el partido de la libertad - friedrich august von hayek

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1 EL PARTIDO DE LA LIBERTAD Por Friedrich A. Hayek Archivado en: -MUNDO LIBRE — December 13, 2009 @ 11:35 am “El partidario de la libertad no puede menos de sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a adoptar una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares, los intereses creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los errores y los abusos no resultan menos dañinos por el hecho de ser antiguos y tradicionales”. * * * * * * En las luchas del siglo XIX para conseguir gobiernos constitucionales, el movimiento liberal y el democrático fueron a menudo indistinguibles. Pero, con el transcurso del tiempo, se hicieron cada vez más evidentes las consecuencias del hecho de que ambas doctrinas estaban ligadas -en última instancia- a problemáticas muy distintas. El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno y, en particular, por la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central es el de quién debe dirigir el gobierno. RELACIÓN Y CONFLICTO ENTRE LIBERALISMO Y DEMOCRACIA El liberalismo reclama que todo poder -y por lo tanto también el de la mayoría- esté sometido a ciertos límites. La democracia llega, en cambio, a considerar la opinión de la mayoría como el único límite a los poderes del gobierno. La diversidad entre ambos principios se patentiza si se piensa en los respectivos opuestos: para la democracia, el gobierno autoritario; para el liberalismo, el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye necesariamente el opuesto del otro: una democracia puede muy bien ejercer un poder totalitario, y en el límite es concebible que un gobierno autoritario actúe según principios liberales.

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El partido de la Libertad - Friedrich August von Hayek

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Page 1: El partido de la Libertad - Friedrich August von Hayek

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EL PARTIDO DE LA LIBERTAD

Por Friedrich A. Hayek

Archivado en: -MUNDO LIBRE — December 13, 2009 @ 11:35 am

“El partidario de la libertad no puede menos de sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a adoptar una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares, los intereses creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los errores y los abusos no resultan menos dañinos por el hecho de ser antiguos y tradicionales”.

* * * * * *

En las luchas del siglo XIX para conseguir gobiernos constitucionales, el movimiento liberal y el democrático fueron a menudo indistinguibles. Pero, con el transcurso del tiempo, se hicieron cada vez más evidentes las consecuencias del hecho de que ambas doctrinas estaban ligadas -en última instancia- a problemáticas muy distintas. El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno y, en particular, por la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central es el de quién debe dirigir el gobierno.

RELACIÓN Y CONFLICTO ENTRE LIBERALISMO Y DEMOCRACIA

El liberalismo reclama que todo poder -y por lo tanto también el de la mayoría- esté sometido a ciertos límites. La democracia llega, en cambio, a considerar la opinión de la mayoría como el único límite a los poderes del gobierno. La diversidad entre ambos principios se patentiza si se piensa en los respectivos opuestos: para la democracia, el gobierno autoritario; para el liberalismo, el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye necesariamente el opuesto del otro: una democracia puede muy bien ejercer un poder totalitario, y en el límite es concebible que un gobierno autoritario actúe según principios liberales.

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El liberalismo es, pues, incompatible con una democracia ilimitada, igual que es incompatible con cualquier otra forma de gobierno de carácter absoluto. Por tanto, es cierto que si la aplicación coherente de los principios liberales conduce a la democracia, es cierto también que la democracia se mantendrá como liberal únicamente si la mayoría se abstiene de emplear su propio poder para atribuir a quienes la apoyan ventajas particulares que no pueden traducirse en normas generales y por lo tanto válidas para todos los ciudadanos.

No es, pues, improbable que el abandono del liberalismo por parte de la democracia conduzca, a la larga, a la desaparición de la democracia misma. En particular, caben pocas dudas de que el tipo de economía dirigida desde el centro, hacia la que parece orientarse la democracia, exige, para ser gestionado con eficacia, un gobierno dotado de poderes autoritarios.

La limitación -requerida por los principios liberales- de los poderes del gobierno a la imposición de normas generales de mera conducta, sólo se refiere a los poderes coactivos. Es claro que el gobierno, con los medios financieros de que dispone, puede prestar un gran número de servicios que no implican coacción alguna (a excepción de la necesaria para recaudar estos medios a través de los impuestos). Prescindiendo de algunas posturas extremas del movimiento liberal, nadie ha negado jamás la conveniencia de que el gobierno asuma tales funciones.

No hay duda de que son muchos los “servicios públicos” que, aun siendo altamente deseables, no pueden ser prestados por el mecanismo del mercado, ya que, en caso de ofrecerse, tienen que redundar en beneficio de todos y no sólo de quienes están dispuestos a pagarlos. Desde las funciones elementales de protección contra la criminalidad o de profilaxis de las enfermedades infecciosas (y en general de los servicios sanitarios) hasta la vasta gama de los problemas planteados especialmente por las grandes aglomeraciones urbanas, los servicios en cuestión sólo pueden prestarse si los medios para costearlos se obtienen mediante impuestos.

El liberal seguirá, según la propia tradición, prefiriendo que tales servicios sean gestionados, en la medida de lo posible, por autoridades locales en lugar de por las centrales y, correlativamente, que los fondos pertinentes se recauden mediante impuestos locales.

¿POR QUÉ NO SOY CONSERVADOR?

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En un solo aspecto puede decirse con justicia que el liberal se sitúa en una posición intermedia entre socialistas y conservadores. En efecto, rechaza tanto el torpe racionalismo del socialista, que quisiera rehacer todas las instituciones sociales a tenor de ciertas normas dictadas por sus personales juicios, como del misticismo en que con tanta facilidad cae el conservador.

El liberal se aproxima al conservador en cuanto desconfía de la razón, pues reconoce que existen incógnitas aún sin desentrañar; incluso duda a veces que sea rigurosamente cierto y exacto todo aquello que se suele estimar definitivamente resuelto, y, desde luego, le consta que jamás el hombre llegará a la omnisciencia.

El liberal, por otra parte, no deja de recurrir a instituciones o usos útiles y convenientes aunque no hayan sido objeto de organización consciente. Difiere del conservador precisamente en este su modo franco y objetivo de enfrentarse con la humana ignorancia y reconoce lo poco que sabemos, rechazando todo argumento de autoridad y toda explicación de índole sobrenatural, cuando la razón se muestra incapaz de resolver determinada cuestión.

A veces puede parecernos demasiado escéptico -“El espíritu de la libertad es aquel que duda que se halle en posesión de la verdad”-, pero la verdad es que se requiere un cierto grado de escepticismo para mantener incólume ese espíritu tolerante típicamente liberal que permite a cada uno buscar su propia felicidad por los cauces que estima más fecundos.

De cuanto antecede, en modo alguno se sigue que el liberal haya de ser ateo. Antes al contrario, y a diferencia del racionalismo de la Revolución francesa, el verdadero liberalismo no tiene pleito con la religión, siendo muy de lamentar la postura furibundamente antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica por quienes se denominaban liberales.

Que tal actitud es esencialmente antiliberal lo demuestra el que los fundadores de la doctrina, los viejos whigs ingleses, fueron en su mayoría gente muy devota. Lo que en esta materia distingue al liberal del conservador es que, por profundas que puedan ser sus creencias, aquél jamás pretende imponerlas coactivamente a los demás. Lo espiritual y lo temporal son para él esferas claramente separadas que nunca deben confundirse.

Lo dicho hasta aquí basta para evidenciar por qué no me considero conservador.

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¿QUÉ NOMBRE DARÍAMOS AL PARTIDO DE LA LIBERTAD?

Muchos, sin embargo, estimarán dificultoso el calificar de liberal mi postura, dado el significado que se atribuye hoy generalmente al término /…/ Si por liberalismo entendemos lo que entendía aquel historiador inglés que en 1.827 definía la revolución de 1.688 como “el triunfo de esos principios hoy en día denominados liberales o constitucionales”; si se atreviera uno, con Lord Acton, a saludar a Burke, Macaulay o Gladstone como los tres grandes apóstoles del liberalismo, o, con Harold Laski, a decir que Tocqueville y Lord Acton fueron “los auténticos liberales del siglo XIX”, sería para mí motivo del máximo orgullo el adjudicarme tan esclarecido apelativo. Me siento inclinado a llamar verdadero liberalismo a las doctrinas que los citados autores defendieron.

La verdad, sin embargo, es que quienes, en el continente europeo, se denominaron liberales propugnaron en su mayoría teorías a las que estos autores habrían mostrado su más airada oposición, impulsados más por imponer al mundo un cierto patrón político preconcebido que por el de permitir el libre desenvolvimiento de los individuos.

En consecuencia, debemos reconocer que actualmente ninguno de los movimientos y partidos políticos calificados de liberales puede considerarse liberal en el sentido en que yo he venido empleando el vocablo. Por resultar imposible, de hecho, en los Estados Unidos, servirse del vocablo en el sentido que yo lo empleo, últimamente se está recurriendo al uso del término “libertario”. Tal vez sea ésa una solución; a mí, de todas suertes, me resulta palabra muy poco atractiva. Me parece demasiado artificiosa y rebuscada.

En muchas partes de Europa, los conservadores han aceptado ya gran parte del credo colectivista. En efecto, las ideas socialistas han dominado la escena política europea durante tanto tiempo, que muchas instituciones de indudable signo colectivista son ya por todos aceptadas, siendo incluso motivo de orgullo para aquellos partidos “conservadores” que las implantaron.

En estas circunstancias el partidario de la libertad no puede menos de sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a adoptar una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares, los intereses creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los errores y los abusos no resultan menos dañinos por el hecho de ser antiguos y tradicionales.

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ES PRECISO BUSCAR EL APOYO DE LAS MENTES PROGRESISTAS

En política conviene proceder con cautela, no debiendo el estadista actuar en tanto la opinión pública no esté debidamente preparada y dispuesta a seguirle; ahora bien, lo que aquél jamás hará es aceptar determinada situación simplemente porque la opinión pública la respalde.

En este nuestro mundo actual, donde de nuevo, como en los albores del siglo XIX, la gran tarea estriba en suprimir todos esos obstáculos e impedimentos, arbitrados por la insensatez humana, que coartan y frenan el espontáneo desarrollo, es preciso buscar el apoyo de las mentes “progresistas”; es decir, de aquellos que, aun cuando posiblemente estén hoy moviéndose en una dirección equivocada, desean no obstante enjuiciar de modo objetivo lo existente, en orden a modificar todo lo que sea necesario.

Creo que a nadie habré confundido por utilizar en varias ocasiones el término “partido” cuando me refería a la agrupación de quienes defienden cierto conjunto de normas morales y científicas. No he querido, desde luego, asociarme con ninguno de los partidos políticos existentes. Dejo en manos de ese “hábil y sinuoso animal, vulgarmente denominado estadista o político, que sabe siempre acomodar sus actos a la situación del momento” (A. Smith, Riqueza de las naciones) el problema de cómo incorporar a un programa que resulte atractivo a las masas el ideario que en el presente libro he querido exponer hilvanando retazos de una tradición ya casi perdida.

Dudo mucho, por ello, que ningún auténtico investigador político pueda jamás ser conservador. La filosofía conservadora puede ser útil en la práctica, pero no nos brinda ninguna norma que nos indique hacia dónde, a la larga, debemos orientar nuestras acciones.

* * * FRIEDRICH A. HAYEK, Principios de un orden social liberal. Unión Editorial, 2001. [FD, 04/02/2007]