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Actas – V Congreso Internacional Latina de Comunicación Social – V CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2013
ISBN-13: 978-84-15698-29-6 / D.L.: TF-715-2013 Página 1
Actas on-line: http://www.revistalatinacs.org/13SLCS/2013_actas.html
El problema de los remakes de los grandes
clásicos: El caso de King Kong
Francisco García Gómez - Universidad de Málaga - [email protected]
Resumen : Sobre toda nueva versión de cualquier clásico del cine que no sea
adaptación literaria siempre planea la cuestión de su pertinencia. Un clásico
artístico es una obra que ha conseguido el estatuto de la intemporalidad, que
se muestra como un modelo casi perfecto. Sin embargo, siempre se han
realizado nuevas versiones de grandes películas, fenómeno más recurrente en
las últimas décadas. Planteamos la pregunta de si son o no necesarias desde
el punto de vista conceptual (otra cosa es el económico), siendo conscientes de
que en arte no hay nada “intocable”, de que toda obra es susceptible de
relecturas, muchas veces planteadas como homenaje al original. Para ello
estudiaremos el caso de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack,
1933), obra maestra cuyo simio gigante pronto adquirió la categoría de mito
universal. Con posterioridad se han llevado a cabo otras dos versiones
“oficiales”, dirigidas por John Guillermin (1976) y Peter Jackson (2005). Ambos
remakes se plantean de forma distinta, como diferentes son las décadas de
realización.
Palabras clave : Clásico; remake; cine clásico; cine fantástico; King Kong.
“Clásico es un libro que las generaciones de los hombres leen
con previo fervor y con misteriosa lealtad”.
Jorge Luis Borges
Actas – V Congreso Internacional Latina de Comunicación Social – V CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2013
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1. Introducción. ¿Qué es un clásico?
En estética, el concepto obra de arte clásica tiene varias acepciones, ya que la
cuestión del clasicismo ha sido una de las medulares de toda la historia del arte
occidental. Son dos de ellas las que más nos interesan aquí1. En primer lugar,
según un criterio estético, se trata de una pieza realizada siguiendo los
presupuestos del clasicismo, con todo lo que eso conlleva: idealismo,
racionalismo, orden, proporción, equilibrio, armonía, simplicidad, claridad e
intemporalidad. Es decir, una obra clasicista, el adjetivo más empleado para
diferenciarlas de la segunda acepción de lo clásico que ahora veremos. Como
decía Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863), el clasicismo es la
mitad eterna e inmutable del arte, y frente a ella propondrá la modernidad, la
otra mitad, “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” (Baudelaire, 1996: 361).
En relación con ello, sobre todo desde la teoría orgánica de Winckelmann,
“clásico” ha pasado también a definir, por asimilación con el clasicismo griego
del siglo V a.C., considerado el período supremo de la cultura y el arte de la
Antigüedad, toda fase de madurez de cualquier estilo (igual que existen las
fases arcaicas o manieristas). Directamente derivado de ello está la siguiente
acepción que nos interesa: una obra clásica constituye una obra digna de ser
tomada como modelo a seguir e imitar. Y ello es así desde que se entiende
como un producto cercano a la perfección, y precisamente por esa cualidad se
estipula como modélico, y también porque asienta una normativa, es decir,
establece una tradición a partir de unas reglas. Es este sentido, básicamente
cualitativo, el que permite que se hable de “obras clásicas” o “grandes
clásicos”, y esa es la idea a la que se refiere Borges en la cita con la que
abrimos este texto (que se puede trasladar, más allá de la literatura, a cualquier
otra manifestación artística). En la Edad Moderna (es decir, en la era artística
del humanismo, del Renacimiento y el Barroco) se entendía que esa perfección
la alcanzaban principalmente las obras que seguían los presupuestos de la
estética clásica, es decir, las obras clasicistas.
1 En la antigua Roma, clásico era, en principio, un concepto administrativo, económico y social. Los ciudadanos clásicos eran los de clase más elevada. De ahí, tmbién en Roma, pasaría a emplearse en sentido metafórico, aplicado a la creación: los escritores y artistas clásicos eran los de mayor excelencia en su campo (Tatarkiewicz, 1992: 211-212).
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Sin embargo, no solo éstas alcanzan el estatuto de lo clásico, pues el criterio
de valoración de un clásico cambia con los tiempos. Esto ya empezó a tenerse
en cuenta incluso en tiempos del humanismo, y es lo que permitió la conversión
de artistas tan poco clásicos (para la estética de su tiempo) como Caravaggio,
Rubens, Shakespeare o Milton, en grandes modelos. En el arte contemporáneo
(entendido en su acepción amplia, desde finales del XVIII), incluso lo moderno
(lo opuesto a lo clásico) podrá terminar convirtiéndose en clásico. O incluso lo
vanguardista: eso es lo que hace que, por ejemplo, Las señoritas de Aviñón
sea un clásico de la pintura, a pesar de ser el cuadro que más hizo por la
destrucción de las convenciones pictóricas clásicas a partir del Renacimiento.
El tiempo, la distancia histórica, es lo que permite la conversión de las grandes
obras de arte (por encima de su estética) en clásicas, esto es, en modélicas. E
igual que existen clásicos del clasicismo, hay clásicos de la modernidad. Pero a
todos los une ese carácter paradigmático.
Ambas concepciones de lo clásico están, como es lógico, profundamente
interconectadas, desde el momento en que en el arte occidental de la Edad
Moderna y de gran parte de la Contemporánea (hasta el fin de siglo XIX y,
sobre todo, el surgimiento de las vanguardias), el arte clásico grecolatino ha
sido el principal modelo a seguir. Diríamos que el arte occidental ha girado, tras
la caída del Imperio Romano, en torno al clasicismo en todas sus variantes: o
seguía con mayor o menos fidelidad sus presupuestos, o se planteaba como
alternativa a ese clasicismo. La arquitectura y la literatura han sido los más
claros ejemplos de lo que decimos, si bien el fenómeno puede apreciarse
igualmente en las otras artes.
Precisamente ha sido esta doble acepción del concepto de lo clásico la que ha
determinado su uso en el cine por la historiografía desde hace varias décadas.
Y al igual que que ellas, se funden tanto los criterios estéticos como los criterios
históricos. Por un lado, nos encontramos con el clasicismo cinematográfico, el
estilo del cine narrativo mayoritariamente empleado en el mundo desde finales
de los años 10 hasta los 50, y del que el cine de Hollywood era el más claro
exponente. Es decir, el núcleo de lo que para Noël Burch sería el Modo de
Representación Institucional (MRI). Pero quizás, desde la historia del arte, el
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concepto de clasicismo cinematográfico sea más adecuado que el interesante
neologismo de Burch, desde el momento en que lo entronca mucho mejor en la
historia de las imágenes, como manifestación artística que es. Además,
algunos rasgos del clasicismo fílmico son asimilables a los de las otras artes,
como los de claridad, equilibrio, armonía o normatividad (esencialmente las
reglas del montaje continuo), incluso idealismo (el cine de Hollywood siempre
ha ofrecido una mixtificación de la realidad, incluso cuando ha pretendido ser
“realista”). Esa existencia de un clasicismo fílmico es lo que también ha
permitido el empleo por la historiografía del concepto de manierismo,
entendible como la última fase de todo período estético.
De igual modo, un clásico del cine es una película que, por su excelencia, se
propugna como modélica de la estética que representa, además de indicar que
ocupa un lugar destacado en la historia del cine. Por tanto, son clásicos del
cine tanto películas representativas del clasicismo fílmico (los clásicos del cine
clásico), como de tendencias cinematográficas distintas e incluso opuestas al
clasicismo (los clásicos del cine moderno). Es lo que hace que sean clásicos
tanto La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) o Al rojo vivo (White Heat,
Raoul Walsh, 1949), como El acorazado Potemkin (Bronenósets Potiemkin,
S.M. Eisenstein, 1925) o Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc
Godard, 1960).
2. Las relecturas de los clásicos
Desde el momento en que los clásicos se consideran obras merecedoras de
ser imitadas, se erigen en fuente de inspiración para muchas otras. De ahí que,
en su condición de clásicos modélicos, se les hayan efectuado continuas
relecturas y homenajes a lo largo de la historia. Hay que tener en cuenta,
además, que la idea de originalidad, tan privilegiada para el arte
contemporáneo, fue una aportación del romanticismo. Hasta entonces, los
valores de una obra los determinaba sobre todo su adscripción a una tradición,
sobre la que los grandes artistas lo que hacían era determinadas -y no muy
radicales- variaciones.
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Variaciones sobre un mismo tema. Justo eso es lo que ahora nos interesa, y lo
que supondrá el eje de este trabajo. Unas veces se trata de diversas versiones
de una historia o mito, algo que siempre ha sido consustancial al teatro y la
narrativa: sirvan como ejemplos los personajes de Fausto o Don Juan. Por otro
lado, se encuentran las reinterpretaciones de una obra concreta. En pintura
tenemos, en principio, las diferentes versiones que un mismo artista hace de
una obra propia, variando su lenguaje y algunos detalles, como hicieron
Leonardo con La Virgen de las rocas o Watteau con El embarque para Citerea.
En segundo lugar, las copias, base de la formación artística durante siglos,
desde el momento en que redundan en la idea de la perfección del modelo. De
las copias, unas son más parecidas al original y otras menos, lo que obedece
tanto a la voluntad como a las dotes del copista, pero casi siempre buscan la
mayor semejanza posible con el modelo, como forma de rendido tributo que
conlleva la máxima anulación de la identidad del copista: los mejores son
quienes menos dejan traslucir su personalidad, los más miméticos con el
original. Por último, más acordes con los remakes del cine, se hallan las
nuevas versiones de cuadros. En esta otra forma de tributo el imitador
mantiene en cambio su personalidad: se trata de relecturas, que precisamente
se caracterizan por diferenciarse del modelo, al que se rinde un homenaje con
un lenguaje diferente. Valga el caso de Picasso y sus variaciones de las
Meninas de Velázquez, las Mujeres de Argel de Delacroix o el Almuerzo sobre
la hierba de Manet.
En música, en la que siempre han sido corrientes los préstamos y copias de
unos compositores a otros, y en la que toda obra debe ser “interpretada” por el
“intérprete” (entre los que hay “fieles” e “infieles” en diversos grados), por lo que
no siempre se representa exactamente igual, encontramos varias tipologías al
respecto. Por un lado, las orquestaciones de obras de otros autores, en las que
el original es el que lleva el peso principal, sobre el que el orquestador
introduce más o menos adornos: escuchamos los Cuadros de una exposición
orquestados por Ravel, pero ante todo estamos oyendo la composición de
Mussorgsky, originariamente para piano. Distintas son las variaciones sobre un
tema: partiendo de la pieza de un compositor, otro hace una reinterpretación,
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llevándola a su terreno: Rachmaninov tomó prestada una melodía del gran
virtuoso italiano del violín, pero la Rapsodia sobre un tema de Paganini es, por
encima de todo, una pieza inequívocamente rachmaninoviana. Otra cosa son
las diferentes versiones de una canción, tan recurrentes en la música popular
en la era discográfica, en las que, además de los criterios comerciales ante una
pieza de éxito, nos volvemos a hallar con la cuestión de la interpretación.
Esta idea de las versiones de canciones es probablemente lo más cercano al
concepto del remake cinematográfico, término inglés que literalmente significa
“rehacer”, “volver a hacer”, es decir, “nueva versión”. En el cine siempre han
sido, desde sus orígenes, corrientes (no entramos aquí, por supuesto, en el
concepto de copia consustancial a toda película como obra reproducible que
es): sirvan las imitaciones en todo el mundo de las películas de los Lumière o
las distintas versiones de la famosa The Countryman and the Cinematograph
de R.W. Paul (1901).
Pero también hay elementos novedosos respecto a lo visto hasta ahora en las
otras artes visuales. Nos referimos, sobre todo, a los criterios de comercialidad
derivados del carácter industrial del cine: muchos remakes se confiesan
fabricados para que las nuevas generaciones disfruten de una historia que
probablemente no verían en su versión antigua o en otro idioma. Aunque es un
rasgo de la alarmante falta de perspectiva histórica de la que carecen las
nuevas generaciones (para la que una película de más de diez años ya resulta
“antigua”), tampoco es reciente: recuérdense las nuevas versiones
“manieristas” que Ross Hunter produjo en la Universal de los 50, a color y
dirigidas sobre todo por Douglas Sirk, de algunos de sus melodramas clásicos
de John M. Stahl; o las nuevas versiones del cine clásico americano de
películas de otras nacionalidades, por regla general previo bloqueo de la
distribución en EE.UU. del original. Todo esto es algo que no extraña en el cine
de Hollywood, precisamente por su condición eminentemente comercial, pero
que sería inconcebible en el de autor más allá de determinada cita a un filme.
Entre medias, el curioso caso de Michael Haneke y su auto-remake en 2007 de
Funny Games (1997), o cómo un pope del cine de autor no duda en plagiarse a
sí mismo haciendo una versión para Hollywood de una película de culto (es
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decir, para que la puedan disfrutar los jóvenes americanos) que, por otro lado,
no ocultaba sus deudas con el género, en este caso el thriller. Ante este
fascinante caso surge la pregunta: ¿el autor deja de ser autor cuando se halla
de por medio el talonario?
Si bien en todos los géneros encontramos remakes, estos son harto frecuentes
en el cine fantástico. Por un lado, sus grandes mitos, temas y personajes
arquetípicos, sobre los que vuelve una y otra vez, si bien no podemos definirlos
en su mayoría como remakes en sentido estricto (valgan como perfecto
ejemplo las nuevas versiones que de los grandes personajes de la Universal de
los 30 y 40 llevó a cabo, en clave manierista, la Hammer en los 50 y 60). Por
otro lado, lo que aquí nos ocupa: las versiones de clásicos concretos. Un
fenómeno que está siendo especialmente llamativo en el cine de terror
americano actual, con abundantes remakes de películas de los 60, 70 y 80, lo
que en principio debe ser entendido como un homenaje a sus fuentes, a sus
“clásicos”, casi como una constatación (innecesaria a esos niveles) de que en
esas décadas se sentaron los cimientos del terror moderno. Por último, no hay
que olvidar un hecho tan común a estos géneros: la importancia de los efectos
especiales, que sin embargo suelen envejecer pronto por la rapidez en su
transformación. Por eso, muchos remakes de clásicos fantásticos son, ante
todo, una puesta al día con los nuevos efectos especiales: de la stop-motion
original y de los muñecos articulados posteriores se ha pasado, en las últimas
décadas, a la animación digital (que a su vez se ha ido perfeccionado a pasos
agigantados). El efecto especial busca, ante todo, sensación de verosimilitud,
esencial en un género que suele querer presentar como creíble lo imaginario, y
hay que reconocer que con los nuevos medios se va consiguiendo de forma
admirablemente creciente.
Hay muchas formas de encarar el remake de un gran clásico, si bien podemos
clasificarlas en dos grandes grupos: los que se pretenden lo más miméticos
posible y los que buscan diferenciarse. No hace falta decir que el caso más
frecuente es el segundo, desde el momento en que precisamente esa es la
idea de una nueva versión, hacer algo similar pero distinto De lo que se trata,
en fin, es de discernir el grado de separación del original. El “encuentre las
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diferencias” de los pasatiempos, distinguiendo semejanzas y distinciones entre
el original y el remake, es el mejor modo de estudiar este asunto.
Lo que sí es importante es el hecho de que casi siempre se plantea como un
homenaje al texto original. Al menos así lo confiesan sus artífices, que alaban
el filme y quieren rendirle tributo. Ese tributo sería el remake. Por supuesto,
cuando hablamos de artífices, hay que tener en cuenta la dificultad a la hora de
precisar las autorías fílmicas, sobre todo en el cine americano. Existen las
películas de productores, y las películas de directores. En Hollywood quien
controla el resultado es el productor, por lo que para que el director pueda tener
poder, también debe ser el productor, o al menos tomar parte en este proceso.
En los casos que luego estudiaremos, nos hallaremos tanto con película de
productor (con director “artesano” a su servicio) como con película de director-
productor.
En relación con esa idea de homenaje es cuando surge un gran interrogante. Si
los autores de la nueva película se consideran admiradores de la original,
¿tiene sentido volverla a hacer? Si una obra se alaba, es porque gusta tal cual
es. En literatura este interrogante es casi absurdo: todo el mundo admira El
Quijote, pero a nadie (salvo a Pierre Menard, claro) se le ocurre homenajearlo
rescribiéndolo o adaptándolo a los nuevos modos de escritura. Es decir,
formulada de otro modo: ¿son realmente necesarias estas nuevas versiones?
Cuando tenemos en cuenta el aspecto económico y comercial, es bien sencilla
la respuesta positiva. Lo más difícil de determinar es cuando atendemos a los
aspectos estéticos y, por ende, conceptuales. Pero antes de intentar contestar,
debemos precisar que en arte no hay nada “intocable”, que toda obra es
susceptible de relecturas, que en este ámbito todo es “lícito”. Por otro lado, la
idea de “necesidad” en arte, sobre todo a partir de la teoría de Kant sobre el
desinterés del juicio artístico, ni siquiera resulta pertinente, porque, ¿qué sería
una obra artística necesaria? Otra cosa es constatar la calidad del producto
resultante, y si iguala o supera, o no, a la de la fuente primigenia: así, hay
nuevas versiones buenas, regulares y malas.
Volviendo a la cuestión anterior, existe en toda nueva versión de una película
convertida en clásico un inevitable toque de falsa modestia (un tipo de
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soberbia): si no es para mejorarla, ¿para qué hacerla?, o dicho de otra manera,
si se está realizando de nuevo, pese a confesar su admiración, ¿no es porque
en el fondo se considera que no es tan perfecta como se dice, que es
susceptible de mejoras?
Por eso, probablemente la actitud más coherente y consecuente ante el
remake de un gran clásico sería, en principio, la que tomó Gus van Sant
cuando con Psycho (1998) hizo una “fotocopia en color” de Psicosis (Psycho,
1960). Era su forma de homenajear a la obra maestra de Alfred Hitchcock, un
acto que tiene mucho de cine experimental, incluso de obra de arte conceptual
para exponer en museos. Pero con ello no pudo evitar caer en una aberración
“posmoderna” (o “hipermoderna”), con la que volvemos a encontrarnos ante la
misma pregunta: eso, ¿para qué, si ya estaba hecho tan bien? ¿Para que los
jóvenes americanos puedan disfrutar con una pálida copia (aunque cromática)
de algo que de otra forma no verían por ser “antigua” y en blanco y negro? En
arte, a lo que hay que acudir ante todo es a los originales.
Ante este supuesto “callejón sin salida”, quizás la mejor manera de ser
comprensivos con los remakes sea entenderlos como algo similar a lo que hizo
Picasso con los cuadros que admiraba: como una relectura, una actualización a
las nuevas formas de hacer cine. De hecho, son perfectos para estudiar los
cambios en los procesos de producción y los lenguajes fílmicos, y en el caso
del cine fantástico, en los efectos especiales. Solo así seremos capaces de
valorarlos objetivamente, sin prejuicios, tanto atendiendo a sus calidades
intrínsecas (lo principal) como (por otro lado obligatoriamente) a sus relaciones
con los originales. Veamos, entonces, un (triple) caso concreto. Pero antes,
leamos las clarividentes palabras que al respecto escriben Lipovetsky y Serroy
(2009: 129):
“Lejos de reflejar un vacío creativo, el reciclaje del pasado pone al
cine en una situación que le permite reinventarse sin cesar: ni
repetición ni retroceso, sino lógica neomoderna que explota los
recursos de lo antiguo para crear lo nuevo. En contra de lo que se
dice a menudo, la proliferación de remakes no tiene nada de
‘posmoderno’: esencialmente es hipermoderna tanto por la
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abundancia de sus manifestaciones como por la libertad
reinterpretativa que se expresa sin freno: todo es posible, incluida la
relectura infiel, iconoclasta e irrespetuosa, de acuerdo con una lógica
individualista ultramoderna”.
3. El King Kong clásico
No cabe duda de que King Kong (Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper,
1933) es una obra clásica dentro de la historia del cine. Por un lado, constituye
un exponente de la estética, el lenguaje y la narrativa característicos del
clasicismo hollywoodiense (pese a que en varios aspectos es un filme atípico
en su década). Por otro lado, supone uno de los grandes clásicos del cine –no
solo fantástico- americano, y el simio que lo protagoniza se convirtió pronto en
uno de los principales mitos que el séptimo arte ha producido a lo largo de su
historia. Financiada por la RKO en una de sus mayores superproducciones
(unos 670.000 dólares de la época, según IMDb), fue a su vez uno de los más
espectaculares éxitos de taquilla de la productora de la antena en su corta e
intensa vida.
Muchas son las virtudes de esta película sobre la que se ha escrito mucho
(Gubern, 1974; Goldner y Turner, 1975; Pascall, 1976; Díaz Maroto, 2006;
García Gómez, 2007; Navarro, 2008), por lo que solo vamos a precisarlas con
brevedad, para centrarnos en sus remakes. En primer lugar, su argumento y su
actualización de varios mitos y temas de la cultura occidental, en clave del
fantástico de aventuras. Un argumento que, partiendo de una idea de Cooper y
Edgar Wallace, fue guionizado por James Ashmore Creelman y Ruth Rose. La
expedición encabezada por el cineasta Carl Denham (Robert Armstrong) se
dirige en barco a una isla del sudeste asiático (zona de Indonesia) para rodar
una película, que tendrá como protagonista a Ann Darrow (Fay Wray), una
chica empobrecida por la Depresión. El tercer personaje principal es el
segundo de a bordo, Jack Driscoll (Bruce Cabot), quien se enamorará de Ann.
En Skull Island (Isla Calavera), ella será raptada por los nativos negros,
quienes siguiendo la tradición la ofrecen como víctima propiciatoria al gorila
gigante Kong, el auténtico rey de la isla. Éste, sin embargo, queda sorprendido
ante sus cabellos rubios y piel blanca, y decide conservarla viva. Camino de su
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guarida se enfrentará a varios monstruos como dinosaurios y una serpiente
gigante, peligros similares a los que atacan a los miembros de la tripulación
que acuden a salvarla. Al final, Driscoll consigue salvar a Ann. Kong, que acude
hasta el poblado para recuperarla, será capturado a iniciativa de Denham. En
Nueva York, el cineasta ha organizado un espectáculo con el simio como
atracción. Pero asustado por los flashes de los fotógrafos, se escapa y, tras
causar numerosos destrozos, volverá a capturar a Ann. En lo alto del Empire
State Building, Kong será abatido por la aviación. Ante su cadáver, Denham
dirá que la belleza mató a la bestia.
El tema más evidente abordado por el filme es el de lo monstruoso, en su
variante del gigantismo, con un gorila enorme que vive en una isla perdida en el
tiempo (lo insular como territorio de lo maravilloso), en la que también hay
dinosaurios y en la que todos los animales son desmesuradamente grandes.
En ese mundo salvaje, llegará la “civilización”, produciénsose el subsiguiente
extrañamiento y conflicto, fenómeno que en la última parte se invertirá, al
mostrar las desventuras de la bestia en la ciudad. En concreto, la obsesión de
Kong por Ann es una evidente reinterpretación (resaltada por reiterados
comentarios de Denham) del mito de la bella y la bestia2. Sin embargo (y esa
será una de sus grandes diferencias con los remakes), la mujer no empatiza en
ningún momento con el simio: Ann solo grita y quiere escapar, sin mostrar
especial pesar por su muerte, aunque Kong la haya librado continuamente de
otros ataques en la isla, y en el Empire la coloque sana y salva en la terraza.
Diríamos que es un tema bella-bestia unidireccional, sin correspondecia en
sentido opuesto y sin, por tanto, la redención final gracias al amor presente en
la clásica formulación del arquetipo, el cuento de Madame Leprince de
Beaumont. Veremos que en las siguientes versiones la clave de ese mito será
crecientemente evidenciada.
Por otro lado, sus soluciones visuales, narrativas y técnicas, como una
narración ajustada perfectamente a sus 94 minutos de metraje; una aparición
tardía de Kong, que incrementa el misterio que desde el principio se cierne
sobre una aventura inicialmente no del todo aclarada; un fascinante decorado 2 Desde siempre, los primates se han entendido en arte y literatura como una suerte de metáfora de la hipermasculinidad.
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isleño, en especial su selva primigenia; un ritmo ágil que no da pie al
aburrimiento, pero que sabe perfectamente alternar escenas intensas e
impactantes con otras más sosegadas; una de las mejores elipsis temporales
de la historia del cine (que pasa de la isla a, varios meses después, Nueva
York, con un racord que enlaza la frase de Denham hablando de la
presentación de “la octava maravilla del mundo” con el cartel que así lo anuncia
en Broadway); y un final impactante sobre el rascacielos, que hace que, a
diferencia de Ann, sí lamentemos la muerte de Kong. Por último, los soberbios
efectos especiales para la época, con una animación del gorila y los monstruos
mediante stop-motion a cargo de Willis O’Brien, quien ya había trabajado con
dinosaurios en El mundo perdido (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925).
En suma, como gran parte de los logros del cine clásico de Hollywood, King
Kong es una película sumamente entretenida y un gran espectáculo, que
además permite una interesante lectura metafórica huyendo de cualquier
pretenciosidad. Factores todos ellos que fueron los que la convirtieron en uno
de los primeros filmes de culto de la historia, gracias sobre todo a su
admiración por parte de los surrealistas, quienes (siempre libres de prejuicios y
amantes del cine comercial) gozaron con su historia de amour fou “a lo bestia”,
y favorecieron su interpretación en clave psicoanalítica, con Kong como
personificación del ello más profundo y brutal frente al superego de la
civilización.
A partir de su gran éxito internacional, fueron surgiendo, aparte de sus
continuaciones y películas relacionadas, como El hijo de Kong (The Son of
Kong, Schoedsack, 1933), diversas imitaciones, versiones y explotaciones en
varios países (sobre todo en Japón, con su propio Kingu Kongu)3. Sin embargo,
dos serán los remakes “oficiales”, es decir, los que, empezando por su título,
reconocen su deuda con un modelo al que, con mayores o menores cambios,
adaptan a sus nuevos tiempos: King Kong (John Guillermin, 1976) y King Kong
(Peter Jackson, 2005). Analicemos ambas, fijándonos sobre todo en sus
semejanzas y diferencias con el original.
3 En Kingu Kongu tai Gojira (Ishirô Honda, 1962), en la que el gorila se enfrenta a Godzilla, la parte de la isla donde capturan a Kongu tiene mucho de remake encubierto, aunque ahora los dinosaurios son sustituidos por un pulpo gigante.
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4. El King Kong setentero
Cuarenta y tres años más tarde, Dino de Laurentiis, abandonada su carrera
italiana (en la que había producido sobre todo películas vinculadas al cine de
autor) y recién instalado en EE.UU. con su Dino de Laurentiis Company, casi
decidido a hacer el tipo de cine opuesto al financiado en Italia, realiza con su
remake de King Kong una de sus mayores produciones, con 24 millones de
presupuesto (IMDb) y distribuida por la Paramount. Con guión de Lorenzo
Semple Jr. (el escritor habitual de esta primera etapa americana del productor),
que reconoce su inspiración en la idea de Cooper y Wallace y el guión de
Creelman y Rose, contó para su realización con un artesano eficaz como John
Guillermin, que acababa de obtener un gran éxito con El coloso en llamas (The
Towering Inferno, 1974). El resultado, bastante lejano de la calidad de la
primera versión, no es sin embargo tan desdeñable como siempre se suele
considerar.
Es la versión que más difiere de la original, desde el momento en que se
plantea como una actualización, comenzando por aspectos técnicos como el
empleo del color y la pantalla panorámica (con el consiguiente predominio del
gran angular). Pero también, y sobre todo, por su ambientación
contemporánea, su desarrollo argumental (con 134 minutos, media hora más
de duración) y el nombre y la caracterización de los personajes y su relación
con Kong. Denham se convierte en Fred Wilson (Charles Grodin), miembro de
una compañía petrolífera; Driscoll, en el paleontólogo Jack Prescott (Jeff
Bridges); y Ann en Dwan (Jessica Lange), una aspirante a actriz que recogen
tras haber explotado el yate en el que viajaba con un cineasta (el único vestigio
de la profesión del antiguo Denham). No obstante, está claro que el nombre de
Jack Prescott es una variante de Jack Driscoll, y que el de Dwan viene a ser un
acrónimo de Ann Darrow.
Sin un preámbulo como la de 1933, comienza in media res, directamente en el
barco, que pasa a ser un petrolero en lugar de un carguero. Fletado por la
compañía de Wilson, busca petróleo en una zona inexplorada: a través de fotos
antiguas e imágenes recientes de satélites, se sabe que hay en el océano una
zona de nieblas perpetuas, que intuyen producidas por el petróleo que se
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encuentra en la isla que con toda seguridad ahí se esconde. Jack se embarca
como polizón, pues está interesado en llegar a esa zona, ya que sospecha que
puede albergar criaturas pretéritas: él cuenta relatos sobre un ser gigantesco,
conocido desde los siglos XVII (cuando unos marinos oyeron gritos) y XVIII
(cuando una barca superviviente de un naufragio contenía un dibujo de una
especie de simio y una advertencia sobre su peligro). En suma, se mantiene el
misterio inicial, pero ahora los personajes poseen más datos sobre la isla,
aunque no un plano.
Al llegar a su destino, se conservan varios recursos de la original, como el
efecto producido por esa niebla que alberga un mundo desconocido: metáfora
de la niebla como fuente de misterios y como velo que, una vez atravesado,
conduce a otro mundo, casi a otra dimensión. También hay cambios. El más
llamativo procede del rodaje en los espectaculares escenarios naturales de
Hawaii, con sus playas, sus acantilados, sus neblinas y sus montañas
volcánicas cubiertas de vegetación4. No obstante, hay varias escenas rodadas
en decorados, sobre todo las relativas al refugio de Kong y a los peligros que
afrontan los buscadores de Dwan, que sin ser malos contrastan negativamente,
por su cartón-piedra, con ese esplendor natural. Respecto a los nativos,
también son negros, proponen comprar a Dwan y la raptan del barco por la
noche.
En la isla, es básicamente similar el secuestro de Dwan por parte de Kong, al
igual que el montaje alternado entre ellos y las aventuras de los que acuden a
salvarla: se mantienen la escena de los troncos en el desfiladero y la lucha de
Kong con la serpiente gigante en su guarida, con la gran diferencia de que en
esta isla no hay dinosaurios. Y es en toda esta parte donde mejor se
manifiestan las grandes diferencias del personaje de Wilson respecto al de
Denham, pues se trata de un tiburón sin escrúpulos y extremadamente
antipático desde el principio, carente del toque aventurero que suavizaba la
soberbia arrogancia del cineasta. Así, mientras que éste era un amante del
riesgo que exploraba media isla y que solo se veía obligado a regresar al
poblado cuando la caída del tronco le impidió atravesar el precipicio, ahora es 4 Paisajes que serían también utilizados por Steven Spielberg para ambientar la caribeña isla Nublar de Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993).
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un individuo mucho más pasivo, que permanecerá en la playa coordinando la
operación de rescate, y luego la de captura de Kong. Precisamente, cuando
descubre que el petróleo de la isla no es bueno, y dado que ha prometido a la
compañía que regresará con algo grande, es cuando decide atrapar a Kong.
Personaje claramente negativo, al final morirá aplastado por el gorila cuando
éste se escape en Nueva York.
Volvamos al mono y a Dwan. Porque es en relación a ellos donde se producen
algunas de las más claras diferencias con el texto base. Kong ya no es fruto de
la stop-motion, sino que es un muñeco articulado del célebre especialista Carlo
Rambaldi5. También se utiliza una gran mano gigante, para los planos
cercanos en los que coge y suelta a la chica y, en algunos momentos incluso
se recurre a un disfraz. Pese al impacto que causó en su momento, sus efectos
especiales han envejecido considerablemente, al igual que su excesivo recurso
a las transparencias en escenas en las que deben verse las diferencias de
escalas entre el simio y los humanos. No obstante, el gorila gana en
expresividad respecto al anterior. Se trata de un mono muy humanizado, que
incluso sonríe cuando baña en una cascada a Dwan y la seca soplando. En la
zona volcánica donde se halla su refugio llega a mostrar ternura, y antes de
caer desde el rascacielos su cara expresa una gran pena.
En cuanto al personaje de Dwan y su relación con Kong, los cambios también
son considerables. La Ann Darrow de Fay Wray (que desde los años 20 ya era
una actriz famosa) se mostraba bastante sensual, sobre todo teniendo en
cuenta que el filme se estrenó un año antes de la entrada en acción del Código
Hays, pero todo lo sensual que podía una actriz en el Hollywood de 1933.
Dwan, en cambio, en los 70, tras la revolución sexual, se erige en “la bella” de
Kong con mayor carga erótica de la historia, además de en la más ligera de
ropa: en su primer papel, Jessica Lange se convirtió automáticamente en uno
de los grandes sex symbols de la década. Pero, sobre todo, el cambio es
mayor en su actitud ante el gorila. Mientras que en 1933 ella solo gritaba, ahora
5 Su primera gran creación antes de sus recordados extraterrestres de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), Dune (David Lynch, 1984) y, sobre todo, E.T., el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestial, Spielberg, 1982).
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interactúa mucho más con Kong. Por supuesto, empieza gritando y llorando,
luego llega a pegarle y suplicarle, para posteriormente hablarle, incluso decirle
que sea bueno, encariñarse con él y llorar y quedar impresionada con su
muerte. En suma, tras cierto “síndrome de Estocolmo”, nos encontramos con
una relación de amistad en toda regla, porque, evidentemente, más allá de eso
nada más puede haber…
Tras capturar a Kong con una trampa excavada en la tierra y bidones de
cloroformo, viene otra de las grandes diferencias con el original: la visualización
del viaje de regreso a EE.UU., mostrando lo que ignoraba la famosa elipsis
temporal de 1933. La función de esta secuencia, con la presencia de Kong en
la bodega del petrolero, es –además de huir del calco- básicamente reincidir en
varias de las ideas centrales de la cinta. Por un lado, Dwan se compadece de
un ser tan extraordinario que llevaba 300 años en libertad y que es llevado
fuera de su mundo. Cuando Wilson le dice que es una bestia, ella replica que
no, que “arriesgó su vida por salvarme”. Y antes de besarla por la noche, Jack
le dice: “Kong también se ha enamorado de ti”. Luego el viento hace que el chal
de ella caiga sobre Kong, quien se vuelve histérico al verlos. Wilson piensa en
ahogarlo, pero Dwan logrará calmarlo desde la claraboya, hablándole con
ternura. Kong da un salto, ella cae y la salva de morir estrellada. Está claro que
es su protector, y ella lo sabe.
Evidentemente, en cuarenta años, la actitud ante la naturaleza y lo
“monstruoso” ha cambiado, como también mucho de la oposición entre lo
salvaje y lo civilizado: en 1976 nos hallamos en pleno desarrollo del
ecologismo. No es gratuito el hecho de que el claro “malo” de la película sea
miembro de una petrolera insensible al medio ambiente, con la crisis del
petróleo de 1973 todavía muy reciente en la coyuntura internacional. Quizás
sea el personaje de Jack uno de los más sintomáticos al respecto, presentado
como antagonista positivo de Wilson: el rudo marinero Driscoll, que era un
simple héroe de acción que rescataba a Ann, se convierte ahora en un
paleontólogo miembro de una universidad, concienciado con el respeto a la
naturaleza, y con la iconografía tópica del ecologista hippie y “progre” (barba y
melena). Incluso presenta rasgos new age: le dice a Wilson que además, al
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capturar a Kong, le han quitado el sentido a las vidas de los indígenas, al
arrebatarle su misterio, a su dios; pronto serán unos borrachos. Y llegará a
gritar “asesinos” a los militares que atacan al gorila. En suma, la reivindicación
de lo monstruoso planea en todo momento por la cinta, que viene a mostrarnos
al Kong de la “Era de Acuario”.
En Nueva York, el simio no será presentado en un teatro de Broadway, sino en
un espectáculo exterior, y no estará encadenado con los brazos en cruz (en
una obvia metáfora cristológica de 1933), sino que aparece dentro de un
surtidor gigante de gasolina, que al abrirse lo muestra aprisionado en una jaula.
Tras escaparse, se repiten algunas escenas del original, como el ataque al
paso a nivel del metro en superficie, y el cruel detalle de humor negro del
estrellamiento contra el suelo de una mujer a la que había confundido con
Dwan.
La última parte se nos muestra como una eficaz actualización de la historia
original. Si en 1933 el simio trepaba al Empire State Building en calidad de
edificio más alto de Nueva York, ahora ese honor le corresponde (por
desgracia, por solo unos pocos años más) a las Torres Gemelas del World
Trade Center. Tanto Kong como Jack se dan cuenta de que las Torres con luna
llena recuerdan a los picos gemelos que dominaban la guarida de Kong en la
isla. Sin embargo, Guillermin estropea una buena idea al sobreimpresionar las
montañas sobre las Torres, solución innecesaria por redundante, pues se
habían visto bien anteriormente, y el espectador no necesita volver a
visualizarlas para entenderlo. Cuando atrapa a Dwan, ella ya no intenta
escapar, y cuando en el WTC la deja en el suelo para enfrentarse a los
helicópteros, ella le pide que no la baje, o lo matarán: quiere seguir siendo su
garantía de vida, porque ya sabe que estará segura con él. Luego vuelve a
pedirle que la coja, pero Kong la apartará, como había hecho en 1933 al dejarla
en la terraza. Tras ser atacado con lanzallamas, salta a la otra torre, donde le
dispararán los helicópteros. A diferencia del original, muere de noche,
redundando en el pesimismo que impregna toda la cinta. Y acabará con un
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buen recurso sonoro: los latidos del corazón de Kong, que se van ralentizando
hasta detenerse6.
En suma, en esta irregular versión, que hoy en día posee un innegable encanto
camp, encontramos una mayor reivindicación de lo monstruoso de la que hacía
la original. El público empatiza con Kong desde relativamente pronto, y de
manera mucho más clara que en la antigua, y por eso su insensible cazador
recibe “su merecido”. Si en 1933 no había maniqueísmo, presentando la
historia la suficiente ambigüedad como para permitir compadecernos de Kong
sin tener que rechazar visceralmente a Denham, ahora el maniqueísmo está
claramente en contra de Wilson, que encima es un capitalista insensible
explotador de los recursos naturales. En cambio, sin dejar de ser en ningún
momento una bestia, este Kong es un noble bruto que casi parece un
entrañable representante de lo “contracultural”.
5. El King Kong digital
Tras el monumental éxito (artístico y económico) de la trilogía de El Señor de
los Anillos (The Lord of the Rings, 2001-3), Peter Jackson no dudó en llevar a
cabo otro de sus sueños largamente acariciado. Convertido ya en un poderoso
cineasta y productor, que podía hacer lo que quisiese, su costoso remake es
una coproducción entre EE.UU., Nueva Zelanda y Alemania, con 207 millones
de dólares de presupuesto (IMDb), producida por él y distribuida por la
Universal.
A diferencia de la de Guillermin-De Laurentiis, su versión se presenta como un
directo homenaje al original, pues el neozelandés siempre ha reconocido que
era una de sus películas favoritas, y la que con nueve años le decidió a ser
6 Clara expresión de su muerte, pero lo suficientemente ambigua como para permitir una secuela, ya totalmente innecesaria y que fue un fracaso en taquilla: King Kong 2 (King Kong Lives, Guillermin, 1986), también producida por De Laurentiis. Curiosamente, la película, sin parecerse, guarda ciertos puntos en común con la también gratuita secuela que Schoedsack rodó en 1933, El hijo de Kong. Si en ésta era una cría bastante boba la protagonista, ahora nos encontraremos con “Lady Kong”, hembra capturada en Borneo que permite la transfusión de sangre a Kong para ser operado del corazón, tras haber pasado diez años en coma. Por supuesto, ambos se enamorarán, en paralelo a la doctora y el aventurero que atrapó a la gorila. Además de su mediocridad en todos los aspectos (sobre todo en guión y efectos especiales), se explicita en exceso el lado “amable” de Kong, y muchos de sus ataques tienen un tono de comedia. Al final, volverá a morir a manos del ejército, pero antes, emocionado y lloroso, verá a su cría, que se irá a vivir con su madre a Borneo.
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cineasta. De hecho, la película está dedicada al equipo de 1933, “los
aventureros originales de la Isla Calavera”, y él mismo se encargó de escribir el
guión, junto a Fran Walsh y Philippa Boyens. Sin embargo, como iremos
viendo, todo en ella es muy grande, gigantesco, excesivo, empezando por una
duración de 187 minutos, el doble de la primitiva y casi una hora más que la de
Guillermin. De hecho, Lipovetsky y Serroy (2009: 74) la ponen como ejemplo
de la excesiva duración del cine actual7. Diríase que la película deviene en
involuntaria metáfora del propio Kong, y en epítome de muchos de los rasgos
de esa pantalla global e hipermoderna que tan bien han precisado ambos
autores: ilusionismo, espectacularización extrema, saturación hiperbólica,
velocidad o profusión. En suma, un cine de lo hiperlativo y el exceso.
Dada esa idea de homenaje, los cambios son menores que en la de 1976. Al
igual que ésta, como es lógico, recurre al color y al formato panorámico, pero
vuelve a ambientar la historia en 1933, a utilizar los mismos nombres para los
protagonistas y a mantener similar estructura narrativa. Las dos principales
aportaciones respecto al texto primitivo se hallan en los efectos especiales
(radicalmente distintos 73 años después), en algunos cambios en los
personajes –más la introducción de varios nuevos- y en la relación entre Kong
y Ann. Empecemos por el desarrollo argumental.
Igual que en 1933, empieza en el Nueva York de la Gran Depresión. Ann
Darrow (Naomi Watts) es una actriz de variedades que pierde su trabajo, y
Jack Driscoll (Adrien Brody), en el más claro cambio de personalidad respecto
al original, es un dramaturgo del famoso Teatro Federal. Carl Denham (Jack
Black) es otra vez el cineasta ambicioso y aventurero que desea rodar algo
grandioso en la inexplorada Isla Calavera, si bien su obesión le lleva a poner en
peligro la vida de toda la tripulación, lo que lo convierte en un personaje
intermedio entre el original y el Fred Wilson de 1976. Al comienzo, vemos cómo
expone su idea a los productores junto a su ayudante Preston (un nuevo
7 A propósito de la duración, en 1971 Iván Zulueta había hecho un curioso experimento: su corto en super 8 Kinkón, consistente en la compresión, mediante movimiento acelerado, del King Kong de 1933 (a partir de su minuto 19, de la escena en la que Ann ensaya el grito en el barco) en 6 minutos y 50 segundos. Un found footage que, en la línea de otros de sus trabajos de esa década en los que jugaba con el tiempo fílmico, estaba además adelantando modos de visionado del cine permitidos posteriormente por el vídeo y el dvd.
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personaje). El barco vuelve a ser un carguero, solo que ahora Denham,
perseguido por sus productores, que no quieren que siga adelante con el
proyecto, evitará que Driscoll lo abandone antes de zarpar, para que así pueda
acabar el guión a bordo.
En el barco, cuyo capitán Englehorn tiene mayor presencia que el del original (y
que en cambio apenas tenía relevancia en la de 1976), conoceremos a tres de
los nuevos personajes de entidad: el galán de aventuras Bruce Baxter, que se
desvelará bastante cobarde en la isla pero que en Broadway es presentado
como el glorioso rescatador de Ann; Hayes, un hombre negro que es el
segundo de a bordo; y Jimmy, un grumete ladronzuelo. Jimmy está leyendo El
corazón de las tinieblas, lo que le permite a Hayes citar algunas palabras de
Conrad cuando los otros están explorando la isla. Un recurso metafóricamente
efectivo, pero poco creíble.
En el viaje se mantienen las referencias a las leyendas que circulan sobre la
criatura que habita en la isla y la presencia de la niebla. Al llegar a la costa, una
tormenta les hace chocar con unos roques. Mientras reparan el barco, los tres
protagonistas más otros marineros exploran el terreno. Es en la llegada al
poblado donde la película más se acerca al terror y donde más se manifiesta el
gusto macabro de Jackson, con calaveras, esqueletos, nativos que recuerdan a
los orcos y una hechicera inquietante, todo resaltado por movimientos de
cámara y ralentís. Salvados del peligro en el último minuto por el capitán y los
otros, volverán al barco, de donde Ann también será secuestrada, y entregada
en sacrificio a Kong, al que llaman con música (como en las anteriores) más
ríos de lava que arrojan por los contrafuertes de la empalizada.
Jackson recurre a las elipsis visuales para retardar la presentación de Kong. Su
primera aparición se produce a través de un plano subjetivo suyo en el que
vemos la selva y la muralla. Pero tampoco se ve muy bien en su primera
escena: oculto por el humo, solo apreciamos su silueta y, posteriormente,
planos detalle de su cuerpo, brazos, mano, dedos y ojos. Al coger a Ann, se da
la espalda y se marcha. Es en este momento cuando sí podremos apreciar uno
de los rasgos que más lo diferencia de los anteriores: camina más a cuatro
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patas que los otros, esencialmente bípedos; es decir, es más creíble como
gorila que se apoya en sus largas patas delanteras.
Luego ya sí lo veremos completo, cuando intenta arrojar a Ann a un osario y, al
dudar, ella aprovecha para pincharlo con uno de los huesos que lleva de collar
y escapar. Al igual que en las otras películas, se recurre al montaje alternado
para mostrar los peligros a los que se van enfrentando sus rescatadores, que
son, fieles a la idea central de Jackson, más terribles que nunca: desaparece el
brontosaurio que (al estilo de Nessie) les atacaba en el lago en 1933, pero en
su lugar se ven inmersos en una carrera de diplodocus perseguidos por
velocirráptores, y deben luchar contra insectos y arácnidos gigantes tras caer
del tronco (de donde son salvados de nuevo in extremis por el capitán y los
otros)8. Solo continuará Driscoll, quien tras dar con Ann en la guarida de Kong,
también bajará con ella el precipicio en una liana, aunque ahora se agarrará a
la pata de un vampiro gigante de la bandada que ataca al mono. Su captura
será también más grandilocuente y larga y, sobre todo, Jackson mantiene la
elipsis original con racord verbal sobre la octava maravilla.
Denham recitará el proverbio árabe sobre la bella y la bestia, citado en el texto
que abre la versión original, cuando presenta a Kong en el teatro de Broadway.
El gorila aparece totalmente derrotado, sentado y encadenado, como si fuese
una estatua clásica. A diferencia de las otras cintas, el espectáculo repite el
ritual de la isla, con una sustituta de Ann (un montaje paralelo con ella en su
camerino nos hace pensar que se halla ahí, aunque veremos pronto que está
en otro teatro) y con Bruce como héroe. Pero también se asusta Kong con los
flashes. En su huida en busca de Ann, Jackson volverá a recurrir a la
multiplicación de los efectos, ya que va cogiendo y tirando a varias rubias por la
calle. En cambio, se suprime el ataque al metro, sustituido por la destrucción de
coches y un tranvía. Aparecerá Ann en la calle para calmarlo, y ambos tendrán
un breve momento de calma en Central Park. Ya en lo alto del Empire State
Building, Kong morirá, al igual que en 1933, de día.
8 Era esta una escena desechada del filme de 1933 y luego perdida, que también fue rodada en 2005 por Jackson en un corto en el que, en un ejercicio de recreación arqueológica, mimetiza el estilo de Cooper y Schoedsack: The Lost Spider Pit Sequence.
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La gran novedad son, por encima de todo, los efectos especiales digitales, que
dotan a la película de una calidad fuera de toda duda. Empezando por Kong,
animado a partir del trabajo de Andy Serkis (quien también tiene un papel como
marinero), como ya habían hecho antes ambos con el Gollum de El Señor de
los Anillos9. El resultado es el Kong más creíble de todos: siempre tenemos la
sensación de hallarnos ante un simio gigante auténtico, no ante un muñeco
animado. Lo más llamativo es su expresión, lograda de modo admirable. Algo
esencial, ya que es la base para permitir la rápida identificación del espectador
con un gorila capaz de todos los sentimientos. Y ello sin dejar de ser una bestia
salvaje, ya que Jackson no pretende resaltar en exceso su lado “bondadoso”,
que restaría fuerza al personaje. Es, en suma, la película que más claramente
propone la reivindicación del monstruo, de la bestia, de lo diferente.
Sin embargo, hay bastantes momentos en que los efectos especiales llaman
excesivamente la atención. Son largas escenas en las que el filme se aproxima
a la estética de los videojuegos (algo muy frecente en superproducciones
actuales), con una espectacularidad exagerada que resta verosimilitud al
hiperrealismo ilusionista de la imagen, sobre todo la de la huida entre
diplodocus.
La otra gran aportación alude a la relación entre Kong y Ann, explicitando lo
que Denham solo aludía metafóricamente en 1933: más que nunca, ambos son
la bella y la bestia. Es decir, es la idea del remake también como paráfrasis del
original, ahora en clave romántico-sentimental, ya que Kong literalmente se
enamora de la chica y ella pronto le coge cariño: idea resaltada además por la
presencia de la chica menos sensual de las tres versiones, y por la abundancia
de amaneceres y atardeceres muy pictorialistas. Así, de manera más clara que
en 1976, se nos van mostrando las diversas fases de una relación de amistad
(no puede ser de otra manera, claro) que empieza de la peor manera posible.
Ella, tras volver a ser capturada en la isla por Kong, intenta escapar de nuevo.
Luego lo calma con una actuación de burlesque y Kong se rie. Se enfada
cuando la toca, y le dice que “hasta aquí hemos llegado”: Kong se va y ella se
escapa. Luego lo echará en falta, ante los peligros, y tendrá que acudir a 9 Posteriormente, Serkis daría vida a otro simio digital: el impresionantemente creíble César de El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, Rupert Wyatt, 2011).
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rescatarla del tiranosaurio. Antes de la lucha con el último dinosaurio en el
valle, ella se pega a Kong: sabe que solo estará segura junto a él. En cambio,
cuando mata al tiranosaurio, él se muestra “digno”, siguiendo enfadado en su
guarida, aunque luego ella se dormirá en sus brazos. Y antes de caer dormido
en su captura, Kong alarga la pata hacia Ann, que está en una barca.
Tras aparecer triste en Nueva York al sentirse culpable de la captura de Kong,
será en el Empire State Building donde Ann se muestre más activa en su
defensa. Aunque él la aparta para protegarla de manera más clara que en
1933, ella subirá hasta arriba y tratará, sin éxito, de detener a los aviones. Este
Kong sí muere sabiendo que Ann está de su parte, y cuando cae en cámara
lenta al vacío, ella llora con amargura. Sin embargo, Driscoll no sintoniza con el
gorila con la intensidad con que lo hacía Jack Prescott, pareciéndose más en
este caso a su homónimo primitivo: su principal obsesión es liberar a su
amada, lo que le hace quedar bastante desdibujado y perder entidad frente a
Kong, su rival.
En suma, ante la cuestión de si era necesaria o no esta versión, cabría tanto la
respuesta positiva como la negativa. Es cierto que King Kong era una película
redonda y que a veces echamos en falta su mayor sencillez y su encanto
(producto también del paso del tiempo, no lo olvidemos). Pero también es
verdad que Jackson ha sido capaz de ofrecernos un grandioso espectáculo,
haciéndonos más creíble que nunca el asombroso gorila gigante. Solo por eso,
por hacernos vivir con intensidad sus aventuras, puede decirse que su
operación ha merecido la pena.
6. Conclusiones
Como hemos podido ir apreciando, los resultados de ambas versiones son bien
diferentes. Puede decirse que, en el fondo, la de Guillermin-De Laurentiis es
más respetuosa con el original, desde el momento en que se propone
actualizarlo, en vez de rehacerlo de manera “mejorada” como hace Jackson.
Sin embargo, esta última es mejor película, pues el neozelandés es un cineasta
muy bien dotado para lo visual, y logra un resultado bastante sólido, incluyendo
el tratamiento dramático y el dibujo de unos personajes que no necesitan
Actas – V Congreso Internacional Latina de Comunicación Social – V CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2013
ISBN-13: 978-84-15698-29-6 / D.L.: TF-715-2013 Página 24
Actas on-line: http://www.revistalatinacs.org/13SLCS/2013_actas.html
excesivas sutilezas. Aunque, para siempre, Kong será, por encima de todo, el
gorila gigante que idearon en 1933 Cooper, Schoedsack, Wallace, Rose,
Creelman y O’Brien. Las otras versiones, con sus defectos y sus virtudes, lo
que han hecho ante todo ha sido permitir revivir y hacer más verosímil a un
personaje inmortal, uno de los mejores ejemplos de la magia del cine como
espectáculo “más grande que la vida”. Nunca mejor dicho.
7. Referencias bibliográficas
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ISBN-13: 978-84-15698-29-6 / D.L.: TF-715-2013 Página 25
Actas on-line: http://www.revistalatinacs.org/13SLCS/2013_actas.html
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