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EL PROBLEMA DE AMÉRICA*
PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN
Aunque no en vano han pasado largos años desde que hilvanamos las primeras ideas
que alimentan a este opúsculo –trasmutando, de raíz, nuestras perspectivas filosóficas en
materia de ontología y epistemología– sigue en pie nuestra adhesión, más que sentimental
propiamente creencial, a las primordiales tesis que sobre la conciencia histórica del
latinoamericano pergeñamos desde entonces.De aquí la razón que nos impulsa a publicar una nueva edición del mismo, bajo el
amable patrocinio de la Universidad Simón Bolívar, manantial y destino de nuestros más
íntimos sueños, cuya fundación no fue ajena a las renovadoras perspectivas que emergen
desde las propias ideas que estas páginas congregan.
Claro está que, si intentásemos actualizar las bases y direcciones metodológicas
utilizadas para llegar a las afirmaciones sostenidas, muchas de éstas deberían paralelamente
revisarse a fondo, variar tal vez de sentido, sin duda transformarse en su pretensión
esencialista y dirección transcendental. Todo esto lo sabemos y admitimos. Sin embargo, a
nuestro juicio, siguen vigentes las originarias intelecciones conquistadas, como un norte
orientador, para la comprensión y el despliegue histórico de nuestro Nuevo Mundo. Sólo ello
explica el pertinaz propósito de esta nueva edición que hoy entregamos... no para
conmemorar los quinientos años de un mal entendido “Descubrimiento”, o de un
comprometedor y ambiguo “Encuentro”, sino para reafirmar el verdadero compromiso que
tenemos todos nosotros, latinoamericanos, con nuestra más urgente y primordial tarea: la
de avanzar, sin tregua, en la ruta de un insoslayable y raigal autodescubrimiento de aquel
Nuevo Mundo... como arquitectos y constructores que del mismo debemos ser.
E.M.V.
Tusmare, septiembre, 1992
* Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 2006, que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, con relación a lasprecedentes.
El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones publicadas de losaños 1957, 1959, 1969 y 1992.
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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
El título de este breviario –publicado gracias al generoso interés de la Dirección de
Cultura de la Universidad Central de Venezuela– toma su nombre del que llevaba
originalmente un ensayo aparecido en el Anuario de Filosofía de la Facultad de Humanidades
y Educación del año 1957. Junto a él, antecediéndolo, la presente publicación recoge el texto
de una conferencia dictada el año 1955 dentro de un ciclo titulado “Historia de la Cultura en
Venezuela”, también difundida en volumen por la misma Facultad. Es necesario, por tanto,
explicar las razones que tenemos para reproducirlos y hacerlos hoy tomar cuerpo de unidad
en una nueva publicación.
A pesar de su diversa fecha de aparición y de la disimilitud de la forma y estilo con
que están expresadas –fruto, como se comprende, de la circunstancia de su inicial
publicación– las ideas contenidas en estos dos trabajos forman una indisoluble unidad. Ambos proyectos responden a un solo propósito y la marcha de sus intelecciones no acusa
solución de continuidad. Es más: uno y otro no se comprenderían totalmente sin su mutua
implicación sistemática. Ello quedaba anunciado, incluso, en las palabras finales de la
conferencia de 1955.
Esta circunstancia, aunada al interés que teníamos de introducir una serie de
correcciones en los textos originales, nos ha movido a su reproducción, toda vez que,
mediante aquéllas, quedan esclarecidos algunos puntos que, después de publicados, nuestra
propia labor de crítica nos había demostrado imperfectos o menesterosos de ampliación.
Uno de esos puntos –cuya modificación, a primera vista, pudiera parecer fruto de una
descomedida y arbitraria decisión– ha sido el de ensanchar el ámbito de las afirmaciones
contenidas en la conferencia del año 1955 hasta un círculo de cuestiones mucho más
extensas que las que se apuntaban originalmente en ella. Los análisis que entonces
aplicábamos a la descripción de “nuestra conciencia cultural”, se ven ahora referidos a la
conciencia cultural de Latinoamérica; y, sin aparente motivo, los resultados obtenidos
mediante el examen de una esfera regional, se extienden a la cultura latinoamericana en un
intento de apresar los rasgos que constituyen el ser histórico del hombre que es
protagonista de aquella cultura.Esta variación es más aparente que real y se debe a que en la propia conferencia de
1955, si se interpretaba correctamente su sentido, las afirmaciones debían referirse a un
ámbito mucho más extenso que al simplemente nacional o regional al cual habían sido
aplicadas. En efecto, además de hablarse en ellas explícitamente de “los latinoamericanos de
hoy” (cfr. el Tomo I de Historia de la Cultura en Venezuela, págs. 99 y 102), las categorías
filosófico-históricas que se empleaban para realizar los análisis –vgr. la del Nuevo Mundo– le
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conferían a las tesis sostenidas un círculo de aplicación mucho más amplio que el
simplemente nacional.
Por cuanto nuestro propio trabajo intelectual –dedicado en los últimos años a encarar
este problema– nos reveló la necesidad de semejante desarrollo, e incluso su intrínseca
posibilidad de acuerdo con los cánones del método empleado, hemos creído conveniente
operar esa corrección que, a la vez de otorgarle su justa extensión al ámbito de las
afirmaciones contenidas en la conferencia, no desmerece en absoluto el rigor de sus análisis
(cfr. las indicaciones metodológicas apuntadas en la Introducción, así como la observación
N o 1). Al propio tiempo, por hallarse esos análisis en íntima conexión, tanto lógica como
ontológica, con los realizados en “El problema de América” (constituyendo estos últimos su
expresa condición de posibilidad), se imponía como una cuestión de principio –y no
simplemente como un mero artificio sistemático– que se variase el sentido de las
afirmaciones que habíamos efectuado en aquella conferencia.
También en relación al segundo trabajo hemos debido practicar algunas
modificaciones. Ellas se refieren a expresiones y giros que nos parecieron inapropiados y
equívocos. Así, por ejemplo, nuestra reflexión crítica nos ha ido convenciendo de que es de
todo punto de vista impropio hablar, en sentido puramente ontológico, de un “ser
latinoamericano”. Ello implica en sí un contrasentido. Lo único que puede afirmarse con
rigor, y comprobarse históricamente, es una experiencia americana del Ser que, al
realizarse, configura a su vez el ser histórico del hombre latinoamericano. Semejante
experiencia histórico-ontológica revela una comprensión “original” del Ser en el
latinoamericano y, al propio tiempo, postula que deben existir especiales condiciones de
posiblidad existenciarias mediante las cuales ella se realice. Por tal motivo, las expresiones
que a aquello se referían han sido vertidas en nuevos enunciados, los cuales formulan con
mayor precisión estos aspectos. La posibilidad misma de efectuar el cambio sin afectar el
texto, revela que si bien el autor tenía en mientes el concepto, la versión inicial era
simplemente defectuosa.
Al par que estas modificaciones se han realizado otras de menor importancia que, a
nuestro juicio, mejoran ostensiblemente el rigor del texto. Asimismo, por cuanto ahora los
trabajos se publican conjuntamente, se han suprimido algunas observaciones que habían
sido empleadas únicamente para notificar las mutuas referencias.Para concluir, sólo nos resta agradecer a la crítica latinoamericana, que tan
generosamente se ha ocupado de ambos trabajos, las valiosas sugerencias que nos ha
proporcionado y las cuales nos han servido de estímulo para elaborar otros ensayos que
actualmente preparamos sobre el mismo tema. Todo ello obliga nuestra gratitud y empeña
el entusiasmo en una causa tan noble como la de trabajar en favor de la dignificación de la
filosofía en nuestro continente.
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Por cuanto la Dirección de Cultura de la Universidad Central tiene el propósito de
distribuir este opúsculo entre los estudiantes liceístas y universitarios, mi mayor deseo sería
que estas ideas sobre América pudieran cumplir la altísima misión de despertar en ellos la
vocación por la filosofía y el amor por los problemas de nuestra cultura. Ninguna
recompensa mayor podría recibir mi esfuerzo.
E.M.V.
Caracas, enero de 1959
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EXAMEN DE NUESTRA CONCIENCIA CULTURAL*
Tocamos con los dedos el presente, cortamos su medida, dirigimos su brote, está viviente, vivo, nada tiene de ayer irremediable, de pasado perdido, es nuestra criatura, está creciendo en este momento.
NERUDA
Oda al Presente
Introducción
La conferencia que desarrollaremos esta tarde –como su título lo expresa– pretende
ser un “examen de nuestra conciencia cultural”. Sin embargo, como el título pudiera dar
lugar a un cierto equívoco, al no precisar con exactitud si con la expresión “nuestra
conciencia” aludimos a un fenómeno que se refiere a la conciencia cultural de Latinoamérica,
o bien, por el contrario, a nuestra propia e individual conciencia, hemos de comenzar
justamente esclareciendo que esta conferencia pretende ser únicamente un examen de la
conciencia cultural latinoamericana. Pero dicho esto –que además de descargarnos de intenciones egolátricas indica la
dirección fundamental que tal vez ha de guiarnos– comprenderán ustedes que hablar de la
conciencia de “nuestra cultura” (tanto más si esa cultura es entendida como cultura
latinoamericana) es hablar en el fondo de nosotros mismos. Pues semejante cultura
latinoamericana, por más impersonal y objetiva que pueda ser o concebirse, no es un ente o
un objeto que esté ahí frente a nosotros con absoluta indiferencia –como lo puede estar, por
ejemplo, cualquier ente ideal o matemático–, sino que esa cultura constituye parte
integrante del contorno en que vivimos, y es (para decirlo con palabras técnicas) una
estructura fundamental del mundo circundante en que estamos insertos como seres en el mundo que somos. La cultura y sus entes –los útiles, los valores y los bienes– no forman un
mundo separado, indiferente o independiente de nuestro propio mundo en torno, sino que,
* Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición publicada el año 1992 que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con lasprecedentes.
El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones de El problema de América publicadas en los años 1959 y 1969. Asimismo puede revisar la edición original publicada en 1955.
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al contrario, son ellos ingredientes primordiales de ese mundo, y, en cuanto tales, forman
un estrato íntimo en sumo grado a nuestro más íntimo ser.
Ahora bien, si es de la “conciencia” de esa cultura de aquello sobre lo cual deseamos
hablar en esta tarde, siendo en el fondo esa cultura nuestra –vale decir, la del hombre
latinoamericano que somos nos-otros–, toda conciencia que de ella se posea ha de ser
nuestra conciencia. Lo subjetivo –concebido no monádicamente, sino en el contexto de una
intersubjetividad, tal como se revela en el uso de la expresión nos-otros– es, por tanto, un
factum esencial desde el cual ha de partirse en la meditación inicial de esta conferencia. La
referencia a semejante factum resulta no sólo indescartable, sino que únicamente desde él,
o sobre él, es posible elevarse para verificar un verdadero examen de conciencia. Quiere
decir esto –sin más– que este examen de nuestra conciencia cultural , al pretender versar
sobre la cultura latinoamericana, ha de apoyarse necesariamente sobre nuestra propia y
personal conciencia, ya que somos los sujetos que vivimos y gestamos nuestros quehaceres
culturales dentro del horizonte de ese mundo intersubjetivo que es la cultura
latinoamericana. El examen de conciencia que pretende desarrollar esta conferencia se
trueca así en nuestro propio examen de conciencia.
Semejante base “subjetiva” –que por lo demás ha de entenderse en una acepción
transcendental y no meramente en sentido psicológico– sin duda tiene sus peligros. Tiene
también, no obstante, sus ventajas. A ustedes toca juzgar y decidir cuáles de aquellas
afirmaciones que enunciemos esta tarde han logrado apresar los rasgos objetivos de nuestra
conciencia cultural, y cuáles, por el contrario, no han logrado salvar el escollo del
“subjetivismo” en donde se enraízan y desde el cual cobran razón y fundamento.
Sobre la base de una semejante libertad para la crítica, nuestra conferencia ha de
desarrollar sus enunciados en dos partes perfectamente separables, aunque
complementarias. La primera, cuya índole ha de ser esencialmente metodológica, será
dedicada a fijar el concepto de eso que se ha llamado en esta conferencia un examen de
conciencia; mientras que la segunda intentará verificar concretamente la labor de un tal
examen, siguiendo para ello los precisos lineamientos que se hayan trazado y obtenido
mediante la previa fijación de aquel fundamental concepto.
I. El Concepto de un Examen de Conciencia
Si en alguna época de nuestra vida hemos sido más o menos practicantes del
cristianismo, eso que llamamos un examen de conciencia quizá nos haga recordar un acto
de perfiles bien precisos y determinados que ejercita todo creyente de esta religión. En
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efecto, un acto semejante es aquel que se practica generalmente antes de realizar la
confesión y mediante el cual –interiorizándose el hombre por un momento dentro de sí
mismo– intenta que su conciencia le hable de sí y por sí misma. El examen –como se nota
ahora– tiene ante todo un sentido primordial de búsqueda, pues en él se subraya la tarea de
hallar la propia conciencia por vía de recogimiento o ensimismamiento. Algo parecido
–aunque no del todo– tiene con semejante examen este otro que desearíamos practicar
mediante nuestra conferencia. Sin duda que también, como propósito fundamental, en él se
trata de una suerte de búsqueda, aunque la conciencia que desearíamos hallar al final de
este propósito no pretenda ser, en modo alguno, una conciencia de estilo moral o religioso.
Al contrario, no se trata de hallar una conciencia que acuse, frente a nosotros mismos,
nuestros aciertos o errores culturales, ni menos aún –lo que sería absurdo– los pecados o
virtudes que salven o condenen nuestro quehacer. En esto –como en todo examen de
conciencia moral que tenga como meta averiguar, después de haber sido los actos
realizados, si ellos son pecaminosos o virtuosos– habría un profundo filisteísmo que
quisiéramos desde un comienzo evitar a toda costa.
Pero el examen de que hablamos asume, no obstante, aquella forma o estilo de
búsqueda ensimismada. Y lo que se busca detectar es justamente la conciencia. ¿Pero es
que entonces –se preguntará– no tenemos tal conciencia y necesitamos verificar aquella
búsqueda precisamente para hallarla? Pues, en verdad (como enseña la más elemental
lección de lógica), sólo aquello que aún no se posee es lo que se busca, y es, por el
contrario, cosas de loco, oficios de locura, buscar lo que se tiene. ¿O es, acaso, que teniendo
la conciencia, la hemos perdido, no la hallamos, y, precisamente, por esto, la buscamos? Así
parece ser. Pues cuando se habla de un examen como sinónimo de búsqueda, podría
pensarse en esas dos posibilidades que hemos mencionado como variantes lógicas. O
aquello que se busca, se busca porque no existe todavía; o bien se busca porque, a causa de
un azar cualquiera, se ha extraviado y se intenta nuevamente hallarlo. Pero en nuestro caso
ni una ni otra posibilidad son legítimamente aceptables, ni mucho menos verdaderas. La
conciencia que se busca ya está allí, y jamás la hemos perdido o extraviado. Es (por decirlo
con lenguaje técnico) un dato inmediato y comprobable que ella existe, atestiguándose la
existencia de semejante dato en el factum innegable de que la conciencia se nos da como
voz de la conciencia, perfectamente audible y comprobable en cada uno de nosotros.
Ahora bien, a semejante dato –vale decir, a la voz de la conciencia en cuanto tal– hay
que interpretarlo. Para saber lo que ella dice no hay simplemente que oírla como “quien oye
llover”, sino más bien hay que escucharla atentamente, interpretando en sus voces aquello
que quiere decir o susurrar. Debemos, pues, al escucharla, interpretar correctamente su
“sentido”. A veces –cuando no escuchemos con claridad y distinción lo que nos balbucea–
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debemos incluso preguntarle. A este preguntar interpretativo de la voz de la conciencia es a
lo que llamamos búsqueda. Tal búsqueda, como se comprende ahora, define el término más
técnico de examen. El examen es entonces, aplicado a nuestro caso, un buscar el “sentido”
de aquello que ya existe como dato. Semejante examen, en su fase de interpretación o
hermenéutica, asumirá la forma de una progresiva descripción analítica y fenomenológica de
aquello que el dato mismo nos ofrece en tanto que fenómeno transcendentalmente
purificado.
Pero una búsqueda o examen es examen y búsqueda de algo. ¿Qué es, entonces, lo
que buscamos examinar en nuestro caso? Sin duda... la conciencia. ¿Pero qué conciencia?
Pues históricamente se ha entendido por conciencia a una o a varias realidades que son
perfectamente distintas de eso que llamamos conciencia cultural . En tal sentido se ha
llamado “conciencia”, o bien a una conciencia de clara genealogía intelectual, como
verbigracia, a la conciencia transcendental de Kant –que el alemán designa con el término
de “das Bewusstseins” –, o bien a una conciencia de modalidad y estilo moral , que en alemán
se designa –para diferenciarla de la otra– con el término de “das Gewissen”.
Pero si semejantes significaciones son las que históricamente se han utilizado para
designar a la realidad de la conciencia, al tratar de esclarecer qué entenderemos por
conciencia cultural (la cual, como veremos, no podrá ser identificada con ninguna de las
mencionadas), debemos intentar el deslinde de su significación fijando sus posibles
diferencias, o incluso sus puntos de semejanza, con aquellas conocidas y notificadas por la
historia.
Entendamos ante todo por conciencia –sea transcendental, moral o cultural– el tener
conciencia. En tal forma evitaremos que el término quede agravado de cierta vaguedad muy
peligrosa. Al contrario, al ser la conciencia designada como un tener conciencia, queda ella
circunscrita y definida por un acto de expresa posesión, el cual le confiere ese aspecto bien
concreto que exhibe cuando se describe como fuente de la intencionalidad . La conciencia
–en cuanto intencional– no es mera y formal conciencia, sino conciencia de, en lo cual va
implícito que la conciencia es un tener conciencia o –como hemos dicho– un acto de expresa
posesión. ¿Pero un acto de posesión de qué? ¿Qué es lo que poseemos al tener conciencia?
Y además... ¿cómo hemos llegado a semejante estado de ser poseedores de algo? ¿En qué
forma llegamos a apropiarnos o a aprehender algo para hacerlo objeto de nuestra posesión
consciente?
Tales preguntas nos permitirán delinear las diferencias y semejanzas entre los tipos
de conciencia que hemos anotado con anterioridad.
En efecto, comencemos por esclarecer una primera nota distintiva entre sus estilos
haciendo hincapié en la diversidad de lo que se posee en una u otra especie de conciencia.
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La posesión más íntima de un tener conciencia de estilo intelectual o racional –o,
para decirlo con términos estrictos, de una razón pura teorética– es aquello que funciona
como base o fundamento de la filosofía cartesiana: es el cogito o yo pienso.
En tal sentido podemos decir que el tener conciencia en la esfera de la razón pura es
el saber que pienso. La conciencia es, entonces, esa noción fundamental y última del “yo pienso” como reducto irrebasable de la actividad pensante puramente racional. “Ser
consciente”, en sentido puramente racional, es tener conciencia del yo pienso.
¿Pero de qué se tiene conciencia en la esfera de la razón práctica, vale decir, en la
esfera de la región moral? Aquí el yo pienso –que era lo poseído en la esfera puramente
intelectual– se trueca en el yo debo. La noción o conciencia del deber , en el acto moral, es el
último y fundamental reducto de semejante estilo de conciencia. Tener conciencia moral es
estar en posesión íntima y expresa de la noción del “deber ser ”.
Desde esta diversidad anotada surge ahora una crucial pregunta que pertenece por
entero al designio de esta conferencia. En efecto –preguntamos–, ¿cuál es ese último y
fundamental estrato en una conciencia de estilo cultural ? ¿Qué es lo poseído íntima y
expresamente en un “tener conciencia” cultural ?
Quizá sea prematuro responder esa pregunta. Quizá –para decirlo con sinceridad–
cualquiera respuesta que esbocemos a estas alturas no sea del todo comprensible en sus
implicaciones. Antes de contestar esa primera pregunta que hemos formulado, y para que la
respuesta que a ella aportaremos no resuene vagamente como un enunciado puramente
abstracto –el cual, por lo inacostumbrado, debe ser, además, un tanto sorprendente–,
debemos esclarecer paralelamente otra de las preguntas que formulamos al tiempo mismo
que insinuábamos la que ahora queda en pie. En efecto, además de preguntar qué era lo
poseído, hemos preguntado paralelamente cómo llegamos a tener conciencia de aquello
poseído, vale decir , cómo lo hacemos correlato de nuestra posesión.
Pues bien, si nos referimos a la esfera del tener conciencia intelectual,
comprobaremos que el yo pienso, es decir, el tener conciencia de nuestra actividad
pensante, no es un suceso que nos sobreviene espontáneamente. Al contrario, para ser
conscientes de nuestro propio pensamiento debemos flexionarnos hacia el interior
–ensimismarnos o reflexionar–, y, por medio de esta operación, aprehender esa noción del
cogito. El cogito o yo pienso no es –como ahora lo insinuamos– un fenómeno expreso denuestra vida natural. En actitud natural pensamos, pero en forma alguna –como sujetos
inmersos en el trato cotidiano con el mundo– jamás pensamos que pensamos.
En cambio, nuestra conciencia moral, vale decir, ese tener conciencia del deber , nos
acompaña con perfecta espontaneidad en la vida cotidiana. A nuestra conciencia moral la
estamos oyendo continua y persistentemente, y no hay acto de nuestra existencia en el
cual, con absoluta naturalidad, no nos acompañe la noción del deber .
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Si a la conciencia intelectual debemos encontrarla entonces mediante una reflexión,
la conciencia moral –bajo su aspecto de deber– nos acompaña, en cambio, espontánea e
ininterrumpidamente, como voz de la conciencia. A esta voz no debemos hacer ningún
esfuerzo para oírla. Al contrario, esfuerzo hay que hacer para no oírla. Ella está ahí –en
nuestra intimidad– antes de toda reflexión, e incluso en contra de ella. Pues bien sabemos
que la reflexión en la moral se usa muchas veces para acallar lo terrible de la voz a fuerza
de argumentos reflexivos. No obstante, sea cual fuere el argumento reflexivo que trate de
enfrentársele, la voz de la conciencia no duerme ni descansa. En su susurro oímos el claro
tintineo del deber sobrepasar y vencer todo argumento reflexivo que lo contraríe.
La diferencia es –como ahora puede observarse claramente– de notable y
fundamental importancia si queremos contestar la segunda pregunta que nos hemos
formulado. En efecto, si preguntamos cómo llegamos a ser conscientes del yo pienso,
debemos indicar que sólo por vía de reflexión ensimismada se nos revela la existencia
indudable de ese factum; mientras que al deber –en cuanto posesión indubitable de nuestra
actividad moral– lo tenemos espontánea e irreflexivamente como factum esencial de nuestro
ser conscientes moralmente.
Pero refirámonos ahora a la conciencia que hemos llamado cultural . Al hacerlo
debemos comenzar diciendo que ella se acerca más a una conciencia de estilo moral que no
a una de tipo o modalidad puramente intelectual . En efecto, la conciencia cultural es,
fundamentalmente, una conciencia que acompaña con perfecta espontaneidad . Incluso –sea
esto dicho sin reservas– su modo de revelarse es, en cierta forma, idéntico al de la
conciencia moral, pues ella se presenta o patentiza por o a través de una “voz ”. Ahora bien,
es claro que esta “voz ” de la conciencia cultural no nos habla de un deber moral .
¿Qué nos dice, pues, esta “voz ”? ¿Cómo nos habla? La “voz ” de la conciencia cultural
–he aquí una afirmación fundamental para los fines de esta conferencia– nos habla como
“voz ” de la historia.
Su modo de hablarnos es revelándonos la historia y nuestro puesto en ella. O dicho
en otra forma: así como de lo moral tenemos conciencia en la voz del deber, la conciencia
cultural es la que nos revela el sentido de nuestro quehacer dentro de la historia.
Semejante tener conciencia de nuestro nexo con la historia –nexo que diseña nuestro
puesto en ella y nos pone en evidencia nuestra íntima e intransferible condición de seres
eminentemente históricos–, no es una noción que alcanzamos gracias al esfuerzo de una
reflexión o de un análisis. Nuestra condición histórica –y nuestro puesto en ella– es un saber
de estricto cariz preontológico. No es porque exista una ciencia o una ontología historicista
–o, dicho con un neologismo, por obra de una historiología o historiografía– que el ente
humano tiene conciencia del sitio peculiar y necesario que ocupa dentro de la historia y que
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de hecho asume como un factum, sino que justamente ocurre esto por razón inversa. Sólo
por ser el ente humano histórico, por ser su gestarse existencial eminentemente histórico y
tener, por tanto, una conciencia histórica de sí, hay o puede haber una ciencia u ontología
de la historia. La conciencia cultural –que hemos descrito como “voz ” de la historia– resulta
así una estructura radical y fundamentalmente preontológica. ¿Pero cómo se dirige al
hombre esa “voz ” de la historia? ¿Qué es, en el fondo, aquello que le dice o le susurra
cuando le habla desde el fondo de sí mismo?
Semejante pregunta –cuya respuesta en verdad constituye la base de esta
conferencia– no podemos nuevamente querer contestarla por completo en los momentos. Su
respuesta total tiene que hacerse desarrollando concretamente los estratos íntimos de
nuestra propia conciencia cultural . Sin embargo, de modo general y provisorio, y con el solo
fin de dar una señalada orientación hacia los análisis que han de hacerse para el desarrollo
de un genuino examen de conciencia –tal como el que se propone realizar esta conferencia
en su segunda parte– podríamos decir que la historia se dirige al hombre revelándole su
historicidad . La revelación de un factum semejante es justamente lo que lleva a cabo la
“voz ” de la conciencia cultural. La “voz ” de la historia es, pues, aquella que le muestra a la
existencia humana su raíz eminentemente temporal. Oyendo la historia, la existencia se
sabe –con un “saber” de estilo genuinamente preontológico– histórica; vale decir, la
existencia se “nota” o se “siente” distendida irremisiblemente entre dos términos,
perfectamente radicales e irrebasables, cuyo tránsito está realizando en una dirección
irreversible. Tales “términos” –y aquí la acepción vulgar de la palabra “término” cobra todo
su significado– son el Pasado y el Futuro. El tránsito (cuya dirección nota la existencia
humana cual esencialmente irreversible) es el Presente.
Así, pues, ahora podemos decir que lo que resuena en la “voz ” con que se nos hace
presente la historia –la “voz de nuestra conciencia cultural ”– es la necesaria conexión de
nuestro Presente con lo Pasado y con lo Porvenir. En cuanto sujetos gestores de cultura,
todo acto de creación que realicemos lo acompaña semejante conciencia por modo de
espontaneidad. Así como en cualquier acto moral no podemos librarnos de la voz de la
conciencia que nos dicta el deber, en toda acción cultural que realicemos nos acompaña la
presencia de la historia revelándonos lo histórico –el nexo del Presente con el Pasado y el
Futuro– de nuestro quehacer. Ser hombres cultos es sentir esa “voz ” de la historia que, para
bien o para mal, nos está indicando siempre que nuestra acción, por ser de estilo cultural,
queda eo ipso engastada al horizonte del Pasado y del Porvenir en su Presente.
No avancemos más en semejante análisis. Para esta conferencia, y sus reducidos
propósitos, basta con lo dicho para tomar contacto con esta problemática que ahora
desearíamos conjugar con el intracuerpo de nuestro propio quehacer. Pues no hay que
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olvidar que esta conferencia –en su propósito central– quiere ser un examen de nuestra
propia conciencia cultural.
Con esto abordamos la segunda parte del programa anunciado.
II. Las Vivencias de nuestra Conciencia Cultural
Si el examen de la conciencia cultural nos ha conducido a un análisis de la conciencia
histórica, entonces para estudiar bajo su faz concreta los problemas de nuestra propia
conciencia cultural, hemos de partir desde una consideración previa y explícita de las
vivencias que definen nuestra actitud histórica.
Pero es de hacer notar, apenas dicho lo anterior, que utilizamos un concepto que
damos por supuesto –e incluso por sabido– y el cual, en rigor, no deberíamos emplear sin
haberlo esclarecido en su fundamental significado. ¿Pues qué es eso que denominamos
actitud histórica?
Como toda actitud , se trata aquí de un cierto modo de enfrentarse a algo. En nuestro
caso, aquello con lo que nos enfrentamos es, precisamente, la historia. La actitud histórica
es –quizá pudiéramos así describirla– aquella forma que tiene el hombre de hacer frente a la
historia.
Pero ¿cómo se enfrenta el hombre a la historia? Además, ¿a qué se enfrenta en ella?
El hombre se enfrenta a la historia justamente siendo histórico, y aquello a lo que se
enfrenta es a lo histórico.
Esta descripción y esas respuestas –que a primera vista pudieran parecer una mera
tautología– no son, sin embargo, tan evidentes y comprensibles como pudieran parecer.
Pues de lo que se trata en ellas es de notificar la más esencial estructura de la conciencia
humana: su historicidad . La historicidad del ente humano radica en su capacidad de hacer
frente –de enfrentarse– a lo histórico del tiempo. Lo histórico del tiempo es su esencial y
radical sucederse. Enfrentándose al sucederse del tiempo, el hombre se hace histórico.
Pero el sucederse del tiempo, la temporalidad , es eso que llamamos éxtasis del
tiempo: Pasado, Presente y Porvenir. El ente humano es histórico en tanto que hace frente alos éxtasis del tiempo.
Ahora bien, una actitud histórica es aquella manera –específica y determinada– en la
cual el ente humano, el hombre –o, en nuestro caso, nosotros mismos en tanto que
hombres–, hace frente a los éxtasis del tiempo.
Por tal motivo, el indagar y el describir nuestra actitud histórica nos debe llevar a
investigar fundamentalmente cuál es nuestra actitud ante el Pasado, cuál es nuestro temple
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frente al Porvenir, y cuál es nuestra situación vivencial ante el Presente que transcurre y se
sucede.
La tarea de una analítica descriptiva de nuestra conciencia cultural nos lleva a
preguntarnos en tal forma acerca del modo en que nos enfrentamos a la historia –vale decir,
a los éxtasis del tiempo– cuando ejercitamos nuestros quehaceres culturales.
En tal sentido, descubierta la dirección de estos análisis, nuestra conferencia se
propone realizar el anunciado examen de nuestra conciencia cultural mediante el análisis
vivencial de nuestras actitudes ante los éxtasis del tiempo. El recorrido de esta segunda
parte se descompondrá, entonces, en la descripción de nuestra actitud frente al Pasado, al
Presente y al Futuro en cuanto éxtasis históricos.
Al preguntarnos cuál es la forma en que nos enfrentamos a la historia, en tanto que
ella es éxtasis Pasado, surge nuestra primera afirmación, la cual dice: nuestro quehacer
actual se enfrenta a un Pasado que no es ausente ni presente.
Pero ¿qué quiere insinuar semejante afirmación? Nuestra afirmación –como bien lo
observamos– puede entenderse desde perspectivas muy diversas. Pero, en todo caso, sería
un absoluto error entenderla en el sentido de creer que con ella insinuamos que nuestro
quehacer actual, por notar al Pasado tal como lo describimos, pudiera concebirse como un
quehacer ahistórico o que, en alguna forma, tratara de negar o renegar a la historia y al
pasado.
Al contrario, nuestro quehacer es eminentemente histórico, y sin alterar la
descripción de sus vivencias, es imposible afirmar que él trata de negar o renegar la historia.
Pero siendo eminentemente histórico, y poseyendo por eso una definida actitud ante los
éxtasis de la temporalidad , nuestra conciencia cultural oye a la historia insinuarle con su
“voz”, desde lo más profundo, que lo pasado no está ausente ni presente en su Presente.
¿Pero es posible –se nos preguntará seguramente– un quehacer actual con
semejante relación con el Pasado? ¿No se afirma con ello una cierta desconexión entre lo
actual y lo pasado? ¿No es semejante abstracción de relaciones entre lo actual y lo pasado
una construcción meramente artificial?
En efecto, si juzgamos a la historia como la sucesión ininterrumpida de los éxtasis, en
la cual, sin alterarla, cada éxtasis debe reflejarse dentro de la configuración y cuerpo del
siguiente, eso de concebir un quehacer actual en donde el Pasado no se encuentre ni
ausente ni presente, es algo perfectamente absurdo y hasta artificioso.
Pero es –óigase bien esto– que el Pasado no es meramente algo pasado, ni eso que
llamamos su “ausencia” es meramente un concepto negativo.
Lo que sucede es que el afán de simplificar las cosas ha reducido a eso que llamamos
el Pasado a un concepto con cuya estéril simplicidad es imposible comprender lo que de
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esencial y rico hay en el tejido histórico que con él se designa o denomina. En efecto, siendo
el Pasado en general –y por esencia– “lo sido”, “lo transcurrido”, “lo ocurrido” o “sucedido”,
es necesario que de ahora en adelante nos acostumbremos a ver en el Pasado al menos dos
estratos perfectamente diversificados y de significación radicalmente diferente.
Efectivamente, dentro del Pasado en general hay una región de él que es, por así decirlo,
actual o viva, la cual sigue actuando sobre el Presente y lo diseña; pero hay, además, otra
región perfectamente estratificada y muerta –el Pasado absoluto– que por esencia ya es
pretérito. Semejante pretérito –que es el Pasado preterido u olvidado– está por esencia
ausente del Presente.
Pero con semejante distinción nos hacemos ahora de una esencial diversidad en el
concepto de Pasado, y mediante ella podemos perfectamente distinguir ahora un Pasado-
presente –que es la tradición– y un Pasado-ausente, que es el pretérito absoluto.
Pero, además, como hemos dicho, la ausencia no es un concepto meramente
negativo. Por ausencia no debemos entender simplemente a un algo que no exista, sino más
bien a un algo que no tiene presencia y que existe bajo la forma privativa de la ausencia.
Entonces, ¿qué desea afirmar el enunciado al decir que en nuestro quehacer actual el
Pasado no está ausente ni presente?
Quiere insinuar –así se comprende claramente ahora– que nuestra conciencia cultural
vive en el trance de notar, que en su actual quehacer, el Pasado fluctúa esencialmente entre
no ser un auténtico pretérito ni ser tampoco un pasado cuya presencia pueda injertarse en
el Presente. O –dicho en otras palabras– que la historia pasada, al conjugarse en la vivencia
del quehacer actual, se transforma extrañamente sin llegar a ser una verdadera tradición
(que es un Pasado cuya presencia diseña la fisonomía del Presente), aunque tampoco llega a
ser un pretérito absoluto cuya ausencia radical la haría esencialmente preterida para el
quehacer actual.
Comprendemos –sea esto dicho en disculpa de nuestra propia exposición de este
problema– que semejante descripción (en la cual se desea reflejar una situación nada usual
y al parecer contradictoria) sea de difícil comprensión. Pero nada se gana con simplificar la
letra y matar la verdadera realidad de las vivencias.
Si somos fieles a la descripción de nuestra vivencia cultural en relación al éxtasis del
Pasado, debemos acusar sin atemorizarnos esa especie de ambigüedad radical de su modo
de existir, la cual define a nuestro juicio la verdadera actitud con que hacemos frente a la
historia en tanto que éxtasis- pasado.
En efecto, nosotros –los latinoamericanos de hoy que gestamos las obras de un
quehacer cultural determinado–, con respecto a aquello que pudiera ser considerado como
nuestro Pasado cultural (vale decir, nuestras “herencias” culturales), vivimos notando que
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ellas no están ausentes ni presentes en nuestro quehacer actual, sino que ya se aparecen,
ya desaparecen, sin llegar a estar ausentes ni presentes por completo, sino –digámoslo de
una vez– con una presencia cuasi -ausente. En nuestro quehacer actual –he aquí la tesis que
afirmamos– nuestras herencias culturales tienen una presencia cuasi -ausente.
Una presencia cuasi -ausente, he aquí el concepto (al parecer contradictorio por lo
dialéctico que encierra) con el cual debemos contar para caracterizar en su plenitud vivencial
nuestra actitud frente al Pasado histórico. En efecto, si realizamos algo así como una
introspección hacia cualquier acto de conducta que defina un quehacer cultural que
realicemos libremente, notaremos en seguida que en ese quehacer, antes que actuar una
tradición que diseñe la fisonomía de nuestro propio gesto, interviene en forma más
determinada y decisiva el requerimiento de un Presente puro. A pesar de eso –he aquí la faz
contradictoria del problema–, nuestro quehacer presente puro se enraíza en un Pasado
no-ausente por completo.
Pero nótese bien –para evitar el equívoco– el exacto perfil de nuestra tesis. Lo que
afirmamos no es la ausencia de una cierta tradición en nuestro quehacer (tal sería la mayor
necedad, ya que hablamos castellano y de pronto, sin intención, se nos sale el mestizaje),
aunque neguemos al propio tiempo que esa tradición esté presente en nuestro gesto con la
plena presencia de un Pasado actuante.
Lo que tratamos de describir, en síntesis, es el extraño fenómeno cultural que se
presenta con esta tradición que no alcanza a transmitir o a traer a nuestro gesto actual su
fuerza diseñadora y plasmadora, tal como lo verifica una tradición auténtica dentro del
complejo mecanismo de un mundo cultural en que actúa como tal. Al contrario, nuestra
tradición es cuasi-ausente y su presencia es inactuante o quizá “inefectiva” en relación a la
actualidad de nuestro mundo. Ella no diseña decisivamente nuestro gesto, aunque tampoco
–he aquí la otra faz necesaria de entender– ella se encuentra completamente ausente y
perfectamente preterida. Su exacta descripción es, pues, la de un Pasado cuasi-ausente.
Mas no se crea que semejante conceptuación responde a una construcción artificial
de relaciones o a una vivencia abstracta que hemos imaginado para regocijo intelectual. Al
contrario, ella corresponde a una realidad perfectamente comprobable en nuestra propia
esfera de vivencias históricamente objetivadas. Con su perfil, según creemos, estamos
resumiendo (he aquí la raíz histórica de la cual se nutren nuestras descripciones) la extraña
situación de una conciencia que se nos legó históricamente como el resultado de una
accidentada amalgama de culturas trasplantadas al horizonte de un Nuevo Mundo lleno de
poderosos incentivos y justamente en un período en el cual aquellas fuerzas culturales se
encontraban en plena capacidad de desarrollo y crecimiento. Por eso no mentía la metáfora
que llamaba a nuestro mundo el Mundo Nuevo, ya que nos hemos hallado o encontrado
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–hallado o encontrado a nosotros mismos– viviendo en un Nuevo Mundo, presas de la
terrible y acongojante sensación de que, por esta imprevisible y crucial circunstancia,
nuestro espíritu y su obra han debido crear sus propias fuerzas y embestir la tarea de
interpretar los enigmas que colocaba en nuestra vida ese Nuevo Mundo y las extrañas
manifestaciones de un alma conjugada por el mestizaje.
Surgió así el fenómeno vital del criollismo. El criollo –se ha dicho– tiene el alma
atormentada y confusa. Esto es cierto de toda certeza. Nuestra alma se forjó en la extraña
circunstancia de hallarnos viviendo en un mundo perfectamente nuevo –y de una novedad
presente y actuante sobre nuestra vida–, lo cual fue decisivo para que surgiera desde
adentro de nosotros mismos una conciencia histórica en la que se muestra un fundamental y
hondo hiato entre un Presente y un Pasado radicalmente distintos. No pudimos, es cierto,
olvidar el Pasado (¿qué hombre lo podría?); pero el Presente, al requerirnos constantemente
con sus incentivos enigmáticos, ha hecho que aquel Pasado esté casi ausente en nuestros
gestos. Sentimos su cuasi-presencia, pero el estilo que el Presente reclama a nuestros
gestos impide que recurramos al Pasado como intérprete y diseñador de nuestra acción.
Antes que actuar como una verdadera tradición, modelando o plasmando el perfil de nuestro
gesto con fuerza de Pasado en el Presente, él es un Pasado cuasi -ausente, sin llegar a ser,
por otra parte, un pretérito absoluto.
Lo que actúa poderosa y decisivamente en nuestra acción es el Presente. Un Presente
que, por lo novedoso que es en relación al Presente en que se forjó la tradición que nos
queda como herencia cultural, es casi ajeno a ella.
Pero con esto –en honor al escaso tiempo de que dispone un conferenciante–
debemos dejar esquemáticamente esbozado este primer punto y pasar inmediatamente a la
descripción de nuestra actitud frente al Presente.
¿Cuál es –preguntamos– el temple que embarga nuestro espíritu al realizar una
acción cultural en el Presente? O preguntando más incisivamente: ¿cómo vivimos el
Presente?
Nuestra vivencia del Presente no podemos definirla abstrayendo sus peculiares
elementos e intentando la descripción de ellos desde sí, en sí y por sí mismos. El hombre
vive el Presente desde lo que recuerda y lo que espera, y su quehacer actual se distiende,
por esta circunstancia, entre el Pasado y el Futuro cual si fuera un istmo que enlazara sinhiatos ni fisuras lo que se rememora y lo que se aguarda. En nuestra actualidad se hallan
presentes la manera de vivir ante el Pasado y nuestra actitud frente a lo Advenidero. Lo
dicho entonces con respecto a nuestra vivencia del Pasado cobra una especial significación
para interpretar nuestro Presente. Lo que ha de decirse acerca de nuestro temple frente al
Advenir adquirirá, asimismo, una importancia extraordinaria para la plena comprensión de
aquel Presente.
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Pues, en efecto, de una manera inmediata comprobamos que ese modo descrito de
vivir ante el Pasado es –por esencia– una vivencia actual. Una de las más características
actitudes de nuestro Presente es justamente esa forma de vivir ante el Pasado. El que ello
sea una vivencia del Pasado no invalida su condición presente.
Pero lo que nos interesa –como he dicho– no es ya eso, sino nuestra manera de vivir
en un Presente lo Presente.
Pero ¿qué es nuestro Presente?
Nuestro Presente –que es un Presente cuyo perfil imaginamos muy semejante al que
han debido tener frente a sí quienes sintieron enraizar su destino individual o colectivo en
este suelo– es nuestro Nuevo Mundo. Este Nuevo Mundo es nuevo y presente no sólo en sí
mismo o por sí mismo, sino desde otros mundos que notificamos o sentimos (los
latinoamericanos de hoy) como ya pasados, vale decir, como mundos del pasado.
Lo que es Pasado, y ha pasado para nosotros, es justamente la actualidad de aquellos
otros mundos, los cuales vemos en relación al nuestro como distintos y distantes, y en cuyo
suelo no se enraízan ya nuestras preocupaciones con lo porvenir o lo presente. Allí –es
cierto– pudo haber (o incluso hay) cosas y entes de tan variada especie, condición y valor,
como puede haber en este Nuevo Mundo en que vivimos; pero esas cosas están “allí”, para
nosotros, revestidas de la presencia del Pasado que les confiere justamente el Pasado del
mundo en que se albergan. Están allí –en esos y otros mundos–, y, sin embargo, por ser su
horizonte de inserción un mundo del Pasado, su presencia posee un aire parecido al que
tienen o exhiben las cosas dentro del peculiar horizonte de un museo.
Mas entiéndase que en esto no hay ni quiere haber desvalorización alguna con
respecto a eso que llamamos mundos del Pasado. Si decimos que las cosas y entes de esos
mundos aparecen frente al nuestro –y mirados desde él– con aire de cosas y entes de
museo, es porque cualquier museo lo que provoca es reverencia. Mas reverencia,
justamente, hacia el Pasado que encarna un museo en cuanto tal. Pero, además, si
empleamos semejante modo de hablar es porque el símil resulta en extremo productivo para
nuestros fines descriptivos, ya que el museo –como institución– es el símbolo que ha elegido
el hombre para representar en su peculiar atmósfera lo que es Pasado para él. Empeñados
como estamos en describir lo presente de nuestro Nuevo Mundo en relación al Pasado de
otros mundos, el símil del museo nos permitirá ahora precisar con toda exactitud por qué
razón notificamos a nuestro Nuevo Mundo cual Presente al compararlo con el mundo del
Pasado que vemos encarnarse en otros mundos.
Así hemos afirmado que, frente al Nuevo Mundo, esos otros mundos –que llamamos
“viejos”– se nos aparecen como mundos del Pasado, confiriéndoles a las cosas y entes
intramundanos que moran dentro de ellos un aire similar al que les confiere el mundo de un
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museo a las cosas y a los entes que se encuentran dentro de él. Este perfil o aire, atmósfera
o ambiente, es justamente el “aire” del Pasado que transforma a las cosas y enseres de un
museo en cosas y entes ajenos a nuestra actualidad, otorgándoles, en cambio, ese
venerable “aire” de “cosas del pasado”, el cual, en su presencia –he aquí algo importante de
ser notado–, nos habla de un Pasado y no de su desnuda actualidad presente.
En efecto, dentro del plano de nuestra preocupación actual, cualquier cosa o ente que
esté inserto dentro del plexo de relaciones que constituye el horizonte del mundo en que
vivimos –verbigracia: cualquier enser, un traje, un plato, un arma– no nos habla en su
presencia... del Pasado. Ellas se nos presentan dentro de un plexo de relaciones
transferentes, en el cual, simplemente, están allí para nosotros encarnando una utilidad, un
bien o un valor, perfectamente imbricado en nuestra actualidad presente. El traje,
verbigracia, se nos presenta como “traje para vestir”; el plato, como “útil para comer”; el
arma, en cuanto “instrumento de defensa”. Al presentársenos así –vale decir, en cuantoútiles, bienes y valores–, las cosas y entes de nuestro horizonte intramundano ofrecen una
actualidad a nuestra preocupación mundana. Su presencia habla a nuestra preocupación en
un lenguaje de Presente puramente actual y dentro del cual ellos se insertan mediante sus
relaciones de transferencia intramundana.
Ahora bien, ¿cómo vemos o se nos presentan los entes y las cosas dentro de un
museo, vale decir, en un mundo del Pasado?
Ante todo hemos decir que no vamos a un museo esperando hallar simplemente
cosas y entes de uso presente, o, lo que es lo mismo, útiles con actualidad de tales. Ya
cuando decidimos ir a un museo sabemos por anticipado que allí nos aguardan entes y cosas
de otro estilo. En efecto, dentro del mundo de un museo no hallamos ni esperamos hallar –a
menos que nos posea un extraño complejo de anacronía– “platos para comer”, ni “armas
para defendernos”, ni “trajes para vestirnos”. Al contrario, a pesar de que los entes que
veamos en las vitrinas puedan seguir siendo “platos”, o “armas”, o “trajes”, sabemos
anticipadamente que, por estar fuera de uso, son in-útiles, vale decir, cosas y entes des-
usados. Precisamente por esta condición, por ser cosas y entes des-usados, son ahora
“cosas del pasado” o en “des-uso”, insertas justamente en ese peculiar horizonte de las
cosas y entes propios de un museo. Al entrar o quedar inserta dentro de este horizonte que
es el mundo del museo, pierde la cosa o ente ese nexo de inserción con el Presente y pasa a
ser cosa-del-pasado o des-usada: inútil para el Presente.
Ahora bien, insertas en semejante textura, las cosas y entes del museo no nos
hablan simplemente de su actualidad para el Presente, sino que, en su presencia, nos hablan
entonces de su relación con un Pasado.
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Así –con perfiles semejantes a los de los museos y con sus cosas y entes insertos
dentro de ese peculiar plexo de relaciones en donde el Pasado se destaca
fundamentalmente– vemos hoy los otros mundos. Desde el peculiar Pasado de éstos se nos
revela, en justa oposición, aquello que es o constituye nuestro Presente y sus actualidades.
Mas si ya sabemos que las cosas de un museo son pasadas, ¿qué es lo que nos hace
reconocerlas cual pasadas? ¿Qué es lo que nos hace reconocer a las cosas de otros mundos
cual pasadas? ¿Qué es, además, lo que permite distinguir a una cosa del pasado frente a
una cosa del presente? O preguntado más incisivamente: ¿qué es lo que en sí es viejo y
pasado en un museo o en un mundo?
Sin duda que no son las cosas mismas. Quizá nuestros vestidos estén más
deteriorados y gastados que los viejos trajes de un museo, pero no se nos ocurrirá confundir
esa in-utilidad y desgaste de nuestras ropas con la vejez respetable y venerable de un bien
conservado traje del siglo XVIII. Pero un traje del siglo XVIII lo vemos precisamente como
un “traje del pasado” por hallarse justamente ahora dentro de un museo. No son, pues, las
cosas y entes que moran dentro de un museo los que son “viejos” (o completamente
desusados) por sí mismos o en sí mismos, sino que justamente son entes y cosas del pasado
por hallarse ahora dentro de un museo. Lo que los hace aparecer cual pasados y revestidos
de ese venerable aire de un des-uso es, pues, el horizonte del museo donde están. En sí o
por sí mismos –he aquí una nueva conclusión que es importante de observar– no hay cosas
ni entes del pasado. Lo que es Pasado es el horizonte del mundo en que se insertan.
Llegamos entonces a comprender que lo que da el “aire de pasado” a las cosas y
entes es el Pasado de sus mundos. Que ellas caen en des-uso no por sí mismas o en sí
mismas, sino porque es el mundo en el cual se insertan un mundo ya pasado y en des-uso.
Es el mundo o los mundos –o más precisamente dicho–, las “concepciones del mundo”, las
que se hacen pasadas y comunican a sus entes intramundanos –enseres, pensamientos o
acciones– su estilo de pasado.
Comprendemos ahora asimismo qué puede ser nuestro Presente. Nuestro Presente es
la actualidad que tiene nuestro Nuevo Mundo. Es por vivir en un mundo que notamos y
sentimos (por razones que no diremos en esta conferencia) como un Nuevo Mundo –con
presencia de Presente puro– por lo que notamos la actualidad presente de nuestros
quehaceres y tenemos conciencia del plexo de pasados en que se hallan insertos los entes
intramundanos –acciones, pensamientos o enseres– pertenecientes a otros mundos que
notamos pasados en relación al nuestro.
Mas semejante distinción entre un mundo de presencia- presente y un mundo de
presencia- pasada no es obra del arbitrio. Basta que describamos fielmente las cosas para
que semejante distinción se nos revele. Porque, en efecto, así como tuvimos ocasión de
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distinguir en relación al Pasado los matices de la tradición y el pretérito, lo que justamente
ahora insinuamos es tan sólo fruto de que nos acostumbremos a diferenciar en el Presente
una región de él que es un Presente con presencia puramente actual y urgente (como es la
del Nuevo Mundo) y un Presente cuya presencia –como la del museo– es nada más que
presentación de lo Pasado.
Semejante distinción nos basta en esta conferencia para diseñar el justo aspecto del
Presente que nos interesa destacar. Porque, efectivamente, el mundo de la historia podrá
estar (jamás ser) todo lo presente que se quiera frente a nuestra consideración –sea por
obra de una tradición conscientemente respetada e incorporada a los hábitos, o, aún más
objetiva y temáticamente, por obra de una reflexión historiográfica–, pero lo cierto es que
semejante presente del Pasado no exhibe la misma textura que una acción o quehacer
cultural que realicemos actualmente urgidos por los requerimientos novedosos de nuestro
mundo circundante.
Lo que nos interesa, pues, es esta pura presencia del Presente y el modo o temple
que nos acompaña cuando realizamos un acto que se encara con ella. ¿Cómo vivimos
–preguntamos entonces– semejantes éxtasis de la pura presencia del Presente y cuál es el
temple que embarga nuestra acción?
Frente al puro Presente –he aquí nuestra primordial afirmación– nos sentimos al
margen de la historia y actuamos con un temple de radical precariedad .
Aclaremos, aunque sea sucintamente, semejante enunciado.
El que nos sintamos al margen de la historia no es, ni lejanamente, una afirmación
vacía o una vivencia simplemente inventada por capricho. Es, ante todo, la necesaria
consecuencia de la manera que tenemos de encarar nuestro Pasado y de notarlo ni ausente
ni presente1.
En efecto, “al margen” no quiere decir simplemente estar excluido o totalmente fuera
de algo, sino justamente el estar al borde, adherido en alguna forma a aquello en relación a
lo cual se está al borde, pero en una situación de cercanía limítrofe con la cuasi -exclusión.
Semejante cariz descriptivo concuerda perfectamente con el concepto de cuasi -ausencia con
que notamos el Pasado.
Estar al margen de la historia describe así nuestra esencial relación con el Pasado queella encarna.
En efecto, nuestro Presente actual no es, en modo alguno, un Presente brotado de
una nada histórica. El es –se reconoce– como procediendo de un Pasado. Ahora bien, ese
1 Esto es una prueba evidente de la fundamental importancia que tiene la manera de vivir el Pasado para laconcepción del Presente.
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Pasado no está presente en él a la manera de un diseño que imponga sus características y
module la faz del quehacer actual, sino que, antes bien, es un Pasado cuasi-ausente.
Sintiendo cuasi-ausente el Pasado en el Presente actual, notando que la historia pasada no
se enraíza totalmente en el horizonte de nuestro Nuevo Mundo, nos sentimos al margen de
la historia y notamos que nuestros vínculos con ella son esencialmente accidentales. Que
somos, ni más ni menos, un accidente de la Historia Universal hasta ahora transcurrida; vale
decir, que estamos en su margen y oscilando esencialmente al borde de ella, en una
situación cuasi -excluida, que no llega –exactamente como la cuasi -ausencia– a definir una
exclusión completa con respecto al término substante.
Mas, por esta especialísima vivencia de sentirnos cuasi -ausentes de un Pasado y por
ende al margen de la historia, brota también en nuestra conciencia esa rara y extraña
certidumbre de la precariedad de nuestro quehacer.
Precario, en efecto, es sinónimo de inestable e inseguro, y alude con esto a ciertotemple de zozobra –al que se siente, por ejemplo, al “zozobrar” una embarcación– y el cual
se experimenta ante el peligro de un hundimiento o naufragio de la embarcación en que se
está y que nos sostiene.
¿Pero es que nosotros, acaso, sentimos alguna suerte de hundimiento o naufragio
que nos pone a zozobrar ? ¿Hundirnos en qué, adónde? ¿Por qué razón es hundidizo el
elemento sobre el cual nos sostenemos y en el cual ejercitamos nuestro quehacer actual?
¿Cuál es la embarcación o nave que provisoriamente nos sostiene y que, al parecer, se
hunde y nos pone a zozobrar?
Estas y semejantes preguntas no son meras preguntas metafóricas. Lo metafórico es
el símil, no la vivencia que ellas expresan con exacta precisión.
Permitidme –señores– que no pase de aquí. Una conferencia no puede aspirar más
que a sugerir algunos problemas que embargan la conciencia de aquél que piensa en sí
mismo, por sí mismo y desde sí. Fuera de sus pretensiones ha de quedar la aspiración de
dar una respuesta para aquellos auténticos misterios que constelan la vida. Tanto más si esa
respuesta, consciente de su responsabilidad filosófica, desea ser absolutamente autónoma y
aspira a encarnar la radicalidad de un auténtico comienzo.
Antes de concluir, sin embargo, permitidme también decir algo inexcusable.Fuera de nuestra consideración ha debido quedar la descripción de nuestra vivencia
ante el Futuro. Quizás esta falta o hendidura de nuestra conferencia obedezca a algo más
profundo que a las simples y acostumbradas excusas que se dan por la falta de tiempo.
Quizá sea ello debido a que el Futuro, siendo la más elusiva de todas las realidades
vivenciales, se haya resistido a dejarse englobar en un esquema como el propuesto por
nosotros.
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No obstante, es perentorio decir que él constituye la parte más esencial de todo
cuanto hemos tratado de insinuar en esta conferencia. En efecto, sólo teniendo en mientes
una determinada concepción de nuestra vivencia ante el Futuro, es posible acreditar la
veracidad de nuestras restantes descripciones.
Esto quiere decir lo siguiente: nuestra vivencia ante el Futuro es justamente la que
determina nuestra manera de extasiarnos ante el Pasado y , por ende, ante el Presente.
Nuestra vivencia ante el Futuro, entonces, queda esencialmente incorporada a los rasgos
apuntados en los éxtasis por nosotros comentados. Queda incorporada –digo– como su
condición de posibilidad fundamentante. Sólo porque tenemos una determinada vivencia del
Futuro y vivimos en determinada actitud frente a lo advenidero, extasiamos al Pasado como
ni ausente ni presente y vivimos en un Presente como al margen de la historia.
¿No es entonces, señores, una cierta expectativa lo más crucial de nuestra conciencia
cultural? Indudablemente. ¿Pero qué es lo que expectamos? ¿Será acaso a nosotrosmismos? ¿No será por semejante expectativa sobre nosotros mismos que el mundo se
presenta como nuevo ante nuestros ojos? ¿Pero es que entonces no somos todavía?
O será, al contrario, que ya somos y nuestro ser más íntimo consiste en un eterno no
ser siempre todavía.
¡No lo sé!
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EL PROBLEMA DE AMÉRICA*
Introducción
Por todas partes se oye repetidamente expresar el deseo de crear una cultura
americana que acuse rasgos de originalidad. En este programa se postula casi siempre que
la cultura de América debe ser autóctona. Que debe buscarse lo original americano. Que
debe desecharse todo patrón, modelo o paradigma que pueda velar, ocultar o desvirtuar lo
originario. En esto se encerraría la manifestación absolutamente singular de un nuevo
espíritu dentro de la Historia Universal. El afán por alcanzar autoctonía nos está diciendo
desde ahora que nuestra América –Latinoamérica– lucha por conseguir un puesto dentro de
la Historia Universal.Pero aún antes de responder si esto es posible a la altura de nuestro propio tiempo,
si es tarea verificable o realizable mediante los recursos de que disponemos, a todo
meditador que no se engañe y examine el fenómeno en lo que tiene de existencial y propio,
no puede ocultársele una cosa: que semejante búsqueda y proyecto de crear una cultura
original nace de fuentes y raíces muy recónditas que es preciso analizar para explicarse su
razón de ser y sus auténticas posibilidades de realización.
¿A qué se debe, en efecto, que el americano de hoy clame tanto por la originalidad
como desiderátum absoluto e indispensable de todo afán cultural genuino y absolutamente
auténtico? ¿De qué raíz se nutre ese deseo de hacer una obra que sea tan peculiar, propia ypersonal, que al mismo tiempo pueda erigirse como definición y signo elocuente de una vida
y de un modo de existir perfectamente individualizado dentro de la Historia Universal? No
aventuraremos por lo pronto una respuesta absoluta a esa pregunta.
Mas ya es posible vislumbrar que el afán de originalidad –en cuanto preocupación
histórica– viene condicionado al propio tiempo por una visión, o quizás una vivencia, de la
propia Historia Universal. ¿Cómo se siente el americano de hoy dentro del concierto de la
Historia Universal? El hecho mismo de que se ensaye una búsqueda tan apasionada por la
originalidad del gesto y de la obra, ¿no nos está diciendo que ello traiciona una profunda
insatisfacción –y aún más radicalmente dicho– una radical inseguridad ante la historia? ¿Qué
otra explicación cabe dar a un fenómeno como el apuntado si no es la de que se busca la
originalidad (y hasta la originariedad ) porque no se tiene? Para intentar conseguir algo... ¿no
* Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1992 que fuecorregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con lasprecedentes.
El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones publicadas de losaños 1957, 1959 y 1969.
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debe el hombre comenzar por sentirse menesteroso de ello? ¿No nos está diciendo, acaso,
esa desesperada búsqueda de la originalidad en el hombre americano, que éste ha
comenzado por sentirse como un ser indefinido dentro de la Historia Universal y busca
afanosamente asegurarse de aquello que considera un requisito indispensable para empezar
a ser ? ¿Y por qué ese afán de
empezar a ser distinto y radicalmente
nuevofrente a los
demás? ¿Por qué ese temor de ser confundido con otros, que lo impulsa tan ardientemente a
la búsqueda de su modo de ser original y originario?
Sin aventurar una respuesta categórica a semejantes interrogaciones, bien podríamos
decir que ese síntoma de fragilidad y precariedad históricas, de inconsistencia e indefinición,
de no sentirse aún plenamente realizado –de no-ser -todavía–, parece encontrarse
plenamente reflejado en el afán que embarga hoy al hombre latinoamericano y que
traslucen sus quehaceres culturales.
Pero la meditación no puede detenerse aquí. Pues es necesario y urgente preguntarse
si un síntoma como el que revelamos tiene su razón de ser auténtica –casi su justificación–
o si, por el contrario, brota de una falta de claridad en la manera misma de plantearse el
hombre latinoamericano la posibilidad de realizar un quehacer cultural original . Si fuera esto
último, el afán por la originalidad, antes que rasgo de valor positivo, revelaría una maligna
fuente y un signo incluso negativo: una falta de fuerza y potencia en nuestro espíritu para
comprender nuestro propio destino. En tal caso la búsqueda y el afán de originariedad sería
lo menos original del mundo. Ello traicionaría un grave complejo de inferioridad histórica.
¿No mueve, acaso, semejante complejo de inferioridad histórica, a muchos de los
planteamientos “indigenistas” que se ensayan hoy dentro del quehacer cultural americano?
¿Cómo diferenciar de semejantes tendencias negativas aquéllas en que el afán de
originalidad es auténtica manifestación de un espíritu positivo y fruto del encuentro de
nuestro modo de ser históricos?
Nuestra opinión en tal sentido se inclinaría a creer que, si partimos del supuesto de
que nos falta originalidad en nuestro modo de ser, y que para alcanzarla debemos imbricar
un pretérito (que no es el nuestro) a nuestra historia –o ser de otra manera a como hasta
ahora hemos sido–, lo que ganaríamos sería algo perfectamente negativo. Antes que una
base positiva y firme, aquel comienzo representaría un terreno movedizo, lleno de
antecedentes incontrolables y hasta absurdos, que en lugar de favorecer un auténtico y
radical punto de partida, atentaría incluso en contra de la posibilidad de una genuina
autonomía en la creación cultural. Partiendo de semejantes bases llegaríamos siempre a unasituación que nos impediría movernos libremente y alcanzar a ser verdaderamente
originales. En otras palabras, estaríamos embargados por un complejo de inferioridad
histórica que no nos dejaría actuar soberana y espontáneamente en la búsqueda de nuestro
propio ser, porque nos ocultaría nuestra radical originariedad .
La originalidad de nuestras creaciones no la alcanzaremos desvirtuando nuestro modo
de ser actuales –yendo de alguna manera en contra de nuestra propia historia de criollos–, o
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proyectando ser de una manera radicalmente nueva o novedosa. Esto no pasaría de ser un
programa a priori , intelectual o teórico, pero en forma alguna un genuino quehacer cultural
que nazca preñado de fuerzas verdaderamente originales y libérrimas. El único recurso que
queda para ser originales y originarios en las creaciones es entregarnos a vivir lo más
auténticamente posible nuestro propio modo de ser... hombres en un Nuevo Mundo.
Esto quiere decir que no debemos partir de la falsa base de creernos –desde ahora–
faltos de originalidad o carentes de originariedad histórica. Es decir, truncos en nuestro ser,
simples imitadores de otros, o herederos de un pasado (indígena u occidental) que no nos
pertenece como verdadera tradición. Al contrario, debemos afirmarnos en la creencia de
que, haciendo lo que hagamos, y siendo fieles a la altura de nuestro propio tempo histórico,
si lo hacemos con radicalidad y no nos traicionamos, puede ser que –sin proponérnoslo y sin
siquiera saberlo– estemos alcanzando la originariedad de nuestro propio ser hombres del
Nuevo Mundo y con ello, también, un estilo original de ser históricos dentro de la Historia
Universal.¿En qué consiste este ser americanos? Plantearse así la pregunta es una cuestión a la
que falta todo sentido y autenticidad. El ser del latinoamericano no puede revelarse
súbitamente, ni por obra de un discurso intelectual preparado a priori . Como ser histórico
que es, él necesita irse revelando pacientemente en el tiempo y en la historia 1. Atentos sí
debemos estar para descubrir e interpretar aquellas manifestaciones que lo anuncien y
1 Aparte de las propias y peculiares dificultades que se plantean por obra misma del terreno en que hemoscolocado la cuestión, no son de ignorar tampoco los múltiples problemas inherentes a la adecuada metodología quehabría de emplearse si se quisiera llevar a cabo la tarea de describir el ser histórico del hombre americano. Pues,¿cuál procedimiento habría de ser utilizado para realizar aquella descripción? ¿El procedimiento científico-naturalista
o el método fenomenológico?Si preferimos el primero, entonces, al proceder como científicos de la naturaleza, nuestra tarea deberíacomenzar por constatar la presencia de un fenómeno real (la existencia espacio-temporal-histórica del factum quehemos llamado “Latinoamérica”). Observar y anotar luego, de la manera más demorada posible, las característicasde semejante fenómeno, según los cánones establecidos por la metodología en juego; y, por último, abstraer,generalizar, inducir y deducir consecuencias, hasta llegar a fijar la presencia, las características y leyes delfenómeno... Todo ello nos conduciría a resultados esencialmente contingentes, que no pueden responder incluso desu propia validez (cfr. mi libro Fenomenología del Conocimiento, Capítulo l).
Si, por otra parte, damos preferencia al método fenomenológico y hacemos uso de su peculiar procedimiento(Descripción, Reducciones, Reflexión, Ideación, etcétera), no menores problemas y dificultades nos acechan. Pues:
a) ¿Son, sin más, susceptibles de “reducción” e “intuición eidética”, los fenómenos históricos propiamentetales? ¿Puede la índole ontológica de ellos –esencialmente sometida a la variación de los procesos temporiformes–ser captada íntegra y adecuadamente por un procedimiento de intuición eidética?;
b) Suponiendo que lo fuera (acercándose con ello peligrosamente la Historia a las Ciencias eidéticasexactas)..., ¿respondería la intuición que se obtuviera a un horizonte de datos absolutos o simplemente a la “altura” de la perspectiva histórica desde la cual haya sido divisada y obtenida? ¿No acecha, con esto último, un peligroso
reducto por donde puede colarse fácilmente el más devastador relativismo?;c) Mas suponiendo –de nuevo– que, dando cima a un trabajo fenomenológico de este tipo, pueda extraer de
mi propia conciencia transcendental (que ya no “subjetiva” ni “psicológica”) una serie de intuiciones eidéticas...,¿qué derechos me asisten para hacer de estos “datos” de mi conciencia un registro testimonial del llamado “serhistórico del latinoamericano”?
Con acallar estas dificultades no se ganaría absolutamente nada. Hemos preferido consignarlas aquí, justamente en el comienzo, para evitar que se nos confunda con “ingenuos” tejedores de mitos y metáforas. Poreso, nada se halla más alejado de nuestras intenciones que hacer “poesía” filosófica del “ser americano”. Lo queaquí queda consignado es el fruto de un riguroso proceder científico –aquejado, quizá, de algunos vicios pornaturaleza insuperables– pero que, como toda genuina teoría que sea consciente de sí misma, espera sólo que susafirmaciones se confirmen o se nieguen por obra de una instancia que ella misma no posee ni es capaz de aportaren plenitud.
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denuncien. Para cumplir esa tarea nada mejor que atender a los poetas: instrumentos del
ser y portadores de sus misterios.
Mas tampoco los poetas, y los artistas en general, deben impacientarse por ser
“originales”. La realidad del ser no aparece obligándola a presentarse afanosamente. Sólo en
la medida en que los poetas y artistas se dejen ganar por los misterios, y hagan de ellos sucotidiana morada, se les revelará lo original del ser. No despunta éste en relámpagos
furtivos; necesita apacentarse con paciencia. Es lo cotidiano y familiar, lo que todos dicen
sin saber ni darse cuenta que lo dicen, lo absolutamente cercano e íntimo al poeta: lo que
mora en las moradas del poema.
Vana ilusión y camino equivocado son, pues, querer descubrir nuestra América siendo
programáticamente “originales” o reconquistando un pretérito que no nos pertenece para
fijar en él nuestra originariedad . Dejemos que América aparezca y la experiencia del ser
venga a la luz a través del tiempo extasiado de futuro. ¿Implica esto un quietismo, una
actitud meramente receptiva, o un rastro de alquimismo realista? La sola pregunta –y suconciencia– implica eo ipso su denegación. Nuestra actitud sólo se entenderá rectamente si
se tiene en cuenta que partimos de una idea que combate, por igual, a toda actitud
receptiva (realista) o fingidamente creadora (falso idealismo). Ella es la que se condensa en
la siguiente enunciación: por ser americanos, ya en este nuestro “ser ” nos está dada la
comprensión original de América.
El camino diseñado para la hermenéutica existencial del ser americanos –hombres del
Nuevo Mundo– debe ser, entonces, iluminar aquella comprensión preontológica del mundo
en que vivimos y en el que somos seres-en-el -mundo. Pero esto se opone a todo falso
planteamiento que intente buscar una originalidad como algo de que todavía carecemos.Pues semejante planteamiento parte de la falsa base de suponer una carencia de aquella
comprensión. O –lo que es más fatal todavía– de concebir la tarea cultural de la búsqueda
de la originariedad como obra de un sujeto a quien falta su mundo y la inherente
comprensión preontológica de su ser -en-el-mundo. De ello, como una grave consecuencia,
resulta ese afán de ser “originales” por la “originalidad” misma. Partiendo de concebir a un
sujeto que carece de mundo, o que no está seguro del suyo, hay por tanto que “asegurarse”
previamente la existencia de éste haciéndolo incluso aparecer como “original”.
He aquí que estamos frente al pecado original de América: la radical inseguridad y
desconfianza de aquéllos que pretenden buscarla, pero que no sienten ni comprenden, raigaly genuinamente, su posesión originaria.
¿Cómo superar semejante desconfianza e inseguridad? Sólo un camino queda. No el
de la ciega fe o la creencia en un Nuevo Mundo que ya –por obra de una providencia o de un
azar histórico– nos esté dado como una realidad “nueva”; no tampoco el de mostrar a priori ,
intelectual o teoréticamente, la “originalidad” del Nuevo Mundo; sino plantear el problema
desde la base enunciada. Como americanos que somos nuestro “ser” tiene ya, en cada caso,
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una comprensión originaria de América en la que se halla implícito el sentido de ser nuevo
–original – de este Nuevo Mundo.
Dejar que el sentido del ser original de América venga a la luz mediante la analítica
existenciaria de nuestra preontológica comprensión de seres-en-un-nuevo-mundo... he aquí
el camino a recorrer a lo largo del tiempo y de la historia: la historia original de América.¿Pero no nos está diciendo ya esto que el primer paso a dar debe ser justamente
aclarar qué es lo nuevo –el novum– de nuestro ser -en-el-mundo? ¿En qué radica semejante
novedad ? ¿Cómo entenderla? ¿Desde dónde?
I. El Nuevo Mundo
Que América haya sido llamada el Nuevo Mundo es un hecho que parece responder a
razones más complejas y profundas que las simplemente metafóricas. Más que una
metáfora, o que una afortunada coincidencia del cognomento con lo designado, tras del
Nuevo Mundo se adivina y se revela un sustrato de realidad verdaderamente original , un
horizonte caracterizado por lo novedoso o nuevo de la perspectiva histórica, en síntesis, un
mundo realmente originario, valga decir, autóctono2.
2 Cuando Colón llegó a las nuevas tierras las creyó pertenecientes al extremo oriental del continente asiático,y, aún en el relato de su cuarto viaje, se aferraba a tal creencia. (Cfr. Martín Fernández de Navarrete, Colección delos viajes, y descubrimientos que hicieron los españoles desde fines del siglo XV , con varios documentos inéditosconcernientes a la historia de la marina castellana y de los establecimientos españoles en Indias , Madrid1825-1837; T. I. págs. 296-313). Las sucesivas exploraciones y descubrimientos que se hicieron durante losúltimos años del siglo XV se efectuaron también dentro del ámbito de semejante creencia y estaban todas
inspiradas por la idea de unir a Europa con Asia por vía del Atlántico. Colón llamó Indias a las tierras descubiertas,y, aunque en su carta sobre el tercero de sus viajes habla de “otro mundo” –e incluso de un “nuevo cielo emundo”–, semejante denominación es perfectamente incidental.
El primero que usó con inicial conciencia el término de “Mundus novus” fue Pedro Mártir (Carta al CardenalSforza, fecha 1º de noviembre del año 1493), y fue Mártir también quien asomó por vez primera ciertas dudasacerca de si las tierras avistadas eran o no pertenecientes al continente asiático. No pudo, sin embargo, solventarsus dudas. Sólo en 1503, en su carta llamada “Mundus Novus”, dirigida a Lorenzo di Pier Francesco de Medicis,Vespucio expresa en tono firme, y apoyado en alegatos razonables, su creencia de que las tierras descubiertaspertenecían a un nuevo continente ignorado hasta entonces. Las revolucionarias ideas de Vespucio merecieron laatención del científico Martin Waldseemüller, quien en su obra Cosmographiae Introductio –de 1507– no sóloacreditó con argumentos valederos las ideas de aquél –hasta entonces tenidas como puras fantasías– sino que, enhonor suyo, consagró el nombre de “ América” para el Nuevo Mundo. (Cfr., para mayores detalles, la obra deRoberto Levillier América la bien llamada, Buenos Aires, 1948, donde en forma de apéndice se encuentran lasfamosas castas de Vespucio). Posteriormente a esta primera etapa siguió la polémica acerca de quién había sido el
“verdadero” descubridor del Nuevo Mundo, iniciada por el Padre de Las Casas, seguida por Gonzalo Fernández deOviedo y Valdez, etc. etc.
Mas, desde todo punto de vista, es perfectamente claro que, cualquiera que sea el criterio que se sostenga,el hecho escueto de haber sido descubierto un continente nuevo –y aun de ser llamado un “Nuevo Mundo” (con osin conciencia)– no puede ser identificado, sin más con el sentido histórico-ontológico que en nuestro ensayo se lepretende asignar a semejante expresión. Es justamente esto lo que desearíamos poner de relieve.
En un sentido similar al nuestro ha abordado este problema Edmundo O’Gorman, en su penetrante libro Laidea del descubrimiento de América, México, 1951. O’Gorman lo que trata fundamentalmente en su libro es lahistoria del descubrimiento de América como “entidad geográfica”, aunque tiene perfecta conciencia del problemacuando dice: “América, sin embargo, se ofrece también como un «mundo», o sea como un ente dotado de unanaturaleza y a la vez como una entidad antropológica”, haciendo notar la necesidad de llevar a cabo un análisis ental sentido. Op. cit ., pág. 43.
Es ahondando en direcciones semejantes como pretendemos desarrollar nuestra propia meditación sobreeste tema.
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¿Pero en qué consiste lo nuevo –es decir, lo original – con que aparece revestido el
mundo latinoamericano? ¿En qué radica la originariedad de su sustrato autóctono?
Fácil nos es mostrar que lo nuevo y novedoso del mundo americano no puede
consistir en “lo nuevo” de sus entes intramundos (cosas, paisajes, frutos, etc.), ya que con
todo lo que éstos puedan tener de peculiar, bastaría con que ellos se trasplantasen a otrasregiones, o que las culturas de otras regiones dominasen y transformasen el área del
territorio americano, para que cesase automáticamente la “novedad” y “originalidad” de
éste. Pero, en rigor, ha sucedido todo lo contrario. Mientras América se hace más universal,
extendiendo sus cosas autóctonas más y más por otros mundos, o, a la inversa, mientras
éstos invaden con su influencia el territorio americano, imponiendo la participación de
América en la cultura universal, más radical y definitiva parece, sin embargo, la presencia
del novum encarnado por el Nuevo Mundo y la existencia de su originariedad .
Lo perentorio del afán con que hoy se plantea en las conciencias la tarea de descifrar
la existencia de ese novum, es prueba y testimonio fehaciente de que la originariedad de
América desborda los estrechos límites de un hecho meramente fortuito, accidental o
pasajero, para convertirse en nervio y en motor de una profunda concepción del mundo que
lucha por reconocerse, por revelarse y expresarse. Es –para decirlo en palabras técnicas– un
dato de características ontológicas que resiste toda enajenación óntica y externa. Más que
un accidente histórico, ancilar y secundario, que bien podría transformarse u olvidarse sin
mayores consecuencias, el sentir que su mundo constituye realmente algo originario es
como una “voz” que parece resonar insistentemente en lo más profundo de la conciencia
cultural del hombre americano. Descifrar y revelar en qué consiste ello, dónde radica, quésigno y sino impone dentro de su concepción del mundo, se ha trocado para él en un
imperativo de conciencia: en un deber histórico. Sin saber en qué se basa lo nuevo de su
mundo, dónde se funda su originariedad , y, en síntesis, qué rasgos ontológicos definen el
ser histórico del americano, este hombre no se siente vivir en plenitud y con autenticidad
verdaderamente radical. Tal es lo que experimenta hoy en su conducta y lo que define
profundamente ese estado de conciencia en que parece debatirse. ¿Conciencia desgarrada?
¿Conciencia desesperada o insatisfecha de sí misma? ¿Conciencia atormentada y confusa de
mestizo o de criollo? No. Es clara y rigurosa conciencia –incluso ya “metódica”– que en
trance de autorrevelación se busca a sí misma en la aventura de comprender lo nuevo de su
mundo y el mensaje de su originariedad .
Buceando en lo profundo de semejante búsqueda, algunos hemos llegado a
convencernos de que lo nuevo u original del mundo americano –aquello en que destella su
originariedad – antes que responder a una peculiaridad de los entes intramundanos que
componen el contorno de su paisaje externo, debe radicar en un temple de conciencia del
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habitante o morador del Nuevo Mundo, gracias al cual –actuando a la manera de un
revelador existenciario– el mundo aparece como nuevo.
Es la existencia del hombre –y no el mundo como factum brutum– la instancia
constituyente de la originariedad de América. Pero... ¿cuál es entonces semejante acto o
temple existenciario que así determina la apariencia del mundo americano? Sin duda que setrata de un cierto haz estructural de actos prospectivos –donde quizás el temple de una
expectativa sea lo más fundamental– pues sólo desde semejante temple, y gracias a las
características ontológicas existenciarias que le son inherentes, es posible que el mundo
aparezca como un Nuevo Mundo y con las características ónticas que acompañan a este
factum3.
Es por esto un craso error de perspectiva creer que la tierra americana –con o sin el
“descubrimiento”– constituía un “Nuevo Mundo” para el hombre. América es, como factum
brutum, como emergencia continental de un territorio, un hecho tan viejo o tan nuevo comopuede ser la existencia fáctica de cualquier otro continente o trozo del planeta en que
habitamos. Aun el mismo “descubrimiento”, como sólo hecho físico o histórico-cronológico,
no reporta ningún efecto para la originariedad de América. Sólo en tanto que el
“descubrimiento” físico se fue convirtiendo en descubrimiento de conciencia, y sólo en tanto
que en esta conciencia se fue implantando e imponiendo el temple de una expectación ante
lo Advenidero, el factum brutum de la presencia americana fue adquiriendo los caracteres
que acompañan a la originariedad con que emerge hoy en todas las conciencias de los
latinoamericanos... y quizás sólo de ellos. Semejante originariedad no se la inventó el
Descubridor para su provecho personal o como fruto de una sorpresa ante lo nuevo, sino
que, al contrario, brotó de la más entrañable familiaridad del morador con su mundo en
torno. La expectativa, pues, no fue motivada en la sorpresa, sino que, incluso la sorpresa de
hallarse viviendo dentro de un Nuevo Mundo fue el maduro fruto de la familiar y habitual
expectación con que el habitante comenzó a vivir y a tratarse cabe su mundo en torno. Sólo
después de un largo y demorado familiarizarse y habituarse cabe su mundo en torno, a
través del temple de una reiterada y constante expectativa frente a lo Advenidero, al
3 Que la expectativa se destaque como el temple fundamental del hombre americano no puede querer decirque ella sea propiedad exclusiva de este hombre. La expectativa, como temple existenciario, es rasgo común entodo hombre. Pero así como es posible hallar en algunas concepciones del mundo ciertos temples ethológicos másacentuados que otros –y por medio de los cuales es posible destacar y hacer comprensible lo peculiar de lasrespectivas culturas–, creemos poder destacar la expectativa como uno de los temples fundamentales del hombreamericano. El que ella sea o no el más fundamental de los posibles temples, y que, por consiguiente, mediante su
juego existencial se dejen explicar y hacer comprensibles otros rasgos peculiares de este hombre, es la cuestiónradical de este problema. Por lo demás –como veremos en el curso de este ensayo– no se trata de que laexpectativa sea el temple exclusivo del hombre americano (pues, en rigor, se halla mezclado muchas veces conotros ingredientes que motivan su transformación existenciaria), sino que ella es, por así decirlo, el temple másfundamental y extendido de todos cuantos pueden hallarse formando la estructura prospectiva general.
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morador americano le sobrevino la sospecha de su originariedad . Por eso el esquema
histórico debe modificarse frente a la interpretación de un hecho que, más que un suceso
casual y contingente, representa un dato de capital importancia para comprender la
concepción del mundo que resplandece en la conciencia del hombre americano.
Pero al hacer de semejante temple prospectivo la condición de posibilidad básica quediseña nuestra existencia histórica como seres-en-un-nuevo-mundo, se impone entonces
una radical pregunta que debemos contestar sin ambigüedades ni falacias. En efecto, ¿es
que por vivir de expectativa... no somos todavía? ¿O será, al contrario, que ya somos... y
nuestro ser más íntimo consiste en un permanente y reiterado no-ser-siempre-todavía?
Mas, sea cual fuere la alternativa preferida, debemos enseguida plantear otra
cuestión: ¿describe exactamente a semejante expectativa ese “no-ser -siempre-todavía”?
¿Puede concebirse a éste como un simple y mero “no-ser ”, físico o histórico, por acusarse en
él un rasgo de ausencia o privación? ¿O, al contrario, habría que ensayar alguna fórmula, untanto más precisa y rigurosa, que definiera positivamente nuestro propio ser de hombres
expectantes? ¿Expectantes de qué? ¿Y por qué esto?
Para contestar debidamente esas cuestiones no hay otro camino que un acotamiento
esencial –fenomenológico, si se quiere– de lo que son los temples prospectivos como
ingredientes propiamente existenciales. Pues sólo en tanto se los describa exactamente en
sus rasgos histórico-ontológicos, será posible saber si las fórmulas que hemos ensayado se
ajustan a su realidad. Para verificar una tarea semejante debe ser puesta de relieve la
estructura general de semejantes actos, haciendo ver su juego existencial en la conciencia
histórica, valga decir, en relación a los éxtasis del tiempo que adviene y que transcurre.
Mediante estos análisis nos adueñaremos progresivamente de sus rasgos e iremos
perfilando nuestro propio ser de americanos.
II. La Expectativa como Temple Fundamental del Hombre Americano
Junto a otro grupo de actos o temples prospectivos –entre los cuales merece la pena
que se destaquen la sospecha y la esperanza, la curiosidad y el presentimiento– y formando,
por así decirlo, un contexto o estructura con aquellos otros ingredientes, la expectativa
constituye la base fundamental y general de los llamados “actos emocionalmente
prospectivos” 4. Lo peculiar de ella –y en general de todos esos temples que se encuentran
4 Cfr. Nicolai Hartmann, Zur Grundlegung der Ontologie, Tomo I, Capítulo 29.
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formando una auténtica amalgama de vivencias5– es que, por su especial índole anticipativa,
trascienden la vinculación que tiene la conciencia con el Presente, realizando una suerte de
prevención o previsión (Vorgreifen) de lo Porvenir. Y esto a pesar de ser –en cuanto actos–
presentes y actuales en la misma conciencia.
Semejante prevención no consiste en que el hombre pueda vivir por adelantado enlo que todavía no se le ha hecho presente –tal sería un absurdo contrasentido– sino en
que, mediante su conciencia, por ser ésta extáticamente ex-sistente en el acontecer del
tiempo, puede extasiar lo Porvenir en su Presente gracias a una pre-visión. Fenómeno
semejante es el que se halla en cualquiera de los temples mencionados y por esto se los
llama “prospectivos”. Lo que se expecta en ellos no es el correlato de una visión
enmarcada en lo puramente actual de un Presente, sino que lo presente es, más bien, lo
por -venir o ad -venidero.
Pero al haber puesto de relieve lo anterior se nos revela, al mismo tiempo, que
debemos modificar sustancialmente la noción común de lo presente para lograr satisfacer las
necesidades del análisis. En efecto, no por capricho, sino por un requerimiento que brota
desde las cosas mismas, debemos convencernos de que lo presente no puede ser sólo lo
meramente actual –valga decir, lo que tiene una presencia actual – sino que, dentro del
Presente, existen presencias con características diversas a las de la presencia-actual . En
efecto, dentro del Presente, en general, podemos distinguir y separar tres presencias
perfectamente heterogéneas entre sí, a saber: 1o) Una presencia de lo pasado
(Pasado-Presente); 2o) Una presencia de lo actual (Presente-actual); 3o) Una presencia de lo
advenidero (Presente del Futuro).
Justamente de esta última, por ser presente, decimos que existe actualmente en la
conciencia como un acto suyo; mas, por ser presencia de lo advenidero, decimos que su
correlato no es algo meramente actual .
Mas, al propio tiempo, semejantes distinciones nos obligan a caer en la cuenta de que
el “ser” del hombre –su existencia– no puede ser condenado al estrecho ámbito de un existir
en lo presente. Lo que se dice “yo soy ” no es simplemente un existir enmarcado y absorbido
por un ahora meramente actual , sino que dentro del propio ahora –del presente de la
5 Debemos subrayar enérgicamente que, si es nuestro propósito analizar la expectativa como un templeseparado de los otros, semejante programa obedece únicamente a razones técnicas tendientes a facilitar laexposición y la comprensión de los distintos matices que es necesario destacar para caracterizar a fondo laexistencia del hombre americano. En rigor sería imposible hallar la expectativa separada de aquellos otros temples–valga la metáfora: en estado de pureza–, puesto que sería ello mismo un contrasentido. Esto indica, sin embargo,que la expectativa puede ser considerada como el temple más fundamental y general de todos los actosprospectivos, y, en tal sentido, decimos que ella constituye el rasgo básico de la existencia del hombre americano.Es, pues, su más propio y característico temple ethológico prospectivo. Desde ella se generan y matizan losrestantes: el presentimiento y la sospecha, la avidez de novedades y la esperanza.
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existencia– debe concebirse ésta como existiendo en un presente del Pasado (de lo que he
sido, de mi historia) y de un presente de lo advenidero.
En semejante presente de lo advenidero no puedo ser ni vivir como “vivo y existo” en
mi presente-actual (y en ninguna forma, como hemos dicho, puedo “vivir” en él), sino que,
antes de ser actual, estoy pre-siendo, vale decir, me noto, siento, o aparezco en miconciencia como un no-ser-siempre-todavía que, de alguna manera, está siendo
positivamente porque existe y puede dar testimonio de su cogito.
Esto es lo que constituye esencialmente el temple general de estos actos
prospectivos. Vivir en prospección –en prevención o previsión del Advenir– quiere decir
existir en esta forma de pre-ser - presente. En ella, antes de ocuparme con lo actual , me
preocupo y me anticipo hacia el Porvenir en la actitud de una prevención. Así como en el
mero vivir en lo presente soy afectado por lo actual , en la prevención soy pre-afectado por
lo que se acerca o adviene justamente como por -venir .
Es por ello que, entre todos estos actos prospectivos –y constituyendo, por así
decirlo, su fundamento general– la expectativa juega un papel extraordinario. Desde ella se
originan, introduciendo, sin embargo, sus propias variaciones y matices, los demás temples
anticipativos. Todos son, en el fondo, expectativa, pero poseen a la vez su peculiar sentido
gracias a las características individualizadas de sus respectivos ingredientes ónticos. En tal
forma, y sin alterar las cosas, podemos hablar de una expectativa-esperanzada (cuando es
la esperanza el ingrediente adjetival que matiza el temple general), o de una expectativa del
presentimiento, etc., etc., manifestándose con ello el fenómeno general que se ha puesto de
relieve.Mas, si la expectativa juega papel o función tan importante, ¿no es justo, entonces,
que destaquemos sus rasgos específicos –y su más peculiar significado– antes de avanzar en
otras cosas? Efectivamente. ¿Cuáles son, pues, esos rasgos que distinguen a la expectativa
en cuanto tal?
Si analizamos a fondo un temple de conciencia donde ella esté presente, lo primero
que encontramos es que la expectativa surge o se origina ante la llegada de algo que se
acerca o adviene inexorablemente y que la prevención detecta anticipadamente saliendo
hacia el encuentro de lo por -venir . En tal sentido puede decirse que la expectativa cuenta
con la aparición o advenimiento de algo determinado. Esto “determinado”, sin embargo,
viene dado solamente por una suerte de “determinación” realizada en base de meras
características formales (siendo éstas las notas de “acercante” y “adviniente”; así como el
rasgo de “inexorabilidad”, con que se encuentra revestido el algo que en esta forma
ad -viene) y mediante las cuales la prevención descubre o detecta aquello que se aproxima
desde lo por -venir hacia el Presente suscitando expectación.
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Sin embargo, a pesar de quedar así “determinado”, lo que la prevención no puede
prevenir, y aún menos conocer determinadamente, son las características concretas con que
se presentará lo que se acerca o aproxima. En relación al contenido de semejante
advenimiento, a las determinaciones que revestirá cuando llegue o se aproxime hacia el
Presente, o, en síntesis, en todo cuanto respecta a lo que llegará a ser cuando traspase losumbrales de la presencia-futura para asumir su condición de presencia- presente, reina la
más radical y absoluta incertidumbre. Por consiguiente, la expectativa es un acto
esencialmente susceptible de ser presa del engaño. Al hallarse sometida a la eventualidad
más absoluta en relación al contenido de lo que se acerca y adviene, esto puede resultar lo
que realmente expectaba, o, al contrario, asumir un contenido por completo diferente. La
expectación sucumbe ante el engaño.
No obstante, si seguimos analizando los caracteres de este temple, podemos
constatar que, desde el momento en que hemos afirmado que la expectativa no puede
contar con las características que presentará aquello que se acerca, se debe admitir al
propio tiempo que ella, en cierta forma, cuenta ya con esta esencial susceptibilidad de ser
engañada. De tal suerte, no siempre la expectativa sucumbe necesariamente ante el
engaño. Es más: gracias a su peculiar “conciencia”, la expectativa es capaz de hacer frente y
desvanecer los extravíos a que se encuentra expuesta. ¿Es esto una simple paradoja? En
absoluto. Justamente en semejante contradicción interna estriba lo más decisivo del temple
comentado. Es de su tensión interna –de la íntima pugna que se suscita entre el saber y el
no-saber acerca de lo que adviene y se aproxima, del expectarlo “determinado” en la
inexorabilidad de su llegada, e “indeterminado” en relación a lo que será– de donde nace lafuerza dinámica de semejante temple y el motor de su potencia existencial.
Por otra parte, en ella –contrariamente a lo que acontece en los restantes temples– la
situación total que hemos descrito no se altera ni transforma disolviendo su tensión. Al
propio tiempo que se afirma con desnudo realismo en su expectación frente a lo advenidero
absolutamente eventual o azaroso, es incapaz de sucumbir a la ilusión o fantasía
introduciendo en la realidad elementos irreales que permitan dominarla falsamente creyendo
conocer , sospechar , o incluso presentir su contenido material. Asimismo, distanciándose de
todo temple de esperanza o de temor , la expectativa no sucumbe a la apariencia de creerse
capaz de seleccionar o pre-seleccionar valores de ninguna clase (sean positivos o de signo
negativo) con los cuales “determinar” la realidad que se aproxima. Simplemente expecta lo
que adviene y, en semejante temple, coloca a la existencia en trance de estar lista o
preparada para hacer frente a lo eventual, sea esto lo que sea.
Para comprender lo dicho a fondo –y detectar los complejos mecanismos de
semejante temple ethológico– se impone una tarea descriptiva. Ella nos llevará a deslindar
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la expectativa de los actos afines que hemos mencionado como derivados o matices
adjetivos de su realidad.
III. Deslinde de la Expectativa
Hemos dicho de la expectativa que ella cuenta con la llegada de algo determinado y
que, a pesar de la indeterminación del contenido de ese algo, en el fondo no puede ser
engañada por tener conciencia de la posibilidad de sucumbir ante el mismo engaño. Esto la
hace diferenciarse radicalmente del presentimiento. En este último... la susceptibilidad de
sucumbir ante el engaño es ilimitada y ello en razón de que el presentimiento obedece
muchas veces a meros caprichos subjetivos, a construcciones de la fantasía, o a juegos de la
ilusión. Contrariamente a lo que sucede en la expectativa –donde el temple se origina en
estrecha conexión con el acontecer real de lo más real de la existencia– en el presentimiento
puede suceder (y de hecho sucede la mayoría de las veces) que el presentir la llegada de
algo que se acerca sea fruto efímero de un espejismo vago y vacilante, de una ilusión
hipnótica o taumática, o, en síntesis, de una pre-afección meramente subjetiva sin
enraizamiento en lo real. Consecuencia de ello es la falta de conciencia ante el engaño que
exhibe frecuentemente el mero presentir . No es el caso de que –como sucede en la
expectativa– uno pueda ser víctima del engaño, sino que, incluso, no hay un asomo de
conciencia frente a ello. Quien tiene un presentimiento se limita a esperar confiadamente
que “lo presentido” se confirme, o a que ello no suceda realmente, sin poder siquiera darseguridad acerca de si acontecerá determinadamente su llegada. También por esto se
distancia el presentimiento de toda expectativa. En esta última, si bien no puede asegurarse
que el contenido concreto tendrá las determinaciones prevenidas, al menos la conciencia
expectante se encuentra en todo momento acompañada de la más absoluta certidumbre de
que el curso de los acontecimientos traerá la plena e irrevocable determinación de aquello
que se acerca y, por supuesto, su llegada inexorable.
En un sentido muy semejante al presentimiento hay que hablar de la sospecha –cuya
raíz latina “suspectare” habría que rescatar para comprender aún más profundamente su
afinidad con el “exspectare”– en la cual se trata, ciertamente, de una forma modificada de la
expectativa, pero cuyo ingrediente capital es también la fantasía y la ilusión. Sucede con
ella, como con el presentimiento, que en lugar de estar afincada en lo real –y de prevenir la
llegada de lo por -venir como algo absolutamente encadenado al devenir ontológico del
acontecer temporal– previene, sí, pero sin conciencia ni certidumbre de ninguna clase. La
expectativa, al contrario, no sólo previene el advenir de los sucesos, sino que, en previsión
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de su real desenvolvimiento y en la certeza de su inexorable llegada, se conjuga
existencialmente con el temple de un radical “estar preparado” y “estar dispuesto” para
hacer frente a lo que llegue, sea esto lo que fuere. La sospecha y el presentimiento flotan,
en cambio, sobre el vacío de un mero prevenir o prever algo que puede llegar o no llegar,
advenir o no, faltando en rigor toda conciencia acerca de su inexorabilidad, y, a veces,incluso, de su aproximación o acercamiento. La expectativa, al contrario, es un temple
donde semejantes determinaciones son absolutamente indispensables y esenciales. Es más,
sin ellas no hay ni puede existir la expectativa en cuanto tal.
Teniendo una estructura prospectiva en cierta forma semejante a la de todos estos
actos, pero con un sentido radicalmente antagónico al de la expectativa, nos topamos con la
avidez de novedades o (como también podríamos llamarla) la curiosidad .
No es difícil distinguir entre este y aquel temple, puesto que, en el último de los
nombrados, intervienen elementos que lo separan radicalmente del primero. En efecto,ingrediente primordial de la avidez de novedades es el afán y el placer por la sorpresa.
Heidegger– en su magistral estudio acerca de este temple6– remontándose a San Agustín lo
hace emparentar con la concupiscencia, siendo ésta, más que un simple y formal “placer o
gusto de los ojos”, un genuino gozo ante los aspectos siempre nuevos o novedosos del mirar
en torno. Pero en semejante temple, donde se busca lo nuevo sólo para saltar
ininterrumpidamente de ello a lo más nuevo y novedoso, papel y función preponderante
juegan la sorpresa y el dejarse sorprender . El ávido de novedades, el curioso, quiere que se
lo sorprenda, y, si es cierto que su actitud es siempre un estar extasiado hacia el futuro,
semejante éxtasis se orienta sólo por el deseo de lo sorpresivo y novedoso. Nada más
alejado de esto que la expectativa. Es ella un tenso expectar lo que adviene, no movido por
el afán de ser tomado por sorpresa y evadir con ello el tedio o el fastidio de lo actual, sino
porque lo que adviene mismo arrastra hacia la expectación. La curiosidad , por el contrario,
no es que se sienta o experimente “arrastrada” a prevenir la llegada de algo que se acerca
inexorablemente, sino que ella vive en trance de buscar constante y ávidamente algo
advenidero que le produzca el placer concupiscente de “lo novedoso”. No se preocupa,
tampoco, por tener certidumbre o certeza de su contenido –ni mucho menos por colocar a la
existencia en trance de “estar preparada” o “lista” para hacerle frente–, sino que su actitud
es la de un buscar y evadir al propio tiempo el contenido de aquello que se acerca.
Hartmann la caracteriza con toda justicia cuando la describe del siguiente modo: “No sólo no
está a la expectativa de lo determinado, que tampoco sospecha, sino que ni siquiera quiere
6 Cfr. Martin Heidegger, Sein und Zeit , Cap. V, B. Nº 36.
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sospecharlo” 7. Y es que a la curiosidad no sólo le falta conciencia de la inexorabilidad de lo
que se acerca, y carece de toda preocupación por el engaño, sino que, radicalmente, su
intención es absolutamente antagónica a la de la expectativa. Mientras ésta intiende su
prevención hacia el advenir para esclarecer incluso la propia actualidad de la existencia, la
curiosidad –previniendo voluptuosamente hacia el futuro– evade todo vivir en medio de lo
actual en un constante afán por evadirse del mismo. La expectativa, en cambio, es una
responsable actitud asumida en trance de vivir en plenitud lo acongojante de la existencia
actual y lo inescrutable que lo advenidero puede tener en relación a ella.
Por eso, más cerca a la expectativa que la curiosidad , se halla la esperanza8. En ella
hay clara conciencia del advenimiento de algo independiente de nosotros, e incluso de un
contar con su independencia, pero hay también una actitud que, a pesar de esto, la diferencia
radicalmente de la nuda expectativa. En efecto, el que vive en temple de esperanza
–contrariamente de aquel que vive en la expectativa– no se resigna a contar con la llegada dealgo perfectamente inescrutable, sino que, falsificando hasta cierto punto el curso óntico de
ello9, previene en lo que se acerca el signo de algo que representa un positivo valor para la
vida, un advenir afortunado, un suceso preñado de felicidad futura. De aquí el matiz de
optimismo que colorea, como un acompañante, a todo temple de esperanza10. De un modo
radicalmente antitético a lo que sucede en la expectativa –donde frente a lo inescrutable de lo
por-venir la existencia está dispuesta a recibirlo sin poder prever ni contar con que ello sea un
algo positivo o negativo (sino solamente “algo que se acerca” en cuanto tal) y donde la actitud
concomitante es un “estar dispuesto” o “ preparado” para hacerle frente–, en el temple de
esperanza la existencia parecería anticipar en su gozoso aguardar que aquello que se acerca
traiga un positivo incremento de felicidad, un contenido valioso para la vida, y, en síntesis, un
signo de buena fortuna. Por ello se diferencia tan radicalmente de la desnuda y verdadera
expectativa. En ésta no hay gozoso ni medroso aguardar. Su anticipar es perfecta y
absolutamente neutro: ni pesimista ni optimista. No selecciona ni previene valores o
contravalores de ninguna clase. Templada frente a lo advenidero, la expectativa se mantiene
en tensa prospección contando solamente con que ello se acerca y nada más. Frente a la
inexorabilidad de su llegada sabe que se debe “estar dispuesto” para todo, y, en semejante
temple, es también pura expectativa y nada más.
7 Nicolai Hatmann., Op. cit ., Cap. 29, c.8 Y de igual manera el temor , que es, por así decirlo, el contrapolo de la esperanza.9 Nos damos perfecta cuenta de que la descripción que hacemos puede inducir a pensar que hemos caído enuna vulgar contradicción. Pero no es así. No hay más remedio –si se quiere poner de manifiesto la dialécticaprofunda de semejante temple– que dar la apariencia de una contradicción hasta en la simple exposición de susrasgos descriptivos.10 El pesimismo, por el contrario, es la actitud o el matiz que acompaña a todo temple de temor .
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IV. Hombre y Mundo
Pero ya es hora de formular una esencial pregunta. Pues si hemos descrito
vivencialmente los rasgos de la expectativa, y encima hemos logrado deslindarla de algunos
temples afines con los que corrientemente se confunde, nos hallamos ahora en óptimascondiciones para plantear la siguiente y radical interrogante: ¿Qué es aquello que
expectamos? ¿Sobre qué término incide esa expectativa que conmueve y sostiene la
existencia del hombre americano? La pregunta, sin embargo, no puede ser contestada sin
rodeos. Por tratarse justamente de una expectativa no es posible, sin alterar las cosas, fijar
o señalar un contenido concreto para ella. Mas, en tanto que su ser en general es el de un
acto prospectivo, bien podemos afirmar que el correlato intencional de semejante
expectativa es “algo que se acerca”, vale decir, algo que ad -viene. ¿Pero ganamos algo con
ensayar una determinación tan general o debemos preguntarnos (aun sin aludir a un
determinado “contenido”) qué es aquello que expectamos en cuanto “algo que se acerca”?
¿Pero cómo saberlo si justamente la expectativa rehusa –por esencia– saber qué sea aquello
que se acerca? Sin embargo, por lo pronto ya sabemos –y sea dicho sin reservas– que
“aquello que se acerca” no es un término ilusorio, ni algo que el hombre americano busque
para satisfacer una avidez de novedades, ni tampoco un algo confundible con un valor
apetecido o esperado como resultado de un posible azar afortunado. Sabemos además –con
un “saber ” que no es meramente intelectual sino un “saber ” de la conducta en el cual ello se
nos revela como un algo con lo que tenemos que contar11– que “lo que se acerca” adviene
inexorablemente hacia nosotros y es por eso que (como un dato comprobable en todas lasconciencias) sentimos y notamos que nuestra existencia se encuentra en actitud o temple de
estar lista o preparada para hacerle frente. ¿Pero qué es, entonces, lo que así nos hace
frente y suscita nuestra expectativa?
Ello es –he aquí una de las tesis fundamentales de este ensayo para lo cual se ofrece
como único testigo la “voz” de la conciencia histórica– la presencia adviniente de un Nuevo
Mundo y cabe él (como su habitante y morador) la presencia advenidera del hombre
americano.
Mas, si es cierto que podemos poseer un “saber
” emocional y prospectivo sobre todo
esto, e incluso testimoniar la realidad en sí de su presencia..., ¿qué nos justifica cuando
11 El “contar con” o el “tener en cuenta” es una modalidad de “saber ” que es característica en algunos templesemocionales, y, entre ellos, en la expectativa. Así como el saber cognoscitivo se desarrolla en las variantesintelectuales propias del conocer teórico y desemboca en la posesión de ideas hasta culminar en la ciencia, el
“saber” emocional se desarrolla en la forma de una oscura prenoción que, en forma cierta pero no explícita,funcional al modo de un fondo de creencia o habitualidad que se expresa como “voz” de la conciencia. Cfr. la conferencia ya citada “Examen de nuestra conciencia cultural ”.
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hablamos del Nuevo Mundo y del hombre americano como de “algo” que se acerca? ¿Quién
es ese hombre americano del que hablamos tan confiadamente, admitiendo incluso que no
ha llegado aún? ¿Por qué creemos y contamos con que el Nuevo Mundo y su habitante se
acercan inexorablemente, si ya, incluso, vivimos sobre ese “nuevo” mundo y nosotros
mismos somos hombres que en él moramos y habitamos?¿Acaso no está diciendo ello –por sobre cualquiera otra determinación– que
subrepticiamente se ha deslizado una creencia con la que contamos (fruto por lo demás de
un determinado temple) y la cual nos hace aparecer el algo que se acerca como aún no
siendo todavía? ¿O es, al contrario, que aquello que se acerca es ya, y en nuestro más
íntimo ser radica ese temple que lo hace aparecer como un no-ser-siempre-todavía?
La insistencia de esta pregunta –después de todo cuanto llevamos dicho– significa
algo más que una simple reiteración formal. ¿Pues no acusa y patentiza ella la presencia de
un círculo vicioso? ¿O será que el círculo vicioso se impone en este caso?
En efecto, se impone un círculo vicioso y en él –aunque suene un tanto a paradoja–
se exhibe o se revela un rasgo de nuestro propio ser definido como expectativa. Pues si
hemos descrito nuestro más íntimo ser en cuanto expectativa, al ser así tenemos que
expectar al mundo (y cabe él a nosotros mismos, en cuanto somos sus moradores o
habitantes) como no siendo todavía, valga decir, como algo que se acerca –esencialmente
advenidero o por llegar– y por eso como aún no actual . La expectativa como temple
fundamental de nuestro ser –al hacer que éste consista en un radical pre-ser - presente que
se halla pre-afectado por lo por -venir – obliga a que extasiemos nuestro mundo en torno
como un algo advenidero –como mundo por venir o por llegar– y, en cuanto tal, como nuevo
mundo. Mas lo propio acontece en relación a lo que podemos llamar nuestra existencia. El
americano siente que el hombre que hay en él (y que mora cabe un mundo en torno
esencialmente advenidero) antes de ser algo ya hecho o acabado, y de lo cual pudiera dar
testimonio como acerca de la existencia de una obra o de una cosa concluida, es algo que
“se acerca”, que está llegando a ser, que aún no es, pero que inexorablemente llegará a ser.
Bajo esta forma, la propia comprensión de su existencia... le revela a ésta como un “ no-ser-
siempre-todavía”: síntoma inequívoco del ser esencialmente expectativa.
Pero dicho lo anterior deben aclararse necesariamente algunas perspectivas que
precisen mejor estas cuestiones. Pues justo es decir que, si bien muchos llegan a descubrir
semejante dato –y, en consecuencia, a objetivar la comprensión del ser histórico del hombre
americano como un “no ser todavía”–, sin embargo, muy pocos son los que logran elevar su
reflexión hasta esclarecer lo que en el fondo de semejante dato se descubre, dejando todo
sumido en la más perniciosa oscuridad. Pues incluso la fórmula empleada para consignar el
dato –la expresión de un vago y vacilante “no ser todavía” que designa la comprensión del
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ser– constituye inevitablemente una falsa perspectiva si, como se acostumbra, se la
interpreta vulgarmente como un estadio apenas transitorio de un devenir histórico y, en
consecuencia, se cree ver en el ser histórico del hombre americano algo que aún no es y que
con el correr del tiempo llegará a ser. Frente a semejante interpretación hay necesidad de
aclarar que, por ningún respecto, el ser histórico del hombre americano y el dato que revelasu comprensión existenciaria, pueden ser vistos o explicados como si ellos expresaran que
aquel ser es o constituye un mero episodio temporal inacabado y por completarse. Al
contrario, lo que están testimoniando y revelando es la esencial y permanente estructura de
un ser en perfecta plenitud y ya existente. No es –como decimos– que aún o todavía no
seamos y que, con el correr del tiempo o por algún azar histórico, llegaremos a ser, sino
que, esencialmente, somos y seremos un “no-ser -siempre-todavía”. Tal como se ha dicho,
no hay que confundir el rasgo de privación que expresa el “todavía” con una simple nota
negativa, sino, al contrario, si esa fórmula es correcta, ella está expresando un rasgo
positivo acerca de nuestro ser histórico. Reside éste, justamente, en ser siempre de ese
modo.
Lo mismo sucede si –partiendo de nuevo de la misma fórmula: “no ser todavía”– se
creyera que nuestro ser consiste en un simple y mostrenco “no ser ” (lo cual obligaría a
interpretarlo bajo la estructura ontológica del “accidente” y a enfrentarlo así con la
“substancia”, sinónima de “ser en plenitud”) ya que en ello hay un error de apreciación.
Nuestro ser , antes que un no ser , es plenamente ser , y por ser tal ( pero extasiado en el
Advenir por obra de una fundamental expectativa) constituye un siempre reiterado no-ser -
siempre-todavía, siendo, sin embargo, ya, en absoluta plenitud.
Mas, al propio tiempo, se impone aclarar otra cuestión. Y es la de que, por ser el
temple primordial del hombre americano una radical expectativa, ese hombre no anticipa lo
que adviene esperando de ello algo “mejor” (o, al contrario, algo “peor”) en relación a su
Presente. Si el hombre expecta el Porvenir, la expectación cuenta con ello simplemente
como con algo inexorable que se acerca. Ni para bien, ni para mal, puede el hombre
americano expectar su porvenir. Lo expecta, simplemente, como algo esencialmente
advenidero que él no es capaz de escrutar en su concreto contenido, y frente a cuya
inexorabilidad, la actitud que asume es un “estar preparado” para hacerle frente. Es, por
tanto, errónea la interpretación del ser del hombre americano que, partiendo del dato de su
radical temple prospectivo, confunde la expectativa con la esperanza. Y es sólo una ilusoria
hipótesis aquella que le adscribe a semejante existencia un destino mesiánico gracias a los
dones que le deparará una hipotética fortuna que el tiempo se encargará de traer en su
correr de días o de siglos.
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Si se interpreta sin falsificaciones el dato de su esencial constitución, al hombre
americano le está rehusado esperar o temer un porvenir feliz o infeliz por obra del azar o la
fuerza moral de su esperanza. Simplemente está en medio de los sucesos. Su existencia se
encuentra preparada para hacerles frente, previniendo su advenir en una radical
expectativa. Es por esto que su porvenir concreto depende solamente de su acción.
V. El Problema de la Acción
Lo que se acaba de expresar constituye el mejor alegato que por adelantado pudiera
presentarse para evitar que, como un resultado de nuestra meditación, se pueda creer que
aconsejamos la inacción como aquel modo de ser o conducirse que debería asumir el
hombre americano en consecuencia de la radical expectativa que lo embarga. Si es ciertoque mediante ella se encuentra imposibilitado para escrutar el contenido de aquello que se
acerca, y, en consecuencia, tiene perfecta y transparente conciencia de que puede ser
engañado y hasta burlado por el curso de los sucesos, no menos cierto es también que,
como ingrediente básico de aquel temple, hemos revelado la actitud concomitante del “estar
preparado” para hacer frente al advenir. Y es justamente de semejante actitud de donde
brota el germen de la acción que estatuye programáticamente toda expectativa.
Pero indudablemente que el problema se plantea acerca del modo de la acción y sus
posibles resultados. ¿Pues cómo actuar si hay conciencia de que, siempre e inevitablemente,
acecha el peligro de ser engañado y con esto del fracaso? ¿No debe encaminarse toda acción
al logro de una meta positiva y de beneficios y valores para la existencia? Pero justamente
lo difícil de la situación radica en cómo lograr esto, si ni siquiera sospechamos qué signo o
sentido tendrá para nuestra existencia aquello que emprendamos.
¿Qué significa, entonces, emprender una acción? ¿Significa, acaso, adelantarse
ciegamente hacia el porvenir, o significa planear y proyectar un porvenir desde el puro
presente y desde el saber que nos otorgan las actuales circunstancias? En verdad: ni una ni
otra cosa. Actuar –y actuar con sentido y con conciencia– significa planear el futuro desde el
advenir afincando la conciencia en sus actuales signos. Sin embargo, en ello radica el
máximo problema. Pues, ¿cómo planear o proyectar el porvenir desde lo advenidero si no
sabemos nada acerca de esto último e ignoramos totalmente su sentido? ¿Pero es cierto lo
que se acaba de expresar? En absoluto. Pues el hombre americano sí es capaz de prospectar
y anticipar su propio por -venir en los signos de lo presente-advenidero. Ello es posible,
justamente, porque así se le revela gracias al temple de radical expectativa que lo embarga.
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Pero lo que hay que recalcar es que la forma bajo la cual se le hace presente aquello
advenidero es precisamente la que hemos dicho y bosquejado: un no-saber su contenido.
Sin embargo, ¿no es ello base suficiente para planear la acción? Su “estar preparado” le
dicta –como norma– que todo puede acontecer, que existe la más radical posibilidad de
engaño y desengaño... ¿No brinda una base semejante –y aunque suene a paradoja– unsuelo de firme realidad con la que el hombre americano puede y debe contar para
emprender su acción? Así, honestamente, lo creemos. Y también confiamos –sea dicho de
paso– en que, partiendo de esta base, queda trazado y diseñado un programa racional para
la acción del hombre americano. Pues irracional sería actuar transformando las bases de la
expectativa y contando simplemente con presentimientos y esperanzas. El hombre
americano debe saber y tomar conciencia de que su acción es un problema. “Resolverlo”
significa partir desde sus propias bases de sustentación. Estas son las que revela su radical
expectativa.
Nada se ganaría confiando en la esperanza y creyendo que “lo que se acerca” traerá
(sea cual fuese nuestra acción) un incremento de valores positivos. Es ello lo que acontece y
se trasluce en ese vacío y peligroso temple de falso optimismo en que parecen vivir muchas
conciencias, respaldadas por el brillo engañador de las riquezas del suelo americano. Hay
que repetir –para hacer tomar conocimiento de la verdadera situación– que así como tales
riquezas pueden significar un hecho favorable, pueden también llevar, ocultos en su seno,
los gérmenes de nuestro propio enajenamiento y destrucción. La riqueza del continente
americano, sus grandes fuentes de energía y potencial humano, la situación privilegiada de
su territorio para albergar el desarrollo de la humanidad, bien pueden trocarseimprevistamente en signos negativos. Es un error vivir soñando en América como “reino del
futuro”. El futuro puede hacer que América resulte un botín apetecido para cualquier
imperialismo, y, bajo tal hegemonía, su suelo y su habitante podrían transformarse en
simples materias primas para el funcionamiento de una gran factoría colonial. Su única
función consistiría entonces en servir de fuente de sustento para colmar las necesidades de
otros pueblos. El vivir de vanas esperanzas debe ser completado con este rebato de temor.
Pero ni en esperanza ni en temor debe vivir el latinoamericano de hoy. Debe sólo
ejercitar su expectativa. ¿Pero qué tipo de acción se desprende de semejante temple?
La acción del hombre expectante debe ante todo no dejarse engañar . Para ello sabe,
de antemano, que puede ser burlada por el advenir. Esto quiere decir: debe planear su
futuro desde el convencimiento o la creencia de que puede ser perfectamente estafada en
sus prevenciones. Esta acción debe contar con lo fortuito, y, a la vez, debe tratar de
dominarlo. ¿Cómo lograrlo? Justamente exaltando la conciencia del “estar preparado” para
todo y frente a todo aquello que se acerca. Lo que se acerca es el Nuevo Mundo y somos
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también nosotros mismos en cuanto sus moradores. El hombre americano debe saber que
este Nuevo Mundo no es una realidad ya dada, ni que llegará a ser, por sólo azar de la
fortuna, una especie de “tierra prometida” llena de frutos y de bendiciones. Debe saber que
el Nuevo Mundo se acerca, pero que, incluso, en el caso más extremo, puede hasta no llegar
a ser un “Nuevo Mundo”. Quiere decir esto que el hombre americano debería comprenderque se halla expuesto radicalmente a no tener su Nuevo Mundo. Óigase bien: a no tenerlo,
ya no sólo a perderlo... pues ni siquiera lo ha ganado definitivamente todavía como un
peculio perdurable y permanente. El Nuevo Mundo resplandece en su existencia y se le ha
descubierto mediante su radical expectativa. Pero la expectativa –si bien se la comprende–
es sólo el Presente de algo advenidero.
Nada más lejano que confundir a esto con un oscuro pesimismo. Así como
desechamos la esperanza –y el infecundo temple de un optimismo a duermevela–
rechazamos todo pesimismo agorero e infecundo. El hombre americano puede tener su Nuevo Mundo (como de hecho ya es posible comprobarlo), pero el mantenerlo definitiva y
permanentemente depende íntegramente del sentido de su acción. ¿Pero cómo actuar si no
sabemos incluso lo que debemos hacer? ¿Es esto cierto? ¿No es el “estar preparado” una
forma ya de acción?
En efecto, esta es nuestra última consecuencia. La acción del hombre americano debe
ser un “estar preparado”. Lo extraño de este programa es que, hasta ahora, se hace difícil
comprender cómo el “estar preparado” –que más bien parece un temple de conciencia que
constreñiría a la inmovilidad, o, cuando más, una simple conciencia que precedería a toda
acción– puede ser tomado como modelo de una efectiva acción que garantizaría eo ipso la
posesión permanente de nuestro Nuevo Mundo.
Sin embargo, hay gran necesidad de insistir en que eso que llamamos un “estar
preparado”, o “estar listo y dispuesto”, no es una simple pre-acción... ni un mero temple de
conciencia que preceda a una genuina y efectiva acción. El mismo –ya– es un temple activo
y envuelve un esencial dinamismo. El “estar preparado” es una acción mediante la cual el
hombre, actuando en un presente, previene el porvenir. Lo que define a semejante temple
en su más hondo sentido es que la acción presente (la actividad actual)... se adelanta al
porvenir preparando su llegada. Si el hombre toma conciencia de que aquello que se acerca
puede engañarlo, y, sin embargo, quiere estar preparado para hacerle frente, su acción debe
contar con ello.
¿Pero no dejamos con esto en la mayor desventura al hombre americano? ¿No
estamos diciendo, acaso, que él es un juguete en manos del destino, y que, en el fondo,
debe abandonarse a ello y resignarse a lo que sobrevenga?
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La palabra “resignación” debe ser proscrita del alma americana, si cabe la metáfora.
Pues sin duda acecha el peligro –y no queremos ocultarlo– de que la expectativa, si no se
entiende bien, desemboque en esa fatal resignación que muchos quisieran explicar como un
insuperable rasgo de nuestro ancestro indígena. Pero no hay “resignación” si sabemos ver a
fondo en el “estar preparado”. Pues éste no quiere decir un aceptar callada yabandonadamente la llegada de los acontecimientos, sino prepararse para hacerles frente
adelantando incluso la prevención para su engaño. Nada más lejano de la “resignación” que
esto. “Resignados” estaríamos si nos confesáramos impotentes para “estar preparados”.
Pero no es así.
El hombre americano dispone de una natural potencia para hacer frente a los
sucesos. Esta potencia podría incluso elevarse hasta un afán de poderío material, y aun
siendo fiel a una radical expectativa, planear el futuro desde el advenir construyendo obras
para dominar el posible “mal” que encierre aquél. Esto sería indudablemente una juiciosa
reflexión moral. Pero el testimonio de nuestra conciencia nos alerta que ni el mal ni el bien
del advenir nos pertenece, y queremos ser fieles a ella en esta reflexión. Mas de nuevo
preguntamos: ¿quiere decir esto que despojamos al hombre americano de toda posibilidad,
fuerza o potencia, para delinear el porvenir? ¿Es que, acaso, él no dispone de un ideal –el
suyo propio– con qué planear lo que advendrá? ¿No dispone todo hombre –y toda época– de
una autoimagen, la cual, proyectándose hacia el futuro, sirve para planear los pasos de la
colectividad? ¿Por qué razón el hombre americano no puede ser capaz de proyectar sus
propios ideales y modelar con ellos el diseño de su futuro y de su Nuevo Mundo? Sería muy
fácil –si alentásemos cualquier suerte de compromiso filosófico o político– hacer intervenirun factor imponderable que hiciera variar el curso de estas reflexiones. Pero creemos que,
por sobre todo ello, el que medita debe ser fiel al testimonio que le dicte su personal
conciencia.
Si el hombre americano actuara así –o, dicho en otra forma, si modificase el radical
temple de su expectativa– no fuera el hombre americano. Nuestro “sino y destino” consiste
en ser fieles a esta conciencia y en actuar conforme a sus imperativos. Por lo demás, si ello
se comprende con absoluta transparencia y en lo profundo de sus mandamientos, una
acción encaminada y guiada por la expectativa nos colocaría en situación privilegiada dentro
del concierto de la Historia Universal. Pues sólo asumiendo libre y radicalmente sus
potencialidades... nuestro ser logrará su epifanía y alcanzaremos la originariedad que se
oculta en las posibilidades histórico-ethológicas del hombre americano.
¿No está diciendo y reiterando el temple con que aguardamos esta originariedad que
vivimos en su expectativa y a ella estamos enlazados? ¿Pero cómo desentrañar lo originario
que en esta expectativa transparece y hacer más profunda la posible acción que ella diseña?
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VI. Programa de una Filosofía “Original”
Debe ser tarea de una filosofía traer hacia la luz –iluminar– la experiencia del Ser.
Este es el camino que hemos querido bosquejar y cuyos resultados, sea cual fuere la suerte
que ellos corran, serán siempre los menos importantes. Pues lo que más importaba señalarera el camino a seguir para encontrarlos. Valga decir, para lograr un acceso hacia la
interpretación de la experiencia del Ser por el hombre americano dentro de su mundo.
Si se recapitulan los pasos que hemos dado podrá verse claramente el itinerario y la
meta perseguida. En efecto, partiendo desde el dato de que, por ser americanos, en nuestro
ser tenemos ya una comprensión de América (de nuestro “ser americanos”) –en la que se
halla implícito el sentido de ser nuevo (original) de nuestro Nuevo Mundo– enseguida
debimos preguntarnos por las condiciones de posibilidad de semejante comprensión. Así se
descubrió el contexto o estructura de un haz de actos prospectivos –cuyo temple básico está
representado por la expectativa– como fundamento posibilitador de semejante dato de
extracción preontológica. La expectativa se reveló entonces como la raíz de nuestra
experiencia del Ser y sólo en base de ella se hizo posible comprender nuestra propia
concepción del mundo, e, incluso, el dato de notar a nuestro ser como un esencial no-ser -
siempre-todavía. Ello vino a esclarecer, y en cierto modo a reiterar existenciariamente, el
afán del hombre americano de hallar o encontrar la originariedad de su más íntimo ser. Por
ser esto algo que no se tiene todavía, que se nota o se siente adviniente, eventual, pero
también inexorable (como un “fin”), la existencia tiende hacia ello como hacia su más propia
posibilidad de ser.Pero ello está diciendo que, si como tal se asume o se concibe, esa posibilidad no es
cualquiera, o una entre muchas, sino que es –por ser la más propia y peculiar– la que diseña
a la vez el sentido que le imprime autenticidad o propiedad a la existencia. El americano
sabe –con un “saber ” preontológico, que es como decir, “cree” o “tiene en cuenta” 12– que
sólo siendo originario alcanzará su ser auténtico. Una de las vías esbozadas para acercarse
hacia ese estadio ha quedado diseñada: es la acción13. ¿No hay, acaso, otros caminos para
llegar a ello?
En efecto, sí los hay, y entre los muchos que parten del hontanar de la existencia14
,quizás sea el filosofar uno de los que poseen más elevada dignidad y jerarquía. Pero la
filosofía por hacer, si quiere ser un camino que conduzca a la originalidad –valga decir, hasta
12 Así se esclarece aún mejor la observación No 11, inserta en el parágrafo IV de este ensayo.13 Pero una acción sujeta a los imperativos de la propia expectativa.14 Recuérdese lo que dijimos en la Introducción de este ensayo acerca de la poesía y los poetas.
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la existencia auténtica– tiene que ser, a su vez, original . ¿Pero qué quiere decir filosofía
original ? ¿No entraña esto un contrasentido en su concepto y hasta un dislate histórico?
Efectivamente, absurdo es pensar siquiera que “lo original” de la filosofía americana
pueda consistir en ignorar, olvidar o despreciar el patrimonio filosófico que, como fruto de
un arduo y permanente esfuerzo, es hoy en día un acervo de la Humanidad. América nopuede –y no debe, a menos que asuma una actitud tan necia como absurda– concebir o
creer por un momento que su quehacer filosofante puede desentenderse de las conquistas
universales de la filosofía. Si así lo hiciéramos, antes que “filosofar”, deberíamos dedicarnos
a construir cavernas y volver a los tiempos primitivos. Al contrario, todo intento que persiga
inteligentemente la originalidad debe contar con el total patrimonio del tesoro filosófico
acumulado por el hombre. Sólo desde él, y en base de los resultados esclarecidos por un
saber riguroso y objetivo, puede comenzar la tarea de proyectar una filosofía original .
Pues la originalidad no consiste en los métodos –ni incluso en la textura formal de los
conceptos– sino en aquello que se ilumina originariamente (valga decir, en su origen u
originariedad ), aun cuando se empleen para ello métodos, nociones y conceptos ya sabidos
y perfectamente conocidos. Aún más: mientras más conocidos y de más reconocida vigencia
sean los conceptos y métodos que se utilicen en labores semejantes, ello puede incluso
ayudar a que lo iluminado originariamente alcance mayor seguridad y rigor mediante las
intelecciones conquistadas. Una vez aseguradas éstas puede ocurrir que, desde ellas, se
note la necesidad de instaurar nuevos métodos para avanzar y ahondar originalmente en la
posterior conquista de la originariedad ; o que, como históricamente ha sucedido, las
intelecciones originarias obliguen a una reforma total en la textura de los conceptos ysignificaciones categoriales hasta entonces aceptados como válidos y comprensibles. Ocurre
así que lo originario impone entonces una filosofía radicalmente original y una revolución en
la ontología dominante.
¿Pero qué es y dónde está lo originario que ha de proponerse iluminar y esclarecer la
filosofía americana? ¿Cómo lograr un verdadero acceso para hallarlo?
Las vías de acceso –“método” en griego quiere decir “camino”– son, como hemos
dicho, múltiples y secundarias, y una reflexión tiene que ser consciente de que ellas, muchas
veces, dependen de la circunstancia y altura de los tiempos y del propio objeto que se desea
investigar. De todas formas, sin que por ello caigamos en un extremo dogmático o en una
posición de escuela, creemos que el método de la hermenéutica existencial –de clara
inspiración fenomenológica15– posee señaladas ventajas para iniciar esa tarea, puesto que
15 En rigor éste sería el preconizado por Martin Heidegger, cuyas resonancias son del todo fácil notar en esteensayo.
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tiene la virtud de colocar a la investigación, sin más rodeos, delante del problema clave que
hay necesidad de analizar.
Esto que llamamos “problema clave” es el recinto donde se halla guardada y
encubierta la originariedad . Descubrirla e iluminarla es justo la tarea de realizar para
alcanzar los contornos elementales de un verdadero programa filosófico.La originariedad del hombre americano se halla encubierta –y allí tendremos que
buscarla y descubrirla– en su peculiar manera de experimentar el Ser. Ella se revela y se
expresa, por modo eminente, en su manera de vivir la historia, forjar sus obras y encararse
con la tarea de pensar. Tras de todo ello resplandece que la experiencia del Ser que tiene el
hombre americano acusa marcadas diferencias con las tradicionales experiencias del Ser que
han tenido los hombres de otros tiempos y culturas. ¿Quiere decir ello que entre aquéllas y
ésta se abre un abismo de separación insuperable? ¿Significa la originariedad una ruptura
radical con la historia del Occidente y de la Humanidad? Esto sería una necedad tan sólo
presumirlo. La experiencia del Ser del hombre americano se encuentra emparentada con la
historia de la experiencia del Ser realizada por la Humanidad en total y, sin embargo, en ella
se acusan rasgos de una original originariedad . La originariedad consiste en la diversa forma
de comprender el Ser y, por tanto, de objetivar su sentido y hasta sus significaciones
categoriales.
La experiencia del Ser se realiza siempre desde determinada perspectiva
(Vorblickbahn). Semejante instancia es la que funciona como fundamento originario de
aquella comprensión. Por ello a la perspectiva desde la cual se comprende el Ser en la
experiencia ontológica podemos llamarla el origen. Este origen –como el de toda experiencia
ontológica– radica en el hombre mismo (y de allí la semejanza de toda y cualquiera
experiencia del Ser , sea griega, medioeval o moderna), pero, justamente por estar el
hombre sometido a una esencial contingencia frente al Ser, aquel origen puede asumir
modalidades y texturas diferentes a lo largo de la historia provocando una diversa
comprensión del Ser y determinando eo ipso la variación de su sentido y el concomitante
cambio en sus determinaciones y significados categoriales.
¿Cuál es ese origen de la experiencia americana del Ser? En descubrirlo y esclarecerlo
podría radicar el verdadero programa de una filosofía original . Sin duda alguna que para ello
habría de tenerse en cuenta el factum de que el hombre americano se ha encontrado a sí mismo existiendo cabe un Nuevo Mundo y que ello ha jugado un preponderante papel en la
aparición de su peculiar conciencia histórica. Pero abordar así la tarea sería reducir todo este
intento a una mera labor historiográfica. Semejante proyecto –sólo de corte historiográfico
y, por ende, reflejo y hasta secundario– debería ir acompañado de una investigación más
honda y radical. Tal sería una verdadera historiología de nuestro ser histórico. Remontarse al
origen de la experiencia del Ser, que a su vez determina nuestra originaria configuración
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histórica, quiere decir autodescubrir e iluminar nuestro más entrañable origen. En semejante
labor podría radicar y desplegarse –como hemos dicho– el verdadero programa de una
filosofía original , pues al ser patentizada en su originariedad la experiencia ontológica del
hombre americano, se abrirán nuevos campos para la determinación original del sentido del
Ser y no sería extraño que pudieran descubrirse algunas determinaciones categoriales aúnno acuñadas dentro del extenso repertorio ontológico que ha ido desplegando la Humanidad
a lo largo del tiempo y a través de las diversas maneras de comprender el Ser. En forma
alguna significaría ello una ruptura de nuestra experiencia ontológica con el desarrollo de la
filosofía, o el absurdo intento de sembrar un hiato histórico entre nosotros y el resto de la
Humanidad. En la historia (y más en la filosofía en cuanto historia del Ser ) no hay saltos ni
emergencias repentinas. Señalar la existencia de una experiencia ontológica originaria
significa tan sólo esclarecer la presencia del hombre americano en la Historia Universal a
través de su intransferible y peculiar encuentro con el Ser.
Por eso la tarea que hemos llevado a cabo nos parece que no se halla despojada deimportancia. Si se comprende a fondo, fácil es adivinar qué papel tan capital juega en todo
ello el temple de la expectativa como fundamento posibilitador-existenciario para el
esclarecimiento de la experiencia del Ser realizada por el hombre americano. Sin embargo,
frente a esto cabe hacerse una última pregunta, que no queremos dejar de formular a pesar
de que no estemos aún preparados para contestarla: ¿por qué se hizo tan radical y decisivo
semejante temple de expectativa en el hombre americano?16 ¿Cómo surgió del hontanar de
su existencia, y se hizo consustancial él, ese notarse como un no-ser -siempre-todavía?
16 Aun cuando sea prematuro señalarlo, debemos bosquejar un crucial problema que se encuentra implícito enel fondo de este ensayo en referencia a la expectativa, y, en especial, a su función como ingrediente de laexistencia humana. En efecto: ¿es la expectativa –y, por ende, su rango y su función– un ingrediente ontológico omeramente óntico en relación a la existencia del hombre americano?
Sin entrar a fondo en el esclarecimiento de un problema tan delicado y espinoso, digamos lo siguiente: elhombre americano –como todo hombre– posee como rasgo radical de su existencia, y, por ende, como ingredienteontológico propiamente tal, una constitución extática. Por eso su existencia es fundamentalmente prospectiva. Lapresencia de temples o actos prospectivos es por eso el factum ontológico por antonomasia.
Considerada así esta cuestión, y desde el momento en que la expectativa propiamente tal es sólo unaposibilidad, entre muchas, de la concretización regional (óntica) de aquel temple prospectivo (ontológico), ellapudiera ser considerada como un rasgo óntico. Su acentuación o surgimiento como temple fundamental de laexistencia –frente al cual son modalidades adjetivas la esperanza, el presentimiento, la sospecha o la curiosidad –pudiera ser entonces comprendido a partir del concepto de una situación como determinante fáctico de suadvenimiento.
Esta explicación, sin embargo (por razones que no son del caso aquí anotar), no nos deja del todo
satisfechos, aunque comprendemos que sería la más adecuada para solucionar sin tropiezos ni vacilaciones elproblema. Pues, a pesar de ser perfectamente óntica, ¿no tiene acaso la expectativa una función ontológica radicalal funcionar como condición de posibilidad descubridora del propio Ser, de su comprensión y su sentido? ¿Será,pues, un ingrediente óntico-ontológico? Preferimos confesar nuestra vacilación a este respecto y dejar el problemaapuntado pero no resuelto. De ello se origina (como podrá comprobarse en el curso de este ensayo) ciertaconcomitante vacilación en el uso de los términos. Si acaso nos hubiéramos atenido estrictamente a la terminologíaheideggeriana, ello motivaría (así lo comprendemos) cierta confusión, ya que hubiéramos debido usar el término
“existenciario” (existenzial) en su peculiar sentido ontológico, reservando el de “existencial ” (existenziell) paradesignar lo óntico. Mas, al contrario, no habiendo resuelto la cuestión de fondo por razones de principio –queincluso nos obligarían a discrepar del propio Heidegger–, mal podríamos usar escolarmente semejantes términos.Sólo allí donde ha sido de nuestro interés destacar ciertos problemas, hemos acentuado la significación técnica deellos. El lector atento podrá notarlo fácilmente.
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América es un crisol de razas y culturas. En todas ellas, sin duda, ese elemento de la
expectativa existe como un ingrediente que afecta y modela la existencia. ¿Mas qué milagro
o prodigioso azar hizo de ella el temple radical que distingue hoy al hombre americano? ¿Fue
verdaderamente una cuestión del puro azar –fáctico y nudo–, o existe un fundamento oculto
–y comprensible como tal– que permita esclarecer y dar sentido al porqué de semejanteadvenimiento?
Ello está expresando y reiterando que todo parece desembocar y resolverse en una
filosofía de la historia. Núcleo importante para iniciar su desarrollo –por constituir su base o
fundamento previo– debe ser el esclarecimiento óntico-ontológico del hombre y del mundo
americanos.
Tal vez las ideas que hemos expuesto en rápido bosquejo puedan servir de incitación
para el demorado y riguroso estudio que semejante tarea nos reclama si comprendemos lo
que significa existir originariamente.