el prestilinguador, un poeta guapo, trompadas a la vida y el petiso gigante

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ENRIQUE FERNANDEZ EL PRKSTILINGUADOR “Si tuviera que empezar de nuevo, elegiría... futbo- lista, sí, y después, m m m ..., violín, o tal vez piano. ¿Lecturas?: Shakespeare, Nietzsche, Huxley", dice JEn- rique Fernández, el prestilinguador, en un café. Y el cronista piensa que se impone hacerle una nota, pero no se atreve; primero, porque es amigo, pero sobre todo, porque admite que el tema lo supera, y no es camelo. Y se lo dice. "Sin embargo, pienso que po- drías escribir sobre mí perfectamente, claro que para vos sería un desafío", dice, y es un digno ególatra, o mejor: tiene un obvio derecho a no pecar de modesto, disfraz que suelen adoptar muchos vanidosos, pero sin sentido. "Soy algo que tal vez te puede exceder.. y uno entonces lo interrumpe, aunque sabe que al pres- tilinguador no le gusta eso, si siempre afirma: "Tengo ta palabra yo y las demás son interrupciones". No obs- tante, se lo detiene igual, se utiliza su misma trampa, es decir, se le aprieta levemente el brazo, para decirle: ‘Pero vos, Enrique, siempre citás la ejemplar sentencia de los griegos: ‘Huye de lo que te excede' ". Y el prestilinguador acepta, aunque no le gusta verbalmente perder en ninguna paradoja, y uno entonces decide no huir, y asumir el desafío de explicarlo, tal vez la mejor manera de entender a este cincuentón "sensitivo y rela- tivamente inteligente”, que como no pudo ser un guapo de revólver es un "guapo ideológico”. Un autodidacto —"librepensador, francotirador"— que ni siquiera ter- minó el colegio primario, que no escribió ningún libro, y sin embargo, es considerado, por algunos exagerados notables, de sabio, y por otros, de genio, aunque debe 183

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Cuentos de Enrique Fernández, Juan Carlos La Madrid, Andrés Selpa y Alfredo Carlino.

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Page 1: El prestilinguador, Un poeta guapo, Trompadas a la vida y El petiso gigante

ENRIQUE FERNANDEZ

EL PRKSTILINGUADOR

“Si tuviera que empezar de nuevo, e leg iría ... futbo­lista, sí, y después, m m m ..., violín, o tal vez piano. ¿Lecturas?: Shakespeare, Nietzsche, Huxley", dice JEn- rique Fernández, el prestilinguador, en un café. Y el cronista piensa que se impone hacerle una nota, pero no se atreve; primero, porque es amigo, pero sobre todo, porque admite que el tem a lo supera, y no es camelo. Y se lo dice. "Sin embargo, pienso que po­drías escribir sobre mí perfectamente, claro que para vos sería un desafío", dice, y es un digno ególatra, o mejor: tiene un obvio derecho a no pecar de modesto, disfraz que suelen adoptar muchos vanidosos, pero sin sentido. "Soy algo que tal vez te puede exceder . . y uno entonces lo interrum pe, aunque sabe que al pres­tilinguador no le gusta eso, si siempre afirma: "Tengo ta palabra yo y las demás son interrupciones". No obs­tante, se lo detiene igual, se utiliza su misma tram pa, es decir, se le aprieta levemente el brazo, para decirle: ‘Pero vos, Enrique, siempre citás la ejem plar sentencia de los griegos: ‘Huye de lo que te excede' ". Y el prestilinguador acepta, aunque no le gusta verbalmente perder en ninguna paradoja, y uno entonces decide no huir, y asum ir el desafío de explicarlo, tal vez la m ejor manera de entender a este cincuentón "sensitivo y rela­tivamente inteligente”, que como no pudo ser un guapo de revólver es un "guapo ideológico”. Un autodidacto —"librepensador, francotirador"— que ni siquiera ter­minó el colegio prim ario, que no escribió ningún libro, y sin embargo, es considerado, por algunos exagerados notables, de sabio, y por otros, de genio, aunque debe

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tam bién haber por ahí algún precipitado que sostenga que el prestilinguador es sencillamente un gran char­latán. Como le dijeron la o tra noche: "Vos utilizás cien palabras para decir lo que puede decirse en diez”. Y Fernández le respondió: "Yo no tengo la culpa de que vos sólo m anejés diez palabras”.

Vive solo, en un viejo departam ento con patio, por Barracas; su cabellera ya es módica, y no camina muy erguido. No tiene una estam pa privilegiada, es el ú lti­mo y tardío hijo de un m atrim onio gallego —"el viejo era sastre”— que se afincó a principios de siglo en Avellaneda, por Pobladora, La Mosca, Valentín Alsina. Su infancia es acaso el único tem a que prefiere no tra tar; contemos sólo que sus padres y sus cinco her­manos han m uerto, que jugó de 8 en los potreros para Corazones Unidos y que, gracias a su herm ana, "que tra ía libros de una biblioteca”, empezó a leer. Y que, desde entonces, detuvo la lectura solamente para salir a debatir, para ir a la oficina, o salir a "ato rran tear” por los cafés de Buenos Aires.

Tolstoi, Bakunin, Ingenieros; Nicolai, Rocker y Freud, la historia total y la ciencia, la antropología y la física, la literatura o el deporte. Enrique Fernández —digá­moslo, por fin— es cultura que camina, que vibra y se ofrece como un pan, como una mano. Y su pasión por la palabra hablada no sabe si "deriva de un traum a o de una herencia española”. "Cuando hablo siento como que estoy dando un concierto, y tra to de que mi pensa­miento sea riguroso, lógico y sólido.”

Un Sócrates porteño, que hizo un "gran arte de un arte m enor”, y no acude sólo a debates sobre Bergman, Kierkegaard, literatu ra latinoam ericana o el Edipo; si pasa, por ejemplo, por Florida, a esa hora incierta en que los porteños se detienen a discutir, tal vez frente a alguna pizarra, puede que se quede dos horas, y que le haga ganar tiempo a mucha gente. "No recuerdo haber perdido ninguna discusión, aunque yo no com­pito, pero estoy invicto”, sabe decir, y uno le retruca que es medio tram poso, que sabe caer bien, seducir con sus razonamientos plenos de sabiduría y mucho arrabal. "Yo no soy invencible: las cosas que leí sí

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que lo son”, aclara. "Siempre tuve ham bre de conoci­mientos, y no puedo aceptar que alguien sepa más que yo. Ahora quiero profundizar astrofísica.”

Lo respetan y consultan ensayistas, directores de tea­tro, teóricos, los novelistas con él se sirven con cucha­ra. "Los adjetivos me dieron fama, como a Napoleón la artillería." Divaga, es algo disperso, pero tiene ra­zón; sus palabras llevan una gran carga de musicali­dad, el concierto existe, por eso siempre sus interlocu- tores aprecian el paseo por la época de Talleyrand y Fouchet, de Diderot, del helenismo, el surrealismo, y hasta la anécdota de cuando jugó de half derecho - -"una tram pa, con el nombre de otro"—, para El Por­venir.

¿Por qué nunca escribiste un libro, Enrique?-Porque la cultura está llena de libros, sobran. Por­

que la cultura libresca ya no sirve, hay que arrancarla Je los estantes de las bibliotecas, y entregársela a la gente, com partirla. Pero sabés una cosa, si yo supiera que puedo escribir un gran libro, no lo dudaría, son las contradicciones del prestilinguador —y ríe; su risa tam bién es musical.

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JUAN CARLOS LA MADRID

UN POETA GUAPO

"Aunque yo esté ciego te puedo llevar a pasear por Buenos Aires, te m uestro todo’’, dice el poeta Juan Car­los La M adrid, en su "escritorio" de El Águila, refugio tanguero de la "Via Sadaic”, Lavalle entre Paraná y Montevideo. "¿Y sabés por qué, pibe? Porque a Bue­nos Aires la tengo acá", agrega, y m uestra la palm a de su mano, rugosa y ancha. Esa mano supo arrancar los versos más bellos del asfalto, y tuvo independencia; le­vantó m últiples copas del vino más inspirado, se brindó abiertam ente a los amigos, acarició quizá con tierna ferocidad; esa mano, sobre todo, pegó, no olvidemos en ningún m omento que estam os hablando de un guapo. "Ojo, pibe, yo nunca fui un matón, fui guapo, física­m ente valiente. Porque sí, se nace guapo.”

Para "la gilada", La M adrid nació, oficialmente, en 1910, pero en realidad nació en 1908, en Flores; es decir, tiene 71 años, y no, como miente, 69. “Es que hubo un e n tre v e ro ..." dice, “no lo cuentes, y me tuvieron que hacer aparecer como menor", y baja, aún más, el tono de voz. "Hubo dos m uertes, yo estaba ahí metido y . . . ”. Y difícilmente tal vez La M adrid perdone esta delación; ya pasaron cincuenta años, él era un "guapo de los ra­dicales”, se encargaba de que nadie que no fuese radical em itiera sus promesas en "la Quinta de Fierro”. O sea Flores, donde aprendió a pelear, en la calle o en el ring, y "a prepotentear a los guapos de los conserva­dores que Borges nunca conoció". Después del "entre­vero", m ientras la historia rigurosam ente se apuraba, "Botana me mandó al Sur, en tanto aquí me arreglaban los papeles".

A los 18 abandonó el box, conoció a Justo Suárez, a Landini. Después hizo periodismo en Crítica, fue "sin

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grupos un pata de Roberto Arlt, que rem aba en policia­les las notas sensacionalistas. Te tiro una con él que lo p inta de cuerpo entero. Fuimos a una reunión de deca­dentes, de esos tauras que todavía la juegan de cultos, ratas con guita pero sin talento. Roberto fum aba y tiraba las cenizas en la alfombra, pitaba y al piso, viste. Se le aceró una gila llena de trapos lujosos y le repro­chó, Roberto le dijo: ‘pero dígame una cosa, ¿usted se cree que yo tengo tiempo como ustedes para andar pensando en alfom bras?’ No tenemos nada que hacer aquí, Juan Carlos, me dijo, y nos fuimos”.

Aparte, con pudor viril, el inmenso guardaespaldas de Botana escribía versos. "Imagínate, estaban Nalé Roxlo, Tuñón, Portogalo. Una vez Pablo Palant me llevó a lo de Yunque, que preparaba una antología de poesía social. Me dio vergüenza cuando Pablo le dijo: ‘este muchacho es poeta’. Yunque me puso en la anto­logía, 'Mensaje' se llamaba mi poema.” Después, el poeta guapo siguió publicando, con el seudónimo de Simón Contreras. "Es que había conseguido un buen laburo, y un gomia me alertó: ‘si aquí se enteran de que sos poe­ta, vas muerto, te rajan '. Elegí ese nom bre porque mi vieja se llamaba Simona Contreras.” E ntre los dos —Contreras y La Madrid—, publicaron El adiós y las horas, El ademán purpúreo quince años después, Y corro tras la muerte por tu vida, y por último, en 1958, Hombre sumado, que obtuvo el Premio Municipal, el Nacional, y hasta la faja más o menos honorable de la SADE. "Creo que hay que saber m orirse a tiempo, yo nunca podré superar Hombre sumado”, dice, y uno le insinúa que el guapo, por prim era vez, se achicó preci­samente con el desafío de la poesía. “Es posible”, acep­ta, como convenciéndose de que algunas paradas no se copan con los puños.

Y tam bién están sus tangos, son 56. "Yo soy un tan­go, tango fue todo lo que me rodeó, mi infancia y ado­lescencia y juventud transcurrieron casualmente con la edad de oro del género, del diez al cuarenta.” Con m ú­sica de Piazzolla, se recordará Fugitiva, Rosario, y les dio letra además a Cobián, De Caro, Gobbi, Argentino Galván, Claussi, Salussi, Batteotti, Mederos. "No, yo

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no sé escribir letras de tango; escribí poemas, que les pusieron m úsica es diferente. Como Mandràgora, Mag­nolia azul, Los visitantes de la nada.”

La ceguera data de la década anterior, el prim er indicio ocurrió en la Pojta de Yatasto, Jujuy. "Estaba con Ricardo Molinari, iba a leer y de pronto se me desaparecieron las palabras. 'No puedo leer, Ricardo’, le dije. Me prestó los anteojos, leí; después en Buenos Aires me traté, se equivocaron, tenía glaucoma avanza­do. En el 66 no vi más, me vine abajo, ya no quería saber nada con la vida. Vendí mis bienes —y por orden de im portancia, enum era:— la biblioteca, la pinacote­ca, la discoteca, un departam ento en Billinghurst y Güemes.”

Que se recuperó, no hace más de cinco años. "Poné que fue gracias a la barra de Saavedra, y no a los amigos que el oro me produjo, dice, ponelo al Cholo López, al Nene López, Alberto Ros, el Cholo Melgarejo. Por favor hablá menos de mí y nóm bralos a ellos; me pagaban el hotel, me llevaban y traían, Alfredo Luque hasta me hizo la jubilación."

Ahora, el viejo "ciego de guerra,” vive solo, en un hotel de M itre al 1800, "celda 208”. En su “escritorio" de El Águila vende billetes de lotería, cuchillos, zapa­tos, camisas im portadas de Taiwàn; atiende a los ami­gos, se jac ta de ser “el poeta escruchante”, "el último caudillo de Lavalle”, "el Al Capone del tango”. Puede vérselo con su bastón blanco, siem pre grandote, más ancho, "achanchado”, pero prepotente igual: "Yo tengo amigos y enemigos, el que no los tiene es una m ala persona. Y esto está lleno de mediocres, pibe, que para caminar, te tienen que pisar a vos ¿No viste cómo me afanan? Todos ahora quieren haber sido como La Ma­drid, ahora cualquier ratón dice que fue asaltante, boxeador, guapo, yrigoyenista. Dentro de poco estos giles que viven de oído me van a plagiar la ceguera también. ¡Yo nunca me parecí a nadie!; siempre fui yo!, natural, ¡La Madrid!", afirm a, como si aún estuvie­ra en la Quinta de Fierro, y un conservador pretendiera coparle la esquina.

"¡La M adrid!” repite el guapo, y sus ojos vanos que

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divagan buscan "el bulto oscuro" de su interlocutor, quien lo entiende y define como fruto real de esta ciu­dad, en la que solapadamente desfilan tantas cáscaras. Al despedirlo, se le da la mano, es la m ejor m anera de tomar, prestado, a Buenos Aires, por un segundo in­tenso, conmovedor, exclusivo.

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ANDRÉS SELPA

TROMPADAS A LA VIDA

Verano, M ar del Plata, 1976, último peldaño de la desesperación de Andrés Selpa. Un revólver en su ma­no, frente al espejo, otra vez la oscura hipótesis del suicidio. Viejo lobo de ring, cacique del escándalo, teó­rico del desprecio y de la necesidad, depósito de fuer­za, estratego del hambre y de la gloria, sabio en el relajo de la humillación, del sabor ególatra de la revan­cha. Se dijo: “Estás regalado, convertido en una ‘cosa’, te quedaste sin tus hijos, tus m ujeres, tus amigos". Desnudo, destrozado, una presión leve en el gatillo y el juego podría finalizar; sintió un frío pérfido, no tenía valor, estaba —a pesar de todo— demasiado apegado a la vida. Se dijo: "0 te m atás, o dejás la droga”.

Largó la cocaína, para siempre. "Ahora ni siquiera tomo alcohol." Su quinta esposa, "María del Carmen fue la que hizo el nuevo Selpa", ese cordial fotógrafo que conserva huellas del boxeador solo en la cara, y en sus infinitos recuerdos; ese abuelo de 47 años que acude, diariam ente, al colegio, al Nacional N? 3, en Liniers, que cursa el prim er año y ya no piensa dejar los libros hasta convertirse en el doctor Selpa, abogado, una m eta en el nuevo ring del estudio. "Yo tenía ganas de estudiar, pero me daba vergüenza, fue mi esposa la que me incentivó."

Nació en Bragado, su padre "fue un Dios”, su familia era pobrísima. "Iba a la escuela para comer, porque había comedor escolar, pero tres meses antes de ter­m inar las clases, lo sacaban, entonces yo tenía que dejar. Con decirte que a los 14 años estaba en tercer grado." A los 5, ya era todo un boyerito, "cuidaba siete

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vacas, a la orilla de la vía, me entretenía cazando víboras con un alam bre". Fue lustrabotas, "carpidor de veredas", canillita. En su libro —porque Selpa con­cluyó un libro, autobiográfico, peligrosamente sincero, Sin prejuicios, inédito— el capítulo inicial se titula "Mi despertar". "Cumplía 5 años, cazaba pajaritos con unos amigos, y gorriones entre unas acacias, estaba en cue­ros. De pronto siento que me llama mi hermano. 'Ne­gro, a comer.' Me asombré, porque era un aconteci­miento comer. Ese día, porque era mi cumpleaños, pude tom ar dos platos de sopa."

Después, claro, el agresivo vigor de su naturaleza lo hizo boxeador. "Creeme que duele mucho más el ham ­bre que un par de trom padas, ¿qué me hacía poner la cara?” Y comenzó la "turbulen ta” trayectoria, el prim er viaje a Buenos Aires, con la seguridad de triun­far, "traía un paquetito por equipaje". Y pronto las fanfarronadas, y, más que el prestigio, la fama, la locu­ra, el despilfarro y el excentricismo. "Hice 220 peleas, viví una infancia de veinte años, jugaba con todo; cuando terminé, me di cuenta que no le había pegado a nadie. Le había pegado a la vida, a la sociedad."

Las petulantes declaraciones, el pelo platinado, el reparto de volantes por Florida, con dos fotógrafos detrás; en los papelitos se leía: "¿Quiere ver m orir a Rivero?, vaya al Luna Park”, firmado: "Andrés Selpa”. Y fortunas en el carrousel de la ruleta, manos de amigos rigurosam ente mercenarios en su ancha espal­da de campeón, argentino y sudamericano, medio pesa­do. "Yo, por ejemplo, estaba en esta confitería”, cuen­ta, en el Tortoni, "y todos tenían que saber que estaba yo. Le daba unos pesos al mozo y le pedía que me lla­m ara en voz alta: ‘Señor Selpa, teléfono'. Y me levan­taba. Si me gustaba una m ujer, me sentaba en su mesa, si yo era Andrés Selpa, el mundo tenía que sa berlo”, dice, y ahora, en el '79, sin adornar a ningún mozo, algunos parroquianos lo m iran, lo saludan, pero este Selpa es un ser diferente, definitivamente cambia­do por el rigor de la cultura. "Es que box e ignorancia son sinónimos, y conste que yo no soy ningún renegado del boxeo, que al contrario, adoro a los boxeadores, son

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mis hermanos. Pero el boxeador no se puede cultivar, porque, si se cultiva, ya no es, deja de ser boxeador. Contá a ver cuántos campeones argentinos tienen, no te digo secundario, sino el sexto grado. ¿Por qué te creés que en Europa casi no salen campeones?, porque es bajo el índice de analfabetización.”

La fortaleza del Cacique se m antiene intacta, aun­que en vez de guantes calce, ahora, una cám ara foto­gráfica; camina erguido, la gloria y los papelones no le pesan. Y claro que es emocionante evocar el año 1965, cuando nadie daba un gajo de esperanzas por él. "Te­nía 35 años y ningún peso, me había venido abajo, le prom etí a mi hijito que sería, o tra vez, campeón argen­tino, título que tenía Miguel Ángel Páez. Llamé a Pathenay a Mar del Plata, le dije estoy fundido, necesi­to pelear con Páez por unos mangos, cualquier cosa me tiro a la lona enseguida. A todo esto, me entrenaba como nunca, como loco. Antes, en un gimnasio, había hecho guantes con Páez, fui a menos a propósito, para que me subestim ara. Cuando Pathenay le dijo lo de la pelea a Páez, éste agarró viaje en seguida, se habrá dicho ¡a este viejito lo mato! Se hizo la pelea y le gané, era campeón de nuevo, cumplí la prom esa al pibe. Y en el 66 le gané a Rubén Alves de Oliveira, recuperé el título sudamericano."

Y era una lástim a que estuviera tan cerca del final, se fue a pelear con Box Foster, era la antesala para aspirar al cetro mundial. "¡Y cómo me dio!, si yo no le había hecho nada." Y se recordará entonces la última, del 68 con Páez, cuando Selpa el suicida de 36 años bajó los brazos, los llevó atrás, "yo me quería m orir, ya no quería m ás”. Y para term inar con el boxeo, supone: "Si yo lo tenía a Tito Lectoure al lado, me acostaba a dorm ir con el título m undial”.

Tienta a escribir o tro libro, pero ya lo escribió él. "Y quiero que sea ejem plarizador, porque ya superé todo es que puedo hablar”, dice, y a uno le cuesta ima­ginarlo en el aula del colegio, en turno diurno, acompa­ñado por chicos de 13 años, o en la fila. “Me gusta geo­grafía, historia y descubrí el castellano, no tenía idea de que se pudiera conjugar tanto una palabra, qué bar­

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baridad." Por último, se le pregunta si justam ente él, que le escapó tanto al entrenam iento, asiste a las clases de educación física. "No, estoy eximido”, responde, y es mucha historia la que sonríe, la que seguirá m aña­na, a eso de las diez, llevará a su h ijita Carla, de diez meses, a ham acarla en la placita de Versalles, sí, la vida de cualquier opaco desgraciado puede term inar siendo una plaza serena, luminosa.

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ALFREDO CARLINO

EL PETISO GIGANTE

Volvió, aunque no se había ido a ninguna parte; es decir, como confirm arían los sofisticados, "volvió a ser él”. Ültimamente podía vérselo algo desdibujado, como una lam parita cuando hay poca electricidad, estaba in­concebiblemente quieto, cualquiera que lo haya visto dos meses atrás puede certificarlo; parecía un león deprimido, y era tan fácil y raro captarle aquella tris­teza intensa que le crecía, quién sabe, desde el mismo sitio misterioso donde le ¿rece la energía, la fe, su ter­nura avasallante y su loca, auténtica vitalidad.

Hablamos de quien puede ser el m ejor amigo, el gran petiso Alfredo Carlino, un poeta, un personaje acaso decididamente irreal; tanto, que hay quienes se incli­nan por sostener que debe tra tarse de una m etáfora que respira, de una alucinación grata, de un tiro al aire que disparó cualquier ser sobrenatural —un m atrim o­nio de calabreses—, por Boedo, hace ya como 46 años. Sin embargo, no im porta que Carlino sea poeta, ni tampoco im porta saber qué cosa inadmisible represen­ta, inmerso de prepo en un ambiente más o menos cul­tural, que seguramente hasta ni lo entiende. Porque el petiso es mucho más que un convocador de versos, él es definitivamente un artista , de breve cuerpo entero, cuando ríe violentamente y cuando condena, cuando brom ea y cuando confiesa, cuando proclama, con su divina m iniatura, la persistencia en Buenos Aires de una raza de personajes que se empecina en no desapa­recer, en dar rienda suelta a una bohemia, a una sabi­duría noctám bula que, a pesar de todo, nunca se des­truirá.

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"Sí, andaba caído, perdido, pero ya me recuperé”, dice, el petiso desopilante, que en sólo una semana ideó e instaló un "centro de la porteñidad, un lugar para reunirm e con los amigos, leer poemas, comuni­carnos, escuchar algunos tangos que cualquiera puede cantar". Eso de cualquiera, el cronista debió creerlo la prim era noche de jueves que fue al viejísimo estaño de Carlos Calvo y Perú; comprendió que Carlino es el único tipo que puede hacer cantar tangos hasta a los psicoanalistas y, para colmo, hacerlos cantar bien.

"Hace como veinte años que venía parando en el Ramos, y me dio bronca ir la o tra noche y encontrarlo cerrado, pero para siempre. Porque, aunque lo refor­men, nunca será el mismo lugar, es otro pedazo de his­toria que también se m urió de confitería, de discutible modernismo. Y me dije, ¿adonde me van a encontrar ahora mis amigos?, esos con los que nunca me cito. ¿Adónde voy a ir a encontrar a tantos locos entraña­bles que encontraba en esa esquina?, tan testigo, donde estuve con Centcya, con Gobbi, con Mabel.”

A veces, en esa esquina de Corrientes y Montevideo, el petiso se paraba y se ponía a repartir su corazón, como si se tra ta ra de volantes o invitaciones a cono­cerlo, a com partir con él un rato, alguna palabra. Y el que no lo saludaba era, una de dos, porque le tenía bronca o porque no conocía el espíritu de esa calle. “Y me dio bronca que cerrara el Ramos, si había esta­do la noche anterior y el gallego no me lo dijo. ¿Qué se creyó? ¿que era el dueño acaso?, el Ramos era patrim o­nio de la ciudad, de mis amigos. Entonces me armé mi lugar, lo enrosqué al dueño y le hice com prar un piano de cuatrocientos palos. . . "

Este petiso tan lleno de fantasía, publicó cuatro libros. El cuaderno de Mabel, Ciudad del Tango, Chau Gatica, y Buenos Aires tiempo Gobbi. Y tiene la egolatría más simpática, él es un "gran poeta”, fue "un gran periodista", "un gran boxeador, 'pelié' dos veces con Selpa. . . " , y un “gran bailarín, el cuerpo en­cuentra su propio lenguaje por sí m ism o”. Y por si no bastara, su hijo Ariel "va a ser un gran actor, ya está trabajando en El príncipe idiota, con Inda Ledes-

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ma, andá a verlo", y su hija Sandra "toca el fagot como los ángeles". Pero es, ante todo, un gran amigo, y eso quien escribe, m ejor que nadie, puede certificarlo, y convertir estas palabras en la nota m ás subjetiva que produjo.

Aunque debiera depender de la Dirección de Parques Nacionales o de la Dirección de M antenimiento de Es­tatuas, el petiso Carlino labura. Y su oficio es cierta­m ente insólito, como él; sabido es que en Buenos Aires existen cientos de individuos que viven del psicoaná­lisis, pero tal vez Carlino es el único tipo que vive de los psicoanalistas. Tiene una editorial portátil, anda siempre con dos o tres bolsos colmados de edipos y científicos traum as; se dedica a su rtir de libros a "esos mecánicos”, y prácticam ente no queda ya en Buenos Aires psicoanalista que no lo adm ire ni aprecie, si hasta formó con ellos un "Centro de estudios del tango". "Es que ellos se la pasan cuestionando a todo el mundo; yo me la paso cuestionándolos a ellos. Es divertidísimo.”

Desde que las noches de jueves lee sus poemas, entre empanadas, bandoneones y vino, el petiso volvió a ser el viejo volcán pequeño, el vibrador de siempre; vol­vieron a caérsele los poemas arrugados de sus bolsillos, los más desordenados de la ciudad. Y ya amenaza con leerlos en cualquier parte; cualquier mesa enton­ces ya puede llenarse de palomas y serpientes deliran­tes, de sentimientos y de patios. Pero por suerte hasta recuperó su voz, es decir, por fin consiguió dominarla y vencer aquella desobediente asm a que lo perturbaba. A propósito, una noche, en el desaparecido San Martín, o acaso en el Moderno, Carlino lo castigaba con versos al cronista, y, de repente, se le había esfumado la voz, pero él seguía leyendo igual. "Carlino, no te escucho..." Y él im perturbable con sus incorporaciones, sueños, estaños inaudibles, hasta que uno no soportó más el silencio y lo detuvo casi con desesperación, "Petiso, por favor, no te escucho nada." Y justam ente le volvió la voz traviesa, para responder: "Y a mí qué me im­porta, si yo gozo igual. . . " .

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