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15 EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA* Pietro COSTA 1. LOS DILEMAS DE LA REPRESENTACIÓN «D ESDE el punto de vista puramente lingüístico representar significa hacer nuevamente presente, o sea, existente, alguna cosa que realmente no está presente; puede decirse que aquello que no está “aquí” y “ahora” resulta nueva- mente “traído a la presencia”» (1). Con estas palabras Gerhard Leibholz, en su célebre ensayo de 1929, nos ofrece (recogiendo los frutos de una antigua tradición) una sugestiva interpretación del término «representación»: la representación es una estrategia contra una ausencia –por algún motivo– insuperable; representar es poner en escena, es crear una presencia evocativa o sustitutiva de una realidad que no se da (o no se da más) sino en una forma (discursivamente, simbólicamente, «escénicamente») mediata, pero no por esto evanescente o «irreal». La representa- ción así entendida evoca en primer lugar un ser y, secundariamente, un actuar: podríamos hablar de la representación como de un «ser por» (o «en lugar de») un sujeto ausente y/o como de un «actuar por» (o «en lugar de») un sujeto inactivo. En la cultura política, la representación no desempeña un rol ancilar o mera- mente técnico-constitucional: no es un concepto que interviene sólo para connotar una específica forma de gobierno o para señalar la naturaleza de un determinado órgano. La representación se sitúa más bien en el centro del proceso de compresión y de legitimación del orden político. El problema que tiene ante sí es el problema capital de la cultura político-jurídica: el paso de la multiplicidad «anárquica» de los individuos a la unidad de un orden en el que esos individuos se reconozcan miem- bros (2). Está en juego la relación entre las partes y el todo: el despliegue de las AFDUAM 8 (2004), pp. 15-61. (*) La traducción al castellano del original italiano ha sido realizada por Alejandro Agüero y M. a Julia Solla, miembros del proyecto de investigación con referencia SEJ 2004-06696-COZ. (1) G. Leibholz, La rappresentazione nella democrazia, a cura di S. Forti, intr. di P. Rescigno, Giuffrè, Milano, 1989, p. 70. [N. del T.: Se ha traducido al castellano el texto en italiano de la obra citada por el autor.] (2) G. Duso, La rappresentanza politica. Genesi e crisi del concetto, FrancoAngeli, Milano, 2003, p. 10. Todo el libro de Giuseppe Duso resulta muy valioso para enfocar, por un lado, el rol constitutivo de la representación en la formación del orden y, por el otro, la tensión «insuperable» que yace en el fondo del discurso de la representación. Sobre la representación en general cfr. H. Rausch (ed.), Zur Teorie und Geschichte der Repräsentation und Repräsentativverfassung,

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    EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIN POLTICA: UNA PERSPECTIVA HISTRICA*

    Pietro COSTA

    1. LOS DILEMAS DE LA REPRESENTACIN

    DESDE el punto de vista puramente lingstico representar significa hacer nuevamente presente, o sea, existente, alguna cosa que realmente no est presente; puede decirse que aquello que no est aqu y ahora resulta nueva-mente trado a la presencia (1). Con estas palabras Gerhard Leibholz, en su clebre ensayo de 1929, nos ofrece (recogiendo los frutos de una antigua tradicin) una sugestiva interpretacin del trmino representacin: la representacin es una estrategia contra una ausencia por algn motivo insuperable; representar es poner en escena, es crear una presencia evocativa o sustitutiva de una realidad que no se da (o no se da ms) sino en una forma (discursivamente, simblicamente, escnicamente) mediata, pero no por esto evanescente o irreal. La representa-cin as entendida evoca en primer lugar un ser y, secundariamente, un actuar: podramos hablar de la representacin como de un ser por (o en lugar de) un sujeto ausente y/o como de un actuar por (o en lugar de) un sujeto inactivo.

    En la cultura poltica, la representacin no desempea un rol ancilar o mera-mente tcnico-constitucional: no es un concepto que interviene slo para connotar una especfica forma de gobierno o para sealar la naturaleza de un determinado rgano. La representacin se sita ms bien en el centro del proceso de compresin y de legitimacin del orden poltico. El problema que tiene ante s es el problema capital de la cultura poltico-jurdica: el paso de la multiplicidad anrquica de los individuos a la unidad de un orden en el que esos individuos se reconozcan miem-bros (2). Est en juego la relacin entre las partes y el todo: el despliegue de las

    AFDUAM 8 (2004), pp. 15-61.(*) La traduccin al castellano del original italiano ha sido realizada por Alejandro Agero y M.a Julia

    Solla, miembros del proyecto de investigacin con referencia SEJ 2004-06696-COZ.(1) G. Leibholz, La rappresentazione nella democrazia, a cura di S. Forti, intr. di P. Rescigno,

    Giuffr, Milano, 1989, p. 70. [N. del T.: Se ha traducido al castellano el texto en italiano de la obra citada por el autor.]

    (2) G. Duso, La rappresentanza politica. Genesi e crisi del concetto, FrancoAngeli, Milano, 2003, p. 10. Todo el libro de Giuseppe Duso resulta muy valioso para enfocar, por un lado, el rol constitutivo de la representacin en la formacin del orden y, por el otro, la tensin insuperable que yace en el fondo del discurso de la representacin. Sobre la representacin en general cfr. H. Rausch (ed.), Zur Teorie und Geschichte der Reprsentation und Reprsentativverfassung,

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    Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1968; A. Podlech, voce Reprsentation, en O. Brunner, W. Conze, R. Koselleck (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Klett-Cotta, Stuttgart, 1972, B. 5, pp. 509-47; H. F. Pitkin, The Concept of Representation, University of California Press, Berkeley, 1972 [N. del T.: Hay traduccin castellana, El concepto de representacin, trad. Ricardo Montoro Romero, Centro de Estudios Polticos Constitucionales, Madrid, 1985]; AA.VV., La rappresentanza politica, Pitagora ed., Bologna, 1985; B. Haller, Reprsentation. Ihr Bedeutungswandel von der hierarchischen Gesellschaft zum demokratischen Verfassungsstaat, Lit Verlag, Mnster, 1987; C. Galli, Immagine e rappresentanza politica, en Filosofia politica, 1987, 1, pp. 9-30; A. Garrorena Morales, Representacin poltica y constitucin democrtica: hacia una revisin crtica de la teora de la representacin, Ed. Civitas, Madrid, 1991; P. L. Zampetti , Dallo Stato liberale allo Stato dei partiti: la rappresentanza politica, Giuffr, Milano, 1993; D. Fisichella , La rappresentanza politica, Later-za, Roma-Bari, 1996; A. J. Porras Nadales (ed.), El debate sobre la crisis de la representacin poltica, Tecnos, Madrid, 1996; M. Cotta, voz Rappresentanza, en Enciclopedia delle scienze sociali, Istituto della Enciclopedia Italiana, Roma, 1997, pp. 215-230; B. Accarino, Rappresentanza, Il Mulino, Bologna, 1999; H. Busshof, Politische Reprsentation. Reprsentativitt und Norm von Politik, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 2000.

    acciones imprevisibles, centrpetas, conflictivas de los individuos, y la formacin de un orden unitario.

    El orden, sin embargo, no es necesariamente un orden de iguales: lo ms fre-cuente es que sea un orden estratificado y jerarquizado. En la medida en que la representacin incide sobre la comprensin y sobre la legitimacin del orden, trata de dar cuenta tambin de la dinmica de los poderes, del dominio de los pocos y de la sujecin de los muchos. Mando y obediencia, unidad y multiplicidad de los suje-tos, diferenciacin e igualdad: son stas las nervaduras del discurso poltico que sostienen la representacin, confirindole su peculiar funcin estratgica.

    La unificacin de lo mltiple es el horizonte del discurso de la representacin; y es precisamente la referencia a este horizonte de sentido lo que permite usar el singular antes que el plural, hablar del discurso antes que de los discursos de la representacin, incluso frente a estrategias que se diferencian profundamente. La diversidad de las estrategias de representacin nace de las caractersticas intrnse-cas del discurso representativo, necesariamente modulado con alternativas dictadas por su propia sintaxis.

    En primer lugar, dicho discurso no puede prescindir de la consideracin de los sujetos y debe decidir si los muchos han de ser una suma de individuos desvin-culados de cualquier lazo de pertenencia, o bien, partes de agregados previamente ordenados en su interior.

    En segundo lugar, cualesquiera que sean los sujetos representados, son toma-dos en consideracin no ya en toda su indiscriminada complejidad, sino en razn de un especfico elemento caracterizante; y el discurso representativo debe elegir, a su vez, qu rasgo privilegiar, si la voluntad, el inters, la virtud, el amor patrio o cualquier otro.

    En tercer lugar, el discurso de la representacin es un discurso de relacin: implica (y presupone) un perfecto reconocimiento del representado y del represen-tante (de los sujetos mltiples y del ente unitario), pero desempea su funcin poniendo en relacin a los muchos y el uno. Se abre entonces el problema sobre el tipo de relacin que el proceso representativo instaura entre los extremos que a travs de l se conectan: cules han de ser los procesos simblicos e institucionales necesarios para que los sujetos se reconozcan representados por la figura o por el

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    (3) Cfr. B. Manin, La democracia dei moderni, Anabasi, Milano, 1992.(4) D. Fisichella, Sul concetto di rappresentanza politica, en D. Fischella (ed.), La

    rappresentanza politica. Antologia, Giuffr, Milano, 1983, pp. 23 y ss.

    ente unitario; cules han de ser y qu valencia poltica e ideal han de tener los mecanismos de seleccin del representante. Puede delinearse, pues, un vnculo significativo entre el proceso representativo y el dispositivo de la eleccin, sin que este nexo aparezca, sin embargo, como un dato necesario y constante (3).

    Cuando el mecanismo electivo aparece despus como un elemento necesario del proceso representativo, surge el problema de los sujetos involucrados en la eleccin: si deben ser muchos o todos y cules han de ser los criterios adopta-dos a su vez para determinar y legitimar la inclusin o exclusin en el proceso electivo-representativo.

    Por ltimo, precisamente porque la representacin establece un vnculo que se pretende duradero y estructural entre representado y representante, la relacin entre los muchos y el uno no se agota en el momento de la eleccin del representan-te por parte de los representados, sino que se prolonga en la respuesta (en la res-ponsiveness o incluso en la responsibility (4) del representante con respecto al representado.

    Aceptemos, pues, que sean estos los principales dilemas de la representacin: no estamos, sin embargo, ante una abstracta combinatoria de posibilidades, sino ante precisas modalidades asumidas por el discurso de la representacin en su con-creta fenomenologa histrica. Estudiar la representacin poltica en su desarrollo histrico-conceptual significa, en consecuencia, reflexionar sobre las diversas estrategias discursivas gracias a las cuales, en diferentes contextos, sujetos o gru-pos de sujetos se han reconocido en una figura o en un ente asumidos, a su vez, como la expresin visible de su identidad poltica, como el vehculo de su voluntad o el tutor de sus intereses.

    2. LA REPRESENTACIN MEDIEVAL

    La representacin es una importante articulacin del proceso de instauracin de un orden colectivo. Para la cultura medieval, sin embargo, el orden no es un problema, sino un dato originario. El carcter problemtico del orden est vincula-do a la tesis, tpicamente moderna, de su artificialidad: son los modernos quie-nes, a partir del iusnaturalismo del siglo xvii, ponen en relacin, y en tensin, como magnitudes autnomas y contrapuestas, al individuo y el orden. Para el juris-ta o el telogo medieval, por el contrario, la realidad misma se considera esencial-mente ordenada: el ser est compuesto de entes ontolgicamente diferenciados y jerrquicamente alineados. Dios, los ngeles, los hombres, los seres animados; el emperador, el vasallo, el siervo, son diferentes peldaos de una misma pirmide: tanto el cosmos como la sociedad humana subsisten en la medida en que estn ali-neados segn una estructura desigual y jerrquica que culmina en un vrtice.

    Para el imaginario medieval es difcilmente pensable la igualdad y es ms bien la desigualdad de los seres la que constituye el esquema cultural previo, el pre-jui-

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    (5) H. Hofmann, Reprsentation. Studien zur Word und Begriffsgeschichte von der Antike bis ins 19. Jahrhundert, Duncker & Humblot, Berlin, 1992, pp. 117 y ss.; pp. 213 y ss. Cfr. tambin G. Post, Studies in Medieval Legal Thought: Public Law and the State, 1100-1322, Princeton Univer-sity Press, Princeton, N. J., 1964; A. Zimmermann (ed.), Der Begriff der Repraesentatio im Mittelal-ter. Stellvertretung, Symbol Zeichen, Bild, De Gruyter, Berlin-New York, 1971; B. Haller, Reprsentation, cit., pp. 50 y ss.

    cio a travs del cual son pensados el individuo, la sociedad, el orden poltico. Es una diferencia ontolgica la que distingue los diversos grados de la jerarqua: el mando y la obediencia son articulaciones de una totalidad que dicta las reglas a cada parte componente. Como la razn domina las pasiones, como el corazn diri-ge las extremidades inferiores, as los superiores guan a los inferiores hacia el bien comn del cuerpo poltico entero.

    La metfora del cuerpo es omnipresente en el discurso poltico-jurdico medie-val y opera en estrecha sinergia con la idea de diferenciacin jerrquica. Es una metfora que, aplicada a las ms diversas agregaciones (desde la Iglesia universal a la corporacin, desde colegio episcopal a la civitas) vehiculiza constantemente un importante mensaje: por un lado, transforma una multiplicidad de sujetos en una unidad; por el otro, acenta el carcter vital de la pertenencia (no existe el indivi-duo sino como parte de un agregado).

    Cada agregado, y en particular la civitas, la respublica, es un cuerpo: es un conjunto de partes diferenciadas y jerarquizadas. La imagen del cuerpo incluye la idea de jerarqua: del liviano aplogo de Menenio Agrippa a las pginas del Poli-craticus de Juan de Salisbury, se subrayan el diverso estatuto ontolgico, el diverso rol potestativo y, en consecuencia, la diversa funcin de cada rgano. Las diferen-cias y la jerarqua, sin embargo, son la estructura maestra de un ente la civitas, del que se exalta, a travs de la metfora del cuerpo, la unidad: diferenciacin de las partes y solidaridad, orden jerrquico y prosecusin del bien comn, son aspec-tos complementarios de una visin que se refleja en el lenguaje de los telogos y de los juristas y sostiene una tica pblica ampliamente compartida.

    Es en este contexto en el que se desarrolla el discurso medieval de la represen-tacin. Es un discurso que presupone la visin corporativista del orden poltico: presupone la posibilidad de definir un grupo social y por ello tambin la civitas como un corpus y de utilizar, en este sentido, el trmino tcnicamente ms preciso de universitas; presupone la idea de una relacin viviente e indisoluble entre la parte y el todo. La parte no puede existir sin el cuerpo y el cuerpo es un organismo que vive en cada una de sus partes componentes. Es esta relacin entre la parte y el todo la que determina la sintaxis del discurso medieval de la representacin. La parte, especialmente una parte excelente situada en los vrtices de la jerarqua, puede asumir una valencia representativa en la medida en que la totalidad es inma-nente en ella: desarrolla una funcin representativa no en cuanto sustituye a los muchos, sino en cuanto se identifica con el todo, con el corpus, con la universitas. Hasso Hofmann ha hablado de Identittrepresentation: de una representacin que presupone, y pone en escena, la identidad del todo con una de sus partes (5).

    La parte, uno u otro rgano dirigente, representa al todo porque es el todo: precisamente, porque en la unidad corporativista de la civitas los elementos singu-lares no tienen una relevancia autosuficiente, sino que existen en relacin con la

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    (6) Cfr. M. Fumagalli Beonio Brocchieri, Il pensiero politico medievale, Laterza, Roma-Bari, 2000, pp. 36-37.

    (7) Cfr. la difana reconstruccin de C. Dolcini, Introduzione a Marsilio da Padova, Laterza, Roma-Bari, 1995.

    (8) Marsilius de Padua, Defensor Pacis, R. Scholz (ed.), Hahsche Buchhandlung, Hanno-ver, 1932, Dictio I, XII, 3.

    (9) Cfr. P. Grossi, Unanimitas. Alle origini del concetto di persona giuridica nel diritto canonico, en Annali di storia del diritto, II, 1958, pp. 229-331.

    (10) Marsilius de Padua, Defensor Pacis, cit., Dictio I, XII, 4. Cfr. M. J. Wilks, Corporation and Representation in the Defensor Pacis, en Studia Gratiana, 15, 1972, pp. 251-92; A. Black,

    totalidad, las partes eminentes del cuerpo social [la cabeza y el corazn, por hacer referencia al organigrama de Juan de Salisbury (6)], en ciertas condiciones, hablan y deciden concentrando en s mismas el cuerpo entero: pars pro toto.

    La representacin medieval presupone una comunidad estructurada, articula-da, jerrquicamente ordenada, e interviene para expresar y reforzar la conviccin de que las partes sociales, aun en la diversa extensin de sus competencias, son momentos indispensables de la unidad del cuerpo.

    Un ejemplo significativo es el que ofrece el Defensor Pacis de Marsilio de Padua (7), que una anticuada historiografa (utilizando la discutible categora de la anticipacin) presentaba como un anuncio de la modernidad. Estn fuera de discusin la audacia y la originalidad del texto marsiliano, empeado contra las usuales desvalorizaciones de la multitudo, en la defensa de un gobierno apoyado en el consenso de los sbditos, un gobierno de la ley, un gobierno donde la ley es la expresin de un legislador que coincide con el pueblo (8). Valorar la originalidad de un texto no significa, sin embargo, desarraigarlo del contexto que le es propio y perder de vista los esquemas argumentativos y las imgenes que comparte con la cultura en la que est inmerso. Pinsese en la famosa y atormentada expresin mar-siliana que guarda relacin directa con nuestro problema: la civium universitas aut eius pars valencior, que totam universitatem representat. Para comprender el sentido de esta proposicin es necesario tener presente dos pre-juicios culturales ligados a la visin, entonces corriente, de la representacin.

    En primer lugar, el criterio de la cantidad debe ser combinado con el criterio de la calidad: la decisin poltica no es el resultado de la suma puramente arit-mtica de votos iguales, sino que es la expresin de un cuerpo poltico compues-to de partes cualitativamente diferentes [es en este sentido en el que la canonstica coetnea recurra al principio de la maior et sanior pars (9)]. En segundo lugar, la relacin entre la pars valencior y el pueblo no es, en absoluto, problemtica: es indiferente referirse a la totalidad (el pueblo) o a la parte (valencior), porque entre la primera y la segunda subsiste un vnculo representativo establecido por la relacin de identidad. La partes es el todo y tanto la totalidad cuanto su parte pre-valeciente son formaciones orgnicas ordenadas segn el principio de la diferen-cia cualitativa de las partes.

    El orden marsiliano no es el orden de los iguales; la participacin de los ciuda-danos en la vida de la civitas no puede tener lugar sino dentro del respeto de los respectivos rangos: secundum gradum suum (10). Cierto es que Marsilio funda-menta originalmente el poder en el primado del populus: pero este ltimo no es una suma de sujetos iguales e indiferenciados, sino una multitudo ordenada en tanto que compuesta de partes diferentes.

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    Guilds and Civil Society in European Political Thought from the Twelfth Century to the Present, Me-thuen, London, 1984, pp. 90-92.

    (11) Stephanus Junius Brutus, Vindiciae contra Tyrannos, La Rosa, Torino, 1994. II Questio-ne, p. 48: Cuando hablamos del pueblo en su conjunto, entendemos con esta palabra aquellos que

    Es en esta visin del orden donde se halla inmersa la representacin medieval: sta no presupone (como sucede para los modernos) una suma de sujetos iguales y desordenados, no tiene a sus espaldas el vaco, el caos que se contrapone al orden que ella misma ayuda a crear; la representacin medieval se apoya sobre un orden ya dado e intrnsecamente legtimo, postula un pueblo ordenado e interna-mente diferenciado y, apuntalndose en las imgenes de jerarqua y de corpus, conecta identitariamente la parte con el todo. La representacin medieval, en suma, desempea una funcin que podra decirse no ya constitutiva, sino declarati-va: no crea de la nada una relacin, de otra forma inexistente, entre los sujetos y el orden poltico, sino que presupone la politicidad constitutiva del sujeto, su necesa-ria inscripcin en el orden, y sirve para expresar la inmanencia de la parte en el todo.

    Las mismas prcticas electorales, ciertamente ejercitadas en la sociedad medieval y especialmente en la experiencia comunal de la Italia centro-septentrio-nal, deben ser comprendidas en conexin con dicha visin del orden poltico y de la representacin: no constituyen la anticipacin del principio un hombre, un voto, sino que se integran con otros mtodos diversos de designacin atendiendo a la necesidad de combinar el criterio cuantitativo con el criterio cualitativo (la maior et sanior pars).

    La visin del pueblo como una totalidad intrnsecamente ordenada y la repre-sentacin como relacin identitaria entre la parte y el todo son aspectos del discur-so poltico medieval destinados a tener una larga duracin, aun a pesar de los cambios en las estructuras poltico-constitucionales. La creciente importancia del centro soberano en las grandes monarquas europeas no basta para subvertir el esquema tradicional del discurso de la representacin. El orden poltico sigue sien-do pensado como una estructura ya dada, objetivamente existente, y la representa-cin mantiene su valencia identitaria: cambia, a lo sumo, la esfera de aplicacin de la representacin misma, como consecuencia de la diferente distribucin de los poderes. Como comprende lcidamente Bodin, la primera referencia poltica del individuo ya no es ms la ciudad sino el soberano, aun cuando la ciudad siga sien-do una realidad influyente sobre el estatuto de los sujetos. Por encima de la ciudad existe el soberano. El orden poltico no coincide con la ciudad, sino que se estruc-tura en trminos dualsticos: por un lado, el soberano, por el otro, las ciudades, los estamentos, los individuos.

    Precisamente, es en la relacin entre las ciudades, los estamentos, y sus repre-sentantes, donde el mecanismo identitario de la tradicin medieval sigue encontrando una aplicacin espontnea. Pinsese por ejemplo en la literatura monarcmaca de inspiracin calvinista: pueblo y soberano se enfrentan como protagonistas de un pacto que encuentra en Dios su fuente primaria; sin embargo, el pueblo no es una suma de individuos, sino una comunidad ordenada y estructu-rada que existe polticamente y acta a travs de los magistrados que la represen-tan (11). La representacin es, una vez ms, la relacin identitaria que conecta una

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    tienen la autoridad del pueblo y que representan todo el cuerpo del pueblo. [N. del T.: Se ha tradu-cido la cita textual que el autor hace en italiano.]

    (12) Cfr. V. I. Comparato, Modelli della teoria della rappresentanza in Locke, en C. Carini (ed.), Dottrine e istituzioni della rappresentanza (XVII-XIX secolo), Centro Editoriale Toscano, Firenze, 1990, pp. 13-35.

    (13) Cfr. G. Duso, La rappresentanza politica, cit., pp. 73 y ss.

    parte excelente con la totalidad del cuerpo poltico (12); y la misma lgica sirve, segn la Politica althusiana, para todas las consociationes, hasta la consociatio maxima, donde los foros son los representantes (por identidad) del pueblo, mien-tras que el soberano acta segn la lgica de un mandato supervisado precisamente por los foros (13).

    Una vez ms, la representacin opera como momento de un orden ya dado: el pueblo es una totalidad jerrquicamente ordenada capaz de incorporarse, a su vez, en una de sus partes eminentes.

    3. LA SOBERANA REPRESENTATIVA: HOBBES

    El discurso medieval de la representacin, que presupone la visin de un orden que existe desde siempre, la imagen de un pueblo estructurado y organizado y la idea de la vocacin social y civil del individuo, entra radicalmente en crisis tan pronto como decae la visin antropolgica y poltica que lo sostena: es lo que sucede con Hobbes, que dedica expresamente un captulo del Leviathan a la teora de la representacin.

    Para Hobbes el orden no es una estructura de la realidad. El dato originario es, por el contrario, el desorden, el bellum omnium, y por primera vez el orden se muestra en toda su moderna problematicidad: no est garantizado por la natura-leza de las cosas, sino que debe ser inventado, construido; no es el ambiente dentro del cual los sujetos actan, sino el difcil objetivo que estn obligados prefijarse.

    Cae la idea aristotlica (y tomista) de la politicidad espontnea de los seres humanos, que ya no se consideran sociales y cooperativos por naturaleza (como las abejas y las hormigas, segn una antigua tradicin), sino egocntricos y conflicti-vos. No se da un pueblo, una colectividad espontneamente organizada: el dato originario es un individuo desvinculado de toda pertenencia y obediencia, domina-do por un impulso de autoconservacin continuamente frustrado por el inevitable conflicto. El orden es el efecto de una decisin concordante de los sujetos, dispues-tos a concentrar en el soberano la totalidad del poder.

    La representacin es, precisamente, una articulacin esencial de semejante proceso de construccin de la soberana: la representacin es el esquema explicati-vo tanto de la gnesis como del funcionamiento de la soberana. La representacin implica, en efecto, un desdoblamiento: un sujeto acta por otro en cuanto autoriza-do por este ltimo. La representacin es la relacin entre un autor (como lo llama Hobbes) que no acta pero concede sus propias palabras y acciones a otro, y este ltimo, el actor, que acta en lugar de aqul. El contrato social se solventa en una serie de autorizaciones convergentes en la creacin de un soberano que, en conse-cuencia, puede decirse esencialmente representativo.

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    (14) Th. Hobbes, Leviatano, A. Pacchi (ed.), vol. I, Laterza, Roma-Bari, 1974, parte I, cap. XVI, pp. 144-45. [N. del T.: Para evitar alterar el orden de exposicin se han traducido las expresiones de Hobbes tal como aparecen en el texto italiano. Su formulacin castellana puede constatarse en T. Hobbes, Leviatn, traduccin, prlogo y notas de Carlos Mellizo, Alianza Universidad, Madrid, 1989, parte I, cap. XVI, p. 137.] Cfr. H. P. Pitkin, The Concept of Representation, University of California Press, Berkeley, 1972, pp. 15 y ss.; L. Jaume, Hobbes et lEtat reprsentatif moderne, P. U. F. , Pars, 1986; G. Sorgi, Quale Hobbes? Dalla paura alla rappresentanza, Franco Angeli, Milano, 1989, pp. 188 y ss.; G. Duso, La rappresentanza politica, cit., pp. 20 y ss.

    Pero es necesario reflexionar sobre las caractersticas de la representacin hobbesiana. El soberano representa a los sujetos porque la raz de su poder est en la decisin originaria de stos de autorizarlo para actuar por ellos. Los sujetos, sin embargo, antes de la creacin del soberano, slo son una suma de individuos: no constituyen una unidad, no son un ente colectivo ya existente con anterioridad al soberano mismo. La representacin hobbesiana no es dualstica: no pone en rela-cin entidades polticas distintas, como el soberano y el pueblo (y los foros) althu-sianos. La representacin hobbesiana interviene en un proceso que conduce a la creacin, conjuntamente, del soberano y del pueblo: dar vida al soberano represen-tativo es, al mismo tiempo, instaurar el orden y transformar los muchos en la unidad de la civitas: una multitud de hombres deviene una persona; es la uni-dad del representante, no la del representado lo que hace a la persona una, y no de otra forma puede entenderse la unidad en una multitud (14). El soberano no da voz a algo cuya existencia es anterior e independiente a la de l: en el momento en que l representa a los sujetos, los transforma de multitud en pueblo. Antes del soberano existe una multiplicidad apoltica de sujetos y gracias al mecanismo de la soberana representativa los muchos vienen a formar una unidad. Si en la tradicin medieval y protomoderna la representacin serva para hacer visible, para encarnar en la parte una totalidad ya dada y estructurada, en Hobbes es un disposi-tivo que, en el momento en el que crea una unidad que sera imposible de otra manera la hace coincidir, sin reservas, con la soberana.

    4. LA REPRESENTACIN PARLAMENTARIA: ENTRE BURKE Y SIEYS

    Justo en los aos en los que Hobbes teorizaba el poder absoluto del soberano, cambiaba considerablemente en Inglaterra, aun en medio de dramticas disputas, el papel del parlamento. Parecera entonces plausible presentar el conflicto poltico constitucional del Seiscientos ingls como la lucha entre los partidarios de una nueva forma de gobierno fundada sobre la relacin representativa entre el pue-blo y el parlamento y los defensores de la vieja monarqua absoluta. Pero tal esquema interpretativo, aceptable cuando se mira a las frmulas constitucionales, aparece demasiado simple cuando se toma en consideracin la trama de los con-ceptos poltico-jurdicos. Desde esta perspectiva, la visin hobbesiana de la sobera-na representativa y el nuevo discurso de la representacin parlamentaria se sitan en una relacin ms compleja, en la que tambin afloran, junto a las muchas disonancias, algunas consonancias.

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    (15) Cfr. E. S. Morgan, Inventing the People. The Rise of Popular Sovereignty in England and America, Norton, New York, London, 1989, pp. 58 y ss.

    (16) Cfr. H. Hofmann, Reprsentation, cit., pp. 339 y ss. (17) Cfr. Q. Skinner, The principles and Practice of Opposition: the Case of Bolingbroke

    versus Walpole, en N. McKendrick (ed.), Historical Perspectives. Studies in English Political and Social Thoughts in Honour of J. H. Plumb, London, 1974; L. Cedroni, Il lessico della rappresentanza politica, Rubbettino, Soveria Mannelli, 1996, pp. 14 y ss.

    En primer lugar, la soberana parlamentaria es presentada por sus ms riguro-sos defensores pinsese en Henry Parker (15) como un poder autosuficiente y pleno, en definitiva, absoluto (y por otra parte, el mismo Hobbes, aunque sin ocultar su preferencia por el gobierno monrquico, estaba dispuesto a investir de poder supremo tambin a una asamblea).

    En segundo lugar, si se exalta la funcin representativa del parlamento, al mismo tiempo se lo presenta no ya como espejo o caja de resonancia de la voluntad o de los intereses de los electores individuales, sino como lugar de formacin aut-noma de decisiones orientadas hacia la totalidad. No se trata de un viraje repentino ligado a la excepcional coyuntura, de la guerra civil primero, y despus, de la revo-lucin gloriosa. Que el parlamento represente (es decir, sea, sobre la base de una subyacente visin identitaria de la representacin) la communitas regni, es una conviccin antigua, difundida en Inglaterra en armona con los cnones caracters-ticos de la tradicin medieval (16).

    Sobre esta antigua imagen de representacin se inserta, en el transcurso del tumultuoso Seiscientos, la atribucin al parlamento de un rol poltica y constitucio-nalmente nuevo. Permanece, no obstante, la idea de un parlamento que, como pars pro toto, representa no tanto a los sujetos individuales cuanto a la nacin, a la totali-dad del cuerpo poltico. Es esta antigua conviccin (a su vez confirmada por una autorizada publicstica que va de Smith a Coke, a Sidney) la que, en concurrencia con las relevantes transformaciones socio-polticas de los siglos xvii y xviii, se transforma en la tesis de la independencia del parlamento con respecto a cada uno de los electores; y sostener entonces, como lo hacen Walpole (17) y luego Burke, que el parlamento representa a la nacin, ya no significar evocar el nexo identitario del parlamento con los estamentos y cuerpos y, por lo tanto, con la civitas en su conjunto, sino sealar en el parlamento el lugar de decisiones polticas aut nomas.

    Para Burke, la representacin parlamentaria debe estar desvinculada del condi-cionamiento de los electores particulares. El parlamento mira a la totalidad de la nacin y encuentra su fundamento en el orden jurdico: no en los sujetos y en sus inmediatas e inconexas voluntades, sino en la trama objetiva de una constitucin que se desarrolla incesantemente a travs de pequeos ajustes progresivos.

    Emergen como una filigrana, en la visin burkeana de la representacin, las convicciones que sostienen sus clebres e impetuosas Reflections antirrevoluciona-rias: la polmica contra el protagonismo de los sujetos, contra la abstraccin de los derechos del hombre, contra la fundamentacin voluntarista, contractualista, mecanicista del poder; el elogio de una constitucin no decidida sino formada en el tiempo, el aprecio del gradualismo y de la cauta experimentacin.

    Es precisamente en el orden jurdico objetivo donde la representacin encuen-tra su fundamento, y no en alguna decisin de los sujetos. Desde este punto de vista, la elisin de los sujetos es mucho ms radical en Burke que en Hobbes, en la

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    (18) H. F. Pitkin, The Concept of Representation, cit., p. 184.

    medida en que el segundo vea en los sujetos, por lo menos, a los autores de la soberana puesta en escena, a los inventores del soberano representativo, mien-tras que el primero los excluye del proceso de constitucin del orden.

    Si se atiende despus al orden constituido, para Hobbes los sujetos no existen polticamente sino a travs del soberano representativo; pero incluso para Burke el carcter representativo del parlamento no deriva del hecho de que la representacin se muestre como un puente entre los sujetos y el poder: la representacin no valo-riza a los sujetos como tales, a los representados, sino que legitima a los represen-tantes como voz autntica de la nacin. El desfase cualitativo entre el plano de los sujetos y la configuracin del orden es tan claro en Burke como en Hobbes, salvo por la divergencia radical en la representacin del orden mismo, ya que para el primero existe un orden jurdico-constitucional objetivo no determinado por la decisin soberana, mientras que para el segundo, el soberano tiene un rol constitu-tivo respecto del orden.

    La representacin es para Burke, por lo tanto, lo que media entre el soberano y la nacin. sta, por cierto, es una entidad objetivamente existente, pero su elemen-to caracterstico no se busca en la voluntad sino en el inters: es en el inters y en los intereses, y no en la voluntad, donde se fija Burke, fiel a su orientacin general antirrevolucionaria; pero los intereses que deben estar a cargo de los representantes no son los intereses de un sujeto o de grupos de sujetos, sino que son los intereses generales, los intereses de una nacin que, si bien existe en su objetiva estructura constitucional de forma independiente a la intervencin del soberano, no obstante, slo deviene efectivamente capaz de actuar gracias a las decisiones autnomas de sus representantes.

    Remarcado el salto cualitativo entre los representados y los representantes, Burke no pierde de vista, de todos modos, una exigencia que continuar presentn-dose entre los pliegues del discurso moderno de la representacin: la exigencia de que el desdoblamiento de los planos, el no bridge entre los individuos particulares y el sujeto colectivo nacin, no se traduzca en un dficit de representatividad (si se me permite el juego de palabras) de la institucin representativa; en definitiva, que no se exacerbe la separacin (pese a todo, indispensable) entre los particulares representados y los representantes. Si ello sucediera, se impedira a los primeros reconocerse en los segundos, se bloqueara todo mecanismo de identificacin, con el resultado de malograr las valencias legitimantes del mecanismo representa-tivo; y es en este sentido en el que Burke habla de la importancia del sentirse representado, de la necesidad de actuar de manera tal que la representacin pueda dar lugar tambin a una communion of interest and sympathy in feelings and desi-res (18).

    Aun as, siguen siendo centrales en la idea burkeana de representacin el rechazo de un nexo inmediato entre representados y representantes, la identifica-cin de los representados con la red objetiva de los intereses de la nacin y la imagen de los representantes como una elite que da forma y expresin a aquellos intereses actuando como centro autnomo de decisin poltica.

    Dentro de un esquema que puede decirse, en cierta medida, dualstico (al menos con respecto al intransigente monismo de Hobbes) en la medida en que

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    tambin se da siempre un orden objetivo de intereses que el representante pretende canalizar y gestionar, el representante se sita, sin embargo, no como el espejo de una voluntad ya formada, sino como la causa eficiente de una decisin que de otro modo sera imposible. Desde este punto de vista, no parecen muy distantes de la versin burkeana de la representacin las propuestas de Sieys, a pesar de toda la aversin demostrada por Burke contra el experimento revolucionario.

    En realidad, las diferencias son profundas y hacen compresible la invectiva bur-keana. Sieys teoriza la representacin dentro de un proyecto diametralmente opuesto a la visin burkeana, porque se basa, precisamente, en la idea de una cons-titucin no ya dada sino decidida. Cuando Sieys propone transformar los Estados generales en una indita asamblea de iguales, est pensando en un puro y simple proceso constituyente. El modelo conceptual de referencia es todava el esquema contractualista elaborado por la tradicin iusnaturalista: son los individuos los que, con el contrato social, fundan el orden poltico. Este esquema, sin embargo, desciende ahora del cielo a la tierra: los sujetos ya no son los hombres del hipottico y originario estado de naturaleza, sino que son los reales y presentes miembros de la nacin francesa, son los componentes no privilegiados de esa nacin que se iden-tifica con el Tercer Estado; y el pacto que ellos se aprestan a cerrar no es el contrato social, sino el acto fundacional de una asamblea constituyente.

    Para que esta asamblea pueda existir y operar es necesario apoyarse en el con-cepto de representacin, pero al mismo tiempo hace falta transformarlo de raz: es necesario recurrir a la representacin porque la nacin es un cuerpo poltico de enormes dimensiones, en condiciones de actuar slo por medio de una persona interpuesta; la nacin que pide ser representada, sin embargo, no es ms la nacin antigua; es una nacin que se ha redefinido expulsando como cuerpos extraos a los estamentos privilegiados, identificndose ahora con los veinticinco millones de sujetos iguales: son justamente stos los autores (como dira Hobbes) que designan como sus actores a los miembros de la asamblea y le permiten a sta poner en marcha el proceso constituyente.

    Fundada sobre la igualdad de los sujetos, la nueva representacin, para Sieys, no tiene ya nada que ver con la tradicin de antiguo rgimen, aunque tampoco debe dejarse intimidar por las crticas rousseaunianas: para Sieys, lejos de ser una mala alternativa a la democracia, la representacin es su nica realizacin posible. La democracia de los modernos, a diferencia de la democracia de los antiguos (ya est presente en Sieys, y antes incluso en Monstesquieu, ese par oposicional antiguos/modernos que Constant har clebre) se realiza necesariamente en la forma de la representacin. La democracia es, en efecto, la atribucin del poder soberano al peuple en corps. Pero la nacin como tal, en las complejas sociedades del presente, no puede existir en corps: slo en la asamblea representativa ser posible localizar aquella concurrencia fsica de los miembros del cuerpo soberano que haba caracterizado a la antigua agor. La democracia antigua, entonces, est la fois exclue parce quimpossible raliser et conserve comme modle imaginaire de la nation et de son gouvernement. La nation assemble, hypothse irrelle, trouve son image dans lAssemble qui la reprsente (19).

    (19) [es, al mismo tiempo, excluida porque es imposible de realizar, y conservada como mode-lo imaginario de la nacin y de su gobierno. La nacin reunida en asamblea, hiptesis irreal, encuen-

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    tra su imagen en la Asamblea que la representa, N. del T.] C. Larrre, Le gouvernement reprsen-tatif dans la pense de Sieys, en C. Carini (ed.), Dottrine e istituzioni della rappresentanza, cit., p. 47. Cfr. tambin P. Pasquino, E. Sieys, B. Constant ed il governo dei moderni. Contributo alla storia del concetto di rappresentanza politica, en Filosofia politica, I, 1, 1987, pp. 77-98; F. Sbarberi, galit du civisme et galit de la reprsentation in Condorcet e Sieys, en C. Carini (ed.), La rappresentanza tra due revoluzioni (1789-1848), Centro Editoriale Toscano, Firenze, 1991, pp. 39-50.

    Basada en una idea de nacin como suma de sujetos individuales iguales, la idea sieysiana de la representacin es incompatible con la visin burkeana y puede, en todo caso, aparecer ms abierta a las sugerencias del modelo hobbesiano, segn el cual, los sujetos individuales en estado de naturaleza autorizan al soberano, crendolo como actor, como representante de ellos. Entre las argumentaciones de Hobbes y de Sieys se interpone, sin embargo, una diferencia decisiva (obviamente ligada a la inconmensurabilidad de los contextos, culturas y tendencias individuales): el esquema autor-actor, evocado por Hobbes para el momento ideal de fundacin de la soberana, es utilizado por Sieys para dar a un evento concreto la convocatoria de los Estados generales el valor de acto inaugural de un verdadero proceso constituyente.

    No intento establecer improbables nexos filolgicos entre dos autores, sino slo comparar sus diversas estrategias argumentativas para poner en evidencia los rasgos que las caracterizan; y desde esta perspectiva, es posible detectar en la estrategia argumentativa de Sieys la permanencia de importantes aspectos del esquema hobbesiano. Cierto, para Hobbes los sujetos se mueven en un contexto apoltico y pre-poltico y slo a travs del soberano representativo adquieren una valencia poltica, se convierten en pueblo. Para Sieys, en cambio, la nacin es, s, una suma de sujetos atomizados, pero no es un flatus voci, sino que es (imaginada como) un sujeto colectivo del que dependen la existencia y la legitimidad del nuevo orden. Sin embargo, es cierto tambin que la existencia actual de la nacin, la expresin y formalizacin de su voluntad, por lo tanto su efectiva visibilidad, pasan necesariamente por la asamblea representativa y sus deliberaciones.

    Ciertamente el esquema empleado es dualstico: de un lado la nacin, del otro lado la asamblea representativa que la expresa y formaliza su voluntad. Pero se trata de un dualismo aparente o virtual, ya que la nacin no existe efectivamente, en acto, sino a travs de las declaraciones y decisiones de una asamblea representativa que no recoge o declara una voluntad preexistente, sino que la formula ex nihilo. El carcter representativo de la asamblea se traduce en una funcin no ya declarativa sino constitutiva: la representacin (precisamente como en Hobbes) no tiene a sus espaldas un orden previamente dado, sino que est directamente implicada en el proceso de formacin del orden; es de algn modo, para dicho orden, un verdadero deus ex machina.

    Burke, al contrario, aferrado a su opcin antivoluntarista, haciendo de la tradicin constitucional y del orden de intereses el eje central de la nacin, le confiere a sta una existencia ms corprea: la asamblea representativa es el trmino de una relacin que tiene en el otro extremo una magnitud objetivamente estructurada. La dualidad caracterstica del concepto de representacin parece, pues, sustancialmente respetada. Sin embargo, tampoco para Burke, como sabemos, la representacin es un canal gracias al cual las instancias, las voluntades,

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    las expectativas de los representados son transmitidas a los representantes; tampoco se da, para Burke, un trnsito inmediato de los representados a los representantes, de los sujetos al parlamento; y es este ltimo el que, precisamente en virtud de su funcin representativa, tiene el poder y el deber de determinar los verdaderos intereses de la nacin y de decidir con perfecta autonoma.

    Desde esta perspectiva, se comprende fcilmente que en la representacin moderna la transformacin del mandato, de vinculado a libre, no sea un simple cambio de ingeniera constitucional, sino que incida sobre (y dependa del) proceso de fundacin y de legitimacin del orden poltico.

    Emerge as con claridad la divisoria de aguas conceptual que separa el largo medioevo de la modernidad, cuando el orden deja de ser pensado como una realidad existente desde siempre, inscrita en la naturaleza de las cosas, y deviene una invencin, un artificio, un constructo. Para la cultura medieval y protomoderna la representacin reposa sobre la inmanencia del todo en la parte: representar significa, de algn modo, revelar la presencia del todo en la parte. Es precisamente la relacin identitaria entre la parte y el todo la que se rompe apenas cae la idea de una totalidad ordenada desde siempre: para Hobbes, para el terico del desorden originario, el orden pasa por un soberano que es creado, como su representante, por los sujetos; pero los sujetos, a su vez, slo existen polticamente en cuanto el soberano, representndolos, los transforma en pueblo.

    Es cierto que el mundo de Hobbes ha desaparecido para entonces y los intereses, los problemas, los estilos argumentativos, de un Burke o de un Sieys son nuevos y distintos (y no podra ser de otra manera, dada la radical diferencia de contextos). Sin embargo, algo de la paradoja hobbesiana de la representacin, si no su formulacin al menos su sentido, vuelve a plantearse en la cultura poltica del incipiente parlamentarismo: el representado, el ente colectivo nacin, es concebido, s, como un ens realissimun, pero sus manifestaciones concretas, su existencia en acto, dependen de las decisiones del representante; la asamblea representativa no declara ya una voluntad preexistente, sino que da forma a una voluntad nueva que, adems, no podra expresarse de otra manera. La extincin del mandato imperativo, la autonoma del representante con respecto al representado, presupone y refuerza la idea de que la representacin no pone en relacin a la parte con el todo, sino que interviene directamente en el proceso de creacin del orden. La paradoja de la representacin nace precisamente del contraste entre el dualismo que ella evoca (la representacin como puente o nexo entre dos entidades) y el giro monista que experimenta durante los primeros compases de la modernidad. Cado el antiguo nexo identitario entre la parte y el todo, entre el representante y el representado, el representante sustituye a la nacin representada y precisamente, en cuanto la sustituye, la realiza.

    Asumir la representacin como medio de existencia en acto de la nacin produce un fuerte efecto de legitimacin con respecto al rgano representativo. Cambian, sin embargo, segn los contextos y las tendencias, los esquemas fundacionales del nexo que conecta a representantes y representados. Para Burke, la legitimidad de la asamblea representativa promana del orden jurdico objetivo y de la tradicin constitucional, y slo en este marco encuentra un lugar el mecanismo electoral. En cambio como en el caso de Sieys, cuando la piedra angular del proceso constituyente, y del nuevo orden que de l debe surgir, est constituida por el sujeto y por su voluntad, el momento del voto adquiere una

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    importancia decisiva y deviene parte integrante del nuevo dispositivo de representacin.

    El voto es el vnculo visible y formalizado entre los miembros de la nacin representada y la asamblea representativa; es el voto el que, como expresin del consenso de los sujetos, permite imputar a los representados las decisiones de los representantes y reconocer al pueblo como sujeto auto-nomo, como un sujeto colectivo que obedece las leyes que l mismo, libremente, se da. Pero al mismo tiempo, el mecanismo del voto funciona presuponiendo la prohibicin del mandato imperativo, el salto cualitativo entre representantes y representados, la plena autonoma decisoria de la asamblea representativa, y se traduce en el poder de designar a los miembros de esta ltima. El nexo inmediato entre voto y consen-so produce, entonces, dos resultados complementarios: permite preservar la diferenciacin potestativa entre los pocos que deciden y los muchos que obedecen, y proporciona, al mismo tiempo, una eficaz legitimacin, ya que los muchos, en virtud del mecanismo electoral, han contribuido a designar a los pocos, resultando, en consecuencia, simblicamente estimulados a reconocerse, a identificarse, en ellos.

    Es posible sealar pues, en sntesis, tres caractersticas que parece poseer el discurso de la representacin en la fase inaugural de su trayectoria.

    En primer lugar, se tematiza la importancia del consenso de los sujetos y, con ello, del sufragio poltico y del derecho de voto. El voto hace concreto y visible el papel activo del sujeto en la vida del ordenamiento y se traduce en un poder espe-cfico: el poder de designar algunos individuos situndolos en la cspide del orde-namiento. A travs del voto se concreta el vnculo representativo entre los muchos y los pocos: los muchos obedecen a los pocos pero los pocos, en tanto que designa-dos por los muchos, son los representantes de stos. La representacin se convierte entonces en la celebracin simblica del vnculo que une los muchos a los pocos, la multitud a la clase gobernante.

    Sin embargo, la representacin y este es el segundo punto no agota su fun-cin permitiendo que los sujetos se reconozcan en el orden, haciendo que se sien-tan como en casa por as decirlo dentro de la respublica, atribuyndoles un papel activo y un poder efectivo de designacin de la elite. Existe otra cara de la repre-sentacin, dirigida no a los sujetos sino al soberano. La representacin moderna reposa sobre la prohibicin del mandato imperativo y sobre el dogma de la inde-pendencia del electo con respecto a sus electores: el representante no recoge las pretensiones de los sujetos, sino que, a travs de sus libres decisiones, da voz a la voluntad de la nacin. Existe una discontinuidad entre la voluntad del soberano y la voluntad de los sujetos, y es el mecanismo de la representacin el que, al separar la decisin de los representantes de las voluntades de los representados, hace posible que se constituya la soberana.

    Como en Hobbes, la representacin no declarara una voluntad que existe pre-viamente, sino que hace posible la formulacin de una voluntad nueva y distinta: son los representantes los que con sus decisiones hacen visible y activa esa nacin soberana que, de no ser as, permanecera invisible e impotente. Si es cierto que los representados designan a los representantes, es cierto tambin que estos ltimos deciden en soberana libertad, separados de los representados por un foso insupera-ble. La representacin, entonces, por un lado, acerca los representados a los repre-

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    sentantes permitiendo que los primeros se reconozcan en los segundos, pero, por el otro, establece la separacin radical entre los muchos y los pocos, entre la multitud y la elite, asegurando a esta ltima la ms amplia libertad de movimiento. Esta es la paradoja en la que se inscribe el discurso moderno de la representacin: una paradoja que, anunciada por Hobbes en un contexto iusnaturalista y absolutista, resulta confirmada en el ambiente, aun radicalmente diferente, del parlamentaris-mo, tanto ingls como francs. En ambos casos, la representacin no sirve para registrar una voluntad poltica previamente existente y consignarla en las manos del soberano; la representacin es, ms bien, un instrumento que permite la formu-lacin ex nihilo de la voluntad soberana.

    La representacin, por una parte, empuja a los sujetos hacia el soberano para que puedan reconocerse en l; por otra, establece la separacin entre la voluntad del soberano y las pretensiones de los sbditos; y, finalmente, seala en la nacin al ente colectivo que slo ella est en condiciones de transformar, de ausente en pre-sente, de invisible en visible. En el momento en que hace real a la nacin y a su voluntad y este es el tercer punto la representacin pone de manifiesto tambin la unidad de la nacin. Las infinitas diferencias reales que caracterizan a las dinmicas sociales representadas, los conflictos que las atraviesan y sacuden, desaparecen sbitamente: la nacin imaginada y construida a travs del juego de la representacin hace posible y creble esa unidad del cuerpo poltico que una des-cripcin desencantada de la cotidianeidad poltico-social parecera desmentir rotundamente.

    5. LA REPRESENTACIN CONTRA LA DEMOCRACIA

    Tan pronto como los sujetos asumen su moderno rol protagnico, el momen-to del voto adquiere una significacin particular: el voto, si bien no puede anular el salto cualitativo que separa a los representados de los representantes (llamados a dar voz a una voluntad nacional que, de otro modo, resultara inefable), opera, sin embargo, como un eficaz instrumento de legitimacin del parlamentarismo, de esa forma poltico-constitucional destinada a una incontestada afirmacin en el transcurso del Ochocientos. El voto es la expresin (visible y formalizada) de ese consenso del que se pretende hacer depender la legitimidad del poder; el voto es el instrumento que permite a los representados reconocer a los propios repre-sentantes (reconocerse en ellos); el voto es, finalmente, el ejercicio de un poder que incide (aunque sea en diverso modo e intensidad) en la seleccin de la elite poltica.

    Ya sea como smbolo de legitimacin o como ejercicio de un poder efectivo, el voto se convierte, pues, en un instrumento delicado de manejar: no basta pensar la representacin, sino que hace falta tambin organizarla, hace falta determinar los poderes y los deberes de representantes y representados y, sobre todo, sealar los criterios de seleccin de unos y otros. Es cierto que son los representantes los que deciden, pero tambin es cierto que son los representados quienes eligen a los pri-meros: los destinos de la nacin dependen directamente de los pocos que la repre-sentan, pero estn influenciados indirectamente por los muchos que los autorizan. El mecanismo del voto crea un cortocircuito entre representantes y representados:

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    crea un vnculo provechoso, en cuanto refuerza simblicamente la vinculacin entre la elite y los sujetos (los subiecti), pero tambin peligroso, en tanto que hace posible algn modo de presin e influencia de los segundos sobre la primera.

    Precisamente, por la exigencia de sealar con fuerza la diferenciacin entre los sujetos y las posiciones de poder, la representacin moderna utiliza con cautela el principio de igualdad: est obligada a moverse sobre una delgada cornisa, ya que debe separarse del ancien rgimen haciendo hincapi en una nacin conformada (como quiere Sieys) por todos los sujetos iguales, pero sin entender que renun-cia por ello a la funcin de remolque de la elite. En consecuencia, el discurso de la representacin no pone en escena, irreflexivamente, a todos los sujetos, sino que se preocupa por fijar criterios e introducir distinciones.

    No es necesario, por otra parte, un especial esfuerzo de inventiva: los criterios selectivos son ofrecidos de manera espontnea por una visin filosfico-antropol-gica ampliamente compartida. Es una visin que hace de la propiedad una distin-cin esencial del sujeto y, por lo tanto, ve en ella una condicin obligatoria de la capacidad poltica.

    Que el derecho de voto deba depender de la propiedad se demuestra con mlti-ples argumentaciones que, sin embargo, an en su variedad, dependen todas de una conviccin fundamental: que la propiedad no es un dato extrnseco o meramente econmico, sino que alcanza a la subjetividad en su conjunto. Las argumentaciones desarrolladas por Locke en el Segundo Tratado sobre el gobierno constituyen un pasaje fundamental, aunque no son un rayo en la oscuridad (si se tienen presentes los elocuentes testimonios de la Segunda Escolstica espaola, no menos que los de la intramundana ascesis calvinista de weberiana memoria); y no har falta ser ortodoxamente lockiano, en el transcurso del Setecientos y del Ochocientos, para afirmar, una y otra vez, el rol antropolgica y ticamente central de la propiedad.

    Para una gran parte de la opinin pblica de los siglos xviii y xix, la propiedad es la expresin visible de la racionalidad, de la responsabilidad, de la eticidad, de la consumacin humana del individuo, mientras que, por el contrario, la pobreza es el sntoma o el indicio de una insuficiente capacidad de autodisciplina y de previsin.

    La propiedad es entonces la expresin y la condicin de la autonoma, de la independencia, en suma, de la libertad del individuo, y justamente por esto es la condicin necesaria para gozar de los derechos polticos: si el derecho del voto no es ms que la expresin formalizada del consenso del sujeto (de ese consenso que es la condicin de legitimidad del orden), slo puede ser atribuido a un sujeto ple-namente independiente.

    Es la propiedad la que hace posible la independencia del sujeto, a menos que intervenga algn factor objetivamente, naturalmente, inhabilitante: la pertenencia al gnero femenino. El gnero es el segundo criterio fundamental de seleccin de los sujetos (podramos decir) autorizados a autorizar. Est todava viva y vital una interdiccin que es necesario comprender a la luz de un modelo cultural de extraor-dinaria longevidad (completamente delineado en las pginas de la Poltica aristot-lica): la familia como microcosmos jerrquico, como un complejo de situaciones subjetivas diversas (la mujer, el hijo, el siervo), pero igualmente dependientes del padre-marido-patrn. Slo este ltimo es el sujeto plenamente capaz, el ciudadano pleno iure, mientras que las figuras que de l dependen no pueden acceder directa-mente a la esfera pblica: es la misma naturaleza la que destina a la mujer a la

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    domesticidad y le impide un acceso (al menos jurdicamente formalizado) a la esfera pblica. Su relacin con la civitas es necesariamente mediatizada por el padre-marido que representa (como parte eminente, segn la antigua lgica identi-taria) a la totalidad de la familia.

    Dependiente de la figura masculina, naturalmente separada de la civitas, la mujer carece de ese requisito de independencia que constituye el criterio determi-nante de atribucin de los derechos polticos a los sujetos. La pertenencia al gnero masculino y la propiedad constituyen, pues, los requisitos indispensables de aque-lla plena independencia moral y social de la que debe dar prueba el elector. Incluso en el vrtice en la extraordinaria aceleracin histrica de la revolucin francesa, resiste tenazmente el pre-juicio de una inevitable diferenciacin de los sujetos: para Sieys (20), y luego incluso para Kant, es la independencia, una independen-cia que coincide con la autosuficiencia econmica (como subrayar Kant), con la ausencia de vnculos serviles y con la pertenencia al gnero masculino, la que permite a un individuo ser un verdadero ciudadano, un ciudadano activo, partci-pe, a travs del derecho de voto, de la vida de la respublica; mientras que, en caso contrario, se podr ser solamente ciudadano pasivo dotado de mera capacidad jur-dica, del derecho de adquirir derechos.

    Es cierto que el ala radical de la revolucin reclamar la introduccin del sufra-gio universal (masculino) rechazando el voto censitario disciplinado por la Consti-tucin de 1791. Pero se tratar, en realidad, de una victoria efmera del igualitaris-mo, ya que en la Francia post revolucionaria, y por mucho tiempo ms en Europa, seguirn en pie los dos criterios fundamentales de seleccin de los representantes: la propiedad y el gnero.

    Mantener la conexin entre propiedad y derecho de voto es una exigencia ineludible para el liberalismo del primer Ochocientos, dominado por una suerte de trauma originario: el jacobinismo, el recuerdo de un poder terrible, capaz de arro-llar con una mordacidad inaudita la libertad individual. Defender la libertad contra el despotismo significa, entonces, poner diques a la propagacin de la igualdad: atribuir a todo ciudadano el derecho de voto conllevara a la extincin de la elite y al triunfo de la masa compuesta principalmente de no propietarios, la que, una vez en el poder, estar predispuesta a anular la libertad y la propiedad individual. Es necesario, en consecuencia, mantener firme el vnculo entre propiedad y dere-cho de voto: slo una representacin censitaria puede salvaguardar el primado de la calidad sobre la cantidad e impedir la tirana de la mayora.

    Insistir en el vnculo entre representacin y propiedad es una estrategia indis-pensable para exorcizar el fantasma jacobino y evitar que el orden sea puesto en peligro por el desenfrenado predominio de la masa. Pero, es una estrategia sufi-ciente? O mejor an, el modelo revolucionario, el modelo de Sieys, es por su naturaleza incapaz de salvaguardar al orden de la tirana de la mayora?

    El orden depende, para Sieys, de los sujetos: son los sujetos los que, a travs del dispositivo de la representacin, ponen en movimiento la revolucin y refundan la respublica. La representacin de lo poltico gira en torno a los sujetos y a su voluntad. Ciertamente, la voluntad de la nacin no es la suma de las voluntades de

    (20) Cfr. P. Rosanvallon, Le sacre du citoyen. Histoire du suffrage universel en France, Gallimard, Pars, 1992, pp. 65 y ss.

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    (21) G. W. F. Hegel, Valutazione degli atti a stampa dellassemblea dei deputati del regno del Wrttemberg, en G. W. F. Hegel, Scritti politici (1798-1831), Einaudi, Torino, 1972, pp. 155 y ss.

    (22) Cfr. H. Ahrens, Cours de droit naturel ou de philosophie du droit, Socit Typographique Belge, Bruxelles, 1850, pp. 167 y ss.

    cada uno de los sujetos representados: el salto cualitativo entre representados y representantes permite hacer de la voluntad nacional un dato objetivo, autnomo con respecto a las subjetivas inclinaciones de cada ciudadano. Pero, expulsado por la puerta, el subjetivismo vuelve a entrar por la ventana si hacemos de los sujetos (representados) y de su consenso el fundamento de legitimidad del orden.

    Es necesario, entonces, distanciarse del subjetivismo del modelo revolucio-nario: para Guizot, para todos los doctrinaires (y para el joven Donoso Corts de las Lecciones del 36-37) el orden no nace de la voluntad constituyente de los sujetos, sino que es la expresin y la actuacin de un principio superior y objetivo de razn. Muta, en consecuencia, el sentido de la representacin: la representacin no es el canal de transmisin del querer de cada uno de los sujetos representados, sino que es el espejo de la sociedad, el instrumento que permite a la sociedad refle-jarse puntualmente en la asamblea representativa. La representacin tiene que ver, no con la voluntad de los sujetos, sino con su capacidad: sirve para designar a los sujetos excelentes (y la propiedad no es otra cosa que la expresin de una eminente y reconocida capacidad), de modo que la clase poltica sea un fiel reflejo de las jerarquas sociales.

    Aun movindose dentro de una tradicin caracterizada por el protagonismo del sujeto, Guizot y los doctrinaires son conscientes de que una visin subjetivista de la representacin implica el riesgo de un plano inclinado que conduce al sufragio universal y al triunfo del nmero sobre la calidad (de la masa sobre la elite).

    La exigencia de des-subjetivizar la representacin es, de cualquier modo, toda-va ms clara y fuerte en una tradicin cultural profundamente distinta la tradicin dominante en los pases de lengua alemana, precisamente porque en ella, aun dentro de la variedad de sus expresiones y tendencias, es unnime la acusacin al modelo francs (a la tradicin iluminista y revolucionaria) de individualismo, de mecanicismo, de contractualismo.

    Si el orden no es reconducible a la decisin contractual de los sujetos, sino que es una formacin histrica y orgnica, es la expresin de lo espontneo, la organizacin de un pueblo histricamente determinado, tampoco la representa-cin puede ser reducida a los sufragios de una suma de individuos atomizados. Si el orden no es concebido como la expresin de una singularidad inmediata y abstracta en el sentido hegeliano del trmino tampoco la representacin podr coincidir con el derecho de voto de los sujetos iguales, sino que deber tener en cuenta la diferenciacin de los roles sociales, de los diversos estados que compo-nen la sociedad: la representacin, entonces, ser un instrumento no tanto de valo-racin de las voluntades individuales cuanto de mediacin entre los diversos com-ponentes del orden (21). Y aun cuando cambian, con respecto al paradigma hegeliano, los presupuestos y las orientaciones polticas como sucede por ejemplo con Ahrens, no cambia la conviccin de que las teoras de la representacin igual no constituyen la culminacin del desarrollo histrico, sino que deben ceder el paso a una concepcin dispuesta a valorar las diferencias concretas entre los individuos, su rol social y profesional (22).

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    Surge por lo tanto, en el discurso moderno (de los siglos xviii-xix) de la repre-sentacin, la tensin entre una estrategia subjetivista y una estrategia objetivis-ta. En el contractualismo hobbesiano son los sujetos los que inventan al soberano e incluso los sujetos son protagonistas para Sieys, que los asume como punto de origen del proceso constituyente: es de los sujetos, en cuanto miembros iguales de la nacin, que depende el nuevo orden. El claro subjetivismo de esta visin es atenuado, sin embargo, por el salto cualitativo que separa los representados de los representantes: los primeros autorizan, pero los segundos son los que deciden en nombre de una nacin cuya voluntad no es reconducible a las voluntades de sus miembros. Se salva as, no obstante el fundamento contractualista del orden, la funcin de remolque de la elite poltica, donde est reservado el poder-deber de hacer actual la voluntad de la nacin.

    Por mucho que est atenuado y mediatizado por el mecanismo de la represen-tacin, el papel de los sujetos, no obstante, sigue siendo central y por esto, precisa-mente, el voto adquiere una notable significacin: el voto, en un orden fundado sobre el consenso de los sujetos, se presenta como un valioso smbolo de legitima-cin y promueve la lealtad de los sujetos, estimulando su identificacin con la elite que los representa.

    Pero existe tambin el reverso de la moneda: un orden fundado sobre los sujetos conlleva el riesgo de ser un orden a merced de los sujetos. Este riesgo, relativamente descuidado por el entusiasmo palingensico del 89, se muestra muy elevado despus de la aterradora experiencia jacobina y resulta necesario ponerse a resguardo de l. Y la principal defensa contra las intemperancias revo-lucionarias de los sujetos, la ofrecen la propiedad y su tradicional vinculacin con la representacin. La propiedad establece cules son los sujetos autoriza-dos a autorizar y permite separar la calidad de la cantidad, los pocos capaces de los muchos en los que no se puede confiar. No ha de olvidarse, adems, que el mecanismo representativo implica la determinacin no slo de los electores sino tambin de los elegibles; y en este plano intervenan tradicionalmente, y siguieron por lo comn interviniendo, ulteriores y mucho ms exigentes mecanismos selectivos (normativamente formalizados y, de cualquier manera, socialmente operativos) que refuerzan la correspondencia entre la jerarqua social y la elite poltica.

    No faltan, pues, los antdotos contra el predominio de los sujetos como tales. Pero es cierto tambin que uno se mueve siempre sobre el terreno de una ingeniera constitucional que no modifica el dato de fondo: el orden depende (en ltima instancia) de los sujetos y de su voluntad. Se perfila entonces la exigencia de saltar el foso del subjetivismo, de evitar el nexo (originariamente hobbesia-no) entre sujetos y orden: la representacin deja de ser entonces un momento directamente implicado en el proceso de constitucin del orden, para aparecer slo como un instrumento interno a un orden que trae aliunde su fundamento (cualquiera que ste sea: la constitucin, para Burke, la razn para los doctrinai-res, el Volk, para el historicismo alemn). Pierde relevancia, en consecuencia, el momento del voto igual, ya que la legitimidad del orden no nace primariamente del consenso individual, cuya expresin ms evidente es el voto.

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    6. LA REPRESENTACIN COMO DEMOCRACIA

    Propiedad y representacin aparecen estrechamente conectadas por una conso-lidada tradicin; sin embargo, bastante precozmente, esa relacin es objetada en beneficio de una libertad desvinculada de cualquier pre-condicin jurdica o eco-nmica.

    Ya en los tumultuosos aos de la guerra civil inglesa en los aos cuarenta del siglo xvii fue denunciado aquel nexo propiedad-representacin que, durante el transcurso del siglo xix, volver a situarse en el centro del conflicto poltico-social. El problema fue promovido por el ala ms radical (los llamados levellers) de la formacin filoparlamentaria; y, asimismo, en el ejrcito cromwelliano se desarrolla un debate que ofrece una muestra extraordinaria de las distintas posiciones al res-pecto.

    La estrategia argumentativa adoptada contra los niveladores por Ireton, el yerno de Cromwell, encuentra slidos asideros en una tradicin que podra tranqui-lamente atribuirse a la autoridad de Coke: para Ireton, es el orden jurdico objetivo, es la constitucin inmemorial la que fundamenta, de modo conjunto, la libertad y la propiedad de los ingleses: propiedad, libertad privada y libertad poltica son un todo indivisible y la pretensin de separar la representacin de la propiedad condu-ce a la destruccin tanto de la propiedad cuanto de la constitucin que es su funda-mento (23).

    En perfecta simetra, las crticas de los niveladores se dirigen, precisamente, contra el nexo constitucin-propiedad-representacin: no es la constitucin, no es el orden jurdico positivo (de dudosa legitimidad por otra parte, dado su origen normando) lo que fundamenta la propiedad y la libertad, sino que es la naturale-za misma (y la voluntad de Dios) la que determina el meum y el tuum y la que asegura a cada uno un rol y una voz en la comunidad poltica (24). Del consenso proviene la legitimidad del gobierno, y del derecho de voto depende la lealtad de los ciudadanos. Consenso, libertad y derecho de voto se conectan estrechamente: la libertad poltica no tiene como fundamento el orden positivo, y como condicin la propiedad, sino que es un componente irrenunciable del ser humano.

    Cierto es que la reivindicacin de los derechos polticos del individuo como tal ser claramente derrotada y caer en un rpido olvido en la Inglaterra del xvii; sin embargo, volver a presentarse bajo nuevas formas, y con renovada fuerza, en contextos polticos y culturales profundamente diferentes.

    En Francia, en los aos de la revolucin, las propuestas iusnaturalistas inducen a hacer de la igualdad de todos los seres humanos uno de los baluartes de la retri-ca revolucionaria; y en este principio se inspira la campaa conducida por Robes-pierre y Marat contra el marco de plata, contra el lmite censitario originaria-mente introducido por la Constitucin de 1791. Pero la igualdad se entrecruza con otro principio fundamental del discurso revolucionario: la pertenencia a la nacin. Distinguir entre ciudadanos pasivos y activos, como quera Sieys, significaba

    (23) I dibattiti di Putney, en Puritanesimo e liber. Dibattiti e libelli, a cura di V. Gabrieli, Einaudi, Torino, 1956, p. 68.

    (24) Ibidem, pp. 94-95.

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    impedir una relacin directa entre una clase entera de sujetos y la nacin, que vive y prospera gracias al empeo participativo de todos sus miembros (25).

    Emerge en este contexto un nexo destinado a replantearse con insistencia la relacin entre el valor del sujeto como tal y la celebracin de la participacin (de todos) en la vida de la nacin. La combinacin de estos dos elementos se traduce en una visn (por as decir) neorrepublicana, que ve en la participacin poltica la consumacin humana del individuo y, precisamente por eso, afirma que ningn sujeto puede ser excluido de ella.

    Tal visin tico-poltica es la que alimenta, en el transcurso de los siglos xix y xx, la larga lucha por la democracia poltica. Mutan drsticamente los contextos y los estilos discursivos, pero es recurrente la conviccin de que la democracia poltica, por un lado, es la nica forma de gobierno plenamente legtima (porque es capaz de fundar el poder sobre el consenso de todos) y, por otro lado, ofrece a cada uno la posibilidad de realizar plenamente su humanidad.

    Cualquier criterio de seleccin de los representados debe ser rechazado porque compromete la legitimidad del poder, viola el principio de igualdad y lesiona una prerrogativa esencial del ser humano. La democracia es, ciertamente, representati-va, pero el mecanismo representativo al que ella hace referencia exige introducir en la escena poltica a todos los sujetos, sin excepcin. Resultan as duramente rebati-dos los dos principales criterios de inclusin (y de exclusin) poltica consagrados por la tradicin: la propiedad y el gnero. Cierto, no se trata de un ataque simult-neo: la reivindicacin de los derechos civiles y polticos de la mujer y la lucha por el sufragio universal masculino siguen trayectorias distintas que, en ciertos casos coinciden felizmente (pinsese primero en Condorcet y luego en John Stuart Mill), mientras en otros casos generan tensiones y conflictos (pinsese en el aislamiento de una Olympe de Gouges o, en un contexto muy diferente, en las tensiones inter-nas de las formaciones socialistas de finales del siglo xix).

    La lucha por la democracia presenta, pues, un frente accidentado y objetivos a veces coincidentes, a veces distintos; pero se mantienen en comn las elecciones de valor, los principios de referencia y el objetivo final. El principio fundamental es aquella idea de igualdad que, a partir de las revoluciones de finales del Setecientos, sigue liberando, durante el siguiente siglo, toda su fuerza expansiva, negando la legitimidad de cualquier discriminacin. Es la igualdad la que, aplicada a la esfera de relacin entre el individuo y la respublica, se traduce en la reivindicacin de una representacin poltica igual. La democracia implica igualdad, y la igualdad se realiza como representacin igual, como representacin de todos: la celebracin republicana del compromiso cvico pasa por el nexo democracia-representacin y conduce a ver en el derecho de voto la esencia misma de la participacin pol tica.

    Estos principios y estas perspectivas inspiran tanto la lucha por el sufragio uni-versal masculino cuanto las primeras manifestaciones de un movimiento emanci-pador femenino, sensible a la tradicin republicana y al mensaje milliano. Sin

    (25) M. Robespierre, Sulla necessit di revocare i decreti che legano lesercizio dei diritti del cittadino allimposta del marco dargento o di un determinato numero di giornate lavorative, en M. Robespierre, La Rivoluzione giacobina, a cura di U. Cerroni, Studio Tesi, Pordenone, 1992, pp. 4 y ss. (N. del T.: hay traduccin castellana: La revolucin jacobina, traduccin y prlogo de Jaume Fuster, Pennsula, Barcelona, 1973.)

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    embargo, los temas de la igualdad, de la democracia y de la representacin, cuando son declinados en femenino, adquieren inflexiones inditas y ofrecen problemas hasta ese momento inesperados.

    En primer lugar, en efecto, la lucha por los derechos (y en particular por los derechos polticos) de la mujer no puede agotarse en una lista de reivindicaciones puntuales, sino que debe lidiar con una estructura cultural tan arraigada como deci-siva: debe poner en cuestin la definicin misma de sujeto y las coordenadas socio-antropolgicas de las que depende dicha definicin. El tema de la representacin y del sufragio femenino se convierte en un medio para discutir la imagen dominante del sujeto-mujer, en la ocasin para redisear la relacin entre lo pblico y lo pri-vado, para sustraer a la mujer de la domesticidad y hacerla visible y activa en la escena poltica.

    En segundo lugar, precisamente porque el movimiento emancipador enfoca el problema del sujeto reclamando su redefinicin, termina, si no por impugnar, cier-tamente por problematizar ese mismo principio de igualdad al que recurre tambin en su lucha cotidiana por los derechos: la especificidad, la diferencia del sujeto-mujer, aparece no slo como un obstculo en el camino de afirmacin de su identi-dad poltica, sino tambin como una riqueza que debe valorarse y, en consecuencia, la igualdad no puede ser usada como una navaja para cortar de raz toda diferencia. Diferencia e igualdad no se oponen, con simplismo jacobino, como el mal y el bien, como la tiniebla y la luz, sino que aparecen ligadas por una indudable, aunque difcil, complementariedad.

    Estamos frente a un campo de tensin destinado a acentuarse entre los siglos xix y xx y que alcanza su punto culminante en nuestros aos. Pero sera una simplificacin imputar al primer movimiento emancipador, en razn de su ascen-diente iluminista, una completa ceguera con respecto a la dialctica entre igual-dad y diferencia. Al contrario, es precoz y recurrente la atencin a la especificidad del sujeto-mujer, y difundida la conviccin de que la conquista del voto femenino habra cambiado a fondo la dinmica poltica, justamente porque habra puesto en la palestra a una clase de sujetos cualitativamente diferente.

    Lo que no se pone en cuestin en el primer movimiento emancipador es la importancia estratgica del derecho de voto, la sustancial identidad entre participa-cin y sufragio, por tanto, el nexo entre democracia, representacin y emancipa-cin (humana en general, y femenina en particular): el tema de la diferencia feme-nina es valorado como una saludable correccin del mecanismo representativo que sigue siendo, de todos modos, el instrumento insustituible de la participacin pol-tica del ciudadano como tal, ms all de las diferencias de gnero.

    7. LA DEMOCRACIA CONTRA LA REPRESENTACIN

    En su larga trayectoria durante los siglos xviii y xix, la representacin desplie-ga su tensin interna, hace emerger su paradoja constitutiva: la problemtica conexin entre el soberano y los sujetos. Por un lado, la representacin es el momento de una soberana que se concreta en las decisiones de los representantes, perfectamente independientes de las voluntades de los representados; por otro lado, la representacin pone en escena una pluralidad de sujetos, proponindose

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    como el instrumento gracias al cual los muchos se convierten en uno. Es, de hecho, a travs del mecanismo representativo como los muchos designan a los pocos, los sitan en el vrtice de la respublica, se reconocen en ellos y expresan un consenso que legitima y establece la unidad del orden poltico.

    La representacin, por tanto, interviene en la formacin del orden con una especie de doble movimiento: consolida la clara distancia cualitativa del soberano representativo respecto de los representados, y hace depender, al mismo tiempo, la legitimidad del primero del consenso (de las voluntades, de los votos) de los segun-dos. Y es precisamente dentro de esta horquilla ideal donde se desarrolla la lucha por los derechos polticos de los siglos xix y xx.

    La lucha por la democracia poltica tiene, obviamente, una gran importancia y persigue objetivos tico-sociales y econmico-polticos que no arremeten contra el mecanismo representativo como tal: es una lucha por el reconocimiento, una lucha dirigida por sujetos econmicamente dbiles para desprenderse del estigma negativo que va unido a la condicin de no propietario; es una lucha para cam-biar la composicin de la clase dirigente y llegar a obtener aquellas reformas eco-nmico-sociales que una clase poltica de notables difcilmente concedera. Sin embargo, es tambin una lucha que acaba por atacar el ncleo esencial del meca-nismo representativo, en la medida en que vincula la ampliacin del sufragio con el inicio de una relacin distinta entre el soberano y los sujetos, entre la nacin y los ciudadanos: una relacin de mayor cercana entre representantes y representados, una relacin, si se me permite el juego de palabras, de una ms fuerte representa-tividad de la asamblea representativa respecto a una sociedad que rechaza cual-quier clase de jerarquizacin interna y pide reflejarse como tal en la asamblea representativa.

    En el transcurso de los siglos xix y xx seguir sostenindose y debatindose la tesis de que el desarrollo de la democracia conduce, a travs de una representacin de todos, a una creciente correspondencia entre el Estado y la sociedad (y que el principal mrito de la democracia debe reconocerse precisamente en este resulta-do); tesis que tendr importantes repercusiones en la orquestacin tcnica de la representacin, en la sugerencia de mtodos electorales capaces de hacer del parla-mento un espejo lo ms fiel posible de la sociedad. Permanece, sin embargo, rela-tivamente en la sombra, desde la ptica de quien ve en el sufragio universal la condicin necesaria y suficiente de la democracia, la paradoja central de la repre-sentacin moderna: que por un lado se funda sobre la implicacin de los sujetos, pero, por otro, postula una discontinuidad insuperable entre los representantes y los representados.

    Si bien desde esta perspectiva la representacin debe alcanzar el grado ms alto de inclusividad, y en estas condiciones puede presentarse como la forma moderna de la democracia, no faltan orientaciones radicalmente crticas respecto a la representacin y a su insuperable dualismo.

    Se dir que el dualismo es en el fondo aparente, si se admite que la impronta hobbesiana alcanza, como una corriente subterrnea, a los tericos ms insospe-chados del parlamentarismo; si se admite que es el representante el que da voz a una nacin que de otro modo estara privada de su existencia en acto. En reali-dad, los sujetos no desaparecen de la escena: no slo en el sentido de que son ori-ginariamente (hobbesianamente) los autores, sino tambin en el sentido de que continan incidiendo en el proceso poltico-constitucional, actuando como instru-

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    (26) J.-J. Rousseau, Contratto sociale o princpi del diritto politico, in J.-J. Rousseau, Scritti politici, M. Garin (ed.), Laterza, Bari, 1971, vol. II, lib. I, cap. VI, p. 94. (N. del T.: hay traducciones castellanas de esta obra; en este artculo se ha seguido la traduccin de Mara Jos Villaverde en J.-J. Rousseau, El contrato social o principios de derecho poltico, Tecnos, Madrid, 1995.)

    (27) Idem, L. III, cap. XV, pp. 162-165.(28) Cfr. J. L. Talmon, Le origini della democrazia totalitaria, Il Mulino, Bologna, 1977.

    mentos de seleccin de la elite y como condicin insustituible de legitimidad. Si acaso convendra hablar de un dualismo imperfecto (dado el no bridge entre el soberano y los sujetos), antes que aparente: aun as, siempre se trata de dualismo, si con esta expresin nos referimos a la diferencia cualitativa que separa el sobera-no de los sujetos, los pocos de los muchos. Y es justamente esta distincin la que le parece a Rousseau, por un lado, intolerable y, por otro, insuperable, mientras per-manezcamos anclados a la lgica de la representacin.

    La representacin es un esquema inaceptable porque se interpone entre los individuos y el soberano hipostasiando su separacin: para Rousseau, los indivi-duos no autorizan a un tercero para actuar como soberano, sino que ellos mismos son el soberano, desde el momento en el que deciden contractualmente constituirse como cuerpo poltico, como yo comn (26). Precisamente en cuanto parte del cuerpo soberano el sujeto es un citoyen y deja de ser un simple bourgeois. Antes de la constitucin de un soberano coincidente con los sujetos, no se da para Rousseau, en sentido propio, el ciudadano, que es tal en cuanto que pertenece de manera indi-vidual y directa a la civitas. La libertad no se agota en el espacio privado del sujeto, sino que se completa esencialmente como libertad poltica: libertad y ciudadana se identifican y coinciden con la pertenencia inmediata del sujeto al cuerpo poltico. Al contrario, separar al sujeto de la civitas significa anularlo como ciudadano y convertirlo de nuevo en siervo: no tiene sentido, por tanto, oponer la servidumbre feudal a la libertad inglesa, porque ambas, aunque sea en distinto modo, quiebran la identidad entre el ciudadano y el soberano, y reintroducen la diferenciacin y la dualidad. No basta el voto para eliminar la servidumbre: el pueblo ingls cree ser libre, pero slo lo es durante la eleccin de los miembros del parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada (27).

    El derecho de voto, que la tradicin democrtico-republicana de los siglos xix y xx presentar como la prueba ms fiable de la libertad y de la participacin pol-tica, le parece a Rousseau la interrupcin momentnea e irrisoria de un estado de servidumbre; una servidumbre que la representacin, lejos de remover, consagra, porque presupone un distanciamiento cualitativo entre el soberano y los sujetos. La libertad inalienable del sujeto, que se sustancia en su participacin inmediata en el cuerpo poltico, resulta por consiguiente no ya implementada, sino impedida por el mecanismo representativo.

    Supondra un engaoso atajo pasar de la crtica rousseauniana de la representa-cin a la imagen de un Rousseau jacobino [o, incluso, de un Rousseau totalita-rio, como se ha afirmado llevando al extremo el perverso esquema retrico de la anticipacin (28)]. Rousseau est ms ac tanto del jacobinismo como del totalitarismo. El problema histricamente fundado no es lo que Rousseau antici-pa, sino lo que sus lectores tematizan; y los jacobinos reciben de Rousseau (entre otros temas) la intolerancia por el caracterstico desdoblamiento del mecanismo

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    representativo (29); si bien la delegacin de los poderes resulta inevitable, el principio fundamental es que el pueblo es bueno y sus delegados son corruptibles. Slo la vir-tud y la soberana del pueblo pueden defendernos de los vicios y del despotismo del gobierno (30).

    Cambian las orientaciones ideolgicas y los contextos histricos y, sin embar-go, la cuestin que aparece insistentemente es la imposibilidad de conciliar la democracia (la democracia no como forma de gobierno, sino como proceso de fundacin del orden) con el dispositivo de la representacin. Para Rousseau (y un siglo antes para Spinoza) el movimiento de unin y auto-ordenador de la sociedad dirige la constitucin de la soberana y coincide con ella, tanto como para hacer impensable, por un lado, una distincin cualitativa entre el soberano y los ciudada-nos y, por otro, la introduccin de un paliativo la representacin que, lejos de eliminar la dualidad, la consagra y establece la impotencia poltica y la servidum-bre de los sujetos.

    Tal vez no sea casual ni irrelevante que tanto Spinoza como Rousseau figuren entre las lecturas del joven Marx (31), que coloca en el centro de la modernidad (a travs de Hegel y contra l) una escisin fundamental (la disociacin entre socie-dad y Estado y, con sta, el desdoblamiento del ciudadano en las figuras del Staats-brger y del Brger), rechaza por mistificante la conciliacin hegeliana e intro-duce como solucin la democracia: es necesario hacer del pueblo el sujeto real de la poltica (es el pueblo el concreto, mientras el Estado es un abstracto) (32), eliminar la trascendencia de la poltica, su religiosa separacin, tener presente que cada uno no es realmente ms que un momento del gran dmos y ver por consiguiente en la democracia el enigma descifrado de todas las constitucio-nes (33). La solucin del enigma es el fin de la separacin, es la reapropiacin de la poltica por parte del dmos.

    Una vez ms, la recomposicin de la unidad no puede pasar a travs de la representacin; y no es la representacin la figura evocada por Marx cuando (en aos ya alejados de la crtica juvenil a la filosofa hegeliana) se encuentra frente al original experimento de la Comuna de Pars. La leccin de la Comuna es para Marx el intento de superar la disociacin entre el Estado y el pueblo: la Comuna es la reapropiacin del poder estatal por parte de la sociedad, de la que se convierte en fuerza viva, en lugar de ser la fuerza que la domina y somete (34). Es todava el dmos, el pueblo en el pleno ejercicio de su fuerza centrpeta, el que supera la

    (29) Cfr. L. Jaume, Scacco al liberalismo. I Giacobini e lo Stato, Editoriale Scientifica, Napoli, 2003, pp. 148-150.

    (30) M. Robespierre, Sulla Costituzione, in M. Robespierre, La rivoluzione giacobina, cit., p. 128.

    (31) Cfr. K. Marx, Quaderno Spinoza (1841), B. Bongiovanni (ed.), Bollati Coringhieri, Torino, 1987.

    (32) K. Marx, Critica della filosofia hegeliana del diritto pubblico, in K. Marx, F. Engels, Opere, III, 1843-1844, Editori Riuniti, Roma, 1976, p. 31. (N. del T.: hay traducciones castellanas de esta obra. Aqu se ha utilizado la de K. Marx, Crtica de la filosofa del Estado de Hegel, Grijalbo, Barcelona, 1974.)

    (33) Idem, p. 33.(34) K. Marx, La guerra civile in Francia. Primo saggio di redazione, en K. Marx, Scritti

    sulla Comune di Parigi, P. Flores dArcais (ed.), Samon e Savelli, Roma, 1971, p. 122. (N. del T.: se ha traducido al castellano el texto en italiano de la obra citada por el autor.)

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    (35) Idem, pp. 123-124. (36) K. Marx , Glosse marginali al programma del Partito operaio tedesco, in K. Marx ,

    F. Engels , Opere scelte, L. Gruppi (ed.) , Editori Riuniti, Roma, 1971, p. 969. (N. del T.: hay traduc-cin castellana de esta obra: K. Marx, Glosas marginales al programa del Partido obrero alemn, en Obras escogidas de Marx y Engels, tomo II, Fundamentos, Madrid, 1975.)

    (37) V. I. Lenin, Le elezione allassemblea costituente e la dittatura del proletariato, en V. I. Lenin, Opere scelte, vol. V, Ed. Riuniti, 1975, p. 536.

    escisin absorbiendo en s mismo la dimensin de la politicidad. Es desde esta perspectiva desde la que tiene sentido para Marx la introduccin del sufragio uni-versal: no la sancin parlamentaria del sacrosanto poder estatal, no la legitima-cin del dominio de clase parlamentaria a intervalos ms o menos largos, sino el final de toda la comedia de los arcanos y de las pretensiones del Estado (35) y de su hiposttica separacin.

    El sufragio universal, que la tradicin democrtico-republicana sealaba como la prueba de un Estado autnticamente representativo, es justificado por Marx slo como un instrumento para eliminar el dominio de clase parlamentaria. No se trata para Marx de una democratizacin del Estado, de una lucha por la ampliacin del sufragio, para la creacin de un Estado libre, segn la expresin empleada p