el silencio fragmentos

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EL SILENCIO DE GOETHE O LA ÚLTIMA NOCHE DE ARTHUR SCHOPENHAUER (FRAGMENTO), por Antonio Priante

Bueno, parece que esto se ha calmado... Ay, corazón, ¿por cuánto tiempo seguiremos juntos? Estos días me lo has puesto muy negro, ¿piensas dimitir ya? ¿no me acompañarás un poco más repartiendo sangre y vida por todo el cuerpo, permitiendo que el cerebro mantenga encendida la lámpara de la inteligencia, la llama de la creación?...Ya sé, ya sé, cuerpo mío, que, cumplido el término de esta objetivación individual llamada Arthur Schopenhauer, has de desintegrarte y descomponerte en las fuerzas elementales de la naturaleza, y que esta conciencia que hoy te habla desaparecerá y que con ella se extinguirá el mundo que en su teatro se representa y que el ser eterno que yo llamo voluntad eternamente seguirá encarnándose, objetivándose en millones y millones de formas llamadas todas a desaparecer. ¿Y por qué todo eso? ¿Para qué? Ahí, ahí está el límite de la filosofía. Yo he descifrado definitivamente el cómo. En cuanto a esas preguntas, si es que tienen algún sentido, si es que no son falsas cuestiones planteadas por un cerebro imperfecto, estoy seguro que la respuesta sería de tal índole que, aunque un ser superior se esforzase al máximo por aclarárnosla, no entenderíamos nada. Será mejor que me siente. Aquí, en la esquina del sofá, junto al brazo mullido, bajo el retrato de Goethe que él mismo me regaló... ¿Qué diría si pudiese verme ahora, si conociese la fama que he alcanzado? ¿Se sorprendería? No, no se sorprendería. Lo sabía muy bien. Aquella tarde, días después de mi entrada triunfal en su mundo, durante una de las habituales veladas de casa de mi madre, estaba yo absorto contemplando la suave caída de las hojas tras los cristales tamizados por los blancos visillos, cuando oigo estas palabras de Goethe, dirigidas a unas jóvenes que cuchichean a mis espaldas, "no os riáis, jovencitas, os aseguro que esa cabeza será capaz de cosas que nos asombrarán a todos". Sí, lo sabía, lo sabía muy bien. Y yo sólo tenía veinticinco años... Pero poco hizo para que mi obra fundamental se conociese. ¿He dicho poco? Nada hizo, nada en absoluto. Y así tuvieron que pasar más de treinta años para que mi nombre fuese finalmente respetado y celebrado. Hasta el 44, la oscuridad más absoluta. Tras la publicación de la segunda edición de mi gran obra (comercialmente tan desastrosa como la primera), me llegan los primeros ecos... una carta de aquí, otra de allá, gente de buena fe y de inteligencia clara que empiezan a atisbar la luz que llevan mis palabras. Y así se va formando la selecta vanguardia de mis lectores, lo que luego di en llamar irónicamente "mis apóstoles", propagadores incondicionales de la buena nueva. Dogurth, que en su tratado, publicado ya en el 43, me califica de "el primer pensador sistemático real de toda la historia de la literatura"; Julius Frauenstädt, aparecido en el 47, el primero de todos en la labor propagandística; Adam von Voss, abogado de Munich; Linder, periodista, y el joven Gwinner y Becker, sobre todo el juez Johann August Becker, que se da a conocer por carta en el mismo 44 y que hoy es junto con Gwinner, quizá más que Gwinner, mi interlocutor predilecto. Estos forman la corte de la verdad, estos y otros de trato menos frecuente, como Wagner, el músico, cada una de cuyas cartas es más halagadora para mí que la anterior. Pero, para el mundo en general, en 1850 seguía siendo un perfecto desconocido. Hasta que dos hechos, de origen

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independiente pero enseguida felizmente conjuntados, me situaron en pocos años en la cima de la fama. En el 51 conseguí publicar los Parerga, aquel conjunto de ensayos y divagaciones sobre los más variados temas de la vida cotidiana, tratados desde la perspectiva del sentido común aunque, naturalmente, sobre la base de mi propia filosofía... En poco tiempo se vendieron más ejemplares que de todas mis obras anteriores juntas. El público parecía agradecer el obsequio de aquellas verdades elementales expuestas en un estilo llano, no carente de profundidad, viveza e ironía, "provocative wit, sharp sarcasm, strong feeling, are everywhere", había de diagnosticar un comentarista inglés... ¿Y los profesores de filosofía? ¿qué decían? Nada, por supuesto. Y era normal. Un libro de temas populares dedicado a un público popular no puede de ninguna manera ser tenido en cuenta por un profesor de filosofía. Había, pues, que darles otra oportunidad. Y el destino se la dio, ya lo creo que se la dio. En abril de 1853 aparece en The Westminster Review un artículo de Oxenford titulado Iconoclasm in german philosophy. Trata de un gran filósofo alemán que, con un estilo admirable, denuncia los fundamentos teológicos de la filosofía contemporánea y enlaza directamente con Kant para iniciar la investigación de una nueva metafísica... ¿Un gran filósofo alemán?, se dicen los profesores mientras se miran entre recelosos y perplejos, ¿quién de los nuestros nos ha traicionado? ¿quién ha sido capaz de infringir la ley tácita del gremio produciendo algo genial? No, no puede ser. ¿Y cómo dice que se llama? ¿Schopenhauer? ¿Schopenhauer? No, no me suena de nada. Usted, doctor, que ha pasado por tantas universidades, ¿ha oído hablar de un tal Schopenhauer? ¿Schopenhauer? No, no conozco a ningún Schopenhauer, nadie conoce a ese tal Schopenhauer. Alguien que se llama así ha sacado un libro sobre el arte del buen vivir y esas cosas, pero un autor de esas características de ningún modo puede ser un filósofo. Así que ese tal Schopenhauer no existe, y si existe no es de los nuestros, y si no es de los nuestros no puede ser un filósofo. Y esta ha sido su sentencia, inapelable. Así, que no se busque mi nombre en ningún tratado académico de filosofía, ni de ahora ni de dentro de cien años. Desde el punto de vista académico a lo más que puedo aspirar es a figurar como una ave exótica en el gallinero gris de la filosofía oficial. Por el contrario, entre las mentes claras y sencillas, entre los hombres y mujeres que, como los niños, mantienen los ojos abiertos y asombrados ante la realidad del mundo y de uno mismo mi doctrina será cada vez más comprendida y aceptada. Cuánta verdad encierra el consejo evangélico: si no os hacéis como uno de estos pequeños no entraréis en el reino de los cielos. Y aquí se acaba la historia y se levanta la sesión.

¿Qué hora es? Las doce y cuarto, qué barbaridad. Vamos a dormir, Butz. ¿Qué haces ahí, tumbado en el suelo, moviendo la colita y mirándome de reojo? ¿no tienes sueño?... Yo tampoco. Estas historias me han desvelado, será muy difícil conciliar el sueño, muy difícil. Pero lo hemos de intentar, Butz, mañana quiero reanudar mi vida normal. A primera hora vendrá el médico, y luego a trabajar un poco, y a la calle, ya lo creo que sí. Este repaso de mi vida me habrá ido muy bien, lo presiento. ¿Has visto, Butz? En poco más de tres horas he dado un vistazo general a mi existencia. Y aún me llevaría menos dar un repaso general a mi filosofía... No me mires así, Butz. Hoy no, esta noche no. Ya hemos tenido bastante... Aunque, después de todo, ¿por

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qué no? ¿Qué te parece si preparamos un librito divulgativo con este título: La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro? Se vendería, puedes estar seguro. Qué me dices. Ya sé, ya sé que no puedes entenderme porque no tienes el don de la palabra ni, por consiguiente, la facultad de formar y manejar conceptos, lo sé muy bien, Butz, no me lo tienes que recordar, pero qué quieres que te diga, otros que supuestamente sí tienen esas facultades tampoco me han entendido. No veo la diferencia. Tú sólo tienes que mirarme y poner cara de entender. Como hacen algunos que conozco. Seguro que lo harás mejor. A ver, mírame... ¿Sabes qué te digo, Butz? No sé si eres muy inteligente o no, pero que la expresión de tu rostro es mucho más inteligente que la de muchos seres humanos, de eso puedes estar seguro... Bien, visto que no hay problema, adelante.

Mira, Butz, hay dos verdades básicas sobre las que se asienta toda mi filosofía, dos verdades que habría que contemplar, en lo posible, al mismo tiempo, porque ambas son los dos aspectos de la misma realidad del mundo y de la mente humana. Una es: el mundo es mi representación. Otra es: el mundo es voluntad. Y estate atento porque el asunto no es tan difícil como en principio pueda parecer. Se trata sólo de escuchar con atención, siguiendo el hilo del razonamiento... El mundo es mi representación, ¿qué quiero decir con esto? ¡Butz, no te muevas! ¡Siéntate sobre las patas traseras, como cuando esperas una golosina! ¡Vamos! sit! eso es, muy bien. Mira, yo veo las cosas que me rodean, las toco, las huelo, puedo describir su forma, su color, su olor, su textura, su volumen, su situación en el espacio, las relaciones de unas con otras... y el sentido común me dice que esas cosas existen tal como yo las veo y con independencia de que las vea o no. Pero ¡cuidado!, el sentido común también dice (o decía) que la tierra es plana, que el sol gira entorno del planeta tierra y otras "certezas" que hoy sabemos erróneas porque la investigación científica ha deshecho la ilusión de aquel sentido común. Así que mucho cuidado con el sentido común, Butz. Está bien para la cocina, pero en filosofía es mejor dejarlo un poco aparte y seguir paso a paso las pruebas que aporta la ciencia y la correcta relación entre la intuición y los conceptos. ¿Cómo conozco yo esas cosas que se me aparecen en el exterior? Con el fin de que mi exposición resulte más sencilla me limitaré al sentido de la vista, pero piensa que esto que te voy a explicar ocurre de similar manera en cada uno de los otros sentidos. Yo veo esa estatuilla. Mira, ponte aquí, desde aquí la verás mejor, Butz, come! sit! Muy bien... ¿adónde miras, Butz? Me refiero al Buda, no al busto de Kant. Sí, al Buda, ¿lo ves? Bien, yo veo esa estatuilla de Buda y el sentido común me dice que esa estatuilla está realmente ahí, a unos pies de distancia, y que en sí misma, fíjate bien, que en sí misma es tal como yo la veo, eso pretende decirme el sentido común... pero ¿en qué consiste ese "yo veo"? Consiste en lo siguiente. En mi ojo se produce una sensación, es decir, un conjunto de alteraciones al que algunos llaman percepción porque se supone que su origen está en una realidad externa que el ojo percibe, y digo se supone porque lo único que el sujeto puede tener por cierto es lo que se produce en el propio sujeto, y lo que en este caso se produce es una sensación en el aparato ocular. Esta sensación, que es en sí misma caótica y carente de significado −puntos luminosos y nada más− es transmitida inmediatamente al cerebro por los nervios ópticos, y en el cerebro es sometida a un tratamiento...