el problema fundamental del hombre

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El hombre natural esta muerto en delitos y pecados. Èl es por naturaleza un hijo de desobediencia, un hijo de ira, que es esclavo del pecado, quien encuentra su deleite en ello y que esta apartado totalmente de Dios e inhabilitado para poder llegar a èl, destituido absolutamente de su Gloria. Es es el problema fundamental del hombre.

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ELPROBLEMA

fundamental DELHOMBRE

Martyn Lloyd-Jones

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“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las

tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.” —Juan 3:19

Existe un proverbio que dice que «una media verdad es peor que una mentira». Y

quizá no hay ningún lugar donde sea más cierto que en relación con la religión y las

cosas del alma. Es la explicación de la tragedia de los fariseos y los escribas que

crucificaron a nuestro Señor, sigue siendo la explicación de la incredulidad de un gran

número de hombres y mujeres inteligentes de los que uno esperaría que fueran

cristianos. Una de las cosas que destacan claramente en la Biblia y en toda la historia

de la Iglesia cristiana es que, casi invariablemente, el último hombre en experimentar

la influencia salvadora de Cristo no es el irreflexivo, incauto o réprobo, sino más bien

la persona reflexiva, inteligente, elevadamente moral que ha hecho todo lo posible

por llevar una vida piadosa. Siempre parece más fácil convencer a una persona que

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ha estado completamente equivocada que a otra que solamente lo ha estado en

parte. Los gentiles, que eran ajenos al pueblo de Israel y no tenían a Dios, entran en

el Reino de Dios con mucha más facilidad que ese pueblo elegido, los judíos, a quienes

habían sido entregadas los mismísimas «palabras de Dios».

Todo esto no hace sino ilustrar lo cierto que es este proverbio en el mundo religioso,

e ilustra aún más la astucia del diablo. Sabe que una media verdad puede satisfacer

con gran facilidad a la mente natural; sabe también que, en un sentido, una media

verdad está mucho más alejada de la verdad completa que una mentira absoluta. Una

mentira es una contradicción clara, no tiene pretensión alguna de mostrar la verdad,

es completamente lo contrario a la verdad. Por otro lado, la media verdad indica la

verdad y parece estar completamente del lado de la verdad. Ofrece tanto que el

incauto bien puede pensar que lo ofrece todo. «Saber poco es más peligroso que no

saber nada». Peligroso porque aquel que tiene ese conocimiento se imagina que sabe

mucho y por eso se hace imposible enseñarle nada. Ese fue el gran problema que tuvo

nuestro Señor en sus días aquí en la tierra. Es asombroso advertir cómo gran parte de

su tiempo lo invirtió en debatir con los fariseos y escribas. No vemos que los

publicanos y los pecadores debatieran con él, simplemente se echaban a sus pies y le

adoraban. Eran las personas buenas y eruditas las que estaban en desacuerdo con él

y las que finalmente le crucificaron. Y eso no porque estuvieran completamente en

desacuerdo con él, sino más bien porque estaban plenamente de acuerdo con él hasta

cierto punto. Era cuando sobrepasaba ese punto cuando consideraban que estaba

yendo demasiado lejos, que era sin duda culpable de blasfemia. En un sentido,

crucificaron a Cristo porque esperaban la venida del Mesías. Su no hubieran estado

esperando su venida, jamás se habrían enfurecido tanto por las afirmaciones de

aquella persona que, para ellos, se antojaba un impostor y un fraude. Debe haber

unas ideas antes de poder tener ideas erróneas; ¡el hombre que no tiene idea alguna

acerca de una cuestión en concreto está libre al menos de tener ideas erróneas y

falsas! Ese era el problema de los judíos en los tiempos de nuestro Señor: ¡llevaban

razón parcialmente! La tragedia y la vergüenza de la cruz nos ofrecen la ilustración

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más perfecta y terrible de la verdad de ese proverbio que recalca el peligro de las

medias verdades.

Pero esto, en mi opinión, es un principio universal, y sus efectos son tan obvios hoy

como lo han sido siempre. Consideremos la situación religiosa en la actualidad, ¿qué

encontramos? La fe cristiana está teniendo éxito y difundiéndose, ganando terreno,

en los países, regiones y lugares donde anteriormente se desconocía por completo.

Los paganos y los impíos están respondiendo a ella y están siendo cambiados por ella.

Por otro lado, hallamos que está decayendo y perdiendo terreno en los países

cristianos y entre los hombres y las mujeres que se han criado en hogares religiosos,

que han sido cristianizados en su juventud y que han asistido a sus lugares de culto

con regularidad desde entonces. Y con respecto a la oposición enérgica y a la crítica,

no proviene tanto de los disolutos e inmorales como de los buenos y morales, de los

idealistas y filántropos. ¡Qué reproducción más exacta de las condiciones que

prevalecían durante los tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor! Es el

acuerdo inicial lo que produce todos los problemas siguientes. Tomemos a todos estos

filántropos e idealistas modernos y comparémoslos con un cristiano. Hallaremos que

comienzan sobre una base común. Ambas partes reconocen que hay algo erróneo en

el mundo y el género humano, ambas partes están de acuerdo en que la amargura, el

sufrimiento y la fealdad tan evidentes en este mundo son una desgracia para la raza

humana y la civilización. Están unidos en su condena de la monstruosa desigualdad

que existe entre clases, del lujoso despilfarro y la autosuficiencia de un extremo y la

privación y la pobreza del otro. Ambos están de acuerdo en que la vida debiera ser

noble, alegre y sublime, y que la suciedad, la miseria, la sordidez y el pecado son cosas

que debieran avergonzarnos y humillarnos. La codicia y el egoísmo de los hombres,

su deseo de poder y espacio, todas las viles intrigas y estratagemas, toda la falta de

honradez y el fraude en relación con los asuntos públicos, todas estas cosas deprimen

y entristecen al idealista y al cristiano por igual. Ambos se horrorizan ante la guerra

como método para resolver diferencias, ambos casi se desesperan de la naturaleza

humana por el divorcio, la infidelidad y los apasionados excesos de sus congéneres.

Viendo el mundo tal como es en la actualidad están absoluta y completamente de

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acuerdo en que hay algo erróneo, terriblemente erróneo. Además están de acuerdo

en que, si no se hace algo para prevenir la corrupción, la civilización tenderá a

desmoronarse. Hasta ahí, pues, no hay desacuerdo alguno. Pero a partir de ahí se

acaba el consenso. Superficialmente son idénticos; pero, tal como sucede con

aquellas dos casas retratadas por nuestro Señor en su parábola, los cimientos son

completamente distintos, tan diferentes como la arena de la roca. Están de acuerdo

en afirmar que hay algo erróneo, pero están divididos de manera fundamental con

respecto a la cuestión de qué es exactamente lo erróneo.

No hace falta recalcar que tal diferencia es verdaderamente fundamental y vital. Pero

a fin de dejarlo muy claro, permítaseme utilizar una analogía y comparación médica.

Pensemos en una persona enferma en la cama con un dolor en el lado derecho. Dos

personas vienen a verla: un médico y un profano. Ambos están de acuerdo en cuanto

a su enfermedad, que no es él mismo, que tiene fiebre, que parece sonrojado y que

obviamente padece un dolor. El profano indica que quizá ha comido algo que le ha

sentado mal y que pronto se pondrá bien. El médico, por otro lado, examinando el

caso de manera más detenida, ve casi de inmediato que el hombre está sufriendo un

agudo ataque de apendicitis y que, a menos que se le opere sin dilación,

probablemente perderá la vida. Los dos visitantes están absolutamente de acuerdo

hasta cierto punto. Donde están en desacuerdo, fundamental y vitalmente, es en el

diagnóstico de qué era exactamente lo que estaba mal. Esa es la diferencia entre los

moralistas e idealistas modernos y el cristiano. «Y esta es la condenación», dice

nuestro texto como diciendo «¡no esto u otra cosa, sino esto!». No es suficiente que

admitamos en general que hay ciertos males que afligen al género humano y que las

cosas no son como debieran. Debemos descubrir dónde radica la causa, debemos

llegar al verdadero origen del problema. Hay que descubrir y desenmascarar la

enfermedad antes de tratarla adecuadamente.

Ahora bien, aquí tenemos el núcleo mismo de la lucha que ha tenido que librar

siempre la Revelación de Dios contra «la sabiduría del mundo». Aquí se encuentra la

explicación de la colisión tan frecuentemente representada en el Antiguo Testamento

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entre los falsos profetas y los siervos de Dios. Porque los falsos profetas siempre han

admitido que hay algo erróneo. Nunca han sido totalmente necios ni ciegos. La

acusación contra ellos es siempre no que clamaran que no había nada erróneo, sino

más bien que «curaron la herida de la hija de mi pueblo con liviandad» (Jeremías

8:11), que profetizaron cosas cómodas y suaves y una recuperación fácil en lugar de

afrontar y tratar el problema real de manera honrada y radical. En un sentido no es

trabajo del evangelio anunciar simplemente que hay algo erróneo y que el mundo es

pecaminoso. Toda persona reflexiva debe ser consciente de eso, todo hombre que

sea honrado consigo mismo y que se detenga de vez en cuando a escuchar la voz de

la conciencia que hay en él debe reconocerlo de inmediato. Hay moralistas en todos

los países paganos. En un sentido, los antiguos filósofos griegos expusieron los males

y las necesidades del ser humano de forma casi tan perfecta como la Revelación

divina. Todas las biografías honradas de todos los hombres reflexivos revelan lo

mismo: una sensación de insatisfacción en su interior y un anhelo de algo de lo que

carecían. ¡No!, no había necesidad de la encarnación y muerte de nuestro Señor

simplemente para decir a la humanidad que no todo iba bien. Los profetas de la

antigüedad y muchos otros ya lo habían descubierto y declarado. Nuestro Señor vino

para revelar la causa exacta del problema y su única cura: «Esta es la condenación

[…]». El evangelio es categórico y dogmático como anuncio o proclamación; no ofrece

una teoría, sino que declara un hecho. De ahí que, haciendo hincapié en la palabra

«esta», el evangelista nos recuerde la confusión prevaleciente y nos muestre cómo el

diablo intenta engañarnos indicándonos explicaciones distintas y fútiles para nuestros

problemas y dificultades. Y en este versículo trata dos de las principales falacias con

respecto a la enfermedad de la raza humana que no solo eran vigentes en su día, sino

que han permanecido desde entonces hasta la actualidad, los dos principales

obstáculos que se interponen entre muchos hombres y la creencia en Jesucristo

nuestro Señor.

El primero es el que podríamos llamar la falacia acerca del intelecto y el conocimiento.

Tomemos el caso de los judíos en los tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor.

Pensaban que sabían lo que iba a hacer el Mesías, consideraban que su conocimiento

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del Antiguo Testamento era suficientemente grande y preciso como para ser capaces

de predecir con exactitud lo que habría de hacer cuando viniera. Jesucristo no

respondió exactamente a ello; ciertamente había muchas cosas en él que

contradecían sus ideas y planteamientos. No se conformaba a sus deseos y

pensamientos, por lo que supusieron que estaba equivocado y que era un impostor.

Creían saberlo mejor que él y, por tanto, preguntaron: «¿Quién es este hombre?». Y

entonces, debido a que no se conformaba a sus ideas ni se ajustaba exactamente a su

noción de lo que el Mesías habría de hacer, hicieron caso omiso de todas las maravillas

y milagros que llevó a cabo, se volvieron impermeables a su mensaje y terminaron

matándolo. Pensando que sabían más, consideraron a Cristo un impostor y siguieron

esperando al verdadero Mesías que habría de venir. «¡Ay, qué ceguera y pecado —

dice Juan aquí—, qué perversidad! Vosotros los judíos seguís esperando la luz que

iluminará Israel cuando el hecho manifiesto es que la luz vino al mundo ya. No es

preciso mirar más allá, solo hay que mirarle a él».

¿No sucede exactamente lo mismo en la actualidad y particularmente con los

hombres y las mujeres educados y reflexivos? Reconocen los males y las maldades de

la vida, pero siguen buscando la solución en el futuro y no en el pasado. Qué

claramente queda revelado en sus conversaciones y escritos. Hablan de sí mismos

como personas que buscan la luz y la verdad. Se imaginan a sí mismos como pioneros

y exploradores introduciéndose en un territorio hasta ahora inexplorado y sin

descubrir. Consideran que todo el pasado de la raza humana está en la tinieblas y en

ignorancia dominada principalmente por el miedo y las supersticiones. Consideran

que el hombre se ha desarrollado dolorosamente a partir de especies inferiores,

habiendo sufrido una terrible lucha y un conflicto con su pasado animal. Hasta ahora

—dicen— nos ha controlado el animal que hay en nosotros, pero ahora el hombre

empieza a conseguir la libertad que tanto desea. La luz y el conocimiento empiezan a

amanecer sobre la raza humana, los exploradores acaban de avistar por fin la Tierra

Prometida y pronto la raza humana en su totalidad se habrá asentado allí y, en esa

atmósfera pura, dejaremos atrás todas las cosas que nos avergüenzan. Por medio del

crecimiento gradual del conocimiento y por la nueva luz que arrojarán la investigación

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y los descubrimientos sobre los problemas de la vida, el hombre se hará perfecto y

desaparecerán todas sus dificultades. «¡Miremos hacia delante! —dicen—.

¡Olvidemos el pasado! La perfección del hombre empieza a clarear y pronto iluminará

todas nuestras tinieblas y oscuridad».

A todos nos resulta familiar este argumento. Admitiendo que el estado de cosas actual

es malo, el moralista y el idealista moderno aguarda un tiempo, quizá dentro de

millones de años, en que se hará la luz y el hombre será perfecto. ¿Podría haber un

paralelismo más perfecto con el caso de los judíos? No se considera el pasado, el

hecho de Jesucristo se pasa por alto por completo. No hay luz alguna a excepción de

en el futuro, y esa es la razón por que presuponen que cada generación tiene más

conocimientos y está mejor informada que sus predecesoras, que «el conocimiento

crece de época en época». Rechazan mirar atrás hacia Jesús de Nazaret porque ellos,

como estos judíos, piensan que saben más que él. Piensan que el mero hecho de que

estuviera en la tierra hace casi dos mil años le deja automáticamente fuera de juego;

la luz, a la fuerza, debe provenir del futuro, no del pasado. No pueden ver que «la luz

vino al mundo» ya. Se niegan a creerlo. Qué completamente irrazonable es su postura,

qué ciega. ¿Qué luz adicional creen que necesitan? ¿Qué están esperando? ¿No es el

Sermón del Monte lo suficientemente bueno como patrón para su vida? ¿Esperan

algo más elevado y difícil aún? ¿No satisface la vida de Cristo sus exaltadas exigencias

y anhelos? ¿No fue su vida una vida perfecta y modélica? ¿Podrían y pueden desear

algo mejor? ¿Es concebible que el futuro, para toda la eternidad, pueda albergar a

alguien más divino y semejante a Dios? ¿Se puede imaginar que haya una

manifestación y exposición más plena y completa del amor de Dios que la que ya ha

aparecido en la enseñanza y muerte de nuestro Señor? ¿Qué podría ser más completo

y libre?

Y con respecto a nosotros mismos, ¿qué mayor esperanza para la raza humana puede

concebir el hombre que la de ser y volvernos como fue Jesucristo; la de que, sí

creemos en él, seremos conformados «a su semejanza» y ciertamente poseeremos su

mismísima mente? ¿Qué mayor luz y esperanza para el problema del pecado, y el de

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cómo superar las tentaciones que nos confrontan desde el exterior y desde dentro,

puede esperarse que la contenida en el Nuevo Testamento, donde se nos promete

que solo con que creamos en Cristo y nos confiemos a él seremos bautizados por su

Espíritu y vestidos con su poder? ¿Qué mayor esperanza, cara a cara con la muerte y

con una eternidad desconocida, que la certeza de la resurrección de Cristo y su

victoria ante la muerte y el sepulcro? ¿Qué más luz necesitan? Jesucristo ilumina toda

la historia de la humanidad, resuelve todos los misterios, convierte la oscuridad del

sepulcro en luz matinal de resurrección, y nos revela el mismísimo «resplandor del

rostro de Dios». ¡Oh! ¡Alma necias, ignorantes y orgullosas! ¿A qué esperáis? La «luz

para revelación a los gentiles» ha aparecido, «nos visitó desde lo alto la aurora», la

aurora ya brilla en los cielos, «la luz del mundo» ya ha aparecido y ha guiado a

incontables millones, aun a través del valle de la muerte, hasta la tierra de la luz

eterna. ¿Buscas la luz en los años venideros, la salvación en el conocimiento gradual?

Puede que lleve millones de años, dices. ¿Pero qué sucede contigo mientras tanto?

Pronto habrás desaparecido y el misterio seguirá sin resolver. ¡Qué inútiles son tus

esperanzas! Mira esta noche, mira ahora, esa luz que ya ha aparecido y que ha brillado

sin parpadear durante casi dos mil años y ha traído paz, descanso y luz a almas que en

un tiempo estuvieron en tinieblas como tú. Mírale a él y clama para que te salve.

Pero, si todo eso es cierto, surge naturalmente la pregunta de qué explica el hecho de

que hombres y mujeres desestimen deliberadamente esta luz y sigan sus propios

caminos ¿A qué se debe que los hombres y las mujeres, y particularmente los

pensadores, no admitan todo esto y no crean en Jesucristo? La respuesta se da en el

resto de este versículo, donde se nos habla clara y abiertamente de la verdadera

naturaleza del pecado. Esta es la segunda gran falacia vigente en la actualidad, tal

como lo era en el tiempo de nuestro Señor, y explica totalmente por qué los hombres

y las mujeres siguen sin hacer caso de Jesucristo, que es la luz del mundo, y miran

hacia unos hipotéticos progresos que se harán en el futuro.

Nuestras ideas acerca del pecado y el mal son demasiado superficiales e irreales.

Explicamos el mal y los errores que se cometen como cosas simplemente negativas y

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pasivas, por así decirlo, simplemente como ausencia del bien y de lo correcto. No

creemos que exista tal cosa o tal estado que sea categóricamente malo. Hemos

llegado a considerar que el hombre malo es un hombre que no es bueno. No creemos

que sea activamente malo o malo en un sentido categórico. Creemos que su problema

es que las partes buenas, positivas y bellas de su naturaleza no han comenzado aún a

funcionar y entrar en acción. Otra forma de declarar lo mismo es explicar cada pecado

en términos de ignorancia. Se nos dice que no es que conozca tanto el bien como el

mal y elija deliberadamente el mal y se refocile con ello, sino más bien que necesita

ser educado y recibir luz. No es que el pobre hombre disfrute del mal y le guste, sino

que no es consciente de lo bueno y lo bello. El pecado es ignorancia. Todo el problema,

pues, es intelectual y no de índole moral. Y, según la idea moderna del pecado, así es.

Lo que las personas necesitan, se dice, es que se las eduque, que reciban el

conocimiento, que se les hable de lo puro, lo bueno y lo limpio, que se les ponga en

contacto con las grandes mentes de cada época y en una atmósfera donde todo sea

sano y bello. Ahora bien, no sorprende en absoluto que semejante idea del pecado

resulte aceptable a las personas y que se entreguen a ella. ¡Puesto que cuán agradable

y consoladora es! Tú y yo no somos realmente malos, simplemente no somos buenos.

No hay nada maligno ni vil en nosotros, simplemente desconocemos lo que es bueno.

No es que nuestras propias naturalezas estén depravadas y retorcidas y que nuestros

corazones estén sucios, sino que simplemente no hemos habitado durante el tiempo

suficiente en esa zona cultivada donde la belleza, la bondad y la verdad están siempre

presentes. No necesitamos ser cambiados y nacer de nuevo, simplemente

necesitamos ser mejorados en cierta medida. ¡Ah!, no sorprende que a todos nos

guste eso, dado que nos halaga. ¡Cuánto más agradable es que un evangelio que nos

dice exactamente lo contrario: que somos viles y estamos sucios y que de hecho

amamos las tinieblas y las preferimos a la luz, que nos dice que nuestros pecados son

malignos y reales, deliberados y voluntarios! Porque eso es lo que se nos dice acerca

de nosotros mismos en el evangelio de Cristo; esa es la imagen que revela de nosotros

la luz eterna.

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Ahora bien, seamos honrados y comparemos estas dos ideas del pecado a la luz de

nuestra propia experiencia y la de los demás. ¿Son nuestros pecados simplemente

resultado de nuestra ignorancia y falta de cultura? ¿Desconocemos que la vida

retratada en el Nuevo Testamento es la única vida verdadera? ¿No debemos confesar

todos que sabemos bien que una vida buena, limpia y pura es la correcta y que ciertas

acciones son erróneas y pecaminosas pero, sin embargo, las hemos cometido

constantemente? Creer en esta teoría moderna del pecado es negar la existencia de

una conciencia y destruir cualquier rastro del concepto de una responsabilidad

humana. ¡Qué falso y engañoso es esto! ¡Qué superficial e infantil! ¡El borracho, el

adúltero, el que maltrata a su mujer, el ladrón, la persona que no es honrada, las

murmuraciones maliciosas: todo ello resultado de la ignorancia! ¡Qué necedad es

pedirnos que creamos que no son categóricamente malos y que lo único que

necesitan es educación e instrucción! ¡Qué monstruoso es pensar que estas cosas las

creen y las declaran con seriedad hombres y mujeres que, de examinarse a sí mismos

con honradez durante unos segundos, debieran ver la falacia! ¡Ojalá que su

explicación fuera cierta, que no fuera verdaderamente responsable de mis pecados

pasados!

¡Pero desgraciadamente ese no es el caso! Todos lo sabemos. Lo sabíamos antes de

pecar. Lo hicimos deliberadamente, sabiendo exactamente lo que hacíamos. ¿Por qué

lo hicimos si sabíamos que era erróneo? ¿Por qué no intentamos con todas nuestras

fuerzas llevar la vida del evangelio en vista de que admitimos que es correcta? ¿Por

qué tal acritud hacia la religión cuando sabemos que ha sido el mayor poder para el

bien que ha visto nunca el mundo? ¿Por qué maldecir la asistencia a la iglesia y los

testimonios de conversión cuando sabemos muy bien que nuestros propios amigos

que se han convertido son mejores que antes: mejores hacia sí mismos, hacia sus

mujeres e hijos y mejores ciudadanos? ¿Por qué reírse y mofarse de una institución

que puede producir tal cambio y lo ha hecho en todas las épocas? ¿Por qué los

hombres y las mujeres que no son cristianos estarían aliviados y contentos mañana

por la mañana si se demostrara y quedara fuera de toda duda que Dios no existe, que

toda la religión es pura invención? ¿Por qué muchos, algunos de ellos hasta miembros

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de iglesias, estarían contentos de escuchar y de saber con certidumbre que no hay

Infierno? No hay sino una respuesta. En nuestro estado natural sin regenerar

«amamos las tinieblas» y, por tanto, odiamos la luz. A pesar de saber todo lo que

sabemos, somos lo que somos. Disfrutamos del pecado, somos felices pecando,

paladeamos su sabor, lo amamos aunque sabemos que es ilícito y está prohibido. Allí

encontramos nuestro placer y felicidad, el deleite y el gozo de nuestras vidas. ¿Qué es

lo que odiamos? ¡Oh! Cualquier cosa o persona que tienda a estropear nuestro placer,

a hacer que nos sintamos infelices y que nos señale que estamos errando. ¿Y quién lo

hace más que Cristo y su Padre celestial? ¡Por supuesto que el pecador odia al

cristiano, el día de reposo y la asistencia a la iglesia! Porque todo ello le condena y le

hace verse a sí mismo.

¡Con qué perfección se presenta todo esto en la historia de 1 Reyes 22:8! Acab

deseaba atacar a sus enemigos a fin de recuperar una ciudad que le habían

arrebatado, y pide al rey Josafat de Judá que vaya con él y se una a él. Josafat le señala

que debe consultarse primero a los profetas, de modo que Acab los reúne a todos y

todos dan un informe favorable y les dicen que sigan adelante. Entonces Josafat

pregunta si se ha consultado a todos los profetas y pregunta: «¿Hay aún aquí algún

profeta de Jehová, por el cual consultemos?», a lo que el rey Acab contesta: «Aún hay

un varón por el cual podríamos consultar a Jehová, Micaías hijo de Imla; mas yo le

aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal». ¡Cuán verdadera es

esta reacción en todos nosotros en nuestro estado natural! ¡Sí! Todos conocemos la

verdad, pero la odiamos porque nos condena y nos hace sentirnos mal.

Enfrentémonos a nosotros mismos con honradez. Así son nuestras naturalezas. Aman

las tinieblas, odian la luz. Son retorcidas, están pervertidas, prefieren lo erróneo a lo

correcto y disfrutan el mal más que el bien que conocen. Lo que necesitamos no es

más luz, sino una naturaleza que sea capaz de amar la luz en lugar de odiarla. La luz

está ahí, sabemos que está ahí pero nos disgusta. La odiamos. ¿Qué sentido tiene

esperar de manera teórica y difusa una supuesta luz adicional cuando no podemos

apreciar ni disfrutar la luz que ya tenemos? Lo que necesitamos no es conocimiento

Luis Alberto
Resaltar
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sino amor. Sabemos lo que es correcto y bueno pero no lo hacemos porque nuestras

naturalezas son de tal forma que no lo amamos. Todo el conocimiento, la cultura y la

instrucción del mundo entero son incapaces de cambiar la naturaleza, nunca pueden

enseñarnos cómo amar a Dios. Inténtalo con todas tus fuerzas. En nombre del

evangelio te desafío a que lo consigas. Pero no seas necio, no seas ciego, no seas loco.

Reconoce y admite aquí y ahora que lo erróneo es tu naturaleza, tu corazón, tu ser y

tu personalidad esencial. Observa además que, a medida que pasan los años, no

mejoras sino que tiendes a empeorar. ¿Ha logrado alguna vez alguien convertir su

odio hacia Dios en amor? Puede que haya renunciado a este pecado o aquel otro,

¿pero ha llegado a amar a Dios? ¿Ha llegado alguien a hacerlo? ¿Puede un hombre

cambiar entera y completamente su naturaleza? ¿Amas a Dios ahora?, ¡porque si no

es así, le odias! ¡No!, nadie ha logrado materializar este cambio y, sin embargo, ha

sucedido. Pablo y millones de otros odiaron en un tiempo a Cristo y persiguieron a su

iglesia, pero después llegaron a decir: «para mí el vivir es Cristo». ¿Qué había

sucedido? Bueno, se habían visto a sí mismos como realmente eran a la luz de Cristo,

clamaron a él pidiendo misericordia. Y la obtuvieron, y además una nueva naturaleza.

Ahí está. Si no lo reconoces estás condenado. Pero si lo ves y lo aceptas, estarás a

salvo toda la eternidad. Amén.

Luis Alberto
Resaltar