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EL ÚLTIMO SECRETO DE EVA BRAUN Por ENRIQUE AMARANTE

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EL ÚLTIMO SECRETO DE

EVA BRAUN

Por ENRIQUE AMARANTE

PROLOGO "El último secreto de Eva Braun", es un trabajo donde el lector se sumergirá en una singular novela histórica que deja abiertas múltiples posibilidades de hechos con semejanza en la realidad, que podrían haber sido como Enrique Amarante los relata o tal vez mucho más concretos y perturbadores. Es sabido que tras la derrota alemana, la ciudad de Berlín por esos días de mayo de 1945, era origen constante de noticias insólitas minuto a minuto. A sabiendas que la guerra ya estaba perdida y se peleaba metro a metro tan sólo por la propia vida, en el famoso búnker del Führer, diferentes grupos de escape se habían estado organizando con el propósito de cruzar las líneas enemigas y al mismo tiempo infiltrarse entre la población civil. Una vez concretados esos objetivos, y logrando salir airosos de Europa, los esperaba el favorable recibimiento y la aceptación en la sociedad argentina que se encuentra viviendo los primeros meses de la posguerra. En este escenario, adquiere especial relevancia un sector de la población germano-argentina que anhela tristemente una victoria no lograda por parte de Alemania. Es así como en el transcurso de los hechos, podemos adentrarnos en una comunidad alemana poco conocida, con diferentes grupos vinculados dentro de la pirámide jerárquica que fue la famosa organización para el extranjero, más conocida como la Ausland Organisation Argentinien. En cada estrato social la AOA generó una vinculación o relación que permitió seguirlos insertando en la joven sociedad argentina que desconocía por completo los mecanismos de la inteligencia estratégica europea. De más está decir que grandes empresas con capitales en Buenos Aires, hoteles de renombre, funcionarios gubernamentales y encumbradas personalidades del ámbito empresarial fueron activos operadores al servicio del líder alemán y su séquito. Esa eficiente hermandad, que no sólo quedó evidenciada a través de intereses económicos, sino también de convicciones dogmáticas, invita al lector a descubrir un entramado perfectamente diseñado y totalmente desconocido en la época que hoy vivimos. Dr. Hernán G. Schneider Buenos Aires- Argentina Julio de 2017

EL AUTOR Enrique Amarante, nació en la localidad de General Belgrano, provincia de Buenos Aires, el 15 de mayo de 1942. Estudió el Bachillerato en el Colegio Osvaldo Magnasco, luego tuvo una breve incursión por la Facultad de Arquitectura hasta que descubrió su vocación por la aviación militar. Respondiendo a ese llamado vocacional ingresó a la Escuela de Aviación Militar con asiento en Córdoba, donde cursó por casi tres años. Fue en la EAM, cuna de los famosos pilotos argentinos de elite, cuyo valor y pericia demostrados durante la Guerra de Malvinas merecieron reconocimiento internacional, donde también nació su interés por la historia y la fotografía. En sus prácticas con la cámara solía visitar las instalaciones de la Fábrica Militar de Aviones, donde trabajaron famosos ases de la Luftwaffe. En 1963 egresó como Suboficial Auxiliar del Cuerpo de Comando del Escalafón General de la Fuerza Aérea Argentina. Años después, se ofrecería como voluntario para servir durante el conflicto de Malvinas, aunque no llegó a ser convocado. Su infancia estuvo marcada por los relatos de su abuelo, quien solía contar anécdotas de la guerra en Italia y Alemania. Más tarde, recibió de ese abuelo un regalo que cambiaría su vida: una caja con documentación de la Segunda Guerra Mundial, propiedad de su hermano, quien se había desempeñado como funcionario en la Cancillería del Reich. Durante largo tiempo, aquella caja permaneció guardada en un escritorio. Un día de invierno, el autor decidió ponerse a leer esas memorias y documentos. Fuertemente conmovido por ciertas revelaciones, sintió la necesidad de transmitir la trama secreta que parece contradecir la verdad oficial contada por los historiadores de la posguerra. Después de décadas de investigación nace esta novela, en gran parte basada en hechos reales, allende los cuales, también reina algo de ficción. El destino de los personajes que aquí se desnudan queda librado a la imaginación del lector. Amarante es un apasionado de la historia vinculada con las dos grandes guerras que sacudieron a la humanidad y un ávido estudioso de la geopolítica del Siglo XX. Atesora una valiosa colección de documentos, informes, telegramas secretos, fotos inéditas y cartas de puño y letra de los propios protagonistas. En su colección tampoco faltan insignias y condecoraciones, en su mayoría pertenecientes al acorazado Graf Spee, los submarinos U-977 y U- 530, y la Luftwaffe. Muchos de los hechos que se desarrollan en esta novela están inspirados en la correspondencia, documentos misivas de familiares directos del autor que cumplieron actividades especiales en Italia, Argentina y Alemania, antes, durante y después de finalizada la Segunda Guerra. La información puede ampliarse en www.elultimosecreto.com

A la mujer de toda mi vida, que sostiene mis proyectos

y apoya mis pasiones y

esperanzas.

A mis dos hermosos hijos que

siempre confiaron en mí.

A mis nietos.

Agradecimientos

A Beatriz Almada Ackermann, correctora de estilo, sin cuyo rigor

literario y profesionalidad, esta novela no estaría en manos del lector.

Al Dr. Hernán G. Schneider, quien me brindó los secretos de la historia,

por su generosidad sin condicionamientos.

NOTA DEL AUTOR

Es mi deseo expresar un justo y ferviente homenaje a los civiles y soldados de todos los bandos que se vieron inmersos en las desgraciadas circunstancias de la guerra, a los más de 60 millones de muertos, a quienes la tragedia bélica les arrebató esperanza, sueños, hogar y familia… Esta novela refleja una historia de ficción que ha sido inspirada en ciertos hechos reales documentados. No abriga intención alguna de defender ideologías de ningún tipo ni manifestar afinidad con ninguna facción política. Este libro trata de recrear los acontecimientos que tuvieron lugar en torno a este sorprendente plan de secuestro. Un cincuenta por ciento del material corresponde a hechos históricos. El lector deberá decidir por sí mismo qué porcentaje del otro cincuenta por ciento corresponde a especulaciones o la imaginación del autor. Aunque ésta es una obra de ficción, muchos de sus antecedentes son históricos, es decir reales. Los personajes novelescos de este libro son exactamente eso, novelescos y cualquier semejanza con personas y hechos verdaderos es una mera coincidencia.

"El jefe del movimiento es y siempre será Adolf Hitler, aun cuando su actividad personal en el futuro resulte ensombrecida por otros; él será para siempre el ídolo del partido nazi y el símbolo de la resistencia."

- Informe secreto FQ576, de los servicios de inteligencia británicos.

Capítulo I

FIESTA EN LA EMBAJADA El departamento de la calle Wilhelm, ubicado en el aristocrático barrio de Charlottenburg, en el sector oeste de Berlín, ostentaba un lujo sobrio, con mobiliario clásico y paredes blancas terminadas en finas molduras. Giulio Fochi Werner se había levantado como siempre muy temprano. Se desperezó y fue lentamente al baño, previo haber puesto a calentar un poco de agua para afeitarse. Colocó sobre la repisa, con sumo esmero, cada pieza de su equipo de afeitar de alpaca: la brocha con mango de marfil y suave pelo de marta, la afeitadora con hoja Solingen y la suave crema que esparció sobre la piel de su rostro apenas humedecida. Observó casi hipnotizado cómo la crema se transformaba en espuma a medida que la distribuía aplicando unos delicados movimientos circulares. Luego comenzó a deslizar la moderna rasuradora de alpaca dejando su piel completamente limpia y libre de barba. La tarea, que cumplía cada mañana como un ritual, le servía para despabilarse, hablar consigo mismo y dejarse llevar por pensamientos y recuerdos de la lejana Ferrara, su ciudad natal en Italia. La imagen que le devolvía el espejo era la de un hombre joven, estilizado y bien parecido; inconscientemente sintió una oleada de optimismo. Sus ensoñaciones se vieron interrumpidas por la estridente campanilla del teléfono. Pensó, sobresaltado, que era demasiado temprano para un llamado de rutina. Levantó el tubo y escuchó la inconfundible voz de su secretaria Maggie. - Buen día, señor –dijo la voz femenina- por favor, recuerde que debe alistarse sin demora pues faltan pocas horas para la partida de su vuelo a Roma. Giulio sabía que en la Cancillería italiana habría una importante reunión entre jerarcas alemanes e italianos y él había sido contratado como traductor del encuentro. Tratando de controlar un incipiente nerviosismo, Giulio apuró su afeitada, se dio un baño rápido y comenzó a armar su valija en la cual puso cuidadosamente plegada su ropa de viaje. Pensó que aprovecharía su corta estancia en Roma para visitar a sus padres y la vieja casona donde habían transcurrido los años juveniles. Allí todavía tenía su habitación, con su guardarropa bien provisto de camisas blancas, corbatas italianas y algunos smokings, por lo que resolvió llevar unas pocas prendas en el viaje. Siempre conservaba una buena cantidad de ropa en su casa de Roma, pues a menudo tenía ocasión de concurrir al teatro, a alguna fiesta en la embajada o disfrutar de una velada de ópera, su gran pasión. Una vez finalizados los preparativos, sólo restaba esperar la llegada del automóvil que su eficaz secretaria le enviaría. El poco tiempo disponible para llegar al aeropuerto de Berlín le causó una ligera sensación de ansiedad. Si bien le gustaba volar y disfrutar la aventura de viajar surcando los cielos, también sentía que el transporte aéreo se tornaba vulnerable en época de guerra. Mientras el Volkswagen se desplazaba por la flamante autopista, observó que gruesos nubarrones oscurecían el cielo berlinés. - Espero que el mal tiempo no retrase mi partida - pensó Giulio con preocupación. Al llegar al aeropuerto, vio que Maggie lo saludaba desde lejos. Ella se había adelantado y estaba esperándolo con documentación, un sobre con dinero, la orden para un pasaje oficial y las últimas instrucciones. Al verla elegante y atractiva, Giulio elogió su vestido y su peinado. Maggie no pudo evitar sonrojarse.

El Junkers 52 [*] ya estaba en la pista; los mecánicos y pilotos instrumentaban los últimos preparativos. Mientras hacía fila en el hall de embarque, Giulio observó que había muchos oficiales del ejército, algunos SS, un puñado de políticos y dos hermosas mujeres que alegrarían su vista durante el trayecto. Despachó su equipaje, se despidió de su secretaria y salió hacia la pista caminando parsimoniosamente, llevando en el brazo su abrigo piel de camello y su sombrero de fieltro, y en su mano derecha, un portafolio de cuero con documentos. Mientras caminaba, se detuvo unos instantes para observar la extraña figura del Junkers, su tren fijo, sus ventanas rectangulares y los tres motores que lo hacían único en su tipo. En pocos pasos trepó por la escalerilla y al llegar a la portezuela del avión, una bella azafata, enfundada en un llamativo uniforme azul turquesa lo recibió con una espléndida sonrisa de bienvenida. Inmediatamente se sentó en el primer asiento, próximo a la cabina de pilotos. La azafata avanzaba entre los asientos, por el angosto pasillo del avión, impartiendo recomendaciones y ayudando a algunos pasajeros a guardar su equipaje de mano o a ajustar sus cinturones de seguridad. Giulio gustaba de observar los procedimientos de la puesta en marcha y permanecía atento a cada detalle. Apenas estuvo lista la totalidad del pasaje, la azafata cerró la portezuela del avión y permaneció de pie en un extremo del pasillo. En ese momento se sintieron las primeras explosiones de arranque de uno de los motores radiales; la hélice comenzó a girar, el motor despidió una ligera humareda de aceite y combustible y el fuselaje de la máquina trepidó levemente por efecto de la potencia aplicada al motor. Transcurridos unos minutos, la misma rutina se cumplió con el segundo motor, y posteriormente, con el motor del morro. Practicadas las pruebas de rigor, el Junkers inició su carreteo por una pista auxiliar y tras unos segundos, despegó sin inconvenientes. El mal tiempo y las bruscas sacudidas del vuelo causaron cierta incomodidad en los pasajeros, que llegaron a Roma un poco agotados. Acostumbrado a las inclemencias meteorológicas, el piloto aterrizó con maestría la rugiente máquina y luego de un salto imperceptible, recorrió toda la extensión de la pista, dirigiéndose a la terminal de arribo. Mientras los tres motores del Junkers ronroneaban en su carreteo final, Giulio pudo ver un inusitado movimiento de aviones militares que aterrizaban y despegaban sin solución de continuidad. Al llegar el avión al sector de estacionamiento, los auxiliares de pista, prestos, corrieron a calzar los tacos de madera para inmovilizar las enormes ruedas de la aeronave, tras lo cual otros operarios arrimaron la escalerilla metálica a la portezuela. Los pasajeros comenzaron a descender, respondiendo con amabilidad el saludo de despedida de la azafata. Pronto Giulio llegó al hall central. Allí lo esperaba el chofer de la Cancillería, quien lo recibió con amabilidad, cargó su escaso equipaje y juntos caminaron hacia donde se hallaba el moderno Fiat que los conduciría desde el aeropuerto hasta la preciosa ciudad de Roma. El coche se deslizaba plácidamente por las antiguas calles adoquinadas y muy pronto hizo su arribo al hotel Mundial, en cuyo frente aguardaban algunos empleados vestidos con librea.

[*] El Junkers Ju 52 fue un avión de transporte alemán utilizado ocasionalmente como bombardero en la Guerra Civil Española. Era un monoplano de ala baja con tren de aterrizaje fijo y revestimiento metálico corrugado, descendiente del Junkers F-13. A pesar de sus rasgos arcaicos, el Ju 52 no sólo estuvo presente en todas las operaciones bélicas alemanas de la Segunda Guerra Mundial, sino que también participó en algunas de las denominadas "guerras de posguerra". Llevaba 5 tripulantes, y tenía motores BMW, hélices tripala metálicas. Transportaba hasta 17 pasajeros. Su velocidad máxima operativa era de 275 km/h y su velocidad de crucero, 160 km/h.

Uno de ellos acudió presuroso a abrir la puerta del Fiat. Giulio se apeó, hizo un gesto con la mano señalando su maleta e ingresó enfilando directamente hacia la recepción. Admiró, como tantas otras veces, la decoración barroca del lobby, las mullidas alfombras persas y los pesados muebles de caoba lustrada. En el mostrador, una recepcionista lo saludó sonriente y tomó el papel con los datos de la reserva que el traductor le había extendido. Tras responder en italiano al saludo de la empleada, Giulio estampó su firma en el registro de huéspedes y pidió que le transmitieran inmediatamente cualquier mensaje que llegase para él. - Entendido, señor – asintió la muchacha – El fajín lo conducirá a su habitación; es la número 215, en el segundo piso; le encantará la vista. Esperamos que disfrute su estadía con nosotros. Ambos hombres subieron las escaleras de mármol blanco y llegaron frente a una puerta también blanca con el número 215 en su parte superior. El fajín giró el picaporte de reluciente bronce, acomodó el equipaje junto a la cama, y con discreto gesto profesional, se detuvo a un costado esperando su propina. El traductor le dio unas monedas. - Por cualquier necesidad que tenga el señor, no dude en llamarnos; sobre la mesita de noche encontrará los teléfonos de cada sección –dijo el empleado, retirándose. Giulio se duchó velozmente, se vistió con un traje casual y bajó al salón comedor para tomar una frugal cena. Se sentía ansioso y cansado, por lo que decidió acostarse temprano. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, concurrió presuroso a la reunión secreta donde desplegó sus excelentes habilidades como intérprete y traductor a lo largo de la conversación que mantuvieron el Duce, el embajador alemán en Roma, Karl von Makeson, y altos jerarcas del Reich. Una vez concluida la reunión, al tiempo que Giulio guardaba meticulosamente todos los papeles que luego debía entregar a sus superiores, el embajador alemán se acercó a él para saludarlo. - Brillante tarea ha cumplido usted hoy y de gran responsabilidad, joven –felicitó el diplomático, agregando - Esta noche celebramos en la embajada una importante fecha; sería un honor para mí y nuestro gobierno que nos permita contar con su presencia. Antes de que el sorprendido traductor pudiera articular palabra, el embajador hizo una seña a su edecán, quien se aproximó y le entregó un sobre con membrete de la embajada. Siguiendo las reglas del protocolo, Giulio abrió el sobre delante del embajador y al mismo tiempo que agradecía su gesto, prometió que esa noche estaría presente con mucho placer. Después de intercambiar algunas palabras de cortesía, ambos se despidieron. Giulio subió las escaleras hasta las oficinas del Ministro, se hizo anunciar y al cabo de unos instantes, fue invitado a pasar. Saludó en perfecto alemán, entregó la documentación y se retiró. Aquella noche, puntual y vestido con smoking y pantalón negro, camisa blanca, zapatos italianos negros y corbatín de seda del mismo color, Giulio hizo su aparición en la cena de honor que ofrecía el embajador alemán en su residencia. Entre los invitados, todos ataviados con vestimenta de gala, había representantes diplomáticos, funcionarios y jefes militares de la mayor jerarquía de Italia y Alemania.

La soirée se desarrollaba en un clima cordial y festivo. Al principio, Giulio se sintió un tanto intimidado por la importancia de las personalidades allí presentes, pero mantuvo la calma y –no sin cierto esfuerzo- se mostró afable y distendido. Casi todos los caballeros habían concurrido acompañados por elegantes mujeres cuya apariencia sugería una cuna de alta alcurnia, aunque bien podían ser sus esposas o sus amantes. Las damas se destacaban por su belleza, sus lujosos vestidos o por las magníficas joyas que lucían, raramente por su cultura académica o sus dotes intelectuales. Se habían formado algunos grupos que reían y platicaban animadamente sobre distintos temas, en general, frívolos. Otros, se mostraban serios y conversaban con aire circunspecto, en voz baja y tratando de no llamar la atención. Asimismo había quienes simulaban socializar para escuchar diálogos ajenos y reunir información, la que luego trasladaban a sus respectivas embajadas. En medio de un grupo que lucía singularmente entretenido, el traductor alcanzó a divisar al embajador von Makeson, quien estaba acompañado por una esplendorosa joven, vestida de negro, cuya rubia cabellera caía graciosamente sobre sus hombros. Dueña de una belleza singular, tenía unos deslumbrantes ojos celestes y un porte principesco que la convertían en el centro de las miradas de hombres y mujeres. Al notar Giulio que la joven posaba su mirada en él, quedó sin habla, indefenso ante el magnetismo de aquella imagen. Superado el trance, se aproximó discretamente al embajador y lo saludó con circunspección. - Señor Embajador, permítame expresarle mi gratitud por la invitación – dijo en impecable alemán – Nos ha honrado usted con una velada encantadora… Al ver que sus ojos se enfocaban discretamente en la joven, el diplomático hizo la presentación de rigor, señalando a la deslumbrante belleza. - Helga –dijo sin preámbulos von Makeson - mi hermosa y brillante hija. Sintiendo una tenaza en su garganta y procurando ocultar su emoción, el traductor besó la mano de la muchacha, percibiendo un suave perfume de jazmines. Helga respondió con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa dulcísima que Giulio jamás olvidaría por el resto de sus días. Momentos después, ambos conversaban animadamente y una fuerte atracción comenzó a fluir entre ellos. La cautivante risa y la voz cristalina de ella causaban en Giulio un efecto hipnótico del que no podía sustraerse. Ya avanzada la velada, en el salón principal se desató primero un murmullo y luego un marcado silencio. Casi al unísono los presentes volvieron sus miradas hacia el pórtico de entrada. Se oyeron algunos saludos en italiano y repentinamente, se produjo un estallido de aplausos. Los grupos que se encontraban más cerca de la puerta se aproximaron con prisa a dar la bienvenida al recién llegado y a medida que éste avanzaba, los invitados le abrían paso con muestras de admiración y regocijo. Como era su costumbre, Mussolini hizo una entrada aparatosa, casi circense. Su uniforme lucía impecable y en su rostro había un gesto altanero, con una gran sonrisa irónica. Haciendo gala de ciertas dotes histriónicas, disfrutaba de su rol de figura notable y autoritaria. Detestaba a Hitler y despreciaba a los alemanes en general, pero se sentía halagado por las muestras de adhesión y respeto de la concurrencia. Por ese entonces, sólo los íntimos conocían de su escasa simpatía hacia el Führer. Lejos de la devoción que Adolf Hitler profesaba por el presidente de la República Social Italiana, al Duce nunca le había caído bien el líder del nazismo. Aquella noche de fiesta en la embajada, no perdía oportunidad de evidenciar que él era el máximo agasajado y que esperaba la correspondiente rendición de pleitesía de parte de los invitados e incluso del dueño de casa. Aunque lo inquietaba la expansión germánica por

Europa, consideraba que el Tercer Reich estaba en deuda con él, pues por su decisión y voluntad, Alemania contaba con el apoyo del nuevo Imperio Romano que él había recreado como un espejo de su propia grandeza. Benito Amilcare Andrea Mussolini avanzaba por el salón saludando a todos, moviendo su cabeza a ambos lados, pero siempre con la barbilla exageradamente levantada y el labio inferior ligeramente superpuesto sobre el superior, una mueca que le era característica y que contrariamente a lo esperado, le daba una apariencia casi cómica. Envuelto en un traje negro de impecable corte militar, ostentando una profusa colección de medallas y con la banda presidencial cruzando su pecho, se adueñó inmediatamente de la atención general. La orquesta que tocaba una sucesión de valses y llenaba el ambiente con clásicas cadencias, abruptamente cesó sus acordes. Con ademán ampuloso, tomó la copa que le había alcanzado el maître principal del salón, abrió los brazos y miró el cielorraso. Cerrando los ojos, hizo una profunda inspiración y luego mirando a los presentes, brindó. - Por la unión de Italia y Alemania – dijo en tono solemne y con voz potente – ¡y por la grandeza de nuestros pueblos! Todos levantaron sus copas y acompañaron el brindis con gestos de aprobación y en seguida se levantó un murmullo festivo que se mezclaba con el sonido del suave choque de cristales. El Duce acercó la copa a sus labios y simuló degustar con placer el dorado y burbujeante champagne, pero no bebió. En seguida, vino a su encuentro una dama que insistía en captar su atención. La mujer, ricamente ataviada y adornada con demasiadas joyas –más de las que requiere el buen gusto- era una de las tantas cortesanas que buscaban los favores de Mussolini con el sólo propósito de mantener ciertos privilegios sociales y económicos. No era la única dedicada al entretenimiento íntimo de algunos notables de la fiesta, pero sí era una de las favoritas del Duce. Mussolini la apartó rudamente con uno de sus brazos. Ignorando las miradas sorprendidas de las personas a su alrededor y visiblemente molesto, mudó su atención hacia el grupo que departía amablemente en uno de los extremos del salón. En medio de la parafernalia de sonrisas impostadas y demostraciones de obsecuencia, sólo una persona no parecía impresionada por los alardes del Duce. Helga sentía una marcada aversión hacia el presidente italiano, hacia sus modales arrebatados y su arrogancia. Lo encontraba desagradable y grotesco, pero se cuidaba de compartir tal opinión. Como hija del embajador alemán en Roma estaba obligada a asistir a las fiestas que su padre ofrecía con motivos políticos o sociales, pero trataba por todos los medios de evitar la cercanía con Mussolini. El desplante no pasó desapercibido para el dictador fascista, quien se dirigió con indisimulado disgusto hacia donde se encontraban el embajador von Makeson y su hija. - Querido embajador…- dijo con forzada cortesía, extendiendo su mano derecha al diplomático. Rápidamente e ignorando completamente a Giulio, se dirigió a la bella joven cuya sonrisa se había esfumado, y tomando una de sus delicadas manos, dijo: – Signorina Helga, me concederá usted el placer de bailar conmigo esta pieza.

Helga apenas pudo disimular su incomodidad y esbozando una sonrisa de cortesía miró al Duce con sus increíbles ojos celestes. - Señor Presidente, nada me honraría más …, –expresó en un exquisito italiano y buscando cuidadosamente cada palabra agregó - pero precisamente hace un instante le decía a mi padre que tengo una horrible jaqueca; debo ir al toilette… ¿será usted tan gentil de excusarme? Giulio observó fijamente a Mussolini y luego a Helga. La actitud de ella le había inspirado cierta sorpresa no exenta de admiración. Las mujeres de carácter firme le resultaban sumamente atractivas y ese rasgo se tornaba irresistible viniendo de alguien tan joven y supuestamente frágil. Notó que el Duce estaba a punto de sucumbir ante una de sus explosiones de ira, a menudo sobreactuadas, y quiso intervenir con alguna frase de ocasión, pero se contuvo rogando que el desplante de la bella y etérea Helga no pasara a mayores. Por unos segundos Mussolini se vio confundido; sentirse contrariado lo enfurecía y las circunstancias que lo tomaban por sorpresa lo irritaban profundamente. Von Makeson ahogó con sus manos un leve acceso de tos para romper el silencio que por unos segundos se había instalado en el grupo. El Duce achicó los ojos tratando de parecer simpático y recuperó la compostura que por un instante había flaqueado. Hizo un ademán con su mano pretendiendo restar importancia al episodio y dibujó su mejor sonrisa. - Signorina, vaya usted tranquila… la orquesta puede esperarnos toda la noche. Helga le dedicó un leve asentimiento con su cabeza y se retiró de inmediato, no sin antes dirigir una fugaz mirada provocativa y seductora al traductor. Hacia el final de la fiesta, Mussolini se había marchado acompañado de una de sus amantes. No había comido ni bebido nada y su despedida había sido discreta y sin estridencias. Giulio invitó a bailar a Helga, impulsado por el champagne y la algarabía reinante en el salón. Ella aceptó y las manos de ambos se entrelazaron para sumergirse en el ritmo de un vals. Giulio aferró la pequeña cintura de ella y la atrajo contra sí, embriagado por el perfume de su piel y la proximidad de ese cuerpo femenino y esbelto. La joven experimentó cierto pudor y se sonrojó al percibir la varonil firmeza de Giulio; de pronto, apartó su grácil figura y entornando los ojos, sonrió con delicadeza. Cuando la velada estaba a punto de culminar, la pareja advirtió con cierta turbación que quedaban pocos invitados y que sólo ellos continuaban bailando. Antes de despedirse, Giulio la invitó a dar un paseo al día siguiente, explicándole que él debía regresar con premura a Berlín. Helga sentíase atraída por la prestancia y la simpatía latina del traductor; pese a que tal atracción suponía una profunda contradicción en sus sentimientos. - No sé si debo acepar su invitación – dijo la joven con una expresión indefinible, entre triste y contrariada- creo haber olvidado comentarle que estoy…estuve comprometida con un oficial de la Kriegsmarine. [*]

[*] Kriegsmarine: Era la Armada de la Alemania nazi (1935 y 1945). Reemplazó a la Marina Imperial que combatió en la Primera Guerra y a la Reichsmarine de la República de Weimar. Era una de las tres ramas de la Wehrmacht, las fuerzas armadas unificadas del Tercer Reich. Estaba dotada de submarinos,

Giulio trató de sobreponerse a la inesperada revelación. Sintió una punzada en su pecho y sus piernas experimentaron un ligero temblor. - ¿Dónde se encuentra él ahora? –preguntó Giulio con voz grave, con ira contenida. - Él está ahora en compañía de Dios –contestó ella, tratando de que su compostura no se quebrara con un repentino llanto – Se entregó a su patria y a su deber… El prometido de Helga había muerto en combate, durante los enfrentamientos entre el Graf Spee [**] y el Exeter de la Real Marina Británica en el Río de la Plata. Había demostrado valentía e indeclinable lealtad hacia el Reich por lo que fue condecorado con la Cruz de Hierro. El propio Führer había entregado la ilustre condecoración a la familia del oficial caído. Helga, durante meses, guardó luto riguroso. - Pero usted es un caballero y con esa condición tal vez podríamos compartir alguna caminata por Roma…- sugirió ella con timidez. El corazón del traductor dio un vuelco y sintió que se aflojaba la tensión en su espalda, sin embargo, no encontraba las palabras para responder a la sugerencia de Helga. La miró fijamente como un náufrago que busca un salvavidas y se dejó llevar por el celeste piélago de aquellos ojos. - Tal vez usted me enseñe a amar las bellezas milenarias de esta ciudad eterna…- dijo ella y le extendió su mano a modo de despedida.

fragatas, acorazados, acorazados de bolsillo, cruceros y destructores. Su comandante en jefe era Adolf Hitler, quien ejercía su autoridad a través del Oberkommando der Marine, el Alto Mando de la Marina. [**] El Admiral Graf Spee fue un crucero pesado de la clase Deutschland —también llamados «acorazados de bolsillo»— que sirvió con la Kriegsmarine de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Al igual que sus buques gemelos, estaba diseñado para desarrollar gran velocidad. Sólo podía ser alcanzado por unas pocas naves francesas y británicas. Treinta y tres oficiales y 586 marineros componían su tripulación. Fuertemente armado, el buque también trasladaba dos hidroaviones Arado Ar-196 con una catapulta para su despegue. Fue el primer barco de guerra alemán en contar con equipo de radar. Enviado al Atlántico Sur en las semanas previas al estallido de la Segunda Guerra Mundial tenía la misión de interceptar a los buques mercantes que pudieran llevar pertrechos a los aliados. A partir de septiembre de 1939 y en dos meses y medio, el corsario alemán hundió nueve barcos infligiendo grave perjuicio al enemigo. El 13 de diciembre de ese año debió enfrentar a tres cruceros británicos en la batalla del Río de la Plata, en cuyo transcurso dañó gravemente a las naves enemigas pero sufrió desperfectos que lo obligaron a recalar en el puerto de Montevideo, Uruguay. Falsos rumores manipulados por la inteligencia británica convencieron a su comandante, Hans Langsdorff de que se hallaba rodeado por numerosas fuerzas enemigas listas para atacarlo. Ante la encrucijada, Langsdorff ordenó echarlo a pique el 17 de diciembre de 1939, como un recurso extremo para que no cayera en poder de los ingleses. La tripulación fue recogida por un remolcador argentino. Dos días después, Langsdorff se suicidó de un disparo en la habitación de un hotel de Buenos Aires, vestido con su uniforme de gala y abrazado a la bandera de combate del Graf Spee.

Capítulo II EL PLAN MAESTRO “OPERACIÓN GUARIDA DEL ZORRO“ Era un hermoso fin de semana seco, soleado; apenas unas nubes viajaban cansinamente por el cielo. Adolf Hitler estaba sentado solo, pensativo. Si bien estaba convencido de que la guerra le era favorable, se sentía preocupado. La realidad que se empeñaba en negar ante los demás, latía en su fuero íntimo con una perspectiva inquietante. Estados Unidos y Rusia aliados podrían constituir un problema futuro de difícil solución; tal unión podría significar el fin del conflicto bélico y la destrucción de Alemania. En sus manos sostenía un periódico inglés que le había llegado por vía diplomática desde la embajada en Madrid. Por cuarta vez leyó un párrafo del discurso de Churchill, remarcándolo con un lápiz rojo.

”Cuando en vastas regiones de Europa, algunos viejos y gloriosos Estados caen bajo la odiosa dominación nazi y son sometidos al yugo de la Gestapo, nosotros continuamos irreductibles –declaró en la Cámara de los Comunes -. Incluso llegado el caso, que no espero, que nuestra isla fuera conquistada o forzada al hambre, nos quedaría el Imperio de ultramar para continuar desde allí la guerra bajo la protección de la Flota británica, hasta la hora señalada por Dios en que el Nuevo Mundo volcará toda su fuerza y todo su poder en la balanza para salvar al Viejo Mundo. Winston Churchill, primer ministro.”

Plegó el diario lentamente, llamó a Brückner, su ayudante, y le ordenó: - Vaya a buscar al señor Bormann para que se reúna conmigo a las 17. Haga los preparativos para que nadie, salvo nosotros, estemos al tanto de la reunión. A las 5 de la tarde en punto, Martín Bormann [*], secretario privado del Führer, ingresó a la sala de reuniones y saludó formalmente a su superior. Hitler lo invitó a sentarse, pidió que

[*] Martin Bormann (junio de 1900 – mayo de 1945?) fue uno de los más poderosos e influyentes oficiales del Tercer Reich. Acumuló extenso poder como jefe de la Parteikanzlei (Cancillería Nazi) primero, luego como adjunto de Rudolf Hess y finalmente como secretario privado de Adolf Hitler. Creó una enmarañada burocracia para forzar su participación en las instancias de decisión. Se unió al partido Nazi en 1927 y a las SS en 1937. Gracias a su habilidad administrativa, tuvo el control de las finanzas personales de Hitler y pronto también, de las del partido. Manejaba en su beneficio las intrigas políticas y las luchas internas de la organización nazi. Antisemita fanático, firmó en 1942 el decreto que instituyó la Solución Final como forma de resolver "la Cuestión Judía" a través del exterminio sistemático en los campos de concentración. Permaneció con Hitler en el bunker de la Cancillería hasta el final de la guerra. En abril de 1945, junto a Goebbels y Hans Krebs, firmó el Testamento del Führer y asistió a la ceremonia civil en que Hitler y Eva Braun contrajeron matrimonio, poco antes del supuesto suicidio de la pareja, cuyos cuerpos jamás se encontraron. El 1 de mayo, Bormann abandonó el bunker con el médico de la SS Ludwig Stumpfegger, el líder de las Juventudes Hitlerianas, Artur Axmann, y el piloto personal de Hitler, Hans Baur. En medio del caos que siguió al final de la guerra, surgieron indicios contradictorios sobre su paradero. Se dijo que huyendo de los soviéticos, se había suicidado en las cercanías de la Estación Lehrter, en Berlín Oeste. Otras versiones, en cambio, indicaron que había sido visto en la España franquista y en Argentina. En noviembre de 1945, ante la falta de evidencias sobre su muerte, el Tribunal Internacional Militar lo juzgó in absentia, por los cargos de conspiración, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Numerosas organizaciones, incluyendo a la CIA y al gobierno alemán intentaron en vano localizarlo. En 1998 se informó que, tras una excavación en Berlín, sus restos habían sido hallados e identificados mediante exámenes de ADN cotejados con material genético de sus familiares. Tras dicha identificación, los supuestos restos de Bormann fueron incinerados y sus cenizas

trajeran dos tazas de té y ordenó que nadie los molestara hasta nuevo aviso. Cuando el mayordomo se marchó y los dos hombres quedaron solos, el Führer leyó con voz irritada el párrafo del discurso de Churchill. - Dígame Bormann, ¿Qué opina usted sobre esto? - Es casi un hecho que pronto estarán derrotados, mein Führer –afirmó Bormann. Hitler permaneció callado unos segundos, como si buscara en su mente las palabras correctas para continuar. - No lo creo, no lo veo así. – Dijo - Por el contrario me parece que están más fuertes que nunca; los servicios de inteligencia me han informado del apoyo económico y militar de Estados Unidos. Bormann permaneció en silencio, sin hacer intento de tomar la taza de té que humeaba frente a él. Hitler se estiró hacia atrás en su sillón y dio unos suaves golpecitos con su mano derecha sobre la antigua mesa de roble, sobre cuya superficie había algunas marcas que evidenciaban el uso y el paso del tiempo. Miró la puerta, con cierta desconfianza y luego volvió la vista a su secretario. - Pero ése no es el punto que quiero tratar… Todo estratega tiene que estar preparado para perder una batalla, reagruparse y ganar la guerra, así le lleve cien años… - dijo como si hablara consigo mismo, y continuó - Deje que le pregunte…¿cuál es nuestro imperio de ultramar? - Sudamérica – respondió Bormann, sin dudar. - Exacto, así es…. ¿Y quién cree usted que es nuestro hombre más versado en esas latitudes? - El almirante Canaris, mein Führer, – respondió nuevamente sin dudar Bormann - él estuvo recorriendo Chile y Argentina, conoce la región mejor que nadie. Además, por informes de mis agentes infiltrados en la Abwehr [*], sé que la KO [**] en Argentina está realizando un excelente trabajo. Bormann hizo una pausa para escrutar la reacción de Hitler a sus comentarios, pero el Führer se mantenía cabizbajo y reconcentrado.

arrojadas en el Mar Báltico en agosto de 1999. El cazador de nazis Simon Wiesenthal siempre sostuvo que Bormann estaba viviendo en Sudamérica. [*] La Abwehr era la organización de inteligencia y contrainteligencia militar alemana. Operó desde 1921 hasta 1944. Fue creada tras la creación de la República de Weimar y estuvo activa hasta la caída de la Alemania Nazi. Como una concesión a las demandas de los aliados, el término Abwehr (en alemán: defensa) apuntaba a que las actividades de inteligencia alemanas tras la I Guerra Mundial tuvieran sólo un propósito "defensivo". Su nombre fue modificado en febrero de 1938, pasando a denominarse "Departamento/Oficina De Ultramar en el Alto Mando de las Fuerzas Armadas" (Amt Ausland/Abwehr im Oberkommando der Wehrmacht" en alemán). El Jefe de la Abwehr informaba directamente al Alto Mando alemán (OKW) y a Adolf Hitler. [**] Kriegsorganisationen: en los países neutrales, como España, la Abwehr infiltraba sus agentes insertándolos como personal de las Embajadas alemanas o miembros de misiones comerciales. Esas posiciones eran identificadas como "Organizaciones de guerra" ("Kriegsorganisationen" o KO'S" en alemán).

- Hace tiempo que agentes de la KO operan comprando estancias, bancos y medios de prensa –prosiguió el secretario--, de igual modo, instalan fábricas alemanas; de ser necesario, mein Führer, el IV Reich podría organizarse desde Argentina. Hitler movió levemente la cabeza haciendo un gesto afirmativo. Reflexionó un instante y luego levantó la vista hacia Bormann. - Huelga mencionar que nuestra conversación es absolutamente secreta –dijo con tono calmo el Führer-. La semana próxima debe organizar una reunión confidencial con el almirante Canaris y con el jefe de la Kriegsmarine, el almirante Döenitz; creo que ambos serán muy necesarios… Al día siguiente, el comandante en jefe de la Kriegsmarine, almirante Karl Döenitz [*], quedó sorprendido por el mensaje de Hitler ordenándole concurrir en forma urgente a su cuartel general, el “Führerhauptquartier Wolfsschanze” o la Guarida del Lobo, tal era el nombre en clave de uno de los mayores cuarteles militares de Adolf Hitler. Se encontraba en la aldea de Gierloz, cerca de Rastenburg, en la Prusia Oriental. Había sido construido en 1941 especialmente para la gran ofensiva sobre Rusia. Era un enorme complejo de ochenta edificios camuflados, con casi cincuenta bunkers. Para su máxima seguridad fue rodeado por extensos campos minados, cercos electrificados con alambres de púas, con numerosos puestos de control e inmerso en un majestuoso y tupido bosque que lo hacía virtualmente invisible desde el aire. La orden secreta de Hitler indicaba llevar los planos de los sumergibles Clase XXI que todavía estaban en la etapa de ensayo, los mapas del Atlántico Sur, con todos sus grids [**] detallados. Conociendo el pensamiento del Führer, Döenitz puso manos a la obra y ordenó que le reservaran un lugar en un avión transporte ligero. Tendría que recorrer velozmente los casi 700 kilómetros que separaban Berlín de Rastenburg. Cuando llegó al aeropuerto de Tempelhof se encontró con la sorpresa de que también el almirante Canaris [*], jefe de la Abwehr, estaba esperando el mismo vuelo.

[*] Karl Döenitz nació en Berlín, el 16 de septiembre de 1891. Marino de carrera, participó en las dos grandes guerras. Con el grado de Gran Almirante, estuvo al mando de la Kriegsmarine desde enero de 1943 hasta el final de la contienda. El 30 de abril de 1945 Adolf Hitler lo nombró su sucesor como Presidente del Reich, cargo que desempeñó hasta el 23 de mayo de 1945, cuando fue detenido por orden de la Comisión Aliada de Control. El 8 de mayo de ese año había ordenado firmar la rendición de Alemania. Fue juzgado en Nüremberg por crímenes de guerra. Declarado culpable, recibió una condena a diez años de prisión, que cumplió en Spandau. Salió en libertad en octubre de 1956 y se retiró a vivir en una aldea cercana a Hamburgo donde se dedicó a escribir sus vivencias durante el conflicto. Murió el 24 de diciembre de 1980 a los 89 años. [**] Grid: Cuadrícula usada por la Kriesgmarine en las cartas de navegación para determinar rápidamente mediante radio o máquinas de claves la ubicación en el mar [*] Wilhelm Franz Canaris nació el 1 de enero de 1887, en el seno de una familia de alta alcurnia. A los 17 años ingresó en la Marina Imperial Alemana y durante la Primera Guerra sirvió como oficial de inteligencia, actividad en la que se destacó a lo largo de toda su carrera. Hablaba perfectamente el inglés y el español. En noviembre de 1914, tras una derrota frente a una escuadra inglesa en el

En la pista, ronroneaba el avión personal de Hitler, el famoso JU 52 identificado con la matricula D-2600. Döenitz y Canaris se saludaron formalmente y subieron al avión que en pocas horas los llevaría a la misteriosa reunión. Eran los dos únicos pasajeros, así que inspirados por la confianza de la situación, intercambiaron información sobre la marcha de la guerra. Canaris le confesó que le habían solicitado llevar el detalle de toda la organización de espías que la Abwehr tenía montada en Sudamérica, especialmente en Buenos Aires. Döenitz quedó sorprendido por la red de espionaje que ya se encontraba operando en esa ciudad; también le sorprendió enterarse de que en el ‘41 el gobierno argentino había detectado dicha red, gracias a espías británicos infiltrados que ejercían fuerte influencia sobre los políticos de aquel país. - Trataron de desarticular nuestra red – comentó Canaris- pero por suerte, tenemos buenas relaciones con el ejército argentino; una incipiente facción que nos apoya nos avisó a tiempo de la maniobra; así pudimos salvar la mayor parte de nuestro personal, equipos de comunicaciones, y los fondos que tenemos depositados en varios bancos. Sin preocuparse por ocultar un dejo de orgullo, Canaris le contó que la organización también había incorporado a su patrimonio fábricas y estancias a lo largo de todo el territorio argentino. Döenitz arqueó las cejas y quiso preguntar algo, pero su interlocutor estaba tan sumido en su relato que no le dio tiempo. - Controlamos gran parte de las costas de la Patagonia que nos son indispensables para mantener en secreto el desembarco de nuestros buques y U-boots; –̶ continuó Canaris con gesto serio - la embajada en Buenos Aires logró establecer una red de espías que dependen directamente del Estado Mayor y del Alto Comando del ejército alemán; y la dirección de tropas de asalto, de la Wehrmacht. - Entonces ¿usted sugiere que Hitler planifica invadir Argentina? -exclamó asombrado el almirante Döenitz. - No – contestó tranquilamente Canaris – pero tenemos la plataforma lista para tomar el poder con nuestra fuerza militar de ultramar y crear el IV Reich cuando el Führer lo crea oportuno. - ¿Y quién es el genio que armó semejante organización? – inquirió nuevamente Döenitz, sin ocultar una genuina curiosidad.

Atlántico sur, se refugió en Chile. En agosto de 1915, provisto de un pasaporte chileno conseguido por agentes de la embajada alemana en Buenos Aires, a nombre de Reed Rosas, Canaris viajó hacia Osorno y luego a la localidad fronteriza de Puyehue, desde donde huyó hacia la Argentina, cruzando la cordillera de los Andes, a caballo y solo. Tras pasar la frontera se dirigió a Bariloche, donde nuevamente recibió ayuda para embarcarse hacia Alemania. Su hazaña le valió prestigio y reconocimiento. Posteriormente, se le envió a trabajar a la embajada alemana en Madrid, donde estuvo un año haciendo contraespionaje. Más tarde fue asignado como comandante de un submarino en el Mediterráneo, acreditándosele 18 hundimientos, por lo cual fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primera Clase. Acérrimo anticomunista, se cree que en 1918, habría planeado el asesinato de los líderes comunistas alemanes Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. En la Segunda Guerra, llegó a ser almirante, conduciendo la inteligencia de la Kriegsmarine. Fue jefe de la Abwehr y uno de los cabecillas en varias conspiraciones contra Hitler, principalmente en la Operación Valquiria, en julio de 1944, por la que fue condenado a la horca. Murió en el Campo de concentración de Flossenbürg, el 9 de abril de 1945.

- Usted debe saber que los oficiales y tripulación del Graf Spee se mueven con soltura en toda Argentina – explicó el jefe de la inteligencia dibujando un círculo con su mano derecha - el capitán Walter Kay, que era el SS que controlaba a Langsdorff, es el genio de la maquinaria. Döenitz asintió con una leve mueca que pretendía ser una sonrisa. Dijo: - Si, lo sé, hay oficiales y subalternos que crea usted o no, están peleando de nuevo en nuestra gloriosa marina… - En efecto, tengo la sospecha de que Himmler organizó su propia red de espías SS, controlando y vigilando todo, como es su costumbre – comentó Canaris con un dejo intrigante en su voz - mis informantes me dicen que su Jefe de Estado Mayor, el general von Alvensleben, está cumpliendo una misión importante en Buenos Aires, por supuesto con otro nombre y otra identidad. Cuando la charla se estaba poniendo interesante para ambos, el Junkers descendió en la pista de destino y al cabo de un momento, ambos viajeros estaban cómodamente sentados en un auto que Hitler había enviado, recorriendo raudamente los 14 kilómetros de caminos sinuosos y ocultos que separaban el aeropuerto de la “wolfsschanze”. Una vez que hubieron franqueado las múltiples guardias de prevención, el mismo Führer los estaba esperando. Se lo notaba de muy buen ánimo; tenía un semblante descansado y sereno. - Bienvenidos a mi refugio – dijo saludando a sus dos invitados - espero que hayan tenido un buen viaje. - Excelente, mein Führer – respondieron al unísono los almirantes. - Supongo que trajeron la documentación que pedí – quiso saber Hitler. - Por supuesto, mein Führer – volvieron a responder. Hitler los miró con una mirada indescifrable, que no coincidía con la leve sonrisa que esbozaba. Una mirada desconfiada, escrutadora. - Me alegro que así sea, por la Gran Alemania y por vuestro futuro – dijo secamente. Un inesperado escalofrío recorrió el cuerpo de Canaris y Döenitz. A pesar de su experiencia y de los avatares que habían sorteado a lo largo de su trayectoria militar, sentían una incómoda inseguridad ante Hitler, cuyo carácter explosivo e irascible era conocido por todos. Sabían que el hombre podía enfurecerse en cualquier momento, por razones aparentemente nimias, y que tales arrebatos habían causado la caída en desgracia de generales y almirantes, ya fuese por decisión del propio Hitler o por recomendación de la SS liderada por Heinrich Himmler. - Caballeros, pasemos a la sala de situación –invitó el Führer. Una vez todos ubicados en torno a una inmensa mesa, Hitler desplegó un mapa de Alemania y otro de Europa, con señales colocadas en España, Italia y Austria. Pidió a Döenitz

que expusiera los planos del submarino secreto XXI, las cartillas de navegación del Atlántico Sur y sus respectivos grids a fin de situar las comunicaciones vía Enigma [*] para los U-boots. Mientras Döenitz colgaba sobre una de las paredes los planos indicados; el jefe de inteligencia Wilhelm Canaris sacaba de su portafolio un voluminoso informe. Antes de mirar los planos y el informe, Hitler les mostró el diario inglés donde aparecía el discurso de Winston Churchill que tanto le obsesionaba. Leyó pausadamente y por enésima vez el discurso y mirando fríamente a los ojos de los hombres que a su vez lo observaban intrigados, les espetó: - Bien, caballeros, su tiempo ha llegado; en caso de ser necesario, quiero que tengan todo listo para que mi próxima wolfsschanze sea en Argentina. Hemos de poner a salvo a Alemania para que no caiga en las garras de Stalin. Construiremos el IV Reich desde el sur de América. Hitler llamó a un asistente, pidió un refrigerio consistente en café fuerte para los almirantes y un té para él. Los tres hombres se sentaron en una pequeña mesita que estaba en un extremo de la sala de situación. Los almirantes sólo hablaban para responder consultas del Führer. Hitler, por el contrario, no dejaba de referirse a la traición de los ingleses, la ineficacia de sus generales y los malditos rojos de Stalin. - Los aliados no saben lo que les espera si Alemania pierde la guerra –señaló con inquietud - esos malditos no tienen idea… Churchill es un borracho fanfarrón que está sometiendo a su pueblo a la furia de nuestras armas secretas. A medida que hablaba, sus ojos brillaban afiebrados, su rostro se enrojecía y su voz se elevaba adquiriendo una sonoridad particular. - Le propusimos una paz honrosa, – prosiguió con vehemencia - dejamos que se marcharan de Dunkerque y el miserable nos paga con desprecio…la gran potencia que fueron será aplastada por nosotros y por los rusos, y el imperio americano se convertirá en una nueva potencia. Los almirantes asentían con gesto adusto, sin articular comentario alguno, pero dando muestras de aprobación y coincidencia. Sabían que no era momento para disidencia de opinión o enfoque. También sabían que cuando el Führer comenzaba a relatar sus elucubraciones, interrumpirlo era una imprudencia mayúscula. Su verborragia era infinita, iracunda, y solemne. - Ese miserable e infame inglés, primero aceptó la mediación de Hess, luego lo traicionó y ahora el pobre Hess está en prisión; ¡es un rastrero de la peor calaña! – tras decir esto, Hitler pegó un furibundo golpe de puño sobre la mesa; sus ojos enardecidos presagiaban una de sus rabietas, pero un instante después se calmó, para sorpresa de sus visitantes. -…Bueno…volvamos a nuestro trabajo…- dijo, como despertando de un mal sueño y enfocándose en el plano del submarino.

[*] Enigma: máquina codificadora cuyo sistema estaba basado en un mecanismo de cifrado rotativo. Durante años, sus mensajes resultaron inexpugnables. Hubo varios modelos que se utilizaron en Europa a partir de 1920. Fue adoptada por las fuerzas militares de Alemania desde 1930. Sus códigos secretos fueron finalmente descifrados por los aliados, quienes a partir de entonces, pudieron acceder a los mensajes que enviaban los nazis. Este hecho es considerado clave en acelerar el final de la Segunda Guerra Mundial.

- Por fin tendremos el arma que nos está faltando para hundir a todas las flotas del mundo; – sentenció señalando insistentemente el dibujo de la nave y agregó - ahora, almirante, quiero que prepare dos submarinos, lo más rápido posible, que tengan todas las comodidades, baños privados, circulación de aire fresco, camarotes individuales, los mejores equipos de radar y comunicación, y que también puedan transportar carga pesada. - De inmediato, mein Führer – se apresuró a decir Karl Döenitz, mirando primero a Hitler y luego al jefe de la inteligencia. Frunció los labios y el entrecejo, como si intentara calcular el tiempo o la dificultad de la tarea que tenía que encarar. - Usted, Canaris, vaya buscando los mejores agentes para enviar a Buenos Aires – ordenó Hitler sin quitar la vista de los mapas- A ambos les pido también que me presenten antes de treinta días, un listado completo de agentes, armas, documentos, dinero, oro lo que sea necesario para efectuar la operación, además, una lista de desembarco y lugares donde armar la nueva guarida del zorro. - Cuente con ello, mein Führer, tengo el agente ideal y le aseguro que en no más de quince días, estará en su poder el plan completo – el jefe del servicio de espionaje hizo una pausa como para ver el efecto de sus palabras y evaluar la reacción de Hitler, y agregó – No olvide que conozco Argentina y España mejor que nadie. Tiempo atrás, Wilhelm Canaris había recorrido Argentina y Chile desde las desoladas costas patagónicas hasta las fronteras de ríos y selva que unen el norte argentino con Brasil y Paraguay. No sólo conocía el terreno, sino la gente, las costumbres y los resortes políticos que permitían desarrollar eficientemente una operación como la que estaban a punto de poner en marcha. Para tranquilizar a Hitler o tal vez para convencerlo de que podía confiar en él, comentó con satisfacción: - Le aseguro que tenemos más agentes, refugios, estancias, armas y soldados de los que usted imagina, mein Führer. Sudamérica está bajo control. Hitler hizo un gesto de aprobación y sus hombros se relajaron un poco; levantó las cejas y la tensión en su rostro se ablandó. Era notorio que la lealtad y eficiencia de sus visitantes lo habían calmado y le brindaban seguridad. - A la brevedad quiero tener en mis manos el plan completo – expresó cambiando su actitud. Había pasado de un violento acceso de furia a un entusiasmo casi infantil en cuestión de minutos. - Dispongan de todos los medios que sean necesarios, tengan presente que sólo reportarán a mí personalmente, y que este plan tiene carácter de secreto de Estado. El Führer quería mantener su plan a salvo, para evitar que sus ministros interpretaran la maniobra como un indicio de inminente derrota y se desmoralizaran; pero también buscaba impedir la creación de condiciones propicias para un complot en su contra. Sabía que ya se estaban gestando algunas acciones conspirativas y nada lo enfurecía más que aquello que él juzgaba como una traición. - Caballeros, pueden retirarse y comenzar a trabajar; no quiero improvisaciones –advirtió en tono tranquilo, casi amistoso – Deberán idear un plan de contingencia, como corresponde; si Churchill lo tiene, nosotros también debemos tener alternativas ante lo imprevisto.

Los acompañó hasta la salida. El chofer estaba esperando a los visitantes, parado junto al Mercedes Benz. Cuando vio que los hombres salían de la residencia, tomó posición de firme y saludó con el brazo en alto, haciendo sonar los tacos de sus botas. Ambos almirantes subieron prestamente y el auto comenzó a rodar por el camino de ripio que discurría por el hermoso bosque de pinos; luego de cruzar las sucesivas barreras de vigilancia, el Mercedes tomó la ruta que conducía al aeropuerto. Al llegar a la terminal aérea, observaron que el Junkers Ju 52 D-2600 ya tenía los motores en marcha. Sin demora, subieron con paso firme al avión personal de Hitler y en pocos minutos, estaban rumbo a Berlín. Se sentaron en el sector medio del avión, como para alejarse del ruido de los motores y mantener su conversación lejos del oído de la tripulación. - ¿Puedo preguntarle, Gran Almirante, qué opina? – soltó Canaris mirando con sumo interés a su interlocutor. - Estimado Wilhelm, yo no opino - respondió Döenitz con gesto adusto; sentía cierta desconfianza ante las preguntas del jefe de la inteligencia- Creo simplemente que debemos comenzar a cumplir nuestras órdenes; tenemos pocas semanas y mucho trabajo por delante. - No se preocupe, – dijo Canaris adivinando la reserva de Döenitz y con un tono que pretendió ser amigable, aclaró – tenemos los recursos financieros, los planos, las comunicaciones, los hombres y los contactos necesarios para que en tres semanas o antes podamos cumplir las órdenes del Führer. Döenitz cambió ligeramente su actitud y las facciones de su rostro se distendieron. Puso las manos sobre sus rodillas y respiró con cierto alivio. Sentía poca simpatía por el jefe de espionaje pero reconocía que era un hombre inteligente y expeditivo. Observando que sus palabras tenían un efecto positivo en su interlocutor, Canaris prosiguió: - Comprenderá usted que en esta instancia la cooperación y la coordinación son vitales. - Estoy de acuerdo, por otra parte, tendremos que estar preparados porque los acontecimientos podrían precipitarse –comentó Döenitz haciendo un esfuerzo para establecer alguna empatía con Canaris – Es preciso que trabajemos con máxima discreción y total obediencia a nuestro Führer. - Sí, entiendo su posición –dijo Canaris, dispuesto a abordar sin ambigüedad el tema que proyectaba una sombra de duda en su camarada – las intrigas están a la orden del día, Karl, tal vez incluso yo llegue a ser una de la próximas víctimas; Bormann y Himmler están divulgando falsos rumores sobre mi persona…y si logran convencer a Hitler, mis días están contados…, pero Alemania para mí está por encima de todo, así que estoy dispuesto a enfrentar mi destino cuando corresponda. Wilhelm Canaris había nacido en el seno de una familia perteneciente a la alta sociedad de Aplerbeck, en Westfalia; había recibido una educación privilegiada y dominaba el inglés y el español con fluidez. Ostentaba una carrera militar brillante y por sus actuaciones en la Primera Gran Guerra había sido condecorado con la Cruz de Hierro. Era profundamente anticomunista, pero desaprobaba la brutalidad contra los judíos y las atrocidades que cometían los extremistas nacionalsocialistas. Esa postura lo había puesto en la mira de la Gestapo y la SS.

Döenitz, quien había hecho una carrera igualmente brillante y había recibido varias condecoraciones, sintió una leve punzada de admiración por su interlocutor; levantó las cejas, resopló sonoramente y miró hacia un punto indefinido a través de la ventanilla del avión. Era evidente que el giro que había tomado la conversación lo ponía incómodo. Hizo un esfuerzo para encontrar las palabras justas para salir de esa situación y buscó en vano en lo más profundo de su mente. - No me corresponde juzgar esas circunstancias, herr kommandant – dijo Döenitz, tras lo cual hizo un pesado silencio -… en el transcurso de esta semana iré a verlo a su oficina en Berlín e intercambiaremos información para preparar nuestra misión según los deseos del Führer. - Almirante, en mis oficinas hay demasiados micrófonos y gente infiltrada – dijo Canaris con una triste sonrisa, - yo le avisaré por intermedio de un hombre de mi confianza y nos encontraremos en un lugar secreto por la noche. - Haremos como usted considere mejor; esperaré su llamada. Llegaron al Tempelhof casi al anochecer; tras el aterrizaje, tomaron rumbos diferentes y ambos desparecieron en sendos vehículos con derroteros desconocidos. Wilhelm Canaris aprovechó toda la noche y buena parte del día siguiente para descansar, reponer energías y comenzar a desarrollar su plan. Apenas llegó a su despacho, se sentó en su escritorio y llamó a su asistente. - Vayan a esta dirección -dijo extendiendo un trozo de papel a su ayudante- Busquen al señor Giulio Fochi Werner; deben llevarlo discretamente esta noche al castillo. Luego, salió de su despacho y enfiló hacia los intrincados pasadizos que habían sido construidos bajo el sótano del edificio donde funcionaba la Abwehr. Caminó por sucesivos pasillos hasta la sala de mensajes encriptados y ordenó al operador que enviara el siguiente mensaje con clasificación ‘Urgente -Prioridad 1’.

"Al Gobernador de París, Francia, General de Infantería, Dietrich von Choltitz, por orden del Führer debe despachar inmediatamente a Berlín al Coronel Hans von Baudach, bajo estricta reserva, poniendo un avión de cualquier tipo para su traslado, incluso un caza biplaza o un transporte con escolta. Von Baudach debe presentarse en mi despacho en el 74-76 de la Tirpitz Ufer. Firmado, Wilhelm Canaris, Jefe del Servicio de inteligencia“.

Tras comprobar que el mensaje se había enviado, volvió a su oficina, y se abocó a revisar el contenido de una carpeta de color naranja (eran sus favoritas para los casos clasificados como ultra secretos) rotulada como “Operación Guarida del Zorro”. Allí había planos, nombres, detalle de materiales y todo tipo de información sensible sobre Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, el Atlántico Sur, Italia, Austria, Alemania, España, las Islas Canarias. Había también información sobre instrumentos de comunicación en barcos y aviones de bandera neutral, como podían ser españoles o italianos. El jefe de espionaje pasó toda la tarde repasando datos, cifras, reportes de agentes encubiertos, sobre todo las fichas personales de Giulio Fochi Werner y el Coronel Hans von

Baudach. Los había escogido por varias razones; ambos deseaban una Alemania grande y poderosa, pero no eran fanáticos y no respondían a las SS; Fochi Werner, agente encubierto del servicio de inteligencia, y von Baudach, un soldado fiel a su ejército y a su patria. Canaris valoraba especialmente que ambos habían vivido en Argentina, sobre todo en Buenos Aires; podían pasar por inmigrantes italianos o alemanes, y tenían fluidos contactos en ambas comunidades; eran valientes, arrojados y leales. Esperaba reunirse con ellos para explicarles su plan y pedirles que desarrollaran sus propias estrategias. Como todo buen espía, Canaris encontraba interesante y provechoso observar distintas visiones y razonamientos sobre cómo encarar un mismo problema; entendía que ésa era una de las maneras más atinadas de juzgar el carácter y comportamiento de una persona. Posteriormente, programaría una segunda reunión con sus dos agentes de confianza más el almirante Döenitz, en el castillo secreto en las afueras de Berlín. Deseaba coordinar acciones, receptar comentarios y sugerencias de cada uno. Sabía que eran hombres de palabra, capaces de llevar a cabo acciones con determinación guardando el más cerrado secreto; no eran vulnerables, lo que permitía tener un nivel aceptable de seguridad respecto de su entereza en caso de que fuesen capturados. Canaris también apreciaba en sus colaboradores favoritos la condición de decir la verdad siempre, aunque tal actitud resultase incómoda y hasta peligrosa. Tanto Fochi Werner como von Baudach eran capaces de debatir con fundamentos y criticar cualquier aspecto que, a su juicio, pareciera imprudente o mal planificado y que pudiera poner en riesgo el plan. Ese rasgo era una virtud que él mismo poseía y que valoraba particularmente en Döenitz; de hecho, eran los únicos que se atrevían a disentir con Hitler si algo no les parecía correcto. Canaris sabía perfectamente que si en algo lo estimaba el Führer era por esa característica y que en su fuero íntimo despreciaba a quienes lo adulaban pero que podían llegar a traicionarlo en circunstancias adversas. HIMMLER En una sala ascética y desprovista de todo objeto decorativo, se hallaban los capitostes de la banca alemana, los más influyentes empresarios y los principales líderes de la industria. Entre ellos, se destacaban Fritz Todt, el presidente del conglomerado I.G. Farben, Ferdinand Porsche, el arquitecto Albert Speer, el Dr. Heinrich Koppenberg, el Ing. Claudius Dornier, el Ing. Ernst Heinkel y el Profesor Wilhelm “Willy” Emil Messerschmitt, entre otros. Sobre su escritorio Heinrich Himmler [*] tenía una carpeta de color naranja, que abrió lentamente frente a la mirada expectante de las ilustres personalidades presentes; sacó una hoja donde se distinguía a simple vista el logo hitleriano.

[* ] Heinrich Luitpold Himmler (Munich, 7 de octubre de 1900 - Luneburgo, 23 de mayo de 1945) fue uno de los oficiales más poderosos del Tercer Reich. Era hijo de una familia conservadora de clase acomodada. Su padre utilizó las conexiones que tenía con la Familia real bávara a fin de conseguir que fuera aceptado como alumno en la escuela de oficiales, siendo destinado al batallón de reserva del 11.º Regimiento Bávaro en diciembre de 1917. La Primera Guerra concluyó cuando aún estaba en

- Caballeros, por mi intermedio, nuestro Führer les solicita un esfuerzo supremo de colaboración – dijo sin preámbulos - Desde que los Estados Unidos irrumpieron en esta guerra se nos ha presentado un grave problema; nuestras fábricas son vulnerables a su alcance y tarde o temprano, podrían destruirnos. Los hombres reunidos escuchaban con el ceño fruncido; exhibían un gesto de preocupación. El silencio reinante era como una telaraña viscosa de la cual todos deseaban huir. Ninguno hablaba y sólo se oía una voz, que, pese a las circunstancias, se notaba firme; algunos hasta creían haber detectado un tinte de ira y arrogancia. - De momento y debido a la distancia, ellos están a salvo de nuestras armas – continuó Himmler – por lo tanto, su producción de armamento supera con holgura lo que nuestros submarinos destruyen. Cada uno de ustedes recibirá del general un dossier con sus instrucciones. Se produjo un leve murmullo; los hombres buscaron con la vista al portador de la documentación con tan valioso contenido. No había manera de determinar si estaban contrariados o entusiasmados ante la situación que vivían. Los rostros permanecían impasibles, graves, pero serenos. Las noticias recientes no parecían haber causado un impacto negativo en el ánimo de las tropas ni de los altos mandos. La opinión de los industriales, sin embargo, era difícil de colegir. - De más está advertirles que el secreto de lo que aquí tratamos debe ser absoluto – manifestó el Reichsführer, tras lo cual los miró con severidad. Los presentes se pusieron de pie prontamente, comprendiendo que la reunión había concluido. - El Führer y Alemania agradecen vuestra contribución –dijo a modo de despedida Himmler. El grupo era reducido pero representaba claramente el poder económico y el futuro industrial del mundo occidental. Los hombres se saludaron entre ellos conscientes de su

entrenamiento. Entre 1919 y 1922, estudió agronomía en la Technische Hochschule de Múnich; para entonces ya era un antisemita fanático. Se unió al Partido Nazi en 1923 y a las SS en 1925. Tras ser nombrado por Hitler como Reichsführer-SS en 1929 logró transformar las SS de un pequeño batallón de 290 efectivos a una organización paramilitar de casi un millón de hombres. Creó la Oficina Central de Raza y Asentamiento (Rasse- und Siedlungshauptamt -RuSHA), un ente segregacionista, a través del cual implementó férreas políticas raciales. Reconocido por sus dotes organizativas, estableció y controló los campos de concentración. Se rodeó de subordinados eficientes, como Reinhard Heydrich, su estrecho colaborador en la Solución Final. Fue el principal arquitecto del Holocausto y el ideólogo de la ejecución masiva mediante el procedimiento de cámaras de gas, donde las víctimas eran asesinadas mediante la exposición al pesticida Zyklon B. A partir de 1943 se desempeñó como ministro de Interior del Reich y jefe de la Policía alemana, controlando a todas las fuerzas de seguridad, incluida la Gestapo (Policía Secreta del Estado). Hacia el final de la segunda Guerra, Hitler lo nombró comandante de los Grupos de Ejércitos Alto Rin y Vístula; pero conduciendo operaciones militares fracasó estrepitosamente y el Führer debió disponer su reemplazo. Sobre el final de la contienda y advirtiendo la inminente derrota de Alemania, intentó iniciar conversaciones de paz con los aliados sin el conocimiento de Hitler, quien al enterarse, lo destituyó en abril de 1945 y ordenó su arresto. Himmler trató de huir, pero fue detenido y tomado prisionero por fuerzas inglesas. Estando bajo custodia británica, se suicidó el 23 de mayo de 1945. Su cuerpo habría recibido inhumación secreta. Hasta el presente se desconoce el lugar donde habrían sido enterrados sus restos.

importancia y de su rol en ese particular momento de la historia. Todos sin excepción estaban convencidos de su capacidad para salvar a Alemania y coincidían en que el plan podía requerir perder una batalla para ganar la guerra en una instancia superior, y así recuperar su preponderancia como potencia mundial. Una vez que los invitados se hubieron retirado, Himmler se quedó a solas con el jefe de su estado mayor, el coronel SS Karl Ludolf von Alvensleben [*]. - Coronel, aliste su equipaje y prepárese para viajar a Buenos Aires; necesitamos conocer los movimientos de Canaris y Döenitz. Von Alvensleben asintió con la cabeza y haciendo sonar el taco de sus botas dijo: - Así lo haré, herr kommandant. - Quiero recibir información directa de mis oficiales de mayor confianza. – explicó Himmler - No confío demasiado en nuestros espías y sabemos que los malditos ingleses tienen muchas conexiones políticas en Buenos Aires. Lo ocurrido con el Graf Spee es un ejemplo de ello; por medio de la diplomacia, los ingleses lograron transformar una aplastante derrota naval en una victoria. Himmler quedó pensativo unos segundos y continuó: - No hay margen de error para este plan; usted contará con todos los recursos necesarios tanto en dinero como en hombres. En Buenos Aires encontrará tal organización y apoyo que le sorprenderán. El coronel volvió a asentir con la cabeza. Luego vio que su superior extrajo un sobre blanco de una carpeta que descansaba sobre su escritorio. Himmler le entregó el sobre en silencio. Había una carta, que había sido cuidadosamente plegada dentro del sobre; estaba escrita en papel color amarillo pergamino, con letras tipo góticas en relieve y tinta de oro como le gustaba usar a Hitler; sobre el ángulo superior izquierdo estaba el águila dorada con la esvástica entre sus garras, y al pie de la misma, firmaba el Jefe y Canciller de Estado. La misiva decía:

“El Coronel Karl Ludolf von Alvensleben actúa bajo mis órdenes directas y personales en un asunto de máxima importancia para el Reich. Todo el personal, tanto militar como

[*] Ludolf-Georg Hermann Emmanuel Kurt Werner von Alvensleben -tal su nombre completo - nació el 17 de marzo de 1901 en Halle, Alemania, Era hijo y nieto de generales prusianos, familiarmente le apodaban “Bubi”. Los Alvensleben eran una de las familias más tradicionales de la región. Eran propietarios de grandes extensiones de tierra y desde mediados del siglo XVIII eran también dueños del castillo de Schochwitz. En mayo de 1945, tras la caída del Reich, fue capturado en Berlín por soldados británicos y llevado al campo de prisioneros de Neuengamme, en Hamburgo. Allí se enteró de la detención y el suicidio de su jefe, Heinrich Himmler. En septiembre de 1946 se fugó escondido dentro del tanque de un camión que transportaba residuos. Huyó, como tantos otros, a la Argentina. En 1952 el gobierno de Perón le concedió la ciudadanía bajo el nombre de Carlos Lücke. Tras una breve estadía en Buenos Aires, se trasladó a Córdoba. Al principio a Villa María, donde se desempeñó como chacarero, y posteriormente se instaló en el valle de Calamuchita, donde vivió plácidamente hasta el final de sus días. Fue uno de los criminales de guerra de más alto rango refugiado en Argentina. Su residencia en el país era conocida por todos, los militares argentinos, los servicios de inteligencia locales, el Departamento de Estado norteamericano y los gobernantes de turno. En 1965, fue nombrado inspector de caza y pesca en Embalse de Río Tercero, uno de los mayores lagos cordobeses. Murió en Santa Rosa de Calamuchita, posiblemente el 1 de abril de 1970.

civil, sin distinción de rango, le asistirá de la forma en que él crea conveniente para el éxito de mis órdenes y el futuro de Alemania. Adolf Hitler.”

El coronel guardó rápidamente los papeles en su portafolio marrón, luego se cuadró, giró sobre sus talones y se puso en camino hacia las oficinas de la Abwehr. Sabía que a partir de ese momento, el tiempo era un lujo escaso que se agotaba rápidamente. Era consciente de que el plan diseñado por el Führer presentaba enormes desafíos y que Himmler confiaba en él para evitar situaciones indeseadas, especialmente para desbaratar cualquier conspiración que pudieran urdir los capitostes del servicio de inteligencia por quienes el jefe de las SS sentía particular aversión. Heinrich Himmler abrigaba continuas y crecientes sospechas respecto de las maniobras que desplegaba la Abwehr y de sus intricados manejos internacionales. Von Alvensleben tampoco sentía demasiada simpatía por los agentes de espionaje y, al igual que su jefe, la Abwehr le parecía una organización retorcida y poco confiable.