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EL REGIMEN DE PARTICIPACION EN LAS GANANCIAS: PERSPECTIVAS DE PASADO Y EXPECTATIVAS DE FUTURO CONFERENCIA P ronunciada en la A cademia M atritense del N otariado EL DÍA 11 DE MARZO DE 1 9 9 9 POR JOSE LEON-CASTRO ALONSO Catedrático de Derecho Civil

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EL REGIMEN DE PARTICIPACION EN LAS GANANCIAS: PERSPECTIVAS DE PASADO

Y EXPECTATIVAS DE FUTURO

CONFERENCIA P r o n u n c ia d a e n la A c a d e m ia M a t r it e n s e d e l N o t a r ia d o EL DÍA 11 DE MARZO DE 1 9 9 9

POR

JOSE LEON-CASTRO ALONSOCatedrático de Derecho Civil

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Ilustrísimo señor Vicedecano del Colegio Notarial de Madrid, seño­ras y señores:

Séame perm itido ante todo continuar esa especie de diálogo íntimo recién iniciado con quien, prim ero como Secretario del Tribunal de No­tarías en el que me estrené allá por los años noventa, y Presidente des­pués, es desde entonces y para siempre amigo, de los que no todos los días uno se siente halagado por la fortuna.

Sin em bargo, no sería justo si perm aneciera en el paraíso de los afectos, sin descender a la gratitud personal que dispenso a nuestro universal «Ito», por su ejem plo constante, por su ta lan te presid ido siempre por la mejor disposición y por sus enseñanzas y siempre tam ­bién honestas y oportunas. Generosidad y honestidad porque en él (y Mari Angeles tal vez mejor que nadie podría corroborarlo) no sólo se encuentra el gran profesional en el más hermoso sentido de profesor un oficio, sino tam bién el excepcional investigador y estudioso del que so­braría, seguram ente por no alcanzarme, cualquier otro juicio y, sobre todo, el ju ris ta sensible y com prom etido con todo el entorno de ese mundo que él ha sabido hacer arte y ciencia.

Por todo eso, y por lo que únicam ente el tiempo me obliga a silen­ciar, m uchas gracias, Juan José.

Pero no sólo hacia la entrañable persona de mi presentador, antes bien tan tos son los profundos y sinceros motivos de agradecim iento que hacia el Notariado en general tengo contraídos, que he llegado al firme convencimiento de que en mi persona se ha privatizado su más insigne función: la Fe Pública. Porque únicam ente un edificante acto de fe puede justificar mi presencia hoy en este foro tan espléndido, como celoso guardador del pensamiento jurídico.

Y no queriendo ser yo de peor condición en los teologales valores, albergué la esperanza de poder encontrar y transm itir algún pasaje de nuestra com pleja ciencia que aún no hubiera m erecido por nuestra doctrina la dignidad de intocable. Cómo también a la caridad apelo en

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mi Preámbulo por cuanto que, si en todos ustedes concurre sin duda el título de la am istad con que me honran, tal vez virtud tan encomiable no baste para soportar este rato de profundas u oscuras disquisiciones.

Vano y torpe sería por mi parte tra tar de exponer un tem a a la clási­ca usanza de un exhaustivo positivismo, tanto como fatuo pretender aquí una lección magistral, precisamente antes quiénes a menudo son los más cualificados operadores del Derecho, impulsores de no pocas de sus transformaciones, y receptores ex officio del modo en que aquél y la sociedad se cohonestan.

Obvio es ya, por tanto, prevenirles que ni traigo soluciones ni vengo a in ten tar nada sobre el tem a que se anuncia. Tampoco es ésta, por cierto, m ateria que se preste con facilidad a grandes recreaciones que, con más frecuencia de la deseable, sólo a la artificiosidad y hasta a la prestidigitación jurídicas conducen. Me habré, pues, de conform ar con el más modesto cometido que ya desde el mismo título adelanto, y al que me ajustaré haciendo virtud de la necesidad; perspectivas del ayer de un régimen, quizás frustradas al momento presente, y expectativas de un m añana que de tantos y diversos factores dependen.

He de confesarles, no obstante, que ya a priori hubo dos datos que me inquietaron, a saber: de una parte, la generosa actitud de nuestros legisladores que, tal vez procediendo a impulsos, parecían invitar a los ciudadanos al cambio, como si por una vez fuera el Derecho el que gol­peara a las puertas de la sociedad y no a la inversa y, de otra parte, el sorprendente ostracismo con que la Estadística saludó la tentativa. No es m om ento ni lugar para refugiarse en la pu ra Sociología jurídica, pero sí de analizar las razones de que por una vez al menos la Ley no lograra predecir a la costumbre.

Escasam ente se han rebasado cuarenta años desde que la Exposi­ción de Motivos de una de las más sustanciales reform as del Código nos explicara que «por exigencias de la unidad matrimonial, existe una potestad de dirección que la Naturaleza, la Religión y la Historia atri­buyen al marido». Mal se me antoja que puedan compadecerse en un orden jurídico las ideas de igualdad y potestad, pues de existir realm en­te aquélla por fuerza tiene que sobrar ésta y si ésta se exige aquélla es­tará condenada sin más remedio. No menos aterran los supremos jue­ces ante los que rendir una responsabilidad, sobre la que ni siquiera consta la certeza de haber sido asum ida por ellos mismos.

Pero lo que más debiera preocuparnos es que todavía peor alternati­va es para un M atrimonio, tener que optar entre criterios de indepen­

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dencia y colaboración para que los cónyuges hallen su más ideal mode­lo de convivencia. Si así ocurre, se explica con creces la insatisfacción que produce toda clasificación aprioristica de regímenes o sistem as económico-matrimoniales. Por el contrario, la capacidad de respuesta del Derecho a las transformaciones sociales y económicas, debieran ir siem pre mucho más allá de lo que el mismo S avatier imaginara. Tal vez no exista un modelo ideal de sociedad conyugal, como seguram ente tampoco de sociedad misma, por mucho que los tiempos y los hábitos resulten más o menos cambiantes. Las pautas económicas de la variadí­sima tipología social, tam bién la del Matrimonio, se van ajustando día a día, los modelos alineándose a las circunstancias de lugar y tiempo, y el Derecho viendo como, en suma, sólo lim itadam ente puede ofrecer criterios que armonicen afectos e intereses.

Tradicionalmente, no obstante, se vienen aceptando matices que han perm itido distinguir entre regímenes de comunidad universal, com uni­dad de ganancias, comunidad de muebles y ganancias, y comunidad de adquisiciones, así como sus casi correspondientes clichés separacionis- tas, todos ellos insuficientes unas veces por aleatorios y otras por arbi­trarios máxime cuando, a priori, todos centraban su ratio impulsiva úl­tim a en continuar justificando la diferenciación de la mujer, que ni veía compensado su trabajo doméstico, ni siquiera reconocida su condición teórica de igual al marido.

En realidad, creo que desde que como juristas nos comprometimos con nuestra época, no habrem os dejado de observar la aspiración de todo el orbe jurídico para, desde los superiores postulados de la liber­tad y dignidad personales, ir construyendo la idea de la personificación, de la que curiosamente el patrimonio se alzaba en su prim er baluarte. Y no deja de ser sintomático que la necesidad se impuso más sobre ba­ses puram ente personalistas que patrimoniales; no se pensó tanto en la responsabilidad, y en su cualificada función garantistica, cuanto en el mejor desarrollo de la personalidad que, sin el patrimonio, era pura ba­nalidad dogmática.

Más concretamente, resultaba con facilidad constatable por lo que a la sociedad conyugal respecta que, la cuestión no podía agotarse en el propósito de restitución de una capacidad de obrar sustraída o lim ita­da, y ni siquiera a conseguir cauces filosofales para acum ular bienes y capitales dentro de un esquema patrimonial dado que, si bien predica­ba la igualdad, con mayor decisión aún continuaba restringiendo la li­bertad. Pero es que no se trataba ya de eso, sino muy por el contrario de dotar a la persona del soporte sin el que, no nos engañemos, llegaba

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a ser menos persona. Con pasividad impropia de juristas, asistíamos al fenómeno en virtud de que a la m ujer se la elevaba a la categoría de plenam ente libre, y hasta igual a su marido, perfectamente para nada.

Porque si un régimen como el de gananciales, al que se describía con perfiles societarios, no dudaba en reducir el potencial social efecti­vo a únicam ente el reparto final por mitad de los beneficios, y si tam po­co el antiguo artículo 1444, aún contem plando una nítida situación de separación, propiciaba la real autonomía, es claro que ni la participa­ción, ni la independencia plenas, eran prerrogativas que correspondie­ran a los socios. Es decir, que la atribución de una verdadera capaci­dad, fuera cual fuere el régim en del m atrim onio, resu ltaba cuestión previa y esencial a la creación de nuevos modelos, o a la transform a­ción de los existentes. El desafío que ante sí tuvieron las reform as de 1958 y 1975 —no quiero aún prejuzgar la dimensión operada tras la de 1981—, era entender que, afrontándose un cambio sustancial en los es­quem as que debían regir el m atrim onio, el verdadero problem a, sin embargo, no era de régimen cuanto de condición personal, social y eco­nómica.

De esta forma, la alternativa estaba servida y por cierto de form a bastante grave: o una estructura social en la que seguram ente faltaran los presupuestos básicos de toda sociedad, o un modelo separacionista que, en la práctica, podía estar privado de la más elemental operativi- dad, por ausencia de bienes donde abonar tal autonomía. Con el prim e­ro se paliaba en parte la desigualdad patrimonial, y los socios se equi­paraban al menos en provechos; con el segundo se corregían tam bién en parte diferencias en lo personal, pero sólo otorgaba una capacidad que, sin bienes, apenas distaba nada de la ausencia o lim itación de la misma. La formulación dialéctica era, pues, o plena capacidad con se­paración de bienes, aunque tal vez sin bienes, o participación en las ga­nancias, pero todavía con recortes en la capacidad.

Es posible pensar que ello no fuera siempre así y que en algún m o­mento de la historia existieran realm ente mecanismos de participación de ambos socios en los lucros conyugales, incluso sobre la prem isa de no hacerse com ún un patrim onio sino hasta el instante final de su li­quidación. Explica B e n it o G u t ié r r e z que la comunidad perfilada por la Lex Wisigothorum, tenía lugar en todas las clases sociales del Estado, «dignitatis aut mediocritatis». Habitualmente, sin embargo, tal solución no solía producirse sino por la vía de unos pactos, la germanitas o la perfiliatio, entre otros, de los que el solo nomen iuris resulta ya suficien­tem ente explicativo de su verdadero significado a saber, que la affectio

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societatis únicam ente se asentaba sobre el consortium omnis vitae, de modo que su función resultaba más afectiva que patrim onial y, en con­secuencia, a todas luces insuficiente no más desaparecer aquélla, o apa­recido en su caso cualquier signo de crisis matrimonial.

Si a eso se une que ambos sistemas, el de separación y el de socie­dad legal de gananciales presentaban bastantes inconvenientes incluso en un funcionamiento normal, se comprenderán mejor las razones de la urgencia.

Porque, en efecto, además de la necesidad de unos bienes con que colm ar la mayor capacidad, el régimen de separación por sí mismo y de cara a la final liquidación, se prestaría a un cierto desinterés precisa­mente por la innecesariedad de una colaboración, y la ausencia de toda posibilidad de igualación patrim onial entre los cónyuges. A m enudo esto redundaría en contra de una filosofía de contribución equitativa al levantamiento de las cargas del matrimonio, de lo que acabaría resin­tiéndose toda la economía familiar, máxime cuando las expectativas de alguno de los cónyuges habrían de reducirse a una mera compensación retributiva de los trabajos domésticos, de donde que, finalmente y una vez más, debiera ser la vía paccionada la única válida para conjugar el desequilibrio de intereses, acrecentado, si cabe, por una disfuncional regulación de la m ateria sucesoria.

Por su parte, aunque el anterior artículo 1392 previera un efecto de comunicación de ganancias al término de la sociedad, a cuya estructu­ra contractual supletoria rem itía el 1395, ¿qué clase de sociedad conyu­gal era aquélla que limitaba la participación social a sólo el instante ul­terior de la liquidación? No le faltó razón a D u m o u lin cuando afirmara que «uxor non est proprie socia, sed speratur fore». Cierto que ad intra sí se estaba generando una tercera m asa patrim onial, com ún a ambos cónyuges, sobre la que precisamente iba a operar el reparto. Sin em bar­go, ¿bastaba esto para afirmar la existencia de una sociedad, legal para más méritos, o constituía la hipótesis una simple comunidad matizada, o diferida, o hasta con pretensiones de universalidad real?

Un sistem a puro de sociedad de gananciales inclina a pensar en unos socios con patrim onio inicial propio, que a lo largo de su activi­dad social realizan y obtienen ganancias, que adm inistran y disponen tam bién como propias para, sólo al final del ejercicio, distribuir confor­me a los principios rectores de toda sociedad. Pero, ¿cabría afirm ar strictu sensu que la m asa partible a que nos venimos refiriendo repre­senta ganancias, o más propiam ente constituirá ese tertium genus al que denominamos bienes gananciales?

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En el extremo opuesto, asimismo podría pensarse en el supuesto de que no existiendo bienes propios que aportar inicialm ente a la socie­dad, todo lo obtenido por y dentro de ésta constituyan beneficios. Inclu­so de haber existido aportaciones iniciales, será muy infrecuente que los bienes se conserven en su estado original, en tanto que los de rem ­plazo, podrían verse seriam ente afectados por la presunción legal de ganancialidad, siem pre que no se consiga acreditar con todo rigor y certeza la procedencia que hiciera surgir un crédito en favor del apor­tante y contra la sociedad, sin perjuicio de que no siempre podrán ha­cerse coincidir los valores reales de la aportación y el reintegro.

Pues bien, fuere cual fuere la hipótesis, ¿se estará realm ente ante formas de sociedad o, más bien, se habrá consumado aquel matiz que antes se apuntaba, de form a que definitivamente hayamos transitado hacia meras formas de com unidad, incluso desde esquemas original­mente trazados ex lege como societarios? Sin duda afinó mucho y bien D íe z P icazo , cuando afirmaba que los españoles de Derecho Común vi­víamos actualm ente en un régimen jurídico que no es el que nuestras leyes previeron, y ello porque ni esa sociedad de gananciales es una ver­dadera sociedad, sino m era comunidad económico-conyugal, ni siquie­ra tal comunidad lo es de ganancias, sino, en la gran mayoría de casos, universal, o de bienes. Y no se quiere decir que la consecuencia haya de ser objetivamente mala, al menos para quiénes así lo deseen, pero cosa muy distinta es que el modelo se imponga de forma indiscrim inada y hasta goce de la presunción de la Ley.

Con brillantez y claridad ha señalado el sociólogo T ó n n ie s que mien­tras la comunidad implica la existencia de un todo orgánico y superior a la voluntad individual, la sociedad constituye una m era unión externa, ex voluntate, m arcándose de modo definitivo las distancias cuando desde la affectio coniugalis, existente en ambas formas, se transita hacia la affectio societatis propia únicam ente de la segunda. Algo parece suge­rir, por tanto, que en los tiempos actuales, los modelos com unitarios co­mienzan a m ostrar signos de agotamiento, aunque en sí m isma la idea tal vez no esté por completo agotada.

Para ello, ya con el régim en de partic ipación en el horizonte de nuestro estudio, convendrá realizar algunas precisiones en torno al tránsito general que, por el momento, parece nos limitamos a presen­ciar.

Aplicados los anteriores principios a la econom ía del matrim onio, ya fuere mediante un patrim onio en común, ya merced a la comunica­ción recíp roca de las ganancias y adquisiciones hab idas constante

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vínculo, la concepción de la comunidad presenta un prim er grave in­conveniente cual es su m arcada atomización, como si de proindivisio­nes aisladas se tra tara de continuo. Con palabras de Planiol podríamos decir que la com unidad que surge por razón de m atrim onio, es una m asa de bienes en perm anente estado de indivisión, al modo en que para el propio régimen de participación lo dispone el artículo 1414, lo cual difícilmente perm itirá a los comuneros funcionar bajo postulados propios de un dominio dividido sino a lo sumo desmembrado, matiz in­trínsecam ente com prensivo de cierta idea de com unicación, pero no propiam ente de la de participación.

Ello explica, además, un segundo inconveniente, y es que en una época y bajo una fórmula legalmente reconocida como comunitaria, el único modus operandi tanto para la comunicación como para la liqui­dación, venía constituido por los bienes en su más m aterial acepción, restando aún muy rem ota la estimación de éstos conforme a los pará­metros obtenidos en base a sus valores. O dicho de otra forma, en pura terminología y técnica sucesorias, mientras que para la comunidad no caben sino criterios distributivos estrictos de los bona y la pars bono­rum, la mecánica societaria funciona con postulados en que el recurso a la pars valoris bonorum propicia unas posibilidades de equilibrio muy superiores. Y es obvio que una concepción tan rígida como la inspirada por el modelo comunitario, no permitía plantear soluciones que auspi­ciaban fórmulas de reparto proporcional, de estimación de aumentos, de comunicación de pérdidas, etc.

A nadie puede ocultársele que el giro que acaba de apuntarse, venía tiem po atrás im puesto por un intento de radicalizar los barem os de funcionamiento económico del matrimonio, cuestión ésta en la que me perm itirán eludir cuanto de carga ideológica pudiera conllevar, y ceñir­me sólo a sus fundamentos jurídicos.

Y en efecto, se ha llegado a afirmar que el moderno matrimonio se aproxima en su operatividad práctica a una especie de ciclo económico en el que la productividad de sus miembros cobra un especialísimo pro­tagonismo. Tal vez por su indudable proximidad a concepciones empre­sariales, la expresión no deja de ser más gráfica que cierta, aunque no poco atractiva si se admite que criterios como los de la incentivación, plusvalías, dividendos, etc., ingresan en el acervo de la sociedad conyu­gal. De alguna manera, principios análogos inspiraron los artículos 1392 o 1404 y, desde luego, los actuales 1411 y ss., en los que también la ex­periencia alemana, no sólo la francesa, influyó clara y decisivamente para, prescindiendo en parte de la idea de un consorcio reducido a la fi­

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nal operación de liquidación de ganancias, operar de continuo con los incrementos que experimentaran los bienes y derechos, debidos no a la sola aportación inicial o a liberalidades ajenas, sino a las iniciativas lle­vadas a cabo por los cónyuges. Ya no se va a tra tar de com partir algunos beneficios, a menudo estáticos y perm anentes en un patrim onio colec­tivo hasta su liquidación, sino de apreciar la diferencia de valores reales en los respectivos patrim onios individuales, al inicio y al térm ino de un ciclo económico.

Y se com prenderá que en tal estado de cosas resulte perfectamente obvia la existencia o conservación de ese patrim onio común, del que sólo interesan ya sus aumentos y disminuciones de valor, hasta el extre­mo que se alcanza a calificar a la sociedad conyugal como una verdade­ra sociedad de provechos de la que, con toda probabilidad, no estará ausente la idea de lucro. La propia mecánica de operaciones liquidato- rias será sensible a la evolución, de modo que, en adelante, ya no se re­partirá conforme a valores tangibles, sino de acuerdo con valores con­tables o sea, no ya sólo por el dato de afectarse o desafectarse unos bienes de la m asa común, sino porque tanto aquéllos como sus trans­formaciones, se reflejarán y com putarán finalmente en aquélla, sólo en lo que de aum ento o disminución hayan experimentado sus valores res­pecto de los que inicialmente tuvieran atribuidos.

Afirma T e d e s c h i que el valor no es un bien nuevo, ni siquiera algo accesorio a un bien, sino una cualidad inherente al mismo. En su vir­tud, un sistema de cómputo de valores, mal puede compadecerse con un régimen de com unidad porque, aunque exista en él una m asa co­mún, sus principios rectores le serán extraños a poco que pensemos que el valor es un concepto que clama por no encorsetarse en situacio­nes de indivisión. Es decir, no es la comunidad el terreno más idóneo para abonar un criterio puram ente contable, como es el aum ento o dis­m inución de valor, porque no existe en puridad la propiedad de valores, sino la de bienes que lo experimentan.

No sería coherente el discurso que hasta aquí traem os, si a conti­nuación no se perfilaran las capitales diferencias que asimismo existen entre las acepciones de ganancia y gananciales, a las que el Código civil otorga un uso y tratam iento indiscriminados sin reparar en matices se­mánticos y funcionales de ningún género. Sabido es que, grosso modo, se entiende por ganancia todo aum ento de valor que un bien o derecho proporciona, idea a la que técnicamente escapa un concepto estricto de ganancial. Ni siquiera a la disolución del matrimonio, puede afirmarse que ciertos bienes, por ejemplo aquéllos adquiridos merced a desplaza-

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m ientos de fondos privativos y luego, sin embargo, no individualiza- bles, o por la dudosa procedencia del dinero de adquisición, etc., que con toda probabilidad van a participar de la condición de gananciales, constituyan no obstante una propia y verdadera ganancia.

Pero no se piense por ello que la distinción entre los términos de ga­nancial y ganancia es meramente cronológica, o por su sola referencia al momento del devengo o de la definitiva percepción, sino que antes, por el contrario, su diferencia es de claro signo económico, o sea, resul­tado de com parar en cualquier momento el activo bruto de una masa patrim onial con su activo o pasivo netos. Lo que estará ocurriendo, en definitiva, es mucho más sencillo por puro tangible, a saber que con la liquidación desaparecen no ya sólo los bienes gananciales sino la masa ganancial misma, m ientras que si operamos con métodos fundados en filosofías societarias, habremos de com putar y liquidar no ya bienes, tan sum am ente difíciles de comunicar, sino los aum entos o disminucio­nes habidos en su valor.

Llegados a este punto, una lectura superficial y tópica, a menudo es­grimida para com batir la oportunidad de consagrar el régimen de parti­cipación, podría hacer pensar que son demasiadas las analogías que le aproximan al de separación y al de sociedad de gananciales, en sus res­pectivos modos e instantes de funcionar y liquidarse; perm ítanm e ser sinceramente escéptico ante tentativas de incorporar el cartesianismo a la interpretación jurídica. Baste pensar para ello en los profundos m ati­ces diferenciales que podrían apreciarse entre partir conforme a crite­rios de pura m aterialidad o de m era contabilidad, un patrim onio ga­nancial o simplemente las ganancias, tener en mano común o conforme al espíritu de una amplia solidaridad, operar con bienes o con valores ya desde el inicio del régimen, en suma entre com unicar y participar de unos beneficios, como respectivamente singulariza un patrim onio co­lectivo frente a otro por destino.

Con idéntica visión y razones, asimismo bastante sesgadas, se ha ve­nido afirmando, con las únicas y muy honrosas excepciones de L acruz y D íe z -P ic a z o , quienes lo intuyeron hace ya algunas décadas, y más re­cientemente M o r a l e s , que es el de participación en las ganancias un ré­gimen mixto que tra ta de arm onizar pautas comunitarias y separacio- nistas. Seguram ente esto últim o sea cierto, pero debe de inm ediato aclararse que una cosa es que un sistema trate de cohonestar los dos grandes principios en m ateria matrimonial, el de autonom ía y el de li­bertad de ambos cónyuges, desde su más absoluta igualdad individual hasta la igualación en los resultados de la gestión de sus respectivos pa-

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trimonios personales, y otra muy distinta es que para las aludidas fases, el sistem a se nutra proporcionalm ente de la norm ativa propia de los otros dos regímenes, convirtiéndose sin más en un sistema mixto. ¿O es que acaso la sociedad legal de gananciales no se inspira en aquellas dos capitales ideas, y hasta trata de propiciar resultados finales, a su m ane­ra, equitativos? Incluso, si bien se piensa, el mismo régimen de partici­pación en las ganancias es originariam ente una form a de com unidad que coincide con los gananciales en lo más im portante de la misma, esto es en el espíritu asociativo para la final igualación, aunque difirien­do en algo por fuerza no menos esencial, el modo de adm inistrar y par­ticipar. No se incida, pues, en el fariseismo jurídico de enm ascarar la realidad con palabras, antes bien trátense de buscar las verdaderas dife­rencias y sus causas. Ni todos los sistemas que traten de equidistar in­dependencia y beneficios de los cónyuges son regímenes mixtos, ni m u­cho m enos, obv iam ente , lo p o d rán ser de p a rtic ip a c ió n en las ganancias.

In teresa ahora, sobrem anera, in terrogarse acerca de ¿cuál fue el propósito final que se persiguió con el nuevo régimen, qué respuesta ciudadana, y en base a qué motivos, se esperaba de aquel impulso legis­lativo? Por su estructura asociacionista tanto como por el soporte patri­monial en que se asienta, apuntaba B eu d a n t que la m oderna noción de la Familia y, más concretam ente del matrimonio, se aproximaba cada vez más a formas de cooperativas de consumo, en la que los servicios y los bienes, propios y ajenos, constituyen de ordinario su más sólido ar­gumento, hasta el punto de alzarse por sí solos en m otor de cualesquie­ra cambios habidos en la normativa de su régimen económico. Adviér­tase que un discurso tal se nos podría escapar por los más sinuosos cauces del sofisma, si a continuación hubiera de concederse que, como en algún m om ento de su historia ocurriera —llegándose a calificar al m atrim onio como un negocio al contado—, para su completa asim ila­ción precisáram os del recurso perm anente a los principios de las obli­gaciones y los contratos, idea ésta que no sin cierta atracción segura­m ente experim entara el propio Cicu. Y desde luego que como m era construcción, continúa siendo sugestiva.

Efectivamente, la proximidad antes apuntada del régimen de partici­pación al esquema societario, va a propiciar cuando menos que de él se deriven unas relaciones patrimoniales tendentes a producir efectos muy similares, no ya sólo la igualación. Y para ello, las premisas que m eto­dológicamente mejor van a explicitar su función y su funcionamiento van a ser, de un lado, una total autonom ía conyugal y, de otro, un fun­cional ajuste al espíritu de la solidaridad, premisas con las que, a través

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del necesario instrum ento de las capitulaciones matrimoniales y sin en absoluto renunciar al principio de colaboración, se hará posible orillar la presunción legal de ganancialidad. Es decir, de algún modo se en­frentan en el régimen de participación métodos propios de economías individuales, más abiertas a la iniciativa y hasta en ocasiones tendentes a la especulación, frente a la función conservadora o garantistica que en todo momento representa la idea de comunidad, factores todos ellos que, debidam ente combinados hacia la final igualación, otorgan al ins­tituto una interesante simbiosis donde encuentran pacífica coexistencia el interés del socio y la nivelación propia de los acreedores y deudores solidarios.

Reconociendo que son las recién enunciadas las más capitales claves del sistema, ello no es óbice para ni por un solo instante abstraerse a la idea de que ante todo el m atrim onio continúa siendo com unidad de vida, a la que deben ajustarse la ratio o la mecánica de un régimen eco­nómico. Efectos patrimoniales, intereses de los cónyuges y hasta el m o­delo mismo, habrán por tanto de revisarse hacia aquélla como única realidad. Vamos, pues, sobre lo hasta aquí dicho, a ir articulando, con espíritu más analítico que crítico, más global que puntual, las virtudes y carencias del régimen de participación.

En prim er lugar, es obvio que como cualquier otro sistema volunta­rio u optativo, el de participación requiere un expreso establecimiento en capitulaciones matrimoniales ex artículo 1325 C.C., lo cual, a la vis­ta del dato estadístico indicativo de la parquedad de escrituras capitula­res, va a constituir su prim er obstáculo. Algunas razones podrían in­tuirse para com prender su vacío sociológico, no tantas para justificar la insuficiencia legal. Si admitimos que el otorgamiento de capítulos cum ­ple no sólo una función probatoria, sino tam bién y sobre todo de orde­nación privada del alcance del régimen, la exigencia del 1327 perdería consistencia. Y ello porque para la ocasión, las capitulaciones se con­vertirían no ya sólo en instrum ento constitutivo del régimen elegido, sino que, a su través, los cónyuges podrían atem perar su esencia a sus intereses. Es decir, abstracción hecha del principio de autonomía de la voluntad, las limitaciones que introducen los artículos 1429 y 1430, res­trictivas de posibles acuerdos en lo que a la proporción en el crédito de participación respecta, pudieran resultar arbitrarias si se piensa que, con cierta frecuencia, los patrimonios iniciales resultan tan ostensible­mente desiguales, que sólo precisamente con el parám etro de un repar­to desigual se alcanza a corregir situaciones objetivamente inequitati­vas, en evitación una vez más del viejo axioma de sum m um ius summa iniuria.

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Y aunque en últim a instancia, la realización de unas capitulaciones agotara su pleno sentido en la confección de un inventario a partir del que articular los complejos cóm putos que el sistem a prevé, lógico es pensar que ni siquiera los cónyuges conozcan a priori la bondad intrín­seca del régimen, ni su permeabilidad a las actividades que puedan más adelante llevar a cabo, ni las posibilidades de cara a optim izar un crite­rio de compensaciones, etc. A pesar de todo lo cual, ¿quid ante la au­sencia de ese inventario?; ¿habría de concluirse, como hace el Códe, la inexistencia del patrim onio inicial con lo que todo el final se estimaría como ganancia, efecto éste en parte desnaturalizador del verdadero sentido del régimen? En cualquier caso estim o hubiese sido m ucho más clarificador, dado que, al no exigirse expresa y formalmente, a me­nudo no se realizará el inventario, haber prescindido de la duplicación de operaciones a que conlleva el cómputo de un patrim onio inicial y de o tro final ex artículo 1417 para, sim plem ente, form ular un taxativo elenco de deducciones de este último, a excluir naturalm ente del con­cepto de ganancia.

Por otro lado, si la mayor reticencia suele hallarse en la necesidad de su realización en escritura pública, y aún cuando indudablemente lo deseable sería siempre el control y asesoram iento notarial de las estipu­laciones, tam poco debería existir un especial obstáculo a que éstas constaran en documento privado, siempre y cuando las mismas proce­dieran del m utuo acuerdo, o de la iniciativa de un cónyuge con la auto­rización o asentim iento del otro. De esta forma sería siem pre posible acreditar la existencia, titularidad y criterios de participación en las ga­nancias, y hasta indirectamente revestir la declaración de una presun­ción de exactitud de doble dimensión, inter partes y frente a terceros.

En segundo lugar, se ha im putado al régimen de participación un grado de complejidad de magnitud suficiente para impedir su adopción en mayor medida, argumento de cuya certeza caben dudas razonables. Llegó incluso a afirm arse que la única razón para su existencia en el texto de la reform a de 1981, fue impedir la aparición de los antiestéti­cos preceptos sin contenido, o reiterados bajo la fórmula del «bis»; por el contrario, entiendo que si tales fueran su dificultad y utilidad, ni el régimen habría sido incorporado a nuestro sistema matrimonial, ni su regulación habría cabido en los escasos 24 artículos que lo contemplan. Tal vez el método previsto para la liquidación y cálculo del crédito de participación, obligue a algunas operaciones m atem áticas de relativa complejidad —recuérdese lo que hace un instante denunciara—, al me­nos si la comparación es respecto de la sociedad de gananciales donde el cómputo es por mitad, pero al mismo tiempo se simplifica la base de

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créditos y reintegros entre cónyuges, con la única y natural excepción del artículo 1426.

En sum a, ni m ayor complejidad ni m enor posibilidad de adap ta­ción; simplemente, como siempre ocurre, escaso interés incluso por lo que pudiera llegar a interesar, en ésta o en cualesquiera otras fórmulas que se propongan, hasta llegar a hacer decir a autores como J o sse r a n d o C o r n ú , que el lugar del régimen continuaría siendo por el momento el banco de pruebas.

Nadie habrá denunciado, sin embargo, que donde acaso sí pudiera radicar cierta complejidad es en la amplísima libertad que a los cónyu­ges concede el régimen, lo que, desde luego, nunca constituiría un m o­tivo expreso de crítica, pero sí toda una invitación a la cautela ante la fácil presencia del fraude. Norm as como las de los artículos 1423 y 1424, con la sola excepción de las liberalidades de uso, o 1433, pensado para hacer efectivo un derecho ya adquirido, a expensas de lo que luego se dirá, entre otros, resultan a todas luces insuficientes, máxime ante el breve plazo de dos años que el 1434 concede al cónyuge acreedor para la impugnación que proceda. Por el contrario, como el legislador quiso funcionar en todo caso con valores netos, de lo que son claro exponen­te las deducciones que obligan a practicar de los patrimonios inicial y final los artículos 1419 y 1422, se echa en falta una disposición que im ­pida a los cónyuges disponer del rem anente actual al instante preciso de haberse iniciado el procedimiento de liquidación —resultando extra­ordinariam ente lim itada la referencia a la necesaria licencia judicial, para únicam ente el caso de seguirse pleito, que por remisión efectúa el artículo 1394—, pues de otro modo de poco servirían las correcciones de estimación de valor pretendidas por los artículos 1421 o 1425.

Buena prueba de lo anterior es el especial derecho de denuncia, o la facultad de solicitar la terminación anticipada del régimen, que asiste a los cónyuges cuando la conducta irregular de alguno comprometa gra­vemente los intereses del otro. No obstante, también aquí se aprecia la fragilidad de esa medida prevista en el artículo 1416 que, aún cuando claramente inspirada en la fórmula clásica que consagra el artículo 1129, alusivo al vencimiento anticipado del crédito por causas imputables al deudor, clam a a voces por el complemento ideal que le supondría el aco­gimiento expreso de un particular y recíproco deber de información, el cual, estando únicam ente previsto por los artículos 1383 y 1393.4.° para la sociedad de gananciales, no parece de autom ática y fácil aplicación al régimen de participación, para el que no bastaría la referencia del 1415 ante la remisión en bloque que a la normativa separacionista prevé el 1413 como supletoria.

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Asimismo conviene advertir como en ocasiones los criterios p ro ­puestos para el cómputo final del crédito de participación, van a resul­ta r artificiosos, se diría que ficticios, y hasta que no siempre operativos; reparem os para ello en el dato de que el patrim onio inicial no tiene realmente especifidad en cuanto tal, sino sólo como pura base de cálcu­lo para el final, lo que unido a que aquel crédito no nace como derecho, sino hasta la ulterior liquidación del régimen, y aún entonces no dejará de ser sino eso, un puro derecho de crédito que habrá debido perm ane­cer como poco más que una m era expectativa durante toda su vigencia, el tem a adquiere tintes significativos. Y es que, si de complejidad habla­mos, ¿eran ésas las alforjas que merecía este viaje?; ¿invita el régimen a su adopción cuando ab initio todo es hipótesis, todo un mero certus an, todo reducido a una pretensión eventual de igualación, que incluso po­dría consum arse como verdadero crédito, pero precisam ente en favor del otro cónyuge?

En tercer lugar, desde que Dólle iniciara la adscripción del régimen a comunidades de destino, viene admitiéndose su escasa adaptabilidad a supuestos de disolución m atrim onial que no sean mortis causa. ¿Qué se está queriendo decir que no sea predicable de cualquier otro régimen económico matrimonial?; ¿a qué viene sugerir ahora cuestiones ya re­sueltas con convenios reguladores de pensiones compensatorias?; ¿o es que la com unidad en las ganancias que la sociedad legal entraña, tiene sentido desprovista de la comunidad de vida que por sí mismo el m atri­monio implica, o incluso el de separación de bienes, sin vida o sin tra ­bajo en común?

Cosa distinta es que, como bien sabido resulta, nos hallemos ante una participación diferida que únicam ente se m anifiesta a la disolu­ción, pues, habiendo funcionado en vida la sociedad conyugal bajo el esquema de la total separación, sólo a la extinción del régimen procede­rá el equilibrio contable entre los cónyuges, o entre el sobreviviente y los herederos del otro, a modo de com unidad post mortem, en virtud del que se igualarán las ganancias de ambas partes. Y ahí seguramente sí pudiera apreciarse cierta insuficiencia legal en la cobertura de deter­m inadas situaciones que, dadas las peculiaridades del régimen de parti­cipación, se presentan a menudo incluso ante aquel desenlace.

El supuesto general se aprecia con facilidad ante la escasa ductili­dad que el legislador acredita cuando se lim itan los supuestos de pago del crédito mediante adjudicación de bienes concretos, a solo las m oda­lidades convencional o judicial según establece el artículo 1432. Si ha­bitualm ente el modo de satisfacción de aquél habrá de ser en dinero

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por disposición expresa del artículo 1431, pero sin olvidar que nos en­contram os en el instante final de liquidación y pago del crédito de par­ticipación, ¿cómo y porqué m arginar una especie subrogada del pago tan clásica y ágil como es la datio in solutum ? ¿O es que no podrá inte­resar en ocasiones al cónyuge acreedor, no sólo al deudor como precep­túa la norma, solicitar un pago en especie concreta máxime, cuando el 1425 habría venido previamente a establecer el procedimiento de esti­m ación del valor de los bienes a la terminación del régimen?

En una particular aplicación de lo anterior, nada se ha previsto tam ­poco respecto del destino natural de la vivienda habitual caso de falleci­miento de un cónyuge, lo que normalmente debiera ser constitutivo de un derecho de adquisición preferente de la misma para el sobreviviente. Tal posibilidad, adem ás de conveniente, se antoja justa y fácilm ente operativa simplemente mediante la atribución en pago que al supèrstite habría de corresponder de su crédito a la participación o, en su caso, compensando en más o en menos a los herederos del premuerto, si a ello hubiera lugar por la diferencia de valores. Una vez más debe reite­rarse que la previsión que para situación análoga el Código efectúa en el artículo 1406.4.°, en sede de sociedad de gananciales, no resulta satis­factoria, ni a través de la remisión del 1415, ni siquiera aún cuando el mismo efecto podría ser siempre obtenido por la vía del régimen pri­mario ex artículo 1320.

Finalmente, en cuarto lugar y para ir concluyendo algunas cuestio­nes insinuadas, surge por un lado la duda de si el régimen se incorporó a nuestro sistema con todo el bagaje que una reform a tal m erecía o, por el contrario, pudo ser a últim a hora privado de las pautas que ofre­cía el modelo que se descartó, esto es el alemán, para reducirlo a sólo una alternativa de contenido económico matrimonial al puro estilo del Códe. Con ello se perdió la oportunidad de ligar tan trascendental m ate­ria, con la no menos del fenómeno sucesorio al que, además, aquélla resulta consustancial. Y ante imprevisión como la denunciada, no es fá­cil resistir la idea de la nula fortuna que los conservadores de nuestro Código reportaron a sus creadores. O es que tal vez, ¿quién lo sabe?, sea momento de hacer partícipe al Código Civil de los excelentes frutos que sembró en tierras ferales.

Entiendo que fue el de participación un régimen que se proyectó como factor de corrección de una filosofía com unitaria que, a su vez, respondía a una circunstancia social y políticam ente muy concreta. Para ello se intentó jugar con valores patrimoniales netos, con una idea de ganancia excesivamente económica, y en ocasiones hasta se diría

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que trascendente a ciertos principios jurídicos cuales el de analogía, so­lidaridad, o un enriquecimiento quizás no siempre justo por la obsesión de unitarizar las situaciones, llegándose de tanto sublimarlo a sublimi- nar el propósito de igualación, a riesgo de desnaturalizar lo dispuesto en los artículos 1427 y 1429.

Detengámonos para ello brevemente en las soluciones que ofrecen los artículos 1419 y 1420, verdaderamente problemáticos de cohonestar en su riguroso ajuste al régimen, so pena de llegar a incidir en una rela­tiva contradicción. Tributarios ambos del concepto de patrim onio ini­cial que acoge el artículo 1418, y que casi nunca vendrá a coincidir exactamente con el real de cada cónyuge, se aprecia claram ente como el legislador persiguió tanto la idea de nitidez en las ganancias, que lle­gó a lim piar de cargas un patrim onio negativo, lo cual, procediendo de quien procede, antes podría interpretarse como lapsus que como dona­ción ni siquiera modal.

Es decir, tanto se quiso preservar la solvencia inicial de un cónyuge, que se acabó por graduar el déficit, de m anera que cuando existen ini­cialm ente deudas, éstas las soporta únicam ente el deudor, quien, tras haber debido saldarlas, ofrecerá un balance neto partible sí, pero casi con toda seguridad inferior al que podría haber ofrecido de no dedicar parte de su patrim onio, de su tiem po y hasta de m ejores opciones a com pensar su desequilibrio. Cuando, por el contrario, las deudas llegan a ser superiores, léase superiores incluso al activo, entonces no duda la norm a en comunicarlas, desde el mom ento en que reduciendo a cero ese patrim onio inicial, el otro cónyuge estará asum iendo no ya la mitad sino la totalidad de un pasivo ajeno. En un supuesto lo debido invertir para saldar las deudas se convierte en ganancia, m ientras que en el otro se pasa por la ficción de presentar un balance final, sin duda inferior al realm ente conseguido, para term inar por reducir a únicam ente aquél la ganancia.

Ambas soluciones son insatisfactorias hasta rayar la arbitrariedad. En una, 1419, podríamos interrogarnos no ya si es justo que el cónyuge deudor soporte él solo el esfuerzo de am ortizar el déficit, sino ni siquie­ra si es práctico, pues evidentemente su incentivo va a ser escaso ante la rem ota posibilidad de ser él el titu lar del crédito de participación. En la otra, 1420, más razonable hubiera sido tra ta r de com pensar al cón­yuge no deficitario, m ediante el simple recurso de equilibrar ficticia­mente su patrim onio inicial de modo proporcional al desequilibrio de su cónyuge. Si nada de ello se hizo, sin duda fue, bien porque al legisla­dor le funcionara en demasía el esquema de los bienes privativos, bien

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porque en ocasiones jugara con ganancias contables y, en otras, sin em­bargo, tratara de hacerlo con ganancias reales, bien porque hiciera un mal uso del significado de la colación, abstraído de la inexistencia para la ocasión de cualquier espíritu comunitario.

Creo que en últim a instancia, en descargo del propio legislador, la solución no correspondía a él sino a los cónyuges. Y evidentemente que sólo con unas adecuadas capitulaciones, con un ajustado conocimiento del estado patrim onial aportado por ambos, del oportuno juego de los consentim ientos y de una rigurosa práctica de inventarios, se podría haber evitado hasta el efecto perverso de haber de com putarse un patri­monio inicial que de poco más vale que de ficticia base de cálculo para un final, al que de igual modo se llegaría con los criterios aducidos, y deduciendo simplemente lo justo y necesario para poder presentar real­m ente unas ganancias.

Por otro lado, respecto de las plusvalías, mejoras o deterioros, esta­blece el artículo 1421, en relación con el 1425, un principio según el que el cónyuge no titular del bien participa en el aum ento o pérdida de valor que el mismo experimente, optando de m anera decidida por una suerte de comunidad de destino frente a la aleatoriedad, no perseguida, pero sin duda integrante de la autonom ía individual. La solución que nuestro legislador adopta frente a la de su modelo francés, que en abso­luto estima ganancia el plus valor habido en el bien y, por tanto, las de­duce del patrimonio final, plantea dudas acerca de si resulta ser ésa la más lógica consecuencia que se deriva del artículo 1412 y de la natural rem isión que manente matrimonio efectúa el 1413 al régimen de sepa­ración, cuando como sabemos ni siquiera en régimen de gananciales el legislador optó por una comunicación de las plusvalías sim ilar a la que aquí se propone.

Por cierto que nada se dice del carácter y destino que deban darse a los frutos, rentas e intereses de cualesquiera bienes, silencio ante el que L acruz concluía que existe una legal presunción de consunción de los mismos. La consideración o no de ganancia de tales conceptos merecía, sin embargo, un pronunciam iento más expreso por parte del legislador, habida cuenta que a menudo, aquéllos constituyen la base del patrim o­nio a liquidar en un régimen de ganancialidad, de cuyo espíritu precisa­mente se ha pretendido escapar en el de participación. La cuestión no es baladí, si se repara por una parte en que artículos como el 1381 y 1382 perm iten a un cónyuge disponer libremente de todo producto de sus bienes, siquiera luego se intente suavizar la concesión limitando tan amplio margen al solo efecto de la administración que le corresponde

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sobre su patrim onio y, por otra parte, en que de esa m asa ganancial en concreto podrá cada cónyuge tom ar el anticipo que precise, sin consen­timiento del otro, para el ejercicio de su profesión o la propia adm inis­tración ordinaria. La lectura de tales normas hacen cuando dudar del valor de aquel silencio.

No obstante, algo sí debería resultar de relativa claridad a la vista de lo que existía con anterioridad, y lo que se importó por vez prim era a nuestro Ordenamiento jurídico, por inescrutables que a veces sean los designios del legislador. Si el régimen que aún sigue gozando de su fa­vor es el de la sociedad legal, si al de separación es obviamente ajena cualquier idea de comunicación, reparto o participación y, no obstante, la propuesta que ahora se incorpora obedece a un modelo de consorcio, diseña un esquema patrimonial, y contempla unas circunstancias de so­ciedad política y económ icam ente diferentes, ¿por qué razón adm itir que únicam ente se nos está sugiriendo, en expresión de Z ajtay, un perfil de com unidad corregida? ¿O es que tal vez, por el contrario, la base so­bre la que habría venido a operar como elemento modalizador este ré­gimen de participación en las ganancias, no habría sido aquella pura y absolutam ente separacionista sobre la que los cónyuges proyectaran mejor sus iniciativas, y hasta con el plus incentivador añadido de saber que del propio esfuerzo y acierto, pueda depender tam bién una supe­rior ganancia que perm itiera incluso com pensar el desacierto, el inmo- vilismo, o la peor fortuna del otro cónyuge.

No creo que resulten a estas alturas razonables críticas como que el régim en apenas si ha concedido elem entos com unes a los cónyuges, quiénes, por tanto, escaso margen de desenvolvimiento habrán tenido durante el m atrim onio para poder participar en el juego de las ganan­cias. Se olvida con ello que no es éste un régimen legal, ni siquiera su­pletorio, sino pura y simplemente electivo y que todo acogimiento con­vencional de un modelo, debiera responder a las condiciones que más naturales le fueran. Todo, pues, habrá de ser conforme a lo que es, el patrim onio corriente, sus rentas, las transformaciones recibidas u obte­nidas, como asimismo sus obligaciones, deterioros, pérdidas y m inus­valías, sólo a sus respectivos titulares corresponderán, y únicam ente al térm ino del régimen se procederá a participar en los beneficios resul­tantes. Lo demás es pura comunidad, ya sea la misma universal, ya en las adquisiciones, ya exclusivamente en las ganancias.

Y mucho menos debe atenderse a razones como que «se iguala lo que no habría sido ganado en común», o que «esa igualación también contribuiría a descom pensar las ganancias verdaderam ente comunes».

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Respecto de lo prim ero bastaría con rescatar la expresión del absurdo, porque aquello que haya sido ganado en común, no hay que igualarlo, sino más sencillamente, repartirlo conforme las reglas de la misma co­munidad. Con referencia a lo segundo, sin llegar a ser una verdad a me­dias, acaba por no decir nada, pues, de una parte, precisam ente para supuestos tales está el remedio acomodaticio del pacto, en virtud del que establecer una más exacta correspondencia entre la participación final y la real cooperación de cada cónyuge en las actividades generado­ras de ganancias y, por otra parte, el plausible espíritu que inspira al a r­tículo 1438 será justa y fácil realidad aplicado a los metros y límites que imponen los específicos 1428, 1429 y, en m enor medida, o con ma­yor especialidad, el 1430.

En suma, y enlazando con lo que hace un instante se decía, es proba­ble que el esfuerzo que nuestro legislador de 1981 realizara, no se co­rrespondiera ni con el resultado del texto, ni con la receptividad social que halló. Pero no menos lo es, que en el intento no llegaron a superarse ciertas carencias que a años vistas resultan fácilmente constatables. Así un sistema, del que se predica su completa autonom ía desde la remisión que efectúa al régimen supletorio de separación de bienes, ve como, no obstante, más participa de ciertas ideas legales de ganancialidad que propiam ente de aquél, debilitándose con ello lo que la filosofía societa­ria implica frente a la comunitaria. De ese modo, sólo muy tenuemente habrá operado el nuevo régimen como efecto modalizador del que era su referencia natural para proyectarse, porque si la participación excede de la ganancia real, resultará difícil impedir que surja una suerte de co­m unidad postm atrim onial en ningún momento prevista ni deseada.

Tampoco puede obviarse el dato de que una concepción estricta de los beneficios, nos ciñe prácticamente a las rentas de capital, y aún és­tas no siempre incuestionables, y a las de trabajo, o industria empresa­rial o m ercantil, como los únicos lucros susceptibles de ofrecer sufi­ciente especificidad sobre la estructura ganancial. Pues bien, ¿hasta qué punto no sería ésa la consecuencia a que conducen no pocos modernos modelos de matrimonio?; ¿porqué no habrían de ser ésas las evolucio­nadas señas de identidad de nuestra sociedad y nuestro tiempo? Tal vez sin aventurar un tal criterio, se incida en la alternativa de desvirtuar hasta extremos casi puram ente testimoniales, reform a tan sustancial como la abordada, o de cercenar la verdadera voluntad de quiénes op­taron por esta fórmula de convivencia.

En similar sentido, y como corolario definitivo, aún encontraríamos el obstáculo de unos efectos sucesorios ciertamente exiguos para con el

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cónyuge viudo, y no se olvide que seguramente fuera éste el m otor que impulsó la adopción del régimen de participación en el B.G.B. allá por 1957. Descartada para el mismo la distribución por m itad de una masa común generada constante matrimonio, reducido el beneficio vidual a sólo una cuota usufructuaria —lo que hace cobrar en esta hora una es­pecial dimensión a la anterior consideración, de que verdaderas ganan­cias apenas si lo serán sólo las rentas—, e indefectiblemente en el hori­zonte el indeseado efecto de que el p a trim o n io , m ás ind iv idual y autónom o que nunca, transite hacia destinos familiares oblicuos, la ne­cesidad de increm entar la porción vidual hereditaria cobra visos de gra­vísima urgencia. Pero si, sin renunciar para un futuro próximo a la rei­vindicación de m ejorar la condición sucesoria del cónyuge supèrstite, por el momento tan sólo nos hallamos ante la liquidación de un régi­men económico matrimonial, sobre la única base de las ganancias ha­bidas, exclusivamente éstas deben ser objeto de distribución, de modo que la igualación no puede excederlas, ni pretenderse cosa diferente que no corresponda a cómo los propios interesados han elegido vivir. Casi se diría que por el m om ento el balance final que el régim en de participación sugiere se reduce, recurriendo a una expresión tan castiza como descriptiva, a lo comido por lo servido. Si ello es así, una vez más la ocassio legis se habría limitado a saludar pírricam ente su consagra­ción, y a acreditar lo escaso e insatisfactorio de su raízo textual.

Nada más. Muchas gracias.

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