienes abandonaban elteatro. Yo noté cierta inquietud enNéstor, pues volteaba su rostro hacia

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nosotras, como si quisiera ocultar lacara al oficial.

»A. llegar a la verja, el militar leescudriñó de arriba abajo. La llamavacilante del farol me permitió ver quelos arañazos en la mejilla y la frenteeran algo más profundos de lo que habíasupuesto y que de su cuello manaba unhilillo de sangre.

»—¿Dónde se hizo usted eso? —lepreguntó el oficial.

»Por toda respuesta, Néstor se pusoa toser en forma descontrolada. Daba laimpresión de que no podía respirar. Sellevaba las manos al pecho y, dobladohacia delante, más que toser, parecía

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estar a punto de vomitar. E intuyendoque Néstor se hallaba en una situacióndifícil, la tía Emilia se dejó decir:

»—Le cayeron unos vidrios en lacara.

»Además de una personalidad muyefusiva, y de cierta incontinencia alhablar que luego lamentaba, la tíaEmilia padecía de un maternalismo tanagudo que, aun siendo su mayor virtud,era también uno de sus mayoresdefectos. Pero en este caso, debo decir,su sexto sentido llegó como llovido delcielo.

»—¿Vidrios? ¿Qué vidrios? —preguntó el oficial.

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»—Los de la lámpara. ¿O es que nolo sabe? No, claro, qué va usted a saber,si estaba fuera. El loco que entró alteatro disparó a la araña dealmendrones, y los vidrios le cayeron enla cara al licenciado.

»—¿Usted lo vio?

«La pregunta parecía demandar unaespecie de fianza que la tía debíaextender sin más trámite.

»—Sí, señor. Yo lo vi.»En ese momento me percaté de que

la tía Emilia mentía descaradamente yque ni Néstor había asistido al recital ni

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le habían caído encima los vidrios ninada que se le pareciera.

»—Luego nos cayó encima lachusma del último piso —agregó la tíamuy ofendida— y aplastó al licenciadocontra la pared, de tal suerte, que no séni cómo respira, el pobre.

»Las notas de La Marsellesa,entreveradas con los gritos de ¡mueraCerna!, y las crispadas voces de ¡alto,alto!, se oían cada vez más próximas. Seoyeron algunos disparos. El oficialcorrió con sus hombres hacia el frentedel Carrera y nosotros nos subimos alcarruaje.

»Néstor alcanzó a decir:

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»—Sería mucho pedirle, doñaEmilia, que me llevaran a mi casa.

«Respiraba mal y la tos sólo cedíapor momentos.

«—Faltaba más, licenciado —respondió la tía.

Eulalio alteró la ruta y subió porSanta Teresa hasta la calle de laConcepción, que era donde Néstorvivía, pero, poco antes de llegar, nuestrocochero reparó que la cuadra estabavigilada y la tía le dio orden de

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retroceder.»—Dormirá esta noche en nuestra

casa, licenciado —dijo—. Allí podráusted ocultarse.

»—Yo no he hecho nada maloseñora —sonrió Néstor—. Déjeme aquí.Iré caminando.

«La tía se puso muy seria.»—Tampoco don José María

Samayoa ni don Miguel GarcíaGranados ni el licenciado Larrave hanhecho nada malo. Y ahí los tiene,encerrados en el Castillo de San José,exiliados en México o refugiados en la

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legación británica. Esto no es un juego,jovencito. Ya debería saberlo.

»Yo estaba sentada frente a Néstor yno dejaba de mirarle. En el cuello de sucamisa, había una mancha oscura que sehabía ido haciendo más extensa. La tíaEmilia también se dio cuenta y le alargóun pañuelo. Néstor se lo colocó en lanuca sin decir palabra y las dosinterpretamos su silencio como un mudoasentimiento al consejo de la tía.

»—Los gendarmes no están ahí porcasualidad, licenciado. Tenga laseguridad de que le estaban esperando.

»Néstor apoyó el codo en la rodillay se sujetó la frente con la mano. La tos

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había cedido un tanto, pero era obvioque no se sentía bien. Retiró el pañuelode la nuca para observar si lahemorragia se había detenido y, sindecir palabra, volvió a su posturaagobiada y pensativa. Después, sucuerpo se inclinó lentamente hacia mí,su codo se deslizó de la rodilla y sucabeza se posó, inerte, en mi regazo».

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7. Fuera del agua

Cuando Néstor Espinosa despertó aldía siguiente, lo primero que escucharonsus oídos fueron los compases de unamazurca al piano. Pero la razón tardabaen volver a su lugar y, prisionero de unaconfusa duermevela, intentó descubriralgún vínculo entre la ingravidez de laspesadillas que había vivido esa noche yla gravedad de la situación que, poco apoco, iba tomando forma en suconciencia.

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Recordaba una biblioteca atestadade mariposas adheridas a los lomos delos libros, unos insectos descomunalesde alas negras que parpadeaban alunísono y se esforzaban en tirar de losvolúmenes hacia fuera y hacia arriba. Laoscura reverberación esparcía un vientotan fuerte que por momentos tuvo laimpresión de que anaqueles, libros yaposento iniciarían un milagrosaasunción, impulsada por la turbulencia.Soñó después con Arcadio, saltando yparloteando en torno a él y recitando conafectación el canto de la Odisea querezaba «apenas la Aurora de rosadosdedos acariciaba las cimas de los

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montes», y que interrumpía a cada pocopara mascullar: «no, no, no es así, aquílas auroras no son de color de rosa, sinomalva, bueno, sí, son rosadas, peroabundan más las malva, no, tampoco, noson malva, son malvadas, así que elverso de la Odisea está mal, deberíadecir apenas los dedos malva de laAurora..., no, no, tampoco... ya sé, ya sé,apenas la Aurora de malvados dedos,¡eso es!, qué bonito me quedó».

A Arcadio le seguía una quimera, unave de plumas negras y ojos teñidos ensangre que, observado de más cerca,resultó ser el león alado de San Marcos,protector de escribanos, abogados y

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notarios, y del que don Ernesto Solístenía una pequeña talla en el bufete. Porúltimo, soñó que escuchaba un recital depiano en la iglesia de Saint-Martin in theFields, al lado de mister Ross, unconcierto de una sola pieza, una mazurcaque no podía identificar y que el pianistainterrumpía una y otra vez, pues al llegara determinada ligadura se equivocaba y,en lugar de proseguir, volvía de nuevo alprincipio para martirio de mister Ross,quien, no obstante su flema británica, nohacía más que despotricar contra losorganizadores del recital.

Se levantó del catre de tablas y contorpes movimientos se dirigió a la única

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ventana de la estancia donde habíapasado la noche, una extensa bibliotecade libros muy apretados unos a otros yen la que los más nuevos yacíanacostados sobre los hombros de los másantiguos. Tenía las manos vendadas yuna gasa alrededor del cuello. Descorrióla cortina de algodón, abrió lacontraventana y miró a través de laverja. El sol no había horadado aún laniebla matutina. Del interior de la casale llegaban los castañeteos de loszanates, y del exterior, una campanalejana y el histérico gañido de un pavo.

Hacía memoria con lentitud, perorecordaba claramente la reunión de Las

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Acacias, la huida a través del potrero,los disturbios frente al teatro. ¿Quéhabría sido de don Jaime, de Joaquín, deSaint-Just, de Basilio y los demás?

Vio su ropa en una silla. Se vistió y,con un repentino pudor, se preguntóquién le habría desnudado la nocheantes.

Su mirada se detuvo en un viejodaguerrotipo enmarcado en un óvalo.Era de una pareja de recién casados,serios y distantes. El tenía un aire deserena gravedad, camisa de cuello alto ycorbata de doble vuelta, y ella era elvivo retrato de Clara Valdés.

Se acercó, muy sorprendido, y fijó la

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mirada en aquel bellísimo rostro con laosadía de que no era capaz cuando lotenía frente a él. Adoraba aquellos ojososcuros, aquella nariz peqüeña, aquellafragilidad física de Clara que la hacíatan adorable y aquella curva coqueta enlas comisuras de los labios que siemprele habían parecido una invitación a algomás que al insulso intercambio depalabras que solían mantener en elbufete.

—Nos parecemos, ¿verdad?Se volvió, sorprendido. Doña

Emilia Valdés sonreía desde la puerta.—Aún sigue siendo muy bella, doña

Emilia —dijo algo atolondrado—, pero

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debo confesar que en su juventud eradeslumbrante.

—¡Uy qué pícarooo!—respondiódoña Emilia, entrecerrando los ojos.

—Lo digo como lo siento.—¿Y cómo se siente hoy,

licenciado?—Bastante mejor. No sé cómo

agradecerle...Se interrumpió al reparar que, detrás

de doña Emilia, con expresióndistendida, estaba Clara Valdés.

—Buenos días, Clarita —dijo—. Notengo palabras para excusarme por lo deayer.

Clara dio unos pasos hacia él.

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—Estamos en paz, licenciado. Yocaí en sus brazos por la mañana y usteden los míos por la noche.

Los tres se echaron a reír. Lafamiliaridad con que Clara le hablabaera un cambio inesperado, un quiebro enla etiqueta que ambos habían guardadohasta entonces.

—¿Era usted quien tocaba el pianoesta mañana?

—Intento aprender —dijo ella.—Me gustó cómo interpretaba esa

mazurca de Chopin.Clara se volvió a su tía enarcando

las cejas.—Tenemos un entendido en casa —

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dijo.—La escuché una sola vez. En un

concierto.—¿Y cómo lo hago? —preguntó ella

con coquetería.—Yo la recuerdo en un tempo más

rápido, pero me agrada más el queutiliza usted.

—¡Mentiroso! —dijo ella, sin dejarde reír.

«¿Cómo le dices a un hombre que lequieres o le gustas, sin dar signos derendición? Sí, ya sé, no me lo digas,Elena. Hay todo un juego de

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insinuaciones, de gestos y de palabraspara transmitirle lo que sientes, pero, ¿ysi él es tímido o misógino o no quiererevelar sus emociones o no sabe cómoexpresarse? ¿Cómo haces para atraerlo,a una edad en que todavía no dominas lapalabra ni tienes aún la malicia que mástarde te dan los años?

>Yo esperaba que la alegre pláticade la mañana anterior y el incidente deltoro hubiesen cambiado las cosas, pues,aunque desmayada, había estado enbrazos de Néstor. Lo que es más, teníapor seguro que, cada vez que me viera,pensaría en el incidente, y que el pruritode una complicidad compartida bastaría

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para provocar la cercanía quedespiertan los deseos y pone en contactolas almas. Pero el muy íntegro, el muycaballero, el muy honorable practicantedel amor cortés, se echó al día siguienteatrás.

»Para empezar, su vida se habíatorcido, sin que yo, torpe de mí, loentendiese. Había perdido a su mejoramigo, la hermandad se había disuelto yno podía volver a su casa. Tampocosalir de la mía. Cerna había proclamadoel estado de sitio y nuestra cuadra estabavigilada las veinticuatro horas. En lascinco entradas de la ciudad habíandoblado la guardia y, lo mismo que

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sucede esta noche (Dios, cómo se repiteen nuestro país la historia), patrullas desoldados rondaban las calles, y piquetesde gendarmes registraban las casas sinorden judicial.

»La tía comprendió el error quehabía cometido al llevar a Néstor acasa. Si el Gobierno averiguaba queestaba allí, tanto ella como sus amigasacabarían en la cárcel. Pero deja eso.¿Cuánto tiempo podíamos ocultar aNéstor, si el estado de sitio seprolongaba? ¿Una semana, un mes, seismeses?

»Dos amigas del club de las Damasdel Amor Hermoso, con quienes la tía se

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había reunido esa mañana en Losárboles útiles, un vivero donde solíacomprar macetas y plantas, la habíanhecho recapacitar. Debía soltar cuantoantes aquella papa caliente. Y eso fue loque le dijo a Néstor esa mañana en labiblioteca.

»Lo encontramos mirando una viejafoto de la tía con su esposo. La tía hizouna broma del parecido de ella conmigocuando era joven y luego, sin máspreámbulos, le puso en autos de lasituación.

»—Sabrá, licenciado, que elGobierno ha iniciado una intensaoperación de búsqueda y captura por

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toda la ciudad.»—Lo imagino, señora. Y lamento

ser la causa de tanto inconveniente.»—Todos corremos un grave

peligro. Le ruego, por tanto, la mayordiscreción mientras permanezca en estacasa y vemos cómo se resuelve suproblema.

»—Eso no será necesario. Me iréhoy mismo, en cuanto se haga de noche.Conozco algunas veredas del Incienso.Por ahí podré escapar.

»—Ni lo piense. El daño que noscausaría si le ven salir de aquí y ledetienen sería terrible.

»—Huiré por los tejados. No me

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verán.»—Olvídelo. La cuadra está

vigilada. Tenemos una idea mejor, peroaún debemos reunir plata y atar algunoscabos. Tenga paciencia, todo se andará.Pero, por lo que más quiera, no semueva de aquí. Volveré más tarde.Espero traerle buenas noticias.

»Nos quedamos los dos solos. Nosabíamos qué hacer ni de qué hablar yNéstor me pidió que tocara el piano. Lenoté triste. Y al reparar que disfrutabamás mirándome que escuchando, leinvité a sentarnos en el corredor. Estabadeseosa por retomar el espíritu del díaanterior en el despacho de don Ernesto.

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»Sé muy bien, Elenita, que una mujerno debe apresurar a un hombre. Pero enuna situación como aquélla, y ante eltemor de no volver a verle en muchotiempo, dispuse insinuarle lo que sentía.El problema es que no sabía cómohacerlo, así que, en vez de empezar pordonde debía, es decir, hablando claro ypelado, recurrí al circunloquio.

»—¿Tiene usted novia? —le dije.»—No, Clarita. No tengo novia.»—Pero habrá tenido alguna —

insistí, casi sin aire en el pecho.»—Sí, alguna.»—¿Novia o amante?»—¿Cuál es la diferencia?

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»—Usted me dirá. Yo no he tenidoamantes ni novias.

»—Bueno, sí, alguna he tenido.»—¿Novia o amante?»Estábamos sentados en sendos

sillones de mimbre y yo estabasofocada. Néstor, en cambio, se veíamuy pálido y estaba muy serio.

»—Digamos que una amiga —respondió sin mirarme.

»—¿De aquí?»—No. Era de Gales.»—¿Y la amaba?»Néstor no respondió.»—¿La echa de menos?»Me miró con dulzura y dijo:

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»—Clarita, es usted muy curiosa.»—Me gustan las historias de amor.»—Dijo que deseaba saber la

diferencia entre una novia y una amante.»—Bueno, eso también.»Sonrió, como si se encontrara en

medio de un entredicho y no supieracómo salir de él.

»—Son sólo palabras —dijo al fin— y, como palabras que son, puedensignificar cosas distintas.

»—¡Ah, no! —protesté—. No se mevaya por ahí.

»Tardó en responder. No era elmismo de la mañana anterior, pero yo nome había dado cuenta. Mi torpeza y mis

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prisas me impedían ver que lo másimportante para Néstor no era laconversación ni el asunto que yo habíainiciado, sino la situación en que él sehallaba. Además de un amigo y unempleo había sido despojado de lo quetal vez más quería: su libertad interior.Estaba encadenado a la voluntad y alalbedrío de otros y nuestra casa debíade parecerle una celda.

»—La novia, creo yo, es la amada,el ideal, el sueño. La amante es la mujerposeída y a la que no necesariamente seama. No como yo pienso que debeamarse. Pero son sólo palabras.Depende del sentido que les encuentre

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cada quién.»Se había levantado del sillón de

mimbre y contemplaba, pensativo, lasflores del patio. Echó la cabeza haciaatrás, cerró los ojos y suspiró.

»—¿Se siente bien? —le dije.Néstor me miró con la expresión que

usaba para interpretar a Segismundo, laque me había desarmado semanas atrásen el teatro, y dijo con una sonrisa:

»—Me siento como un salmón.»Era de nuevo, o eso me pareció, el

Néstor de otras ocasiones, el que con ungesto o una palabra quitaba hierro a laseriedad de una situación embarazosa.

»Pero esta vez no bromeaba.

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»—Tuve un maestro en Londres, unhombre por el que aún siento grancariño. Se llamaba Chester Ross. Meenseñó muchas cosas. Una de ellas fuela dramática aventura de los salmones,en un viaje que hicimos a Escocia. ¿Haleído u oído hablar de eso alguna vez?

»—No.»—A los salmones, su memoria les

permite recordar el olor de las aguasque habitaron cuando eran sólo alevines.Y su instinto de reproducción losarrastra contra la corriente, río arriba,en un esfuerzo agotador. Muchos muerenen el camino, devorados por lasalimañas. Otros no pueden remontar el

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río. Y algunos dan un mal salto y sesalen del cauce. Caen en alguna piedra oen la orilla y mueren allí, sin haberlogrado su propósito.

»Si quieres que te sea sincera, yo nosabía de qué me estaba hablando. Sólosé decirte que escuchaba su voz más quesus palabras y que, a medida que ibatraduciendo lo que me quería decir,comencé a sentir un profundoremordimiento por lo imprudente quehabía sido.

»—Volver es siempre difícil, aunquelas fragancias y los sabores del lugardonde uno nació sean los mismos. Perola resistencia de la corriente es a

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menudo insalvable. El río te escupefuera del cauce y te deja boqueando enla orilla. Así me siento hoy, Clarita,como un salmón fuera del agua. Ayer tansólo, mi vida era un universo ordenado.No el mejor, pero sí ordenado. Y hoy yave, no sé hacia dónde ir.

»Me conmovió su franqueza y, sinembargo, no se veía vencido, acaso porsu inclinación a esconderse tras unamáscara o una broma. No hablaba conamargura, sino como la confirmación dealgo que esperaba. Lo vi tan atractivo enese momento que tuve ansias deacariciar su rostro y besarlo. Ysospecho que él lo adivinó, porque,

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cambiando súbitamente el tono deconfesión que había impreso a suspalabras y echándose inopinadamente areír me dijo:

»—Creo que necesito ir a ver albrujo de Las Vacas.

»—¿Quién es el brujo de Las Vacas?—le pregunté.

»—Un zahori que vive en esebarranco. Allí atiende a la gente y curatoda clase de males, pero suespecialidad es asistir y consolar a losamantes sin esperanza.

»Y ahí se acabó el amor, quierodecir, la intimidad que habíamoslogrado y que, evidentemente, él no

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quería mantener.»A poco regresó la tía. Nos dijo que

las damas del club seguían trabajando enun plan, pero que aún no habían podidocerrar cierto trato. Salí con ella a hacerunas compras y, llegada la noche, Néstorcenó con nosotras. Habló muy poco.Estaba muy preocupado y se retirótemprano a la biblioteca y al catre dondedormía».

Quiso leer a la luz de una candela,pero no le fue posible concentrarse.Sólo podía pensar en Clara, en sumirada vivaz, en el sugerente rictus de

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su boca, en su cuerpo joven apretado alsuyo mientras la llevaba desmayada alsofá. Era tan vital, tan tentadora. En elpatio, sobre todo, había tenido laimpresión de que toda la energía delmundo se posaba en su rostro, en suspequeños pechos, en su piel lozana y ensus pupilas oscuras y brillantes. Y porun momento presintió que deseaba serbesada, pero ahora se daba cuenta deque había hecho bien en contenerse. Noera más que un fugitivo, un proscrito sinfuturo, y no pasaría mucho tiempo sinque ambos se separaran, quién sabe sipara siempre.

No podía conciliar el sueño, así que

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se levantó del catre con la intención desalir al patio y aspirar allí el frescor dela noche. Se sentía tan aturdido como laprimera vez que se había embriagado ytan confuso como cuando vio, porprimera vez también, una mujer desnuda.

Tenía la mano en el pomo de lapuerta, cuando llegaron a sus oídos lasnotas de la mazurca de Chopin. Como labiblioteca estaba en el segundo patio, lamúsica sonaba distante, pero, aún así, lepareció raro que Clara tocara a esashoras de la noche.

Con el oído pegado a la puerta,prestó más atención a la música. Lamazurca sonaban en un tempo

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extremadamente acelerado. Adulteradacon chirriantes notas falsas, laatropellada ejecución destruía la dulzuraoriginaria de la pieza. ¿Habría ofendidoa Clara en algo? Y si no era así, ¿cuálpodía ser el motivo de unainterpretación tan estridente?

Soltó la mano del pomo y retrocedióunos pasos. En su mente había surgidoun barrunto. Quizá Clara le queríaenviar un mensaje. Y esa inexplicableconjetura, con todo lo irracional quepudiera ser, le sugería que un peligro leacechaba tras la puerta. Volvía a sentirseotra vez como en el potrero de Rubio:con el precipicio enfrente y los perros a

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la espalda. La única diferencia era queahora no había escape posible. Laventana de la biblioteca estabaprotegida por una reja con barrotes dehierro y, aún logrando salir a la callepor el tercer patio, no podría evadir alos soldados que vigilaban la cuadra.

Convencido de que no tenía escape,Néstor Espinosa comenzó entonces adespojarse muy despacio del vendajeque envolvía sus manos y su cuello, sindejar de escuchar, pensativo, aquelllamado de alerta que Clara le enviabaen clave por medio de una mazurcadestemplada.

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«Llegaron esa noche de improviso,invocando el nombre del ministro deInterior. Y el menso de Eulalio, nuestrocochero, pensando que era el propioministro quien llamaba, les abrió elportón sin encomendarse a Dios ni aldiablo.

»Serían como media docena eirrumpieron en tromba en el zaguán,dando gritos, unos con los chafarotesdesenvainados y los demás apuntandoaquí y allá con sus rifles de mecha.

»Un sargento los mandaba, un tipocon cara de Judas que apostó a cuatro desus hombres en las esquinas del primerpatio y les ordenó hacer fuego sobre lo

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primero que se moviese.»Estábamos aún en el salón, pues

Néstor se había retirado temprano, ycuando oí la algarabía que armaban losperejiles, sólo pensé en avisarle.

»Corrí al piano y, ante la miradaatónita de la tía, me puse a tocar lamazurca de Chopin y a aporrear contodas mis fuerzas el teclado delBösendorfer hasta hacerlo aullar. Queríaque Néstor me escuchara y que sepercatara del tempo, de las notas falsas,de la desarmonía, en fin, con que sonabala pieza.

»El sargento abrió la puerta de unapatada. Y mira, Elena, cuando vi a aquel

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tipo horroroso se me cayó el alma a lospies. Y cuando tuve cerca a losgendarmes, creo que se me fue bajotierra.

»Eran todos perejiles, ¿losrecuerdas?, indios del cuerpo degendarmes que el general Carrera habíacreado para vigilar el barrio de LaParroquia. Tenían unas greñas así delargas, se cubrían con sombreros depetate y sus uniformes eran de un verdecetrino, que por eso les llamabanperejiles. Debían de ser analfabetos,gente tallada a machetazos, te digo,primitiva y peligrosa, pero incapaz demantener el orden público, como la

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prensa denunciaba de vez en cuando contoda la prudencia de que era capaz paraque el señor presidente no se molestara.

»Catearon la cocina, la despensa ylas habitaciones del primer patio y,cuando terminaron allí, se dirigieron alsegundo, donde estaba la biblioteca.

»La tía y yo les seguimos, junto conEulalio y las mucamas, pero, apenashabían terminado de registrar el establo,al sargento le pareció que la soga delpozo que había en el patio, de los añosen que la propiedad tenía huerta, semovía. Y muy excitado, ordenó a sushombres tomar posiciones y encañonarel brocal.

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»Uno de los perejiles tirórápidamente del lazo, pero sólo sacó lacubeta vacía.

»Sin darle tiempo a pensar, elsargento le ordenó tomar un farol ymeter los pies en la cubeta, mientras dosde sus compañeros le descolgaban alfondo del pozo.

»Había un silencio mortal. Hasta loshabituales murmullos de la noche sehabían apagado. Sólo oíamos el chirridode la garrucha que se dolía con el pesodel perejil.

»La tía y yo estábamos aterradas.Temíamos que en cualquier momento seprodujese un disparo o un grito en el

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interior del pozo. Pero lo inesperado noemergió del brocal, sino del árbol depomarrosa que se erguía a pocos pasos.Algo o alguien agitó con fuerza susramas.

»El sargento se volteó y, sinpensarlo dos veces, abrió

fuego con su revólver. Y ya nadie sepreocupó del perejil que pendía de lagarrucha, pues los dos que le sostenían,los otros que vigilaban, la tía, Eulalio yyo, no digamos el sargento, nosquedamos con la boca abierta,pendientes de lo que caía del árbol. Ycomo no caía nada, el sargento le zampóotra ronda de tiros.

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»La segunda descarga dio sus frutos.O mejor dicho, su fruto, pues, golpeandolas ramas y arrastrando una lluvia dehojas, cayó al suelo un tacuazín blancoque debía de pesar veinte libras.

»Del brocal venían entretanto gritosque parecían surgir de un sarcófago. Elsargento se fue, ciego, a la boca delpozo y desde allí comenzó a increpar alperejil y a pasearse en su madre y allamarle maricón. Y como la tía y yotambién gritábamos por el susto y losdisparos, aquello parecía el mismísimoPurgatorio.

»En medio del griterío, escuchamosde repente unos golpes muy recios. A la

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escasa luz de los dos faroles de manoque portaban los perejiles era difícilidentificar los bultos, no digamos losrostros. Pero todas las miradas sevoltearon hacia el lugar de donde veníanlos trancazos, que era la biblioteca, enel marco de cuya puerta se alzaba algoasí como una aparición.

«Envuelto en una sábana blanca, conuna palmatoria en la mano, había unanciano de barbas y cabellos grises.Bajo sus cejas, espesas e hirsutas,brillaban unos ojos inquietos quemiraban hacia nosotros, como los del

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ciego que busca el origen de un ruido.Blandía un bastón de bambú que hacíarestallar contra la puerta y, cuandofinalmente logró que se hiciera elsilencio, exclamó con voz de trueno:

»—¡Cuán gritos esos malditos, peromal rayo me parta, si en acabando estacarta, no pagan caros sus gritos!».

«No encuentro las palabrasapropiadas para explicar lo que sentí,tal vez porque, al igual que los demás,era víctima de esa sugestión que causatodo lo que viola las leyes naturales. Enel teatro o la ópera, una sabe que está

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presenciando una farsa, pero en el actode magia, y en verdad esa fue laimpresión que me causó el espectro, lasorpresa es tal que la mente se paralizay no puede razonar, quizá porque elengaño de que eres objeto te deleita oporque una siempre desea ser testigo dealgún hecho maravilloso. Y desde lapenumbra en que estábamos, eso era loque veíamos, la milagrosa aparición deun anciano extremadamente pálido quecon voz ronca, pero amenazadora ypotente, se dirigía a nosotrospronunciando unos versos del Tenorio, amás de otras frases y palabras que pocospodían entender, y menos los pobres

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perejiles que observaban sobrecogidosla espantable visión de un profeta queacabara de salir de entre los muertos.

»—¿Quiénes sois, en nombre deBelcebú? ¿Qué ocurre aquí? ¿Quiénllama? —decía el anciano, indignado—.¡Ah, pobre patria míal ¡No puedellamarse nuestra madre, sino nuestratumbal Un lugar donde nadie sonríe,salvo el que ignora lo que ocurre, unatierra donde los lamentos, los gemidosy los gritos que desgarran los airespasan inadvertidos y los dolores másagudos se tienen por emocionesvulgares. La campana de difuntos tocaa diario sin que nadie se pregunte por

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quién dobla y las vidas de los valientesexpiran, antes que las flores de sussombreros.

»Algún perejil echó mano al suyo,para comprobar si era cierto lo de lasflores, pero el sargento se empezó aacercar muy despacito al fantasma,apuntándole con el revólver.

»El anciano no se arredró. Nisiquiera cuando tuvo el arma frente a lasnarices, movió un párpado. Por elcontrario, alzando aún más la voz, leespetó al perejil un galimatías que ledejó sin habla.

»—A setenta años se remontan misrecuerdos, durante los cuales he

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presenciado horas terribles y sucesosextraños, pero esta noche tremendareduce a la nada cuanto he conocidohasta hoy. ¡Escuchad! —dijoponiéndose un dedo en los labios—. Esel búho que chilla, fatídico centinela delas horas más siniestras. ¡El osaguarda por ahí, brujas miserablesl¡Que alguien toque la campana y dé laalarma! ¡Mi alma está llena deescorpiones! ¡La tierra tiene fiebre ytiembla! ¡Qué horror, qué horror!

»Pero el sargento no parecía estarmuy afectado por las brujas, los búhos,los escorpiones y menos aún la diatribaque la aparición nos había endilgado.

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»—¿Y usted quién es para insultar ala autoridad y darle órdenes? —le dijo ala aparición.

»El ciego hizo un breve silencio,tomó aire y sacando un vozarrónimponente gritó, mirando a las estrellas:

»—¡Yo soy el que soy!»La tía Emilia apenas pudo contener

la carcajada. Mejor dicho, no lacontuvo. Todo cuanto pudo hacer fuetransformarla en una escandalosallantina que tuvo el don de confundir aúnmás al sargento y a los perejiles. Conlos brazos en cruz, la tía se dirigió haciael ciego ante la mirada atónita deaquella tropilla analfabeta y obtusa que,

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para remate, se veía obligada ainterpretar a bocajarro una de las frasesmás oscuras de los evangelios.

»—¡Ay mi Chepe, mi pobrehermano! —lloraba la tía, quien, si biennunca actuó en un escenario, era tambiénuna payasa bien hecha—. ¿Qué hacesaquí a estas horas! ¡Ay pobrecito mío,qué tristeza! ¡Ay Diosito, qué desgracia!.

«Cuando te decía que, junto con donErnesto, los tres se entendían a misespaldas, digo poco, pero esa noche,Néstor y la tía dieron muestras de uningenio que yo jamás hubiese imaginado.El sobre todo, pues conocía la magia dela impostura y el efecto de un buen

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disfraz. Llevaba la sábana al estilo de unsenador romano, iba descalzo hasta lasrodillas y se había puesto la peluca, lascadenas y los abalorios que usaba paraLa vida es sueño. Y parecía, en efecto,un demente. Sus ojos desorbitados,lanzaban destellos horribles a lamortecina luz de las candelas. No sé site ha ocurrido alguna vez, pero un locopuede dar más miedo que un asesino ouna alimaña. Sobre todo por la noche.La presencia de lo irracional aterra. Yeso fue lo que, en última instancia, debióde paralizar a los perejiles.

»—Perdone usted, señor sargento —decía la tía con expresión doliente—.

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Perdone las insolencias de mi pobreChepe. Nos tiene aburridas con esa sucantinela. Está el pobrecito tan mal...Demenció hace cosa de un año y nopuedo hacer carrera de él. Se me sale dela habitación y de la casa. Y tengo penade que el día menos pensado se mepierda por ahí. Vuelve a la cama,hermanito, que estos señores no te harándaño, ¿verdad, señor, que no le van ahacer daño?

»El sargento bajó el revólver, no sési por miedo o por prudencia. No sepuede matar a una aparición y ése fue,me parece, su temor: que disparase elarma y la aparición siguiese hablando

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con su voz imponente.»Pero la magia dura lo que dura. Y

pasado su efecto inicial, el sargentoempezó a dar muestras de no tenerlastodas consigo. A paso descuidado, sefue entrando en la biblioteca, donde latía cubría con una frazada a Néstor, entanto que un perejil iba iluminando losanaqueles donde se apilaban los librosprohibidos.

»No eran, sin embargo, los libros loque más me preocupaba, sino el morralque colgaba detrás de la puerta y en elque Néstor guardaba los potingues ypostizos que solía llevar al teatro. Asíque la abrí del todo, hasta hacerla tocar

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el muro, y me quedé apoyada en ella.»La angustia no duró mucho. Los

desesperados gritos del perejil que,olvidado, aún guindaba en las sombrasdel pozo llamaron la atención delsargento quien abandonó rápidamente labiblioteca. Minutos después, dos de losgendarmes sacaban a la superficie unbulto mojado, temblando de frío ytosiendo.

»Antes de irse, los gendarmeshicieron otra ronda de registros, esta vezacompañados de la tía, quien no dejabade parlotear acerca de las cosasterribles que estaban ocurriendo en elpaís a causa de tanto hereje que

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pretendía arrebatarnos la paz tanduramente conquistada. Pero el discursono debió de ser muy convincente, puesel sargento, en prueba de que debíamosandarnos con cuidado y de que el estadode sitio, fijado de seis a seis, podíasignificar la ejecución in situ de quienlo intentara violar, no quitó loscentinelas de las esquinas de la cuadra,a pesar de que la tía les obsequió eltacuazín para que lo cocinaran esanoche.

»La frialdad y el histrionismo deNéstor y la tía, y más que nada, laoscuridad, nos habían salvado, pero laexcitación tardó en atenuarse. Y nos

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quedamos hablando hasta la madrugada,tomando chocolate y sorbiendo anisadode Mallorca. Lo habíamos pasado mal,pero no creo haberme reído nunca tantocomo en las horas que siguieron, alevocar la insólita comedia con gozosalentitud y rehaciendo sus escenas hastaen los más prolijos detalles. Néstor,sobre todo, nos hizo reír hasta el dolor,impostando la voz del anciano eimitando la del sargento. No teníamaquillaje ni postizos, pero aún seguíaenvuelto en la sábana, y cada vez que seponía de pie para revivir algún detalle,la tía y yo nos retorcíamos en el asiento,víctimas del gozoso llanto de la risa.

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»Se había salvado y nos habíasalvado. Y no dejaba de hablar. Era laprimera vez que lo hacía ante mí con unafluidez cautivadora, sin errar unapalabra, como si estuviese leyendo.Toda su turbación del mediodía, todossus reparos para expresarse conclaridad, en lugar de con metáforas, sehabían disipado. Se dirigía a mí casisiempre, no dejaba de sonreír cuandoposaba su mirada en la mía y, a la luz delas candelas, sus ojos brillaban comocarbones encendidos.

»Esa noche nos contó que habíanacido el año del cometa, cuando unreguero de luz cruzó el cielo de

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Guatemala, anunciando calamidades.Fue el día en que regresaron de LaHabana los despojos del obispo frayRamón Casaus y Torres, expulsado delpaís por los viejos liberales. DoñaGenoveva de Espinosa había tomado lacoincidencia de ambos sucesos, el pasodel cometa y el regreso del patriarca,como señales del cielo y habíaencomendado a Néstor a la Virgen delRosario. Y cuando el niño cumplió seisaños, la buena señora lo llevó a SantoDomingo. Quería que viese la calaverade fray Ramón con la mitra puesta. Latenían en exhibición, frente a la caja decaoba que guardaba los restos del

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obispo.»También nos habló de sus años en

Londres, de sus viajes a Escocia y aParís, de su recordado mister Ross y delo que había aprendido sobre el teatro.La imagen y la actuación son poderosas,nos dijo. Paralizan y sorprenden, perotambién son fugaces. Sin la fuerza de laspalabras, ambas se esfuman enseguida,por más que quienes miren sean genteimpresionable o vulgar. Y usted debe desaber de estas cosas, le dijo riendo a latía Emilia. Dos minutos más haciendo elpayaso, recitando a Shakespeare yZorrilla, y el sargento se habría dadocuenta del engaño.

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»Yo estaba deslumbrada. Aquellaconversación, que a mí me parecióinflamada de promesas sin decir ydeseos sin satisfacer, me pareció elpreludio de una vida feliz a su lado. Yesa noche decidí que, ocurriera lo queocurriese y costara lo que costase,Néstor sería el hombre con quien habríade pasar el resto de mi vida, una de esascosas que piensas cuando sólo tienesdiecinueve años. ¿Qué horas son,Elenita?

»—Falta poco para las once. Debesde estar cansada, ¿quieres recostarteahora?

»—Me pregunto si la fatigada no

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eres tú con toda esta larga historia.Tienes fiambre, me decías.

»—También hay chocolate hecho.Puedo calentar un poco.

»—Espera, voy contigo... No estoycansada. Hablar tanto me ha hecho bien,pero no puedo olvidar lo ocurrido hoy.¿Recuerdas a doña Manuela Matute?

»—Cómo no voy a acordarme.Siempre me regalaba bolitas de mielcuando iba de visita a nuestra casa.

»—También está detenida.»—¡Dios mío, pero si es una

anciana!»—Según pudo averiguar don

Ernesto, está presa por haber mandado a

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bordar una bandera para los queplaneaban asesinar al presidente.

»—¡Pobrecita! No soportará laprisión. ¿Quién pudo ser tan desalmadopara denunciarla?

»—No lo sé, Elena. Está todo tanconfuso. ¡Hum, qué bien huele aquí!

»—Las mucamas hicieron unosdulces.

»—¡Y ese olor a chocolate! Diosmío, creo que voy a llorar otra vez...».

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8. Marcado

—Buenos días, doña Emilia —saludó el sacerdote en voz baja.

—Buenos días, padre.—¿Dónde puedo hablar con él?—En la biblioteca, por ese pasilloEl padre Vidal Sanabria cruzó a

paso rápido el zaguán y se dirigió,corredor adelante, hacia el segundopatio. No tuvo que caminar mucho.Néstor Espinosa había oído los golpesen el portón y salió a su encuentro.

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—¡Qué alegría verte! —dijo Néstor,abrazando al cura—. Estaba preocupadopor ti.

— Salimos con bien, gracias a Dios.—¿Cómo están los demás? ¿Qué

sabes de Joaquín y de Saint-Just!—Joaquín logró orillar el barranco y

regresó a la ciudad bordeando el cerrodel Carmen. Saint-Just, como es tannecio, se apartó de Joaquín y, hastadonde sabemos, tomó un desvío y seperdió por Matamoros. Pero está bien.Oculto, como los demás.

El rostro de Néstor se ensombreció.—¿Qué ha sido del cuerpo de

Arcadio?

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—Hasta ayer logré que meentregaran el cadáver. Le hemos dadosepultura hoy. El arzobispo se negaba aenterrarlo en tierra sagrada y no sabes loque me costó obtener de él permiso parahacerlo. Estaba convencido de que eramasón.

—¿Y don Jaime?—En una bartolina del Castillo de

San José. Le han cerrado Las Acacias yla tienda de sombreros.

—Le habrán torturado.—Imagino que sí.—¿Y los demás?—Esperando la oportunidad de huir.

Algunos lograron salir de la ciudad,

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jugándose la vida por los barrancos.Estarán camino de México, Honduras,El Salvador. O tal vez ocultos en algunafinca. El Gobierno tiene al parecer unalista con algunos nombres de losmiembros del club.

—¿Una lista? ¿De todos nosotros?—Hasta donde sabemos, es

incompleta. Sólo contiene los nombres yapellidos de diez o doce.

—Eso quiere decir que, quienquieraque haya sido el delator, no nos conocíaa todos.

—No lo sé. Para mí esa lista es unmisterio. Manos anónimas la dejaronayer en la curia, pero también se conoce

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en otros círculos.Néstor miró, inquieto, a Sarastro.—¿Está mi nombre en esa lista?El sacerdote asintió en silencio.—¿Y quién más?—Hiram, Lucio, Eneas, Juliano,

Turgot, Sebastián, Saint-Just, Juliano,Basilio... diez o doce, ya te digo. Pareceser que la escribieron con prisa.

—Y tú no estás en ella.—No.—¿Y Joaquín?—Tampoco.—¿Y qué piensan los demás, los que

no están en la lista?—Creen que es una trampa del

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Gobierno.—No entiendo.—Piensan que si el Gobierno ha

hecho circular esa lista es para que, losque no están en ella, se confíen y salgande su escondite. Pero también corre otraversión.

—¿Cuál?—Que lo de la lista es sólo una

pantalla, porque el Gobierno sólo queríadetener a uno de nosotros.

—¿A uno sólo? ¿Y quién es?El sacerdote dudaba.—¿Quién, Sarastro, por todos los

demonios?—Tú.

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Néstor le dirigió una expresiónatónita.

—¿Qué dices?—El plan era detenernos a todos.

Nos habrían encarcelado, nos habríandado unos cuantos azotes y luego noshabrían ido soltando. No nos considerangente peligrosa. A ti, en cambio, tehabrían enviado al exilio. Ese era elarreglo.

—¿El arreglo? ¿Qué arreglo?—Un rumor que corre desde ayer.—En la curia.—Sí, claro, en la curia.—Tú sabes algo que no quieres

decirme. ¿A quién se le ocurrió ese

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arreglo?—Tranquilízate, es sólo un rumor.

Pero si Sebastián estuviese aquí, tediría que fui yo, un clérigo con doscaras, quien delató a la hermandad.

—También pudo haber sido él. ¿Note parece raro que haya queridomarcharse tan pronto y que lo de lamanifestación contra el Gobiernotuviese como fin no estar ya en el salóncuando llegaran los soldados? ¿Y porqué no Saint-Justi También se queríamarchar, ¿no es así?

—También. Pero ése es sólo unexaltado. ¿Viste a Mauricio o a Hernán?No llegaron esa noche. Pudo haber sido

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también cualquier cliente del mesón queel Gobierno había puesto allí paraespiarnos. Y quién quita que haya sidoEneas, el pendolista, que tampocoestaba. Es doloroso pensar en Basilio,en Hiram, en Arcadio, en Sebastián, enJuliano. Pero todo es posible. Inclusopudo haber sido un familiar decualquiera de nosotros.

Se habían sentado junto a la ventanadonde la brisa hinchaba suavemente lacortina e impedía en ocasiones queambos se vieran la cara.

Néstor apartó la tela de un manotazo.—¿Qué me quieres decir con eso de

algún familiar?

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El sacerdote tragó saliva.—Qué difícil es todo esto —

murmuró.—Estoy esperando, Sarastro.—De acuerdo, te diré lo que sé.

Alguien que conocía tus pasos, tedenunció. Nos denunció, pues. Ese es elrumor que corre desde la mañana en elarzobispado. Según parece, un jesuitaestuvo ayer por la mañana en el palaciode Gobierno y habló con el coronelLeocadio Ortiz, jefe de los serviciossecretos de Cerna.

—¿Y tú piensas que ese jesuita es mihermano Rafa?

—No he dicho eso, Néstor. No lo sé,

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por Dios vivo que no lo sé. Pero elrumor se ha extendido y los jesuitas nolo desmienten.

—Lo desmentirán.—Me sabe mal llevarte la contraria,

pero si conozco bien a la Compañía, nolo harán. Ni por tu hermano ni por nadie.

—¿Cómo saben que era mi hermanoRafa el que entró esa mañana enpalacio?

—Lo ignoro. Sólo repito lo quedicen en la curia.

—Tuvo que ser otro. Mi hermano noes capaz de hacer una cosa así.

—No los conoces. Aunque Rafa nohaya tenido nada que ver en la denuncia,

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no saldrán a aclarar el asunto. Lesinteresa que se sospeche que han sidoellos quienes descubrieron ese foco deconspiración. La gente dirá en la calleque aquí no se puede hacer nada sin quelo sepan los jesuítas y que nadie quepretenda ir contra el Gobierno o contraellos saldrá indemne, si lo hace. Nisiquiera el hermano de un jesuíta. Eso eslo que quieren que se sepa y, si el rumores o no verdad, eso no importa. Tuhermano va a tener que callarse.

Néstor escudriñaba las pupilas deSarastro, buscando algún destellorevelador de que el clérigo mentía.

—¿Y tú, hermano Sarastro? —le

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dijo con sorna—. ¿Cómo es que andaspor la calle, así, como si nada hubieseocurrido?

—¿Sospechas acaso de mí?Néstor no respondió. Sólo se limitó

a mantener, con dureza, la mirada de suamigo.

—Nadie está seguro estos días —dijo Sarastro—. Ni siquiera yo. Pero lasotana me protege. Dudo que elGobierno se atreviera a detener a uncura. Así que, mientras pueda, seguiréayudando a los que están escondidos y alos que quieran huir del país.

—Y para eso has venido.—Mi consejo es que te vayas cuanto

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antes. Las cosas no han podido ir peor.La manifestación frente al teatro fue unfracaso. Llegaron unos pocos y losdispersaron con facilidad. Tambiénsabemos que la invasión de Cruz no vapor ahora a ninguna parte. Se tuvo queregresar a México, perseguido por elcorregidor de San Marcos. No hay nadaqué hacer aquí. No por ahora.

—¿Y quién te ha dicho que yo quieroirme?

—Han cateado esta casa, tienenvigilada la tuya.

¿Adonde crees que puedes ir? Estásen la misma situación que los otros de lalista. Estáis marcados. Debéis iros. No

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podéis volver a la vida normal, notenéis ningún futuro aquí. ¿Qué otrasalida os queda, sino el exilio?

El sacerdote depositó sobre lapequeña mesa que separaba a ambos uncinturón de cuero, aparentemente máspesado de lo normal, y que emitió uninconfundible sonido de monedas en suinterior.

—No es mucho, pero te ayudará asobrevivir fuera del país mientrasvemos qué se hace.

Néstor se desentendió del cincho.—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—preguntó a cara de perro.—Veo que no consigo convencerte.

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—No me llevo bien con mi hermanoRafa, y mi madre no me deja en paz,pero ninguno de los dos sería capaz dedenunciarme. Ahora contesta, ¿cómo losupiste?

El clérigo suspiró.—El Gobierno ha detenido a un

grupo de liberales bajo sospecha decontubernio con Cruz: GabrielValenzuela, Pedro Gómez, IldefonsoAlfaro, Eligió Solano, Rafael Al-morzay otros. Los tienen en los calabozos delcastillo de San José.

—No es eso lo que quiero saber.—Los liberales han cerrado filas y,

con ellos, familias afectadas por la

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dictadura de Cerna, pequeñoscomerciantes a quienes el monopolio delConsulado de Comercio no dejarespirar, abogados, médicos, gruposinsumisos, clubes de señoras. DoñaEmilia ha sido de las personas que másse ha movido. De todos ellos ha salidola plata para sacarte a ti y a otros delpaís. Yo sólo soy un mensajero, por serel que menos sospechas puede infundir.Me llamaron y aquí estoy.

Néstor se llevó una mano a la frente.Se sentía como una marioneta dobladasobre sí misma, con los hilos rotos y lasarticulaciones yertas. Que su hermano ysu madre le hubieran denunciado para

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«salvarle» era algo que no podía digerir.Se sentía devaluado y a la vez heridopor el hecho de que quisieran manejar suvida como si fuese un títere. Pero lashirientes palabras de su madre el díaantes y las frecuentes recriminaciones desu hermano, le hacían pensar que quizásel rumor fuese verdad.

Así y todo, no podía creer que aquelrevuelo hubiese sido organizado sólopara detenerlo a él.

—El motivo tiene que ser otro.—No seas necio, Néstor. Tal vez

sólo nos querían dar un susto, pero,mientras, los de la lista sois laspersonas más buscadas en la ciudad.

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Mañana lo seréis en todo el país.Aprovecha la ocasión ahora que puedes.Las amigas de doña Emilia ultiman losdetalles para que escapes mañanatemprano.

Néstor inclinó la cabeza. Parecíaaceptar lo irremediable.

—La cuadra está vigilada —dijo—.¿Cómo voy a salir de aquí, sincomprometer a doña Emilia?

—Tenemos un plan. Confía ennosotros.

Se levantaron de las sillas y sedirigieron al zaguán.

—¿Quién vendrá mañana a sacarmede aquí? —preguntó Néstor.

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—Ni siquiera yo lo sé, pero notemas. Será alguien de fiar.

Néstor endureció la expresión.—Voy a hacer lo que me dices, pero

esto no va a quedar así. Un díaaveriguaré quién o quiénes fueron losculpables de este enredo. Y te juro queno les saldrá barato. Sean quienes sean.

Tomó aire y repitió:—Sean quienes sean.

Recostado en la esquina de la calledel Sagrario con la de Santa Teresa, larodilla derecha flexionada, el talónsobre la pared y ambas manos apoyadas

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en la carabina, el soldado BernardoCastillo echó un vistazo rutinario a laotra esquina donde, acuclillado al pie deun pequeño farol, su colega TrinidadZetina se calentaba las manos en lacandela. El desigual empedrado de lacalle brillaba con la humedad de lamadrugada. No tardaría en amanecer,pero en el reloj de la catedral aún nohabían dado las seis, cuando llegaba elrelevo. Y a esa hora fronteriza del alba,la noche se hacía interminable y lassombras, más siniestras.

Bernardo se palpó los bolsillos delos pantalones, luego los de la casaca y,por último, suspiró con desaliento. No

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le quedaba un solo cigarro. Inicióentonces una marcha desmadejada yperezosa hacia donde estaba su colega.A mitad de camino, empero, divisó unaespecie de halo opalescente que semovía de modo imperceptible más alláde donde se acuclillaba su compañerode guardia.

Bernardo prensó la lengua contra ellabio superior y pegó un silbido.Trinidad se puso en pie de un salto. Uncarruaje, o más bien una sombra queparecía un carruaje, se acercaba a pasolento hacia su esquina.

Echó mano del fusil, prendió lamecha y, cuando la sombra llegó a la

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esquina, gritó un crispado ¡quién vive!El mozo que venía en el pescante,detuvo los caballos del vehículo, unlando negro, de cortinas granate ymolduras amarillas.

A paso prudente, Bernardo se acercóa la portezuela, en tanto Trinidad, quientambién había prendido la mecha delfusil, le cubría las espaldas, y apuntabaalternativamente a la portezuela y alcochero.

La cortinilla del vehículo se corrió yante la mirada atenta de los dossoldados apareció el rostro de unaristócrata, todo vestido de negro ytocado con una chistera.

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—Buenas noches, señor —dijoBernardo.

—Buenas noches —respondió consequedad el caballero.

—¿Adonde se dirige a estas horas?—A esa casa.—Qué casa.—La de doña Emilia Valdés.Trinidad se aproximó a Bernardo y

le preguntó en un susurro:—¿Quién dice que es?—Un catrín —respondió el otro.Trinidad no alcanzaba a ver las

facciones del personaje semioculto enlas sombras del lando, pero sí, parecíaun catrín, un doctor o un licenciado o un

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ricacho bien vestido que tal vez volvíade una visita galante o alguna mesa dejuego.

—Dejálo que pase —musitóTrinidad.

Pero Bernardo no parecía tanimpresionado como su colega y, en tonodescortés, le espetó al caballero:

—¿Y a qué viene usted a esa casa?—¡Y a ti qué carajos te importa!El caballero había asomado la

cabeza fuera de la ventanilla y movíaostensiblemente las fosas nasales.

—Hueles a trago, soldado —dijo entono acusador.

Bernardo dio un paso atrás y apuntó

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con el fusil al caballero, pero éste nopareció inmutarse.

—¡Tu jefe te va a decir quién soy yoy qué es lo que hago por las noches!¿Cómo te llamas, pendejo? ¡No sabes laque te espera en cuanto don ManuelEcheverría se entere de que un gendarmeapestando a trago me intentaba detener!

Al escuchar el nombre del ministrodel Interior, Trinidad Zetina dispusoterciar.

—Disculpe, señor, no se ofenda.Pero tenemos órdenes de revisar a todoslos que pasan por esta calle.

Después, metiendo casi la boca en laoreja de Bernardo, susurró:

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—Dejálo pasar, vos, no seas muía.Lo primero en este oficio es aprender aquién detener y a quién no.

—Y vos lo sabés muy bien.—Claro que sí.A Bernardo le costó dar su brazo a

torcer, pero al cabo, hizo una seña almozo del pescante y los caballosecharon a andar en dirección a la casade doña Emilia Valdés.

El vehículo se detuvo frente a lapuerta y el caballero se apeó de un salto.Su chaqué a media pierna, lablanquísima camisa, el lazo de rasocolor azul Francia en torno al cuello, loszapatos abotinados y la capa a la rodilla

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no dejaban lugar a dudas: debía ser unseñor importante.

Antes de llamar a la puerta, elcaballero se volvió a los soldados. Sequitó los guantes con pausadosmovimientos, como si no tuviera prisa nitemor, se recompuso la capa con aire dedesafío y, empuñando el aldabón, golpeótres veces la puerta.

«La última hora que pasé con Néstoraquella madrugada de marzo de 1869tomamos, como ahora tú y yo, chocolatea la luz de las candelas, pero yo apenaspude probarlo. Serían poco más de las

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cinco de la mañana y los tres, la tía,Néstor y yo, tomamos el desayuno sinmirarnos. La aurora estaba cercana y yo,perjurando de ella, imploraba a loscielos que el sol se detuviera unashoras, como había permitido que lohiciese en Gabaón.

»Toda despedida suele ser unaceremonia triste que culmina en el adiós,pero que se anticipa en silencio. Y yo lohacía, a la callada, de alguien a quiendeseaba decir que le esperaría siempre,que no importando el tiempo queestuviéramos separados le tendría en micorazón y en mi memoria, que siemprele sería fiel... perdón, Elena, estoy tan

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sensible... que me dejara saber dóndeestaba y que me escribiera todos losdías. Pero él tampoco decía palabra. Desus risas del día antes no quedabarastro. Algo había ocurrido entre elpadre Sanabria y él que no quería decir,pero que le había dejado mudo.

»No habíamos terminado elchocolate cuando apareció por casaJoaquín. Siempre fue un hombre muyguapo y de buena presencia. Teníaaspecto de dandi y era de esos hombresque impresionan a primera vista a unamujer. Llegó con levita de dos picos,botines, capa, chistera y unos zapatoscuyos tacones resonaban en el piso

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como aldabas. Era la primera vez que leveía, mas, por el abrazo que Néstor ledio, supuse que debían de ser muyamigos.

»En cuanto me vio, se vino a mí yme besó la mano. Lo mismo hizo con latía. Después, sin pronunciar palabra, sefueron ambos a la biblioteca.

»La noche es el día de los insomnesy de los amantes, pero también de lassorpresas, pues, cuando Néstor yJoaquín volvieron diez minutos mástarde no podía distinguir de lejos quiénera quién. Se habían cambiado la ropa, yNéstor parecía Joaquín, y Joaquín,Néstor.

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»Lo que hace un disfraz. Un tipobajito se pone un calzón blanco a larodilla, botas altas, chaqué negro y unbicornio, se mete la mano entre elchaleco y el vientre, y todos dicen: ahíva Napoleón. La imaginación es así,pone parecidos donde no los hay. Pueseso me sucedió cuando vi a Néstor conlas ropas de Joaquín. Supe entonces queun amigo había arriesgado su vida porotro amigo y a mí me pareció el gestomás hermoso del mundo.

»Pero no hubo tiempo para muchomás. Néstor se despidió de Joaquín,después hizo lo propio con la tía y,cuando le tocó decirme adiós, se me

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quedó mirando con la boca apretada yexpresión entre resignada y dolida.

»Estábamos en el zaguán y sentíentonces algo así como un tirón, comoun impromptu. Yo tenía un pañuelo rojode seda que llevaba bordada en blancola palabra liberté. Era una reliquia quela tía guardaba en casa desde los días dela Independencia y que me habíaregalado cuando cumplí quince años.Corrí a mi habitación, saqué el pañuelode la gaveta, le esparcí unas gotas deperfume y volví de nuevo al zaguán.

»Me faltaban el aliento y laspalabras, así que le di a Néstor elpañuelo en silencio... pero no creo haber

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sostenido su mirada ni un segundo. Mesentía trastornada por la privaciónemocional que sufriría si no volvíanunca a verle. Y sin poderme contener,me arrojé en sus brazos. Mi cuerpotemblaba como una hoja y, cuando sentíque él me devolvía el abrazo, exhalé ungemido. Era la primera vez que unhombre me ceñía y todos mis sentidosparecieron conjurarse para magnificartan turbadora experiencia. La sensaciónde sus pectorales sobre mí pecho y elsube y baja de su respiración mellevaron a un inesperado estupor del queno deseaba escapar. Mis lágrimas, estoysegura, publicaban lo que mi lengua no

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podía decir y hubiera estado abrazada aél por el resto de mis días.

»En eso sentí sus labios. Primerosobre mi mejilla, después posados enlos míos. Fue como dejarme venir desdelo alto de un columpio. Sentí un vacío enel estómago y una voluptuosidadinsospechada. El calor acudió a mirostro y me sentí, de pronto, poseída deuna dulzura inefable.

»Néstor deslizó entonces su boca enmi oído, murmuró un te quiero casiinaudible y se separó rápidamente demí. Después se fue hacia la puerta, laabrió y se perdió en la oscuridad comolo habría hecho un fantasma».

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Cuando el portón de la casa de doñaEmilia Valdés se volvió a abrir,Trinidad se puso en guardia y Bernardohizo otro tanto. Las instrucciones quehabían recibido eran claras. Losliberales que apoyaban a Cruz andabanescondidos en casas y legacionesdiplomáticas, huían por los tejados o sesaltaban de una vivienda a la otra paraevadir al cerco que les había tendido elGobierno. De modo que, si un vigilanteveía salir de una casa a alguien que nohubiese visto antes entrar, debía serdetenido y llevado sin másaveriguaciones a la Comandancia de

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Armas.Bernardo extrajo la bayoneta de la

funda y la caló en el fusil con un golpeseco. Trinidad hizo otro tanto y,avisándose con una seña, dieron algunospasos en dirección al lando detenido ala puerta de la casa de doña EmiliaValdés.

En el umbral estaba otra vez elcaballero del lazo de raso y chistera. Yallí permaneció unos momentos,ajustándose la capa y poniéndose losguantes.

El señorón miraba a los soldadoscon el mismo desprecio que les habíamostrado antes de entrar en la casa y,

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por su pose arrogante, parecía estar apunto de darles una orden o echarlesotro rapapolvo. Pero sólo embozó elrostro con la capa y se subió al carruaje.

Trinidad abrió los brazos, como sipreguntara algo a Bernardo, y éste ledevolvió un gesto de aquiescencia. Elsoldado dio paso franco al lando, el cualdobló la esquina de la calle del Sagrarioy, enfilando San Sebastián arriba, sedirigió a la parte alta de la ciudad.

Los zanates habían comenzado agraznar y del lado de La Parroquiachirriaba la piedra de un afilador.

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En algún momento de su infancia,Néstor Espinosa había soñado que podíadesafiar las leyes naturales y elevarse alos cielos con un simple batir de brazos,zambullirse en las nubes y emergersúbitamente de ellas, sintiendo el vientohúmedo en el rostro y, en el corazón, elplacer de moverse a voluntad por elespacio, sin asimientos ni ataduras a latierra.

Pero esto era diferente. Sentado enel piso de un enorme canasto, con lasrodillas pegadas al esternón y los brazosapretados en torno a ellas, se imaginaba

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a Gulliver en el país de los gigantes. Elviento respiraba a rachas por encima desu cabeza, acompasado por el soplo delos quemadores de alcohol y losfrecuentes crujidos del mimbre, lamadera y el ratán. Y cada vez que elarmatoste chirriaba, los otros doscompañeros de viaje que se acuclillabanjunto a él, resoplaban y gemían.

No, la experiencia no era la mismade los sueños. Aquella huida lerecordaba el día en que su padre le sacósin aviso de casa y le puso en un barco,camino de Liverpool.

Y ahora volvía a ocurrir: otra vezarrancado del surco, otra vez sacado de

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su casa y de su patria en contra de suvoluntad. Por encima de sus defectos ysus carencias, amaba aquella ciudad queretrocedía, allá abajo, y se iba alejandode él. Y era el hecho de abandonarla denuevo lo que atenazaba su vientre y no elmiedo primario a caer o a la crecientealtura que iba tomando el globo, lo quesólo era un suponer. Imaginaba que elartefacto se elevaba por los crujidos y laligera inclinación que la barquilla habíaadquirido al zarpar. Fuera de eso, nohabría podido dec ir que flotaba y,menos aún, que estaba ya a más de milpies de altura sobre el Valle de laErmita.

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Tampoco sus compañeros de viajeparecían entusiasmados por laexperiencia. Huían de la ciudad comodelincuentes, luego de abordar aescondidas aquel extraño artificio queles esperaba en el potrero de Jáuregui,al oeste de la ciudad. Sólo el piloto, unmexicano que se había presentado aellos como Bonifacio Esnaola y quien,vestido de camisa y pantalón blancos,unas gafas-antifaz que le daban aspectode mapache y unas botas de cuero crudorecién engrasadas, permanecía de pie,canturreando, mientras echaba rápidasojeadas a la brújula y se afanaba en lasválvulas.

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—Señores —anunció a lospasajeros, oreando su imponentedentadura—, ya pueden asomarse. Nadieles identificará desde aquí. No sepierdan el espectáculo.

El primero en hacerlo fue uno de losjóvenes a la derecha de Néstor. El otrose levantó también, pero no soportó lavisión y volvió a sentarse en el piso,presa de un ataque de vértigo.

Néstor no se movió. Una racha deviento le arrojó la chistera al piso y nohizo el menor esfuerzo por recogerla.Miró sus manos enguantadas, su chaqué,su lazo de raso y se sintió ridículo.Ovillado sobre sí mismo, como el

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gusano de seda que teje a su alrededorel capullo que será su cárcel y suféretro, escuchaba el desgarrador «¿quédelito cometí?», de Segismundo, cuandotrataba de explicarse el porqué de unasituación tan injusta como la suya. ¿Quémal había hecho él para que leexpulsaran de su país y le apartaran dela mujer que amaba?

—Estamos a dos mil pies de altura.¿No es maravilloso, señores? —exclamaba Esnaola—. ¡Qué luz, quéaire, qué cielo!

Néstor se puso de pie. Un silenciosideral envolvía el globo. Abajo, entierra, el oleaje de la fronda se

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amansaba en las escarpadas laderas delos barrancos y, más allá del Llano de laVirgen, los volcanes se erguían conmayestática dignidad. Alquerías ypequeñas fincas se esparcían a amboslados del camino que conducía a ElSalvador y en torno a las aldeas deCiudad Vieja y la Villa de Guadalupe.En lontananza, hacia el Sur, la laguna deAmatitlán parecía un acerado destello.

Sí, era un día maravilloso. Las avesvolaban a la altura del globo y el albatenía el color que cantaba la Odisea,pero Néstor se sentía disperso y roto,ajeno a la belleza, la luz y el encajevegetal de las hondonadas. No era

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aquélla la experiencia de la huida, que amenudo significa un vuelo hacia lalibertad, sino lo más parecido a morir,pues la muerte nos alejairremisiblemente de todo aquello queamamos.

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9. Del amorinsatisfecho

«No volví a saber de él hasta un mesmás tarde, cuando nos llegó la noticia deque el globo de Esnaola había caídocerca de la costa de Soconusco y quetanto el piloto como sus acompañanteshabían desaparecido en el mar. Lopublicó El Baluarte de Chiapas juntocon una nota necrológica en honor delpiloto. Una corriente traicionera habíaalejado el globo de la costa y, según

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testigos, el artefacto se precipitó en elocéano. El periódico no daba nombres.Sólo apuntaba la sospecha de quequienes acompañaban a Esnaola fuesenfugitivos del régimen conservador deGuatemala a quienes el heroico yhumanitario aeronauta, así le calificabaEl Baluarte, ayudaba a escapar del país.

»Quise morir, Elenita. Me recluí enmi habitación y la casa se volvió miconvento. No quería hablar con nadie.Sólo deseaba estar sola, como viuda deun amor sin consumar. Me encerraba enla biblioteca todo el día, tratando derevivir allí la presencia de Néstor,resistiéndome a creer que no volvería a

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verle. Su recuerdo me dejaba inánimedurante horas, mirando a la alfombra oal techo o cortando libros sin abrir. Ycuando llegaba la tarde, la falta de luzme derrotaba. Temía a la noche, llana,infinita, con sus monstruos y sus brujas.Me había entregado a un amor sin arrasy sin fianza que me iba destruyendo sinsentirlo. Habría dado cualquier cosa porque la indiferencia o la fatiga hubierandado al traste con él, pero no teníafuerzas para alejar la turbación queprovocaba en mi carne el deseoinsatisfecho. Y esa necesidad y esedeseo, aunados a un insomnioinvencible, me consumían hasta el

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amanecer.»Habría transcurrido un mes desde

que el globo de Es-naola había partidocuando una tarde llegó a visitarnos doñaSoledad Moreno, la mensajera del club.Cerna había emitido un decreto en el queprohibía la correspondencia con losexiliados y los sediciosos. Quien loviolase, sería considerado cómplice deldelito de traición y sometido al fueromilitar. Pero ni Cerna ni sus espíasvestidos de negro, quiero decir, loshombres que sólo necesitaban sentarseen el confesionario para saber quéocurría en el último rincón del país,sospecharon nunca de los caballos de

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don José Maria Samayoa, el hombre másrico de Guatemala.

»Don Chema, que era liberal, teníauna finca de la que se decía empezabaen Tívoli, a las afueras de la ciudad, yterminaba en las playas del Pacífico.Quizá fuese una exageración, puestambién contaban eso de laspropiedades que habían sido de donPedro de Alvarado. Como fuese, elhecho es que Don Chema era dueño deuna extraordinaria cuadra de corceles yuna bien organizada posta entre elPuerto de San José y la ciudad. Ygracias a ella, podía recibir antes quenadie las noticias de México y Europa y

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las cotizaciones de la bolsa de NuevaYork.

»Camuflado entre esos papeles, loscorreos traían a Tívoli lacorrespondencia de los liberalesexiliados y llevaban hasta el puerto lade sus familiares y amigos. Y doñaSoledad, mujer valiente y arrecha, era laintermediaria de aquella valerosa postaclandestina. Salía de la ciudad en sulandó, simulaba un paseo por CiudadVieja o la Villa de Guadalupe, sedesviaba hacia Tívoli, recogía allí elcorreo, lo acomodaba en unos bolsonescosidos a las naguas y lo pasaba por lasgaritas ante la indiferente mirada de los

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soldados.»La tarde que vino a visitarnos,

doña Soledad nos contó esas maromas.Y nada más terminar el chocolate, sacóun sobre de entre las faldas y, con unasonrisa de picardía que nunca podréolvidar, me dijo:

»—Aquí hay algo para usted.»Tomé el sobre, le di varias vueltas.

No te puedo expresar lo que sentí. Sólosé decirte que salí del salón de visitas ycorrí temblando a mi cuarto.

»El sobre venía de México y en laparte posterior del mismo había unremite que, al leerlo, me hizo reír yllorar.

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»—Decía Néstor Espinosa.»—No. Decía Segismundo Salmón».

«Leí las primeras palabras y no pudecontinuar a causa de los suspiros y elllanto. Sólo cerré los ojos y apretécontra mi pecho la carta. Después depensar que nunca volvería a verle,Néstor me escribía varios pliegos, elprimero de los cuales empezaba así:«amada mía». Y abrazada a aquel papel,no pude hacer otra cosa que repetirmemuy despacio, muchas veces, esashermosas palabras.

»Nada hace sentir el amor de un

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modo tan vivo como ellas. Antes deconocer a Néstor, yo pensaba que elamor era sólo un sentimiento. Después,cuando sentí su cuerpo apretado al mío,supe que era también una poderosafuerza que encendía mi carne. Pero eldía que recibí aquella larga misivacomprendí que el amor era también lapalabra y que, sin ella, el amor es comotortilla sin sal. Puedes tener a tu lado alhombre más hermoso del mundo, pero ayde ti, y de él, si no os sabéis expresarcon el encendido verbo del amor, ay dequienes no saben o no pueden recurrir aese tesoro para decirse cómo y cuánto seaman. No hay mentira mayor que ésa,

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según la cual, el amor más elocuente esel que se expresa en silencio. Bueno, sí,lo admito, puede ser amor, pero no es lomismo. ¿De qué nos había servido aNéstor y a mí amarnos sin decir que nosamábamos?

»Recuerdo que leí aquellos pliegoscon deliberada lentitud, línea a línea, yque cerraba los ojos para que laspalabras penetraran en mi mente yprovocaran en mi pecho la punzadaagridulce de aquel amor lejano y difícil.Nadie me había dicho nunca cosas tansentidas y tan dulces. Aquella cartaacortaba la distancia entre la realidad yel deseo y aliviaba el sentimiento de

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pérdida que me había acompañadodesde que supe que el globo de Esnaolase había precipitado al mar.

»La leí tantas veces, tantas noches,que llegué a aprendérmela de memoria.Y cuando el dolor de la ausencia eramás fuerte, volvía a ella para releer susfrases y, sobre todo, aquel conmovedoramada mía».

[...] Alejarme de usted y morir fuetodo uno. Y ahora debo inventar elpasado para tolerar el presente, crearuna vida a su lado, aunque usted noesté conmigo, y hacerme la ilusión de

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que nuestro amor fue más largo eintenso, imaginar que hemos tenidolargas conversaciones con las manosenlazadas y que nos entendemos comosi nos hubiésemos conocido desdesiempre. Vuelvo la mirada a mi patria ysólo la veo a usted. Su faz lo ocupatodo: la tierra, los lagos, las montañas,el cielo. En Guatemala, Tierra deArboles, bosque infinito, allí está usted,emergiendo de sus copas como el alba.La distancia agrega belleza a susfacciones, las cuales temo se diluyanen mi memoria a medida que los díaspasen. ¿Qué debo hacer, qué puedohacer para volver a verla? Mi patria y

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usted se han vuelto una obsesión tangrande que temo no poder ocuparjamás mi mente en otras cosas. [...]

»Así nació una correspondenciaentre ambos que habría de procurarmeuno de los períodos más tristes y a lavez más felices de mi vida. Tristescuando no llegaba el correo. Felices,cuando doña Soledad nos venía a ver y,ocultas entre sus faldas, me traíaaquellas cartas que me devolvían lavida.

»Rompí la mayoría cuando me casé,pero aún conservo unas cuantas, entreellas la de su aventura en el globo.

»—Entonces la noticia era falsa.

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»—No, no. Era cierta. El globo conEsnaola a bordo desapareció en el mar,pero Néstor no viajaba ese día con él.

2 de mayo de 1869[...] Esnaola nos contó que los

primeros seres que viajaron en unglobo fueron un ganso, un gallo y unaoveja. Y aunque yo no sabría decircómo se sentían mis dos compañeros deviaje, pues mientras duró el ascensodel armatoste estuvimos los tres mudos,yo me sentía como el ganso. Teníainflamado el hígado y un nudo en lagarganta. No podía creer que me

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estuviera sucediendo todo aquello nique me viera forzado a salir otra vez demi patria. Me movía por la barquilladel globo como un ganso, veía alejarsela ciudad con cara de ganso y si nollegué a parpar como un ganso fueporque no tengo conciencia de ganso.

El vuelo duró siete horas y nosllevó por entre los volcanes a la CostaSur y a la frontera. Bajamos cerca delrío Achigúate. Allí pasamos la noche y,en la siguiente jornada, nosadentramos en México, por la costa deSoconusco.

Al tercer día, Esnaola elevó elglobo en dirección a Tuxtla Gutiérrez,

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lugar de nuestro destino. Quizá ustedsepa que los

globos aerostáticos no se desplazanhorizontalmente, sino que suben ybajan a voluntad del piloto y que sonlas corrientes de aire las que te llevanen una u otra dirección. Bueno, pues'Esnaola había dado con uno de esosflujos y nos elevaba a los Altos deChiapas con deliciosa suavidad.

Cerca de Tuxtla Gutiérrez, buscó undescampado y cerró a poquitos lasválvulas, con lo que el globo empezó aperder altura. Fue una sensaciónmaravillosa y todo parecía anticipar unaterrizaje sin incidentes. Pero, a

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escasa distancia de tierra, una violentaracha de aire arrojó el globo contra elsuelo. Rebotamos varias veces en elpiso, el viento nos arrastró contra unaspiedras y salimos rodando de labarquilla como pelotas.

Sentí un golpe en la cabeza y perdíel sentido. Cuando desperté, dos indiosme llevaban en parihuela a Tuxtla.Tenía un fuerte dolor en el hombroderecho y así se lo dije a Esnaola. Elpiloto ordenó detenerse a los indios yposar la camilla en el suelo. Me palpóel hombro y dijo:

—Sólo está dislocado.Y sin encomendarse a Dios ni a

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ninguno de sus santos, me tomó elbrazo y me dio un tirón.

No hubo un solo objeto celestialque no viera y estuve con el brazodolorido varios días, al cabo de loscuales volvió a serme útil, aunquetodavía me duele algunas noches.

Me hospedé con Daniel y Elias, miscompañeros de viaje y a quienes hedado en llamar los Profetas. Estuvimosun par de días en un mesón de Tuxtla,atrás de la iglesia de San Marcos, apocos pasos del Callejón del Sacrificio,donde fue asesinado el gobernador quedio el apellido a la ciudad. Pero nopudimos quedarnos mucho tiempo. El

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mesonero insistía en que nos fuéramosporque Chiapas no era un lugar seguro.Lo decía en tono muy misterioso, sindar muchas explicaciones. Teníabuenos motivos. Chiapas andabarevuelto a causa de unos pleitos entreindios, curas y blancos. En vista deello, y

de unos disparos y gritos que esanoche oímos bajo la ventana de lahabitación, decidimos emprendercamino a la capital de México.Esnaola, en cambio, resolvió quedarseen Tuxtla para reparar la barquilla delglobo. Y un mes más tarde supimos que,arrastrado por una corriente

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traicionera, se lo había tragado elPacífico y no se había vuelto a saberde él. [...]

«La insurrección de Cruz dio pie aque los pulpitos tronaran contra la razón,la libertad, la ciencia, la democracia yla conspiración liberal-masónica. Y yote pregunto, Elena, ¿qué podía hacer yoen un lugar así? ¿Escapar? No eres másque una mujer y nacer mujer aquí es uncastigo. Tú al menos tuviste la suerte depoder estudiar en Europa, pero aquí launiversidad educaba únicamente ahombres, y yo no quería ser una más de

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aquellas jovencitas de las que PepeBatres había escrito: <una niña educadacon esmero/en aquel tiempo no sabía afondo/ni conocer la o por lo redondo.

»El despertar de la razón y del amorhabían provocado en mí una vorágine.Mi mente empezaba a volar y micorazón a arder. Fue entonces que medio por la lectura. Tenía todo el tiempodel mundo y una de las mejoresbibliotecas de la ciudad. La pasión porentender el mundo me arrastró haciaaquella miríada de libros. Y sinpercatarme de ello, empecé a dejar deser la muchachita insulsa y sin sustanciaque había sido hasta ese día. La

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obsesión por querer saberlo todo mellevaba a averiguar asuntos tan trivialescomo el día de la semana en queWashington cruzó el Potomac o elnombre de la madre de Nerón. Leíamuchas horas al día y sólo salía dePascuas a Ramos, cuando no había másremedio que visitar a las amistades de latía o cuando venía Joaquín y nos llevabaa la ópera o al teatro.

12 de mayo de 1869[...] He empezado a conocer la

ciudad, pero todavía me sientoextraviado y ajeno. Paseo sin rumbo

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por sus calles y barriadas y hagolargas caminatas hasta que la fatigame derrota. Me distrae observar loscomercios y las ventas de San Juan deLetrdn y el bullicio infantil de laAlameda, y suelo llevar bajo el brazoalgún libro o un periódico.

Esta ciudad de bellísimos palaciosy de jardines umbríos me cautiva, perome siento en ella sin raíces ni alas. Escurioso: siento el exilio como unencierro. Y sólo pensar que he de viviraquí varios años me causa unarevoltura parecida a la del purganteque mi madre me daba cuando eraniño.

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Algunos días salgo con los Profetas,con Saint-Just, Basilio y algún otroamigo de los que estaban en una listadifundida por el Gobierno y que hanido llegando poco a poco. También heconocido a algunos miembros delpartido liberal en el exilio, pero suconversación no es muy estimulante,pues casi todos se sienten tan abatidoscomo yo.

Quisiera tener un empleo. Tal vezen un bufete o incluso en algún teatro.Mi vida es un desolado tedio del quesólo me puedo evadir cuando, a solasen mi habitación, tomo la pluma y leescribo. Lo hago al terminar el día,

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cuando el cansancio de la caminata halogrado apaciguar mi desaliento. Todoes escribir amada mía para que mimano fluya con una inusitada euforia.La oscura habitación en que vivo seilumina y, entonces, y sólo entonces, micorazón es feliz. [...]

»—Dime una cosa, Clarita, ¿cómologró salir Joaquín de vuestra casa, sindespertar sospechas?

»—Ah, eso. Fue muy divertido. Eldía que Néstor partió, las damas delclub llegaron por la tarde a nuestra casa.Todas juntas, en dos carruajes, y

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armando un gran barullo. Joaquín sepuso un sombrero de aquellos decasquete, atado con un lacito bajo labarbilla, se enfundó un vestido colorplomo con lunares pequeños, abandonóla casa rodeado de las damas del club,como una más, y se subió al carruaje dedoña Cristina de García Granados.

»Los centinelas sólo vieron salir decasa al grupo que había entrado horasantes. Y como Joaquín era tan guapo, ytenía unos rasgos tan finos, no desentonóentre el bullir de miriñaques y faldasque se había organizado a la puerta.

»Al día siguiente, las amigas de latía nos contaron que sus carcajadas se

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prolongaron hasta mucho después de quedejaran a Joaquín a la puerta de su casa,pero todas estuvieron de acuerdo en que,detrás de aquellas faldas y aquel rostrodelicado, había un hombre muy generosoy un amigo como no hay muchos».

20 de julio de 1869[...] Hoy he mandado a limpiar la

levita con que hice el viaje en globo.Lo hice muy a mi pesar, puesconservaba el aroma de usted. Ahorasólo me queda su pañuelo rojo. Todoslos días lo beso, pero su olor se ha idomarchitando y cada vez debo aspirarlo

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con más fuerza para hallar sufragancia original. Sueño con el patiode su casa, con sus flores y su árbol depomarrosa. Su rostro, en cambio, haido perdiendo sus rasgos y cada día laveo más como un busto de mármoldesgastado por la lluvia y el viento.¿Sería mucho pedir que me enviara unafotografía suya? Tengo tantos deseosde volver a ver sus labios y sus ojos[...]

Posdata! Salúdeme a su señora tíade mi parte.

«—Sus cartas me daban la vida,

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pero su voz llegaba a mí como desde laotra orilla del Tártaro. A menudosoñaba con él, pero no era un sueñofeliz. Me agobiaban el pesar de laausencia, los celos repentinos y, enocasiones, la idea de que, si no mehubiese precipitado en sus brazos lamañana en que partió, todo habríaquedado en un episodio menor denuestras vidas.

»—¿Cómo fue que duró tanto?»—No es sencillo dar razón de un

amor así, Elena. La mayoría suele deciren estos casos eso de amor de lejos,amor de pendejos. Gente ignorante,excuso decirte. Hay historias de amor

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aún más extrañas que la nuestra, pero yoatribuyo esa persistencia a que es másfácil ganar un amor que perderlo. Merefiero al amor genuino, a ese tenazpordiosero que llama a tu puerta un día yno se va, sino que se queda por ahí,acurrucado, a la espera de una palabra,una caricia o un pedazo de pan. Me dabacuenta de que el hilo que me unía aNéstor era cada vez más débil, perobastaba una carta de él para que el amorreviviera. Las cartas nos salvaban a losdos. Nuestro amor se nutría de ellas.Esperarlas era una agonía, pero cuandoal fin llegaban, la vida volvía a sonreír ya reforzar el sueño... nuestro absurdo

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sueño».

29 de agosto de 1869[...] Cuando abro una carta suya no

puedo dejar de pensar que sus manosla han tocado y de imaginar que,incluso, ha depositado sus labios enalguna esquina del papel. El ligeroperfume con que llegan es lo primeroque leo con los ojos de la fantasía y,sumido en ese trance, paso un ratoreviviendo cada pequeño episodio,cada minuto que viví en el bufete y ensu casa, con la minuciosidad de unabordadora que, puntada a puntada, va

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incorporando a su labor las formas ylos colores. Las leo muchas veces envoz alta y me estremezco al «oír» suvoz. Son horas en que la siento a milado, llevando una vida feliz, juntos,sin miedos ni prisas. Escríbame, porfavor. No encuentro otra distracciónque sus palabras. Ellas son mi únicoconsuelo [...]

Posdata/ ¿Has visto últimamente aJoaquín Larios? Nunca olvidaré lo quehizo por mí y los riesgos que corrió. Sise lo encuentra, le dice que extraño sucompañía y que le sigo teniendo por elhermano que siempre quise tener.

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«A veces me preguntaba a mí misma,¿cuánto debo esperar por Néstor?¿Cuántos días, cuántos meses... cuántosaños? ¿Hasta que sintiera que mi amorse desvanecía? ¿Y cuánto tiempollevaría eso? Vivía dudas espantosasque sólo apaciguaban los libros, elapoyo de la tía, siempre generosaconmigo, y la compañía de Joaquín,nuestro chaperón oficial. Pero cuando alfin llegaba el correo, toda mi ansiedadse disipaba. Por lo común no esperaba aque vinieran sus cartas. Escribía yescribía, aunque no tuviera nada quédecirle, sólo por desahogarme, porsatisfacer la necesidad de expresar mis

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emociones. Escribir lo que sentía era mibálsamo, mi equilibrio, mi salud».

10 de septiembre de 1869[...] No tengo edad para ser una

persona adusta y seria. Ni quisiera queel resentimiento o el rencor meamargaran la vida, pero siento quetoda alegría, toda emoción saludable,se ha ido alejando de mí. Cada día mecuesta más apartar de mi mente quefueron mi madre y mi hermano quienesme condenaron a este destierro. Enocasiones así, cualquier tropiezo,cualquier inconveniente, me saca de

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quicio por menudo que sea. Siento quehe perdido la calma, que no soy el queera. Ojalá pudiera culparme de algo,pues la culpa me serviría al menospara justificarme, pero no siento pesaralguno por lo que haya podido hacer.En esas horas bajas me digo qué pudousted ver en mí para enamorarse dealguien sin otro patrimonio ni valerque su persona. No soy más que unpobre pasante a quien desanima pensarlo poco que le puedo ofrecer. Pero hade saber que la amo desde el día quellegó al bufete con un vestido de floresdiminutas y una pamela que le llegabade hombro a hombro. Tal vez las cosas

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hubieran sido distintas si le hubieradicho entonces lo enamorado queestaba de usted. Pero siempre la viintocable y lejana, como una vestalprotegida por los muros de un recintosagrado. Hoy sé que la amo con unapasión no esperada, pero también conla desesperación del condenado aprisión por el resto de sus días. [...]

«—Las lecturas y el carteo mefueron haciendo una persona madura. Nome refiero a esa plenitud que te da laexperiencia del amor, sino alconocimiento que adquirí de un

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sentimiento tan cambiante eimpredecible. Todo amor es un albur ylo mismo que te toca el alto, el digno, elgeneroso, te toca el infame, el demente oel aciago. El amor destruye vidas ennúmero parecido al de las que enriquecey adorna, pero estoy por apostar que elbuen amor abunda menos que el malo.Hay amores que fallecen a poco deconsumarse en el lecho... podría citaralgún caso... perdona otra vez, Elena...hoy estoy de lo más llorona... Otrosmueren por motivos más vulgares, comoun rasgo de carácter que no descubristea tiempo, una mala inclinación, la pasiónpor la bebida o el mal genio. Son cosas

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difíciles de ver hasta que vives conellas.

»—¿Fue eso lo que os sucedió aNéstor y a ti?

»—No. Nada de eso me ocurrió conNéstor. Mi amor, por él, y creo quetambién el suyo, tenía mucho de esemisticismo arrebatado que traspasaba aSanta Teresa. Tan vaporoso era esecariño que alguna vez llegué a pensarque Néstor no era más que unaalucinación».

27 de octubre de 1869[...] Hoy he presenciado un crimen.

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Caminaba por un barrio alejado delcentro de México cuando vi a doshombres que libraban una pelea. Cercade ellos, una mujer sollozaba, tiradajunto a una pared. Quise alejarme deallí. La violencia me trastorna desdeque, siendo niño, vi llegar a las manosa mi padre y a mi madre, pero el morbome retuvo. Uno de los hombres logródesprenderse del otro y sacó unanavaja de muelles. Corrí con laintención de separarlos, pero antes deque pudiese llegar a ellos, el hombrearmado le espetó al otro dos puñaladasen el vientre. La sangre brotó como unmanantial. Al verme, el agresor se

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revolvió contra mí y me puso la navajaa pocas pulgadas del rostro. Nuncahabía visto la sangre empapar la manode un asesino. Creí llegada la últimahora de mi vida, pues lo que teníafrente a mí no era un hombre, sino unfiera desposeída de todo lo que noshace humanos. Tenía los ojos irritadosy, en las comisuras de los labios, habíauna baba rojiza. Yo retrocedí unospasos, movimiento que, al parecer, lesatisfizo. Luego se acercó a la mujer y,arrojándole con desprecio el arma,huyó calle adelante hasta perderse devista. La gente comenzó aarremolinarse en torno al cadáver y yo

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huí del lugar, espantado. Sólo cuandollegué al mesón y me refugié en micuarto, tuve conciencia de que habíaestado a un paso de morir. Y en mediode la agitación que me embargaba dien pensar qué haría la próxima vez queme encontrara ante un hombre violentoy armado que, en lugar de detenerse,como el energúmeno del cuchillo, searrojara sobre mí para quitarme lavida. Todavía estoy muy alterado. Elcuerpo de Arcadio, tendido sin vida enel potrero de Rubio, me persigue y metrastorna tanto como lo que he vistoesta tarde. Vivimos en un mundo tanbárbaro, tan primitivo. [...]

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»—¿Nadie se acercó a ti en esetiempo? ¿Nadie intentó enamorarte?

»—Sí, claro. Pero nunca pasaban dehacerme la corte a distancia. Sólo unavez estuvo a punto de suceder algo másserio.

»—¿Y quién fue el afortunado?»—La música seguía siendo nuestra

principal distracción y, siempre quesalíamos al teatro, Joaquín nosacompañaba. Era educado, elegante,tenía dinero. Además, había salvado aNéstor en un acto de gran valor. Un día,al regreso de un concierto, ayudó a la tíaa bajar del carruaje, como hacía

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siempre, y luego me tendió a mí la mano.Pero, cuando bajé del victoria, en vezde soltarla, la retuvo, y mirándome a losojos con expresión que jamás habíavisto en él, la besó.

»Pensé que era sólo una cortesía,pero él, sin cambiar el gesto, volvió abesarla, si bien con un pasión y unafuerza inesperadas.

»Aparté mi mano de un tirón y corría mi cuarto.

»—Pero la amistad siguió.»—No como antes. Me sentía

incómoda. Además, había ocurrido algo.Una bobada, si quieres. En esas fechas,Néstor me había enviado una foto suya.

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Mirarla era como tenerlo cerca, como sime dijera te quiero cada vez que lacontemplaba. No tenía expresión triste,sino aquella sonrisa picara que solíaasomar a sus labios siempre que hacíauna broma. Yo besaba la foto a menudo,y al verle sonreír, yo sonreía. Eso medio la vida largo tiempo.

»—Y ahí se acabaron lospretendientes.

»—Así es. Todos sabían que yotenía novio y que le seguía amando,aunque estuviese lejos».

27 de noviembre de 1869

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[...] Hay días que sufro ataques deansiedad para los que no encuentroalivio. Duran sólo unos momentos, losque tardaría en leer una o dos páginasde un libro, pero mientras pasan sientoque estoy a punto de perder la razón.

Me sucede durante lo que llamo elparéntesis epistolar, cuando pasan losdías y no tengo carta de usted. Imaginoque le ha sucedido algo o que hadejado de quererme y la inquietud nome deja vivir. Sólo cuando recibo sucarta, el malestar y los síntomasdesaparecen. Pero es una aflicción queme preocupa pues cada vez laexperimento con más frecuencia.

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No sé qué hacer. Podría quejarmedel destino fatal, de un castigo de loalto y de cosas parecidas, pero trato deno escuchar a mi concienciaexpiatoria. Ha sido la insensatezhumana lo que me ha traído aldestierro. De manera que cuando mirohacia atrás no puedo sino echar demenos, al igual que Segismundo, ellisonjero estado en que una vez me vi.Sería capaz de dar un brazo con tal devolver a mi patria, que es mi tierra y esusted. Y me cuesta aceptar que estavivencia es real y no una comediagrotesca. Siento que el buen juicio seme agota, al punto de pensar a veces si

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no habré perdido la cordura. Esdesalentador no tener poder sobrenada y descubrir que la voluntad esinsuficiente para llenar esa carencia[...]

Posdata/ Sobre si quiero que visiteusted a mi madre o a mi hermano paracontarles cómo y dónde estoy, mirespuesta es negativa. No quiero quesepan de mí ni yo saber nada de ellos.

«1869 fue quedando atrás confrecuentes noticias de los ataques deSerapio Cruz, sobre todo uno muysangriento a Huehuetenango, donde pegó

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fuego a ranchos y casas y asesinó amucha gente. Le acompañaba un hombremás joven que él, un tipo impetuoso yviolento que sembraba el terror adondeiba y que tuvo que refugiarse en Méxicoa raíz de aquel ataque.

»Por lo demás, la capital habíavuelto a la banalidad de lo cotidiano, alos ritos, a los deberes sociales, a lasquejas de los vecinos contra el alcalde.Los conservadores comentaban lossermones del padre Salustiano Revuelta,recién venido de España para perorar encontra de la libertad política, porsatánica y falsa, o admiraban el nuevomercado, mandado a construir por Cerna

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detrás de la catedral.»Los liberales, en cambio,

estábamos de otro humor. Cierto día dediciembre, Serapio Cruz sorprendió aunos oficiales de las milicias delgobierno bañándose en el río Motagua ylos fusiló sin contemplaciones. Y estehecho despiadado desalentó a quienesdeseaban llevar a buen fin unarevolución civilizada. Aquello no eraliberalismo, dijeron, sino accionespropias de un bárbaro.

»Una frustración más, Elenita, unade tantas. Nuestro Tancredi no eraprecisamente el de Rossini y prontovinimos a entender que apoyar su

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revuelta había sido una ingenuidad. Cruzera un hombre rudimentario que se habíapropuesto hacer su particularrevolución, auxiliado por sus parientes ysus hijos. No era el líder quenecesitábamos para desbancar a unpatriciado y a un clero absolutistas.Hacía ruido, pero no hacía daño. Dabagolpes de ciego en Cotzal, en Chajul, enUspantán. Había logrado reunirquinientos hombres, pero carecía dearmas y recursos. La mayoría de sushombres llevaba machetes, lanzas,cuchillos. Sólo unos pocos cargabanescopetas de chispa. Debía de serhorrible ver aquella tropa... pero, te

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estoy aburriendo, Elena.»—En absoluto, Clarita. ¿Por qué lo

dices?»—Porque no sé si deba contarte

todas estas cosas, sobre todo un sucesoespantoso que presencié en aquellosdías.

»—Ponme a prueba.»—Tienes razón. Perdona. Había

olvidado que siempre fuiste una mujermuy fuerte.

»—No lo soy. Sólo procuro serlo.»—Ojalá tuviera yo tu empuje.»—Nadie sabe cuánto es capaz de

pasar, hasta que le toca la china».

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10. Tiempo deluciérnagas

«—Llegó la Nochebuena, el nuevoaño y luego un enero desangelado y fríodurante el cual corrieron rumores de queSerapio Cruz se acercaba a la capitalcon la intención de tomarla.

»La mañana del domingo 23 deenero de 1870 (mi memoria se resiste aolvidar ese día), yo había ido con la tíaal estudio de don Claudio Buchanan, asacarme unas fotos, y más tarde a la

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pastelería de don Juan Jallade. Subimospor Mercaderes hasta el Portal delComercio, hicimos unas compras en elalmacén de los Saravia y dimos unpaseo por la Calle Real.

»Los entornos de la plaza estabanmuy concurridos. La gente había salidode misa de once y los vendedores degolosinas y frutas hacían su agosto a esahora.

»En eso notamos que algunaspersonas empezaban a correr hacia elpalacio. Y ya sabes lo que ocurre encasos así: basta que dos miren a unbalcón para que les imiten cientos.

»Alcancé a detener a una mengala

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que venía hacia nosotras y le pregunté sitenía idea de lo que ocurría.

»—¿Es que no lo sabe, seño? ¡Elgeneral Cruz ha llegado a la capital! —me dijo con los ojos muy abiertos yhaciendo sentirme estúpida.

»—¡Uy, uy, uy! —exclamó la tía—.Hay que volver a casa de inmediato yllamar a Tirso, el carpintero, para quetapie las ventanas. Esto puede acabar ensaqueos, como en los días

de Carrera, si no en algo peor.»Echamos a correr hacia los

soportales del palacio para no cruzar laPlaza de Armas. íbamos sofocadas porla prisa y ansiosas por escapar de allí.

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Entonces alcancé a ver que, por laesquina del nuevo mercado, asomabauna formación de soldados a caballo y apie.

»Caminando entre las dos filas dejinetes, venía un hombre agobiado por elpeso de una red cubierta de musgo ytusas de maíz que traía sobre loshombros. Le seguía un centenar dehombres armados, algunos con lospantalones rotos, otros sin quepis o conlas guerreras sin abrochar. Ycorreteando atrás de ellos, iba unachusma gritona que, al salir del embudode la calle, se dispersó por la plazacomo agua derramada.

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»Los soldados traían sangre y polvopegados a los uniformes y los ojos muyirritados, como si hubiesen estado defiesta toda la noche, pero la multitud quese agolpaba a su alrededor sólo parecíatener ojos para la red que cargaba elpobre hombre. Algo debía de haber ensu interior que atraía las miradas de lachusma y que suscitaba en ella todaclase de gritos y gestos.

»Cuando el cortejo llegó frente alpalacio, uno de los de a caballo dijoalgo al cargador que no alcancé aentender. El hombre depositó la red enel suelo y buscó algo entre las hojas.Después, con ese gesto estoico tan

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peculiar de nuestra gente, alzó en susmanos una cabeza humana que aúngoteaba sangre y de cuyas orejascolgaban sendas cintas de color azul.

»Tuve una impresión semejante a laque había tenido con el toro quecorneaba a diestra y siniestra en el atriode San Francisco. Ver la cabeza de unhombre separada de su cuerpo, con laboca entreabierta y la mirada vidriosa,es una experiencia atroz. Provoca en tiuna sensación de irrealidad aterradora yun pánico irracional a perder el controlsobre ti misma porque, más allá de larepugnancia y el trastorno, llegas apensar que la locura se ha instalado en

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tu cerebro.»No podíamos, sin embargo,

movernos del lugar donde nos habíamosdetenido. El gentuzal se apretujaba anuestro alrededor, llevándonos de unlado para otro, en tanto el oficial de latropa bramaba:

»—¡Viva el presidente Cerna! ¡Vivanuestro despotismo!

»Una mujer de ojos saltones se hizoeco de la invitación y gritó con vozchillona:

»—¡Que mueran los liberales! ¡Queviva el padre Ripal-da y la Virgen delRosario!

»La sangre caía sobre el cabello y

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los ojos del hombre de la red, en tanto lachusma arrojaba escupitajos e injurias aun rostro ceniciento, privado de todaexpresión. Y al tiempo que escuchabalos vivas y los mueras, me daba cuentade la facilidad con que la plebe se dejaarrastrar por impresiones pasajeras, yde su inclinación a la lisonja sin causa ya la crueldad sin motivo.

»—¡Dios mío! —susurró la tíaEmilia—. ¡Es el general Serapio Cruz!

»Buen número de paseantesabandonaron precipitadamente la plaza.Otros, indignados por el hecho, tapabanlos ojos de sus hijos o se hincaban en elsuelo, pidiendo perdón al Señor

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Sepultado.»Pero en este país la desgracia

inspira poca piedad. La mayoríacontemplaba la cabeza de Cruz con ungesto intraducibie, casi estúpido, comosi vieran un ternero de tres patas. Y novale decir que sólo la civilización y lacultura pueden terminar con estos ritos.Francia decapitó sin piedad, lo mismoque Rusia e Inglaterra. Hay algoenfermizo en el género humano que lelleva a celebrar tan bárbaros carnavales.

»Cruz había sido sorprendido esamañana en la Vega del Tercero, cerca dePalencia. Los dominicos lo habíandelatado y, luego de un breve combate,

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el general Solares, quien para másescarnio era compadre de Cruz, lomandó decapitar. Y ahora, la cabeza deuno de los hombres más temidos deGuatemala, era exhibida ante su pueblo,como si fuera la de un animal salvaje,apresado y degollado por sus cazadores.

»Las salvas de artillería y losrepiques de campanas atronaron pocodespués la ciudad. La casa presidencialse llenó de jesuítas, curas y frailes queiban a rendir homenaje a Cerna.También el obispo llegó, junto condiputados, ministros y civiles. Todosquerían sobarle la levita al presidente.Así era de inicua aquella gente tan

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comulgadora. Ni siquiera supieroncelebrar la victoria sobre Cruz conhonor».

2 de febrero de 1870[...] Hoy he sabido de la muerte de

Serapio Cruz. No podía (no quería, enrealidad) creerlo. Trato de mantener elespíritu incólume, pero admito contristeza que algunos de mis amigostenían razón: la de Cruz era unainsurgencia condenada a perecer,aunque nadie imaginó este final. No hedejado de pensar en él durante todo eldía. Hay algo vergonzoso y horrible en

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este tiempo que nos ha tocado vivir,amor mío, y es la progresivadegradación de la vida humana y esacultura que hace de la muerte un ritual,si no un espectáculo. Como escribíadías atrás don Lorenzo Montúfar desdesu exilio en Costa Rica, nuestro país havisto levantar diputados de sus sillaspara quitarles la vida como perros. Havisto asesinar a un marimbero en la víapública y colgar los pedazos del infelizen lugares piíblicos por no permitirque una hija suya fuera concubina delgeneral Carrera. Ha visto destruircolegios en Totonicapán yQuezaltenango con el fin de que los

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niños no se educaran. Ha visto fusilarpresos en la cárcel sin otro motivo queno caber en prisión. Ha visto arrebatarde su familia a un joven y conducirlo alpie del Castillo de San fosé, para quefuera ejecutado en castigo por haberdicho que era liberal. Ha visto cometercuantos crímenes de lesa humanidadpueden cometerse, en tanto escucha adiario, en la cátedra de Dios, haceralabanza de ello. Para establecer esterégimen y mantenerlo treinta años, fuepreciso ahogar la imprenta y latribuna, continúa diciendo donLorenzo, expulsar del país o encerraren bóvedas mortíferas o quitar la vida

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a ciudadanos que tuvieron el valor dehacer frente a la barbarie y recordar ala gente sus derechos tantas vecesconculcados. Pero nuestro pueblosabrá un día distinguir entre susdefensores y sus verdugos, conocerásus derechos, sabrá que en él reside elpoder soberano y hará sonar la horasuprema de las expiaciones.

Así escribe don Lorenzo, pero¿cuándo llegará ese día, si es quellega? La muerte de Cruz me ha dejadosin fe y sin esperanzas, pues, si elgobierno de Cerna no cae, ¿cuándoserá que usted y yo podamos volver avernos? [...]

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«La burbuja en la que había vividohasta entonces yacía a mis pies,reventada. Una voz interior me decía: noes posible, no puede ser que estas cosasme sucedan a mí. ¿Por qué la fatalidad yla desdicha se han cebado conmigo?Otra voz, en cambio, me susurraba: abrelos ojos, más allá de la música, elteatro, los libros, los buenos modales,los ambientes amistosos, hay un mundoprimitivo y feroz que no conoces. Detrásde una naturaleza deslumbrante, plagadade verdor, de volcanes y de lagos, derezos y procesiones suntuosas, hay otraobsesionada con la venganza y el

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crimen. La una encubre a la otra, comola belleza de Luzbel encubría susoberbia. Ante ti no tienes la cabeza delgeneral Cruz, sino una idea decapitada.El sueño de la libertad ha muerto y conella la esperanza de volver a ver aNéstor Espinosa. Entiéndelo y no tehagas ilusiones. Entre Néstor y tú se haabierto un abismo que nadie podrásalvar».

26 de febrero de 1870[...] Me dice usted que los

periódicos hablan de la revolución deCuba y de la guerra franco-prusiana,

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pero que, respecto a lo que sucede en elpaís, les mantienen en la oscuridad. Nome extraña. A la oscuridad siempre leha gustado nuestro clima. Somos comolas luciérnagas. Tenemos movimientoserráticos y nuestra luz es de corta vida.

Durante mi infancia, en abril, pocoantes de las lluvias, tratábamos decazarlas de noche y untarnos las manosy la cara con sus vientres paraconvertirnos en fantasmas por el brevetiempo que duraba la fosforescencia enla piel. Era una ilusión fugaz, como lade nuestras luces. No somos capaces deiluminar la noche. Sólo producimosuno que otro resplandor, atrayente,

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pero efímero. Somos penitentes enbusca de esa luz intensa que no somoscapaces de generar.

Me ha costado asumir este hecho,pero entiendo que no se puede razonarallí donde la razón no ha despertado.La verdad no es hija de la razón, sinode la experiencia y el tiempo, y pensarque la razón por sí sola puede abrirnosla puerta al porvenir es como querersembrar flores en un arenal [...]

«El terror se desató en el país tras larepulsiva muerte de Cruz, un pánico másagudo si cabe que el del cólera o la

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fiebre amarilla. La gente se desquiciópor completo.

Parecía que el mismísimo Dantehubiera llegado al Valle de la Ermitapara recordarnos el lema que hay escritoa las puertas del Infierno. A laspersecuciones y atropellos, siguieron lastorturas de los sospechosos. Huboejecuciones en el llano de Buenavista ylos púlpitos temblaron bajo lossermones de los clérigos. Sólo elpárroco de Candelaria se atrevió acondenar la decapitación. No somosanimales, peroraba, no somos salvajes,sólo en un país africano puedepermitirse tal atrocidad.

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»Otra cosa eran los jesuítas. Locomprobé unos días más tarde cuandoasistí a una boda en La Merced.Desentendiéndose de la pareja que esedía celebraba sus esponsales, el padreRafael Espinosa, hermano de Néstor,dijo durante el sermón que losfusilamientos habían sido «actosindispensables de justicia para salvarla religión del Crucificado-».

»—¡La gavilla del general Cruz notenía virtud ni moral ni sentido de lohumano! —dijo a una feligresía pasmadapor el vigor de su verba—. ¡Sólo erauna horda de impíos y ladrones sobrequienes Dios ha hecho caer todo el peso

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de Su venganza! ¿Qué creía conseguiresa cosecha de herejes con la nefastadoctrina de la soberanía popular, esafarsa que se funda en la negación de laProvidencia divina, que podían venir arobarnos y a matarnos y a saquearnuestras casas y a violar a nuestrasmadres, a nuestras esposas, a nuestrashijas? ¿Que podían arrasar nuestrostemplos y robarse nuestros cálices,nuestras custodias y nuestros objetossagrados? Siempre ha sido propensiónde los salvajes destruir lo que no puedencrear, ¡pero eso se ha terminado! ¡Losbárbaros tienen su merecido! ¡La bestiade la conspiración liberal-masónica ha

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sido descabezada y la paz retorna hoy anuestro país y nuestros hogares gracias ala benevolencia del Altísimo!

»Los jesuítas bendecían a loscriminales y condenaban a las víctimas,saludaban al terror del Gobierno,estimulaban la represión e incitaban ladenuncia. Y de esa cuenta, la vida fuevolviendo a su falta de pulso, y lasmentes, a su habitual desidia. Lasujeción política de los humildes teníalugar en los templos, desde los cuales elquietismo volvía a tutelar nuestropostergado confín.

»Todo se deterioró a raíz de aquellaabominable ignominia. El correo

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clandestino comenzó a ser irregular. Loscaballos de Don Chema Samayoa teníandificultades para acercarse a Tívoli. Ylas cartas de Néstor empezaron aespaciarse y, cosa muy rara en él, a sercada vez más breves.

»Cierto día de diciembre, recibí lamás corta de cuantas había recibidohasta entonces. Me llegó por correoordinario, no por el de doña Soledad.Había sido remitida desde Veracruz.Venía sin firma, sin encabezado ni fechay decía más o menos así:

Amada mía: Soy hombre paciente,pero en modo alguno resignado, y

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he dispuesto hoy obrar enconsecuencia. No tendrá noticiasde mí durante un tiempo. Lamentono poder ser más explícito. Todocuanto puedo decirle por ahora esque las luciérnagas han empezadoa reunirse y que yo formo parte desu enjambre. Prepárese a escuchartoda clase de rumores adversos,pero tenga confianza en mí. Prontollegará la luz y, con su fulgor, elsueño que los justos anhelan. Nome olvide, amor mío.

«Intuí que la existencia de Néstorhabía adquirido un propósito que yo no

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alcanzaba a descifrar. Sus titubeosacerca de qué hacer con su vidaparecían haberse disipado. Aquellacarta rezumaba una seguridad y unafuerza para mí desconocidas y, enaquellas pocas líneas, parecía palpitarel impulso que necesitaba para escapardel destierro.

»Todos tenemos un momento así acierta edad y aquél, sin duda, fue elsuyo. Néstor no estaba hecho para lavida rutinaria y mediocre que leprocuraba el exilio. Ansiaba volver aGuatemala y rehacer su vida aquí. Sufreno había sido su templanza y tambiénla inseguridad en sus propias fuerzas.

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Pero, tras la muerte de Cruz, dejó de serla persona que yo había conocido.

»Pasó el verano, vinieron las lluviasy una tarde de intenso aguacero nosllegó una nota de doña Cristina Sabo-río, la esposa de don Miguel GarcíaGranados, indicando escuetamente quedeseaba hablar con nosotras. La cita nosextrañó, pues el club de damas habíadejado de reunirse.

»Debió de ser hacia septiembre del70. Doña Cristina acababa de regresarde Chiapas, adonde había viajado paraencontrarse con su esposo, quien llevabamás de un año en el exilio. Nos recibiócon la amabilidad y cortesía habituales,

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pero en lugar de hacerlo en la salaprincipal, nos llevó a un cuarto pequeñoy apartado, lejos de la servidumbre y lasvisitas. Una vez allí nos dijo con muchomisterio que don Miguel ultimaba lospreparativos de una invasión al paíspara derrocar a Cerna.

»—Pero no como la de Cruz —seapresuró a aclarar—. No con unachusma de indios analfabetos armadoscon machetes y lanzas, sino con nuestrapropia gente. Un ejército formal y encondiciones. Con oficiales y armasmodernas. Por eso las he llamado.Tenemos que volver a organizamos,conseguir dinero y ayudas. Ésta es

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nuestra última oportunidad. O sacamosal Gobierno ahora o nos aguarda unanoche más larga y más negra que la delos últimos treinta años.

»Doña Cristina se volvió a mí y consonrisa sibilina agregó:

»—Por cierto, tengo buenas noticiaspara usted, Cla-rita.

»Me azogó un presentimiento y creíque mi corazón había cesado de palpitar.

»—Néstor Espinosa —dijo, bajandola voz— se ha unido al movimientorevolucionario, donde cumple unaimportantísima diligencia que le haencargado mi esposo. Una misiónsecreta de la que no puedo decirle

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mucho más. Nadie, ni siquiera yo, sédónde se encuentra. Miguel no me loquiso decir. Me pidió, eso sí, que se locontara para que no extrañara el silenciode Néstor. Mi esposo dice que es unbuen muchacho y que espera mucho deél en esta hora decisiva para la patria.

»No expresé ninguna emoción, apesar de que doña Cristina y la tíaEmilia me miraban como quien mira aun pollito salir de un huevo, esperando,no sé, que me pusiera a piar o queestallara en sollozos.

»—¿No le hace eso feliz, Clarita?—dijo doña Cristina, extrañada quizásde que no revelara mis sentimientos.

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»¡Claro que me sentía feliz! Despuésde casi año y medio sin esperanzas, lailusión de volver a ver a Néstor volvíacon la fuerza de un torrente. Pero noquería exponer mi corazón a los demás,qué demonios. Así que, dominando miimpulso a responder, me limité a decirun humilde <sí, señora> con la cara quepodía haber mostrado santa Catalina deSiena.

»Todo fue distinto desde entonces.De un día para otro, Néstor había dejadode ser el hombre destruido por el exilioy la distancia para volverse (en missueños, sobra decir), un caballeroaguerrido y valeroso. Saber que estaba

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luchando por volver a la patria yliberarla, no sólo aupaba mi espíritu,sino que creaba en mí la ilusión depoder encontrarme un día con aquelencantador aventurero. Lo que es más, sihabía sido un abogado tímido y dulcequien me había atraído un año antes,ahora me seducía la imagen del hombrecon armadura y espada, que seenfrentaba al mundo por un ideal, elhéroe que arriesgaba su vida pararescatar a su amada del dragón.

»Ríete de mí, si quieres, pero nocreas que mi visión era menos románticaque la de los seguidores de don Miguel.Al igual que ellos, yo ignoraba que a las

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revoluciones les ocurre lo que al amor:no es posible separar de ellas eseelemento entre platónico y galante quelas nutre cuando son inmaduras. Pero fuemaravilloso, en verdad. Mi suerte habíacambiado. Esa tarde, en casa de doñaCristina, volvieron a sonar en mis oídosla fanfarria y las voces de Ecco letrombe. Tancredi, el verdadero, el mío,el bueno, se acercaba a Siracusa parareencontrarse con su amada y rescatar ala patria del tirano.

»Ahora, mírame a los ojos, Elena, ydime, ¿tenía o no el derecho a soñar?Estaba enamorada, desfallecía porNéstor. Le amaba más allá de sus

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palabras y sus cartas. Vivía inmersa enla tibia marea de la melancolía y lastentaciones propias de mis primerosardores. Había esperado casi dos años,recluida en casa, agobiada por la torturade perderlo y, de pronto, me llegaba lanoticia de que volvía, de que era un serreal y no un fantasma. ¿Habría cambiadosu rostro? ¿Sería distinto a como yo loimaginaba ahora? ¿Y cómo sonaría suvoz al pronunciar mi nombre? Dabaigual, la fortuna se me había puesto decara, volvía el sueño. Y el pesar,verdugo de tantas horas, rendíaconfundido su látigo ante aquella alegríainesperada».

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II. La marcha de losdesterrados

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1. En tierras ajenas

Puerto de Veracruz,enero de 1871

Desde las primeras horas del día, elmalecón se había convertido en unespacio apenas transitable por el que sedesplazaba el enjambre de gente que sedaba cita allí cada mañana. Fardos debrin, barriles de tabaco, cajas, acémilas,cordajes, carretas de mano y bártulos detoda especie dificultaban el paso de losviajeros. Inesperadas ráfagas de viento

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arrojaban sobre los viandantes el humode los comedores y les impregnaba laropa con tufaradas a pescado frito,emanaciones que, de modo fugaz,aromatizaba la fragancia que a su pasodejaba algún cargador con un saco devainillas a la espalda. La muchedumbrese movía con lentitud bajo la ardientesolana, entre un rumor de voces difusasy vahos a yodo y a sal. Y sólo de vez encuando algún chillido de gaviota, algúnrelincho o el grito imperioso de algúnmarinero, se alzaba sobre el runrún de lacolmena.

Vadeando trajinantes y viajeros,rostros desvelados, vendedores de

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baratijas y mozos de cuerda concalzones a los tobillos, Néstor Espinosay Francisco Andreu se deslizaron porentre el gentío y los bultos, en busca dela angosta calzada del muelle. Altivaschisteras, sombreros de paja, gorras,bombines y uno que otro quitasol, damaincluida, bailaban una variopinta danzaen torno a ambos. El oleaje se agolpabaen los muelles y, por entre las rendijasque los transeúntes dejaban a su paso, seentreveía una mar rizada, color azulpavo, sobre la cual aflorabaninesperados cogollos de espuma.

Cuatro barcos de regular calado sealineaban en el espigón y, frente a ellos,

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del otro lado de la dársena, se alzaba laimponente fortaleza de San Juan deUlúa, ombligo de la nación siglos atrás,defensa de la ciudad más tarde ycalabozo ahora.

—¿Es ése el barco? —preguntóNéstor.

Andreu asintió con la cabeza.A la distancia de un grito, se mecía

un navio de regular tonelaje, amarradocon grandes sogas a los bolardosenterrados en el muelle. El vapor, debandera británica, tenía tres mástiles yuna chimenea, y cada vez que sehinchaba el oleaje, provocaba en elmuro del malecón un chapoteo semejante

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al de un enorme cachalote.Del lado de proa, bajo un rótulo en

letras blancas donde se leía Ann Porter,una orquestina integrada por un arpa,dos guitarrillos y un violín, entristecíalos adioses. Y al pie de la rampa por laque una larga fila de personas seintroducían en el barco como hormigasen su agujero, un funcionario de bigoteenmarañado y cigarro en boca revisabadocumentos y papeles.

Andreu le entregó dossalvoconductos del gobierno mexicano.El hombre los leyó, los revisó, los firmóy, al tiempo que los devolvía, dijo:

—Recuerden, señores. Ustedes son

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personas indocumentadas y estesalvoconducto sólo sirve para viajar.Por lo tanto, ninguno de nuestrosconsulados les podrá prestar auxilio enel extranjero.

Tomó el cigarro entre los dedos,frunció las cejas y, haciendo un guiño,gruñó:

—Así que pórtense bien.La cubierta del navio estaba tan

atestada como el malecón. Filtrándoseentre la gente, Néstor y FranciscoAndreu caminaron hasta una escotillapor la que descendieron a un camarotede dimensiones parecidas a las de unacelda monacal. Dos literas, una encima

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de otra, un gavetero clavado al piso ydos sillas era todo su amueblado. Elhabitáculo guardaba un calor sofocante ydespedía un fuerte olor a humedadsalobre.

Néstor se quitó la levita, el chaleco,el alzacuellos y el lazo y se subió lasmangas de la camisa.

— Hasta que el vapor no se pongaen marcha, este lugar será insufrible —le dijo a Andreu, quien había empezadoa deshacer la valija—. Le espero encubierta.

Se dirigió a la baranda de estribor.Había menos gente de aquel lado ydesde allí podía contemplar la ciudad

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amurallada, con sus pequeños baluartesen las esquinas, la fortaleza de San Juande Ulúa y el malecón. Algunas casas sintecho y otras aún en ruinas daban fe delbombardeo a que había sido sometida laciudad, años antes, por la armada deEstados Unidos. Más allá de lasmurallas, del Cabildo y las torres de lostemplos, corría una extensa planicie. Ylejos, sobre el horizonte, se alzaba unacordillera de la que emergía elimponente Pico de Orizaba.

Néstor aspiró la brisa húmeda quebatía la ensenada de Veracruz. Unpuerto, pensó, era un lugar donde todoconcluía y empezaba, un punto de

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partida y un destino, un espacio para elencuentro de emociones antagónicas,como la tristeza de quienes se van y elgozo de los que vuelven.

Andreu se acercó, sonriendo.—Nunca había estado en un barco

tan grande —dijo a modo de saludo— nicon tanto pasajero. ¿Y usted?

—Viajé en uno más grande aLiverpool, hará dos años.

—Cómo puede flotar un monstruoasí es algo que me gustaría saber.

El monótono martilleo de la máquinade vapor, que hasta ese momento habíasido sólo un rumor lejano, aceleró suspulsiones y las enormes hélices del

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barco arrojaron una ruidosa bocanadade espuma y agua. La nave había soltadoamarras y con las velas desplegadas semovía suavemente hacia la bocana delpuerto.

Néstor dirigió la mirada alhorizonte. Sobre la cresta de una olaobservó una formación de sietepelícanos. El líder fijaba la velocidaddel vuelo y los demás le seguían,imitando sus movimientos y guardandola misma altura sobre el agua. Era unrecital admirable de coordinación yarmonía que Néstor siguió por unosmomentos, deslumbrado, hasta que lasaves se alzaron sobre el agua y se

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dirigieron a alta mar.Aquella equilibrada formación

contrastaba con el desorden de su mente.La vida podía ser generosa, luego dehaber sido despiadada, pero nunca seexcedía en la compensación. A la horade resarcir al herido, siempre pedía algoa cambio. Y el precio del resarcimientoera aquella aventura a la que se habíacomprometido dos semanas atrás. Noestaba muy seguro de haber hecho lodebido, pero sólo una decisión asípodría restaurar el equilibrio de su vida.

Volvió la mirada a Chico Andreu.No tenía con él mucha confianza, pero leparecía un buen hombre. Su primer

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encuentro había tenido lugar en una casade la calle de Tacuba, en el centro de laciudad de México. Basilio le habíahablado de un grupo de exiliados que, alas órdenes del general GarcíaGranados, preparaba una invasión porChiapas. La mayoría de los miembros dela hermandad se habían incorporado yaal grupo, pero Néstor se resistía. ¿Quépintaba un abogado, a quien para mayorafrenta no le gustaban las armas, en unmovimiento armado?

Pero las personas cambian. A vecesa causa de otros y sin que ellas se lopropongan. La muerte de Cruz habíaalterado su espíritu de tal modo que, una

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tarde, resolvió asistir a la cita queBasilio le había concertado en aquellacasa de la calle de Tacuba. Debíapreguntar allí por Francisco Andreu,más conocido por Chico. El lacayo quele había abierto le ofreció un sillón demimbre en el corredor y desapareciótras una puerta del segundo patio. Néstoraguardó cinco, diez, quince minutos sinque nadie apareciera. Se levantó delsillón y deambuló por el corredor unrato, dejando vagar la mirada porgeranios y begonias y deteniéndose devez en cuando ante la fuente, paraescuchar su gorgoteo. Creía haberllegado a una casa deshabitada, cuando

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volvió a aparecer el lacayo.—Por aquí, señor —le dijo con

ademán cortés.Le condujo hasta una especie de

despacho donde se dio de manos a bocacon un hombre a quien, de no ser porquevestía una levita bien cortada, cuelloduro y corbatín, hubiera tomado por unmonje vestido de seglar. Su rostrodemacrado, su barba apostólica, algolacia, su extrema delgadez, mostrabanlas huellas de un prolongado ayuno oalguna enfermedad crónica.

—Siéntese, por favor —le dijo aNéstor.

Varias pilas de papeles se alineaban

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sobre un escritorio de madera forradode cuero y ribeteado con tachuelasdoradas. A un lado, yacía un periódico amedio abrir, y al alcance de la mano,había una pequeña taza con un líquidocolor oscuro.

Néstor se quitó el sombrero y sesentó en una silla angosta y dura, sindejar de observar el febril garabateo deAndreu sobre un papel.

La operación aún duró unos minutos,al cabo de los cuales, el hombre guardóel escrito en una carpeta y, luego,tomando otro pliego en blanco, escribióen la parte superior lo que a Néstor lepareció un nombre y una fecha.

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—Me dicen que su apellido esEspinosa.

—Sí, señor, Néstor Espinosa, paraservirle.

—¿De los Espinosa de oriente? —preguntó Andreu.

—Esos son mis tíos abuelos. Mipadre nació en la capital y se llamabaValdemar.

—¿El que compraba y vendíaalgodón?

—Así es.Andreu dejó de tomar notas.—Mi familia tiene una finca en

Tiquisate, que yo administraba, y elalgodón que producíamos allí se lo

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vendíamos a don Valdemar, ¿qué leparece?

Néstor esbozó una sonrisa. Laentrevista no podía tener mejorcomienzo.

—Ahora, dígame, ¿en qué puedoservirle?

—Quiero unirme a ustedes.—¿A ustedes? —repuso Andreu, con

cara de sorpresa—. ¿Quiénes sonustedes?

—Bueno, no sé cómo se llamen.Supe que gestaban una insurrección yquería unirme a ella.

—No sé a qué se refiere.Néstor tuvo en ese momento la

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sospecha de haber sido víctima de unaestúpida broma de Basilio o, en el mejorde los casos, de no haber hecho unapregunta discreta ni menos uncomentario inteligente.

—Me dijeron que aquí... —balbució.

Un ruidoso carruaje traqueteó tras laventana a espaldas de Andreu y Néstorse interrumpió unos segundos. A pesarde su expresión, triste y doliente, comoel de un rostro de El Greco, aquelhombre tenía unas pupilas inquietas quese movían sin cesar del pecho a loshombros, a la levita y al rostro deNéstor.

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—¿Qué sabe hacer? —le preguntócuando pasó el ruido.

—Soy abogado.—¿Conoce algo de armas? ¿Sabe

cómo usarlas?—No mucho... Nada, en realidad.

No sé nada de armas.—Pero le atrae el combate.Néstor titubeó antes de contestar y

luego dijo en tono de excusa:—Muy poco.Chico Andreu se separó del

respaldo del sillón y, colocando ambosbrazos sobre la mesa, preguntó en elmismo tono que un juez le preguntaría aun reo:

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—¿Cree que podría matar a alguienque no le ha hecho nada y a quien noconoce?

Néstor no enfrentó la mirada deAndreu.

—Sólo soy un letrado. La violenciano es mi terreno. No sirvo para esascosas, pero pensé que podría ser útil enotras.

—¿Como cuáles?Néstor se encogió de hombros.—Me dicen que es usted masón —

dijo Andreu.—Sólo un novicio.—Sabemos que es amigo de Elias y

Daniel, gente del partido liberal. Pero,

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¿qué me dice de ese otro con cara devinagre a quien llaman Saint-Justi¿También es masón?

—No, no es masón. Es un fiebre, unjacobino.

—¿Y ese otro a quien llamanBasilio?

—Es liberal, hasta donde yo sé.Algo entrometido e inestable, peropersona de fiar.

Andreu hizo un corto silencio y sequedó mirando a Néstor como si fuera adecirle algo importante.

—No todos servimos para matar —dijo al fin—. Ni siquiera yo puedo decirque sea capaz de hacerlo. Lo mío es

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administrar, organizar, mover gente.—Entiendo.Adoptando un tono impersonal,

Andreu dijo entonces con una sonrisa:—Le agradezco su visita,

licenciado.No había nada más qué hablar.

Néstor se levantó de la silla, estrechó lamano a Andreu y se dirigió a la puerta.La oportunidad de regresar a Guatemalase había malogrado. Había sido untorpe. Lo que aquel grupo buscaba noera gente como él. Los letrados no hacenrevoluciones armadas.

Había abierto la puerta para salir,cuando escuchó la voz de Andreu

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decirle como al descuido:—¿Por casualidad habla inglés,

licenciado?Néstor se volvió.—Sí, ¿por qué?Andreu se levantó del escritorio y

señalando la puerta dijo sin darexplicaciones:

—Venga conmigo, por favor.Salieron al corredor del patio y se

dirigieron a una estancia próxima, algoumbría, donde un hombre de unossesenta años, aspecto frágil, rostroanguloso y mentón afilado leía unperiódico.

A Néstor le pareció un rostro

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familiar, pero no pudo precisar quiénera. El hombre vestía un pantalón grisclaro que caía con elegancia sobre unoszapatos de charol y llevaba puesto unchaqué de casimir. Al ver entrar aAndreu y Néstor, se quitó unos pequeñosanteojos de montura metálica y saludócon una sonrisa.

—Buenos días, caballeros.—Buenos días, general —dijo

Andreu—. Le presento al licenciadoNéstor Espinosa.

—Cómo está, licenciado —dijolevantándose del sillón y extendiéndolela mano—. Mi señora me ha hablado deusted.

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Néstor se sorprendió por lafamiliaridad del trato y la referencia auna mujer que no conocía.

—Dirige un club de damas afectas alpartido liberal —sonrió GarcíaGranados—. Fueron ellas quienesreunieron la plata para ayudarle a huirde Guatemala. Usted debe de ser uno delos que vino en el globo de Esnaola, ¿meequivoco?

De golpe, Néstor reconoció el rostrode la persona que tenía delante, elhombre más admirado por la juventuddel país, y el pulso se le aceleró.

—Discúlpeme por no haberloreconocido, general —dijo, algo

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nervioso—. Ignoraba que estuviese enMéxico.

—Escapé hace poco del país,después de vivir unos días en laLegación Británica. No fue barato. Misamigos tuvieron que pagar por mí unafianza de diez mil pesos.

El general García Granados tomó unhabano que humeaba en un cenicero.

—¿Supo lo de don Serapio, verdad?—Sí, señor.—Pobre —dijo—. Tuvo una muerte

humillante, la que inflige siempre elvencedor indigno. No merecía eso. Eraun valiente, un buen revolucionario...aunque no un buen militar.

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—El licenciado Espinosa hablainglés —dijo Andreu, dirigiendo algeneral una mirada de inteligencia.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde lo aprendió?¿En Estados Unidos?

—No, señor. Viví casi dos años enLondres.

—Y dígame, ¿no echa de menos elrosbif? —preguntó el general en inglés.

A García Granados le quedaba pocode la habitual rigidez militar. No teníamirada de juez ni de sargento, nitampoco era inquisidora. De él se decíaque tenía un valor sereno y frío, tantopara la política como para la guerra.Conversaba con mundana habilidad y no

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perdía la sonrisa. Tampoco la miradadel interlocutor. Parecía un hombrefranco, tenía fama de ocurrente y, noobstante ser ilustrado, rara vez presumíade su saber.

La plática continuó en inglés,mientras la mirada de Chico Andreuviajaba de uno a otro, sin entenderpalabra de lo que hablaban. Néstor sepercató enseguida de que el general lesometía a un sutil examen sobre suscreencias y convicciones, sus estudios,sus amistades, su familia.

La conversación duró unos quinceminutos, al cabo de los cuales, donMiguel dispuso retomar de nuevo el

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español.—Perdone, Chico, mi falta de tacto,

pero quería escuchar su inglés —dijo,señalando a Néstor— y cerciorarme deotros asuntos. Y ahora que lo hecomprobado, voy a darle unaexplicación, licenciado Espinosa. Haymasones que se identifican con algunaseña secreta y creen que con eso basta.Y hay liberales que únicamente lo sondel diente al labio. A mí me basta hablarcon las personas para saber si susconvicciones son sinceras. Las suyas meparece que lo son. Le doy mis excusaspor haber sido tan curioso.Comprenderá mis motivos en un minuto.

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Pero, antes, quisiera pedirle que lo quele voy a decir no salga de este salón.¿Me da usted su palabra?

—Por supuesto, general.—Hemos tratado de guardar el

secreto, pero no es fácil. Estuve enChiapas por agosto, para hablar con unhombre de Cruz, un muchacho muydespierto a quien he encargado reunirgente. Cerna se enteró no sé cómo yestuvo a punto de crear un incidentediplomático con el gobierno de México.No quisiera que se supiese dónde estoyahora ni qué es lo que me propongohacer.

Se quedó dubitativo unos instantes,

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mirando a la ceniza del habano.—Pero le hablaré con franqueza.

Con el auxilio de don José MaríaSamayoa, que es quien más nos haayudado, hemos conseguido reunir unaimportante cantidad de dinero entre losliberales del país. Sólo falta gestionarcon Benito Juárez las necesariasgarantías para organizar la invasióndesde México. Estamos, pues, todavíaen la etapa de preparación.

El general esperó un comentario deNéstor, pero al ver que éste no hacíaninguno, preguntó:

—Dígame una cosa, licenciado,¿sabe usted lo que es una tarea

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compleja? ¿Sabe cómo se construye unbarco, se diseña una ciudad o seorganiza un ejército?

—No, señor. Pero ya que lomenciona, tampoco sé cocinar ni habloel sueco.

El general soltó una carcajada.—Le ruego me disculpe —dijo, sin

dejar de reír—. No he pretendidoofenderle Yo tampoco sé cocinar, tareaque considero muy compleja. Lo que sísé es cómo organizar un ejército.Cualquiera puede organizar una chusmade gente a caballo, pero para armar unamilicia no basta una cabeza. Hacen faltamuchas. Y la suya puede ser una de

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ellas, licenciado.—Me sobrevalora, general. Yo no

soy la persona que usted piensa.—Sí lo es.—Sólo soy un letrado. No sirvo para

estas cosas —dijo buscando los ojos deAndreu, quien miró para otro lado.

—Yo elijo a mis colaboradores conotro criterio —dijo el general.

—No soy un hombre de armas. Nisiquiera me atrae la caza.

—Las armas, licenciado, son elúltimo recurso que nos queda para abatira la tiranía cuando todos los demás hanfallado.

—No tengo vocación de soldado,

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general.—¿No tiene vocación de soldado o

no le gustan los soldados?Néstor se encogió de hombros.—Pues mire, si los soldados son

malos, son peores los licenciados —rióel general.

—No quise decir eso.—Quizá no ha puesto su valor a

prueba y eso sea lo que le haga falta,probarse. Los desterrados, comonosotros, no podemos vivir sólo deesperanzas, aunque tengamos de nuestrolado la fuerza que dan la razón y elderecho. Lo único que hemosconseguido con eso es que nos hayan

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echado del país. Contra esa maquinariasólo vale la fuerza de las armas. Y elvalor de empuñarlas, excuso decirle.

El general sacudió el veguero y se lollevó a los labios. Expulsó el humolentamente al tiempo que en su miradaaparecía un brillo de impaciencia.

—Llevo más de veinte añosluchando en la Cámara contra lainmovilidad conservadora —dijo—.Pero, ¿qué puede esperar uno de genteque tiene la cabeza enterrada en laarena? ¿Cuánto tiempo más habrá queaplazar lo inaplazable, licenciado? Losconservadores miran siempre al pasadopara no tener que mirar al futuro. Con

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decirle que en treinta años no han hechootra cosa que un teatro, un muelle y unmercado.

El general había adoptado un tonoclaramente oratorio e improvisaba undiscurso político como los que le habíanhecho famoso en la Cámara y, a pesar desu frágil aspecto, irradiaba unaseguridad que atraía a indecisos comoNéstor.

—No estamos divididos en liberalesy conservadores, licenciado, sino enpasado y presente. Ellos, la gentepretérita, se resisten a modernizar elpaís porque temen que el menor cambioles haga perder el control que tienen

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sobre su presente y su destino. Estánconvencidos de que el futuro es algo quellega por gravedad o por inercia, no unaestrella que se busca. Y ven el futurocomo un azar que debe ser tenido por larienda. Nosotros somos lo opuesto.Pensamos que el destino y el futuropueden cambiarse por la energía quedesata la libertad. Ellos esperan delEstado casi todo; nosotros confiamos enla gente. Ellos no saben ni quierencompetir con nadie, porque hacerlosignifica aceptar que uno puede perder.Nosotros aceptamos la contingencia deperder si el premio de arriesgarnos esganar. Dicen que si uno camina con los

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ojos cerrados por un desierto en línearecta, el trayecto se convierte de modoimperceptible en una curva, y que si eldesierto es lo suficientemente grande, alcabo de mucho andar, se vuelve al puntodel que se partió. Esto es lo que nos hasucedido desde la independencia deEspaña, licenciado. Hemos caminado aciegas medio siglo, y si no abrimos losojos, seguiremos caminando encírculos... y hacia el pasado, sobra decir—concluyó el general con ironía.

Néstor asintió en silencio. Larevolución era para él algo secundario.Había aceptado aquella entrevista porClara, sólo por ella. Y si eso significaba

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beber agua de los charcos o alistarse enun movimiento como aquél, aunque suposibilidad de triunfar fuera remota,santo y bueno. Más allá de la política,los discursos o el combate, estaba ClaraValdés.

Pero, al verse ahora frente algeneral, se sentía un tanto mezquino.¿Qué hacía una persona como donMiguel García Granados, con latranquilidad de la vejez ganada, metidoen aquella aventura? ¿Qué podíanecesitar que no tuviese o no hubieseconseguido en la vida? Había entrado enla milicia muy joven, había combatidopor sus ideales, y sufrido persecución y

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cárcel a causa de ellos, había padecidoexilios, derrotas, quiebras, y siempre sehabía vuelto a levantar. Se podíapercibir en su mirada vivaz, en suactitud decidida, en la determinaciónque fluía de su voz y de sus gestos. Nole había bastado una vida plena deemociones. En su ánimo latía eldespecho por no haber alcanzado elmáximo anhelo de su generación: abolirel Antiguo Régimen en Guatemala, susvicios, sus lastres y sus injusticias, yentregar al pueblo la libertad prometidaen 1821. A la edad en que otros hombresse dedicaban a coleccionar homenajes yrecibir trofeos, el general había buscado

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en su interior y no había encontradoméritos para recibir ninguno. Pudo haberelegido una vida cómoda hasta el restode sus días, tenía los medios. Peroningún hombre superior obra así. DonMiguel era con seguridad de ese tipo depersonas perpetuamente insatisfechascon lo que pueden dar de sí, ese tipo delíderes que piensan que nunca esdemasiado tarde para emprender unagran obra.

Y ahora estaba dispuesto una vezmás a jugarse la vida por la máshermosa y noble de las causas, sinpensar en lo que pudiera perder en ellance.

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Néstor comparó sus veinticinco añoscon los sesenta y algo del general y nopudo menos de sentir cierto sonrojo.Quería regresar a Guatemala, perosiempre que la puerta se la abrieran losdemás. Y ahora se daba cuenta de quenadie haría por él lo que no hiciera élpor sí mismo y que algunas puertas no seabren a menos que uno las tumbe.

—Debo serle sincero, general. Nocreo que sirva para usar un arma, peroestoy con usted en todo lo que puedaservirle.

El general movió la cabeza en signode aprobación.

—No se preocupe, licenciado.

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Apañados estaríamos si un ejércitoestuviese formado solamente por gentede armas. Necesitamos ingenieros,administradores, cocineros, carpinterosy tutti quanti. Usted se dirá, eso estámuy bien, pero, ¿cómo se arma unejército capaz de derrotar al de Cerna?Y la respuesta es muy simple. Cerna notiene un ejército. Tiene una milicia, unafuerza provisional que se disuelvecuando los soldados no son necesarios.Sobre las armas, tendrá mil o milquinientos. Pero déjenos esa tarea anosotros y escuche ahora lo que quieroproponerle. Tenemos una misión parausted, un trabajo muy delicado. No le

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puedo decir de qué se trata... por ahora.Lo que es bueno para usted. Le ahorraráproblemas. Deberá estar listo, sinembargo, para viajar en dos o tressemanas. Durante ese tiempo, tendrá queapartarse de sus amistades, desaparecer.Una amiga de mi hermano José Vicentenos ha ofrecido un espacio en su casa.Allí deberá residir todo ese tiempo.Chico le dará más detalles.

—Entiendo, señor.—¿Mantiene correspondencia con

Guatemala? ¿Sí? Debe suspender todacomunicación de inmediato. Ni uncorreo más a partir de hoy Y ahora, sime disculpan, tengo cosas qué hacer.

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Y golpeando con sus palmas lasrodillas, el general dio a entender que laentrevista había terminado.

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2. Chico Andreu

El silbido que escapaba de laválvula de vapor devolvió a Néstor alpresente. El Ann Porter había girado enla bocana del puerto y se alejaba conrapidez del rompeolas, al tiempo queVeracruz y el Orizaba se hundían conlentitud en el horizonte.

Néstor dijo sin mirar a Andreu:—Así que un par de semanas.—Sí, señor, si el tiempo ayuda.—¿Y puedo saber, finalmente, qué

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vamos a hacer en Nueva York?—¿Qué le parece comprar una levita

nueva? —bromeó Andreu—. ¿O comeren un buen restaurante? ¿O ir al teatro oa la ópera?

La respuesta de Néstor fue un gestoentre ofendido y frustrado que ChicoAndreu captó al vuelo.

—Vamos a rematar un negocio —dijo en tono más grave.

—Yo no entiendo una palabra denegocios.

—No se preocupe. Se trata de unatransacción casi cerrada.

—¿Y no hay personas que sepan deestas cosas más que yo?

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—El general no podía ir. Estápendiente de un permiso del gobierno deBenito Juárez para poder cruzar elterritorio mexicano con las armas. Poreso dispuso que yo fuera a Nueva York,en vez de él.

—¿Armas? ¿Vamos a hacer unnegocio de armas?

—Un pedido de rifles, hecho por elgeneral. Debemos examinarlos,probarlos, adquirir munición y dar elvisto bueno a todo antes de que elintermediario los embarque. Despuésbajaremos a Nueva Orleans y, de ahí,continuaremos a las costas de Tabasco.

—¿Debemos?

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Andreu se hizo el desentendido.—También hay que comprar

uniformes, espadines, polainas,alpargatas y otras menudencias.

—¿Y no había personas másversadas que yo en estos asuntos comopara acompañarle en el viaje?

—Somos pocos, licenciado. Muypocos. La mayoría de los combatientesestán en Chiapas... creo. Y a excepcióndel general, ninguno de nosotros hablainglés.

—¿Qué quiere decir con eso decreo?

—Que no tenemos todavía loshombres. Se lo dijo el general,

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¿recuerda? Tenemos trabajando en eso auna persona en Chiapas, pero elreclutamiento llevará un par de meses.

—¿Y para eso es para lo que menecesitan, para que le sirva a usted deintérprete? ¿No hay personas en NuevaYork que puedan hacerlo?

—Claro que las hay, pero el generalno quería correr riesgos. Deseaba queviniese conmigo alguien en quiénconfiar. Por suerte apareció usted.

Néstor movió la cabeza condesánimo. Le dio la espalda al océano y,acodado en la baranda, alzó la vista alos mástiles y a la oscura nube de humoque escapaba de la chimenea del vapor.

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Se sentía mortificado. Debía habersupuesto que no le necesitaban paralevantar actas notariales de loscombates o enseñar derecho a losrebeldes. Qué ingenuo había sido. ¡Demodo que la importante y secreta misiónal servicio de la más noble de lascausas, que era rescatar al país de sunoche, poner el valor a prueba hastamorir, si era preciso, y toda aquellaépica verbosa de que había hecho galael general, se reducía a interpretar elpapel, no ya de un simple abanderado,quien llegado el caso podría tener sumomento de gloria, o el prosaico, peroimprescindible, de intendente militar,

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como era el caso de Chico Andreu, sinoel de un oscuro traductor de inglés!

No volvieron a hablar nadaimportante. Tras el almuerzo, Néstor serecostó en una tumbona de cubierta y, alllegar la tarde, buscó distraerse en elsalón donde los viajeros jugaban a losdados y al póquer. Andreu se retirótemprano y Néstor permaneció algúntiempo en cubierta, paseando de la murade proa a la de popa.

Cuando la campana de cubierta diolas diez, volvió al camarote. Al pasarbajo el puente de mando, miró el

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termómetro de doble escala. Marcabaquince grados centígrados, pero lasensación de frío era intensa. Una finallovizna había empezado a mojar lacubierta del vapor y, por el oeste, laluna se había ocultado tras un manto denubes.

Entró al camarote sin hacer ruido.Andreu dormía. Cerró el ojo de bueypor el que entraba el frío de la noche ysubió a la litera superior, una especie decajón, si no de ataúd, para que losviajeros no cayeran al piso.

Se tumbó cuan largo era, pero nopudo dormir. La memoria le castigabacon el recuerdo de los días en que la

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vida era más simple, días de juegos, deinocencia, de una ignorancia feliz.Pensaba también en Clara. ¿Qué estaríahaciendo? ¿Cómo habría tomado laúltima carta que le había escrito conapenas unas líneas?

De improviso, el barco se empezó amover con sacudí-das algo másviolentas de las habituales e hizo ungesto de fastidio. Le esperaba una larganoche, dando tumbos en la litera y sinpoder pegar ojo, si es que estaba desuerte y las nubes que había visto noeran la avanzada de alguna tormenta.

La mar continuó picada algunashoras. Crujían las maderas del camarote

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como si fueran a reventar, y los golpesdel navio contra el agua generaban bajoel piso retumbos aterradores.

A las tres de la mañana, la tormentapareció ceder. Néstor se sumió en unsueño ligero y, poco antes del alba,despertó sobresaltado. Se incorporó conun rápido movimiento y se asomó a lalitera inferior.

Chico Andreu había desaparecido.Subió de dos en dos las gradas y

alcanzó la cubierta. Había dejado dellover, pero el piso estaba mojado yresbaloso. Se agarró al pasamanos debronce y se encaminó hacia la proa. Lasúnicas luces visibles eran las del puente

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de mando y los tres faroles rojos debabor que avisaban a otros navios delpaso y la presencia del Ann Porter.

Al ver la proa vacía, regresó por ellado de estribor, donde se alineabanotros tres faroles, éstos de color verde.Bajo la techumbre de madera que cubríaese lado del navio, había dos bancos demadera atornillados al piso. En uno deellos, arrebujado en una frazada, estabaFrancisco Andreu.

Néstor se sentó a su lado.—¿Se encuentra bien? Me preocupó

ver la litera vacía.—Llevaré aquí un par de horas. Me

despertaron los vaivenes y no pude

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soportar la claustrofobia del camarote.Néstor fijó la mirada en el océano.

La luna trazaba una línea de luz sobre elhorizonte y las nubes se habíanempezado a dispersar.

—¿Se siente mejor ahora?—Me sentiría mejor en tierra. ¿Y

usted?Néstor hizo un breve silencio.—¿Ha oído hablar de esos barcos

errantes que no llevan rumbo fijo y sólotransportan carbón para las naves que lonecesitan en alta mar? —respondió—.Los llaman tramps, vagabundos. Unpoco así me siento hoy.

Andreu se quedó observando con su

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mirada triste, hundida en el fondo de susojeras, a un marinero que trapeaba elpiso de cubierta. En el húmedoentablado rutilaba el rojo de los farolesy, en el vientre del navio, la maquinariasonaba como un monstruo atrapado en uncajón.

—Viajar en barco es tedioso. Sólose puede hablar, jugar a las cartas, leer omirar el océano. Pero le ayuda a uno apensar.

Sacó un pañuelo muy blanco yenjugó la humedad de su frente. Néstorsospechó que la claustrofobia era sóloun padecimiento menor de aquel hombrey Andreu pareció adivinar el pálpito de

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su compañero de viaje.—Le debo una explicación,

licenciado —dijo—. O si quiere, unareferencia. Mi familia se arraigó enGuatemala hace cosa de un siglo. Erancatalanes. Mi abuelo fue corregidor yalcalde de Amatitlán, y un tío mío,diputado del partido liberal en los díasque siguieron a la Independencia. Crecíen la capital. Y el día que hice laprimera comunión, me dije, hombre, estoestá muy bien. Si comulgo todos losdías, Dios estará siempre conmigo. Peroa medida que pasaba el tiempo, comencéa tener mis dudas. Con diecisiete años,entré en la Academia Militar. Sólo

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aguanté dieciocho meses. No me gustabala vida de cuartel y no estaba seguro dequerer matar a nadie. Luego quiseestudiar medicina. Digo quise porqueme quedé a mitad de camino. Dispuseentonces dedicarme a la agricultura y elcomercio, al lado de mi padre.

¿Qué edad tendría, treinta, treinta ydos años? Llevaba el sufrimiento escritoen el rostro, pero sus palabras nodenotaban rencor. Hablaba conmansedumbre, en voz muy baja, como siquisiera restar trascendencia a lo quedecía. Sólo de cuando en cuando dejabaentrever un fugaz gesto de dolor quedisimulaba mirando para otro lado.

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—Años después, un grupo de amigosformamos un grupo. Le pusimos denombre La Barra Brava y hacíamosmuchas tonterías, sólo por divertirnos.Un día nos dio por conspirar contra elGobierno. Lo hacía todo el mundo, ¿porqué no íbamos a hacerlo nosotros? Nadaserio. Nos reuníamos en el reservado deun mesón y allí, entre copa y copa,paríamos las ideas más locas. Yoconocía al general García Granadosporque visitaba con frecuencia a mipadre. Hablaban de política, de lanecesidad de botar al gobierno deCerna. Un día les dije que me gustaríacolaborar. Y con la anuencia de ambos,

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empecé a ayudar a Cruz. Le enviabavíveres, ropa, armas.

Andreu sacó de entre la frazada unamano en la que sujetaba un frascopequeño. Lo destapó y tomó un trago.

—Nunca pensé que me delataran —dijo repudiando la bebida con un gesto—. Lo tenía todo bien arreglado. Peroun mala sangre, un tipo llamado AntonioGatica, me denunció. Me detuvieron, mellevaron al Castillo de San José deBuenavista y me aplicaron el suplicio dela red. ¿Ha oído hablar alguna vez deeso?

—No, nunca.—Le meten a uno en una red y le

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cuelgan varias horas. Como si fuera unaalimaña. Al ratito empiezan los dolores.El peso del cuerpo sobre coyunturas yhuesos empieza a volverse insoportable.Apenas puede uno respirar. Lainmovilidad es casi absoluta y todoesfuerzo para cambiar de posición setraduce en calambres y pinchazos. Unoficial empezó a interrogarme y, comoyo no respondía, me recetó un centenarde azotes con una vara de mimbre. No sécuánto tiempo estuve allí colgado. Sólosé que temía respirar por el dolor queme causaba. Cada trozo de piel, cadamúsculo, cada dedo, imploraban piedad.

Andreu no presumía de entereza ni

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había pesadumbre en sus palabras.Hablaba de la prisión y la tortura connaturalidad, como si se tratara de un malque pudiese afectar a cualquiera, comoun sarampión o un catarro.

—Cuando se hartaron de flagelarme,dejaron caer la red. No creo haberestado a más de una vara de altura, peroel dolor fue tan horrible que penséhaberme quebrado todos los huesos. Mepusieron grilletes en manos y tobillos yme aherrojaron a una celda diminuta,más pequeña que el camarote. Nuncasupe de qué me acusaban. Y nuncallegué a ver un juez. Me encerraron enconfinamiento solitario. Hasta el

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carcelero tenía prohibido hablarme.¿Sabe usted lo que es vivir sin hablarcon nadie, sin una ventana ni untragaluz? Los ayes y los lamentos de loscondenados no me dejaban dormir yhabía tantos jejenes en la celda que meobligaban todo el tiempo a hacermovimientos súbitos, como los de unimbécil o un loco. Seguramente conocela razón de este castigo: el silencio y laincomunicación son imprescindiblespara que el reo haga examen deconciencia y eso facilite surehabilitación. Pero no es verdad. Elsilencio y la soledad enloquecen. Estabatodo el día somnoliento y, cuando

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lograba dormir, sufría alucinaciones. Nosé si alguna vez volví a la red y a lavara de mimbre. A ese extremo llegó mifalta de relación con el mundo real. Másque celda, aquello era un pudriderodonde no podía distinguir un minuto delsiguiente. Uno espera todo el día a quepase algo y no pasa. Todo se reduce auna rutina tenebrosa. A medida quepasan las fechas, la ansiedad de salir vasiendo reemplazada por la resignación yla certeza de que aquel chiquero acabarápor convertirse en tu sepulcro. Y en micaso no estuvo lejos. A poco, mi saludfísica empezó a deteriorarse, como siquisiera ponerse a la altura de mi

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desvarío mental. El tifus, la fiebrecarcelaria, como la llaman algunos, metuvo enfermo tres semanas. No sé cómosobreviví. Las fiebres me debilitaron alextremo de no poderme mover. Padecíafuertes dolores de cabeza, náuseaconstante y la tortura de un sarpullido enel pecho. Mi padre se enteró de miestado y empezó a mover influencias.Usted se preguntará cómo, siendoliberal. Pero lo cierto es que en la vidapública siempre hay una fronterapromiscua, un territorio donde puedeuno encontrar liberales de filiaciónconservadora y conservadores deconciencia liberal. El asunto es que, al

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cabo de muchas gestiones, mi padrelogró hablar con el presidente.

Y se produjo el milagro. Cernaordenó que me pusieran en libertad, acambio de que saliera del país. No mepregunte los motivos. No los sé. Tal vezprefería que yo muriese fuera delcastillo. Para evitar murmuraciones,¿sabe? Mi familia no es importante, perosí conocida. Se habría armado un granescándalo, si llego a morir en prisión.Así que Cerna ordenó que fuese puestoen libertad y permitió que se meinternara en un hospital hasta que mesintiera con fuerzas para viajar a ElSalvador. La primera vez que me vi en

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un espejo me espanté. No podía creerque aquel tipo que tenía frente a mí fuerayo. El trastorno, además, no cedía. Teníapesadillas, dificultad para conciliar elsueño, despertares súbitos por la noche,como me ocurrió hace un rato, ataquesde ansiedad. Eso fue hace ocho meses.Desde entonces, las fiebres se han idoespaciando, pero de vez en cuandoregresan, y cuando lo hacen, me dejandébil como un anciano, al extremo deque no puedo ponerme en pie. Voysaliendo poco a poco de ellas, pero aúnsufro unas migrañas horribles para lascuales debo tomar esto —dijolevantando el frasquito que tenía en la

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mano.Néstor volvió el rostro hacia el Este.

La aurora había separado el firmamentodel agua y las nubes se disipaban comovaho en un cristal. Era un raro amanecer,sin cantos de pájaros ni tañidos decampanas. El espectáculo le pareciógrandioso y quiso comentarle algo aAndreu. Pero cuando se volvió hacia sucompañero de viaje, éste dormíaprofundamente.

Le retiró el frasco de los dedos y leabrigó con la frazada. Luego apoyó lacabeza en el respaldo del banco y, conlos ojos a medio cerrar, esperó lallegada del día.

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Dos semanas más tarde, el AnnPorter enfilaba The Narrow's, elestrecho que abría el paso a la bahía deNueva York. El vapor había plegado lasvelas y avanzaba hacia Manhattanescoltado por las suaves colinas deStaten Is-land, a babor, y el burgo deBrooklyn, a estribor.

Los viajeros se habían aglomeradoen la proa y señalaban aquí y allá lasseñas de identidad de la bahía: las islasde Ellis y del Gobernador, el canal deGowanus, la ciudad de Jersey, a lolejos, y la estructura de un puente enconstrucción de gruesos pilares y arcos

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en ojiva que se erigía entre Brooklyn yla orilla Este de Manhattan.

Del lado de Staten Island,suspendida por encima de edificios yfábricas, una alargada humaredadelataba el paso de una locomotora. Yen la atestada bahía, barcos de todacondición y tamaño se desplazaban condificultad en medio de un intenso tráfico.

Néstor dejó vagar la mirada poraquel caos de barcazas, cargueros,lanchones, vapores de ruedas, tramps,fragatas, transatlánticos, ferrys. Losmuelles estaban cada vez más cercanosy, no sin alguna aprensión, se preguntabacómo el Ann Porter llegaría hasta ellos

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sin colisionar con alguna goleta o algúnpaquebote.

Como por milagro, el vapor se fueacercando suavemente hasta los jardinesde Battery Park, en la punta deManhattan, y finalmente atracó a laorilla del Castle Gar-den, la fortaleza depiedra rojiza construida por losholandeses sobre una isleta rocosa.

Antes de abandonar el navio, ungrupo de inspectores de sanidadexaminó a cada uno a los pasajeros,buscando algún indicio de enfermedad.La revisión de Andreu fue másprolongada. Su aspecto no era el mejor ytardaron en darle el visto bueno.

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Después fueron llevados en untransbordador al muelle de la fortalezay, acto seguido, a un enorme salóncircular.

El espacio estaba colmado de genteque se agrupaba en torno a una docenade empleados de migración.

—¿Qué dicen? —quiso saberAndreu.

—Dan instrucciones a la gente sobredónde comprar tiques de ferrocarril, quéotros transportes tomar, en qué sitioshospedarse y con quién cambiar suplata. Hay trabajo en Nueva York, lesdicen, donde pueden hallar empleo enpocas horas, pero también les indican

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otros estados, sobre todo los del Oeste.A las mujeres jóvenes les advierten delpeligro cuando salgan de este salón.Parece ser que hay bandas que lassecuestran para prostituirlas. Y a loshombres les avisan que se cuiden deladrones, estafadores, extorsionistas ygentes de mal vivir. También lesinforman sobre dónde encontrarhospitales, en caso de que los necesiten,y oficinas de auxilio legal.

Se dirigieron a una mesa donde unfuncionario les pidió sus nombres y elnombre del vapor en que habían llegado.

Consultó en la lista de viajeros y,después de comprobar que estaban en

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ella, les preguntó el país de origen, edady ocupación.

—Dígale que si necesita lossalvoconductos —murmuró Andreu.

Néstor preguntó al funcionario,quien negó con la cabeza al tiempo quepreguntaba:

—¿Les espera alguien en NuevaYork?

Néstor le tradujo la pregunta aAndreu.

—Dígale que un señor MaghnusDougall o algo así.

—Pasen al salón de equipajes —lesdijo el funcionario al escuchar elnombre—. Hay una persona ahí que les

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llevará con el señor Dougall.Salieron a un largo muelle donde,

con la misma actividad febril que habíaen el interior del edificio, mozos decuerda cargaban bultos y maletas en loscarruajes. Allí divisaron a un hombre debarba rubicunda y entrecana, cabellovigoroso y crespo, cejas espesas y botaslustrosas. Estaba de pie en el muelle,enfundado en un abrigo color azulmarino del ejército de la Unión ysostenía en la mano un cartón con lapalabra Andrew.

Néstor se acercó a él y preguntó:—¿Andrew o Andreu?Al hombre se le iluminó el rostro

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con una sonrisa.—¿Mister Andrew? From México,

¿right?Néstor señaló a Andreu.—Gracias a Dios —respondió el

hombre en inglés—. Me llamo BrendanMclnnery. Síganme, por favor.

Descendieron del muelle y sedirigieron a un carruaje del cual salió unhombre vestido de levita y chistera, ojosgrandes y saltones, mejillas sonrosadasy aspecto epicúreo que se presentócomo Maghnus Dougall. Se estrecharonlas manos y, a partir de ese momento,Néstor tuvo dificultades en mantener elritmo de la traducción. El hombre tenía

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una locuacidad fangosa, muy difícil deseguir, incluso para quien lograbaentenderle, y no se medía en mostrar unasofocada y obsequiosa cortesía que aNéstor le parecía forzada, quizá porquetodo actor descubre con facilidad si loes quien está enfrente.

Mclnnery se subió al pescante y, trascruzar los arbolados jardines de BatteryPark, el carruaje enfiló Broadway. Lasaceras estaban atestadas de gente y lacalle, plagada de carretones con barrilesde cerveza, ómnibus de cuatro caballos,diligencias urbanas, carros de repartocon costales de fruta, verduras y carne.Todo era prisa y nerviosismo en una

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avenida sin orden, con un intenso olor aorines y estiércol, saturada de chirridosde tranvías, gritos y cloqueos deherraduras, en la que Brendan Mclnnerydebía hacer milagros para mantener elrumbo del landó.

Un niño tocado con una gorrilla seacercó y les ofreció un periódico.

—¡Dos centavos, dos centavos! —gritaba.

Dougall le compró un ejemplar paraquitárselo de en medio.

Néstor miró a lo alto. En las paredesde mármol y ladrillo se estampaba elhollín que escapaba de miles dechimeneas y, aferradas a los cables del

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telégrafo, centenares de palomasobservaban cómo gentes de todas lasrazas parecían haberse dado cita en lasaceras, bajo un sinfín de toldos blancosque daban a Broadway el aspecto de unaferia.

Por encima de la barahúnda, surgíade vez en cuando el ritmo de unatarantela, interpretada por un trompetistacon un sombrero a sus pies o lasnostálgicas notas de Oh Danny boy,tañidas en el violín de algún músicoindigente.

Esta calle fue por un tiempo un lugarde elegantes residencias para gentedistinguida —parloteaba Maghnus

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Dougall—, pero ya ven en qué se haconvertido. Aunque peor está el Bovery,aquí cerca. Allí las casas se han vueltoburdeles, tabernas y hoteles baratos. Noes una ciudad exquisita, como puedenver —y soltó una carcajada—, es unatolladero. Pero a mí me gusta. Vine deIrlanda de muy niño y Nueva York meparece el mejor lugar del mundo.Tenemos el mayor número de banqueros,arquitectos, abogados y millonarios percápita del planeta. Y también dedelincuentes —dijo, soltando otracarcajada—. La prosperidad esdesordenada, qué le vamos a hacer.

A medida que pasaban los minutos,

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Néstor se iba formando una peor opiniónde Maghnus Dougall. Había oído hablarde los carpetbaggers, negociantes queal término de la guerra civil seaprovechaban de los sureños,comprándoles las tierras por unosdólares o vendiéndoles baratijas, y teníala impresión de que a Dougall lealentaba un espíritu parecido.

—El año pasado hubo más deochenta mil arrestos —dijo elnegociante, tras encender un enormepuro—. Y eso en una ciudad de menosde un millón de habitantes no es poco.Cada día hay más casuchas, más barriosmiserables y, claro está, más delitos.

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Pero no se preocupen, ustedes van aestar en un sitio muy tranquilo y muyseguro, ¿verdad Brendan? —dijo, dandoun fuerte empujón a su asistente ysoltando otra risotada.

Cuando el lando giraba en CanalStreet hacia el West Side, Andreu lesusurró a Néstor:

—Pregúntele que si tiene las armaslistas para el embarque, como leescribió al general, y que si ha recibidoel anticipo.

La respuesta de Maghnus Dougallfue tan altisonante y solemne que Néstorvolvió a percibir la tendencia delirlandés a sobreactuar.

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—Todo está en orden, caballeros —dijo con extremada seriedad—. Eladelanto del general García obra ya enmi poder y las armas sólo esperan en unalmacén del puerto a que sean revisadaspor ustedes. Puedo embarcarlas cuandolo deseen, después de que se hayanfamiliarizado con ellas y les den el vistobueno, como acordé con el general.Entretanto, les aseguro que noencontrarán en todo el estado quien sepamás de esos rifles que Brendan.¿Verdad, Brendan?

Dougall volvió a dar al hombre delpescante otro empujón en la espaldaque, al igual que los anteriores, no

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recibió ninguna respuesta. Y Néstor tuvola impresión de que, a aquel hombreadusto y serio que conducía el carruaje,no le hacían demasiada gracia lasbromas de su jefe.

—A propósito, y perdón por ladescortesía, ¿tienen hambre?

Néstor hizo un gesto negativo.—Comimos en el barco —dijo.—Dígale que no podemos quedarnos

mucho tiempo en Nueva York —lesusurró Andreu— y pregúntele cuántotiempo va a llevarnos el entrenamientocon las armas.

Néstor se volvió a su compañero deviaje. Le pareció que estaba más pálido

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y que las pupilas se le habíanempequeñecido. Estuvo tentado depreguntarle si se sentía bien, pero, enlugar de hacerlo, se limitó a traducir lapregúnta al señor Dougall.

—Una semana como mínimo y mejorsi fueran dos, respondió el irlandés.

Cuando el carruaje llegó al muelledel ferry que cruzaba el río Hudson,Maghnus Dougall fue el primero enapearse.

—Creí que pensaban descansar unpar de días en Nueva York, pero veo quetienen prisa, así que les dejo en manosdel sargento Brendan, persona de miabsoluta confianza. El les llevará a una

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propiedad que tengo en Jersey. La usopara entrenar a los cazadores y aenseñar a la gente a usar con seguridadlas armas. En especial los rifles. Merefiero a los nuevos, como los que mepidió el general. Son armas muysofisticadas, pero nadie como Brendanpara revelarles sus secretos, ¿verdad,Brendan?

El militar recibió con estoicismo elúltimo embate de su jefe y se apeó delvehículo.

—Hasta pronto amigos. Nosveremos al regreso.

Néstor tomó el New York Tribune ysiguió a Andreu y Brendan hasta la

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entrada del ferry entre un tumulto decarruajes y pasajeros, y quince minutosdespués atracaban en el muelle deHoboken, al otro lado del río.

Brendan les condujo hasta laestación de ferrocarril donde tomaron untren de color verde musgo que, por entreuna dilatada campiña, escasamentepoblada, de colinas verdes, pequeñosriachuelos y viviendas estilo holandés,les llevó hasta el apeadero deSchraalenburg, en Bergen County, a unasquince millas de Jersey. Allí lesesperaba un carromato descubierto conun negro al pescante que les condujo auna granja con varias construcciones

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entre los árboles, a orillas del ríoHackensack, cerca de un pequeño grupode casas que un rótulo de maderaidentificaba con el nombre de Cresskill.

Pasaron ante la vivienda de lapropiedad, unas caballerizas y un henil,y entraron a una construcción alargada.

De no saber que era un pabellónpara albergar cazadores, a Néstor lehubiera parecido el dormitorio de unasilo o la sala de un hospital. Laestancia tenía diez camas, un par dearmarios, un excusado, una mesa, variassillas y una chimenea.

—Les espero a las siete —dijoBrendan Mclnnery—.

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Cenaremos en mi casa, con miesposa, y hablaremos de lo que vamos ahacer mañana. Enciendan la chimenea.Hasta ahora, el invierno ha sidobenigno, pero las noches aquí son muyfrías.

Llegaron a la hora señalada. Laesposa de Mclnnery, una mujer de pocomás de treinta años, rostro agraciado ycofia blanca, les recibió en la puerta. Ensu rostro bailaba el gesto turbado de unaniña obligada a saludar a personasdesconocidas cuyo idioma no entendía.

Néstor se apresuró a romper el

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hielo.—Buenas noches, señora. Somos sus

invitados de esta noche. Yo soy Néstor,él es Francisco.

Al oír el saludo en inglés, lacortedad de la señora Mclnnery setransformó en cordialidad genuina.Brendan apareció acto seguido y,mientras ella daba los últimos toques ala cena, Néstor, Andreu y Mclnnery sesentaron junto al fuego.

Brendan no era precisamente uncortesano. Sus recursos como anfitrióneran limitados y costaba hablar con él.Néstor comprobó, además, que era unhombre de ideas simples y vocabulario

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limitado.Cuando la cena estuvo lista, se

sentaron a la mesa. La señora Mclnneryhabía preparado chuletas ahumadas,salchichas y una ensalada de berros. Loscubiertos eran de madera; los vasos, demetal. Todo era allí sencillo y austero,desde los muebles hasta las cortinasestampadas de cretona, pasando por labreve plegaria que Brendan recitó conlos ojos cerrados antes de atacar lassalchichas.

Sobre una mesa de madera, habíauna pequeña imagen de la Virgen Maríay la fotografía enmarcada de un Bren-dan mucho más joven, con el uniforme

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de sargento de la Unión, la mochilareglamentaria a la espalda y un rifle conbayoneta.

Viendo que la conversación no fluía,Néstor tuvo una inspiración para animarla cena.

—Usted no es de aquí, ¿verdad,sargento?

—¿Cómo lo sabe?—No lo sé, lo intuyo. Este lugar

parece una colonia holandesa y ustedtiene apellido irlandés.

—Es verdad. Mi padre era deThurley, en el corazón de Irlanda. Vino aAmérica muy joven, pero yo nací enWisconsin, donde él tenía una finca.

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—¿Se alistó allí?Brendan Mclnnery era un hombre de

fría dignidad, siempre marcial, siempreserio, siempre erguido, pero al escucharla pregunta de Néstor, suavizóligeramente la expresión.

—Es cierto, allí me alisté. Firmé uncontrato de cinco años. En CampRandall. Combatí luego en Tennessee,Mississippi, Alabama y Kentucky. Entrécon Sherman en Atlanta y me hirieron enChattannooga. Eso fue en 1865.

El sargento Mclnnery se habíaaseado y peinado y la luz amarilla de lasvelas le daba a su cabeza un airesenatorial que contrastaba con el tono

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cortado y simple de su conversación.—Había terminado la guerra. Dejé

de ser útil y me licenciaron. Las guerrascambian el destino de los hombres.

Y más aún las posguerras. Losciviles nos miraban por encima delhombro. No encontraba empleo. Elseñor Dougall me ofreció éste. La genteque vive lejos de las ciudades dependede la caza si quiere comer carne fresca.Y los que marchan al Oeste, necesitansaber manejar las armas paradefenderse. A entrenarlos me dedico.Vivo aquí desde hace cuatro años.

La confianza parecía quererinstalarse en el grupo. Se escuchaban

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con interés, se respondían con franquezay las breves intervenciones de la señoraMclnnery hacían la conversación máscordial.

—¿Le gusta lo que hace ahora? —preguntó Néstor.

—No digo que no, pero preferiríaestar en el Ejército.

—Le gusta el combate.—Me siento orgulloso de la guerra

que libramos y ganamos con la ayuda deDios.

—Háblenos de ella.—No fue una guerra. Fue una

revolución. Pero la gente no suele verlaasí.

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—¿Ah, no? —dijo Néstor.—Bueno, sí, fue una guerra civil,

pero su motivo fue concluir unarevolución que había quedado a medias.Nuestra independencia terminó en unaparadoja. Eramos un país libre, perofundado en la esclavitud. Unaabominación, ¿comprende?

—Para serle franco, no muy bien. Yotenía una idea diferente.

—En los estados del Sur, laesclavitud estaba protegida por laConstitución. Fue la condición de lossureños para fundar la Unión. De maneraque nuestra Carta Magna consentía laesclavitud al tiempo que exaltaba la

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libertad. Algo semejante a una partidade ajedrez en la que las blancas tuvierantotal libertad y las negras no se pudieranmover. Esa fue la causa de la guerra. Poreso luchamos, para concluir larevolución de 1776.

Cuando Néstor le tradujo estaspalabras a Andreu, éste comentó:

—Un problema parecido al nuestro.Conseguimos la independencia, pero lalibertad no llegó.

El sargento Brendan escuchó a suvez la traducción de Néstor y preguntó:

—¿Es ésa la razón de que esténaquí?

Andreu prefirió responder con otra

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pregunta.—¿Por eso se alistó en el Ejército?Brendan se incorporó de la mesa e

invitó a sus huéspedes a sentarse otravez al fuego. Trajo una botella dewhisky y llenó tres vasos.

—Es de Tennessee, el mejor —dijosonriendo.

Se acomodó en su butaca y tomó unsorbo.

—Sí, señor, por eso me alisté —dijo—. Mi padre me inculcó unos valores alos que he sido siempre fiel. Lo pasómuy mal en Irlanda de niño y veía estepaís como the land ofthe free. Detestabala esclavitud y me animó siempre a

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luchar contra ella.La frialdad del principio se había

ido entibiando al amparo del whisky y elfuego en una ambiente desembarazado ycordial. El sargento Brendan era lo queparecía: un hombre sencillo, gobernadopor sus ideales mozos y su fe en Dios.

—Hábleme de su país —dijoBrendan.

—No sería capaz de hacerlo bien —contestó Néstor—, no le haría justicia.Es mejor verlo.

Rieron los cuatro, pero Brendan quemiraba alternativamente a Néstor,cuando traducía, y a Andreu cuandopreguntaba, detuvo de repente su mirada

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en este último.—Are you all right, mister Andrew?

—preguntó.Néstor se volvió sorprendido a su

compañero de viaje. Andreu tenía laexpresión apagada y un gesto parecidoal del día que había escapado delcamarote.

—Tuve un ligero vahído, pero yaestoy bien.

—Estamos algo cansados por elviaje —se apresuró a decir Néstor—.Creo que es hora de retirarnos. Graciaspor todo, sargento.

—Tiene razón. Mañana hay muchoque hacer.

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Néstor extendió la mano a la señoraMclnnery y dijo:

—Gracias, señora, por tan magníficacomida. El pastel de manzana era unaobra maestra.

La señora Mclnnery bajó el rostro,ruborizada, y se metió las manos en eldelantal.

Les costó alcanzar el pabellón decaza. Chico Andreu se sentía muy débily debía detenerse a cada poco pararecobrar las fuerzas. El frío le hacíatemblar y caminaba inclinado, con lasmanos en las sienes.

Al llegar al edificio tropezó en unescalón del porche y casi se da de

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bruces con el entablado. Néstor secolocó uno de los brazos de Andreusobre los hombros y le llevó a la cama.

—Qué manera de hacer el ridículo—dijo, mientras Néstor le cubría condos frazadas.

—No diga eso. No es culpa suya.Descanse ahora.

—¿Qué va a decir esta gente denosotros?

Andreu tiritaba, encogido sobre símismo, y de vez en cuando exhalaba ungemido lastimero.

Néstor le palpó la frente. Ardía conun sudor frío y disperso. Los ojos se leescondían tras las órbitas y parecía estar

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a punto de perder el sentido.Al contacto, Chico abrió los ojos y

extendió un brazo.—En el bolsillo de mi levita... por

favor... allí.Néstor se levantó, metió la mano en

uno de los bolsillos de la prenda y sóloencontró unos papeles, pero al registrarel otro dio con el pomo de vidrio quehabía visto sostener a Andreu en elbarco.

Lo destapó. Tenía un fuerte olor aalcohol y un lejano aroma a cerveza.Sujetó a Andreu por la espalda y le dioun sorbo del contenido que éste bebiócon avidez.

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—Son las fiebres otra vez... sólo lasfiebres.

No le habían dicho que viajaba conun hombre enfermo, pero lo debía haberimaginado, dada la extrema delgadez yel demacrado semblante que lamortecina luz de gas del pabellónexageraba. Néstor discurrió entoncesque su papel en la misión, acaso, no selimitara a ejercer como un simpletraductor, sino también de enfermero.

Pensó en volver a la casa deMclnnery y pedirle que le ayudara allevar a Chico a un hospital o al menos ala casa de un doctor, pero los gemidosde éste eran ahora más espaciados y

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parecía dormir.Néstor encendió un quinqué, lo puso

cerca de la cama de Andreu, echó manodel ejemplar del New York Tribune quele había regalado Maghnus Dougall, lodesplegó y se dispuso a leer.

La voz de Chico Andreu llegó hastaél como un susurro.

—Va a tener que hacerlo usted... —decía—. Va a tener que hacerlo ustedsolo.

Brendan Mclnnery salió de su casa ahora temprana. Llevaba un zurrón decuero en bandolera, una cartuchera a la

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cintura, unos prismáticos al cuello y unRemington en la mano, sostenido por elcañón. El día estaba anubarrado y,aunque la brisa soplaba en suavesráfagas, hacía frío suficiente como paraque el sargento se apretujara el viejofrock coat de botones dorados y llevaselas solapas subidas para proteger elrostro del cierzo.

Néstor le esperaba en el porche delpabellón.

—Buenos días. Les traje el desayuno—dijo el sargento, sacando un jarro decafé y unos sándwiches.

Néstor le ayudó con el zurrón, tomólos bocadillos y el café y entró al

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edificio.—Enseguida vuelvo —le dijo a

Mclnnery.Regresó minutos después. El

sargento le preguntó:—¿El señor Andrew no viene?—Me ha pedido que le excuse. No

se siente hoy muy bien.Brendan guardó un discreto silencio.

Luego dijo:—¿Y usted? ¿Se siente bien esta

mañana?Néstor dejó escapar una sonrisa

triste. Lo único que sabía era que la vidano le daba tregua y que le zarandeaba deun oficio a otro y de una latitud a otra,

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como si fuera un pelele, sin poder tomarlas riendas de su destino. Era libre paratodo, menos para gobernar su vida.Aquí, frente a usted, estuvo a punto dedecirle a Mclnnery, tiene a un abogadosin futuro, desterrado de su país por lasbuenas, exiliado sin plazo fijo, preso deun amor imposible, actor de mediotiempo convertido en traductor y que, eneste día y esta hora, se dispone a recibirinstrucciones de uso sobre unos objetosque detesta.

Pero todo eso era muy largo deexplicar. Así que se limitó a decir:

—Sólo dígame qué tengo que hacer,sargento.

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3. Bergen County

Los dos hombres echaron a andarhacia los arbustos por entre los cualesculebreaba el sendero que partía delpabellón de caza.

—¿Está familiarizado con algúnarma de fuego? —dijo el sargentoMclnnery, arrojando por la boca unavaharada de vapor.

Sin mirar a Mclnnery, Néstor negócon la cabeza.

—¿Ha utilizado una alguna vez?

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—No, nunca.—¿Ni para ir de caza?—No.—¿Por qué? ¿Le dan miedo?—Siempre he creído que no son

necesarias —dijo soplándose las manosy frotándose las palmas con vigor.

—¿Nunca ha sentido que su vidacorría peligro ni ha tenido la necesidadde defenderla?

—Bueno, sí, pero me cuesta aceptarque se fabriquen para matar sereshumanos.

Mclnnery guardó silencio y Néstorimaginó lo que en ese momento debía depasar por la mente del soldado: «Si no

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le gustan las armas, para qué diablos havenido aquí».

—En todo caso, haré lo que ustedme diga —se apresuró a repetir, antes deque el sargento hiciera otro comentario.

Mclnnery se alejó dos o tres pasos yle arrojó el rifle que llevaba enbandolera. Néstor lo atrapó y lo retuvo,presa de una fuerte conmoción.

—Descuide, mister —dijo Mclnnery—. Conozco este oficio. Durante lospróximos días, haré que ese arma seconvierta en su mejor amiga. Estará conusted noche y día, incluso cuandoduerma. Será su tercer brazo, su segundasombra, su primer pensamiento cuando

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despierte. Le enseñaré a desarmarla, alimpiarla, a engrasarla, a mimarla, acargarla a ciegas. Aprenderá adispararla de pie, apuntando y sinapuntar, de rodillas y pecho por tierra,andando, corriendo, arrastrándose sobrelos codos o cabalgando sobre un caballoa rienda suelta.

Mclnnery se agachó, tomó una varadel suelo y se internó en el bosque,batiendo con ella las ramas de losarbustos que invadían el camino.

—Mientras haya hombres, habráguerras. Y mientras haya guerras, habráarmas. Pero usarlas exige prudencia,sensatez, autodominio. Y eso es lo que

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voy a enseñarle, mister. Hay unadignidad en el hombre de armas que losciviles ignoran. Para nosotros, no es unartefacto que mata, es unaresponsabilidad. Lo decían loscaballeros de su espada: no la uses sinmotivo, no la enfundes sin honor. Elarma no se lleva en las manos, sino aquí—dijo, volviéndose de súbito yseñalando su frente—. No es el dedo,sino el cerebro, el que tira del gatillo.

El bosque estaba poblado de árbolesjóvenes, sin demasiada altura, más alláde los cuales se avistaba una praderaque descendía suavemente hacia unpequeño afluente del Hackensack. El

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sendero que salía del bosque sebifurcaba algo más abajo en dosramales. Uno conducía a una cabaña detroncos situada casi en la linde delbosque; la otra, pradera abajo, a unaplanicie que corría a lo largo delriachuelo.

Néstor dedujo que se trataba de uncampo de tiro de unas mil yardas delargo. La planicie topaba por el Este conun promontorio arbolado en cuya basese alzaban varios postes con tableros enlos que había unas dianas pintadas.

Al pie del declive, en un humedalpróximo a la orilla del río, se enredabanlos berros y chapoteaban los patos.

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Los dos hombres se dirigieron a lacabaña, una construcción elemental decuyas paredes colgaba una guadaña yherramientas para manejar el heno. Elsargento colocó el rifle sobre una mesade madera, se quitó el frock coat,encendió el fuego y puso a calentar unajarra de peltre con café. Pidió a Néstorque se sentara a la mesa y en voz baja ytono misterioso, dijo:

—Antes de bajar al río, quieroexplicarle algo. Este rifle que ve aquí esel arma más rápida y de mayor potenciade fuego que se haya fabricado jamás.En realidad no es un rifle, es unarevolución. Todos los ejércitos del

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mundo lo quieren.Néstor paseó la mirada por el arma,

la madera pulida y oscura de su culata,la nítida caja metálica que alojaba elmecanismo de fuego, el alza graduada decien en cien yardas y el torneado cañón,sujeto por tres herrajes a la caña demadera.

—Esta es su versión militar. Por esosé que ustedes no van cazar con ellos. Ypor eso sé también que, quien los hayacomprado, sabe lo que quiere. Pero notema —sonrió—. La discreción es otrade las virtudes del hombre de armas.

El café empezó a hervir. Mclnneryse levantó, tomó la jarra y llenó dos

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pocilios de loza.—Es un Remington, fabricado aquí

cerca, en Ilion. Yo lo considero uninstrumento de civilización. Lo digo enserio. ¿Ha estado alguna vez en el Oestede mi país?

—No, señor.—Si un día decide visitarlo,

comprobará que el Reming-ton es tanimportante o más que el ferrocarril, eltelégrafo o las máquinas de vapor. En elOeste, el rifle es la insignia del orden, lajusticia y la ley, la herramienta másimportante para construir una nación.También aquí. Sin el rifle, Nueva Yorksería el caos. Prevalecería la ley del

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más fuerte, como casi ocurrió hace unosaños, cuando las bandas incendiaron laciudad. Con el rifle estamosconstruyendo una nación, mister: lanuestra. Ahora, déjeme explicarle porqué puede servir también para queustedes construyan la suya.

El sargento Mclnnery tomó el armaen sus manos y empezó a describir elmecanismo de fuego. Néstor escuchabacon atención, pero al cabo de unosminutos se había perdido en la jerga delmilitar. No entendía qué significabarolling block ni muzzle loading nitérminos por el estilo.

—Hasta hace muy poco estas armas

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se cargaban por delante —explicóMclnnery—. El soldado descubría lacazoleta de la llave de chispa y sacabade la cartuchera una bolsita de papel quecontenía pólvora negra y una bolita deplomo. A continuación, mordía el papel,colocaba en posición horizontal el fusily depositaba una pequeña cantidad de lapólvora en la recámara. Apoyaba laculata en el suelo e introducía por laboca del cañón el resto del cartucho conel proyectil y lo apretaba todo con labaqueta. Después empuñaba el arma, sela llevaba a la cara sin preocuparsedemasiado en apuntar, pues sabía querara vez daba en el blanco, y metía el

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dedo en el guardamonte. Un resorteimpulsaba el gatillo de pedernal contraun rastrillo. El impacto del sílex contrael metal hacía saltar chispas queinflamaban la pólvora depositada en lacazoleta. La ignición se transmitía hastael fondo del cañón a través de unpequeño conducto; la pólvora seinflamaba y los gases impulsaban la balapor el cañón. Total, quince o veintemovimientos. Y luego, vuelta a empezar.¿Tiene idea de cuántos disparos podíaun soldado hacer por minuto?

—No, señor.—Dos, a lo sumo. ¿Y sabe cuántos

de esos disparos daban en el blanco?

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—Tampoco.—Cinco de cada mil. Más allá de

cuarenta yardas, sólo se daba en elblanco por casualidad. De ahí que sedijera que para matar a un hombre fueranecesario dispararle su peso en plomo.Hay algo más. En la confusión delcombate, el soldado puede perder labaqueta, con lo que el rifle quedareducido a una estaca. Si el tiempo eslluvioso, el pedernal puede que noinflame la pólvora humedecida y esoinutiliza el mosquete o la carabina. Y sila piedra de sílex se ha desgastado oestá mal tallada, no salta la chispa y elrifle se atrofia.

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El sargento volteó el arma,apuntando la culata hacia Néstor.

—Ahora vea este rifle. Primero, secarga por detrás. Segundo es un arma delargo alcance, quiero decir, puede dar enel blanco a mil yardas de distancia. Peroeso serviría de muy poco si usted nocontara con esto.

Mclnnery sacó del bolsillo un objetobrillante.

—Es un cartucho de cápsulametálica, la innovación que hace delRemington el arma temible que es. Lautilizan ahora mismo franceses yprusianos, y su patente ha sido adquiridapor los ejércitos de Suecia, Noruega,

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Dinamarca, Italia, España, Luxemburgo,Argentina y Uruguay.

Se dirigió hacia la puerta sinvolverse.

—Venga conmigo. Le voy a decirpor qué.

Salieron de la cabaña.—Quizá usted no le dé importancia,

pero el cañón de este rifle tiene estrías.¿Sabe qué significa eso?

—No tengo la más remota idea.—Que al salir el proyectil, el

movimiento que le imprime el estriadoda estabilidad a la bala y permitecolocarla en el blanco preciso. Losviejos mosquetes tenían el alma lisa y

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nadie podía asegurar a dónde iría aparar el proyectil. Por eso los soldadosno apuntaban. Sabían que acertar era unalbur. Aun el mejor tirador no estabaseguro de acertar más allá de las 40 ó50 yardas, fuera a un venado o a unhombre. De manera que, ver venir a unbatallón de infantería a cien yardas yhacer fuego, era desperdiciar lamunición. Había que hacerlo desde muycerca y muy juntos para que la descargafuera efectiva. Por eso la infanteríacaminaba tan apretada, para que lapotencia de fuego tuviese efecto. Losgenerales medían su eficiencia según eltiempo que se tardaba en preparar y

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hacer un disparo. Si ha salido de caza,un disparo por minuto no está mal. En elcampo de batalla, es un suicidio. Coneste rifle, en cambio, lo que se mide noes el número de minutos por disparo,sino el número de disparos por minuto.El cartucho metálico protege la pólvorade la humedad y reduce los gatillazos almínimo. Y el alma estriada del cañón yla retrocarga hacen de este rifle unarevolución que quizá usted no entienda,pero que le voy a demostrar ahoramismo.

Mclnnery abrió la cartuchera,extrajo de ella un proyectil y lointrodujo en la recámara del rifle.

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—¿Tiene un reloj?Néstor sacó el suyo del interior del

chaleco.—¿Ve aquellos patos, en el humedal

que está al pie del promontorio?—Sí, señor.—Pues tome el tiempo.Mclnnery comenzó a disparar.Lo hacía con una soltura asombrosa.

El rifle escupía el casquillo metálico y,con rápidos movimientos, el sargentointroducía otro cartucho en la recámara.Los patos alzaron el vuelo, al tiempoque berros y lirios comenzaban a saltarhechos trizas. La precisión de tiro eraextraordinaria, y la regularidad del

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fuego, insólita.Cuando el sargento terminó de

disparar, Néstor resumió: —Diecinuevedisparos en un minuto.

Mclnnery recogió los casquillosesparcidos por el suelo. Cuando loshubo guardado en el zurrón, dijo:

—Ahora, pregúntese esto: ¿cómouna pequeña tropa de 50 hombres,armados con estos rifles, puede derrotara un batallón de 500, equipados conmosquetes de mecha?

Durante varios días, Néstor ocupó lamañana y la tarde en familiarizarse con

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el Remington, llevando a Mclnnerycomo una sombra.

—Coloque la culata firmemente enel hombro... así... no, con más firmeza...Aflójese, hombre, no se ponga tantieso... Tranquilo, baje el rifle...Descanse... No se obsesione con elpunto de mira. Es más importante sujetarbien el arma... Si la aprieta demasiadocontra el hombro, el arma temblará porel esfuerzo. Si la tiene muy floja, elculatazo le impedirá dar en el blanco...Pruebe otra vez... Súbala al hombro...No, no haga eso. No meta el dedo en elguardamonte ni toque el gatillo hasta noestar seguro de a qué o a quién desea

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disparar. Todas las armas estáncargadas... siempre están cargadas...incluso cuando no lo están... Uno nuncaestá seguro de haber olvidado unproyectil en la recámara... Agarre elrifle con ambas manos, así, pegado alpecho... Sujete con ésta el cañón, pongala otra sobre el mecanismo de disparo...Así, con naturalidad... Apunte a aquelpato... rápido. Ya se le escapó... Apuntea uno, sólo a uno. Nunca apunte a algo oalguien que no quiera dañar... Y no sedistraiga, esto no es un juego... No,mister, no. No baje la cabeza cuandoapunte. Inclínela lo justo para que su ojoenfile el alza con el punto de mira...

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Relájese, man. El rifle no es suenemigo. Al contrario. Es su mejoramigo, su guardián... Nunca lleve elcañón descuidado. Debe apuntar sólo alcielo o al suelo... Así, eso es... Corraahora pradera arriba con el arma en lacara, como si estuviera disparando...¡Arriba, arriba, sin detenerse! ¡Vuelva!¡Haga lo mismo cuesta abajo!... Bien,muy bien. Descanse ahora ...

A medida que pasaban los días, lafamiliaridad con el Remington le fuehaciendo sentirse más tranquilo. Podíamoverlo con seguridad, sin que se lecayera de las manos, y había dejado decausarle la tensión de su primer

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encuentro. Subían del campo de tiro almediodía, asaban unas salchichas ycharlaban. Luego volvían a losejercicios con el rifle, al bosque o alhumedal.

Cierto día, Mclnnery situó a Néstoren la marca de doscientas yardas. Seacercó a los tableros y clavó tres dianasnegras con círculos blancos. Le ciñó aNéstor la cartuchera en la cintura y dijo:

—Quiero ver qué ha aprendido,mister. Ahí tiene el rifle, los cartuchos ylas dianas. Dispare cuando esté listo.

Néstor metió una bala en larecámara del rifle, se lo llevó alhombro, lo amartilló y apuntó.

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Tenía la respiración algo agitada yeso le impedía fijar la mira en el blanco.Estaba lo bastante familiarizado con elrifle como para dominar las levesoscilaciones del cañón, pero cuanto másse concentraba en ello más parecía elrifle no querer obedecer. Por unmomento, le cruzó por la mente la ideade bajar el arma y calmarse, pero noquería mostrar debilidad ante elsargento y, en un arrebato deimpaciencia, tiró del gatillo.

Tronó el rifle. Un silbido dolorosole penetró en el oído, al tiempo que laculata le lanzaba una tremenda coz a laclavícula que se había dislocado en

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Chiapas cuando salió rebotando delglobo.

Dobló la cintura, encogido por eldolor, y en esa postura permaneció unosinstantes, tratando de ahogar el grito quepugnaba por escapar de su garganta. Elculatazo le había dejado sin respiración.Salivaba sin cesar y el dolor, en vez deremitir, se había propagado al cuello yal brazo.

Sintió la mano de Mclnnery en laespalda.

—¿Está usted bien?Néstor enderezó el cuerpo. Sentía en

el hombro derecho el mordisco de unmastín, pero no quería que Mclnnery

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pensara que podía quebrarse al primerintento.

—No ha sido nada, estoy bien —contestó.

Y sin volver el rostro al sargento, secolocó de nuevo en posición de tiro.

Cargó otra vez el rifle y se lo llevó ala altura del rostro. Sujetó el arma confirmeza, poniendo más atención a losapoyos del brazo y el hombro, tal ycomo le había recomendado Mclnnery.Toda la tensión de su cuerpo laconcentró en esos dos puntos. Tanteó unespacio en la clavícula donde fijar laculata y tomó con suavidad la caña delrifle. El Remington era ahora una tensa

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catapulta, lista para arrojar su carga. Yel efecto fue sorprendente. CuandoNéstor dirigió otra vez el ojo a la mira,ésta había dejado de oscilar. Adiferencia de minutos antes, cuando losnervios le habían llevado a precipitarse,ahora se sentía cómodo y tranquilo. Elrifle había dejado de ser un objetoextraño. Ahora era una extensión de sucuerpo y de su mente. Metió el dedo enel guardamonte, inspiró muy despaciohasta sentir los pulmones llenos y tirócon suavidad del gatillo.

La detonación no le sorprendió y nohubo culatazo. Sólo un suave empujónhacia atrás. La bala abandonó el arma en

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busca de su destino, pero Néstor noesperó a saber dónde iba. Extrajo unsegundo proyectil de la cartuchera, lometió en la recámara y volvió a hacerfuego.

Cuando llegó al quinto disparo, bajóel rifle y, sujetándolo por el cañón y laculata, se lo puso enfrente del pecho.

Mclnnery examinaba las dianas conlos prismáticos.

—¿Cómo fue? —preguntó Néstor.El sargento no respondió. Sólo dio

media vuelta y dijo:—Vamos a la marca de trescientas

yardas.Retrocedieron cien pasos y se

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detuvieron a la altura de una pequeñaestaca pintada de cal donde el sargentole volvió a pedir que disparara otrascinco veces.

Mclnnery alzó los prismáticos.—¿Cómo fue? —preguntó Néstor de

nuevo.Mclnnery se limitó a señalar la

marca de las cuatrocientas yardas y allíse dirigió sin responder.

—Dispare desde aquí —le dijocuando llegó a la marca.

Néstor volvió a hacer cincodisparos. Ahora ya no sentía ni siquierael empujón. Tenía el hombro caliente ypensó que podía estar disparando el

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resto del día, si era necesario.Mclnnery volvió a alzar los

prismáticos y luego de unos segundos ensilencio, dijo con deliberada lentitud:

—I’ll be damned.

Doscientas detonaciones más tarde,Mclnnery dispuso volver a la cabaña.Calentó unas salchichas, hizo café y,concluido el almuerzo, le ofreció aNéstor una petaca de whisky. Sacó luegotres dianas de uno de los bolsillos delfrock coat y las extendió sobre la mesa.

—¿Qué hice mal? —dijo Néstor.El sargento lo miró con simpatía.

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—La naturaleza ha sido pródiga conusted, mister. Por este campo de tiropasan cientos de tiradores al año, peroes raro encontrar a alguno con el don.Sólo una entre mil personas viene almundo con el ojo y el pulso de unmarksman. Hay quienes lo consiguen abase de práctica y perseverancia, perousted es un natural. Vea estasperforaciones. Casi el noventa porciento están dentro del círculo de diezpulgadas y más de la mitad en el decinco. Sólo he conocido a un tirador así.Pertenecía al batallón de fusileros delcoronel Berdan, el cuerpo de tiradoresmás selectos de la Unión. Podía acertar

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una ardilla a mil yardas. Y usted puedehacerlo también, si se lo propone. Sólole falta velocidad y manejar bien el alzadel rifle.

Néstor se retrepó en la silla. Darsecuenta de que uno atrae a las mujeres oes hábil para los negocios o tiene voz detenor podía no tener precio, perodescubrir que se es un tirador nato, untipo capaz de poner la bala allí dondepone el ojo era una experienciachocante. Cuando menos para él, quesiempre había detestado las armas sinsaber en qué medida las armas leamaban a él. El suyo era sin duda eldrama de quienes hacen mal lo que más

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quieren hacer, y hacen bien aquello queno desean.

Sintió que un leve rubor le subía alas mejillas, mientras Mclnnery, sinperder el gesto de sorpresa que le habíacausado el hallazgo, movía la cabezacon admiración y decía:

—You are a natural, mister. You area natural born sharpshooter.

Chico Andreu se les unió dos díasdespués. La salud había regresado a susazotadas carnes. El clima frío de BergenCounty, el reposo y las atenciones de laseñora Mclnnery, habían obrado el

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milagro de alejar aquella secuela tardíade la tifoidea adquirida en la cárcel.Parecía otro hombre. Había dejado detomar el opiáceo que le aliviaba lasmigrañas y los dolores de vientre y sehabía afeitado la barba apostólica. Surostro comenzaba a ser, ahora sí, elespejo de su alma, siempre animosa ycordial. Apelaba con frecuencia al buenhumor y todo le parecía extraordinario,desde el paisaje de Bergen County hastael camastro del pabellón de caza. Ycuando tuvo noticia de la clase detirador que era Néstor, no pudo dejar debromear sobre tan insólita paradoja.

—El que huele la pólvora de un rifle

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es como el que aspira el perfume de unamujer. Ya no puede vivir sin su aroma.

Tiraban cada mañana al blanco bajola atenta mirada de Mclnnery y volvíanal refugio antes de que la luz seextinguiese y el frío de la tardearreciara. Andreu se acostaba tempranoy Néstor se quedaba leyendo el NewYork Tribune del día antes. Buscaba conansiedad noticias sobre Guatemala, peroa los editores del diario parecía tenerlessin cuidado lo que ocurría en un paísnuevo, prácticamente desconocido y almargen todavía de la historia.

El resto del mundo, en cambio,seguía inmerso en su inveterada

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turbulencia. La guerra franco-prusianase inclinaba a favor de los alemanes. Lamonarquía volvía al trono español de lamano de Amadeo de Saboya. SanFrancisco estaba conmovida pordisturbios callejeros. Rusia habíaencontrado un enorme yacimiento depetróleo en Bakú. El censo de losEstados Unidos arrojaba una poblaciónde 38 millones de habitantes. El líder delos mormones había sido arrestado enUtah por polígamo. Y Washingtonanunciaba severas medidas contra loscomancheros, un grupo de traficantesilegales que vendían armas y whisky alos indios de Texas y Oklahoma.

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Lo de siempre: la violencia, elpoder, la codicia, constantesinseparables de la vida humana.

Uno de aquellos días, Mclnneryquiso probar el pulso de los dos con elrevólver. Enfundó en la pistolera unRemington de cinco tiros por el cualsentía un gran aprecio y, cuando llegaronal campo, dijo con orgullo:

—Es la mejor arma corta que sefabrica en la Unión. Durante la guerra sellegaban a cambiar tres Colt por uno deéstos. Pero hay que saberlo usar.

El sargento les enseñó a disparar elrevólver, no como lo haría un pistolero,sino como un militar. Y durante toda la

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mañana les obligó a usarlo apuntando deperfil y con el cuerpo recto, levantandoel brazo en dirección al blanco ybajándolo lentamente hasta que el puntode mira coincidía con la diana.

A Andreu le costó ajustarse al armacorta. Tenía algunos vicios que erandifíciles de corregir. En cuanto a Néstor,su destreza con el revólver no era lamisma que con el rifle. Era mejor. Supulso y su ojo parecían agudizarse en lasdistancias menores y, a cuarenta yardas,no había rama ni blanco ni pato que se leresistiera.

Mclnnery insistía:—Recuerde. No es sólo cuestión de

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ojo. Lo es también de temple y dominio.Si faltan estas cualidades, el don pierdesu poder.

El día antes de que abandonaranCresskill, Mclnnery invitó a Néstor y aAndreu a dar un paseo después dealmuerzo. Quería enseñarles un sitioespecial.

Ensillaron los caballos y trotaroncuatro o cinco millas a través de unpaisaje parecido al que habían vistodesde el tren. Penetraron en un largobosque al término del cual el terrenocomenzó a ascender y el fértil suelo del

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condado, cuadriculado de granjas yestablos, comenzó a volverse rocoso.

Una milla adelante, alcanzaron unameseta salpicada de arbustos y rocas. Seapearon de los caballos, los soltaron enel pasto y caminaron hacia una línea deárboles que se erguía en el horizonte,más allá del cual se adivinaba el vacío.

Un espectáculo sobrecogedor lesesperaba en el límite de la meseta. ElHudson discurría unas ciento cincuentayardas abajo del promontorio. Lasgaviotas volaban muy lejos, a la alturade los veleros que navegaban por el río,y pese a su experiencia en recorrer acaballo los profundos barrancos que

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bordeaban la ciudad de Guatemala,Néstor no pudo reprimir un alzado decejas.

—Se llama The Palisades y,siempre que subo aquí, me ocurre lomismo —dijo Mclnnery—. El silenciome recuerda los momentos que viví en laguerra civil, detrás de un parapeto oagazapado en una trinchera, esperandola orden de asalto. Todos sabíamos queen cualquier momento se produciría laorden del teniente o el toque de latrompeta, y luego el griterío y elestruendo de las armas. Era un silencioaugural, para muchos horrible, puestodos sabíamos que, en segundos,

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muchos habríamos muerto.—Es un lugar maravilloso —dijo

Andreu.—Sabía que les gustaría.Néstor aspiró el aire de la tarde y

cató la fragancia insípida del frío. A lolejos, del lado por el que el ríodesembocaba en la bahía, el nubladohabía dejado un boquete que, a modo detragaluz, iluminaba la ciudad de NuevaYork.

—Después de muchos asaltos, elsilencio que precedía al combatecomenzó a volverse para mí algo másque el preludio de la muerte —prosiguióMclnnery—. Aquel silencio augural

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reunía en mi cerebro y mi memoriaemociones que hasta ese instante habíanestado dispersas, un silencio queapelaba a todo lo bueno que unoconserva, a sus ideales, a sus emocionesmás nobles, a sus seres más queridos, alamor de la mujer que se ama, unsilencio, en fin, como éste. Y cuando losaños de la guerra retornan a mi memoriay el caos se apodera de mi mente, yvuelvo a oír el estruendo de loscañones, y los gritos, y el terribleespectáculo de la sangre, subo aquí. Elsilencio de este arrecife me devuelve lapaz y me hace sentir que habercombatido por la libertad es lo más

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extraordinario que pudo habermeocurrido y que, si algo merece la penaen la vida, es luchar por aquello en loque uno cree.

El momento era tan solemne como elespectáculo que tenían ante sus ojos. Y amedida que Néstor traducía a Andreu laspalabras del sargento iba tomandoconciencia de un saber inesperado.

Se escuchó a sí mismo decir:—¿Nunca tuvo miedo?—Siempre —sonrió Mclnnery—.

Pero había que saltar de la trinchera.Pensaba en Dios, en mis padres, en lanovia que había dejado en Wisconsin.La vida te ha llevado hasta esa zanja, me

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decía, hasta esa trinchera, y no te quedamás alternativa que luchar. Todo ocurreen un segundo, después de ese silencioque pone en orden tu mente y te hacerecordar tus mejores horas. Y no es elwhisky lo que infunde valor. Ni el gritodescompuesto del teniente ni el nerviosoalarido del clarín. Son las convicciones,mister, las que le ponen a uno en pie.

Partieron una mañana oscura y fríadel apeadero de Cresskill. Habíaempezado a nevar. El viento agitaba loscopos y los convertía en una pelusahelada que ocluía la vista y se metía enla nariz. Fue la última imagen queNéstor conservaría de Bergen County,

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junto a la de aquel irlandés de ojosazules, enfundado en su frock coat azulsalpicado de nieve, que se despedía deellos con la gorra de la Unión en lamano.

Néstor sintió una punzada. Sabía queno volvería a ver a aquel hombre que lesaludaba bajo la ventisca, pero lerecordaría siempre. Mclnnery le habíaenseñado algo que ignoraba de sí mismoy que nunca había sido capaz deexpresar en palabras, algo mucho másimportante que descubrir aquel raro doncon que la naturaleza le había dotadopara colocar una bala allí donde muypocos podían hacerlo.

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4. Trescientos rifles

Una hora más tarde cruzaban enferry el Hudson y atracaban en laterminal neoyorquina de Hoboken. Sehospedaron cerca de los muelles, en unhotel situado en la confluencia de lascalles Bayard y Canal. Se llamaba St.Albert House y era un lugar modesto yacogedor pese a que las camas eran algoduras y crujían como asientos demimbre.

Dejaron las valijas en la habitación

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y salieron a la calle. Andreu queríaentrevistar cuanto antes a un talWellesly, de la firma Newman Shippingand Packaging Services, contratadapara realizar el embarque de las armas ylos pertrechos de la expedición a bordodel Daystar, un bergantín de carga ypasaje que cinco días después salía paraNueva Orleans. Tuvieron suerte. Elseñor Wellesly estaba al corriente delencargo que se le había hecho desdeMéxico y sólo esperaba los bultos paraproceder a embarcarlos.

Se dirigieron luego a las oficinas delFederal Merchants National Bank.Andreu estaba ansioso por saber si el

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banco había recibido la transferenciaremitida desde México por don MiguelGarcía Granados y si podía empezar agirar sobre esa cuenta. Buenas noticias,también. El dinero estaba allí, treintamil dólares en plata.

Chico Andreu sacó doscientos paragastos y un talonario de pagarés y, apartir de ese momento, su personalidadexperimentó un cambio inesperado.Dejó de ser el hombre vulnerable yfrágil que había acompañado a Néstordesde Veracruz a Nueva York. Inclusosus movimientos eran más sueltos yflexibles, pero era la agilidad de sumente lo que más sorprendió a Néstor.

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Andreu estaba en su salsa. Compraba ynegociaba como quien respira,consultando de vez en cuando uncuaderno donde anotaba aun el gastomás insignificante. Sabía siempre cuálera el siguiente paso que debía dar y lollevaba a término de manera inapelable.Ordenado, directo, eficaz, Chico Andreutransmitía una seguridad que Néstornunca pudo haber imaginado.

La primera visita fue a un almacéndel Garment Dis-trict. Se llamabaPaintyour wagón y su dueño era unjudío de origen polaco, de nombre,Barnaba Trzebinski, que se habíaespecializado en abastecer de ropa y

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toda clase de avíos a pioneros y colonosque marchaban al Oeste. Andreuadquirió allí un resto de uniformes delejército de la Unión que Trzebinski nohabía podido vender desde el final de laGuerra Civil y que tenía a precio desaldo.

Revisaron las pacas y contaron losuniformes. Había trescientos setenta.Andreu entregó a Trzebinski un pagaré yle pidió enviar la mercancía a la bodegade Newman Shipping and Handling,situada en el embarcadero 51.

Antes de abandonar el almacén,Andreu le preguntó a Trzebinski si teníacalicó. El judío no entendió la

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traducción de Néstor. Andreu explicóentonces que se trataba de una teladelgada de algodón que se fabricaba enla India y que se solía utilizar paraprotegerse de los mosquitos.

—Usted quiere decir cálicot —corrigió Trzebinski, haciendo énfasis enla esdrújula—. Sí, claro. ¿Cuántonecesita?

Andreu le encargó una bobina decien yardas y le preguntó a Trzebinski siconocía alguna tienda donde vendieranartículos de lona.

Les envió a un cuchitril de la calleTreinta y Seis, entre la Quinta y la Sextaavenidas. Andreu agotó el inventario de

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la tienda donde adquirió todos losguantes en existencia y trescientos paresde polainas.

Néstor llegó a perder la cuenta delnúmero de veces que cruzaronManhattan de río a río, pero cada díaque pasaba les resultaba más difícilmoverse por Nueva York. Elinterminable aguanieve que azotaba laciudad les obligaba a hacer las comprasa pie, debido a que los carruajes seatascaban con frecuencia.

Caminaban encogidos, con los ojosentrecerrados y el rostro envuelto en untapabocas, observando de reojo losescaparates donde se exhibían abrigos

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con cuellos de piel, botas forradas delana, alfombras, telas escocesas yestufas de hierro forjado. El inviernohabía caído de pronto sobre NuevaYork, pero Manhattan no daba laimpresión de sufrir sus efectos. Allívivía un mundo próspero, muy distinto alde los miserables barrios industriales dela periferia, donde los ingresos por eltrabajo no garantizaban ningún bienestar.Pero en la isla y los muelles, la genteparecía ganar lo bastante para que eltraje de la boda no fuera el mismo que elde la mortaja.

A Chico Andreu aquel clima levivificaba quizás tanto como el corre

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corre que se traían a lo largo y ancho dela isla. Llegada la noche, caía como uncostal en la cama, mientras Néstor leíahasta muy tarde el periódico.

Les despertaba por lo común lacampana de algún tranvía de mulas o elbufido de alguna sirena. Se aseaban enel cuarto y, a eso de las nueve, vuelta aempezar: sartenes, brújulas, espejos,quinina, algodón hidrófilo. La lista noparecía tener fin.

Entre las direcciones que Andreullevaba anotadas en el cuaderno figurabauna especializada en revólveres y armasblancas. Se llamaba Roberts & Sons yestaba situada en el Bowery, el barrio

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de music halls, prostitutas y pandilleros.Andreu deseaba adquirir una veintena deespadines y diez cuchillos de monte. Yentre los revólveres en venta eligió unRemington parecido al de Mclnnery y uncinturón con pistolera provista de tirasde cuero para sujetarla al muslo.

Néstor tomó en sus manos elRemington y por primera vez en su vidase le ocurrió pensar que un arma cortapodía ser también una obra de arte. Adiferencia del de Mclnnery, éste eraniquelado y algo más ligero. Pasó losdedos por el cañón y no pudo dejar desentir un escalofrío de placer.

—¿Es para el general? —preguntó.

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—No. Es para usted.—¿Para mí?—Un obsequio personal —sonrió

Andreu—. Se me ha ocurrido que nopodíamos salir de aquí desarmados.Este barrio está lleno de asaltantes.

—No es verdad. No es por eso.Andreu le tendió la pistolera de

cuero repujado.—Pruébesela.Néstor abrió el chaquetón y rodeó la

cintura con la correa. Se ató la pistoleraal muslo y enfundó en ella el Remington.Se dirigió a un espejo. Estaba excitado.Se cerraba el chaquetón, lo volvía aabrir. Nunca pensó que un revólver

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pudiera dar una prestancia semejante ala que desplegaban un Stetson o un lazode seda negra. Se sentía elegante ydigno. Más aún, se sentía completo. Elarma le daba poder y seguridad, noexentos de algún señorío.

Se volvió a Andreu con las manosabiertas y un gesto de dómine non sumdignus. Había olvidado las noches enque había velado a Andreu, atento acualquier rebrote de la fiebre, las horascerca del lecho hasta comprobar querespiraba con naturalidad y las veces, enfin, que le había llevado el desayuno ola cena a la cama porque Andreu nopodía ponerse de pie.

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Chico Andreu le dirigió una miradade afecto:

—Tenía razón el general —dijo—.Es usted una buena persona.

Dejaron sables y cuchillos en labodega del embarcador y se dirigieron ala oficina de Maghnus Dougall. Andreudeseaba revisar el pedido de losdoscientos cincuenta Re-mington y elmedio centenar de Winchester y Henrysque el general había agregado a últimahora.

El irlandés los recibió con sushabituales aspavientos y Néstor volvió a

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experimentar el mismo recelo que habíasentido por el traficante días atrás,aunque sin saber muy bien por qué.

Dougall les llevó a su bodega en elpuerto, un galpón situado en elEmbarcadero 51. Dos policíasfuertemente armados vigilaban el portónde entrada. La bodega olía a rancio y alechada de cal. Las paredes teníanmanchas de humedad y en algunoslugares estaban descascarilladas.

El irlandés señaló las cajas con losrifles y dijo enseguida vuelvo. Habíaalgunas personas en el extremo sur de labodega con las cuales debía hablar.

Néstor y Andreu procedieron a

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examinar las cajas. Había cuatro riflesen cada una y, a pocos pasos de lasarmas, una pila con cajas más pequeñasque contenían la munición.

No habían terminado de examinar elarmamento, cuando alcanzaron a oírunas voces destempladas. Salían de lapequeña oficina de despachos, al fondode la bodega. Una de ellas era la deDougall.

Néstor se incorporó y asomó lacabeza por entre la pila de cajas. Elirlandés había abandonado la oficina yha-biaba a grito pelado con dos hombresde aspecto muy poco neoyorquino.Ambos llevaban botas de montar, largos

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capotes y sombreros de ala ancha, yparecían muy crispados.

Néstor no pudo dejar de escuchar loque decían.

—¿Qué le pasa a esa gente? —preguntó Andreu—. ¿Entiende ustedalgo?

Néstor no respondió. Se llevó elíndice a los labios y le indicó a Andreuque siguiera contando rifles.

Las voces se fueron calmando y,poco después, Dougall hacía acto depresencia con su mirada aguamarina y susonrisa colorada y falsa.

—¿Todo en orden? —preguntó.—Todo en orden, señor Dougall.

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Sólo falta enviar las cajas a la bodegade Newman Shipping and Handling.

—Me ocuparé de eso enseguida.Camino del hotel, Néstor comentó:—Hay algo en ese hombre que no

me agrada.—¿Qué le hace pensar eso? —dijo

Andreu.—No le podría decir. Es sólo una

intuición.

Cuando llegaron al hotel, el conserjeles entregó un sobre. Era de BarnabaTrzebinski. El comerciante les enviabauna nota a mano y dos entradas para la

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función de esa noche en el SpringGarden Theater.

—Dice que ha recibido la plata yque está agradecido por el negocio —leyó Néstor.

—Y por haber salido de losuniformes, supongo.

—¿Le gusta el teatro, Chico?—¿Y a usted?—Un poco. Soy actor aficionado.

¿Quiere que vayamos?—Prefiero descansar. No entendería

una palabra y me quedaría dormido.Vaya usted.

Una hora más tarde, Néstor llegabaal Spring Garden Theater, un edificio

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que, según una placa a la entrada, habíasido antes sinagoga y que tampoco eraahora un teatro, sino sala de conciertos.Para colmo, el repertorio de esa nocheera de música sacra.

Dudó si quedarse o no. Ni siquieramister Ross había logrado aficionarle algusto por aquellas salmodias. En cuantoa la pieza principal del programa, unoratorio de Beethoven titulado Cristo enel Monte de los Olivos, temía que fueseun narcótico. Pero aquélla era su últimanoche en Nueva York y decidióquedarse.

Los dos primeros tiempos deloratorio, saturados de cantatas y

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motetes, tenían un tono sombrío, pero eltercer movimiento, un espectacularaleluya, superó todas las prevencionesque abrigaba contra aquel tipo demúsica. Le pareció raro, así y todo, queBeethoven hubiese optado por un cantotan gozoso. No era razonable que, en elmomento más triste de la vida de Cristo,cuando éste debía aceptar la muertecomo ofrenda y, sudando sangre,suplicaba al Padre que apartara de sí elcáliz del sacrificio, al genio de Bonn nose le hubiese ocurrido cosa mejor quecomponer un aleluya.

Pero a medida que crecía la euforiadel canto, Néstor empezó a entender la

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intención del maestro. En los coros y enlas cuerdas, en los vientos y en laspausas, el «tú me diste un lugar en tuGloria, bendito seas» resonaba en susoídos como una revelación. Nunca sehabía sentido tan cerca de Cristo, perono del sangrante y barroco que en lasprocesiones de su infancia parecíasuplicarle compasión o gratitud porhaberle redimido del pecado, sino aquelotro que aceptaba con gozo el sacrificiode su vida para salvar a la humanidad.

El evangelista se había equivocado,no había duda. Cristo debió desacrificarse con alegría. Pues la virtuddel que salva o rescata no es pensar en

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sí mismo, sino en aquéllos a quienesdesea salvar. Así lo había tenido queentender Beethoven y así lo entendíaNéstor ahora. Los héroes se ofrecensiempre como adalides, no comovíctimas propiciatorias, y nunca seplantean con tristeza su muerte y suentrega, sino como el momento más felizde su vida.

Lo primero que hicieron al díasiguiente fue dirigirse a la bodega delembarcador. Andreu deseaba verificarque Dougall había enviado los rifles,antes de hacerle el resto del pago. Pero

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las armas no estaban en el almacén deNewman. Y Néstor experimentó una vezmás la turbadora sensación de que elirlandés no era trigo limpio.

Entre el muelle 51 y el 55 apenashabía diez minutos a pie, así quedecidieron caminar hasta la oficina deDougall, pero, esta vez, el traficante nolos recibió con las prolijas efusiones aque les tenía acostumbrados, sino con ungesto de preocupación.

—Tenemos un pequeño problema —les informó—. Pero tranquilícenseamigos, no hay nada en este mundo queno tenga arreglo, si se exceptúa lamuerte.

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—¿Que tenemos un problema? —dijo Andreu, poniéndose en guardia—.¿Qué es lo que quiere decir?

Estaban en el despacho de Dougall,separados por una mesa de madera decerezo. El irlandés se había metido lospulgares en el cinturón y se balanceabaen una mecedora forrada de cuero. Y aNéstor se le antojó, de pronto, que loque tenía enfrente no era a MaghnusDougall, sino un gato de ojos azules,listo para saltar y engullirse a dosgorriones como desayuno.

—Han oído hablar de la guerrafranco-prusiana, supongo —dijoDougall, en tono profesoral—, y de las

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enormes exigencias de armamento querequieren ambas partes del conflicto.Pues bien, caballeros, es mi deberinformarles que la firma Remington andSons está en un aprieto. Ha enviado aEuropa ya más de cien mil rifles ynecesita otros veinte mil para cumplirsus compromisos.

—¿Y eso qué tiene que ver connosotros? —replicó Andreu—. Ustedfirmó un contrato con el general GarcíaGranados por trescientos rifles y recibiódiez mil dólares como anticipo. Ahoradebe cumplir el trato.

—Yo sólo puedo decirles que losrifles han subido de precio y que la

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fábrica me ofrece ciento cincuentadólares por cada uno, si les devuelvo elpedido.

Néstor tradujo literalmente lo dichopor Dougall, pero agregando estaspalabras:

—Nada de lo que dice es verdad.Toda esa historia es absurda. La guerrafranco-prusiana está por concluir, si esque no ha concluido ya, y la Remingtonva a tener problemas para colocar suproducción de armas.

—¿Cómo lo sabe?—Leo los periódicos.—Entonces dígale a este maldito que

este negocio va a terminar muy mal para

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él, si no cumple con el contrato.Néstor tradujo las palabras de

Andreu.—No tiene por qué ser así —dijo

Dougall, adoptando una sonrisahipócrita—. Ustedes me pagan cincuentadólares más por cada rifle y se quedancon el pedido.

Andreu perdió los estribos.—¡No tenemos ese dinero, pedazo

de cabrón!Néstor no quiso traducir el insulto.

Temía que, de hacerlo, diera al trastecon toda posibilidad de entenderse.

Pero Dougall se olió algo.—¿Qué ha dicho? —inquirió,

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arrebatado.Néstor se encogió de hombros, al

tiempo que colocaba una mano en larodilla de Andreu, pidiéndole calma.

—Nos pone contra la pared, señor—le dijo a Dou-gall—. Y pensamos queno es justo. Sólo pedimos que honre elcontrato con el general.

—No es culpa mía que el mercadode armas se haya puesto patas arriba.

—Eso no es verdad, señor. Y ustedlo sabe.

—¡Claro que es verdad!—Entonces no nos deja más

alternativa que demandarle.Dougall se echó a reír.

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—Yo que usted no perdería eltiempo en esas cosas.

Andreu interrumpió de nuevo.Estaba fuera de sí.

—¿Qué dice ahora este hijo de lagran puta?

—No quiere darnos los rifles.—Pues entonces que nos dé el

dinero. ¡Dígaselo! ¡Dígale que nos dé laplata!

Néstor tradujo las palabras deAndreu y Dougall respondió con ungesto ambiguo.

—De acuerdo, de acuerdo,caballeros. Les daré un pagaré a noventadías.

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Néstor dudó en traducirle a Andreula oferta de Dougall. Retrasar tres mesesla compra y el transporte de las armassuponía el fracaso del movimientoinsurgente. El general había fijado comodía límite para la invasión de Guatemalael 30 de marzo. Prolongar casi tresmeses esa fecha, significaba iniciarla enla época de lluvias, lo que reducía lasposibilidades de un éxito rápido, comoel general había planeado. Eso siDougall no les hacía otra trastada yperdían el dinero que le habíanadelantado. Pero no tenía más remedioque contárselo a Andreu quien, alescuchar la propuesta de Dougall, se

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puso de pie con el aparente propósito dearrojarse sobre el traficante.

Antes de que pudiera echarle mano,sin embargo, Dougall sacó un revólverde un cajón y se lo puso a Andreu en elpecho.

Néstor se puso también de pie.—¡Calma, caballeros, por favor! No

hagamos nada de lo que podamosarrepentimos. Mister Dougall, baje elarma. Por favor, ¿sí? Tratemos esteasunto de manera civilizada.

Luego, volviéndose a Andreu, dijoen español:

—¿Me permite negociardirectamente con este tipo? Se me ha

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ocurrido una idea. Es larga de explicar.Le ruego que confíe en mí. ¿Me permite?

Lo que Néstor le dijo a Dougall enlos quince minutos que siguieron fuealgo de lo que Andreu no tendría noticiahasta la tarde de ese mismo día, cuandoa bordo del Daystar, abandonabanNueva York, camino de Nueva Orleans,con los pertrechos y los rifles a bordodel bergantín. Las prisas no les habíanpermitido hablar con tranquilidad yAndreu ignoraba lo que Dougall yNéstor se habían dicho y cómo éste selas había arreglado para que el irlandés

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entregara las armas sin tener que pagarun centavo más de lo acordado. El restode la mañana y buena parte de la tardelas habían dedicado a confirmar quetodos los bultos del embarque estabanen orden y a asegurarse de que la cargaera subida a bordo.

Andreu sólo sabía que, durante aquelcuarto de hora crucial, Dougallenrojecía y alzaba la voz en tonoimpositivo, en tanto Néstor le respondíaen voz baja, como una madre que lecontara a su hijo un cuento a la hora dedormir. Tenía una voz nueva, distinta,que parecía haberse inventado, y untimbre de juez más que de reo. De vez

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en cuando, se pasaba un dedo por lasien, gesto que coincidía con algúnresoplido o algún encabritamiento deDougall, quien poco a poco empezó aperder el tono impositivo de sudiscurso.

Escuchar a un amigo hablar confluidez en otra lengua puede elevarnuestra admiración por él, pero siademás se expresa en un tono de vozdiferente, el efecto es como escuchar aun ser superior con una personalidaddistinta a la que creíamos conocer hastaese momento. Y Andreu habíaexperimentado esa sensación duranteaquellos quince minutos en que Dougall

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empezó a retroceder a ojos vistas con ungesto hosco. Y en las horas quesiguieron, no dejó de preguntarse quéextraños poderes podía tener unlicenciado de veintitantos años parahaber obligado a transar a aquelgángster armado con un revólver y habersalido de su oficina con la orden deremitir sin demora los rifles al Daystar.

Hacía frío, pero ya no nevaba. Elbergantín se deslizaba suavemente por elestrecho que daba acceso a la bahía ydejaba atrás las luces de Brooklyn yStaten Island. Acodado en el pasamanosde proa, donde apenas había pasajeros—los demás querían ver desde popa la

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silueta nocturna de Nueva York—,Néstor observaba cómo se ibanestrechando lentamente las dos sombrasde la costa. Anochecía con rapidez. Unviento desganado hinchaba con perezalas velas del bergantín. Sólo la sirena dealgún barco o el pitido lejano de unalocomotora rompían el crecientesilencio. Y cuando finalmente aparecióante sus ojos el mar abierto, Néstor tuvola impresión de que salía de una cueva.

Se metió ambas manos en losbolsillos del chaquetón. En uno de elloshabía un papel. Era la entrada para elSpring Garden Theater. Recordó laexperiencia del aleluya y se dijo que,

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sólo por escucharlo, el viaje habíamerecido la pena. Todavía podía oírlo ydaría cualquier cosa por volver ahacerlo. Era un hallazgo que noolvidaría: cuando llega la ocasión y éstamerece la pena, no hay que apartar elcáliz, sino apurarlo con júbilo.

Chico Andreu se le acercó pordetrás y le saludó con un golpe en elhombro.

—Vaya día. Pensé que no saldríamosnunca de aquí.

—Yo también, no crea.Andreu sacó una petaca metálica,

desenroscó el vasito de metal, lo llenó yse lo ofreció a Néstor.

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—Pues en la oficina de Dougall le vimuy tranquilo.

—La procesión iba por dentro.—¿Qué fue lo que le dijo a ese

estafador?—Traté de convencerle, pensando en

lo que nos había dicho Mclnnery de larevolución americana. Le hablé denuestros ideales, tan cercanos a lossuyos, de nuestro anhelo de implantar lalibertad y la democracia en Guatemala.

—Y qué contestó.—Se rió de mí. ¿Libertad y

democracia en un país como el suyo,atrasado y en estado semisalvaje?\Come on\ Una revolución no se hace,

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además, con trescientos rifles, me echóen cara. Eso no alcanza ni para un golpede mano.

—Cerdo.—En vista de que por el lado de los

ideales no avanzaba, traté deconvencerle por otro más materialista.Le dije que él podía creer lo quequisiera, pero que nosotros íbamos ahacer triunfar la revolución. Y que no levendría mal que pensara a más largoplazo. El general, le dije, no sólo aspiraa construir un país nuevo, sino a formarun ejército moderno. Y si él cumplía sucompromiso ahora, en uno o dos añosmás, podría hacer una fortuna.

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—¿Y qué le contestó?—Que si su abuela tuviera varillas

sería un paraguas y que él no vivía deideales estúpidos, sino de realidadescontantes y sonantes.

Andreu movió la cabeza.—Qué paciencia la suya. Yo no

hubiera soportado una respuesta así.—Viendo que por las buenas no

lograba ninguna cosa, le dije consuavidad que, si no despachaba deinmediato las armas al Daystar, se lasiba a tener que ver con el Fiscal Generaldel estado de Nueva York.

Andreu arqueó las cejas, en un gestode estupor.

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—¿Cómo pudo decir usted tal cosa?No tenemos documentación ni respaldoconsular. El embajador de nuestro países un hombre de Cerna. Podríamoshaber sido detenidos y deportados aGuatemala con las consecuencias que sepuede imaginar.

—Ese tipo nos tenía atrapados.Jugaba con nuestra prisa. No había otromodo de ponerle contra las cuerdas queusando su misma arma: el chantaje. Ledije que yo era abogado y que conocíael derecho anglosajón. Y que debíacumplir el contrato sí o sí, por lasbuenas o por las malas. Pero al mismotiempo le previne de que, si nos hacía

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perder tres meses, él perdería veinteaños. En la cárcel, por supuesto.

—¿Fue eso lo que le dijo en vozbaja?

—Se lo dije muy quedito porque lasfrases más fuertes tienen un mayor efectoasí.

—Usted me sorprende cada día conalgo nuevo. ¿Dónde aprendió esasmañas?

—Dougall me respondió con desdén.Estaba muy seguro de sí mismo y de loque hacía.

—¿Y cómo no lo iba a estar? ¿Dequé, en el nombre de Dios, podíamosacusarle ante el Fiscal General del

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estado de Nueva York?—De traición a los Estados Unidos.—¿De traición? ¿Qué clase de

traición? ¿Por qué motivo?—Por vender armas a los

comancheros.—¿Está usted de broma?—-Pues no. De hecho, bastó que le

mencionara esa palabra para queempezara a bajar el tono.

—No comprendo.—Una leve contracción en sus

labios me hizo pensar que había dado enel blanco. Mas, para demostrarme queera él quien tenía la situación bajocontrol, soltó una de sus risotadas y en

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tono altanero me dijo que qué sabía yode esas cosas.

—Pero usted sabía, me imagino.—Sí, un poco.—¿Un poco? ¿Y cómo fue que lo

supo?—No lo supe, lo intuí.—¡Ah, vaya, lo intuyó!—¿Recuerda los tipos de botas altas

y sombreros téjanos que vimos en elalmacén de Dougall, mientrasrevisábamos los rifles y el parque?

—Me acuerdo.—Por la conversación que se traían

con Dougall me supuse que erantraficantes o tal vez intermediarios.

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Debieron de olvidar que aquellos dospendejos, que éramos usted y yo, noentendíamos lo que ellos hablaban, peroestaban en la rosca, estoy seguro.

—¿De qué rosca me habla?—La de los comancheros, unos tipos

que venden ilegalmente armas, whisky ymuniciones a los indios.

—No me diga —dijo Andreu en tonomordaz.

—Leí sobre ellos en una revistavieja que había en el pabellón de caza,The Wild West Magazine.

—Vaya, es una prueba de peso.—También hablan de eso los

diarios. Es el tema del momento. Verá

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usted, desde que terminó la GuerraCivil, va para seis años, el ejército de laUnión quiere acorralar a los indios enreservaciones y evitar que cierren elpaso a los colonos que marchan hacia elOeste. Pero no pueden con ellos. Loscomancheros les suministran armas conlas cuales atacan a los colonos ycombaten al ejército. Y no sólo a loscomanches. También a los apaches,lako-tas y cheyennes de Nuevo México,Texas, Oklahoma y Dakota del Norte. Yadivine qué rifle es el que los indiosprefieren.

—No me diga que es el Remington.—Se lo digo. Ahora escuche. Los

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colonos tienen miedo y, de seguir lascosas así, ningún blanco va a querer iral Oeste.

-—¿Y cómo les llegan las armas alos indios?

—El tráfico se hace por tierra.También por barco, desde New Jersey, yse entregan en algún lugar de la costa deTexas.

—¿No le parece extraño que lostraficantes tengan tantas facilidades?

—Hay una explicación. Hasta hacepoco no había ley que lo prohibiera. LaGuerra Civil no les había dado tiempopara preocuparse de esas cosas.

—Pero la situación ha cambiado,

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supongo.—El Congreso ha promulgado hace

muy poco una ley que establece gravespenas contra toda persona que vendaarmas a los indios.

—Y Maghnus Dougall es una de esaspersonas.

—Eso no lo podía saber estamañana.

—Pero lo sospechaba.—Sólo sabía que el Gobierno se

había tomado muy en serio lo del tráficoilegal de armas.

—¿Y cómo podía usted saber quelos tipos del almacén de Dougall erancomancheros?

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—Eso tampoco lo sabía. Pero oí queamenazaban de muerte a Dougall, si ésteno les entregaba los rifles que teníanapalabrados desde hace dos meses.

—Y Dougall resolvió entregarles losnuestros.

—Esa fue la impresión que tuve.—Y usted dispuso apostar fuerte.—Le dije que nuestra firma de

abogados, Thorpe, Johnston andBakker, tenía en sus manos mitestimonio jurado, firmado y en regla.

—¿Thorpe, Johnston y qué?—Es una oficina de abogados de

Manhattan.—¿Tenía su bufete de Guatemala

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alguna relación con ellos?—No. Era la primera vez que oía su

nombre.—Lo leyó en algún diario, claro.—Pues sí, qué quiere que le diga.—Y se inventó que en manos de esos

abogados obraba su declaración formalde que Dougall era proveedor de armasde los comancheros.

—Y una petición a un juez para queregistrara la bodega.

—Miente.—No, se lo juro.—¿Y cuál fue la reacción de Dougall

cuando le contó todo eso?—Me llamó son of a bitch.

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—Y usted le contestó...—Le dije que se ahorrara los

insultos y que, o nos entregaba los rifleso se las tendría que ver con el Fiscal.

—Dígame la verdad, licenciado.Dígame que no tenía toda esa historia enla cabeza antes de que fuéramos conDougall.

—Bueno, sí, la tenía, perodesordenada. La fui hilvanando amedida que hablaba con el tipo.

—Tiró una moneda al aire, ¿se dacuenta?

—Por suerte salió cara.—Por suerte salió barata. No me

explico cómo Dougall pudo creerle.

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—Si quiere que le sea sincero, tengodudas de que me creyera. Pero elescenario que le pinté era posible.Ahora, fíjese: Dougall podía entregarnuestros rifles a los comancheros ojinetear nuestra plata durante tres mesesy no darnos una cosa ni la otra, pero elriesgo de que fuera verdad lo que ledecía era muy grande. Sólo matándonospodía evitar que le denunciáramos alFiscal General.

—Me pregunto por qué no lo hizo.—Le dije que se olvidara del arma.—Sí, recuerdo eso.—No me refiero al momento en que

le amenazó a usted con el revólver, sino

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a las miradas que echaba de vez encuando a la gaveta.

—¡Santo Dios!—Fue un momento angustioso, es

verdad. Pensé que iba a echar mano otravez del revólver.

—No me di cuenta. ¿Y qué sería loque le detuvo?

—Me abrí el chaquetón, para queviera el Remington que usted me habíaregalado. No lo haga mister Dou-gall, ledije. Debió de pensar que hablaba enserio, porque entonces, si se recuerda,empezó a parlotear y a reír y a decirmecon el mayor cinismo que todo habíasido una broma.

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—Creí que era usted más apocado—dijo Andreu—. No le suponía esahabilidad para negociar y persuadir demanera tan convincente.

Néstor se alzó el cuello delchaquetón para protegerse del frío y dioun sorbo de whisky. Luego, sin dejar demirar las luces del estrecho que ibanquedando atrás, murmuró muy serio:

—Yo tampoco.La oscuridad no permitió a Andreu

captar el cambio que se había producidoen las facciones de Néstor y, quizállevado por la simpatía hacia éste y lasangre fría que había mostrado en laoficina de Dougall, preguntó con

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absoluta inocencia:—¿Lo habría hecho?—Habría hecho qué.—Disparar a Dougall.Néstor no contestó. Guardó un

contenido silencio, como si temieradecir lo que pensaba, y se quedó largorato mirando a la negrura del océano.

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5. La pretensión de unextraño

Desembocadura del río Grijalva,Estado de Tabasco, febrero de 1871

El muelle de Guadalupe de laFrontera era una pasarela de tablonessostenida por una doble fila de maderosenterrados en el agua. Los amarres deltinglado estaban flojos y cada vez que lagarrucha de la goleta recién llegada deNueva Orleans, propiedad de la Mail

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Stemship Line, depositaba sobre laendeble tarima una red con cajas derifles, toda la tablazón se movía como ladentadura de un viejo.

Sentado a la sombra de un jobo,Néstor Espinosa se abanicaba con elsombrero de petate sin perder de vista ala cuadrilla de indios descalzos quetrasladaban a hombros las cajas y lassubían a la cubierta de un transbordador.A su lado, los ojos a medio cerrar, uncuaderno en una mano y un lapicero enla otra, Chico Andreu daba un ruidosoresoplido cada vez que algún zancudo sele posaba en la nariz.

Hablaban poco y, cuando lo hacían,

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la conversación era breve. El calorinvitaba a la desidia y amenguaba eldeseo de platicar. Sólo el elegante vuelode algún aura sabanera o el paso de uncormorán les hacía desviar brevementela mirada hacia lo alto, más allá de lastrozas de cedro y caoba y los sacos decacao que se apilaban en elembarcadero.

—¿Cuánto más tardarán en cargarlotodo? —preguntó Néstor.

—Como una hora.—Lo dudo.—El calor paraliza a la gente, el

dinero la hace correr —dijo Andreu—.Les he pagado bien para que se apuren.

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—Van veintiséis.—¿Cajas o bultos?—Cajas.Fuera de la descomunal dimensión

del río, el lugar no inspiraba ni al ánimomejor dispuesto. Unos ranchosmiserables, espadaña aquí y allá,alfombras de lirios acuáticos quedigerían la suciedad de la corriente, uncobertizo pintado de gris, una oficina decorreos y dos lanchas abandonadas en elarenal, eran todo el decorado de laaldea. El resto del paisaje era agua, sóloagua. El estuario del Grijalva alcanzabaallí una oceánica anchura y su cauce selimitaba a dos líneas delgadas y lejanas

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donde crecían la palma y el mangle. Lodemás era una imponente, turbadora,casi inabarcable masa de aguaenfangada.

Pero nadie esperaba otra cosa enaquel remoto y despoblado confín delestado de Tabasco. Guadalupe de laFrontera era sólo una estación de paso,un elemental atracadero donde serealizaban las operaciones de carga ydescarga de barcos procedentes deNueva Orleans, el Golfo y el Caribe.Desde allí, las mercancías eran llevadashasta la Aduana Marítima de San JuanBautista de Villahermosa, a seis horasde navegación, río adentro.

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—¿Treinta y ocho? —preguntóAndreu con indolencia.

—Treinta y ocho con esas dos —respondió Néstor.

Mediaba la tarde. El Grijalva sehinchaba con la pleamar y el solempezaba a caer. Soplaba una agradablebrisa que sacudía los lirios e inclinabala alta yerba de la orilla. Era la horaperfecta del trópico, la de los aromasdulces y los colores más delicados.

—Cuarenta, ahora. Deberíamoshaber mandado borrar esas marcas —dijo Néstor señalando el rótuloennegrecí-do que, con el nombre deRemington and Sons marcado a fuego,

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ostentaba cada caja.Andreu asintió con un gruñido. Se

veía preocupado. Mercaderes de mediopelo, mendigos, vendedores ambulantes,oficiales de la Aduana, burócratas conpapeles y hombres armados,deambulaban en torno a la goleta y eltransbordador, muchos de ellossorprendidos por la naturaleza y elvolumen de la carga.

—¿Y desde cuándo tiene ustedafición por la música? —agregó, pordecir algo.

—Desde niño —respondió Néstor—. Mi madre me apuntó en la escolaníade la catedral. Allí aprendí solfeo y a

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cantar a coro.—¿Y por qué lo dejó?—El cura era muy tocón... cuarenta y

cinco.Andreu trazó una línea oblicua sobre

las cuatro verticales que tenía escritasen el cuaderno y Néstor volvió los ojoshacia la enorme boca del río.

Comparado con Nueva York, sumovimiento y su lujo, la desembocaduradel Grijalva, pobreza y soledad dondese mirase, parecía otro planeta. ¿Quéextraña atracción había ejercido aquellaentrada de agua para que fuese tanbuscada por los hombres? El humilderiachuelo que con el nombre de Cuilco

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nacía cerca de Tacaná, en la frontera deGuatemala, era aquí un inmenso cursofluvial que inundaba cuanto encontrabaen su camino. Pantanos, sabanasencharcadas, lagunas, arenas movedizas,era todo cuanto el viajero podíaencontrar en leguas a la redonda. Y sinembargo, pocos se habían resistido alllamado y al embrujo de aquella anchavena de agua. Por allí se habíaaventurado Juan de Grijalva, cuandodesde Cuba exploraba los caminos delImperio Azteca. En una de sus orillashabía tenido lugar la primera victoria deCortés. Piratas y bucaneros habíanhecho del río su refugio a principios de

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siglo. Y sólo unos años atrás,norteamericanos y franceses habíantomado Frontera y cañoneadoVillahermosa.

—Listos —dijo Andreu, cuando eltraslado de la carga hubo concluido—.¿Nos vamos? Estaremos mejor a bordoque en este fangal.

Media hora después, eltransbordador comenzó a apartarse delmuelle de troncos y a deslizarse sobrelas aguas, río arriba, como una fatigadalarva en busca de su agujero. Loscontornos del Grijalva se sumían en lassombras. Los manglares eran un renglónlejano y difuso trazado sobre el

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horizonte del agua, y el cielo, unafascinante paleta de tonos rojos y azules.No había ruidos ni rumores. Laembarcación remontaba la corriente sinnecesidad de vapor ni remos, a impulsosde la pleamar que hacía sentir supoderío desde la bocabarra.

Néstor se sentó sobre una estiba decajas y apoyó la espalda en un fardo deuniformes. Frente a él, tres hombresarmados, pertenecientes a la aduana deVillahermosa, vigilaban el cargamento.

Se bajó el sombrero a las cejas eintentó dormir, pero los mosquitos no ledejaban tranquilo. Se disponía a buscarun sitio más ventilado de la

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embarcación, cuando un hombre se sentójunto a él y le ofreció un habano. Elindividuo era flaco, de elevada estaturay andaría por los cuarenta. Los cabellosle llegaban a los hombros, portaba unbastón de bambú, vestía todo de blanco,y, en lugar de cinta negra en elsombrero, llevaba una tira de piel dejaguar.

—Gracias, no fumo —dijo Néstor.—Es para ahuyentar los insectos —

sonrió el extraño.Hablaba un español casi perfecto,

pero con acento anglosajón y un levematiz caribeño.

—Me llamo Tom van Tolosa —dijo

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al tiempo que encendía con parsimoniael veguero.

Néstor hizo un gesto de extrañeza.—Soy holandés —volvió a sonreír

—, pero llevo el apellido de unalarbadero de los que hace siglosllegaron con el Duque de Alba a losPaíses Bajos.

El desconocido daba la impresiónde ser uno de esos individuos que notienen dificultad alguna a la hora deentablar relaciones con el prójimo. Lasimpatía y el don de gentes parecíaninnatos en él. Miraba directamente a losojos y tenía estampa de caballerolibertino, acaso de jugador, o cuando

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menos de persona que no se ensuciabalas manos en oficios vulgares. Pero surasgo más acusado era la contagiosajovialidad que impregnaba a todo lo quedecía.

—Usted no tiene acento mexicano —le dijo a Néstor—. ¿De dónde es?

Antes de que Néstor contestara,Chico Andreu, quien también trataba dedormitar, preguntó a las estrellas:

—¿Cómo vino usted a dar a esteagujero?

El extraño se volvió hacia Chico.—¿Ha oído hablar del capitán

Fokke, un marino que hacía el trayectode Amsterdam a Java en la mitad de

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tiempo que los demás navegantes?—No, nunca.—Dicen que tenía un pacto con el

diablo y que, el día que no cumplió loacordado con Satanás, éste lo condenó avagar eternamente por el océano.

—Eso sí lo había oído.—Bueno, pues yo era su primer

oficial.Y al decir esto, Tom van Tolosa se

estremeció con una risa cascada yagreste que desentonaba con elrefinamiento y los buenos modales quehabía mostrado hasta entonces.

—Es una broma —se apresuró adecir—. Abandoné mi país con veinte

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años y, desde hace otros tantos, Méxicoy el Caribe han sido mi patria.

—¿Y a qué se dedica, señor? —volvió a inquirir Chico Andreu.

—Compro y vendo cosas. Comoustedes.

—Se equivoca. Nosotros no somoscomerciantes.

El holandés se echó hacia atrás elsombrero y perdiendo por primera vezla sonrisa dijo:

—Entiendo.Guadalupe de la Frontera se perdía

en lontananza. El río había adquirido unaspecto apacible y mayestático justo enla cruz donde se unía con el San Pedro y

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el Usu-macinta, dos brazos de aguaimponentes que le daban a laintersección un aire de infinitud ymisterio. El latir de la vida nocturnamurmuraba en el manglar y, más allá delas orillas, la luna cabrilleaba en esterospoblados de plantas acuáticas. Sóloalgún aislado palafito, algún súbito olora humo, daba indicios de presenciahumana en el pantano.

Cuando la encrucijada quedó atrás,los meandros y los recodos seempezaron a suceder como orlas de unacolosal cenefa. Desde el cielo, pensóNéstor, el Grijalva debía de parecer lamismísima serpiente emplumada

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reptando entre la sabana y los pantanos.—Todo cuando amanece es aquí

hermoso —dijo Tom van Tolosa—. Encambio cuando oscurece, se tornaamenazador. El trópico es como unasirena. Atrae con su belleza y su canto,pero te puede matar.

El holandés volvía a ser el hombresimpático y asertivo de minutos antes.

—Y no sólo aquí, en la selva. DecirYucatán o Tabasco estos días, es decirviolencia y muerte. ¡Qué tiempos y quépaís! ¡Y qué desorden! Todo sonsublevaciones y revueltas. De blancos,de indios, de liberales, deconservadores, o de pejelagartos y

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cangrejos, que es como les llaman aquí.Nadie está conforme con su suerte ytodo disenso se resuelve a balazos.

—Y usted, ¿a cuáles prefiere? —preguntó Chico Andreu—. ¿A lospejelagartos o a los cangrejos?

—Ambos me gustan, pero sólo en lamesa —rió el holandés—. Soypolíticamente agnóstico. Liberalismo yconservadurismo han martirizado estepaís. Dicen que es la maldición de laMalinche, quien por cierto nació enestas orillas, pero vaya usted a saber.Me temo que no tenga arreglo hasta queaparezca por ahí un motzoc que lesponga a todos firmes.

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—¿Un qué? —preguntó Néstor.Hubo un largo silencio. Néstor y

Andreu esperaron a que el holandés lesexplicara las presuntas virtudes delmotzoc, pero, inesperadamente, Tom vanTolosa cambió el tema de la charla.

—Saben que estas cajas valen aquíuna fortuna, ¿verdad?

Andreu se hizo el desentendido.—Nunca oí hablar de ese bicho o

esa cosa —dijo, desviando de nuevo laplática.

El holandés dejó escapar lentamenteel humo por un pequeño intersticio desus labios. Era sólo una pose, pensóNéstor, una forma de provocar la

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reflexión, no tanto por el motzoc y susatributos, cuanto por los rifles queguardaban las cajas.

—Yo tampoco —dijo al fin—, hastaque lo escuché de labios de un cocinerochino, en Campeche. Este país es uncaos, decía. Se necesita un motzoc. Perono me daba más pistas. Una noche ledebí pillar de buenas y me contó lahistoria.

Con la curiosidad que unentomólogo podría mostrar ante uninsecto, Tom van Tolosa contempló elanillo rojizo del habano. Luego bajó lavoz y murmuró en tono confidencial:

—Puedo ofrecerles cincuenta mil

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dólares por esos rifles. Los he contado,sé lo que valen. Les ofrezco mucho másy les ahorro el riesgo.

—¿Qué riesgo? —preguntó Néstor.—El del río. Este es un lugar

peligroso. Dudo que puedan llegar conbien a su destino.

Néstor abrió la boca para decir algo,pero Chico se le adelantó. Laconversación se estaba volviendoincómoda y Andreu intentaba impedirque tomara el rumbo que el holandésproponía.

—Me llama la atención esa historia.¿Se la contó el chino completa?

—Oh, sí. De punta a cabo. Según el

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chinito, el pantano está poblado deserpientes y de aves. Y no es fácil ponerorden entre ellas. Las aves viven engrupos y son asustadizas y escandalosas.Tienen el cerebro muy pequeño, peroson rapaces, trepadoras, carnívoras y, amenudo, majaderas. Las serpientes, encambio, aunque no vuelen, son astutas.Han tenido esa fama desde el Génesis.Se arrastran sin hacer ruido, tienen unpoder hipnótico y asesinan en silencio.

Tom van Tolosa enriquecía suhistoria con gestos más exagerados de lonormal y enarcaba las cejas parasubrayar las connotaciones de unamoraleja implícita que sus visajes

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volvían más evidentes.—El chinito me contó que esa falta

de entendimiento entre animalesrastreros y volátiles es una maldición delos dioses. Pero el mayor problema esque ambas especies se odian y ésa es larazón del caos. Nada nuevo. Así es laselva. Millones de seres en guerra amuerte. Si no matan, no sobreviven. Elequilibrio natural sólo se alcanzamatando. La crueldad y el crimen,caballeros, son el rostro oculto de estaasombrosa belleza.

El holandés era un consumadocuentacuentos. Manejaba con destreza elarte de la narración oral y poseía la

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virtud de insuflar a sus palabras lamagia y la curiosidad necesarias paraatrapar a la gente en su cháchara.

—Muy a su pesar —continuó—,serpientes y aves llegan un día a laconclusión de que no pueden seguirviviendo en la anarquía. Y es entoncesque deciden acudir al motzoc para queponga orden en la selva. Hijo delarrepentimiento divino, el motzoc esalgo así como un reformador delpantano, un ser engendrado por losdioses con el fin de corregir los erroresde la Creación. Los dioses de estospagos son así, bastante más humildesque el nuestro. No tienen empacho en

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admitir que su Creación fue imperfectay, para corregir lo mal hecho, vienen ycrean el motzoc. No es un animal bonito.De lejos parece un quetzal, elegante,libre, soberano, pero de cerca es un sercon alas como la noche, ojos teñidos ensangre, pico de zope, dientes de jaguar,garras de águila arpía y alas de dragón.Vive escondido en los cenotes, esospozos que el agua ha escarbado en elsubsuelo de Yucatán y El Petén. Y tienela virtud de la paciencia. Sabe que undía le irán a rogar que ponga orden en elpantano y espera el tiempo que hagafalta sin salir de su pozo. Sólo cuando laembajada de pájaros y serpientes llega a

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pedirle auxilio, el motzoc abandona surefugio e inicia su tarea homicida.

Los ojos del holandés danzaban enla oscuridad, entre socarrones ydivertidos, al comprobar que sus dosescuchas entendían por dónde iba lafábula.

—Primero asesina a las serpientesconstrictoras, a las venenosas y a loscrótalos. Después estrangula a las avescarniceras, corta las patas a las rapacesy decapita a las chillonas. Y dedicadopor entero a su misión, ejecuta, rompe,mutila, desgaja, poda y no descansahasta que el orden y la paz retornan alpantano.

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Tom van Tolosa hizo una pausa ydijo con bribón retintín:

—No sé si me explico.Andreu hizo un gesto con el que

instaba al holandés a continuar.—Pero, ay, ninguna reforma se hace

sin resistencia. Buitres, gavilanes,águilas y otras especies rapaces que hanconseguido evadir el castigo del motzoc,se soliviantan. No están conformes conel nuevo statu quo. Y conspiran paraasesinar al bicho. Otro tanto hacen lasbarbamarías y las víboras, las cascabel,las mazacuatas y el resto del culebreroque ha logrado escapar de la represión.El motzoc manda en la selva, sí, pero su

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vida corre peligro. Pierde la seguridaden sí mismo y comienza a padecer demanías persecutorias. Ve enemigos entodos lados y teme que alguien le mate.Y antes de que lo maten, mata. Vigila laselva día y noche, atento a la menorvibración, al menor silbo, con las garrasy los dientes de por fuera. Y en cuantolocaliza a un sospechoso, lo ejecuta sindudar. El motzoc hace de la necesidadvirtud, y del poder, un imperativo moral.Ya no es reformar ni poner orden lo queimporta: el motzoc sólo quieresobrevivir al precio que sea.

El habano de Tom van Tolosa sehabía apagado y el holandés lo volvió a

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encender con parsimonia. Sacó unapetaca de licor, dio un sorbo, carraspeóy la volvió a meter en el bolsillo interiorde su blanca chaqueta.

—Con los días —continuó másanimado—, el motzoc se va quedandosolo. Las conspiraciones contra él seredoblan. Ahora no son sólo aves ysierpes. También se suman las ratas, loslagartos, las pirañas. Finalmente, ciertodía, un águila mercenaria, un zopiloterencoroso, algún jaguar mal comido,pilla al motzoc descuidado y le quita atraición la vida. La selva se hincha deeuforia. Todos corren a ver al monstruomuerto. Y entre todos lo hacen cuartos,

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lo devoran y después entierran sucabeza. Los caciques de los pájaros asícomo las serpientes más conspicuas sereúnen para deliberar sobre cómo viviren libertad de nuevo. No saben que elmotzoc es eterno, que se reconstituyebajo tierra y que, una vez vuelto a lavida, sale a la superficie y emigra aalgún siguán donde espera con pacienciaa que pájaros y serpientes se entreguenuna vez más a la anarquía. El motzocsabe que volverá a ocurrir, que rastrerasy rapaces no se entienden y que ambasse postrarán de nuevo a sus plantas paraque reinstale la paz y el orden en laselva. Y el ciclo se repite una y otra vez

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porque, según me decía el chinito, loprimero y más importante en laconvivencia humana no es la justicia nila libertad. Es el orden. Y aquí no haynadie que sea capaz de imponerlo.

Tom van Tolosa arrojó la punta delhabano al río, volvió a enseñar susblanquísimos dientes y en un tono másapagado y sibilino, murmuró:

—Estoy preparado para ofrecerleshasta sesenta mil.

Chico y Néstor se miraron de reojo,con gesto de haber hecho la mismacuenta. Era sencilla. Devolvían lostreinta mil que García Granados habíainvertido en las armas y se quedaban

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con los otros treinta. Quince mil paracada uno. Le contarían al general comoexcusa la «traición» de MaghnusDougall y su negativa a entregarles losrifles. Sólo tenían que pasar por el maltrago de explicar el fracaso de lamisión.

—Sería una operación muy sencilla—dijo atropelladamente el holandés, alnotar que ambos callaban—. Y nadiesabría de ella. Tengo amigos en laAduana Marítima de Villahermosa queno darían entrada a los rifles. ¿Qué medicen, caballeros?

Néstor y Chico no dijeron palabra.—Queda una hora de viaje —dijo

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confiado el holandés—. Esperaré ahí surespuesta.

Y esto diciendo, se incorporó de lascajas y se dirigió con paso de procer ala proa del transbordador.

Le despertó la sirena de un barcopesquero a su paso sobre el río y elchisporroteo de una fritanga que lellegaba desde algún lugar cercano a lahabitación donde había pasado la noche.

Se incorporó de la cama, se ciñó elcinturón con el revólver, se ató lapistolera al muslo y abandonó el cuartoen camisa.

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La Posada de las Ilusiones, como sellamaba el lugar, era un conjunto deranchos de madera y palma unidos porun corredor. Una densa vegetación desauces, bambúes, palmeras y naranjosrodeaba el albergue montado sobrepilotes para protegerlo del chagüitalsobre el que se alzaba. Tabasco, pensóNéstor, debía de ser el único lugar delmundo donde el agua abundaba más quela tierra.

Junto a la baranda descubrió unguacal de caoba que hacía las veces depalangana, una jarra de barro y un retazode algodón. Se lavoteó el rostro, pero nose lo secó. Prefirió prolongar la frescura

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del agua en el rostro y caminó hacia ellugar del que venía el borboteo delaceite.

Al pasar junto a la puerta vio a dosmujeres descalzas con trenzas a lacintura. Una de ellas torteaba maíz, laotra freía plátanos. Preguntó dóndepodía desayunar y le dijeron que al finaldel corredor.

Localizó a Chico Andreu sentadojunto a tres hombres. No los había vistoen el barco ni en Frontera, así quesupuso que eran las personas con las quedebían encontrarse en San Juan Bautistade Villahermosa.

—Les presento al licenciado

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Espinosa, mi asistente —dijo Andreu, alverle venir.

Ninguno de los tres respondió.Ninguno le dio la mano y los tres lemiraron con desconfianza. Sobre todo elque parecía llevar la voz cantante, unhombre de treinta y tantos años, pielcetrina, cuello robusto y barba muynegra. Andreu se lo presentó comoRufino. En cuanto a los otros dos, uno sellamaba Gregorio y era menudo y muyjoven. El otro respondía al nombre deAndrés, tenía el bigote caído a amboslados de la boca y un cuello muyestirado con una nuez prominente.

Néstor se sentó a la mesa y, al

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hacerlo, tropezó con algo. Miró al piso.Las patas del mueble estabansumergidas en guacales de madera conagua donde flotaban hormigas yzancudos.

Una de las cocineras le pusoenfrente una taza de cacao, plátanosfritos, tasajo con chayas y una tortilla decoco.

—Tenemos la carta de toleranciapara cruzar Tabasco y Chiapas —decíael tal Rufino con sequedad—. La heleído y no me fío. No es contundente niclara. La firma un ministro de Juárez,pero ésa no es ninguna garantía. Habráque viajar con precauciones, por aquello

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de las sorpresas. ¿Usted qué cree? —lepreguntó a Chico Andreu, colocándoleen el tórax la fusta que llevaba en lamano.

—Transportar armas por México noes fácil. Con permiso o sin permiso. Ymenos por un territorio tan enrevesadocomo éste.

La serena respuesta de Andreupareció sorprender a Rufino, y Néstortuvo la molesta impresión de que aqueltipo disfrutaba poniendo a la gente ensituaciones incómodas. De vez encuando, el desconocido le dirigía lamirada, pero, al nomás topar con la deNéstor, pasaba rápidamente de largo,

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dejando en el camino un brillo de maldisimulado rechazo.

—¿Cuántos rifles han traído? —dijoretirando la fusta.

—Unos trescientos.—Menos los que hayan vendido en

Nueva Orleans y en Frontera, ¿no?Néstor dejó de masticar plátanos

fritos, pero Andreu no pareció inmutarsepor la provocación ni por laamenazadora mirada de Rufino. SiNéstor conocía bien a Andreu, lagrosera insinuación le había ofendido,pero, a diferencia de la violentareacción que había experimentado frentea Dougall, miró tranquilamente al

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extraño y dijo:—Mal empezamos, señor. Pero, ya

que me pregunta, le respondo. Enrealidad no tenemos ningún rifle. Losvendimos ayer todos por sesenta mildólares.

Rufino palideció.—Es un chiste —dijo.—Sí, lo es. Pero bastante mejor que

el suyo.El extraño dejó escapar una sonrisa

forzada y le dio a Andreu una palmadaen el hombro.

—No se enfade, hombre. Sóloquería saber con qué clase de gentetrato.

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—Pues ya debería saberlo. Elgeneral no me confió esta misión debalde.

Rufino le devolvió un gesto huraño.Había querido mostrar un sentido delhumor que, a las claras, le era ajeno, yno parecía complacido con unarespuesta tan altanera.

—Esas armas son una tentación —dijo en voz baja—.

Tenemos que irnos de aquí cuantoantes. Esta misma noche, si es posible.Conoce el itinerario, ¿no es así?

—No, no lo conozco.—Iremos por el río hasta las

estribaciones de la sierra de Chiapas.

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Tengo contratados tres lanchones, y enun campamento oculto, cerca de Teapa,nos esperan una docena de indios y diezacémilas para subir los rifles hasta SanCristóbal de las Casas. García Granadosnos espera allí. Tardaremos en llegaruna semana o diez días. Eso si bien nosva. Hay patrullas militares, bandidos,indios alzados. Debemos darnos prisa yaperarnos de provisiones. ¿Tiene plata?

—Algo.—Deme toda la que tenga.Andreu guardó un largo silencio,

pero sin perder la mirada de Rufino.—Eso no se va a poder —dijo al fin.—Por lo que veo, no le han dicho

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quién es el que manda aquí —le espetóel otro en tono de reto.

—Sí, señor, sí lo sé —respondióAndreu—. Usted es quien manda aquí.Pero también sé quien manda sobreusted, así como todo aquello sobre loque no puede darme órdenes. Y deldinero que don Miguel me confió, soy yoquien habrá de rendirle cuentas, nousted.

Rufino golpeó la mesa con la fusta.Sus pequeños dientes mordían su labioinferior y los nudillos de sus manosestaban tan blancos como su camisa.

—Llevamos aquí más de quince días—gruñó—. He tenido que pagar por

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adelantado a los bogadores y al dueñode las lanchas y usted me dice que nopuede darme plata. ¿Qué clase derevolución es ésta que no cuenta con losreales necesarios para organizarse?

Andreu no se inmutó.—Dígame qué necesita y veré qué

puedo hacer.Rufino respiraba por la nariz con

fuerza, como un toro antes de embestir, yNéstor discurrió en ese momento que,además de amenazar y gustarle poner ala gente al borde de su resistenciaanímica, aquel hombre no sufría quenadie le llevara la contraria.

—¿Cuánto estima que pesa la carga?

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—preguntó con acritud.Andreu hizo cuentas en voz alta.

Sesenta libras cada caja de rifles, porcincuenta cajas, tres mil libras, más unasdos mil de munición, cuatrocientosuniformes, sables, cuchillos, machetes,hamacas, medicinas...

Rufino aguardó impaciente la cuenta,mirando a Chico como quien mira a unahormiga correr de allá para acá.

—Unas seis o siete mil libras —concluyó Andreu.

El hombre del gaznate y la gran nuezdio un silbido.

—Y todavía hay que comprar lazos,machetes, ponchos, arroz, maíz, frijol,

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tasajo, sal, galletas, hachas, azúcar,candelas. Va a hacer falta otra barcaza—se quejó.

—Nos repartiremos el trabajo —dijo Andreu—. Consíganse la barcaza yhagan la gestión en la Aduana Marítimapara salir esta noche. Les daré algo dedinero para eso. Del resto nosocuparemos nosotros —dijo Andreu.

—El subprefecto de San JuanBautista es amigo del general y nos haregalado un cañón con cien libras demetralla —dijo Gregorio—. ¿Quéhacemos con él?

—Desarmarlo y meterlo en unalancha, ¿qué otra? ¿Están listos los

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bogadores?—Sí, señor.—¿Es gente de fiar?—¿Usted qué cree? —interrumpió

Rufino con petulancia.Andreu se incorporó de la mesa y

dijo en tono afable.—¿Cómo le debo llamar? ¿Coronel,

capitán, mayor?—No tengo grado militar. Soy un

escribano público. Llámeme Rufino,sólo Rufino.

Néstor y Andreu dedicaron el restodel día a adquirir provisiones en las

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tiendas de Villahermosa, más que unavilla, una ciénaga aislada por dos ríos,el Grijalva y el Carrizal, y rodeada deuna selva impenetrable, teñida de unintenso verdor. Sus vecinos de Chiapasla llamaban la ciudad de las dosmentiras, porque no era villa ni erahermosa. Las calles estaban cubiertas dehierbajos, las casas eran muy pobres ysus más connotados edificios habíansido destruidos o dañados por elbombardeo de la Armada franco-anglo-española que había invadido Méxicoaños atrás. Vendedores de carbón,tortillas y chorote, una bebida hecha conmaíz hervido en agua, se movían con

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lentitud de un lugar a otro. Y todo ellugar transmitía una honda sensación deapagamiento y suciedad.

—Bilioso, el señor —comentóNéstor—. ¿Le conocía de antes?

—El general me habló en México deél. Fue un lugarteniente de Cruz, dequien se separó antes de que a donSerapio lo decapitaran. Siguió luegoguerreando por su cuenta y fracasó. Sequedó sin un centavo y se exilió aquí, enChiapas. El general le vino a ver enseptiembre. Mejor dicho, fue Dios quienle vino a ver, pues había abandonado lainsurgencia. Se ganaba la vida comoadministrador en la finca de un tal

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Miguel Topete y en su tiempo librevendía puros para jugar a los gallos, supasatiempo favorito.

—Si no ha sido capaz de levantaruna tropa, como Cruz, ni es siquieraoficial de milicias, ¿por qué lo eligió elgeneral?

—Es un guerrero. Un buen guerrero,aunque todo cuanto sabe de la guerra lohaya aprendido en el campo de batalla.Los conservadores lo tienen por unmontañés bárbaro y sanguinario que secomplace en el latrocinio, el crimen y elasalto a las haciendas. Pero conoce bienla montaña. Cada vaguada, cada caserío,cada cerro. Es el único que puede reunir

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la gente que necesitamos.—Ni siquiera se dignó saludarme.—No le cayó usted bien, de plano. Y

con razón. Mírese. Esas botasnuevecitas, esa pistolera repujada y sinusar, el revólver bruñido, la camisalimpia. Tiene usted toda la planta de unhombre de clase intermedia, como dicenlos jesuítas. Gente instruida y de ciudad,quiero decir. El en cambio es un hijo delpueblo, nacido en una aldea de SanMarcos.

—Estuve a punto de saltar cuandohizo alusión a la venta de las armas.

—Hizo bien en quedarse callado. Esun hombre de trato difícil. Una frase o

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una palabra inapropiada le puedenencender.

—Me di cuenta.—Por lo demás, es hombre serio.

Tiene esa fama. No toma licor ni tienemás vicios que el tabaco y las mujeres.Al parecer, tiene hijos regados por todaspartes. En la capital, en San Lorenzo, supueblo, en Malacatán, enQuetzaltenango.

—Es grosero y agresivo.—Debe disculparlo. No se sentía

bien esta mañana.—¿Cómo lo sabe?—Se veía muy pálido y, de vez en

cuando, se llevaba la mano a la frente,

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como si le doliera la cabeza. Debe depadecer la fiebre del trópico, pero,como es así de suyo, no lo dice.

Poco antes del mediodía, ya habíanadquirido buena parte de los víveres. Elcalor desmayaba sus cuerpos yempapaba sus camisas de sudor. YNéstor llegó a pensar que la canícula lehacía ver alucinaciones al reparar queun mismo rostro, el de un indio cuadradoy cejudo, lo mismo aparecía al voltearuna esquina que al salir de un almacén.

Concluida la tarea, entraron a unapulpería a refrescarse y fue allí dondeuna voz conocida les hizo voltear lacabeza.

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—¡Caray, caray! ¡Parece que fuerana alimentar un ejército!

Tom van Tolosa les sonreía con suaire de aristócrata del trópico, su bandade jaguar en el sombrero y su bastón debambú. Lucía menos atildado que en elbarco y no era ni de lejos el dandi que aNéstor le había parecido la nocheanterior. El holandés tenía aire demadrugada prematura o de nocturnidadsin agotar. En la zona de la braguetabrillaba una mancha de grasa y en elcuello de su camisa afloraba una pelusacolor gris. Traía la barba desordenada,los dedos sucios de nicotina y su alientodespedía el agrio efluvio del alcohol.

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—Vaya, vaya, el holandés errante —replicó Andreu sin mucho entusiasmo.

—¡Qué más quisiera yo! Mi vidasería más feliz, viajando de polo a polo,y no de pantano en pantano.

Levantó el bastón con gesto cortés.—¿Me permiten acompañarles?—Andamos con prisa, amigo, y

tenemos mucho qué hacer.—Serán sólo unos minutos.—Debemos irnos, señor...—He sido autorizado para hacerles

una última oferta —dijo, bajando la voz—. Setenta mil dólares. Sólo por lasarmas. El resto de las cosas lo puedenvender por su cuenta. Una ganancia extra

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que les podría venir muy bien.—¿De dónde saca usted tanto

dinero? —preguntó Néstor, medio enserio, medio en broma.

—¿Y eso qué puede importar? Eldinero no tiene padre ni madre.

—Vamos a suponer que aceptamossu oferta. ¿Cómo nos la piensa abonar?—dijo Néstor.

—Con un pagaré de cobroinmediato.

—¿Para cobrar aquí, en Nueva York,en Nueva Orleans?

—Donde ustedes digan.—Hay un problema, don Tomás —

terció Andreu—. Mejor dicho, hay dos.

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Si cobramos aquí el pagaré, ¿qué vamosa hacer con tanta plata en la bolsa y enun país tan inseguro como éste? Quiénquita que a la salida del banco no nosdesplumen.

—¿Y cuál es el otro problema?—Que no le conocemos a usted de

nada—replicó Néstor con sorna— y queel pagaré puede ser falso.

—Tengo amigos aquí y en Ciudad deMéxico. Ellos garantizarían eldesembolso donde ustedes digan.

—Y de qué especie son sus amigos,¿pejelagartos o cangrejos?

—El dinero no conoce de idearios.—Si no quiere responderme a eso,

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dígame al menos de dónde son. ¿DeYucatán, de Tabasco?... ¿De Guatemala?

El holandés se detuvo en mitad de lacalle. Había dejado de sonreír.

—Se lo dijimos anoche, señor —concluyó Andreu—. Las armas no estánen venta.

Tom van Tolosa se colocó el habanoentre los dientes.

—Se van a arrepentir —dijo, conrisa forzada.

Por el tono del holandés, Néstorconcluyó que la frase era más unaamenaza que el epílogo de una frustradanegociación.

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6. El río y la sierra

Aquella noche, una inesperadatormenta se abatió sobre San JuanBautista de Villahermosa. La lluviamartilleaba las maderas del muelle de laAduana y hería los torsos desnudos delos bogadores que introducían las cajasde rifles, los bultos y el bastimento enlos lanchones. La mayoría eran jóvenesde brazos musculosos que se afanabanen repartir la carga en las frágilesembarcaciones de unas quince varas de

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largo por dos de ancho, protegidas en elcentro por una techumbre de palma. Elrío parecía hervir y el muelle se habíaconvertido en un escenario de sombrasque los relámpagos iluminaban conazulados fulgores.

Poco a poco, el aguacero fuecediendo y cuando al fin se volvióllovizna, la pequeña expedición —uncayuco explorador delante, otro a lazaga y tres lanchones en medio— iniciósu deriva sobre el río henchido por latormenta. Los bogadores en la proa y lapopa de cada lanchón hundieron suspértigas en el fondo del río, colocaronlas puntas a la altura del pecho y dieron

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un primer envión. Los hombres bajo elsombrajo de palma palearon con losremos cortos y las embarcacionescomenzaron a moverse río arriba,acompasadas por los apagados gemidosde bogadores y remeros.

Néstor Espinosa se despojó de lacamisa. Enjugó con las manos su rostroy sus cabellos húmedos y extendió laprenda sobre las cajas de rifles.

—No sea bruto, póngase la camisa—le ordenó Rufino—. ¿Cuál cree que esel mayor peligro de la selva, ¿i-cenciadoi —dijo en un tono con el queparecía resentir el hecho de que Néstorlo fuese—. Dígame uno. ¿Las serpientes,

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los caimanes, las fieras? No, señor. Elmayor peligro de la selva son losanimales pequeños: las arañas, losescorpiones, las abejas silvestres, lasavispas, los zancudos. Así que mejorharía en taparse.

Recogió Néstor la camisa condesgana y se quedó mirando de hito enhito al guerrillero.

—No deje nunca la piel aldescubierto —le espetó Rufino, como sise tratara de una letanía—. Métase lospantalones dentro de las botas. Nunca sesuba las mangas. No se le ocurradescalzarse. Mantenga la camisaabrochada. Siempre, ¿me oye?, a toda

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hora.Néstor aceptó en silencio la

reprimenda y volvió la mirada a lajungla, especie de bestia dormida queparecía acechar el paso de aquel extrañocortejo. El río era el camino. Navegabansin referencias por un territorio cuyacartografía desconocían y perder el ríoera perder el norte. Había que dejarseconducir por los límites de su cauce, porsus bordes, sus ribazos. Néstorobservaba las orillas, inquieto y tenso.La selva parecía estar no sólo al acecho,sino también a la defensiva, dispuesta aproteger su virginidad con uñas ydientes. La vida, pensó, debió de haber

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empezado en un lugar así, en una junglatersa y viva, tal y como la veía él ahora.Cada ave, cada insecto, cada troncocaído, cada serpiente escondida bajo elhumus y las hojas, estaban allí sin dudadesde el principio del tiempo.

Miró el reloj. La una de lamadrugada. Quería dormir, pero laansiedad se lo impedía. Y paradistraerse cerró los ojos y buscó elrostro de Clara. Sus facciones sonreían.Clara era la alegría encarnada. Y nohabía nada que hiciera tan feliz a unhombre como la alegría de una mujer.Imaginó que ésa debió de haber sido suexpresión al recibir la carta firmada con

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el nombre de Segismundo Salmón, unapodo que le venía al dedo ahora queremontaba la corriente, y entendía mejorla hazaña de aquellos valerosos peces aldesplazarse río arriba.

Para evitar cruzarse con extraños, lacaravana tomaba a veces algún ramalparalelo. Las lanchas penetraban enoscuros túneles de vegetación queinvadían el cauce y estrechaban el pasode la comitiva. En otros tramos del río,la corriente se volvía un remanso cuyaaparente serenidad impedía ver lastraicioneras corrientes que se movíanbajo las lanchas. En momentos así,Néstor extraía el revólver y con la

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mirada fija en aquella celosíaimpenetrable, aquella bóveda oscura yhostil que entoldaba el curso del río yobligaba a los expedicionarios a pasaragachados bajo la fronda.

Al llegar a Torno Largo, una curvadel Grijalva que parecía no tener fin,apareció una bruma blancuzca y vorazque flotaba sobre el río como unfantasma. Y allí fue preciso detenerse yanclar en la orilla hasta el amanecer.

Reanudaron la marcha cuando lasprimeras luces del día comenzaban amostrar los desnudos ribazos del río y el

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pasmoso espectáculo de unainterminable sabana salpicada deesteros y lagunas, en cuyas orillas seaburrían millares de impávidas garzas.Las riberas del Grijalva mostraban elefecto devastador del invierno: áreas sinvegetación, árboles arrumbados en lasorillas o atascados en el centro delcauce.

A la mitad de un meandro, aparecióuna playa del color de la panza de unmulo más allá de la cual crecía unespeso matorral al que daba sombra unalarga fila de macuili-ses y flamboyanes.El aluvión traído desde las montañasdurante el invierno había estrechado el

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paso del río y, tendido de través, yacíaun frondoso guayacán que la crecidahabía arrancado de cuajo.

Uno de los hombres que iba en ellanchón de vanguardia se volvió a lasdemás embarcaciones e hizo señas paraque el convoy se detuviese. Rufinoordenó arrimar los lanchones al bancalde arena, mientras los del cayuco seacercaban al árbol caído para trocearlocon machetes y hachas.

De las orillas fluía un raro sosiego.Las riberas parecían inanimadas, comosi la vida hubiese huido de ellas. YNéstor experimentó una vez más eldesagradable pálpito de la premonición.

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Aquel silencio no era normal a una horaen que las aves anunciaban la llegada dela luz y quiso comentárselo a Rufino,pero cuando se volvió para hablarle,notó que el guerrillero temblaba.

—Me viene la calentura —dijo,como quien anuncia el día—. Voy arecostarme un rato.

Rufino se refugió bajo la techumbreque protegía el centro de la lancha, setumbó en el sollado y se tapó con unacobija. Néstor se volvió a la segundaembarcación, a cuyo cargo estabaAndrés, el cuellilargo, y agitó los brazosen señal de alarma. Pero la respuestadel lugarteniente de Rufino fue un gesto

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con el que venía a decir algo así comono se preocupe, déjelo tranquilo.

Uno de los bogadores comentó:—Es la fiebre. En un rato estará

bien.Néstor no sabía gran cosa de aquella

dolencia que enfebrecía a las personasen los trópicos. Sólo que se daba enlugares pantanosos, que en Italia seachacaba a un mal aire o mal aria y quese trataba con quinina. Rufino lapadecía, sin duda y, por conocerla bien,le había ordenado a Néstor que seprotegiera la piel al salir de San JuanBautista.

Recordó entonces unas ampollas que

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Andreu había adquirido en Nueva Yorky, con el cuchillo de monte, empezó adesgarrar el fardo donde venían losvendajes y los medicamentos, pero nopudo llegar a la quinina. De improviso,las ramas del árbol caído empezaron aescupir fuego. Uno de los hombres queiba en el cayuco de vanguardia se dobló.Otro cayó de espaldas con un balazo enel vientre. El tercero se arrojó al agua ynadó hacia la primera lancha, justocuando un fuerte crujido delataba lacaída de un enorme sauce tras el cayucode cola.

Los lanchones empezaron aretroceder hasta quedar enredados unos

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con otros en el limitado espacio que losárboles marcaban sobre el agua. Laexpedición estaba trabada entre ambos yel ribazo más cercano era inaccesible,salvo que se nadara hasta él.

Por entre las ramas del sauce reciéncaído varias carabinas abrieron fuegocontra los lanchones, en tanto que de losmatorrales situados más allá del bancode arena surgía un tercer eje de fuegomás nutrido.

En instantes, el meandro se volvióun infierno donde las balas zumbabancomo tábanos, se estrellaban consiniestros chasquidos en las cajas derifles y en los sombrajos de los

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lanchones o emitían un silbido aterradorcuando penetraban en el agua.

Empujado por la corriente, el primercayuco se deslizó hasta la lancha dondeiban Néstor y Rufino, topó con la proade ésta y quedó inmóvil. El lanchón deAndreu y Gregorio se movió hacia laorilla y encalló en la arena, a unoscincuenta metros de los salteadores quedisparaban desde los arbustos. Y laembarcación de Andrés, el cuellilargo,quedó atrapada e inmóvil entre elprimero y el tercer lanchón.

Néstor estaba paralizado. Sentía lasmanos y la frente frías y un agujero en elestómago por el que penetraban, uno a

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uno, los estampidos de las armas. Eraincapaz de pensar y no podía enderezarel rictus que le deformaba la boca.

—¡No se quede ahí como un loro deluto! ¡Haga algo, licenciado! —le gritóRufino, con desdén, antes de morder conrabia un cartucho—. ¿Para qué quiere, sino, esa babosada que lleva al cinto?

El guerrillero había echado mano desu carabina y devolvía el fuego a lossalteadores, si bien con escaso acierto,pues el pulso le temblaba a causa de losescalofríos.

Néstor le devolvió un gesto deimpotencia. Ni siquiera podía ponerseen pie. Una fuerza superior le aplastaba

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contra el sollado de la lancha y ningúnesfuerzo de la voluntad era capaz demoverle una pulgada, ni siquiera paradesenfundar el revólver.

—¡Dispare, carajo! ¡Dispare,aunque sea a los mosquitos!

Fue la rabia, más que el valor, loque finalmente le impulsó a moverse. Searrastró sobre el piso del lanchón, llegóal tenderete de palma, donde se apilabanlas cajas de los Remington, violentó conel cuchillo de monte la tapa de una deellas y sacó de su interior un rifle. Abrióun fardo de yute y extrajo un paquete demunición. Se parapetó tras las cajas ycargó el arma. Tomó aire, o mejor dicho,

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intentó hacerlo, pues la respiración se leencabalgaba en el pecho y no la podíagobernar. Dirigió la mira al ramaje delárbol delantero donde había detectadorastros de humo. Apuntó con rapidez ydisparó.

El salteador cayó al agua como unfardo.

Oyó un silbido cerca, luego unchasquido. Una bala se había alojado enel bordo del lanchón, a la altura de subrazo derecho. Apuntó de nuevo hacia ellugar de donde había venido el proyectilc hizo fuego. Un segundo francotiradorse precipitó del árbol, abatido por eldisparo, pero nunca llegó al agua. Su

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cadáver quedó colgado de una rama enposición grotesca.

Rufino no daba crédito a sus ojos. Elpulso de Néstor y la rapidez del arma letenían sorprendido, y en su fuero internodebió de pensar que acaso ellicenciadito no fuera lo que aparentabaser. No había visto a nadie disparar contanta velocidad y tanto acierto. Nisiquiera él, que estaba acostumbrado alos rigores del combate y sabía que elmejor tirador perdía en el campo lamitad de su eficacia, si no toda, como leocurría en ese momento a él, ya que,fuese por la distancia, fuese por lacalentura, apenas había hecho fuego un

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par de veces.Néstor aguardó agazapado unos

instantes, receloso de que hubiese untercer tirador, pero no detectó en elárbol señal ninguna de vida. Se puso depie sin decir palabra, extrajo de la cajaotro Remington y un paquete demuniciones y corrió al extremo de laembarcación, pisoteando los cuerpos delos bogadores. Aquellos hombresnervudos y fornidos, de rostrosangulosos y con aspecto de antiguosguerreros, yacían en el fondo de laembarcación trémulos y con las manosen la cabeza.

De un salto, aterrizó en el segundo

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lanchón y, haciendo equilibrios a causade los vaivenes, corrió hacia eltenderete de palma. Se deslizó pordebajo, alcanzó la popa y, de otrobrinco, fue a caer en el piso del lanchónencallado en el arenal.

Andrés, Gregorio y Chico Andreu sehabían refugiado allí y, usando laembarcación como parapeto, repelían elfuego de los asaltantes que disparabandesde los arbustos. Néstor arrojó aAndreu uno de los rifles y una caja deparque y ambos volvieron sus armashacia el sauce caído que cerraba el pasode la expedición por retaguardia.

Atrapado entre las ramas del árbol,

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el cayuco de cola no daba señales devida y Néstor supuso que sus tripulanteshabían sufrido el mismo destino que losdel bote de cabeza. Buscó alguna señalque delatara el lugar donde pudieranesconderse los tiradores ocultos en elsauce y, mientras miraba, descubrió queya no tenía el agujero en el estómago. Elsudor se había evaporado de sus manosy un calor agradable le corría desde elpecho hacia los dedos.

—Ayude a Goyo y Andrés. Yo meencargo de los del árbol —le dijo aAndreu.

Se quitó el sombrero y, moviéndolomuy despacio, lo fue deslizando por el

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bordo del lanchón. Escuchó dosestampidos. Un puñado de astillas volósobre su cabeza y la de Andreu.

De un salto se puso en pie, se llevóel rifle a la cara y disparó dos veces.Los salteadores cayeron heridos demuerte y sus cuerpos quedaron flotandoen el agua, inmóviles.

Siguiendo la misma ruta de Néstor,Rufino llegó dando saltos al lanchóntrabado en la orilla. Todavía temblabapor la fiebre, pero su rostro mostrabauna determinación airada. Se arrojósobre el bordo de la lancha y desde allícomenzó a devolver el fuego que veníadel arenal.

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Néstor y Andreu disparaban sinpausa, ante las miradas atónitas de losguerrilleros. Debían de verse ridículoscada vez que tenían que morder elcartucho de papel y ejecutar la complejaoperación de cargar las carabinas ydisparar, mientras los dos principiantesgeneraban una potencia de fuego para lacual hubieran sido necesarios veintehombres.

A un punto, las armas de lossalteadores cesaron de disparar y en elrío se produjo un largo silencio.

Alguien entre los arbustos gritó:—¡No tienen escape! ¡Entreguen la

carga y les dejaremos ir sanos y salvos!

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Néstor y Andreu se miraronsorprendidos. La voz tenía un remotoacento extranjero.

—Ese hijo de su madre —murmuróAndreu, indignado.

—No tardarán en dejarse venir —dijo Rufino.

—¿A la carga? —preguntó Andreu,sorprendido.

—Y con todo lo que tengan.—¿Qué posibilidades tenemos?—Muy pocas. Tengan a mano los

cuchillos de monte. Usted también,licenciado —dijo sin mirar a Néstor—.Al fin va a poder estrenar esa bellezaque lleva sujeta al cincho.

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Pero Néstor no prestaba atención alo que Rufino decía. Sin tenerconciencia cabal de lo que acababa dehacer, su mente estaba ocupada en lascuatro vidas que había segado, pero nise sentía culpable ni percibía en su fuerointerno el menor cargo de conciencia. Yeso le tenía confuso. Nunca habíaimaginado que fuera tan fácil matar a unhombre. Combatir con fuego vivo no eramuy diferente a tirar a los patos deBergen County. Bastaba apuntar, tirardel gatillo y al infierno con quien sepusiera enfrente. Joaquín tenía razón,también Mclnnery. La naturalezaimponía el derecho a defenderse. Pero

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lo que le tenía en verdad perplejo era laebriedad que sentía, la euforia quecorría por su cuerpo y que no le permitíapensar en otra cosa que en tener a algunode aquellos tipos a tiro para cazarlocomo un pato.

No tuvo que esperar mucho tiempo.De pronto, una turba de tiposdesharrapados y greñudos, ataviadoscon casacas percudidas, calzonesblancos y camisas de dril, tocados contricornios deshilacliados y sombreros degrandes alas, medallas y escapularios alpecho, armados de revólveres,carabinas, machetes y lanzas, surgió delos matorrales e invadió ululando el

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arenal. No serían más de treinta, pero sugriterío daba pavor. La arena y losguijarros calcinados por el soldificultaban su carrera, pues la mayoríaiban descalzos, pero Néstor calculó queentre él y Chico sólo podrían hacer másde cinco o seis disparos cada uno antesde que la chusma alcanzara el lanchón.

Empezó a disparar contra aquellapesadilla a la par de Andreu, al tiempoque Rufino, Andrés y Gregoriodescargaban sus carabinas de pistón.Dos melenudos cayeron al arenal, unocon la cabeza perforada, otro echandosangre por la boca. Aún así, la turba nose detuvo. Y sin dejar de dar aullidos,

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siguió corriendo hacia la embarcación.Una ronda de disparos derribó a

otros dos piratas, pero la horda se veíacada vez más cerca.

Estarían a unos veinte metros de lalancha, cuando Rufino dio a Andrés y aGregorio la orden de arrojar lascarabinas y desenfundar los revólveres.

Los tres hombres se pusieron en piey, desafiando el fuego que venía de ladesordenada carga, comenzaron adisparar.

El efecto fue devastador. En ladistancia corta, los guerrillerosmanejaban el revólver como si fueranrifles de precisión. Cayeron otros cuatro

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greñudos y, sorprendidos acaso por larepentina y sorpresiva potencia defuego, el resto de los asaltantes optó pordar media vuelta y huir hacia losarbustos entre una espesa humazón.

Néstor reparó entonces que por entrela vegetación se movía con rapidez lafigura de un hombre vestido de blanco yse echó el rifle a la cara. Persiguiódurante un par de segundos la manchamóvil y disparó.

El hombre cayó abatido y durantealgunos segundos no se oyó en el arenalotra cosa que el canto de las chicharras.

—Ah la gran... —dijo Andrés,admirado.

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—Se han ido —comentó Gregorio.—Quédense aquí y no se muevan —

ordenó Rufino—. Andrés, véngaseconmigo.

Los dos hombres revisaron loscuerpos tendidos en el arenal. Ningunoal parecer estaba vivo. Batieron despuéslos arbustos, inspeccionaron el entorno yregresaron al rato.

Los salteadores, en efecto, habíanhuido.

—Atraquen los lanchones en elarenal y que los descargue esa gente —dijo Rufino, señalando a los bogadores.

Se envolvió de nuevo en la chamarray, al reparar en la expresión inquieta de

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Andreu, le dijo con tranquilidad:—Soy hombre de tierra fría.

Contraje la fiebre hace un tiempo y,cuando bajo a la selva, como que sealborota.

Luego, dirigiéndose a Néstor,preguntó:

—Dígame, licenciado, ¿dóndeaprendió usted a apuntar así?

Tenía una ceja fruncida, los ojosbrillantes y su voz rezumaba el apremiode quien desea obtener una respuestainmediata.

Con un histrionismo que tenía casiolvidado, Néstor respondió.

—En la escuela, señor escribano.

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Nunca le dejaba nada a la memoria: loapuntaba todo.

Rufino endureció las facciones y,colocando el índice de la manoizquierda una pulgada debajo del mentónde Néstor, le espetó:

—¡No se haga el gracioso conmigo yresponda! ¿Dónde aprendió a dispararasí?

La tensión entre ambos hombres noparecía encontrar salida, cuando de losmatorrales cercanos a la playa surgió unquejido. Rufino se movió rápidamentehacia el lugar. Néstor le siguió a lacarrera, pero, antes de llegar al sitio dedonde había partido el lamento,

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descubrió, tirada en la arena, una prendaque le era conocida: un sombrero dejipijapa con cinta de piel de jaguar.

Alzó el sombrero del suelo y, alincorporarse, vio que Rufino apuntaba alherido con un revólver.

—¡No haga eso, no haga eso!—legritó.

Se oyó un estampido y el cuerpo delsalteador dio un ligero brinco y quedóinmóvil.

Rufino se vino hacia Néstor ycuando estuvo a su altura le dijo con lamisma cólera de un minuto antes:

—No se atreva nunca a darme unaorden. ¿Me oye? ¡Nunca!

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Néstor tenía el estómago revuelto.Una cosa era entender que su vida eramás importante que la piedad porquienes se la deseaban quitar y otrarematar a un herido. Tom van Tolosapodía ser un tipo rastrero, como lasserpientes de su fábula, pero no merecíauna muerte así.

Dirigió una mirada al cadáver delholandés, movió la cabeza y dijo:

—Lástima.Rufino se revolvió blandiendo el

revólver y temblando más, acaso, por laira que por la fiebre.

—¿Lástima de qué, licenciado?Néstor dijo con sonrisa resignada:

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—Qué difícil es entenderse conusted.

—Conmigo se entiende cualquiera,menos los chancles engreídos como loes su señoría.

Andreu se metió entre ambos.—Lo que el licenciado quiere decir

es que el holandés nos podía haberproporcionado una información muyvaliosa.

—El holandés, ¿qué holandés?¿Cómo sabe que es holandés?

—Nos abordó cuando veníamos deFrontera y trató de comprarnos lasarmas. Lo volvió a intentar en Villaher-mosa. No pudo quedarse con los rifles

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por las buenas y quiso hacerlo por lasmalas. Ahora no podremos saber ennombre de quién actuaba.

En el rostro de Rufino se dibujó eldesconcierto, pero se resistía a aceptarque había cometido un error.

—¿Y cómo supo que salíamosanoche de Villahermosa y queviajábamos por el río?

—Lo ignoro. Pero el licenciadopiensa, como yo, que este fulano bienpodía ser un agente de Cerna. Para elGobierno es mejor negocio comprar losrifles que librar una guerra contra ellos,¿comprende?

Chico Andreu dirigió una mirada a

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la imponente Sierra de los Zoques cuyasdesiguales y azuladas crestas seperfilaban en la lejanía.

—En pocas horas, el gobernador deTabasco sabrá lo que ha ocurrido aquí—dijo, señalando a los cadáveres— ymandará gente tras nosotros. Se acabó elpermiso de paso y, si nos encuentran,acabaremos en la cárcel. Con todo y lasarmas.

Néstor presumió que Rufino era lobastante inteligente como para darsecuenta de lo que Andreu acababa desugerir. La información sobre lapresencia de los rifles había corrido yaseguramente, no sólo por Tabasco y

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Chiapas, sino al otro lado de la frontera,un peligro inesperado que complicaba elesfuerzo que suponía subir las armasdesde e’1 nivel del mar hasta SanCristóbal de las Casas, a casi dos milmetros de altitud.

Rufino entresacó una piedra de laarena y, haciendo un violento escorzo, laarrojó al río. El guijarro se fuerebotando sobre la superficie del agua yse hundió en la corriente.

— Goyo —dijo, sin dejar de mirarel río—, ocúpese de enterrar a losmuertos. Y usted Andrés, envíe unenlace al campamento para que venganlos arrieros y los cargadores. Tenemos

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que organizar la marcha a pie e irnos deaquí cuanto antes. No podemos seguirpor el río. El nivel del agua ha bajado ycada vez hay más piedras. Apúrense.

Terció la carabina a la espalda y seencaminó hacia los lanchones. Al pasarjunto a Néstor le dedicó un vistazofugaz.

—Cuide el raspón de ese brazo.Néstor se miró, sorprendido. No

estaba consciente de la herida, pero sesentía gratificado. Por primera vez,Rufino se había dirigido a él con unainesperada muestra de cordialidad.

Chico Andreu movía la cabeza ymurmuraba:

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—No estaremos seguros en ningunaparte hasta que lleguemos a la fronterade Guatemala... si es que llegamos.

Partieron hacia Pichucalco lamadrugada del otro día, siguiendo laruta de los conquistadores, los frailes ylos viajeros que durante siglos habíanascendido por caminos de mulas haciael lejano y montañoso Reino deGuatemala. Los arrieros, bogadores deaquel tobogán que iba dejando a un ladoy abajo la llanura de Teapa, marcaban elritmo y el rumbo por entre las jorobasdel monte. Más austeros que los del río,

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avezados a las trochas y a las veredasde la región, conducían el tren de mulascon pericia por las agotadoraspendientes, en especial la de Tapilula,de la que un fraile había escrito que, enciertos tramos, había que subirla a gatas.

La sierra se acercaba con rapidez yel aire, más fresco y sutil, traíafragancias a resinas y hojarasca. Laselva caliente y húmeda se ibatransformando poco a poco en un bosquede elevados árboles por cuyo palioenramado apenas entraba la luz. A cadapoco aparecían cascadas y riachuelos deaguas cristalinas. Cambiaba a ojosvistas la flora y el aire se volvía más

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liviano. Laderas escarpadas, profundosprecipicios y una espesa maraña deenredaderas y arbustos cerraban amenudo el paso a la expedición. Detrásde cada cresta hallaban otra más alta yel premio de coronar una pendiente erala aparición de otra más abrupta.

El único que parecía feliz eraRufino. El monte era sin duda su hábitat.Seguía tomando quinina, pero revivía alos ojos de todos, lo mismo que ChicoAndreu en Nueva York. La debilidad lehabía obligado los primeros días acabalgar en mula, pero ahora caminabacomo los demás, sobre el lecho de hojasy pino que alfombraba la arboleda.

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Dirigía la expedición fusta en mano,la cual descargaba ora en un árbol, oraen las nalgas de algún indio, ora en lasancas de una mula. Gregorio y Andrés leseguían a toda hora, como si los llevaraatados a un tobillo, y les hacía contardos veces al día las mulas, las cajas ylos bultos. No permitía la suciedad ni secansaba de dar instrucciones. Exigía quetodos se lavaran a diario en riachuelos yfuentes para prevenir hinchazones ysarpullidos. Y antes de partir cadamañana, les obligaba a sacudir su ropa ysus cobijas para librarse de arañas,hormigas león o alacranes que sehubiesen escondido en los pliegues

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durante la noche. Era como un padregruñón. Observaba a los que mostrabandebilidad en el ascenso y, aunque no loscompadecía, no forzaba la marcha de lacolumna. Sabía de qué árbol había queextraer la corteza para hervirla y calmarun intestino insurgente o en qué lugar deeste arroyo se ocultaban dos cangrejos.Descansar bien en la montaña, decía, eratan importante como caminarla bien. Ycontar con tiempo para hacer el vivacantes de que cayera el sol,imprescindible. Planeaba con losarrieros el trayecto de la jornada, a finde llegar a un lugar seguro antes de queles sorprendiera la noche. Observaba

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con avidez las nubes y en sus bucles ysus vetas, en su altura y sus colores,anticipaba un día soleado o de lluviacon certeza inaudita.

Rufino tenía miedo y tenía prisa.Prisa por llegar a San Cristóbal en lafecha que le había señalado el general.Y miedo a que la carta de toleranciaextendida por Benito Juárez para cruzarel país hasta la frontera con Guatemalano tuviese la fuerza suficiente como paraconvencer a las autoridades locales.

Su energía parecía crecer, sinembargo, a medida que decrecía la delos demás y sólo descansaba durante laspocas horas que se entregaba al sueño.

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Extendía una estera en un lugar limpiodel bosque, quemaba una cáscara decoco para ahuyentar a los zancudos,cada vez menos numerosos, pero en todocaso al acecho, y se envolvía en elcalicó lo mismo que una crisálida.

Seis días después de haber dejadoVillahermosa, las pendientes se fueronhaciendo más accesibles y, pasadoPuerto Caté, muy cerca deSolistahuacán, las jornadas sevolvieron, si no holgadas, llevaderas.

Una tarde, cerca de Oventic,hallaron un espectacular nacimiento de

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agua. Oscurecía con rapidez y había quehacer la acampada con tiempo. Rufinoordenó hacer el vivac a un cuarto delegua del venero, en un hermoso pinar.Las fuentes no eran seguras para pasar lanoche, debido al probable paso deanimales y personas.

Néstor aprovechó la ocasión paradarse un baño bajo la espectacularcabellera de agua y regresó al vivacpoco antes del ocaso. En torno al fuego,haciendo corro, estaban Chico Andreu,Andrés y Gregorio. Comían en silencio.La niebla empezaba a descender de lospinos y a posarse en los arbustos.

Rufino llegó con una brazada de

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leña. Se veía feliz, como el resto.Estaban a punto de coronar una arduasubida que había puesto en juego susmaltrechas energías y él, en loparticular, mostraba un talante másrazonable o en todo caso menosirascible.

Les informó que se encontraban apocas leguas de San Cristóbal de LasCasas. El general, varios amigos y lagente apalabrada para formar la tropainvasora les esperaban allí. De SanCristóbal marcharían a Comitán, cercade la frontera, y después a una fincaprivada donde recibirían entrenamientomilitar. Así y todo, les advirtió, aquél

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era el momento más peligroso de lamarcha. San Juan Cha-mula, pueblo deindios que se había rebelado contra SanCristóbal de Las Casas, que era pueblode blancos, estaba cerca. Había habidoallí, dos años antes, una guerra de castasy varias masacres, de indios y deblancos por igual. Y aún pululabangrupos de tzotziles rebeldes quebuscaban con desesperación armas yalimentos.

Néstor observó el rostro de Rufinoenrojecido por el sol de la sierra y aquelgesto de seguridad en sí mismo querondaba a menudo la arrogancia. Era sumayor debilidad, la incontinencia en

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mostrar sus sentimientos. Bastaba conmirarle a los ojos para adivinar suestado de ánimo. Pero su talante eraahora, o parecía ser, el de un hombresatisfecho de sí mismo.

Rufino extendió el petate, se enrollóen el calicó y selló la plática con unbuenas noches, un saludo a medias, puestodos sabían que estaría en pie de nuevotres o cuatro horas más tarde.

Néstor no los alcanzó a oír cuandollegaron. Sólo sintió un fuerte golpe enlas costillas que le encogió como unalombriz y, luego, varios culatazos en laespalda y en las piernas. El fuego sehabía consumido, la niebla devoraba el

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bosque y lo único que alcanzó acolumbrar fue una manada de sombrasque se precipitaba en el vivac dandogritos y golpeando a diestra y siniestra.El resto sólo fueron gemidos, gritos dedolor, batir de arbustos, bufidos demulas, voces de mando.

Le pusieron de pie y le ataron lasmanos a la espalda. Otro culatazo leobligó a caminar. Las ramas de losmatorrales le azotaban el rostro ymarchaba inclinado debido al dolor quealguien volvía a encender con cadanuevo golpe y un «¡apúrate, cabrón!» envoz baja.

Durante un par de horas perdió por

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completo la noción del tiempo y elespacio, y no la recuperó hasta que elalba sorprendió a la columna en lasgoteras de un pueblo. La niebla no sehabía levantado aún, pero a pocos pasosde él pudo distinguir hombres armadosde uniforme, a Rufino, a Andreu, a losindios costaleros y a los arrieros queconducían las mulas.

Una legua adelante alcanzó a divisarun cerro y, en la cima de éste, unaiglesia. Supuso que era San Cristóbal.

Le condujeron a un edificio encaladocon aspecto de prisión. Uno de lossoldados sacó un manojo de llaves yabrió tres puertas. Rufino, quien alegaba

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tener permiso de Benito Juárez paracruzar el territorio mexicano con lasarmas, recibió un culatazo en un hombroque le dejó boquiabierto.

El soldado les desató las manos, lesordenó quitarse las botas y empujó aNéstor y a Rufino al interior de uno delos calabozos, un cuarto desnudo yhúmedo con dos bancos de piedra.

Néstor probó a echarse sobre uno deaquellos sarcófagos, pero se enderezócon un quejido. No podía estar enposición horizontal a causa del dolor enel costado.

Encogió las piernas y apoyó laespalda en la pared. El frío y la

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humedad de la argamasa le confortaron.Se abrazó a las piernas, apoyó la frenteen las rodillas y en esa posición trató deencontrar alivio.

Rufino iba de un lado a otro de lacelda, alegaba en voz alta y proferíapalabrotas.

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7. Valle de la Ermita,Altos de Chiapas

«Cuando supimos por doña Cristinade García Granados que los rebeldeshabían llegado a la frontera, pero que elgobernador de Chiapas les habíaconfiscado las armas y les había metidoen la cárcel, la tía se descompuso. Medijo que aquello le olía a cuernoquemado y que tenía toda la pinta deacabar como la revolución de Cruz.

»Por aquellos días, yo había leído

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un librito que me impresionó muchísimo(en realidad no era un libro, sino cincocartas encuadernadas que me habíatraído Joaquín). Habían sido escritaspor una monja portuguesa, llamadaMariana Alcoforado. Al igual quemuchas niñas de nuestro país, Marianahabía sido encerrada en un conventocuando tenía once años. Seducida por uncapitán de caballería francés, éste habíaprometido regresar un día para casarsecon ella, pero, como ocurre en tantoscasos parecidos, Mariana no volvió asaber de su amante.

»Esa noche no pude dormir. Depronto habían vuelto las dudas, la

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inquietud, la desesperanza. ¿Cuántodebía esperar por Néstor, ahora que larevolución había fracasado? ¿Y si novolvía? La mayoría de las muchachas demi edad ya se habían casado y yo queríavivir. Amaba a Néstor con todo mi ser,pero no quería quedarme compuesta ysin novio, como la monja portuguesa.

>Además, estaba Joaquín. La tía nodejaba de hablarme de él. Eran ya dosaños, Elena. Y Joaquín era guapo y, porsi eso no bastara, rico. No digo que nome gustara. Aparte de ser muy atractivo,tenía unos hombros que no cabían en unarmario y un trasero que daban ganas depalmearlo cuando se daba la vuelta. En

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su honor debo decir que, salvo la vezque me besó la mano, siempre respetó asu amigo. Sabía que Néstor me amaba ynunca buscó aprovecharse de su lejanía,pero yo me resistía a seguir los impulsosde la conveniencia. No es fácil que elamor resista la separación. Y si el mío yel de Néstor duró fue porque ambos losublimamos. Amar sin condición nisospecha, guardar la fe uno en el otro,nos permitió mantenerlo vivo. Néstorera para mí, si quieres saber, el hombreque hacía el trabajo sucio por la libertady la patria. Joaquín se limitaba a ser eljoven acomodado de esos que hablanmucho y hacen poco.

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»El movimiento de García Granadoslo vino a alterar todo. Y Joaquín dispusohacer méritos ante mí. No competiríacon Néstor a espaldas de éste, sinodando el pecho. Organizó en la capitalun movimiento clandestino con jóvenesde la Universidad de San Carlos.Compraron armas, reunieron dinero ehicieron planes para tomar el palacio yel Cabildo cuando el ejército libertadorse acercara a la capital.

»Fue una especie de sarampión.Había descubierto el ardor guerrero y nohablaba de otra cosa. Se juntaba con suscompañeros en las barrancas de CiudadVieja y de La Villa, donde tiraban al

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blanco, y volvían de allí ebrios deexaltación y oliendo a pólvora.

»Pero Joaquín no tenía madera dehéroe. Su inteligencia era más reflexivaque agresiva y su problema era notener... perdona, Elena, se me va elaire... digo que su problema era no tenerconciencia de sus limitaciones.

»La tía Emilia le insistió en quedejara aquella aventura. Temía perder unbuen pretendiente para su sobrina y ledecía que su talento era más útil al paíspara otras cosas.

Lo que la tía no llegó a comprender,ni yo a saber hasta mucho más tarde, eraque Joaquín hacía todo aquello para

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volverse digno a mis ojos y que tanto élcomo yo habíamos optado por la sendadel amor difícil. La mía conducía aNéstor; la de Joaquín, a mí. Pero sunobleza le impedía declararme sussentimientos. No quería ser desleal a suamigo. Se limitaba a esperar a que, porsus méritos, yo me enamorara de él».

Néstor no conseguía dormir.Continuaba encogido, abrazado a lasrodillas, la frente apoyada en ellas, lasmanos húmedas, los pies comotémpanos. Buscaba en la inmovilidadmantener al pairo el dolor del costado y

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evitaba respirar muy hondo haciendoexhalaciones casi inaudibles.

Pero Rufino debía de tener oído detísico.

—¿Duele? —preguntó.Su voz surgió de la oscuridad como

si saliera de una cripta.—Creí que dormía —respondió

Néstor.—No duermo bien. Me despierto a

las tres o las cuatro y ya no puedoconciliar el sueño. Pero tampoco lonecesito. ¿Duele?

Néstor dilató la respuesta. Rufinotenía ganas de hablar y él no teníaninguna.

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—Sólo cuando me río.Rufino encajó la mordacidad con

humor.—Es usted un buen comediante.—Me mira siempre como quien mira

a un mendigo, ¿por qué habría depreocuparle mi costilla?

—Me preocupa la gente con la queestoy —la voz de Rufino sonó ahorahosca y exigente—. Le diré algo. Desdeque le vi en Frontera me he estadopreguntando qué pinta usted en todo esteasunto.

—No sólo le molesto. Tambiénsospecha de mí. ¿Cree que soy un espía?

—¿Qué tendría de raro?

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Néstor se tomó un respiro. Rufino leestaba probando otra vez. Era su modode escudriñar a las personas, acosarlas,intimidarlas para hacerse una mejor ideade cómo eran.

—Piense lo que quiera de mí. ¿O esque está planeando ejecutarme, como lohizo con el holandés?

—Ese desgraciado no merecía vivir.—¿Siempre es igual de precipitado

en sus conclusiones?—Sólo cuando me va la vida en

ello.Una súbita llamarada iluminó el

rostro de Rufino, quien luego deencender la punta de un puro delgado y

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prieto, dijo:—¿Cree que hubiera sido mejor

dejarle morir en el arenal? Le ahorré elsufrimiento de una larga agonía, allítirado y con aquel calor.

El puro amenazaba con apagarse y,mientras Rufino lo atizaba con rápidoschupetones, a Néstor le dieron ganas dedevolver la pelota.

—-Y a usted, ¿qué fue lo que lellevó a una vida como ésta?

La voz de Rufino sonó desganada.-Qué sé yo, muchas cosas.—Pero le gusta esta vida.—Tal vez, no estoy seguro. De niño,

me gustaban las armas. Jugaba a la

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guerra. Aprendí pronto a montarcaballos y a domarlos.

—¿Dónde?—En San Lorenzo, un pueblito de

San Marcos que no tenía cura. Gracias aDios —dijo, riendo por lo bajo—.

Llegaba una vez al año, por lasfiestas del pueblo. Creo que por eso mipadre eligió para vivir aquel lugar.

—¿Era ateo?—No, era de ascendencia española

—volvió a reír . Y decía que losgachupines habían ido siempre detrás delos curas... con un cirio o con unaestaca, y que, por eso, cuanto más lejosse estuviera de las sotanas, más

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tranquilo se vivía. ¡Porquería de tabaco!—dijo arrojando al suelo el cigarro.

Néstor se metió los dedos en elbolsillo del chaquetón. Aún conservabaun pedazo del que le había regalado Tomvan Tolosa en el transbordador.

—Pruebe éste.Rufino encendió el habano, aspiró el

humo con visible placer y chasqueó lalengua.

—Esto es otra cosa.—De nada.—Mi padre sembraba trigo y café en

las tierras altas de San Marcos y, en lasbajas, criaba ganado y sembraba caña.Desde niño me obligó a trabajar. Le

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ayudaba a fabri car panela y a venderla,pero no me gustaba ese oficio. Así queme escapé de casa cuando tenía catorceaños.

—¿Y adonde fue?—A ninguna parte. Mi padre me

encontró al día siguiente y, en castigo,me puso a trabajar con sus arrieros.

—Con razón se le da tan bien lasierra.

—Soy hombre de montaña, estoyhecho a esta vida.

—Ya veo. Prefirió eso a serescribano.

—Me obligaron las circunstancias.Mi madre quería que me educara en

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Quetzaltenango, con los jesuítas. Y abase de ruegos, consiguió que mi padreme enviara allí. En mala hora.

—Le fue mal.—Muy mal. Los jesuítas son unos

cabrones. Me tenían martirizado a basede palizas y castigos que mi padre jamásme había dado. Decían que yo era untorcido, pero que ellos me iban aenderezar. No pude escapar de allí, pormás que lo intenté. Estaba más vigiladoque un delincuente. Lo que sí logré fueconvencer a mi padre. Un día llegó aQuetzaltenango, les metió una puteada yme mandó a la capital. Allí me hiceescribano.

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—Desde entonces no los puede ver.—Ni ellos a mí. ¿Ha tenido relación

con la Compañía?—Alguna.—Entonces ya sabe cómo son. Gente

jodida. Dan préstamos de avío a loscampesinos y, a quienes no pagan, lesquitan las tierras. Son la peste del país.Y a mí me la tienen jurada.

—Y usted a ellos.—No, licenciado —dijo con voz

helada Rufino—. Yo no juro. Yo sólohago lo que tengo que hacer.

Néstor se quedó callado. Le costabarespirar sin sentir dolor. Su ánimo noestaba además para decir cosas

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inteligentes, sino sólo para preguntar. Yeso le fatigaba. Pero Rufino estaba sinduda en su mejor hora del día.

—Nunca había pensado en eso.—¿A qué se refiere?—A lo de llevar esta vida.—Comprendo.—Fue culpa de una mujer.—No le creo —se burló Néstor.—De veras. Se llamaba Chusita y

era hija del corregidor de San Marcos.Un tipo de apellido Zelaya. Otro cabrón.

—Para usted todo el mundo es uncabrón.

—El mundo está lleno de ellos.Unos peores que otros.

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Me han estafado, me han pateado,me han humillado. Este era de lospeores. Vivía en una casa que era de mipadre y yo iba cada mes a cobrarle larenta.

—Y allí se topó con Chusita.—Yo no le gustaba a Zelaya. Por

qué, es algo que ignoro. Debía de caerlemal. El caso es que un día nos pilló enla cama.

—¿Así nomás?Rufino se echó a reír.—Ustedes, los de la capital, se

andan siempre con remilgos. Cortejan,enamoran, dicen cosas bonitas, qué talchula y babosadas así. En los pueblos

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vamos al mandado.—Y eso fue lo que le pasó con la

Chusita.—Su padre no nos llegó a ver,

porque la puerta estaba cerrada pordentro, pero tuve que romper dosbarrotes de madera de la ventana paraescapar del cuarto. Antes de que élechara abajo la puerta a golpes, porsuerte. Desde entonces fui un proscrito.Crucé la frontera y me refugié en ElMalacate. Mi padre me había regaladoesta finca, cuando me gradué deescribano. Una parte de ella cae de estelado de México y ése era mi seguro.Pero el desgraciado de Zelaya había

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jurado vengarse y andaba siempre alacecho. Yo no podía regresar a SanMarcos y, como de esta parte hay muchofugitivo y mucho refugiado deGuatemala, dispuse organizar un grupopara darle una lección. Atacamos SanMarcos y tomamos el pueblo. Fue lacosa más sencilla. No hubo ni siquieraque pelear. Cómo estaría de harta lagente que salió a la calle y nos aclamó.

Le interrumpió el mugido de unavaca.

—Qué raro. Las vacas no mugen denoche. Debe de estar pariendo.

Luego, cambiando el tono, agregó:—A mí me ha salido todo mal en la

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vida, pero ese día sentí que había hecholo debido y que lo había hecho bien.

Y que mi vida empezaba a funcionar.—¿Y funcionó?Rufino hizo una pausa. Néstor

observó unos instantes los borrososcontornos del hombre que tenía frente aél y que, como una fantasmagoría,parecía flotar sobre la cama de piedracada vez que daba un chupetón alhabano.

—Zelaya envió tras de nosotros auna chusma de indios —dijo en tonosombrío— y mis compañeros medejaron solo.

—¿Por qué?

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—No lo sé. Los traidores no danexplicaciones. ¿Le han traicionado austed alguna vez? ¿Sabe lo que es sentiresa cólera?

—Tengo una idea.—Pues ya sabe lo que quiero decir.

Pero en mi caso lo pagaron caro. Elcorregidor detuvo a la mayoría de ellosy los mandó fusilar. Yo pude escapar ala finca, pero me llegaron a buscar a lacasa de mi padre, en San Lorenzo.Saquearon la vivienda y torturaron anuestros empleados para que dijerandónde estaba. Como no consiguieron darconmigo, el Gobierno echó a Zelaya ynombró otro corregidor. Se llamaba

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Camilo Batle. Era español. Le habíandado una misión: capturarme yfusilarme. Batle invadió el territoriomexicano y se llegó a El Malacate. Conlos mismos hombres que tenía Zelaya.Nos atacaron de noche, quemaron losranchos y el casco de la finca. Me salvóla oscuridad. Huí a un potrero y desdeallí pude ver cómo ardía todo y matabande un tiro a mi perro Compás.

—¿Es usted masón?—¿Lo es usted?Néstor no respondió. Si Rufino no

había querido contestar, tampoco lo ibaa hacer él, pero le pareció significativoque el perro llevara por nombre el

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instrumento que, junto con la escuadra,conformaba el símbolo universal de lamasonería.

—¿Y qué dijo el gobierno deMéxico?

—Pantaleón Domínguez protestóante el gobierno de Cerna.

—¿Quién es ese señor?—El gobernador de Chiapas, el tipo

que nos quitó las armas y nos tiene aquíencerrados.

—¿Le conoce?—No es la primera vez que me

arresta.—Qué ocurrió después.—Cerna se puso como cien mil

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putas y ordenó detener a mi padre. Se lollevaron a pie a la capital con mi tíoMariano. Los encerraron en unabartolina del Castillo de San José y memandaron a decir que los dos estaríanpresos allí mientras yo no me entregara.

—¿Y se entregó?—No. Unos amigos pagaron la

fianza y los soltaron. Y en ésas andabaahora. No tengo un peso. A mis treinta yseis años, estoy en quiebra. Y todo porla Chusita —rió.

—Y en eso le llamó GarcíaGranados.

—Pues sí. Me necesitaba tanto comoyo a él. Por eso estoy aquí. Ahora ya

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sabe mi historia. Y usted, ¿por qué andametido en esto?

—Es muy sencillo. Hablo inglés.—¿Conoce de armas?—Ahora un poco. Antes, ni papa.—¿Y no se arrepiente de haberse

embarcado en este lío, licenciado? Hapasado las penas del Purgatorio. Le hanherido, le han metido en el bote. Soncosas que no se hacen si no es por algo.

Néstor se percató de que Rufino leestaba probando de nuevo y quisomarcarle los límites.

—Un maestro que tuve en Londresme dijo que, algún día, entraría en mipropio infierno. Todos pasamos por él,

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me advirtió, y sólo hay un modo desalir: no mirar atrás.

Y eso procuro hacer, señorescribano.

Esta vez Rufino no se ofendió nimostró la hostilidad que le brotabacuando alguien le trataba con sarcasmo.

—Vaya, vaya. Es usted hombre detemple. Nunca hubiera esperado deusted la reacción que tuvo en el río. ¿Porqué no me cuenta, ahora en serio, dedónde sacó esa puntería?

Néstor no tenía ganas de seguir laplática, pero Rufino le volvería a acosary no del mejor humor. Así que le hablóde Dougall, de Mclnnery, de Bergen

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County y del hallazgo de un don naturalque ignoraba. Con todo, Rufino dejópronto de escuchar.

—¡Tenía yo razón! —dijo, dando unpuñetazo en la pared—. La carta deBenito Juárez no era clara y el malditodel Pantaleón se ha aprovechado de eso.

Luego, exhibiendo un entusiasmoinesperado, agregó:

—Pero saldremos de aquí, ya loverá. Saldremos de aquí, de un modo ode otro.

—Sí, claro, cuando las gallinascanten ópera.

—No hay nada que no puedaarreglarse, licenciado. Todo es asunto

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de dinero y tiempo.

«—¿Has perdido alguna vez, Elena,algo que no esperabas o que no hubierasquerido perder?

»—La paciencia algunos días y lasllaves de cuando en cuando.

»—Pero hay cosas que ni teimaginas perder..

»—¿Por ejemplo?»—El apellido.»—¿El de soltera?»—No, el propio, el tuyo. Tú naces

con un apellido, te lo pegan en la piladel bautismo, como una estampilla de

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correos, y ya no te desprendes de él.Eres quien eres por lo que viene con él ypor lo que tú le agregas. Por él teidentifican los demás y gracias a élsaben quién eres. Con él vives, con él teacuestas, con él te levantas. Pero un día,una mañana, descubres al despertar quelo has perdido, y que, por más que lobuscas, no lo encuentras.

»—¿Hablas en serio?»—Le ocurrió a la tía Emilia, una

mañana de junio de 1870. Eran ya casilas ocho y no salía del cuarto. Llamévarias veces a la puerta y, como nocontestaba, dispuse entrar. Ni siquierase volteó. Tenía la habitación revuelta,

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el colchón levantado, las sábanas tiradaspor aquí, la colcha por allá, el armarioen desorden. ¿Qué le ocurre, tía, quésucede?, le dije. Muy despacio sevolvió hacia mí y... pobrecita... con unamirada muy triste me dijo que habíaperdido su apellido y que no lo podíaencontrar.

»—Lamento la broma, Clarita.»—El mal le vino de repente. Sólo

el día antes habíamos ido juntas acomprar Agua de Florida para teñirse elpelo. Fue el principio de un rápidodeterioro de sus facultades mentales quese prolongó varios meses. Intentabajugar con ella a las cartas, pero todo

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cuanto podía hacer era mirar a susnaipes, como hipnotizada, pues no podíadistinguirlos. Y créeme, Elena, ver cómouna persona tan vivaz y tan alegre que,al igual que el sabio, no permitía quenada le hiriera, y que buscaba siempreel lado positivo de las cosas, y observarcómo su mente se deterioraba día a díasin que yo pudiese hacer nada por ella,me destrozaba el corazón. Verla caminarpor la casa, a paso lento, detenersecomo si quisiera recordar algo, ohundirse en un sillón durante horas, conla mirada perdida y sin decir palabra,era terrible. Su vida se iba limitando aemociones cada vez más elementales y

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débiles, y a un vocabulario muyreducido. Hasta que un día dejó dehablar y sentir. Comía muy despacio loque yo le daba. Tomaba una cucharadade leche con miel y se quedabapensando un buen rato. O miraba lasflores y las plantas de la casa como siestuviera despidiéndose de ellas. Surostro se iluminaba fugazmente cuandocantaba el canario, pero incluso aquellamúsica dejó de llamarle la atención.Imagínate, ella, que tanto la disfrutaba yamaba.

»Con el tiempo, dejó de reconocer alas sirvientas, a Eulalio, nuestrocochero. Y un día, un día muy triste,

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dejó de reconocerme a mí. Fue, creo, elpeor de mi existencia, si hago excepcióndel de hoy. Yo acababa de cumplirveintiún años, tenía la vida rota y unamor condenado a morir de inanición».

Seis días después de haber llegado aSan Cristóbal, un carcelero abrió lapuerta de la celda. Le acompañaban doshombres con rifles y traía en las manoslas botas de Néstor y Rufino. Las arrojóal interior del calabozo y les ordenó quese las pusieran.

Rufino preguntó al carcelero que adónde iban, pero éste no se dignó

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responder. Simplemente esperó congesto impasible a que terminaran decalzarse.

Salieron al corredor. Rufino mirabade reojo a los soldados. Era ya casi denoche y no se mostraba tranquilo.Aquella era la hora en que solíaaplicarse la ley de fugas.

Fueron llevados a un pequeño cuartoalumbrado con un quinqué. Allí, unsoldado les devolvió las armas, losprismáticos, la munición y algunaspertenencias, pero faltaba una brújula,también una cantimplora, las balas y eldinero que traían. Rufino protestó, massólo obtuvo por respuesta el silencio.

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Los soldados y el carcelero eran gentehierática y muda, como figuras talladasen una estela de piedra.

Los llevaron al zaguán del edificio.Allí les esperaban Andrés, Gregorio yChico Andreu. Néstor abrazó a esteúltimo.

—¿Está usted bien?, —le preguntó.Andreu asintió con agradecida

vehemencia.—¿Y usted?—Ahí, más o menos.Un soldado abrió la puerta de la

cárcel y les indicó con un gesto quesalieran.

—¿Adonde vamos? —preguntó

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Rufino.—Aquí cerca —respondió uno de

los dos soldados.—Sí, ¿pero adonde?—Cállese y no pregunte.Caminaron como furtivos por calles

desiertas y lóbregas. Suponían quehabían sido liberados, pero no las teníantodas consigo.

Se detuvieron a las afueras delpueblo, en una modesta posada, sobre elcamino que conducía a Comitán de lasFlores. Uno de los soldados llamó a lapuerta. Apareció un hombre joven conun farol. A Néstor le pareció conocer surostro, pese a que la mortecina luz le

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daba un aspecto siniestro.—¿Basilio? —indagó.—¡Moliére? —contestó el otro en

son de broma.Se dieron un abrazo.—¡Están aquí, ya están aquí! —grito

Basilio, volviéndose al interior de laposada.

Salió un grupo de hombres alzaguán. Néstor reconoció a Hiram, aEneas, el calígrafo, a Turgot, a Saint-Just y a Juliano, entre otros.

—¿Han comido? —preguntó Hiram—. ¿No? Vengan al comedor connosotros.

—¿Y las armas? ¿Y el parque? ¿Y

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los uniformes? —preguntó, impaciente,Rufino.

—En custodia —respondió Saint-Just—. Pantaleón Domínguez lo haconfiscado todo.

Partieron al siguiente día a horatemprana, en sendas mulas, haciaComitán, donde les esperaba GarcíaGranados. Rufino iba delante, con prisa,como siempre. Le seguían sus dosincondicionales. Detrás iban Andreu,Saint-Just y los demás.

Al final de la fila, marchaban Néstory Basilio.

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A secas y sin llover, así está elclima, decía Basilio. Para empezar, elgeneral anda como la gran patria, ¿porqué razón?, porque cuando llegamosaquí, la gente que había reclutado elRufián ya no estaba, no es Rujian, esRujino, a saber, ¿tú le conoces?, sólo dequince días a esta parte, pero hasdormido con él, déjate de bromas,Basilio, ¿qué es lo segundo?, losegundo es que el Pantaleón no quieredevolver los rifles, ¿que qué?, dice quela orden de Benito Juárez no es clara, ¿apesar de las firmas y los sellos?, apesar, pero si nos dijeron quePantaleón y García Granados eran

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amigos, ya no, ¿y cómo está eso de quela gente de Rujino se ha marchado, elRufus tenía apalabrado un gential, perose fueron a trabajar en la construcciónde una carretera, ¿y eso?, se cansaron deesperar y no tenían para comer, no meextraña, por eso el general está para losbalazos, tiene razón, corre el rumor deque no se entienden, ¿quiénes?, adivina,me doy, el general y el rufián, ¿losabías?, no, Basilio, y no vuelvas allamar a Rufino rufián, está bien, pero,como yo digo, ¿qué pueden tener encomún esos dos hombres?, un ideal, quéotra cosa, pues sería más fácil pesar elhumo que coincidieran en algo, no hay

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que ser fatalistas, pero, dime, ¿cuántossomos?, unos veinte, déjate de bromas,hablo en serio, ése es el tamaño delglorioso ejército libertador, eres uncínico, veinte hombres y cuarenta riflesque nos ha devuelto el Pantaleón, ¿delos trescientos que traíamos?,justamente, dice el Panta que ya le tienenhasta el gorro de que la frontera sur deMéxico sea como la casa de la Juana,que todo el mundo entra y sale pordonde le da la gana, hijo de su madre, yque cómo puede saber él si somoslibertadores, contrabandistas o unejército de ocupación, no termino deentenderlo, siendo liberal y juarista,

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ninguna pandilla de hijos de la chingada,le dijo al GG, puede cruzar este país,dejando cadáveres por donde pasa,tiene razón, pero no tiene pruebas, nolas necesita, para eso es el gobernador,ése lo que quiere es plata, ¿y con quécrees que el general les liberó a ustedesde la cárcel?, no lo sé, pero, ¿cuál es lasituación ahora?, el Panta dice que noentregará los rifles hasta que GarcíaGranados no demuestre que sus fuerzasson algo más que una gavilla desalteadores, qué cabrón, antes no erastan mal hablado, ni tú tan metido,bueno, sí, es un cabrón, ¿supiste quehace año y medio se sublevaron aquí en

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Chiapas los indios?, algo oí, y quemataron a miles de blancos, no sé sifueron miles, pero sigue, pues a loschiapanecos aún les tiemblan lascanillas y el Panta quiere protegerse connuestros rifles, yes, sir, eso quiere el sonof a bitch, ¿cuándo aprendiste inglés?,en mi tiempo libre, mentiroso, no meinterrumpas que aún tengo algoimportante que decir, ¿bueno o malo?,no lo sé, dispara, el general quiere quevayas a una hacienda cerca de Comi-tánque se llama Los Puentes, muy cerca dela frontera con Guatemala, para queentrenes allí a los hombres en el uso delos rifles, a los veinte, eso es, Rufino

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cruzará con ellos la frontera para haceren San Marcos una leva en rancherías ypueblos, ¿quieres agua?, no, yo sí, porcierto, ¿supiste lo de Cerna?, no, ¿quécosa?, lo del atentado, primera noticia,un soldado de su guardia lo intentóasesinar, ¿de veras?, se salvó demilagro, ¿y detuvieron al cuque?, lofusilaron allí mismo, caray, dicen quehay gente de plata, liberales, claro está,que se está moviendo en el país contraCerna, ¿has oído algo?, no, lindorevólver, sí, es lindo, pero, tú no usabasarmas, eso era antes, ¿dónde locompraste?, en Nueva York, y no locompré, me lo regalaron, quién, no seas

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curioso, háblame de lo que hiciste enNueva York, otro día, Basilio, ahoritano tengo ganas, le dejas a unoexhausto.

«La tía Emilia había muerto en vida.No sólo no me reconocía, sino quemostraba hacia mí una dolorosaindiferencia. Pobrecita. Tuve queimponerme de asuntos que ignoraba porcompleto, como rentas, gastos y esascosas. La tía había previsto mi futuro,pero yo estaba en gallo de lo quesiempre pensé eran sólo menudencias. Yencontrarte de golpe con que debes

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ocuparte de cosas que no entiendes, yademás que no te gustan, me tenía sindormir.

»Joaquín me ayudó muchísimo. Y elapoyo que recibí de él fue impagable.Un abogado como don Ernesto es útil,pero una confía siempre más en losamigos. Se portó como un hermanomayor. Venía a diario a la casa parainteresarse por la tía, me acompañaba albufete o teníamos largas pláticas sobrecómo solventar el asunto de la herencia.

»Mi vida había sufrido un cambioinesperado. Era totalmente libre, podíahacer lo que quería. Podía usar mialbedrío sin límites ni censuras. Y

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Joaquín me hacía sentir deseada, algoque no me ocurría desde que Néstor medejó de escribir. Pero, en eso, sucediólo de Tacaná. Y mi vida volvió acomplicarse. Todo el mundo sealebrestó: liberales y conservadores,pirujos y cachurecos, curas y laicos,ricos y pobres. En Jericó habían sonadolas trompetas y Tancredi volvía a lapatria. Tancredi el bueno, el genuino.

Y como era de esperar, semultiplicaron los entusiasmos, de unlado, y de otro, se desataron las cóleras.Para la aristocracia y el clero, losbárbaros se acercaban a las puertas dela ciudad. Para nosotros, en cambio, la

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libertad había entonado en Tacaná unemocionado canto de esperanza».

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8. La colina

Tacaná, 3 de abril de 1871,Lunes Santo

La columna del coronel AntonioBúrbano, corregidor de San Marcos,alcanzó la cumbre de la sierra queseparaba Ixchiguán de Tacaná a horatemprana. Habían salido seis horas antesde la hacienda San Sebastián ymarchado entre nieblas y lloviznas porun camino de herradura tallado a picosobre la ladera de un profundo

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precipicio. La grava y los guijarroscrujían bajo los cascos de lascabalgaduras, y los soldados, alrededorde trescientos, resollaban ateridos bajoel frío de la madrugada.

Búrbano detuvo su montura en lacumbre y contempló el valle que teníaante sí y el volcán que lo vigilaba. Lamañana prometía ser clara y limpia.Sólo enfrente y a lo lejos, sobre laSierra Madre, por cuyas azuladascrestas corría la aún imprecisa fronteraque separaba México de Guatemala, unacorona de nubes pintaba de plomo elcielo.

El coronel desabotonó la funda de

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cuero que llevaba al cinto, extrajo unosbinoculares y, llevándoselos a los ojos,barrió aquella orografía estremecida yrota cuyas profundas quebradas einesperados relieves semejaban elcostillar de un coloso. Quizás nohubiese un lugar más inhóspito en elmundo y, siempre que lo observaba,solía concluir que asomarse a aquelvalle era como hacer un viaje al génesisdel planeta.

A Búrbano se le había asignado latarea de impedir que contrabandistas einsurgentes entraran al país por aquellugar, pero lo escarpado de la sierrahacía prácticamente imposible, si no

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estéril, el esfuerzo. Aquella pétreacornisa tenía más pasos que una mazurcay más agujeros que un canasto.

Tal y como esperaba, el corregidorno alcanzó a descubrir movimientohumano alguno. Sólo las pedregosasladeras donde humeaba la nieblamatutina, extensas manchas de bosquescentenarios, unos pocos ranchosdispersos y una tierra miserable de laque apenas podía extraerse lo justo paravivir.

A los pies de la imponente serranía,dormitaba Tacaná, una aldea de pastoresdonde concluían el país y los caminos, oquizá donde empezaban, cuando menos

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para los veintiocho o treinta rebeldesque habían cruzado la frontera cincodías antes con el decidido propósito dederrocar al gobierno de Cerna.

—Mi coronel.Búrbano contuvo un respingo al oír

la voz áspera y gritona de MarianoGuillén, quien con otros dos capitanesconformaban la terna que comandaba latropa. Guillén tenía la perra costumbrede acercarse a Búrbano sin hacer ruidoy sorprenderlo con aquella voz rasposacapaz de despertar a un muerto.

—Qué sucede, capitán.—Tengo información fidedigna. Uno

de nuestros exploradores la acaba de

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traer. Parece ser que los facciosos sehan refugiado en la loma que se alza a laentrada de la aldea.

—Baje la voz, Guillén. Le oigoperfectamente. Cuál loma.

—Esa de ahí abajo, mi coronel.Búrbano enfocó los binoculares

hacia el altozano que se interponía entreel camino y la aldea.

—No veo nada ahí, Guillén.—Están escondidos detrás de los

árboles, en la cima.—Guillén —suspiró Búrbano—, no

es la primera vez que me mete en un líopor culpa de la «fidedigna» informaciónque obtiene. ¿Está seguro de que están

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ahí?—Nadie puede estar seguro de esta

gente, mi coronel. Ya sabe cómo son losindios, pero el que nos informó es defiar.

—¿Lo conoce?—Es uno de los pastores a quienes

pagamos para que vigilen losmovimientos de la frontera.

—Ajá.—Los facciosos llegaron ayer al

pueblo, tomaron el cuartelillo y andanreclutando gente. Deben de haberlesdicho que veníamos por ellos y se hanhecho fuertes ahí, en esa loma. Todocoincide, mi coronel. Es la misma

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información que nos había dado el espíaque el Gobierno tiene en Comitán de lasFlores.

—No me fío de ese tipo, Guillén.¿Cómo puede llamar invasión a unafuerza de treinta desharrapados?

—El pastor dice que llevanuniformes.

—¿Uniformes? ¿Esos pelados? Nodiga tonterías, Guillén.

—De veras, mi coronel. Llevanuniformes del ejército de la Unión.Todos nuevecitos.

—Entonces no son rebeldes, capitán,son gringos que nos vienen a invadir.

Guillén se sonrojó con la broma.

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—No, mi coronel. Todos hablan laCastilla.

Búrbano asintió, aunque no muyconvencido, y señaló al capitán elsendero que descendía a la aldea.

La columna echó de nuevo a andar y,mientras observaba con mirada perdidael paso de sus soldados, Búrbano sepreguntó qué clase de ejército era aquélcuyos uniformes podían llamarsecualquier cosa menos eso, uniformes.Botas desiguales, chamarras de coloresdesvaídos, sombreros de petate. Unosaventureros, en cambio, invadían el paísy lo hacían vestidos con uniformes delejército de Estados Unidos. No, aquél

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no era un ejército serio. Por Dios que nolo era. Pero eso le preocupaba ya poco.Unos meses más, sólo unos meses, ypediría el retiro. Odiaba el frío, lasnieblas matutinas, las nieblasvespertinas y el olor a oveja. Sobre todoel olor a oveja. Se iría a Mazatenango avivir el resto de sus días. Allí tenía unastierras, su mujer y cuatro hijos. Nomoriría rico, pero sí caliente.

Y sin olor a oveja.Búrbano cabalgó a solas un buen

rato. De vez en cuando alzaba losbinoculares, hacía un recorridopanorámico del valle y volvía a sumirseen el mutismo.

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A la vuelta de uno de lospronunciados ganchos del sendero quebajaba a Tacaná, vio a Guillén que leaguardaba junto a una peña medioenterrada.

—Ese es el sitio —dijo Guillén.El capitán señalaba con el dedo una

colina alargada, con una leve depresiónen medio, que se interponía entre elcamino y la aldea de pastores. Elsendero bordeaba el pie de la loma yluego desaparecía tras ella.

Búrbano se alzó la visera de la gorray resopló.

—Que la tropa descabalgue alláabajo, junto a ese pucho de pinos. Que

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coman y descansen unas horas. Mientras,envíe tres hombres a explorar losalrededores del cerro.

Sacó un reloj de bolsillo y vio lahora.

—Dígales a Cárdenas y a Rubio quetengan listos a sus hombres para lascuatro. Hay que hacer este trabajitoantes de que baje la niebla. No quieropasar la noche al sereno.

Guillén hizo ademán de montar sucaballo, pero Búrbano le detuvo.

—Sólo son treinta, me dice.—Así es, mi coronel.—Más le vale, porque si su

información no es buena, le juro por lo

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más santo que le va a costar la paga detres meses.

Entumecido por la helada que caíasobre el valle de Tacaná, NéstorEspinosa vigilaba la vereda que bajabade Ixchiguán, en uno de los dosespolones de la colina donde Rufinohabía dispuesto emboscar a la tropa deBúrbano. A esa hora del alba, el sol nohabía decidido aún qué camino tomar.Era sólo un resplandor difuso tras elperfil de la sierra. Las estrellas habíanempezado a apagarse y el vientosusurraba en los pinos un canto de

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soledad.La vigilia hacía la guardia tediosa y,

para mantenerse alerta, Néstor aspirabade vez en cuando el casi imperceptiblerastro de perfume que aún guardaba elpañuelo rojo, bordado con la palabraliberté, que Clara le había regalado alpartir. Clara era su destino y su ventura,y ninguna cosa era para él másimportante que volver a encontrarse conella. Ni siquiera la inminencia delcombate lograba apartar esa obsesión desu mente. El amor tenía extrañoscaminos. A menudo inesperados. Comola enrevesada ruta que había debidoseguir para volver a casa: México,

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Veracruz, Nueva York, Nueva Orleans,Guadalupe Frontera, Villa-hermosa, SanCristóbal, la Sierra Madre. Pero Clara ysólo Clara seguía siendo el eje de suexistencia. Quizá no fuera más que unamor ingenuo y excesivamenteplatónico, como el de don Quijote porDulcinea, pero qué podía eso importarlesi sentirlo y evocarlo era lo que le dabala vida.

Se subió las humedecidas solapasdel frock coat azul marino y suspiró.Hubiera deseado quedarse en Comitán,junto a Chico Andreu, Basilio, Saint-Just, los Profetas y el grupo queintegraban la plana mayor del general

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García Granados. Pero Rufino habíainsistido en llevárselo con él.Necesitaba, había gritado (no sabíapedir las cosas de otro modo que nofuera a gritos) un especialista comoNéstor para entrenar a los voluntariosque consiguiera reunir en los pueblos dela sierra. Y ahora, ante la perspectiva deun combate que no esperaban, Néstor sedecía si no había sido imprudente de suparte haber aceptado acompañar aRufino, creyendo que todo cuanto teníaque hacer era enseñar a disparar losRemington a los reclutas.

Volvió la mirada hacia el diminutopoblado que se alzaba en mitad de la

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planicie. De sus ranchos de paja yadobes empezaban a brotar los humos dela mañana. Giró los ojos a los parapetosde la colina y vio a Rufino venir haciaél.

Era la enésima vez que lo hacía. Susueño ligero e inquieto le habíaabandonado, como siempre, horas antesdel amanecer, y desde entonces no habíahecho otra cosa que inspeccionar lasladeras y los espolones de la loma,bajar al sendero que pasaba al pie,volver a subir a la cima, revisar laposición de los hombres, deteniéndoseante el más mínimo ruido, como un perrode caza, ceñudo, absorto a veces, y con

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la mirada puesta en las escarpas y lastorrenteras que bajaban de la sierra deIxchiguán.

—¿Nada todavía? —le preguntó aNéstor.

—Nada, mi coronel.Rufino miró con prevención a

Néstor, como si hubiese captado algúnvestigio de sorna en su voz. Desde queGarcía Granados le había entregado enla hacienda Los Puentes el despacho,Néstor le llamaba así, mi coronel. Peroel hecho de que el grado lo hubieseobtenido en forma gratuita, parecíahacerle pensar que el saludo de Néstorescondía algún sarcasmo.

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El guerrillero no vestía uniforme,como el resto de la tropa, sino unacamisa roja de mangas abolsadas ycuello redondo, de las llamadasgaribaldinas, un sombrero de junco hastalas cejas, una bufanda con dibujoescocés en torno al cuello y un capotesobre los hombros. A saber dónde ycuándo se había agenciado la camisa,pero se la había echado encima al cruzarla frontera y no se la había vuelto aquitar. Néstor imaginaba que Rufinosentía admiración por Garibaldi, debidoa que detestaba al Papa, y porqueaspiraba a unificar Italia con el mismofervor que Rufino ambicionaba un día

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hacerlo con la América Central.

En el centro de la colina, escondidostras espesos matorrales y protegidos porlos troncos que Rufino había mandadotumbar a modo de parapetos, se tendíanen el suelo veintisiete hombres a quienesNéstor había entrenado en el uso de losrifles. Una fuerza singular, sin duda.Catorce de ellos eran oficiales, títuloque García Granados les habíaconcedido según la experiencia de cadaquién. Uno de ellos, llamado Julio, erasobrino del general y había sidodesignado segundo jefe de la

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expedición, a la par de Rufino, tal vezpara vigilar a éste. El resto loconformaban un comandante, cuatrocapitanes, dos tenientes, uno de ellosAndrés, el cuellilargo, y cincosubtenientes, entre los que se contabaGoyo, su otro factótum. Total, catorceoficiales para mandar a trece soldados.Habían cruzado la frontera por el ríoSan Gregorio cinco días antes y todosestaban sabidos de que no habría marchaatrás. El gobernador de Chiapas leshabía prohibido regresar a México. Si lohacían, serían tratados como una fuerzainvasora.

Néstor se sorprendió pensando que,

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si bien las cumbres de la Sierra Madrepodían ser un espacio venturoso paraascetas y eremitas, no lo era para él nipara aquel grupo de hombres calzadoscon alpargatas de esparto y uniformadosde azul oscuro. Luego de deambularvarios días por aldeas y caseríos,Rufino sólo había conseguido reunirunos pocos reclutas, los cuales habíadejado en Tacaná cuidando provisionesy acémilas, pues ni conocían las armasni había habido tiempo para adiestrarlosen su uso.

Rufino había esperado que lospueblos se alzasen al grito de viva lalibertad y muera la tiranía, pero sólo

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había obtenido indiferencia. En Cuilco,en Ishón, en el mismo Tacaná. Los indiosque habitaban aquellos páramos habíanescuchado las arengas con el gestoimpenetrable e inexpresivo de quienesobservan pasar una nube. Y acasotuvieran razón. ¿Quiénes eran Rufino ysus hombres, si no una de las muchasbandas armadas que deambulaban por lacornisa de la Sierra Madre, jugando aderrocar al gobierno y prometiendo a lagente el oro y el moro? ¿Y cómo creerque aquella gente, tribal y primitiva,cayera de hinojos al grito de libertad,cuando no conocían otra cosa que laopresión y la servidumbre?

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Por eso Rufino estaba inquieto. Lanoche anterior había sabido que elcorregidor de San Marcos tenía noticiasde ellos y que se dirigía a Tacaná con sutropa. La primera reacción de Julio, elsobrino del general, fue buscar refugioen la sierra, pero Rufino se resistió.Conocía las tácticas de Búrbano. Tardeo temprano les daría alcance y no podríaelegir el terreno donde enfrentarse a él.Era preferible tenderle una emboscada,en vez de que fuese Búrbano quien lesemboscara a ellos. Y ésa era la razón deque se hubiesen apostado en aquellacolina.

Aún así, se veía nervioso. Rufino

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estaba acostumbrado a escaramuzasmenores con las tropas del Gobierno, noa enfrentar una fuerza muy superior a lade aquellos veintisiete jóvenes que,parapetados tras los matorrales y lostroncos, esperaban arma en mano elencuentro con la muerte o con la gloria.

Rufino avanzó unos pasos hasta elborde del espolón y, con la miradapuesta en la cumbre de Ixchiguán,iluminada ya por la luz del alba, dijocon expresión ausente:

—Tiene dudas.Néstor se le quedó mirando y, con la

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voz opacada por el pañuelo que lecubría la boca, preguntó a su vez:

—¿Por qué habría de tenerlas?—Las personas inteligentes siempre

dudan.—Mucho me temo que yo no lo sea.

La duda, además, no implicainteligencia. A lo mejor, es sólo unarespuesta al miedo. Y de eso sí quepodría hablarle un buen rato.

—No se haga, tiene dudas. Me bastacon mirarle a los ojos. Puedo leer enellos como en un libro.

—Pues se equivoca. No dudo deusted. Tampoco de su perspicacia ni suánimo.

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—Déjese de babosadas, licenciado,y dígame lo que piensa.

Néstor no sabía por qué despertabasiempre los demonios personales deRufino, pero situaciones como aquélla lehabían llevado a pensar que elguerrillero le utilizaba, si no comoconsultor de oficio, como voz de suconciencia. En toda decisión importante,buscaba la mirada o la opinión deNéstor, como si esperara de él uncertificado de solvencia o laconfirmación de que lo que hacía era lodebido.

—-Tengo una pregunta.—Suéltela.

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—¿Por qué los ha puesto tanpegados?

—¿A qué se refiere?—A los hombres. ¿Por qué los ha

puesto tan juntos?—Para concentrar el fuego, para qué

va a ser.—¿Y de dónde sacó que eso era

necesario?—Y usted, ¿de dónde sacó ese

pañuelo tan lindo?—Ése no es asunto suyo.—-Ni el de usted criticar cómo

dispongo a mis hombres para elcombate.

Néstor se refugió en un molesto

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silencio. No se entendían, no habíamanera. La posición de los hombres erala que, con toda seguridad, Rufino habíautilizado siempre, pero combatir concarabinas de mecha era una cosa yhacerlo con los Remington, otra. Y talvez —sólo tal vez— no estaba muyconvencido de que concentrarlos fuesela mejor estrategia y por eso había ido aconsultarle a Néstor.

—Le diré la razón —concedióRufino, al fin, de mala gana—. SiBúrbano se ha dejado venir con todoslos soldados del corregimiento, seránunos trescientos hombres. De modo que,si llegáramos al cuerpo a cuerpo, como

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es probable, y estamos muy separados,acabarán con nosotros en menos que sepersigna un cura.

—No lo creo...—Qué sabrá usted de estas cosas —

replicó Rufino.Néstor trató de ser, una vez más,

amable.—Muy poco, pero quiero que sepa

que no pretendo competir con usted.Sólo trato de serle útil.

—¿Util? ¿Qué útil puede ser unlicenciado en un lugar como éste?

—¿Me ha venido a preguntar oprefiere que me calle?

Rufino gruñó, pero no se movió del

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lugar, como si hubiese accedido a pactaruna tregua.

—Sólo quería recordarle que unRemington le da a un solo hombre lamisma potencia de fuego que a quince oveinte armados con carabinas de mecha.

—O sea que, en realidad, no somosveintisiete, sino... déjeme ver... unosquinientos. ¡Qué maravilla, licenciado!Ni el Señor de Esquipulas hace milagrostan grandes.

Néstor hizo caso omiso de la guasa yprosiguió:

—Con esto más. Debido a suprecisión, el Remington puedeconcentrar el fuego donde usted quiera.

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No es necesario que los hombres esténjuntos. Basta con que disparen al mismoblanco. De manera que, en vez decolocar a los hombres en el centro de laloma, sería mejor situarlos en losextremos. La mitad en este espolón; losdemás, en la otra punta, y sólo unospocos en el centro para despistar aBúrbano. Esta ladera es el único sitiopor donde pueden atacarnos, y ahí, losrifles generarían un fuego cruzadomortífero.

Rufino parecía no escuchar. Mirabapara otro lado como si la cosa ni fueracon él. Pero Néstor sabía que no perdíauna palabra de lo que le decía y que su

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aparente reticencia era sólo una pose.— La efectividad de estos rifles —

continuó Néstor, señalando el suyo—mantiene alejado al enemigo. Lascarabinas, en cambio, están obligadas adisparar muy cerca, pues no aciertan untoro a treinta pasos.

El guerrillero dirigió a Néstor unamirada de extra-ñeza.

—Lo que quiero decirle es que losRemington pueden evitar la posibilidaddel cuerpo a cuerpo y que, si distribuyea los hombres como le digo, la potenciade fuego hará pensar a Búrbano quesomos diez o quince veces más de losque somos.

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Néstor no estaba muy seguro de loque decía, pero si Mclnnery estaba en locierto, la táctica no podía ser otra.

Rufino movió la cabeza con un gestode incredulidad y, dibujando en loslabios una sonrisa burlona, hizo ademánde alejarse. Pero sólo alcanzó a darunos pasos. De repente se detuvo y sumirada se clavó en los cerros con elgesto de un ave de presa. Néstor miró enla misma dirección. Una larga fila dehombres a pie y a caballo bajaba por elcamino de Ixchiguán. La columna semovía por la sinuosa vereda como unaculebra oscura cuya cola desaparecía enun recodo y, luego de una breve pausa,

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asomaba la cabeza en el siguiente.—¿Cuántos cree que son? —

preguntó Rufino.Era difícil contarlos, pues aún

estaban lejos, pero Néstor avanzó unaconjetura.

—Más de trescientos no son, perotampoco menos de doscientos.

—No está mal, para ser unlegisperto.

Y sin decir otra cosa, se dirigió agrandes pasos hacia donde se apostabansus hombres.

El coronel Búrbano escuchaba

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distraído el informe de los exploradoresque Guillén había enviado a lascercanías de la loma donde seatrincheraban los rebeldes.

Han elegido una buena posición, ledecía el capitán, pero no tienen salidapor la parte trasera de la loma, debido alo escarpado del terreno. A decirverdad, la tienen, pero a costa deromperse el alma si intentan huir por eselado. Bastará situar allí unos pocosfusileros para impedir que escapen porahí. Los dos espolones son además muyescarpados, así que el ataque debehacerse por el frente de la loma. Tieneuna pendiente suave, de unas ciento

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cincuenta yardas, que los soldadospueden subir al trote. Será sencilloalcanzar la cumbre sin muchas bajas,debido a que la distancia a la cima escorta.

—Muy bien, Guillén —dijo Búrbano—. Haremos un primer asalto con lascompañías de Cárdenas y Rubio, ydejaremos la suya en reserva pararematar, en el caso de que sea necesario.

—No resistirán el primer asalto, micoronel. Se lo aseguro.

—Eso espero.Búrbano sacó su reloj de bolsillo.

Eran las tres y media. Miró a lo alto.Las habituales nubes del atardecer se

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habían empezado a formar y amenazabandesplomarse pronto de los cerros.

—Y saque de ahí a esos mirones.Cuatro gatos en el pueblo y tienen quevenir a ver la fiesta. ¡Vaya, vaya, no seme quede ahí pasmado!

El coronel volvió grupas, oprimiócon las rodillas los flancos del caballo ytrepó hasta una pequeña milpa paraobservar desde allí el zafarrancho.

Media hora más tarde, los hombresde Búrbano comenzaron a salir delbosquecillo. Traían caladas lasbayonetas y habían dejado en el suelo

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los morrales para ascender más deprisa.—Ahí vienen —murmuró Rufino.Luego, inesperadamente, murmuró

con los dientes apretados:—¡Ese maldito piojoso! ¡Cuando

averigüe quién es, lo voy a despellejarvivo!

Néstor no dijo palabra. Durante laúltima hora, Rufino había repetido laamenaza varias veces. Y entendía suindignación. Alguien, a quien se referíasiempre con el nombre del piojoso, loshabía delatado. Alguien había advertidoa Búrbano del lugar donde los rebeldesle tenderían la celada. Y ésa debía deser la razón de que la tropa del

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corregidor se hubiese detenido a unadistancia prudente de la colina parapreparar el asalto desde allí.

Sólo un par de horas antes estabanen posición de ventaja y con lainiciativa en sus manos. Pero la delaciónlo había cambiado todo. Se habíaperdido el factor sorpresa y, detramperos al acecho de una fieradesprevenida, se habían convertido envíctimas de su propia trampa.

—El gobierno ha de tener espías entodas partes —explicó Néstor—. EnChiapas, en México, aquí.

—Ya sé, ya sé, licenciado —repusoRufino, con irritación—. El mundo está

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lleno de cabrones, pero, por Dios, y auna pesar del piojoso, que hoy vamos adarles a éstos en la madre.

Néstor movió la cabeza de arribaabajo en señal de acuerdo. Como enotras ocasiones, no habría sabido decirsi algunas expresiones de Rufinoobedecían más a la arrogancia que a laimprudencia, pero no podía dejar deadmirar la confianza que aquel hombretenía en sí mismo y en su habilidad parainspirársela a aquel puñado de hombresa quienes había dirigido sólo minutosantes una fervorosa arenga.

Vamos a cambiar la historia del paísen este cerro, les había dicho con

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sencilla oratoria. Lucharemos aquí hastamorir. No habrá rendición. Si lohacemos, no tendrán compasión denosotros. Nos fusilarán sincontemplaciones o nos colgarán de unpino. Eso si no nos cortan la cabeza. Losé muy bien, los conozco. Sólo tenemosuna salida, vencer. Vencer a toda costa.

A Néstor le había corrido unhormigueo por la espalda. En esostensos minutos, Rufino había propagadoentre el grupo de rebeldes el irresistibleatractivo del garañón que conduce lamanada, sobre todo cuando aquelhombre tosco y brutal, hecho a lasasperezas de las sierras de San Marcos,

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concluyó su exhortación diciendo:—No es la fuerza de un ejército lo

que forja las victorias. Es el valor y elespíritu de sus hombres. Somossuperiores por eso. Y también másfuertes. Vamos a derrotar a esossoldados porque, para ellos, éste es sóloun combate más. Para nosotros, encambio, es el más importante de nuestravida. ¡Hagamos una patria nueva y justapara nuestros hijos y los hijos denuestros hijos! ¡Viva la libertad! ¡Muerala tiranía de la aristocracia y de loscuras!

A la arenga siguió un profundosilencio. Y Néstor no pudo por menos de

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recordar las palabras de Mclnnery enThe Palisades. La vida te ha traído hastaesta colina, se dijo, y no te queda otraalternativa que luchar. Todo sucederá ensegundos, después de ese silencio quepone en orden tu mente, después derecordar las mejores horas de tu vida,tus ideales, tus amores. No es el whiskylo que infunde valor. Ni la arenga delteniente. Ni el sonido del clarín. Son tufe y tus convicciones las que te ponen enpie.

El toque de carga sonó en el interiorde la arboleda. Los tambores

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comenzaron a batir y la tropa deBúrbano se lanzó al asalto, colinaarriba, exhalando un griterío aterrador.

Néstor experimentó un espasmo.Tenía las manos heladas y las sienes lelatían con violencia. La turba transmitíaun terror primario, pero, a la distanciaque se encontraba, sus carabinas erantodavía inútiles.

Así se lo había explicado a Rufinocuando, tras una breve deliberación conel sobrino del general y los demásoficiales, el guerrillero se inclinófinalmente a aceptar la táctica sugeridapor Néstor. Los hombres se habíanescaqueado a lo largo de la cumbre y

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ahora observaban, sus ojos en el puntode mira, sus dedos en los gatillos, elprogreso de la tropa de Búrbano.

—Recuerde que ellos sólo podránhacer un disparo —le decía Néstor aloído—. No tienen tiempo para más. Nose pueden entretener recargando suscarabinas de mecha. La distancia esdemasiado corta. Se la van a jugar en elcuerpo a cuerpo. Por eso hay quedetenerlos ahí abajo.

—¿Dónde?—Aguarde un poco.Los hombres de Rufino tenían una

instrucción precisa, una sola. No debíandisparar hasta que él diese la orden.

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Y Rufino no lo iba a hacer hasta queNéstor le dijera a qué distancia losRemington eran más efectivos en manosde unos oficiales a los que el licenciadohabía entrenado personalmente y de cuyaefectividad podía hacer algún estimado.

—Deje que se acerquen más —acertó Néstor a murmurar con la bocaseca.

Esperar aquella avalancha era comover venir a un tigre rugiendo. Y por elgesto de Rufino, dedujo que tampoco aél le gustaba lo que veía. Los hombresque, zigzagueando entre los arbustos,ascendían a la colina podían serignorantes y toscos, pero no eran

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salteadores como los del río, sino genteavezada al combate. Se percibía en susmovimientos, en la manera de portar elarma, en la disciplina que mostraban alcorrer, en cómo seguían lasinstrucciones de los oficiales que, con elsable en una mano y un revólver en laotra, les gritaban y hacían señales paraacelerar la marcha de las puntas yenderezar las líneas de ataque. Laapretada formación se empezaba adesdoblar hacia los lados y ahoraintegraban dos líneas compactas queiniciaban un movimiento envolventehacia la cima de la loma.

La tropa estaba cada vez más cerca,

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pero, aun con el corazón en la boca,Néstor dispuso esperar. Debíasobreponerse al pánico de una posiblemuerte súbita y pensar con calma. Hacerfuego desde aquella distancia habríasido dilapidar la munición.

Cerró los ojos y se encomendó a SanBrendan Mcln-nery, suplicándole que laestrategia resultase. Y cuando los abrióde nuevo, los hombres de Búrbanoestaban ya a unas sesenta yardas.Entonces, se inclinó al oído de Rufino ysusurró:

—Ahora, mi coronel.Rufino se puso de pie, dio unos

pasos atrás, desenfundó el sable y gritó:

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—¡Fuego a discreción! ¡Fuego!¡Fuego!

Néstor se llevó el rifle a la mejilla y,enardecido, comenzó a disparar con lamisma rapidez y eficacia con que habíatiroteado a los patos de Bergen County.

La descarga fue arrasadora. Variossoldados cayeron como costales,fulminados por las balas. Los rebeldesdisparaban con destreza y, en menostiempo de lo que se dice, sembraron eldesorden en las dos líneas de ataque.

A la tropa de asalto no le quedó másremedio que arrojarse al suelo para

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protegerse del mortífero abejero quebajaba de la loma. La poderosapercusión de los Remington y laimplacable tempestad de metralla quebrotaba de ellos impedía a los soldadosde Búrbano ponerse en pie. Caíatronchada la vegetación al impacto delas balas y del suelo emergía un furiosorocío de arcilla, como si la tierraestuviese reventando por sus poros.

El corregidor no podía creer lo queestaba viendo. Una descarga decarabinas solía producir un tableteoirregular, debido a los fallos en elencendido de algunas y a la explosióndesigual de la pólvora en otras. Pero

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aquellas detonaciones eran ciertamenteaterradoras. Jamás había presenciado nioído nada semejante. Sólo una máquinapodía producir un ruido así. O unbatallón de tiradores apostados en lacima de la loma.

—¡Atrás, atrás! —gritó fuera de sí—. ¡Corneta, toca retirada! ¡Retirada!

Se sentía indignado y confuso. Porprimera vez en su vida de militar, elviejo principio napoleónico según elcual la potencia de un ejército consistíaen multiplicar el número de hombres porla velocidad del avance, y del que eranejemplo asaltos como los de El Alamo ola colina de Chapultepec, había

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fracasado. Algo no funcionaba en elesquema. Aquellos tipos disparaban conuna precisión insólita y desde unadistancia a la cual las carabinas demecha no eran más útiles que palos deescoba.

Cuando la tropa logró refugiarse enel bosque de pinabetes, Búrbano estalló,iracundo:

—Dígame, Guillén, por su madre,¿quién le dijo que eran solo veinte otreinta?

—El cuije, mi coronel, el quetenemos en Comitán de las Flores. Y elpastor. También él dijo que eran muypocos.

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—¡Pues ahí debe de habercuatrocientos!

El capitán estaba tambiéndesconcertado.

—No suenan como carabinas, micoronel. Tienen que ser rifles de últimageneración.

—¿Qué es eso de última generación?—Rifles modernos, mi coronel,

armas muy nuevas.—¿Y por qué no informó el cuije de

eso?—Parece que no es militar, señor.—¿No es militar? ¡Ah, la gran

púrpura! ¡Por eso estamos comoestamos! ¡Y ustedes —les gritó al

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corneta y al tambor—, dejen ya de tocaresa mierda!

Néstor inspiró hasta que el airehinchó totalmente sus pulmones. Latáctica Mclnnery había funcionado a laperfección. En pocos minutos, losRemington habían disparado unosquinientos tiros, en tanto las carabinasde Búrbano sólo habían hecho veinte otreinta, la mayoría al aire. No había niun rebelde herido. En cambio loscuerpos de los soldados caídos yacíandiseminados, como ropa puesta a secar,en las faldas de la loma.

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Miró hacia donde estaba Rufino. Porprimera vez desde que Búrbano lanzó elataque, lo veía quieto. Tenía los ojospuestos en el bosque de pinabetes y elairecillo de la tarde hacía flamear en sucostado la garibaldina roja. Y alrecordar el ataque, largo mientras lovivió, corto al evocarlo ahora, lepareció que aquel hombre que gritaba yencendía de entusiasmo a sus hombres,no era el guerrillero tosco y brutal quehabía imaginado, sino uno de esospredestinados que aparecen de manerainesperada en la historia de los pueblos.

Los ayes y los lamentos llegabanhasta donde Néstor se hallaba, pero eso

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le importaba menos que la agitación quesentía y que era semejante a laexperimentada en el Grijal-va. Suesternón había vuelto a vibrar con lareciedumbre del tiroteo y, mientras éstehabía durado, todo alrededor de él habíadejado de existir: Tacaná, el volcán, elfrío, los cerros, las torrenteras. Inclusoel recuerdo de Clara se había esfumado.Su vida se había centrado en la mira yen el dedo que tiraba del gatillo. Cadadisparo había sido para él un instanteganado a la muerte, y cada hombre quederribaba, una nueva oportunidad deseguir viviendo.

En aquella hora límite, la esencia de

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la vida se había reducido a algo tansimple como matar para vivir. Y ahora,mientras tomaba aliento, pensaba quequizás no hubiera conmoción más fuerteni sacudida interior tan poderosa comola de jugarse la vida en combate.

Media hora después, la tropa deBúrbano intentaba de nuevo el asalto ala colina, sólo que con todos sushombres, incluida la compañía derefresco que aguardaba en elbosquecillo.

El enjambre de soldados asaltó laposición rebelde con renovados bríos,

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pero el cuerpo a cuerpo no llegó nunca aproducirse. Las descargas de losRemington azotaron la formación comoun mal viento y, una vez más, laacometida perdió fuelle a mitad de lapendiente.

Los soldados de Búrbano estabanotra vez en el suelo. No había manera desaber cuántos muertos y heridos habíacostado el asalto, pero la ladera parecíano tener vida. El abanderado yacíaabrazado al estandarte, junto al capitánMariano Guillén, quien respirabaangustiado y con la boca muy abierta acausa de un plomazo en el vientre.

—¡Alto el fuego! —ordenó Rufino

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—. ¡No usen los cartuchos con tantaalegría! ¡Y no disparen hasta que sepongan de pie otra vez!

Se había percatado de que lapuntería de sus hombres no era todo lobuena que hubiese deseado y que era lapotencia de fuego, más que el pulso delos tiradores, lo que tenía a los soldadosde Búrbano comiendo tierra.

Néstor paseó la mirada por elescenario del combate. Algo más alládel bosquecillo de pinos, en una milpasituada a unas trescientas yardas,alcanzó a divisar un militar a caballo.Intuyó que debía de ser alguienimportante y, levantándose del suelo,

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puso una rodilla en tierra, afirmó elcodo en la otra, dirigió el rifle hacia elblanco e hizo fuego.

—¡Puta, licenciado! —gritó Rufino—. ¿Es que está sordo? ¡He dicho quealto el fuego!

Fue un tiro limpio y sin eco. Todoslo pudieron ver. También Rufino. Elcaballo alzó las patas delanteras, agitólas crines y cayó sobre el jinete.

Néstor hizo un gesto decontrariedad. Desde que la bala saliódel Remington, supo que había matadoal caballo, no al jinete. La cabalgadurano se movía y sólo se alcanzaban a verlos brazos de quien la montaba,

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haciendo esfuerzos por librarse delanimal.

Dos soldados corrieron a la milpacon el fin de ayudar al caído, peroNéstor no lo permitió. Continuóhaciendo disparos y obligó a los doshombres a refugiarse otra vez en elbosquecillo.

Finalmente, el oficial logró zafarsede la montura y escapó cojeando haciael bosque.

—¡Es el coronel Búrbano!—gritóJulio García Granados.

—¿De veras? —quiso saber Néstor.—Sí, es él —refunfuñó Rufino.

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La niebla se había empezado a posarsobre el valle. Muy pronto las colinas,las hondonadas y los caminos quedaríanocultos bajo una espesa bruma. Y esopesó sin duda en el ánimo de Búrbano,pues, minutos más tarde, el sonido de unclarín tocaba de nuevo retirada y lossoldados corrieron a refugiarse en elbosque de pinabetes.

Rufino decidió no acosarlos ypermitió que se llevasen los heridos ylos muertos. Y poco después, ladesmoralizada tropa volvía a apareceren formación de a dos por el lado Estede la arboleda. El corregidor de SanMarcos debía de haber concluido que

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era prácticamente imposible desalojar alos rebeldes de la loma, peor conaquella niebla cuyos primeros mechonesagrisaban ya el verdor de los cerros.

Cuando Rufino comprobó que elcoronel se retiraba, camino arriba, endirección a Ixchiguán, corrió a dar vivasjunto a sus oficiales y sus hombres.Tomó por los hombros a Néstor y,zarandeándolo con fuerza, acertó adecirle:

—¡Sabía que era usted un tipojodido!

Le brillaban los ojos y tenía larespiración agitada. Y Néstor quisopensar que, después de tantas derrotas y

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traspiés, aquél debía de ser el triunfomás importante en la vida de Rufino. Niun soldado del Gobierno había logradoalcanzar la cima de la loma. La causa dela libertad estaba a salvo, siquiera porel momento, y con ella el prestigio de unhombre que hasta aquel Lunes Santoquizás había pensado alguna vez quealguien había torcido las rayas de sumano.

Pero no fue más allá de aquellabreve efusión. Su carácter le impedíapermitir que la alegría le embriagara,como si con ello temiera revelarflaquezas o perder el control de símismo. Los descorches los dejaba para

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la reprensión, la mordacidad o la cólera.Expresar con espontaneidad el gozo porla victoria hubiese sido mostrar supersonalidad al desnudo. Rufino era unhombre extremadamente hábil paradirigir, inspirar a sus hombres o hacersetemer, pero, al mismo tiempo, era unlisiado emocional, una persona incapazde mostrar sus sentimientos más nobles.

Con todo, debió de pensar que teníauna deuda con Néstor. Y como unaconcesión, que de otra parte desviabasus emociones hacia un asunto menosimportante, y que de paso le evitabaenfrentar el júbilo cara a cara, dijo unavez más con los labios tensos:

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—¡Voy a encontrar al piojoso quenos delató, licenciado! ¡Y cuando loencuentre, le juro que voy a romperle elalma!

Néstor comprendió que Rufino teníala necesidad de mostrarse fuerte ypunitivo a toda hora, incluso en la másventurosa de su vida. Lo importante yano era el momento, la victoria queacababa de alcanzar, sino el futuro, loque había que hacer en adelante, fueraencontrar al piojoso, reclutar máshombres en la sierra o entrar comovencedor en la capital. Lainconformidad con el presente y la prisapor cambiarlo era el signo más

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revelador de su carácter. Y ésa era sinduda la causa de su perenne hosquedad yde que no pudiera mostrarse nunca comouna persona feliz.

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9. Esperando a losbárbaros

«La noticia llegó a la capital con loscaballos de Don-Chema Samayoa. ElGobierno había bajado los brazos, traslograr que el gobernador de Chiapasdesarmara y encarcelara a los rebeldes,y la correspondencia volvió a fluir através de doña Soledad Moreno, lamensajera del club.

»No puedes imaginarte el efecto quesurtió aquella victoria. Un pequeño

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grupo de valientes había clavado unalanza en el costado conservador y elreconocimiento hacia ellos se volvió uncallado estruendo. ¿Hay algo másexcitante que un guerrero victorioso? Sí,Elena: que ese guerrero sea tuenamorado y tu héroe.

»Tacaná había sido sólo unaescaramuza, pero su nombre, el de unpueblo ignorado y remoto, perdido enlas estribaciones de la Sierra Madre, sevolvió para nosotros tan grande comopara los ingleses Trafalgar o Waterloo.Pronunciado en voz alta, enardecía a lossofocados, engendraba vehemencia enlos más fríos y convencía a los

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conservadores de que, en efecto, losbárbaros estaban a las puertas de laciudadela.

»En medio del desaliento en que mehallaba, sin saber qué había sido deNéstor ni si seguía en prisión, ocurría loque menos hubiera podido esperar. Perono quería hacerme ilusiones. Se mehabían disipado tantas que no deseabaabrigar otras nuevas.

»Pasado un mes de aquel hecho,doña Cristina de García Granadosreunió a las amigas en su casa, sopretexto de celebrar el cumpleaños deuna nieta. Dejó las puertas del zaguánabiertas para que los orejas del

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Gobierno viesen que era una fiestainfantil y a nosotras nos encerró en elcuarto del segundo patio donde nosrefería noticias y nos contaba secretos.Allí nos dijo, muy excitada, que suesposo había cruzado la frontera ytomado el mando de la revolución. Lasarmas confiscadas por el gobernador deChiapas habían sido, al fin, devueltasgracias a las gestiones de don Miguelcon Benito Juárez quien, además, lehabía proporcionado más armas. Yahora el general se dirigía a la Costa Surcon una fuerza de trescientos hombres,bien armada y entrenada.

»Con mucho sigilo, puso entonces

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ante nosotras una proclama clandestina,firmada por el propio García Granados,en la que, desde lo que él llamaba suCuartel General en marcha, habíaescrito un manifiesto dirigido a lanación donde anunciaba su intención dederrocar una dictadura «torpe eignorante», y de plantar en su lugar lalibertad, así como un gobierno de leyes.<Todos los que amáis a vuestra patria>,decía el papel, <todos los que detestáisla tiranía y deseáis vivir tranquilos,gozando de la libertad y regidos por unsistema legal, venid a mí, ayudadme aderrocar una administración tiránica yodiosa>.

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»No me pude contener y pregunté adoña Cristina si Néstor había sidotambién liberado. Me dijo que sí consonrisa cómplice y que don Miguelaspiraba a establecer lo antes posible ungobierno provisional. No queríacombatir al Gobierno en las sierras nidirigir una guerrilla nómada, como la deSerapio Cruz. Quería organizar unejército en regla y, para esa tarea,Néstor, uno de los héroes de Tacaná,jugaba un papel decisivo. Y lo que donMiguel se proponía ahora era tomar unaciudad o un pueblo importante, pues suestrategia consistía en convertir el paísen una república bicéfala, a fin de sacar

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a Cerna de la capital y combatir encampo abierto.

»Era un día de mayo, luminoso yazul. Y a doña Cristina le asfixiaba eljúbilo. Todo lo veía tan fácil. En ElSalvador había caído el gobiernoconservador de Miguel Dueñas y elliberalismo avanzaba en el istmo demanera incontenible.

»Pero la vanidad nacida de algúngolpe de fortuna puede hacer estragos enel ánimo engreído. Sucede algosemejante a cuando juegas toda la nochea las cartas y no ganas una mano. Depronto te viene una buena y ganas. Unamiseria, un pellizco, pero ganas. La

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confianza muestra su inclinación alexceso y, por mínima que sea laganancia, ese triunfo es capaz de borrartodas tus derrotas anteriores. Nadie teadvierte que debes tener prudencia y loabsurdo que es pensar que en lasiguiente mano puedas hacer saltar labanca, salvo que la pasión por jugar tehaya trastornado el juicio».

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10. Deuda de vida

Retalhuleu,domingo 14 de mayo de 1871

La columna rebelde vadeó el río Nila hora temprana con la mismatranquilidad que los venados bajaban aabrevar en sus aguas, ajenos a la miradade los cazadores. El día prometía sercaluroso, pero el sol, una deslumbrantey rojiza patena, era todavía benigno.Quizá por eso la hueste rebeldemarchaba de buen talante. Se podía

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percibir en la animación que reinabaentre ellos mientras cruzaban el tupidobosque que el Nil dividía en dos. Losabruptos caminos de la sierra, lasnieblas, la humedad, el frío, habíanquedado atrás, y los hombres agradecíanahora el aire cálido y cargado defragancias de la Costa Sur.

Néstor Espinosa, empero, cabalgabaacuciado por uno de los intraducibiespálpitos que de vez en cuando leasaltaban. Basilio, quien marchaba juntoa él inmerso en un atropelladomonodiálogo en voz alta que competía aesa hora con el ruidoso parloteo deurracas, loros y otros moradores de la

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arboleda, se percató de la escasaatención que Néstor le prestaba einterrumpió la cháchara.

—¿Te ocurre algo, estás bien?—Sí, estoy bien. Es sólo que esto no

me gusta.—¿A qué te refieres?—A que no me convence que el

corregidor de Retalhuleu, hayaabandonado el pueblo con su tropa yhaya dicho pasen adelante, están ustedesen su casa.

—¿Cuánto falta para Retalhuleu? —preguntó alguien cerca.

—Cosa de media hora —respondióBasilio.

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Saint-Just se había aproximado a lapareja y Basilio lo metió en laconversación.

—Una pregunta, doctorazo. ¿Ustedcree que la gente de este pueblo nosquiera hacer una chulada?

—No, no lo creo. San Marcos serindió así. El corregidor y sus tropas selargaron y aquí vuelve a ocurrir lomismo. El corregidor Cárdenas y elalcalde Sologaistoa sabían lo que lesesperaba si no entregaban el pueblo. Searralaron y dieron el piojo. Y no haymás.

Lo dijo en el tono petulante que leera peculiar. La guerra y el exilio habían

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acentuado los huesos de su rostro y seveía más flaco. También su extremismose había afilado y, debido a quedominaba como pocos la retóricaradical, se había alejado de GarcíaGranados para convertirse en consejerode Rufino.

Su explicación tenía, no obstante,fundamento. La política del presidenteCerna de permitir a los rebeldes entrarcon libertad en los pueblos de tierrafría, a fin de evitar daños a personas ybienes, parecía refrendarse en tierracaliente. Guadalupe Sologaistoa, alcaldede Retalhuleu, se había acercado algeneral García Granados la noche antes

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con el fin de rendirle el pueblo. Yaunque hasta Rufino había visto el gestocon buen ojo, a Néstor le parecía rarauna táctica tan benévola en un gobiernoque no se andaba con finuras a la horade castigar y reprimir. Pero no podíaexplicar su suspicacia de otro modo queno fuese aquella misteriosa punzada quese le ponía de vez en cuando por debajodel esternón.

—De todos modos, no me huele bien—dijo—. Esto de dejarnos entrar en lospueblos como Pedro por su casa debe deobedecer a una estrategia.

—No busque pelos donde no los hay—replicó Saint-Just—. Cárdenas no

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podía defender la villa. Su tropa estabamal armada y, llevándosela deRetalhuleu, evitaba que se uniera a lanuestra.

—Puede, pero Sologaistoa no meparece de fiar. Decir que entregabaRetalhuleu por haber leído el manifiestode García Granados y sentirseentusiasmado con las ideas del generales algo que no puedo creer. Yo no mefiaría un pelo de un tipo que, siendoconservador, se convierte en liberal dela noche a la mañana.

—El general le creyó.—El general se fía demasiado de la

gente.

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—¿Y Rufino? El es quien manda latropa, ¿piensa que también es confiado?

—El problema de Rufino es queconfía demasiado en sí mismo, unpeligro parecido, si no mayor, al deconfiar demasiado en la gente.

Saint-Just y Basilio tenían ganas deseguir hablando, no así Néstor quienazuzó el caballo y se separó de ellos.Ganó la otra orilla del Nil, trepó el taluddel río y allí se detuvo unos momentos.

Desde aquella posición, la columnarebelde causaba una impresiónmagnífica. Luego de casi mes y medioreclutando hombres, tomando pueblos yhaciendo proclamas de libertad, justicia

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y democracia, el esfuerzo se habíatraducido en aquella tropa de unosdoscientos cincuenta infantes y cincuentajinetes. La mayoría era gente de losAltos a la que costaba un triunfoadiestrar en el uso de los rifles,aldeanos enjutos y duros, hechos a lasprivaciones y las penurias, pero queformados en fila de a dos, uniformadosde azul y con el Remington colgado alhombro, parecían una moderna fuerza decombate. La mandaban los oficialesvencedores en Tacaná y algunossoldados de fortuna, como el españolDel Riego y un francés de apellidoBuché, desarraigados de la expedición

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europea que había desembarcado enVeracruz años antes para cobrar ladeuda externa de México.

Algo más atrás marchaba un puñadode indios con fardos a cuestas, mulascon municiones y pertrechos, el pequeñocañón obsequiado por el subprefecto deSan Juan Bautista, al que habíanbautizado con el nombre de El Niño, ymedia docena de vacas, regalo de losOspina, dueños de la hacienda en que latropa había pernoctado la nocheanterior.

La hueste avanzaba a paso tardo. NiGarcía Granados ni Rufino parecíantener prisa en llegar. Y entre eso y que

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era domingo, la columna no divisóRetalhuleu hasta una hora después.

Se detuvieron en las goteras de lavilla. El motivo, les dijeron, era esperara los exploradores que Rufino habíaenviado por delante. Aquellos hombreseran sus mapas y su brújula, genteavezada a la marcha que conocían dememoria la montaña y la costa, lossenderos menos transitados, las fuentesde agua y los vados de los ríos,individuos tan pegados a la naturalezaque, por el vuelo de las aves o el trotede algún venado, podían calcular ladistancia a la que se hallaba la fuerzaenemiga.

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—Demasiado tranquilo —dijoNéstor a Saint-Just, quien se habíadetenido a su lado.

—¿Y qué esperaba de un lugar comoéste?

Nada. A decir verdad no esperabanada. Retalhuleu era uno de los tantospueblos de la costa del Pacífico, unlugar inmóvil y aletargado por el sol deltrópico. Ranchos miserables, alzadoscon tablones y techados con hoja depalma, le daban forma a sus calles, ybuen número de solares vacíos,protegidos con estacas de izote otupidos con una espesa fronda deguarumos, amates y cañas, revelaban su

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condición de pueblo a medio hacer.

Los exploradores regresaron mediahora más tarde con noticias. No había nirastro de Cárdenas. La guarnición habíaabandonado el pueblo, en efecto, y sólouna que otra mujer con un cántaro deagua en la cabeza, algún campesinodesnudo de la cintura hacia arriba, algúnperro vagabundo, deambulaban a esahora por las calles.

La hueste recibió la orden deaprestar los rifles y dividirse en tressecciones, cada una de las cuales debíatomar una calle por la que progresaría

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con cautela hasta la plaza del pueblo.Néstor tomó la del centro, mandada

por Julio García Granados, el sobrinodel general, pero su aprensión no cedía.Las ventanas y las puertas de las casasestaban cerradas y nadie se asomaba aellas, siquiera por curiosidad.

Varias cuadras adelante, alcanzó aver la blanquísima cúpula de la iglesiade San Antonio, emergiendo por encimade los ranchos, pero, cuando pudo ver lafachada, reparó, con más recelo del quehabía sentido hasta ese instante, que laspuertas del templo estaban cerradas apesar de que era domingo.

La plaza de Retalhuleu consistía en

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un cuadrado de unas cien yardas delado, sin más ornamentos que la iglesia,el lavadero público, una fuente, unaceiba descomunal y una cruz de pinoinserta en una peana de piedra. Lodemás era un terral rodeado de ranchosy sin otra construcción digna de talnombre que el edificio municipal, uncaserón de un solo piso y techumbre deteja, protegido en el frente por unantepecho de mampostería.

Cuando Néstor llegó a la plaza, yahabía movimiento en ella. Variosoficiales y soldados se aprestaban aorganizar la vigilancia, en tanto elgrueso de la tropa se dispersaba por el

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pueblo en busca de alojamiento yprovisiones.

De la puerta del edificio municipal,vio salir a Rufino, seguido porGuadalupe Sologaistoa, el alcalde,quien iba y venía tras él, en actitudservil, acompañado por tres concejales.

García Granados llegó pocodespués. Chico Andreu iba a su lado. Elsol había tostado su rostro y, adiferencia de Rufino, quien aún sufría devez en cuando calenturas, parecíapletórico de salud.

Néstor le hizo una señal con elsombrero e hizo ademán de acercarse.Sólo había podido hablar con él un par

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de veces, desde que la tropa se habíareunificado en San Marcos, debido aque Chico, convertido en secretariogeneral del ejército libertador, no seseparaba del general. Quería platicarle asolas, pedirle que el general le dieraunos minutos. El mensaje era muysimple: no quería seguir siendosubalterno de Rufino. Deseaba apartarsede su hostilidad latente y de sus cambiosintempestivos de humor. Rufino era unjefe incómodo, difícil y de limitadaperspicacia con las personas, a lascuales solía juzgar por la barba, el tonode voz o la estatura, más que por suvalía o sus virtudes.

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La señal de Néstor, sin embargo,llegó tarde. El alcalde Sologaistoa se lehabía adelantado y, por sus gestos,Néstor dedujo que expresaba al generalla bienvenida y le ofrecía el edificiomunicipal. García Granados aceptó deinmediato. Su magra constitución no erala más adecuada para una campañamilitar tan agotadora y, a sus sesenta ydos años, necesitaba para reponerse mástiempo del que invertía en la marcha.

Néstor dispuso esperar una ocasiónmejor. Se apeó del caballo y lo llevó dela rienda hasta el abrevadero.

El calor empezaba a arreciar. Laschicharras asfixiaban el aire con sus

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sonsonetes y el resol invitaba a laindolencia. Bebió unos tragos de agua yse lavó el rostro. Se abrió la camisa,posó el rifle en el suelo y se sentó a lasombra de la ceiba que dominaba laplaza con su imponente altura.

De una de las esquinas vio salir aRufino quien atravesó la plaza endiagonal y se dirigía a grandes pasos ala iglesia, seguido por Andrés y Goyo,sus dos lugartenientes. Con todaseguridad, quería poner al cura bajovigilancia. Siempre lo hacía cuandotomaban un pueblo. Pero su marchaquedó interrumpida cuando algunasdetonaciones aisladas le dejaron

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clavado en el atrio, inmóvil, como unaimagen devota.

No era fácil identificar el origen deltiroteo. Los disparos parecían venir delos cuatro puntos cardinales, excepto elsur, pero, en instantes, se volvieron unfuego nutrido que impulsó a Néstor aponerse en pie.

De las calles que desembocaban enla plaza fluían soldados rebeldes a todacarrera. Uno de ellos se detuvo frente aljuzgado, con la cintura doblada, tratandode recobrar la respiración.

Rufino le gritó:—¡Melesio! ¡Melesio, aquí! ¿Qué

sucede?

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Melesio de León, un joven deMalacatán recién ascendido a sargento,corrió hacia la iglesia.

—¡No se habían ido!—¿Cómo que no se habían ido?

¿Quiénes?—¡Los soldados de Cárdenas!

¡Estaban escondidos tras los ranchos yen los predios vacíos del pueblo! Nosdejaron pasar y, cuando nuestroshombres llamaron a las puertas de lascasas pidiendo comida, les recibieron atiros. Muchos están subidos en lostechos de palma y desde allí cazan a losnuestros como venados.

—¡Voy para allá ahorita mismo!

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—No se puede, Rufino. Estamoscercados. Un batallón del Gobierno hatomado las entradas del pueblo y no haymás salida que el sur. Y tampoco estoymuy seguro.

—¿Un batallón? El más próximoestá en Quetzaltenan-go, a un día deaquí.

—Alguien nos ha debido delatar.—¿Y los centinelas que dejamos a la

entrada del pueblo?—Todos muertos.—¿Todos? ¿Los cinco?El sargento asintió con gesto

preocupado.—¿Cuántos son, tienes idea?

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—No lo sé. Unos cuatrocientos, digoyo.

—¡Julio! —gritó Rufino, al ver alsobrino del general—. ¡Que el trompetade órdenes toque generala! ¡Tenemosque resistir aquí! ¡Sitúe a los hombresen las calles y coloque el cañón en estaesquina de la iglesia!

No eran órdenes sencillas decumplir, pues los estampidos sonabancada vez más cerca. Las fuerzasgubernamentales avanzaban comoémbolos hacia la plaza, siguiendo elmandato de una lejana trompeta queejecutaba, siniestra y nerviosa, el toquede degüello.

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A Néstor se le hizo evidente queaquél no era el tipo de combate quemejor dominaba Rufino. Su periciaestaba en la sierra, entre barrancas ylomas, no en ratoneras como aquélla. Laefectividad de los Remington sería allílimitada, ya que, salvo que se produjeraun milagro, ambos bandos se enzarzaríanmuy pronto en el cuerpo a cuerpo.

—Son demasiados Rufino —le dijoAndrés—. No podremos resistir.

—¡Claro que podemos! ¡Peroprimero tengo que ver qué ocurre ahífuera! ¡Mariano!—gritó en tonoconminatorio.

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Mariano Aguilar, a quien decíanCoyote, era el último oficial reclutadopor Rufino, y había organizado en SanMarcos una compañía de jóvenes, deentre dieciséis y dieciocho años deedad, a quienes llamaban Los Duendespor su astucia y su sigilo para moverseen combate.

—¡Usted y Melesio —le ordenó—,traigan a sus hombres! ¡Que entren en lascasas de la plaza y saquen todo lo quepueda arder, ocote, fósforos, retazos, ynos sigan! ¡Y usted, licenciado, véngaseconmigo!

Rufino corrió hacia el tanque delavado, seguido por Néstor, y se

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acurrucó allí unos momentos. Observólas calles que desembocaban en la plazay, tras comprobar que no había nadie endos de sus esquinas, corrió calle abajo,en busca de la vereda que circundaba lavilla.

Tres cuadras adelante giró a laizquierda y, sin dejar de correr, tomó elrumbo por donde suponía que seacercaban las tropas gubernamentales.Como a la mitad del pueblo, se detuvoen una esquina y dio un súbito pasoatrás. Con un gesto de la mano detuvo lacarrera de Néstor y pegó la espalda a lapared de bajareque.

—Son santarroseños —dijo, en voz

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baja.Néstor hizo un gesto de no entender.—Los hombres mejor entrenados de

las milicias de Cerna. El alcalde nosmintió. Debieron de decirle que lossantarroseños venían hacia acá y nostomaron el pelo. Entre él y el corregidorplanearon la comedia de abandonar lavilla para unirse al batallón que nosvenía siguiendo y emboscarnos en laplaza.

Sus ojos se movieron hacia el alerodel rancho. Una brisa procedente del suragitaba la palma de la techumbre.

—Alguien le avisó al Gobierno —dijo.

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Después agregó, furibundo:—¡Ese piojoso hijo de su madre...!Melesio y Coyote llegaron a la

esquina, seguidos por sus hombres.Traían atadijos de ocote, pedazos demanta y dos latas de petróleo que habíanconseguido en el ayuntamiento.

—Vamos a impedir que esas ratascontinúen avanzando hacia la plaza —les dijo Rufino—. Para eso, hay quecortar el pueblo en dos con una barrerade fuego. Una parte de los santarroseñosquedará atrapada entre las llamas y laplaza. La otra, de este lado de las llamasy aislada de la otra. Distribúyanse a lolargo de esta calle y empiecen a quemar

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ranchos. Quiero ver la barrera de fuegoen diez minutos, ¿entendido? Y cuandolos santarroseños pretendan cruzarla, selos abrochan a balazos. Nosotrostenemos que regresar ahora. Vamos, lie,yo iré delante. Usted cúbrame lasespaldas.

Salieron a la vereda por la quehabían venido. Rufino se detenía en cadaesquina, echaba una ojeada al interiordel pueblo y hacía señas a Néstor de queel camino estaba libre.

A media carrera, escucharon unafortísima explosión. El Niño debía dehaber empezado a hacer fuego, pero,entre la deflagración y el griterío que se

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desató en las calles, ninguno de los doshombres alcanzó a oír los cascos de uncaballo atrás de ellos.

Néstor se volvió justo a tiempo dever cómo se le echaba encima un oficialque, sable en alto, se aprestaba adescargarlo sobre su cabeza. Escuchó elsilbido del acero cerca de la nuca y, sibien logró apartarse del caballo, nopudo evadir el mandoble. Sintió uninesperado escozor y se llevó una manoa la espalda. La punta de la hoja le habíahecho un corte a la altura del omóplato ysintió con desagrado en los dedos latibieza de la sangre.

Pero el oficial no se detuvo. Siguió

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galopando hacia Rufino quien cayóatropellado por un brutal empujón delanimal. El jinete tiró de la rienda yvolvió grupas. Espoleó al caballo y, amedia carrera, desenfundó el revólver ycorrió hacia Rufino, quien, todavíaaturdido y con una rodilla en el suelo, nolograba incorporarse. El santarroseñoamartilló el arma y la enfiló hacia elrebelde con el visible propósito deejecutarlo.

Néstor no tuvo tiempo de apuntar. Sellevó el rifle a la cadera y disparó. Eloficial cayó al suelo, boca arriba, con unorificio en el pómulo y la miradaperdida en el cielo.

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Dos soldados aparecieron en unaesquina. Al ver a Rufino, se llevaron lascarabinas al rostro. La camisa roja delcomandante rebelde era seguramente unareferencia conocida por ellos y a lagaribaldina enfilaron las armas.

Néstor disparó otras dos veces. Unode los soldados cayó de rodillas. El otrosoltó la carabina y se llevó las manos alpecho.

El caballo del oficial caracoleaba,entretanto, sin rumbo. Néstor se plantóante él con . los brazos en alto,consiguió atrapar la rienda y lo montó.Galopó luego hacia Rufino, quien habíalogrado erguirse, y le tendió una mano.

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Rufino se aferró a ella y, de un salto, sesubió a la grupa del corcel.

A sus espaldas oyeron más disparos.Otro grupo de san-tarroseños habíairrumpido en el andurrial y vaciaban suscarabinas contra los dos fugitivos.Néstor giró en la primera calle que vio ylanzó el caballo a galope tendido endirección a la plaza.

El recinto continuaba en manos delos rebeldes. Los hombres de añildisparaban sin tregua tras losimprovisados parapetos levantados conpuntales y piedras.

Se apearon de un brinco y Rufinoordenó a Néstor:

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—¡Encarámese al campanario de laiglesia con un par-de hombres y vea quépuede hacer desde ahí arriba!

Cuando Néstor alcanzó la torre,Retalhuleu era ya un infierno. La barrerade fuego se había extendido a todo elpueblo y devoraba casas, tiendas,establos. La gente abandonaba espantadasus míseros ranchos y las callejas eranríos de humo y fuego donde se combatíaa ciegas en medio de un fuerte olor apólvora y a carne achicharrada.

Néstor comenzó a disparar desde elcampanario a los francotiradores que,subidos en los techos de ranchos aún sinquemar, causaban numerosas bajas a los

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rebeldes. Más allá de la barrera defuego, decenas de soldados retrocedíanhacia las afueras de la villa, acosadospor Los Duendes, en tanto los sitiadoresaislados entre el fuego y la plaza eranahora los sitiados.

Poco a poco, la potencia de fuego delos Remington comenzó a imponerse alde las carabinas de mecha, pero en unade las calles se había llegado al cuerpoa cuerpo y una vivienda de la plazahabía sido tomada por lossantarroseños.

Rufino pidió a gritos el cañón yordenó apuntar a la endeble vivienda. Elpropio Rufino acercó el botafuego a la

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pieza y El Niño disparó una imponenteandanada de metralla que, en medio deuna nube de polvo y astillas, abrió unboquete en la casa. Varios rebeldesingresaron a ella bayoneta en ristre yremataron a los soldados que se habíanatrincherado allí.

Agobiada por el humo, el calor y elpoderoso fuego de los Remington, latropa atacante empezó a retirarse de unaRetalhuleu oscurecida por negrospenachos de humo cuyo irritante hálitoobligaba a huir del lugar a animales ypersonas.

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Al caer la tarde, los humos aúncontinuaban emanando de viviendasconvertidas en ceniza, horconesennegrecidos y tablas carbonizadas.Familias enteras lloraban a losinfortunados deudos que no habíanpodido escapar de las llamas y semesaban los cabellos ante lo que habíaquedado de sus viviendas. Más detrescientas habían sido consumidas porlas llamas. Agobiados por la sed, losheridos pedían agua, pero sólo unospocos recibían alivio en algún lienzomojado. Otros expiraban solos,

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convulsos por la agonía o despidiendoespantosos sonidos guturales junto acaballos reventados con los dientes depor fuera.

Néstor observaba con crecienterepugnancia el desolado paisaje yreprimía con el pañuelo de Clara elnauseabundo olor que despedía el lugar.Un grupo de indios entre los que elgeneral había repartido alguna platapara que enterraran a los soldados delGobierno, depositaban los cadáveres enuna carreta. La mayoría de los muertoseran adolescentes, no mayores dedieciocho años. No querrían verlos susmadres, pensó Néstor, con los rostros

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desfigurados por el dolor, las carnesdesgarradas por la bayoneta o lametralla, y los ojos, oídos y labiosasediados por oscuros enjambres demoscas. No había dignidad ni gloria enmorir de esa manera y a esa edad. Loúnico que se erguía con petulantedignidad esa tarde en las polvorientascalles de Retalhuleu era la herencia deCaín, su ira, su desvarío, su saña.

Aquél era sin duda el infierno delque le había hablado una vez misterRoss. La revolución repleta de razonesque Néstor había imaginado le mostrabasu rostro más brutal. Y tal vez el máscostoso. Alrededor de treinta rebeldes

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muertos y otros tantos heridos había sidoel costo de la victoria.

El general, sin embargo, habíaquerido salvar los platos con un gesto.Nombró general a Rufino y ascendió asus lugartenientes. Pero no todo quedóen los homenajes. Después del acto,Rufino puso al alcalde frente al muro dela iglesia y lo fusiló sin más trámite.Quemó luego el Corregimiento, la casaparroquial, el estanco de aguardiente yla Administración de Rentas. Al cura ledecomisó dos caballos y el dinero de laslimosnas. Dio permiso a la tropa paraque saqueara las casas y, por último,ordenó abandonar el pueblo con las

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primeras sombras de la noche, por temora que los santarroseños se agruparan yvolvieran a atacar.

Pirro no lo hubiera hecho mejor,pensó Néstor, mientras se alejaban de lavilla. Elias, uno de los Profetas, habíamuerto y Lucio, el sastre, tenía unbayonetazo en las costillas. Tuvo suerteque no penetró en lo blando.

Estiró los músculos de la espalda ysintió de nuevo el ardor. Le escocía elcorte del sable y sentía bajo la camisa lapegajosa humedad de la herida queSaint-Just le había curado y vendado.

—¿Duele?Rufino había puesto su caballo a la

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altura del de Néstor. Llevaba un habanoen la boca y la bufanda escocesaenrollada a la cintura.

Por el tono con que habíapreguntado, Néstor tuvo la impresión deque tal vez quería escuchar de nuevo el«sólo cuando me río», pero, esta vez, norespondió. La fiebre ardía en sus sienesy tenía pocos deseos de hablar.

Rufino se pasó una mano por lanuca.

—No le gustó lo de hoy.Más que curiosidad, parecía una

conclusión, y así tomó Néstor suspalabras.

—Hay muchas cosas que no me

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gustan.—No es eso lo que le pregunto.Néstor movió la cabeza y suspiró.

Era malo llevar la contraria a Rufino,pero quizás era peor no ser sincero conél.

—¿Era necesario fusilar aSologaistoa? —acertó finalmente adecir.

—Usted y sus idealismos pendejos—replicó Rufino, percutiendo la últimapalabra como si fuera un tapón—. ¿Yqué creía usted, que las revoluciones sehacen al baño María?

Apocarse ante Rufino, como hacíancasi todos, era lo que el líder buscaba

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cuando desataba sus iras. Pero si Néstorle conocía bien, su caso era diferente.Cuando Rufino le hablaba en aquel tono,sencillamente buscaba un juicio franco,de hombre a hombre.

—¿Para qué, entonces, quiere sabermi opinión, sólo para enojarse conmigo?

Lo dijo y se arrepintió al instante.Necesitaba a aquel hombre parareconstruir su vida. Se había dadocuenta de que García Granados no podíahacer la revolución solo, ni había nadieen las filas rebeldes con las dotes demando y el temple de Rufino, por másque su carácter le llevara con frecuenciaa un callejón sin salida.

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—No me gusta matar sapos. Merepugnan. Pero a veces no queda másremedio que hacerlo —respondió.

Nunca estaría seguro de si aquelhombre hacía la revolución por un idealo sólo por liberar sus resentimientos ysaciar sus apetencias. Había en él algode contradictorio y mucho de sombríoque no acertaba a discernir. Odiabatanto a la chusma como a los ricos, ytanto a las sotanas como a los serviles.Tenía espinas en la lengua y unapropensión irrefrenable a dominar yhumillar a las personas.

—Yo sólo fusilo a los traidores.¡Gente rastrera, por la gran puta! —

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prosiguió Rufino—. Estos caciques dealdea no merecen otra cosa que lesrompan el hocico. Al Gobierno le dicenque les defiendan. Y a nosotros, quebotemos al Gobierno. Hijos de laretostada... ese alcalde de mierda habíavendido nuestras vidas, las de todos,licenciado. ¿Puede entender eso? Latraición de ese maldito nos ha costadoun buen puñado de muertos y heridos, amás de la piña de renegados que desertóen el combate. ¿Y todavía quiere ustedque le perdone la vida? Hasta ahípodíamos llegar. Todas las revolucionesexigen un tributo de sangre. Deberíasaberlo. Para eso le mandaron a estudiar

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fuera.—No sabía que ese tributo tuviera

que ser tan alto.Sí lo sabía, pero no estaba

preparado para admitirlo. La guerrahabía hecho de él una persona diferentey, más que nada, contradictoria. Se veíacomo un soldado sin haber dejado de serun civil. Y si el combate le causaba unaebriedad arrolladora, la sangre y ladesolación del día después leprovocaban un asco parecido adespertar al lado de una prostituta,atiborrado de alcohol.

—La carrera larga tiene estas cosas,lie. La fatiga y el dolor son por

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momentos tan fuertes que uno estátentado a abandonarla. Y sólo los fuertespueden alcanzar la meta. Olvide lo quesucedió hoy. Lo único que cuenta en laguerra es la victoria final. Y olvidarsede los traidores. En la vida hay queaprender a lidiar con desleales ydesagradecidos. Si no ha aprendido eso,no ha aprendido nada. Me la han hechotantas veces que por eso no confío encasi nadie. Ni siquiera en usted.

Rufino guardó un interrogantesilencio, como siempre que probaba alas personas con su medido sarcasmo.

—¿Y qué creía, que podía confiar enun muchachito de camisa limpia, botas

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recién compradas y el revólver sin usar?Lo primero que pensé cuando le vi enVillahermosa fue que era un coyotedisfrazado, un espía de los cachurecos.Y desde entonces no le quité la vista deencima.

—Me di cuenta.—En Tacaná cambié de opinión. Y

hoy sé que puedo tenerle confianza. Leconfesaré una cosa. Hay, como sabe muybien, un piojoso hijo de mala madreentre nosotros que informa a los espíasde Cerna. No sé quién es ni cómo lohace. Ni si es uno de mis hombres oalguno del general. Hoy he confirmadoque no es usted. Pudo matarme cuando

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caí al suelo y huir con el oficial que nosatacó. Y ahí habría acabado todo. Perono lo hizo.

Por el rostro de Rufino pasóentonces lo que parecía ser un remotogesto de estima.

—No soy hombre delicado, pero síagradecido.

Su voz sonó sincera como pocasveces y Néstor quiso entender que algohabía cambiado en aquel hombre demirada intraducibie que podía expresarmejor lo que sentía en la derrota que enel triunfo.

—Le debo la vida, licenciado. No sécuándo ni cómo podré saldar esa deuda.

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Pero tenga la certeza de que lo haré undía.

No dijo más. Sólo espoleó elcaballo y se alejó en dirección a lavanguardia de la columna.

Acamparon esa noche en lasinmediaciones de San Andrés Villaseca,sobre un terreno pedregoso a orillas delrío Quilá. Rufino y el general departíancon los heridos, se sentaban a charlar entorno a las hogueras y animaban a ladiezmada y abatida hueste.

Al llegar al corro donde seencontraba Néstor, el general se inclinó

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y le preguntó en voz baja.—¿Cómo se encuentra, licenciado?Néstor hizo intención de levantarse,

pero el general se lo impidió con ungesto.

—Bien, mi general —respondió—.Tengo todavía algo de fiebre. Esperoque la herida cicatrice pronto.

—Me alegro. Cuídese mucho. Todosle necesitamos.

García Granados era un hombredébil, e indeciso a veces, pero de buencorazón. A esas alturas de la marcha,todos sabían que le había reclamado aRufino los excesos de ese día. No queríaque se dijera de su tropa que eran una

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cuadrilla de ladrones y asesinos, comose había dicho de Cruz. Pero Rufino,todavía enardecido por el combate, sehabía impuesto a García Granados consu brutalidad y su ira.

Cuando el general se alejó de lafogata, Rufino se sentó junto a Néstor yle alargó un habano. Néstor lo tomó,aunque no fumaba, para evitar un nuevozipizape, y sacando un chirivisco delfuego encendió el puro.

—Hemos caminado en el alambrevarias horas, pero tenemos buenasnoticias —dijo Rufino al grupo—. Latropa del Gobierno se ha regresado aQuetzaltenango. Eso nos dará un respiro.

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Tomaremos el camino de La Antigua.Necesitamos más gente y provisiones.Pero tenemos que seguir moviéndonos.Sin una ruta previsible, sin repe-tirestrategias ni reglas, sin ofrecer ningúnfrente. En las próximas semanas tenemosque ser impredecibles. No podemosdejar de movernos ni quedarnos en unsitio fijo.

Parecía de buen humor. La luz de lahoguera resaltaba sus pómulos y en susojos negros y menudos chispeaba elentusiasmo.

—¿Cómo ha seguido, licenciado?—Más o menos.—¿Qué tiene ahí?

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—Un libro. Me entretiene a ratos.Un poema, en realidad, escrito hacemucho tiempo por un ciego.

—¿Uno de esos que andan por losmercados cantando tragedias?

—No... bueno, sí, algo parecido. Esla historia de un reino gobernado por unamo poderoso. Uno de sus súbditoslogra atraer a un grupo de rebeldes y ledeclara la guerra.

Néstor giró con disimulo sus pupilashacia Rufino. El guerrillero escuchabacon un gesto en el que se confundían lacuriosidad y la desconfianza.

—Tras un sangriento combate —prosiguió Néstor—, el líder rebelde y

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los suyos fueron vencidos, y en castigo,el amo los desterró de la patria.

Rufino enderezó el cuerpo. Lahistoria se parecía demasiado a la suya,a su fracaso al lado de Cruz y a suforzado exilio en México.

—Durante un tiempo, el líder nosupo qué hacer. La derrota le teníaconfundido. Vivía en absoluta soledad yno quería hablar con nadie. Hasta que undía dispuso reunir de nuevo a sushombres. Había concebido un plan.

Los oficiales sentados en torno alfuego escuchaban absortos. TambiénHiram, Saint-Just y Juliano. Sus rostrosenrojecidos por las brasas parecían

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flotar en la oscuridad.—El amo, les dijo el líder rebelde,

nos ha enviado a esta prisión que es eldestierro, lejos de la luz y de la patria,por haber osado alzarnos en su contra.Pero nunca logrará que me doblegue,pues soy tan fuerte como él. Organizaréun nuevo ejército y, desde las sombras,le declararé una guerra permanente.Crearé el caos, la anarquía, el dolor. Siéste es el lugar donde habremos devivir, si el amo nos ha condenado a estepozo de tinieblas, que así sea. Esta seránuestra patria desde hoy. No es la mejor,excuso decirles. Pero aquí al menostendremos libertad, aquí podremos

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gobernar seguros, por más que esto uninfierno sea, pues más vale en elInfierno gobernar, que ser esclavos en elCielo.

Rufino dejó escapar una carcajada.Sólo él había desentrañado la metáfora,pero su curiosidad seguía insatisfecha.

—Eso último del Cielo y el Infiernome gustó —dijo con socarronería—. ¿Yqué sucedió después? ¿Cómo terminó laguerra?

—No lo sé —replicó Néstor conparecida malicia—. Aún no heterminado de leer el libro.

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11. Los idus de junio

«Llevo a junio en el corazón, Elena.El calor da paso a las lluvias, el aguadesempaña los cielos y el rostro delvalle se hermosea con una inesperadalozanía. Cada aurora, la araña teje suencaje de rocío, los barrancos esfumansus vahos con pereza y el sol se vuelveuna antorcha ansiosa de vida queesparce su claridad desde Chinautla alos volcanes. Junio, junio, tibio asilo dela indolencia, en que la dulzura del

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clima invita a malversar la virtud. Lavida cambia con las primeras lluvias yuna siente que todo se renuevaalrededor.

»Pero algo más que el clima habíaalterado la ciudad aquel junio quedividiría nuestra historia en pasado ypresente. La Plaza de Armas brillabacomo el jaspe. La fuente de Carlos III seerguía solitaria y altiva en mitad delempedrado, y las champas y los cajoneshabían desaparecido, luego deanunciarse que el nuevo mercado iba aser inaugurado en los primeros días delmes. Vivíamos a oscuras, sin saber loque ocurría fuera de la capital. El

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ejército libertador, contaban, sedesplazaba sin rumbo, perseguido porlas tropas del gobierno. Se habíanenfrentado en Retalhuleu, en Escuintla,creo recordar, y en Laguna Seca, cercade San Martín Jilotepeque, pero nadiepodía decir si los combates habíanconcluido en victorias o derrotas. Lacasa del general García Granados estabamuy vigilada y doña Cristina habíadejado de informarnos acerca de lo queocurría.

»Un día 7 de aquel mes, la Plaza deArmas amaneció repleta de soldados.Unos seis mil, según cuentas, una miliciaimprovisada de indios sin entrenar y

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armados con viejas carabinas. En laplaza se decía de todo. Que si GarcíaGranados se había proclamadopresidente en Patzicía, que si habíatomado Quetzaltenango, que si Cerna,harto de tantos traspiés, había decididodar en persona jaque mate a losrebeldes.

»Antes de partir al Altiplano, elpresidente se asomó al balcón delhomenaje y, desde allí, agitando en elaire un bastón forrado de plata, espetó ala tropa uno de sus aburridos discursosdel que sólo pude alcanzar a oír susfamiliares gritos de <¡viva nuestroabsolutismo!) y <¡viva yo, mis ministros

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y mis comandantes!). Luego, la tropaenfiló la Calle Real y se dirigió alCalvario. Allí torció hacia el paseo deEl Amate y, cuando empezaban a subirla calzada que conduce al GuardaNuevo, se topó con el centenar deestudiantes que había estadoorganizando Joaquín.

»Ya puedes imaginarte la sorpresadel presidente cuando los muchachos sepusieron a cantar La Marsellesa enespañol:

Marchemos hijos de la Patria,glorioso día luce ya.Otra vez el sangriento estandarte

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los tiranos se atreven a alzar...

»Cerna no pudo soportar el insulto yordenó cargar contra ellos. Algunoslograron escapar hacia el Calvario, peroJoaquín aguantó a pie firme la embestiday trató de descabalgar al oficial quedirigía la carga.

»Fue poco menos que un suicidio. Eloficial le lanzó un mandoble, buscandoel cuello que por fortuna aterrizó en elhombro de Joaquín. Sus amigos lellevaron al hospital San Juan de Dios.Allí le fui a ver. Estaba vendado einconsciente. El profundo corte delsable le había astillado la clavícula y

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tenía otras heridas en el rostro y en elpecho.

»Pocos, sin embargo, dudaban de lavictoria de Cerna. Los conservadoresestaban convencidos de que aquellaprueba que el Cielo les enviaba seríaresuelta a su favor porque Dios estabade su lado. Cerna era para ellos elvaleroso San Miguel, y GarcíaGranados, el mismísimo Satán. Pero losenterados se reían a sus espaldas ya queel nombre del general rebelde eraprecisamente ése, Miguel.

»Fueron días de noticiascontradictorias, de combates sin decidiry victorias sin aclarar. La noticia de un

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triunfo incierto nos elevaba el espíritu alas nubes, al tiempo que el de unaderrota inventada nos lo sumergía bajotierra. Ocurrían cosas inexplicables yextrañas. Se hablaba de compras devoluntades, de traiciones en uno y otrobando. ¡Ay junio, junio, mes de iduscordiales, de buenos augurios queanunciaban una nueva patria y de otrosno tan dulces que nos la querían negar!

»En los últimos días del mes,Totonicapán fue un nombre en boca detodos. Hasta allí se habían movido losrebeldes y en los llanos de Agua Blancase libraba la batalla que muchosconsideraban definitiva. Pero los

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nuestros eran sólo ochocientos contralos seis mil de Cerna. Y eso nos teníamuy angustiados.

»Finalmente, el 29, día de San Pedroy San Pablo, cuando las iglesiasllamaban a campana herida paracolectar el óbolo que se enviaba cadaaño a Roma, supimos que la milicia deCerna huía hacia la capital endesbandada. No se podía creer que tanpocos hubiesen derrotado a tantos. Tresdías llevaba Cerna huyendo de lasfuerzas rebeldes y todos esperábamoscon ansia el desenlace.

»El ejército libertador le alcanzófinalmente en las inmediaciones de San

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Lucas. Cerna subía a toda carrera de LaAntigua, por la Cuesta de las Cañas, conel propósito de salir a Bárcenas yregresar cuanto antes a la capital, parahacerse fuerte aquí. No lo consiguió. Enel cerro de La Embaulada le atacaronlos rebeldes y sólo por milagro pudoescapar a la frontera de Honduras.

»El desastre había sido monumental.La milicia del Gobierno se entregó apuñados, con el rifle culata arriba, y seunió a la tropa vencedora. No era unejército, Elena, era un armatoste. Y sederrumbó al primer empujón.

»La libertad había librado su últimoy definitivo combate. Hasta la

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guarnición del Castillo de San José,muestra Bastilla), como la llamaba mipadre, se había entregado gracias a lasmaniobras, y los dineros de doñaCristina de García Granados.

»El viejo orden, en fin, había muertoy los bárbaros estaban a escasas horasde la ciudadela».

El ejército libertador inició porVillalobos el ascenso al Llano de laVirgen la mañana del 30 de junio de1871. Poco después, cruzaban lasprimeras alquerías, los campos de maízy de frijol, los pastizales de jaraguá, las

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veredas flanqueadas de caña de Castilla.Y al aspirar la intensa fragancia delvalle, en la mente de Néstor seagolparon memorias de infancia yadolescencia asociadas a aquel espaciopoblado con frondosos bosques decedros y pinos. Había cruzado el mar,sobrevivido a la selva, al frío, a laprisión, a una guerra, a las heridas. Yhabía superado la muerte.

Nada de eso, sin embargo, le parecíaahora costoso. Un ciclo de su vida habíaterminado, volvía a la tierra prometida,a la patria. La rueda de su fortuna habíasalido del pozo en que había caído eldía que abandonó aquel valle con la

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vida rota y su vida empezaba arecuperarse, luego de más dos años a laderiva.

En un claro de la floresta pudo ver aun grupo de indios que, apoyados en susazadones, observaban el paso de latropa y se le ocurrió pensar si aquelloshombres tenían noción de la guerra queacababa de librarse y cómo enseñarlesen palabras sencillas lo que habíanganado o lo que él había aprendido.¿Entenderían qué significaba para ellosaquella libertad recién ganada o sería unesfuerzo inútil tratar de explicarles esasy otras cosas, como decía Saint-Justi¿Sería posible llevar hasta aquellas

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gentes de mente sencilla la complejidaddel nuevo orden que los vencedoresdeseaban imponer?

Tenía veintisiete años, pero creíatener la experiencia de un hombremayor. Tantas cosas habían cambiado ensu existencia que le era imposible versecomo el ingenuo pasante, con algo deactor y mucho de iluso, que confiaba enel buen juicio de las personas yrepudiaba la violencia y las armas paracambiar el mundo.

Lo único que no había cambiado erasu amor por Clara Valdés. Seguía tanenamorado de ella como el día en que sehabían dicho adiós. Esa era su

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recompensa hoy, no quería otra. Y lebastaba recordar su beso de despedida ysu rostro aún no desdibujado en sumemoria para sentirse feliz.

La columna se detuvo en el GuardaNuevo, a poca distancia de la capital.Allí la tropa se dividió. Los que novestían uniforme tomaron el camino delos llanos de Ciudad Vieja, cerca de losbaños, con el fin de tranquilizar a losvecinos de la capital y asegurarles deque no habría saqueos ni abusos. Loshombres de uniforme azul, en cambio,siguieron su marcha por la calzada queconcluía en El Amate.

A medida que la cabalgata

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progresaba, Néstor empezó a ver másgente a la orilla del camino. Y ya cercade la aldea de San Gaspar, una multitudintegrada por personas de todacondición jaleó a los vencedores.Muchos lloraban, probablemente sinsaber por qué. Otros se acercaban a loscaballos, tomaban a los guerreros de lasmanos y se las besaban.

La súbita aparición de la ciudad ledejó sin aliento. Guatemala era unadeslumbrante acuarela de casas blancasy techos rojos que parecían rendirhonores a la imponente procesión de sustemplos. Hizo entonces memoria de sutravesía, desde México a Nueva York y

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desde Nueva Orleans a los pantanos deTabasco, desde las sierras de Chiapas alvalle de Tacaná, desde la sabanahúmeda de Retalhuleu al Altiplano.Comparado con un mundo tan extenso,Guatemala era poca cosa. Y sinembargo, para él lo era todo, pues allí,en aquel valle tan apartado, pero tanquerido, un grupo de hombres de bien seproponía construir la Gloria.

«Cuando supe que venían por SanGaspar, no esperé un minuto y me fui ala casa de doña Soledad Moreno, cuyosbalcones daban a la Calle Real. Todavía

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no asomaba la tropa, pero la gente habíatomado la calle desde la Iglesia delCalvario hasta el Palacio de Gobierno.Las tiendas habían cerrado sus puertas ylos cohetes restallaban sin cesar. ¿Qué tepuedo decir, Elenita? Dos años se mehacían un santiamén, comparados conlos últimos minutos de la espera. Mismejillas eran un ardor, ¿puedes creerlo?Me sentía ero tizada. La historia de lamonja portuguesa no se repetía en mipersona, como alguna vez supuse. Micaballero volvía y, con él, la alegría devivir. Y mientras desde el balcón de lacasa de doña Soledad, en medio deaquel alboroto, trataba de identificar a

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lo lejos, con el fondo del Calvario, lallegada del ejército libertador, mepreguntaba si Néstor habría cambiadotanto como había cambiado yo y si nome vería muy distinta a la Clara Valdésque había dejado en Guatemala unamadrugada de 1869. Yo había dejado deser aquella muchachita sin vida interiorque sólo sabía tocar el piano. Me sentíamás segura, había leído, habíamadurado. Era una mujer, aunqueincompleta, pues me faltaba el amorcarnal. Y eso, creo, era lo que tenía mismejillas encendidas. ¡Oh junio, junio!¿Cómo no voy a amar este mes dedicadoa la esposa de Júpiter, la más noble

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encarnación del amor humano? En lascasas había colgaduras de colores y enlos edificios públicos, banderasblancas. La gente cantaba y saltaba en lacalle, arrastrada por el placer de esedesorden que surge de modo espontáneocuando el poder está débil o ha dejadode existir, aunque sólo sea por un rato.En aquella bendecida hora de aquelinolvidable junio, el viejo poder huía yel nuevo no acababa de llegar. Y eso senotaba en las calles y en el hormigueoque bullía en la ciudad.

»De pronto, la multitud lanzó ungrito. Por el extremo sur de la CalleReal asomó la columna de soldados y el

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gentío se desbandó calle adelante, a suencuentro. Venían en fila de a cuatro.Delante de ellos, en un carruaje tiradopor cuatro caballos y acompañado dedoña Cristina, el general GarcíaGranados respondía, feliz, a los vítoresy a los aplausos.

Custodiando el vehículo, marchabasu guardia personal y, unos pasos atrás,los miembros del cuerpo diplomáticoque habían salido a pedir a losvencedores garantías para los vecinos.

»Una banda de tambores y trompetastaladraba los oídos y hacía vibrar loscristales de las casas. Y en el Castillode San José, lo mismo que el fuerte de

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Matamoros, retumbaban las salvas.»Todos los ojos estaban puestos en

el carruaje del general, pero los míosbuscaban a Néstor, sólo a Néstor.

»Cuando la cabalgata pasó antenuestro balcón, doña Cristina tocó elbrazo de don Miguel y éste se volvióhacia nosotras, las Damas del BuenCoraje y el Amor Hermoso, y cruzó losbrazos sobre el pecho, en un gesto degratitud. Y como soy así de llorona, seme saltaron las lágrimas.

»Atrás del general venía un hombrede edad mediana, con una barba muyoscura, sombrero peruano y una gari-baldina roja. Luego venían oficiales y

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soldados, pero no pude identificar aNéstor entre ellos.

»Empecé a ponerme nerviosa,temiéndome lo peor. Pensé que podíahaber muerto en la última batalla y elaire no llegaba a mi pecho. La ansiedadme afligía ya de manera horrorosa,cuando alcancé a ver un hombreespigado, revólver en la cadera,cuchillo de monte al cinto y el rostromuy quemado por el sol. Antes dedetenerme en sus facciones, vi quellevaba un pañuelo rojo al cuello. Ymira, Elena, me puse a gritar como unaloca. Grité, vaya si grité, pero no meoyó. ¡Qué me iba a oír en medio de

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aquel estruendo de gritos, cohetes ytambores!

»Sentí un calambre en el corazón.Néstor había pasado frente a mí y nisiquiera se había vuelto a saludarme.Qué tontería, dirás, pero me sentíhumillada y no pude contenerme.Abandoné el balcón, bajé las escaleras ysalí corriendo a la calle.

»Apenas me podía mover entreaquella marejada. La multitud ocupabala Calle Real de rostro a rostro y mecostó un triunfo llegar hasta la Plaza deArmas. Cuando al fin pude entrar en elrecinto, vi al general en el balcón depalacio. Su Estado Mayor hacía gestos

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para que la gente callara, pero los quegritaban no estaban por la labor y, entrevítores y aplausos, hacían demandasterribles. Querían la cabeza de losministros serviles, del obispo, de losjesuítas. Y por momentos volví a vivirla repugnante sensación que habíaexperimentado cuando, allí mismo, viemerger de un canasto la cabeza deSerapio Cruz.

»El gentío guardó al cabo silencio yel general les habló. Les dijo que nohabría revanchismos ni venganzas. Quela revolución no se iba a solazar condesmanes ni actos de barbarie con losvencidos. Esta es la revolución de la

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libertad, dijo a voces, y ay de aquél quese atreva a abusar de ella.

»Yo estaba ensimismada. Era laprimera vez que oía palabras así en unpaís donde la intolerancia religiosahabía llevado a la intolerancia política.O quizá al revés. O tal vez hayan idosiempre de la mano. No importa, lacuestión era que don Miguel dejaba lascosas claras desde el primer momento.Su discurso auguraba, ¡ay!, los idus dejunio, una nueva nación, un tiemponuevo con ideas y hombres nuevos.Aquél era también el sueño cumplido dela tía, de las Damas del Amor Hermoso,de Don Chema Samayoa, de los

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Larrave, los Estrada, los Barrundia, losValle, los Diéguez, los Molina, losGálvez y tantos otros que esperaban ver,desde medio siglo atrás, sus sueños delibertad realizados.

»Sentí que alguien me tocaba elhombro. Me volví sobresaltada. Néstorme miraba a los ojos y reía. Yo no pudediscernir la razón de aquel milagro, peroél, adivinando la pregunta, se limitó aseñalar mi pamela. Debía de ser laúnica que había en la plaza. Después metomó de la mano y, abriéndose camino aempujones, me llevó al Portal delComercio. Allí me abrazó y me besó.No dejamos de hacerlo por un rato.

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Tomábamos aire, me miraba comocautivado, y yo a él, y volvíamos aabrazarnos.

»Estaba más hecho, a pesar de sudelgadez. Era un hombre, Elena, no unjovencito. ¡Dios mío, siempre querecuerdo aquella hora me estremezco!Imagínate. Por encima de nosotros, lavoz del general hacía promesas de unpaís nuevo y distinto, y abrazado a mitenía el fantasma de mis sueños.

»Fue uno de los mejores momentosde mi vida... miento otra vez: fue elmejor, el más intenso. Yo sentía undeseo muy grande de amor físico.Supuse que a Néstor le ocurría igual.

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Así que, separando mis labios de lossuyos, le susurré, acalorada, al oído:

»—Quiero estar con usted estanoche...»

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III. Duelo de odios

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1. El coplón

Cuando a don Porfirio Frutos lepreguntaban cuál era su oficio,respondía que el de juntaletras yarrimapárrafos. Y comoquiera que elindagador de turno concluía por loregular con un «entonces es ustedescritor», don Porfirio se refugiaba enuna sonrisa socarrona e insistía:

—No, no: soy juntaletras yarrimapárrafos.

Y es que don Porfirio era cajista,

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ocupación que consistía en alzar textosen un soporte, seleccionando depequeñas cajas letras y signos depuntuación que después unía en planchasde plomo.

Don Porfirio trabajaba de pie, en untaller caluroso y oscuro propiedad dedon Eliseo Taboada, situado en la calledel Hospicio. Lo hacía sobre una mesainclinada, con el panal de cajitasenfrente y, sujeto por una pinza, un textoque colgaba a la altura de los ojos.Ordenado y perfeccionista, don Porfiriocalificaba su trabajo de «menos que unarte y más que un oficio» y presumía deque, ante sus ojos, había pasado la

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reciente historia de la República,merced al semanario de ocho páginasque armaba con el auxilio de unaprendiz.

De manera inopinada, el semanariodejó de publicarse la penúltima semanade junio de aquel año de gracia de 1871.Sus dos editores, ambos adeptos algobierno de Cerna, habían huido delpaís y dejado sin pagar una sumaconsiderable. Don Porfirio temió por suempleo, pero, en medio de la gravesituación en que don Eliseo se hallaba,el gobierno revolucionario declaró latotal libertad de expresión, sinlimitaciones, obstáculos, frenos ni

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censuras, fueran éstas civiles oeclesiásticas.

Y allí fue Troya. O acaso sea máspropio decir la biblioteca de Alejandría.La imprenta comenzó a recibir unaluvión de trabajos tan copioso que, unmes más tarde, ni el taller ni el personalse daban abasto. Don Elíseo recuperómuy pronto la pérdida y, en vista de lobien que iba el negocio, dispusoimportar una nueva máquina queimprimía el doble de páginas y a másvelocidad que la vieja.

Don Porfirio asistía, perplejo, alcambio. El taller había vivido hastaentonces no sólo del semanario, sino

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también de la impresión de hojasdevotas, novenarios, estampas,almanaques y vidas de santos que elcajista coleccionaba y exhibía conjustificado orgullo por haber salido desus cajas y sus plomos. Ahora, empero,la imprenta se veía inundada con todaclase de pasquines deslenguados,manifiestos, hojas sueltas, folletosescandalosos y hasta un nuevosemanario, El Liberal Progresista, quedon Elíseo Taboada había resueltoeditar en reemplazo del fenecido.

Cierto día, don Porfirio recibió elencargo de levantar un texto que habíade imprimirse con urgencia: un coplón

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irreverente y sin firma que se mofabadel clero. Y don Porfirio que, además deordenado y prolijo, era hombre muydevoto, se horrorizó. No podía entenderque su patrón hubiese autorizado laimpresión de tal atrocidad y se fue ahablar con él. Pero don Elíseo, sin dudainfluido por los nuevos vientos quecorrían en el país, le dijo que el pecadono era de quien imprimía sino dequienes pagaban por imprimir, y que selimitara a obedecer y a hacer su trabajosin objeciones ni peros.

Don Elíseo, quien durante toda suvida había sido un conservador derompe y rasga, no perdía ocasión ahora

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de gritar viva la libertad y vivan losliberales. Y como don Porfirio tenía seisbocas que atender, volvió a las cajas,colgó el coplón en la pinza y comenzó ajuntar las letras y a arrimar los párrafosde una cantinela cuyas primeras estrofasrezaban así:

Si los curas y frailessupieran la paliza que les van a

darestarían todo el día cantando¡libertad, libertad, libertad!

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2. El despertar

«Tras aquel augural 30 de junio,Néstor y yo guardamos una discreta,pero desaforada, relación amorosa. Misensualidad había brotado de repente yyo no sabía cómo manejar aquel cúmulode sensaciones nuevas. Vivía en unestado febril, abrasada en un sofoco quesólo experimentaba alivio tras lasconvulsiones del éxtasis. Amar se habíavuelto para mí una demencia, unperturbador motín de los sentidos que

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me era muy difícil sujetar.»Ignoraba yo hasta qué extremo el

amor carnal te puede alterar la vida ysólo sé decirte que la mujer que habíahabitado en mí hasta esos días empezó acaducar con una celeridad insospechada,al paso que surgía otra más complicaday ansiosa, y excuso decir, másdesinhibida.

»Los primeros días, sin embargo, nofueron muy felices. El tifus se habíallevado a doña Genoveva, la madre deNéstor, unos días antes de que elejército libertador entrara en la capital,y Rafael se negaba a verle ni hablarle,pues tenía a Néstor por poco menos que

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la casaca de Judas. Pero, con todo y eldolor que le causaba el silencio de suhermano y no haberse podidoreconciliar con su madre, Néstor no sederrumbó.

»Ayudaba, desde luego, el júbilo quevivía el país. Pasar de lo viejo a lonuevo engendra una euforia contagiosaque alivia traumas y olvida pesares. Deun estado de abatimiento y baja estima,quieres pasar a otro más animoso yrisueño. Y ésas eran en aquellos días lasemociones de un pueblo que deseababorrar las huellas del pasado.Vivíamos... ¿cómo explicarlo?... unaconciencia inédita, un cambio de

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mentalidad semejante al que suscita,imagino, el nacimiento de una herejía.La libertad era una fiesta y aunque, porel luto de Néstor, no nos entregamos asus júbilos, sí nos dimos a sustransgresiones.

»Hacíamos el amor en mi casa,cuando la tía, quien ya no conocía anadie, se retiraba a su alcoba y lasmucamas, a su cuarto. Pasábamos lanoche juntos y cuando volvíamos avernos, todo era nuevo otra vez:nuestros cuerpos, nuestros jadeos,nuestra fiebre. No deseábamos otra cosaque incinerarnos en aquella hoguera,esquiva a todo lo que mermara su ardor.

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Descubrir una sensibilidad oculta o unavoluptuosidad inesperada bastaban paraque nos abandonáramos a ellas sincensura. Habíamos perdido la inocenciay, sin embargo, nos regocijábamos deello sin pudor, entregándonos uno al otrohasta que las fuerzas nos vencían. Aninguno de los dos le importabaquebrantar unas normas morales quehasta esas fechas habíamos acatadomientras otros, más hipócritas, lasviolaban en secreto. Y a lo largo de dosmeses nos amamos sin contrición niremilgos y sin que el deseo deposeernos diera muestras de atenuarse.Qué te voy a decir que no sepas. No hay

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nada que se parezca al encuentro con esaenajenación en que los sentidos searrebatan y te elevan a las cúpulas másaltas del placer.

»Pero hubo un despertar aún máspertubador que nos dejó, no sólo aNéstor y a mí, sino a toda la nación,desconcertados. Veinticuatro horasdespués de haber tomado el poder, donMiguel García Granados decretó lalibertad de imprenta. Y desde ese día enadelante, la vida, la cultura y laidiosincrasia del país, tal y como yo lashabía conocido, empezaron a declinar,al tiempo que otras insospechadasiniciaban su andadura.

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»Por primera vez en nuestra historiapodíamos hablar sin temor a decir loque pensábamos. La gente recitaba envoz alta y sin pudor dichos como:Cuando veas a un cura de La Merced,ponte de espaldas a la pared. O bien, siun cura te da un bizcocho, es que se hacomido ocho. Las niñas de los colegiosde monjas dejaban de cantar aquellacancionci-ta que decía las modasarrastran/al fuego infernal/vestid condecencia/si os queréis salvar,¿recuerdas?, y la reemplazaban por otrascomo el primer amor que tenga/ha deser de un señor cura./Aunque no tengadinero/tendrá tortilla segura.

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»Fue un desahogo saludable. El paísse hallaba inmerso en un cambioinesperado donde todo bien parecíaposible. Había que erradicar cuantoantes los lastres históricos y crear sindemora un país con una nueva identidad.El problema era que no habíaunanimidad en la dirección que debíatomar la historia. Sabíamos de dóndeveníamos, pero no a dónde ni cómo ir.Habitábamos una tierra de nadie en laque convivían simultáneamente lo queagonizaba y lo que aún estaba por nacer.Una sociedad intolerante y trasnochadase desleía ante nuestros ojos, al tiempoque otra nueva comenzaba a tejer su

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propio destino. Y el país se contagiabade aquella exaltación y aquellas alas conlas que pretendíamos elevarnos a unmayor grado de autoestima.

»Néstor planeaba abrir un bufete. Seavecinaban nuevos códigos, nuevaConstitución, nueva ordenación jurídica.La coyuntura no podía ser mejor para unjoven abogado que estaba en el poder yque, además, había hecho la revolución.Así que dispuso seguir trabajando conChico Andreu, en la Presidencia delGobierno, y dedicar el tiempo libre albufete.

»Todo iba tan bien esos días quepensamos casarnos en octubre. Las

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perspectivas del país le teníanentusiasmado. Su vida, me decía, teníaahora un solo propósito: construir unafamilia y una nueva patria.

»Pero cuando todos pensaban que latierra temblaba bajo el paso de losliberales, la revolución empezó a perderpulso. Con cada decisión del Gobiernose desataba una reacción imprevista y amenudo terrible. Las aguas llevabancontenidas demasiado tiempo y losdiques comenzaron a agrietarse. Losconservadores no se limitaron a cruzarsede brazos ante la derrota y, atizados porel resentimiento, lanzaron contra elliberalismo una ofensiva devastadora.

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»Fue como el sonido de un trueno enmedio de un día de sol. Los heraldos dela vorágine hicieron sonar sus tambores.Y de improviso, dos formas de ver lavida, dos lógicas enfrentadas, lailustrada y la absolutista, se aventaronuna a la otra con el fin de arrancarse lasentrañas.

»La libertad impone estas cargas,supongo, cuando se vive tanto tiempoprivados de ella. Disociarse y caer en laanarquía pareciera ser la propensión detodos aquellos pueblos que, de pronto,se liberan de doctrinas impuestas poralguna autoridad inapelable. Y nosotrosno fuimos la excepción.

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La argamasa que había sostenido losmuros del país, luego de que una rígidaortodoxia lo hubiese atenazado durantesiglos, estaba a punto de desmoronarse.Y eso era algo que el poder sacerdotalno podía consentir. De resultas, el clerollamó a una cruzada y los liberales, auna guerra sin cuartel. El rencor mostrósus colmillos, la ira sacó sus uñas y elpaís se volvió un tumulto maniqueo entreaves de presa y serpientes, como Néstorlo solía llamar. O eras fiebre o erasservil. Si eras fiebre, tenías que ser lafiebre de la fiebre. Y si servil, unfanático recalcitrante. No había lugarpara los términos medios. La discordia

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se había enconado en nosotros y larevolución que yo creía concluida, sevolvió un sangriento zafarrancho que,lejos de librarnos de la barbarie, noshundió aún más en sus abismos».

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3. Desencuentro enpalacio

19 de julio de 1871,Palacio de Gobierno

Néstor Espinosa abandonó sudespacho situado en la CasaPresidencial y cruzó la calle deMercaderes. Caminó bajo el Portal delos Soldados, el largo pasaje decuarenta . arcos que ornaba la fachadadel palacio de Gobierno, y entró por la

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puerta principal del edificio ante elamistoso saludo de dos veteranos de labatalla de Laguna Seca.

No era propiamente un palacio. Lollamaban así por tradición. Era unenorme edificio de una sola planta cuyasdependencias conservaban la austeridadde un recinto militar, ya que, hastamedio siglo antes, había sido la sede dela Capitanía General de Centroamérica.De hecho era más cuartel que palacio,pero la blanquísima arquería de lafachada le otorgaba esa notación degrandeza a que toda ciudad modestaaspira.

Su acceso daba a un gran patio

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interior donde la grama crecía por entrela sisa del empedrado. Soldadosvestidos de dril entraban y salían conbultos que apilaban y ordenaban en elcorredor sostenido por rústicas pilastrasde madera. El trajín, y la profusión defardos y cajas que ocupaban los pasillosdelataban a primer golpe de vista que eledificio estaba siendo evacuado.

—¡Vaya, vaya, al fin apareció elausente! ¡Como que nos había echadotierra encima, licenciado!

Néstor se volvió al reconocer la vozy tendió sonriente la mano a Rufino.

—Usted siempre tan jodón.No se veían desde el día de la

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victoria. Rufino había recibido elencargo de mantener el orden en laciudad y, a tal fin, había convertido elsalón de recepciones de palacio enalmacén de armas, cocina, bodega ydormitorio de una parte de la tropa.

—Estoy harto de ser policía —ledijo a Néstor sin más preámbulos—. Mevoy a Quetzaltenango. El general meofreció el Ministerio de la Guerra y ledije que no. Prefiero ser Comandante deOccidente.

Néstor le observó con curiosidad.Rufino mostraba un aspecto muydiferente al de los días de la campañalibertadora. Se había rasurado la barba,

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traía el cabello muy corto y una perillaque ascendía hasta el bigote por lascomisuras de los labios. Se habíadespojado de la garibaldina roja y lahabía reemplazado por un chaquetón deanchas solapas, camisa blanca,impecable, lazo negro y botas de montar.De su apariencia anterior, sóloconservaba la fusta que llevaba en lamano izquierda.

—Le mandé llamar porque quieropedirle un favor. Ando un poco apurado,así que seré breve —dijo tomando aNéstor del hombro y echando a andarpor el corredor—. Quiero que se vengaconmigo.

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—¿Adonde?—A Quetzaltenango. Necesito a

alguien como usted, un jurista que measesore. Es preciso cambiar leyes ycódigos, y yo de eso no sé ni papa.

Néstor respondió con el silencio. Noera verdad que Rufino se hubiesecansado de ser gendarme. Todos sabíanque el problema era su pésima relacióncon García Granados y que su tropainspiraba desasosiego en la ciudad porel carácter intimidatorio de los soldadosy la falta de respeto a los vecinos.

—Usted sabe lo que ocurre aquí —dijo, deteniéndose en una de lasrinconadas del corredor—. De tener por

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presidente un Huevosanto hemos pasadoa tener un Huevotibio. Dígame,licenciado, usted que lo conoce bien,¿qué se puede esperar de un tipo que sequeda en la cama hasta el mediodía y sepasa las tardes en tertulia y sorbiendochocolate?

Néstor aguantó la embestida deaquellas pupilas apremiantes yescrutadoras que taladraban a la gentehasta vencer su voluntad y que lerecordaron la primera vez que se cruzócon ellas en la Posada de las Ilusionesde Villahermo-sa. En la calle habíanempezado a llamar a Rufino El león deSan Marcos. Otros le decían La

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Pantera. Pero, fuera cual fuese el felinocon el cual le identificaban, pocossabían lo que era estar frente a él.

—Ese viejo aguacate no tiene losfaroles necesarios para hacer lo que hayque hacer y, a este paso, vamos a comerde lo que come el zope. Y como él llevaun camino diferente al mío, lo mejor eslargarse de aquí y que vea cómo se lasarregla solo.

—Debería tener paciencia.—¿Cómo quiere que la tenga con un

viejo, que no es más tonto porque nopone empeño, y que «en aras de laconciliación nacional» —dijoparodiando la voz de García Granados

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— se rodea de oportunistas y liberalesrecién paridos? Eso no fue lo quepactamos en Chiapas. El general se halimitado a dar un golpe de Estado, no ahacer la reforma de que hablamos.

—No se puede ir tan aprisa, usted losabe. Apenas llevamos tres semanas enel gobierno.

—¡Ya suena usted igual que eseviejo chocho! En política, lo que no sehace pronto, no se hace.

—Es verdad que las presiones y losintereses frenan los cambios, perotenemos un país que inventar y aún noconocemos el invento.

—Aquí no hay nada que inventar,

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porque todo está inventado. Yo he vistocómo lo hizo Juárez en México. Loprimero es quitar el poder a la Iglesia.De un sopapo. El poder civil debe estarpor encima del religioso. ¿Y eso cómose hace? Muy sencillo: dejando a loscuras sin plata, quitándoles el diezmo,las propiedades urbanas, las fincas y elnegocio de la usura y el préstamo. Y conlas tierras ociosas de los indios, igual.Hay que sacarlas a subasta y que losnuevos dueños las siembren de café. Yque las trabajen los indios. Por lasbuenas o por las malas. Hay quemovilizar a esa raza indolente y hacerlamás productiva. Y ese arbusto es la

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solución. Lo sé por experiencia. Mipadre fue de los primeros en cultivarlo.El ferrocarril, el telégrafo, los nuevoscaminos, la educación laica, elmatrimonio civil, vendrán a renglónseguido. Pero el general quiere hacerlotodo por pocos y a paso de tortuga. Y yono voy a bendecir esa política. Larevolución corre peligro y él no quiereentenderlo. Así que, antes de que nossaquemos la madre, me marcho.

Néstor asintió en silencio, no enseñal de darle la razón, sino de entenderlo que Rufino se traía entre manos.

—Véngase conmigo, lic. Véngase acambiar el país de a de veras. Tengo

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planes. Fundaré un periódico, organizaréun ejército moderno, pondré a la naciónen marcha.

—Pero, ¿cómo y con qué dineros?El gobierno no tiene plata ni para pagara sus empleados. Y los ingleses nostienen entre la espada y la pared a causade la deuda que Cerna contrajo conellos. Arrancar va a llevar meses.

—No hay tiempo qué perder,licenciado. Y si el viejo no me da losreales necesarios para defender larevolución, haré una colecta pública ycompraré yo mismo las armas.

—¿Las armas? ¿Qué armas? ¿Losabe ya don Miguel?

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—¡Claro que lo sabe! Pero suprioridad no es la revolución, sino esababosada de «la conciliación nacional»,y andar por ahí, de viva la flor, sin hacerlo más urgente.

—¿Y quién nos va a dar esa plata, sisomos pobres y estamos en quiebra?

—Hay gente dispuesta a anticiparla.—¿A cuenta de qué?—A cuenta de las tierras ociosas

que vamos a expropiar al clero y a losindios.

—No entiendo.—Se las adjudicaremos a quienes

nos anticipen la plata.—Pero eso es una barbaridad.

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—¿Sabía usted que losconservadores preparan unainsurrección en Santa Rosa? Pues sépalode una vez: la culebra sigue viva,aunque la hayamos cortado en dos. Y lopeor es que aún conserva el veneno.

—¿Cuál veneno?—No sea mudo, licenciado. ¿Cuál

va a ser? ¡La plata de la aristocracia yde la Iglesia! Los ricos no hacenrevoluciones, las financian. Por eso lenecesito. Son personas como usted ycomo yo las que debemos dar caravueltaal país. Conseguiré el dinero en unosdías y, cuando lo haya reunido, quieroque viaje a Nueva York y compre allí

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mil rifles Remington. Usted sabe cómohacerlo. Ahora, además —sonrió—, notendrá que atravesar la selva ni la sierra.¿Qué dice?

«Digo que lo que usted pretende —estuvo a punto de responder Néstor— esarmar una milicia por su cuenta yconvertirse en un poder al margen delpresidente». Pero se abstuvo de hacerlo.En cambio se preguntó si Rufino no seestaría planteando la táctica mesiánicadel retiro y el retorno, como la seguidapor Moisés, Mahoma, Lutero,Talleyrand, Jesucristo o Cincinato.Todos ellos habían regresado tras unalarga reclusión en un monte, un castillo o

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el desierto. Incluso el motzoc recurría aesa táctica, cuando se retiraba a suescondrijo. Y por lo que podía discernir,Rufino, un hombre que jamás retiraba eldedo del renglón donde lo ponía,aspiraba también a regresar algún día desu voluntario aislamiento con las tablasde su ley en una mano y un Remingtonen la otra.

—¿Qué digo? —contestó Néstor—.¿Qué quiere que le diga? En el tiempoque estuve a su lado aprendí de ustedmuchas cosas, pero hay una que no heolvidado. Yo sólo fusilo a traidores, medijo en una ocasión. Bueno, pues a mílos traidores me causan la misma

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repulsa, quizás porque fue uno de ellosquien cambió mi vida sin pedirmepermiso. ¿Cómo quiere que sea ahoradesleal a quien ha librado al país de unrégimen indeseable?

Rufino guardó un sorprendidosilencio.

—Ya veo. Está con ellos a morir.Con los aguados y los huevostibios.

—Siento una gran admiración porusted —dijo Néstor, en tono amistoso—.Y aunque no nos entendamos a veces, lecomprendo y le respeto. Pero dividir larevolución me parece un error.

Rufino alzó la barbilla. Ambos erande parecida estatura, pero Rufino

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exageró la pose con el fin de mirar aNéstor hacia abajo.

—Me equivoqué con usted. No essólo que esté con ellos, es que, en elfondo, me desprecia como toda esapodrida penca de aristócratas.

—Eso no es justo, Rufino. Le repitoque le admiro, pero todo lo que tiene deexcepcional lo echa a perder con ese sucarácter tan volado. No se le puedehablar con sinceridad sin que se ofenda.Confunde razonar con rechazar y creeque, cuando alguien le lleva la contraria,le disputa su autoridad. Y eso no es así.

—Déjese de rumbos, licenciado.Usted me tiene a menos, igual que toda

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la corte de inútiles que rodea a ese viejochocho. Para ellos no soy más que unmestizo hecho a machetazos.

—¿Por qué siempre piensa mal?¿Por qué tiene que tomarse las cosas tana la tremenda? Usted es...

Rufino le puso a Néstor el índicebajo la barbilla, como lo había hechouna vez en el Grijalva, y haciendo silbarlas palabras entre los dientes, dijo condeliberada lentitud:

—Yo sé quién soy, licenciado. Y sémuy bien lo que quiero. ¡Ahora, váyasede aquí! En realidad, no le necesito.

Y girando sobre los talones, se alejótaconeando con arrogancia las losas del

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corredor.

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4. En casa de donMiguel

17 de agosto de 1871,Cervecería Bertholin

...ayer estuve en el club, deberías irun día por allí, no tengo tiempo, Hiram,ando muy ocupado, acércate una tarde,Néstor, sólo por curiosidad, ¿sabías queya no se llama Hermandad del GorroFrigio?, no, no lo sabía, ahora se llamaAsociación Anticlerical La Antorcha,

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por la luz que imparte, supongo, no,por lo incendiaria que es, ¡ah, la gran!,dicen cada cosa, ¿aún sigue en elmismo sitio?, no, el club está ahora enun mesón cerca del Calvario, ¿y quiénlo gobierna? ¿Juliano, Lucio, Basilio?,de la vieja guardia quedan pocos, salvoSaint-Just, ha sido él quien ha hecho dela antigua sociedad de ideas un club dejacobinos, qué pena, ¿y cómo estánuestro amigo?, se ha vuelto másamargo que la quina, ¡los escépticos queno tengan fe, tronaba la otra noche, losque dudan y los estreñidos deben darpaso a los audaces!, se refería a GarcíaGranados, ¿tú qué crees?, nunca pensé

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que llegara a ese extremo, pues ya ves,no es una mala persona, pero siemprefue un comecuras, yo mismo salíasustado de allí, porque ve, una cosa esquitarle las tierras a los frailes y otracortarles el agua, ¡no hay revolución sinterror!, despotricaba, ¡hay que meterlesel miedo en el cuerpo! ¡ni una sotana enlas calles!, ¡fuera los curas de los cargospúblicos! ¡exigimos la abolición delestado confesional y la expulsión de losjesuítas!, ¿eso dijo?, deberías hablarle atu hermano, no quiere verme, está muydolido conmigo, sólo sabe decir que, simi madre se levantara de la tumba,volvería a morirse del disgusto, pues

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deberías insistir, esto de las órdenesreligiosas huele a chucho muerto,exageras, Hiram, no lo creo, Rufino hadetenido a los jesuítas deQuetzaltenango y se los ha enviado algeneral esta madrugada, no sabía eso,pues ahora lo sabes, ¿y para qué quieretraerlos aquí?, ¿cómo que para qué?,para que García Granados los expulse,eso, Hiram, no lo va a hacer el general,pues Rufino le ha endosado ya lapacaya, ¿cómo puedes estar tanseguro?, me lo contaron en La Antorcha,todos saben allí que Saint-Just es elhombre de Rufino aquí, en la capital, elque agita y hace propaganda en su

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nombre, es inteligente, tiene la chola yla verba, una cosa es ser inteligente yotra tener razón, sabio raciocinio, tuhermano tiene que cuidarse, el otro díaSaint-Just se mandó decir que elarzobispo Piñol y Aycinena conspiracontra la revolución y que hay quesacarlo del país con la cola entre laspatas, si no con los pies por delante,peligroso, deberías insistirle a GarcíaGranados, lo haré, Hiram, pero elgeneral tiene las manos atadas, puesque se las desaten pronto, pues de locontrario esto va a acabar muy mal,¿quieres otra cerveza?, ¿sí?, ¡DonBertholin, otras dos cervezas y unas

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tortillas con frijol!

18 de agosto de 1871, pasquíncallejero

¡García Granados, traidor!¡Juraste salvaguardar a laSanta Madre Iglesia i ahoraescupes en sus muros,persigues a sus ministros iquieres expulsar a sus másínclitos pastores! ¿Qué te hanhecho los jesuítas? ¡Nosaldrás con bien de estatraición! ¡Te espera elinfierno! ¡Pero no en el otro

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mundo, sino en éste!

«La casa del general estaba situadaen la calle de Belasco, casi esquina a ladel Oratorio, y se había convertido enuna especie de salón de debates quedoña Cristina alentaba y el generalpresidía. Era allí donde, entre molletes ytazas de chocolate, mejor se palpaba laeuforia de la revolución. Militares,comerciantes, sobalevas, fiebres de raízconservadora, serviles convertidos alliberalismo, buscones de prebendas yempleo y hombres de siete colores,como les decían a los oportunistas que

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aspiraban a medrar con la nuevasituación, se reunían por las tardes enaquella casa.

»El general solía ser el centro deatención de la tertulia. Hombre deaspecto frágil, pero elegante y muyculto, de voz suave y gran facilidad depalabra, había heredado el gracejoandaluz de sus padres y eso hacía de éluna persona muy simpática. ¿Conoces adon Miguel, Elena?

»—No, nunca he hablado con él.»—Todavía vive, aunque está muy

enfermo. Su padre fue un comerciantegaditano que, luego de hacer fortuna enGuatemala exportando añil, se regresó a

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España. Y allí nació don Miguel, en elPuerto de Santa María, un pueblo que daa la bahía de Cádiz. Eran malos tiempospara la Madre Patria. Napoleón habíainvadido la península y cercaba Cádizcon su flota. El padre de don Miguellogró un permiso para salvar el bloqueoy se regresó a Guatemala con su familia.Don Miguel tendría entonces uno o dosaños de edad. A los catorce entró en lamilicia. Estudió después en Inglaterra yEstados Unidos y luchó al lado de losliberales de Morazán. La tía decía de élque llevaba la libertad en los labios y laaristocracia en el corazón. También sedecía eso de Bolívar y otros proceres,

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pero estoy convencida de que donMiguel ha sido siempre más liberal queconservador.

»El día del que quiero hablarte, nome acuerdo de la fecha, don Miguelestaba muy platicador.

»—Cuando entramos en la capital —nos contaba—, monseñor Piñol yAycinena me susurró antes del Te Deum:<Cuida mi iglesia, Miguel>. Y yo voy acumplir mi palabra. No cederé a lacoacción de los extremistas quepretenden destruir la religión y lasinstituciones políticas del país. Nocometeré el error que se cometió hacecincuenta años.

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»El general volvió los ojos haciaNéstor y hacia mí y, tal vez percatándosede que había cosas que los más jóvenesno sabíamos, hizo una pausa y continuóde esta guisa:

»—Luego de la independencia deEspaña, se formaron en América Centraldos partidos, el liberal y el conservador.No hablaré mal de mis adversarios, peroel error de nuestro partido entonces fuecreer que a un pueblo se le puedecambiar en dos días por medio de undecreto o un librito llamadoConstitución, y en pensar que, de gentesignorantes y bárbaras, como lo son aúnlas nuestras, podían salir ciudadanos en

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dos días, quiero decir, gente queconociera sus derechos y que tuviera,además, la voluntad y la capacidad paradefenderlos. Un vuelco tan deseablesólo es obra de la educación, el tiempoy una larga práctica de las institucionespolíticas. Soy un hombre liberal, perosiempre he creído que la exageración detodo principio, sobre todo el de lalibertad, lo perjudica, lo desacredita ylo lleva a la destrucción. ¿Cuál fue lasuerte de la América Central a causa dela ceguera de liberales y conservadores?Un territorio partido en cincorepubliquitas.

»Tomó un sorbo de jerez y

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dirigiéndose a Néstor, y solo a Néstor,como si fuese la única persona en elsalón, agregó muy serio:

»—No cometeré el mismo error, pormás que insista Rufino. No gobernarépor impulsos, como él quiere, ni haré lascosas como se hicieron entonces,deprisa y sin reflexión. Hasta hoynuestro país no había tenido necesidadde estudios para saber cuál es el origendel hombre y del Universo. La doctrinareligiosa le daba las respuestas. Y esono se puede cambiar de un día para otro.Guatemala perdería el punto de apoyoque la ha sustentado por siglos, y que esla fe católica, yema política de todo país

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analfabeto. La nuestra es una sociedadde creencias, no de ideas. Y lo seguirásiendo muchos años, pues las ideas sonaquí patrimonio de unos pocos, en tantolas creencias, más intensas y fuertes, soncosa de la mayoría. Y ésa es una barreraen la comunicación muy difícil desuperar. Por eso es necesaria la Iglesia.No se puede abolir el pasado de golpe.Lo prudente es hacer reformaspaulatinas que vayan educando al puebloy, después de algunos años, cuando elterreno esté abonado y listo, hacer otrasde mayor cuantía. No fomentaré, portanto, el odio contra las clases altas,pues no se trata de bajar a los que están

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arriba, sino de subir a los que estánabajo. Se puede elevar el bienestar delos muchos sin necesidad de despojar alos pocos. Pero tampoco daré tregua alos conservadores radicales que seoponen a los cambios. Quiero hacer unapolítica que concilie el pasado con elfuturo, pues, a la postre, somos personasy no encinos que pueden ser arrancadosde gallos a medianoche y reemplazadospor palos de especie distinta.

»Yo tenía la mirada puesta en lasbaldosas. Siempre había imaginado quela revolución iba a ser algo tan simplecomo cambiarse de pamela. ¡Eramos taninocentes! Creíamos que la revolución

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se nutriría del idealismo que la habíaalentado hasta el día de la victoria.Pruritos de la edad, imagino. Sabíamoscómo entregar el corazón, pero noteníamos picardía ni experiencia. Y nisiquiera la congénita cautela de Néstorfue bastante para anticipar lo que se nosvino encima.

»—¿A los dos?»—No, Elenita. A los tres».»Alcé la mirada de las losas y, al

posarla en la del general, un hombreatrapado en las mismas contradiccionesque todavía vivimos, sentí una inmensasimpatía por él. Pero al tiempo que loescuchaba, arrobada, sentí de pronto una

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atracción misteriosa que venía de unaesquina del salón.

»Volví los ojos hacia allí y vi a unhombre apoyado en la pared, semiocultopor las sombras. Cuando lo reconocí,experimenté un escalofrío, como sialguien de otro mundo hubiese vueltopara pedirme cuentas.

»Aquel hombre era Joaquín Larios.No le había visto desde que fui avisitarle al hospital, cuando los hombresde Cerna lo golpearon. Aún llevaba elbrazo izquierdo en cabestrillo, habíaperdido peso y su rostro mostraba lapalidez del convaleciente.

»Néstor, quien también lo había

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localizado, se separó de mí, se acercó asu amigo y le dio un abrazo, gesto queJoaquín no devolvió. Se quedó inmóvil,mirando hacia mí y sin prestar atencióna Néstor. Y en ese preciso instante me dicuenta de que el hombre que teníaenfrente había dejado de ser el Joaquínafectuoso y devoto que nos habíaacompañado a la tía y a mí en nuestrashoras difíciles.

»Tuvimos una conversaciónformularia. Le pregunté cómo seguía y élme dijo que bien, a secas. Habló poco yen voz baja, como si temiera que su vozpudiera delatar alguna emoción o algúnsecreto. De vez en cuando lanzaba hacia

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Néstor ese tipo de mirada reticente yfurtiva que las personas dirigen aquienes apenas conocen. Y no sé cómoexplicarlo, Elena, pero de golpe measaltó la sospecha de que Joaquín sabíaalgo de nuestra relación con Néstor.Sólo era una suspicacia, pues amboshabíamos guardado una discreciónextrema. Pero la mirada de Joaquíndespedía tanto dolor que me hizo sentiringrata y mortificada a un tiempo. Medecía en silencio algo así como: te hasolvidado de mí, y el pago por misatenciones, por mi apoyo emocional ymi generosidad durante estos años hasido acostarte con Néstor en cuanto

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apareció por Guatemala.»Y desde aquella bendita tarde caí

en una consternación tan incómoda que,ni aun en brazos de Néstor, podíaapartar de mí aquel gesto dolorido conque Joaquín me miraba en la casa de donMiguel».

Cuilapa, Santa Rosa,19 de agosto de 1871

¡Hermanos! ¡Los vástagos máspervertidos de esta querida tierra se hanalzado contra Dios! ¡Se burlan de lamoral religiosa, de Nuestro Señor

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Jesucristo y de las verdades mássagradas! ¡Nos insultan, nos persiguen,nos afrentan! ¿Qué se puede y se debehacer ante una situación como ésta?¿Poner la otra mejilla? ¡Oh ReligiónSanta, consuelo único, felicidad yreposo del cristiano! ¿Cuándo hasordenado a tus hijos tomar las armaspara que se maten entre sí? ¡Jamás! Lapaz ha sido siempre nuestro emblema.Pero hoy los impíos amenazandestruirte. Hoy los renegados de nuestrasagrada Fe pretenden arrancar elcorazón a tus fieles. Y ante hechos así,hermanos, ni la Iglesia ni sus hijospueden permanecer impasibles. ¡Lanza y

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machete contra los bárbaros! ¡Nopodemos consentir que se nos arrebatenuestra religión! ¡El liberalismo separaal hombre de Dios, lo declara árbitro desu destino, lo ata a la estúpida carreta dela democracia y lo precipita sin freno alabismo de sus pasiones! ¡No hay talcosa, hermanos, como la soberaníapopular, porque no hay más soberanoque Dios! ¡Por eso es preciso detener aesos herejes! ¡Y no soy yo quien os lopide, sino la Virgen Santísima y NuestroSeñor Jesucristo! Los católicos hemossabido siempre derramar nuestra sangrecuando ha sido necesario para ahogar enella a los impíos. ¡Unámonos a las

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fuerzas que combaten la ponzoñaliberal! ¡La Providencia está connosotros! ¡Con el signo de la cruzvenceremos! ¡Y en nombre de Dios osaseguro que, aquéllos que hagan laguerra a esa canalla y perezcan en lalucha, serán inscritos con letras de oroen el libro de los mártires que con susacrificio alcanzaron el reino de losjustos!

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5. Blanco y negro

En medio del furibundo aguaceroque azotaba el Valle de la Ermita latarde del 30 de agosto de 1871, donPorfirio Frutos componía dos textosbreves en los que se le colaban acentos,se le escapaban las comas y le brotabanpalabras extrañas, tales como SorPresiva, ¡nsurgentes, jesnitas,asenisatos y purtas. El corrector depruebas le iba a crucificar, pero laemoción del cajista, azuzada por los

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horrísonos truenos que hacían vibrar losvidrios de las ventanas, era más fuerteque el temor a la reprimenda.

Y no era para menos. El contenidode la primera nota decía así:

Una sorpresiva insurrecciónconservadora se produjo ayeren Santa Rosa instigada ifinanciada por la Compañíade Jesús. Los insurgentes, trasapoderarse de mil rifles quevenían destinados al Gobiernode la República, se handeclarado en rebeldía. Y ante

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la falta de hombres y armasdisponibles en la capital, elseñor presidente provisorioha pedido ayuda al señorcomandante de Occidentequien en estos momentos sedirige al Oriente del país parareprimir la rebelión.Entretanto, en la capital, losjesuítas convocaban esemismo día una reunión en elAula Magna de laUniversidad, a fin deesclarecer las falsasacusaciones de que, en suopinión, han sido objeto. Pero

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la Junta Patriótica, detendencia radical, escoltadapor todo género de sociedadesanticlericales, bloqueó laspuertas i les impidió salir. Alcierre de esta edición, losPadres aún seguíanencerrados, sin agua, sincomida i seguramente muyasustados por los frenéticosinsultos i las piedras que leslanzaban desde la calle.

A don Porfirio no le cabía en lacabeza que los jesuítas anduviesen

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metidos en conspiraciones. Hasta dondeél tenía conocimiento, los padres eranbuenos maestros y excelentes personas.Pero remitidos como el que acababa demontar le tenían muy confuso, nodigamos el segundo de ellos, el cualcomenzaba de esta guisa:

¿Quién en el mundocatólico podrá negar que lareligión cristiana es la mássanta, la más sabia i la másaugusta que encierra en sí lasdoctrinas más puras yliberales, sabiéndolas

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entender? ¿1 quién negará que,so pretexto de verdaderoscatólicos, los jesuitas hanempuñado con mano sacrilegapuñales para cometerasesinatos impunemente, comosi la religión necesitaraasesinatos para sostenerse?

4 de septiembre de 1871Barbería Versalles, higiene y esmero

—¿Qué va ser hoy, don Joaquín?—Sólo el pelo, don Hermógenes,

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pero no me lo deje muy corto.—Como guste, don Joaquín. ¿Ya

supo la noticia?—No. Corren tantas que no alcanza

uno a saberlas todas.—Los jesuitas fueron desterrados

del país esta madrugada.—¡No lo puedo creer!—El presidente los despachó a

Panamá. A los setenta y tres que había.—¿Cómo es posible que don Miguel

haya hecho eso, cuando había prometidorespetar a la Iglesia y a las órdenesreligiosas?

—No creo que haya sido decisión dedon Miguel, aunque él haya firmado la

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orden. Ha debido de ser cosa de donRufino.

—Rufino no tiene poder paraordenar semejante atrocidad.

—Uh, qué engañado está usted.—Ha de haber sido cosa de la

camarilla que rodea al presidente, losChema Samayoa, los Chico Andreu, losNéstor Espinosa y la piña de masonesque le chaquetea.

—No diga eso, don Joaquín. Néstores amigo suyo. Y también muy buenagente.

—¡No lo conoce usted bien!—Cómo no le voy a conocer, si les

corto el pelo a los dos desde que son

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niños.—Néstor ha cambiado mucho, don

Hermógenes.—Pues en el peladero dicen que ha

sido don Rufino y sus radicales quieneshan forzado la expulsión.

—¡Qué radicales ni qué nada! ¡Sonlos del gobierno, los culpables!

—Yo no creo que sea así. Al buenode don Miguel le ha pasado lo que aJesucristo: vino a los suyos y los suyosno le reconocieron. Y después de suentrada triunfal en Jerusalén, ahora loquieren crucificar... no se mueva tanto,don Joaquín, o voy a hacerle aquí atrásun estropicio.

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—Tengo que irme, disculpe.—Pero si aún no he terminado...—Debo hacer algo enseguida.—Aguarde por lo menos a que le

arregle el cuello. Es sólo un minuto...¡Uy, qué hombre tan enojado!

5 de septiembre de 1871Mesón San Agustín

...¿alguno de ustedes ha visto aNéstor?, llevo buscándolo desde lamañana para hablar con él y no hepodido localizarlo, yo no lo he visto, ¿yusted Turgotí, no, tampoco, con todo lo

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que está ocurriendo, estoy preocupadopor él: su madre, bajo tierra, suhermano, camino del exilio, merecido selo tienen... ¿quién?... los jesuitas, ustedTurgot, .siempre ve las cosas con unsolo ojo, a veces se mira con él másque con dos, ha sido una decisiónpolítica, no hermano Hiram, ha sidouna cuestión económica, a los jesuitasles dio por ejecutar las propiedades dealgunos pequeños agricultores que nopodían pagar los préstamos de avío,éstos se quejaron al ayuntamiento deQuetzaltenango, el ayuntamiento aRufino, y Rufino se los remitió a donMiguel para que los expulsara del

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territorio nacional... ¿y cuál fue lareacción del presidente?... le dijo aRufino que, puesto que había sido élquien había metido al Gobierno en eseberenjenal, que viera cómo loarreglaba, porque él no expulsaba a losjesuitas, caray pero cómo sería la caraque le puso La Pantera que don Miguelterminó echando a los esejotas... ¿ycómo Néstor no hizo algo para que noecharan a su hermano?... no lo sé,Hiram, pero sus gestiones por retener aRafa en el país fueron vanas, quétragedia, pídame lo que sea, licenciado,le dijo el presidente a Néstor, lo quesea menos eso, Rufino me ha puesto

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entre la espada y la pared, y si meresisto a echar a los jesuitas, losradicales tomarán las riendas y seríael fin de la moderación, entiendo, yoquería hablarle, animarle un poco,pero no sé dónde anda, le he perdido lapista desde ayer, ha de estar muydolido, Néstor es leal al presidente,pero, caray, es difícil seguir siéndolodespués de algo así... ¿pudo al menosver a Rafa?... sé que reunió algo deplata para ayudarle, pero, una vez más,su hermano no quiso hablar con él...

El Liberal Progresista, 6 de

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septiembre de 1871Proclama del general J.

Rufino Barrios,Comandante de Occidente

(...) Vuelvo una vez más a empuñarla espada para salvar a nuestroshermanos de la tiranía de quienes,apoderándose de la bandera de lareligión, quieren implantarse de nuevoen nuestro suelo. Unos cuantosambiciosos que no reparan en medioalguno para conseguir sus fines quierentomar el pretexto de la expulsión de losPadres de la Compañía de Jesús,

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quienes han dividido e instigado ahermanos contra hermanos. Expulsadosde casi todo el mundo católico, estoshombres, en vez de verdadera religión,tienen solamente egoísmo. Son hombresque no tienen patria (ellos mismos lodicen) y no pueden ser más nocivos,porque los hombres que no tienen patriacarecen del más bello blasón de lahumanidad. Son también hombres sinfamilia que deben ser excluidos denuestro país porque nada les importaque nos matemos, y más que ministrosde Dios, debíanse llamar teas dediscordia (...)

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El Liberal Progresista solíapublicar en la última página de cadanúmero alguna poesía, género al que loslectores eran asiduos. La patria iba acumplir, además, 50 años deindependencia y, entre lascomposiciones que le habían pasado adon Porfirio para que insertara la quemejor le pareciera en el númeroespecial dedicado a la efeméride, habíauna que, a juicio del cajista, eraejemplar, una fábula remitida por unlector anónimo, la cual llevaba por títuloDe un charco en la cercanía.

Y como a don Porfirio la libertad deexpresión le había cambiado un tanto la

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conciencia y don Elíseo andaba muyocupado en otros negocios ese día, elbueno del cajista, sin encomendarse aDios ni consultarlo a su corte, empezó ameter los dedos en las cajas y a alinearletras en el componedor, al tiempo querecitaba entre dientes la fábula quedecía así:

De un charco en lacercanía

una luciérnaga estabaque con su luz alumbrabalo que en su entorno había.Incómodo, un sapo

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obsceno,de que viesen su figurasobre la pobre criaturaderramó su cruel veneno.Díjole ella suspirando:hermano, ¿qué te hecho

yo?I él, muy bravo,

respondió:¿i esa luz que estás

echando?

16 de septiembre de 1871Casa Presidencial

—¿Has venido a amenazarme? ¿Es

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eso lo que te ha traído a mi despacho?—He venido a prevenirte, pero si

quieres tomarlo de otro modo, es tuproblema. Sólo te repito, eso sí, que nopodéis seguir haciendomonstruosidades.

—¿Monstruosidades? ¿De qué mehablas, Joaquín?

—De que las huestes de Rufinoactúan en Santa Rosa como bandoleros.Asaltan las casas, cometen robossacrilegos, afrentan a los sacerdotes,ofenden su honor, no respetan suinmunidad eclesiástica y les obligan aabandonar las parroquias bajo amenazasde muerte. Y eso no es todo. También

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detienen arbitrariamente a las personas,las azotan, las torturan, saquean suscasas, las incendian. Y a ese vendavalde sangre, vosotros tenéis el descaro dellamarlo la Pacificación de Oriente.¡Estáis convirtiendo el país en uninfierno!

—Estáis es multitud.—¿Quién es el responsable,

entonces, de las masacres, losfusilamientos, las torturas a mujeres yniños en presencia de padres y esposos,los atropellos, las violaciones, losranchos quemados y las siembrasdestruidas?

—-Tú sabes muy bien quiénes son

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los responsables. El obispo y losjesuitas han financiado la revuelta y lasarmas. La culpa es de ellos. Ahora, quelo rasquen. Las guerras tienen estasservidumbres.

—¡Qué servidumbres ni qué joder,Néstor! ¿Dónde has dejado tusprincipios de libertad y tolerancia?

—¿Y dónde has dejado los tuyos,pasándote a los serviles, armando a loscampesinos y uniéndote a los curas paraque llamen a la guerra santa desde elpulpito? Yo lucho por un gobierno deleyes justas, de libertad y de respeto alos derechos individuales. ¿Por qué eslo que luchas tú?

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—Te has vuelto un cínico, Néstor.Igual que todos los tuyos. Primerocorrompéis la doctrina y luego osescudáis tras ella.

—Eso no es cierto.—Asesináis sin piedad y obligáis a

que la prensa calle. ¿Dónde está lalibertad de imprenta que con tantasoberbia proclama el Gobierno? ¿Ydónde el respeto a los derechos de laspersonas?

—¡Dónde, dónde, dónde! ¿Te hannombrado acaso inquisidor los curas?

—¿Cómo tienes el descaro de decirque luchas por un gobierno de leyes,cuando no hay día que no violéis media

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docena?—Al menos no soy un desertor como

tú.—¡Tú eres el que ha desertado, no

yo!—¿Y tú quién eres para juzgarme?

¿Qué te ocurre? ¿No puedes entenderque no estoy contra ti ni contra tu fe?Sabes que el general, y todos los queestamos con él, hacemos cuanto está anuestro alcance para frenar a Rufino,pero todo lo que se os ocurre es echarmás leña al fuego. ¿Qué es lo queesperas de nosotros?

—Nada. Ya no espero nada. Ymenos de ti. Pero es necesario que

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alguien te diga las verdades del arriero.—Que son las de cualquier patán.—¿Te atreves a negar que toda esa

retórica sobre la libertad y los derechoses bagazo para el ganado, y no para lagente que sabe, y que lo que llamáisliberalismo es irreligión pura y simple?

—Por supuesto que lo niego. Tú meconoces, no soy un comecuras. Pero tediré algo. En tiempo de tinieblas, lamejor guía de los pueblos es la religión,del mismo modo que en la noche, unciego es nuestro mejor lazarillo. Elciego conoce los senderos mejor quequienes pueden ver. Pero, cuando vienela luz, es una insensatez utilizar a los

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ciegos como guías. Lo dijo un ilustradoque debió de pasar por un problemaparecido al nuestro. Y yo estoy deacuerdo con él.

—Te desconozco, Néstor. Nuncaimaginé que tuvieses tantas gavetas.

—¿Crees que estaría en el gobiernosi éste promoviera la destrucción de laIglesia católica?

—A los hechos me remito, no a tuspalabras.

—Pues te equivocas de medio amedio. Nosotros sólo pretendemos quela Iglesia deje de ser el primer poder dela nación. Queremos reducir su esfera alo puramente religioso y que los clérigos

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reconozcan la autonomía de lo político ylo civil respecto de lo sagrado. Eso estodo. No hay más.

—¡Qué puede decir un descreído delas cosas que no sabe!

—No pido que creas a un descreído,sino a un amigo.

—¿Amigo? Tú no eres mi amigo.—¡Qué país! Incluso la gente

ilustrada parece haberse puesto deacuerdo en botar a un gobiernomoderado y promover la anarquía.

—Conmovedor: libertad,moderación, democracia. De esa tosmurió mi chucho.

—Pues sigan así, continúen

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azuzando a la chusma y en pocos mesesestaremos todos comiendo cera.Ustedes, nosotros y la chusma.

—Sois unos criminales y lo peor delcaso es que os importa un bledo serlo.

—Si no estuviéramos dondeestamos, te ibas a tragar ese insulto.

—¿Sólo eso te pide el cuerpo?¿Romperte el hocico conmigo? Si notuvieras, como tienes, el amparo delGobierno ibas a saber lo que vale unpeine.

—¡Ordenanza!—Sí, licenciado.—Acompañe al señor a la puerta.—Me das pena, compañero. Ahora

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veo que, en el fondo, has sido siempreun canalla que se escondía tras sumodito inglés y sus dotes de actor. Enmala hora te salvé la vida, desgraciado.Más me hubiera valido caer muerto.Pero ándate con cuidado. Un día, tú y yovamos a tener que arreglar las cosascomo lo hacen los hombres.

El Liberal Progresista, 25de septiembre de 1871Las tropas del general J.Rufino Barrios han derrotadoa los insurrectos en Fraijanesy Cerro Gordo, y han entrado

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triunfalmente en Guilapa,Santa Rosa. La victoria hasido total. Los rebeldes hanhuido a Honduras y en lacapital se prepara un honrosorecibimiento al salvador de laPatria.

26 de octubre de 1871Asociación Anticlerical La

Antorcha

—¡Compañeros! Hacer deGuatemala la nación que no es, pueshasta el día de hoy ha sido más ecclesia

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que nación, constituye nuestraresponsabilidad primera. Por ello, larevolución habría sido ineficaz, einfecunda la sangre derramada, si losjesuitas hubiesen permanecido en elpaís. Esta sociedad secreta, esa casta detraficantes, agiotistas y usureros que,amparada tras una doctrina religiosa,hacía más ricos a los ricos y más pobresa los pobres, se había apoderado delGobierno, dizque para mayor gloria deDios. Tenían en un puño al país desdelos días de Carrera, y no reconocían otraautoridad que la de ese soberanoabsoluto, y para más escarnioextranjero, que se llama Pío IX. ¡Pero

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los guatemaltecos no somos ciudadanosde Roma ni súbditos de ningún Papa! Lafilosofía y la historia enseñan queninguna nación puede ser libre bajo lasofocante y tenebrosa influencia de laCompañía de Jesús. Por eso fuenecesario deportar a esa casta perversay, con ella, al arzobispo. ¡Que no lesquepan dudas, compañeros! ¡Fueron losjesuitas y el prelado quienespromovieron la insurrección y elderramamiento de sangre en Santa Rosa!Ahora, los serviles arrojan ceniza sobresus cabezas porque les hemos vencido,pero yo les digo a la cara: ¿no confiabanen que la Providencia se pusiera de su

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lado? ¿No querían un juicio de Dios?¡Pues ya lo tienen! Dios ha juzgado ydispuesto que los jesuitas se vayan deGuatemala. ¿Y qué dios creen ustedesque ha juzgado este asunto, el de ellos oel nuestro? Sólo hay una respuesta,amigos míos: ¡ha sido nuestro dios quienha decidido a quién entregar el poder yla victoria! ¡Es nuestro dios quien hatriunfado, por las razones que aducenestas hojas que circulan en la ciudaddesde hoy, escritas por el granTalleyrand! Nuestro dios ha vencidoporque el de los jesuitas, el de losobispos, el de los papas y los servilesno es el padre de Cristo ni la Primera

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Persona de la Trinidad. Es un diosinventado por ellos, un dios codiciosoque se mezcla e interviene de maneramezquina en los asuntos terrenales, undios que Cristo no reconocería sivolviese hoy a la Tierra. Por eso fuederrotado por el nuestro, por el diosverdadero, el dios de la humana razón,el dios de toda pureza, toda justicia ytoda piedad. ¿Qué clase de ministrossagrados pueden ser quienes, como losjesuitas, sólo apetecen poder y riquezas,siembran la división entre los cristianosy son soberbios, intolerantes yvengativos? ¡Fuera del país esa lepra!¡Y si se les ocurre regresar, que sepan

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que no quedará uno con vida! Pero noquisiera excederme en esta ocasión,compañeros. Hoy es un gran día paranosotros. La revolución debe proseguirsin clemencia ni indulgencia conmedidas como éstas a fin de imponer lalibertad en el país y salvar a la plebeignorante de una servidumbre de siglos.¡Por la revolución radical, compañeros!¡Por la abolición del estado confesional!¡Por la educación laica, la libertad deconciencia y la expulsión de los curasde los cargos públicos!

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6. Entre dos fuegos

«—El país estaba trastornado, peroel vulgo analfabeto ignoraba lo queocurría. Si a mí no me daba tiempo amasticar los hechos, imagínate a la masaanalfabeta. Ideas y creencias semezclaban y se usaban de la forma máscochina. La reacción radical, de un lado,y el extremismo liberal, de otro, sehabían empeñado en derribar algobierno de García Granados. Y Néstorse extravió entre esos fuegos. Cada día

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le veía más desordenado y nervioso.Descuidó su vida, su indumentaria, supersona. Ya no era el joven varonil yrefinado, vestido a la inglesa, quecalzaba botines y llevaba en la mano unbastón. Se vestía con descuido y llegabaa casa con botas altas, sombrero,revólver y oliendo a sudor de acémila.Perdió su afición por el teatro, surefinamiento, su humor. El hombre delamor cortés y las cartas delicadas seesfumaba ante mis ojos.

»Mas no era sólo Néstor el delcambio. Hubo muchos que no soportaronla embestida y, de la simpatía inicial,pasaron primero al reproche y luego a la

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oposición. Ese fue el caso de Joaquín.Había abrazado el liberalismo confervor, pero comenzó a dar marcha atráscuando vio venir la marea anticristiana ylos excesos que, en nombre de lalibertad, se cometían contra la Iglesiacatólica. Y las diferencias entre los dosse empezaron a agudizar al extremo denegarse la palabra.

»Yo misma me sentía abochornada.Repudiaba aquel exceso que iba desdelos estúpidos que se declarabanenemigos personales de Jesucristo)hasta la difusión de panfletosrepugnantes que databan de los días delTerror en Francia. La derrota de la

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moderación era inminente y, en medio deaquella tensión que nos desbordaba atodos, vine un día a descubrir queNéstor y yo... perdona, Elena... me faltael aire.... que Néstor y yo no nosconocíamos. Fue algo muy doloroso. Ladistancia y mi imaginación habíanidealizado un amor que la política y elconflicto armado se encargaban ahora demostrar tal cual era.

»Para empezar, Néstor no abrió elbufete. La política le había sorbido elseso. No tenía tiempo para otra cosa.Llegaba casi al mandado y se volvía amarchar. La Patria me necesita, alegaba.¿Más que yo a ti?, le decía. Y eso le

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ponía de mal humor.»El deterioro de nuestras relaciones

empezó así, como una enfermedad, conpequeñas desazones y molestias quefácilmente se volvían enojos, porfíastontas, largos silencios. El corazón no serompe de golpe. Lo hace poco a pocodebido a una palabra inoportuna, unsilencio injustificado, una vuelta bruscaen el lecho. Pero en mi caso el malestarse debió a que Néstor no me entregabatodo el tiempo de su vida. Me enfurecíaque lo empleara en otros quehaceres yotras personas. Se había vuelto adicto alcombate, a la lucha política, a la guerracontra los conservadores. Y siempre

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había algún asunto que atender másrelevante que yo: la educación laica, lalibertad política, el registro civil. Noparaba en la ciudad y, cuando volvía,estaba conmigo lo que dura una visita depésame. Nuestras citas se fueronespaciando e insensiblemente larelación derivó en una etapa deencuentros apresurados y uniones sinpaladar. Había altibajos, desde luego.Algunos días llegaba contento y estabamás tiempo conmigo. Como cuando elpresidente aprobó la nueva bandera y elnuevo escudo de armas de la Repúblicaque había diseñado un grabador suizo.García Granados ordenó suprimir los

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colores de la bandera española y dejósólo dos franjas azules y una blanca,dispuestas en forma vertical, al estilo delos pabellones de México y Francia. Yen el escudo, el grabador había dibujadoun pergamino con la fecha de laindependencia y un quetzal quesimbolizaba la libertad. Había tambiéndos sables dorados, pero al general noacababa de satisfacerle el diseño. Alescudo le faltaba algo. Néstor le sugirióentonces que le agregara dos Re-mington cruzados en aspa, comosímbolo de la revolución que el generalhabía emprendido. Y el general aceptócon entusiasmo. Quería quedar bien,

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estoy segura, con Néstor, después delpenoso asunto de Rafa.

»Llegó esa noche muy feliz. No sóloporque el general había aceptado supropuesta, sino porque su aventura en lacompra y traída de los rifles quedaríaplasmada para siempre en el escudo dela República. Pero fue sólo un episodioaislado. Al día siguiente volvió adesaparecer. Se fue a El Salvador dossemanas en una misión presidencial y,cuando volvió, las fricciones entre él yyo se agravaron. Yo había dejado de sersu prioridad afectiva y supuse que suamor se agotaba porque, para mí, pasióny amor eran entonces la misma cosa.

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Ignoraba yo que el amor es todo aquelloque subyace bajo el ímpetu del deseo. Yme precipité, lo admito.

»Pero no es menos verdad que lapolítica ejercía sobre Néstor una pasiónavasalladora. Lo más importante de mivida era él; enterrar el Antiguo Régimen,lo más importante de la suya. Parasalvar la situación, le propuse que noscasáramos. Me contestó que debíamosesperar, que no era el mejor momento.El país es un gallinero invadido por untacuazín, me dijo con mala cara. Losconstituyentes no se reúnen, loscompañeros de armas del general leignoran, el radicalismo pide que el

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poder sea entregado a una voluntad másfuerte, la República liberal se tambalea,¡y usted no parece percatarse de ello!¿Cómo quiere que nos casemos en estascircunstancias? Yo la amo, Clara, la amocon todas mis fuerzas, pero elmatrimonio no asegura el amor. Lasmujeres creen eso y no es verdad.

»No tenía derecho a hablarme así. Oeso pensé en ese momento. El caso esque ese día se fue de casa sin despedirsey no le volví a ver durante las siguientestres semanas»

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7. El ferrocarril y lasvacas

«Uno de aquellos días terribles enque tirios y troyanos pretendían instalaren el país su propia versión del orden,la tía Emilia se puso muy grave.Amaneció con los ojos en blanco y laboca muy abierta. Respiraba condificultad y todo su cuerpo temblaba.Mandé llamar al doctor de cabecera. Eldiagnóstico fue demoledor: la pobrecitahabía entrado en agonía.

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»Falleció en mis brazos al díasiguiente. Lo hizo con la bocadescolgada, como a la espera de unaúltima bocanada de aire que nunca llegó.Durante el tiempo que había estadoenferma, yo había sentido el consuelo detenerla en casa, aunque ya no pudieracomunicarse conmigo, pero, de golpe,me sobrevino un hondo sentimiento deabandono. Su muerte me dejaba sinsustento emocional. Y para variar,Néstor no estaba conmigo.

»En mayo del 72, hubo otra burucaen Zacapa, promovida por los clérigos.El gobierno de Honduras había ofrecidosantuario a los rebeldes y les permitía

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entrar y salir para atacar al gobierno deGarcía Granados. Dispuesto a aplastarla rebelión, don Miguel cediótemporalmente su puesto a Rufino yresolvió invadir Honduras para derrocaral gobierno conservador de aquel país.Y Néstor se fue de nuevo a la guerra yestuve otro mes sin saber de él.

»Entonces apareció Joaquín, comolo había hecho otras veces en losmomentos difíciles, para mostrar suhombría de bien, su generosidad y suamor por mí, pese a lo ingrata que yohabía sido con él. Se ocupópersonalmente de todo: el funeral, losasuntos legales, las gestiones.

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»Cuando volvíamos del entierro, mesentí en medio de la nada. Y sinpensarlo muy bien, le pedí que sequedara esa noche conmigo. Nadaocurrió, te lo juro. Fue una velada comoésta entre tú y yo, sólo que cuajada desilencios. Joaquín había reemplazado eldolido gesto con que me miraba aqueldía en la casa del general por otro decomprensión y de ternura. Y estuvo a milado hasta el amanecer, cuando mimiedo a la noche había al fin capitulado.Siempre fue un caballero. Algoprecipitado y fácil de engañar, pero uncaballero, muy distinto al que yo penséque había venido de lejos a rescatarme

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de mi soledad».

El Liberal Progresista, 10 dejunio de 1872

Con esta fecha, el presidenteinterino de la República,general J. Rufino Barrios, haemitido una serie de decretosque, en ausencia de donMiguel García Granados, hancausado gran ansiedad entre lapoblación. El encargado de lapresidencia ha clausuradocinco conventos i hadeclarado extintas las órdenes

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dominica, franciscana yjesuita por considerar que noeran depositarías del saber niun elemento eficaz paramorigerar las costumbres. Laspropiedades de estas órdeneshan pasado a poder delEstado, sin ningunacompensación.

Guatemala, 12 de junio de 1872Mr. James Stark,Manchester, England

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Mi dilecto amigo:Correspondo a su afectuosa carta

en la que muestra su preocupación pormí y por mi familia, debido a lasituación que padece mi país desdejunio del pasado año.

Mil gracias por su interés. Laprensa y la distancia suelen magnificarlos sucesos de países remotos como elnuestro, pero en este caso no creo quese hayan excedido un ápice. Mi familiay yo estamos bien, gracias a Dios, pueslos conflictos, los excesos y la sangreno han afectado la vida de la ciudad, lacual sigue siendo parecida a la que

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usted y Mr Leatherby conocieroncuando estuvieron hospedados en micasa hace cosa de dos años.

Pero hay motivos para el temor. Eldesgarramiento se hace cada vez másdoloroso y el país se encamina haciaun precipicio del cual no sé sipodremos salir. Hemos perdido la paz,que tanto costó construir tras laindependencia de España. Las pasionespolíticas han alcanzado un grado deexaltación tan febril como malsano. Ylo más triste es que cada día vaquedando menos de las virtudesantiguas con las cuales construimosnuestra patria.

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Vivimos la transición de unasociedad sagrada a otra profana, unaespecie de refundación nacionalimpulsada por un liberalismo salvaje.Nunca la imprenta había sido tanescandalosa. La difamación impune,las injurias más repugnantes y elirrespeto a los sentimientos religiososestán a la orden del día. Dicen estosbárbaros que la opinión ha de ser libre,sin detenerse a pensar que la variedadde opiniones es el germen de la cizaña,los conflictos y las guerras fratricidas.

Dos revolucionarios sin legitimidadhistórica, uno blanco, viejo yambicioso, el otro mestizo, joven y

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brutal, se disputan el liderazgo delgobierno que ha usurpado el sitial denuestros padres. Pero el fin de amboses el mismo: erradicar los principiossobre los cuales se construyó estanación, alegando no sé qué derechos,en nombre de los cuales matan ydestruyen. Y esto, mi querido amigo, esfatal, pues la primera virtud pública esel orden, y los liberales, lamentodecirlo, son gente sin ninguna virtud.Para ellos sólo hay un propósitopolítico: destruir lo antiguo en laestúpida creencia de que lo nuevo essuperior por el mero hecho de serlo.

Examine las constituciones del

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mundo civilizado. Sólo un ciego novería en ellas los principios que estosbárbaros pretenden arrancar de lanuestra, principios de prudenciapolítica tan viejos como la propiahumanidad. El pernicioso influjo deuna doctrina ajena a nuestra cultura ya nuestras tradiciones es, a mi modo dever, la causa. Pero, no, rectifico: elbando del desorden no tiene siquieradoctrina. Sólo abriga odio yresentimiento, ocultos bajo unadialéctica espuria.

Somos católicos, James, y nosgloriamos de serlo. Nuestra identidadno la forjaron los españoles, sino la

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Iglesia. El catolicismo ha sido elcemento que ha unido a nuestro pueblodurante siglos y me cuesta creer que elliberalismo pueda hacer algo queremotamente se le parezca.

Gracias de nuevo por su interés ennosotros. Pido a Dios que este conflictoacabe pronto. Entretanto, reciba ustedlas más vivas muestras de miconsideración y afecto.

Luis Felipe Ábalos.

El Liberal Progresista, 14 dejunio de 1872

Estamos de nuevo en

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campaña. La guerra va siendopara nosotros un estadonatural. Apenas acabamos decelebrar el triunfo contra lainsolencia i la osadía deltirano hondureno i ya tenemosun nuevo enemigo. Lareacción ha reaparecido enOriente al grito de ¡viva lareligión! Fuerzas delGobierno en considerablenúmero han salido hacia alláal mando del comandante deOccidente con el objeto deestablecer el orden. Damospor descartada la victoria,

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pero si seguimos obteniendotriunfos así, el país estarápronto en la ruina.

Rompiendo con su hábito de leer eltexto antes de llevarlo al componedor,don Porfirio Frutos había resueltolevantar sin más el que la redacciónacababa de entregarle. Pero a medidaque lo iba armando, don Porfirio se ibatambién percatando de que, por primeravez desde que había libertad deimprenta (aunque ya no tanta, pues donElíseo había recibido ya un par deadvertencias incómodas) alguien decía

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las cosas con meridiana claridad ocuando menos con la suficiente para quetodo el mundo las entendiera.

El texto no llevaba firma. Se titulabaEl ferrocarril y las vacas y empezabacon una dramática frase a la que seguíaun planteamiento diferente a loshabituales.

Nos estamos rompiendo en dos,decía el texto. Elegir entre la libertad yel laicismo, por un lado, y la sumisión alestado clerical-aristocrático, por otro,nos ha llevado a este callejón sin salida,pues la tradición es más filosa y másdura de lo que los liberales imaginaban.La tradición es como un hato de ganado

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que se detiene en medio de la vía justocuando una tren se acerca a todavelocidad. Y una de dos, o el trenatropella el ganado o se detiene paraevitar la masacre. Pues bien, además deconservador, nuestro pueblo estradicionalista. Y don Miguel GarcíaGranados no sabe cómo resolver estedilema. Tal vez quisiera detener el tren,pero don Rufino no se lo permite. Y ésees justamente el drama. Nos arrastra untorbellino de pasiones cuyos excesos sejustifican en nombre de la razón o de lafe, ya que ambas creen tener todas lasrespuestas a todos los problemas de loshombres. Pero tanto una como la otra

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parece ignorar que, si los excesos de larazón pueden desatar las iras de lasinrazón y causar un sangrientoestropicio, el fanatismo religiosoengendra cruzadas y persecucionesaborrecibles. Dicho de otra manera: larazón quiere destruir la fe, y la fe,acogotar la razón, lo que no es sinolocura, pues, del mismo modo que no sepuede razonar la fe, no se puede exigir ala razón que crea en cosasindemostrables. Tenemos derecho aconstruir una nueva nación, concluía eltexto, pero nuestra monte se haescindido. También nuestrossentimientos. Ahora ya no somos una,

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sino dos naciones. La modernidad haabierto esta herida y sólo Dios sabecuándo podrá cerrarse. Y ante undesgarrón así sólo cabe reiterar que laviolencia no construye naciones. Lohace una convocatoria a allanar el solarde la convivencia. Pero aún estamosmuy lejos de eso. Don Miguel quierefrenar. Don Rufino, acelerar. Y en mediode ese estira y afloja corre el tren,mientras el rebaño espera.

El Liberal Progresista, 3 deagosto de 1872

El pasado fin de semana

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tuvimos el gusto de ver enQuetzaltenango funcionar laametralladora. El ensayo tuvolugar a orillas de la ciudad, enel punto conocido con elnombre de La Ciénaga, iasistió a él don Rufino. Lasdianas se colocaron aquinientas varas i se les pegóa la perfección. Laametralladora es la máquinade guerra más temible quehayamos visto.

Pastelería de don Librado Olivares,

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19 de agosto de 1872

—Una espumilla y una taza dechocolate, si me hace el favor.

—Para mí igual, pero con dosespumillas.

—Tan goloso como siempre,hermano Sarastro.

—Prefiero que me llames padreSanabria o simplemente Vidal.

—Pues no te vendría mal llevarapodo, ahora que están arriba losmasones.

—Que la boca se te tuerza, Basilio.¿Quién se puede llevar bien con esosbárbaros?

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—Son sólo unos pocos.—No mientas.—Lo digo en serio. Quita a unos

cuantos extremistas y el resto no es malagente.

—¿Cómo puedes decir eso despuésde las expropiaciones a la Iglesia y deexpulsar del país a las órdenesreligiosas?

—Lo dices por los nueve decretosemitidos por Rufino, mientras donMiguel combatía en Oriente.

—¿Tú que crees?—Sí, ha sido tremendo. Abolió el

fuero eclesiástico, expulsó a losreligiosos que quedaban, proclamó la

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libertad de cultos. Pero no hay queculpar del todo a los masones. Rufinoera presidente temporal y promulgó losdecretos sin consultar ni pedir permiso aGarcía Granados.

—Eso no es excusa. El generalvolvió de Oriente y ratificó los decretos.

—Don Miguel es débil, ya se sabe.De haber tenido lo que hay que tener, loshabría derogado. Pero le tuvo miedo aRufino, como todos. En el poco tiempoque estuvo en el Gobierno, La Panteraempezó a dar muestras de maníaspersecutorias. Detuvo a gente sinmotivo, fusiló a dos en la Plaza deArmas y nadie se atrevió a protestar.

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¿Supiste lo de don Rafael Batres?—¿Quién es don Rafael Batres?—Un sobrino de don Miguel. Se le

ocurrió pasear por Jocotenango, ¡enestos liberales tiempos!, con dosbanderas de la república servil en elcarruaje.

~¿Y?—La gente de Rufino le echó mano y

le han dado una paliza que por poco nola cuenta. Cuando el general volvió deOriente, se tragó la humillación. Y esoque el muchacho es de su sangre.

—Hay que ver la de cosas que sabeusted, hermano Basilio.

—Menos de las que usted imagina,

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hermano Sarastro.—¿Tienes noticias de Néstor?

¿Sigue siendo asistente de ChicoAndreu, en la Presidencia?

—Ahí sigue, pero no es el mismo.Ha perdido la serenidad, el buen humor.Hay tres cosas que cambian al hombre:la mujer, el saber y la guerra. Y a él, mesospecho, le han alterado las tres.

—Todos hemos cambiado. Túmismo eres diferente.

—Mira quién habla.—Dos años en la provincia cambian

a cualquiera, pero no me juzgues mal.Hago todo lo que puedo por sercoherente con mi fe y mis ideales.

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—¿Qué haces en Quetzaltenango?—Soy asistente del vicario de la

diócesis, el padre Arroyo. Pertenezco alsector moderado de la Iglesia.Intentamos convencer a la Jerarquía deque la influencia política es tanimportante o más que el poder y,además, desgasta menos. Pero cuéntame,¿y los demás, qué ha sido de ellos?¿Cómo está Juliano?

—Del lado de la Jiebre. Rufino haprometido abrir el país al protestantismoy ahí anda el venerable Juliano, el de«hay que imponer la fuerza de la razón ala razón de la fuerza», echando puntacon los radicales. Tan modosito que se

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veía.—¿Y Joaquín?—Cambió de estaca. Un traidor

hecho y derecho. Ahora es conservador.Tiene intereses que cuidar, ya sabes. Susvinos y sus licores. Un gran cabrón, untipo sin escrúpulos.

—Nunca te cayó bien.—Es un riquito de miércoles. No se

junta con los amigos porque nos tiene demenos y se lleva con Néstor a matar.

—¿Y eso por qué?—Qué bueno está este chocolate,

¿no?—Siempre será usted un picaro,

hermano Basilio.

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—Pero no menos que usted, hermanoSarastro.

20 de septiembre de 1872Asociación Anticlerical La

Antorcha

—¡Compañeros! La ola reaccionariaamenaza con sepultar la revolución en lainanidad y la impotencia. El presidenteprovisorio es cautivo de la telaraña quelos conservadores han tejido en torno aél. Si no fuera por Rufino, a quien elgeneral tiene que llamar a cada pocopara que le saque las castañas del fuego,

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la revolución estaría muerta.¡Compañeros! ¡El país necesitaestabilidad! ¡Y Rufino es nuestraalternativa! Sólo una mano de hierrocomo la suya podrá salvar unarevolución que se debilita con los días acausa de un viejo sin voluntad parahacer lo que se debe hacer. ¡La desidiade García Granados es un obstáculopara la pacificación del país!¡Necesitamos a un hombre fuerte paraque ponga orden en este caos!

—Ese artículo no va, don Porfirio—le dijo el compaginador desde lapuerta.

—¿Cuál artículo?

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—El del tren y las vacas.—¿Y eso por qué?—No cabe.—¿Cómo que no cabe?—Hay otras cosas que publicar.—¿Quién dice?—Don Eliseo, quién va a ser.—Pero este artículo es importante.—Tan importante como el cuentecito

del sapo y de la luciérnaga, que casi mecuesta el empleo.

—Esto es distinto.—Don Porfirio, no sea necio.—No es necedad, es que...—¡Haga lo que le digo, carajo!

¿Cuándo va a entender usted que la

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libertad de imprenta tiene un límite?

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8. Desgarradura

«Al día siguiente del entierro de latía Emilia, me di cuenta de que el amorse me había partido en dos. Mis másíntimos deseos susurraban Néstor,Néstor, pero mi mente se inclinaba porel hombre que me prestaba atención yme ofrecía una vida estable, seguridad yposición social. Desde niña henecesitado siempre tener a alguien cercade mí, quizás por el vacío que dejaronmis padres cuando fueron asesinados. La

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tía lo llenó con creces, pero sólo al ladode Néstor había sentido esa plenitud queproporcionan a un tiempo el amor y lacompañía.

»Ahora Néstor me daba ambas cosasa plazos imprevisibles. La política habíaenajenado su libertad interior y esapasión hizo de él otro hombre. Inclusocuando hacíamos el amor, tenía laimpresión de que ni su cuerpo ni sumente estaban conmigo. Y no lo podíasoportar. Me sentía su prisionera. Elcarcelero venía a verme, me daba decomer y se marchaba. Y yo quería serlibre, Elena. Yo quería vivir mi libertadlo mismo que él la suya.

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»Sí, claro, entiendo tu extrañeza. Yoera una mujer liberal... pero sólo en elpapel. Mi vida se había guiado desdeniña por un patrón conservador: laburbuja de que te hablaba hace un rato,el espacio cuidado y aséptico en el quela tía Emilia me tenía escondida. Entreaquel liberalismo de libro y el realhabía una distancia cósmica. Lasliberales como yo, como doña Cristina,como las amigas del club, queríamoslibertad, pero dentro de un orden. Y elpaís era una anarquía. La libertad habíadejado de ser el referente delcambio. Ahora empezaban a serlo elmiedo y la violencia.

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»Néstor, concluí en esa fecha, habíasido un espejismo, un producto de mifantasía adornado con elementosimaginarios. Nunca dudé que me amara,pero nuestro amor se me antojaba ahoraun barquito de papel que huía arroyoabajo. Así que, dos días después de lamuerte de la tía, le escribí una largacarta explicándole estas cosas.

»Regresó de Oriente a fines de juniodel 72. Victorioso, como era habitual.Fuera la ametralladora de Rufino, fueransus fusiles de repetición, el caso es quelos conservadores no daban una aderechas. Su alocado fanatismo sólo eraútil para avivar pequeños fuegos. Así

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que, una y otra vez, los liberales lesdaban por debajo de la lengua.

»El mismo día de su entrada triunfal,Néstor me vino a ver. No le permitíentrar en casa. No tuve el valor dedecirle cara a cara que habíamosterminado y le cerré la puerta. No tengovalor para afrontar esas cosas. Ni lapaciencia. Ni el carácter. Y di a laservidumbre orden de no abrir.

»Me escribió varias cartas. No lecontesté. En la última me decía que si noquería saber de él, se quitaría la vida.Pensé que exageraba, que era sólo unapose. Después de una separación de casidos meses, yo había tomado ya una

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decisión y... Dios mío, estoytemblando...

»—Voy a encender un brasero.»—No, Elenita. Déjalo, me pondré

bien... Dicen que la carne es débil, pero,en mi caso, creo que la debilidad fuemental.

»—La vida sería más sencilla si nonos dejáramos llevar tan a menudo porel corazón.

»—No entendí, no quise entender, latarea a la que Néstor se había entregado.La llamaba el sueño de los justos. Yo, encambio, había optado por la vida enprosa. El lirismo revolucionario habíadejado de ser una inspiración para mí y,

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de otra parte, no soy una mujerabnegada. Amar implica sacrificarse porel ser amado y yo carezco de esa virtud.La revolución destruía amores, familias,fortunas, amigos. Y en medio de lainseguridad en que vivíamos, resolvísacrificar aquella pasión por una vidamenos excitante y sin aventura, parecidaa la de las señoras que tanto habíacriticado años atrás. No supe asumir elriesgo porque, quizás, a diferencia de laMagdalena, a quien Jesús perdonó porhaber amado demasiado, yo no amé losuficiente».

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El Liberal Progresista, 25 dediciembre de 1872

La venida del general J.Rufino Barrios a la capitalcon sus tropas, esperada portanto tiempo, ha sido el temade la conversación jene-raldurante varios días i ha dadolugar a toda clase de rumores.La mayoría de los ciudadanosparece estar convencida deque esta visita tiene porobjeto prestar su ayuda en laconsolidación de un buenGobierno i correjir susacciones con respecto a los

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enemigos del sistema liberal,adoptando una actitud másenérjica. No hai duda de quelos reaccionarios i sussecuaces han tomado pordebilidad la benevolencia delJefe del Estado, pero eso estáa punto de cambiar.

27 de diciembre de 1872Casa Presidencial

—Queridos amigos. Les supongoinformados de lo que sucede. Rufino

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llegó ayer de Quetzaltenango, se hainstalado en el castillo de San José yapunta su ametralladora hacia aquí. Havisitado la Asamblea y ha amenazadopersonalmente a los diputados que seresistían a obedecer sus órdenes. Antesemejante intimidación, la Constituyenteha optado por disolverse. El extremismoha triunfado, caballeros. No es posibleel cambio sin ruptura ni es factible porahora una patria liberal. Incluso DonChema Samayoa está con los radicales.Nuestro proyecto político ha muerto.Rufino es hombre con prisa y yo soy unhombre viejo. El quiere una revolución,yo otra, y nadie puede gobernar

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amenazado a diario por las armas. Yoquería una revolución benigna,humanitaria, gradual. Aspiraba aconstruir un ejército moderno quesirviera a los intereses civiles, y unaGuardia Nacional, como la creada enFrancia. No ha podido ser. Rufino noquiere partidos y desea instalar a lossoldados en la administración del país.Hasta los oficiales que lucharon a misórdenes se han pasado con él. LaRepública ha ido adquiriendo unmarcado estilo militar y yo he perdido laesperanza de enderezar su rumbo. No loduden, caballeros: en adelante, serán losmilitares quienes gobiernen. Ellos serán

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también la mente, el músculo y elespinazo del país. Esta es la revoluciónque triunfa, caballeros, no la que yoplaneé. Y no sólo a causa de Rufino. Losconservadores tienen tanta o más culpaque él. No cedieron en lo poco, ahoratendrán que hacerlo en lo mucho. Y porlas malas. El futuro de la patria pasará amanos de una tiranía legitimada porpolíticos de poca monta. No hay otrasalida, me dicen los que ayer jurabandefender la libertad hasta morir. Tal vezno haya otra opción, pero yo no seréparte de ella. Tampoco deseo provocarmás derramamiento de sangre. Nuncaperseguí otro propósito que servir a mi

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país y a los principios liberales queprofeso. Seguiré en el poder el tiempoimprescindible para convocarelecciones, pero presentaré mi dimisiónuno de estos días. Entretanto habrá queaceptar la dictadura constitucional comoun hecho y a Rufino como el nuevopresidente. Les agradezco a todos sulealtad y su afecto. Y pido a Dios ayudara nuestra Patria en esta hora.

El Liberal Progresista, 29 dediciembre de 1872

Crónica local

-0- Manda la Municipalidad

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que, a quienes no paguen elagua en diez días, se les corteel servicio, i que los dueñosde las casas tienen laobligación de reparar elempedrado frente a ellas. Deeso se ocupa el señor alcalde,en lugar de publicar un bandode buen gobierno para que loscerdos no anden libres por lascalles, pues, además de sercosa fea, es nociva para lasalud.

-0- Aplaudimos la orden quemanda recojer de la vía

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pública a las mujeres de lavida airada, pues andanmuchas fuera de su debidoencierro. Si se duda de lo quedecimos, ocúrrase a laPlazuela del Teatro, de lasnueve de la noche en adelante.

-0- Nunca es tarde para hacerjusticia al que la merece. Elseñor Petrilli, conociendo laincapacidad de algunos de losartistas que contrató enEuropa, no vaciló en hacercuantos sacrificios estaban desu parte para llenar de una

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manera digna loscompromisos contraídos conel público, ejecutando lasóperas nuevas ofrecidas en suprograma, i por primera vezpuso en escena en esta capitalL'Ebreo, Luisa Miller, IMasnadieri, I Lombardi,Giovanna d'Arco y Conradodi Monferrato que hanconstituido todo un éxito,salvo la primera, que no fuemuy aplaudida.

-0- El pasado 27, como a lasnueve i media de la mañana,

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fue mortalmente herido condoce puñaladas, un jovencomo de 24 años, llamado M.Alvarez. Parece que la causafue una mujer que teníarelaciones con otros treshombres. En el mismo día, ien la noche, fue tambiénherido un individuo de dospuñaladas, en el pecho una, iotra en el estómago. Se creeque fue por el mismo motivo.

30 de diciembre de 1872,

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Mesón Nadie pasa sin saludar alRey

...el que cae del poder no tieneamigos, y a menudo basta que tropieces,(sólo tropezar, no que te des elmameyazo), para que descubras a losfalsos y a los chaqueteros, pero tú,Néstor, tienes buenos amigos, pese ahaber llegado tan alto, a algunos nosdaba envidia (sólo de vez en cuando, note vayas a creer la divina berza), peroahora que estás a punto de que te apeende la mula, estos tus cuates queremosconfirmarte nuestra amistad, somos unageneración devaluada, es cierto, pero

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también muy unida, y así debemoscontinuar, y ahora a comer, señorones,que este cakik tiene muy buena cara y amí me hacen ruido las tripas... por nada,Néstor... eres un buen amigo y por esoorganicé esta cena, quería que entretodos te ayudáramos a pasar el mal ratoy demostrarte que te somos leales, quesiempre lo hemos sido, y qué bueno estáeste caldo, el chompipe es el que estáalgo duro... bueno, pues, como te decía...\hola, Juliano, llega usted con másdetraso que un cartero, pero ego tedisolvo, digo te absuelvo, anda, jálateuna silla y siéntate en el piso... bueno,pues, como iba diciendo, yo, Basilio,

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rey de Polonia, no soy como esoschuchos que se le pegan a uno y caminana tu lado sin decir una palabra nicontarte un chiste o un chisme, así que tevoy a contar uno... un chisme, para queduermas tranquilo esta noche... sobreesa muchachita, Clara se llama, ¿no?,estoy seguro de que, en cuanto lo oigas,concluirás que hiciste bien en rompercon ella... ¿no? ¿no rompiste con ella?...pues mejor si fue ella la que rompiócontigo... en todo caso prefiero decírteloyo a que te lo cuenten por ahí... a ustedestambién se lo han dicho, ¿verdad?... losabe todo el mundo y tú no te lomereces... es que no sé cómo decírtelo,

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pero bueno, ahí te va... esa muchachitahacía tiempo que salía con JoaquínLarios... no, desde hace poco no, desdeque te fuiste al exilio... la visitaba en sucasa, le llevaba regalitos, la sacaba apasear o al teatro, con la tía dechaperona, claro, pero siempre muysonrientes... cómo sería que la gentepensó que eran novios, y a saber quéotra cosa... esa es la historia, querido,mientras tú estabas fuera del país esecachureco agarrado que no come huevopara no tener que tirar el cascarón temetía el puñal por la espalda, y ella, consu carita de no oler ni heder, te quemabael rancho.... así que anímate, no te has

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perdido nada, amores nuevos olvidanlos viejos, eso sin contar con que a tuvuelta te zurraste en Joaquín, quitándolela novia... no se merecía otra cosa esependejo, quien con todo y su pisto y suplanta de senador es más inútil que unabacinica rota... lo que quiero decirte esque tú eres mucho arroz para tan pocopollo... ¿no? ¿no es así?... pensé que lotuyo con ella había sido sólo un amorplatónico... eso me decías en México,cuando le escribías a diario... no sabíaque la cosa iba tan en serio... chispas,qué clavo... esto me pasa por bocaaguada... disculpa, Néstor, qué pena, lodije sin intención...

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«El día 30 de diciembre había unafunción mixta en el Teatro de Carrera, alcual habían cambiado de nombre y sellamaba ahora Teatro Nacional. Sepresentaba una obrita de un autor joven,sobrino del ex presidente Cerna, y unrecital con algunas arias de las óperasque un empresario de apellido Petrillihabía puesto en escena esa temporada.

»Recuerdo unos versos de la obraque el público celebró por ser muyapropiados a los tiempos que vivíamos.Uno de los personajes, un hombre delpueblo llamado Pacífico, se lamentabaasí de la situación:

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Hoy en día se promulganLeyes que me desbaratanSi conservador... me matanSi liberal... me excomulgan.

»La gente se puso de pie y aplaudiócon entusiasmo, tanto que, a la salida,nadie comentaba el recital, sino quetodos repetían con buen humor losversos de Ismael Cerna.

»Joaquín y yo nos encontrábamos enla etapa del amor recién estrenado. Seme había declarado unos días antes,cuando supo que yo había roto conNéstor. Me confesó que me había amadosiempre en silencio, pero que nunca me

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lo había dicho porque sabía que Néstorestaba enamorado de mí. Me conmoviósu nobleza. Y esto unido a su constanciay a sus reiteradas atenciones meconvenció de ser el hombre quenecesitaba en mi vida... y lamento decirque nada más.

»Cuando abandonábamos elvestíbulo del teatro, se extendió entre lagente el rumor de que García Granadosse proponía dimitir y los comentarios seencendieron. Recuerdo que elradicalismo, tanto liberal comoconservador, lo tomó como un triunfo yque Joaquín, en particular, era uno delos más excitados.

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»—¡Ya era hora que echaran a eseidiota! —dijo con una mezcla de rabia yalegría.

»Caminamos por entre el barullo degente y salimos al pórtico del teatro.Caía una ligera llovizna, así que elpúblico se concentró al borde de laescalinata. Vimos a Eulalio, nuestrocochero, y Joaquín le hizo una seña,pero justo cuando iniciaba el descensode las gradas, alguien me tomó por elbrazo.

»—Usted y yo tenemos que hablar—oí que me decía alguien.

»Era Néstor. Tenía el rostrodesencajado y me miraba como quien

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mira al enemigo.»—¿Qué es lo que tiene contra mí?

¿Qué le he hecho yo? ¿Por qué no mehabla? ¿Y qué hubo entre usted yJoaquín, mientras yo estaba en el exilio?

»Joaquín había bajado losescalones, pero, al ver a Néstor, losvolvió a subir y, sin medirse ni frenarse,le dio un fuerte golpe en la muñeca y leobligó a soltarme el brazo.

»—¡Vete de aquí! —le gruñó en vozbaja—. ¡No nos humilles ni hagas elridículo!

»Con sus ojos fijos en los míos,Néstor apartó de un empujón a Joaquín.

»—¡Dígame que es mentira —

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musitó, para que sólo yo le escuchara—,dígame que no se burló de mí!

»No pudo continuar. Joaquín seabalanzó sobre él y, de no haber sidopor la gente que se había empezado aarremolinar en torno a nosotros, amboshubiesen rodado por la escalinata.

»El atrio del Teatro Nacional sevolvió una batahola de empujones ygritos sofocados. Los hombresintentaban apartar a Joaquín y a Néstor,quienes habían caído al pie de una delas columnas de la entrada. Néstorgolpeaba con saña el rostro de Joaquín,quien recibía la tromba de puñetazos sinser capaz de evadirla.

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»Varios caballeros los lograronfinalmente separar y contener, pero,humillado por el ultraje ante tanta gente,Joaquín continuó forcejeando como unposeso y de su garganta brotabanresuellos aterradores.

»—¡Resentido, hijo de mil putas!¡Criminal! ¡Sacrilego! —decía con vozespesa.

»—Te vas a comer esas palabras,fantoche, pero no aquí —le respondióNéstor, muy sereno.

»—¡Donde quieras y a la hora quequieras! ¡Te voy a matar, cabrón! ¡Tevoy a matar!

»—No tienes el valor ni la hombría

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para matarte conmigo —le dijo Néstorcon pavorosa frialdad.

»Yo no sabía dónde esconderme.Estaba muy asustada por los roncosgemidos de Joaquín, su enajenación y suviolencia. Me coscaba aceptar que laserenidad con que solía proceder sehubiese desmoronado. Pero no fue esolo peor. La gente en torno a mí memiraba con un lejano desprecio, como siyo fuera la culpable de todo, y no pudesoportar la tensión. Bajé las gradastemblando y busqué refugio en elvictoria.

»Nunca me había sentido tanavergonzada. Tenía las mejillas

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encendidas y me costaba respirar.Metida en el carruaje y rodeada de gentemorbosa que deseaba contemplar hastala última de mis lágrimas, tuve lapremonición de que mi vida se habíadesbaratado y de que jamás podríaalcanzar la dicha que de ella esperaba.

»Le di a Eulalio un grito para queazuzara los caballos y huí espantada dellugar. Llegué a la casa y me encerré enmi cuarto. Mi mente no hallaba reposo.Apenas cerraba los párpados, veía aNéstor y a Joaquín, matándose acuchilladas. Y me decía que, si algunode los dos llegaba a morir, no me loperdonaría jamás y que siempre llevaría

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esa carga sobre mi conciencia. Este esun país trágico, Elena, una naciónazotada desde hace muchos siglos porpasiones aciagas. Y la vida, tanimpredecible y, al mismo tiempo, tanmanifiesta, había planteado aquel día, yen público, para más escarnio, elconflicto que lo desgarraba: un liberalmoderado y un católico liberal sedesafiaban a muerte. El árbol de lalibertad se volvía viejo sin haber dadosiquiera el primer fruto.

»—¿No intentaste hablar con ellos?»—Ninguno de los dos me habría

escuchado. No se batían por mí, lohacían porque se odiaban. Querían

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matarse, Elena, querían quitarse lavida... Matar era, es todavía, unainclinación tan común entre nosotros, unhecho tan frecuente en nuestra frágilconvivencia. Somos un pueblo tanelemental que la única solución a loimperfecto es matar la imperfección. Lotorcido no se intenta enderezar.Simplemente se rompe, se quema o sedestruye. Es una pulsión ancestral que lacultura tardará en inhibir. Mientras, nosseguiremos matando sin que las palabrasni los sermones ni las leyes seancapaces de impedirlo. Por eso no hablécon ninguno. ¡Me sentía, además, tanculpable!...

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»Cuando vine a tu casa esta noche tedije que estaba desesperada. Es posibleque lo hayas tomado como unformulismo. Las palabras son así cuandose desgastan. Pero no, no era unformulismo. Y cuando te sientes así,Elena, cuando estás desesperada, nodeseas otra cosa que la vida terminecuanto antes. Y eso era lo que le sucedíaa Néstor. Deseaba morir. Y yo no supe...no tuve el valor... me dio vergüenzadecirle, delante de Joaquín y de todaaquella gente, que mi amor había sidosincero, que había respetado su ausenciay que no le había mentido. No sabía queestaba tan fuera de sí ni entendí lo que

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quería decirme en su última carta conaquello de que; si no quería saber másde él, se quitaría la vida.

»Nadie debería, Elena, estarobligado a vivir una madurez prematura.Nadie debería tener antes de tiempo laexperiencia que, de modo natural, te vandando la edad y la vida. Yo, Néstor,Joaquín, toda mi generación, hubimos depadecer esa madurez tempranera. Elacelerón que sufrimos entoncesdesequilibró nuestras vidas. Perdimos lainocencia en una noche y cuandodespertamos al día siguiente éramospersonas adultas. ¡Si una pudieradetener el tiempo! ¡Si la vida fuera

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reversible y la experiencia de algunautilidad para rectificar el pasado! Perola experiencia sólo sirve para descubrirlo errados que estábamos cuando laadquirimos. Después somos más sabios,es verdad, pero, ¿de qué nos sirve?».

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9. Potrero de Corona

Aún no había despuntado el albacuando Chico Andreu y Basilio tomaronla calle del Teatro y enfilaron suscabalgaduras hacia el norte de la ciudad.Los serenos se habían retirado de lascalles y los mozos de escalera apagabanuna a una las mortecinas candelas queseñalizaban esquinas y cruces. Prontolas garitas que guardaban las entradasabrirían sus puertas a viajeros, reatascarboneras y campesinos cargados de

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frutas, granos y verduras. Y prontoempezarían también a humear lascocinas de las casas.

Ninguno de los dos había dormido,ocupados en convenir el lugar y lascondiciones del duelo con los padrinosde Joaquín Larios. La reunión no habíasido grata porque, pese a los esfuerzosde ambas partes, ni Néstor ni Joaquínhabían mostrado deseos dereconciliarse.

—Le exigimos... todos nos exigimosdemasiado —murmuraba Andreu.

Unos pasos atrás de él, cabizbajo yabsorto, con una mano en la rienda y laotra en la cintura, Basilio guardaba

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silencio. Su habitual locuacidad se habíatornado un oscuro mutismo que elmonólogo de Andreu no era capaz dequebrar.

—Me di cuenta cuando regresó deOriente. Hablaba poco, no se centraba.¿Cómo han podido torcerse tanto lascosas y en tan poco tiempo? Hace unosdías, la dimisión del general. Ayer, elescándalo del teatro. Ahora, estalocura...

A la altura de La Merced,enderezaron sus pasos hacia el Potrerode Corona y, al pasar junto al Cerro delCarmen, Andreu volvió los ojos a lasarboladas laderas y a la ermita que

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blanqueaba en la cima, ombligohistórico de la ciudad.

Los padrinos de Joaquín habíancontemplado aquella elevación como ellugar más apropiado para sostener elduelo. Por tradición, era el sitio elegidopara tal menester desde que elpresidente Carrera había retado aSerapio Cruz a batirse a espada allí porun asunto de faldas. El cerro ofrecíatodas las condiciones: lejanía, soledad yespacios arbolados para consumar eldesafío con la mayor discreción posible.Pero Chico lo había objetado debido aque los duelistas habían elegido batirsecon revólver. El desafío a la puerta del

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teatro había provocado la curiosidad demuchas personas y ninguna de las partesdeseaba la presencia de testigos noinvitados. Había que buscar un lugardesde el cual las detonaciones no fueranoídas. Y de común acuerdo dispusieronque el duelo tuviera lugar en el Potrerode Corona, una estrecha y despobladalengua de tierra situada a las afueras dela ciudad y flanqueada por dosbarrancos espeluznantes.

Los dos hombres dejaron a un ladoel cerro y tomaron una senda apenasabierta que se adentraba por entrematorrales, encinos y cañas. Pocodespués alcanzaban el espolón del

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potrero, un saliente semejante a la proade un navio que flotara sobre el oleajede la niebla matinal.

En la punta del espolón estaban lospadrinos de Joaquín. Chico Andreu sedirigió a ellos, los saludó y juntosprocedieron a marcar la distancia dequince pasos fijada en el acta, bajo lamirada atenta del juez del duelo, unabogado de mirada inexpresiva, pero dereputada discreción, que observaba elceremonial con el rostro parcialmenteoculto tras las solapas de la levita.

A una distancia discreta estabatambién un cirujano, así como unacarreta de bueyes en cuya cama yacía un

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sencillo ataúd.Néstor Espinosa llegó al potrero

unos minutos antes de las seis, cuando lapálida luz del alba comenzaba a rayarlas colinas del Este. Ató el caballo a unencino y se dirigió adonde charlabanBasilio y Chico Andreu. Pidió el acta, lafirmó, entregó su revólver al juez y sealejó a una distancia prudencial.

Joaquín Larios apareció poco mástarde, vistiendo levita de botonesdorados, sombrero de copa, guantesgrises, lazo negro y botines de charol.

Néstor le observó de soslayo. No leengañaba su calma. Sabía lo que es seractor, un maestro del doblez y el

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disimulo. Lo que había ignorado hastaese día era que Clara y Joaquín tambiénlo fuesen. Le había faltado esaperspicacia.

El juez arrojó una moneda al aireante la presencia de los testigos y se lamostró tras atraparla en el dorso de sumano izquierda. Los padrinos deJoaquín se acercaron para informarledel resultado, pero regresaron deinmediato al lugar donde estaba el juezy, en presencia de éste, le dijeron algo aBasilio y a Andreu, quienes,apartándose del grupo, se dirigieronrápidamente a donde Néstor seencontraba.

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—La moneda ha favorecido aJoaquín. Será él quien dispare primero—explicó Basilio.

Néstor hizo una escueta señal deasentimiento. No parecía afectarle elhecho de saber que salir desfavorecidoen el sorteo significaba para todos losefectos prácticos una sentencia demuerte.

—Pero Joaquín ha cambiado de idea—se apresuró a comentar Andreu—.Dice que siempre ha sido un amigo lealy que lo que le han contado a usted esuna calumnia.

Que Clara Valdés también le fue fiely que está dispuesto a suspender el

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duelo, si le ofrece a Clara una disculpa.Néstor echó un vistazo a Joaquín.

Aún eran visibles en su rostro lashuellas de la pelea. Tenía el labiosuperior algo inflamado y un pómuloenrojecido.

—Nos pide que le digamos que,aunque ya no sean amigos, le sigueteniendo aprecio —continuó diciendoChico—. Por eso no exige reparaciónalguna. Una carta pidiendo perdón aClara, un apretón de manos y aquítermina todo. No pide más. Me pareceequitativo y un gesto muy caballeroso desu parte. El tiene el primer disparo y, alparecer, buen pulso. Piénselo bien,

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Néstor. A quince pasos, no tendría ustedmucha opción... Además, son amigos demuchos años. Es una tragedia queacaben así. Lo debe de haber meditado.Y yo le ruego que lo medite también.

Néstor escuchó en silencio. Eraobligación de los testigos procurar lareconciliación de las partes antes de quese consumara el duelo, pero él deseabaacabar cuanto antes con aquel trámite.Se sentía emocionalmente exhausto. Lasola idea de que Clara hubiese jugadocon él, de que sus cartas de amor sólohubieran sido un juego, le habíahumillado hasta el punto de hacerle lavida insoportable.

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—Están esperando —le apremióBasilio.

Néstor se quitó la leva, se deshizo ellazo y se aflojó el cuello de la camisa.Hacía frío, pero eso qué podíaimportarle. Para cuando el sol estuvieseen lo alto, ya no tendría necesidad decalor.

—¿Lo haría usted, Chico?Andreu le miró con gesto de

sorpresa.—¿Pediría usted perdón a un amigo

que le ha sido desleal y a una mujer quese ha burlado de usted? ¿O se jugaría lavida ante el engaño, tal y como se lajugó en Nueva York ante Maghnus

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Dougall?—Su calma me salvó la vida allí. Lo

mismo pretendo hacer yo ahora porusted. Me parece, sin embargo, que laactitud de Joaquín es muy correcta.

Néstor reflexionó unos momentos.—Tengo mi amor propio —dijo al

fin.Había un ascua en su interior que se

avivaba con el engaño, la humillación,la dignidad herida. «Aquí la violenciano la buscas; es ella la que teencuentra», le había dicho Joaquíntiempo atrás. Aquí y en todas partes. Elmundo estaba lleno de gente quedisfrutaba soplando en ese fuego, gente

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venida a este mundo con el únicopropósito de sacar de quicio a losdemás. Y Joaquín tenía ese don. En losúltimos meses, sus provocaciones lehabían hecho perder la compostura.Primero le quitaba a Clara, luego leacosaba en su despacho, después leretaba a un duelo y ahora quería salir encaballo blanco con un gesto de hipócritahidalguía. ¿A santo de qué iba a darle lamano?

—No pasaré por un cobarde ante él—dijo muy tranquilo— y menos aúnante ella.

—No es cuestión de cobardía,Néstor. Es cuestión de sensatez.

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—Por favor, Chico, le ruego que noinsista.

Andreu le devolvió un frunce dedesaliento.

—Le comunicaré su decisión al juez.Basilio miró a Néstor y,

desmesurando un tanto sus facciones debufón, le dijo:

—Perdóname, Néstor. Yo tengo laculpa de todo.

—No hay nada que perdonar. Tú notienes ninguna culpa.

La voz del juez les interrumpió.—Cuando gusten, señores.Los duelistas se acercaron al juez,

quien, tras comprobar que sólo había

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una bala en el tambor de cada revólver,les señaló su lugar respectivo.

Néstor no miró a Joaquín. Tomó elarma y se dirigió a su puesto. Y mientrasaguardaba el disparo, discurría que noera ni por el forro la persona que habíaquerido ser. Su vida se había idoembudando de manera irreversible hastaconducirle a aquel potrero donde sinduda concluiría. No se gustaba a símismo ni le gustaba vivir. Se habíavuelto un hombre violento, habíamatado, había perdido su naturalserenidad, y lo que era peor, habíadescubierto que la libertad se volvía consuma naturalidad su contrario y que el

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amor se reducía a menudo a la búsquedade un falso anhelo.

Observó a Joaquín soplarse losdedos y alzar el brazo armado con elviejo Colt Dragoon. Tenía cincosegundos para efectuar un disparo, unosolo. Si apuntaba más tiempo deldebido, el juez podía interrumpir elduelo y ceder la iniciativa al rival.

Pero Joaquín no necesitaba esperartanto. Era muy hábil con las armas. Aquince pasos no podía fallar. Y Néstordeseó con todas sus fuerzas que nofallara.

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El fragor de la detonación rebotó enlas laderas de los barrancos y, cuando sueco se extinguió, tuvo la rara sensaciónde haber sido transportado a otro lugar yotro tiempo.

Abrió los ojos, aturdido. La carretacon el ataúd seguía en el mismo lugar, lomismo que el cirujano y los caballos.Los testigos, el juez y Joaquín lemiraban expectantes.

Deben de llevar siglos ahí, se dijo.Movió los ojos a un lado y otro con

cautela. Quería cerciorarse de quecuanto veía era real. Y sí, en efecto, lo

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era. Todo a su alrededor parecía revivir.Las ardillas abandonaban susescondrijos, los cenzontles estrenabansu canto y del fondo de los abismos,entre jirones de bruma, ascendía unaroma a flores nuevas.

La muerte, sin duda menos ofuscadaque él, había tenido el buen criterio depasar de largo. Y esos cinco segundosde espera, mientras Joaquín le apuntaba,le habían revelado, no tanto las cosaspor las que merecía la pena luchar (erasencillo descubrirlas) cuanto aquellaspor las cuales no se justificaba morir.Algo había muerto en su interior, eso eracierto, pero él seguía vivo. Su espíritu

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latía ligero y se sentía, sin esperarlo,solvente consigo y con el mundo. Enrealidad, no debía nada a nadie. Ni aJoaquín ni a Clara ni a su país. Leshabía entregado lo mejor de sí y ellos lehabían dado la espalda.

Giró el cuerpo hasta ponerse deperfil y alzó el Remington de cinco tirosque Chico Andreu le había regalado enNueva York un día de aguanieve y frío.

A la distancia señalada, Joaquínesperaba, imperturbable, el disparo. Nose había quitado la levita y los doradosbotones de la prenda espejeaban alposarse en ellos los primeros rayos desol.

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Néstor dejó escapar un suspiro denostalgia. Como un fogonazo, lamemoria le había traído de regreso unade las tantas astucias que el bueno deBrandon Mclnnery le había enseñado enBergen County, el mismo ardid que lossharpshooters yanquis practicabandurante la Guerra Civil para eliminaroficiales durante el combate y dejar alenemigo sin mandos.

—Apunte a los botones de laguerrera —le había dicho Mclnnery—,no hay referencia mejor ni más letal.

Néstor adelantó el pie derecho y,cuando sintió el cuerpo equilibrado,estiró el brazo, llenó los pulmones de

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aire y, tras dejarlo escapar lentamente,pulsó con suavidad el gatillo.

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10. Madrugada

—Ahora sí que me cayó el peso dela noche encima, Elena. Quisieradescansar un rato.

—Ven, te mostraré la habitación.—Espera un segundo... Gracias por

escucharme. Hay pocas personas quetengan la paciencia de atenderdesgracias ajenas y que estén, además,dispuestas a ayudarte.

—No tienes nada que agradecer,Clarita.

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—Por supuesto que sí. Las mujerescomo tú son espejos en los que lasdemás nos miramos. Lástima queestuviste tantos años fuera. Siemprefuiste un ejemplo para mí, desde queíbamos al colegio. Eras fuerte,inteligente y, sobre todo, protectora conlas vulnerables y las débiles.

—Exageras.—Muy al contrario. Tuvo que

ocurrir algo como lo ocurrido hoy paraque pudiera hacer un balance de mi vidasin engaños ni tapujos. Así que, ademásde mi espejo, ahora eres también miconfesora.

—El pasado no se puede cambiar,

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pero confiemos en que el malentendidotenga arreglo.

—Temo al presidente, Elena, temoque no permita que los tribunalesaclaren lo de Joaquín. Alguien tiene quehablarle y yo no puedo pensar en otrapersona que en Néstor. ¿No es unafatalidad? Es como si le dieras unbofetón a alguien y le exigieras, encima,que te pidiera perdón. Pero no tengo aquien recurrir. Sólo a él... ya ti, miquerida amiga.

—Si Néstor te amó una vez como medices, no debes perder la esperanza.

—No sé qué decirte. La memoria metortura por lo que hice y no puedo evitar

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sentirme culpable. Es como si un duendese hubiese introducido en el tapanco demi casa y deambulara por él haciendocrujir día y noche sus maderas... ¿Oísteeso?... ¿Oíste esos golpes o me estoyvolviendo loca?

—Sí, los he oído.—Parece que llaman a la puerta.Los golpes eran contundentes, pero

opacos. No tenían el sonido ligero delas aldabas, sino otro más áspero yexigente.

Elena se acercó a una de lasventanas.

—La calle está llena de soldados —dijo.

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—¡Es lo que me temía, Elena!¡Debieron ver que venía hacia aquí y meestán buscando!

—Cálmate, Clarita. Tranquila. Es enla casa de enfrente. No pasa nada,tranquila.

Afuera, los culatazos estremecían lasmaderas del portón vecino, y losreniegos y amenazas de los soldadosagrietaban el silencio de la noche.

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IV. El caballero, elamor y la muerte

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1. Día de Todos losSantos

Nueva Guatemala de la Asunción,jueves 1 de noviembre de 1877

A las diez de la mañana, la ciudadha recobrado el pulso perdido durante lanoche anterior. Hay un callado bullicioen los arrimos del viejo cementeriodonde visitantes y deudos se mueven concuriosidad y sonrisas entre tenderetes ychinamas. Algunos parecen no saber

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nada de los allanamientos, lasdetenciones y el miedo de la víspera,como ese caballero vestido con un ternoinglés que se ha detenido a comprarflores. Otros acaso pretendan nosaberlo, como esa florista de expresiónintraducibie que se mueve entre haces deplantas ornamentales, recipientes debarro con agua y canastos repletos dedalias, margaritas y rosas.

—¿Le pongo mortal de seda,caballero?

Las dos coronas armadas con varasde encino y rellenas de pajón están casiconcluidas, pero la vendedora ha hechocábalas. Falta contraste, color.

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Demasiadas flores blancas. El mortal deseda, en cambio, una humilde flor decolor violáceo, puede avivar la palidezde los adornos que le arregla alcaballero.

Extasiado por lo que huele y lo queve, el caballero no responde. La floristahace un gesto vago y, echando mano deotro ramillete, pregunta:

—¿O prefiere terciopelomonárquico?

El caballero observa con miradaperdida la polícroma acuarela quebrinca a su alrededor. Hace tiempo queno se detiene a observar las flores y esole tiene encandilado. Aspira una y otra

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vez los aromas del pequeño vergel ysonríe sin decir palabra mientras, ante lapaciente mirada de la florista, escudriñalos deslumbrantes crisantemos, lasenhiestas varas de nardo o las agudashojas de pacaya salpicadas de rocío.

—¿Terciopelo monárquico? —responde al fin—. No conozco esa flor.¿Cómo es?

La mujer le muestra un mazo deflorecillas en tonos granate y azulultramar.

—Aquí la tiene.El caballero asiente con un gesto

complacido y la florista procede aentreverar las coronas con terciopelos y

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mortales. Las remata y las adorna conalgunas hojas de ciprés, cobra sin moveruna ceja y despide al caballero con undulce y alargado buenos días.

Pero el acceso al camposanto noestá sólo orillado con puestos de flores.También abundan las viandas. Y amedida que se acerca a la puertaprincipal, el caballero percibe másintensos los olores a longaniza asada y amaíz hervido. Humean aquí y allá ollasde barro en cuya superficie borbotanbuñuelos y torrejas. Y sobre toscasfrazadas tendidas en el terral se apilannaranjas, guineos, jocotes, duraznos.

—Pregunte, pida, pase adelante,

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caballero —le invita una vendedora.El caballero debe hacer un esfuerzo

para resistir la tentación del chocolatecaliente, las champurradas, el atole, elpan de yema y las granizadas de limón,al tiempo que se pregunta por qué elrecuerdo de los muertos abre el apetitode los vivos y se hace alguna reflexiónacerca de ese vínculo macabro entre lacuchipanda y la muerte.

Ya en la apretada necrópolis, elcaballero observa a la gente que caminaentre las tumbas con aire distendido ycalmo. Llevan cantarillos de agua,bayetas para asear las sepulturas, hojasde maíz y candelas, o depositan flores

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en pequeños búcaros, queman incienso,rezan, charlan y cuelgan coronas encruces pintadas de cal.

La modestia es el signo de este díade Todos los Santos, sobre todo losanónimos y los ignorados, los que, aunmereciendo la gloria, no figuran en elSantoral. Es la ocasión de ser justos conlos que se han ido, de reconciliarse conellos y de pedirles perdón tras haberlosolvidado todo el año.

El caballero se adentra en el dédalode tumbas. A su paso encuentra lápidasrotas, sepulturas invadidas de maleza,mármoles sumidos en el llanto gris delabandono, nombres ilegibles de

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personas que no dejaron rastro en lavida, ángeles afligidos, vírgenesllorosas y epitafios cursis o vulgares,cuando no siniestros. Y a modo decompensación por la grima que leprocura lo que ve, el caballero trae a sumemoria la frase que Moliére ordenóinscribir en su tumba: Aquí yace el reyde los actores. Ahora hace de muerto y,en verdad, que lo hace muy bien.

—¿Agua, don? —le ofrece unjovencito que empuja una carretilla condos cántaros.

El caballero rehúsa con un gesto desu mano enguantada y toma un sendero ala derecha.

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—No llore, Lalo, no llore —diceuna voz de mujer.

Respetuoso, el caballero inclina lacabeza y pasa sin mirar al hombre quesolloza frente a un túmulo adornado conpedazos de obsidiana.

El caballero no sabe, en verdad, adónde ir. Su mirada se va deteniendo enapellidos como Araújo, Barrera, Cobos,Méndez. Hace tiempo que no visita ellugar y parece despistado.

Finalmente se detiene ante unsepulcro de piedra caliza tallada, dondese lee Ego sum resurrectio et vita y,más abajo, Genoveva Galindo, viuda deEspinosa. El caballero deposita las

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coronas, se quita los guantes y elsombrero, mira a un lado y a otro.

No parece estar muy seguro de loque quiere hacer.

Finalmente se sienta en un borde dela tumba. Inclina la cabeza, cierra losojos y, con la barbilla hundida en elpecho, da la impresión de que reza...

...he venido a pedirte perdón, mama.He tardado demasiado, sí, lo sé. Casinueve años, qué memoria la tuya. Me fuisin despedirme de ti y sentí muchísimono haber podido volverte a ver. Llevoese pesar en el corazón. Lamento

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haberte hecho sufrir, pero el destino metrazó un sendero desdichado. Loentiendes, ¿verdad? Nadie elige ladesgracia, y aunque yo he dejado deculparte de la mía... sí, a ti y a Rafa...aguarda, mama, he venido a hacer laspaces, no a que me riñas... está bien, tecreo, mama, y lamento la confusión,pero debes comprender mis dudas,nunca las pude aclarar... te creo, te creo,perdona, para eso he venido hoy...¿Cómo? No, dejé la vida pública haceaños. Cuando el general cayó, me quedéen el aire, a medio camino entre los quellegaron al poder y los que loperdimos... Sí, es cierto, todo es una

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caricatura de lo que un día soñamos.Que sí, que sí, que tenías razón, pero nome lo machaques, mama. La revoluciónfue un barranco al que fueron atraídoslos más altos ideales para ser arrojadosdesde allí al vacío... eso, como hacía laSiguanaba con quienes iban tras ella.Ser liberal hoy sólo significa estarcontra la oligarquía y el clero, ¿lopuedes creer? Así es la cultura de estevalle: un aguacero puede alterar sutopografía, pero no su flora y su fauna.Llevamos el autoritarismo en las venas yeso tiene difícil cura... No creas. Hay detodo. Muchos de los que están en elpoder eran antes conservadores.

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Metabolizaron el cambio sin pudor yahora resulta que son liberales. La gentese acomoda con rapidez a los nombres,aunque no comprenda las ideas... No,mama, no se puede hacer gran cosa.Gobernar en este país es comogesticular en lo oscuro: sólo el quemueve la cara y las manos sabe qué estáhaciendo... Hay oposición, sí, pero nocuenta. Guatemala está dividido en dostribus irreconciliables y, si una de ellascalla, es porque la otra no la dejahablar. O si habla, le rompen losdientes... Sí, claro, hay otras tribus, peroesas ni pinchan ni cortan... ¿La mía? Nolo sé, no tiene nombre. Pertenezco al

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clan de los desubicados. Soy unoptimista fallido y un pesimista exitoso.Los sueños son así de bastardos,mama... Bueno, sí, tuve uno, tengo uno.Lo llamo el sueño de los justos... No,mama. No me refiero a los que lloran, nia los pobres de espíritu, ni a losignorantes, ni a los misericordiosos, ni alos mansos. Esos son los del Evangelio,mama, y el Sermón de la Montaña no sehizo para mí... Pues porque pienso quees un llamado a la resignación. Losjustos a los que me refiero son los queactúan, no los que duermen, los quenunca tuvieron libertad, pero luchan confervor por ella. Y por la justicia. Y por

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la paz. Y por que se respeten susderechos. Yo cuando menos soñé coneso, con que el imperio de la leytriunfaría sobre la ley de la selva, peroresultó otra cosa. Así que resta y sigue...Sí, de acuerdo, los del hambre y la sedde justicia están en el sermón también,pero las palabras no son suficientes.Hay dos clases de soñadores, mama.Los que buscan y los que esperan. Unopuede salir a buscar y no hallar el sueñoque inspira tu vida, pero aun con lo queesto tiene de malogro y desencanto esmás decoroso que creer que los demáste van a traer el sueño a la puerta de tucasa... No, mama, en eso no he

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cambiado. Sigo pensando lo mismo,creyendo en lo mismo, aunque ya no seael mismo. La violencia insensibilizó mivida y ahora trato de ser otra vez lo queera para no seguir siendo aquello en loque la violencia me convirtió.... Hayotros mundos, mama. Trato dedescubrirlos. Creo tener buenossentimientos, aunque no sé si los podrérecuperar del todo... Sí, claro, hay díasque me parece estar volviendo a serdueño de mí mismo, pero cuesta,cuesta... No, no hago teatro. También meaparté de eso. Abrí un bufete. Me vabien. Me gano la vida, tengo algunasinfluencias. En este aspecto, soy

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afortunado. Bastarme solo me da unalibertad que enriquece mi vida y me dauna serenidad muy deseable... No, novivo todo el tiempo en la capital. Voylos fines de semana a Ciudad Vieja, a lapropiedad que nos dejaste. Se la cambiéa mi cuñado y mi hermana por la casafamiliar y mi parte en el negocio de mipadre. No, nada de verduras. Hesembrado café. Todo el mundo siembracafé estos días... Sí, mama, da másplata... Bastante más que el güisquil ylos ejotes, no seas terca... El país estácambiando: aprendemos a tomar café ydejamos poco a poco el chocolate...Pero te gustaría ver la finquita. Está

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preciosa. Lo que no te gustaría tanto esla ciudad. El convento de La Merced esahora un cuartel y en el de SantoDomingo se han instalado laAdministración de Licores y laDirección de Rentas. La Recolección esuna academia militar, y Santa Teresa,una cárcel... ¿De mi hermano Rafa? Sémuy poco, salvo que sigue en Roma. No,mama, no le permiten volver al país. Losiento de veras... ¡Qué me va a escribir!Yo lo he hecho varias veces, pero no sedigna contestar. Algo se rompió entrenosotros que... no sé... lo siento, mama,no puedo darte esa gratificación...Bueno, sí, vivo tranquilo, aunque no sea

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del todo feliz. He conservado a misamigos. No a todos, pero sí a lamayoría. Nos reunimos a veces. Poco,en verdad. Hablar de la derrota no esdivertido... Comprende, mama,pertenecemos a una generación quebuscaba abolir la servidumbre, elmiedo, la superstición, el fanatismo, lafalta de libertad, el aburrimiento.Queríamos cambiar todo eso y nopudimos... Sí, ya sé que me lo dijiste,pero, por favor, no me lo recuerdes.Bastante triste es llegar a la verdad porel camino de la decepción... No, mama,no me he casado. Tengo novias, eso sí,pero sin gravámenes ni obligaciones. Yo

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las amo, ellas me aman y ahí se terminatodo. Es lo primero que les digo: yasomos mayorcitos para saber lo quequeremos. Y lo que queremos es pasarun buen rato. Yo las llamo mis Ariadnasporque me han ayudado y me siguenayudando a salir de mi laberinto. .. No,mama, no son mujerzuelas. Son mujeresque me vieron morir y me han ayudado aresucitar. Además ni son tantas ni sontontas... Qué curiosa eres. Dos o tres. Yno voy a decirte sus nombres... No,mama, no rezo ni voy a la iglesia.Tampoco voy a la logia, si eso te hacefeliz... Pues porque la masonería ha sidoinfiltrada por gente del Gobierno y las

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logias se han vuelto peligrosas...¿Cómo? Sí, están legalizados.Protestantes y masones. Los dos... Noempieces, mama. A estas alturasdeberías ya saber que hay otras manerasde salvarse. Tú lo hiciste por la fe, perohay gente a quienes les salvan otrascosas... Pues, no sé, el conocimiento, lafilosofía, la ciencia, las lecturas, elsexo... Por favor, mama, tengo 33 años,soy un hombre adulto, ¿por qué temolesta eso tanto?... De acuerdo, loprometo, un día de estos normalizaré misituación, pero todavía no estoypreparado... ¿Qué? No, no quisierahablar de Clara. No me hace bien. Estoy

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tan arrepentido de esa relación como dehaber tomado las armas... No tengo unarespuesta sencilla. Hice la revoluciónpor amor y eso me hacía feliz. No podíahaber causa más noble. El amor y eldeber coincidían. Pero la política seentrometió y eso alteró mi existencia.Me dejé arrastrar. Después todo seenredó. Fui víctima de un amorengañoso, de una amistad desleal y deuna revolución fallida, ¿qué tal?... No,mama, no he vuelto a tocar un arma...tampoco quiero hablar de lo que ocurrióen el potrero. Aquel día descubrí que lavida es buena y deseable y no deseo darmarcha atrás. Fue un paso importante.

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Allí empezó mi convalecencia. Lossentimientos han vuelto a mí, como tedigo, pero no he logrado recuperar suintensidad... Pues porque las heridassiguen abiertas: la de Clara, la deArcadio, la de Joaquín. Las de Chiapas,Reu y Pichucalco, en cambio, duelenmenos... ¿No supiste? Pues verás, me caíde un globo cerca de Tuxtla y medesgoncé un hombro. Recibí un sablazoen Retalhuleu. Y en San Cristóbal de LasCasas me quebraron una costilla que aúnmuerde cuando viene el frío. Pero, comote digo, ninguna de ellas duele tantocomo las otras... No, mama, no quierosaber nada del pasado. Ahora estoy en

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paz conmigo mismo, que es la paz másdifícil de todas. Y tengo algún controlsobre mi vida. Nadie decide por mí,tengo cierta armonía interior y... No sé,mama, tal vez la guerra me hizo menosambicioso. Me basta con mi trabajo, misAriadnas y mi granja en Ciudad Vieja...Bueno, mama, tengo que irme. Voy allevar esta corona a la tumba de mipadre... Ya sé, ya sé que te molesta quelo haga, pero se trata de mi padre al finy al cabo. Adiós, mama. A pesar de lodifícil que es para mí entenderte, quieroque sepas que te recuerdo siempre concariño y que éste es un gran día para mí.Necesitaba decirte estas cosas... Estoy

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bien, muy bien, no te preocupes. Y mesiento muy feliz de haber habladocontigo.

Cuando el caballero abandona elcementerio experimenta la mismasensación de alivio y de sosiego quesentía cuando, siendo niño, dejaba elconfesionario. No tiene ningún pesar,ningún deseo. Es, además, un buen día.El sol abriga la mañana, las floresalegran la calle y un remoto olor a cocoexalta su olfato infantil.

El caballero toma la calle delHospital y diez minutos más tardealcanza la de Mercaderes, pero el cruceestá bloqueado por hombres de la

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Guardia de Honor que impiden el paso amedio centenar de curiosos.

—¿Qué ocurre? —pregunta elcaballero al auriga de un lando, quien,de pie en el pescante, tiene la miradapuesta en una dependencia situada aespaldas de la Comandancia de Armas.

—Alguien ha querido matar alpresidente —responde el cochero.

—¿Y se sabe quién ha sido?—Esos que traen ahí.El caballero pide permiso al

hombre, se sube al pescante y desde allírepara que del cuartelillo de laComandancia ha salido una cuerda depresos. Son cinco o seis. Vienen con las

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manos atadas a la espalda y son traídosa empellones por varios soldados quelos golpean y les instan a apresurarse.Pero los detenidos no parecen dar másde sí. Se ven torpes y dislocados. Handebido de azotarles y apenas puedenandar.

Uno de ellos da diente con diente ysus pantalones muestran una extensamancha de humedad. Un fuerte tirón dela cuerda le arroja en el suelo, y su bocay su nariz se estrellan contra las aristasdel empedrado.

El caballero se fija en el caído. Porsu porte y su indumentaria parecepersona respetable. Viste un chaqué

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color marrón, abrocha el pantalón sobrelos botines, y el chaleco, si bien sucio,es de dibujo escocés a cuadros rojos ynegros.

Uno de los sayones vuelve a tirarcon violencia de la soga y pone al caídoen pie. El infeliz tiene un corte en lafrente y de su boca entreabierta fluye unhilillo de sangre. Su mirada sin rumborevela no saber dónde se halla. Semueve únicamente a impulsos de lostirones, como si fuera un pelele, y noresponde a los golpes de las varas.

El caballero saliva copiosamente ysiente ganas de vomitar. Los bárbaros,en efecto, se dice, han entrado en la

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ciudadela. Ni en los peores días delconservadurismo se habían visto en lacalle espectáculos así. El capataz quegobierna no sólo viola el derecho y lasleyes en forma sistemática, sino que lohace públicamente para que la barbariesea ejemplar.

La oscilante mirada del reo,buscando un punto de referencia para nocaer sobre el empedrado, le ha revueltolas entrañas. Sus facciones, aunqueinflamadas y heridas, le son familiares.También sus ojos oscuros, sus cabellosnegros, sus cejas.

En uno de tantos giros de suspupilas, el detenido las fija en el

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caballero. Y al rostro de éste asoma unhorrorizado estupor. Aunque deformadopor el suplicio, el rostro del reo es el dealguien que conoce bien.

Se trata de Joaquín Larios.

Cuando el paso de la macabraprocesión concluye y los soldados abrenpaso a los viandantes, el caballero lepide al cochero que le lleve a casa lomás rápido que pueda. Su cerebro es unavorágine. Creía hallarse al abrigo delpasado y sus demonios, pero unos yotros han regresado esta mañana sinavisar. Siente otra vez el desarreglo, la

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falta de armonía, la discordia de susemociones. Y no piensa sino en subirseal caballo y galopar hasta Ciudad Vieja.

El vehículo hace alto poco antes dela casa. Hay un carruaje que le impidedetenerse frente a la puerta. El caballerose baja del lando, pero, se queda unossegundos inmóvil al pie del pescante.Ha reconocido el viejo victoria deClara Valdés y no sabe si seguir ovolver sobre sus pasos.

Al fin, decide continuar. Pasa juntoal victoria sin mirar a su interior, pero,cuando está a punto de franquear lapuerta, escucha una voz a sus espaldas:

—¿El licenciado Espinosa? ¿Don

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Néstor Espinosa?Una mujer se ha apeado del carruaje

y el caballero se vuelve con un gesto deextrañeza.

—Me llamo Elena Castellanos y soyamiga de Clara Valdés. ¿Podría hablarcon usted en privado?

El caballero duda, no tiene ánimopara hablar. Quiere salir de la ciudadcuanto antes, olvidar lo que ha visto,impedir que el pasado le atropelle.

Pero la mujer insiste.—Por favor, licenciado. Sólo unos

minutos. Le suplico que me escuche.

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2. Los recodos de unenigma

No pasan más allá del zaguán.Néstor Espinosa cierra la puerta de lacalle y se vuelve a Elena Castellanos,sin mostrar intención de seguir alinterior de la casa. El apellido de lamujer le es familiar por una farmaciaque ha visto en la calle de Santa Rosa,pero su manifiesta amistad con ClaraValdés le hace presentir que lo quequiere decirle tiene que ver con el

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tétrico espectáculo que acaba depresenciar frente a la Comandancia deArmas. Y en un tono de voz que nooculta el deseo de que la entrevista seabreve, Néstor Espinosa dice:

—Qué desea, señora.La pregunta es más bien una orden,

pero la mujer no parece inmutarse porello.

—Usted no me conoce —sonríeElena—, pero yo a usted sí. Después deoír hablar de su persona toda la noche,le confieso que me lo imaginaba tal cuales.

Néstor Espinosa responde con unmutismo intencional. La mujer ha dicho

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sólo unas palabras, pero es dueña de uncarisma turbador. Su voz es serena, sinforzamientos ni inflexiones fingidas. Ensu gesto hay una serenidad propia dequien ha entrado en la madurez de lavida, y en su mirada, un inequívocobrillo de inteligencia. Son razonessuficientes para que el abogado seesconda tras el embozo del silencio. Noquiere corresponder a la empatia que ladesconocida pretende entablar con él.

—Iré al grano, licenciado —lamujer parece haber comprendido y optapor cambiar el tono con el que habíainiciado la conversación—. Le supongoenterado de los últimos acontecimientos.

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—A qué se refiere, señora.—A la conspiración para asesinar a

Justo Rufino Barrios.—Me acabo de enterar.—¿Sabe que hay detenidos?—Eso parece.—Los soldados de la Guardia de

Honor siguen cateando casas ydeteniendo sospechosos. Anoche nosdieron un susto que no pasó a más demilagro.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?—¿Sabía que uno de los detenidos

es Joaquín Larios?Néstor Espinosa endurece la

expresión.

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—A qué ha venido a mi casa,señora.

Elena Castellanos dulcifica el gesto.—Le confieso que yo tampoco supe

lo que ocurría hasta anoche. Sólo queríasaber si estaba usted informado. Haocurrido todo tan de sopetón... ytenemos tan poco tiempo.

—Me parece que no está yendo algrano, señora.

Elena exhala un suspiro. Le cuestacomunicarse con el hombre que tieneenfrente, pero no desiste de su tonoamable.

—Clarita me ha contado la relaciónque tuvo con usted. Cómo se conocieron,

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su correspondencia, su relación íntima,la ruptura, el duelo con Joaquín Larios.Piensa que cometió un grave error, queno actuó como debía, y se siente muyhumillada. Tiene un carácter débil, ustedsabe, y está muy afligida. Por eso no hatenido el valor de venir a hablar conusted y me ha pedido que lo haga en sunombre.

Elena Castellanos hace una pausaintencional a la espera de algunareacción del abogado, pero éste pareceuna esfinge. No hay nada en su rostroque demuestre haberse conmovido, nimenos estar interesado en lo que acabade oír.

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Al ver que Néstor Espinosa noresponde, Elena prosigue con surelación.

—Llegaron ayer a casa de Clara.—Quiénes.—Un grupo de soldados. Se llevaron

a Joaquín y no ha vuelto a saber de él.Don Ernesto Solís y ella estuvieron ayertodo el día de Herodes a Pilatos,tratando de mover influencias. Nopudieron hacer nada. La acusación esmuy grave: conspirar contra la vida delpresidente y la de su familia. Clara nosabe a quién acudir. El presidente se hanegado a recibir a don Ernesto y yausted sabe lo que ocurre en un gobierno

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como éste: no hay defensa legal posible.Clara no sabe a ciencia cierta si Joaquínforma parte de la conjura. Lo más seguroes que no, pero teme que el presidentecometa un desatino. Y usted es su últimorecurso, la única persona que la puedeayudar.

Néstor se lleva una mano al pecho ydice con sonrisa forzada:

—¿Quién, yo?—Sí, usted.—¿Pretende burlarse de mí?—No, licenciado, no es una burla.

Joaquín y Clara han tenido una relacióndifícil...

—Por favor, señora, no me cuente

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intimidades que no quiero ni necesitosaber.

—Joaquín tenía un lado oscuro, unapasión más fuerte que el amor por Clara.No hay espejo sin azogue. Todostenemos un lado así, ¿no es verdad? Enunos hombres esa pasión puede ser lasmujeres, en otros la bebida o... lapolítica.

A Joaquín le gustaba el juego.Jugaba al monte y perdía por hábito.Casi todos los días. Regresaba alamanecer, dormía hasta la hora delalmuerzo y, llegada la tarde, volvía denuevo al tapete. Una a una, Joaquín fueempeñando o vendiendo las propiedades

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heredadas de su padre, a excepción delnegocio de licores y vinos. Estaba muyendeudado y, quién sabe, tal vez sequiso recuperar como hacen los malosjugadores: apostando su resto a la peorbaza de todas, que es la baza del poder.En la mesa de juego se hizo amigo dealgunos militares inconformes, como uncoronel llamado Kopetzky, uno de esossoldados de fortuna que vinieron al olorde la revolución. Quizás le proporcionó,no lo sé, ya digo, el licor a Kopetzkyquien lo mezcló con morfina paraadormecer a la guardia del presidente yasesinarle. La conspiración falló y elresto ya lo sabe. Por eso estoy aquí,

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para pedirle ayuda. Usted es de laspocas personas que podría hablar alpresidente en favor de Joaquín.

—No, señora. Usted no ha venido ami casa a pedir ayuda.

—¿Ah, no?—Usted ha venido a contarme un

cuento.—¿Cómo puede pensar tal cosa?—Si no es así, entonces es a usted a

quien Clara ha engañado para queviniera a tontearme.

Elena Castellanos guarda un brevesilencio, vigilada por la mirada atenta eindignada de Néstor Espinosa.

—No he venido a mentirle ni a

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ofenderle, licenciado, pero lecomprendo. ¿Qué hace esta mujer aquí,se dirá usted, ante un hombre a quien noconoce, tratando de convencerle de quesalve la vida a quien le quitó la mujerque amaba?

Néstor observa a la mujer concreciente curiosidad. Cada minuto quepasa le sorprende más su pericia parallevar la conversación al terreno que leinteresa.

—Vaya —dice, mordaz—, pareceque Clara llegó con usted hasta el fondodel asunto.

—¿Podemos sentarnos? —diceElena, señalando un banco del zaguán—.

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Estoy algo desvelada, perdone.—No, señora. Y disculpe la

descortesía. Tengo una cita importante.Tal vez en otro momento...

La respuesta deja a Elenadesarmada. El hombre no le permitefamiliaridad ni cercanía. Se vedesconfiado, sospechoso de ella y desus intenciones.

—Voy a ser franco con usted,señora. Nada tengo que ver en esteembrollo. Si Joaquín se metió en él, quevea cómo sale.

—Eso no es muy razonable,licenciado.

—Le ruego, señora, que tenga la...

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—Permítame un minuto, ¿sí? Hayuna aclaración que debo hacerle. Oquizás dos. Una, haber pensado queClara había fingido amor en sus cartasfue injusto de su parte. Otra, creer queJoaquín le buscó la espalda y le apuñalóa traición, también. En dos ocasiones,usted le devolvió a Clara, sin abrir, lacarta en la que ella le juraba queJoaquín fue siempre leal con usted y queella no le traicionó mientras vivió en elexilio.

—Discúlpeme, señora, pero nopuedo seguir esta conversación.

—Clara estaba confusa. Creía estarenamorada de un abogado tímido con

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vocación de actor. Resultó ser unaventurero. Más tarde un señor de laguerra. Luego un político de tiempocompleto. No podía entender a unapersona que cambiara tanto. Demasiadospapeles, demasiados rostros. Somos loque somos de manera provisional. Novivimos una identidad, sino varias. Yusted ha pasado por muchas, demasiadaspara una persona como ella. Pero suamor fue siempre genuino. Y sus cartas,sinceras. Lo mismo que la amistad deJoaquín. ¿Se habría jugado usted sulibertad y su vida, como él lo hizo,cuando le ayudó a huir de la casa deClara?

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—Le ruego una vez más que medisculpe, señora. Tengo asuntos queatender.

Elena hace caso omiso al ademándel abogado, invitándola a abandonar lacasa, y con la misma dulzura que havenido respondiendo al crecientemalestar de Néstor Espinosa, hace unanueva pregunta:

—¿Sabe usted por qué Joaquín no lemató el día que se batieron en el Potrerode Corona?

Néstor Espinosa deja aflorar a surostro un visible gesto de impaciencia.No quiere seguir hablando con estamujer, pero tampoco puede forzarla a

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que se vaya. En los ojos de Elena,además, baila un enigma que le hainquietado muchos años y que parecieraestar a punto de resolverse ahora.

—¿Cómo puede creer que un hombreque usaba el revólver tan bien o mejorque usted errara el tiro a sólo unospasos?

—Estaba nervioso y falló —responde Néstor—. Tenía miedo. Letembló el pulso. Eso es todo.

Néstor se da cuenta de la trampa queescondía el comentario cuando ya hacaído en ella. La mujer ha logrado al finque el abogado entre en el tema que laha llevado a hablar con él.

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—¿Y usted? ¿También estabanervioso? ¿Después de haber visto lamuerte de cerca tantas veces? ¿Falló eltiro por miedo, por nerviosismo? ¿O fuepor otra razón?

Elena mira fijamente al abogado.—Usted no es un asesino. Usted no

mató a Joaquín Larios para que Clara nosufriera, pero también porque nodeseaba llevar en su conciencia lamuerte de un hombre que, pese a todo,había sido su amigo. Lo mismo que hizoJoaquín. Curioso... ¿O no lo es que, enel día y la hora acaso más intensa de susvidas ambos pensaran de la mismaforma? Por suerte, los dos se dieron

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cuenta a tiempo de que estabancometiendo un despropósito y ningunoquiso llevar en su conciencia la muertedel amigo ni el sufrimiento de la mujerque amaban.

Néstor Espinosa trata de ignorar larevelación. Se siente desnudo e intentacubrirse.

—¿De dónde sacó esa historia,señora? ¿Cómo se atreve a hablar decosas que ignora sobre personas aquienes no conoce?

—Joaquín se lo confesó a Clara undía. Debió de pasar un mal momentomientras usted le apuntaba. En cuanto austed, licenciado, sólo puedo especular.

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Usted conoce su verdad. Joaquín, lasuya. Pero sospecho que en ambos casoses la misma. Con una diferencia,licenciado. Que Joaquín falló primero.No sólo no tiró a dar, sino que puso suvida en manos de usted. Si con ese gestoquiso enviarle un mensaje, es cosa queignoro. Aunque tengo la impresión deque fue así y que usted lo entendió deesa manera. Se sentía, lo mismo queJoaquín, incapaz de matar a un amigo. Yresolvió disparar al aire, como habíahecho él. La vida se nos desordena sinquererlo, licenciado, y por motivos queno siempre alcanzamos a entender. Peroquizás, después de todo, la vida no sea

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irreversible.—Tal vez no lo sea para usted,

señora, que no parece tener muchosproblemas.

—¿Eso cree? ¿Sabe lo que esquedarse viuda y con tres hijos, despuésde tener la vida hecha? Mi esposo sesuicidó hace dos años. Trabajaba en unbanco de Hamburgo. Hizo un desfalco y,cuando le descubrieron, no soportó laidea de ir a prisión. Tuve que regresar aGuatemala y emprender aquí una nuevavida. Por suerte, mi familia me permitióhabitar la casa de mi padre. Habíaestudiado farmacia en Liverpool, así queabrí una modesta botica. Y créame, no

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ha sido fácil, en un país donde los pocosfarmacéuticos que hay son hombres. Nopretendo ser ejemplo para nadie, pero,sí, soy de las que cree que podemoscambiar el rumbo de nuestras vidas yque, a veces, un pequeño sacrificio nosredime. Es todo lo que necesitamos pararecobrar nuestra salud mental. Nadiesabe quién es ni cuánto vale hasta quedescubre sus carencias y suslimitaciones y sabe sobreponerse aellas. Yo lo hice por mis hijos. Volví aempezar, tras haberlo perdido todo. Ypude darme cuenta en ese tiempo de quenuestra felicidad depende, en granmedida, de hacer felices a las personas

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que amamos.La expresión de Elena es ahora

suplicante.—Don Ernesto Solís ha oído que el

presidente se propone ejecutar a algunosde los detenidos, sin hacerles juicioformal. Una arbitrariedad de las tantasque se gasta don Rufino. Sólo le ruegoque hable con él, sólo eso.

—Está soñando, señora. No sabe loque me pide.

—Usted conoce bien al presidente.—Y usted lo subestima, señora. Lo

más sensato que un hombre puede haceren estas circunstancias es evitar pedirlealgo así.

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—A un setentaiunista genuino, comousted, a un hombre de la vieja guardia,no le puede cerrar la puerta. Usted luchócodo con codo a su lado, incluso lesalvó la vida.

—También sabe eso.—Clara me lo contó.—Estamos perdiendo el tiempo,

señora. Rufino no entiende de piedad.—Sólo le suplico que lo intente.—Pedirme eso es una ingenuidad.

Pedírselo a Rufino, una extravagancia.El presidente sólo escucha a losaduladores y a los delatores, no aquienes demandan clemencia. Quienesse atreven a hacerlo, sólo se exponen a

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un ultraje o una paliza.La mujer cierra los ojos y asiente

con un frunce resignado.—Lamento mucho que piense así.

Creo que venir aquí ha sido un error.—No es culpa suya.—Claro que lo es. Buenos días,

licenciado.Elena se dirige rápidamente hacia el

portón. Néstor reacciona y la alcanza atiempo para echar mano a la puerta yabrir. Antes de traspasar el umbral, noobstante, Elena se vuelve a Néstor y, convoz casi imperceptible, murmura:

—Si no desea hacerlo por Joaquín,hágalo al menos por ella. Cuando dos

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personas se han amado tanto, no puedendejar de socorrerse, y menos cuando enla ruptura no ha intervenido ni la maldadni la mentira, esos dos malos espíritusque, por lo que veo, le han atormentadoestos últimos años.

Néstor cierra el portón y se quedacon la espalda apoyada en loscuarterones de madera. Sólo una horaantes, el día tenía aspecto de paloma envuelo. Ahora es un repugnante zopilote.Creía tener el aplomo, o cuando menosla experiencia, para manejar su vida sintropiezos, pero en su vida siempre

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parece surgir algo que bloquea suspropósitos cuando está a punto dealcanzarlos, algún barranco, algunabarrera. Una mujer le visita, le recuerdaalgunas cosas del pasado y se produceel alud, auxiliado por el perturbadorespectáculo que acaba de presenciarfrente a la Comandancia de Armas.

¿Qué me falta, qué me sucede?, sepregunta. Si este asunto no me incumbe,entonces ¿por qué me inquieta? EntreClara, Joaquín y yo ha y una distanciainsalvable, ¿por qué han depreocuparme sus vidas? ¿Y por qué estadesazón? Pues, se escucha a sí mismoresponder, porque unos nacen para ser

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trigo . otros para ser piedra de molino.Y tú debes de pertenecer al primergrupo, siempre con el peso de la piedraencima, siempre triturado por esaconciencia despiadada y hostil que tantose parece a la voz de tu madre. Creíashaberte librado de tus brujas, pero otravez están de regreso, como los piratasdel Grijalva, como la tropa de Tacaná,como las Furias, diosas infernales, hijasde la muerte y de la noche, encargadasde ejecutar los castigos impuestos a loshombres por los dioses y de llevar abuen término la reparación moral porlos daños causados. Otra estupidez,pues, ¿qué reparación moral tienes

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pendiente? Nada tienes que ver en estepleito, pero, ¿qué puedes hacer paralibrarte de su ruido? Irte de aquí, eso es,alejarte de todo este asunto. Despojartede la levita y los botines, ponerte ropade campo y unas botas de montar. Teharán bien unos días en Ciudad Vieja,lejos de todo y de todos.

—Pasó por aquí don Chico Andreu—le sorprende la voz de Josefa, unamujer de edad madura y gesto afable quele administra la casa—. Me encargó quele dijera que le espera a almorzar. Quesu esposa ha hecho demasiado fiambre yque, si no va usted, teme que tenga quecomer toda la semana de lo mismo. Y

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que van a llegar los muchachos.—Gracias, Josefa.Eso está bien. Irás un rato a casa de

Chico. Sólo para saludar. Después temarcharás a Ciudad Vieja. Necesitascaminar entre barrancos, cabalgar,oxigenarte.

—También trajeron este sobre.—¿Quién lo envió?—No lo sé. Lo echaron por debajo

de la puerta.Néstor abre el sobre. Hay una nota

breve y una lista. La nota dice:

Si desea averiguar quién fue elhombre que les delató en Las Acacias,

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en Villahermosa, en TacanáyRetalhuleu, y desea saber por quéocurre lo que está ocurriendo, puedodarle información que le interesa.Acuda mañana a las doce, frente alAlmacén Áscoli, a la vuelta del Portaldel Comercio. Alguien que ustedconoce le estará esperando. L. O.

Examina el otro papel. Es una listade nombres y está escrito con letradiferente. Cuenta las personas. Son docey todos miembros de La Hermandad delGorro Frigio. Su nombre es el último dela lista. El documento, sin firma nicabecera, concluye de manera extraña.

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La segunda ese de Espinosa estáincompleta. Apenas iniciada laescritura, el trazo cambia en formaabrupta, como si el amanuense hubiesesufrido un mareo o un empujón y lapluma hubiese cruzado el papel con unlargo garabato.

—¿Lograste hablar con él?—Sí, Clarita. Hablé con él.—¿Le contaste?—Sí.—¿Y qué impresión te dio?—No pudimos hablar mucho tiempo.

Tenía prisa. ¿Qué impresión? La de un

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hombre que ha pasado por todo y sabetodo y no quiere que sus fantasmasresuciten.

—¿Qué te dijo? ¿Hablará con elpresidente?

—No te lo puedo asegurar.—Pero, ¿notaste en él voluntad de

hacerlo?—Quisiera decirte que sí, pero te

engañaría. Hice todo lo que pude paraque así fuera.

—Su despecho es más fuerte que suvoluntad.

—Fue reticente, sí, pero tal vez no acausa del despecho. Sería más justodecir que sigue herido.

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—No quiere saber nada de Joaquínni de mí.

—A primera vista. Algo me dice, sinembargo, que su ánimo es distinto al queaparenta y que no todo está perdido. Laspersonas cambian de opinión cuandomenos se espera. Hay que mantener laesperanza.

—¿Le dijiste que mis cartas nuncafueron fingidas, que Joaquín nunca le fuedesleal?

—Le dije eso y otras cosas.—Entonces es que todavía le dura el

rencor.—No sentí que fuera un hombre

rencoroso, pero sí alguien a quien le

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escuecen sus cicatrices. Habla poco,además, como me habías dicho. Quierodecir, no se explica o no quiereexplicarse. Y es difícil llegar a él. No sedeja. Superó su crisis personal y nopermite que se la revuelvan o se ladespierten.

—Fui una ilusa, Elena. Por unmomento creí que no todo estabaperdido, que aún podía quedar algúnrastro de lo que hubo entre él y yo. Quétonta. Y qué desconsiderada contigo pormeterte en este enredo.

—No te culpes. La vida tiene estastrampas. En cuanto a mí, no lo sientas.Lo hago con todo gusto.

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—Fui yo quien le torció la vida. Notuve la comprensión ni la paciencia.¿Cómo reprocharle ahora que no quieraayudarme?

—Quizás Néstor no era lo que túbuscabas. O tal vez nunca lo supiste.

—Te agradezco lo que has hecho,Elena, pero creo que debo ser yo quienhable con Néstor, saltando por encimade mi vergüenza.

—Es un mal momento, Clarita. Lo viconfuso. Cuando le dije que Joaquínhabía disparado al aire, percibí que susemblante se alteraba. Déjale que lomedite.

—No tenemos el tiempo, tú lo sabes.

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—¿Has sabido algo más de donErnesto?

—Ha de estar muy ocupado,moviendo pitas. ¿Qué puedo hacer,Elena?

—Por ahora nada. Sólo esperar.Pero no aquí, en esta casa. Vente a lamía con tus niñas. Te caerá bien. Mishermanos han de estar allí, esperando aque yo llegue para comer el fiambre.Debo atenderles y tú no adelantas nadaquedándote aquí sola. Si el licenciadoSolís tiene alguna noticia, nos la harállegar, no te preocupes.

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3. Fiambre

Los invitados charlan y ríen cerca deuna mesa puesta entre dos cipresessobre cuyo mantel se exhiben frutas,atol, huevo chimbo, jocotes en dulce,vino, limonada y cuatro fuentes repletasdel tradicional picado de verduras yembutidos. No hay noviembre sinfiambre, dice la voz popular, ni mejorhora para reunirse en torno al encurtidoque después de visitar el cementerio. Elfestín de los vivos amengua el recuerdo

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de los muertos y el jardín apresa,gozoso, carcajadas estentóreas yconversaciones subidas de tono, señalde que las bebidas han alborozado yalos espíritus.

Chico Andreu, el anfitrión, es unhombre que no olvida a sus viejosamigos, a pesar de la prosperidad que lerodea, y hace visibles esfuerzos paraque nadie salga defraudado de su casa.Ataviado con un terno gris y un lazogranate al cuello, se mueve atento porlos corredores y el jardín y, en cuanto veentrar a un invitado, se dirige a él conlos brazos abiertos.

Las damas charlan sentadas en las

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mesas. Visten con colores discretos —uva blanca, cacao, leña y sable— y setocan con sombreros de pajilla. Losvarones platican de pie y sus corros soninconstantes, pero en todos se habla delo mismo: el fallido atentado contra elpresidente. La noticia ha cruzado laciudad como un relámpago y encandila alos tertulianos con expresiones deinquietud y de temor. La mayoría selimita a refreír lo que ya sabe, pero cadacomensal agrega un ingrediente nuevoque aumenta y enriquece el rehogado.

De hecho, es lo primero que lepreguntan a Néstor Espinosa cuandollega al jardín donde se celebra el

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convivio.—Sólo sé como cosa cierta que han

detenido a Joaquín Larios —les dice.—¿Está seguro?—Lo vi salir hace un par de horas

maniatado de una dependencia de laComandancia de Armas, en compañía deotros reos.

La novedad provoca el acercamientode los otros corros.

—Todo es una farsa —comentaChico Andreu, indignado—, una caza debrujas. El Gobierno sólo tienepresunciones y sospechas.

Lo dice con desparpajo. Está entreamigos y es su casa. No hay con ellos

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circunspección ni entretelas. Susinvitados son ex compañeros de armas,liberales adeptos a García Granados yantiguos colaboradores del general. Lesune esa nostalgia afectiva que sueledejar la militancia en un movimiento, uncredo o un ideal compartidos. Y cadareunión estrecha ese viejo lazo yrestablece el nexo que tuvieron añosatrás en el combate o el exilio.

Néstor los observa uno a uno. Lamayoría de ellos se dedica a actividadesajenas a la vida pública. Lucio, elsastre, suministra uniformes al Ejército.Sebastián sigue con su tienda deartículos de cuero. Saint-Just es uno de

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los dos cirujanos que practican lacesárea en el país. Daniel, el profeta, havuelto a su oficio de marmolista.Juliano prospera con su tienda detejidos y se dispone a abrir un temploprotestante. Basilio sigue criandogusanos de seda. Turgot, el economista,es administrador de una fábrica deaguardiente. Hiram fabrica jabón,además de candelas de sebo. Y Eneas,el calígrafo, se ha vuelto ilustrador.

Néstor echa de menos a Sarastro,pero no pregunta por él, pues Chicotiene en este momento a todos de lanariz.

—A Rufino le dijeron ayer, cuando

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volvía de Salamá, que había una conjurapara asesinarlo —cuenta—. A él y a sufamilia. Me dicen que, coninformaciones de Fernando Córdova,uno de los esbirros del presidente, SixtoPérez ha detenido a varios sospechosos.Y ya saben lo que sucede cuando aquí sedetiene a alguien: leña al mono hastaque hable inglés.

—¿Saben cómo lo llaman? —interrumpe Basilio.

—¿Al mono?—No, al castigo.Los invitados encogen los hombros y

se miran conteniendo la risa.—La paliza sixtina —dice Basilio,

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adoptando una expresión devota.Las carcajadas se elevan a lo alto y

la broma desvía el curso de laconversación.

—¿Qué es lo que le pasa a estehombre?

—¿A quién, a Rufino o a mí? —diceBasilio.

Nuevas carcajadas en el corro.—¿Quieren saber lo que pienso?—

dice Saint-Just—. A medida que hacrecido su poder, se ha vuelto másintolerante. Sigue la norma del Islam:azota a tu mujer todos los días, aunqueno tengas motivo: ella sabrá por qué.Rufino hace lo mismo con la República.

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Cada día, una paliza. La libertad noentra en sus planes. Este es un gobiernode torturadores y de espías. Vivimos unReinado del Terror que Rufino pretendeculminar con esta comedia siniestra.

—Es verdad. Sixto Pérez haimplicado sin motivos a gente inocenteen el complot —se apresura a decirDaniel—. Una señora de apellidoMatute, un clérigo de nombre ManuelAguilar, un agricultor, un artesano...

—Me han dicho que el presidente haconvertido su casa en tribunal y cámarade torturas —dice Lucio—. ¿Seráposible?

—¿Y qué esperaba? ¿No vareó a

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don Juan Matheu y al doctor Pachecopor sospechas sin ninguna base, y allicenciado Manuel Ramírez, poroponerse a que la Asamblea leconcediera plenos poderes?

—Es peor ahora —tercia Hiram—.Hace unos días, mató a un cura en elQuiché. En un arrebato. Y masacró amedio centenar de indios que se habíansublevado por asuntos de tierras.

—¡Esto parece Abisinia, señores!—exclama Juliano.

—¿Y cuándo estuvo usted por allí?—dice Basilio.

Sebastián, adusto y abstemio, señalaal anfitrión con un vaso de limonada.

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—Y a usted, Chico, ¿qué le dice elgeneral de todo esto?

—Don Miguel es un hombreagotado. Tiene 68 años. No está bien desalud y se siente muy mal por lo queocurre. Dice que todo fue un echarse anadar para ahogarnos en la orilla. Hacedías que no le veo, pero tengo algunaamistad con Arturo Ubico, elsubsecretario de la Guerra, y él me hacontado algo.

—¿Un pelón de bigotes largos yestirados, como alas de zopilote? —diceBasilio.

—Ese. Quizás por la edad, tienesólo 28 años, está algo inquieto. La luna

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de miel del pueblo con la revolución haterminado.

—No sé por qué llaman revolución alo que es una guerra civil inconclusa —interrumpe Basilio.

—Cállese y no sea becerro —leincrepa Lucio.

—La gente está descontenta yaterrada y no encuentra motivos parailusionarse —prosigue Andreu—. Nicon el presidente ni con la revolución.Lo de siempre: la lógica de losgobernados rara vez coincide con lalógica de los que gobiernan. Rufinosospecha de todo y de todos. Es muysusceptible a rumores y chismes, y

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cualquier incidente menor lo califica deconjura. Sólo ve enemigos imaginarios.

Y no digo que no los tenga reales,pero son más los que él imagina. Condecir que hasta Don Chema Samayoa hatenido que tomar el camino deldestierro. ¡Imagínense! Don Chema, elhombre que, con don Eduardo Quiñónez,financió la revolución, el cerebro delgobierno en estos años, ¡acusado deconspirar contra Rufino!

—Se siente como fiera acorralada—dice Saint-Just—. Por eso gobierna azarpazos. No necesita la ley. No tieneotra que la suya.

Juliano suelta una de sus frases

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escogidas.—Fue una revolución prematura.—Fue una revolución tardía —

rectifica Saint-Just.—Ganamos la guerra, pero perdimos

la revolución —subraya, filosófico,Hiram.

Señalando a una maceta, Basiliodeclama:

—Claman éstos y los otros/lloranaquéllos y éstos/se afligen los de aquellado/y... desde aquí veo un tiesto.

—Basilio, no nos marees.—Yo también he oído rumores —

dice Daniel—. Rufino vive fuera de sí.Injuria a sus allegados, incluso a sus

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ministros. Y los azota con la fusta quelleva en la mano a toda hora. Vive en unestado delirante y su insomnio es másagudo que durante la campaña militar.Come poco y lleva siempre dosrevólveres al cinto.

Hiram resume, vehemente, lo quetodos saben.

—Ni con Carrera ni con Cerna sehabía visto nada parecido, tantaviolencia, tanta injusticia, tantaarbitrariedad...

—¡Tanta María Santísima! —sesantigua Basilio.

Molesto por la bufonada, Hiram seaparta del grupo.

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—Rufino es digno de compasión —dice Daniel—. Pero su temor no vienesólo de los conservadores. A quien temeen verdad es a sus propios allegados.Por eso los ha enriquecido, para que lesean leales.

—Eso es cierto. No hay más quemirar alrededor. El país se llena denuevos ricos —dice Lucio—. Ocupanaltos cargos públicos, hacen plata demodo que ofende, compran tierras pordos pesos.

—No hemos cambiado nada —prosigue Daniel—. Te detienenarbitrariamente en la calle y te registranhasta debajo de los párpados. Y basta

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que alguien tenga al vecino entre ceja yceja para que una denuncia lo conviertaen enemigo de la República. Rufino estátan ciego que sus desmanes le parecenactos de justicia. Dice, y tiene razón,que le respalda un fuero especial: el quele concedió la Asamblea el año pasado.Y que es un dictador legítimo. Y ésa esla única ley que obedece.

—Deberían estar felices —diceBasilio—. A fin de cuentas, no se pierdeuna revolución todos los días.

Turgot ha escuchado a los demáscon gesto adusto y, tras sopesar lasopiniones de sus amigos, se sienteobligado a replicar.

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—Rufino está cambiando el país.Sólo en el último mes ha reformado elCódigo Penal, promulgado un nuevoCódigo Civil, otro Procesal, otro deComercio y una Ley de InstrucciónPública.

—¿Y de qué sirven los nuevoscódigos, si él es el primero enviolarlos?

—Ha ordenado la creación de unaGuardia Civil —continúa, impasible,Turgot—, ha iniciado la construccióndel ferrocarril del Sur, ha abierto laciudad al Llano de la Virgen y hamandado construir un Cementeriosecular porque en el viejo ya no caben

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las estatuas ni los muertos. Ha echadode la Universidad a los curas y haclausurado la carrera de Filosofía yLetras. Lo que sobra en el país, como élbien dice, son teólogos y metafísicos.Quiere técnicos en disciplinas prácticas,como la telegrafía, la agricultura, lascomunicaciones y la construcción decaminos, ferrocarriles y puertos. Clamapor una cultura moderna que impulse laingeniería, la medicina, las artes y losoficios. Y quiere un maestro laico encada aldea. Ha abierto tierras al café yha impulsado el comercio internacional.Puede que sea un bárbaro, pero elprogreso es imperativo, señores. Es

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nuestra necesidad prioritaria. No nospasemos de tueste. El logro de un bienmayor exige a menudo sacrificios.

—¡Es él quien se ha pasado detueste! —replica Saint-Just, con unapunta de cólera en el tono—. Rufino esun montañés que no ha perdido suvocación por la rapiña. Nos hasaqueado a todos por igual, ricos ypobres, con impuestos confiscatorios,pero ha adquirido para él fincas, salinas,ganado, qué sé yo. Tiene millones depesos depositados en Estados Unidos ySuiza. Y es accionista de bancos,industrias, el puerto y el ferrocarril queestá en construcción. ¿Cómo la ve desde

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ahí?Néstor no puede reprimir un

comentario a lo dicho por Turgot.—Usted justifica a Rufino, su

crueldad y sus despropósitos como unanecesidad moral y eso...

—¿Yo? ¿Dije eso yo?—Usted, como muchos, aceptan la

barbarie como un mal menor porquecreen que eso habrá de conducir un día aun bien mayor. Y no se puede justificarmoralmente un bien utilizando comomedio un mal.

—¿Qué es usted, abogado opredicador?

—Yo sólo digo que no se pueden

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perdonar crímenes y latrociniosdiciendo que, gracias a ellos, el paísprogresa. Nuestra prioridad es lalibertad y la igualdad ante la ley. Lo hasido siempre. Y me avergüenza leer enlas proclamas del Gobierno eso de\libertady reforma! ¿Qué libertad, si sepuede saber? ¿Dónde está el respeto alos derechos de las personas?Echan

—Ahora sí salió el abogado —masculla Turgot.

—No hace falta ser abogado parasaber de estas cosas. Pero si a usted nole sonroja este Gobierno, a mí sí. Elembajador británico ha llegado a decirde él que es «uno de los despotismos

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más crueles que el mundo haya vistojamás». Jamás.

—¿Y qué esperaba de un filibusterocomo ése, mi querido Moliére? —diceBasilio.

Néstor le devuelve una mueca.—¿Sabes una cosa, Basilio? No me

gusta ese apodo. Te lo he dicho muchasveces. Preferiría que me llamaras por minombre.

—Muy bien, querido. No vuelvo allamarte así. Pero Cromwell fue mássangriento que Rufino y no se loechamos en cara a los ingleses.

—Caballeros, por favor —terciaAndreu—, pasen a servirse. El fiambre

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espera.Frente a las mesas, se organizan dos

filas. Juliano se acerca a Néstor.—Yo también vi esta mañana a los

detenidos —le dice en voz baja,tomándole del brazo—. Algo espantoso.Los llevan y los traen como ganado.

Hiram se une a ambos y les dice convoz queda:

—Deberíamos hacer algo entretodos, ¿no creen? Me refiero a JoaquínLarios. Quizá no comulgue hoy connuestras ideas, pero yo no creo que andemetido en conjuras.

Juliano se une a la sugerencia.—Yo había hablado con Daniel y

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Lucio de este asunto y están de acuerdo.Usted, Néstor, podría platicarle alpresidente. Es de todos nosotros quienmejor conoce su carácter, sus hábitos, sumodo de pensar.

—¿Y por qué no lo hace usted? —salta Néstor—. ¿O Turgoñ ¿O Saint-Just, que fue consejero de Rufino encampaña? ¿O usted, Hiram?. ¿O por quéno vamos todos juntos? ¿Por qué habríade ser yo?

La vehemente respuesta de Néstorsorprende a Hiram y a Juliano, quienescallan, confusos, al percatarse de quehan cometido un grave desliz.

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La cola ante el fiambre se disuelve ylos invitados ocupan las mesas. Elmurmullo de las conversaciones alternacon el ruido de los cubiertos en la loza.Algunos invitados se levantan y repiten.Otros encienden sus habanos y paladeancopas de jerez, coñac o anisado deMallorca.

Poco después de las cinco, el díacomienza a desplomarse. Por entre lasmesas corre un vientecillo que augura lainminente llegada del frío y las señorasse ponen de pie.

Basilio se acerca al grupo de Néstor.Tiene achispados los ojos y una sonrisacínica en los labios.

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—Le diré, hermano Moliére, por quéusted es la persona indicada para hablarcon el señor presidente.

—Te he dicho que no me llamesMoliére.

—Porque usted era su niño bonito ya quien consultaba sus decisiones másdifíciles.

—Yo no soy niño bonito de nadie ymenos de alguien que, como Rufino, hatraicionado los ideales por los queluchamos.

—Pues que no le oiga Sixto Pérez.Podría aplicarle en las nalgas unasixtina.

—Esa lengua te va a perder un día,

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si es que antes no me hace perder a mí lapaciencia.

Eneas, el calígrafo, le increpa aBasilio-.

—¿Cuándo te vas a tomar algo enserio?

—Ya me lo tomé una vez y me supoa cucaracha cruda.

—¿Y por qué no intercede usted conRufino, en vez de andar molestando?

—¿Yo? Antes morir que perder lavida, hermano.

Basilio toma el puro medio apagadoque lleva entre los dedos y chupa de él,cerrando un ojo y torciendo la boca.

—¿Cómo se le ocurre que me juegue

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mi pan y mi vida por ese burguesito quenos miraba a todos por encima delhombro, ese señorito bien vestido y biencomido que se decía liberal y era másconservador que el obispo Aycine-na? Asaber en qué líos anda metido. Yo sigouna filosofía muy simple: si un cuchillose cae de la mesa, lo peor que se puedehacer es atraparlo en el aire.

Saint-Just no se contiene.—¿Eso dice ahora de Joaquín,

después de que le sacó tantas veces dedeudas y trampas?

Basilio no responde a Saint-Just. Derepente se ha puesto serio. Da un sorboa la copa de brandy y se queda mirando

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al cirujano con cara de malas pulgas. Ypor primera vez en toda la tarde, elbufón no tiene una respuesta divertida.

Saint-Just hace un gesto a su esposapara que reúna a los niños y se encaminaa la puerta. Chico Andreu le acompaña,seguido por Néstor Espinosa.

—Siento mucho el incidente —diceAndreu.

—Es Basilio quien debe ofrecerle austed disculpas.

En el zaguán, Chico le dice a Néstor,en voz baja:

—No les tome en cuenta lo que handicho. Ni a Basilio ni a los otros. Notienen derecho a pedirle algo tan

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peligroso. Más aún sabiendo lo quehubo entre usted y Joaquín.

El dueño de la casa sonríe y,queriendo poner de lado un asunto tanmolesto, le dice a Saint-Just\

—Mire en lo que hemos venido acaer. El intelectual de la revolución,viejo, enfermo y avergonzado por lo quehace su lugarteniente, Rufino. El primersecretario del ejército —agrega,colocándose ambas manos en el pecho— metido a comerciante. Y el hombrede las armas, apartado del mundo yescondido en su bufete.

—Y el cirujano, metido a comadrona—remata Saint-Just—. Motivos tenía

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Bonaparte para decir que, en lasrevoluciones, unos son los que las haceny otros los que las administran.

—Gracias, Chico —dice Néstor—,por la invitación y la amistad.

—Ya sabe, mi querido amigo. Estaserá siempre su casa, pero no se mepierda por ahí tanto tiempo.

—¿Se va a Ciudad Vieja, licenciado,o se viene con nosotros? —preguntaSaint-Just.

Néstor saca el reloj de bolsillo. Seha hecho tarde para llegar con luz a laaldea.

—Creo que me voy con usted.

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Echan a andar en silencio. La esposade Saint-Just y los niños, delante; ellosdos, detrás.

—Tiene razón Chico —dice elcirujano—. Aunque todos quierenayudar, no pueden pedirle a usted quemeta la mano en ese espinero.

Néstor mueve la cabeza con un gestoambiguo. Prefiere callar.

—No tenemos solución —suspiraSaint-Just—. ¿Quién dijo que la buenapolítica consiste en hacer creer a lagente que es libre? Somos un puebloproclive a guardar una aquiescentesumisión, si no una medrosa dulzura,frente a cualquier clase de despotismo.

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—No he visto a Sarastro —diceNéstor—. ¿Qué sabe de él?

—Tal vez le dio vergüenza venir.—¿Vergüenza por qué?—La conspiración es real, Néstor.

No se engañe, como se engaña Chico.En este país hay muchas personas quequieren matar al presidente.

—¿Cómo lo sabe?— Sarastro me lo dijo. Todo esto no

es más que un juego de traiciones,¿comprende? Sarastro está abochornadopor la traición de la Iglesia. Yo, por latraición de Rufino. Los conservadorespor las ratas que, luego de abandonar elbarco, hacen ahora negocios con el

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Gobierno. Y así sucesivamente.—No entiendo lo de la Iglesia.—La conspiración es cosa de dos

idiotas sin cerebro. Uno es Kopetzky, uncoronel polaco a quien Rufino dioempleo en el cuartel de Artillería. Elotro, un teniente coronel de apellidoRodas. Sarastro me dice que, junto conmedia docena más de tarados, queríanmatar a Rufino igual que el senadoromano mató a César: con puñales yarmas blancas. Un soldado del cuartelde artillería le habló a su madre delcomplot y ésta se lo confesó a un cura.El cura se fue con el padre Arroyo, quees amigo de Rufino.

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Y el padre Arroyo se lo contó aladministrador de la Mitra, un carlistaespañol que fue militar antes que cura,Raull y Bertram. Y con el fin de hacerlas paces con el presidente, Raull le dioel soplo a Rufino. No cambian. Nocambiarán nunca.

—Usted y su clerofobia.—A estas alturas, mi querido Néstor,

debería ya saber que el Alto Clero es,primero que nada, una organizaciónpolítica. No niego que soy anticlerical yque puedo equivocarme, pero, ¿por quéhabría de mentirme Sarastról No sepuede creer: después de haber sidovilipendiada, flagelada y expropiada por

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Rufino, viene la Iglesia y se arroja a lospies del dictador. Así es esa gente desotana. Mejor estar con el poder, aunquesea de monaguillos.

Saint-Just hace girar el bastón debambú, mira al suelo, ensimismado y,luego de una larga pausa, agrega:

—Este es el invierno de nuestrodescontento. Y el fin de nuestra quimera.Porque así veo la revolución yo ahora,como una bonita quimera. ¿Puede creerque Rufino ha puesto ministrosconservadores en su gabinete?

—¿Y el cura implicado en laconspiración? ¿Qué van a hacer con él?

—Es un fanático a quien la Iglesia

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no va a ayudar. Harán las gestionesformales para que Rufino le indulte,pero el clérigo está condenado deantemano. Y a Raull, me dice Sarastro,le importa poco que lo fusilen.

—¿Pero quién va a creer que laconspiración fue cosa de dos militares yun cura?

—Ese es el meollo del asunto.Rufino necesita chivos expiatorios, noimporta que sean más inocentes que unaescoba, para que acompañen a losmilitares traidores. Y Joaquín va a seruno de ellos. Es conservador, esopositor y es posiblemente un idiota quese metió en camisa de once varas sin

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saber dónde se metía. Todo estácorrompido, todo apesta. Somos lo quesomos, Néstor, una masa sin educar,gobernada por un grupo de bárbaros.

—No he tenido mi mejor día. Usted,por lo visto, tampoco.

—No es el día. Es la fatiga, eldesaliento. ¿No le pasa a usted algoparecido?

—De vez en cuando.—Tenía razón Joaquín. No se puede

introducir la razón allí donde la razón noes bienvenida. No sin violencia nisangre.

—¿Fue eso lo que le apartó deRufino?

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—Algo así.—¿Qué sucedió entre él y usted?—Creí verme en un espejo. Y no me

gustó. Mejor dicho, no me gusté. Hacerla revolución que yo quería era terrible.Había que matar, torturar, convertirse enuna bestia. No pude. La realidad meparaliza. Soy incapaz de hacer las cosasque pienso y digo.

—Ser coherente es costoso.—Hay que vivir, conservar los

amigos, la familia. Les exigimosdemasiado cuando les pedimos querenuncien a su propia coherencia paraque acepten la nuestra. Y el costo es, amenudo, perderlos. La coherencia

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ideológica es un privilegio de minorías.Sólo ellas pueden permitirse ese lujo.La mayoría no somos así, pero nos gustaque otros lo sean para convencernos deque la utopía no ha muerto.

Se alza el sombrero con la punta delbastón, rebufa y, luego, con corrosivosarcasmo, resume su perorata:

—El poder se ha quedado sinintelectuales y el liberalismo se havuelto una tiranía apoyada por la Iglesia.¿Qué ganas le pueden quedar a uno deseguir en esta lucha?

Saint-Just se queda callado y, pormomentos, sólo se escuchan en la callelos gritos y las carreras de sus hijos.

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—Creo que Joaquín es inocente —dice al cabo—. Lo digo al margen de loque hubo entre ustedes dos o de que nome cayera bien. Es injusto lo que Rufinoquiere hacer con él y con los demásdetenidos.

—¿Cómo sabe que Joaquín esinocente?

Saint-Just se vuelve a Néstor ysonríe con intención.

—No lo sé, lo intuyo.Dirige la mirada a su familia, a sus

hijos. Mira al cielo desnudo de nubes.Se detiene.

—Nunca tuve la ocasión... bueno, síla tuve, pero me faltó la voluntad. Nunca

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le agradecí que su intuición nos salvaraaquella noche en Las Acacias. Eran misdías peores. Estaba muy obcecado, noera el que soy. Los creyentes acallan susdudas. Yo hace tiempo que acallé miscertezas.

—Todos tenemos derecho a cambiar.—Me casé, tengo hijos. Veo la vida

de otro modo. No soy todo lo feliz quequisiera, pero bastante más de lo quenunca esperé.

En forma inesperada, Saint-Just seha vuelto todo lo amistoso que puedevolverse una persona a quien le cuestademostrar afecto.

—Hace mucho que no hablo con

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Joaquín —murmura—. Y aunque noestaba de acuerdo con él en muchascosas, fue uno de los nuestros. Si se leocurre alguna idea y cree que puedohacer algo por él, avíseme. Yo tambiénquisiera ayudarle... en la medida que mesea posible.

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4. Noche de espantos

A las tres de la mañana, elpresidente aparta la colcha y se sienta alborde del lecho. Está vestido porque nose ha desnudado y apenas ha dormidounas horas. Podría tratar de conciliar elsueño, pero debe levantarse. Necesitacrear la impresión de movimiento, deestar en todos lados y en ninguno, paraque nadie sepa con certeza dónde sehalla.

Se dirige al lavamanos de peltre y se

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mira en el espejo. Observa sus marcadasojeras, su frente fruncida y la perilla enforma de candado a la que le han nacidoalgunas canas. Se la retocará más tarde,cuando haya luz. Por ahora, sólo selavotea la cara, se calza unas botas a larodilla y se ajusta un cinturón del quecuelgan dos revólveres.

No le espera un día fácil. Desconocetodavía cuán extensa pueda ser lamaraña tejida en su contra, pero ya hatomado la decisión de que no habrájuicios, sino sentencias dictadas por eljuez supremo del país que es él. Suconciencia no se lo reprocha. Hace loque debe y punto. Y para tener más

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libertad de acción, ha alejado a sufamilia unos días. Así no tendrán quever el trajín que él se trae, ni sabrán delos interrogatorios, ni de los suplicios nide las ejecuciones.

El mandatario tiene virtudes, noobstante, que compensan sus excesos. Esfrugal a la hora de comer, nunca pruebael alcohol y ha nacido para ser padre.De hecho, a la edad de cuarenta y dosaños, tiene más de cincuenta hijosilegítimos desperdigados por toda laRepública, a más de otros tres nacidosde su matrimonio legal. El hijo delpueblo, como le gusta llamarse, se hacasado con una aristócrata, lo que

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tampoco le molesta demasiado. Siempreha asumido sin pesar suscontradicciones. Haber unido su sangremestiza con la de una joven blanca no hasido óbice para seguir acosando a laclase que ha perseguido, flagelado yejecutado desde que llegó al poder. Lajoven tiene ahora diecinueve años, secasaron cuando ella tenía dieciséis, yjuntos han procreado dos niñas de uno ydos años, respectivamente, y un varónrecién nacido. Y sólo pensar lo que leshubiera podido ocurrir de haber tenidoéxito la sedición, le tiene desquiciado.El presidente nació para ser padre, sí. Yahí están las pruebas. Pero que no le

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pidan ternuras. Antes de que acaben conél, se llevará por delante a cuantodesgraciado se oponga a sus designios.Se llama Justo Rufino, pero no le gustaque le digan Justo. Sabe que para sugeneración no lo es, pero eso tampoco leimporta. Serán las generacionespróximas quienes lo decidan. Tambiénsabe que no es elocuente ni sutil. ¿Yqué? Su poder y su carisma provienende su genio y su carácter, y de suhabilidad para sobrevivir y para leer ala gente. Y de la energía que despliegaen días como éstos, practicando el juegode la ubicuidad, moviéndose con sigiloa horas extrañas y sorprendiendo a

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centinelas y generales con aparicionessúbitas que todos esperan angustiadoscomo si se tratara del Juicio Final.

El presidente abre la puerta de sucuarto y sale al corredor.

—Buenos días, Feliciano —le dicea su secretario en tono frío y distante.

—Buenos días, don Rufino —responde Feliciano, quien espera a sujefe desde hace media hora, sentado enuna silla.

En la casa ya hay luces encendidas,así como sirvientes que se mueven porlos corredores donde una docena de

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soldados con la nuca tiesa se vancuadrando al paso del mandatario.

Cuando sale a la calle, un hombreemerge de las sombras, uno de los pocoscoadjutores que, con Feliciano García,sigue la agenda de presidente.

—Buenos días, don Rufino.—Buenos días, Fernando.El hombre se apellida Córdova.

Viste de negro riguroso y, en lassombras de la noche, parece un zopedescomunal.

—¿Qué noticias me tiene,Cordovitá?.

—No muchas, don Rufino. Hemosdetenido a otros seis sospechosos, pero

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es difícil probar nada.—Cordovitá, se lo tengo dicho. No

necesita tener los pelos de la mula en lamano para decir que es parda. Usted metrae una mula. Y ya veré después lo quehago con ella, ¿me explico?

—Sí, señor presidente.—Pues no me obligue a repetírselo.El mandatario cierra la plática ahí.

Todo lo que le interesa de momento essaber si alguno de los detenidos hacantado, después de suavizarle conmimbre las espaldas y las nalgas.

—Apúrese, Feliciano. No se mequede atrás.

—Sí, don Rufino.

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El trío pasa ante la puerta principalde la Comandancia de Armas, dobla laesquina sur del edificio y entra en elcuartelillo trasero donde reside lacompañía de soldados que se ocupa dela seguridad del palacio y susinmediaciones.

Cuando los centinelas ven llegar alpresidente, se produce un gran revuelo.El cabo de guardia comienza a dar gritosy del interior del barracón sale unteniente a medio vestir. Detrás apareceel general Cuevas, hombre joven y deaire marcial, abrochándose el correajedel uniforme y, pocos pasos atrás, SixtoPérez, jefe de la guardia pretoriana del

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presidente, rebautizada no hace muchocon el nombre de Guardia de Honor.

Córdova, Pérez y Cuevas conformanla temida trinca del mandatario. Ellosson, respectivamente, el espía, elinquisidor y el verdugo encargados dedesentrañar la conjura y castigar contodo el peso del poder a sus autores.

El presidente pasa ante sus hombressin devolverles el saludo.

—¿Ya confesaron? —pregunta.—No, señor presidente —responde

Pérez, hombre de catadura siniestra—.Los seis se resisten a hacerlo.

—Hijos, Sixto, voy a tener quecambiarlo por alguien más eficaz.

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—Son duros, señor presidente.Juraron morir antes de delatarse entreellos.

Seguido por varios soldados, elgrupo se adentra por el pasillo queconduce a los calabozos. El lugar esoscuro y lúgubre y las candelas de seboque cuelgan de las paredes sóloalcanzan a esbozar una procesión desombras.

A un gesto imperativo de Pérez, unsoldado descorre los cerrojos de lasgruesas puertas de madera reforzadascon tirantes de hierro. Las celdas sonpequeñas, de unos tres pasos de anchopor cuatro o cinco de largo y carecen de

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ventanas. Sus paredes estánennegrecidas y apestan a orines y heces.

Cuevas ordena sacar a los cautivos yformarlos frente a su respectivocalabozo. El sexto no puede tenerse enpie y lo dejan tirado en el suelo.

—¿Cómo se llaman? —pregunta elmandatario.

—José María Guzmán, NazarioSanta María, Tomás González, FranciscoCarrera y aquél es don Jesús Batres.

El presidente se acerca al primerode ellos, quien se cubre con una frazaday tiene los pies descalzos. No puedeerguirse. Su mirada está en el piso ytiene los brazos cruzados sobre el

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pecho. El mandatario no se puedecontener y descarga en la cabeza, lasorejas y las espaldas del infeliz unalluvia de zurriagazos con la fusta.

—¡De manera que queríasasesinarme! —dice con voz trémula—.¡A mí y a mi familia! ¿Eh? ¡Responde,hijo de la gran puta!

A Guzmán le cuesta hablar y, cuandoabre la boca, rasgada por una de lascomisuras, sólo alcanza a mendigarpiedad con la mirada.

El presidente le cruza el rostro conotro latigazo.

—¿Por qué, maldito, por qué?Guzmán logra articular unas

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palabras.—Soy inocente, señor, soy

inocente... —dice con voz desfallecida.Encogido sobre sí mismo, a Guzmán

le puede más la humillación que eldolor. Ha caído de rodillas y, con lamirada en el enlosado, repite:

—Soy inocente, señor... Nada tengoque ver con ninguna sedición... No séquiénes son Rodas ni Kopetzky... Nisiquiera había oído antes sus nombres...

La bota del presidente golpea elrostro del desdichado quien estrella lacabeza con la puerta del calabozo yqueda inmóvil, tendido en el suelo.

—Pedazo de cabrón...

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El mandatario respira hondo y, algomás sereno, inquiere:

—¿A qué se dedica este tipo?—Fabrica ollas, cántaros de leche,

cubetas, cosas así.—¿Un hojalatero?—Sí, señor presidente.—Cordovita, es usted un imbécil.

¿Cómo se le ocurre que alguien se vayaa creer que un hojalatero es parte de unaconjura contra el presidente de laRepública? ¿En qué pie queda parada laGuardia de Honor y todos los que mecuidan a mí y a mi familia?

—Yo... señor presidente...El chicote del mandatario cae varias

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veces sobre Cordovita quien se cubrepara evitar los golpes.

—¡Estoy rodeado de estúpidos!¿Qué clase de información obtiene porahí, pedazo de ladrillo tocho? Y losdemás, ¿quiénes son?

Nadie responde al presidente. Elmiedo los tiene sobrecogidos.

—¡Respondan, carajo! ¿O es que nohablan la Castilla? ¿A qué se dedicanéstos?

Sixto Pérez se aventura a contestar.—Ese tiene un taller de carpintería,

aquel otro es escribano, éste mediocalvo es un comerciante y el que está alfinal de la fila tiene una finca en Patulul.

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El presidente cierra los ojos, enseñal de resignación. Los reos tienenpoca pinta de ser miembros de ningunasociedad secreta.

—¿Y quién es ése de ahí? —diceseñalando con la fusta al que yace tiradoen el suelo.

—Se llama Joaquín Larios.—Importa vinos y licores —dice

Cuevas.—Pero tiene antecedentes —aclara

Sixto Pérez—. Durante la revolución,formó parte de la resistenciaconservadora y parece ser que ayudó alos curas a financiar la rebelión deOriente. Ha perdido el conocimiento. Se

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nos fue la mano con él, pero ya va avolver en sí, no tenga pena.

—Un tipo que aguanta tanto, quizásno sea culpable —acierta a decir elsecretario del presidente.

—No se meta en esto, Feliciano.—Sí, señor presidente.—El tipo es terco y no suelta

palabra —tercia Cordo-vita, repuestode los fustazos—, pero sabemos ya loque hizo.

—¿Y quién le dio a ustedinformación tan valiosa?.

—Un cuije, señor presidente. Pareceser que este Joaquín Larios fue quienproporcionó a los sediciosos el vino con

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morfina para narcotizar a la guardia desu casa, antes de entrar a matarle austed.

—¿Vino? ¿Vino con morfina?—Sí, señor presidente. Tenemos por

ahí uno de los garrafones.—Quiero verlo.El cortejo se desplaza hacia la

puerta principal del cuartelillo. De unapieza pequeña y oscura, dos soldadossacan un envase de vidrio color verdeforrado de mimbre. Se lo muestran alpresidente y llenan en su presencia unvaso.

El mandatario pide que le acerquenuna candela. Huele el líquido, lo mira al

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trasluz, arruga la nariz, entrecierra lospárpados.

—A mí me parece normal —dice—.¿Cómo saben que tiene morfina?

Sixto Pérez vuelve a carraspear yCordovita sale en su ayuda.

—Le dimos de beber a un gato y sequedó frito.

Al mandatario parece satisfacerle larespuesta.

—¿Cuántos palos le han dado a eseLarios?

—Doscientos, señor presidente.—Que le den otros doscientos.—¿Y si se queda?-¡Que se quede, carajo! Necesito

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más nombres, más detenidos. No puedodecir al país que he abortado unasedición de pipiripao. ¡Denle palo hastaque confiese! ¡Y si se muere, que semuera! ¡Quiero nombres! ¡Pero derenegados y canallas, no de hojalaterosy pendolistas!

El mandatario se dirige a la salidadel cuartelillo. Sale sin despedirse desus subalternos, seguido al trote porFeliciano. Unos pasos adelante sedetiene y comenta.

—No sabía que a los gatos lesgustara el vino. ¿Lo sabía usted,Feliciano?

—No, señor presidente.

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—Raro, ¿no?—Sí, señor presidente.—Tome nota, Feliciano. Un día lo

contaré en mis memorias.

El único objeto que Néstor Espinosaconserva de la casa de su madre es unreloj de péndulo, empotrado en una cajade caoba. Se lo pidió a su hermanacuando le cambió la casa y el negociopor la propiedad de Ciudad Vieja. Laesfera del reloj es blanca con númerosromanos negros y en la parte inferior dela misma pueden verse las posicionesdel sol y de la luna. El reloj es muy

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ruidoso y tiene un sonido macabro, peroesta madrugada su sonoridad resulta aúnmás enojosa cuando, de repente, da conestrépito las cinco.

Néstor se despabila al ruido, presade un angustioso ahogo y se sienta degolpe en el jergón. No es capaz dediscernir si está despierto o aún sueña.Duda incluso de estar solo, puessegundos antes le acompañaban susmuertos, si bien su sensación de agoníale induce a creer que aún se encuentra enel mundo de los vivos.

Se levanta a tientas de la cama yenciende un quinqué. Se palpa la frente,la camisa húmeda. En su pecho late un

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timbal y jadea como un perro. Caminahasta una mesa de pino donde hay unpichel con agua. Bebe a grandes tragosde la jarra hasta que le falta el aire. Sedetiene unos momentos y, con la bocamuy abierta, bebe aire en vez de agua.

Todavía resollando, echa una miradaen torno. Nada de lo que ve a sualrededor —la cortina de la ventana, unapequeña librera, grabados de Londres yEdimburgo, el viejo Remington quecuelga de la pared— alivia sudesasosiego. Esta es la hora de susfantasmas, de sus muertos, cuando loshombres a los que ha matado se levantande sus tumbas y regresan para exigirle la

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vida que les quitó. Lo que le pareceexplicable. Es el Día de Difuntos, tienentodo el derecho a volver: los piratas delGrijalva, los soldados de Tacaná, losremicheros de Santa Rosa, los orientalesde Jalapa, los indios de Tierra Blanca ode las alturas de Coxom. Hasta elcaballo de Búrbano regresa. Suelenaparecérsele en tropel, como unestrépito de sombras apretadas yharapientas. Si se esfuerza, puedecontarlos y hasta fijar el lugar donde losmató. Huelen a pantano y a tierraputrefacta, y de sus carnes pareceemanar el fétido gas del quinqué.

Su conciencia tiene una memoria

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canalla. Quizás sea su conciencia moral,pero él la llama conciencia canalla.Sólo se acuerda de lo malo: de susmuertos, de sus errores, de susincontinencias. Y no puede soslayarlaevocando, para compensar, algunas desus mejores horas. La memoria canallaes tozuda y no se deja desplazar por lanoble. Moriré un día, se dice,recordando todo lo que he hecho mal enla vida y sin haber podido valorar loque hice bien, si es que alguna vez hicealgo bueno.

Néstor escucha la noche. Quieredistraerse con los ruidos de lamadrugada. Mas la madrugada calla.

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Extrae un libro de un anaquel. Son lasMeditaciones de Marco Aurelio. Sesienta en la cama, lo abre al azar y lee:eres un alma que sostiene un cadáver.

—Es al revés —murmura—. Eres uncadáver incapaz de sostener tu alma.

Tira el libro sobre las sábanasempapadas en sudor. No puede leer nipensar. Su mente se ha detenido en elrostro hinchado de Joaquín, en su miradaperdida. Y en el Potrero de Corona. Yen la desesperación de aquel día,cuando quiso dejarse matar. Se ve allícon el revólver, apuntando al entrecejode su amigo, sin saber que éste haerrado su disparo a propósito y que, con

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el mayor aplomo, le envía este calladomensaje: Aquí estoy, a tus expensas,para probarte que no te engañé, que hesido un amigo leal. No te he quitado lavida por eso. ¿Qué harás tú con lamía?

Alza la mirada a la pared. Unaenorme mariposa negra duerme asida alos grumos del repello, cerca de unbastidor forrado de tela del que cuelgael revólver que le regaló Chico. Loobserva como quien mira a una sima,con el vértigo en el vientre, y torna losojos al pichel de agua y al vaso, junto alos cuales yacen la lista inconclusa y lanota anónima que Josefa le entregó por

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la mañana.Se incorpora y examina ambos

papeles. Sarastro le había platicado deuna lista, el día antes de partir aldestierro, doce nombres proporcionadosal Gobierno por un traidor. Supongamos,que lo descubres, se dice. ¿Qué haríascon él? ¿Matarlo? ¿Otro muerto más, elveintitrés? ¿Volver a las andadas,después de años intentando reprimir la«fiera condición», como decíaSegismundo, que había despertado en tila violencia? ¿Qué has sacado de todoeso, sino sudores nocturnos, olor apantano y agobios de tu memoriacanalla?

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Apaga el quinqué, intenta conciliarel sueño. Pero las tinieblas le devuelvende nuevo el rostro de Joaquín Larios, sumirada perdida, su cuerpo convertido enuna llaga.

—A veces, un pequeño sacrificionos redime. Es todo cuanto necesitamospara recobrar la salud y regresar a lavida: hacer felices a las personas queamamos es la causa de nuestrafelicidad.

No está de acuerdo con ElenaCastellanos. No se cierra el peorcapítulo de nuestra vida como se cierranlas Meditaciones de Marco Aurelio.Los sentimentalismos, además, le tienen

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escaldado.Pero... ¿y si era verdad? ¿Y si

Joaquín había errado a propósito?El reloj de pared comienza a dar las

horas con estrépito, pero antes de quellegue a la sexta, Néstor se levanta de unbrinco. Se viste con rapidez, se llega ala caballeriza y ensilla el caballo. Salede la casa, pone el corcel al trote yescapa hacia el sur de la ciudad.

Diez minutos más tarde, cruza lagarita de la Barran-quilla. Salva elriachuelo que corre al fondo de lacañada, deja a un lado San Pedro lasHuertas y emprende al galope el breveascenso que conduce al Llano de la

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Virgen, la suntuosa sabana arbolada quese abre a las afueras de la ciudad. Dejaatrás la finca El Recreo y despuésTívoli. Ha decidido no ir a CiudadVieja, sino acercarse a Los Arcos, elacueducto de ladrillo que cruza lallanura, y subir al talud por cuya cornisacorre el agua.

Néstor jinetea el overo conmovimientos súbitos, saltando porencima de troncos y haciendo salpicar elagua de los humedales. Cerca delacueducto, detiene el caballo, se apea yata la cabalgadura a un encino. Asciendea lo alto del talud y, todavía sofocado,deja vagar la mirada por la masiva

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eternidad de los volcanes.El día se abre entre vahos de bruma,

pero nada quita a esa hora elprotagonismo al sol que pinta las copasde la arboleda de un intenso colorverde. Las bromeliáceas se ensortijan enlas ramas de los cedros, el agua corremansa por la acequia de ladrillo y loscantos lejanos de los gallos parecieransalpicar de rojo las ramas de losflamboyanes.

Aire fresco y soledad. Es todo loque necesita: escuchar el gorjeoinvisible del bosque, contemplar elcabeceo de las varas de bambú, el vuelomajestuoso del águila o el gozo de las

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palomas que reciben con gratitud elcalor de la alborada. La belleza no tienenecesidad de explicarse y el gozo de lossentidos anula los juegos de la razón.Sólo debe dejarse penetrar por la luz,sentirla, y eludir con su ayuda el acosode la memoria.

Media hora después, baja delacueducto, se acerca al caballo, lo tomade la rienda y lo lleva al paso por entreuna floresta plagada de orquídeas, unasblancas como vestales, otras veteadasde violeta o maquilladas de rosa. El aireacaricia el zacate y, de cuando en vez, sedetiene en un silencio abrupto,inquietante, que el chillido de algún

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clarinero interrumpe, como si, tocando adiana, invitara a las demás aves a cantar.

Una idea le sorprende entonces, unaidea sencilla, de ésas que llegan sin serinvocadas. Nadie ama a su país porquees pequeño o grande, pobre o rico, cruelo devoto. Lo ama porque es su país. Estaes mi patria, mi tierra, se dice entonces,y no ha de haber un lugar en el mundodonde los colores sean tan hermosos y laluz tan diáfana.

Al final de La Culebra, el sinuosomontículo precolombino que sostiene elacueducto colonial, Néstor vuelve asubirse al caballo y emprende el retornoa la ciudad por el lado del Guarda

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Nuevo. Es el mismo camino querecorrió victorioso un casi olvidado 30de junio de 1871. Pero la impresión esotra. No hay gente ni aplausos ni vítores.Tampoco él es el héroe de aquel día, elcaballero que regresaba victorioso deuna guerra contra el mal. Pero se sientedistinto al que salió una hora antes de sucasa huyendo de los muertos que lereclamaban sus vidas. Y a medida queva dejando a su derecha la luminosaacuarela del llano, y a su izquierda, loscerros de Mixco y el Alux, advierte quede manera insensible, la mañana le hadevuelto esencias que creía perdidas.Aún se le subleva la sangre cuando

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presencia una injusticia. Aún es capazde dar todo de sí a cambio de nada. Aúnpuede ilusionarse con la vida.

A las once de la mañana, ellicenciado Solís entra en la farmacia deElena Castellanos. Echa un vistazo a lacolección de albarelos de cerámica queadornan los estantes, saluda a laempleada que atiende el mostrador yentra sin más en la rebotica, unlaboratorio de pequeñas dimensionescon dos mesas en las que se alineanmorteros, prensas y un alambique.

Al verlo entrar, Elena, bata gris

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hasta los pies, cofia y gabacha blancas,se dirige a la puerta y la cierra pordentro. Y entre costales de extractos,garrafas de aceite y media docena deredomas con líquidos de color morado,azul y ámbar, se pone a cuchichear conel abogado.

—Joaquín fue apaleado anoche yésta es la hora en que no ha recuperadola conciencia —dice don Ernesto.

—¡Qué horror! ¿Se lo ha dicho usteda Clara?

—Me ha parecido una crueldad. Selo digo a usted para que esté alcorriente.

—Ha habido más detenciones, me

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dicen.—Todas ilegales. Se trata de buenas

personas a las que quieren usar comoexcusa.

—Y que han aparecido pruebas.—Un juego de cuchillos con los

cuales, dizque, iban a matar alpresidente.

—¿Se conoce ya el tribunal quejuzgará a los acusados?

—No habrá tribunal, Elena.—Por Dios, eso es inaudito.—No es inaudito, es atroz.—También cuentan que han soltado a

dos o tres.—Es verdad, pero ninguno es

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Joaquín. Y de los liberados, a uno deellos lo han vuelto a detener.

—¿Y qué sabe del presidente?—No quiere recibir a nadie hasta

tanto no descubra los entresijos de lasedición. A propósito, queríapreguntarle algo. ¿Está usted autorizadapara importar morfina?

—No, licenciado. La única entidadque lo puede hacer es el Ejército. Lavende en pequeñas cantidades y conautorización.

—¿Está segura?Por toda respuesta, Elena extiende

los brazos, señalando los fardos, lasgarrafas, los líquidos. Conoce su

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negocio.—Comprendo —dice don Ernesto

—. La conspiración tiene entonces muypoco de civil.

—Puede que haya algunoscomparsas, pero quienes pusieronmorfina en el vino han tenido que sermilitares que ahora echan la culpa aotros.

—No hay, pues, Sociedad delRosario Negro ni cosa que se leparezca.

—A saber, licenciado. Todo es tanconfuso.

—Pienso que no ocultaninformación, sencillamente no la tienen.

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Y carecen de pruebas. Esperemos que lasituación se prolongue para ganar algúntiempo.

—Recemos por que sea así.—Mucho me temo, Elenita, que con

rezar no baste

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5. La taltuza

Viernes, 2 de noviembre de 1877,Día de Difuntos

Néstor Espinosa toma un pliego depapel color marfil y redacta la solicitudcon rápidos trazos. Es una carta sencilla,formularia, sin los recargamientos al usoni la empalagosa cascada de elogios conque se suele pedir audiencia alpresidente. Su nombre bastará parallamar la atención de Rufino. Le hacostado convencerse de que debe

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interceder ante el mandatario, pero, alfin, ha dispuesto hacerlo. No porJoaquín, sino por Clara, como le habíadicho Elena Castellanos. Esa inteligentemujer lo había notado. Aún ama a ClaraValdés, su fantasma, su amor inacabado,su herida abierta.

A punto de firmar la carta, tocan a lapuerta del despacho. Dice sí alzando alvoz y el rostro solícito del pasanteasoma para preguntar:

—¿Puedo irme, licenciado?—Un minuto, Galisteo —responde

sin levantar la vista del papel.Rubrica el documento, espolvorea

arenilla encima, lo dobla, lo mete en un

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sobre y se lo entrega a su asistente.—Me hace el favor de entregarlo en

Casa Presidencial.—Claro, licenciado. ¿Alguna otra

cosa?—Tómese la tarde libre. Nos vemos

el lunes, Galisteo.Poco antes de que en el reloj de la

catedral suenen las doce, Néstorabandona el bufete. Toma la calleMercaderes y sube hacia la Plaza deArmas. Es un día tranquilo y sin apuros.Por el centro de la calle se muevencarretas de bueyes con toneles demadera y costales de brin. Mulas ycaballos llevan a la grupa fardos de

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azúcar y sal e indios de largos cabellosy calzón a la rodilla portan en sushombros redes con ollas, verduras,mazorcas de maíz, carbón.

Pasa ante el Mercado Nuevo y, antesde llegar a la Plaza de Armas, gira a suizquierda y toma la calle del Comercio.En el número 8 hay un letrero que reza:E. Ascoli & Co., Establecido en 1870. Aun lado, otro rótulo más pequeñoanuncia: Grande y variado surtido demercaderías e hilos, telas de algodón,lino, seda y lana. Y más abajo, un textoen letra menuda advierte que la firmatiene casa propia en Manchester.

Néstor se vuelve a la acera opuesta.

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Detenida en el vano que separa dosescaparates de un almacén decuchillería, cubiertos y agujas para tejerhay una mujer de unos veintitantos añosy aspecto de mengala, si bien no peinalargas trenzas ni trae refajo blanco niusa blusa de colores. Lleva el cabellorecogido en un sombrero de casquete yluce un vestido azul oscuro salpicadocon diminutas flores blancas que le bajadel cuello a los pies. Néstor creepercibir en la joven un amago defamiliaridad. La carta anónima leadvertía que la persona con quien habíade encontrarse era de su conocimiento,pero tiene dudas de que pueda ser esta

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mujer, pues su rostro le resulta extraño.No obstante, cruza la calle y, cuandollega a la altura de la joven, ésta le dicecon voz afable:

—Buenos días, don Néstor.El respetuoso saludo es el de una

persona más modesta de lo que revela elatavío. Néstor lo atribuye al carisma dela joven. La mezcla de sangres hadibujado en sil rostro una bellezaperturbadora. Pero es el hecho de irvestida a la francesa, junto con elmarcado exotismo de sus facciones, ojosgrandes, ligeramente rasgados, narizpequeña, pómulos altos, piel atezada ylabios prominentes, lo que llama su

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atención. Su memoria quiere identificaren la voluptuosidad que la jovendespliega una reminiscencia lejana quetrata infructuosamente de fijar en algúnlugar y algún tiempo. Hasta que, al fin,una sonrisa cómplice de la muchacha leretrotrae la imagen de la adolescenteque servía a la mesa de su casa y con laque cruzaba de vez en cuando la mismamueca de picardía jovial que ellasostiene en sus ojos.

—¿Cata? ¿Eres tú, Catalina?La joven asiente, acentuando la

sonrisa de sus labios, en tanto él,incapaz de reprimir la alegría y lasorpresa, exclama:

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—¡No puedo creerlo! ¡Dios mío, quélinda y qué cambiada estás!

En nueve años, la mengala decaderas rectilíneas, hombros caídos ypechos apenas insinuados se haconvertido en una señora. Sus manoscuidadas lo dicen, al igual que lapeineta, los pendientes de coral y loszapatos de hebilla plateada. Catalina hadado un visible salto social, sin duda, yes posible que su tentador atractivo hayasido en buena parte responsable.

Néstor habla y ríe a la vez, pero ellano parece estar por la conversación. Susojos se mueven inquietos a un lado yotro de la calle.

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—Disculpe, don Néstor —le dice,interrumpiendo la cháchara—. Nopodemos hablar aquí. Es peligroso. Irédelante de usted. Sígame a una distanciaprudente y, cuando me vea entrar a unaherrería que se llama La Fragua, pasepor el taller sin detenerse y entre en lavivienda.

Y esto dicho, Catalina le da laespalda y echa a andar en dirección Sur.Néstor la sigue por la acera contraria,sugestionado aún por el encuentro, peroa la vez intrigado por el misterio que leha llevado hasta la joven.

Unas cuadras adelante, el trajíncomercial disminuye y la ciudad vuelve

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a adquirir la atmósfera callada yprovinciana que le es tan peculiar.Catalina pasa ante casas silenciosas,alguna sastrería, pensiones de mediopelo, una modesta fábrica de chocolatesy uno que otro estanquillo deaguardiente. Las viviendas están másdescuidadas y en el centro de las callesasoma la lechuguilla, esa mala yerba quese nutre de aguas inmundas.

La joven camina a buen paso, sindarse respiro ni mirar atrás. Al llegar alcallejón del Carrocero, dobla la esquinay, media cuadra adelante, se adentra enun corralón donde, bajo un cobertizo deteja, media docena de hombres atizan

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una fragua, tunden rejas y balcones, lospintan de negro y los apilan al sol.

La joven cruza el taller y pasa bajoun arco de manipostería más allá delcual se alza una vivienda de fachadaencalada. Allí espera a Néstor Espinosay, con un gesto, le invita a entrar.

Atraviesan un pequeño vestíbulo ysiguen por un corredor hasta alcanzar unpatio trasero donde, bajo la sombra deun frondoso guachipilín, hay un hombrede torso desnudo, sentado en un taburete.Cuando Néstor se acerca, repara quetiene los hombros y el pechoenrojecidos por lo que parecen latigazosque le han abierto la piel.

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A su lado, sobre una mesita, hay unpar de toallas limpias y una palanganade peltre con agua de color violeta.Atrás del herido, quien tendrá unoscincuenta años, una sirvienta le aplicaen la espalda un paño húmedo que mojade vez en cuando en la palangana de laque emana un tenue olor a vinagre deCastilla.

Cuando ve a Catalina y a Néstor, elhombre se endereza a medias con ungesto de dolor, besa en la mejilla a lajoven y le extiende la mano al visitante.

—Gracias por venir, licenciado.Dios me lo bendiga. Disculpe que lereciba así, pero no soporto nada en la

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espalda. Me llamo Leocadio Ortiz,teniente coronel Leocadio Ortiz.

Catalina se ha movido hacia elmilitar y Néstor observa, al descuido,que en las manos de la joven no hayanillo de casada. Sin duda vive alamparo de este hombre, el enigmáticoL.O. de la nota y quien se ha vuelto asentar en el taburete.

—Del ejército perdedor, porsupuesto —sonríe el hombre con unrictus cínico—. ¿Quiere tomar algo,licenciado? ¿Agua, limonada? No leofrezco de este veneno —diceseñalando una botella de aguardiente—,pero si lo desea...

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—No, gracias, señor.—Rara vez tomo esta basura, pero

es lo único que me alivia un poco losdolores y la vergüenza.

—Entiendo. No se preocupe.—Uno sabe que envejece cuando

deja de odiar y de envidiar, pero yo nosoy todavía lo bastante viejo paraconformarme. Por eso le envié la nota.

—Pues aquí estoy. Usted dirá.—Me sacaron de mi casa la noche

del jueves, me llevaron al cuartelillo dela Comandancia de Armas y merecetaron cien palos con varas demembrillo. Querían saber de unaconspiración contra el presidente.

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Imagínese, un herrero metido aconspirador. Están enfermos. Tuvesuerte, sin embargo. Entre soldadosguardamos lealtades que no caducan, sinimportar quién esté en el Gobierno.

Y gracias al general Cuevas, viejoamigo mío, me soltaron. Cuevas y yofuimos compañeros de armas durante elgobierno de Cerna. Él cazaba liberales yyo dirigía los Servicios de Información,o de Inteligencia, como se dice ahora.Pero, al término de la guerra, él sevolvió liberal y ahora es un hombreimportante en el Gobierno. Yo, encambio, formé parte del grupo deoficiales que se resistía a entregar el

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palacio a los liberales. Una delegacióndel cuerpo diplomático nos convencióde que no lo hiciéramos y desdeentonces soy persona sospechosa, apesar de que sólo me dedico a majar yfundir fierros...

Leocadio Ortiz, quien ha venidohaciendo pausas prolongadas, debido aque le cuesta respirar, se ha detenido derepente. Un gesto de dolor le ha dejadomudo y ahora trata de recuperarse,aspirando aire con la boca entreabierta ydejándolo escapar como quien exhala elhumo de un cigarro.

—Perdone... me quebraron unacostilla. No se puede imaginar lo que es

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esto.—Tengo alguna experiencia en

costillas rotas. No se preocupe, tómelocon calma.

—Catalina me ha hablado de usted.Dice que es buena persona. Yo le creo,pero soy hombre a quien no le gustarecibir algo a cambio de nada. Por eso,y antes de que usted decida si me echa ono una mano, voy a darle la informaciónque le ofrecí en la nota.

El militar ahoga un incómodosuspiro, se reacomoda en el taburete yprosigue su relato.

—Cuando Cuevas me liberó, le pedíque me dijera quién me había

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denunciado. Me dijo que un informadorde Fernando Córdova.

—Disculpe, ¿quién es FernandoCórdova?

—La sombra del presidente, suinformador privado, su espía y suesbirro. Cuevas habló con Córdova y leconvenció de que tenía que ser un error,que me conocía bien y que respondíapor mí. Alguien debía de habermedenunciado por motivos que nada teníanque ver con el atentado contra elpresidente. Cuevas no conocía elnombre del soplón, pero por algunosindicios supe que se trataba de él.

—¿De él? ¿Quién es él?

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—El único hombre que desearíahacerme daño, un tipejo que, en el río dela revolución, ha sabido nadar entre dosaguas sin mojarse y todavía lo siguehaciendo. Es un doble agente, como dela edad de usted, a quien conozco desdelos días de Cerna y quien, además dedarme información muy valiosa sobrelos movimientos de los liberales, sehabía infiltrado en una sociedad secretallamada La Hermandad del GorroFrigio. Le suena, ¿verdad?

Néstor no niega ni asiente. Prefiereesperar a que Ortiz señale el camino porel que desea llevar la conversación.

—De todos mis informantes, era el

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más huidizo —prosigue el ex militar—.Y el más astuto. Yo le llamaba LaTaltuza porque me recordaba ese roedorde ojos atrofiados que abre galeríassubterráneas, se come las raíces de loscultivos y uno sólo sabe que ha estadoahí cuando descubre el daño. Pero éseera mi trabajo: abrir túneles aescondidas para acechar y escuchardesde ellos. Y La Taltuza era el mejorde mis topos. Poseía una rara habilidadpara sonsacar información valiosa queotros, incluidos mis hombres, eranincapaces de obtener. Debía de tenerbuenas relaciones y dedicaba, supongo,buena parte de su tiempo a husmear

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vidas ajenas. Pero no era un informadorregular. Aparecía de pronto ydesaparecía por largos períodos detiempo. Para que no le delataran susrutinas, ¿sabe? Nos veíamos de noche ysiempre en lugares distintos, por lamisma razón.

—¿Sabe su nombre?—Nunca se lo pregunté. Y no creo

que me hubiese dado él verdadero.—¿Qué aspecto tenía?—Era un hombre sin mirada.

Llevaba unos espejuelos ahumados, deesos que usan los ciegos, y un sombrerode ala ancha hasta las cejas. Vestía unsobretodo largo, parecido a los que

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llevaban hace años los serenos y losmozos de escalera, lo que le daba unaire a aquellos frailes desaseados ybarbudos que, antes de la revolución,iban por las calles metiendo miedo a lagente con los suplicios del infierno.Hablaba muy poco y en voz baja para nodelatar su timbre de voz. Nuncaenseñaba las manos y, cuando lo hacía,las llevaba ocultas en unos guantes.Tenía aspecto inofensivo, aunque, poralgunos comentarios que le escuché,pocos, para serle sincero, me pareciósiempre un hombre poco amigable, decarácter amargado y seco.

»Cierto día de marzo de 1869, La

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Taltuza se acercó al palacio paradejarme un escrito con una informaciónimportante, cosa extraña, porquesiempre nos veíamos de noche, como ledigo. Yo no estaba en el despacho.Había tenido que ir a San Pedro lasHuertas a hacer unos mandados. Regresocomo a las diez, entro a los soportalesde palacio y, mire qué casualidad, por elotro extremo veo venir al oreja, con susespejuelos ahumados, su sombrero y sucapote. Llega antes que yo a loscentinelas de la entrada, saca de lospliegues del ropón un sobre y se loentrega a uno de los centinelas de lapuerta. Creo que alcanzó a verme,

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porque, de pronto, dio media vuelta y sedispuso a desandar con rapidez elcamino por el que había llegado. Le diun grito y no le quedó otra quedetenerse. Cuando le tuve enfrente, notéque estaba nervioso. Me dijo que habíaentregado en el cuerpo de guardia unanota con información de sumaimportancia, pero que debía irse. Yoprocuré retenerlo. Era la primera vezque lo veía a la luz del día y teníacuriosidad por examinar a mi animalitode cerca, aunque no pudiera verle losojos, que son el espejo del alma, y no elrostro, como dicen. Pero él se resistióalegando que tenía una urgencia que

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atender. Yo insistí y, aparentementeresignado, entró al palacio conmigo. Yuna vez en mi despacho, me relató conapremio lo que había escrito en lamisiva.

»La gente del partido liberal, mecontó, había dispuesto movilizarse esanoche, así como otros grupos opositoresal Gobierno, entre ellos el que se reuníaen Las Acacias. Sabían que elpresidente iba a asistir al teatro yquerían organizar allí un bochinche. Loque no me supo decir fue el motivo de lamovilización, pero algo grave se estabacocinando, cosa que no pude comprobarhasta bien entrada la tarde, cuando me

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llegó una carta del coronel Búrbano,corregidor de San Marcos,anunciándome que el brigadier donSerapio Cruz había cruzado la fronteracon el decidido propósito de derrocar algobierno de Cerna.

»No quisiera ofenderle, licenciado,pero en aquellos días ustedes nosuponían ningún peligro. Los teníamospor gente idealista, de mucha cháchara ypoca ópera. La Taltuza llevabainfiltrado en su grupo varios meses ysabíamos de lo que hablaban, que no eranada importante. No al menos paranosotros, pues todo se reducía aidealismos y pajas, dicho sea con

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perdón.»Yo tenía un arreglo con mi

informador. Mientras sólo se reunieran adespotricar y desahogarse, no haríamosnada contra ustedes. Preferíamos lainformación a tenerlos encerrados. Ysólo si de las palabras pasaban a lasacciones, debía avisarme. Ese era elarreglo. Pero tratándose de un planorquestado como parecía el de esanoche, no podíamos permitir que en lacapital se alzara nadie y que la ridiculainvasión de Cruz se convirtiera en unmotín urbano y éste, a su vez, en unalzamiento. Ya sabe usted lo contagiososque son a veces estos desórdenes. Así

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que le dije al oreja que reprimiríamoscualquier alboroto que los liberalespretendieran organizar esa noche y quemandaría un pelotón a Las Acacias paradetener a los miembros de LaHermandad del Gorro Frigio. Losencerraríamos en el Castillo de San Joséy los soltaríamos unos días más tardecon las nalgas bien calientes. Noobstante, le dije a La Taltuza, sería muyútil que me diera una lista con losnombres de todos los miembros delclub, por si alguno lograba huir.

»El tipo no respondió. Parecíadudar. Yo busqué tras los cristalesahumados de sus gafas algún indicio que

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me permitiera descubrir qué era lo quepasaba por su mente, mas, por esasblanduras que le vienen a uno de vez encuando llegué a pensar que tal vez noera todo lo desalmado que yo suponía yque los lazos afectivos que había creadocon los miembros del club le impedíancometer esa perfidia.

»Estaba equivocado. La Taltuza nodudaba, calculaba. En medio de susilencio, volvió la mirada a las monedasde oro que yo había depositado sobre lamesa en pago a la información que mehabía suministrado (en aquellos díascirculaban más que las de plata) y, sinlevantar la vista de ellas, dijo: Eso le va

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a costar otro tanto.»¿Qué mejor respuesta podía yo

esperar? Volví a abrir la gaveta, saquéotro pucho de monedas y las empujéhacia donde estaban las otras. El tipo lasguardó con avidez. Después acercó unasilla y, tomando papel y pluma, comenzóa escribir los nombres que le habíasolicitado. Llevaría diez o doceescritos, cuando...

—Se habló de que el delator habíasido un jesuita, ¿es eso cierto?

—Sí, es verdad, se habló de unjesuita. Pero déjeme que le expliqueesto primero.

—Disculpe.

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—Llevaría el cuije, como digo, diezo doce nombres escritos, cuando, de laPlaza de Armas, llegaron variosdisparos. Al tipo le brincó la pluma delsusto, de tal suerte que el nombre queescribía, y que era justamente el deusted, terminó en un garabato.

»En eso se abrió la puerta yapareció un asistente para decirme, todoazorado, que un toro andaba suelto porla plaza y que el oficial de guardia habíaordenado matarlo. Pero La Taltuza noesperó a que mi hombre terminara decontar lo que ocurría afuera y seescabulló de mi despacho. Corrí tras él,pero no logré darle alcance y, cuando

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llegué a la plaza, se había perdido yaentre la multitud que se arremolinaba entorno a un toro despatarrado al pie de lafuente.

»Esa tarde confirmé que, en efecto,Serapio Cruz había cruzado la frontera.Corrí al teatro para avisar al señorpresidente, quien asistía a un recital deópera, y envié un pelotón a Las Acaciascon órdenes de detener a los muchachosde la hermandad. Pero, si bien logramosdispersar la manifestación frente alteatro, la operación de Las Acacias sehizo con una torpeza deplorable, y denuevo, usted perdone.

»La mayoría de los muchachos logró

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huir, como bien sabe. Hubo un muerto enel potrero del Tuerto y varios heridos enel teatro, donde un terrorista entródisparando un revólver y creó un pánicoentre el público que no causó ningunadesgracia porque el manto de la Virgendel Rosario es muy grande. Logramosdetener a algunos miembros del partidoliberal, declaramos el estado de sitio,ordenamos registros en las casas, en fin,un relajo. Y todo para no sacar nada enlimpio.

y>La Taltuza se zurró esa noche.Todos los soplones son así, máscobardes que las ratas. Y como a eso delas once de la noche, apareció con los

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soldados en palacio.encabezada por los embajadores de

Inglaterra y España, nos disuadió de nohacerlo. Comprendimos sus razones yentregamos el palacio de Gobierno antesde que los rebeldes entraran en lacapital.

»Yo estaba bastante tranquilo. Nohabía matado ni torturado. No debía nime debían. Mi trabajo se había limitadoa dar y recibir información. Con todo,quise asegurarme de no ser chivoexpiatorio de ningún listo que quisierasalvar su pellejo a mis costillas. Así quereuní dos cajones con documentos quecontenían la información necesaria para

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protegerme. Ya sabe: órdenescomprometedoras, informes secretos,nombres de infiltrados, expedientes decrímenes oficiales. Y entre el montón delegajos (mire usted cómo Dios hace lascosas) estaba la lista de los muchachosque había delatado La Taltuza. Fue unacasualidad. Y sé que carece de valor.¿Qué importancia puede tener una listade nombres sin fecha, en un papel sinmembrete ni sellos? Sólo una personacomo usted, licenciado, puede darle suverdadero valor.

—¿Qué ocurrió con el oreja,después del 30 de junio? ¿Volvió usted averlo? ¿Podría identificarlo, si lo viese?

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—No, licenciado. Ni volví a saberde él ni volví a verle.

—¿Podría describirlo?—No, salvo por las señas que le he

dado de él.—Pero una vez le vio de frente, a

plena luz del día.—Es verdad, pero quítele a una

persona la mirada y se queda en unaestatua de mármol. ¿Sabe usted cómocambia un hombre cuando le poneencima un sombrero gacho, un sobretodoy unos espejuelos oscuros?

—Algo sé, pero dígame una cosa,¿por qué ese deseo suyo de caerle altipo?

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—Soy la única huella que dejó sudelación al partido liberal, cuando ésteaún no estaba en el poder. Por su culpase fueron al bote ministros del Gobiernoactual, como Don Chema Samayoa.Otros fueron vareados, perseguidos ofusilados. La Taltuza tiene miedo de queyo le identifique, que se lo diga a SixtoPérez o a Cuevas y se lo despachen sinmás.

Leocadio Ortiz se detuvo y cerró losojos. Los dolores, sin duda, se le habíanagravado, y otra vez le costaba respirar.

—Licenciado, éste es un juegopeligroso donde el precio de la traiciónes muy alto. El tipo ha debido de pensar

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que ésta era la ocasión propicia paraeliminarme. Así que me ha denunciado,aprovechando la confusión de laconjura, y no se detendrá hasta vermefrente al pelotón de fusilamiento.

—Pero a usted le han dejado libre.—No me fío, licenciado.—¿Y qué quiere que yo haga?—Que identifique a La Taltuza. En

estos momentos ha de estar moviendoRoma con Santiago para que me vuelvana detener. Ayúdeme y ayúdese usted a símismo.

—Si usted no puede identificarlo,¿cómo voy a hacerlo yo? Sólo tiene unasospecha, unos espejuelos ahumados y

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un sombrero. ¿Recuerda algún rasgocaracterístico, algún olor especial, acuero, a sebo, a bálsamo? —diceseñalando la pomada que Catalinaextendía en esos momentos sobre laespalda de Ortiz.

—No que yo recuerde.—¿Le conocía alguna afición, alguna

amante?—La gente que lleva una doble vida

es muy discreta con esas cosas.Catalina termina de extender la

pomada y Ortiz le toma una mano y labesa. Néstor observa con simpatía elgesto, pero no se fía de Ortiz. No sellega a jefe de los servicios secretos del

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Gobierno por ser buena gente. Nadieque tenga por oficio vigilar a laspersonas y escarbar en sus vidas puedeserlo. A saber a cuántos había detenidoy enviado a las cámaras de tortura paraque los molieran a palos. Leocadio Ortizpertenecía, sin duda, a la misma raleaque el soplón, un hombre de doble viday dos caras, alguien que sabe evadir lasrespuestas directas, contener ademanes ygestos, hablar tras una máscara de flemahelada y ser lo bastante aplomado comopara mentir con absoluta sinceridad.

—Cree que le engaño, ¿no es así?La pregunta sorprende a Néstor.

Leocadio Ortiz posee una penetración y

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un alcance poco comunes y, si no le haleído el pensamiento, ha intuido quedudaba. Pero lo cierto es que a Néstorno le interesa saber a estas alturas quiénfue el traidor que desniveló su vida. Niabriga sentimientos de venganza. Encambio sí hay algo en lo que Ortiz puedeayudarle.

—Hay un detenido que conozco. Sellama Joaquín Lados. ¿Qué sabe de él?¿Por qué lo han detenido?

—Estaba en la celda vecina a lamía. No sé mucho más.

Néstor se pone de pie.—No quisiera engañarle —le dice a

Ortiz—, pero no creo que le pueda

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ayudar. El tipo que busca es una sombrasin nombre. No podría identificarlo. Nisiquiera usted, que lo tuvo frente a susojos, puede hacerlo.

—Pero usted sí, licenciado. Es unode sus amigos, el hombre que letraicionó y que le cambió la vida. Yo séque puedo ayudarle. He conocido amuchos delatores: ricos y pobres,analfabetos y cultos, clérigos y seglares,soldados y civiles. Es gente de malaentraña que se nutre del resentimiento yla envidia. Se creen poco valorados porel prójimo, por sus amigos o por su país.Y utilizan tanto la traición como elengaño para demostrar que son

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superiores a quienes envidian y odian.Soy más inteligente que tú, vienen adecirle al traicionado, y ahí tienes laprueba, estúpido. ¿No que eras tan listo?Te engañé y ni te diste cuenta. Pero hayotros que te hacen daño en secreto, sinaparentes motivos y sin que uno conozcasiquiera el agravio, simplemente porhacer el mal. Son tipos como la taltuza,que destruye y arruina los sembrados sinque la vean. Este hombre pertenece aesa casta y le tiene sin cuidado que lainformación que vende pueda o noperjudicar a quienes le tienen por amigo.Lo único que le importa es obtener unprovecho personal.

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Ortiz se lleva al rostro la mano deCatalina, quien se acuclilla ante elmilitar y le acaricia. En los ojos de lajoven, vueltos hacia Néstor Espinosa,hay una expresión de súplica que no seatreve a poner en palabras.

—Voy camino de la edad provecta,licenciado. No hago otra cosa quebarandas y balcones, pero he logradoser feliz en estos años de mi vida. Yo leruego que me ayude. Sólo usted puedehacerlo. Descubra a ese alacrán ylléveselo al presidente. Don Rufinotendrá en sus manos al desleal que lecausó tantos muertos al ejércitolibertador. Usted sabrá quién fue el

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causante del daño que recibieron usted ysu familia. Y yo me libraría de serdetenido otra vez o, incluso, de serejecutado.

Néstor guarda un largo silencio. Nosabe cómo explicar a Ortiz quecualquier persona con unos espejuelos yun sombrero de ala ancha podría habersido La Taltuza. Que, en el teatro y en lavida, una cosa es el actor, la personareal, y otra el personaje que interpreta.Y que él, Leocadio Ortiz, había sidovíctima de la poderosa imagen que elsoplón arrojaba sobre el policía, la deuna sombra sin iden tidad y sin nombre,pero tan sugestiva, tan teatral, que en la

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mente de Ortiz se había convertido enpersonaje, o lo que es lo mismo, en unaficción sin relación alguna con lapersona que lo interpretaba.

—Eramos más de treinta en el club—le dice—. Y hubo muchos a los quetraté muy poco. Su lista los reduce adoce, pero cualquiera pudo haberlohecho. ¿Cómo saber quién fue, cuandoha pasado tanto tiempo?

—Sé que es doloroso aceptarlo,pero alguno de ellos debió de tener unmotivo para delatarles, algunainclinación bastarda, el dinero, qué séyo. Quizá le ayude pensar que elculpable merece castigo, en vez de sufrir

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cavilando quién pudo ser el culpable. Latraición es algo que todos maldicen yque muy pocos perdonan. Pero no lepido que tome venganza, sino sólo quehaga justicia.

Néstor se encoge los hombros.—No sabría cómo desenmascararlo.

Carezco de sagacidad para estas cosas.Y para hablarle con franqueza, no estoyseguro de querer hacerlo.

—Entiendo. Usted debe de ser deesas personas que no cree tenerenemigos.

—No que yo sepa.—Grave error, licenciado. Siempre

hay más de uno en la sombra, alguien

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que nos odia en secreto, sin que lehayamos hecho ningún mal. Suele ser elque menos sospechamos, pero estásiempre al acecho, como la taltuza estálista para saltar sobre usted, si mete lamano en su cueva.

Las últimas palabras de LeocadioOrtiz impresionan a Néstor. Hacememoria, busca enemigos en ella, perono encuentra ninguno. No en estemomento de su vida.

—Tiene que obligarla a salir —diceOrtiz con voz fatigada.

—No sé qué quiere decirme.—A pesar de que vive bajo tierra, la

taltuza necesita salir de vez en cuando a

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la superficie para respirar aire fresco.Póngale una trampa para que se asome.

—Soy un mal trampero, coronel.—Poner trampas es sencillo.

Inténtelo. Debe tener cuidado, sinembargo. Ese animalito no ve, pero tieneun olfato tan agudo que detecta elengaño a distancia, y unas mandíbulastan potentes y unos colmillos tanafilados que le puede cortar variosdedos de un mordisco o destrozarle layugular.

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6. El esbirro

Viernes, 2 de noviembre de 1877,8.35 p.m.

La Plaza de la Victoria no esprecisamente un solar glorioso.Tampoco un ágora para filosofar o erigirun monolito o una estatua. Debe sunombre a un importante triunfo delgobierno conservador, pero elayuntamiento no ha mostrado nuncamayor interés en su decoro. Debido a lacreciente influencia francesa en la

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ciudad, los liberales quierenrebautizarla con el nombre de Plaza dela Concordia, pero de momento siguesiendo un basurero oculto tras el zacatey las cañas. Los más desaprensivos latienen por mingitorio y defecatoriopúblicos y, llegada la noche, el lugar sevuelve repelente y siniestro.

Fernando Córdova, inquisidor yesbirro del señor presidente, ordena asus escoltas esperarle en el atrio de SanFrancisco, en tanto él se dirige a la citaque tiene en la mal llamada plaza con unoreja de espejuelos oscuros y cubiertocon un sobretodo que le recuerda alperrero de la catedral, un sacristán mal

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encarado cuya misión consiste enespantar con una vara a los chuchos quepretenden invadir el templo.

El soplón no se deja ver en formaasidua. Toma muchas precauciones ytiende cortinas de humo en torno a suidentidad. Cuando tiene algunainformación que vender, envía aCórdova un mensaje con un niño,indicándole el lugar y la hora. Allí le dala información, cobra y no lo vuelve aver durante un tiempo. Y cuando esCórdova quien lo necesita, éste cuelga ala puerta de su casa una banderanacional. El esbirro del mandatario,hombre conocedor de su oficio, sabe

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que la policía no es tan inteligente comopudiera parecer y que la informaciónque maneja no se debe tanto a sucapacidad para investigar como ;i lossoplos que por interés, rencor o plata lesllevan. Y ése es el caso de esteindividuo disfrazado de pordiosero cuyacapacidad para la intriga y la sugerenciaes incluso mayor que para la pesquisa.

Con todo, Fernando Córdova estáhoy que se sube por las paredes. El cuijele ha hecho de chivo los tamales. De laspersonas que, según el soplón, habíaninstigado la conjura contra el presidenteninguna tiene visos de ser unconspirador y Córdova lo ha pagado con

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varios fustazos del mandatario. Y paracolmo le cita en uno de los lugares másrepulsivos de la ciudad.

—No le pego un tiro aquí mismo,porque soy persona devota —le espetade entrada, en cuanto localiza al oreja—. ¿Qué basura de información me diousted? ¿De dónde sacó esos nombres?

El oscuro personaje no contesta yCórdova tiene la inquietante sensación,una vez más, de estar jugándose elpellejo. El soplón lleva siempre lasmanos en los bolsillos, donde acasooculte un revólver o una daga, y tomatodo género de precauciones para que nole esperen ni le sigan. Está atento a

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cuanto sucede a su alrededor, acualquier movimiento, a cualquier ruido.Y aunque el esbirro del presidente estáhabituado a estos juegos, no puede dejarde sentir una ominosa aprensión cadavez que se cruza con tan torvo sujeto enlugares como éste y a estas horas.

—De la mejor fuente posible, ¿dedónde la voy a sacar? —dice el otro, envoz baja—. De los círculos más esco

gidos del conservadurismo, de losliberales inconformes, de la gente quepagó a los militares para que mataran alpresidente.

—Se sacó esos nombres de lamanga, cabrón, y me hizo quedar mal

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ante mis jefes.—Usted me ofende, señor.—¡Y usted ha puesto en peligro mi

vida!—¿Y qué me dice de Leocadio

Ortiz? ¿Cómo es posible que hayadejado en libertad a ese hijo de sumadre? No fue eso lo que pactamos.

—¿Para eso me ha citado estanoche? ¿Para reclamarme la liberaciónde Ortiz?

—Justamente.—A Leocadio le dimos cien palos

en una noche y no dijo esta boca es mía.Lo mismo ha ocurrido con los otros. Ynadie aguanta cien palos sin cantar.

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Nadie. No digamos cuatrocientos.—Se lo dije, señor. Hay entre ellos

un pacto de sangre y morirán antes dedecir una palabra.

Córdova observa al soplón, susespejuelos oscuros, su sombrero hastalas cejas, y le dan ganas de arrojarsesobre él y patearlo.

—Necesito más pruebas, másnombres —dice, conteniéndose.

—Cuántos.—Quince o veinte. Y nombres que

sean sonados. Gente que se opone alGobierno o que se sepa que habla maldel presidente.

—Usted debe de creer que esto de

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dar nombres es como recortarmuñequitos de papel.

—¡Mire con quién está hablando yno me caliente los cascos! Tiene hasta eldomingo. ¡Quince nombres! ¡Ni unomenos!

—Máteme si quiere, ahora y aquí.Pero eso que me pide es imposible. Siquiere credibilidad, necesito tiempo.

—¡El domingo, le digo!—Tendrá que ser el martes. Tómelo

o déjelo.—No sea estúpido —ríe el esbirro

con sorna—. Usted no puede imponercondiciones.

El soplón ignora el comentario.

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—Tiene que detener a LeocadioOrtiz otra vez.

—No me pida imposibles. Elgeneral Cuevas le protege.

—Entonces no hay trato.—¿Cómo que no hay trato,

desgraciado?Córdova ha sacado un revólver y se

lo ha colocado al oreja en el entrecejo,pero éste no se inmuta.

—Le puedo dar una lista de gentedesafecta al Gobierno, gente que ustedesconocen, nada nuevo, pero ninguno deellos es un conspirador y nadie le creeráa usted ni al señor presidente —dice confrialdad.

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—¡Usted consígame los nombres ydeje que yo me encargue del resto!

El oreja exhala un largo suspiro.—Haré lo que pueda, pero no le

prometo nada.—¿Cómo que no me promete nada?

¡Usted me trae el domingo la lista o suvida termina en un barranco, con losbrazos por un lado y los pies por otro!

—El martes —replica, firme, eloreja.

Córdova resopla, airado. No puedecon este tipo, pero también es poco loque puede hacer sin él. La dictadura haroto toda comunicación con losconservadores y cuesta muchísimo

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obtener información del enemigo. Adiferencia de los demás soplones, éstesabe de lo que habla y maneja comopocos un oficio al que no se le da laimportancia debida. ¿Por qué nadie en elGobierno entiende que la inteligenciapolítica es una actividad esencial a laque se debería asignar más presupuestoy más hombres, para no depender depersonajes como éste?

El esbirro baja el arma y la enfunda.—Es la última vez, se lo advierto —

dice en tono amenazador—. Otra metidade pata, un error más, y le juro que lopaga con la vida.

—No se preocupe —dice el oreja,

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en tono conciliador—. Tendrá su lista elmartes.

—¡Y ni un hojalatero más, ni uncafetalero ni un tendero! ¿Está claro?

—Está claro, señor, no se preocupe.—¡Y no vuelva a citarme en este

sitio de porquería!

Sábado 3 de noviembre de 1877

Son las once de la mañana. El mesónde San Agustín, un lugar oscuro cargadode humo y amueblado con mesas demármol, está repleto de gente. El piso hasido espolvoreado con aserrín y hay un

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fuerte olor a limón y a chicharrones.Néstor Espinosa busca con la mirada

a sus amigos, se incorpora a algunoscorros, habla, inquiere. Estápreocupado. No ha recibido respuesta asu carta dirigida al presidente ni haynovedad alguna sobre la suerte de losdetenidos en la Comandancia de Armas.Todo son suposiciones, y bolas.

Pasadas las doce, se dirige a la viejacasa familiar, donde ahora vive suhermana. Almuerza con ella y con suesposo, juega un rato con los sobrinos y,luego de una distendida sobremesa,dormita una hora en la hamaca delcorredor.

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Regresa a su casa después de lascinco. El frío ha llegado al valle. Elviento azota las ramas de los árbolesque sobresalen por encima de los patiosy arroja a las calles una llovizna dehojas secas, briznas de pino ypalitroques. Por el cielo deambula unacohorte de esperpentos grises y loscerros de poniente se acicalan con unhalo carmesí.

Llega a su casa, toca el portón, peronadie responde. Espera un tiempoprudencial y sacude la aldaba con másfuerza. El resultado es el mismo. Va ahacerlo por tercera vez, cuando aparecesu ama de llaves. Sus ojos, muy

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irritados, evidencian el paso de laslágrimas.

Néstor Espinosa se pone lívido.—¿Qué le ha ocurrido, Josefa? ¿Qué

sucede?Josefa no llega a responder. Un

hombre de negra levita y bombín negroaparece tras ella y la hace a un lado conbrusquedad.

—¿El licenciado Espinosa? —pregunta.

Néstor no conoce al personaje, perosí puede identificar a quienes leacompañan: cuatro soldados de laGuardia de Honor.

—Soy Fernando Córdova... —

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empieza a decir.—¡Y yo la Bella Durmiente! —le

interrumpe Néstor—. ¿Qué estáhaciendo en mi casa? ¿Y qué le ha hechoa esta mujer?

Córdova no responde. Su rostrotampoco se altera. Se limita a enderezarel cuerpo y en esa posición permaneceunos segundos, muy callado, tiempo conel que, aparentemente, pretende queNéstor tome conciencia de la situaciónen que se halla.

Pero Néstor Espinosa no damuestras de entender.

—¡Haga el favor de salir de mi casa,ahora mismo!

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—Con mucho gusto me iré, perousted se viene conmigo, licenciado —responde Córdova, muy sereno.

—¿Quién, yo? ¿Por qué motivo?¿Tiene acaso la orden de un juez?

Córdova sonríe.—No sea ingenuo. Haga lo que le

digo y no me obligue a usar la fuerza.—Dígame al menos de qué se trata y

a dónde me lleva.—Es sólo una formalidad.—No le creo. Para eso no necesita

venir con cuatro hombres armados.Del estupor inicial, Néstor ha ido

dando paso a la preocupación. Teme servíctima de alguna sórdida maniobra,

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aunque no se explica de quién, e insisteante la estatua vestida de levita ysombrero.

—Usted se ha equivocado depersona.

—No, licenciado. Sabemos muybien quién es usted.

Néstor, quien ha permanecido en elumbral del portón, da un paso atrás.Córdova hace una seña y los soldadosamartillan sus Winchester de repetición.

—Por favor, licenciado, no seanecio.

El sonido metálico de losmecanismos ha paralizado a Néstor.Podría echar a correr, calle abajo, pero

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no pasaría de la esquina. Por lo que hapodido percibir, el enlutado personajeno tendría ningún empacho en dar ordende disparar. De otro lado, se ha dadocuenta de que no puede convencerle.Tendrá que confiar en su oficio pararesolver la situación y, resignado,permite que dos de los hombres le atenlos codos a la espalda al tiempo que,adusto e inexpresivo, y sin alzar unápice el tono de voz que ha usado hastaeste momento, Fernando Córdova recita:

—Queda usted arrestado porconspirar contra la vida del señorpresidente de la República, la de suesposa y sus hijos.

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7. Ajuste de cuentas

Sábado, 3 de noviembre de 1877

Sangra el día por el ocaso. Un vientoracheado e imprevisible revuelve lashojas secas de la Plaza de Armas. Lasolitaria fuente de piedra, la arqueríadel ayuntamiento y el monótonoempedrado del recinto se atezan con lasúltimas luces del día y, pegadas unas alas otras, las palomas zurean, ateridas,en las cornisas de la catedral. Nada aesta hora de la tarde —gentes, caballos,

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carruajes— anima la desoladoraestampa que el presidente observa desdela ventana de su despacho.

Lleva ya un buen rato ahí, de pie,sopesando en soledad el curso de susacciones, lo que ha hecho, lo que piensahacer. Ha sembrado el terror, hatorturado, ha estremecido a la ciudadcon amenazas, allanamientos ydetenciones, pero no tiene modo deaveriguar ni de saber qué se mueve bajoel agua. Desconoce aún los alcances dela trama para asesinarle y no puededescartar que ese negro rosario deintrigantes y de Judas sea más extensode lo que aparenta.

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Y eso le tiene intranquilo. Lasejecuciones serán un aviso para todofilibustero que pretenda abordar porsorpresa la nave del Estado, pero si noacierta con los verdaderos culpables, elescarmiento servirá de poco.

El mandatario alza la mirada a uncielo donde agoniza la luz. Su gobiernocarece de capacidad para obtenerinformación que proteja su vida, la de sufamilia y la seguridad del Estado. Porese orden. Sabe además que, si élmuere, la revolución se derrumba. Y esoes algo que no puede consentir. Juaristay garibaldino a un tiempo, con toques debonapartista, el presidente es un hijo de

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su siglo y, además de reformar su país yencauzarlo por la senda de lamodernidad, tiene un sueño que pocosconocen. Y es el de la reunificación dela América Central, dividida desde hacemás de medio siglo en cincorepubliquitas sin grandeza. Elmandatario quiere reunificarlas, hacerde nuevo una sola. Centroamérica serála nación, y cada una de sus provincias,la patria de cada quien. Pero «el rostrolívido de Vanderbilt», el magnatenorteamericano de los ferrocarriles, seha vuelto hacia la región y deseaconstruir en Nicaragua un canal quecomunique el Pacífico con el Atlántico a

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través de los Grandes Lagos. Y elpresidente quiere llegar a Nicaraguaantes que Vanderbilt y evitar queEstados Unidos divida Centroamérica endos.

Antes, sin embargo, debe aglutinarsu país, indisciplinado, rebelde ydisperso. Y para eso no queda másalternativa que la vara de membrillo. Yla red. Y las ejecuciones públicas. A unpueblo joven e ignorante, le sucede loque al árbol joven: hay que sujetarlo conun palo hasta que crezca y puedasostenerse por sí mismo.

Oculto tras el visillo que adorna laventana del despacho, el presidente ve

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salir del Portal del Comercio a un grupode hombres y, cuando éstos doblan laesquina y desaparecen, baja la mirada alsuelo. De pronto ha recordado algo, unafrase, algo así como más vale en elInfierno gobernar que ser esclavos delCielo.

Eso es, ésa es la sentencia que mejordescribe la nueva realidad del país. Ynadie podría haberlo expresado mejorque el hombre que acaba de pasar frentea su ventana, atado por los codos ycustodiado por Fernando Córdova.

O acaso fuese el poeta ciego que lahabía escrito. El país puede ser ahora uninfierno, pero se acabó el cura-cacique y

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el militar caduco, se acabó el obispomonárquico y la aristocracia servil. Losoligarcas se han plegado a la voluntaddel presidente: unos por interés, otrospor miedo. La esclavitud a la teocraciaha fenecido. El ejército seprofesionaliza a marchas forzadas. Y élno permitirá que el país regrese al viejoorden, aunque le vaya en ello la vida.

El presidente deja de cavilar sobresus obsesiones y sus planes. Su mentecalcula ahora el tiempo que el grupotardará en llegar a su despacho, unaestancia en penumbra, decorada con

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austeridad: escritorio modesto, algunassillas, la nueva enseña del país, elescudo nacional tallado en caoba, unaalfombra de petate, algunas fotos en lasparedes y una vitrina donde guarda elsable que enarboló en Tacaná.

Cuando tocan a la puerta, diceadelante sin volverse.

—Desátenlo —ordena en voz baja.Uno de los hombres corta la cuerda

que inmoviliza los brazos de NéstorEspinosa.

—Déjennos solos.Fernando Córdova sale del

despacho, seguido por sus hombres.Sólo entonces, el presidente se vuelve y

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observa al detenido con curiosidad.Hace cinco años que no ve al

licenciado y la última conversación quetuvo con él concluyó de manera pocograta, suceso que parece reflejarse en laexpresión del presidente quien puede seruna persona arbitraria y sin talentoadministrativo, pero que, entre otrasvirtudes cuenta con una memoriatemible. Por su mente acaba de pasar sudifícil relación con este abogado que sefrota con suavidad las muñecas y loscodos. Y al reparar en su expresión,ahora más serena y madura, no puedepor menos de recordar el respeto quesentía por él, lo que les unía, lo que les

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separaba y lo que finalmente lesdistanció.

Tiene, no obstante, una duda, unescrúpulo que quiere esclarecer cuantoantes y que le impide tratar a Espinosacomo un viejo camarada, y no como unode los asesinos que pretendía acabar consu vida, la de su mujer y la de suspequeños hijos. Así que con timbreoscuro y amenazador, como quien sedirige a un desconocido, inquiere conbrusquedad:

—¿Qué tiene usted que ver conLeocadio Ortiz?

El presidente se concentra en lasfacciones del detenido quien sabe que es

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lo bastante sagaz como para habersepercatado de que alguien vigilaba a lajoven que le esperaba frente al almacénde los Ascoli y que ambos habían sidoseguidos hasta la herrería de Ortiz porlos hombres de Fernando Córdova. Conlo que no había contado seguramente ellicenciado, a pesar de su listeza, era conque el presidente ordenara soltar a Ortiza fin de vigilar a todos los que entrabany salían de su casa.

—Tengo que ver muy poco, señorpresidente —responde Néstor—. ALeocadio Ortiz le conocí ayer. Me pidióque fuera a verle para hablarme de unviejo asunto.

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El tiempo ha alterado el aspecto y lapresencia de Espinosa, pero es supersonalidad la que el presidente notamás cambiada. El licenciado parecemás seguro, más dueño de sí. Puede queesté mintiendo, pero, en caso de que seaverdad, no se le nota. Siempre fue unbuen comediante que imitaba personajesy fingía voces, y además carece de undefecto que el mandatario percibe enquienes se dirigen a él: el servilismoque nace del miedo.

—Digamos, licenciado, sólodigamos, que le creo por un momento —dice, dejando escapar una sonrisa impía—. Acepto que no conoce a Leocadio

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Ortiz y que no forma parte de ningunaconspiración para asesinarme.

Se vuelve al escritorio, toma unpapel que yace sobre la carpeta dondefirma sus decretos y se lo muestra aEspinosa.

—¿Para qué, entonces, solicitar unaaudiencia, licenciado? ¿Para intercederpor Ortiz?

—La carta tiene otro propósito,señor presidente.

El mandatario asiente con gestosocarrón. Ha dispuesto no pasarse, demomento, con el detenido y sersolamente el provocador de siempre, elexperto en aguijonear a los demás para

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sacarles información. Así que se acercamuy despacio a Espinosa, quien, de pieen medio del salón, observa cómo elpersonaje de barba de candado y manosa la espalda, traza un círculo en torno aél y, en tono de piadoso inquisidor, ledice:

—Usted es hombre de derecho,licenciado. Sabe que puedo, que debodudar, y que es mi obligación comohombre de Estado hacerlo, ¿meequivoco?

El abogado asiente con expresiónperpleja. Ni las intenciones ni losrodeos del presidente están claros y,conociéndole como le conoce, guarda un

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silencio entre atento y curioso.—Usted me dice que nada tiene que

ver con Leocadio Ortiz y eso le otorga,digamos, sólo digamos, cierto crédito.Ahora bien, si no es para ayudar a Ortizpor lo que quiere verme, ¿cuál es el«importante asunto» que menciona en sucarta y del que necesita hablarme «consuma urgencia»?

—Es acerca de un amigo.—Ya. ¿Y cómo se llama ese amigo?—Joaquín Larios.—¡Ah, Joaquín Larios! —dice

Rufino con sorpresa reverente, abriendodesmesuradamente los ojos y fingiendola expresión de quien escucha una

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verdad revelada—. Lados, Larios... mesuena. ¡Sí, clarol Ahora me acordé. Unode los implicados en la sedición paraasesinar al presidente, a sus niños y a suesposa. ¡Cómo no había caído antes!

Espinosa no parece comprender,pero el sarcasmo de Rufino le inquieta.O se le ha ocurrido alguna perversidad uoculta algún dato que desconoce,misterio que empieza a descifrar cuandoel presidente, moviendo con pesadumbrela cabeza, exclama:

—¡Con qué facilidad, licenciado,pierde la gente su crédito! Hace apenasun minuto, le concedí un adelanto.Digamos que le creí. Y creer viene de

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crédito. ¿Me equivoco, licenciado? —recalca en tono zumbón—. Bueno, puesusted ha despilfarrado el suyo. Es falsoque el licenciado Espinosa no estéimplicado con la partida de cabronesque me querían asesinar. Por eso ordenéque lo detuvieran —le sisea al oído—.Usted es el quinto misterio del RosarioNegro. Sí, usted, un liberal renegado quese asocia a Joaquín Larios, un cachurecovinculado al clero y a la viejaaristocracia, a un ex militar conservadorllamado Leocadio Ortiz, a un coronelpolaco a mis órdenes, llamadoKopetzky, y a un teniente coronel que seapellida Rodas.

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A pesar de la creciente cargaemotiva que el presidente ha puesto ensus últimas palabras, Néstor no pierdela serenidad.

—No veo la relación. Eso es comodecir que, porque acaban igual, son lomismo queso, seso, beso y hueso.

Al señor presidente le encocora larespuesta y, en un súbito cambio dehumor, replica:

—¡No me venga con sus babosadas!¿Qué mejor prueba de que su nombreesté ligado al de esos malditos?

—Conozco a Ortiz y a Larios, perosi ellos forman parte de una conjura paramatarle a usted, yo soy del todo ajeno a

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ella y usted carece de pruebas paraacusarme de ese delito, señorpresidente...

—¡Déjese de plantas y llámemeRufino!

—Señor presidente, llevo cincoaños dedicado a mis cosas. Estoytotalmente apartado de la política, ustedlo sabe. Nada tengo que ver en este lío.Sólo pretendía ayudar a un amigo enproblemas. Pero si quiere utilizarmecomo chivo expiatorio, le va a costarprobarlo. A usted, quiero decir, porque asus hombres les resultaría muy fácil.Sólo tienen que entrar en mi casa, traerlemi cuchillo de monte, un garrafón de

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jerez y unos gramos de morfina.—No se pase de listo, licenciado.—Me costaría mucho, señor

presidente. Conozco mis limitaciones yrespeto sus poderes. Pero le repito: aOrtiz le conocí ayer y con Larios no metrato. Del primero no podría poner lamano en el fuego, pero, respecto delsegundo, pensé que podría intercederpor él, averiguar cómo está, qué lesucede.

El presidente pasa ante Espinosa sinmirarlo y se dirige rápidamente a lapuerta.

—¡Yo le voy a decir qué le sucede!—dice sin volver el rostro.

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Abre la puerta de un tirón y grita:—¡Fulgencio!—No está, señor presidente —dice

uno de los dos centinelas que cuidan laentrada—. Tuvo que ir un momento alpalacio.

—¡Siempre lo mismo, la gente nuncaestá cuando se la necesita! ¿Y tú? Sí, tú,quién va a ser. ¿Cómo te llamas?

—Eclesiástico, señor presidente.—¿Cómo que Eclesiástico? Será

Escolástico.El centinela deja escapar una sonrisa

humillada, pero insiste en su identidad.—No, señor presidente. Es

Eclesiástico. Soy huérfano de padre y

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madre y el cura que me recogió me dioese nombre.

—Nombrecito... —murmura elmandatario—. Muy bien, Eclesiástico,se va ahorita a la Comandancia hechopistola y le dice al general Cuevas quellego ahí en el término de la distancia.Que tenga a los prisioneros listos. El yasabe a quiénes me refiero. ¡Vamos,vamos, qué espera! ¡Y usted —le ordenaa Néstor—, venga conmigo!

Salen de la Casa Presidencial,seguidos por cuatro escoltas, y cruzan lacalle de Mercaderes. Advertidos porEclesiástico, el general Cuevas y SixtoPérez esperan al mandatario a la puerta

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del cuartelillo situado a espaldas de laComandancia de Armas, y minutosdespués el grupo enfila el oscuro yestrecho pasillo que conduce a loscalabozos.

El pasadizo desemboca en un patiocubierto al que se abren media docenade puertas. Los carceleros han sacadode las celdas a dos hombres que apenaspueden sostenerse en pie. Uno de ellos,Joaquín Larios, yace desplomado en elsuelo.

Néstor acude en su auxilio. Hincauna rodilla en tierra y le alza por loshombros. El rostro de Joaquín es unallaga. Sus labios tienen un color cetrino,

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sus tobillos y espinillas están cruzadosde laceraciones, sus párpados tienen unaspecto pulposo y, por los dislocadosmovimientos de su cabeza, da laimpresión de que no puede ver.Erráticos temblores estremecen sucuerpo y los amoratados pulgares de lasmanos hacen suponer que ha sidocolgado de ellos.

—¿Reconoce a este hombre? —pregunta con impaciencia el presidente.

Sin apartar la mirada del despojohumano que tiene ante sí, NéstorEspinosa murmura:

—Sí, es Joaquín Larios.—¿Y a este otro?

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Néstor se vuelve a la figura que, derodillas, las palmas de la mano en elsuelo y la cabeza hundida entre ambosbrazos, respira con dificultad.

Un sayón le coloca una vara bajo elmentón y le alza el rostro.

Néstor cierra los ojos en un gesto deaflicción. Se trata de Leocadio Ortiz aquien, por lo visto, han vuelto a detener.La mirada que el ex militar le dirige aNéstor no parece la de un hombre vivo.

—También le conozco. Es LeocadioOrtiz.

El señor presidente se engalla.—Usted me preguntó qué sucede con

ellos, licenciado.

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Y la respuesta es sencilla. Estos doscaballeros han confesado que usted es sucómplice en la conjura para matarme.

—Eso no es verdad, no puede serverdad.

—¡Cierre la boca, insolente! —legrita el general Cuevas.

El mandatario da un empujón aNéstor y lo introduce en uno de loscalabozos.

—¡Déme una buena razón para nofusilarlo! —grita el presidente hechouna furia—. ¡Dígame que no es sucompinche! ¡Dígamelo a la cara, dehombre a hombre!

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Néstor Espinosa no puede distinguirlas facciones de Rufino, ahora unasilueta oscura recortada en el vano de lapuerta. Sólo percibe sus movimientos yescucha su respiración. Ambos son deestatura y complexión parecidas, pero lavoz airada, los jadeos y la sombra delpresidente le causan un efecto parecidoal de estar frente al mismísimo motzoc ysu juicio titubea. Sabe que en lugarescomo éste, el cerebro humano deja defuncionar con normalidad. Y piensa que,por encima de todo, debe mantener lasangre fría ante el monstruo que leacecha desde lo oscuro. No tiene frentea sí a Rufino, ni siquiera al señor

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presidente, sino a un ser con lossentimientos exasperados. Llevarle lacontraria ahora, como ha hecho otrasveces, podría ser peligroso: la fiera estáherida y puede matar en el siguienteembiste. Necesita enviarle un mensajecapaz de aplacar momentáneamente suira. Recuerda entonces la actitud deCórdova, su frialdad, su gesto impasiblecuando le detuvo. Y en ese tono decidedirigirse al presidente.

—Veo que está muy enfadado ycréame que le comprendo —empieza adecir en tono cortés.

—¡Usted no puede saber cómo mesiento, así que déjese de pajas y

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responda a mi pregunta! ¿Es usted o nocompinche de estos dos asesinos?

—Le responderé enseguida, peronada de lo que yo pueda explicarletendría sentido si antes... ¿se acuerdausted del piojoso ?

Ha sido una iluminación, unaocurrencia. Mencionar al delator es elúnico salvavidas que se le ha venido alas mientes mientras encuentra unasalida al asedio. Y si bien es verdad quela historia del piojoso no tiene ningunarelación con lo que Rufino quiereaveriguar, la pregunta le hadesconcertado. Lo adivina por susilencio y porque ha ladeado la cabeza,

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como quien observa una pintura cuyageometría y contenido no alcanzara aentender. Su enojo parece haber sidoatrapado por los encantos de lacuriosidad y, si no otra cosa, el gestosugiere que está dispuesto a escucharle.

—Siempre se refería usted a élcomo el piojoso, ¿recuerda? Fue el tipoque nos delató en Villahermosa, enChiapas y más tarde en Tacaná y enRetalhuleu. Se infiltró en el EstadoMayor del general García Granados yallí tuvo acceso a la información sobrelas armas. Sabía la fecha de llegada deNueva Orleans, cuánto habían costado,cuál iba a ser nuestra ruta. Tenía

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contactos con mensajeros de Cerna enMéxico e informaba al Gobierno desdela frontera.

Néstor se interrumpe unosmomentos. No sabe si ha logradodesviar la ira hacia el cuije, pero, demomento, Rufino escucha. Su silencio esseñal de que está interesado en lahistoria y Néstor aprovecha ese cambiode ánimo para intentar evadir laoscuridad de la bartolina que no lepermite, entre otras cosas, el contacto dela mirada y la gestualidadimprescindible para ser más persuasivo.

—¿No cree que estaríamos mejorafuera?

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—¡Déjese de tonterías y siga!—Fue el piojoso quien intentó

comprarnos las armas en Frontera aChico Andreu y a mí, utilizando comointermediario a Tom van Tolosa. Eramás barato comprarlas que combatircontra ellas. El holandés lo intentó denuevo en Villahermosa, pero al ver queresistíamos el canto de sirenas, puso enmarcha el plan que le había ordenado elpiojoso: robarnos los rifles y matarnos.Compró a algún remero o al dueño delos lanchones para que le dijeran nuestraruta por el río y contrató una banda desalteadores. Allí acabaron los días deTom y no pudimos averiguar quién era el

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traidor porque usted lo remató en lascercanías de Teapa. El gobierno deCerna intenta entonces que sea elGobierno mexicano el que se quede conlas armas. Y el piojoso viene e informaal gobernador de Chiapas que una bandade contrabandistas intenta vender riflesa los indios que se habían sublevado elaño antes en San Juan Chamula, muchosde los cuales deambulaban dispersospor Los Altos. Y el gobernador, que nohabía sofocado del todo la rebelión, nosmanda a detener aquella noche cerca deSan Cristóbal Las Casas... Aún me duelecuando me río.

Néstor hace una pausa en espera de

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que la broma haya hecho efecto o,cuando menos, haya provocado algunareacción amistosa. Pero Rufino es unhombre tozudo y difícil de convencer, ysu silueta continúa inmóvil, recortadacontra el débil reverbero de luz quellega del otro lado de la puerta.

—El piojoso informa al Gobierno dela emboscada que habíamos preparadoen Tacaná a la tropa de Búrbano, y mástarde al corregidor y al alcalde deRetalhuleu, de que nos proponíamostomar la villa. Y usted sospechaentonces, como yo, como todos, que untraidor había dado el soplo. Larevolución no terminó ese día de

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milagro. Nos salvamos gracias a supericia y a que convenció al general deque cambiara el rumbo de la marchahacia La Antigua, y el Altiplano, a fin dereclutar más gente. Y el alacrán queteníamos en la camisa ya no pudoinyectar más veneno ni comunicarse conCerna.

La sombra continuaba inmóvil y surespiración era más calmada. Quizásestaba sorprendida por las palabras deNéstor y eso había desviado su obsesiónpor obligarle a confesar que formabaparte de una conspiración contra él.

—Pues bien, señor presidente, creosaber quién es el piojoso y cómo

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encontrarlo.La voz de Rufino suena otra vez

calmada y socarrona.—Cree, luego no está seguro.—No, no estoy seguro.—Y quiere que yo le crea.—Sí.—Pruébelo y le creeré.—No puedo probarlo. La única

persona que puede hacerlo, el únicotestigo que podría identificarfísicamente al «delator» está ahí fuerade rodillas. Se llama Leocadio Or-tiz.Ésa es la razón de que fuera a hablar conél. El piojoso me debe cosas: un exilioque no deseaba, la muerte de un amigo y

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haber perdido el rumbo de mi vida. YOrtiz tenía una pista para averiguarquién es.

Néstor ha ido improvisando suhistoria de la misma forma que lo habíahecho años atrás en la oficina de Magh-nus Dougall, mezclando emociones converdades a medias, pero dando en todomomento la impresión de coherencia.

Pero Rufino no es Maghnus Dougallni, al parecer, Néstor ha sido muyconvincente.

—Me quiere babosear para salvar elpellejo y el de esos dos hijos de tantasque están ahí fuera —dice, volviéndosea encender—. Si no puede probar quién

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fue el traidor, todo lo que me ha contadoes un cuento chino.

—Usted me conoce. No sería capazde mentirle.

—¡Ja! Le creo capaz de eso y más.Pues menudo comediante es usted. Peroaunque fuese verdad lo que me hacontado, ¿qué me puede importar untraidor a estas alturas? Hubo tantos ennuestras filas como en las de ellos, genteque desertó para volverse a sus casas oque, después de jurar lealtad al ejércitolibertador, se pasó a las filas delGobierno. La traición es la rueda de lahistoria, licenciado, ¿a que no sabíaeso?

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La frase es de Saint-Just, peroRufino la ha hecho suya y al parecer nole molesta admitir el sórdido mensajeque lleva implícito, salvo cuando latraición es contra él.

—Todo eso es agua pasada. No meinteresa. Lo que cuenta es el presente. Yel presente es que usted no puede darmeuna explicación de por qué su nombreestá vinculado al Rosario Negro y aesos dos que están ahí fuera.

—Se equivoca —dice Néstor—. Elpresente es ese traidor que ahora trabajapara Córdova y a quien ha propor-donado información falsa.

Rufino retrocede los dos pasos que

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le separan de la puerta de la celda y lavoz de Néstor desfallece.

—Le solicité audiencia de buena fe,para ayudar a un amigo, pero veo que noquiere escucharme. En tal caso, déjemepedirle algo que jamás hubiese pedidopara mí.

—No está en posición de pedirmenada, licenciado —rezonga la sombradesde la puerta.

—Tiene una deuda conmigo.—¿Y qué puedo yo deberle a usted?—Una vida.Rufino guarda silencio. Su memoria

ha debido de articular el recuerdo deRetalhuleu y, cuando después de una

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larga pausa, vuelve a dirigirse a Néstor,su tono es más desabrido.

—¿Y qué es lo que quiere a cambio?—La vida de Joaquín Larios.Rufino suelta una carcajada.—¡Le creía a usted más listo! Mi

deuda es con usted, no con esedelincuente. Usted salvó mi vida. Encambio, Larios me la quería quitar. Nomezcle el sebo con la manteca, lie. Esadeuda no puede ser endosada.

Néstor concluye que hablar conRufino es como cruzar la madera con elacero: siempre saltan astillas o acabauno con el arma rota. Y una agudaansiedad le sobreviene cuando ve que la

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sombra del presidente desaparece de lapuerta. Oye pasos en el corredor,algunos susurros, luego una ordenininteligible y, de nuevo, pasos dealguien que regresa al calabozo.

En el vano de la celda han aparecidodos hombres con el torso desnudo. Entreambos toman a Néstor por los brazos ylo arrastran fuera de la bartolina. Allírepara que, de los tendales de pinocepillado que cubren el patio, pendendos redes de maguey y que en unaesquina hay dos soldados con sendostambores.

Uno de los sayones hinca la punta dela vara en las costillas de Néstor, para

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que se mueva en dirección a las redes,mientras otro ordena a un compañeroque baje una de ellas al piso. PeroNéstor se resiste a caminar. El hombreque ha bajado la red de la viga seabalanza sobre él, lo toma por loscabellos y durante breves instantes sólose escuchan en el patio los apagadosgemidos de los esbirros para arrastrarloa la red y los de Néstor para evitar serensacado en ella.

Los golpes le llueven sobre laespalda y las piernas hasta que, vencidopor el dolor, se deja introducir en lamalla que sostienen otros dos verdugos.Un brusco tirón le atrapa en la urdimbre

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de maguey y un par de jalones más ledejan colgando a metro y medio delsuelo.

Su posición es cercana a la de unfeto en el vientre de su madre. Tiene losbrazos inmovilizados, a causa del pesodel cuerpo, un pedazo de la soga lecruza la cara y su rodilla derecha lepresiona el tórax y le dificulta larespiración. El más pequeñomovimiento para acomodarse sólo setraduce en un nuevo dolor. Susarticulaciones crujen y no puede hacerpalanca en nada sólido.

Advierte entonces que los sayonesse han colocado a ambos lados de la

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red, con sendas varas de membrillo enlas manos, justo cuando los timbalerosinician un poderoso redoble que tienecomo propósito impedir que los gritosde los torturados se oigan en la calle.

Uno de los palos silba en el aire ycae sobre la espald.i de Néstor quienexhala un aullido de dolor. La saliva sele espesa y su respiración se vuelveangustiosa, pero antes de que puedaretomar el aliento, un nuevo verdascazoen Lis rodillas le hace exhalar otro gritoy un tercero le lacera los nudillos de lasmanos con las que se aferra a la red.Hace un esfuerzo para girar yacomodarse. Pretende evitar que el

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siguiente azote no caiga en el mismolugar, pero los golpes le empiezan a caercomo granizo y, finalmente, se resigna arecibir inmóvil los hirientes estallidosde las varas.

De manera sorpresiva, empero, lospalos y los redobles se detienen. Néstorentreabre los ojos y descubre que Rufinoha regresado al patio. Su mano izquierdahace una seña a los sayones y éstosproceden a bajar la red al suelo.

Néstor se pone en pie con dificultad.La súbita circulación le produce unareacción inesperada. El dolor,concentrado hasta ese momento enbrazos y piernas, corre ahora

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enloquecido de un lado a otro delcuerpo y le hiere aquí y allá como undiluvio de agujas. Doblado sobre sí,temeroso de no poder andar o de perderel equilibrio si lo hace, deja que elardor se acomode y pierda fuerza.

—Podría fusilarlo, licenciado —ledice el presidente—. Podría ponerlecontra la fuente de la plaza, como voy ahacer con los que pretendieron matarme,y dejar que le reventaran ahí los sesos.

El presidente lleva un habano entrelos dedos y habla con la displicencia dequien disfruta una sobremesa conamigos.

—Pero no lo haré. Le perdono la

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vida, licenciado. Deuda saldada.Estamos en paz. Ahora, váyase de aquí.¡Váyase antes de que me arrepienta!

Néstor Espinosa se yergue con lamayor dignidad que le es posible y, sinmirar a Rufino, abandona trastabillandoel patio de torturas. Endereza sus pasoscon alguna sensación de alivio, pero sindejar de sentir a sus espaldas lasmiradas burlonas y el peso del ultraje.Se siente como una escupidera repletade babas y no puede desprenderse deese asco.

Creía conocer a Rufino. Inclusoalguna vez llegó a pensar que, cuandohablaba con él, se constituía en su

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conciencia. Qué ridículo se siente ahora.Y qué estúpido. Conmover la concienciade este hombre es como pretender que elagua se encienda.

Cuando sale del cuartelillo, unainquietante sensación de irrealidad leenvuelve. El cambio de la celda al airefresco es tan brusco que por instantes lecuesta identificar el lugar donde sehalla. No sabe si es el limbo de losjustos, donde moran los inocentes y losque nunca se enteran de lo que sucede enel mundo, o el de los que sufren la penade daño, ese dolor real, aunque nofísico, mayor del que uno se merece ypropio de quienes se desesperan por no

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alcanzar nunca lo soñado.Se alza las solapas de la levita y

apresura el paso en dirección a su casa,pero el recuerdo de Joaquín Larios, susllagas y sus heridas, le provoca dossecas y violentas arcadas que le obligana detenerse en la esquina del Portal delSeñor.

Cuando se repone, observa que labanda marcial se ha formado frente apalacio. Poco después, la Plaza deArmas se estremece con el toque deretreta, la orden de quietud y de silencioque envolverá a la ciudad hasta laaurora. Y Néstor discurre entonces que,en los últimos años, su vida no ha sido

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más que eso: un tiempo de silencio yretirada, de aquiescencia inútil, de vidatrivial sin poso ni esencia.

Llega a su casa dolorido. Los golpesle arden más ahora y no se atreve adesvestirse. Tampoco toca la cena frugalque le ha preparado Josefa. Su estómagosólo puede soportar un par de sorbos deagua y sospecha que el dolor no ledejará dormir. No podría hacerlodespués del trance que ha vivido nimenos aún soportar una nueva visita desus muertos. No son ellos, además,quienes le desvelan hoy, sino los vivos.Así que empieza a caminar en torno alpatio, acompasado por el trac-trac del

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viejo reloj de pared que llega hasta éldesde el comedor.

Al cabo de dos o tres vueltas, unaardiente, indignada tentación comienza adevorarle el cerebro, un espejismo, unplan disparatado al que la fantasíaenriquece, seguramente desbordada porla cólera que le abruma. Es como si laracionalidad, no habiendo sabido darleuna respuesta para salvar a Joaquín,cediera su puesto a la imaginación, esahechicera que se mueve a saltos y notiene la consistencia de la lógica. Néstorla sujeta por los pelos y no la deja

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escapar. Algo se le ocurre ahora; algo,momentos después, y nada en lossiguientes minutos, para luego de unapausa, detenido y distraídocontemplando el cielo y la noche, verseatrapado por otra ocurrencia. Se ríe.Entra a la casa. Se sirve una copa deanisado y vuelve al corredor, a darvueltas, sintiendo a cada paso el vértigoanticipado de quien se arroja al abismocreyendo que, en algún momento de lacaída, le van a brotar las alas, pero sintener la seguridad de que tal cosasuceda. La imaginación es tambiénmemoria, pues las cosas no suelen sercomo en realidad han sido, sino como

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las recordamos. Y lo que recuerda ahoraNéstor es el rostro de Rufino, susademanes, su voz, su corte de pelo, susmanos a la espalda, su vestimenta. En sucerebro y sus oídos se produce entoncesun fenómeno curioso. La memoria y laimaginación asociadas quizás al anisadode Mallorca, o acaso al dolor y a lavergüenza por la humillación sufrida, lehan inspirado una maquinación audaz. Ycon ella han venido también unas notasmusicales que no había articulado hastaahora. Son cuatro y se corresponden conel aleluya de Beethoven, el que escuchóen Nueva York, en el Spring GardenTheater, el día que descubrió que

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sacrificarse por los demás no causadolor, sino júbilo, y que la mayor virtuddel que salva no es pensar en sí mismo,sino en aquellos a quienes desea hacerfelices. El pesar de los sueños norealizados, se dice entonces, no es elpeor de los pesares; lo es el de las cosasque no hicimos o el de las injusticiasque se cometieron ante nuestros ojos sinhaber hecho nada por evitarlas. Y esaidea estimula y hace bailar con más bríosu imaginación, la cual le muestra ahorael artificio completo, el fantásticosimulacro que ha ido alzando ante élpiedra a piedra. Todo cuanto tiene quehacer es decorarlo con lo que ha

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aprendido de la vida, del amor y de lamuerte. Y también de los perversos, loscanallas, los mentirosos, los sabios, lospicaros, los hombres de bien y losactores.

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8. Salió un día unsembrador..

En la vida social de la ciudad-estado, las visitas son una liturgia de laque no se puede prescindir. Y aunque eltiempo se emplea también en ritos másvirtuosos, como asistir a misa y alrosario, hacer costura o charlar en elpeladero, las visitas constituyen laesencia de la vida provinciana. Visitaspara dar el pésame, visitas para felicitarun cumpleaños, visitas de despedida,

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visitas de bienvenida, visitas paradivulgar una calumnia, visitas paradevolver visitas. Incluso inducir a unataltuza a que salga de su madriguerapuede ser una buena razón para visitar alos amigos.

Néstor no se ha impuesto la tarea dedescubrir al traidor. Ni siquiera deseasaber quién es. Sólo pretende que sea suemisario. Le basta con que La Taltuzapique en el anzuelo y le lleve el cebo aFernando Córdova.

Pero cada visita deviene unsinsabor. A Néstor le repugna pensarque detrás de éste o aquel amigo puedahaber un hombre para quien la amistad

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tiene un valor accesorio. Y, sin embargo,debe hacerlo. Su plan se funda en laverosimilitud que pueda imprimir a susgestos y a su voz. Y al señuelo que haideado. Así que les habla de asuntostriviales, primero, luego de la situacióny las detenciones, para, con la mayornaturalidad, ir derivando la plática haciala carnada, adornándola con certezasaparentes y seguridades fingidas.

Hay según me cuentan un plan, lesdice, para que el resto de los implicadosen la conspiración contra el presidentepuedan huir de la ciudad. Tienen miedoy están desesperados. El cerco se ha idoestrechando en torno a ellos y temen que

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alguno de los que están ya detenidosconfiese o, peor aún, que algún traidorlos delate.

—Me recuerda tanto otros tiempos—comenta con retintín—, genteescapando de la ciudad en globo,huyendo por los barrancos o evadiendolos gendarmes. Pero esta vez se les haocurrido algo más ingenioso.

Y siendo que todos ellos han pasadopor un trance parecido, ninguno escapa ala curiosidad de conocer la astucia deque se valdrán los conspiradores paraburlar la vigilancia que el Gobierno hadesplegado en los potreros y en lasgaritas que controlan las entradas y

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salidas de la capital.—Huirán en la caravana de carretas

que sale el martes a medianoche hacia elpuerto de San José —dice en tonodistraído—. Irán vestidos de dril,arreando bueyes y mezclados entre elcentenar de indios que convoyan lascarretas.

Lucio, el sastre, herido de guerra,hombre minucioso y preciso, quieresaber cuántos son los conjurados.

—Sólo ocho o diez, pero son losimportantes, las meras cabezas de laconspiración.

Néstor echa una ojeada aldesordenado taller donde una veintena

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de mujeres cortan y cosen. Guerreras ypantalones militares se amontonan juntoa las costureras que se afanan enmodernas máquinas de coser Growerand Baker.

—Pero yo he venido a hablarte deotro asunto —dice Néstor, apartándosedel tema—. ¿Aún puedes hacer unalevita en doce horas?

—Ahora que coso uniformes, te lapuedo hacer en siete.

—No te creo.—Sé lo que piensas —dice Lucio,

señalando al taller—. Esto es undesmadre, pero te aseguro que en sietehoras la tienes lista.

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—¿Cómo puedes trabajar así, en unpatio cubierto? Cualquiera podría entraraquí de noche.

—Es verdad, pero, ¿quién querríarobar uniformes? ¿A quién se los iría avender?

El sastre toma a Néstor por un brazo.—Me mudaré a un lugar en

condiciones dentro de unos días. Lotengo ya casi listo. Ahora dime, ¿cómola quieres?

—¿Qué cosa?—La levita.—Negra, corta y con las solapas

muy anchas.—¿Como la que ha puesto de moda

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el presidente?—Cabal así.—Eso está hecho. Ahora mismo te

tomo las medidas. Por cierto, ¿hassabido algo de Joaquín?

A Basilio y a Hiram los encuentra enel viejo obrador de candelas. El lugarapesta a sebo y a sosa cáustica y en elcorredor se apilan varias bateas demadera con el jabón ya cuajado, perosin cortar.

Néstor les cuenta la misma historiaque a Lucio y adelanta una conjetura:

—Hay un coronel implicado, por lo

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visto.—¿Sabes su nombre? —pregunta

Hiram.—No. Pero, según parece, es el tipo

que nos delató en Tacaná y Retalhuleu.—Hijo de su madre.Basilio habla poco y no hace

bromas. Néstor piensa que estáavergonzado por su conducta en casa deAndreu y de lo que, al calor de lostragos, había dicho de Joaquín.

—Hay también una lista —les dice.—¿De los que quieren escapar?—Sí.Hiram demuda la expresión.—¿Y se conocen los nombres?

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Su desazón es desconcertante, peroNéstor no puede creer que un liberal ymasón, hijo de liberales y masones, seael oreja de Leocadio Ortiz. Llevado porsu curiosidad, sin embargo, o acaso sudesasosiego, Hiram continúa haciendotoda clase de preguntas. ¿Son personasde familias conocidas? ¿Adonde piensanhuir? ¿Quién ha puesto la plata para queescapen?

Dos empleados comienzan a cortarel jabón y a echar los pedazos en uncanasto.

—Parece queso. Dan ganas decomerse un pedazo —dice Néstor.

Luego, jugando con la ambigüedad,

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le pregunta a Basilio:—¿Tú qué harías?El otro le mira extrañado.—No me refiero a que si te comerías

el jabón —ríe Néstor—, sino a sidenunciarías la fuga a Sixto Pérez.

—¿Hablas en serio? —replica,irritado, Basilio.

—No te enfades. ¿O es que sólo tútienes derecho a bromear?

Néstor observa sus reacciones, losmovimientos de sus ojos, sus gestos.Estudia cada frunce de cejas, losmatices de las voces, el sentido oculto

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de las preguntas. Se siente como elsembrador de la parábola, con la soladiferencia de que, en vez de trigo,esparce cizaña. Es un triste papel, sí, yse odia por ello, pero su ingenio no dapara tender a La Taltuza una trampa mássagaz y sólo espera que la cizañagermine donde vive el roedor.

En Saint-Just, sin embargo,encuentra un hueso.

—No tienen ninguna opción —ledice el cirujano—. Las carretas sonrevisadas una a una antes de salir de laciudad.

—Las carretas, no las personas. Ahíestá el quid. No les será difícil pasar el

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Guarda Nuevo a esa hora y, de noche,todos los gatos son pardos.

—Eso no es más que un refrán. Esosestúpidos van a caer con los pies fríosen las garras del Gobierno. Ahí vas aver.

A Néstor le parece improbable queSaint-Just sea el soplón. En los últimosaños ha descubierto que, tras su carácterdesapacible, oculta un fondo de nobleza.Basilio habría dicho de él lo opuesto. Yquizás también Sarastro. Pero Saint-Just se le hace el menos sospechoso detodos, pues sólo de un radical puedeesperarse a veces honradez ycoherencia.

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El juego de imaginar el lado innoblede personas por las que se siente afectoes corrosivo y, a medida que la siembraavanza, Néstor se va sintiendo presa deuna creciente ansiedad. No sería extrañoque algunos sospecharan de él. ¿En quéasuntos anda éste? ¿Por qué divulgaráuna información que pone en peligro lavida de los conjurados? ¿Qué daño le hahecho esa gente?

El riesgo es grande y la apuesta alta.Néstor no desea que la cizaña germineen ninguno de sus amigos, pero, almismo tiempo, si eso no llegara aocurrir, si ninguno de ellos corriera a

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dar el soplo al Gobierno, Joaquín notendría salvación. Necesita que uno deellos dé el soplo y cuente el cuento, y ala vez, que todos los demás lo callen.

De Turgot, cuya defensa de Rufinodías atrás implicaba que sus intereses ylos de la destilería para la que trabajaestán por encima de idealismo alguno,también sospecha que podría ser eldelator. Pero le cuesta creerlo. No espropio de un hombre tan racional prestaroídos a tales rumores. Algo parecido lesucede con Eneas, persona introvertiday poco amigable, quizá debido a queestá demasiado inmerso en su arte.Daniel, el profeta, en cambio, tiene un

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estanco de licor, lo que le relaciona conmuchas personas a quienes se les va lalengua. Néstor tiene tantos motivos parasospechar de él como de Juliano, paraquien el regreso de los conservadores alpoder haría peligrar la libertad de cultosque defiende. Y una y otra vez debedecirse, para no entrar en ese laberintode sospechas, que no es su interésaveriguar quién es La Taltuza, sino quemuerda el anzuelo.

Con Sebastián, proveedor deriendas y hebillajes para el Regimientode Caballería, Néstor echa mano del

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mismo recurso que ha utilizado conLucio, tentar su interés. Ambos podríanestar inclinados a denunciar la fuga alGobierno, que es quien les da de comer.Pero en el caso de Sebastián, el juegotoma un giro inesperado.

—¿Tú le irías a contar al Gobiernolo de la huida de esos tipos? —lepregunta a Néstor.

—¿A qué te refieres?—A que los conjurados son

cachurecos. Y puedes no estar deacuerdo con Rufino, pero, ¿te gustaríaque volvieran los conservadores?

Sebastián le ha vuelto la oración porpasiva y esta habilidad para ver el forro

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de las cosas enmudece a Néstor.—¿Lo harías? —insiste Sebastián

—. ¿Le irías a hablar a Córdova o aSixto Pérez?

—No sé qué decirte, Sebastián. Nolo he pensado.

Sebastián no parece muy satisfechocon la respuesta, pero, antes de que hagauna nueva objeción, Néstor se adelanta ybromea:

—Mientras lo pienso, hazme unfavor. ¿Tienes botas de montar, de esascon ribete oscuro en la parte alta de lacaña?

—Sí, claro.—Quisiera un par.

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—Ahora mismo te lo traigo.—-También quiero un fuete de ésos

que tienes ahí.—Elige el que más te guste mientras

vuelvo con las botas.

El último en visitar es Sarastro,secretario particular del padre Arroyo,mano derecha del Administrador de laMitra, ya que la ciudad sigue sin obispo.Convertido ahora en el muy respetable einfluyente padre Vidal Sanabria,Sarastro ha dejado de ser el curacomprometido que fue un día, lo que leha apartado de Néstor y de los viejos

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amigos.—Conoces la situación en que se

encuentra Joaquín, ¿verdad?—Pensé que no os hablabais —

responde el clérigo.—¿Hace falta que nos hablemos

para que me interese por él?—Claro que no, pero, por lo que me

ha dicho el padre Arroyo, es poco loque puede hacerse. El presidente seniega a indultar a los implicados y va ahaber ejecuciones.

—¿Y cuándo va a ocurrir eso?—No lo sé.—¿Sabes si Joaquín estaba metido

en la conjura?

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El padre Vidal Sanabria guarda unsilencio reticente, como si temierarevelar algún secreto.

—A ti te lo puedo contar —dice, alfin—. No, no lo está. Cayó porcasualidad en este desaguisado y,desgraciadamente, no creo que se salve.

—Sólo que el azar le ayude.—¿Qué quieres decir?—Te seré franco. Me extraña que

nadie mueva un dedo por él y por losdemás. Hace años lo hicieron pornosotros las Damas del Amor Hermosoy los liberales que dieron la plata paraque pudiéramos huir, gente que nisiquiera conocíamos y sin otro interés

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que librarnos de la cárcel o algo peor.Tú mismo te jugaste el pellejo por losamigos que estaban en aquella lista.¿Qué nos ha pasado, Sarastro? ¿Por quénadie hace ahora nada por nadie? ¿Porqué la Iglesia no sale en ayuda dequienes aspiran hoy a restaurar el viejoorden?

—La Iglesia no puede, lo siento —murmura—. Hoy pensamos de otromodo. Dejamos de ser un Estado dentrode otro Estado y ahora sólo somos unainstitución fuera del Estado. Con algunainfluencia en Rufino, sí, pero no lasuficiente. El momento es además muydelicado para nosotros. Estamos

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tratando de llevar una convivenciacivilizada con el Gobierno. Por eso nopodemos hacer nada. Espero quecomprendas.

—Pues no, no lo comprendo.Es odioso decírselo así, con mala

cara, pero Néstor no encuentra otramanera de hacerlo, salvo endilgarle aSaras-tro aquello de que quien seexcusa se acusa.

—¿Sabías que algunos implicadosen la conspiración intentan escapar delcerco que les ha puesto Sixto Pérez?

El padre Sanabria alza bruscamentela cabeza. Parece desconcertado.

—No, no lo sabía.

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—¿Y que piensan hacerlo mañanapor la noche, ocultos en la caravana decarretas que sale hacia el puerto de SanJosé?

Néstor escruta el rostro de su amigocomo si contara los hilos de un lienzo.No ha olvidado que el clérigo fueincapaz de explicarle a satisfacción porqué su nombre no estaba en la lista deLeocadio Ortiz.

—Arriesgado, ¿no? —respondeSarastro, con gesto de inocencia.

—Tú también te arriesgaste un día.Por mí y por los demás.

—Todo cambia: la gente, la edad,los tiempos.

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—Y el corazón, mi querido amigo.También cambia el corazón.

Néstor se pone de pie.—Se me hace tarde, tengo que irme.

Y a propósito, ¿qué harías tú?—¿A qué te refieres?—¿Denunciarías a los que planean

escapar el martes por la noche?—Sabes que nunca haría eso.—¿Acaso no habéis denunciado a

los que están detenidos, violandoincluso el secreto de confesión?

—No eches sobre mis espaldas unaculpa que no es mía —replica,indignado, el clérigo.

—En una organización como la tuya,

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nadie está exento de tener que hacer loque no quiere.

—Eso es verdad, pero yo no soy deésos. Nunca lo seré.

Néstor se dirige a la puerta conexpresión de desaliento.

La siembra ha concluido, pero noabriga muchas esperanzas de que lasemilla fructifique. Demasiadasconjeturas, demasiadas hipótesis,demasiadas sospechas.

—¿Me avisas, si puedo hacer algunacosa por Joaquín? —le escucha decir aSarastro.

—Reza por que la Providencia lohaga —contesta Néstor, mostrando una

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sonrisa cínica—. Sólo ella o el azarpueden salvar a Joaquín Larios.

El martes 5 de noviembre, pocodespués del mediodía, Néstor visita elalmacén de Chico Andreu.

—Me he metido en un buen enredo yusted es la única persona en quien puedoconfiar —le dice.

—Soy todo oídos.—Tengo una idea para sacar a

Joaquín Larios de prisión. No le dirécómo pienso hacerlo, para nocomprometerle, pero necesito su ayuda.

—Usted me dirá.

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—Quiero saber dónde puedolocalizar a cinco hombres de losnuestros, de los que estaban de nuestrolado y sirvieron al general. Hombresfieles, de confianza.

—Yo se los busco. Hoy mismo lesenvío recado para que vayan a verle.

—Que estén mañana por la noche, alas nueve, en el potrero de laRecolección.

—Descuide.—Montados y armados.—Yo me encargo de eso.—Necesito también un caballo para

mí. Usted tiene amistad con losSamayoa. ¿Podría conseguirme uno

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blanco, el más grande y vistoso quetengan?

—Cuente con él.—Y con el secreto de la transacción.—Desde luego.—Gracias, Chico.—No hay por qué. Tengo con usted

una deuda que un Remington de cincotiros no podrá nunca pagar. Sólo le pidouna cosa. Espere aquí.

Andreu sale al patio del almacén yregresa con una jaula hecha con bolillosde madera.

—Es una de mis favoritas —diceseñalando la paloma que aletea en elinterior—. La uso para enviar mensajes

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a mis sucursales en Amatitlán yEscuintla. Suéltela, si sale con bien. Ellasabe cómo regresar y yo estaré mástranquilo. Si todo sale como espera...como esperamos, ¿hay alguien más quelo deba saber?

—Elena Castellanos. Envíele unmensaje a la farmacia, pero mi nombredeberá quedar en secreto.

—Así se hará.Néstor estrecha la mano de Andreu.—Es usted un hombre muy generoso

—le dice.Chico Andreu retiene la mano de

Néstor y, mirándole a los ojos, lepregunta:

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—¿Por qué lo hace?A Chico le cuesta entender, sin duda,

los motivos que Néstor abriga parajugarse la vida por Joaquín, luego dehaber sido testigo de un duelo en el quefue imposible la conciliación.

—No estoy muy seguro —respondeNéstor, con una sonrisa—. Quizá noquiera perder la capacidad desublevarme.

Néstor Espinosa llega a la barberíaPompadour, higiene y esmero, cuandolas agujas del reloj de pared que presideel local indican las cuatro menos veinte.

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Toma un ejemplar de La Guasa y sesienta cerca del sillón donde donHermógenes Márquez tijeretea el cuellode un parroquiano.

Don Hermógenes es platicador ybienhumorado. Y le encanta la política.No está de acuerdo con la marcha de larevolución y dice en tono pontifical quelos dioses suelen castigar a los hombresconcediéndoles sus más íntimos deseos,máxima con la que pretende retratar aquienes, habiendo creído que larevolución haría de Guatemala unparaíso, se consumen hoy en un infierno.

A Néstor le tienta interrumpir a donHermógenes. Tiene la suficiente

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confianza con él para corregir suscríticas. Pero antes de que pueda abrirla boca, el muchachito que lustra loszapatos de los clientes entra gritando:

—¡Han cerrado la Plaza de Armas!¡Dicen que va a haber una ejecución!

Néstor arroja el periódico a unasilla y sale a la calle. La barbería está ados cuadras al norte de la plaza y correhacia allí con toda la energía que le danlas piernas. Pero le cuesta llegar. En laesquina que, viniendo de Jocotenango,desemboca en la Plaza de Armas, nosólo se ha congregado la plebe, sinotambién damas, damiselas y caballeroscon sombreros de copa, pues el morbo

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es un animal que se saborea con el dolorajeno y la cercanía de la muerte, sinhacer ascos a la clase social que loalimenta.

Cuando alcanza la fachada traseradel ayuntamiento, oye una descarga,después algunos gritos y, luego, elsilencio propio de la noche. Se detienejadeando. El estrépito acelera suspulsos, y su amor propio se duele conuna honda sensación de impotencia. SiJoaquín es uno de los ejecutados, el planno tendrá ya ningún sentido.

Una segunda descarga provoca otragritería semejante a la anterior. A latercera andanada, hay mujeres que

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esconden el rostro entre las manos, yhombres que se tapan la boca con el aladel sombrero. Y cuando suena la cuarta,un grito desgarrador hace a Néstorvolver la cabeza.

A pocos pasos de donde se halla,hay un corro de gente por entre cuyaspiernas descubre el cuerpo de una mujertendido sobre el empedrado.

Néstor reconoce a Clara Valdés.Elena Castellanos la sostiene mientrasgrita:

—¡Eulalio, Eulalio!Una quinta descarga de fusilería

sobrecoge a la gente del corro, la cualse agacha, asustada, como si los

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disparos hubiesen sido dirigidos a suscabezas.

Néstor se abre paso entre losmirones, toma a Clara en sus brazos ypregunta a Elena:

—¿Dónde está el carruaje?—Aquí cerca. Yo le indico.Caminan a paso ligero hacia el

victoria, justo en el momento en que lossoldados abren los accesos a la Plaza deArmas y el gentío se precipita para verde cerca los cadáve res de los cincoejecutados que yacen inmóviles,cubiertos con una capucha negra.

Elena trata de mantener el paso deNéstor.

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—Le advertí que no viniera —dice,entre jadeos—, que no debía venir. Nome hizo caso, pero lo entiendo. Es suesposo. Oyó los disparos y se desmayó.

Néstor no hace comentarios. Sumente y su memoria están en una mañanade abril, en el bufete de don Ernesto,cuando, tras los embistes y cornadas deun toro suelto en el atrio de SanFrancisco, sostenía, como ahora, eldesmadejado cuerpo de Clara Valdés, yno puede evitar sentir la mismasensación de entonces: la calidez de sucuerpo apretado al suyo, el perfume desu piel, el roce de sus cabellos.

Cuando llegan al victoria, ve a

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Eulalio venir hacia él.—Vaya, a la plaza —le dice— y vea

si puede averiguar quiénes son losejecutados.

Deposita el cuerpo de Clara en unode los asientos, se sube al pescante yfustiga el caballo. Minutos después, sedetiene en la casa de Clara. La toma denuevo en brazos y la lleva a su alcoba.En el camino recuerda sus risas la nochede los perejiles, su mirada encendida y,sobre todo, aquel beso en el zaguán, aldía siguiente, y aquel susurrado tequiero la mañana en que partió. Y sienteque el tiempo no ha transcurrido y se vetodavía en el zaguán, esperando a que

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Clara regrese de su cuarto y le entregueun pañuelo rojo donde estaba bordada lapalabra liberté.

—Traiga toallas y una palangana conagua —ordena Elena a la sirvienta.

Néstor deposita a Clara Valdés en ellecho y la observa, compungido. Su pielparece translúcida, pero a los ojos deNéstor, esa palidez satinada que acariciacon los ojos sólo resalta la bellezamadura, más deseable si cabe quecuando era más joven.

Eulalio entra en la pieza. Se acerca aElena y murmura unas palabras. Elena sevuelve a Néstor con expresión radiante.

—¡Joaquín no estaba entre los

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ejecutados!Néstor desahoga un suspiro y hace

intento de abandonar la habitación.—No se vaya, se lo ruego —le dice

Elena.Todo ser humano es un enigma.

Nadie sabe qué puede haber tras elrostro de un hombre, pero en el deNéstor ha asomado un gesto de templadaresolución que no escapa a laperspicacia de Elena Castellanos.

—Lo siento, señora. Tengo cosasimportantes que hacer.

En la barbería Pompadour, higiene yesmero, don Hermógenes está a punto decerrar cuando Néstor empuja la puerta,

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visita que el barbero agradece, pues notiene con quien desahogarse.

—¡No me diga, no me hable! ¡Quéhorror, qué horror! No tengo palabras,Néstor. Esos infelices... He oído que laexcusa para ejecutarlos ha sido porasesinos y ladrones, fíjese usted. Nadade conjuras, ni de rosarios negros. Porbandoleros, ha dicho el pregón.

Néstor guarda un desabrido silencio.Su mirada está clavada en el espejo dela barbería, observando su largacabellera y su barba espesa y oscura.

—Córteme el pelo a punta de tijera.—Eso está muy bien. Era hora de

que fuese usted más a la moda. Parecía

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un pordiosero.Por espacio de quince minutos, don

Hermógenes no para de hablar. Losfusilaron junto a la fuente de piedra,dice, y apenas se podían tener en pie.Estaban desfigurados, fíjese. Lospusieron en una silla y se los tronaron.Sin juicio legal ni defensa. Y sincomprobar si les habían o no acusado enfalso. Una atrocidad. Hay otros doce encapilla, me cuentan, y los perros deSixto Pérez continúan buscando.¡Dichoso el hombre al que una patriafloreciente alegra y fortifica el corazón!,concluye en tono dramático, haciendouso de una máxima que acaba de leer en

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el periódico.—¿Cómo quiere que le arregle la

barba? —dice cambiando de tono.Néstor se pasa la mano por la cara y

responde, como al descuido:—Quiero que me deje la perilla.—¿Larga, corta?—Una en forma de candado.Don Hermógenes moja la brocha y

enjabona el rostro de Néstor. Afila lanavaja en una correa a la que el tiempo yel uso han dado el color de una riendadesgastada y comienza a rasurarle lasmejillas.

Cuando termina la tarea, donHermógenes da un paso atrás y observa

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con mirada de artista la cabeza y elrostro de Néstor.

—¿Sabe una cosa? Así como se veahora, con la perilla bien negra y el pelobien corto, se da un cierto aire alpresidente. Sólo faltaría que suspárpados fueran un poco más abultados.

Néstor le dirige una miradafuribunda.

—Es broma, es broma —ríe elbarbero.

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9. La noche queSantiago bajó de loscielos

Nueva Guatemala de la Asunción,martes 6 de noviembre de 1877

Los días de noviembre son azules enel Valle de la Ermita. Pero aún lo sonmás las noches, como ésta quecontempla La Taltuza, noche de radianteclaridad y de un profundo añil maculadode estrellas. Hay tanta luz nocturnal que

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el conjunto de la iglesia, la tapia y lacasa parroquial que La Taltuza vigilapareciera un telón pintado. El arte estáen el ojo de quien lo ve y a La Taltuzale gusta dar ese toque peculiar a lossitios donde se asoma.

Hoy ha elegido la parte trasera deeste pequeño templo situado en elarrabal de Candelaria, barrio detejedores, carniceros y pequeñoscomerciantes. Y agazapado en lapenumbra de un cafetal vecino, aguardaa que el esbirro del presidente haga suaparición en el proscenio.

La cita es a las diez, pero, fiel a surutina. La Taltuza lleva casi una hora

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esperando. Su ánimo se encuentra enalza. Ha sabido que Leocadio Ortiz havuelto a los calabozos de laComandancia y está seguro de que suprestigio como informador volverá areforzarse cuando Córdova conozca lanovedad que le tiene.

La Taltuza, ojos pequeños y atentos,cabello áspero y tupido, orejas degrandes lóbulos, deja escapar unasonrisa. El poder es así de estúpido.Ante la conspiracíón, el chisme o elsecreto, se excita con la pasión de unaninfómana. El poder quiere sabersiempre todo lo que pasa. Y antes queprescindir de sus informadores, les

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perdona cualquier yerro. Pero no puedefiarse. Cautela y desconfianza son lasreglas de este oficio. Hoy, en especial,debe ser sensato y dar su lugar aCórdova. No le hablará con laarrogancia de quien todo lo sabe y nadase le escapa. Después, continuará otramedia hora en el cafetal, al acecho, paraasegurarse de que nadie le sigue. Y mástarde hará mutis por el foro durante unmes, o más, hasta que se disipe latormenta.

Poco antes de las diez, FernandoCórdova asoma por la esquina oriental

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de la tapia y se detiene. Hay en el aireun perfume apacible, una mezcla de henoy flores, que Córdova aspira con visibleplacer y los brazos en jarras. Y como nove a nadie alrededor, decide pasear deun lado a otro de la encalada pared susombra de zopilote.

La Taltuza sigue los pasos deCórdova y escudriña el entorno,moviendo sus ojillos como si fuesenpéndulos. Aguarda a que en el reloj deLa Merced den las diez y, sólo cuandoestá seguro de que el esbirro delpresidente ha llegado solo, sale de lassombras.

—Buenas noches, jefe.

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Córdova no corresponde al saludo nioculta su hostilidad.

—Espero que no me haya hechovenir hasta aquí para perder el tiempo.

—No diga eso, don Fernando, quehoy le tengo una sorpresa.

Córdova no responde. Sólo mira conprevención a La Taltuza y frunce la bocaen señal de desconfianza.

—Se trata de los conspiradores quefaltaban. Planean huir esta noche y sécómo y por dónde lo piensan hacer.

—No le creo.—De veras, don Fernando. Pero,

primero, la plata.Córdova está aún como cien mil

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jicaques, no hay más que verlo, pero elnegocio es el negocio y La Taltuza nopuede permitirse el lujo de prescindirdel valor de sus servicios. Tiene toda laintención de ser humilde, pero no estonto. Además, no le cae bien este tipo.Como Cuevas, como Sixto Pérez, comotodos los favorecidos por el presidente,tiene las manos sucias. Y La Taltuzaconsidera un acto de justicia sacarle aesta gente toda la sangre que pueda.

—No pretenderá que le paguedespués de la chulada que me hizo elotro día.

—Entonces, usted se lo pierde —dice el oreja, deslizando

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imperceptiblemente una mano hacia elrevólver que guarda bajo el sobretodo.

Fernando Córdova —mirada aviesa,nariz estirada y algo jetón— no mueveuna pestaña. Se ha percatado delmovimiento y no quiere correr riesgos.

—No le creo una palabra de lo quedice —masculla—. Llevamos seis díasbuscando a esa gente, haciendo cáteos ydeteniendo sospechosos. Y viene usted yen cuarenta y ocho horas averiguaquiénes son y cuándo y por dónde van ahuir.

—¿No fue eso lo que me pidió?—Sí, fue eso lo que le pedí —

concede el otro con impaciencia—.

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Ahora, dígame, ¿cómo piensan hacerlo?La Taltuza extiende la mano con

gesto de mendicante y replica con unguiño:

—Cayendo el muerto y soltando elllanto, jefe.

Córdova observa con desprecio alespantajo de espejuelos, sombrero yropón que tiene enfrente y, muy a supesar, extrae de la levita una bolsa decuero y se la entrega.

—Como le digo, son ocho o diez —dice atropelladamente La Taltuza,mientras cuenta, ávido, el dinero—.Saldrán a medianoche con la caravanade carretas que parte hacia el puerto de

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San José. Irán vestidos como los indiosy mezclados entre ellos. Lleve a sushombres a la garita del Guarda Nuevo yallí podrá echarles mano.

Inmerso en el conteo de lasmonedas, La Taltuza no se percata deque Córdova se ha quitado el bombín nide que lo mantiene unos segundos en elaire. Sólo repara en que algo no andabien cuando el esbirro del presidente lovuelve a bajar. El movimiento le pareceuna seña, pero ya es tarde para huir.Tres hombres se descuelgan de lo altode la tapia y, antes de que puedareaccionar, lo derriban y lo inmovilizanen el suelo.

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—Somos gente madrugadora —ledice Córdova, arrebatándole la bolsa demonedas—. Pero no tiene por quépreocuparse. Si es verdad todo lo queme ha contado, estará libre después demedianoche.

Los hombres ponen de pie a LaTaltuza y, cuando Córdova lo tiene a laaltura de los ojos, le escupe con vozherida:

—Pero si lo que me ha contado noes verdad, si me vuelve a pintar unviolín, que Dios se apiade de su alma.

Poco después de las once, la

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guarnición del cuartelillo situado aespaldas de la Comandancia de Armasabandona el lugar con los caballos alpaso para que los vecinos de sueñoligero piensen que es una reata de mulas.Pero nadie se asoma a mirar. Ni siquierael hombre descalzo y vestido de drilque, tendido en una esquina, ha rendidosus fuerzas al alcohol. La sigilosacabalgata pasa por su lado sin prestarleatención alguna y se aleja hacia el sur,en busca de la garita del Guarda Nuevo,situada a corta distancia del Castillo deSan José.

El general Cuevas dirige la marcha.En una decisión repentina, ha dispuesto

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utilizar a todos sus hombres para unmenester urgente, tras dejar en lasinstalaciones una pequeña reserva almando de un sargento.

El general está eufórico. No podríaofrecer mejor regalo al presidente que lamacolla de la conjura que ha intentadoasesinarlo.

A mitad de camino, Cuevas adelantaun mensajero, para que la guardia de lafortaleza no se alarme cuando los veanllegar, y otro a las cercanías de laIglesia del Calvario, donde se ordenanlas carretas.

—Esto va a ser muy sencillo —ledice a Fernando Córdova, cuya sombra

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le acompaña.Córdova asiente, pero sin la

convicción ni el ánimo que parecenanimar a Cuevas. No se fía del soplón y,por si acaso, lo ha dejado maniatado ycon custodios en el cuartelillo de laComandancia.

Cerca del Amate, el explorador queCuevas ha enviado al Calvario le da lanovedad.

—Las carretas no han salido aún.—Magnífico. Las esperaremos en la

garita.

El borracho tendido en las cercanías

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del cuartelillo comienza a reptar demodo imperceptible hasta quefinalmente desaparece tras la esquina enla que se había desplomado. Un silenciosepulcral se extiende ahora en losalrededores del palacio y de la Plaza deArmas. Sólo los vio-lines de los grillos,los bajones de las ranas y algún ladridolejano, alteran la noche del valle. Nadieespera que suceda nada a estas horas ymenos los dos centinelas apostados a lapuerta del cuartel.

Nadie, excepto el presunto borrachoy el grupo de seis jinetes que se acercaal edificio con la misma parsimonia quepoco antes lo han hecho los hombres de

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Cuevas.Al verlos, uno de los centinelas

engatilla el arma. Por los quepis con quese cubren, presume que son gente deuniforme, pero no está muy convencido yduda si darles el alto.

En eso, uno de los caballos sesepara del grupo y el centinela reconocede inmediato la soberbia yegua inglesadel presidente, un espléndido animal,blanco como la espuma, de largas yonduladas crines, que se acerca alcuartel con un elegante braceo, noexento de petulancia.

El centinela corre al interior paradar parte al sargento de guardia, un

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hombre bajito, de cachetes brillantes yvientre voluminoso, que responde alnombre de Natareno de León.

—No puede ser, Atanasio —diceNatareno, siguiendo al centinela a pasode matrona embarazada—. El señorpresidente no se levanta hasta pasadaslas tres.

En la calle, el sargento descubre alotro centinela, cuadrado y rígido comouna estatua, ante el señor presidente,quien, montado en su bellísima yegua, seha detenido frente a la puerta del cuartel.

El presidente se baja de un salto,saca el fuete de una bota y poniéndoseloa Natareno en el bigote, más que

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preguntar, le intimida con una preguntainesperada.

—¡La contraseña, sargento! ¡Vamos,rápido, la contraseña del día!

Natareno sabe la contraseña, pero sele ha ido el santo al cielo. Es la primeravez que tiene ante sí al presidente.Nunca ha visto de cerca su rostro ni haoído su voz, pues, hasta hace pocos días,había estado destinado en el Fuerte deMatamoros. La única imagen de donRufino que conoce es el grabado quepreside los despachos de los oficiales.

—\Viva Barrios\ ¡Viva la Reforma).—alcanza finalmente a decir.

—¿Y por qué nadie me la ha

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pedido?El sargento hace un gesto de

resignación. No hay manera de que lagente entienda, empieza a decir, pero,antes de que pueda hilvanar unarespuesta razonada, el presidente levuelve a aturullar con otra pregunta.

—¿Y dónde está el oficial deguardia?

—No lo sé, no lo sé... —diceNatareno con expresión rendida, ante elinminente descenso de la fusta sobre sucabeza.

—¿Cómo que no lo sabes?—No, señor presidente. Se fue, hace

un ratito, con mi general Cuevas y toda

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la gente que había aquí.El mandatario baja el fuete, lo que

alivia a Natareno, cuya miradadesciende a la altura de las botas de donRufino, unas botas nuevas, brillantes,recién untadas de grasa y con un ribetenegro en la parte superior.

—¿Quiere decir que estás solo?Natareno adopta una sonrisa de

suficiencia.—No, señor presidente. También

está un pelotón.El gobernante suelta una palabrota,

aparta de un empujón a Natareno y semete en el cuartelillo, seguido porcuatro de sus hombres.

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Natareno cuenta rápidamente yrepara que son seis caballos, además dela yegua de don Rufino.

Seis caballos para cinco hombres.Pero no tiene tiempo para esclarecer

el significado de la disparidad y corretras el presidente quien, a grandeszancadas, se ha metido en el pasillo queconduce al patio cubierto donde seofician las torturas y los interrogatorios.

Cuando el sargento llega a la alturadel presidente, éste le pregunta sinmirarle:

—¿Cómo te llamas?—Natareno, señor.—Será Nazareno.

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—No, señor. Natareno.—N ombrecito...Natareno escucha el comentario y

sonríe. Ha oído que al señor presidentele hacen gracia ciertos nombres y eso leda tranquilidad y un indicio de que elmandatario, tal vez, haya cambiado dehumor.

—Muy bien, Natareno. Quiero verlos presos que tienes ahí —le dice,señalando las puertas de los calabozos.

—¿Los presos? Aquí sólo hay uno,señor —responde, alarmado, elsargento.

—¡Natareno —dice furioso, elpresidente—, hay once detenidos en la

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Guardia de Honor y aquí tiene que haberotros dos!

—Pues aquí sólo está un JoaquínLarios.

—¿Y dónde está Leocadio Ortiz?—¡Ah, ése! —dice, aliviado,

Natareno—. Mi general Cuevas ordenóliberarlo.

—¿Liberarlo? ¿Sin mi permiso? —brama el presidente.

Natareno está a punto de echarse allorar.

—No lo sé, señor. Son cosas de migeneral Cuevas.

—¡Ese imbécil me va a oír!Natareno baja la mirada, afligido,

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pero, inesperadamente, el mandatario lepone ambas manos en los hombros y ledice:

—Tranquilízate, Nata. No es culpatuya.

El sargento tiene aún la mirada en elpiso, pero antes de levantarla,agradecido por la comprensión y lafamiliaridad con que le trata el señorpresidente, nota que el mandatario sóloporta un revólver, en lugar de los dosque, por lo visto, suele llevarhabitualmente, y que, en lugar de un Coltreglamentario, es un Remington conherrajes de bronce.

Su observación, sin embargo, pasa

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con rapidez a un segundo plano cuandoel presidente le ordena sacar a JoaquínLarios de la celda.

—Este no es un lugar seguro paraese canalla —explica— y ahora mismome lo llevo a otro sitio.

Luego toma por un brazo al sargentoy, en voz baja, le dice en tonoconfidencial:

—Larios es el cabecilla de laconspiración contra mí, mi esposa y mishijos. ¿Lo sabías, Natareno?

El sargento niega con vehemencia.—Por eso tenemos que encerrarlo en

un lugar más seguro.Complacido por la confianza que el

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presidente le brinda, el sargento ledevuelve una expresión de chivodegollado y ordena abrir sin dilación elcalabozo.

Cuando en el reloj de la catedralsuenan las campanadas de medianoche,la larga fila de carretas cubiertas contoldos de cuero blanqueados por el sol yla lluvia empieza a moverse hacia ElAmate, al extremo sur de la ciudad, unpaseo donde los vecinos se encuentran ycharlan a la sombra de un árbol degrandes dimensiones cuyas ramasextendidas le dan el aspecto de una

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sombrilla colosal.Las carretas se han venido alineando

desde hace una hora en los bajos de laiglesia del Calvario. Son alrededor desesenta y van tiradas por bueyesextremadamente flacos, de caras largas ymirada triste. Cada carreta lleva un faroly, cuando la caravana echa a andar, lafila adquiere el aspecto de un enormegusano de luz.

El convoy marcha tan apretado quela cornamenta de los bueyes toca amenudo el carromato delantero. Cruje elpiedrín del camino que va dejando, a laizquierda, el Castillo de San José y, a laderecha, la suave ladera que desciende

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hasta el precipicio del Incienso. Bufanlos animales en la pendiente, respondencon patadas a los aguijones o defecansin pudor, al tiempo que la noche se tupecon las interjecciones y los silbidos delos boyeros.

Cuando la caravana, ya más holgada,se acerca a la garita del Guarda Nuevo,Cuevas da la orden de asalto.

Los soldados se lanzan en tropel alas carretas, dando gritos y profiriendoamenazas. El general no cree que seproduzca una respuesta por parte de losconjurados, pero ha tomado susprecauciones para que, si en el primeracercamiento al convoy se produjera

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algún intento de fuga, dos pelotones derefresco se encarguen de contenerla.

La confusión y el barullo hacenpresa de los carreteros que detienen alos bueyes, en medio de mugidos,reniegos y maldiciones. Los hombresson apartados de la caravana y, mientrasun grupo de soldados registra el interiorde las carretas, otro pone en línea a losboyeros. La rápida acción ha impedidoque los conjurados hayan podidoescapar. Ahora sólo se trata deidentificarlos y detenerlos.

Seguido por Fernando Córdova,Cuevas procede a revisar los rostros delos carreteros. Le auxilian dos soldados

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que han desprendido sendos faroles delas carretas para alumbrar los rostros delos detenidos. Son alrededor de uncentenar y tienen ojos grandes y oscuros.Su expresión estoica e impasible norevela extrañeza. Una larga historia dearbitrariedades y abusos ha hecho deellos gente flemática y fatalista.

Cuevas busca en sus rostrosatezados, en sus pómulos prominentes yen sus ojos levemente oblicuos, algúnindicio de mestizaje. Pero, desde laslargas y ásperas cabelleras hasta losabultados labios de estos hombres,pasando por su corta estatura, su troncopequeño, su rostro lampiño y sus manos

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endurecidas por el trabajo manual,ninguno parece pertenecer a la clasesocial que se implicaría en unaconspiración contra el presidente.Muchos de ellos no hablan español yotros lo hablan tan mal que no entiendenlo que Cuevas les pregunta. El generalcomienza a inquietarse y, cuandoconcluye la revista, le dice, iracundo, aCórdova: —Aquí sólo hay indios,Fernando. ¿En qué lío me ha metidousted? Córdova no tiene una respuesta,pero ha empezado a sospechar qué es loque ocurre. Un teniente se acerca aCuevas y le informa que en el interior delas carretas sólo hay costales de maíz y

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frijol, leña, piedras de moler, cántarosde agua y cecina. El general se vuelve aCórdova y suelta un bufido. Algo andamal, muy mal. El instinto le dice que elengaño ha debido de tener algúnpropósito y da a sus hombres la ordende regresar inmediatamente a laComandancia. —Quizás aún estemos atiempo —murmura. Luego se sube alcaballo, lo espolea y lo lanza a galopetendido en dirección al centro de laciudad.

Dos hombres sacan al prisionero dela celda. Larios está muy golpeado y le

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cuesta caminar.El presidente le arroja una mirada

de desprecio.—Sáquenlo a la calle —les dice a

sus hombres— y súbanlo a uno de loscaballos.

Natareno ordena cerrar loscalabozos y sigue al mandatario hasta lasalida, pero, al pasar frente al cuarto dela guardia, ve que el presidente sedetiene en forma abrupta al descubrir aun pordiosero sentado entre doscentinelas. La estancia está iluminadapor una mortecina candela de sebo,pero, aún así, el mandatario repara queel indigente lleva unos espejuelos

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ahumados y se cubre con un sombrero deala ancha.

—¿Qué hace aquí ese hombre?Natareno corre al lado del

presidente.—Lo trajo hace un rato don

Fernando Córdova. Es uno de susconfidentes. Ordenó que lo tuviéramosaquí detenido hasta que él regrese.

—¿Regresar de dónde?—No lo sé. De donde haya ido con

mi general Cuevas.El mandatario entra en el cuarto de

la guardia. Natareno advierte que donRufino tiene las mandíbulas apretadas y,temiendo un estallido de cólera, se

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queda dos pasos atrás.—Póngase de pie y quítese el

sombrero.—Señor presidente, permítame

explicarle...—¡Quítese el sombrero! ¿Quién es

usted?—Me llamo Bernabé Cardona.—No le he preguntado cómo se

llama, le he preguntado quién es usted.—Ya se lo he dicho, Bernabé

Cardona, ¿no me recuerda? Nosconocimos en Chiapas. Soy un veteranode la revolución. Trabajo ahora paradon Fernando Córdova. Él se lo puededecir. No soy un pordiosero, señor

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presidente. Me visto así por necesidadesdel oficio.

La sonrisa del cautivo se ensancha.—Investigo asuntos para él, como

quiénes fueron los que intentaronasesinarle a usted y a su familia. En esoestoy ahora. Fui actor de teatro siendomás joven, aficionado nada más. Por esollevo esta ropa.

El señor presidente enarca las cejas.—¡Ah, actor de teatro! —dice en

tono ensoñador.—Sí, señor presidente. Y estoy aquí

por un malentendido.—Qué injusto, ¿no?—Don Fernando Córdova le puede

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decir que soy un hombre leal. A usted ya la revolución.

—Una vez vi una obra de teatro —dice el presidente, quien, por el tono devoz, pareciera tener la mente en otrositio—. Era de un rey que encarcelaba asu hijo en una torre porque el Zodíacohabía vaticinado que sería un gobernantenefasto y cruel.

El detenido está desconcertado, masno altera la sonrisa, pensando que esegesto le pueda ayudar a abrir una grietade complicidad sobre un tema queparece gustar al presidente.

—¿Cree usted que yo soy ungobernante nefasto y cruel?

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—¡Por supuesto que no, señorpresidente!

—Eso pienso también yo. Pues verá,en la obra, el rey llevaba un sobretodo,muy parecido al suyo, aunque noespejuelos como éstos —dicequitándoselos al detenido.

Las sombras del cuarto impiden vercon nitidez las facciones del mandatarioy del presunto pordiosero, pero, por suaspecto parecieran dos fantasmassalidos de la pared. O eso se figuraNatareno de León quien observa laextraña escena con los ojos muyabiertos.

—Tenía razón un mi conocido.

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—¿Ah sí?—Decía que no se reconoce bien a

las personas hasta que uno les ve losojos.

El presidente mira de arriba abajo alcautivo.

—Pues, como le decía, nunca mecayó bien el personaje —continúa—.Nunca pude entender a un hombre queencerraba en una celda a su hijo desdeque éste era un recién nacido y losometía al cautiverio y a la soledaddurante tantos años, basándose en unhoróscopo. Quizás yo sea muyignorante...

—Cómo va a ser, señor presidente

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—dice el otro en tono servil.—... pero no me cabe en la cabeza,

no lo entiendo. Castigar de esa manera aun hijo y, luego de veinte o treinta años,hacerle creer que el tiempo transcurridoen la cárcel ha sido un sueño es unacabronada, ¿no le parece?

El cautivo no responde. Su sonrisase le ha ido congelando en el rostrohasta adquirir el aspecto del bufón quepretende forzar la risa del público sinconseguir que su gesto sea natural.

—Ese rey era un canalla. Tenía elcorazón y los ojos atrofiados, como lataltuza, y eso le impedía ver el mal quehacía. ¿Sabe lo que es una taltuza?

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El detenido cabecea con viveza.—Y si fue capaz de hacer a su hijo

semejante infamia, ¿qué no habría sidocapaz de hacer a sus amigos?

Uno de los hombres del mandatario,a quien el uniforme le queda algogrande, se acerca y le susurra unaspalabras al oído. El hombre parecenervioso y por sus ademanes da laimpresión de querer recordarle alpresidente alguna urgencia.

—¡Ahora me acordé! —dice, depronto—. La obra se llamaba La vida essueño. ¿Ya ve? También hay presidentescultos. No sólo van a ser palurdos ychafarotes sin ninguna educación.

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El cautivo ha enmudecido y su rostrose ha transformado en una máscaraacartonada y patética.

—Debí haber sido actor en lugar depresidente —agrega, en tono vanidoso—. Y a propósito, ¿sabe cómo sellamaba aquel rey canalla?

El presidente ha dado unos pasosadelante y se ha situado a la altura delpreso. Acerca los labios al oído de éstey en un susurro de rabia contenida, dice:

—Basilio.Le arroja luego los espejuelos a los

pies, da media vuelta y abandonarápidamente el cuarto de guardia.

—¡Natareno! —vocifera—. ¡Me

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respondes con tu vida si este hombrellega a escapar!

Natareno responde un dócil sí, señorpresidente, y le sigue, desconcertado.Hay cosas que no le cuadran. Ademásdel asunto de las pistolas, el presidenteanda siempre en la penumbra, se apartade las candelas de sebo, como si fueranavispas, y su voz, después de escucharlaun rato, parece que fuese impostada.

La última de estas irregularidadestiene que ver con la yegua, un animal degran alzada, pero inquieto que, al nomássentir la rienda y el peso del presidente,caracolea y se pone de patas anteNatareno. El sargento tiene entonces una

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revelación cercana a la que debió deexperimentar San Pablo, pues la yeguano es una yegua, sino un caballo que,con las patas en alto pareciera orgullosode mostrar sus atributos al sargento.

Pero Natareno no tiene tiempo parareaccionar. Don Rufino se ha lanzado algalope con su escolta y Joaquín Larios,justo en dirección contraria a la quehabían tomado los hombres del generalCuevas.

Diez minutos más tarde, el generalllega al cuartelillo. Viene lívido yansioso. Y lo primero que hace es pedir

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la novedad a Natareno.—Ninguna novedad, mi general.

Sólo que el señor presidente estuvo aquíy se fue hace un tantito.

—Ah puta, ¿y eso no es novedad?—Pues yo digo que sí.—¿Y qué quería el señor

presidente?—Ver a los prisioneros.—¿Y los vio?—Sí, mi general. Bueno, sólo vio a

Joaquín Larios. Y se molestó mucho deque no estuviera el otro.

Fernando Córdova, que haescuchado la conversación, le dice envoz baja a Cuevas:

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—Le dije que, en estascircunstancias, no era prudente soltar aLeocadio Ortiz.

—¿Y qué dijo el señor presidente?—Decir, no dijo mucho, pero se

llevó a Joaquín Larios.—¿Que se llevó a Joaquín Larios?—Sí, mi general.—¿Adonde?—Dijo que a un lugar más seguro,

pero yo mandé...Natareno se detiene. Teme decir al

general lo que ha averiguado, tras lamarcha del presidente.

—¡Pero qué, Natareno, pero qué!—Pues que mandé a dos de mis

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hombres a preguntar en la Guardia deHonor y en la Casa Presidencial y allíno saben nada del detenido. A no ser queel señor presidente se lo haya llevado aMatamoros o al Castillo de San José.

—¿Y en la Casa Presidencial? ¿Quésaben de don Rufino?

El sargento no responde.—¡Natareno! —amenaza el general.—Dicen que no se ha levantado

todavía.—¡Me lleva la tiznada, Natareno!

¡Quiero que me digas una cosa y piensabien la respuesta! ¿Estás seguro de quequien entró aquí hace un rato era elseñor presidente?

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—Lo estuve... lo estaba...—Y ahora no lo estás.—No, mi general, no lo estoy.Cuevas toma por un brazo a

Fernando Córdova, lo arrastra hasta sudespacho y, una vez dentro, cierra lapuerta de golpe.

—¡Es usted un perfecto imbécil!¿Qué clase de información es la que medio? ¿Cómo vamos a explicar alpresidente que Joaquín Larios ha huido?

—En todas partes hay fugas, general.Lo entenderá, no se preocupe.

—¿Que no me preocupe? ¡Es ustedun irresponsable!

—Encontraremos alguna solución,

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ya verá.—¡Dígame una, una sola!Fernando Córdova se quita el

bombín y con la palma de la manoarrastra las gotas de sudor que se le handepositado en la frente.

—Estamos en un aprieto, pero nohay que perder la calma.

Camina hacia la ventana deldespacho. La luna baña a los jinetesformados frente al cuartelillo de laComandancia.

—-Voy a movilizar a mis hombres—dice Cuevas dirigiéndose a la puerta—. Esos tipos no han podido ir muylejos. ¡Voy a poner la ciudad patas

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arriba hasta que los encuentre!—¡Espere, general! No haga eso.

¿Quiere que el presidente se entere deque unos desconocidos han entrado en elcuartel y se han llevado de aquí aJoaquín Larios? ¿Sabe cómo... mejordicho, sabe dónde acabaríamos usted yyo?

—¿Y qué quiere que haga? ¿Cómo leexplico al presidente que uno de losprisioneros se ha fugado?

—Envíe mensajeros a las garitas,para que estén alerta, pero no vaya aarmar un relajo. Tengo una idea mejor.

Córdova se despoja de la levita yagrega:

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—¿Puedo dar una orden en sunombre?

—¿Qué clase de orden?—¿Puedo? —insiste Córdova.Cuevas mueve la cabeza con visible

desasosiego. Se despoja del quepis y loarroja sobre el escritorio.

Córdova toma el gesto por un sí,abre la puerta y se dirige al cuarto de laguardia donde Basilio, la cabezahundida entre las manos, parece meditar.De una patada, le desvía los codos yBasilio cae al suelo.

—¡Hijo de la gran puta! —le dice envoz baja.

—¡Puedo explicarle lo que ha

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ocurrido —dice Basilio—. puedoexplicárselo todo! Sé quién es el hombreque se hizo pasar por el presidente. Esmuy sencillo, mire...

Por toda respuesta, Basilio recibe unpuñetazo en la boca y, acto seguido, unvendaval de patadas y pisotones.

—¡Natareno! —grita Córdova fuerade sí.

Natareno aparece en la puerta.—¡Cuelga a este cabrón de una red!—Usted no puede hacerme esto —

balbucea Basilio.—¡Claro que puedo! ¿Con quién

cree que habla?Córdova levanta a Basilio por la

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pechera y mirándole a los ojos, le dicecon la voz saturada de rabia:

—Se lo advertí, rata inmunda, perome volvió a engañar. No habrá unatercera ocasión. Para cuando salga elsol, no lo va a conocer ni la madre quelo trajo al mundo. Será un bonito disfraz,antes de emprender el viaje del que nose regresa.

El grupo de jinetes que cruza elarrabal de Candelaria cruza como unaexhalación alquerías, huertas yherbazales que se van haciendo másescasos a medida que se acercan al

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Guarda del Golfo. Dejan atrás la antiguaparroquia de la Asunción y, tras cruzarun extenso bosque de encinos, divisanuna puerta de tres arcos y unasinstalaciones modestas que albergan a ladocena de soldados que vigilan la salidahacia el Atlántico. La noche está a favorde los fugados, el primero de los cualesse aproxima al lugar dando gritos.

—¡Abran paso al señor presidentede la República!

Sorprendidos por las voces, los treshombres que guardan la salidadescuelgan sus rifles, los engatillan yapuntan al bulto que se acerca. No sonsoldados expertos, sino hombres

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elementales, como la mayoría de los queintegran el nuevo ejército nacional.

El más espabilado de los tres seatreve, no obstante, a decir:

—¡Alto, alto! ¿Quién vive? ¡Quiénvive o disparo!

De las modestas instalacionessituadas enfrente del fielato, salen otroshombres armados en auxilio de suscompañeros y, en instantes, los fugitivostienen frente a ellos una línea de genteuniformada que les apunta con sus rifles.

Los jinetes se detienen. Uno de ellosse separa del grupo y pone sucabalgadura al paso, un bellísimo corcelblanco de cuyos sudorosos ijares la luna

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arranca destellos.Hay algo mágico en esta especie de

centauro, algo de ensalmo o de misterioque relaciona el inconsciente de lasoldadesca con la imagen de SantiagoApóstol, protector de la ciudad y delValle de la Ermita, icono de la antiguacapital del Reino, y emblema delCabildo en la nueva, imagen que losindios veneran en aldeas y pueblos otallan en pequeñas efigies con las cualesdanzan en las procesiones religiosas.

Pero el cabo al mando de la tropa,quizás menos devoto que suscompañeros, no las tiene todas consigo.Se ha percatado de que uno de los

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jinetes apenas puede sostenerse en sucabalgadura y exige con voz bronca laconsigna del día.

—¡Quién vive o disparo! —insiste.La aparición se acerca al soldado y

le grita:—-viva Barrios y viva la Reforma y

déjese de joder!El soldado retrocede. El apóstol

dice palabrotas, así que no debe de serSantiago, sino el mismísimo presidentede la República. Todos pueden ver,además, su barba de candado, su cabellocortado a punta de tijera, sus botas y suelegante levita. Saben que nunca visteuniforme y han sido advertidos, además,

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de las visitas intempestivas que en losúltimos días hace a los cuarteles y a losguardas que vigilan la ciudad.

—¡Abran paso a don Rufino! —ordena, de pronto, el cabo con voztrémula.

Los jinetes no saludan ni seentretienen en ceremonias. Corren haciael borde del abismo y emprenden eldescenso al riachuelo. Hacen la bajada apie y en fila india, llevando a loscaballos de la rienda, pero a medida quese hunden en la sima, la noche se vuelvemás tenebrosa. El sendero que concluyeen el río Las Vacas ha sido tallado en undespeñadero tupido por una espesa

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enramada de árboles, y sólo el clarobalasto de poma que serpea por su faldapermite ver el trazo del camino. Losfugitivos saben que no estarán a salvohasta en tanto no asciendan por elfarallón de enfrente y que los hombresde la garita pueden ser alertados encualquier momento, pero no puedenapresurar la bajada. El barranco es tancortado que, en algunos tramos, unresbalón o un mal paso puede concluiren una caída fatal.

Cuando al fin tocan el lecho del río,reparan que el verano ha reducido elcaudal a un arroyo y que su cauce es enrealidad una brecha sísmica en cuyo

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fondo yacen rocas milenarias, troncosatravesados, piedrín y arbustos. Sindarse un respiro, salvan la cañada yatacan la subida por el camino de mulasque zigzaguea en la ladera opuesta. Nohay señales de que nadie les siga, lo quepone alas a su fuga, y un cuarto de horamás tarde logran alcanzar la meseta queda cima al farallón.

Los siete hombres respiran conalivio. Una hora antes, no teníanseguridad de salir con vida de laComandancia de Armas. Ahora, con elbarranco a sus espaldas y, frente a ellos,el camino que conduce al Golfo Dulce,piensan que han pasado lo peor.

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Antes de lanzarse de nuevo algalope, el hombre del caballo blanco seacerca a Joaquín Larios.

—¿Se siente con fuerzas para seguir?—le pregunta.

El aludido, desfigurado el rostro,sanguinolenta la piel, trata de identificaral líder de la fuga, pero sus párpadosestán ulcerados y renuncia a la pesquisa.Ha cabalgado hasta aquí de la rienda deuno de sus liberadores y tendrá queseguir así hasta que lleguen a puertoseguro.

—Puedo, puedo —susurra—. Nonos detengamos.

El hombre del caballo blanco azota

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el cuello del animal y pica espuelas,pero, en vez de tomar la ruta hacia elAtlántico, enfila el camino que conduceal pueblo de Lavarreda y a la labor deBallesteros. Cruzan más adelante elRincón de los Potros y, al cabo de mediahora, alcanzan el Valle de Pínula.Ascienden luego a una llanura extensa y,en la encrucijada donde el camino sedivide en dos rumbos opuestos, el quelleva a El Salvador y el que regresa aGuatemala, el hombre del caballoblanco se detiene. Desengancha de lagrupa una cartera de cuero en cuyointerior se puede oír el inconfundibleruido de las monedas y se la entrega a

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uno de los fugitivos. Se detiene frente alreo liberado y, al examinar su rostrocruzado de llagas, no puede reprimir ungesto de dolor.

—Adiós, amigo —le dice en vozbaja—. Está en buenas manos. Estoshombres le ayudarán a cruzar sano ysalvo la frontera.

—¿Quién es usted? ¿Por qué haceesto?

Néstor Espinosa no responde a lapregunta de Joaquín Larios. Espolea losijares del corcel y lo hace galopar haciael boscoso descenso que conduce al

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Llano de la Virgen y al pueblo deCiudad Vieja. Por su mente pasandocenas de recuerdos; por su corazón,otras tantas emociones.

Piensa en Clara, golpeada por losavatares de la vida, en su bellezamadura y en el amor que aún siente porella.

Piensa en el pequeño sacrificio alque se refería Elena Castellanos y en laíntima complacencia que le causa haberincurrido en él para salvar a Joaquín.

Y piensa en la peripecia de su vida,en el círculo que se cierra en torno aella, en la revolución, en los muertos, enlos fracasos, en las heridas.

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Pero sobre todo, piensa en Basilio,el bufón perverso, el hombre queencarnaba, a la vez, el siniestro lado delpayaso y la simpática faz del malhechor.Sus guasas y chirigotas eran la máscaratras la que escondía sus rencores. Ynadie reparaba en ello porque la gentesuele ser benévola con quien hace graciay rara vez somete a juicio la bufonería.Le habría sido difícil atribuir un solomóvil a sus bajezas, de no habersedelatado él mismo. El dinero fue sinduda uno: la delación y el secreto suelenser mercancías valiosas. Pero suresentimiento contra Joaquín, una de laspocas cosas que era incapaz de ocultar,

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le había llevado a cometer vilezas talescomo inventarle una inexistente relaciónamorosa con Clara a fin de instigar unapelea que él era incapaz de librar.Incluso se había ofrecido como padrinodel duelo con el avieso designio de vercómo Néstor mataba a Joaquín. Pero siera Néstor quien caía, qué más daba. Yahabría oportunidad de acabar con elcatrín en otra ocasión. Y al cabo lahabía encontrado en la conspiraciónpara asesinar al presidente, incluyendoel nombre de Joaquín en la lista de losconjurados. Basilio pertenecía a esaraza de hombres que vienen al mundo ahacer daño, a destrozar vidas sin pesar,

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a segar la felicidad o la inocencia dequienes tienen la desgracia de cruzarseen su camino. Leocadio Ortiz le habíapuesto sin duda un buen apodo. Porquela taltuza era eso, el mal a ciegas, elimpulso animal que late en el seno delos hombres que devoran y destruyen loque otros siembran. Mas, a pesar de suolfato y de su astucia, el azar habíaquerido que ésta cayera en la trampa deNéstor.

Y lo que Córdova hiciese ahora conBasilio era algo que a Néstor no lepreocupaba ni incumbía.

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Al llegar a Ciudad Vieja, lasprimeras luces del alba corren ya losazulados velos que oscurecen la llanura.Néstor evita cruzar la aldea y se adentraen el bosque por senderos semiocultospor la vegetación. Descabalga en unclaro y toma en sus manos la jaula quese oculta bajo la frazada estribera. Laabre y libera la paloma. El avedespliega un ruidoso aleteo, se elevapor los aires, circunda el claro yemprende el vuelo hacia la ciudad.

Néstor desensilla el caballo, loacaricia y murmura:

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—Lástima que no pueda retenerte,compañero.

Le da una palmada en las ancas y elanimal galopa hasta perderse entre lacentenaria arboleda y las lagunetas delLlano de la Virgen. Se echa la monturaal hombro y se encamina a la propiedadheredada de su madre. No hay aún humoen los ranchos. Los peones y susfamilias duermen.

Abre la puerta de la casa y deja lamontura en un rincón. Llena unapalangana con agua, se lava el rostro,las manos. Al verse en el espejoobserva que todavía quedan huellas decorcho ahumado en los párpados y en

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los lacrimales. Y se dice que todo hafuncionado como el día en que loshombres inventaron el teatro. La genteve lo que quiere ver. O como decíamister Ross, el engaño es posibledebido a la magia y el encantamientoque el engaño crea.

Y el teatro es puro engaño. Sólohace falta que la actuación y el disfrazsean convincentes.

Retira de las sienes y la barba elmaquillaje con que ha simulado algunascanas. Se enjabona la perilla de candadoy se la afeita junto con el bigote. Ycuando concluye la operaciónexperimenta una emoción singular, pues

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el rostro que ve ahora en el espejo se leantoja tan fresco como en sus mejoresdías. Puede que la vida no sea tanmaravillosa como antes ni él unapersona del todo feliz, pero en esta horase siente limpio y redivivo. Y se felicitade tener unos amigos como los suyos.Todos guardaban motivos para filtrar alGobierno la información de la fuga, perose habían abstenido de hacerlo. Susprincipios habían sido más fuertes quesus negocios, sus intereses, susconvicciones o sus creencias. Y eso lesenaltecía y les hacía acreedores al títulode hombres justos. Un día les contaría laaventura de esta noche y, con toda

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seguridad, se alegrarían de habercontribuido, sin saberlo, a salvar la vidade Joaquín. A fin de cuentas, habían sidoellos quienes habían insistido quealguien hiciera algo por él.

Otra cosa era entender que no bastacon ser justos a sabiendas de que elmundo alrededor es inicuo. Nada esgratuito en la vida, nada bueno sealcanza sin trabajo ni riesgo. Y si en elmundo prevalecía la injusticia eraporque muchos hombres, aun siendojustos, seguían creyendo que la justiciaes un bien gratuito que otros debenllevarles a su puerta en vez de untrabajoso derecho que es preciso salir a

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buscar aun a costa de la propia vida.Néstor se pasa los dedos por la

barbilla y echa al espejo un últimovistazo. No hay derrotas, sóloexperiencias, se dice. Luego se dirige ala ventana. El bosque próximo albarranco aún sigue oscuro, pero las avesya han empezado a cantar. La aurora notardará en sacarle los colores almacabro día que acecha tras los cerros.

Se quita la camisa, el pantalón, lasbotas, y se deja caer en el camastro.Está cansado y tiene sueño, mas no porla peripecia de esa noche. Haatravesado medio mundo en barco, englobo, en lancha, a pie y a caballo. Ha

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ganado y ha perdido batallas. Ha muertoy ha resucitado. Y al término de suandanza ha venido a reparar que suespíritu tiene más edad que su cuerpo. Yeso es lo que más le fatiga.

Su memoria canalla, sin embargo, nole agobia. Está silenciosa y duerme. Nole recuerda hoy sus desatinos, susmuertos ni sus errores. Y Néstor secongratula por ello, pues ahora sabe queno morirá recordando únicamente lomalo que ha hecho en la vida.

También ha hecho algo bueno yjusto. Algo que, hoy al menos, le redime.

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10. Plaza de sangre

Miércoles 6 de noviembre de 1877,Plaza de Armas, 5.30 de la tarde.

El despacho del señor presidente esun apretado cónclave de ministros,militares y miembros del partido liberal.Hay una pesada atmósfera, saturada dehumo y sudor, y un destempladoconcierto de carraspeos, arrastre deespadines y roces de zapatos en el piso.La muerte, esa sorpresa, no lo es hoypara ninguno de estos hombres. Todos

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saben que, en escasos minutos, se harápresente en la Plaza de Armas.

La ventana desde la que elpresidente observa los prolegómenos dela ejecución no permite ver a lospresentes qué ocurre fuera. Sus cabezasse mueven, oscilantes y curiosas, porentre los resquicios que dejan los queestán más cerca del mandatario, quien,las manos a la espalda, la miradaardiente, el rostro marcado por lasseñales del desvelo, no pierde un solodetalle del trajín que tiene lugar en el entorno de la plaza, donde una compañíade a caballo y cien soldados de a pievigilan a una multitud retenida en las

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esquinas, ansiosa de presenciar elespectáculo.

Poco antes de las seis, los docecondenados a muerte salen del palaciode Gobierno y se dirigen a la fuente dela plaza, escoltados por dos pelotonesde la Guardia de Honor.

Decir que caminan sería uneufemismo. Más justo es hacer notar quearrastran su desfigurada humanidadsobre las losas de la plaza. Todos elloshan sido torturados hasta donde elmismísimo demonio hubiera dicho basta,pero seguramente no les preocupa elinfierno al que puedan ir, pues conocenmuy bien el infierno del que se van.

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Atrás de los caballeros queobservan la tétrica procesión, FernandoCórdova cuenta a los que han de morir.Son doce, pero no está seguro de si elpresidente llegará a advertir que uno deellos no es Joaquín Larios, sino unhombre que tiene, como sus demáscompañeros de infortunio, el rostroirreconocible. Camina con dificultad,abrazándose el vientre, y se detiene acada dos o tres pasos con visiblesmuecas de dolor.

Ninguno de los reos ha delatado asus colegas, sea porque no ha querido,sea porque no había nadie a quiendelatar. Pero Córdova teme lo peor. En

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el bolsillo de su levita, el presidenteguarda la lista de los condenados. Otrosquince siguen encerrados en loscalabozos de la Guardia de Honor, peroel mandatario conoce la fisonomía y losnombres de los que van a ser ejecutadoshoy. Un gesto inesperado, una palabradel soplón y el plan para ejecutarlo enlugar de Joaquín Larios se puede volvercontra Córdova, Cuevas, Sixto Pérez, elministro de la Guerra y todos los quehan intervenido en el fraude.

El general Agustín Cuevas aguardael arribo de la procesión muy cerca dela fuente de piedra, a pocos pasos de lacual hay tres sillas frente a las cuales se

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alinea el pelotón de fusilamiento. Atrásde Cuevas, observando impasible lallegada de los condenados, está ArturoUbico, ministro de la Guerra enfunciones. Y de vez en cuando, uno yotro dirigen temerosas miradas hacia laventana desde la que el presidenteescudriña, supervisa y cuenta.

Los reos llevan la ropa hechajirones, a excepción del último de ellos,que va con la espalda al desnudo y aquien los dos mil azotes recibidos encinco días funestos le han dejado aldescubierto los huesos de la columnavertebral.

A mitad de camino de las sillas, el

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condenado se derrumba y fallece sinpoder soportar la marcha hasta la fuentede piedra. Y Cuevas no sabe qué hacer.Ubico se dirige al coronel Irungaray,quien manda el pelotón de fusilamiento,y le dice unas palabras. Dos soldadosarrastran el cadáver a una de las sillas ylo intentan sentar. La operación deenderezar un cuerpo desgonzado podríacalificarse de cómica, si no fuera por larepugnancia que despierta. Finalmente,el cadáver queda sujeto a la silla.Irungaray ordena entonces alinearse alpelotón y ejecuta al fallecido.

Son ya las seis de la tarde. Sinespera ni pausa, el coronel ordena

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retirar el cadáver, sienta a otros tresreos en las sillas y ordena apuntar yhacer fuego.

La descarga atruena la plaza, mas, apesar de la corta distancia que hay entreel pelotón y las sillas, la ejecución selleva a efecto con deplorable eficacia.De los tres condenados, uno muere, otrose inclina en la silla, herido, y el terceroresulta milagrosamente ileso.

El presidente suelta una palabrotapor lo bajo y los caballeros atrás de élse inquietan.

—¿Cómo es posible que sucedanestas cosas? —dice alguien en voz baja.

Pero lo que los caballeros observan

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a renglón seguido resulta todavía másoprobioso. El reo que ha salido ileso selevanta, endereza en la silla al herido ylo vuelve a colocar en la posición dignay solemne con que ambos habíanesperado la primera ráfaga de fusilería.

Cuando la nueva descarga llena desiniestros ecos los soportales y losmuros de la plaza, y los dos condenadoscaen al suelo, un profundo suspiro dealivio se escucha en el despacho delpresidente.

Irungaray manda sentar a lossiguientes tres reos. Uno de ellos es elcura. Se llama Gabriel Aguilar y seacerca a las sillas murmurando palabras

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de aliento al coronel Ko-petzky, que escojo de una pierna. Kopetzky hace conla cabeza y las manos gestos de que nodesea confesarse y se sienta en la sillade en medio.

El pelotón vuelve a llevarse losrifles a la cara.

Esta vez el acierto es total. Los treshombres se desploman de las sillas y suscadáveres son arrastrados cerca de lafuente para hacer sitio a los condenadosque faltan.

En el despacho se produce entoncesun hecho insólito. El señor presidente sevuelve a Sixto Pérez y le da una ordenconminatoria. El jefe de la Guardia de

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Honor se resiste a obedecer, conpalabras amables que pretenden serdisuasivas. Pero el presidente insiste:quiere detener las ejecuciones.

Los hombres que están a susespaldas se miran unos a otros ysusurran comentarios, sea paracompartir el criterio del presidente, seaapoyando el de Sixto Pérez.

Fernando Córdova experimenta unsúbito temblor en la pierna derecha. Elsoplón no ha sido fusilado aún y, si laejecución se detiene, podría descubrir elpastel.

Con nerviosos empujones se abrepaso por entre militares y hombres de

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Estado, llega hasta el mandatario y,atropellando las palabras, le dice:

—Señor presidente, que sumagnanimidad no le pierda. Esoshombres son unos asesinos. Quisieronacabar con usted, con su esposa, con sustres pequeños. No se detenga ahora. Lahidra conservadora lo tomaría como unadebilidad. Ejecute a esos criminales.Hágalo por su familia, por larevolución, por el futuro de la patria.Hay que cortarle la cabeza al monstruo.Si no lo hace hoy, mañana intentarárepetir fortuna.

El presidente no se vuelve aCordovita. Tiene la mirada puesta en la

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plaza, donde Irungaray ha levantado elsable y se dispone a gritar fuego. Puedeabrir la ventana y detener la ejecucióncon un grito. El silencio es tan grande yla acústica de la plaza tan diáfana quesería muy sencillo hacerlo.

Como si hubiese adivinado laintención del presidente, Irungaray miraa la ventana cubierta por el visillo y sedetiene.

Es un momento de gran tensión. Elpresidente ha dejado de mirar a la plazay reflexiona. Todos temen que, en unarrebato, responda a la osadía de

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Córdova con un bofetón o un par defustazos. Pero no es eso lo que ocurre.En ese raro momento en que laclemencia ha llamado a las puertas de suespíritu, el presidente parece habersepercatado de que un poder como el suyono es el de un hombre solo, sino tambiénel de esa baraja de caballeros vestidosde levita y uniforme que tiene a suespalda. Ninguno de ellos duda de queel mandatario es el rey del juego, perotambién que ningún rey podría ganar lapartida solo. Aun el más despiadado ytemible necesita de los otros naipes, delos espadones, de los caballos y lassotas para sostenerse en el trono.

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Mientras cuente con ellos, seguirásiendo don Rufino. Sin su apoyo, seríasimplemente el don Nadie que era sólohace diez años. Desde muy joven, elpresidente ha sentido la pulsiónarrolladora de imponer y dominar aquienes le rodean, pero gobernar exigeotras destrezas. Como servirse de estoscaballeros, una fauna rastrera quecarece del valor para disputarle elpuesto o para tomar decisiones como lasque ha tenido que tomar estos días,pequeños tiranos sin nombre que seescudan tras él para cometer susinfamias. Si pudieran, le quitarían lasilla, pero ninguno tiene los riñones para

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hacerlo, pues, en el fondo, Rufino, elmestizo asilvestrado e intratable, elmontañés cortado a machete, eldespiadado guerrillero convertido enreformador, es su álter ego, la figuraque robustece su personalidad dedéspotas menudos y mezquinos,incapaces de elevarse a la inalcanzabledimensión de su líder. Piensan que elmundo tiende inexorablemente al caos yque alguien tiene que imponer un ordendel cual ellos habrán de ser comparsas ybeneficiarios. Seguirán al montañésmientras éste sepa encarnar el pequeñodespotismo que cada uno de ellosalienta, mientras fortalezca su identidad

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de sátrapas provincianos, mientraspueda enriquecerlos y colmar sus ansiasde poder y de riquezas. Pero, ay de él sino fuera capaz de hacerlo, pues, en talcaso, le asesinarían como a César, enmontón y a puñaladas. Ahí está laconjura de Kopetzky, Rodas y los demásidiotas para probarlo. Todos estoscaballeros, medita, son traidores enpotencia, pero no serán ellos los que undía carguen con el juicio de la historia.Atribuirán al tirano las maldades delorden que impuso en tanto ellos serevestirán de virtud, lavándose la sangrede las manos o escribiendo en susmemorias que sólo obedecían órdenes y

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que las cumplían con repugnancia. Peroése es el costo de dirigir un régimencomo el suyo. Ninguno de sus adláteresle perdonaría el menor signo deflaqueza. El presidente se sienteatrapado en la red que él mismo hatejido y no puede detener la ejecución,aunque lo deseara. Cordovita, con sulengua y con sus modos, se lo acaba derecordar. El mandatario ha perdido lailimitada libertad que disfrutaba cuandocombatía al viejo orden en las montañasde Huehuetenango y San Marcos. Y conlos años se ha venido a dar cuenta deque, hasta su mano de hierro y sucarácter brutal, tienen límites a la hora

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de tomar decisiones, y que fuerzassuperiores a las suyas son las queconducen ahora su vida y la del país.

El presidente gira sobre sí mismo yexamina los rostros de su peculiarbaraja. Nadie hace un gesto ni mueveuna ceja, pero todos parecen estar deacuerdo en lo mismo: no debe haberclemencia con los acusados. Cordovita,en realidad, no ha hablado en nombrepropio, sino en el de los caballos, lasespadas y las sotas. Al fin y a la postre,los hombres del César no tienen másfilosofía que el mimetismo ni más ética

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que la iniquidad. Y tras comprobar unavez más lo que ya sabe, el mandatario sevuelve de nuevo a la Plaza de Armas ydeja que transcurran los segundos hastaque, en las cuatro paredes de aquélla,resuena la última descarga del pelotón.

Todo se ha consumado.Irungaray se cuadra ante Cuevas y

saluda.Cuevas se cuadra ante Ubico y

saluda.Ubico se cuadra ante la ventana

presidencial y saluda.Córdova exhala un suspiro de alivio.Sixto Pérez se atusa sus largos

bigotes.

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El presidente saca un habano y loenciende.

Sus naipes imitan el gesto.La tropa que guardaba las esquinas

de la plaza abre paso a una plebemorbosa y glotona que corre al centrodel recinto para paladear la masacre. Lamultitud hace un apretado círculo yobserva, petrificada, el horror en carneviva. De los doce cadáveres tundidos ydeformados por las varas de membrillobrotan mansos arroyos de sangre que secongregan y corren por las hendedurasdel empedrado.

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11. Frente al atrio

Nueva Guatemala de la Asunción,jueves 15 de noviembre de 1877

La exuberante marcha que la bandade la Guardia de Honor interpreta porlas calles de la ciudad tiene melodías yacentos nunca antes escuchados en estelejano confín. La locuacidad de lospífanos, la alegría de los clarinetes y losbombardinos, los retumbos de las cajasy la cachaza del trombón ensamblan unajubilosa parada que los músicos

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interpretan al paso por el incómodoempedrado de la Calle Real.

Los dirige el señor Emilio Dressner,de treinta y tan tos años, recién llegadoal país, alto, rubicundo, de bar baescindida y rizosa, quevedos de plata yun uniforme con entorchados que delatasu origen prusiano. El señor Dressner hatenido que reducir a menos de cientoveinte pasos por minuto el ritmo de laMarcha Radetzky para que los músicospuedan marchar sin apuros sobre tanirregular pavimento, cosa que no resultafácil. Pero la banda suena bien y tiene lavirtud de provocar una no disimuladaeuío ria en quienes se detienen a

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escucharla.El inspirado y frondoso alarde

quiere ser una especie de bálsamo paralos espíritus afligidos, luego de nuevedías sin retretas, pasacalles ni dianaspor instrucciones venidas de arriba. Elpresidente no ha querido oír, ni hadejado que se oiga, música en variosdías, quién sabe si como ex piaciónpersonal o para que la ejemplaridad delas ejecuciones penetre hasta en lasconciencias más obtusas. Pero la vidadebe volver a su cauce. Y hoy elmandatario ha dispuesto dar porconcluido el duelo y ha ordenado alseñor Dressner que despliegue sus

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destrezas musicales por las calles de laciudad.

Bajo uno de los toldos que protegenlas aceras, Néstor Espinosa se detiene acontemplar el paso de los cuarentamúsicos que alegran la mañana a losviandantes. El atabal retumba en sustímpanos y los bajos de los trombonesgolpean su plexo solar. La mañana esalgo fría, pero el cielo, azul y sin nubes,invita al entusiasmo y la esperanza.

Pasa la banda marcial, sus cadenciasse pierden rumbo a la Plaza de Armas yNéstor dirige sus pasos hacia el bufetede don Ernesto Solís. Hay un pleito poruna propiedad del que su viejo protector

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quiere hablarle, pero quizás sea tan sólouna excusa. Don Ernesto no tiene hijos,se siente viejo y alguna vez le hainsinuado a Néstor la posibilidad de sersocio del bufete.

Al llegar a San Francisco, encuentrael atrio desierto. No hay vendedores nichuchos, tenderetes ni mengalas. Laspuertas del templo están abiertas a losfieles, pero el convento es ahora eledificio del Correo.

La memoria le induce a volver lamirada hacia el extremo sur de la CalleReal, donde se alza la Iglesia delCalvario. Pero no ve ningún toro. Unmundo ha desaparecido y, con él,

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muchos de sus símbolos, sus juegos ysus liturgias. Gira el rostro hacia el atrioy, durante los breves momentos quededica a contemplar las paredesencaladas del conjunto, evoca connostalgia los días en que trabajaba en laoficina de don Ernesto, las visitas deClara Valdés, su risa lozana y joven y elperfume que dejaba en el despachocuando se iba.

Cruza la calle, entra en el bufete yencuentra a don Ernesto Solís en elvestíbulo, inclinado sobre la mesa de unpasante y haciendo correr su índiceizquierdo por las líneas de una escritura.

—Mi querido amigo —le saluda,

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tendiéndole la mano—, sea bienvenido.Pase a mi oficina, por favor, y tomeasiento. Enseguida estoy con usted.

Néstor empuja la puerta entreabiertay penetra en el despacho cuya ventanada al atrio de San Francisco. Junto a ellahay una mujer de espaldas, vestido deluto riguroso y mirando a la calle.

—Perdone —dice Néstor, dando unpaso atrás y volviéndose hacia la puerta.

—No, por favor —dice la mujer—.No se vaya.

Néstor queda paralizado por la voz.—Por favor... —insiste la mujer, en

tono de súplica.Néstor se vuelve hacia ella y sólo

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cuando escucha a sus espaldas elchasquido del pestillo de la puertarepara en la celada que le ha tendidodon Ernesto.

Clara Valdés está muy pálida, lo queresalta la profundidad y viveza de susojos. Y la negrura de su vestido laenvuelve en el poderoso y sensualatractivo que el luto transmite a todamujer en el esplendor de la edad.

—No encontré mejor sitio parahablarle, perdone —vuelve adisculparse—, pero necesitaba hacerlo.

Clara se lleva un pañuelo a la boca.Se ve que le cuesta hablar y que hacegrandes esfuerzos para que la emoción

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no la haga prorrumpir en sollozos.—Ayer tuve noticias de Joaquín.

Está a salvo y entre amigos. Ha perdidola vista de un ojo —gime—, pero medicen que pronto estará bien.

Néstor le señala una silla, peroClara permanece inmóvil, mirándoleintensamente a los ojos, como siquisiera leer en ellos.

—He venido a darle las gracias.Cuando Néstor abre la boca con

gesto de extrañeza, Clara da un pasoadelante y le cruza con un dedo loslabios.

—Sé que fue usted quien lo hizo. Nosé cómo, pero lo hizo. Salvó la vida de

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Joaquín y, en nombre de él y de mishijas, quiero expresarle mi gratitud.

En el rostro de Néstor no hay atisbosde querer aceptar el hecho. No se sientecómodo jactándose de algo que nadiedebería saber. Y al reparar que le llamala atención el luto, Clara le explica:

—Visto así por consejo de donErnesto. Salgo todos los días a la callepara que la gente me vea de negro ynadie sospeche que Joaquín está vivo.En nuestro panteón familiar hay unatumba con su nombre, pero el cadáver esde alguien a quien no conozco.

Toma entonces una mano de Néstory, con los ojos arrasados en lágrimas, le

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dice:—Nunca le podré agradecer lo

suficiente.-—No sé de qué me habla, Clarita.—Sí lo sabe, pero no insistiré en

algo de lo que no quiera hablar. Le diréuna cosa, sin embargo. Aunque no seaverdad, aunque no haya arriesgado suvida para salvar la de Joaquín, lo cualno creo, necesitaba hablar con usted.Salgo mañana con mis niñas parareunirme en El Salvador con él, pero nopodía irme sin antes pedirle perdón.

Néstor ha sentido en las manos deClara un estremecimiento apenasperceptible y ahora es él quien lleva un

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dedo a los labios de ella. Y al sentirloscomo ascuas, todo su hieratismo y todasu resistencia se derrumban.

—Soy yo quien debe pedirle perdón.—No, no, se lo ruego. Me

equivoqué. Pensé que había dejado deamarle. No era verdad.

Néstor mueve la cabeza.—Fui yo el culpable de todo. Me

dejé llevar por pasiones menosimportantes que el amor que sentía porusted y me culpo a mí mismo de ello.

Un embarazoso silencio se alza entrelos dos y a la mente de ambos acude porprimera vez la idea de que, acaso, laculpa no haya sido de ninguno, sino del

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brutal episodio que desgarró sus vidas.—Imaginamos uno del otro virtudes

que no teníamos —dice Néstor—, y nosfaltó tiempo para conocernos mejor.

Clara separa los labios como siestuviese a punto de llorar.

—La vida le sabrá agradecer sugesto del modo que yo nunca podré —ledice, colocándole con suavidad unamano en la mejilla—. Que sea muy feliz,se lo merece.

Luego sin poderse contener, leabraza y, por instantes, Néstor vuelve asentir el mismo vértigo y el mismo impuI so de besarla que había sentido añosatrás, la madrugada en que partió hacia

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el exilio, cuando buscó en sus labios unbeso furtivo, impulso que ahora tambiénle provoc a el cuerpo de Clara Valdésapretado al suyo. Pero Clara,probablemente movida por una emociónidéntica, se sepa ra con rapidez y,murmurando un turbado adiós, abre lapuerta y abandona el despacho.

Desde la ventana, Néstor la vealejarse calle abajo y, presa de unasúbita melancolía, discurre que éste,quizás, debería haber sido el principiode todo. No fueron compatiblesentonces, quizás lo fuesen ahora.

Pero ahora es ya demasiado tarde.

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Elegía

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Nueva Guatemala de la Asunción,ocho años después

No hay brujas en el Valle de laErmita, qué ocurrencia. A no ser quequieran llamarse así a la tristeza, laangustia y la incertidumbre, esas tressombras aciagas que vuelan comoenormes pajarracos esta noche sobre lallanura. Solloza el agua en las fuentespúblicas, murmura el aire un réquiem enlas arboledas y, desde la Plaza deArmas hasta los pueblos cercanos, correuna funesta catarsis que amenaza

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despertar a los dormidos volcanes.Pero la noche es plácida y gentil.

Las campanas están calladas, el vientoduerme. Aromada por las flores delcorredor, la casa de Elena Castellanosse ha arropado como siempre en laprofunda quietud de esta hora. Elquinqué amarillea la estancia y, sentadaante su diario, Elena espera con lospárpados caídos a que la voluntadresponda. El día ha sido largo y tienepocos deseos de escribir, pero no quiereperder el hábito. Sólo una página,parece decirse, sólo una, pues mañanano podrá recordar con la mismaemoción los sucesos que ha vivido hace

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unas horas.La voluntad vence al fin y un suspiro

de conformidad lo comprueba. Elenaalza la mirada, observa unos instanteslas dos rosas del florero de cerámica,moja la pluma en el tintero de peltre yescribe.

Lunes 6 de abril de 1885«Hoy he asistido al entierro de J.

Rufino Barrios. No he podido resistir lacuriosidad. Y el resto de los vecinos, alparecer, tampoco. La ciudad se havolcado a las calles y rara es la casaque no ha colgado en ventanas y puertasalgún crespón o alguna bandera

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enlutada. No me lo explico. Llorar deesta manera a un dictador, escapa a mientendimiento. Es como si la largapráctica de tomar en diarias dosis eltóxico del despotismo hubiese creado enla gente inmunidad a la ponzoña.

»No llegué hasta el cementerionuevo. Me quedé en el paseo delCalvario, donde el féretro delpresidente, llevado hasta allí a hombrosde amigos y adeptos, fue depositado enun carruaje tirado por caballosenjaezados con gualdrapas y penachosnegros.

»La multitud era imponente. Nocabía un alma en el lugar. Había

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ministros, diplomáticos, militares yhasta hombres de sotana. Nadie sequería perder el último adiós al héroemuerto en los campos de Chalchuapa,cuando combatía por fundir en una lascinco repúblicas de la América Central.Nada hay más honroso en la vida que elmodo con que uno la deja. Y la gloriosamuerte de Rufino, me sospecho, será loque salve un día su nombre.

»Ver alejarse un ataúd causa siempreuna honda tristeza, pero también sentípor el presidente un manojo deemociones en conflicto. Desbancó elAntiguo Régimen, partió nuestra historiaen dos y puso a la Iglesia en su lugar.

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Pero hizo del terror una epidemia y, enúltima instancia, sólo cambió unaaristocracia por otra. Tenemos, gracias aél, ferrocarril, telégrafo, registro ymatrimonio civil, luz eléctrica,educación laica y una prosperidad nuncavista, pero promulgó leyes que nocumplió, fundó instituciones que norespetó y, en nombre de la libertad,sumió al país en una dictadurainclemente. Sus defensores y epígonosseguirán diciendo de él, sin embargo, loque muchos aducían en el entierro: nohabía en el país un solo hombre con elvalor suficiente para enfrentarse a lasbrujas del pasado ni había otro modo de

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acabar con ellas.»Tras el féretro, vestido de gala, con

medallas y cordones al pecho y tocadocon un bicornio de plumas, cabalgaba elministro de la Guerra. Verlo solo, enmedio de aquella pompa, me llevó acavilar sobre si lo que estaba viviendono sería parte del teatro de sombras alque Clara Valdés se refería cuando mecontó el episodio del toro suelto, pues,como ella solía decir, la vida te hacepresenciar sucesos cuyo significado noes fácil de entender hasta que el pasodel tiempo los descifra.

»El cortejo se desplazabaestremecido por las salvas que desde el

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Castillo de San José decían el últimoadiós al presidente, cuando de entre lamultitud vi salir a un caballero demediana edad. Llevaba una niñita enbrazos. El hombre se acercó al carruaje,sacó de la levita un pañuelo y lodepositó sobre las coronas de flores.

»Cuando el carruaje pasó junto a mí,me fijé en el pañuelo. Era de un colorrojo desvaído y tenía bordada en blancola palabra liberté.

»Volví, sorprendida, la cabeza. Nohabía reconocido al licenciadoEspinosa, uno de los abogados másdistinguidos del país y persona con laque comparto un secreto que ni este

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cuaderno sabe.»Hacía mucho que no lo veía. La

ciudad se ha empezado a abrir hacia elLlano de la Virgen, hay barriadas nuevasen los potreros y cada día es más difícilencontrarte con gente que conoces. Peroél sí me reconoció. Al verme, hizo unainclinación de cabeza y luego se perdióentre el gentío.

»Regresé a casa muy turbada y paséel resto de la tarde en la rebotica. Y allí,abstraída por el trabajo, pensélargamente en Clara y en Néstor. Suamor tuvo el mismo destino que lalibertad que anhelaban, quizás porque dela libertad, como del amor, rara vez se

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alcanza todo lo que se espera. Noobstante, quiero creer que son felices yque no se han olvidado uno del otro.Pues el amor verdadero, el que es zarzay a un tiempo espiga, deja siempre unahuella imborrable. A veces una cicatriz,para qué engañarnos. Pero aun laceradoy vencido, el buen amor vuelve siempre,como la lluvia y los sueños de junio,para cercarnos con su nostalgia yherirnos con su dulzura».

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AGRADECIMIENTOS

El autor desea dar las gracias aRodolfo Luna del Pinal, Dialma deSmith, Danilo Parrinello, Perla deNeutze, Manuel F. Ayau, RicardoCastillo A., Héctor Rosada Granados,Ricardo Barrios Peña, Ana MaríaUrruela de Quezada, Jorge AntonioOrtega Gaytán, Sergio García Granados,William Olyslager, Rosalba Ojeda,María Eugenia Gordillo, Jorge MolinaSinibaldi, Luis Fernando Samayoa,

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Virginia Wagner, Lucila Sierra y RamiroOrdóñez Jonama por su valioso auxilioen la confección del telón de fondo deesta novela, al haberme facilitadoreferencias, planos antiguos de laciudad, mapas, libros, periódicos otextos que desconocía, panfletos,estudios históricos, recuerdos familiaresy fotografías de la época. Deboasimismo gratitud a María del CarmenDeola y a José Luis Perdomo Orellana,quienes editaron el texto con unprofesionalismo ejemplar, y muyespecialmente, a mi esposa MaríaConsuelo, por su paciente, inspiradora ysiempre gozosa compañía en aventuras y

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viajes por Tabasco, Chiapas, SanMarcos, Tacaná y Retalhuleu.

Guatemala, 25 de julio de 2008,día de Santiago Apóstol