el primo yonchi

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Cuento de la escritora mexicana Úrsula Fuentesberain, publicado en http://www.narrativasdigitales.com/

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El primo Yonchi

[Por Úrsula Fuentesberain]

Apenas hace unos años le pusimos nombre a eso que Yonchi tenía, pero desde que

estábamos chiquitos sabíamos que no era como nosotros.

Los Godínez habíamos sido, por varias generaciones, los mandamases de Zalay. La

gente llegaba de varios pueblos y rancherías a surtirse en nuestros locales. Los hombres

trabajaban en las farmacias y los karaokes, que eran los negocios que más dejaban, y las

mujeres manejaban papelerías y tiendas de regalos. Desde niños, todos íbamos a la

escuela en la mañana y pasábamos las tardes ayudando a nuestros padres en sus locales,

hasta que un día éramos nosotros ya los que recibíamos el dinero de los clientes y

nuestros hijos los que les ponían sus compras en bolsas de plástico.

Según el abuelo, desde que los primeros Godínez llegaron a Zalay hace más de cien

años, éramos conocidos en el Bajío por dos cosas: por ser buenos para los negocios y

porque sólo tratábamos con gente que no era de la familia para venderles algo. Nuestras

Godinizas eran las fiestas más comentadas de la ciudad, sólo entraban los que llevaran

nuestro apellido. Todos los años, el jefe de alguna familia Godínez organizaba una fiesta

para casi quinientos comensales. Aunque la mayoría venía desde Zahuacatlán,

Tequistapan y la capital, llegaban Godínez de todas partes del país. El primer día había una

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misa de gracias, una visita al panteón para dejarles flores a nuestros muertos y una cena

con chocolate y pan de Zahuacatlán relleno de queso dulce. El segundo día era la fiesta

principal; había mixiote, banda en vivo, rifas, concursos y cerveza. Casi todos salían con

novia de ese baile, éramos tantos que cada año conocíamos a Godínez de otras ciudades.

Las primas quinceañeras eran las que más pegue tenían, nos sorprendía que apenas una

Godiniza antes eran niñas gritonas que jugaban un, dos, tres, calabaza y un año después

ya llegaban con sus vestidos pegados a sus cuerpos finitos sólo interrumpidos por las

famosísimas “caderas Godínez”. Varios de esos noviazgos terminaban en boda, había

mucho intercambio de Godínez de aquí para allá, por eso los negocios seguían creciendo,

porque todo quedaba entre familia y si había alguna discusión, el abuelo siempre tenía la

última palabra.

Fue Marielena, la mamá de Yonchi, quien provocó que las cosas cambiaran. Era

muy rebelde, empezó a tomar cerveza a los trece y a irse de pinta a los billares de

Querénjaro. El abuelo se la pasaba castigándola, pero ni así se aplacó. Cuando estaba en la

prepa se fue con su escuela a un retiro espiritual a una hacienda en Jagualillo. Una

mañana, las primas no la encontraron en su cama. Regresó hasta la hora de la comida

apestando a ron. Cuando salió embarazada, se dijo que el cuidador de la hacienda se

había aprovechado de ella y el abuelo lo metió a la cárcel, pero todos sabían que él no era

el culpable.

Cuando Yonchi nació, los rumores acerca de su padre se confirmaron, porque no

salió morenito como el cuidador, sino con ojos miel, piel muy blanca y pelo chinísimo.

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Algunas primas aseguraban que era hijo de uno de los Kuri de Jagualillo, otras que de un

narco de Michacatlán, pero nadie logró que Marielena soltara la verdad.

Yonchi y yo nacimos en marzo. A mí me recibieron como el primogénito que habría

de convertirse en el siguiente jefe de la familia y me pusieron el nombre de mi abuelo y de

mi padre: Eleazar. A Marielena la mandaron a aliviarse al hospital de Colonfort, sin que

saliera ni una nota en el periódico sobre la llegada de su hijo al mundo. El abuelo prohibió

que se le diera alguno de los nombres que se usaban para los varones, como Eleuterio,

Eulalio o Esteban, así que le pusieron Yon, porque alguien escuchó ese nombre en la tele y

a su mamá le gustó.

Yonchi me seguía a todos lados. Siempre quería estar en mi equipo cuando

jugábamos a las traes y si su mamá le daba dinero para la tiendita, me compraba un frutsi

de uva. En la escuela lo molestaban mucho. Yo al principio lo defendía, pero mi papá me

dijo que no me metiera, que ese era asunto de Yonchi y culpa de su mamá.

Desde que dio el estirón y le salió su primer mostacho, Yonchi cambió por

completo. Se volvió mucho más fuerte que el resto de nosotros y le metió dos que tres

tranquizas a los que lo molestaban. Para cuando entró a prepa, ya le había dado por

engomarse el pelo, usar camisetas pegadas y ponerse cremas para verse bronceado.

Cuando se colgó una arracada en la oreja izquierda, nadie dijo nada. Pero después de que

se pintó rayitos en el pelo, muchos lo tacharon de puñal.

Aunque las tías veían con malos ojos las modas raras de Yonchi, a las primas les

encantaba, tal vez porque rompía con lo parejos que éramos el resto de los primos. Había

varias que se ponían coloradas al verlo y aunque ligaba con todas, no formalizaba con

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ninguna. Los sábados, cuando amenizaba en el karaoke de los Godínez Manrique, las

primas andaban de coquetas y lo mismo pasaba en la farmacia de los Godínez Mena,

donde trabajaba de lunes a viernes dando las ofertas del día con micrófono. Las malas

lenguas decían que no sentaba cabeza como todos nosotros porque prefería irse a los

burdeles de Empalmillas.

Maricruz era la prima que más lo buscaba, su mamá era la hija consentida del

abuelo y su papá tenía una de las farmacias más grandes de la ciudad. Siempre los

encontrábamos bailando cachondo en el New York, el antro de moda de esos tiempos,

sabíamos que Maricruz moría por él y que a Yonchi ella tampoco le era indiferente.

Pensábamos que no se le declaraba por miedo a que el abuelo rompiera el compromiso,

pero después supimos que había algo más. La mamá de Yon insistía en que Maricruz le

convenía, que en calidad de yerno heredaría la farmacia de Élmer, que de una vez por

todas dejara sus andadas.

Pero Yonchi no sólo no se apaciguó, sino que se le veía nervioso, se ponía unas

borracheras de miedo y los chismes sobre sus visitas a los puteros de otros pueblos

seguían circulando.

Varios días antes del baile de disfraces que se hizo en el jardín de los Godínez

Mancera, Yonchi andaba más raro que de costumbre. Sólo después de lo que pasó esa

noche, entendimos porqué.

Llegó vestido con una capa negra que le llegaba hasta el piso, colmillos de vampiro,

pantalones blancos acampanados y una camisa de poliéster con cuello en “v” para

enseñar pelo en pecho. Cuando le preguntamos de quién venía disfrazado dijo que de

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Conde Travolta, pero nadie supo quién era ese. Se puso muy pedo y anduvo faroleando lo

tronado que se había puesto desde que iba al gimnasio todos los días. Ya entrada la fiesta,

pusieron su canción favorita, la de un árabe que manda besos, y las primas lo jalaron a

bailar. Él empezó a menearse, a ponerlas locas a todas. Entonces, en la parte del coro

donde el árabe manda los besos, se agarró los tobillos para hacer su famoso pasito del

agachón con sacada de pompas, y en eso, se escuchó que algo se rasgaba, sus pantalones

se abrieron y su capa fue alzada por una cola de lagarto que se movía al ritmo de la

música. Las tías y las primas gritaron, los tíos y los primos hicieron como que se le echaban

encima y Yonchi no tuvo de otra más que echarse a correr.

Al día siguiente, el abuelo me mandó a casa de Yonchi. Cuando abrió la puerta, me

abrazó y olí que seguía borracho. Me dijo que la cola le empezó a crecer como a los trece

años. Que gracias a ella dejó de tenerle miedo a la gente y se empezó a sentir bien,

diferente o algo así. Al principio, podía amarrársela con cinta adhesiva a una pierna, pero

con el tiempo se volvía cada vez más difícil de esconder. Por eso nunca le propuso nada

serio a ninguna prima, ni siquiera a Maricruz. Las putas de Empalmillas, en cambio, no

decían nada de su cola, es más, hasta se hizo de buena reputación por las cosas que podía

hacer con ella en la cama. Sabía que a su cola le encantaba la música. Me contó que una

vez en el karaoke mientras se lucía con una canción de Ricky Martin, la cola se le despegó

de la pierna y se le quería salir del pantalón para menearse a gusto.

En ese momento, Yonchi soltó una carcajada que se convirtió en llanto y me dijo

que ya no podía vivir fingiendo.

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A partir de ese día, el abuelo nos prohibió cualquier trato con Yonchi. Se notaba

que con gusto lo hubiera mandado a Colonfort o a Apangueo el Alto, para no tener que

acordarse de que también Yonchi era un Godínez.

Maricruz fue la única que desobedeció. Le dio todos sus ahorros a Yon, se fueron a

vivir a un cuartucho en el centro y pusieron un local de reparación de electrodomésticos.

Entonces ahí se la pasaban los dos, todo el día arreglando licuadoras.

Yonchi ya no iba a las fiestas, ni amenizaba en el karaoke. Las Godínez más

chismosas mandaban a sus sirvientas con batidoras que funcionaban perfectamente sólo

para averiguar qué tan larga estaba ya la cola del primo Yonchi. Pero ni la cola ni su dueño

siguieron creciendo, al contrario, parecía que se iban chupando con el tiempo.

Maricruz y Yonchi no tuvieron hijos. En todos esos años metidos en el local, nadie

los vio hacerse ni una caricia.

Supimos de la muerte de Yonchi por un mensaje que Maricruz dejó con el primo

Eusebio. El recado decía que Yonchi estaba muerto por nuestra culpa.

Lo encontramos tirado en una de las dos camas individuales de su cuarto. En la

otra cama estaba su cola recién cortada que había mojado de sangre el cobertor y el piso.

Alcanzamos a ver que la cola tenía puesto un torniquete que se veía bastante gastado.

Parecía como si todos esos años, Yonchi hubiera estado estrangulándola.

Dicen que Maricruz se fue a vivir a Salvatierra. Nadie ha querido rentar el local de

Yonchi y ya nunca pudimos quitarnos la mala fama que su cola le puso a la familia. A los

negocios les sigue yendo bien, pero si los niños llegan a jugar en las maquinitas que

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tenemos adentro de las farmacias, siempre hay alguien que los jala de las orejas, y les dice

que ahí les ponen colas a los chamacos, que se vayan. Y siempre se van.

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