el niño de la bola

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  • EL NIO DE LA BOLA.

  • Esta obra es propiedad del autor, quien se reserva todos sus derechos, incluso el de publicara traducida otro diorr en los Estados que tienen tratados literarios con Espaa.

    Quedan hechos los depsitos que marca la Ley.

    33 042*11

  • E L N I O

    DE LA BOLA N O V E L A

    P O R

    D. PEDRO A. DE ALARCON

    S E G U N D A EDICIN.

    M A D R I D I M P R E N T A C E N T R A L C A R G O D E V C T O R S A 7

    C A L L E D E L A C O L E G I A T A , N M . 6

    i 8 8 o

  • LIBRO PRIMERO.

    EN LO A L T O DE LA SIERRA.

    I.

    SINFONA.

    Entre la vetusta Ciudad, cabeza de Obispado, en que ocurrieron los famosos lances de El Som-brero de tres picos, y la insigne Capital de aquella estacionaria Provincia, donde hay todava muchos moros vestidos de cristianos, lzase, como muralla divisoria de sus respectivos horizontes, un formi-dable contrafuerte de la Sierra ms erguida y ele-gante de toda Espaa.

    Cerca de diez leguas dz espesor (las mismas que la Capital y la Ciudad distan entre s) tiene por la base aquel enorme estribo de la gran cordillera,

  • mientras que su altura, graduada por termine medio, ser de seis siete mil pies sobre el nivel del mar. Subir tal elevacin por retorcidas cuestas, y descender de all luego por otras cues-tas no menos retorcidas, es la tarea comn de cuantos van vienen de una otra comarca; cosa que slo podia hacerse, la fecha en que principia nuestra relacin, por un mal camino de herradura, convertido poco , despus en un mucho peor ca-mino carretero.

    Ahora bien, amigos lectoras: el primer 'cuadro del drama romntico de chaqueta y rigurosamente histrico (aunque no poltico) que voy contaros (tal y como aconteci, y yo lo presenci, entre la extincin de los Frailes y la creacin dla Guardia Civi l , entre (el suicidio de Larra y la muerte de Espronceda, entre el Abrazo de Vergara y el Pro-nunciamiento del General Espartero; en 1840, para decirlo de una vez), tuvo por escenario la cum-bre de esa'montaa, el promedio de ese camino, el trnsito del uno al otro horizonte; punto crtico y neutro, que dista cinco leguas de la Ciudad y otras cinco de la Capital, y en que, por ende, suelen en-contrarse al medioda y decirse la pa^ de Dios, caballerosl. los viandantes que salieron al ama-necer de cada una de ambas poblaciones.

    Es aquel un paraje rudo, spero y rediegoso,

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    sin historia, nombre ni dueo, guardado por es-quivos gigantes de pizarra, dcnde la Naturaleza, virgen y tosca como sali de las manos del Criador, vive pobremente, pero sin muchos cuidados, en-tregada la dulce rutina de sus invariables que-haceres.Tan rida y escabrosa es aquella regin, que nadie ha entrado nunca en codicia de disputar los animales silvestres- el pacfico, inmemorial disfrute de las escasas hierbas y atroces mator-rales que festonean sus riscos ; por lo que, ni siquiera' hoy, despus de la desamortizacin y venta de todo lo criado, figura tal arrabal del Pla-_ neta en el catastro de la riqueza pblica. Sin embargo, no vivan completamente sus anchas, en la poca de que .va hecha mencin, los incivi-les y sueltos moradores de aquella majestuosa soledad; pues, amn de las importunidades ordina-rias que ciertas horas les ha acarreado siempre la vecindad del sendero humano, solia acontecer por entonces con demasiada frecuencia, qiie ladrones en cuadrilla, nc en cuadrilla, armados de ter-ribles trabucos, acechaban all los viajeros inofen-sivos, y aun la misma Justicia del Estado, como en lugar muy propsito, por lo estratgico, para librar batalla las leyes sociales.

    E l dia de que tratamos (sbado, 5 de Abril), sera ya la una de la tarde, y aun no se haba divisado

  • alma viviente en aquel pavoroso recinto, cerrado la vista por las ondulaciones de las montaas su-balternas. Hallbanse, pues, solos y gustossimos los pjaros, las bestiecillas montaraces y los repti-les insectos que lo habitan; todos ellos doble-mente regocijados y juguetones la sazn, con motivo de haberse dignado subir aquellas alturas, pasar unos dias en su compaa, la hermosa y galante Primavera...

    All estaba, s, la prdiga deidad, y bien se co-noca donde quier el mgico influjo de sus gracias y donosura. En todas partes habia flores: en las sola-nas, en las umbras, entre las peas, en los mismos liqenes de las rocas, hasta en el tortuoso sendero frecuentado por el hombre, y en las cruces y lpi-das conmemorativas de brbaros asesinatos... Respirbase un aire cargado de aromas deleitosos. Los pajarillos se decan sus amores con breves y agudos pos, que turbaban, hacan ms notable y solemne, el hondo silencio del resto de la Crea-cin... Tambin se perciban de vez en cuando le-ves murmullos de arroyuelos que pugnaban por abrirse paso entre importunas guijas; pero muy luego cesaba el rumor, por haber hallado el agua ms cmoda ruta... Pintadas mariposas revolaban de ac para all, no menos lindas que las flores en que libaban, y ms libres que ellas; mientras que

  • L I B R O i . E N L O A L T O D E L A S I E R R A . 9

    tmidas alimaas y recelosas aves codiciadas por los cazadores retozaban descuidadamente, aun en el odiado camino de herradura.., Todo, todo era paz, y amor y delectacin en la tierra y en el am-biente!... El mismo cielo sonreia, como un padre satisfecho de la ventura de sus hijos... Dijrase que el mundo acababa de ser criado... La infatiga-ble Naturaleza pareca una doncella de quince abriles.

    De pronto, todos los animales se avisparon y echaron correr volar, apartndose del camino, y una nube de polvo empa la transparencia de la atmsfera hacia la parte de la Capital...

    Era que vena el Hombre. Y , pues que el Hombre, el rey de la Creacin,

    sola pasar por all dando el mal ejemplo de temer sus prjimos, nada tuvo de particular ni de ofen-sivo que los humildes irracionales se apresurasen, como todos los das, evitar su real presencia.

  • 1 0 E L N I O D E L A B O L A .

    IL

    NUESTRO H R O E .

    Aquella nube de polvo traa en su seno un ar-rogante jinete, seguido de un arriero pi y de "tres soberbias muas cargadas de equipaje.

    E l caballero, juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado aspecto de las tales cargas, pa-reca juntamente un feriante, un contrabandista y un indiano. Tambin hubiera sido fcil suponerlo un capitn de bandidos de primera clase, que re-gresara su guarida con el rico botin de alguna afortunada empresa.

    Erase un joven como de veintisiete aos; fino y elegante, aunque vesta de chaqueta (traje usado entonces en Andaluca por personas muy princi-pales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habria podido servir de modelo para la famosa es-tatua del Gladiador combatiente. La mencionada chaqueta, as como el chaleco1 y el pantaln ( ms bien calzn de montar) que llevaba, eran de punto azul muy ceido al cuerpo, y conclua por abajo su equipo en unos botines polainas de gamuza

  • L I B R O I . E N L J A L T O D E L A S I E R R A . I I

    gris, con sendas espuelas de plata labrada, dignas stas de un Capitn General. Gruesos botones de muletilla, tambin de plata, orlaban hasta cerca del codo las boca-mangas de la chaqueta y servan de botonadura al chaleco. Un pauelo negro de crespn, anudado la marinera, le servia de cor-bata, y negro era asimismo el rico ceidor de seda china que ajustaba modo de faja su esbelta cin-tura. En los puos y cuello de la camisa luca cos-tosos brillantes; pero ninguno de tanto valor como el que radiaba en el dedo meique de su mano iz-quierda. Finalmente, el sombrero (que en aquel momento se acababa de quitar) era de finsima paja de color de caf, ancho de alas y muy alto y puntiagudo, como los usan muchas gentes de Amrica y de las Dos Sicilias, cuya forma se da en Granada el pintoresco nombre de sombrero de catite.

    Tan singular personaje ( quien sentaba perfec-tamente aquel raro atavo semi-andaluz, semi-extico) llamaba la atencin, ms que por todo lo dicho, por la varonil hermosura de su cara. Que sta habra sido de extraordinaria blancura, indi-cbalo an aquella parte de su despejada y altiva frente que el sombrero solia proteger; pero, en lo dems, habala quemado el sol por tal extremo, que su palidez marmrea habia adquirido un tinte

  • 1 3 E L N I O D E L A B O L A .

    como de oro mate, cuyo tono igual y sosegado no careca de hechizo. Eran negros y muy rasgados y grandes sus africanos ojos, medio dormidos la sombra de largas pestaas; mas, cuando sbita-mente los abria del todo, e.vcitado por cualquier idea caso repentino, salia de ellos tanta luz, tanto fuego, tanta energa vital, que su mirada no poda soportarse. Esta mirada reuna un mismo tiempo la temible majestad de la del len, la fijeza de la del guila y la inocencia de la del nio; slo que era ms triste que la del ltimo, y ms tierna en ocasiones que la de los citados reyes de las selvas y de los aires.Su abundante cabello, negro tam-bin y muy cortado por detras, orlaba amplia-mente la parte superior de la cabeza, semejando una rizada pluma tendida del lado izquierdo al de-recho; lo cual daba mayor realce aquella fogosa fisonoma. Completaban su peregrina belleza un perfil intachable, sirio ms bien que griego, una boca escultural, clsica, napolenica, tan audaz como reflexiva, y, sobre todo, una barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel de las nobles y celebradas barbas rabes y he-breas. En resumen, y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos que, por su esti'o oriental, por su selvtica melancola, por su atltica complexin, por la viril hermosura del

  • semblante y por la grandeza de ama que resplan-deca en sus ardientes ojos, cualquier aficionado estudios artsticos hubiera comparado nuestro hroe (prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos que lo rodeaban) al terrible San Juan Bautista cuando regres del Desierto la edad de 29 aos.

    Montaba el joven que tan minuciosamente he-mos descrito un soberbio potro cordobs, negro como la endrina, enjaezado con silla la espaola, sobre cuyo arzn iba sujeto un angosto maletn de baqueta y sobre cuya grupa ostentaba vivos y mltiples colores una manta mejicana de gran m-rito, , mejor dicho, lo que all se denomina un sarape.Armas... no llevaba en su persona ni en su cabalgadura; pero, hablando en verdad, de uno de los tres bagajes mencionados pendan juntas cuatro excelentes escopetas (dos de ellas con todos los honores de espingardas) que podan sacar de apuros cualquier valiente... + Digamos algo del arriero.Su pantaln largo, de tela veraniega; la chaquetilla de lienzo blanco que llevaba al hombro, lo hsar; su faja encar-nada, casi siempre desceida y arrastrando; su sombrero calas tirado atrs, y su fisonoma mo-vible y falsa como la de un comediante, denotaban al individuo de baja estofa del litoral malagueo;

  • r_( E L N I O D E L A B O L A .

    nacido en la playa, al aire libre; criado sin casa ni hogar; educado por los truhanes ms listos del viejo y corrompido Mediterrneo, y capaz de todo lo malo y de todo lo bueno que pueda hacer un hombre, salvo decir la verdad dos veces seguidas rehusar una copa de aguardiente.

    Por ltimo: las cargas de las tres muas se com-ponan de cofres, maletas, arcas antiguas, cajones esterados, cestas y cuvanos de diversos tamaos y hechuras, y otra infinidad de lios de raras mate-rias y formas. Recios manojos de largusimos bam-bes y de enormes y vistosas plumas empenacha-ban adems gallardamente cada uno de estos ba-gajes; y, en fin, sobre el altsimo tmulo y copete: del mayor de ellos, vease una gran jaula de hoja de lata, dentro de la cual se consumia de nostalgia el ms corpulento y verde loro que haya atravesado nunca el Ocano Atlntico.Indudablemente, el apuesto joven, la persona quien hubiese robado. (suponiendo que nos las hayamos con un bandido), acababa de llegar de Amrica... 0

    Nada podemos asegurar todava sobre estas co-sas. El mismo arriero las ignoraba la sazn, se-gn que dijo despus, jurndolo por un puado de cruces. Lo nico que en tal punto y hora saba era que, el martes de aquella semana, lo habia buscado un fondista de Mlaga para que condujese aquel

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    voluminoso equipaje la Ciudad de que va hecha referencia: que el presunto indiano, feriante, con-trabandista salteador de caminos, llevaba ya en-tonces seis ocho dias de llamar la atencin de los malagueos por su bizarro porte y raro y lujoso traje: que el magnfico potro en que ahora viajaba era muy conocido y envidiado en aquella pobla-cin, como de la propiedad del Marqus de *'*, al cual podia muy bien habrselo comprado el foras-tero: que ste haba vivido all en la mejor fonda, dndose muy buen trato; pero sin que nadie hu-biese ido visitarle: que en el libro del Estableci-miento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de Manuel Vcnegas, y que .D. Manuel le decian efectivamente el amo y los mozos, por ms que luego se guiaran, como dudando de que tal per-sona pudiese llamarse de un modo tan cristiano; y, en fin, que durante las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie habia dado mues-tras de conocer al misterioso joven, el cual era por otra parte de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar ciertas preguntas, que el arriero no habia podido sacar de l ms luz que muchos y buenos cigarros todas horas, mucho arroz con pollos en las posadas, y muchos vasos de vino de aguardiente en cuantas ventas ventor-rillos les salan al encuentro, cosas tanto ms de

  • agradecer, cuanto que el generoso donador no fu-maba, ni bebia, ni apenas probaba bocado...

    Rstanos hacer una advertencia; y es que, como el cruce de los viajeros procedentes de la Capital y de la Ciudad nd solia verificarse (segn ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban aquellas alturas de la Sierra, nuestro joven y su especie de espolique no haban tropezado todava con nadie el referido sbado; bien que ya comenzasen oir lo lejos el montono cencerreo de una recua, y al-gn que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen las bestias encoger el rabo y salir al trote...

    III.

    H A B L A E L CORO.

    No tard en aparecer al opuesto confn del redu-cido paisaje la tribu de jumentos anunciada por tan claros rumores, sobre la cual iban procesional-mente todos los pasajeros que aquel dia habian tenido precisin de encaminarse de la Ciudad la Capital; dado que entonces era sabia costumbre no hacer este viaje sino formando grandes caravanas,

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    en evitacin de tropiezos con la partida de ladro-nes del Tuerto B, del Chato X , del Manco H, de cualquier otro lisiado por la mano de Dios, que siempre fueron los cabecillas ms clebres y temidos. Y , aun as, el encuentro solia tener lugar, con derrota segura de los confederados via-jeros.

    Marchaba esta vez al frente de la comitiva una pareja de aceiteros del Reino de Jan, escoltada por muchos burros de vaco, sobre cuyas albardas yacian exnimes los desocupados pellejos. Venian luego otros cuatro asnos de la misma recua, con-vertidos en cabalgaduras de dos mujeres de fiso-noma, edad y clase medianas y de dos hombres por el mismo estilo, uno de ellos con gorra de cuartel, en que brillaba la modesta insignia del Subteniente de ejrcito, y el otro con medias ne-gras de lana y todo el corte de sacristn de meri-torio del oficio.Seguian unos cuantos mozalvetes (estudiantes, sin duda, que regresaban la Univer-sidad despus de las vacaciones de Semana-Santa), los cuales andaban pi por su gusto y para enre-dar ms, pues all tenian de sobra caballeras en que subirse; y cerraba la procesin el jefe de los aceiteros, cuya amplia faja debia de contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, dado que montaba una mulila muy vivaracha,

  • l8 E L N I O D E L A B O L A .

    cmo para volver grupas y ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno.Las dos seoras (que bien merecan este dictado por su gravedad olmpica) iban en sendas jamugas, con sus correspondientes almohadas de cama y la indispensable colcha de percal (para mayor deco-ro): el subteniente, que era grueso, habia tenido que sentarse mujeriegas en el ancho y tosco apa-rejo de esparto, por miedo de abrirse hasta la cintura yendo horcajadas; y el sacristn, en vir-tud de igual temor, aunque era de menos car-nes, habia optado por montar un borrico en pelo, del cual ya se habia cado dos tres veces.

    Debemos apresurarnos advertir que ninguno de estos vulgarsimos personajes tiene nada que ver con el presente drama, por ms que figuren en ' l un momento, como parte de la masa de gente annima que los trgicos griegos llamaron Coro y que todava manotea y canta en nuestras peras y zarzuelas. Fjese, pues, el lector en lo que esos coristas hablen, sin parar mientes en sus in-significantes personas, y se ahorrar muchos que-braderos de cabeza.

    Ya estn ah!exclam el sacristn, tirndose al suelo, voluntariamente esta vez, al distinguir la nube de polvo en que vena envuelto nuestro pro-tagonista.

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    Quin dice ustedque viene, hombre de Dios?; pregunt el militar.

    Los ladrones! No los est usted viendo? No sabe usted que este es el sitio clsico de los robos?

    Ladrones, doa Paz! Oh ventura!... No se lo dije usted?grit alegremente uno de los estu-diantes, acercndose la menos fea de las dos mu-jeres y ponindose bailar delante de su burro.

    Ladrones!Jess me valga!Ave Mara Pu-rsima!San Antonio bendito!Qu va ser de m!Pues, y de m?Capitn... no nos aban-done usted!...chillaron alternativamente las dos hembras.

    Nolloris, oh viudas! oh divinidades de barbe-cho! oh Didos abandonadas por dos crueles difun-tos en lo ms florido y hasta granado de vuestra mayor edad! (aadi otro estudiante.)Vosotras, que tanto jugis en esta batalla, pedid Dios lo que mejor os convenga!En cuanto m, soy tan desdichado, que ningn bien ni mal pueden ha-cerme los ladrones!.

    Mano las escopetas!decia entretanto el subteniente con voz de mando, dirigindose los aceiteros, que eran los nicos que llevaban tales armas.

    Oh.., no! Ms vale rendirse!... (gimi el sa-

  • 2 0 E L N I O D E L A B O L A .

    cristan.) La resistencia equivale una muerte se-gura...No es verdad, seoras?

    Detngase usted, comandante... (gritronlas dos viudas:) Detngase usted, y sea lo que Dios quiera!

    Seoras... No hay cuidado!... (pronunciuno de los aceiteros con cierta sorna.) Cuando salgan los ladrones, yo dar la voz de rompan-filas.

    Pues qu gente es aquella?pregunt el as-cendido subteniente.

    All no viene ms... (replic el trajinante) que un caballero, mejor montado que' nosotros, en compaa de un mozo pi...Me parece que la partida no es para asustarse tanto!

    Pues saben ustedes lo que digo? (exclam otro escolar, mirando de soslayo al guerrero de profesin.) Que aquel caballero andante es ms valiente que todos nosotros juntos, supuesto que viaja menos acompaado!

    Oiga usted, joven! (respondi el subteniente, que era cataln.) Si yo no vengo solo, no es por-que necesite el auxilio de botarates como usted...

    Jess, qu hombres! (clam doa Paz, atrave-sando su burro entre ambos contendientes.) Siem-pre va una con ellos con el alma en un hilo!

    No tiemble usted, doa Pacecita! (dijo el estudiante insultado, abrazndose las robustas

  • L I B R O I . E N L O A L T O D E L A S I E R R A . 2 F

    piernas de la jamona.) Que yo, por evitar usted undisgusto, soy capaz de los mayores sacrificios de amor propio...Y qu gorda est usted, y qu rica!...

    Insolente! (grit la viuda, arreando su bestia, para librarse del escolar.) Si viviera mi Luis, no me veria en estos lances!...Esprese usted, doa Antonia...Ay qu nios! qu nios!...

    A todo esto, el hombre caballo se vena en-cima, y pronto se hall distancia de ser exami-nado minuciosamente por la gente de la recua; con lo cual dio punto la centsima cuestin que llevaban armada aquel dia los imberbes, empecata-dos estudiantes.

    Buen mozo es el viajero!dijo doa Paz doa Antonia.

    Demasiado!murmur sta, que se habia puesto muy amarilla, y se restregaba los ojos cmo no dando crdito alo que veia...

    Hermoso caballo!exclamaba por su parte el militar.

    Lo que trae ese hombre (observ un estu-diante) es una vestimenta y un sombrero de todos los demonios. Parece un hngaro de los que van la Ciudad remendar calderas!

    Silencio, imprudente! (repuso el militar:) No ve usted que lo va oir?

  • 2 2 E L N I O D E L A B O L A .

    En efecto: el gallardo joven pasaba ya por en medio de la comitiva, la cual salud gravemente, llevndose la mano al sombrero y sin articular pa-labra.

    Buenas tardes!. . .Alapaz de Dios!...Va-yan ustedes con Dios!...contestaron expresiva-mente los de la Ciudad, como muy agradecidos que aquel encuentro no les hubiese costado caro.

    Salud, Caballeros! Vayan ustedes con la Vir-gen!respondi el arriero de Mlaga, quien, por lo visto, habia pasado tambin algn miedo.

    Entretanto, nuestro buen sacristn habia parado su burro, y estaba con la boca abierta viendo ale-jarse al hombre misterioso...

    Por ltimo, se santigu, meti los talones su cabalgadura y se incorpor la caravana, lleno de espanto.

    Doa Paz.. . doa Paz.. . (dijo entonces;) No ha conocido usted ese?

    Yo no... Pero doa Antonia debe de haberlo conocido, y de resultas se ha puesto medio mala... Quin es?

    Es el Nio de la Bola! Jess! (exclam doa Paz:) Qu est usted

    diciendo? Lo que usted oye.. .

  • L I B R O I . EN" L O A L T O D E L A S I E R R A . 2S

    S. . . s... tiene usted razn...Pero qu cam-biado est!

    Y quin es el Nio de la Bola? (pregunt el subteniente:) Algn bandido?

    No, seor... Es algo peor que eso... ;Es el de-monio en persona, aunque se haya criado en la Iglesia!...

    Expliqese, buen amigo... Midan ustedes sus palabras... (interrumpi

    doa Paz:) Doa Antonia nos est oyendo, y don Bernardino sabe que es tia segunda de la que... En fin el seor me entiende!...A m no me gusta meterme en asuntos ajenos...

    El Nio de la Bola (prosigui diciendo el sa-cristn) es el hombre ms valiente y ms atroz que Dios ha criado...Una fiera, seor! Una fiera, en toda la extensin de la palabra!

    Pero voto va deu! (insisti el militar:) Qu fe-rocidades ha hecho ese hombre? Y , sobre todo, cmo se le permite que ande suelto por el mundo?

    Le dir usted...Todos creamos que habia muerto...Hace ocho aos que se march las Indias, y yo no s de dnde sale ahora...Buen jaleo se va mover en la Ciudad en cuanto lle-gue!...Muchsimo me alegro de no encontrarme all estos dias!

    Pero seor Cura! seor... vamos... lo que

  • 24 E L N I O D E L A B 0 T. A .

    usted se denomine!., (replic el subteniente:) acabe de reventar! En qu se le ha conocido hasta ahora ese hombre que sea una fiera? Ha matado? Ha robado? Ha pegado fuego alguna ciudad?

    No, seor... No ha hecho nada de eso; pero es porque no ha querido...Tiene las fuerzas de un Samson! Bstele usted saber que l fu quien mat al oso que tantos estragos hacia en toda esta Sierra en tiempos del Rey Absoluto!...

    Pues si mat al oso, dio muestras de ser un hombre de bien... (repuso el cataln.) Por qu compararlo entonces con el diablo?

    No niego yo que sea hombre de bien...Lo que yo niego es que sea hombre!... Digo bien, doa Paz?Y cuenta que yo lo conozco como nadie, y hasta le he tenido cierto cario; pues fui sacristn de la Parroquia que le sirvi de madre en su ni-ez...Pero conozco que es un len, un tigre... una bestia feroz...Y, si no, que se lo pregunten la Doloros'a, , mejor dicho, a l a familia de sta! Pobre Soledad! Buenos ratos le aguardan ahora! ;La mujer ms bonita del mundo!...

    D. Bernardino, cllese usted por los clavos de Cristo! (interrumpi de nuevo la viuda:) Doa Antonia es tia de Soledad, y nos est oyendo, ms muerta que viva!...Venga usted ayudarme distraerla y consolarla, y despus, cuando pasemos

  • L I B R O I . E N L O A L T O D E L A S I E R R A . 25

    del Ventorrillo, donde ya se acaba todo miedo de ladrones, os adelantaremos un poco y charlare-mos cuafitb ustedes gusten.Oh, ya ver usted, seor teniente!... D. Bernardino tiene razn! En la Ciudad van suceder cosas tremendas con mo-tivo de la vuelta de este monstruo!...Siento no estar all para presenciarlas!Porque figrese us-ted que el Nio de la Bola..., sea Manuel Vene-gas, que tal es su verdadero nombre (pues su pa-dre fu un caballero muy principal, aunque muy raro, descendiente, segn dicen, de prncipes mo-ros, cuya picara sangre se le conoce bien este chico en medio de sus buenos sentimientos), se empe en casarse.,., quiero decir, se enamor perdidamente...

    .Seora, cllese usted por Mara Santsima! (interrumpi su vez D. Bernardino:) Doa Anto-nia no hace ms que mirarnos, y la pobre est que da lstima verla...

    Dice usted bien. . .Voy acompaarla... Luego se lo contar yo usted todo, mi subte-niente!...Entretanto, Sr. D. Bernardino,vngase mi lado, no sea que vaya usted aprovechar la ocasin para destriparme el cuento...Esprese usted, Antoita!Arre, Pin!

    No creemos que el lector tenga empeo alguno

  • 26 E L N I O D E L A B O L A .

    en oir de labios de doa Paz la historia de los pri-meros veinte aos del Nio de la Bola, relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de darnos elocuente muestra... Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referen-cia todos los datos que posea el pblico, despus de lo cual correremos en seguimiento de nuestro hroe, fin de acompaarlo en el remate de su jornada y llegar con l la famosa ciudad que fu su cuna, donde iba desenlazarse el perpetuo drama de su vida...

    Conque digamos adis al subteniente, al sacris-tn, las viudas, los estudiantes y los aceite-ros, de ninguno de los cuales hemos de volver tener noticias... hasta que nos los encontremos el Dia del Juicio en el famoso Valle de Josaphat.

  • LIBRO II.

    A N T E C E D E N T E S .

    I.

    L A MOSCA Y L A A R A A .

    El memorable ano de 1808 viva en la Ciudad cierto cumplido caballero, hurfano, clibe, y de unos cinco lustros de edad, llamado D. Rodrigo Venegas, que se jactaba de proceder de aquel Re-duan del mismo apellido, prncipe moro con vetas de cristiano, cuyo nacimiento se debi, segn ya sabris, al dramtico enlace de un vastago de la casa seorial de Luque con l.i hermossima Prin-cesa Cetimerien, descendiente del Profeta *Ma-homa...

    Como quiera que fuese, nuestro D. Rodrigo ha-bia heredado de sus padres mucha hacienda y un

  • 28 E L N I O D E L A B O L A .

    viejsimo y destartalado casern, con honores de palacio, en cuya fachada se vean los ambiguos es-cudos de armas de tan esclarecida familia, prego-nando antiguas hazaas que ya no iban teniendo imitadores en tierra espaola...; y, por resultas de todo ello, el buen hijodalgo, hombre de entero co-razn y encumbradas ideas, se consuma en aquel decaido y sedentario pueblo, no sabiendo qu ha-cerse de sus rentas ni de su sangre, ansiosas de correr en empeos nobles y generosos.

    Imaginaos, pues, el efecto que le producira la sbita explosin de la Guerra de la Independencia. Espaol al fin, aunque en realidad descendiese de espaoles no bautizados, empu seguidamente las armas contra el francs; empero, como no era hom-bre de contentarse con hacer lo que cualquiera otro, lleg en su patriotismo hasta equipar, armar y mantener sus expensas, durante cuatro aos, una Partida de voluntarios de caballera, al frente de los cuales se cubri de gloria en muchas y muy clebres batallas. Consecuencia de tan relevante conducta fu que, cuando, despus de la victoria de los Arapiles y entrada de nuestros Ejrcitos en Madrid, D. Rodrigo regres la Ciudad, curarse su quinta herida, y sin haber querido admitir re-compensa alguna del Gobierno de la Nacin, en-contrse vacos sus graneros, muertos sus ganados,

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    sus tierras sin arar desde 1809, y talados arranca-dos de cuajo sus olivares y vias por los vengativos soldados de Sebastiani.Ni paraban aqu los me-noscabos de su hacienda: hallse tambin entram-pado en la respetable suma de cuatro mil duros con el ms rico y feroz usurero de la Ciudad ( quien habia tenido que ir pidiendo dinero desde Bailen, desde Ocaa y desde Talavera, para sostener la benemrita Partida), y en nada menos que otros diez mil duros que importaban los rditos, y los r-ditos de los rditos, de aquella cantidad, segn la socorrida cuenta del inters compuesto...

    Todo lo llev con paciencia, y hasta con alegra y orgullo, el magnnimo D. Rodrigo, como habia llevado los dos balazos y las tres cuchilladas que recibiera en defensa del suelo patrio; pero no se conformaron del propio modo algunas personas de suposicin, amigas suyas y conocidas del presta-mista, las cuales, por oficiosidad espontnea, pi-dieron ste que rebajase algo de tan crecidos r-ditos en atencin al noble destino que el bizarro Venegas habia dado al capital.

    Era el prestamista uno de aquellos hombres sin entraas que yo no s para qu quieren vivir ni ser ricos: no hubo, pues, manera humana de hacerle bajar un maraved de tan exorbitante usura, ni de que comprendiese cuan merecedor era D. Rodrigo

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    de especialsimas consideraciones.El interpelado (que se llamaba D. Elias, y quien el vulgo lla-maba Caifas) contest que l no entenda de pa-tria, sino de nmeros , y que no reclamaba ni un ochavo ms de lo que le debia el gastoso caballero, segn documentos que conservaba como oro eri pao; sin que valiera decir que, al firmarlos, no habia graduado su deudor cunto ascenderan, caso de morosidad, los intereses de los rditos ca-dos; pues todo aquello era el a b c de los negocios comerciales...Resultado: que D. Rodrigo Vene-gas tuvo que renovar por diez aos los pagars de dichos cuatro mil duros, con aquella acumulacin de diez mil (total, catorce), y con la de otros seis mil que nadie ms que D. Elias se atrevi pres-tarle para repoblar olivares y vias (total, veinte), y con la de otros cinco mil, por rditos de los veinte en el primer ao (total, veinticinco)... Veinti-cinco mil duros justos y cabales, cuando, en efec-tividad, slo habia percibido diez mil!

    Mucho se afan el hijodalgo, desde I 8 I 3 hasta 1823, por ver si podia ir amortizando esta deuda pagar cuando menos sus rditos anuales, en evi-tacin de nuevos estragos del inters compuesto; y, la verdad sea dicha, algunos aos logr ahorrar de sus rentas diez doce mil reales, que entreg religiosamente al usurero (aunque ste nada le re-

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    clamaba nunca); pero al ao siguiente no le paga-ban l sus labradores le pagaban una miseria, por causa de esterilidad, pedrisco, langosta cual-quiera otra plaga, muchas veces fingida, y , en lu-gar de dar dinero su acreedor, tena D. Rodrigo que pedirle nuevas cantidades para ir saliendo hasta la nueva cosecha; todo ello bajo condiciones adecuadas la gravedad y urgencia de cada apuro; esto es, ms onerosas y aflictivas cuanto ms apre-miante y angustioso era el caso...

    Lo nico que ni por soacin intent Venegas en todo aquel tiempo fu trabajar, comerciar, crear industrias, montar fbricas, ingenirselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por s mismo...; y ay de l, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino hubiese tomado!Dgolo, por-que semejantes oficios trapcheos (textual) eran entonces, y han seguido siendo hasta hace pocos aos, tareas impropias de caballeros andaluces, nacidos, lo que se veia, para recordar pasendose las glorias y trabajos de sus mayores, para gastar alegremente y muy de prisa todo lo que stos agenciaron, y morirse luego de hambre en el l-timo rincn de la ya subastada casa solariega, sin ms testigos de su agona que tal cual antiqu-simo, desvencijado mueble, de esos que hoy buscan peso de oro los magnates de nuevo cuo, y que

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    en aquella poca desdeaban hasta los defraudados usureros.

    Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera aplicacin nuestro D. Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble y grande habia hecho en este mundo), que todava ayer de ma-ana, como suele decirse, eran forasteros, proce-dentes de Santander, de Galicia, de Catalua de la Rioja, todos les dignos comerciantes indus-triales de las poblaciones de Andaluca, inclusas las Capitales y las aldeas.El mismo viejo usurero quien llamaban Caifas en la Ciudad referida (como dando entender que quien entraba media vez en su casa, podia estar seguro de ser crucifi-cado), era natural de la Rioja, y habia ido all vender, por cuenta ajena, paos de Ezcaray y de Pradoluengo, componindoselas con tal arte, que los dos aos abra, por cuenta propia, un gran almacn de toda clase de gneros; los cuatro, se le adjudicaban fincas de caballeros malos-pagado-res; los seis, edificaba una hermosa casa, aislada como un castillo, y traspasaba el almacn otro riojano, para dedicarse l por completo la usura, y los veinte era dueo de la mitad de las tierras ganadas los moros por los llamados primeros po-bladores de la Ciudad y repartidas stos por los Reyes Catlicos.

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    Volviendo D. Rodrigo (lo cual no es apartar-nos mucho de'D. Elias, en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que, durante los diez aos trans-curridos desde que volvi de la guerra hasta aquel en que vencan sus ruinosas obligaciones usura-rias, habase casado, por caridad ms que por amor, con una hurfana de familia muy distin-guida, pero muy pobre; .habia tenido en ella un hijo; habia enviudado poco despus, cuando ya era amor la compasin que le movi casarse; y, en uno y en otro estado, por consejo de su prudente esposa, habia ido desprendindose de su antiguo lujo, ora vendiendo caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos la mayor estrechez compatible con el decoro de su clase,entre la cual, como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender nadie), era ms querido y respetado segn que se iba quedando ms pobre...

    En equivalencia, la aversin general que siem-pre habia inspirado D. Elias (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno), convertida en odio y escndalo cuando reclam D. Ro-drigo los diez mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecucin, por el presentimiento que se tena de que aquella deuda inextinguible,

    3

  • especie de cncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba punto, de tragarse, si ya no se habia tragado, todo el pinge caudal de los Venegas.Vivia, pues, encerrado en su casa el rico avariento, sin atreverse salir ni aun misa, por miedo los desaires de toda clase de. personas, y .especialmente los insultos de la gente soez y de los chicos, que le decan Caifas en su propia cara; y pasbase all meses y meses, detestando y gruendo la buena mujer, antigua criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de perlas y de brillantes una preciosa hija (ya de ocho aos) que habia tenido la vejez, y la cual adoraba con sus cinco sentidos y tres poten-cia, sea con lo que en otros hombres se llama alma.

    As las cosas, y cuando de la ltima liquidacin resultaba que D. Rodrigo era en deber D. Elias (no exageramos: podis echar la cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no haca ms que calcular que todos sus cortijos, vias y olivares, y el mismo antiguo case-ron, vendidos en pblica subasta, y bien pagados, no produciran ni con mucho aquella cantidad; cuando, sufrido y animoso como siempre, y atento al porvenir de su hi jo , pensaba ( la edad de

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    cuarenta y un anos!) en pedir una charreterra de alfrez, por cuenta de sus servicios en la Guerra de la Independencia, y lanzarse pelear contra aquellos otros franceses que la sazn profanaban el suelo de la Patria, acontenci que un dia ama-neci ardiendo por los cuatro costados la solitar a casa del usurero.

    Trabajo le cost ste escapar de las llamas, llevando en brazos su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le hu-biera sido posible poner antes en salvo ni muebles, ni ropas, ni alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles que representaban sus grandes crditos contra D. Rodrigo y otras varias personas...Y lo peor del lance era que aquel incendio no poda considerarse casual, ni lo pareci nadie; que, sin embargo, el pueblo entero lo veia con mucho gusto con glacial indi-ferencia; que los gremios de albailes y carpinteros (all no ha habido nunca bomberos ni bombas) hacan muy poco por tratar de apagarlo, pesar de las excitaciones de la Autoridad, y que el ira-cundo D. Elias, refugiado en casa del Alcalde, pro-clamaba gritos que todo aquello era obra de sus poderosos deudores, para que se quemaran los re-cibos y vales de lo que le debian...

    Tan graves sucesos y ^acusadoras especies des-

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    pertaron aquella maana de su tranquilo sueo al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos qu sin encomendarse Dios ni al diablo; pero s que dejndose llevar ms de sus generosos arranques que de miedo la vil calumnia, corri la casa in-cendiada; areng algunos albailes; metise entre el humo y el fuego; trep al piso principal por una escalera de mano; lleg al despacho de D. Elias, que era una de las habitaciones ms amenazadas; penetr en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le haban ayudado derribar la puerta; cogi una papelera antigua, donde muchas veces habia visto al usurero meter vales y recibos, Y la arroj por la ventana la calle...Poco des-pus, salia tambin Venegas de aquel volcan, en-tre los aplausos de la multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas...No se dej, em-pero, curar, sino que inmediatamente registr la papelera, que se habia hecho pedazos al caer; apo-derse de todos los documentos suyos que conte-n a , y encaminse con ellos casa del Alcalde, adonde lleg casi ya sin aliento...

    Tome usted, Sr. D. Elias... (dijo su abomina-ble acreedor,que se habia espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba matar-losTome usted... Aqu estn todos mis vales y

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    II .

    FINIQUITO.

    No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinar fcilmente, el profundsimo dolor, mez-clado de admiracin y entusiasmo, que produjo er toda la Ciudad y pueblos limtrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnfico entierro que le costearon sus iguales, dado que en l hubiese algo que costear, que no lo hubo, Dios gracias, pues hasta la msica de la Capilla de la Catedral asisti de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las Parroquias concurrieron gratis y espontneamente compartir con la del difunto el sealado honor de dar tierra y descanso aque-llos gloriossimos restos...Diremos tan slo, para que se vea hasta dnde lleg el delirio pblico,

    recibos...Puede usted disponer de mi caudal... Y , pronunciadas estas palabras, cay redondo

    en tierra, con la terrible convulsin llamada t-tanos.

    Pocas horas despus era cadver.

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    que la tarde de la fnebre ceremonia ( la cual no asisti el usurero) no le cabia nadie duda de que el mismo Caifas, en premio de la sublime accin de D. Rodrigo, se contentara con reintegrarse de los diez doce mil duros que efectivamente le ha-bia prestado y con una ganancia regular y mdica, dejando el resto de los bienes para el pobre hur-fano, de edad de diez aos, que se quedaba solo en el mundo, sin ms amparo que la misericordia de los buenos...

    Pronto salieron de su error aquellos ilusos. Don Elias no aguard siquiera que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho sea entre nos-otros, habia perdido nicamente el valor del edifi-cio y seis ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija y en un poco dinero contante y sonante), sino que, el mismo dia del entierro del caballero, present al juzgado los vales y recibos de ste, reclamando la totalidad del adeudo, sea tres millones de reales en nmeros redondos.

    Gran repugnancia cost al Juez declarar legtima aquella peticin; pero el usurero tena tan bien atados los cabos, y el noble deudor se habia dejado ligar tan estrechamente, que fu indispensable sa-car pblica subasta todos los bienes del caba-l lero . . . Ni faltaron entonces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas, buenos prop-

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    sitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en que se reconoci por unanimidad, la conveniencia de presentarse la licitacin, y.pujar.las fincas hasta las nubes, cargando en mancomn con el perjuicio que resultare; todo ello fin de reunir decorosamente un pedazo de pan al hijo de Vene-gas...Mas ya se sabe lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablse tanto, que del hablar resultaron querellas personales entre los presuntos bienhe-chores, sobre quie'n estaba dispuesto hacer ms sacrificios, y sbrelos mviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedi cierta vez en un caso an-logo, y sobre las ideas y actos polticos de D. Ro-drigo en aquella tormentosa poca; y , con esto, hubo tales disgustos, que se retrajeron de asistir las juntas muchas personas que tambin deban grandes cantidades Caifas, y pasaron dias, y lleg el marcado por los edictos, y, como aquellos seores no haban llegado un acuerdo, la subasta result desierta.Rematronse, pues, favor del prestamista, por ministerio de la Ley y con gran sentimiento del pblico, las vias, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles, las ropas y hasta la espada del benemrito patricio, en la cantidad de cien mil y pico de duros...

    Pierdo un milln! (dijo el terrible anciano, al firmar la diligencia de remate.) Pero qu reme-

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    dio!... Los bienes del maniroto y despilfarrado.Ve -negas no valen ni un ochavo ms...

    No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!... (le respondi severamente una per-sona de la curia.) Verdad es que, en cambio, y segn espera todo el mundo, regalar usted una buena cantidad al inocente hurfano; se har cargo de su educacin; cuidar de su porvenir...

    Yo?Cuidar?Qu est usted diciendo?-Harto hago en cuidar mi hija!Por lo que toca regalos de buenas cantidades, ya los harn el dia del juicio los admiradores del difunto hroe!Es muy fcil recetar por cuenta ajena!

    Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna...

    A su edad la pedia yo tambin... replic el usurero, volviendo la espalda.

    La indignacin general contra D. Elias lleg al ltimo lmite segn que fueron sabindose todos estos pormenores, y gracias que el astuto riojano, cuya casa habia quedado reducida cenizas, con-tinuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser as, lo hubiera pasado muy mal. Sin embargo, como en el mundo no hay nada ms valiente que un usu-rero apoyado en la Ley (de donde todos los judos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifas no era cobarde de

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    nacimiento, sino prudente conservador de sus mi-llones y del infinito placer de aumentarlos, resolvi mudarse inmediatamente al casern solariego de los Venegas, que ya le perteneca; y , para ello, dispuso hacer en l una poca obra, reducida for-tificarlo bien y proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas.

    Algo se habl tambin con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no traba-jar en los reparos de aquella venerable mansin; pero D. Elias, que lo supo, anunci que pagara los jornales con algn aumento, en atencin la ca-resta del pan; por cuyo sencillo medio hall de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llova cntaros y en que no andaba por la ciudad persona humana...

    Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respir con satisfaccin, como quien no pensaba volver salir la calle en otros cuatro cinco aos, y dijo su mujer:

    Maana mismo escribir mi banquero de la Capital para que le envi la nia cinco mil du-ros de ropas, alhajas y juguetes.T y yo nos ar-reglaremos de cualquier modo.

    Y dio una docena de besos su hija, y se acost

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    en la cama que habia sido de D. Rodrigo y cuyos aplastados colchones conservaban todava la huella del peso de su cadver.

    La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel le-cho dos veces fnebre el sitio de la que fu aos antes felicsima esposa del pundonoroso caballero, y , pretextando tener que trabajar mucho, se pas la noche dando cabezadas en una silla.

    En fin..., Soledad, la nia mimada, la hija que-rida de Caifas, durmi en la cama que habia perte-necido al desahuciado hijo de Venegas.

    Qu habia sido entretanto del pobre hurfano, del desheredado de diez aos, del nio en cuyo lu-joso catre soaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

    Aqu es donde verdaderamente principia nuestra historia.

    III.

    D E CMO UN NIO DEJ DE S E R L O .

    Manuel, que as se llamaba el hurfano, era, la funesta maana en que su padre lo dej dormido para ir lanzarse al fuego que devoraba la casa de D. Elias, un gentilsimo muchacho, blanco y son-

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    rosado como el ms vistoso amanecer, y alegre y retozn como una fierecilla descuidada.Cribalo D. Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado toda-va en ensearle nada literario, ni tan siquiera leer y escribir, de lo cual decia que siempre ha-bra tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza fsica, sujetndolo rudos ejer-cicios de agilidad y fuerza, aleccionndolo en la equitacin y en la natacin, obligndolo andar largas jornadas en interminables caceras y expli-cndole de paso los misterios de la Sierra, la bot-nica de los montesinos, la medicina de los cortije-ros, la astronoma de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar ccn ellos y matarlos, de cogerlos vivos y reducirlos su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siem-pre estaban juntos padre hijo, y que se queran y trataban, ms que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos com-padres.

    Nada saba el halagado pequeuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras, de D. Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegara serlo); y , por lo tanto, su niez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha

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    conocido madre, cuando vinieron en montn y de golpe sobre su frente todos los infortunios huma-nos...En un mismo dia... en el espacio de pocas horas!..., vio que traan de la calle, abrasado y sin conocimiento, al dolo, al seor, al compaero y nico amigo de su vida; presenci su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmviles ojos ni un consejo ni un sculo de sus convulsos labios; se enter de que existia Caifas y de la ter-rible tragedia del incendio, as como de su espan-toso origen; supo que era tan pobre como los men-digos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendi que tena que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerra-ban, inclusos los objetos que ms le hubieran re-cordado al autor de sus dias; contempl, cual si soase, todos los vecinos de la Ciudad, consti-tuidos en su casa, alrededor del cadver de don Rodrigo, guardndolo como si fuera suyo, hasta que finalmente lo alzaron en hombros y se lo lle-varon... , no sin darle antes l muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron nada..., y quedse all abandonado, silencioso, estpido, sentado en un rincn de la cmara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qu es-perar nadie...

    Llegada, en fin, la noche..., la primera noche

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    de orfandad; cuando dejaron de taer las campa-nas y de sonar las remotas msicas del entierro; cuando hasta las tinieblas le advertan que ya es-taba solo sobre la tierra; cuando comenzaba figurarse que l tambin habia muerto y sido se-pultado , oy una voz ronca y spera, la voz de un sacerdote grueso y feo, que le decia lgubre-mente:

    Muchacho, dnde ests?Por qu no has en-cendido luz?Vente conmigo... Y o te recojo, y sea lo que Dios quiera!Vamonos mi casa...

    Manuel lo sigui como un autmata, ms bien como el pobre can que se ha quedado sin dueo.

    IV.

    UN CURA D E MISA Y O L L A .

    Apresurmonos decir algo (muy poco) res-pecto de este Sacerdote, antes de engolfarnos com-pletamente en la historia del que habia llegado ser su pupilo.

    D. Trinidad Muley era uno de aquellos curas la antigua espaola, quienes aman y respetar.

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    todos sus feligreses y cuantos los conocen, sin dis-tincin de partidos polticos ni aun de creencias religiosas: curas que, sin ser liberales, ni dejar de serlo, , mejor dicho, por no tener opinin alguna sobre las cosas del Csar, pero s una altsima idea de las cosas de Dios, no perdieron nunca ese.amor y ese respeto, ni en la explosin nacional de 1808, ni en la reaccin absolutista de 18 14 , ni en el fu-ror revolucionario de 1820, como tampoco los per-dieron despus, cuando .vino Angulema, ni por resultas del Motin de la Granja, ni en ninguna de las vicisitudes posteriores, tan fecundas en desave-nencias entre la Iglesia y el Estado: curas indge-nas, por decirlo as, que aman su patria como cualquier hijo de vecino, sin tener nada de cosmo-politas, de europeos, ni aun de ultramontanos..., por lo que rara vez legan su nombre la Historia; curas, en fin, de la clase de catlicos rancios, sin ribetes de poltica ni de filosofa, que no suelen poseer ni exigir de nadie sutilsimos conceptos teolgicos con que explicar la mente del Autor del mundo, ni inflexibles frmulas de escuela sobre la sociedad y su gobierno, sino la prctica real y efectiva de todas las virtudes cristianas.

    E l ejemplar que tenemos la vista era al propio tiempo tan natural y sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espritu tan abierto y corazn tan

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    bondadoso, tan padre de almas por esencia, presen-cia y potencia, que lo mismo que servia para Cura prroco de Santa Mara de la Cabeza, y , como tal, derramaba muchos bienes morales y materiales en cuanto alcanzaban sus recursos, hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante -chino, con gran respeto y edificacin de tales gentes.Digamos, pues, como resumen de sus cualidades positivas y negativas, que era un verda-dero hombre de bien, lleno de caridad ingnita, iluminada por la palabra de Cristo; profundamente esperanzado en otra mejor vida, como todo el que tiene un alma grande, inc.paz de satisfacerse con las vanas alegras de la tierra; pobrsimo de huma-nidades, pero no de ciencia del mundo ni de cono-cimiento del corazn humano; muy escaso de ima-ginacin, pero no de sana lgica ni de sentido comn; que tal vez no saba predicar un buen ser-mn sobre el Dogma (ni creia necesario meterse all en tales honduras), pero que embelesaba y me-joraba al auditorio desde el pulpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones al bien y con su propio ejemplo...No era, o, de la casta de San Agustn, de Santo Toms de San Ignacio de Loyola; pero s de la de San Cayetano, de la de San Diego de Alcal y de la de San Juan de Dios, aunque menos docto y ms vulgar que ellos

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    y que la generalidad de los curas, tenientes y be-neficiados de aquella Dicesis...

    Ni dependa de la voluntad del pobre Prroco el saber ms textos de la Biblia y de los Santos Pa-dres, el no tergiversarlos cuando se meta pre-dicar por lo fino, sino de su picara memoria, tan rebelde la cultura del estudio, que nadie com-prenda cmo el buen Muley (apellido moro que all subsiste) habia podido aprender el bastante latin para entrar en snodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba retrospectivamente al pacientsi-mo y ya difunto dmine que (con mazo y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella ente-riza cabeza para hacerle albergar el musa, ce.Es todo lo malo que se poda decir de D. Trinidad... En cambio, no habia en el pueblo, ni en cien leguas la redonda, quien le ganase ceder su comida y su cama al desamparado mendigo; cuidar personal-mente los apestados; pasarse horas y horas dando alegre conversacin, llena de saludables consejos, los presos de la Crcel; gastar los dias de nieve todo el dinero que tena en comprar alpargatas los nios descalzos; sacar de bracero tomar el sol mseros viejos que se baldaban en sus lbregos tugurios; reconciliar, en fuerza de lgrimas de puetazos, y hacer abrazarse cor-dialmente, los matrimonios malavenidos, los

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    adversarios que y^a habian sacado las navajas, las clases pobres con las ricas, cuando encareca el pan y se armaba motin, cada uno con su cruz, los tristes con su tristeza, los enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la muerte...Era, pues, una veneracin que rayaba en culto lo que se sentia hacia l en la Ciudad, no obstante el genio llano, francote y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no ha-bia motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia, como una especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montaas in-cultas y prvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural, espontneo, hijo legtimo de Dios, y no de las especulaciones y fatigas humanas.

    As se justifica que el Obispo lo hubiese nom-brado Cura propio de Santa Mara de la Cabeza, de cuya Parroquia tomaba nombre el barrio ms guerrero de la Ciudad, donde vivia casi toda la gente labradora: as se comprende la profunda es-timacin que siempre se tuvieron, aunque se tra-taron muy poco, el difunto D. Rodrigo y el bueno de D. Trinidad; as se explica el paso que ste ha-bia dado, recogiendo y adoptando al hijo del caba-llero sin consultar ni entenderse con nadie; y por eso tambin nosotros tendremos necesidad ms

    adelante de volver hablar de tan digna persona, 4

  • 50 E L N I O D E L A B O L A .

    V.

    E L ACREEDOR D E L U S U R E R O .

    El pobre .nio habia quedado como si fuese de hielo, por resultas de aquellos repentinos y brba-ros golpes de la suerte, contrayendo una palidez mortal que le dur ya toda la vida.Nadie habia hecho caso del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que no gemia, hablaba ni lloraba; y , cuando al cabo acudieron l, lo ha-llaron contraido y yerto como una petrificacin del dolor, aunque andaba, oia, veia, y daba conti-nuos besos su llagado y moribundo padre.No habia, pues, derramado ni una sola lgrima du-rante la agona de aquel ser tan querido, ni al besar sufri rostro, despus que hubo muerto, ni al ver

    con cuyo motivo podremos decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de su bendita ama de gobierno.

    No lo hacemos la presente, porque reclama nuestra atencin el hijo de Venegas, sea el que ya muy pronto va comenzar llamarse El Nio de la Bola.

  • L I B R O I I . A N T E C E D E N T E S . 5l

    cmo se lo llevaban para siempre, ni al abandonar la casa en que habia nacido, ni' al hallafse alber-gado por caridad en la ajena!Algunas personas elogiaron su valor: otras criticaron su insensibili-dad: las madres de familia lo compadecieron pro-fundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que habia quedado encerrada en el cora-zn del hurfano, por falta de un ser tierno y piadoso que llorase su lado.

    Tampoco habia vuelto Manuel hablar palabra desde que v io llegar en la agona su buen padre; ni respondi luego las cariosas preguntas que le hizo D. Trinidad cuando se lo llev su casa; ni se le oy ms el metal de la voz en el trascurso de los tres primeros aos que vivi en su santa compaa; y ya pensaban todos que se habia que-dado mudo para siempre, cuando un dia que se hallaba como de costumbre en la iglesia de que era cura su protector, observ el sacristn que, encarndose con una linda efigie del Nio de la Bola que all se veneraba, le decia melanclica-mente:

    Nio Jess: por qu no hablas t tampoco? Manuel se habia salvado... E l nufrago acababa

    de sacar la cabeza de entre las olas de su amar-gura... Ya no corra peligro su vida!A lo menos as lo crey todo el personal de la Parroquia.

  • 52 - E L N I O D E L A B O L A .

    Desde aquel dia el hurfano habl ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el Cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agero D. Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.

    E n cuanto al estado de su razn, nadie habia te-nido recelo alguno durante aquellos tres aos de voluntaria involuntaria mudez...El ama era la nica que solia decir desde el principio, y sigui diciendo siempre, que Manuel le habia quedado una vena de loco (nada ms que una vena) por re-sultas de no haber llorado cuando perdi su pa-dre...Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guia no figura nin-gn dictamen facultativo sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quin se halla en su juicio quin est loco, es materia ms pe-liaguda de lo que parece...Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de los sucesos que vaya-mos contando.

    Con relacin las personas extraas (de quie-nes, siempre que tropezaban con l, recibia expre-sivos testimonios de compasin y de cario), continu encerrado el hurfano en su glacial reserva, para lo cual adopt la siguiente evasiva,

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    estereotipada en sus desdeosos labios:Djeme usted ahora!;dicho lo cual (en son de amargu-sima splica), segua su camino, no sin haber exci-tado supersticiosos sentimientos en. las mismas gentes que as esquivaba.

    Menos an desech en aquella saludable crisis la honda tristeza y precoz austeridad de su carcter, ni la pertinaz insistencia con que se aferraba de-terminadas costumbres.Estas se habian reducido hasta entonces acompaar al Gura la Iglesia; coger en el campo flores hierbas de olor para adornar al Nio de la Bola (delante del cual se pa-saba luego las horas muertas, sumido en una espe-cie de xtasis), y en subir buscar aquellas mismas hierbas y flores lo alto de l prxima Sierra, cuando no las hallaba en la campia .por ser el rigor del invierno del esto.

    Semejante devocin, muy en consonancia con los principios religiosos que le inculcara el difunto ca-ballero, habia ido mucho ms all de lo natural y de lo humano, aun tratndose de personas extraor-dinariamente msticas. No era tan slo culto, re-verencia, piedad, adoracin fantica... Era un amor de .hermano y de subdito, semejante al que habia profesado su padre: era una confusa mez-cla de confianza, tutela idolatra, muy anloga lo que las madres de los hombres de genio sienten

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    por sus gloriosos hijos: era la respetuosa protec-cin, llena de ternura, que dispensa el fuerte guerrero al prncipe de menor edad: era identifi-cacin; era orgullo;' era ufana como de un bien propio: dirase que aquella imagen le representaba su trgico destino, su noble origen, su temprana orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la soledad en que habia quedado so-bre la tierra, y acaso tambin algn presentimiento de futuros martirios...

    Nada de esto discernira entonces el desventu-rado; pero tal debia de ser el tumulto de.ideas informes que palpitaba en el fondo de aquella devocin pueril, constante, absoluta, exclusiva. Para l no habia ni Dios, ni Virgen, ni Santos, ni Angeles: no habia ms que el Nio de la Bola, sin relacin ningn alto misterio, sino por s mismo, en su forma presente, con su figura artstica, con su vestido de tis de oro, con su corona de pedre-ra falsa, con su rubia cabeza, con su hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en la mano, sobre el cual se ergua una crucecita de plata sobredorada en seal de que el mundo estaba redimido.

    Y h aqu la razn y fundamento de que, pri-mero los aclitos de Santa Mara de la Cabeza, y despus todos los muchachos de la Ciudad, y, fi-

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    nalmente, las personas ms graves y formales de. signaran Manuel con aquel singularsimo apodo de El Nio de la Bola,no sabemos si en son de aplauso tan vehemente idolatra y por fiarlo al patrocinio del propio Nio Jess, como antfra-sis sarcstica... (dado que tal advocacin sirve all veces como trmino comparativo de la ventura de los muy afortunados), como profeca de lo animoso y formidable que habia de ser con el

    .tiempo el hijo de Venegas, supuesto que la mayor hiprbole que. suele emplearse tambin en aquella comarca para encomiar el valor y podero de al-guno, se reduce decir que uno le teme ni al Nio de la Bola...

    Como quier que ello fuera, as denominaban ge-neralmente al gallardo hurfano cuando recobr el uso de la palabra la edad de trece aos, en cuya fecha (y es lo que antes bamos referir) contrajo un nuevo hbito, tan inalterable y acom-pasado como todos los suyos, que le apart un poco de su mstica devocin hizo prever al p-blico sensato graves y funestas consecuencias.

    Tal fu la costumbre que tom de ir sentarse, todas las tardes la misma hora, en un poyo que habia la puerta de no s qu casa, frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde segua habitando el usurero D. Elias.All se es-

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    taba solo y quieto, desde las dos, que acababa de comer, hasta que se haca'de noche,-con los ojos clavados en los grandes balcones del edificio en el escudo de armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte distraer su atencin los cu-riosos que pasaban por aquel solitario barrio, con el mero objeto de verle hacer tan significativa cen-tinela, ni osaran parecer por all los chicos de su edad, ya castigados por sus puos de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos y hasta rdenes del prudentsimo D. Trinidad Muley hacerle desistir de aquella peligrosa mana.

    Los balcones del famoso casern estaban cons-tantemente cerrados con maderas y todo, menos uno, que tena sobre los cristales cortinillas blan-cas.Era el de la habitacin que fu despacho de su padre!Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veia nada al travs de ellas...

    Tampoco entraba ni sala alma viviente aque-llas horas por el enorme portn, cerrado tambin, como si all no viviera nadie, como si detras de l no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta su correspondiente aldaba.

    Al fin, una tarde vio Manuel salir del palacio, y regresar l al poco tiempo, un viejecillo pobre-mente equipado, que record haber visto algu-nas veces en el despacho de su padre contando

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    grandes montones de dinero...Sin duda era el criado y cobrador de D. Elias.

    E l vejete debi de conocer tambin al nio, 6 tener noticias de su persona, pues dio un largo rodeo la ida y otro la vuelta para no pasar cerca de l; lo mir de reojo con cierta especie de pavor, y volvi muchas veces la cabeza como para cerciorarse de que no le segua,ni ms ni menos que hacen los supersticiosos con las que se les figu-ran almas del otro mundo.

    A la tarde siguiente, observ el hurfano. que detras de las mencionadas cortinillas se movia una sombra,..;y luego vio descorrerse un poco la mu-selina de una de ellas, y pegarse al cristal la severa cara de otro viejo, quien no conoca, y que fijaba en l dos ojos como dos puales...

    Ese es mi verdugo!dijo Manuel, dando un salto de fiera, y avanzando hacia aquella parte del edificio.

    Pero la cortinilla se corri de nuevo, y desapa-reci la visin.

    E l nio volvi su asiento, cesando su furia tan bruscamente como habia estallado.Todo en l tena este carcter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la colera que el reposo; as el dolor como el consuelo; as la arremetida como el perdn,segn que veremos ms adelante.

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    Mucho debi de perturbar el rgimen doms-tico, y acaso tambin la conciencia del riojano, la especie de sitio que le habia puesto aquel diminuto acreedor, que pareca ir en demanda de su hacien-da, del hogar en que habia nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debi de asustar las mujeres de la casa el verle all sentado horas y horas, como un pleito mudo, como una acusacin viva, como una.pro-testa perenne, anuncio de inevitables venganzas... Ello es que, las dos tres tardes de haberse cru-zado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su vctima, sali del vetusto .casern una mujer como de cincuenta aos de edad, her-mosa todava, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco seoril, pero digno, y vestida ms bien como una rica labriega qu como una dama.Era la sea Mara Josefa; la antigua criada y actual esposa del prestamista.

    Manuel lo adivin, aunque tampoco la habia visto nunca, y , no sabemos si por delicadeza de instinto, porque en los ltimos tres aos hubiera oido hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer tanto y tanto oficioso comentador de las desventuras que sobre l pesaban, no sinti aversin ni disgusto al verla...Pero, cuando ob-serv que la esposa de D. Elias, despus de asegu-

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    rarse de que no habia testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba su lado, experiment una angustia indecible y se levant para marcharse.

    La mujer lo detuvo y le dijo: No te vayas, Manuel... Yo no te quiero mal.,..

    Yo vengo de buenas...Dme, hijo mi: qu bus-cas aqu?Necesitas algo?Porqu vistes esa ropa, impropia de tu clase? Quieres que yo te d dinero?

    El nio vesta de chaqueta, porque cuando se le quedaron chicos los trajes que sac de su casa, y D.Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso ello con gran energa, dicindole :a No, seor Cura: yo no puedo costear ropa de caballe-ro... Vstame usted de pobre...Abstvose, sin embargo, de dar aquella explicacin, ni ninguna otra, la sea Mara Josefa; y, en lugar de respon-derle, de volver sentarse, psose escribir en el suelo con la punta del pi y mirar atentamente aquello que escriba.

    La mujer continu, despus de una pausa: No es esto decir que la chaqueta te siente

    mal...T ests bien de todas maneras..., pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos cmo-dos soles, yadems el seor Cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente...Pero yo qui-siera hacer algo ms por t, comprarte muchas

  • Go E L N I O D E L A B O L A .

    cosas, costearte una carrera en la Capital...En fin, aunque yo he hablado ya con D. Trinidad, y l cree que estos negocios debemos arreglarlos pri-mero t y yo, dselo de mi parte, para que te con-venzas de que no te engao; y , si te decides ser mi amigo, vers cmo todos lo pasamos mejor... No me respondes, Manuel?En qu piensas?

    El nio no contest tampoco este discurso, y sigui escribiendo con el pi en.el suelo, donde ya podia leerse el nombre de su padre: RODRIGO.

    Qu escribes ah? (pregunt., despus de otra pausa, la esposa de D. Elias.) Y no s leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla... Respndeme, pues. Cuando t vienes aqu todas las tardes, algo quie-res!...Dmelo con franqueza...O, si no, toma, y es mejor...T gastars esto en lo que nece-sites....

    Y le alarg un bolsn de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas reluca mucho oro.Lo me-nos contendra seis mil reales.

    Manuel borr con el pi el nombre del difunto caballero, y se puso escribir otro, que result ser el de la madre quien no habia conocido: MANUE-LA.En cuanto al bolsn, ni siquiera se dign mi-rarlo; pero, para dar entender que nada tomara, se meti las manos en los bolsillos del pantaln.

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    Eres muy rencoroso, tienes mucho orgullo, Manuel! (dijo entonces con amargura la sea Ma-ra Josefa.)Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, y lo que es en eso te equivocas...Figrate que tengo una hija, quien adoro, como tu pobre padre te adoraba t; la cual, esta maana le decia mi marido despus del al-muerzo:Mira, pap: es menester que perdones ese nio tan hermoso que se sienta todas las tardes ah enfrente, y que le digas que s lo que venga pedirte... A m me da mucha lstima de l! Dicen que antes era ms rico que nos-otros y que la cama en que yo duermo ha sido suya...Conque ya ves, hombre; ya ves! Hasta mi Soledad se interesa por ti!

    Manuel habia levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

    Dgame usted, seora... (pronunci entonces reposadamente:) Cuntos aos tiene esa nia?

    Va cumplir doce...respondi la madre con incomparable dulzura.

    Manuel volvi su distraccin, y escribi en la tierra: SOLEDAD.

    Conque ya te habrs convencido de que pue-des tomar esta friolera...aadi la buena mujer, alargndole el dinero.

    Manuel retrocedi un paso, y dijo con frialdad:

  • 62 E L N I O D E L A B O L A .

    VI.

    SOLEDAD.

    A los dos dias de la anterior escena, Manuel cam-bi las horas de su cotidiana visita la Plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por' la maana, constituyndose all las nueve, que termin el servicio ordinario de la Parroquia, con indudable propsito de estarse hasta la una, que era la hora de comer en casa de D. Trinidad.

    Por qu este cambio?Presumi el nio que tales horas habria ms entrantes y salientes en casa

    Seora... bastante hemos hablado! Y, girando sobre los talones, se alej lentamente,

    hasta que desapareci detras de una esquina. La esposa del usurero dej caer sobre la falda la

    mano en que tena aquel oro intil, y se qued muy pensativa y triste. Luego se levant, dando un gran suspiro, y penetr en la que no sabemos si se atrevera llamar su casa.

    En cuanto al nio, no haban transcurrido cinco minutos cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo de la acera de enfrente.

  • L I B R O I I . A N T E C E D E N T E S . 63

    de Caifas, y por lo tanto mayor campo para sus observaciones? tuvo noticia terminante y cierta de que as 1c sera fcil conocer aquella nia de que le habia hablado la mujer del usurero, aque-lla defensora de doce aos que tanto le compade-ca, aquella Soledad inolvidable que le habia ca-lificado de hermoso?

    Lo ignoramos completamente.Pero el caso fu que la maana en que hizo tal novedad, vio Ma-nuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompaado de es-cribanos y de otras personas ms menos notables de la Ciudad, y que, cerca de las doce, volvi sa-lir del casern el mismo sirviente, el cual, despus de muchos rodeos y vacilaciones, penetr en un Colegio de Nias, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tena plantados sus reales...

    Un vuelco le dio el corazn al avisado hurfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba presentarse ante sus ojos la hija de Caifas...

    As fu, en efecto: pocos instantes despus sali del Colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano una elegantsima nia, cuyo gallardo andar

  • 64 E L N I O D E L A B O L A .

    y vivos y graciosos movimientos, acompaados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ngel, dejaron desde luego absorto al hijo de V e -negas.

    Por qu, Dios mi? (pareci preguntarse:) por qu no est triste esa nia cuando yo lo estoy?

    La nia call repentinamente, sin d,uda por ha-berle advertido el criado que estaba all Manuel, por haberle ella visto en aquel instante. Rein, pues, en la Plaza un profundo silencio, que el hurfano compar con el de la muerte, y Soledad sigui avanzando, sin reir, sin hablar, y con un aire de gravedad y compostura que infundi mayor pe-sadumbre al que lo motivaba, cual si, olvidado de su propia fiereza, viese en l una segunda injus-ticia. ..

    Observ entonces el adusto nio (y esto le alegr el corazn) que la hija'de Caifas lo miraba furti-vamente, y que se habia entablado cierta sorda lu-cha entre el viejo, que le tiraba de la mano, tra-tando de acercarla lo ms posible la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gra-dualmente la otra bandaj fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.

    Este la miraba de hito en hito, sin pestaear,. con la extraeza y valenta, pero tambin con la mansedumbre del len que, harto del sangriento,

  • L I B R O I I . A N T E C E D E N T E S . 65

    diario festn, viese pasar por delante de su cueva una atribulada gacelilla...Muchas ms cosas ha-bia en los ojos y en el corazn de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas an por entero: habia admiracin, producida por la peregrina be-lleza de aquella inocente: habia orgullo, al recor-dar que debia tan gentil y la sazn reservada criatura espontneas defensas, lisonjeros elogios y la ms dulce compasin: habia remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reir y hablar: habia no s qu especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor: habia, en resumen, ansia de parecerle menos hostil, la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen inca-pacitadas como l para gozar de su alegra y de su confianza...Es decir que, por un milagro de pre-cocidad de que se han dado clebres ejemplos (en-tre otros el de lord Byron, llorando de amor, la edad de diez aos, por la hija de un enemigo de su iamilia), revelronse en los ojos y en el corazn del hurfano, desde el punto y hora en que vio por primera vez la hija del verdugo de su casa, los poderosos grmenes de aquel amor fatal inevita-ble, transformacin aciaga de paternos odios, que tantas inmortales tragedias ha creado; del amor de Romeo Julieta y de Edgardo Luca; amor ne-cesario y terrible, que arraiga tenazmente en la

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  • 66 El. N I O D E L A B O L A ,

    roca de la imposibilidad, por lo mismo que est destinado combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.

    Repetimos que nuestro rapaz de trece aos no se habia dado cuenta de casi ninguna de. estas emo-ciones: no haca ms que mirar estpidamente aquella encantadora nia, cuyos negros y expresi-vos ojos, rizados cabellos castaos, preciossima boca, rosada tez y garboso talle prometan al mundo una mujer extraordinariamente bella... Adems, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucian en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuan deslumhrar aquel impber medio salvaje, criado en la Sierra y en la Sacrista, semi-cazador y semi-aclito, que casi nunca habia hablado con nios, y mucho me-nos con nias; acostumbrado nicamente la aus-tera sociedad de su enrgico padre y del incivil Prroco de Santa Mara de la Cabeza.

    Pero cuando verdaderamente conoci Manuel algo de lo que senta fu cuando la Eva de doce aos logr vencer en su contienda y pas casi rozando con l...Dirigile entonces la nia una mirada de femenina curiosidad mezclada de indefinible dulzura, que lo dej fascinado y sin respiracin;

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    hecho lo cual, gir resueltamente hacia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetera, que hubiera enloquecido Manuel, si ya no estuviese loco de adoracin y espanto...

    Fupara comrsela!dijo doa Paz al Sub-teniente, al referirle este endiablado episodio.

    Ni pararon aqu las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista...Dos veces lo menos, al atravesar la plaza de una acera otra, volvi la cabeza para mirar nuevamente al hurfano, cuya hermosura no debi de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balco-nes del palacio; y, por ltimo, antes de desaparecer detras del portn (que haca rato se habia abierto para recibirla), le dirigi una postrera y ms larga mirada, con todos los honores de saludo...

    Manuel qued anonadado y como imbcil bajo el peso de sus extraas y confusas ideas, y no alz los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dio la una, recordndole que lo esperaba D. Trini-dad...Levantse entonces con tanta pena como la mujer del usurero se alejara de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tom el camino de la casa del Cura, tambalendose cual si fuese ebrio me-dio sonmbulo...

    Samson habia conocido Dalila.

  • 68 E L N I O D E L A B O L A .

    VII.

    VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES DE D. TRINIDAD MUL Y-

    El descendiente de los Venegas tuvo, sin em-bargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchsimo tiempo por aquella plaza ni por sus. cercanas, bien que semejante resolucin no di-manase exclusivamente de su conciencia.

    D. Trinidad Muley fu quien, al ver que el jo-ven no quiso comer ni cenar el dia mencionado, ni durmi aquella noche, y amaneci al dia si-guiente con calentura, le recibi declaracin in-dagatoria, y, sabedor de todo lo ocurrido, djole estas palabras:

    Caminas derechamente tu perdicin. Ya te lo anunci cuando me opuse que fueras sen-tarte en aquel maldito poyo...; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo ests viendo. Temprano empiezan gustarte las amigas de la serpiente!... Sin embargo, yo no telo criticaria (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabara el mundo...); no te lo criticaria, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fu con tu padre...Pero se trata de ella, y com-

  • L I B R O . I I . A N T E C E D E N T E S . 69

    prendo que los escrpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueo y la salud, como todos los que estn en pecado mortal. Por consiguiente, en nombre de D. Rodrigo Ve-negas (Q.. E. P. D.) y hasta en nombre de Dios te conjuro que no vuelvas acercarte aquel bar-rio, si no quieres perder mi cario, la estimacin de las gentes, y por de contado tu propia alma!

    Algo muy semejante habia dicho ya su corazn Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompaada de carioso llanto, de su amadsimo protector, dio oalabra formal y solemne de abstenerse de ir la Plaza de los Venegas, mientras que D. Trinidad no dispusiera otra cosa.

    Pasaron, pues, nada menos que tres aos mor-tales, sin que Manuel volviese ver Soledad...

    Durante ellos, aquel singularsimo nio vivi primero encerrado casi continuamente en la Igle-sia de Santa Mara, ms entregado que nunca su antigua amistad con la Efigie del Nio de la Bola, la cual haca muchos regalos, daba frecuentes be-sos y hasta solia hablar al oido, como si le confiara sus penas.Lo que no haca ni aun en los mo-. mentos de mayor efusin era llorar!...El don del llanto habia sido negado absolutamente aquella desgraciada criatura.

    Llegado de este modo los catorce aos, y

  • 70 E L N I O D E L A B O L A .

    cuando el vigilante D. Trinidad, que nada le pre-guntaba, lo creia ya olvidado de su pasin pueril, Manuel cambi sbitamente de vida y comenz emprender largas excursiones la Sierra. En ella se estaba algunas veces ocho dias seguidos, siendo muy de notar que ni all conoca nadie, ni se acercaba jams donde hubiese gente, y que, sin embargo, no llevaba nunca provisiones ni armas...

    Muchacho (le dijo un dia el clrigo:) cmo te las compones para comer?

    Seor Cura... (contest el nio:) en la Sierra hay de todo!

    S! ya s que hay frutas bordes, y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor... Pero, cmo cazas sin escopeta?

    Con esto!... (respondi Manuel, mostrndole una honda de camo, que llevaba liada la cin-tura.) Y con ramas de rbol! y brazo partido! y bocados, si es menester!

    El demonio eres, muchacho!concluy di-ciendo el Cura, quien, en medio de todo, le gus-

    .t taba ms la vida montaraz que la civilizada, y que tampoco tena nada de cobarde.

    Sigui, pues, respetando aquella nueva mana de su pupilo, y hasta justificando que el pobre hurfano buscase una madre en la soledad y una

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    aliada en la naturaleza, como habia buscado un hermano en el Nio Jess.

    Qu le hemos de hacer? (solia decir su ama de llaves.) Si en esa vida de perros no aprende co-sas buenas, tampoco aprender cosas malas; y, si nunca llega saber latin, le ensearemos un ofi-cio, y en paz!San Jos fu maestro carpintero... Qu digo?... Ni tan siquiera consta que fuese maestro!

    Las correras de Manuel iban hacindose inter-minables , y de ellas regresaba cada vez ms taci-turno y melanclico, siendo cosa que ya daba es-panto verlo llegar, despus de meses enteros de ausencia, curtido por el sol por la lluvia, des-hechos pies y manos de trepar por inaccesibles ris-cos, desgarradas veces sus carnes por los dientes y las uas del lobo, del jabal y de otros animales feroces, y siempre vestido con pieles de sus adver-sarios,nica gala del pequeo Nemrod despus de tan desiguales luchas.

    Pero ay! qu valan todos 'estos destrozos en comparacin de los que un tenaz sentimiento, im-propio de su edad, haca en el alma enferma de aquel desgraciado? Qu importaban tales fatigas quien precisamente buscaba en ellas un descanso, un remedio, un lenitivo ms ntimas y mortales inquietudes?

  • Porque ya hay que decirlo: con quien verdade-ramente luchaba el hurfano en aquellos parajes selvticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario indestructible cario Sole-dad, como tambin habia luchado con l intil-mente en la Iglesia de Santa Mara, bajo la protec-cin del Nio de la Bola.Pasaba ya el mozo de los quince aos; era de sangre rabe; y en su fo-gosa y pertinaz imaginacin resplandeca ms ful-gente y hechicera que nunca la imagen de la nia vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposi-ble, mientras que su escrupulosa conciencia senta cada vez mayor repugnancia aquel afecto crimi-nal, infame, sacrilego (l lo calificaba entonces as), que habia venido frustrar tantos y tantos planes de reparacin y de justicia, amasados lentamente por el hurfano en tres aos de meditacin y de mudez. Figurbase que su padre maldecira desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y haca esfuerzos inauditos por arran-carse del alma el nombre de Soledad, por no ver la cariosa luz de sus ojos, por no oir el eco de su dulce voz, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de serlo ms que nadie, que precisamente habia nacido en su sober-

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    bo corazn de la misma imposibilidad de lograrlo. No sabemos en qu habra venido parar Ma-

    nuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro pies como las bestias feroces, segn vaticinaba el ama del Cura, no haber logrado sta convencer D. Tri-nidad de que el presunto Nabucodonosor estaba ms enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que haca, y de que aquel indomable y contrariado ca-rio daria muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso, ya podan echarse temblar D. Elias, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!

    Penetrado que estuvo D. Trinidad de estas ra-zones, psose discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la jus-ticia el cario de Manuel Soledad, que tan exe-crable le pareciera tres aos antes; y, despus de largas cavilaciones insomnios, y de muchas con-ferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tena y con la propia mujer del usurero (la cual solia avistarse con el bonda-doso padre de almas, cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composicin de lugar, en forma de sermn de Domingo de Cuasimodo, cu-yas ideas capitales fueron las siguientes:

  • 74 E L N I O D E L A B O L A ,

    . a Que D. Elias Prez y Snchez, alias Caifas, aunque avariento y cruel por naturaleza, obr siempre dentro de la Ley escrita en sus negocios con D. Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin compelerlo ni excitarlo nunca que le pidiese dinero prestado, ni exigirle despus otros rditos ganancias que los estipulados solemnemente por ambas partes.

    2 . a Que el haber cost eado, exclusivamente sus expensas, una partida armada contra los fran-ceses, constituy desde luego la mejor gloria de D. Rodrigo Venegas, tanto ms de agradecer y de estimar, cuanto mayores perjuicios le hubiera cau-sado; de modo y forma que si D. Elias Prez hu-biese accedido perdonarle alguna parte de su adeudo, como solicitaron indiscretsimos mediado-res, habra aminorado con tal indulto la importan-cia del patritico servicio del buen caballero, rebajando en igual proporcin el lustre de su nom-bre en las pginas inmortales de la Historia,

    3 . a Que no fu el prestamista quien puso fuego su propia casa, sino precisamente sus apurados deudores, entre los cuales figuraba en primera lnea D. Rodrigo Venegas; y que si ste muri por salvar sus vales y entregarlos su acreedor, tam-bin se libr con ello de la ignominiosa imputacin de incendiario y petardista que segua pesando

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    sobre los dems, y alcanz de camino una nueva gloria, cuyo mrito consista cabalmente en que aquella valerosa accin pareci tan desinteresada como espontnea; nobilsimo carcter que hubiera perdido desde el momento en que, por premio de ella, D. Elias Prez y Snchez hubiera hecho al-guna donacin rebaja D. Rodrigo Venegas al pobre hurfano; pues entonces el acto heroico se habria convertido, los ojos de los maldicientes, en una audaz especulacin, en un servicio pagado, en un atrevido medio de ahorrarse dinero de procurrselo su hijo...;cosas todas que hubiera rechazado enrgicamente el hijodalgo desde este mundo desde el otro.

    4 . A y ltima. Que, por consecuencia de estas premisas, y bien examinado todo lo definido en la materia por el Concilio de Trento, podia decidirse, para evitar mayores males, y supuesta la confor-midad de los interesados, que no habia imposibili-dad moral ni impedimento cannico para que la hija de D. Elias Prez y Snchez llegase ser amiga, y hasta mujer, si las cosas iban mayores, del hijo de D. Rodrigo Venegas y Carrillo de Al-bornoz, dijese lo que quisiera el novelero y desal-mado pblico, siempre ganoso de ajenos compro-misos y desastres en que desempear gratis el c-modo oficio de espectador de plaidero.

  • Satisfecho D. Trinidad de su discurso, que puede decirse fu el que ms trabajo le cost hilvanar en toda su vida, llam Captulo al atribulado hur-fano, precisamente el dia que cumpli ste diez y seis aos; y, previa una larga oracin en que se encomend la Virgen y San Antonio de Padua, le fu exponiendo todas aquellas razones, en tr-minos muy claros, aunque no muy precisos, aca-bando por abrazarle y llorar, que era su argumento-aqules en los grandes apuros.

    Finalmente, despus del sermn que llamare-mos oficial, el buen padre Cura se levant del si-lln de baqueta que le habia servido de ctedra, y, descendiendo al estilo llano y pedestre, por si el joven se habia quedado en ayunas, djole manera de corolario casero:

    Conque ya ves, alma de cntaro, que nada se opone que te salgas con la tuya y seas amigo de Soledad y de su familia, ni tampoco que, dentro de algunos aos, cuando tengis edad de pensar en tales barrabasadas, lleguis ser marido y mu-jer, suponiendo que esa mueca siga querindote tanto como te quiere ahora..., segn acaba de de-cirme su madre...Por qu pones esos ojos tan espantados? Crees t que yo me duermo en las pajas cuando se trata de tus menores caprichos?- Pues s! La sea Mara Josefa, que es una exce-

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    lente mujer en medio de todo, sospecha qu