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El libro de las tierras vírgenes Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El libro de las tierrasvírgenes

Rudyard Kipling

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Numerosas son las consultas a especialistasgenerosos que exige una obra como la presente,y el autor faltaría, a todas luces, al deber que leimpone el modo como aquéllas han sido con-testadas, si dejara aquí de hacer constar su gra-titud para que tenga la mayor publicidad posi-ble.

Debo dar gracias, en primer término, al sa-bio y distinguido Bahadur Shah, elefante desti-nado a la conducción de bagajes, que lleva elnúmero 174 en el libro de registro oficial de laIndia, el cual, junto con su amable hermanaPudmini, suministró con la mayor galantería lahistoria de "Toomai el de los elefantes" y buenaparte de la información contenida en "Los ser-vidores de Su Majestad". Las aventuras deMowgli fueron recogidas, en varias épocas ylugares, de multitud de fuentes, sobre las cua-les desean los interesados que se guarde el másestricto incógnito. Sin embargo, a tanta distan-cia, el autor se considera en libertad para darlas gracias, también, a un caballero indio de los

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de vieja cepa, a un apreciable habitante de lasmás altas lomas de Jakko, por su persuasivaaunque algo mordaz crítica de los rasgos típi-cos de su raza: los presbipitecos (Género demamíferos cuadrúmanos cuya especie típicavive en Sumatra --N. del T.--), Sahi, sabio dili-gentísimo y hábil, miembro de una disueltamanada que vagaba por las tierras de Seeonee,y un artista conocidísimo en la mayor parte delas ferias locales de la India meridional dondeatrae a toda la juventud y a cuanto hay de belloy culto en muchas aldeas, bailando, puesto elbozal, con su amo, han contribuido también aeste libro con valiosísimos datos acerca de di-versas gentes, maneras y costumbres. De éstosse ha usado abundantemente en las narracionestituladas: "¡Al tigre! ¡Al tigre!", "La caza de Kaa"y "Los hermanos de Mowgli".

Deber de gratitud es igualmente para el au-tor el confesar que el cuento "'Rikki-tikki-tavi"es, en sus líneas generales, el mismo que le rela-tó uno de los principales erpetólogos de la In-

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dia septentrional, atrevido e independienteinvestigador que, resuelto "no a vivir, sino asaber", sacrificó su vida al estudio incesante dela Thanatofidia oriental. Una feliz casualidadpermitió al autor, viajando a bordo del Empera-triz de la India, ser útil a uno de sus compañe-ros de viaje.

Quienes leyeren el cuento "La foca blanca"podrán juzgar por sí mismos si no es éste unespléndido pago a sus pobres servicios.

LOS HERMANOS DE MOWGLIDesata a la noche Mang, el murciélago;en sus alas acarréala Rann, el milano;

duerme en el corral la vacaday de corderos duerme el atajo;

tras las reforzadas cercas se escondenpues hasta el amanecer con libertad vagamos.

Orgullo y fuerza, zarpazo pronto,prudente silencio: es nuestra hora.

¡Resuena el grito! ¡Para el que observa

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la ley que amamos, caza abundante!Canción nocturna en la selva.

En las colinas de Seeonee daban las siete enaquella bochornosa tarde. Papá Lobo despertó-se de su sueño diurno; se rascó, bostezó, alargólas patas, primero una y luego la otra para sa-cudirse la pesadez que todavía sentía en ellas.Mamá Loba continuaba echada, apoyado elgrande hocico de color gris sobre sus cuatrolobatos, vacilantes y chilones, en tanto que laluna hacía brillar la entrada de la caverna don-de todos ellos habitaban.

-¡Augr.! .-masculló el lobo padre-. Ya es horade ir de caza de nuevo.

Iba a lanzarse por la ladera cuando unasombra, no muy corpulenta y provista de espe-sa cola, cruzó el umbral y dijo con lastimeravoz: -¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que lade tus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcanfuertes dientes y que nunca, en este mundo, seles olvide tener hambre!

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El chacal Tabaqui, el lameplatos, era quienasí hablaba. Los lobos, en la India, desprecian aTabaqui porque siempre anda metiendo cizañade un lado para otro, sembrando chismes, co-miendo desperdicios y pedazos de cuero quebusca entre los montones de basura que hay enlas calles de los pueblos. Le temen, sin embar-go, aunque lo desprecian, por que Tabaqui, másque nadie en toda la selva, tiende a perder lacabeza y entonces olvida lo que es tener miedo,corre por la espesura y muerde a cuanto se lepone enfrente. Cuando Tabaqui pierde la cabe-za, hasta el tigre se esconde, porque lo másdeshonroso que puede ocurrirle a un animalsalvaje, es la locura. Los hombres le damos elnombre de hidrofobia, pero ellos la llaman de-wanee (la locura) y huyen al mencionarla.

-Bueno; entra y busca -dijo papá Lobo-. Sinembargo, te advierto que aquí no hay comida.

-No para un lobo -respondió Tabaqui-, peropara un infeliz como yo, un hueso constituyeun exquisito banquete. ¿Quiénes somos los Gi-

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durg-log (el pueblo chacal) para andar esco-giendo?

Y a toda prisa se dirigió al fondo de la ca-verna; allí encontró un hueso de gamo con algode carne aún adherida a él y se puso a comerloalegremente.

-Muchas, muchas gracias por tan excelentecomida -dijo luego relamiéndose-. ¡Ah! ¡Quéhermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos tangrandes tienen! ¡Y a pesar de ser tan jóvenes!. . .Pero esto no debiera causarme asombro, esverdad, pues basta recordar que los hijos de losreyes son ya hombres desde su nacimiento.Es inútil decir que, como otro cualquiera, Taba-qui sabía que no hay nada tan fuera de lugarcomo elogiar a los niños estando ellos presen-tes, y que le divertía por extremo ver en situa-ción embarazosa a mamá Loba y a papá Lobo.

Tabaqui permaneció inmóvil, gozando conel daño causado, y añadió luego, despechado:

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-Shere Khan el Grande ha cambiado de ca-zadero. Según me han dicho, cazará en estascolinas durante la próxima luna.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca delrío Waingunga, a cinco leguas de distancia.

-Ningún derecho le asiste para ello -protestóenojado papá Lobo-. De acuerdo con la ley dela selva, debe advertirlo debidamente antes decambiar de lugar. Asustará a toda la caza endos leguas y media a la redonda; y, en este ca-so, yo... yo he de trabajar el doble.

-Por algo su madre le puso por nombreLungri (el Cojo) -musitó mamá Loba-. Es cojode nacimiento, y por eso nunca pudo matarmás que ganado. Ahora lo persiguen los cam-pesinos de Waingunga, y se viene aquí a moles-tar a los nuestros. Ellos revolverán toda la selvabuscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros ynuestros hijos tendremos que huir cuando pe-guen fuego a la maleza. ¡Te digo que le estare-mos muy agradecidos a Shere Khan!

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-¿Quieren que se lo diga? -preguntó Taba-qui.

-¡Fuera! -replicó papá Lobo, enfadado-. ¡Fue-ra de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Ya hicistebastante daño esta noche!

-Me voy -dijo suavemente Tabaqui-. Desdeaquí puede oírse a Shere Khan allá abajo, en laespesura. Pude haberme ahorrado traerles estanoticia.

Escuchó atentamente papá Lobo, y allá, en elvalle que descendía hasta el río, oyó el seco,colérico, pérfido lamento del tigre cuando noha podido cobrar ni una sola pieza, y poco leimporta entonces que toda la selva lo sepa.

-¡lmbécil! -exclamó papá Lobo. ¡Vaya unamanera de empezar el trabajo metiendo seme-jante ruido! ¿Creerá acaso que nuestros gamosson como sus cebados bueyes de Waingunga?

-¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo que ca-za esta noche -respondió mamá Loba-. Lo quehoy busca es al hombre.

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El plañidero grito se había convertido ya enalgo como un zumbante ronquido que parecíallegar de todo el ámbito de la comarca. Eraaquel rumor especial que turba a los leñadoresy a toda la gente errante que duerme al raso, yque a veces los hace correr tan desatinados quese arrojan en las mismas fauces del tigre.-¡Al hombre!... -dijo papá Lobo mostrando ladoble hilera de blanquísimos dientes. ¡Jaug!¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranasen los pozos, para que ahora se le ocurra comercarne humana. ¡Y de añadidura en terrenonuestro!.

La ley de la selva -que nunca ordena algo sintener motivo para ello- prohíbe a toda fiera quecoma hombre, excepto en el caso de que éstamate para enseñar a sus pequeñuelos a matar;pero, aun en este caso, es necesario que cacefuera del cazadero de su manada o tribu. Laverdadera causa de esta disposición, es quetoda humana matanza trae consigo, tarde otemprano, los hombres blancos montados en

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elefantes y armados de fusiles, acompañadosde algunos centenares de hombres de color conbatintines, cohetes y antorchas. Y entonces atodo el mundo en la selva le toca sufrir. Por loque toca a la razón que entre sí se dan las fieras,es que alegan que el hombre es el más débil eindefenso de todos los seres vivientes, y que noes digno de un cazador poner la mano sobre él.Alegan también -y es cierto- que los devorado-res de hombres se vuelven sarnosos y pierdenlos dientes.

El ronquido se hizo más intenso y finalmen-te terminó con el ¡Aaar! que lanza el tigre a ple-na voz en el momento de atacar.

Se oyó entonces un aullido -impropio de untigre-, lanzado por Shere Khan.

-Erró el golpe -dijo mamá Loba-. ¿Qué suce-de?

Salió papá Lobo y corrió la distancia de unoscuantos pasos, y oyó a Shere Khan murmuran-do y gruñendo furiosamente, en tanto se revol-caba en la maleza.

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-A ese necio se le ocurrió nada menos quesaltar por encima del fuego encendido por unosleñadores, y se le quemaron las patas -dijo papáLobo, con mal humor, gruñendo-. Tabaqui estáallí, con él.

-Alguien sube por la colina -observó mamáLoba enderezando una oreja. Prepárate.

Crujieron levemente las hierbas en la espe-sura; papá Lobo se agachó, pronto a dar el sal-to, con los cuartos traseros junto a la tierra. Dehaber estado allí en acecho, hubieran podidover ustedes la cosa más maravillosa del mundo:en el preciso momento de estar saltando, sedetuvo el lobo. Brincó antes de haber visto co-ntra qué se lanzaba, y, repentinamente, trató dedetenerse. El resultado fue que salió disparadohacia arriba, verticalmente, hasta un metro ometro y medio de altura, y luego cayó de nuevoen el mismo lugar.

-¡Un hombre! -exclamó disgustado. Un ca-chorro humano. ¡Mira!

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Frente a él, apoyado en una rama baja, se er-guía, enteramente desnudo, un niño morenoque apenas sabía andar: una cosa, la más sim-pática y pequeña, la más fina y gordinflona quejamás se había presentado de noche ante la ca-verna de un lobo. Miró a éste cara a cara y serió.

-¿Es eso un cachorro de hombre? -dijo mamáLoba-. Nunca vi ninguno. Tráelo.

Un lobo, si es preciso, puede llevar un huevoen el hocico sin romperlo, pues está acostum-brado a mover de un lado al otro a sus propiospequenuelos; de esta manera, aunque se junta-ron las quijadas de papá Lobo sobre la espaldadel niño, ni un solo diente le arañó la piel, laque apareció intacta al colocarlo aquel entre loslobatos.

-¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡quéatrevido! -dijo dulcemente mamá Loba. El niñose abría paso entre los cachorros para arrimarseal calor de la piel-. ¡Vaya! Ahora come con losdemás. De mariera que éste es un cachorro de

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hombre, ¿eh? ¡A ver si hubo nunca un lobo quepudiera jactarse de contar con uno que estuvie-ra entre sus hijos!...

-De eso oí hablar algunas veces, pero nuncarespecto de nuestra manada o que hubiera ocu-rrido en mis tiempos -contestó papá Lobo-. Ca-rece completamente de pelo y bastaría que yolo tocara con el pie para matarlo. Pero, mira:nos ve y ni siquiera tiene miedo.

De pronto, el resplandor de la luna que pe-netraba por la boca de la caverna quedó inter-ceptado por la enorme cabeza cuadrada y poruna parte del pecho de Shere Khan que se aso-maba a la entrada. Tabaqui, detrés de él, le de-cía con voz aguda:

-¡Señor, señor, se metió aquí!-Shere Khan nos honra por extremo con su

visita -dijo papá Lobo, pero sus iracundos ojosdesmentían sus palabras-. ¿Qué desea ShereKhan?

-Mi presa. Un cachorro humano pasó poraquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

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Como dijo papá Lobo, Shere Khan había sal-tado por encima de un fuego encendido por losleñadores, y se sentía furioso por el dolor de lasquemaduras que tenía en las patas. Sin embar-go, papá Lobo sabía muy bien que la boca de lacaverna era suficientemente estrecha como paraque no pudiera pasar por ella el tigre. Aun en elsitio donde se encontraba Shere Khan, tenía queencoger penosamente sus patas y la parte supe-rior de su pecho, como le sucedería a un hom-bre que intentara pelear con otro dentro de unacuba.

-Los lobos son un pueblo libre -le respondiópapá Lobo-. Sólo obedecen las órdenes del jefede su manada y no las de un pintarrajeado ca-zador de reses como tú. El cachorro de hombrees nuestro... para matarlo, si nos place.

-¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué significaeso de si nos place o no? ¡Por el toro que maté!¡Es cosa de preguntarse hasta cuándo debo es-tar oliendo esta perruna guarida, para que se

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me entregue lo que en justicia se me debe! iSoyyo, Shere Khan, el que les habla!

Por todos los rincones de la caverna resonóel rugido del tigre. Separándose de los lobatosmamá Loba se adelantó, fijando sus ojos en losojos llameantes de Shere Khan; y los ojos de laloba parecían dos verdes lunas brillando en laoscuridad.

-Y yo soy Raksha (el demonio), quien te con-testa. El cachorro humano es mío, Lungri, mío ymuy mío. No se le matará. Vivirá y correrá jun-to con nuestra manada y cazará con ella; y, fi-nalmente, y atienda bien su merced, señor ca-zador de desnudos cachorrillos..., devorador deranas... matador de pocos..., finalmente, él seráquien, a su vez, lo cace a usted. Así que, ahora,¡lárguese!, o por el sambliur que maté -pues yono como ganado hambriento-, le aseguro, fierachamuscada de las selvas, que volverá su mer-ced al regazo de su madre más coja aún que alvenir al mundo. ¡Lárguese!

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Papá Lobo la miró con aire estupefacto... Yacasi había olvidado aquellos tiempos en queganó a mamá Loba en fiero combate con cincolobos, cuando ella tomaba parte en las correríasde la manada; llamarla Demonio no era un me-ro cumplido.

Quizás Shere Khan hubiera desafiado a papáLobo, pero no podía resistirse contra mamáLoba; sabía que, en el lugar en que se encontra-ban, todas las ventajas eran para ella y lucharíahasta morir. Se retiró, pues, rezongando, de laboca dc la caverna, y, cuando se vio libre, gritó:

-¡Cada lobo aúlla en su caverna! Veremosqué dice la manada acerca de eso de criar ca-chorros humanos. El cachorro es mío, y final-mente vendrá a parar a mis dientes!. ¡Rabiosos!¡ Ladrones!

Jadeante se echó de nuevo mamá Loba entresus lobatos, y papá Lobo díjole gravemente:

-Mucho hay de verdad en lo que dijo ShereKhan. Es necesario enseñar el cachorro a la ma-nada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?

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-¡Guardarlo! -respondió ella suspirando-.Desnudo vino, de noche, hambriento y solo, y,con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a unlado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojoquería matarlo y escaparse después al Wain-gunga, en tanto que los campesinos, en ven-ganza, venían aquí al ojeo en nuestros cubiles!¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré!Acuéstate quietecito, renacuajo. Vendrá eltiempo, Mowgli -porque en adelante llamaré asu merced Mowgli, la rana- en que no sea ustedel cazado por Shere Khan, sino quien le cace aél.

-Pero, ¿qué dirá nuestra manada? -dijo papáLobo.

La ley de la selva ordena terminantementeque cualquier lobo, al casarse, puede retirarsede la manada a que pertenece; pero tambiénque, tan pronto como los cachorros tenganedad suficiente para sostenerse en pie, deberállevarlos al Consejo de la manada con el fin deque los otros lobos puedan identificarlos; el

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Consejo se celebra una vez al mes, al resplan-dor de la luna llena. Después de la inspección,quedan en libertad los lobatos para correr pordonde les plazca; hasta que no hayan matado alprimer gamo, no se admite ninguna excusa enfavor del lobo de la manada que sea ya mayor ymate a alguno de los lobatos. Al asesino se leimpone como castigo la pena de muerte, dondepueda encontrársele; si se piensa durante unmomento sobre esto, se verá que es realmentelo justo.

Papá Lobo esperó un poco hasta que sus ca-chorros pudieran corretear un poco, y luego, lanoche de la reunión de toda la manada, los co-gió, junto con Mowgli y con mamá Loba, y lle-vó a todos a la Peña del Consejo, que era unacima cubierta de piedras y guijarros en dondepodían ocultarse un centenar de lobos.

Echado cuan largo era sobre su peña, estabaAkela, el enorme y gris Lobo Solitario quehabía llegado a ser jefe de la manada gracias asu fuerza y habilidad. Más abajo se sentaban

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unos cuarenta lobos de todos tamaños y colo-res: había veteranos de color de tejón que podí-an enfrentarse a solas con un gamo, y habíatambién lobos de tres años de edad que sólopresumían que habían de poder. Desde hacíaun año, el Lobo Solitario los guiaba a todos.Allá en su juventud había caído dos veces enuna trampa; en otra ocasión había sido apalea-do hasta darlo por muerto. Sabía muy bien,pues, los usos y costumbres de los hombres.

Se habló muy poco en la reunión de la Peña.Caían y tropezaban unos contra otros los loba-tos en el centro del círculo donde se sentabansus respectivos padres y madres. De cuando encuando, un lobo anciano se dirigía en silenciohacia uno de los cachorros, lo miraba atenta-mente y se volvía a su sitio sin producir el me-nor ruido. De pronto, una madre empujaba a sulobato hacia la luz de la luna para estar segurade que no había pasado inadvertido. Akela,desde su peña, gritaba:

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-Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben. ¡Mi-ren bien, lobos!

Y las madres, ansiosas, repetían:-¡Miren! ¡Miren bien, lobos!Al cabo, llegó el momento -y a mamá Loba

se le erizaron todos los pelos del cuello- en quepapá empujó a "Mowgli, la rana", corno lo lla-maban, hacia el centro. Mowgli sc sentó allí,riendo y jugando con algunos guijarros a losque hacía brillar la luz de la luna.

Sin levantar la cabeza, que hacía descansarsobre sus patas, Akela continuaba profiriendosu monótono grito:

-¡Miren bien!Se elevó un sordo rugido detrás de las rocas.

Era la voz de Shere Khan que gritaba a su vez:-Ese cachorro es mío; debéis dármelo. ¿Qué

tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorrohumano?Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó adecir:

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-¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan alPueblo Libre los mandatos de cualquiera queno sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!

Se elevó un coro de gruñidos. Un lobo joven,de unos cuatro años, recogió la pregunta deShere Khan, y se dirigió de nuevo a Akela:

-¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con uncachorro humano?

Ahora bien: la ley de la selva ordena que, encaso de ponerse en tela de juicio el derecho queun cachorro tiene a ser admitido por la mana-da, deberán defenderlo, a lo menos, dos miem-bros de ésta, que no sean su padre o su madre.

-¿Quién alza la voz en favor de este cacho-rro? -interrogó Akela-. ¿Quién, de los que per-tenecen al Pueblo Libre, habla en favor suyo?

Nadie respondía, y mamá Loba se preparópara lo que ya sabía ella que sería su últimapelea, si era preciso llegar al terreno de la lucha.

Pero entonces, Baloo, único animal de otraespecie a quien se le permite tomar parte en elConsejo de la manada; Baloo, el soñoliento oso

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pardo que alecciona a los lobatos la ley de laselva; el viejo Baloo, que va y viene por dondequiere porque su alimento se compone sólo denueces, raíces y miel, se levantó en dos patas ygruño:

-¿El cachorro humano?... ¡Yo hablo en favordel cachorro! No puede hacernos ningún mal.No soy elocuente, pero digo la verdad. Quecorra con la manada y que se le cuente comouno de tantos. Yo seré su maestro.

-Ahora necesitamos que hable otro en su fa-vor -dijo Akela-. Ya habló Baloo, el cual esmaestro de nuestros lobatos. ¿Quién quierehablar además de él?

Se movió hacia el círculo una sombra negra.Era Bagheera, la pantera, toda ella de un colornegro de tinta, pero ostentaba marcas en supiel, propias de su especie, las cuales, segúncomo incidiera en ellas la luz, parecían lasaguas de ciertas telas de seda. Todo el mundoconocía a Bagheera; nadie osaba atravesarse ensu camino, porque era tan astuta como Taba-

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qui, tan audaz como el búfalo salvaje y tan sinfreno como un elefante herido. Con todo, suvoz era suave como la miel silvestre que sedesprende gota a gota de un árbol y su piel eramás fina que el plumón.

-¡Akela -dijo en un susurro-, y ustedes, Pue-blo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, de mez-clarme en esta asamblea. Mas la ley de la selvadice que si surge alguna duda, no relacionadacon alguna muerte, tocante a un nuevo cacho-rro, la vida de éste puede comprarse por unprecio estipulado. La ley, por último, no dicequién puede o quién no puede pagar ese pre-cio. ¿Es cierto lo que digo?

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -dijeron a coro loslobos más jóvenes, hambrientos siempre-. ¡Quehable Bagheera! El cachorro puede comprarsemediante un precio estipulado. Así lo dice laley.

-Como sé que no me asiste el derecho dehablar aquí, pido el permiso de ustedes parahacerlo.

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-¡Bueno! ¡Habla! -gritaron a la vez veinte vo-ces.

-Es una vergüenza matar a un cachorro des-nudo. Por lo demás, puede ser muy útil paraustedes en la caza, cuando sea mayor. Ya Baloohabló en su defensa. Pues bien: a lo que él dijo,añadiré yo la oferta de un toro cebado, acabadode matar a poca distancia de aquí, si aceptan alcachorro humano de acuerdo con lo que dice laley. ¿Hay algo qué objetar?

Elevóse un clamor de docenas de voces quedecían:

-¡Qué importa! Ya morirá cuando lleguen laslluvias del invierno; ya le abrasarán vivo losrayos del sol. Una rana desnuda como ésta, ¿enqué puede perjudicarnos? Dejémosle que sejunte a la manada. ¿Dónde está el toro, Baghee-ra? ¡Aceptémoslo!.

Y se escuchó entonces el profundo ladridode Akela que advertía:

-¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

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Estaba Mowgli tan entretenido jugando conlos guijarros, que no observó que aquéllos se leacercaban uno a uno y lo miraban atentamente.

Descendieron al cabo todos de la colina enbusca del toro muerto, exceptuando sólo a Ake-la, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Entre las sombras de la noche, rugía aúnShere Khan, furioso por no haber logrado quele entregaran a Mowgli.

-¡Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! -díjoleBagheera en sus propias barbas-, O yo no co-nozco nada a los hombres, o llegará el día enque esa cosa que está allí tan desnuda le hará asu merced rugir en muy distinto tono.

-Hicimos bien -observó Akela-. Los hombresy sus cachorros saben mucho. Con el tiempo,podrá ayudarnos.

-Ciertamente... Puede ser nuestro apoyo, encaso necesario, porque nadie debe forjarse lailusión de ser siempre director de la manada -respondió Bagheera.

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Akela permaneció mudo... Pensaba en aqueltiempo que fatalmente llega para todo jefe demanada, cuando sus fuerzas lo abandonan,cuando se siente más débil cada día, hasta que,al fin, los otros lobos lo matan y viene un nuevojefe a ocupar su puesto... para que a su vez lomaten también, cuando le llegue el turno.

-Llévatelo -le dijo a papá Lobo y adiéstraloen todo aquello que debe saber quien perteneceal Pueblo Libre.

Así fue como Mowgli entró a formar partede la manada de lobos de Seeonee, y el rescatepor su vida fue un toro, y Baloo fue su defen-sor.

Ahora debemos contentarnos con saltar diezu once años y con adivinar la maravillosa vidaque Mowgli llevó entre los lobos; si tuviéramosque escribirla, sólo Dios sabe los libros que lle-naría.

Creció junto con los lobatos, aunque, porsupuesto, antes de que él hubiera salido de laprimera infancia, ellos ya eran lobos hechos y

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derechos. Papá Lobo le enseñó su oficio y elsignificado de todo lo que en la selva había,hasta que cada ruido bajo la hierba, cada tibiosoplo del vientecillo de la noche, cada nota lan-zada por el búho sobre su cabeza, cada rumorque producen los murciélagos al arañar cuandodescansan durante un momento en un árbol, ycada ruidillo que causa el pez al saltar en unabalsa significaron para él tanto como significael trabajo en la oficina para el hombre de nego-cios. Cuando no estaba aprendiendo algo, sesentaba a tomar el sol o dormía; luego, a comery a dormir de nuevo. Cuando sentía necesidadde lavarse o le molestaba el calor, íbase a nadaren las lagunas del bosque. Finalmente, cuandonecesitaba miel -pues Baloo le había dicho quela miel con nueces era una comida tan delicadacomo la carne cruda-, trepaba a los árboles parabuscarla, y esto último se lo enseñó Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y lo lla-maba diciendo:

-Sube acá, hermanito.

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Al principio, Mowgli se agarraba torpemen-te, como el animal llamado perezoso; pero yadespués saltaba entre las ramas, de la una a laotra, con toda la maestría de un mono gris.Ocupó asimismo su lugar en el Consejo de laPeña al reunirse con la manada, y allí descubrióque, mirando fijamente a un lobo, lo obligaba abajar los ojos. y esto fue motivo para que lohiciera a menudo por mera diversión. En otrasocasiones arrancaba de la piel de sus amigos laslargas espinas que se les habían clavado en ella,pues los lobos sufren muchísimo con las espi-nas y cardos que se les quedan entre las lanas.También, en plena noche, descendía por la la-dera de la colina y se llegaba hasta las tierras decultivo y miraba curiosamente a los campesinosen sus chozas.

Desconfiaba de ellos, sin embargo, puesBagheera le había señalado una caja cuadradacon puerta que se hundía al pisarla, colocadacon tanta habilidad entre la maleza, que casi

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cayó él dentro. Bagheera le dijo que era unatrampa.

Pero nada fue tan de su gusto como perdersecon la pantera en las tibias profundidades delbosque, dormir durante todo el pesado día ycontemplar por la noche cómo Bagheera se en-tregaba a la caza. Mataba ella sin discreción nimiramiento, según su apetito, y lo mismoMowgli, con una sola excepción: en cuanto tu-vo edad suficiente para comprender las cosas,Bagheera le enseñó que se abstuviera de matarninguna cabeza de ganado porque la propiavida de él había sido rescatada mediante la en-trega de un toro.

-Cuanto hay en la selva es tuyo -le dijo Bag-heera- puedes matar todo lo que tus fuerzas tepermitan. Pero, en memoria del toro que sirviópara salvar tu vida, no pondrás nunca la manoen res alguna, ni siquiera para comerla, sea jo-ven o vieja. La ley de la selva prescribe esto.

Mowgli obedeció estrictamente lo que se leordenaba.

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Y creció, creció tan robusto como es forzosoque crezca un niño que no tiene que preocupar-se por estudiar las lecciones que aprende pormodo natural, y para quien no existen más cui-dados que el de conseguir la comida.

Una o dos veces le intimó mamá Loba quedesconfiara de Shere Khan, y asimismo le dijoque tendría que matarlo un día u otro. Pero,aunque un lobato hubiera recordado este con-sejo a cada momento, Mowgli lo olvidó porcompleto, como niño que era, por más que élmismo, indudablemente, se hubiera calificado así mismo de lobo a haber podido hablar en al-guna lengua de las que usan los hombres.

Shere Khan salíale continuamente al paso,porque como Akela se hacía ya viejo y cada díadisminuían sus fuerzas, el tigre cojo había lle-gado a tener estrecha amistad con los lobos másjóvenes de la manada que le seguían para reco-ger sus sobras; nunca hubiera tolerado estoAkela, de haberse atrevido a ejercer su autori-dad llevándola al extremo.

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En estas ocasiones los halagaba Shere Khanmostrándose sorprendido de que tales cazado-res, tan jóvenes y excelentes, se dejaran guiarpor un lobo que ya estaba medio muerto y porun cachorro humano.

-Me dicen -afirmábales Shere Khan- que nose atreve nadie de ustedes a mirar en los ojos alhombrecito cuando se reúnen en conseio.

Y los lobos le contestaban gruñendo, erizadoel pelo.

Algo de esto llegó a oídos de Bagheera, queparecía estar en todas partes viéndolo y oyén-dolo todo, y en más de una ocasión le explicó aMowgli en pocas palabras que Shere Khan lomataría algún día. A esto respondía Mowgli,riéndose:

-Cuento con la manada y contigo. E inclusi-ve Baloo, con toda su pereza, no dejaría de daralgunos golpes en mi defensa. ¿Por qué, pues,inquietarme?

Un día en que el calor era excesivo, se leocurrió una idea a Bagheera, idea nacida de

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algo que había oído. Probablemente debía lanoticia a Ikki, el puerco espín. Ello fue que ledijo a Mowgli, cuando se encontraban ambosen lo más profundo de la selva, y en tanto queel muchacho reclinaba la cabeza sobre la her-mosa y negra piel de Bagheera:

-¿Cuántas veces te he dicho, hermanito, queShere Khan es enemigo tuyo?

-Tantas veces cuantos frutos tiene esa pal-mera -respondió Mowgli que, por supuesto, nosabía contar-.

¡Bueno! ¿Y qué? Tengo sueño, Bagheera, yShere Khan no tiene sino mucha cola y muchaspalabras. . . como Mao, el pavo real.

-No es hora de dormir. Baloo sabe que esverdad; lo sabe toda la manada, y hasta los in-felices y simplícisimos ciervos lo saben. Ade-más, a ti mismo te lo ha dicho Tabaqui.

-¡Oh! -respondió Mowgli-. El otro día llegósea mí con impertinencias de que si yo era undesnudo cachorro de hombre y que no servía nipara desenterrar raíces. Pero lo cogí de la cola y

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le di contra una palmera dos veces para ense-ñarle a tener mejores modales.

-¡Vaya tontería! Aunque Tabaqui es unchismoso, te hubiera dicho algo que te interesamucho. ¡Abre esos ojos, hermanito! Shere Khanno se atreve a matarte en la selva; acuérdate, sinembargo, de que Akela es ya muy viejo, y queno tardará en llegar el día en que le será impo-sible cazar un solo gamo. Ese día dejará de serjefe. Son ya viejos también muchos de los lobosque te admitieron cuando que los son jóvenescreen, porque así fuiste presentado al consejo, yse lo enseñó Shere Khan, que un cachorrohumano no tiene derecho a estar en la manada.En poco tiempo serás ya un hombre.

-¿Qué es, pues, un hombre, para que nopueda juntarse con sus hermanos? -dijo Mow-gli-. Nací en la selva; he obedecido su ley, y nohay un solo lobo entre los nuestros de cuyaspatas no haya yo arrancado alguna espina.¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

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Se tendió Bagheera cuan larga era, y, con losojos entrecerrados, dijo:

-Toca aquí, hermanito, bajo mi quijada.Levantó Mowgli su áspera y tostada mano,

y, precisamente debajo de la sedosa barbilla deBagheera, donde los enormes y movibles mús-culos quedaban ocultos por el luciente pelo,encontró un espacio raído.-Nadie, en toda la extensión de la selva sabeque yo, Bagheera, tengo esta marca, la marcaque deja el collar. Y, con todo, hermanito, yonací entre los hombres, y entre ellos murió mimadre. .. en las jaulas del Palacio Real, en Oo-deypore. Tal fue el motivo que me impulsó apagar por ti el precio convenido en el consejo,cuando no eras más que un desnudo cachorri-llo. Sí; también yo nací entre los hombres. Des-conocía yo la selva. Me alimentaban en artesasde hierro tras los barrotes de la jaula, hasta queuna noche despertó dentro de mi ser el senti-miento de que yo era Bagheera, la pantera, y noun juguete para la diversión de los hombres, y

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entonces, de un zarpazo, rompí la estúpidacerradura y escapé. Y precisamente porqueaprendí las costumbres de los hombres, infundíen la selva más terror que Shere Khan. ¿No escierto?

-Así es -dijo Mowgli-. Todos en la selva te-men a Bagheera... todos, excepto Mowgli.

-¡Oh!... Tú eres un cachorro humano -dijocon gran ternura la pantera negra-, y de lamisma manera que yo volví a mi selva, así túdeberás volver, finalmente, a donde están loshombres.., los hombres que son tus hermanos.Pero esto, si no te matan antes en el Consejo.

-¿Por qué ha de querer alguien matarme?¿Por qué? -dijo Mowgli.

-¡Mírame! -contestó Bagheera.Mowgli la miró fijamente en los ojos. Al ca-

bo de algunos momentos, la enorme panteravolvió la cabeza.

-Por esto -dijo cambiando de posición unade sus patas, que colocó sobre un lecho dehojas-. Aun para mí es imposible mirarte a los

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ojos, a pesar de que yo nací entre los hombres yde que te quiero, hermanito. Pero los otros teodian porque no pueden resistir el choque detu mirada; porque eres sabio; porque en mu-chas ocasiones arrancaste espinas de sus patas. .¡ Porque eres un hombre!

-Ignoraba todo eso -respondió rudamenteMowgli, y arrugó las negras y pobladas cejas.

-¿Cuál es la ley de la selva? Esta: pega pri-mero y avisa después. Conocen que eres unhombre hasta por el descuido con que te con-duces. Pero sé prudente. El corazón me avisaque en cuanto Akela no pueda cobrar el primergamo sobre el que se arroje (y cada día es másdifícil para él apoderarse de los gamos que per-sigue), la manada se pondrá en contra de él yde ti. Tendrá lugar un consejo de la selva en laPeña, y entonces.., y entonces. . ¡Ya tengo unaidea! -prosiguió Bagheera levantándose de unsalto-. Dirígete de inmediato a las chozas de loshombres, allá en el valle y coge una parte de laFlor Roja que allí cultivan; con esto podrás con-

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tar en el momento oportuno con un apoyo másfuerte que yo, o que Baloo, o que el de los quebien te quieren en la manada. ¡Anda! ¡Ve a bus-car la Flor Roja!

Con la expresión "Flor Roja", Bagheera que-ría significar el fuego; pero así hablaba porqueen toda la selva no hay ser viviente que deseellamar el fuego por su nombre. Un miedo mor-tal se apodera de todas las fieras ante él, y paradescribir lo que tal pavor les causa inventancien modos distintos.

-¿La Flor Roja? -dijo Mowgli-. Es la que crecefuera de las chozas en la hora del crepúsculo.Me apoderaré de ella.

-Así es como deben hablar los cachorros delos hombres -dijo Bagheera con orgullo-. Debe-rás recordar que esa flor crece en unas macetaspequeñas. Arrebata una y guárdala para cuan-do llegue la hora en que podrás necesitarla.

-¡Bueno! -respondió Mowgli-.Voy allá. -Le deslizó un brazo en torno del

espléndido cuello y la miró profundamente en

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los grandes ojos, y continuó-: Pero, ¿estás segu-ra, ¡Bagheera mía!, de que todo esto es obra deShere Khan?

-Por la cerradura que me dio la libertad, teaseguro que sí, hermanito.

-Pues si así es, ¡por el toro que sirvió comorescate de mi vida!, te prometo que saldaré miscuentas con Shere Khan, y hasta es posible quele pague inclusive algo más de lo que le debo.

Y al decir esto, salió rápidamente.-este es un hombre.., todo un hombre -se dijo

Bagheera, tendiéndose de nuevo en el suelo-.¡Ah, Shere Khan! ¡Nunca emprendiste más fu-nesta cacería que la de esta rana, diez añoshace!

Mowgli se alejó por el interior del bosque atodo correr, y sentía como si el corazón le ar-diera en el pecho.

A la hora en que empezaba a elevarse la nie-bla vespertina, llegó a la cueva; se detuvo paratomar aliento y miró hacia el fondo del valle.Los lobatos estaban ausentes. pero mamá Loba,

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desde la profundidad de la caverna, conocióque algo le pasaba a su rana, por el modo derespirar de ésta.

-¿Qué sucede, hijo? -preguntó.-Habladurías propias de murciélagos, de ese

Shere Khan -le respondió Mowgli-. Esta nochecazo en terreno labrantío.

Hundióse luego entre los arbustos y se diri-gió al sitio por donde corrían las aguas en elfondo del vaIle. Oyó los salvajes alaridos de lacacería en que se hallaba la manada, y se detu-vo: el mugido del sambhur perseguido; el reso-plar del gamo cuando se ve acorralado.

Resonó entonces el coro de perversos e in-sultantes aullidos de los lobos más jóvenes:

-¡Akela! ¡Akela! ¡Que el Lobo Solitario mues-tre su fuerza! ¡Paso al jefe de la manada! ¡Salta,Akela!

Debió saltar el Lobo Solitario, marrando elgolpe, porque Mowgli oyó el chasquido de losdientes y luego una especie de ladrido cuando

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el sambhur lo hizo rodar al suelo al empujarlocon las patas delanteras.

No quiso esperar más para ver lo que suce-día. Siguió adelante y los gritos se oyeron cadavez más débiles a medida que se alejaba endirección de las tierras de labor, donde vivíanlos campesinos.

-Bagheera tenía razón -se dijo, jadeandofuertemente en tanto se arrellanaba sobre unosforrajes que encontró bajo la ventana de la cho-za-, Mañana será un día muy importante paraAkela y para mi.

Pegando luego la cara a la ventana, miró elfuego que ardía en el suelo. Durante la nochevio a la mujer del labriego levantarse y arrojarsobre las llamas unos trozos de algo negro. Ypor la mañana, cuando aún estaba todo envuel-to en blanca y fría neblina, vio a un pequeño,hijo del campesino, coger algo como una mace-ta de mimbres, enjalbegada por dentro con tie-rra, llenarla de enrojecidas brasas, colocarla

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bajo una manta y salir para cuidar las vacas enel establo.

-¿Es esto todo? -dijo Mowgli-. Si un cachorrocomo ése puede hacerlo, entonces nada débotemer.

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia elmuchacho, le arrebató aquella como maceta ydesapareció con ella entre la niebla en tanto queel chico chillaba, atemorizado.

Se parecen mucho a mí -dijo Mowgli so-plando en la maceta, pues asi habia visto que lamujer hacía-. Esto se me morirá si no lo alimen-to aradió. Y púsose a arrojar ramitas de árbol ycortezas secas sobre aquella materia de un colorrojo tan vivo.

A mitad de la colina se encontró con Bag-heera, cuya piel, por el rocío matinal, parecíasalpicada de piedras preciosas.

-Akela erró el golpe -dijo la pantera-. A noser porque te necesitaban también a ti, lo hubie-ran matado anoche. Fueron en busca tuya a lacolina.

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-Yo andaba por las tierras de labor. Estoy lis-to. ¡Mira!

Y Mowgli le mostró aquella especie de ma-ceta llena de fuego.

-¡Bueno! Falta aún otra cosa. Yo he visto alos hombres arrojar una rama seca sobre esto, yal poco rato se abría la Flor Roja al extremo dela rama. ¿No tienes miedo de hacer lo mismo?

-No. ¿Por qué he de tener miedo? Recuerdoahora (si no es esto un sueño) que, antes de serlobo me acosté junto a la Flor Roja, y la sentíacaliente y agradable.

Todo aquel día lo pasó Mowgli en la cavernacuidando su maceta y echando dentro de ellaramas secas para ver el efecto que produciandespués. Halló una rama a su gusto. Al anoche-cer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijomuy rudamente que lo necesitaban en el Con-sejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Ta-baqui echó a correr. Se dirigió entonces al Con-sejo, pero riendo aún.

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Junto a la roca, como signo de que la jefaturade la manada se hallaba vacante, estaba echadoAkela, el Lobo Solitario. Shere Khan, con sucohorte de lobos ahítos de sus sobras, paseabade un lado a otro con aire resuelto y satisfecho.Bagheera estaba echada junto a Mowgli éstetenía, entre sus piernas, la maceta del fuego.

Cuando estuvieron todos reunidos. ShereKhan empezó a hablar, cosa que jamás hubieraosado hacer en los buenos tiempos de Akela.

-No tiene derecho a hablar-murmuré Bagheera-. Díselo. Es de casta de

perro; verás cómo se atemoriza.Mowgli se puso en pie.-¡Pueblo Libre! -gritó--. ¿Dirige acaso la ma-

nada Shere Khan? ¿Qué tiene que ver un tigrecon nuestra jefatura?

-Al ver que el puesto estaba vacante y comose me suplicó que hablara... -empezó a decirShere Khan.

-¿Quién lo ha suplicado? ¿Es que nos hemosconvertido todos en chacales para adular a este

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carnicero, matador de reses? La jefatura de lamanada pertenece en exclusiva a miembros dela manada misma.

Dejáronse oír feroces aullidos que significa-ban:

-¡Silencio, cachorro de hombre!-¡Que hable! Observó fielmente nuestra ley.Al fin, los ancianos de la manada Gritaron

con voz tonante:-¡Dejad que hable el Lobo Muerto!Cuando un jefe de la manada yerra el golpe

en la caza y no mata a la pieza que perseguía,recibe el nombre de Lobo Muerto durante elresto de su vida, que ya no es muy larga, porregla general.

Akela levantó la cabeza con aire de fatiga,porque en ella había ya impreso su sello la ve-jez.

-¡Pueblo Libre, y vosotros también, chacalesde Shere Khan! -dijo-. Os dirigí en la caza du-rante doce estaciones, y siempre os volví de ellasin que ninguno cayera en una trampa o que-

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dara inutilizado. Ahora erré el golpe. Sabéisbien que me hicisteis atacar a un gamo que nohabía sido corrido previamente para que asíresaltara más vivamente mi debilidad. ¡Hábilesfueron vuestros manejos! Os asiste el derechode matarme aquí, ahora mismo, en el Consejode la Peña. Por tanto, me limito a preguntaresto: ¿quién le quitará la vida al Lobo Solitario?Porque, según la ley de la selva, a mí me asistetambién otro derecho: exigir que os acerquéis amí uno a uno.

Se hizo entonces un prolongado silencio,porque no le parecía muy agradable a ningúnlobo tener un duelo a muerte con Akela.

De pronto, Shere Khan rugió:-¡Bah! ¿Qué nos importa lo que masculle ese

viejo chocho y sin dientes? ¡Pronto morirá! Esehombrecito es quien ya ha vivido demasiado...¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primerdía: dádmelo. Ya me cansa ese loco empeño dequerer hacer de él un hombre lobo. Durantediez estaciones no hizo sino molestar a todo el

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mundo en la selva. O me dáis a ese hombrecito,o de lo contrario os prometo que cazaré siem-pre aquí y no os daré ni un solo hueso. Él es unhombre, un chiquillo de los que tienen loshombres, y yo lo odio hasta los tuétanos.

Y entonces, más de la mitad de los lobos queformaban la manada, aulló:

-¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tiene quever con nosotros ningún hombre? ¡Que se vayacon los suyos!

-¿Y que alce contra vosotros a toda la gentede los pueblos? ¡No! Dádmelo a mí. Es unhombre, y ninguno de nosotros puede mirarlofijamente en los ojos.

Levantó de nuevo Akela la cabeza y dijo:-Ha comido de lo nuestro; durmió con noso-

tros hasta hoy; nos proporcionó caza; nada hizoque fuera contrario a la ley de la selva...

-Además, yo pagué por él un toro cuando sele aceptó. Vale poco un toro, pero el honor deBagheera es algo por lo que acaso esté dispues-

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ta a pelearse -dijo la pantera en un tono de vozque suavizó cuanto pudo.

-¡Un toro que fue pagado diez años atrás! -gruñeron entre dientes los lobos de la manada-.¡Qué nos importan unos huesos roídos hace yadiez años!

-Decid mejor: ¿qué nos importa una prome-sa? -respondió Bagheera, enseñando sus blan-cos dientes por debajo del labio-. ¡Bien os quedael nombre de Pueblo Libre!

-No puede juntarse con el Pueblo de la selvaun cachorro humano -rugió Shere Khan-. ¡De-beréis entregármelo!

-Por todo es hermano nuestro, excepto por lasangre -continuó Akela-. ¡Y quisiérais matarloaquí! A la verdad, harto he vivido. Algunos devosotros comen ganado; de otros oí decir que,bajo la dirección de Shere Khan, van de noche,amparados por las sombras, a robar niños a lasmismas puertas de las aldeas. Deduzco de estoque sois cobardes y que hablo con cobardes.Ciertamente he de morir y mi vida carece ya de

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valor, mas, a tenerlo, la ofrecería en lugar de ladel hombrecito. Pero prometo, por el honor dela manada (honor.. . una bagatela que habéisolvidado desde que no tenéis jefe), os prometoque, si permitís que ese hombre cachorro vuel-va con los suyos, no he de enseñaros los dientescuando me llegue la hora de morir; esperaré lamuerte sin resistencia. De esta manera, se aho-rrarán a lo menos tres vidas. No puedo hacermas. Si aceptáis lo que os digo, os ahorraréis lavergüenza de matar a un hermano que no hacometido ningún delito... un hermano cuyavida fue defendida y comprada cuando se leincorporó a nuestra manada, de acuerdo con laley de la selva.

-¡Es un hombre.., un hombre. un hombre! -gruñeron los lobos, y la mayor parte de ellos seagruparon en torno de Shere Khan, que se azo-taba los flancos con la cola.

-En tus manos queda ahora todo el asunto -dijo Bagheera a Mowgli-. No queda ya otra

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cosa para ti o para mí que luchar ambos contratodos.

Mowgli se puso en pie teniendo entre susmanos la maceta de fuego. Estiró los brazos ybostezó mirando a los del Consejo; pero se sen-tía loco de ira y de pena al ver que los lobos,actuando como lo que eran, le habían ocultadosiempre el odio que sentían por él.

-¡Escúchenme! -gritó-. No existe ninguna ne-cesidad de que estén aquí charlando como pe-rros. Tantas veces me dijeron ya esta noche quesoy un hombre -y, a la verdad, por mi gustohubiera sido un lobo hasta el fin de mi vida-,que empiezo a comprender que están en lo cier-to. Ya, en adelante, no les llamaré hermanosmíos, sino sag (perros), como los llamaría unhombre. Ustedes no son quién para decir lo queharán o dejarán de hacer. Este asunto me co-rresponde a mí. Y para que puedan hacersecargo más claramente de esto, yo, el hombre,traje aquí una pequeña porción de la Flor Rojaque tanto les atemoriza, como perros que son.

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Arrojó al suelo la maceta de fuego; algunasde las brasas prendieron en un montón demusgo seco, que ardió de inmediato, en tantoque retrocedía aterrorizado todo el Consejo alver elevarse las llamas.

Luego, lanzó Mowgli sobre el fuego la ramaque llevaba, y cuando se encendió chisporro-teando, empezó a agitarla rápidamente porencima de los acobardados lobos.

-Ya no queda aquí más amo que tú -dijoBagheera en voz baja-. Salva la vida a Akela;fue siempre tu amigo.

Akela, el serio y viejo lobo que lamás habíapedido misericordia a nadie, dirigió a Mowgliuna triste mirada, en tanto que éste se erguíacompletamente desnudo, la negra y larga cabe-llera caída sobre los hombros, iluminado porlas llamas de la encendida rama que agitaba yhacía temblar a las sombras.

-¡Bueno! -prosiguió Mowgli mirando pausa-damente en torno suyo-. Ya veo que no sonsino unos perros. Los dejo, para irme con mi

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gente... si es que hay en el mundo semejantecosa. Desde hoy la selva será campo vedadopara mí y debo olvidarme de su amistad. Perome mostraré más generoso que ustedes, por lasola razón de que, excepto el ser hermano porla sangre, fui todo para ustedes, por esta solarazón les prometo que, cuando sea un hombreentre los hombres, no les haré traición, comoustedes me la hicieron a mi.

Golpeó el fuego con el pie y el aire se llenóde chispas.

-Ninguna guerra habrá entre nosotros -prosiguió-. Pero antes de dejarlos, he de saldaruna deuda.

Y a grandes pasos se dirigio hacia donde sehallaba sentado Shere Khan sobre sus patas yparpadeando con aire confuso al mirar las lla-mas, lo cogió por el puñado de pelo que teníabajo la barba. Bagheera lo siguió, en previsiónde lo que pudiera suceder.

-¡De pie, perro! -gritó Mowgli-. ¡ Levántatecuando te habla un hombre, o si no, te abrasaré

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la piel!Shere Khan bajó las orejas hasta aplastarlassobre su cabeza y entornó los ojos, porque veíamuy cerca de él la rama ardiendo.

-Este cazador de reses dijo que me mataríaen el Consejo, porque no pudo matarme cuan-do yo no era sino un cachorro. Así pagamosnosotros a los perros cuando llegamos a serhombres. ¡Si mueves uno solo de tus bigotes,Lungri, te hundo la Flor Roja en el gaznate!

Golpeó a Shere Khan en la cabeza con la ra-ma y gimoteó el tigre con voz plañidera, agoni-zante de terror.

-¡Bah! ¡Lárgate ahora, chamuscado gato de laselva! Pero deberás recordar lo que digo: cuan-do yo vuelva al Consejo de la Peña, como esdebido que todo hombre vuelva, lo haré con micabeza cubierta con tu piel. Por lo demás, Akelaqueda en libertad de seguir viviendo, del modoque mejor le cuadre. Nadie lo matará, porqueno es ésa mi voluntad. Ni creo, tampoco, queestarán aquí más tiempo con la lengua colgan-

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do, como si fueran más que perros que yo arro-jo de este lugar.

Por tanto, ¡andando!El extremo de la rama ardía furiosamente;

Mowgli empezó a vapulear con ella, a un ladoy a otro, a todos los que formaban el círculo.Echaron a correr los lobos aullando al sentirque las chispas les quemaban el pelo. Y, al cabo,no quedaron sino Akela, Bagheera, y unos diezlobos que se habían puesto del lado de Mowgli.

Y entonces sintió éste en su interior un dolorcomo jamás lo había experimentado, y, toman-do aliento, sollozó, y las lágrimas le corrieronpor las mejillas.

-¿Qué es esto?.. . ¿Qué es esto?... -exclamó-.No quiero abandonar la selva y no sé qué meocurre. ¿Estoy muriéndome acaso, Bagheera?

-No, hermanito. Eso no son sino lágrimas,como las que derraman los hombres -le explicóBagheera-. Ahora sí eres un hombre, y no sóloun cachorro humano, como antes. A la verdad,

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la selva se ha cerrado para ti desde hoy. Quecorran, Mowgli; no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó y lloró como si su corazónfuera a rompérsele en pedazos. Era la primeravez que lloraba.-Ahora me iré con los hombres -dijo-; pero an-tes debo despedirme de mi madre.

Dicho esto, se dirigió a la cueva donde ellavivía junto con papá Lobo, y sobre su piel de-rramo nuevas lágrimas en tanto que los cuatrolobatos aullaban tristemente.

-¿No me olvidarán? -les preguntó Mowgli.-Nunca, mientras podamos seguir una pista

-respondieron los cachorros-. Cuando seas unhombre, llégate hasta el pie de la colina, paraque hablemos contigo. iremos también noso-tros, de noche, a las tierras de cultivo y jugare-mos juntos.

-¡Vuelve pronto! -dijo papá Lobo-. ¡Vuelvepronto, pequeña rana sabia, porque tu madre yyo somos ya viejos!

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-¡Vuelve pronto! -repitió mamá Loba-.¡Vuelve pronto, desnudito hijo mío! Porque...oye esto que voy a decirte...: siempre te quisemás a ti, aunque seas hijo de hombre. que a miscachorros.

-Volveré sin duda -respondió Mowgli-. Ycuando lo haga, será para extender sobre laPeña del Consejo la piel de Shere Khan. ¡No meolviden! ¡Digan a todos en la selva que ellostampoco me olviden nunca!...

Y apuntaba el día cuando Mowgli bajó de lacolina, completamente solo, para dirigirse enbusca de esos seres misteriosos que se llamanhombres.

Canción de Caza de la Manada de SeeoneeYa el sambhur baló al amanecer

¡una vez, dos veces, tres!Saltó un gamo, un gamo saltódel lago, do va el ciervo a beber.Lo pude ver yo, yo solo en acecho,¡una vez, dos veces, tres!

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Ya el sambhur baló al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Regresóse el lobo, tornóse atráspara la noticia pronto llevar a los demás:de la ansiada pista, vámonos detrás¡una vez, dos veces, tres!

La tribu ululó al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Pies que pisan, y ni huella notarás!..¡Ojos abiertos en la noche, y ven claro al mi-rar!...¡Gritos! ¡Estruendo!... ¡Torna a escuchar!...¡Una vez, dos veces, tres!

La Casa de KaaDel leopardo orgullo son sus manchas,

honor del búfalo son sus cuernos.¡Limpio! Pues del que caza se juzgaa fuerza por el color de su piel.Si acaso el toro te embiste y aterra,o una cornada del sambhur recibes,por narrarlo el trabajo no abandones,

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pues cosa es que tenemos ya olvidada.Nunca del cachorro débil y ajeno abuses;cual a un hermano debes mirarle,que, aunque débil y torpe, es probableque a una osa -puede ser- tenga por madre.Nadie corno yo! -jáctase el cachorrocuando a sus plantas ve la primera pieza.Pero él es pequeño, y grande, la Selva:que medite en calma, porque ahora apenas em-pieza.Máximas de Baloo.

Narramos aquí lo que sucedió algún tiempoantes de que Mowgli fuera expulsado de lamanada de lobos de Seeonee y tomara vengan-za de Shere Khan, el tigre.

Era el tiempo en que Baloo lo instruía acercade la ley de la selva. Muy contento y ufano es-taba el serio, viejo y enorme oso pardo conaquel discípulo tan listo, pues a los lobatos noles gusta aprender de la ley de la selva sino loque se refiere a su propia manada y tribu, y seescapan en cuanto aprenden de memoria estas

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palabras de la Canción de Caza: "Pies que pisansin el menor ruido; ojos que ven en plena oscu-ridad; orejas capaces de oír los diferentes vien-tos desde el cubil; blancos y afilados dientes:ciaracterísticas son todas estas de nuestroshermanos, exceptuando a Tabaqui, el chacal, ya la hiena, que odiamos."

Pero Mowgli, como hombrecito que era, tu-vo que aprender muchas cosas más. Bagheera,la pantera negra, se acercaba en algunas oca-siones, curioseando por la selva, para ver cómoandaba su niño mimado; apoyaba la cabezacontra un árbol y escuchaba, roncando sorda-mente, la lección que Mowgli recitaba a Baloo.Trepaba el muchacho a los árboles casi con lamisma facilidad con que andaba; nadaba casicon la misma habilidad con que corría. Por estoBaloo, el maestro de la ley, le enseñó las leyesdel bosque y del agua: cómo distinguir unarama carcomida de otra sana; cómo deberíahablar cortésmente a las abejas silvestres cuan-do, a quince metros sobre el nivel del suelo,

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encontrara una de sus colmenas; qué deberíadecirle a Mang, el murciélago, cuando tuvieraque molestarlo entre las ramas, durante el día;cómo tenía que avisar a las serpientes de aguaque viven en las lagunas, antes de lanzarse a lasaguas, entre aquellas...

A ningún habitante de la selva le gusta quelo molesten, por lo que todos están siempredispuestos a arrojarse sobre los intrusos. Mow-gli aprendió después de todo esto la "Consignadel cazador forastero" que debe repetirse una yotra vez en voz alta hasta que sea contestadapor alguien, siempre que alguno de los habitan-tes de la selva cace fuera de sus propios terre-nos. La consigna, ya traducida, significa:"Dadme permiso para cazar aquí, porque tengohambre." Y la respuesta dice: "Puedes cazarpara buscar comida, pero no para tu recreo."

Todo esto muestra las muchas cosas quehubo de aprender Mowgli de memoria; llegabaa cansarse de tanto repetir lo mismo más decien veces. Pero, como le dijo un día Baloo a

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Bagheera, con motivo de que tuvo que pegarleal muchacho y éste se marchó enojado:

-Un cachorro humano es un cachorro huma-no, y tengo de deber de enseñarle toda la ley dela selva.

-Pero has de tener presente que es muy pe-queño. -respondió la pantera negra, pues ella,sin duda, habría mimado excesivamente aMowgli si la hubieran dejado que lo educara asu manera-. ¿Y cómo pueden caber tus largaspláticas en una cabeza tan pequeña?

-¿Existe acaso en la selva alguna cosa quepor ser pequeña no pueda matarse? No. Ahorabien: por esa causa le enseño todo lo que le en-seno, y por lo mismo le pego con mucha suavi-dad cuando se le olvida algo.

-¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú de suavida-des, viejo patas de hierro?-gruñó Bagheera-. Lellenaste hoy toda la cara de cardenales con tu...suavidad. ¡Vaya!...

-Valdrá más que esté lleno de cardenales dela cabeza a los pies, causados por mi, que lo

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quiero, que no que le ocurra alguna desgraciapor ignorancia -respondió Baloo con suma gra-vedad-. Le enseño ahora las Palabras Mágicasde la Selva que habrán de protegerlo contra lospájaros, contra el Pueblo de las Serpientes ycontra todo cuadrúpedo de caza, excepto contrasu propia manada. A partir de este momento ycon sólo recordar esas palabras, podrá pedirprotección a todos los habitantes de la selva.¿No vale la pena recibir algunos golpes portodo esto?

-Sí, pero cuídate de matar al hombrecito. Mi-ra que no es un tronco de árbol en donde pue-das afilar tus embotadas garras. Pero, dime,¿cuáles son esas Palabras Mágicas, de que estáshablando? Aunque es más probable que tengayo que prestarle ayuda a alguien, que pedirla.

-Al decir esto, Bagheera estiró una de sus pa-tas y contempló, admirado, los acerados cince-les de sus garras-. No obstante -añadió- megustaría saberlo.

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-Voy a llamar a Mowgli y él te dirá las pala-bras. . . si es que se le antoja. ¡Ven, hermanito!

-Siento la cabeza como un árbol lleno de abe-jas que zumban -respondió por encima de losque hablaban una voz malhumorada, y Mowgli-pues era él-, indignado, se deslizó por el troncode un árbol, y añadió al llegar al suelo:

-¡Si acudo a tu llamado es por Bagheera y nopor ti, Baloo, viejo gordinflón!

-Me da lo mismo -respondió éste, aunque letocó en lo vivo y le apenó la respuesta-. ¡Ea!Dile a Bagheera las Palabras Mágicas de la Sel-va que te enseñé hoy.

-¿Las Palabras Mágicas... para qué pueblo? -interrogó Mowgli, muy complacido por la oca-sión que se le ofrecía de exhibir sus conoci-mientos-. En la selva hay muchos lenguajes. Yolos sé todos.

-Algo de ellos sabes, pero no mucho. ¿Oyes,Bagheera? Los discípulos nunca son agradeci-dos con quien les enseña. Jamás ha venido adarle las gracias a Baloo por sus enseñanzas un

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solo lobato. ¡Vaya! Di, pues, las palabras para elpueblo cazador... ¡gran sabio!

"Tú y yo somos de la misma sangre” -recitóMowgli, y le dio a sus palabras el acento espe-cial del oso que usan todos los que cazan allí.

-Bueno. Ahora las que sirven para los pája-ros.

Las repitió Mowgli y terminó la frase con elsilbido que singulariza al milano.

-Ahora las que son para el pueblo de las ser-pientes -dijo Bagheera.

La contestación fue un silbido indescriptible;después, Mowgli hizo celebración de su propiahabilidad una pirueta salvaje, batió palmas encelebración de su propia habilidad y de un sal-to subió al lomo de Bagheera, se sentó de me-dio lado y taloneó sobre la reluciente piel, entanto le hacía a Baloo las muecas mas horribles.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Bien mereciste el cardenal! -dijocon ternura el oso pardo-. Algún día me loagradeerás.Miró luego a Bagheera para decirecómo había pedido a Hathi, el Elefante Salvaje,

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que sabe todas esas cosas, que le dijera las Pa-labras Mágicas, y cómo Hathi llevó a Mowgli auna laguna para obtener de una serpiente deagua la palabra que sirve para todas las ser-pientes, porque Baloo no podía pronunciarla; yen fin, cómo Mowgli podía ya considerarse asalvo de todas las contingencias que pudieranprcsentársele en la selva, porque no le causarí-an daño alguno ni las serpientes, ni los pájarosni las fieras.

-Ya no hay motivo para temer a nadie -dedujo de lo expuesto Baloo, dándose suavesgolpecitos con aire de orgullo, en el enorme ypeludo Vientre.

"Excepto a los de su propia tribu" -dijo Bag-heera para si.

Luego añadió, en voz alta, dirigiéndose aMowgli: ¡un poco de cuidado con mis costillas,hermanito! ¿A qué viene tanto bailoteo?

Mowgli había estado intentando hacerse oírtirándole de la piel de las espaldillas a Bagheeray dándole fuertes talonazos.

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Cuando los dos le prestaron atenclon, grito avoz en cuello:

-De manera que yo tendré una tribu todamía y la dirigiré por entre las ramas durantetodo el día.

-¿Qué clase de nueva locura es ésa? ¿Estásya haciendo castillos en el aire? -dijo Bagbeera.

-Sí, y le tiraré ramas y porquería al viejo Ba-loo -prosiguió Mowgli-. Me lo han prometido...¡Ah!

-¡Woof!..La gruesa pata de Baloo arrojó a Mowgli del

sitio en que descansaba sobre el lomo de Bag-heera, hasta el suelo, y desde allí, donde quedótendido frente a las patas delanteras de la pan-tera, pudo ver que el oso se había enfadado.

-¡Mowgli! -le dijo Baloo-. ¡Tú has habladocon los Bander-log (el pueblo de los monos)!

Mowgli miró a Bagheera para ver si tambiénla pantera se había incomodado, y observó quelos ojos de ésta tenían una expresión tan duracomo si fueran dos piedras de jade.

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-Tú has estado con el pueblo de los Monos..,con los monos grises. . . con el pueblo sin ley...con los que comen cuanto se les presenta. ¡Quévergüenza!

-Cuando Baloo me golpeó en la cabeza, memarché -dijo Mowgli, que seguía aún tendidode espaldas; entonces los monos grises bajaronde los árboles y se acercaron a mí, compade-ciéndome Sólo ellos me hicieron caso.

Al decir esto, su voz se alteró un poco.-¡La piedad del pueblo de los monos!... -

rezongó Baloo-. ¡La inmovilidad del torrenteque desciende del monte! . . ¡El fresco de un solde verano!. . . ¿Y qué sucedió después, hombre-cito?

-Después... después... Me dieron nueces ycosas muy buenas para comer, y... me conduje-ron en brazos a la parte más alta de los árbo-les... diciéndome que yo era su hermano, queéramos de la misma sangre, aunque yo carecíade cola, y que llegaría a ser su jefe.

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-No tienen jefe -dijo Bagheera-. Mienten.Siempre han mentido.

-Conmigo se mostraron muy afables y mesuplicaron que regresara a visitarlos. ¿Por quénunca me llevaron ustedes a donde está el pue-blo de los monos? Caminan en dos pies comoyo. No me pegan, no tienen las patas duras...Juegan todo el día. ¡Permítanme subir a dondeestán ellos! ¡Baloo, malo! ¡Déjame subir! Juga-remos de nuevo.

-Atiende, hombrecito -observó el oso, y suvoz retumbó como trueno en noche calurosa-.Te instruí sobre la ley de la selva para que tesirva con todos los pueblos que existen en laselva. . . excepto el de los monos, que vive enlos árboles. Los monos no tienen ley. Son losrepudiados por todo el mundo. No tienen len-guaje propio, sino que echan mano de palabrasrobadas que oyen por casualidad cuando atis-ban y escuchan, y están al acecho en lo alto delos árboles. Su camino no es el de nosotros. Notienen jefes. Carecen de memoria. Alardean,

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charlan y pretenden ser un gran pueblo ocupa-do en asuntos importantísimos; pero si cae unanuez desde el árbol, revientan de risa y bastapara que todo lo olviden. No nos tratamos conellos nosotros los de la selva. No bebemos don-de los monos beben; no vamos a donde los mo-nos van; no cazamos donde ellos cazan; no mo-rimos donde ellos mueren. ¿Acaso me oísteantes hablar de los Bandar-log?

-No -dijo Mowgli en voz muy baja, pues sehabía hecho silencio absoluto en el bosquecuando enmudeció Baloo.

-El pueblo de la selva los tiene desterradostanto de su boca como de su pensamiento. Sonnumerosísimos, perversos, sórdidos, procaces,y desean llamar nuestra atención. si es quepuede decirse de ellos que tengan algún deseofijo. Pero nosotros no les hacemos el menorcaso, ni siquiera cuando arrojan sobre nuestracabeza nueces e inmundicias.

No había terminado de hablar, cuando cayóde las copas de los árboles una lluvia de nueces

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y ramas, en tanto que se escuchaban toses, au-llidos y rumor de saltos entre el ramaje.

-Al pueblo de la selva le está prohibido todotrato con el pueblo de los monos -dijo Baloo-.Acuérdate.

-¡Prohibido! -repitió Bagheera-. Pero me pa-rece que Baloo debió haberte prevenido antescontra ellos.

-¿Yo?... ¿Yo?... ¿Cómo podía adivinar que sele ocurriría jugar con gentuza de ese jaez? ¡Elpueblo de los monos! ¡Qué asco!

Una nueva lluvia cayó sobre ellos, y ambosecharon a correr hacia otro lugar llevándoseconsigo a Mowgli.

Era muy cierto cuanto había dicho Balooacerca de los monos. Éstos vivían en las copasde los árboles, y como las fieras rara vez miranhacia lo alto, casi no se ofrecía ocasión de quese cruzaran por el mismo camino. Pero siempreque veían un lobo enfermo, un tigre herido oun oso, se divertían en atormentarlo; arrojabanpalos y nueces a cualquier fiera, sólo a guisa de

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diversión y por el gusto de hacerse notar. En-tonces aullaban, chillaban luego canciones sinsentido, incitando al pueblo de la selva a subira los árboles para pelear, o bien se enzarzabanen salvajes peleas entre ellos mismos por cual-quier bagatela, y dejaban después sus muertosdonde pudiera verlos el pueblo de la selva.Siempre estaban a punto de nombrar un jefe, dedarse leyes y usos propios, pero al cabo nuncalo lograban porque de un día a otro se les bo-rraba todo de la memoria, y de esta manera secontentaban con repetir constantemente estaspalabras: "Lo que piensan ahora los Bandar-log,toda la selva lo pensará después", y esta idealos consolaba. Ninguna fiera podía llegar hastalas alturas donde moraban; pero también escierto que ninguna se fijaba en ellos, y de ahí sualegría cuando vieron que Mowgli iba a buscar-los para tomar parte en sus juegos, y que estoirritaba grandemente a Baloo.

No se propusieron pasar de allí, porque losBandar-log nunca se proponen nada; pero a

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uno de ellos se le ocurrió una idea que le pare-ció excelente; se la expuso a los demás, y lospersuadió de que convenía a la tribu tener con-sigo a una persona tan útil como Mowgli, yaque éste sabía trenzar ramas de modo que pro-tegieran contra el viento, y por esto, si se apo-deraban de él, podrían obligarlo a que les ense-ñara ese arte. Por supuesto, Mowgli, como hijode leñador, heredó de su padre toda suerte deinstintivas habilidades y solía construir chozascon las ramas caídas, sin pensar siquiera en quesabía hacer tales cosas. Pero al observarlo elpueblo de los monos desde lo alto de los árbo-les, consideraba aquel simple juego como unportento. Lo que es en esta ocasión, decían en-tre ellos, tendrían realmente un jefe y serían elpueblo más sabio de toda la selva... tan sabioque sería la admiración y envidia de todos. Enconsecuencia, siguieron con el mayor sigilo aBaloo, Bagheera y Mowgli al través de la selva,hasta que llegó la hora de la siesta. EntoncesMowgli, que en realidad sentía vergüenza de sí

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mismo, se durmió entre la pantera y el oso,después de resolver que no tendría más tratoscon el pueblo de los monos.

Tras esto, lo único que pudo recordar fueque sintió el contacto de unas manos en suspiernas y brazos -manos duras, fuertes y chi-quitas-; luego, el choque de unas ramas en lacara, y después, estar mirando hacia abajo altravés del movedizo ramaje, en tanto que Baloodespertaba a toda la selva con sus ásperos gri-tos y Bagheera saltaba tronco arriba del árbol,mostrando todos sus dientes. Chillaron losBandar-log con aire de triunfo, y treparon, ju-gueteando, a las ramas más altas, donde Bag-heera no se atrevió a seguirlos.

Entre tanto, gritaban:-¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se fijó

en nosotros! ¡Nos admira todo el pueblo de laselva por nuestra habilidad y astucia!

Empezó entonces su huida, y una huida delpueblo de los monos al través del país arbóreoes una cosa realmente indescriptible. Tienen

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sus caminos amplios y sus atajos, sus subidas ybajadas, todo trazado a quince, veinte o treintametros por encima del suelo, y viajan por allíinclusive de noche, si es necesario. Dos de losmonos más fuertes cogieron a Mowgli por lasaxilas y se lo llevaron por entre las copas de losárboles, dando saltos de casi seis metros dealtura. A haber marchado completamente li-bres, su velocidad hubiera sido mayor, pero elpeso del muchacho los entorpecía y detenía unpoco. Aun cuando se sintió mareado y medioenfermo, Mowgli no pudo menos de deleitarsecon aquella loca carrera, por más que lo aterro-rizaran los trozos de tierra que vislumbraba alláabajo; y aquel detenerse y partir de nuevo, alfinal de cada balanceo en el vacío, lo manteníancon el alma en un hilo. Conducíanlo sus acom-pañantes hacia lo más alto de la copa de unárbol, hasta que sentía que crujían y se dobla-ban con su peso las ramas más delgadas de lacima, y luego, con fuerte resoplido, se arrojabanal aire, avanzando y descendiendo a un mismo

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tiempo; para después elevarse de nuevo y que-dar colgados, por las manos o por los pies, delas ramas inferiores del próximo árbol. Colum-braba en ocasiones leguas y leguas de extensiónen que todo no era sino quieta y verde selva, deigual manera que un hombre encaramado enun mástil abarca millas enteras de mar con lamirada, y entonces el ramaje le sacudía la cara yél y su guía llegaban casi al nivel del suelo. Deesta manera, saltando, haciendo ruido, reso-plando fuertemente y chillando, la tribu enterade los Bandar-log cruzó los caminos trazadosen lo alto de los árboles llevando prisionero aMowgli.

Hubo momentos en que temió éste que lodejaran caer, lo que hizo que empezara a po-nerse de mal humor; pero, demasiado sagazpara rebelarse abiertamente, se limitó a pensarqué haría. Lo primero que le vino a las mientesfue avisar a Baloo y a Bagheera, porque, dadala velocidad con que huían los monos, com-prendía bien que sus amigos se quedarían muy

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rezagados. Era del todo inútil mirar hacia abajo,pues nada podía ver si no eran las puntas de lasramas a uno y otro lado. Dirigió, pues, sus ojoshacia arriba, y logró distinguir a lo lejos, en lainmensidad azul, a Rann, el milano, que se ba-lanceaba describiendo curvas en el aire en tantoque vigilaba la selva y esperaba que los seres semurieran en ella. Y así, vio Rann que los monosse habían apoderado de algo que se llevaban, yabatió el vuelo unos centenares de metros paraindagar si aquella presa era comestible. Al ver aMowgli arrastrado hacia lo más alto de la copade un árbol y al oírle gritar, se sorprendió mu-cho el milano y le contestó con un silbido: "Tú yyo somos de la misma sangre." La oleada delramaje se cerró por encima del muchacho, peroRann, con un balanceo, se dirigió al árbol máspróximo en el preciso instante en que asomó denuevo la cara morena de Mowgli.

-¡Sigue mi pista! -gritó éste-. ¡Avisa a Baloo,de la manada de Seeonee, y a Bagheera, delConsejo de la Peña!

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-¿En nombre de quién, hermano? -preguntóRann que nunca había visto a Mowgli, pero quedesde luego había oído hablar de él.

-En nombre de Mowgli, la Rana. ¡El hombre-cito me llaman! ¡Sigue mi pista!...

Las últimas palabras hubo de proferirlascuando de nuevo lo balanceaban en el aire, pe-ro Rann movió la cabeza, asintiendo, y se elevóhasta que su tamaño se tornó no mayor que ungrano de polvo, y allí remontado observó con eltelescopio de sus ojos el movimiento de las co-pas de los árboles al paso de la escolta de mo-nos que conducían a Mowgli.

-No se alejarán mucho, no -profirió con risaahogada-. Nunca llevan a término feliz lo queempiezan a hacer. Los Bandar-log pican siem-pre aquí y allá en cosas nuevas. Pero en estaocasión, o yo estoy ciego, o picaron en algo queles dará quehacer, porque Baloo no es ningúnpolluelo que se caiga del nido, y yo sé que Bag-heera es muy capaz de matar algo más que ca-bras.

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Al decir esto, se meció en el aire, abiertas lasalas y recogidas las patas bajo el cuerpo, y es-peró.Entre tanto, Baloo y Bagheera se sentían locosde furor y de pena. Bagheera se subió a los ár-boles hasta donde nunca antes se atreviera allegar; pero se quebraron bajo su peso las ramasdelgadas y resbaló hasta el suelo, con las garrasllenas de cortezas.

-¿Por qué no le avisaste al hombrecito? -ledecía rugiendo al pobre Baloo, que sostenía untrote algo pesado con la esperanza de adeian-terse a los monos-. ¿De qué sirvió que casi lomataras a golpes si no lo previniste contra esto?

-¡De prisa! ¡De prisa! Todavía. . . podría serque lo alcanzáramos -respondió Baloo jadean-do.

-¡Al paso que vamos!... No alcanzarías ni auna vaca herida. Maestro de la ley. .. azota ca-chorros... con que tuvieras que moverte delmodo como lo haces durante un cuarto de le-gua de distancia, sería suficiente para que re-

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ventaras. ¡Descansa y piensa! Traza un plan. Noes este el momento de perseguirlo. Podríandejarlo caer si lo seguimos muy de cerca.

¡Arrula!... ¡Woo!... Quizás lo hicieron ya,cansados de llevarlo. ¿Quién puede fiarse delos Bandar-log? iAcumula murciélagos muertossobre mi cabeza! ¡Dame por toda comida hue-sos negros! ¡Méteme en una colmena de abejassilvestres para que me maten a picaduras yluego entiérrame al lado de una hiena, porquesoy el más desdichado de cuantos osos existen!¡Arulala!... ¡Wahooa!... ¡Oh! ¡Mowgli! ¡Mowgli!¿Por qué no te previne contra el pueblo de losmonos, en vez de romperte la cabeza? ¿Cómosaber si por los golpes que le di le saqué de lamemoria la lección del día, y ahora se hallarásolo en la selva sin la ayuda de las palabrasmágicas?Y Baloo se cogió la cabeza con las patas y searrastró gimoteando.

-Al menos hace un momento me dijo a mítodas las palabras correctamente -replicó Bag-

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heera, impaciente-. Baloo -prosiguió- has per-dido la memoria y el respeto propio. ¿Qué pen-saría de mí la selva toda, si yo, la pantera negra,me hiciera una bola como Ikki, el puerco espín,y empezara a aullar?

-¿Qué me importa lo que la selva piense? Aesta hora, quizás él ha muerto ya.

-Si no lo dejaron caer por juego, o si no lomataron por pereza, no creo que debamos te-mer por el hombrecito. Es listo y está bien en-señado, y, sobre todo, cuenta con sus ojos queatemorizan a todo el pueblo de la selva. Pero -yeste es un grave mal que hay que reconocer-,está en poder de los Bandar-log, que, por viviren los árboles, no le tienen miedo a nuestragente.

Al decir esto, Bagheera se lamió una de suspatas delanteras con aire preocupado.

-¡Tonto de mí! ¡Oh! ¡Cuán gordo y moreno,cuán tonto desenterrador de raíces soy! -exclamó Baloo desenroscándose de un brinco-.Es una gran verdad lo que dice Hathi, el elefan-

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te salvaje, cuando afirma que "cada quien tienesu miedo peculiar". Ahora bien: los Bandar-logtemen a Kaa, la serpiente de la Peña. Sabe enca-ramarse tan bien como ellos; les roba sus hijospor la noche. Su solo nombre les hiela de espan-to hasta las endiabladas colas. Vayamos a ver aKaa.

-¿Y qué puede hacer? No es de nuestra tribu,puesto que no tiene patas... Además, la maldadestá escrita en sus ojos. . . -dijo Bagheera.

-Es muy vieja y muy astuta. Ante todas lascosas, hay que pensar en que siempre estáhambrienta -respondió Baloo esperanzado-.Prométele muchas cabras.

-No bien se come una, duerme un mes ente-ro. Muy bien pudiera suceder que estuviesedurmiendo ahora. Pero, ¿sí se le antojara prefe-rir matar cabras por su propia cuenta? -Bagheera, que sabía muy pocas cosas de Kaa, seinclinaba naturalmente a desconfiar.

-En tal caso, vieja cazadora, tú y yo juntos laharíamos mostrarse razonable. -Al decir esto

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Baloo frotó su hombro, de un desteñido colormoreno, contra la pantera, y ambos fueron enbusca de Kaa, la serpiente pitón que vive en laPeña.

La hallaron tendida al sol en el tibio rebordede una roca, admirando, deleitada, su hermosapiel nueva, pues acababa de pasar diez días enel más completo retiro para mudarla, y ahoraestaba a la verdad espléndida, con la enormecabeza roma a lo largo del suelo, y tenía enros-cado el cuerpo de nueve metros de largo enfantásticos nudos y curvas, y se relamía al pen-sar en la próxima comida.

-Está en ayunas -dijo Baloo con un gruñidode satisfacción en cuanto vio la hermosa pielmoteada de amarillo y de color de tierra-. ¡Mu-cho cuidado, Bagheera! Siempre queda mediociega después del cambio de piel y tiende aatacar con la mayor facilidad.

Kaa no era serpiente venenosa -y la verdaddespreciaba por cobardes a las de tal clase-; supoder estribaba en la fuerza de su presión, y

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cuando había envuelto a alguien en sus enor-mes anillos, ya podía darse por terminada lalucha.

-¡Buena caza! -gritó Baloo sentándose sobresus cuartos traseros.

Kaa era bastante sorda como todas las ser-pientes de su especie y no oyó bien al principiolo que le decían.Por lo que pudiera suceder, se enrolló en formade espiral y mantuve baja la cabeza.

-¡Buena caza para todos! -respondió-. ¡Ah!¿Eres tú Baloo? ¿Y qué haces por aquí? ¡Buenacaza, Bagheera! Uno de nosotros necesita co-mer, cuando menos. ¿Saben si hay algo a lamano por allí? ¿Por ejemplo, algún gamo, aun-que sea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

-Vamos de caza -dijo Baloo negligentemente,porque esto lo sabía él bien- con Kaa no hayque apresurarse; es muy grande para andarsecon prisas.

-Permítanme que vaya con ustedes -suplicóKaa-. Nada significa para Bagheera y Baloo un

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zarpazo de más o de menos. En cambio, yo... yotengo que esperar días y días en alguna sendadel bosque, o emplear media noche para sub-irme a los árboles, y luego debo tener muchasuerte para tropezar con algún mono joven.¡Pss naw! Las ramas de ahora no son ya comolo eran cuando yo era joven. Las más tiernasestán podridas, y secas las mayores.

-Es probable que tu enorme peso signifiquealgo en este asunto -dijo Baloo.

-Pues sí; no me falta longitud... no me falta...-respondió Kaa con un dejo de orgullo-. Peroasí y todo, la culpa no es mía sino del ramajenuevo. Poco faltó, muy poco.., para que mecayera en mi última cacería, y, como no estabaagarrada al tronco del árbol con mi cola, el rui-do que hice despertó a los Bandar-log, que em-pezaron a insultarme.

-"Lombriz de tierra, amarilla y sin patas" -murmuró entre dientes Bagheera como si trata-ra de recordar algo.

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-¡Ssss! ¿Me llamaron eso alguna vez? -preguntó Kaa.

-Algo parecido nos gritaron a nosotros du-rante el último cuarto de luna pasado, pero noles hicimos ningún caso; Capaces son de decircualquier cosa... Por ejemplo, que te has que-dado sin dientes, y que no osas hacerle frente aalgo que sea mayor que un cabrito, porque...(¡vaya!, que son desvergonzados esos Bandar-log) porque les tienes miedo a los cuernos -continuó diciendo suavemente Bagheera.

Ahora bien: raras veces da muestras de cóle-ra una serpiente, sobre todo una serpiente pitóntan circunspecta como era Kaa. Pero Baloo yBagheera pudieron ver en ese momento cómolos enormes músculos que Kaa tiene a cadalado del cuello se movían e hinchaban.

-Los Bandar-log huyeron de su acostumbra-do terreno -dijo calmosamente-. Oí sus gritos enlas copas de los árboles hoy, cuando salí a to-mar el sol.

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-Precisamente.. . precisamente nosotros va-mos siguiendo su pista. -respondió Baloo. Perolas palabras se le atoraron en el gaznate porque,si la memoria no lo engañaba, aquélla era laprimera vez que alguien, perteneciente al pue-blo de la selva, confesaba su interés por algoque hicieran los monos.

-Sin duda debe ser muy importante lo queobliga a dos cazadores como ustedes, jefes ydirectores entre los suyos, a seguir los pasos delos Bandar-log -observó Kaa afablemente, perollena de curiosidad.

-A decir verdad -empezó Baloo-, yo no soysino el anciano maestro de la ley, a las vecesbastante tonto, encargado de enseñársela a loslobatos de Seeonee, y Bagheera, aquí presente...

-Es Bagheera -dijo la pantera negra, cerrandolas quijadas con un golpe seco, porque no esta-ba para modestias-. Esto es lo que nos ocurre,Kaa: esos ladrones de nueces y de hojas depalmera se robaron a nuestro hombrecito, dequien quizás has oído hablar.

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-Algo le oí a Ikki (cuyas púas son motivo depresunción para él), acerca de una especie dehombre admitido en una manada de lobos.Pero no creí nada de eso. Ikki siempre anda concuentos que oye mal y cuenta peor.

-Pero. en el caso presente dijo la verdad. Elhombrecito es tal, como jamás hubo otro comoél -dijo Baloo-. El mejor, el más inteligente, elmás apuesto de todos... mi discípulo que harácélebre el nombre de Baloo en todas las selvas..,y, ¡bueno!, yo... o mejor dicho... nosotros, loqueremos de veras, Kaa.

-¡Ts! ¡Ts! -respondió ésta, y sacudió la cabe-za-; también yo supe lo que es querer. ¡Podríanarrarles cosas que...!

-Que exigirían una noche clara y un estóma-go lleno para apreciarlas debidamente -dijoBagheera con prontitud-. Nuestro hombrecitoestá ahora en poder de los Bandar-log, y nosconsta que a nadie temen ellos más que a Kaa,de todo el pueblo de la selva.

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-A nadie más que a mí, y no les falta razón -respondió Kaa-. Charlatanes, locos y vanos...vanos, locos y charlatanes: así son los monos.Pero si entre ellos hay algo humano, corre peli-gro. Les cansa pronto la nuez que cogen, y latiran. Son capaces de cargar una rama durantemedio día, proponiéndose hacer grandes cosascon ella, y luego la parten en dos pedazos. Noes digno de envidia, a la verdad, el hombrecitoése. Al insultarme, ¿no me llamaron tambiénpez amarillo?... ¿Eh?

-Lombriz... lombriz.., lombriz de tierra -respondió Bagheera-; y otras cosas más queahora no puedo repetir por vergüenza.

-Habrá que enseñarles a expresarse con másrespeto de su maestro. ¡Aaa-sss! Deberemosrefrescarles un tanto la memoria. Pero, dígan-me, ¿a dónde se llevaron al cachorro?

-Sólo la selva puede saberlo. Me parece quehacia el lado donde se oculta el sol. Creíamosque tú lo sabrías, Kaa.

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-¿Yo? ¿Y cómo? Acostumbro apoderarme deellos cuando se me ponen a la mano, pero novoy a cazar a los Bandar-log, ni a las ranas, ni aesa espuma verde que hay en las lagunas, yque, para el caso, da lo mismo.

-¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Mira haciaarriba, Baloo, de la manada de lobos de Seeo-nee!...

Baloo miró hacia arriba para ver de dóndesalía la voz que lo llamaba, y vio a Rann, el mi-lano, que descendía, deslizándose por el espa-cio con las alas desplegadas en cuyos bordes,vueltos hacia arriba, brillaba el sol. Ya casi erala hora del sueño para Rann, pero hasta esemomento había estado buscando por toda laselva a Baloo, sin encontrarlo, por culpa delespeso follaje.

-¿Qué sucede? -interrogó Baloo.-Vi a Mowgli entre los Bander-log. él mismo

me encargó que te lo dijera. Estuve al acecho; lollevaron al otro lado del río... a la ciudad de losmonos. . a las moradas frías. Lo mismo optarán

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por quedarse allí una noche que diez, o que unrato. Encargué a los murciélagos que vigilarandurante las horas de oscuridad. Es cuanto ten-go que decirte. ¡Buena suerte para todos!

-¡Buena suerte, que llenes el buche y duer-mas bien, Rann! -gritó Bagheera-. No te olvida-ré en mi próxima caza: reservaré para ti la ca-beza de lo que mate, porque eres el mejor detodos los milanos.

-Lo que hice no es nada.., no es nada. El mu-chacho recordó y dijo las palabras mágicas, yyo no pude menos que cumplir con mi deber -respondió Rann elevándose por el aire trazan-do círculos para dirigirse a su escondrijo.

-¡Vamos! Veo que no perdió la lengua -dijoBaloo con una sonrisa de satisfacción y orgullo-. ¡Y pensar que, siendo tan joven, recordó laspalabras mágicas que sirven para los pájaros,en el mismo momento en que lo llevaban altravés de los árboles!.

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-¡Bien que se las metiste en la cabeza! -respondió Bagheera-. Pero estoy orgullosa deél. Ahora, vamos a las moradas frías.

Todo el pueblo de la selva sabe dónde estáaquel lugar, pero ninguno de ellos va nuncaallí, porque lo que llaman las moradas frías esuna antigua ciudad abandonada, perdida yhundida en la selva, y en contadas ocasiones seve que las fieras habiten un lugar donde anteshabitaron los hombres. Hará esto el jabalí, perono las tribus cazadoras. Por lo demás, aun losmonos vivían allí tan poco como en cualquierotro sitio fijo, y ningún animal que se respete seacercará hasta la distancia que alcance la vista,excepto en las épocas de sequía, cuando con-servaban un poco de agua las cisternas medioarruinadas y los estanques.

-Media noche nos tomará hacer la jornada..,yendo a toda velocidad -dijo Bagheera, y estohizo que Baloo se pusiera muy serio.

-Iré tan rápidamente como pueda -respondióansiosamente.

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-No nos atrevemos a esperarte. Síguenos, Ba-loo; Kaa y yo no podemos ir a paso tardo.

-Con pies o sin pies, puedo correr tanto co-mo tú con los cuatro que tienes dijo Kaa lacóni-camente.

Baloo se esforzó en acelerar el paso, pero alcabo tuvo que sentarse echando los bofes. Y así,lo dejaron para que fuera más despacio, en tan-to que Bagheera se adelantaba con el rápidogalope propio de la pantera.Kaa no dijo palabra, pero, por más que corrieraBagheera, la enorme serpiente pitón de la Peñano se dejaba adelantar. Al llegar a una torrente-ra llena de agua, venció Bagheera, porque laatravesó de un salto, mientras Kaa tenía quenadar, con la cabeza y una pequeña parte delcuello fuera del agua. Mas, al llegar de nuevo atierra, pronto la serpiente recuperó la distanciaperdida.

-¡ Por la cerradura que me dio la libertad,afirmo que eres andadora! -exclamó Bagheeraal disiparse la última luz del crepúsculo.

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-Es que tengo hambre -respondió Kaa-.Además, me llamaron rana con manchas...

-Lombriz.., lombriz de tierra... y amarilla deañadidura.

-Lo mismo da. Sigamos adelante.Y parecía como si Kaa se derramara por en-

cima de la tierra, buscando con ojo certero elcamino más corto y siguiéndolo estrictamente.

Allá en las moradas frías, los monos, en loque menos podían pensar, era en los amigos deMowgli.

Habiéndose llevado al muchacho a la ciudadperdida, quedaron con eso muy satisfechos porel momento. Jamás Mowgli, hasta entonces,había visto ninguna ciudad india, y aunqueaquélla no fuera sino un montón de ruinas, lepareció espléndida y maravillosa. Tiempo atrásla había edificado un rey en la cumbre de unacolina, y todavía podía adivinarse el trazo delas calzadas de piedra que conducían a las des-trozadas puertas cuyas últimas astillas colga-ban de los goznes, comidos del moho. Crecían

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árboles a uno y otro lado de las paredes. Lasalmenas yacían hechas pedazos, y a lo largo delos muros pendían de las ventanas las enreda-deras silvestres en grandes y apretadas masas.

La colina estaba coronada por un gran pala-cio sin techo; el mármol de patios y fuentesestaba rajado y cubierto de manchas rojas yverdes; en los mismos pisos empedrados de lospatios donde solían vivir los elefantes del rey,las piedras estaban separadas por la hierba ylos árboles nuevos que crecían entre ellas. Des-de el palacio podían verse numerosas hileras decasas sin techo que habían formado parte de laciudad y que ahora eran como destapadas col-menas llenas tan sólo de negras sombras. Podíaverse también la informe piedra que había sidoun ídolo en la plaza donde desembocaban cua-tro avenidas; y los hoyos y hoyuelos en las es-quinas de las calles donde en otro tiempo exis-tieron pozos públicos; y las rotas cúpulas de lostemplos con higueras silvestres que crecían alos lados.

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Los monos llamaban a ese lugar su ciudad ydespreciaban al pueblo de la selva porque vivíaen el bosque. No obstante, nunca supieron paraqué se habían levantado aquellos edificios nicómo debían usarlos. Se sentaban formandocírculos en la antecámara de la real sala delconsejo, y se rascaban buscándose las pulgas ydándoselas de hombres.

O bien, entraban y salian corriendo de aque-llas salas sin techo, recogían pedazos de yeso yladrillos viejos, llevándolos a un rincón, paraolvidarse al momento siguiente del lugar don-de los habían escondido y empezar a pelearse ya gritar en vacilantes grupos, poniéndose luego,de pronto, a jugar, subiendo y bajando por lasterrazas del jardín real, sacudiendo los rosales ylos naranjos por diversión para ver caer las flo-res y los frutos. Ya habían explorado todos lospasadizos y caminos subterráneos que había enel palacio, y los centenares de oscuras pequeñassalas; pero nunca se acordaron de lo que vierono dejaron de ver, y así se paseaban de uno en

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uno, por pares o por grupos, y se decían losunos a los otros que hacían lo mismo que hacenlos hombres. Bebían en las cisternas, ensucia-ban el agua, armaban peleas por esta causa ydespués, en montón, se lanzaban juntos gritan-do: "No hay nadie en la selva tan sabio, probo,inteligente, fuerte y discreto como los Bandar-log." Volvían entonces a las andadas, hasta que,al fin, se cansaban de estar en la ciudad y regre-saban a las copas de los árboles abrigando laesperanza de que se fijara en ellos el pueblo dela selva.

A Mowgli no le gustó este género de vida, nillegó a entenderlo, porque había sido educadosegún la ley de la selva. Tocaba a su fin la tardecuando los monos se lo llevaron a las moradasfrías, y, en vez de irse a dormir, como hubierahecho Mowgli después del largo viaje, se cogie-ron de las manos y empezaron a bailar y a can-tar las canciones más disparatadas. Uno de losmonos les echó un discurso en el que afirmóque la captura de Mowgli marcaba un hito

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nuevo en la historia de los Bandar-log, porqueles ensenaría a construir, con palos y cañas, unrefugio contra la lluvia y el frío. Mowgli cogióalgunas enredaderas y empezó a entretejerlas, ylos monos trataron de imitarlo; pero al cabo depocos minutos dejó de interesarles aquello yempezaron a estirarse la cola los unos a losotros, o a saltar, puestos a gatas y tosiendo.

-Quisiera comer -dijo Mowgii-. Soy forasteroen esta parte de la selva. Denme comida, opermiso para cazar aquí.

Veinte o treinta monos saltaron rápidamentefuera del recinto para traerle nueces y papayassilvestres. Pero en el camino se enzarzaron enuna pelea y les pareció luego demasiada moles-tia regresar con los restos de aquellos frutos.

Mowgli sentía el cuerpo dolorido, estaba tanmalhumorado como hambriento; anduvoerrante por la ciudad abandonada, lanzando decuando en cuando el grito de caza de los foras-teros; pero, al no contestarle nadie, se conven-

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ció de que a la verdad había ido a parar a unlugar pésimo.

-Cuanto dijo Baloo respecto de los Bandar-log no es más que la verdad -pensó-. No tienenley, ni grito de caza, ni jefes... No más que locapalabrería y unas manos muy pequeñas y muyladronas. Por tanto, si me matan de hambre ode cualquier otra manera, a nadie podré culparmás que a mí mismo. Pero he de hacer todo loposible por volver a mi propia selva. Baloo mepegará, ciertamente, pero prefiero eso que irestúpidamente a caza de las hojas de rosal encompañía de los Bandar-log.

No bien llegó a las murallas de la ciudad, lohicieron retroceder los monos, diciéndole queno se daba cuenta de la felicidad que le habíacaído con estar allí, y le pellizcaban para ense-ñarle a ser agradecido. Apretó Mowgli los dien-tes y nada dijo, pero se dirigió, entre el alborotoproducido por los monos, a una terraza ubica-da sobre los depósitos de piedra roja destina-dos al agua y que entonces se hallaban llenos a

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medias. En el centro de la terraza había un ce-nador de mármol blanco construido para usode reinas que habían muerto hacía cien años. Sutecho, en forma de cúpula, se encontraba mediohundido, y, al caer, había obstruido el pasadizosubterráneo que comunicaba con el palacio, yque en otro tiempo estaba abierto para que porél pudieran pasar las reinas. Pero las paredesestaban hechas de una suerte de biombos demármol recortado, y era una hermosísima laborcalada, blanca como la leche, con incrustacionesde ágata, cornalina, jaspe y lapislázuli. Cuandola luna se asomé tras la colina, brilló al travésde los calados, y proyecté sobre el suelo som-bras parecidas a un bordado de terciopelo ne-gro. Por más lastimado de los lomos, soñolientoy muerto de hambre que se sintiera Mowgli, nopudo menos de reír cuando veinte de los Ban-dar-log, hablando a la vez, empezaron a decirlelo grandes, inteligentes, fuertes y cuerdos queeran, y la locura que él había cometido al pre-tender escapar de ellos.

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-Somos grandes, somos libres, somos admi-rables. El más admirable pueblo que hay entoda la Selva, somos nosotros. Todos decimosesto, de donde se sigue que tiene que ser ver-dad -gritaban-. Pero, ésta es la primera vez quepuedes escucharnos, y seguramente tendrásocasión de repetir nuestras palabras al pueblode la selva para que en adelante se fije en noso-tros; por tanto, diremos cuanto se refiere anuestras valiosísimas personas.

Mowgli no objeté nada a esto. Los monos,varios centenares, se reunieron en la terrazapara escuchar a sus propios oradores. estosentonaban alabanzas a los Bandar-log, y cuan-tas veces uno de los oradores callaba duranteun instante para tomar aliento, los demás grita-ban al unísono:

-¡Muy cierto! ésa es también nuestra opi-nión!

Mowgli afirmaba con la cabeza y parpadea-ba, añadía un "sí" cuando le preguntaban algo y

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sentía que le daban vahídos, aturdido por elalboroto.

Tabaqui el chacal -pensaba- seguramentemordió a todos éstos, y por eso se volvieronlocos. A la verdad esto es dewanee, la locura.¿No dormirá nunca esta gente? Por allá veo unanube que cubrirá a la luna. ¡Ojalá la nube seabastante grande! Así podría escaparme, ampa-rándome en la oscuridad. Pero me siento fati-gado.Al mismo tiempo que Mowgli, dos amigos deél miraban aquella misma nube desde los fosos,cegados a medias, que circundaban las mura-llas de la ciudad. Bagheera y Kaa sabían lo pe-ligroso que era enfrentarse con el pueblo de losmonos cuando éstos se reunian en crecido nú-mero, y no querían arriesgarse demasiado. Por-que los monos nunca aceptan la lucha, como nosea en proporción de cien a uno y pocos son loshabitantes de la selva que aceptan tan desigua-les condiciones.

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-Me dirigiré al lado oeste de la muralla -musitó Kaa en voz tan baja que pareció un su-surro-; desde allí me lanzaré rápidamente,aprovechando el declive del terreno. A mí no seme echarán encima a centenares, pero...

-Yo sé lo que haré. ¡Si Baloo estuviera aquí!...Pero tendremos que limitarnos a lo que poda-mos. Cuando esa nube cubre la luna al pasarjunto a ella, iré a la terraza. Están allí celebran-do una suerte de consejo para hablar del mu-chacho.

-¡Buena caza! dijo Kaa con aire fiero y se des-lizó suavemente hacia el lado occidental delmuro.

Era éste, por casualidad, el que se encontra-ba mejor conservado; la enorme serpiente tardóun poco en encontrar un camino transitable porentre las piedras.

La nube cubrió la luz de la luna. CuandoMowgli se preguntó qué iba a acontecer enton-ces ahí, oyó los ligerísimos pasos de Bagheeraque estaba ya en la terraza. Había subido el

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declive casi sin ruido y empezó de inmediato arepartir golpes -ya que comprendió que mordersería perder el tiempo- a derecha y a izquierdaentre la multitud de monos que, en torno deMowgli, estaban sentados en círculos de cin-cuenta o sesenta de fondo.

Se escuchó un aullido general de miedo y derabia, y entonces, al tropezar Bagheera con loscuerpos que rodaban por el suelo pateandodebajo del suyo, uno de los monos chilló:

-¡Nada más es uno, uno solo! ¡Mátenlo! ¡Má-tenlo!

Se arrojó contra Bagheera un desordenadomontón de monos que mordían, arañaban, ras-gaban y arrancaban cuanto les salía al paso, entanto que cinco o seis se apoderaron de Mow-gli, lo arrastraron a lo alto del cenador y lo me-tieron por un agujero de la rota cúpula y lo de-jaron caer dentro de ella. Hubiera sufrido seriodaño cualquier muchacho educado entre loshombres, pues la caída, cuando menos, fue de

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cuatro metros de altura; pero Mowgli cayó depie, tal como Baloo lo había enseñado.

-Allí te quedas -le gritaron- hasta que mate-mos a tus amigos, y luego vendremos a jugarcontigo... si te dejó con vida el pueblo Veneno-so.

-¡Ustedes y yo somos de la misma sangre! -dijo Mowgli apresurándose a decir las palabrasmágicas que sirven para las serpientes. Oía cla-ramente roces y silbidos entre las piedras que lorodeaban, y, para mejor asegurarse, tornó agritar lo mismo.

-¡Esss verdad! ¡Ustedes! ¡Abajo las capuchas!-exclamaron media docena de voces muy sua-ves; cada sitio en ruinas se convierte en la In-dia, tarde o temprano en morada de serpientesy el antiguo cenador era un hervidero de co-bras-. Permanece quieto, hermanito, para quetus pies no nos lastimen.

Mowgli procuró mantenerse lo mas quietoposible; miraba al través de los calados demármol y escuchaba el ruido de la rabiosa lu-

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cha que los monos libraban contra la panteranegra: eran aullidos, rechinar de dientes y gol-pes secos de la refriega; y asimismo se percibíael profundo y ronco resoplido de Bagheeramientras retrocedía, avanzaba, se revolvía o sehundía bajo las enormes masas de sus enemi-gos. Por primera vez en su vida, Bagheere lu-chaba únicamente por salvar su piopio pellejo.

Por aquí cerca debe andar Baloo porqueBagheera no se hubiera arriesoado a venir sola -pensó Mowgh.Y entonces gritó:

-A las cisternas. Bagheera, a las cisternas!¡Vete a ellas y zambúllete dentro. ¡Al agua!

Al escuchar la voz de Mowgli, Bagheera su-po que estaba el muchacho a salvo, y entoncessintió renacer sus fuerzas. Desesperadamente,metro a metro y repartiendo golpes en silencio,se abrió camino en direccion de las cisternas.

En ese momento, desde el muro en ruinasque estaba mas proximo a la selva, se elevó elrugiente grito de guerra de Baloo. El buen oso.

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hizo todo cuanto pudo; pero aun asi, no le fueposible llegar antes.

-¡Bagheera, aquí estoy! -gritó-. ¡Ahora subo!¡Corro en tu ayuda! ¡Ahuworaaa! ¡Resbalan laspiedras bajo mis plantas, pero espérame! ¡Ah,infames Bandar-log!

Llegó a la terraza casi sin aliento, e inmedia-tamente su cuerpo desapareció, hasta el cuello,bajo una verdadera oleada de monos; pero seplantó resueltamente en dos pies, abrió los bra-zos, cogió entre ellos el mayor número posiblede enemigos y empezó a golpeados con un nointerrumpido ¡paf! ¡paf! ¡paf! que parecía elchapoteo de una rueda de palas. El ruido dealgo que cayó en el agua hizo saber a Mowglique Bagheera había logrado abrirse paso hastala cisterna, en la que ya no podían perseguirlalos monos.

Hallábase echada la pantera, respirando an-helosamente por la boca con el agua hasta elcuello, en tanto que los monos la vigilaban des-de los rojos escalones sentados en filas de tres

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en fondo; subían y bajaban rabiosamente, pres-tos a saltar sobre ella, desde todos los lados a lavez, si ella intentaba salir para ayudar a Baloo.

Fue entonces cuando Bagheera levantó lacabeza -el agua le chorreaba de la barba-, y,perdida ya toda esperanza, lanzó en busca deprotección el grito que sirve para las serpientes:"Tú y yo somos de la misma sangre"; creyó que,en el último minuto, Kaa se había vuelto atrás.Inclusive Baloo, medio ahogado bajo la masa demonos que no lo dejaba avanzar en el borde dela terraza, no pudo reprimir la risa cuando oyóque la pantera negra pedía auxilio.

Pero en aquellos precisos momentos Kaa seacababa de abrir paso entre el muro situadohacia el oeste; el último esfuerzo que hizo paratrasponerlo, hizo que se produjera un despren-dimiento en las piedras de la albardilla, y unapiedra rodó hasta el fondo del foso. No quisodesperdiciar ninguna de las ventajas que leproporcionaba aquel terreno; se enroscó y des-enroscó varias veces para comprobar que su

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cuerpo tenía amplia capacidad para trabajarcon lucimiento.

Hizo esto en tanto que se desarrollaba la lu-cha en que Baloo desempeñaba el principalpapel; en tanto que en derredor de Bagheera, enla cisterna, aullaban los monos, y mientrasMang, el murciélago, volando de un lado aotro, llevaba la noticia de la gran batalla portoda la selva, de tal manera que inclusiveHathi, el elefante salvaje, empezó a dar brami-dos, y a lo lejos, grupos dispersos de monosque se despertaron, fueron brincando entre losarboles, a prestar ayuda a sus compañeros delas moradas frías, al mismo tiempo que se po-nían alerta todas las aves diurnas de algunasleguas a la redonda.

Entonces, rápidamente, Kaa atacó en línearecta, sintiendo el vivo deseo de matar. Todo elpoder que tiene en la lucha una serpiente pitón,estriba en el empuje con que su cabeza embiste,apoyada por el fuerte y pesado cuerpo. Si seimagina el lector una lanza, un ariete o un mar-

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tillo que pese media tonelada, y que pueda sermovido por una inteligencia, fría, calmosa, queresida en el mango o en el asta, tendrá una ideaaproximada de lo que era Kaa en el terreno dela lucha. Una serpiente pitón, de no más de unmetro, o un metro y medio de longitud, puedeperfectamente derribar a un hombre si se lanzacontra él de frente y le pega en mitad del pecho.Pues bien: hay que recordar que Kaa medíanueve metros de largo. Su primera embestidafue contra el centro de la tremenda masa querodeaba a Baloo. Fue una arremetida a bocacerrada, silenciosa. No necesitó ir acompañadade la segunda. Los monos huyeron en desban-dada, gritando:

-;Kaa! ¡Es Kaa! ¡Huyan! ¡Huyan!Generaciones enteras de monos habían

aprendido a hacer lo que era debido en presen-cia de Kaa, gracias a las narraciones que sobreésta habían escuchado de sus mayores; sobreésta, a quien llamaban ladrona nocturna, quepodía deslizarse a lo largo de las ramas de los

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árboles con el mismo silencio con que crece elmusgo, y llevarse consigo al mono más fuerteque jamás vivió en el mundo; sobre la viejaKaa. que tenía suma pericia para tomar el as-pecto de una rama muerta o de un tronco deárbol carcomido, de tal manera que hasta losmás hábiles se engañaban, hasta que el troncose apoderaba de ellos. Kaa, representaba paralos monos lo más temible de la selva, porqueninguno de ellos sabía hasta dónde llegaba supoder; ninguno osaba mirarla cara a cara, yjamás nadie salió con vida de entre sus anillos.

Por todo esto, muertos de miedo, huyeronhacia los muros y los techos de las casas, y, alcabo, Baloo pudo respirar. Su piel era másgruesa que la de Bagheera, pero había sufridogravemente en la lucha.

Por primera vez, abrió Kaa la boca y emitióun largo silbido, que era una de sus palabras;esto hizo que los monos que acudían presuro-sos desde lejos en defensa de sus hermanos delas moradas frías, detuviéranse instantánea-

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mente en el lugar donde estaban, completa-mente acobardados, y su peso hacía doblar ycrujir las ramas. Cesó la algazara de los que seencontraban sobre los muros y las casas vacías,y, en medio del silencio que reinó en la ciudad,Mowgli oyó a Bagheera sacudiéndose de enci-ma el agua, al salir de la cisterna.

De nuevo estalló entonces la algarabía de an-tes. Los monos se encaramaron por los muros amayor altura; asiéndose al cuello de los grandesídolos de piedra, chillaron saltando por los al-menados muros. Y mientras esto acontecía,Mowgli, bailoteando en el cenador, miraba porlos calados del mármol y graznaba como unbúho en son de burla para demostrar su alegría.

-Saca al hombrecito fuera de esa trampa,pues yo ya no puedo hacer nada más -dijo Bag-heera casi sin aliento-. Cojámoslo y vámonos;podría ser que de nuevo nos atacaran.

-No se atreverán a moverse hasta que yo selos mande. ¡Quietos! ¡Asssi! -silbó Kaa, y unavez más la ciudad quedó en silencio.

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Continuó Kaa, dirigiéndose a Bagheera:-No pude venir antes, hermana; pero me pa-

reció haberte oído llamar...-Puede ser. . . puede ser que haya gritado en

mitad de la lucha iespondió Bagheera-. Baloo,¿te hicieron daño?

De tanto estirarrne, no estoy muy s euro deque no me hayan convertido en un centenar depequeños oseznos -respondió gravemente Ba-loo, alargando una pata y luego la otra-. ¡Wow!... Tengo todo el cuerpo dolorido... Kaa, creoque a ti te debemos la vida Bagheera y yo...

-¡Qué más da! ¿Dónde está el hombrecito?Aquí en la trampa! No puedo trepar para sa-

lir de ella -gritó Mowgli. Veía sobre su cabezala curva de la rota cúpula.

-Sáquenlo de aquí. Baila y baila como Mao,el pavo real, y aplastará a nuestros pequeñuelos-dijeron desde dentro las cobras.

-¡Ja, ja, ja! -se rió Kaa-. Donde quiera tieneamigos este hombrecito. Échate un poco hacia

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atrás. Y ustedes, Pueblo Venenoso, escóndanse.Derribaré la pared.

Kaa examinó detenidamente para descubriren los calados de mármol una grieta que indi-cara un punto débil; dio encima dos o tres gol-pecitos con la cabeza para calcular la distanciaconveniente, y luego, levantando por completodel suelo el cuerpo, en una longitud de cerca dedos metros, dio con toda su fuerza media doce-na de terribles testaradas y su nariz fue la pri-mera que pegó contra el mármol. El cenadorcayó en pedazos envueltos en una nube de pol-vo y de escombros. Mowgli saltó por el boqueteabierto y se arrojó entre Baloo y Bagheera ypasó un brazo en torno del cuello de cada uno.

-¿Te hicieron daño? -preguntó Baloo, abra-zándolo tiernamente.

-Me duele todo el cuerpo, tengo hambre yestoy lleno de cardenales. Pero... ¡oh! ¡Cómo lospusieron a ustedes! . . . ¡Están cubiertos de san-gre!

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-Otros también lo están -respondió Bagheerarelamiéndose y mirando el gran número demonos muertos que había en la terraza, en de-rredor de la cisterna.

-¡Eso no es nada... no es nada! -gimoteó Ba-loo-. ¡Lo importante es que tú te hayas salvado,ranita mía, orgullo mío!

-Ya hablaremos de eso más tarde -dijo Bag-heera, tan secamente que Mowgli se sintió de-sazonado-. Pero aquí está Kaa, a la cual debe-mos nosotros haber ganado la batalla, y tú, lavida. Dale las gracias, segun es nuestra cos-tumbre, Mowgli.

Se volvió éste, y vio, a muy poca distanciade su cabeza, a la gran serpiente pitón, que ba-lanceaba la suya.

-De modo que éste es el hombrecito -observóKaa-. Su piel es muy fina, y ciertamente tieneparecido con los Bandar-log. Cuídate, hombre-cito, de que no me equivoque y te tome por unmono, algún día, cuando haya acabado decambiar de piel.

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-Tú y yo somos de la misma sangre -respondió Mowgli-. Me salvaste la vida estanoche. Será para ti, Kaa, lo que yo mate en lacaza, siempre que sientas hambre.

-Mil gracias, herrnanito -dijo Kaa, cuyos ojosbrillaron maliciosamente-. ¿Qué puede matartan fiero cazador? Pido permiso desde ahorapara seguirle cuando vaya de caceria.

-Nada mato. .. Soy demasiado pequeño paraello. Con todo, acorralo a las cabras y las hagoir al sitio en que están los que pueden apode-rarse de ellas. Cuando tengas el vientre vacío,ven conmigo y verás si te engaño. Soy un tantodiestro en el manejo de éstas -añadió mostran-do sus manos-; si algún día llegas a caer en unatrampa, podría pagarte entonces la deuda quehe contraído contigo, con Baghera y con Baloo,aquí presentes. ¡Buena suerte para todos, maes-tros míos!

-¡Bien dicho! -gruñó Baloo, pues vio la habi-lidad con que había dado Mowgli las gracias.

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Kaa dejó caer suavemente por un momentosu cabeza sobre el hombro del muchacho y ledijo:

-Es tan grande tu corazón, como cortés tulengua. Ambos te llevarán muy lejos en la Sel-va, hombrecito. Ahora, márchate pronto deaquí con tus amigos. Márchate y ve a dormir; laluna va a dejamos y no es conveniente que veaslo que sucederá.

Desaparecía la luna tras las colinas, y diríaseque las filas de monos, temblando de miedo,agrupados sobre los muros y las almenas, pare-cían la rota y movible orla de aquel escenario.Baloo se dirigió a la cisterna para beber, Bag-heera se alisaba la piel y Kaa se deslizó hasta elcentro de la terraza, cerrando la boca con unsonoro crujido que atrajo las miradas de todoslos monos.

-La luna se oculta -dijo-. ¿Hay suficiente luztodavía para que puedan verme?

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De los muros se desprendió una especie degemido semejante al que produce el Viento enlas copas de los árboles.

-Todavía podemos verte, Kaa -se oyó.-Está bien. Empieza ahora la danza.., la Dan-

za del Hambre de Kaa. Esténse quietos y miren.Se enroscó entonces dos o tres veces en for-

ma de un gran círculo y balanceó la cabeza dederecha a izquierda. Luego empezó a formarcon su cuerpo óvalos y ochos, triángulos visco-sos de vértices romos que se disolvían en cua-drados y pentágonos y torres hechas de anillos.No descansaba un momento, no se apresurabanunca, no cesaba el zumbido de su canción es-pecial. Oscurecía cada vez más, hasta que deja-ron de verse al fin las cambiantes ondulacionesde la serpiente; con todo, podía aún oírse elrumor que producian sus escamas.Como si fuesen de piedra, se quedaron paradosBaloo y Bagheera, lanzaban sordos aullidosguturales y erizaban los pelos del cuello. Mow-gli miraba todo aquello sorprendido.

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-Bandar-log -dijo al fin Kaa-: ¿Pueden moverlos pies o las manos sin que yo se lo ordene?¡Hablen!

-No podemos hacer eso sin orden tuya, Kaa.-¡Así está bien! Den un paso al frente. Acér-

quense.Sin poder resistir, las filas de monos se incli-

naron hacia adelante; al mismo tiempo queellas, dieron también un paso, inconsciente-mente, Bagheera y Baloo.

-¡Más cerca! -siibó Kaa, y los monos se mo-vieron de nuevo.

Mowgli puso sus manos sobre Baloo y Bag-heera para llevárselos de allí, y las dos enormesfieras echaron a andar como si despertaran deun sueño.

-No quites tu mano de mi hombro -bisbisóBagheera-. No la quites, o no podré menos deretroceder. . . tendré que ir a donde está Kaa.¡Aah!

-¡Pero si no hace otra cosa que trazar círculosen el suelo! -dijo Mowgli-. Vámonos.

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Y los tres escaparon por un boquete abiertoen las murallas y se dirigieron a la Selva.

-IWoof! -gruñó Baloo al encontrarse de nue-vo bajo los árboles-. Nunca más buscaré a Kaapara aliada. -Y sacudió el cuerpo.

-Sabe más que nosotros -dijo Bagheera tem-blando-. Si me quedo allí un rato más, hubieraido a parar derecho a su garganta.

-Antes de que salga de nuevo la luna, mu-chos serán los que vayan a parar a ella -afirmóBaloo-.. ¡Buena caza tendrá.., a su modo!

-Pero, ¿cuál era el significado de todo aque-llo? -preguntó Mowgli, porque ignoraba el po-der de fascinación de Kaa-. No vi sino a unaenorme serpiente que trazaba círculos del mo-do más idiota, hasta que quedamos en la oscu-ridad. Y tenía la nariz muy hinchada. ¡Jo, jo, jo!

-Mowgli -le dijo Bagheera de muy malhumor-: si su nariz estaba hinchada, fue por tuculpa; por tu culpa también están mis orejas,mis flancos, mis patas y el cuello y pecho de

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Baloo llenos de mordiscos. En muchos días, nopodrán cazar a gusto ni Bagheera ni Baloo.

-No importa -respondió Baloo-; recobramosal hombrecito.

-Es verdad, pero nos costó nuestro tiempo, elcual hubiéramos podido emplear mucho mejoren una buena cacería. También nos costó nues-tras heridas, nuestro pelo (tengo raída a mediasla espalda), y nuestra honra, finalmente. Por-que, recuerda, Mowgli, que yo, la pantera ne-gra, hube de llamar en auxilio mío a Kaa, y Ba-loo y yo quedamos aturdidos come pajarillos alver la Danza del Hambre. Todo esto, por haberido tú a jugar con los Bandar-log.

-Es verdad, es verdad -respondió con triste-za Mowgli-. Soy un hombrecito muy malo, yaquí, en mi pecho, siento la tristeza de haberlosido.

-¡Je! ¿Cómo dice la ley de la selva, Baloo?Éste no deseaba acumular más desdichas

sobre Mowgli, pero tampoco podía hacer burlade la ley, de manera que murmuró:

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-No libra del castigo el arrepentimiento. Pe-ro recuerda, Bagheera que todavía es muy chico-añadió.

-Lo recuerdo, pero, puesto que cometió unafalta, hay que pegarle. ¿Tienes algo que decir,Mowgli?

-Nada. Hice mal. Baloo y tú están heridos.Es justo.

Entonces Bagheera le dio media docena degolpes; juzgándolos con criterio de pantera,fueron leves y cariñosos y apenas hubierandespabilado a uno de sus cachorros. Pero paraun niño de siete años, fue una paliza en verdadfenomenal, y ciertamente el lector no hubieraquerido recibirla. Cuando terminó el castigo,Mowgli estornudó y se enderezó de nuevo, sindecir palabra.

-Ahora dijo Bagheera-, siéntate en mi lomo,hermanito, y volvamos a casa.

Cosa muy hermosa en la ley de la selva yque puede notarse fácilmente es que el castigo

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salda en definitiva las cuentas pendientes, y yano se habla más del asunto.

Se tendió Mowgli en el lomo de Bagheera,apoyó en él la cabeza y tan profundamente sedurmió, que ni siquiera despertó cuando lopusieron junto a mamá Loba, en la cavernadonde tenía su hogar.

Canción de los Bandar-log al ponerse en ca-mino

¡Como un festón flotante aquí estamos,lanzados hacia la envidiosa luna!¿Querrían ustedes ser uno de los nuestros?¡Más de dos manos tener! ¡Oh, dicha!¿Y esta cola, cual arco de cupido,no envidian? ¿Gustaríales una?Pero, tranquilícense, hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

¡Sobre la fronda quietos estamos,en largas filas hermosuras sin fin meditando;imaginando cosas grandes que, ¡vamos!,al momento se trocarán en realidades;algo que noble, grande y bueno sea...

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que con desearlo sólo, se conquiste!¡Lo verán, sí! ¡Pero, hermanos,se adivina, en su espalda, el rabo!

Tantas voces de fieras o aves,o bien de los murciélagos que chillan(de animales que tengan escama, pluma o pe-lo),cuantas en nuestra vida hayamos escuchado,mezclemos, y repitiéndolas cien vecesproduzcamos rápida y confusa algarabía.¡Grandioso, excelente! Como los hombresal hablar harían, esa pauta nosotros seguimos.¿No lo somos?... Hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

Costumbres son éstas del pueblode los monos, y ésta es la vida.

¡Corran entre los pinos, busquen la vid sil-vestre;formen en nuestras filas, vengan con nosotros!¡Qué ruido metemos al despertarnos se escu-cha!

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¡Que haremos cosas grandes, no puedan dudar-lo!

De cómo vino el miedoCuando secos están arroyo y laguna,

todos somos hermanos;mezclados nos ven las riberas,ardientes las bocas, polvo en los flancos,sin deseos de caza,y por temor igual paralizados.Junto a su madre, puede tímido verel cervato al lobo desmedrado;mira el gamo tranquilo los colmillosque a su padre mataron.Cuando secos están charco y arroyo,todos somos hermanos.hasta que alguna nube la respetada"tregua del agua" rompa,y nos mande lluvia y anhelada caza,nuestro encanto.

Previstos están, por la ley de la selva (la másantigua del mundo) la máxima parte de losacontecirnientos con que su pueblo pudiera

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enfrentarse, por lo que, hoy por hoy, es un có-digo casi tan perfecto como el tiempo y la cos-tumbre pudieron llegar a constituirlo. Si el lec-tor pasó sus ojos por las narraciones transcritasrelativas a Mowgli, recordará sin duda que elmuchacho pasó la mayor parte de su vida conla manada de lobos de Seeonee, y que aprendióla ley con Baloo, el oso pardo. Fue el propioBaloo quien le explicó, cuando el muchachodaba muestras de impaciencia por tantas órde-nes que recibía constantemente, que la ley eracomo una enredadera gigante, ya que alcanza atodas las espaldas sin quedar exenta ningunade sentir su peso.

-Una vez que hayas vivido los años que yohe vivido, hermanito, te darás cuenta de que laselva obedece, a lo menos, a una ley -dijo Ba-loo-. Esto no te parecerá muy agradable -añadió.

Mowgli no paró mientes en esta conversa-ción, porque cuando un muchacho pasa la vidacomiendo y durmiendo, no le importan un ar-

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dite las demás cosas, sino hasta que suena lahora de enfrentarse con ellas. Pero hubo un añoen que las palabras de Baloo resultaron certísi-mas y exactas; entonces Mowgli fue testigo deque toda la Selva estaba bajo el imperio de laley.

Esto empezó cuando escasearon de maneraalarmante las lluvias de invierno, y cuano Ikki,el puerco espín, al topar con Mowgli entre unosbambúes, le explicó que se estaban secando laspatatas silvestres. Pero, bueno: todo el mundoya está enterado de lo ridículamente escrupulo-so que es Ikki acerca de escoger su alimento, yde que sólo elige las cosas mejores y más ensazón. Por tanto, Mowgli se rió y le dijo:

-¿Qué tiene eso que ver conmigo?-No mucho, al presente -respondió Ikki, e

hizo sonar sus púas muy tenso y violento-. Peroya veremos mas tarde. ¿Sigues todavía bañán-dote en la laguna que hay en la roca, allá en laPeña de las Abejas, hermanito?

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-No. El agua es tan tonta que se va evapo-rando, y no quiero romperme la cabeza -dijoMowgli, que en aquellos tiempos sentíase tansabio como cinco juntos de los que formaban elpueblo de la selva.

-Tú te lo pierdes. Si te la rompieras un poco,acaso por la rotura te entraría algo de juicio.

Ikki echó a correr agachando la cabeza paraque Mowgli no le tirara de las cerdas del hoci-co; el muchacho le contó después a Baloo lo queaquél había dicho.

El oso, en tono grave, murmuró entre dien-tes:

-Si estuviera solo, cambiaría de cazadero, an-tes que los demás empezaran a preocuparse.Pero ya sabemos que siempre acaba en luchacazar en país extraño, y podría suceder que lecausaran daño al hombre cachorro. Esperare-mos y veremos cómo florece el mohwa.

Pero aquella primavera no floreció el árbolde mohwa al que tanto cariño tenía Baloo. Porculpa del calor murieron antes de nacer los

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verdosos, lechosos capullos, parecidos a la cera;sólo cayeron algunos malolientes pétalos cuan-do él sacudió el árbol, puesto en dos patas co-ntra el tronco. Luego, centímetro a centímetro,fue penetrando el incesante calor en el corazónde la selva, e hizo que todo se revistiera de co-lor amarillo, primero; después, de color de tie-rra, y al fin, de color negro. Los matorrales y lasmalezas que bordeaban los barrancos se secópoco a poco hasta convertirse en algo parecidoa alambres rotos, y en enroscadas fibras de ma-teria muerta; gradualmente perdieron el agualas escondidas lagunas y sólo el barro quedó enellas, el cual conservó la más tenue huella enlos bordes como si hubiera sido vaciado en unmolde de hierro; las jugosas enredaderas quecolgaban de las árboles, cayeron y murieron alpie de ellos; sccáronse los bambúes y produje-ron un ruido agudo cuando soplaba el vientocálido; empezó a morirse el musgo y dejabapeladas las rocas, hasta en el corazón de la sel-va, de tal manera que quedaron desnudas y

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ardientes como piedras azules que brillaban enlos cauces.

Los pájaros y los monos emigraron desde elcomienzo del año hacia el norte, porque sabíanlo que se vendría encima; el ciervo y el jabalí seinternaron en los devastados campos de losaldeanos y murieron ellos también, a las veces,a la vista de los hombres que estaban demasia-do débiles para matarlos. Pero no emigró Chil,el milano, y tuvo oportunidad de engordar, yaque abundó la carroña, y cada tarde les llevabala noticia a las fieras, cuya postración les impe-día ir a la búsqueda de nuevos cazaderos, deque el sol mataba poco a poco a toda la selva enuna extensión de tres días de vuelo, desde esepunto, en todas direcciones.

Nunca había sabido Mowgli en verdad loque era el hambre, pero ahora tuvo que conten-tarse con miel vieja, de tres años, que raspabade colmenas abandonadas hechas en la roca...;era una miel negra como la endrina espolvo-reada con azúcar seco. Cazó también gusanillos

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de los que taladran la corteza de los árboles, yen no pocas ocasiones robó a las avispas lascrías que sus avisperos. Toda la caza que que-daba en la selva no era más que piel y huesos;Bagheera mataba tres veces en una sola noche yni así obtenía lo que necesitaba para calmar suapetito. Pero la peor calamidad era la falta deagua, ya que, aunque raras veces beba el pue-blo de la selva, ha de beber en gran cantidad,cuando lo hace.

Siguió adelante el calor y secó toda hume-dad, y al fin el cauce del río Waingunga fue elúnico lugar donde corría aún un hilillo de aguaentre las muertas riberas.

Y cuando Hathi, el elefante salvaje, cuya vi-da puede alcanzar cien años o más, vio que enel centro mismo de la corriente asomaba unlargo, descarnado y azul banco de piedra com-pletamente seco, comprendió que lo que teníaante su vista era la Peña de la Paz, y entonces,de cuando en cuando, levantó la trampa y pro-clamó la Tregua del Agua, como la había pro-

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clamado su padre antes que él, cincuenta añosatrás. Le hicieron coro, con ronca voz, el ciervo,el jabalí y el búfalo; Chil, el milano, voló entodas direcciones describiendo círculos, chi-llando y silbando para extender la noticia.

De acuerdo con la ley de la selva, desde elmomento en que ha sido proclamada la Treguadel Agua, es castigado con la pena de muerte elque mata en los sitios destinados a beber. Beberes antes que comer: ésta es la razón. Cuando loúnico que escasea es la caza, cualquiera puedeirla pasando mal que bien en la selva. Pero elagua es el agua, y toda caza queda en suspensomientras el pueblo de la selva tenga que ir pornecesidad al único manantial que quede. Du-rante las estaciones buenas, cuando el aguaabundaba, quienes querían beber en el ríoWaingunga (o en cualquier otro sitio, que parael caso es lo mismo) lo hacían a riesgo de suvida, y dicho riesgo contribuía, en gran parte, alatractivo de las excursiones nocturnas. Moversecon tal destreza que ni una hoja se moviera al

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paso; atravesar el vado, con el agua hasta larodilla, en sitios en que es baja el agua, cuyoruido apaga todo rumor; mirar hacia atrás, porencima del hombro, mientras se bebe, con cadamúsculo tenso para dar el primer salto deses-perado de loco terror; revolcarse en la arena dela orilla y regresar luego, húmedo el hocico ybien repleto el vientre, a la manada que admiraal atrevido... todo esto era algo delicioso para elgamo joven dotado de buenos cuernos, preci-samente porque sabían que, cuando nadie lopensara, acaso Bagheera o Shere Khan se lanza-rían sobre ellos y les quitarían la vida. Mas aho-ra había terminado todo aquel juego que podíaser mortal: acercábase hambriento y triste todoel pueblo de la selva al río cuyo cauce parecíahaberse estrechado; el tigre, el oso, el ciervo, eljabalí, el búfalo, todos juntos, bebían en suciasaguas y allí permanectan, sin fuerzas para mo-verse.

Durante todo el día el ciervo y el jabalí sehabían movido de un lado a otro buscando algo

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mejor que cortezas secas y hojas muertas. Losbúfalos no habían encontrado lodazales en quérefrescarse ni verdes sembrados en donde pu-dieran saciar su hambre. Las serpientes aban-donaron la selva y bajaron al río con la espe-ranza de encontrar allí alguna rana perdida.Permanecían quietas, enroscadas en algunapiedra húmeda, y ni siquiera se enfrentabancon el jabalí cuando éste con el hocico las saca-ba de su lugar. Tiempo hacía que las tortugasde río habían sido exterminadas por la habilí-sima cazadora Bagheera; los peces del río sehabían enterrado ellos mismos profundamenteen el seco barro. Sólo la Peña de la Paz sobre-nadaba del agua poco profunda, como una lar-ga sierpe, y las pequeñas y fatigadas ondula-ciones de la corriente silbaban al pegar contrasus calientes costados y evaporarse.

Cada noche se dirigía a ese lugar en buscade fresco y compañía. Apenas hubiera hechocaso entonces del muchacho el más hambrientode todos sus enemigos. Su piel desnuda hacíalo

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parecer aún más enjuto y miserable que cual-quiera de sus compañeros. El sol le había des-colorido el cabello hasta hacerlo que parecieraestopa; sobresalían sus costillas como si fuesenlos mimbres de un cesto, y los bultos que lecrecieron en las rodillas y codos por arrastrar-los por el suelo al caminar a gatas, le daban asus reducidos miembros el aspecto de manojosde hierba trenzados. Pero bajo aquella melenaenredada y entretejida, se veían unos ojos fríos,tranquilos, pues Bagheera -su consejera enaquellos tristes días-, le aconsejó que se movie-ra calmosamente, que cazara despacio, y quenunca, por ningún motivo, se enojara.

-Estos tiempos son malos, pero ya pasarán,si no nos morimos antes -dijo la pantera unanoche en que el calor era semejante al de unhorno-. ¿Te has llenado el estómago, hombreci-to?

-Algo metí en él, pero no me vale. ¿No crees,Bagheera, que las lluvias se olvidaron de noso-tros y que no volverán ya más?

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-¡De ningún modo! Todavía veremos flore-cer el mohwa y a los cervatos engordar con lahierba fresca. Vamos a la Peña de la Paz a sabernoticias. Sube a mi lomo, hermanito.

-No es tiempo ahora de cargar pesos. Toda-vía puedo tenerme en pie sin que me ayuden.Pero es verdad que ni tú ni yo nos parecemos,por lo gordos, a los bueyes bien cebados.

Se miró Bagheera los lados, que eran comoharapos cubiertos de polvo, y murmuró:

-Maté anoche un buey que estaba uncido alyugo. Me quedaban tan pocas fuerzas, que creoque no me hubiera atrevido a saltarle encima, sihubiera visto que estaba en libertad. ¡Wou!

Se rió Mowgli y dijo:-Sí; muy buen par de cazadores formamos

ahora tú y yo. Yo soy muy audaz para comergusanillos.

Ambos se alejaron por la crujiente maleza, sedirigieron a la orilla del río junto a la labor deencaje que formaban los montones de arenaque habían salido de él por todos lados.

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-El agua no puede ya durar mucho -observóBaloo uniéndose a ellos-. Miren acá: al otro ladose ven filas de huellas que se parecen a los ca-minos que trazan los hombres.

En el llano que se extendía en la orillaopuesta, la hierba, erguida, se había muerto yparecía momificada. Las holladas pistas delciervo y del jabalí, todas en dirección al río,rayaban la desteñida llanura con polvorientasramblas abiertas en la hierba de tres metros dealtura; a pesar de ser todavía temprano; cadalarga avenida se veía ya llena de los que se da-ban prisa en ser los primeros en llegar al agua.Percibíanse las toses de los gamos y de los cer-vatos, a consecuencia del polvo, como si éstefuera rapé.

En la curva que formaba el agua perezosa al-rededor de la Peña de la Paz, río arriba, estabaHathi, el elefante salvaje, convertido en Guar-dián de la Tregua del Agua; acornpañábanlosus hijos, demacrados, de color gris, balan-ceando el cuerpo a la luz de la luna... siempre

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balanceándolo. Un poco más abajo, mirábase lavanguardia de los ciervos; más abajo aún, losjabalíes y los búfalos salvajes; en la orilla opues-ta, donde los árboles llegaban hasta tocar elagua, estaba el lugar aparte destinado a los car-nívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso, ylos demás.

-En verdad que el peso de una sola ley nosgobierna ahora -dijo Bagheera al vadear la co-rriente y mirando las filas de cuernos que cho-caban unos contra otros y los inquietos ojos quese miraban en el lugar donde se empujaban losciervos y los jabalíes-. ¡Buena suerte a todos losde mi sangre! -añadió, y se tendió cuan largaera, con uno de sus costados fuera del agua. Yluego dijo entre dientes:

-¡Buena suerte sería la del que pudiera cazaraquí, a no ser por eso que se llama la ley!

Estas últimas palabras no pasaron inadver-tidas al oído finísimo de los ciervos, y un rumorde azoramiento corrió a lo largo de sus filas.

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-iLa Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! -exclamaron.

-¡Que haya orden! ¡Que haya orden! -dijocon voz gutural Hathi, el elefante-. Permanecela Tregua, Bagheera. No es hora de hablar decaza.

-¡Si lo sabré yo! -respondió Bagheera, mi-rando río arriba-. No devoro más que tortu-gas.., no soy sino una pescadora de ranas.¡Naayah! ¡Quién se alimentara únicamente deranas!

-También nosotros quisiéramos que así lohicieras; eso nos gustaría mucho -replicó, ba-lando, un cervato nacido aquella misma prima-vera, y al cual Bagheera no le hacía gracia algu-na. Por muy decaído que estuviera el pueblo dela selva, nadie, incluyendo al mismo Hathi,pudo menos de reírse disimuladamente, entanto que Mowgli, echado de codos sobre elagua caliente, soltó la carcajada y golpeó la es-puma con los pies.

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-¡Bien dicho, cornamenta en capullo! -bisbisóBagheera-. Se te tendrá esto en cuenta cuandohaya terminadó la Tregua.

Y sus ojos se clavaron en el cervato, a travésde las sombras, para tener la seguridad de re-conocerlo en mejor ocasión.

La conversación se generalizó poco a pocodondequiera en los sitios destinados a beber.Oíase al quisquilloso jabalí pedir con sordosronquidos que le cedieran mayor espacio; a losbúfalos gruñendo entre ellos al andar al sesgopor los bancos de arena; a los ciervos narrandolastimeros cuentos de sus largas y fatigosascaminatas en busca de comida. De cuando encuando preguntaban, en demanda de noticias, alos carnívoros que se encontraban al otro ladodel río. Pero las noticias siempre eran malas, yel bramador viento caliente de la selva se movíapor entre las rocas y las zumbantes ramas, yesparcía renuevos y polvo por encima del agua.

-También se mueren los hombres junto a susarados -dijo un sambhur joven-. Encontré a

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tres, entre la hora del crepúsculo y la noche.Yacían completamente quietos, y sus bueyesyacían con ellos, a su lado. Así estaremos noso-tros, muy quietos y tendidos, dentro de poco.

-El río ha bajado más desde ayer en la noche-afirmó Baloo-. Hathi, ¿viste nunca una sequíacorno ésta?

-Ya pasará, ya pasará -respondió Hathi, ylanzó agua al aire para que le cayera sobre ellomo y los flancos.

-Por aquí hay alguien que no resistirá muchotiempo -observó Baloo. Y al decir esto, miró almuchacho a quien tanto quería.

-¿Quién? ¿Yo? -exclamó indignado Mowgli,sentándose en el agua-. Yo no tengo pelo largoque me cubra mis huesos. Pero. . pero, ¿y si tequitase a ti la piel, Baloo?

Tan sólo de pensar en esto, tembló Hathi, yBaloo dijo con aire severo:

-Hombrecito, no está nada bien que le digaseso a un maestro de la ley. Nunca me vio a mínadie sin piel.

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-No quise decir nada malo, Baloo, sino tansólo que tú eres, digámoslo así, como un cococon cáscara, en tanto que yo como un coco sincáscara. Ahora bien, la cáscara parda que tútienes...

Mowgli se encontraba sentado con las pier-nas cruzadas, hablando, como de costumbre,con el dedo levantado, cuando Bagheera alargósuavemente una pata y lo tiró de espaldas en elagua.

-Esto va de mal en peor -dijo la pantera ne-gra mientras el muchacho se levantaba farfu-llando algunas palabras-. Primero, que hay quequitarle su piel a Baloo, y luego, que es un co-co... Pues cuidado; no vaya a hacer él lo quehacen los cocos maduros.

-¿Qué hacen? -interrogó Mowgli a quienhabía cogido distraído la advertencia y no laentendió, aunque era uno de los más inteligen-tes adivinadores de la selva.

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-Le rompen a uno la cabeza -respondió sua-vemente Bagheera, y le dio otro empujón y lozambulló de nuevo.

-No está bien que bromees a costa de tumaestro -dijo el oso, al mismo tiempo queMowgli iba a parar bajo el agua.

-¡No está bien! Pues, ¿qué es lo que quieres?Esa cosa desnuda que siempre anda corriendode aquí para allá, bromea, como si fuera unmono, con quienes en un tiempo fueron buenoscazadores, y nos tira de los bigotes a los mejo-res de entre nosotros, por juego.

Quien así habló, era Shere Khan, el tigre co-jo, que descendía hacia el agua. Se quedó in-móvil durante un momento, para regocijarsecon la impresión que produjo su vista en losciervos al otro lado del río. Luego, dejando caerla cuadrada cabeza llena de arrugas, empezó abeber a lengüetadas y rezongó:

-La selva no es ahora sino un criadero de ca-chorros desnudos. ¡Mírame, hombrecito!

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Miró Mowgli. . . Mejor dicho, ciavó los ojostan insolentemente cuanto pudo; al cabo de uninstante, Shere Khan volvióse con visible ma-lestar.

-¡Hombrecito por aquí... hombrecito porallá!. .. -rugió sordamente, en tanto que seguíabebiendo-. ¡Bah! El cachorro ése no es ni hom-bre ni cachorro; de lo contrario, hubiera sentidomiedo. ¡Habré de pedirle permiso en la estaciónpróxima para que me deje beber! ¡Augr!

-Muy bien podría ocurrir eso -dijo Bagheeramirándolo fijamente en los ojos-. Muy bien po-dría ocurrir. ,Fu! ¡Shere Khan! ¿Qué abomina-ble cosa es esa que traes acá?

El tigre cojo hundía la barba y la quijada enel agua, y flotaban aceitosas y oscuras rayas apartir de donde él bebía, y seguían corrienteabajo.

-¡Un hombre! -respondió fríamente ShereKhan-. Hace una hora maté a un hombre.

Y siguió farfullando y rugiendo entre dien-tes.

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Sobresaltóse toda la fila de animales, y semovieron presa de agitación, y entre ellos em-pezó a circular un murmullo que, al fin, se con-virtió en un grito:

-¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Mató un hom-bre!

Miraron todos, entonces, a Hathi, el elefantesalvaje; pero en aquel momento, él parecía noescuchar. Nunca actúa Hathi hasta que llega lahora de actuar; ésta es una de las causas de suvida tan larga.

-¡Matar a un hombre en esta estación!... ¿Notenías otra clase de caza a mano? -dijo Baghee-ra, saliendo del agua teñido de rojo y sacudien-do cada pata, como un gato, al salir.

-Por gusto lo hice, no por necesidad de car-ne.

Se escuchó de nuevo el murmullo de horror,y ahora sí, el vigilante ojillo blanco de Hathimiró en dirección de Shere Khan.

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-¡Por gusto! -repitió lentamente Shere Khan-.Y ahora vengo a beber y limpiarme. ¿Alguiense opone a ello?

El lomo de Bagheera empezo a curvarse co-mo un bambú cuando sopla fuerte viento. PeroHathi levantó la trompa y habló con calma.

-¿Mataste por gusto? -preguntó. CuandoHathi pregunta algo, lo mejor de todo es con-testarle.

-Así es. Tengo derecho a hacerlo, porque es-ta noche es mía. Tú lo sabes, Hathi.

Y Shere Khan hablaba casi cortesmente.-Lo sé, lo sé -concedió Hathi. Y tras un breve

silencio, añadió:-¿Bebiste ya todo lo que necesitabas?-Sí, por esta noche.-Pues ahora, vete. El río es para beber, y no

para ensuciarlo. Nadie sino el Tigre Cojo podíahacer gala de su derecho en esta estación enque... en que todos padecemos... todos, tantolos hombres como el pueblo de la selva. Pero

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ahora, limpio o sucio, ¡regresa a tu cubil, ShereKhan!

Cual si fuesen trompetas de plata resonaronlas últimas palabras, y sin ninguna necesidadde ello, los tres hijos de Hathi se adelantaroncomo un paso. Se escurrió Shere Khan, y no seatrevió ni siquiera a gruñir; sabía él lo que na-die ignora: que en último término, el amo de laselva es Hathi.

Mowgli murmuró al oído de Bagheera:-¿Qué derecho es ése que alega Shere Khan?

Siempre es cosa vergonzosa matar a un hom-bre; así lo dice la ley. No obstante, dice Hathi

-Pregúntaselo a él. Yo no lo sé, hermanito.Pero, a no haber hablado Hathi, y tuviera o notuviera derecho el Cojo, ya le habría dado youna lección a ese carnicero. Venir a la Peña dela Paz después de matar a un hombre.., y hacerluego gala de ello. . . es una acción digna tansólo de un chacal. Además, no tuvo empachoen ensuciar el agua.

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Después de esperar un minuto para darseánimo, porque nadie se atrevía a hablar a Hathidirectamente, Mowgli gritó:

-¿Cuál es ese derecho que alega Shcre Khan,Hathi?

Hallaron eco sus palabras en ambas orillas.El pueblo de la selva es curiosísimo, y acababande presenciar algo que nadie parecía entender,excepto Baloo, que se mostraba muy pensativo.

-Es una historia antigua -dijo Hathi-. Unahistoria más vieja que la selva. Estén quietos,callen todos en esta y la otra orilla, y contaré lahistoria.

Hubo uno o dos minutos de confusión, yaque los jabalíes y los búfalos se empujaban losunos a los otros, y al cabo, los que dirigían lasmanadas, gruñeron sucesivamente:

-Estamos esperando.Avanzó Hathi y se metió casi hasta las rodi-

llas en la laguna que se formaba junto a la Peñade la Paz.Su aspecto era el que le correspondía, aunque

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estaba flaco y arrugado y con los colmillosamarillentos: el de amo de la selva, conviene asaber, lo que todos sabían que era.

-Todos ustedes saben, hijos míos -empezó-que al hombre es a quien temen más que a to-das las cosas.

Se escuchó un rumor de aprobaclon.-Esto va contigo, hermanito -le dijo Bagheera

a Mowgii.-¿Conmigo? Yo pertenezco a la manada...

Soy un cazador del pueblo libre -respondióMowgli-. ¿Qué hay entre los hombres y yo?

-¿Saben ustedes por qué le tienen miedo alhombre? -prosiguió Hathi-. He aquí la razón:En el principio de la selva -y nadie sabe cuándofue esto- todos los hijos de ella andábamos jun-tos sin temor los unos de los otros. No habíasequías en aquellos tiempos; hojas, flores y fru-tos crecían en el mismo árbol, y nosotros nocomíamos sino hojas, flores, hierbas, frutos ycortezas."

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-Alegre me siento de no haber nacido enaquellos tiempos -dijo Bagheera-. ¿Para quésirven las cortezas sino para afilar las garras enellas?

-Tha, el primer elefante, era e! señor de laselva. Con su trornpa sacó a la selva de las pro-fundas aguas. Donde él trazó surcos con suscolmillos, allí corren los ríos; donde pegó con elpie, brotaron manantiales de agua potable;cuando hizo sonar su trompa... asi... cayeron losárboles. Así hizo la selva, Tha; así me contarona mí lo sucedido.

-Pues el cuento no perdió nada en tamaño alpasar de boca en boca -bisbisó Bagheera, yMowgli, para que no lo vieran reír, se tapó lacara con la mano.

-No había en aquellos tiempos ni trigo, nimelones, ni pimienta, ni cañas de azúcar; tam-poco había chozas como las que ustedes hanvisto; el pueblo de la Selva no sabía nada acercadel hombre, y vivía en común, formando unsolo pueblo. Sin embargo, empezaron poco a

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poco los altercados por la comida, aunquehabía pastos suficientes para todos. Eran unosholgazanes. Cada quien quería comer allí don-de estaba echado, como en ocasiones podemoshacerlo nosotros cuando son abundantes laslluvias de la primavera.

Entre tanto, Tha, el primer elefante, seguíaocupado en crear nuevas selvas y en encauzarríos. Imposible que pudiera estar en todas par-tes, por lo cual nombró dueño y juez de la selvaal primer tigre, asignándole la obligación deque resolviera todos los altercados que el pue-blo tenía el deber de sujetar a su juicio. Cornotodos los demás animales, en aquel tiempo elprimer tigre comía fruta y hierba. Su tamañoera igual que el mío, y era hermosísimo, todo éldel color de las flores de enredadera amarilla.Carecía de rayas en la piel en aquellos tiemposfelices en que la selva era joven. Acudía ante supresencia, sin ningún temor, el pueblo todo dela selva, y su palabra era la ley para todos. Re-

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cordarán que les dije que no formábamos en-tonces sino un solo pueblo.

Una noche, sin embargo, hubo una disputaentre dos gamos (fue una riña por cuestión depastos, una riña como las que ustedes dirimenahora con los cuernos y las patas). Cuentanque, en tanto hablaban los dos a la vez ante elprimer tigre, que estaba echado entre las flores,uno de los gamos lo empujó sin querer con loscuernos; olvidó en ese momento el primer tigreque era el dueño y el juez de la selva: saltó so-bre el gamo y le partió el cuello de una dente-llada.

Ninguno de nosotros había muerto hastaaquella noche. El primer tigre, al darse cuentade su fechoría y enloquecido por el olor de lasangre, huyó hacia los pantanos del Norte. No-sotros, en la selva, quedamos sin juez, y prontodimos en luchar los unos contra los otros. Tha,al escuchar el ruido, regresó entonces. Unos ledieron una versión de lo ocurrido, en tanto queotros le daban otra versión, pero él, al ver al

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gamo muerto entre las flores, preguntó quién lohabía matado; pero nosotros los de la selva noquisimos decírsebo porque el olor de la sangretambién nos había enloquecido. Corríamos deacá para allá, formando círculos, brincando,ululando y sacudiendo la cabeza. Entonces, alos árboles de ramas bajas y a las enredaderasde la selva, les dio Tha la orden de que señala-ran al matador del gamo, de manera que él pu-diera reconocerlo, y añadió:

-Ahora, ¿quién quiere ser dueño del pueblode la selva?

Saltó rápidamente el mono gris, que habitaentre las ramas, y chilló:

-Yo quiero ser dueño de la selva.Rióse Tha al escuchar esa petición, y le con-

testó:-Así sea.Y después de eso, se marchó de muy mal

humor.

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Todos ustedes conocen, hijos míos, al monogris. Entonces era lo que es ahora. Al comienzoguardó toda la compostura de un sabio.

Más, de ahí a poco, empezó a rascarse y asaltar, así que, cuando regresó Tha, lo hallócolgando cabeza abajo de una rama, haciendoburla de los que estaban en el suelo, los cuales,a su vez, hacían burla de él. Por tanto, no habíaley en la selva... sino tan sólo charla insulsa ypalabras sin sentido.

Tha, entonces, hizo que nos acercáramos a éltodos y dijo:

-El primero de vuestros dueños trajo a laselva la muerte; el segundo, la vergüenza. Portanto, hora es ya de que tengan ustedes una ley,una ley que no puedan ustedes quebrantar.Ahora van a conocer el miedo, y, una vez quelo hayan conocido, se darán muy bien cuentade que él es el amo de ustedes, y todo lo demásmarchará por sí solo.

Entonces nosotros, los de la selva, dijimos:-¿Qué significa miedo?

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Y respondió Tha:-Busquen, hasta que lo encuentren.Por lo cual fuimos de un lado a otro de la

selva, buscando al miedo, y de pronto, los búfa-los. .

-¡Uf! -dijo Mysa desde el banco de arena enque se hallaban los búfalos, pues era él quienlos dirigía.

-Sí, Mysa, los búfalos. Volvían con la noticiade que en una caverna, en la selva, estaba sen-tado el miedo; que no tenía pelo en el cuerpo yque caminaba tan sólo con las patas posteriores.Nosotros, los de la selva, seguimos entonces alrebaño hasta llegar a la caverna, ¡y allí estaba elmiedo, de pie en la entrada! Corno dijeron losbúfalos, tenía la piel desnuda de pelo y cami-naba sólo con las piernas de atrás. Gritó al ver-nos, y su voz nos llenó de espanto, de ese mis-mo espanto que nos inspira hoy esa voz cuandola oímos, y, atropellándonos los unos a los otrosy haciéndonos daño, huimos entonces, porqueteníamos miedo. Y me contaron que, a partir de

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aquella noche, ya los de la selva no nos echa-mos juntos como solíamos, sino que nos sepa-rarnos por tribus.., el jabalí con el jabalí, el cier-vo con el ciervo; cuernos con cuernos, cascoscon cascos, cada quien con su semejante, y asíse acostaron todos en la selva, presa de inquie-tud.

El único que no se hallaba con nosotros erael primer tigre; estaba todavía escondido en lospantanos del Norte. Cuando hasta él llegó lahistoria de lo que habíamos visto en la caverna,dijo:

-Me dirigiré hasta donde se encuentra eso yle partiré el cuello.

Durante toda la noche corrió hasta que llegóa la caverna; pero, recordando la orden que leshabía dado Tha, los árboles y las enredaderasbajaban sus ramas y tallos al pasar el tigre y lemarcaron la piel mientras corría, y le dejarondibujadas las huellas de sus dedos en el dorso,lados, frente y quijadas. Sobre la piel amarilla,en cualquier lado que lo tocaron, le dejaron una

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mancha y una raya. ¡Y esas rayas son las quehasta el día de hoy llevan sus hijos! Cuandoestuvo frente a la caverna, tendió hacia él lamano el miedo, el de la piel desnuda y le llamó"el rayado", "el cazador nocturno". El primertigre se sintió presa del miedo ante el de la pieldesnuda, y, rugiendo, regresó a los pantanos.

En este momento de la narración, Mowgli serió disimuladamente hundiendo la barbilla enel agua.

Tha oyó los rugidos; tan fuertes eran. Y dijo:-¿Qué desgracia te sucede?El primer tigre levantó el hocico al cielo, re-

cién hecho entonces y tan viejo ahora, y dijo:-¡Tha! ¡Te lo ruego! ¡Devuélverne mi antiguo

poder! Me avergonzaste ante todos los quehabitan la selva; huí de quien tiene la piel des-nuda y hasta osó llamarme lo que para mí es unoprobio.

-¿Y por qué? -interrogó Tha.-Porque estoy manchado con el fango de los

pantanos.

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-Ve a nadar, pues, y luego revuélcate sobrela hierba húmeda; quedarás limpio, si eso esfango -dijo Tha.

El primer tigre fue, pues a nadar, y luego serevolcó cien y cien veces sobre la hierba hastaque sintió que la selva daba vueltas y vueltasante su vista. No obstante, ni la más mínimaraya de su piel cambió en lo más mínimo. Tha,que lo observaba, se rió.

Entonces dijo el primer tigre:-¿Qué hice para que me sucediera esto?Y Tha respondió:-Mataste a un gamo, y con ello entró abier-

tamente la muerte en la selva, y con la muertevino el miedo hasta tal punto, que los seres dela selva ya se temen los unos a los otros, de lamisma manera que tú le temes al de la piel des-nuda.

A lo que contestó el primer tigre:-Nunca me tendrán miedo a mí, pues los co-

nocí desde el principio.Respondió Tha:

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-Ve a cerciorarte de ello.El primer tigre empezó a correr (de un lado

a otro dando voces y llamando al ciervo, al ja-balí, al sambhur, al puerco espín y a todos lospueblos de la selva; pero todos huyeron de él,que había sido juez, porque le tenían miedo.

Vencido su orgullo y abatiendo la cabezacontra el suelo, regresó el tigre y desgarraba latierra con sus uñas, diciendo:

-Recuerda que hubo un tiempo en que fuidueño de la selva. ¡No te olvides de mí, Tha!¡Permite que recuerden mis hijos que hubo untiempo en que no supe lo que era vergüenza, nimiedo!

Y Tha le contestó:-Esto es lo que haré por ti, ya que tú y yo

juntos vimos nacer la selva. Cada año, por es-pacio de una noche, tornarán a ser las cosascomo eran antes de que muriera el gamo. . yesto sólo sucederá para ti y tus hijos. Duranteesa noche que te concedo, si llegaras a tropezarcon el de la piel desnuda (cuyo nombre es el

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hombre), no sentirás miedo de él, sino que él tetemerá a ti, como si fueras tú, junto con los tu-yos, juez de la selva, y, también junto con lostuyos, dueño de todas las cosas. Esa noche,cuando lo veas atemorizado, ten misericordiade él, porque también tú conoces el miedo.

Entonces respondió el primer tigre:-Me place.Pero montó en cólera cuando, poco después,

fue a beber y se vio las rayas negras sobre costi-llas e ijadas y recordó el nombre que le habíadado el de la piel desnuda. Vivió durante unaño en los pantanos, deseando que Tha cum-pliera su promesa. Al cabo, una noche en quebrilló con clara luz sobre la selva el Chacal de laLaguna (la estrella vespertina), sintió él queaquélla era su noche, que su noche había llega-do, y se dirigió a la caverna en busca de el de lapiel desnuda. Tal como Tha lo había prometido,así sucedieron las cosas, porque aquel cayó antela fiera y permaneció tendido en el suelo, y elpiimer tigre lo atacó, lo hirió y le rompió el es-

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pinazo; había creído que no había sino uno deestos seres en toda la selva, y que, dándolemuerte, había matado al miedo. Y un momentodespués, en tanto que olfateaba al muerto, oyóque Tha descendía de los bosques del Norte yse escuchó la voz del primer elefante, que es lavoz que oímos también ahora. .

Retumbaba el trueno por las secas colinas,pero no lo acompañó la lluvia, sino tan sólorelámpagos de calor que temblaban detrás de lacordillera. Y Hathi continuó: es la voz que oyó,y esa voz decía: ¿es la misericordia que túmuestras?

Relamióse el primer tigre y respondió:-¿Y qué importa? ¡Maté al miedo!Replicó Tha:-¡Ah, ciego e insensato! Le quitaste a la

muerte las cadenas que apresaban sus pies, yahora ella seguirá tus huellas hasta que mueras.Tú enseñaste al hombre a matar.

Erguido junto al cadáver, dijo entonces elprimer tigre:

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-Está como estaba el gamo. No existe ya elmiedo. Juzgaré de nuevo ahora a los pueblos dela selva.

Pero Tha respondió:-Nunca más te buscarán los pueblos de la

selva; nunca cruzarán tu camino, ni dormiráncerca de ti, ni seguirán tus pasos, ni pasaránjunto a tu cueva. Tan sólo el miedo te seguirá yhará que estés a merced suya mediante invisi-bles golpes. Hará que la tierra se abra bajo tuspies; que se enrosque la enredadera a tu cuello;que los troncos de los árboles crezcan en gru-pos frente a ti, a una altura mayor de la que túpuedas saltar, y, por último, te quitará tu piel yusará de ella para envolver a sus cachorroscuando tengan frío. No le tuviste misericordia;él tampoco tendrá ninguna misericordia de ti.

Pero el primer tigre se sintió lleno de auda-cia porque su noche aún no había pasado, yrespondió:

-Pera Tha, lo prometido es deuda. ¿Me pri-vará él de mi noche?

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Contesté Tha:-Tuya es la noche que te concedí, como ya

dije; pero algo habrás de pagar por ella. Tú leenseñaste al hombre a matar, y él es un discípu-lo que pronto aprende.

El primer tigre continuó:-Aquí está, bajo mi garra, con el espinazo

partido. Haz que la selva sepa que yo maté almiedo.

Se rió Tha entonces, y dijo:-Mataste a uno de tantos; pero ve y cuénta-

selo tú mismo a la selva.. . porque tu noche haterminado ya.Se hizo entonces de día, y de la caverna salióotro de los de la piel desnuda, quien, al ver elcadáver en el camino y al primer tigre encima,cogió un palo puntiagudo...

-¡Ahora arrojan cosas cortantes! -interrumpió Ikki deslizándose hacia la orilla yhaciendo ruido con sus púas; conviene saberque Ikki es considerado como manjar muy finopor los gondos (que llamaban a Ikki Ho-Iggoo)

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y algo sabía él del hacha malvada, pequeña,que hacen girar rápidamente, al través de unclaro del bosque, como si fuese una libélula.

Hathi prosiguió:-Era una estaca puntiaguda, como las que

ponen en el fondo de los hoyos que sirven detrampa, y, árrojándolo, hirió en el costado alprimer tigre. Cumpliéronse así las cosas tal ycomo las había dicho Tha, porque el tigre huyócorriendo a la selva rugiendo, hasta que logróarrancarse la estaca, y todos supieron que el dela piel desnuda podía herir a distancia y estofue causa de que lo temieran más que antes.Resultó así también que el primer tigre enseñóa matar al de la piel desnuda (y no ignoran us-tedes todo el daño que esto ha causado a todosnuestros pueblos desde entonces), empleandolazos, trampas y palos que vuelan, y por mediode la mosca de punzante aguijón que sale delhumo blanco (se refería Hathi a rifle), y de laFlor Roja, que nos obliga a correr hacia el terre-no abierto y despejado. Y sin embargo cada

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año, durante una noche, el de la piel desnudateme al tigre, como lo había prometido Tha, ynunca la fiera le dio motivo para perder esemiedo. Allí donde lo encuentra, lo mata, alacordarse de la vergüenza que pasó el primertigre. Pero, durante todo el resto del año, elmiedo se pasea por la Selva, de día y de noche.

-¡Ahi! ¡Au! -dijo el ciervo al pensar en todolo que esto significa para ellos.

-Y tan sólo cuando, como ocurre ahora, ungran miedo parece amenazar todas las cosas,podemos los habitantes de la Selva poner a unlado todos nuestros recelos de poca monta yreunirnos en un mismo sitio, como lo estamoshaciendo ahora.

-¿Tan sólo durante una noche teme el hom-bre al tigre? -preguntó Mowgli.

-Sólo durante una noche -respondió Hathi.-Pero yo... y ustedes.., y toda la selva sabe-

mos que Shere Khan mata hombres dos y tresveces durante el tiempo que dura una mismaluna.

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-En efecto. Pero entonces ataca por la espal-da y vuelve la cabeza al saltar, porque sientemucho miedo. Si el hombre lo mirara, el tigrehuiría. Pero durante su noche se dirige al pue-blo sin intentar ocultarse; se pasea entre lashileras de casas; asoma la cabeza por las puer-tas; entonces, si los hombres caen de cara alsuelo, allí y en ese momento los mata él. Unasola muerte durante aquella noche.

-¡Ah! -dijo para sí Mowgli, revolcándose enel agua-. Comprendo ahora por qué Shere Khanme desafió a que lo mirara. No obtuvo granganancia de ello, pues no pudo resistir mi mi-rada, y yo.. . yo, en verdad no caí a sus pies.Pero conviene tener en cuenta que yo no soy unhombre, ya que pertenezco al pueblo libre.

-¡Hum! -exclamó Bagheera desde lo máshondo de su garganta-. ¿Sabe el tigre cuál es sunoche?

-Nunca, hasta que brilla claramente el Cha-cal de la Laguna, al elevarse por encima de laniebla vespertina. A las veces cae durante la

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sequía del verano, y a las veces en la época delas lluvias... esa noche del tigre. Pero nuncahubiera ocurrido nada de eso a no ser por elprimero, y ninguno de nosotros hubiera cono-cido el miedo.Lamentóse tristemente el ciervo y los labios deBagheera se movieron esbozando una sonrisairónica.

-¿Conocen los hombres esa historia? -preguntó.

-Nadie la sabía sino los tigres y nosotros loselefantes. . . los hijos de Tha. Ahora, todos losque están por allí en las lagunas, la saben tam-bién. He dicho.

Y Hathi hundió su trompa en el agua, comosignificando que no quería hablar más.

-Pero... pero... pero. .. -dijo Mowgli, volvién-dose hacia Baloo:

-¿Por qué el primer tigre no siguió comiendohierba, hojas y árboles? Después de todo, selimitó a romperle el cuello al gamo: no lo devo-

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ró. ¿Qué lo hizo aficionarse a comer carne ca-liente?

-Los árboles y las enredaderas lo señalaron,hermanito, y lo convirtieron en esa cosa rayadaque hoy vemos. No quiso ya comer de sus fru-tos; mas, desde aquel día, vengó la afrenta en elciervo y en los demás que comen hierba -respondió Baloo.

-Entonces tú sabías también el cuento, ¿ver-dad? ¿Por qué no te lo oí nunca?

-Porque la selva está llena de cuentos de eseestilo. Si empiezo a contártelos, no acabarénunca. Vamos, suéltame la oreja, hermanito.

La Ley de la Selva(Tan sólo a fin de dar una leve idea de la

enorme variedad de la ley de la selva, he pro-curado traducir en verso -porque siempre reci-taba esto Baloo como una suerte de cantilena-ciertos preceptos relativos a los lobos. Existen,naturalmente, todavía algunos centenares pare-cidos; pero éstos bastarán; serán una muestrade los más simples.)

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Esta es la ley que gobierna nuestra selva,tan antigua como el mismo cielo.Los lobos que la cumplan, medran;aquel que la infrinja, será, muerto.

Como envuelve al árbol la planta trepadora,la ley a todos nos tiene envueltos;porque a la manada el lobo da fuerza,mas la manada, cierto, a él fortalece.

Del hocico a la cola cada día aséate,y de la bebida no haya exceso,mas tampoco carencia; y acuérdate:la noche, para la caza; el día, para el sueño.

Vaya el chacal tras los restosque el tigre deje; vaya, el hambriento;pero tú, cazador de raza, lobato,si puedes, mata por tu cuenta y riesgo.

Con el tigre, oso y pantera ten paz,pues dueños han sido siempre de la selva;al buen Hathi cuida y atempera;con el fiero jabalí, quieto, sé sagaz.

Si en la selva dos manadas topan,e idéntico rastro empeñosas siguen,

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échate, que los jefes concilien,y así, tal vez, un acuerdo compongan.

Si atacares a un lobo,sea, pero que esté solo;que si toda la manada entra en lizasu número disminuirá, con la riza.

Refugio, para el lobo, es su guarida,su hogar es; nadie tiene derechoa entrar, por la fuerza, en él,ni jefe, ni consejo, ni toda la partida.

Para cada lobo, su cubil es su refugio;si no supo, como debe ser, hacerlo,a buscar otro veráse obligado,si tal orden recibe del conseio.

Cuando matar logres algoantes de medianoche, en silencio hazlo;no sea que los ciervos despierten,y a ayunar sean obligados tus compañeros.

Justo sea para ti o tus cachorros matar,o para bien de tu hermano, justo sea;pero no sea esto, nunca, por gusto,y dar caza al hombre, ¡jamás!, ¡nunca se vea!

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Si al más débil su botín robas,no del todo te hagas dueño;protege la manada al más humilde:para él, cabeza y piel, la sobra.

De la manada es lo que mata la manada;déjala en su lugar, que es su comida;nadie a otro sitio a llevarla se atreva:quien tal ley infringiere, muerto sea.

Coma el lobo lo que mató el lobo;despache a su gusto; es su derecho,sin permiso suyo, no haya cohecho:la manada no podrá tocarlo ni comerlo.

Derecho de cachorro, derecho de lobatode un año: cuando la manada mata,él se harta de la misma pieza, si es que el ham-bre le aprieta.

Derecho de carnada es el derecho de madre:exígale al compañero (nadie podrá negarlo),de su misma edad, una partede lo que aquél haya muerto.

Derecho de caverna es el del padre:dueño de cazar para los suyos

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y libre de la manada se halla;sólo el consejo juez será de sus actos.

Edad y astucia, fuerza y garra acerada:por esto jefe es el viejo lobo;en caso no previsto, en todo el globosea juez y deje toda cuenta saldada.

Dulces son y muchos de la ley nuestraestos sabios y útiles preceptos;mas todos en uno solo se concreta:¡obedece! La ley no es sino esto.

¡AL TIGRE! ¡AL TIGRE!-¿Qué tal de caza, fiero cazador?

-Largo fue el ojeo; el frío, atroz.-¿Dónde la pieza que fuiste a cobrar?-En el bosque, hermano, creo que estará.-¿Dónde tu orgullo, tu pujanza?-De ambos la herida trajo mudanza.-¿Por qué corriendo vienes a mí?-¡Ah, hermano! A casa voy, a morir.

Retrocedamos ahora hasta la época del pri-mer cuento. Cuando, después de la lucha sos-tenida por Mowgli con la manada en el Consejo

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de la Peña, abandonó él la caverna de los lobos,se dirigió a las tierras de labor donde vivían loscampesinos; mas no quiso permanecer allí por-que se encontraba demasiado cerca de la selvay porque sabía que había dejado un enemigoacérrimo, por lo menos, en el consejo. Por tanto,siguió una mala vereda que conducía hasta elvalle, y continuó al trote largo por ella duranteunas cinco leguas, y así llegó a un país que leera desconocido.

En ese lugar se abría el valle y se convertíaen una gran llanura, salpicada aquí y allá derocas y cortada de trecho en trecho por barran-cos. En un extremo se divisaba una aldea; en elotro, la selva descendía repentinamente hastalos pastizales, y se detenía de golpe, cual si lahubieran cortado con una azada. En la llanurapacían búfalos y ganado; cuando los mucha-chos que los cuidaban vieron a Mowgli, empe-zaron a gritar y huyeron en tanto que se poníana ladrar los perros vagabundos que siempremerodean en torno de las aldeas indias.

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Mowgli se sentía hambriento, y por tanto si-guió adelante; al llegar a la entrada del pueblo,vio que estaba corrido hacia un lado el granarbusto espinoso que siempre se coloca frente aella al oscurecer para interceptar el paso.

-¡Huy! -exclamó (ya más de una vez se habíaencontrado con esas barreras en sus correríasnocturnas cuando andaba en busca de algo quecomer)-. ¡De manera que también aquí loshombres tienen miedo del pueblo de la selva!

Se sentó junto a la entrada, y, al ver venir aun hombre, se puso en pie, abrió la boca y seña-ló hacia su interior para significar que queríacomida. Cuando el hombre lo miró, retrocediócorriendo por la única calle de la aldea, lla-mando a voces al sacerdote, el cual era alto ygordo, vestía de blanco y ostentaba en la frenteuna señal roja y amarilla. Acudió éste junto conunas cien personas más que se le habían unido,y miraban, hablaban y daban gritos en tantoque señalaban hacia Mowgli.

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-¡Qué mala educación tiene el pueblo de loshombres! -pensó el muchacho-. Sólo los monosgrises harían cosas semejantes.

Apartó hacia atrás su larga cabellera y sepuso a mirarlos, hosco y malhumorado.

-¿De qué tienen miedo? -dijoles el sacerdote-. Miren las marcas que tiene en brazos y pier-nas: son cicatrices de los mordiscos que le handado los lobos. No es más que un niño lobo quese ha escapado de la selva.

Al jugar Mowgli con los lobatos, en no pocasocasiones éstos habían mordido al muchachomás profundamente de lo que creían; de ahí lasblancas cicatrices que ostentaba en sus miem-bros. Pero él hubiera sido la última persona enel mundo que llamaría mordiscos a aquello,pues bien sabía lo que en verdad era morder.

-¡Arré! ¡Arré! -gritaron dos o tres mujeres ala vez-. ¡Mordido por los lobos!... ¡Pobrecito!¡Un muchacho tan hermoso! Tiene los ojos co-mo brasas. Messua, te juro que se parece al niñoque te robó el tigre.

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-Deja que lo mire bien -respondió una mujerque ostentaba pesados brazaletes de cobre en lamuñeca y en los tobillos. Y lo observó con grancuriosidad, haciéndose pantalla cón la manopuesta sobre la frente-. A la verdad que se pa-rece -prosiguió-. este es más flaco, pero tiene elmismo aspecto de mi niño.

El sacerdote era un hombre muy listo y sabíaque Messua era la esposa del aldeano más ricode aquel lugar. Por tanto, dijo solemnemente,no sin antes mirar al cielo durante un momen-to:

-Lo que la selva te quitó en otro tiempo, aho-ra te lo devuelve. Llévate al muchacho a tu ca-sa, hermana mía, y luego no te olvides de hon-rar al sacerdote cuya mirada penetra tan dentroen las vidas de los hombres.

-¡Por el toro con que fui rescatado! -se dijoMowgli-. Toda esta charla no es sino una espe-cie de examen como el que sufrí en la manada...¡Bueno! Hombre he de volverme, al fin, si soyun hombre.

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Cuando la mujer le hizo señas a Mowgli pa-ra que se dirigiera con ella a su choza, se disol-vió el grupo. En la choza había una cama rojabarnizada; una gran caja de tierra cocida paraguardar granos adornada con dibujos en relie-ve; seis calderos de cobre; una imagen de undios indio, en un pequeño dormitorio, y, en lapared, un espejo, un verdadero espejo como losque venden en las ferias rurales.

La mujer le dio un buen trago de leche y unpoco de pan; después, colocándole la manosobre la cabeza, lo miró en los ojos, y pensó ensi realmente aquel sería su hijo que volvía de laselva a donde el tigre se lo había llevado.

-¡Nathoo! ¡Nathoo! -le llamó. Pero Mowglino dio ninguna señal de que conociera esenombre.

-¿Recuerdas aquel día en que te regalé unpar de zapatos nuevos?

Tocó los pies del muchacho y vio que esta-ban casi tan duros como si los tuviese revesti-dos de una superficie córnea.

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-No -prosiguió tristemente-, esos pies nuncallevaron zapatos. . Pero te pareces mucho a miNathoo y de todas maneras serás mi hijo.

Sentíase Mowgli oprimido porque nunca an-tes se había visto bajo techado. No obstante, almirar la cubierta de bálago que tenía la choza,pensó que sería fácil romperla cuando quisieraescaparse; además, la ventana carecía de pesti-llo.

-¿De qué me sirve ser hombre -se dijo-cuando no entiendo el lenguaje de los hom-bres? Soy como un bobo y un sordo, y esto leocurriría también a cualquier hombre que seencontrara en la selva entre nosotros. Deberé,pues, aprender ese lenguaje.

Cuando vivía entre los lobos, no en vano sehabía ejercitado en imitar el grito de alerta delgamo y el gruñido del jabato. Así, cuando Mes-sua decía una palabra, Mowgli la imitaba casi ala perfección; antes que oscureciera ya habíaaprendido el nombre de muchas cosas que seveían en la choza.

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Hubo cierta dificultad a la hora de acostarseporque Mowgli se resistió a dormir bajo untecho que mucho se parecía a una trampa paracazar panteras. En cuanto cerraron la puerta,salió por la ventana.

-Déjalo que actúe como quiera -dijo el mari-do de Messua-. Piensa que no es posible quesepa lo que es dormir en una cama. Si en ver-dad se nos envió para que sustituya a nuestrohijo, no hay que temer que se escape.

Se tendió Mowgli sobre la alta y limpia hier-ba que había al extremo del campo. Pero antesque hubiera tenido tiempo de cerrar los ojos, lotocó bajo la barba un gris y suave hocico.

-¡Fu! -exclamó el Hermano Gris (que era elmayor de los cachorros de mamá Loba)-. ¡estees el premio que me das por haberte seguidodurante veinte leguas! Apestas a humo de leñay a ganado. exactamente igual que un hombre.¡Vamos, despiértate, hermanito! ¡Tengo noti-cias!

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-¿Están todos bien en la selva? -dijo Mowgli,abrazándolo.

-Todos, excepto los lobos que recibieronquemaduras de la Flor Roja. Oye ahora: ShereKhan se fue a cazar a otra parte, muy lejos, has-ta que le crezca de nuevo el pelo, porque lotiene todo chamuscado. Ha jurado que enterra-rá tus huesos en el Waingunga, cuando regrese.

-No sólo él tiene voz en este asunto; tambiényo he jurado algo. Pero las noticias son siempreagradables. Estoy cansado esta noche... muycansado por las novedades que me ocurrenPero dame noticias.

-¿No olvidarás que eres un lobo? ¿No haránlos hombres que te olvides de ello? -preguntó elHermano Gris con gran ansiedad.

-¡Nunca! Siempre recordaré que te quiero,como quiero a todos los de nuestra cueva; perotambién recordaré siempre que se me arrojó dela manada.

-Cuida que no te arrojen ahora de otra. Loshombres son hombres y nada más, hermanito;

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su charla es como la de las ranas en las charcas.Cuando regrese por aquí, te esperaré entre losbambúes, al otro extremo de la pradera.

Apenas salió Mowgli de la aldea durantetres meses, a contar desde aquella noche, por-que estuvo muy ocupado en aprender los usosy costumbres de los hombres. Hubo de acos-tumbrarse en primer lugar a llevar envuelto elcuerpo en una tela, cosa que le molestaba enextremo; luego tuvo que aprender el valor de lamoneda, y esto no lograba entenderlo en modoalguno; y por último tuvo que aprender a arar,y él no comprendía la utilidad de esto. Por otraparte, los niños de la aldea lo molestaban mu-cho. Era una suerte que la ley de la selva lehubiera enseñado a dominar su genio, ya queallí la vida y la alimentación dependían preci-samente de esa cualidad. Sin embargo, cuandohacían burla de él porque ni jugaba ni sabíacómo hacer volar una cometa, o porque pro-nunciaba mal alguna palabra, tan sólo el pen-samiento de que es indigno de un cazador ma-

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tar a desnudos cachorrillos le impedía seguir suimpulso de cogerlos y partirlos por la mitad.

No tenía conciencia de su propia fuerza. Enla selva conocía muy bien su debilidad, si secomparaba con las fieras; pero la gente de laaldea decía que era fuerte como un toro.

Tampoco tenía Mowgli la menor idea de lasdiferencias que establecen entre los hombres lascastas. Cuando el borriquillo del alfarero sehundía en el lodazal, él lo asía de la cola y losacaba fuera, y luego ayudaba a amontonar loscacharros para que los llevara al mercado deKhanhiwar. Esto, obviamente, eran cosas muyofensivas para las buenas costumbres, porqueel alfarero es de casta inferior, y el borriquillomás aún. Cuando el sacerdote le llamó la aten-ción y lo reprendió por esas cosas, Mowgli loamenazó diciéndole que lo pondría a él tam-bién sobre el borrico; esto decidió al sacerdote adecirle al marido de Messua que pusiera a tra-bajar cuanto antes a aquel muchacho. El quefungía como jefe en la aldea le ordenó a Mowgli

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que al día siguiente se fuera a apacentar losbúfalos. Para el muchacho nada podía ser tanagradable como esto, y, al considerarse yarealmente como encargado de uno de los servi-cios de la aldea, se dirigió aquella misma nochea una reunión que tenía lugar todos los días,desde el oscurecer, en una plataforma de ladri-llos a la sombra de una gran higuera. Era estelugar algo así como el casino de la aldea y allíse reunían y fumaban el jefe, el vigilante, elbarbero (enterado de todos los chismes locales)y el viejo Buldeo, cazador del lugar y que pose-ía un viejo mosquete. Los monos, en las ramassuperiores de la higuera, sentábanse también ycharlaban. Debajo de la plataforma vivía en unagujero una serpiente cobra, y, como la teníancomo sagrada, recibía cada noche un cuenco deleche. Se sentaban los viejos en torno del árboly enhebraban la conversación a la que acompa-ñaban de buenos chupetones a las grandeshukas o pipas; esto duraba hasta muy entradala noche. Allí se narraban asombrosas historias

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sobre dioses, hombres y duendes. Sin embargo,las que refería Buldeo sobre las costumbres delas fieras en la selva excedían a todas las demás,hasta tal punto que al escucharlas, a los chiqui-llos que se sentaban fuera del círculo a escu-char, se les salían los ojos de las órbitas de puroasombro. La mayor parte de aquellos relatos sereferían a animales, porque, teniendo la selva asus puertas, por decirlo así, eso era lo que másles interesaba. A menudo veían que los ciervosy los jabalíes destrozaban sus cosechas, y hastade cuando en cuando un tigre se llevaba a al-guno de sus hombres, a la vista misma de loshabitantes de la aldea, al oscurecer.

Mowgli, por supuesto, conocía a fondo elasunto de que hablaban, y en no pocas ocasio-nes tenía que taparse la cara para que no le vie-ran reírse; y en tanto que Buldeo, con el mos-quete sobre las rodillas, iba entretejiendo uno yotro cuento maravilloso, al muchacho le tem-blaban los hombros por los esfuerzos que hacíapara contenerse.

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El tigre que había robado al hijo de Messua,decía Buldeo, era un tigre duende en cuyocuerpo habitaba el alma de un perverso usureroque había muerto hacía algunos años. No cabíade ello la menor duda -añadía- porque, a con-secuencia de un golpe que recibiera en un tu-multo, Purun Dass cojeaba siempre; el tumultofue cuando le pegaron fuego a sus libros decaja. Ahora bien, el tigre de que hablo cojeatambién, porque son desiguales las huellas quedeja al andar.

-¡Cierto! ¡Cierto! ¡Es la pura verdad! -exclamaron los viejos con ademanes de aproba-ción.

-¿Y así son todos vuestros cuentos, quierodecir, un tejido de mentiras y sueños? -gritóMowgli-. Si el tigre cojea es porque nació cojo,como todo el mundo sabe. Es algo completa-mente infantil hablarnos de que el alma de unavaro se refugió en el cuerpo de una fiera comoésa, que vale menos que cualquier chacal.

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Buldeo quedó mudo de sorpresa durante unmomento; el jefe miró fijamente al muchacho.

-¡Ah! Conque tú eres el rapaz que vino de laselva, ¿eh? Ya que tanto sabes, lleva la piel deese tigre a Khanhiwara; el gobierno ofreció cienrupias a quien lo mate. Pero, mejor, enmudecey respeta a las personas mayores.

Mowgli se puso en pie para marcharse.-Durante todo el tiempo que tengo aquí es-

cuchando -dijo con desdén, mirando por enci-ma del hombro-, no dijo Buldeo palabra deverdad con una o dos excepciones, tocante a laselva, que tan cerca tiene. ¿Cómo quieren quecrea, pues, esos cuentos de duendes y dioses ytoda laya de espíritus, que él afirma haber vis-to?

-Ya es hora de que el muchacho vaya y seocupe del ganado -indicó el jefe. Buldeo, entretanto, bufaba de rabia, por la impertinencia deMowgli.

Se acostumbra en las aldeas indias que algu-nos muchachos conduzcan el ganado y los bú-

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falos a pacer en las primeras horas de la maña-na, para traerlos de nuevo en la noche; esosmismos animales que pisotearían hasta matarloa un hombre blanco, permiten que los chiqui-llos que apenas les llegan al hocico los golpeen,los gobiernen y les griten. En tanto que los mu-chachos no se aparten del ganado, estarán asalvo, pues ni siquiera los tigres se atreven en-tonces a atacar a aquella gran mása. Pero esta-rán en grave peligro de desaparecer para siem-pre, en cuanto se desvíen para coger flores ocazar lagartos.

Al rayar el alba, Mowgli, sentado en los lo-mos de Rama, el gran toro del rebaño, pasó porla calle de la aldea, y los búfalos, de un colorazulado de pizarra, de largos cuernos dirigidoshacia atrás y de ojos feroces, uno a uno se le-vantaron de sus establos y lo siguieron, y muyclaramente demostraba Mowgli a los mucha-chos que lo rodeaban que él era allí quien man-daba. Golpeó a los búfalos con una larga cañade bambú y le encargó que cuidara del ganado

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a Kamya, uno de los muchachos, en tanto queél se iba con los búfalos; lo amonestó para quepor nada se alejara del rebaño.

En la India, una pradera es un terreno llenode rocas, de matojos y de quebraduras, en don-de se desparraman y desaparecen los rebaños.Las lagunas y tierras pantanosas son general-mente para los búfalos; allí se echan, se revuel-can o toman el sol, o se meten en el fango du-rante horas enteras.

Mowgli los condujo hasta el extremo de lallanura, donde, procedente de la selva, desem-bocaba el río Waingunga; entonces, apeándosede Rama, corrió hacia un grupo de bambúes yallí halló al Hermano Gris.

-¡Vaya! -prorrumpió éste-. Aquí estoy espe-rándote desde hace muchos días. ¿Qué quieredecir eso de que andes con el ganado?

-Me dieron esa orden. Por ahora, soy pastor.¿Qué noticias me traes de Shere Khan?

-Volvió a este país y ha estado buscándotedurante mucho tiempo. Se marchó hoy, porque

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aquí escasea la caza; pero abriga la intención dematarte.

-¡Perfectamente! -respondió Mowgli-. Harásesto: tú o uno de tus hermanos se pondrán so-bre esta roca de modo que pueda yo verlos alsalir de la aldea; esto, mientras Shere Khan novuelva. Pero en cuanto se halle de nuevo aquí,espérame en el barranco donde está aquel árbolde dhâk, en el centro de la llanura. No hay nin-guna necesidad de que nos metamos nosotrosen la boca de Shere Khan.

Dicho esto, buscó un lugar con sombra, seacostó y se durmió, en tanto que los búfalospacían en torno suyo. Oficio de lo más perezosoen este mundo, es el pastoreo en la India. Ca-mina el ganado de un lugar para otro, se echa,rumia, se levanta de nuevo, y ni siquiera muge.Tan solo gime sordamente; pero los búfalos,muchas veces ni eso: simplemente se hundenen los pantanos uno tras otro, caminan entre elfango hasta que no se ve en la superficie sino el

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hocico y los ojos, fijos y azules, y así permane-cen como leños.

Parece como si el sol hiciera vibrar las rocasen la atmósfera ardiente; los chiquillos que cui-dan el ganado escuchan, de cuando en cuando,a un milano -nunca más de uno- que silba des-de una altura que lo hace casi invisible, y sabenque si ellos o alguna vaca murieran, se lanzaríaallí el milano en el acto; entre tanto, el máspróximo a él, vería el rápido descenso, a algu-nas leguas de distancia; y otros y otros más seenterarían de lo que había, desde muy lejos; yasí, sin dar casi tiempo a que acabaran de mo-rir, ya estarían presentes más de veinte milanoshambrientos, sin que se adivinara de dóndehabían salido.

Algunas veces los muchachos duermen, sedespiertan, se duermen de nuevo; tejen peque-ñas cestas con hierba seca y meten saltamontesdentro; hacen que se peleen dos insectos de losllamados mantas religiosas; forman collares connueces de la selva, rojas y negras; observan al

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lagarto que toma el sol sobre una roca; o, porúltimo, miran cómo junto a los pantanos algunaserpiente caza a una rana. Otras veces entonanlargas, larguísimas canciones, que terminan conunos trinos, muy típicos del país; oyendo aque-llo, un día parece más largo que la vida de lamayor parte de las personas; o fabrican con elfango, castillos, con hombres, caballos y búfa-los; ponen cañas en las manos de aquéllos ysuponen que son reyes rodeados de sus ejérci-tos, o dioses que exigen adoración.

Luego llega la noche. Los búfalos se levantanpesadamente del pegajoso barro, azuzados porlos gritos de los muchachos, produciendo rui-dos parecidos a disparos de armas de fuego, yformando larga fila se dirigen al través de lallanura gris hacia el lugar donde parpadean lasluces de la aldea.

Mowgli condujo a los búfalos día tras día aaquellos pantanos; día tras día divisó al Her-mano Gris a una legua y media de distancia enla extensa llanura (y esto le indicaba que no

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había vuelto aun Shere Khan); y día tras día serindió al sueño también sobre la hierba, escu-chando los ruidos y soñando en su vida pasada,allá en la selva. Sin duda hubiera oído a ShereKhan si éste, con su pata coja, hubiera dadouno de sus inseguros pasos por los bosques quedominan el Waingunga: tal era la quietud deaquellas mañanas interminables.

Al fin, llegó el día en que ya no vio al Her-mano Gris en el lugar convenido. Entonces,riéndose, condujo a los búfalos por el barrancoen que se hallaba el árbol de dhâk, cubiertoliteralmente de flores de color rojo dorado. Allíestaba el Hermano Gris, el cual mostraba eriza-dos todos los pelos que tenía en el lomo.

-Durante un mes se escondió para despistar-te. Anoche cruzó por los campos, siguiéndotelos pasos, y Tabaqui lo acompañaba -dijo ellobo, casi sin resuello.

Mowgli frunció el entrecejo.-Shere Khan no me inspira miedo -

respondió-, pero conozco la astucia de Tabaqui.

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-No le temas -dijo el Hermano Gris, y se re-lamió un poco-. Encontré a Tabaqui cuandoamanecía. Que vaya ahora con los milanos y lescuente toda su sabiduría; antes me la contó amí... antes de que le partiera el espinazo. Ahorabien: el plan urdido por Shere Khan es éste:esperarte esta noche a la entrada de la aldea. . .a ti, sólo a ti. En este momento está echado en elgran barranco seco del Waingunga.

-¿Comió hoy, o caza con el estómago vacío?-interrogó Mowgli, porque de la contestacióndependía su vida.

-Al amanecer mató un jabalí... y también be-bió. Recuerda que Shere Khan nunca pudoayunar, ni siquiera cuando así convenía a suspropósitos de venganza.

-¡Ah! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Dos veces niño!¡Bien comido, bien bebido.., y aún cree que ledejaré dormir! ¡Veamos! ¿Dónde dices que estáechado? Si siquiera fuéramos diez, lo agarra-ríamos y lo arrastraríamos hasta aquí. Si estosbúfalos no sienten su rastro, no querrán embes-

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tirlo, y yo no sé hablar su lenguaje. ¿Podríamoscolocarnos detrás de él, para que así, olfatean-do, puedan ellos seguir su pista?

-El taimado siguió a nado la corriente del ríoWaingunga, para evitar que pudiéramos haceresto.

-Seguramente, por consejo de Tabaqui. A élsolo jamás se le hubiera ocurrido tal cosa.

Mowgli permaneció un rato reflexionando,con un dedo en la boca. Luego dijo:

-A menos de media legua de aquí desembo-ca en la llanura el gran barranco seco del Wain-gunga. Si conduzco el rebaño al través de laselva, hasta la parte superior del barranco, yluego lo lanzo hacia abajo... Pero entonces seescaparía por la parte inferior. Debemos cerrarese extremo. Hermano Gris, ¿puedes dividirmeen dos el rebaño?

-Probablemente yo no; pero traje conmigo aalguien que me ayude.

Corrió el Hermano Gris y se metió en unagujero. Salió de allí entonces una enorme ca-

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beza gris (Mowgli la conoció perfectamente) yllenó el cálido ambiente con el más desoladoclamor que oírse pueda en la selva: el aullidode caza de un lobo resonando en mitad del día.

-¡Akela! ¡Akela! -gritó Mowgli, palmotean-do. No sé cómo no pensé que no me olvidarías.Tenemos entre manos un trabajo muy impor-tante. Divide en dos el rebaño, Akela: a un ladolas vacas y terneros; al otro, los toros y los búfa-los de labor.

Corrieron los dos lobos; entraban y salíandel rebaño, como por juego; y el rebaño, bufan-do y levantando las cabezas, se separó en dosgrupos. Uno de ellos lo formaron las hembrascon sus pequeñuelos colocados en el centro;miraban furiosas y pateaban, listas para embes-tir al primer lobo que permaneciera quieto du-rante un momento, y para quitarle la vida,aplastándolo. En el otro grupo estaban los torosy novillos que resoplaban y golpeaban el suelocon las patas; pero, como no tenían ternerosque proteger, eran los menos temibles aunque

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su aspecto fuera más imponente. Ni seis hom-bres juntos hubieran dividido tan bien el gana-do.

-¿Qué otra cosa ordenas? -preguntó Akela,jadeando. Intentan reunirse de nuevo.

Mowgli montó sobre Rama y contestó:-Lleva los toros hacia la izquierda, Akela. Y

cuando nos hayamos ido, Hermano Gris, cuidade que no se separen las vacas y condúcelas alpie del barranco.

-¿Hasta dónde? -dijo el Hermano Gris, ja-deando también y tirando bocados.

-Hasta donde veas que los lados son de ma-yor altura que la que pueda saltar Shere Khan -gritó Mowgil-. Conténlas allí hasta que bajemosnosotros.

Al oír ladrar a Akela, empezaron a correr lostoros; el Hermano Gris se quedó frente a lasvacas. estas lo embistieron y entonces corriódelante de ellas hasta el pie del barranco, entanto que Akela se llevaba los toros hacia laizquierda.

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-¡Bravo! ¡Otra embestida y estarán ya a pun-to! ¡Cuidado... cuidado ahora, Akela! Si das unadentellada más, embisten los toros. ¡Hujah! Esmás duro este trabajo que el de acorralar gamosnegros. ¿Imaginaste alguna vez que pudierancorrer tanto animales como éstos? -gritó Mow-gli.

-En mis buenos tiempos los cacé... sí, tam-bién los he cazado -susurró débilmente Akela,cubierto de una nube de polvo-. ¿Los lanzohacia la selva?

-¡Sí! ¡ Lánzalos, lánzalos pronto! Rama estáfurioso. ¡Si yo pudiera darle a entender paraqué lo necesito hoy!

Fueron dirigidos entonces los toros hacia laderecha y penetraron en la espesura, aplastan-do todo a su paso. Cuando los demás mucha-chos encargados del pastoreo a media legua dedistancia vieron lo que ocurría, huyeron a todocorrer hacia la aldea gritando que los búfaloshabían enloquecido y se habían escapado.

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El plan de Mowgli era muy sencillo: su pro-pósito era trazar un gran círculo al subir, llegara la parte alta del barranco y entonces hacerque los toros descendieran por él; así, cogeríana Shere Khan entre éstos y las vacas. Sabía muybien que, después de haber comido y bebidobien, el tigre no estaría en disposición de lucharni de encaramarse por los lados del barranco.Ahora, calmaba a los búfalos con sus voces;Akela se había quedado rezagado y no ladrabasino una o dos veces para hacer que la reta-guardia apretara el paso.

Muy grande, vastísimo era el círculo quetrazaban; no querían acercarse demasiado albarranco y que Shere Khan se diera cuenta desu presencia.

Por último reunió Mowgli al azorado rebañoen torno suyo en lo alto del barranco, sobre unapendiente cubierta de hierba que se confundía,en su extremo, con el mismo barranco.

Desde allí, y mirando por encima de los ár-bo,les, se veía abajo la extensión del llano. Pero

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Mowgli se fijó entonces en los lados del barran-co, y comprobó con satisfacción que se eleva-ban casi perpendicularmente, y que ni las videsni las enredaderas que de ellos colgaban podrí-an ofrecerle apoyo suficiente al tigre, en caso deque quisiera huir por esa parte.

-¡Déjalos resollar, Akela! -dijo Mowgli levan-tando un brazo-. No han hallado todavía elrastro. Déjalos resollar. Debo anunciarle a ShereKhan lo que le caerá encima. Ya está cogido enla trampa.

Y haciendo bocina con las manos, gritó haciael barranco (que casi equivalía a gritar en laboca de un túnel) y el eco de su voz repercutióde roca en roca.

Después de unos momentos respondió elvago y soñoliento gruñido de un tigre, harto yay que despierta de un sueño.

-¿Quién me llama? -dijo Shere Khan. A suvoz, un magnífico pavo real levantó el vuelodesde el fondo del barranco, dando chillidos alhuir.

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-¡Hablo yo, Mowgli! ¡Ladrón de reses, horaes ya de que vengas conmigo al Consejo de laPeña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo, Rama,abajo!...

Durante un momento, el rebaño permanecióquieto al borde de la pendiente. Pero Akela, aplenos pulmones, lanzó su grito de guerra, ytodos, uno a uno, se precipitaron como navíosque se lanzan a la corriente, en tanto que salta-ban en torno suyo las piedras y la arena. Unavez iniciada la carrera, no había modo de parar-la; Rama sintió el rastro de Shere Khan aunantes de llegar al cruce del torrente, y mugió.

-¡Ah! -gritó Mowgli, que cabalgaba sobre él-.Ya te enteraste, ¿eh?

El alud de negros cuernos, hocicos espuma-josos y ojos de mirada fija cruzó veloz por latorrentera, como arrancados peñascos en tiem-pos de avenida, en tanto que los búfalos másdébiles eran arrojados a los lados en donde, alpasar, arrancaban las enredaderas. Todos sabí-an ya el trabajo que les esperaba: un tigre ni

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siquiera puede pensar en resistir a la terribleembestida de un rebaño de búfalos.

Al escuchar Shere Khan el atronador ruidode las pezuñas, se levantó y echó a andar pesa-damente torrentera abajo, mirando a amboslados en busca de evasión; pero los lados delcauce parecían cortados a pico, y hubo de que-darse allí sintiendo la torpeza producida por lacomida y la bebida y deseando cualquier cosamenos tener que batirse. Cruzó el rebaño cha-poteando por la laguna que él acababa deabandonar, mugiendo y haciendo retumbartodo el estrecho recinto.

Mowgli oyó que otro mugido contestabadesde el extremo inferior del barranco, y vioque Shere Khan se volvía (sabía el tigre que enúltimo término era mejor enfrentarse con lostoros que habérselas con las vacas y terneros).Entonces Rama echó algo por tierra, tropezócon ello y siguió adelante, hollando una masablanda; luego, con los demás toros detrás quecasi iban pisándolo, cayó sobre el otro rebaño

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con tal furia, que los búfalos más débiles fueronlevantados por completo en el aire a causa delchoque que se produjo al encontrarse todos.

Ambos rebaños fueron arrastrados hacia lallanura por la embestida, dando cornadas, co-ces y bufidos. Apeóse Mowgli de Rama en unmomento oportuno y empezó a repartir golpesa diestro y siniestro con el palo que llevaba.

-¡Rápido, Akela! ¡Divídelos! ¡Sepáralos, o sepelearán los unos con los otros! ¡Llévatelos,Akela! ¡Hai, Rama! ¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!, hijos míos.¡Despacio, ahora, despacio! Terminó ya todo.

Corriendo de un lado para otro, Akela y elHermano Gris mordían las patas a los búfalos,y aunque el rebaño viró en redondo intentandoembestir de nuevo barranco arriba, Mowglilogró que Rama se diera la vuelta y los demáslo siguieron hacia los pantanos.

No hacía falta que pisotearan más a ShereKhan. El tigre había muerto y los milanos acu-dían ya para devorarlo.

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-¡Hermanos! Murió como un perro -exclamóMowgli.

Echó mano de un cuchillo que llevaba siem-pre pendiente del cuello y metido en una vaina,desde que vivía entre los hombres.

-No se hubiera batido cara a cara -prosiguió-. Buen efecto causará su piel colocada sobre laPeña del Consejo. ¡Manos a la obra y pronto!

Nunca se hubiera enfrentado ni en sueñosun muchacho criado entre los hombres con latarea de desollar él solo a un tigre de tres me-tros de largo. Pero Mowgli sabía mejor que na-die cómo está pegada la piel de un animal a sucuerpo, y, por tanto, el modo de arrancarla. Sinembargo, la labor era ruda. Mowgli cortó ydesgarró durante una hora, murmurando entredientes, en tanto que los lobos lo contemplabancon la lengua colgando, o, cuando él se lo man-daba, se acercaban para dar tirones a la piel.

Sintió de pronto que en su hombro se apo-yaba una mano, y, al levantar los ojos, vio aBuldeo con su viejo mosquete. Los chiquillos

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habían esparcido en la aldea la noticia del páni-co que había hecho presa de los búfalos, y Bul-deo, malhumorado, salió movido por el intensodeseo de aplicarle un correctivo a Mowgli porhaber descuidado el rebaño. En cuanto vieronvenir al hombre, los lobos se eclipsaron.

-¿Qué significa esa locura? -exclamó, inco-modado, Buldeo-. ¿Crees que tú solo podrásdesollar al tigre? ¿Dónde lo mataron los búfa-los? Y además es el tigre cojo por cuya cabezaofrecieron cien rupias.

¡Bueno, bueno! Dejaste escapar el rebaño,pero, en fin, podemos pasar eso por alto. Hastaprobablemente te daré una de las rupias comopremio, después que yo lleve la piel a Khan-hiwara.

Se tocó la ropa, buscando un pedernal y unpedazo de acero, y se inclinó para quemarle losbigotes a Shere Khan. Esta operación es practi-cada por la mayor parte de los cazadores indí-genas para evitar que luego los persiga el espí-ritu que suponen habita en el tigre.

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-¡Je! -masculló Mowgli mientras arrancaba lapiel de una de las patas del tigre-. De modo queel asunto es éste: te llevas la piel a Khanhiwara,te dan el premio, y luego quizás me darás unarupia. Pues bien: creo que necesitaré esa pielpara mi propio uso. ¡Ea, aparta ese fuego, viejo!

-¿Así le hablas al jefe de los cazadores de laaldea? Cuanto hiciste, se lo debes a la suerte y ala ayuda que te prestó la imbecilidad de tusbúfalos. Está claro que el tigre acababa de darseun atracón; de lo contrario, ya estaría ahora acinco leguas de este sitio. ¡Ni siquiera puedesdesollarla bien, y, no obstante, tú, un pillete,osas decirle a Buldeo que no le queme los bigo-tes! ¡Vaya, Mowgli! No te daré ni un anna depremio; te daré una buena paliza. ¡Suelta eltigre!

-¡Por el toro que me rescató! -exclamó Mow-gli, que entonces luchaba por llegar hasta elhombro de la fiera-. ¿Crees que me estaré char-lando toda la tarde contigo, mono viejo? ¡Akela,

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ven acá! Líbrame de este hombre que me mo-lesta.

Buldeo continuaba aún inclinado sobre lacabeza de Shere Khan; pero de pronto se viotendido sobre la hierba con un lobo gris enci-ma, en tanto que Mowgli continuaba su tareacorno si no existiese más que él en toda la In-dia.

-Sí -dijo el muchacho entre dientes-; tienestoda la razón, Buldeo. Nunca me darías ni unanna en premio. Había un duelo pendiente en-tre este tigre cojo y yo. . . Un duelo antiguo..,muy antiguo... Y... venci yo.

Si se ha de hablar con entera imparcialidad,convendrá reconocer que, si Buldeo hubierasido diez años más joven, habría medido susfuerzas con las de Akela a haberse encontradocon él en el bosque. Pero ciertamente un loboobediente a las órdenes de aquel muchacho (elcual, a su vez, tenía duelos pendientes con ti-gres devoradores de hombres), no era un ani-mal como los demás. Todo aquello era arte de

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encantamiento, magia de la peor clase -pensóBuldeo-, y dudó de que bastara a protegerlo elamuleto que llevaba pendiente del cuello. Per-maneció, pues, tendido, como paralizado, yesperaba que, en cualquier momento, Mowglitambién se convirtiera en un tigre.

-¡Maharaja! ¡Gran rey! -dijo por último convoz ronca y en tono de voz tan bajo que parecíaun susurio.

-¿Qué? -respondió Mowgli sin volver la ca-beza y sonriendo un poco, satisfecho.

-Soy un anciano, e ignoraba que fueses algomás que un zagal. ¿Permitirás que me levante yme vaya? ¿O me hará pedazos ese sirviente quetienes a tus órdenes?

-Vete, vete en paz. Pero no te metas con micaza en otra ocasión. ¡Suéltalo, Akela!

Buldeo se dirigió cojeando hacia la aldea, tanaprisa como pudo. Miraba hacia atrás, por en-cima de su hombro: no fuera a ser que Mowglise metamorfoseara en algo que causara espan-to. Al llegar allá, narró de inmediato un cuento

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de magia. encantamientos y brujerías, todo locual hizo que el sacerdote se pusiera muy serio.

Entre tanto Mowgli prosiguio su trabajo, pe-ro ya estaba encima la noche cuando entre él ylos lobos terminaron de separar la enorme yvistosa piel del cuerpo del tigre.

-Ahora -observó- conviene esconder eso yhacer que los búfalos vuelvan a casa. Akela,ayúdame a reunirlos.

Una vez reagrupado el rebaño a la luz dudo-sa del crepúsculo, se dirigieron hacia la aldea.En cuanto estuvieron cerca de ella, vio Mowglialgunas luces, oyó que en el templo estabantocando las campanas, y que además estabansoplando en caracoles marinos.

A las puertas del lugar parecía haberse re-unido para esperarlo la mitad de la población.

-Quizás esto se debe a que he matado a She-re Khan -pensó Mowgli. Pero he aquí que unalluvia de piedras silbó en sus oídos al propiotiempo que gritaban los aldeanos:

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-¡Hechicero! ¡Hijo de una loba! ¡Diablo de laselva! ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí en el acto, si noquieres que el sacerdote te cambie otra vez enlobo! ¡Dispara, Buldeo, dispara!

Con gran estampido hizo fuego el mosque-te... y lanzó un mugido de dolor uno de losbúfalos jóvenes.

-¡Otro maleficio! -gritaron los aldeanos-. ¡Elmuchacho desvió la bala! ¡El búfalo herido es eltuyo, Buldeo!

-Pero, ¿qué significa esto? -dijo Mowgliaturdido, viendo cómo arreciaba la lluvia depiedras.

-Esos hermanos tuyos se parecen mucho alos de la manada -dijo Akela, sentándose gra-vemente-. La intención de toda esa gente esarrojarte de este lugar, eso creo yo, si es que lasbalas significan algo.

-¡Lobo! ¡Lobato! ¡Vete de aquí! -chilló el sa-cerdote agitando una rama pequeña de la plan-ta sagrada que llaman tulsi.

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-¡Vaya! ¿Otra vez? La anterior fue porqueera un hombre. Ahora, porque soy un lobo.¡Vámonos, Akela!

Una mujer, Messua, corrió hacia el rebaño ygritó:

-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Dicen que eres unhechicero, y que si quieres puedes transformar-te en fiera. Yo no lo creo, pero vete, o te mata-rán. Buldeo afirma que eres un brujo; yo sé quelo único que hiciste fue vengar la muerte deNathoo.

-¡Atrás, Messual ¡Atrás, o te apedreamos! -gritó entonces la multitud.

Mowgli se sonrió forzada y brevementeporque una piedra acababa de pegarle en laboca.

-¡Retrocede, Messua! -dijo-. Todo eso no essino uno de esos cuentos imbéciles que inven-tan al anochecer, bajo la sombra del árbol. Porlo menos, te pagué la vida de tu hijo. ¡Adiós!Corre cuanto puedas, pues lanzaré contra ellosel rebaño con mayor velocidad que la que traen

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los pedazos de ladrillo que me arrojan. No soyningún brujo, Messua. ¡Adiós! -y luego gritó:Akela, júntame de nuevo el rebaño.

Los búfalos no querían otra cosa sino volvera la aldea. Por tanto, apenas si tuvieron necesi-dad de que los azuzara Akela. Se lanzaron cor-no torbellino al través de las puertas, disper-sando a la multitud a derecha e izquierda.

-¡Cuéntenlos! -gritó, desdeñoso, Mowgli-. Alo mejor les robé uno. Cuéntenlos, porque éstaes la última vez que apacentaré. ¡Queden conDios, hijos de los hombres, y agradézcanle aMessua que no vaya yo también con mis lobosa darles caza en mitad de las calles!

Volviendo la espalda, echó a andar con elLobo Solitario, y entonces, como se le ocurrieramirar a las estrellas. se sintió verdaderamentefeliz.

-Nunca más dormiré dentro de una trampa,Akela. Recojamos ahora la piel de Shere Khan yvámonos. No le hagamos el menor daño a la

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aldea: tengamos presente lo bien que se portóMessua conmigo.

Cuando la luna se elevó sobre la llanura,dando a todas las cosas como un tinte algo le-choso, los aldeanos vieron aterrorizados cómoMowgli, en compañía de dos lobos y con unfardo sobre la cabeza, corría a campo traviesacon el trotecillo característico de los lobos, quese tragan los kilómetros como nada. Entoncesecharon a vuelo las campanas y soplaron en loscaracoles marinos con más fuerza que nunca.Lloró Messua, y Buldeo, por su parte, empezó ahermosear con tales adornos la historia de susaventuras en la selva, que acabó por decir queAkela, erguido sobre sus patas, había habladocomo un hombre.

Ya la luna iba hacia su ocaso cuando Mowgliy los dos lobos se aproximaban a la colina don-de se hallaba la Peña del Consejo. Se detuvie-ron ante el cubil de mamá Loba.

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-Me arrojaron de la manada de los hombres,madre. Pero cumplí mi palabra: traigo la piel deShere Khan -dijo Mowgli.

Caminando con gran dificultad, salió mamáLoba de la caverna; tras de ella iban sus cacho-rros. Brillaron intensamente sus ojos cuandovio la piel.

-Se lo dije aquel día, renacuajo mio: se lo dijeaquel día cuando metió cabeza y hombros enesta caverna yendo en tu busca para matarte: ledije que un día u otro el cazador resultaría ca-zado. ¡Hiciste buen trabajo!

-¡Muy bien, hermanito! -se oyó que decíauna voz, en la espesura-. ¡Cuánto te echábamosmenos en la selva!

Y apareció Bagheera. Venía coriiendo y tocólos desnudos pies de Mowghi.

Juntos ascendieron a la Peña del Consejo.Sobre la roca plana donde solía instalarse Ake-la, extendióMowghi la piel y la sujetó luego con cuatrotrozos de bambú.

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Akela se echó sobre ella y lanzó el antiguogrito del consejo:

-¡Miren, lobos, miren bien! -su exclamaciónfue exactamente lo que dijo cuando llevaron allía Mowgli por primera vez.

Desde el tiempo en que fue destituido Akela,la manada no había tenido jefe, y cazaba y lu-chaba como mejor le parecía. Pero todavía res-pondían a aquel grito por costumbre. Todos losque quedaban vinieron al consejo, aunque al-gunos estuvieran cojos por culpa de las tram-pas en que cayeran, u otros arrastraban unapata por haber sido heridos en ella de un bala-zo, o unos cuantos estuvieran sarnosos porhaber comido algo malo, u otros más se hubie-ran extraviado. Vinieron al Consejo de la Peñay vieron la piel rayada de Shere Khan tendidasobre la roca, con sus enormes garras colgandoal extremo de las patas que se balanceaban va-cías.

Fue entonces cuando Mowgli empezó a en-tonar una canción sin rimas que se le vino a los

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labios espontáneamente; empezó a cantarla agrandes voces al mismo tiempo que se arrojabasobre la piel y llevaba el compás con los talo-nes; la cantó hasta que se le terminó el aliento, yen tanto que cantaba, el Hermano Gris y Akelaaullaban entre las estrofas.

-¡Miren bien, lobos, miren bien! -exclamóMowghi cuando terminó-. ¿Cumplí mi palabra?

Los lobos, aullando como perros, dijeron:-¡Si!

Uno de ellos, cubierto de cicatrices y desga-rrones en la piel, aulló:

-¡Guíanos de nuevo, Akela! Guíanos de nue-vo, hombrecito; estamos hartos de vivir sin ley.Queremos ser de nuevo el pueblo libre quefuimos en otros tiempos.

-No; eso puede ser una equivocación -murmuró Bagheera-. Por que acaso, cuando denuevo os sintiérais hartos, volveríais a vuestraantigua locura. Os llaman el pueblo libre, y noen balde. Luchasteis por la libertad y la libertades vuestra. ¡Devoradla, lobos!

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-Fui arrojado de la manada de los hombres yde la manada de los lobos -observó Mowgli-.De hoy más, cazaré solo en la selva.

-Y nosotros contigo -dijeron los cuatro loba-tos.

Por tanto, a partir de aquel día Mowgli cazócon ellos en la selva. Mas no siempre estuvosolo: unos años después, cuando se hizo hom-bre, se casó.

Pero a partir de ese momento su historia esya para personas mayores.

Canción de Mowgli cuando bailó sobre lapiel de Shere Khan en la Peña del Consejo

-esta es la canción de Mowgli. Yo, Mowghien persona, la canto: preste oído la selva a mihazaña.

"Afirmó Shere Khan que me aniquilaría. . .¡Que me mataría! ¡Que mataría a Mowgli a laluz de la luna, a las puertas de la aldea! ¡Quemataría a Mowgli, la Rana!

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Comió y bebió. ¡Bebe mucho Shere Khan!Pues te pregunto, ¿cuándo beberás de nuevo? Yluego, duerme y sueña con mi muerte.

Estoy solo en la pradera. ¡Vente conmigo,Hermano Gris! Lobo Solitario, ¡ven! ¡Aquí haycaza mayor!

Espanta a los grandes búfalos machos, a lostoros de piel azul y ojos llameantes de cólera.Condúcelos de un lado a otro, según mis órde-nes.

¿Su Señoría duerme aun, Shere Khan? ¡Espreciso despertar! ¡Ea! ¡Despierte! ¡Aquí estoy,y tras de mí están los búfalos!

¡El rey de ellos, Rama, hirió el suelo con unode sus pies! Me dirijo a las aguas del Waingun-ga: ¿A dónde huyó Shere Khan?

Porque él no es como Ikki, el que puede agu-jerear la tierra, ni como Mao, el pavo real, quepuede huir volando. Ni se cuelga de las ramas,como Mang, el murciélago. ¡Vosotros, bambúesque crujís todos a la vez, decidme a dónde fue aesconderse Shere Khan!

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¡0w! ¡Helo ahí! ¡Ahoo! Helo ahí: bajo las pa-tas de Rama yace el tigre cojo. ¡Arriba, ShereKhan! ¡Levántate y mata! Allí hay carne: ¡quié-brales el cuello a los toros!

¡Silencio! Está dormido. Grande es su fuerza;no lo despertemos. Los milanos bajaron a verlo;subieron las negras hormigas para enterarse deello. Reunióse gran asamblea en su honor.

¡Alala! A mi piel nada la cubre; no tengo ro-pas. Desnudo me verán los milanos. Vergüenzapara mí estar ante toda esa gente.

Shere Khan: préstame tu piel. Préstame tupiel pintada para poder asistir al Consejo de laPeña.

Por el toro que me rescató hice una prome-sa.., una promesa pequeñísima. Pero ahora mehace falta tu piel para cumplir mi palabra.

Armado de cuchillo (del cuchillo que usanlos hombres), armado del cuchillo de cazador,me inclinaré para recoger mi botín.

Aguas del Waingunga, de esto sed testigos:Shere Khan me entrega su piel por el amor que

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me tiene. ¡Tira de ahí, Hermano Gris! ¡Tira porallá, Akela! ¡Pesada es, en verdad, la piel deShere Khan!

Colérica se halla la manada de los hombres.Me apedrean todos y hablan como niños. Miboca sangra. Huyamos.

Hermanos míos, corran junto conmigo ve-lozmente por entre las tinieblas de la noche, dela cálida noche. Que queden atrás las luces dela aldea; vayamos al sitio desde donde la lunaalumbra, la luna, que está baja.¡Oigan, aguas del Waingunga! La manada delos hombres me arrojó de su seno. No les hiceningún daño, pero es que me temían. ¿Por qué?

Y tú también de tu seno me arrojaste, mana-da de los lobos. Se cerró la selva para mí, y laspuertas de la aldea para mí están cerradas. ¿Porqué?

Del mismo modo que Mang vuela entre lasfieras y los pájaros, así vuelo yo entre la aldea yla selva. ¿Por qué?

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Mi corazón está triste mientras bailo sobre lapiel de Shere Khan. Desgarrada y lacerada ten-go la boca por las piedras que me arrojaron enla aldea, pero estoy alegre por haber vuelto a laselva. ¿Por qué?

Como luchan entre sí dós serpientes en laprimavera, así luchan en mi corazón ambossentimientos.

De mis ojos corre el llanto, y, no obstante, ríomientras él va corriendo. ¿Por qué?

Dos Mowglis hay en mí; sin embargo, bajomis pies está la piel de Shere Khan.

Toda la selva sabe que maté a Shere Khan.¡Miren!... ¡Miren bien, lobos!

¡Ahae! Mi corazón se siente oprimido portodas las cosas que no alcanzo a comprender."

La Selva InvasoraHierba, flor, enredadera,

tended un velo sobre todo esto:hay que borrar de esta razahasta el más mínimo recuerdo.

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Negra ceniza cubra sus altares,luego de la lluvia sutilla leve huella quede por siempreimpresa en ellos.

El campo yermo seadel gamo el lecho; nadie a asustarlo vayani a turbar a sus pequeñuelos.

Derrúmbense los muros cediendoa su propio peso;que nadie lo sepa,ni nadie en pie de nuevo los vea.

Después de leer los primeros cuentos de estaobra, debemos recordar que, una vez queMowgli clavó la piel de Shere Khan en la Peñadel Consejo, dijo a cuantos quedaban en la ma-nada de Seeonee que de ahí más, cazaría soloen la Selva; entonces, los cuatro hijos de papáLobo y de su esposa dijeron que ellos tambiéncazarían en su compañía.

Mas no es cosa fácil cambiar de vida en unmomento... sobre todo en la selva. Lo primeroque hizo Mowgli cuando se dispersó la manada

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al marcharse los que la formaban, fue dirigirsea la cueva donde había tenido su hogar y dor-mir allí durante un día y una noche. Despuésles refirió a papá Lobo y a la mamá cuanto cre-yó que podrían entender de todas las aventurasque había corrido entre los hombres. Luego,cuando, por la mañana, se entretuvo en hacerque brillara el sol sobre la hoja de su cuchillo(que le había servido para desollar a ShereKhan), confesaron ellos que algo había apren-dido. Después Akela y el Hermano Gris hubie-ron de narrar la parte que habían tomado en lagran embestida de los búfalos del barranco; contal de oírlo todo, Baloo subió penosamente lamontaña, y por su parte Bagheera se rascaba degusto al ver cómo había dirigido Mowgli subatalla.

Ya hacía rato que había salido el sol peronadie pensaba aún en irse a dormir, antes bien,durante el relato, mamá Loba levantaba fre-cuentemente la cabeza y olfateaba a menudo y

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con satisfacción cuando el viento le traía el olorde la piel de tigre desde la Peña del Consejo.

-Si no me hubieran ayudado Akela y el her-mano Gris, nada hubiera podido hacer -concluyó Mowgli-. ¡Ah, madre, madre! ¡Hubie-ras visto a aquellos toros negros bajar por elbarranco y precipitarse por las puertas de laaldea cuando me apedreaba la manada dehombres!

-Me place no haber visto que te apedreaban -dijo mamá Loba muy tiesa-. No acostumbropermitir que traten a mis cachorros como sifueran chacales. Buen desauite me hubiera to-mado contra la manada humana, pero perdo-nando a la mujer que te dio la leche. Sí; a ella lahubiera perdonado. . . sólo a ella.

-iCalma, calma, Raksha! -intervino perezo-samente papá Lobo-. Nuestra rana ha vuelto. . .y ahora es tan sabia, que hasta su propio padreha de lamerle los pies. . . Después de esto, ¿quésignificado tendría una cicatriz de más o demenos en la cabeza? Deja en paz a los hombres.

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Como un eco, repitieron juntos Baloo y Bag-heera:

-Deja en paz a los hombres.Sonrió Mowgli tranquilamente y con la ca-

beza colocada sobre uno de los ijares de mamáLoba, dijo que, por su parte, no deseaba ver uoír a hombre alguno, ni husmearlo siquiera.

A lo que respondió Akela, levantando unaoreja:

-Pero, ¿y si precisamente fueran los hombreslos que no te dejaran a ti en paz, hermanito?

-Cinco somos... -afirmó el Hermano Gris mi-rando a los allí reunidos, y castañeteó los dien-tes al pronunciar la última palabra.

-Nosotros podríamos también tomar parteen la caza -observó Bagheera moviendo un po-co su cola y mirando a Baloo-. Pero, ¿para quépensar ahora en los hombres, Akela?

A lo que respondió el Lobo Solitario:-Por esto: cuando sobre la peña quedó ex-

tendida la piel amarilla de ese ladrón, regreséyo hacia la aldea, siguiendo nuestra acostum-

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brada pista, pisando en mis huellas, volvién-dome de lado y echándome, con objeto dehacer perder todo rastro a quien intentara se-guirnos. Una vez que hube enmarañado eserastro de tal manera que ni yo mismo era capazde reconocerlo, llegó Mang, el murciélago, va-gando entre los árboles y púsose a revolotearsobre el sitio en que me hallaba. Y me dijo:

-Como un avispero está la aldea en que vivela manada de hombres que arrojó al cachorrohumano.

-Es que fue muy grande la piedra que lesarrojé yo -interrumpió, riéndose, Mowglí, por-que muchas veces, por diversión, había tiradopapayas secas a los avisperos, y luego echaba acorrer hasta la laguna más próxima para zam-bullirse, antes de que las avispas se le echaranencima.

-Le pregunté a Mang lo que había visto -prosiguió el Lobo Solitario. Me contó que laFlor Roja florecía a las puertas de la aldea, yque, en derredor de ella, se sentaban hombres

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que llevaban escopetas. Ahora bien -añadióAkela, mirándose las antiguas cicatrices quetenía en los lados y en las ijadas- yo sé, porquetengo mis razones para ello, que los hombresno llevan escopetas por mero gusto. No muchotiempo pasará, hermanito, antes de que unhombre nos siga el rastro. . . si es que no lo estáhaciendo ya.

-Pero, ¿por qué habrían de seguirlo? Mearrojaron ellos de su seno. ¿Qué más quieren?dijo Mowgli disgustado.

-Tú eres un hombre, hermanito -respondióAkela-. Lo que hacen los de tu casta y las razo-nes que tengan para obrar así, no somos noso-tros, los cazadores libres, los que hemos de de-círtelo.

Apenas si tuvo tiempo de levantar la patacuando ya el cuchillo de Mowgli se clavaba enel suelo en el lugar en que aquélla había estado.El muchacho había tirado el golpe con muchamayor velocidad de la que el ojo humano estáacostumbrado a ver y a seguir. Pero Akela era

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un lobo; e inclusive un perro, que dista ya mu-cho de los lobos salvaies, sus abuelos, es capazde salir de un profundo sueño cuando sienteque la rueda de un carro lo toca un un lado, yescapar ileso antes de que aquella le pase porencima.

-Otra vez piensa dos veces antes de hablarde la manada de los hombres y de mí dijoMowgli con calma, volviendo el cuchillo a lavaina.

-¡Pche! Afilado está ese diente -observó Ake-la en tanto olfateaba el corte que había dejado elcuchillo en el suelo; pero has perdido el buenojo, hermanito, al vivir entre la manada de loshombres. En el tiempo que tardaste tú en dejarcaer el cuchillo, yo hubiera podido matar a ungamo.

De pronto, púsose Bagheera en pie de unsalto, levantó la cabeza cuanto pudo, resopló ycada curva de su cuerpo púsose tirante. ElHermano Gris pronto hizo lo mismo; se echóun tanto hacia la izquierda para recibir mejor el

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viento que soplaba de la derecha. Entre tanto,Akela saltó a una distancia de cerca de cincuen-ta metros y se quedó medio agachado, tirantestambién todos los músculos.

Mowgli sintió envidia al mirarlos. Pocoshombres tenían tan fino el olfato como el suyo,pero nunca pudo llegar a aquella finura extre-mada que caracteriza a toda nariz del pueblode la selva, que hace que cada una se parezca aun gatillo sensible hasta a la presión de un ca-bello. Por otra parte, su facilidad para percibirolores se había embotado mucho con los tresmeses que había pasado en la ahumada aldea.Pero humedeció un dedo, lo frotó contra la na-riz y se irguió para tomar mejor el viento alto,que, aunque es el más débil, es, con todo, el queno engaña.

-¡El hombre! -gruñó Akela, y se dejó caer so-bre las ancas.

-¡Es Buldeo! dijo Mowgli sentándose-. Siguenuestro rastro. Allá abajo veo brillar su escope-ta al sol. ¡Miren!

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No fue sino una chispa de luz que no duró niun segundo y que había brotado de las grapasde latón del viejo mosquete; pero en la selvanada hay que brille de aquel modo, con talchispazo, excepto cuando las nubes se muevenrápidamente en el cielo, porque entonces untrozo de mica, una charca de agua y aun unahoja muy barnizada brillan como un heliógrafo.Pero aquel día no había nubes y todo estaba encalma.

-Ya sabía yo que los hombres seguirían elrastro. Por algo he dirigido la manada.

Los cuatro cachorros permanecieron mudos,pero echaron a correr montaña abajo, casiaplastados contra el suelo; parecían fundirsecon los espinos y las malezas, como un topoque desaparece bajo la tierra de un prado.

-¿A dónde van así, sin decir palabra? -les gri-tó Mowgli.

-iChis! Antes de mediodía rodará aquí sucráneo -respondió el Hermano Gris.

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-¡Atrás! ¡Atrás! ¡Esperen! ¡Los hombres no secomen los unos a los otros! -chilló Mowgli.

-¿Quién, si no tú, hace un momento, queríaser lobo? ¿Quién me tiró una cuchillada porcreer yo que podías ser tú un hombre? dijoAkela en tanto que los cuatro lobos regresabande mala gana y se dejaban caer sobre las patastraseras.

-¿Debo explicar siempre los motivos de todolo que me dé la gana hacer? -replicó, furioso,Mowgli.

-¡Ya apareció el hombre! ¡Así hablan loshombres! -murmuró entre dientes Bagheera-.¡Así hablaban en derredor de las jaulas del reyde Oodeypore! A todos nosotros los de la Selvanos consta que el hombre es, de todos los serescreados, el más sabio. Pero, a dar fe a nuestrospropios oídos, creeríamos que es lo más tontode este mundo.

Y elevando la voz añadió:-En esto tiene razón el hombrecito. Los

hombres cazan en grupos. Es cazar mal, matar

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a uno solo, en tanto no sepamos qué harán losdemás. Vengan todos; veamos qué intentahacer ése contra nosotros.

-No iremos -refunfuñó el Hermano Gris-. Vea cazar solo, hermanito. En cuanto a nosotros...sabemos lo que queremos. En este momento, yahubiera estado su cráneo a punto de traerloaquí.

Mowgli miraba ya a uno, ya a otro de susamigos, palpitante el pecho y llenos de lágri-mas los ojos. Avanzó a grandes pasos hacia loslobos, e hincando una rodilla en tierra, dijo:

-¿Acaso no sé lo que quiero? ¡Mírenme!Lo miraron con cierta turbación, y cuando

sus ojos se desviaban los llamaba de nuevo unay otra vez hasta que se les erizó el pelo en todoel cuerpo y les temblaron los miembros, en tan-to que Mowgli seguía clavándoles la vista.

-Ahora -dijo-, ¿quién es aquí el jefe de noso-tros cinco?

-Tú, hermanito -dijo el Hermano Gris, y seacercó a lamer el pie de Mowgli.

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-Entonces, síganme -dijo éste. Y lo siguieronlos cuatro, pisándole los talones y con la colaentre las piernas.

-He allí la consecuencia de haber vivido en-tre la manada de los hombres. Hay ahora en laselva algo más que su ley, Baloo -observó Bag-heera deslizándose tras ellos.

El oso no respondió nada, pero se quedópensando en infinidad de cosas.

Mowgli atravesó la selva sin producir el me-nor ruido, en ángulo recto respecto del caminoque seguía Buldeo, hasta llegar a un momentoen que, separando la maleza, vio al viejo con elmosquete al hombro siguiendo el rastro de lanoche anterior con un trotecillo como de perro.

Conviene recordar que Mowgli había salidode la aldea llevando sobre su cabeza la pesadacarga de la piel sin adobar de Shere Khan, entanto que Akela y el Hermano Gris corrían de-trás, de tal manera que el triple rastro habíaquedado marcado con toda claridad. De prontose halló Buldeo en el lugar en que Akela había

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retrocedido y embrollado todas las señales dela pista, como antes se dijo. Entonces se sentó,tosió, refunfuñó, echó rápidas ojeadas en tornosuyo y en dirección de la selva tratando de re-cobrar el perdido rastro; durante todo el tiempoque estuvo haciendo esto hubiera podido al-canzar de una pedrada a los que estaban obser-vándolo. Nadie hace las cosas tan silenciosa-mente como un lobo cuando él no quiere serescuchado; en cuanto a Mowgli, aunque creye-ran sus compañeros que se movía muy pesa-damente, lo cierto es que sabía deslizarse comouna sombra. Como una manada de puercosmarinos rodean a un vapor que marcha a todamáquina, así todos rodeaban al viejo, y en tantoque lo tenían encerrado en un círculo, hablabansin cuidarse mucho, pues mantenían sus vocesen un diapasón muy por debajo de lo que pu-dieran llegar a percibir los oídos humanos. (Enel otro extremo de la escala se halla el agudochillido de Mang, el murciélago, que no oyenpoco ni mucho incontables personas. De esta

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nota participa el lenguaje de los pájaros, de losmurciélagos y de los insectos.)

-Esto es más divertido que la caza propia-mente dicha dijo el Hermano Gris viendo aBuldeo agacharse, mirar a hurtadillas y resollarfuertemente-. Parece un puerco perdido en lasselvas de la orilla del río. ¿Qué dice? -añadió, alver que Buldeo musitaba algo con aire furioso.

Mowgli tradujo:-Dice que en torno mío debieron bailar ma-

nadas enteras de lo....., que en toda su vida nohabía visto nunca un rastro como éste.., y queestá muy cansado.

-Ya descansará antes que pueda desembro-llar la pista -dijo fríamente Bagheera, y se desli-zó en torno del tronco de un árbol, como si to-dos jugaran a la gallina ciega-. Pero ahora, ¿quéestá haciendo ese viejo?

-O comen, o echan humo por la boca. Loshombres siempre juegan con ella -respondióMowgli.

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Los silenciosos ojeadores vieron que el viejocargaba de tabaco, encendía y chupaba su pipa,y se fijaron especialmente en el olor del tabaco;querían estar seguros de reconocer por él aBuldeo, en medio de la más negra noche, si erapreciso.

En esos momentos descendió por el caminoun grupo de carboneros, y, cosa muy natural,se detuvieron a hablar con el cazador, cuyafama de tal había corrido por lo menos a cincoleguas a la redonda. En tanto que Bagheera ylos demás se acercaron para observarlos, sesentaron todos y fumaron, y Buldeo empezó acontar la historia de Mowgli, el niño-diablo, delprincipio al fin, con adiciones y mentiras. Lesnarró cómo él, él mismo, había matado real-mente a Shere Khan, cómo Mowgli, transfor-mado en lobo, había luchado con él toda la tar-de; luego, el lobo se había transformado denuevo en muchacho y le había embrujado elrifle, de tal manera que, cuando le apuntó aMowgli, la bala se desvió y fue a matar a uno

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de los búfalos del mismo Buldeo; y finalmente,cómo, puesto que los de la aldea sabían que élera el más valiente de todos los cazadores deSeeonee, lo habían comisionado para que bus-cara al niño-diablo y lo matara. Pero, entre tan-to, los aldeanos se apoderaron de los padres delniño-diablo y los encerraron en su propia chozay dentro de poco los torturarían para hacerlosconfesar que él era un brujo y ella una bruja, ydespués de esto los quemarían vivos.

-¿Cuándo? -preguntaron los carboneros,porque deseaban muchísimo estar presentes enla ceremonia.

A lo que respondió Buldeo que nada se haríasino hasta que él regresara, porque en la aldeaquerían que matara antes al Niño de la Selva.Una vez hecho esto, matarían a Messua y a sumarido, y sus tierras y sus búfalos se repartirí-an entre los demás habitantes. Y era cierto queel marido de Messua poseía unos búfalos mag-níficos. Cosa muy conveniente era, en opiniónde Buldeo, ir quitando de enmedio a todos los

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hechiceros; ahora bien, esa gente que mantieneniños-lobos venidos de la selva, se cuenta entrela peor clase de brujos, evidentemente.

-Pero, ¿qué ocurrirá si se enteran de eso losingleses? -replicaron los carboneros. Ellos habí-an oído decir que los ingleses eran gente de tanpocas entendederas, que se obstinaban en nopermitir que los honrados labradores mataranen paz a los brujos.

-¿Qué? -respondió Buldeo-. Pues que el jefede la aldea daría parte de que Messua y su ma-rido habían sido mordidos por una serpiente yhabían muerto. Tocante a eso, era ya cosahecha, podía decirse; tan sólo faltaba ahora ma-tar al niño-lobo. ¿Por casualidad, no se habíantopado ellos con aquel engendro?

Atisbaron a uno y otro lado los carboneros,dando gracias a su buena estrella de que podí-an contestar que no. Manifestaron, sin embar-go, que quién más que él, Buldeo, podría indu-dablemente encontrarle mejor que nadie, yaque su valor era de todos conocido.

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El sol pronto se pondría: pensaron ellos quequizás pudieran darse una vuelta por la aldeade Buldeo para ver a la bruja malvada. Pero elcazador les hizo ver que, aunque su deber ac-tual era matar al niño-diablo, no permitiría queatravesara la selva sin él, un grupo de hombresque no iban armados, siendo así que el niño-diablo podía salir a cada momento por dondemenos se pensara. Por tanto, él los acompaña-ría, y si el hijo de los hechiceros se presentaba. .. ya verían ellos cómo se las había con esa clasede seres el mejor cazador de Seeonee. Les expli-có que el bracmán le había dado un amuletoque lo protegería contra aquel maligno espíritu;así pues, nada había que temer.

-¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? -repetíancada cinco minutos los lobos, y Mowgli les tra-ducía; llegaron a aquella parte del relato en quese hablaba de la bruja, y esto era ya superior alas facultades de los lobos, de modo que se con-cretó a decirles que el hombre y la mujer que se

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habían portado tan amablemente con él, esta-ban metidos en una trampa.

-¿Acaso los hombres se encierran los unos alos otros en trampas?

-Así dice él. No entiendo su charla. Todos sehan vuelto locos. ¿Qué hay de común entreMessua, su marido y yo para que los metan enuna trampa? ¿Y qué significa todo lo que dicede la Flor Roja? Habré de ver lo que es. Porúltimo, cualquier cosa que sea lo que le hagan aMessua, nada llevarán al cabo hasta que regre-se Buldeo. Por tanto...

Mowgli se quedó pensando profundamenteen tanto que sus dedos jugaban con el mangodel cuchillo. Buldeo y los carboneros se alejarontranquilos, formando una hilera.

-Regreso corriendo a la manada de los hom-bres -dijo al cabo Mowgli.

-¿Y ésos? -interrogó el Hermano Gris miran-do, hambriento, hacia los carboneros.

-Canten un poco para ellos mientras se en-caminan a casa -respondió Mowgli riendo. No

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quiero que lleguen a las puertas de la aldeasino hasta que sea de noche. ¿Pueden ustedesentretenerlos?

Despreciativamente, el Hermano Gris ense-ñó los dientes.

-O ignoro totalmente lo que son hombres, opodremos hacer que den vueltas y vueltas co-mo cabras atadas a una cuerda...

-No es eso lo que necesito. Canten un pocopara ellos, a fin de que no hallen tan solitario elcamino; y desde luego, no es necesario que seade lo más dulce, Hermano Gris, la canción queustedes entonen. Bagheera, acompáñalos yayuda a entonar la canción. Cuando haya oscu-recido, vendrás a encontrarme junto a la aldea...Ya el Hermano Gris sabe dónde.

-No es liviano trabajo cazar para el hombre-cito. ¿Y cuándo dormiré? -respondió Bagheerabostezando, pero en los ojos se notaba su ale-gría de prestarse a aquel juego. ¡Cantarles yo ahombres desnudos!... En fin, probemos.

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Agachó la cabeza para que las ondas sonorasllegaran más lejos y lanzó un larguísimo gritode "¡Buena suerte!...", un grito que debería serlanzado en mitad de la noche, y que en estemomento, por la tarde, sonaba de un modohorrible, sobre todo como comienzo. Mowglioyó que aquel grito retumbaba, se elevaba, caíay se extinguía finalmente en una especie delamento que parecía arrastrarse, y sonrió a so-las en tanto que corría al través de la selva.

Veía perfectamente a los carboneros agru-pados en círculo, en tanto que el cañón de laescopeta de Buldeo oscilaba como hoja de plá-tano, ya a uno, ya a otro de los cuatro puntoscardinales. Entonces el Hermano Gris lanzó el¡ya-la-hi! ¡yalaba!, el grito de caza para los ga-mos, cuando la manada corretea al nilghai, lagran vaca azul, y pareció como si el grito vinie-ra del fin del mundo acercándose, acercándosecada vez más, hasta que, al cabo, terminó en unchillido cortado bruscamente. Contestaron losotros tres lobos de tal manera que inclusive el

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mismo Mowgli podía jurar que toda la manadagritaba a la vez, y luego, todos a un tiempo,prorrumpieron en la magnífica "Canción matu-tina en la selva", incluyendo todas las variacio-nes, preludios y demás que sabe hacer la pode-rosa voz de un lobo de los de la manada. esta esla canción, toscamente traducida a nuestro len-guaje, pero que el lector se imagine cómo suenaal romper el silencio de la tarde, en la selva:

Ningunas sombras vagaban en la llanurasólo un instante hace,de ésas tan negras que sobre nuestra pistapretenden lanzarse.

Rocas y arbustos en el reposomatinal del aire,duros contornos dibujandoálzanse gigantes.

Llegó el momento: gritad: Reposen cuantosnuestra ley cuidadosos guarden.

Ya recógense nuestros pueblos todos mar-chando a ocultarse;cobardes arrástranse los fieros varones que la

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selva tiene,o allá, quietos, en sus guaridas yacen en tanto elbuey sale y uncido en yuntas hala del aradoque cien surcos abre.

Imponente y desnuda la aurora al alzarseen el horizonte fulgura y arde.¡A la guarida! El sol ya despierta a la hierbachispeante;percíbense entre los bambúes susurros que selleva el aire.

Cruzamos los bosques que el día ilumina:¡rudo contraste!Arden los ojos; casi cerrarlos tanta luz nos hace.

Volando pasa el pato salvajey, ¡ya es de día!, grita alejándose.

Secóse en vuestras pieles el rocío que hume-deciólas antes;secos los caminos que él mojara, y en los loda-zalesen frágil arcilla truécanse los charcos,arcilla crujiente al quebrarse.

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Aleve la noche revela huellas que ocultó an-tes, y parte.

Por eso gritamos: ¡Reposencuantos nuestra ley cuidadosos guarden!

Sin embargo, no hay traducción que puedadar idea clara del efecto que esta canción pro-ducía, ni del tono desdeñoso de los aullidos conque los Cuatro pronunciaban cada palabra deella, al escuchar que las ramas crujían cuando,con toda rapidez, los hombres se encaramabana ellas, en tanto que Buldeo empezaba a musi-tar encantos y maleficios. Después de esto, seecharon y durmieron, ya que, como todos losque viven por su propio esfuerzo, eran de ca-rácter metódico, y nadie puede trabajar bien sindormir.

Mowgli, mientras tanto, devoraba leguas,mucho más de dos por hora, balanceando elcuerpo, contentísimo de sentirse tan ágil des-pués de todos los meses de sujeción que habíapasado entre los hombres. Sacar a Messua y asu marido de aquella trampa, fuera de la clase

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que fuera, era su idea fija; todas las trampas leinspiraban la misma desconfianza. Se prometíapara más tarde pagar con creces las deudas quetenía pendientes con la aldea.

Anochecía ya cuando contempló de nuevolas tierras de pastos que tan bien recordaba, y elárbol del dhâk, donde, aquella mañana en quemató a Shere Khan, lo había esperado el Her-mano Gris.

Irritado como estaba con toda la raza huma-na, experimentó una opresión en la gargantaque lo obligaba a recuperar con fuerza el per-dido aliento cuando divisó los tejados de laaldea. Según pudo observar, todo el mundohabía regresado del campo más temprano quede costumbre; además, en vez de ir a cuidar lacena, estaban reunidos en un gran grupo bajo elárbol de la aldea, hablando y gritando.

-Es cosa manifiesta que sólo están contentoslos hombres cuando pueden construir trampaspara sus semejantes -se dijo Mowgli-. La otranoche era yo... Pero parece como si ya hubieran

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pasado muchas lluvias desde aquella noche.Ahora les ha tocado el turno a Messua y suhombre. Mañana -y muchas noches más des-pués de mañana-, otra vez le tocará el turno aMowgli.

Se deslizó a lo largo de la parte exterior delmuro hasta que llegó a la choza de Messua.Una vez allí, arrojó una mirada hacia el interiorde la habitación. Allí estaba echada Messua,amordazada, con los pies y las manos atados,respirando fuertemente y dando gemidos; sumarido estaba atado a la cama pintada de ale-gres colores. Veíase fuertemente cerrada lapuerta que daba a la calle; tres o cuatro perso-nas estaban sentadas con la espalda contra ella.

Mowgli estaba bastante bien enterado de losusos y costumbres de los aldeanos. Así pues,sus observaciones le hicieron ver que, mientraspudieran aquellos comer, charlar y fumar, seconcretarían a hacer nada más esto. Pero, encuanto estuvieran hartos, empezarían a ser pe-ligrosos. Un poco más, y estaría de regreso

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Buldeo, y si al darles escolta a los demás habíacumplido con su deber, el cazador ya tendríaun interesantísimo cuento más que contar.

Por tanto, Mowgli entró por la ventana, seagachó junto al hombre y a la mujer, cortó susligaduras, les quitó la mordaza y buscó un pocode leche en la choza.

Messua estaba medio loca de dolor y demiedo, pues durante toda la mañana la habíanapaleado y apedreado; en el preciso instante enque iba a proferir un chillido, le tapó Mowgli laboca con la mano, y así nadie pudo oír nada. Encuanto a su esposo, tan sólo estaba desconcer-tado y colérico; se sentó y procedió a limpiarseel polvo e inmundicias adheridos a su barba,medio arrancada.

-¡Lo sabía! ¡Ya sabía yo que vendría! -sollozóal fin Messua-. ¡Ahora sí sé positivamente quees mi hijo! -y al decirlo apretaba a Mowgli co-ntra su corazón.

Completamente sereno se había mostradohasta aquel momento el muchacho, pero enton-

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ces, de pronto, empezó a temblarle todo elcuerpo, y grande fue su sorpresa al notarlo.

-i,Qué quieren decir estas ligaduras? ¿Porqué te ataron? -preguntó después de un mo-mento.

-¡Verse a punto de morir porque te hicimosnuestro hijo!.. ¿Qué otra cosa quieres que sea? -prorrumpió el hombre ásperamente-. ¡Mira!¡Sangre!

Messua permaneció silenciosa; las heridasque Mowgli miraba eran las de ella. Ambos,marido y mujer, oyeron cómo rechinaba losdientes cuando vio la sangre que manaba deaquellas heridas.

-¿Quién hizo eso? -interrogó-. ¡Caro lo paga-rá quien lo haya hecho!

-Toda la aldea ha sido. Era yo demasiado ri-co. Tenía demasiado ganado. En consecuencia,ella y yo somos brujos por haberte cobijadobajo nuestro techo.

-No entiendo. Que me lo diga Messua.

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-Yo te di leche, Nathoo. ¿Recuerdas? -dijoMessua tímidamente-. Porque eras mi hijo, poreso te la di: el hijo que me arrebató el tigre; yporque, además, te quería de verdad. Dijeron,pues, que yo era tu madre, la madre de un dia-blo, y que, por tanto, merecía la muerte.

-¿Qué es un diablo? -preguntó Mowgli-. Porlo que toca a la muerte, ya he visto.

El hombre miró al muchacho con aire me-lancólico, pero Messua se rió.

-¿Estás viendo? -díjole a su marido-. ¡Ya losabía yo!... Ya decía yo que él no era ningúnhechicero. ¡Es mi hijo!... ¡Mi hijo!

-Hijo o hechicero..., ¿de qué puede servirnosya? -respondió el hombre-. Ya podemos darnospor muertos.

Mowgli señaló al través de la ventana.-Allí está el camino de la selva.. . Vuestros

pies y manos están libres. Idos ahora mismo.-Hijo mío -empezó a decir Messua-: no cono-

cemos nosotros la selva como.., como tú. Nicreo que yo pudiera llegar muy lejos.

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-Hombres y mujeres nos seguirían paraarrastrarnos de nuevo aquí -añadió el marido.

-¡Bah! -respondió Mowgli en tanto que, conla punta del cuáhilbo, se cosquilleaba en lapalma de la mano-. No siento ningún deseo dehacerle daño a nadie en la aldea... por ahora;pero no creo que los detengan a ustedes. Nopasará mucho sin que tengan otras muchascosas en qué pensar. ¡Ah! -prosiguió levantan-do la cabeza y poniendo atención a los gritos yal ruido de pasos fuera de la casa-. ¡De maneraque, finalmente, dejaron regresar a Buldeo!

-Esta mañana lo enviaron para que te mataraexclamó llorando Messua-. ¿No lo encontraste?

-Sí... lo encontramos... lo encontré yo ... Traealgo nuevo que contar; mientras lo cuentahabrá tiempo para hacer muchas cosas. Peroantes, debo enterarme de sus propósitos. Pien-sen a dónde quieren ir; ya me lo dirán cuandovuelva.

Saltando por la ventana, corrió de nuevo a lolargo del muro de la aldea por la parte exterior,

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hasta que llegó a una distancia en que podía oíra la muchedumbre reunida en torno del árbolcomunal. Buldeo, echado en el suelo, tosía ygimoteaba, y todos lo agobiaban a preguntas.Tenía el cabello caído sobre los hombros; detanto encaramarse a los árboles se le veía des-trozada la piel de manos y piernas; apenas po-día hablar; no obstante, estaba perfectamenteposeído de la importancia de su situación. Decuando en cuando mascullaba algunas pala-bras, y se refería a diablos, a canciones entona-das por ellos y a encantamientos: lo suficientepara que la multitud fuera haciendo boca ydisponiéndose para lo que vendría después.Luego, pidió que le trajeran agua.

-¡Bah! -exclamó Mówgli-. ¡Parloteo! ¡Parlo-teo! ¡Habladurías! Los hombres son hermanosde los Bandar-log. Necesita ahora enjuagarse laboca; luego querrá echar humo por ella, y unavez que acabe de hacer todo eso, todavía lequedará el cuento por contar. Los hombres sonmuy astutos... Nadie será capaz de vigilar a

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Messua, hasta que no tengan los oídos bienatiborrados de las mentiras de Buldeo. Y. . y yome estoy volviendo tan perezoso como ellos.

Sacudió el cuerpo y se deslizó de nuevo endirección a la choza.

Ya estaba sobre la ventana cuando sintió quealgo le tocaba el pie.

-Madre dijo, pues de inmediato comprendióque lo tocaba una lengua no desconocida paraél-: ¿qué haces aquí?

-Le seguí los pasos al hijo que quiero másque a todos, cuando oí que mis otros hijos can-taban en el bosque. Oye, ranita: deseo ver a lamujer que te dio la leche -prosiguió mamá Lobaque se veía toda empapada de rocío.

-La habían atado y quieren matarla. Perocorté sus ligaduras, y ella escapará con su hom-bre hacia la selva.

-Yo iré detrás, también. Soy vieja pero aúntengo dientes.

Enderezándose mamá Loba sobre sus patastraseras, miró por la ventana hacia el interior de

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la oscura choza.Luego, al cabo de unos momentos, se dejó caersin ruido, y únicamente dijo esto:

-Yo fui la que te dio la primera leche. Pero esverdad lo que dice Bagheera: el hombre siem-pre vuelve al hombre.

-Es posible -respondió Mowgli, y su rostrodescompuesto tomó un desagradable aspecto-;pero esta noche disto mucho de seguir esa pis-ta. Espérame aquí y procura que no te vea ella.

-Tú nunca me tuviste miedo, renacuajo mío -añadió mamá Loba, y retrocedió hasta dondecrecía la hierba alta y espesa, y se hundió allípara ocultarse, como tan bien lo sabía hacer.

-Y ahora -dijo Mowgli alegremente saltandode nuevo dentro de la choza-, allí están todossentados en torno de Buldeo, quien les cuentalas cosas que no sucedieron. Cuando terminede hablar, dicen que seguramente vendrán conla flor.., con fuego, quiero decir, y os quemarána los dos. ¿Y entonces?...

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-Ya he hablado con mi hombre -dijo Messua-. Khanhiwara está a treinta millas de aquí...Pero allí podríamos encontrar ingleses...

-¿Y de. qué manada son ésos? -preguntóMowgli.

-No sé. Son blancos; dícese que gobiernantoda esta tierra, y no permiten que las gentes sequemen o se peguen los unos a los otros sintener testigos. Si logramos llegar allí esta noche,viviremos; de otro modo, moriremos.

-Vivid, pues. Nadie pasará esta noche laspuertas de la aldea. Pero... ¿qué está haciendoél, tu hombre?

El marido de Messua, a gatas, cavaba la tie-rra en un rincón de la choza.

-Son sus pequeños ahorros -respondió Mes-sua-. Ninguna otra cosa podemos llevarnos.

-¡Ah, bien! Es esa cosa que pasa de mano enmano y permanece siempre frío. ¿También lonecesitan ellos fuera de este lugar? -preguntóMowgli.

El hombre miró fijamente y de mal humor.

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-Es un tonto, no un diablo -murmuró-. Conel dinero puedo comprar un caballo. Estamosdemasiado doloridos para caminar muy lejos, ytoda la aldea estará tras de nosotros dentro deuna hora.

-Pues yo afirmo que no os seguirán sino has-ta que yo quiera. Pero está bien haber pensadoen un caballo, pues Messua está cansada.

Se puso en pie el marido y anudó la últimade sus rupias en la ropa que le ceñía la cintura.Mowgli ayudó a Messua a que pasara por laventana y el fresco aire de la noche la reanimó,pero la selva, a la luz de las estrellas, estabamuy oscura y parecía terrible.

-¿Conocen el camino que lleva a Khanhiwa-ra? -bisbisó Mowgli.

Ellos asintieron.-Bueno. Ahora, recuerden que no deben te-

ner miedo. Y no hay necesidad de apresurarse.Sólo que.. podría ser que, delante y detrás devosotros, hubiera un poco de canturreo en laselva.

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-¿Crees que nos hubiéramos arriesgado apasar una noche en la selva, a no ser por el te-mor de ser quemados? Es mejor que lo maten auno las fieras, que no los hombres -dijo el ma-rido de Messua-. Pero ésta miró a Mowgli ysonrio.

-Digo -dijo Mowgli, exactamente como sifuera Baloo y estuviera repitiendo alguna anti-gua ley de la selva por centésima vez a un ca-chorrillo obtuso-, digo que ni un solo diente delos habitantes de la selva se clavará en las car-nes de ustedes; ni una sola garra de la selva selevantará contra ustedes. Ni hombre ni bestiales cerrará el paso antes de que estén ustedes ala vista de Khanhiwara. Habrá quien los vigile -se volvió rápidamente hacia Messua, y dijo: élno me cree, pero tú, al menos, ¿me creerás?

-¡Ay, hijo mío! Ciertamente, te creo. Ya seashombre, duende o lobo de la selva, te creo.

-El sentirá miedo cuando oiga cantar a migente. Pero tú, ya enterada, comprenderás. Idosahora, y despacio, porque no hay necesidad de

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apresurarse. Las puertas de la aldea están ce-rradas.

Se arrojó Messua sollozando a los pies deMowgli, pero él la puso en pie al momento,sintiendo como un escalofrío. Luego ella le echólos brazos al cuello, y, de todas las formas quese le ocurrieron, lo llenó de bendiciones. Sumarido, empero, miró con ojos envidiosos haciasus propios campos, y dijo:

-Si llego a Khanhiwara y me hago oír de losingleses, le pongo tal pleito al bracmán, al viejoBuldeo y a los demás, como para comerse vivosa todos los de la aldea. ¡Me pagarán el doble delo que valen mis cosechas abandonadas y misbúfalos privados de alimento! Se hará justiciaseca contra ellos.

Mowgli rió.-Ignoro lo que es justicia, pero.., vengan en

el tiempo de las próximas lluvias y verán lo quehabrá quedado.

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Se alejaron en dirección a la selva, y mamáLoba saltó entonces del lugar donde se habíaescondido.

-¡Síguelos! -le dijo Mowgli-. Cuida de quetoda la selva sepa que esa pareja ha de pasarsana y salva. Haz que corra la voz. Yo llamaríaa Bagheera.

El largo y grave aullido alzóse y luego se ex-tinguió, y Mowgli vio que el marido de Messuavacilaba y giraba en redondo, medio decidido aregresar corriendo a la choza.

-¡Adelante! -gritóle Mowgli alegremente-. Yales dije que habría un poco de canto. Ese gritoos seguirá hasta Khanhiwara. Es una prueba deamistad que os tributa la selva.

Hizo Messua que su marido siguiera adelan-te; la oscuridad se cerró sobre ellos y mamáLoba, en tanto que Bagheera se levantaba delsuelo casi a los pies de Mowgli, temblorosa deljúbilo que le produce la noche al pueblo de laselva, al cual vuelve feroz.

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-Siento vergüenza de tus hermanos -dijo,ronroneando.

-¿Qué? ¿No era dulce la canción que le can-taron a Buldeo? -dijo Mowgli.

-¡Demasiado! ¡Demasiado! Inclusive a mí mehicieron olvidarme de mi orgullo, y, ¡por lacerradura rota que me liberté!, yo también mefui cantando por la selva, como si estuvierahaciendo el amor en primavera. ¿No nos oíste?

-Tenía yo otras cosas en qué pensar. Pregún-tale a Buldeo si le gustó la música. Pero, ¿dóndeestán los Cuatro? No quiero que ni uno solo delos de la manada humana cruce esta noche laspuertas.

-¿Qué necesidad hay entonces de los Cua-tro? -dijo Bagheera preparando las garras, losojos llameantes y elevando más que nunca eltono de su sordo ronquido-. Yo puedo detener-los, hermanito. ¿Habrá que matar a alguien, alfin? El canto y la vista de los hombres subién-dose a los árboles, me pusieron en buena dis-posición. ¿Quién es el hombre para que nos

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preocupemos por él... ese cavador moreno ydesnudo, sin pelo ni buenos dientes y comedorde tierra? Lo he seguido todo el día.., al medio-día. . . a la blanca luz del sol. Lo he hecho irdelante de mí como los lobos lo hacen con elgamo. ¡Soy Bagheera! ¡Bagheera! ¡Como bailocon mi sombra, así bailaba con aquellos hom-bres! ¡Mira!

La enorme pantera saltó como salta un gatitopara alcanzar la hoja seca que pende, dandovueltas, sobre su cabeza; dio zarpazos en el airea derecha e izquierda, y el aire silbaba con losgolpes; se dejó caer, sin el menor ruido y saltóuna y otra vez, en tanto que aquella especie deronquido o gruñido que emitía iba creciendo,como vapor que ruge sordamente en la caldera.

-¡Soy Bagheera. . en la selva.., en la noche.., yestoy en posesión de toda mi fuerza! ¿Quiénresistiría mi ataque? Hombrecito, de un zarpa-zo echaría por tierra tu cabeza, como si fueseuna rana muerta en mitad del verano.

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-¡Pega, pues! dijo Mowgli en el dialecto de laaldea, no en el lenguaje de la selva, y las pala-bras humanas detuvieron en seco a Bagheera, yla obligaron a sentarse temblando, mantenien-do la cabeza al mismo nivel que la de Mowgli.Una vez más, Mowgli la miró fijamente, comohabía mirado antes a los cachorros que se habí-an rebelado, en el centro mismo de aquellosojos de un color verde de berilo, hasta que lallama roja que parecía brillar detrás de aquelverde se extinguió, como la luz de un faro queapagan a veinte millas al través del mar. Man-tuvo fija aquella mirada hasta que los ojos de lafiera se bajaron y con ellos la enorme cabeza seagachó más y más a cada momento, y el encar-nado rayo de una lengua frotó el empeine delpie de Mowgli.

-iHermana!... ¡Hermana!... ¡Hermana! -murmuró el muchacho, acariciando firme ysuavemente al animal en el cuello, y en el lomo,que se arqueaba-. ¡Quieta! ¡Quieta! La culpa noes tuya, sino de la noche.

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-Sí, los olores de la noche dijo Bagheera conaire arrepentido. Este aire me habla a gritos.Pero, ¿cómo sabes tú eso?

Claro está que el aire, alrededor de una al-dea india, está lleno de toda clase de olores, ypara toda criatura que tiene el olfato casi comoúnico vehículo del pensamiento, los olores sontan enloquecedores, como la música y las dro-gas lo son para los seres humanos. Mowgli aca-rició a la pantera durante unos minutos más, yésta se tendió como un gato ante el fuego, conlas patas bajo el pecho y los ojos medio cerra-dos.

-Tú eres y no eres uno de los de la selva dijoal fin-. Y yo tan sólo soy una pantera negra.Pero te quiero, hermanito.

-Mucho prolongan su conversación los queestán bajo el árbol dijo Mowgli sin atender a laúltima frase de la pantera-. Seguramente Bul-deo contó muchos cuentos. Pronto vendránpara sacar a la mujer y al hombre de la trampa

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y ponerlos sobre la Flor Roja. Pero se encontra-rán con que la trampa se ha abierto. ¡Ja, ja!

-¡Vaya, escucha! dijo Bagheera-. Ya se mepasó la fiebre. Permíteme ir allá para que seencuentren conmigo. Pocos regresarían a suscasas después de haberse encontrado conmigo.No será la primera vez que me vea metida enuna jaula; y no creo que puedan amarrarme concuerdas.

-Entonces, ten juicio -dijo Mowgli, riendo,pues él mismo se empezaba a sentir tan impa-ciente y atrevido como la pantera, la cual sehabía deslizado dentro de la choza.

-¡Uf! -gruñó Bagheera-. Este lugar apesta ahombre, pero aquí hay una cama exactamenteigual a la que me dieron para que descansaraen las jaulas del rey, en Oodeypore. Me echaréen ella.

Mowgli oyó cómo crujían las cuerdas queformaban el fondo de la cama, con el peso de laenorme fiera.

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-Por la cerradura rota que me libertó, cree-rán que ha caído en sus manos una pieza decaza mayor. Ven y siéntate a mi lado, hermani-to, y así les gritaremos juntos: "¡Buena suerte enla caza!"

-No, Tengo otra idea en la cabeza. La mana-da de hombres no sabrá la parte que tengo yoen este juego. Caza tú sola. No quiero verlos.

-Que así sea -respondió Bagheera-. ¡Ah!Ahora vienen.

La conferencia que se celebraba al pie delárbol, allá en el extremo de la aldea, se tornabamás y más ruidosa. Estalló, al cabo, en salvajesalaridos y en una especie de alud de hombres ymujeres que subían por la calle blandiendo ga-rrotes, bambúes, hoces y cuchillos. Buldeo y elbracmán iban al frente, pero la turba los seguíapisándoles los talones, y gritaban:

-¡A la bruja y al brujo! ¡A ver si la monedaenrojecida al fuego los hace confesar! ¡Queme-mos la choza sobre sus cabezas! ¡Les ensefiare-mos a recoger lobos diablos! No, primero hay

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que apalearlos. ¡Antorchas! ¡Más antorchas!¡Buldeo, calienta los cañones de la escopeta!

Surgió una leve dificultad con el pestillo dela puerta. Estaba firmemente asegurado, pero lamultitud lo arrancó por completo, y la luz delas antorchas iluminó la habitación, donde,tendida cuan larga era sobre la cama, cruzadaslas patas, colgando un poco hacia un lado, ne-gra como el abismo y terrible como un demo-nio, estaba Bagheera. Se hizo medio minuto demortal silencio, mientras las primeras filas de lamultitud clavaban las uñas en los que teníandetrás para retroceder hasta el umbral, y enaquel momento Bagheera levantó la cabeza ybostezó, trabajosa, cuidadosa y ostentosamente,como lo hacía cuando quería insultar a uno desus iguales. Sus labios se encogieron y se alza-ron; la roja lengua se enroscó; la mandíbulainferior descendió y descendió hasta mostrar lamitad del hirviente gaznate, y los enormes ca-ninos se destacaron en las encías, hasta que lossuperiores y los inferiores sonaron con un rui-

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do metálico al chocar, como las aceradas guar-das de una cerradura que vuelven a su lugar enlos bordes de un arca. Un momento después, lacalle estaba vacía. Bagheera había saltado por laventana y se hallaba al lado de Mowgli, en tan-to que el torrente humano aullaba y gritaba y seatropellaba en su pánico y en su prisa por lle-gar cada quien a su propia choza.

-No se moverán hasta que se haga de día di-jo Bagheera calmosamente-. ¿Y ahora?

El silencio de la siesta parecía haberse apo-derado de la aldea; pero, escuchando atenta-mente, pudieron oír el ruido de pesadas cajaspara guardar el grano que eran arrastradas so-bre los pisos de tierra y apoyadas contra laspuertas. Bagheera tenía razón: la gente de laaldea no se movería hasta que se hiciera de día.

Mowgli se sentó en silencio y pensó, y surostro se tornaba cada vez más sombrío.

-Pero, ¿qué hice? dijo Bagheera al cabo,echándose a sus pies, zalamera.

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-Nada sino un gran bien. Vigílalos hasta queapunte el día. Yo me voy a dormir.

Corrió Mowgli hacia la selva y se dejó caercomo muerto sobre una roca, y durmió sin inte-rrupción todo el día y toda la noche siguiente.

Cuando se despertó, Bagheera estaba a sulado; a sus pies había un gamo que ella acababade matar. Bagheera miraba curiosamente entanto que Mowgli comenzó a manejar el cuchi-llo, comió y bebió, y, al cabo, se volvió de ladocon la barbilla apoyada en las manos.

-El hombre y la mujer llegaron sanos y sal-vos a la vista de Khanhiwara dijo Bagheera-. Tumadre mandó el aviso por medio de Chil, elmilano. Hallaron un caballo antes de la media-noche (de la noche en que fueron libertados) yasí pudieron ir de prisa. ¿No te alegras de esto?

-Está muy bien -dijo Mowgli.-Y tu manada humana, en la aldea, no se

movió hasta que ya el sol estaba alto, esta ma-ñana. Entonces comieron su alimento y luegocorrieron rápidamente de nuevo a sus casas.

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-¿Te vieron, por casualidad?-Probablemente. Estaba yo revolcándome a

la hora del alba ante la puerta, y pude también,por diversión, haber cantado un poco. Ahora,hermanito, no hay más que hacer. Ven a cazarconmigo y con Baloo. Ha encontrado unas col-menas nuevas que quiere mostrar, y todos no-sotros queremos que vuelvas, como antes. ¡Nomires de ese modo, que hasta a mí me asusta!El hombre y la mujer ya no serán puestos sobrela Flor Roja y todo va bien en la selva. ¿No escierto? Olvidemos a la manada de hombres.

-La olvidaremos dentro de un rato. ¿Dóndecomerá Hathi esta noche?

-Donde quiera. ¿Quién puede decir lo quehará el Silencioso? ¿Qué puede hacer Hathi queno podamos hacer nosotros?

-Dile que venga a verme él y sus tres hijos.-Pero, verdaderamente, y realmente, herma-

nito,.. No está bien... no está bien que se le digaa Hathi: "ven" o "márchate". Acuérdate: él es eldueño de la selva, y que antes que la manada

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de los hombres cambiara el aspecto de tu ros-tro, él te enseñó las palabras mágicas de la sel-va.

-Da lo mismo. Ahora yo tengo. una palabramágica contra él. Dile que venga a ver a Mow-gli, la rana; y si no te escucha la primera vez,dile que venga por la destrucción de los cam-pos de Bhurtpore.

-"La destrucción de los campos de Bhurtpo-re" -repitió Bagheera dos o tres veces para queno se le olvidara-. Ahora voy allá. Lo peor quepuede suceder es que Hathi se enoje, y daríatoda la caza que pudiera yo matar de una lunaa otra, con tal de oír una palabra mágica quepudiera obligar al Silencioso a hacer algo.

Se marchó y dejó a Mowgli ocupado en darfuribundas cuchilladas a la tierra con su cuchi-llo de desollador. En su vida había visto Mow-gli sangre humana, hasta que la vio, y, lo quesignificaba mucho más para él, hasta que olió lasangre de Messua en las ataduras con que laataron. Y Messua había sido bondadosa con él,

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y, en cuanto al muchacho se le alcanzaba delcariño, amaba a Messua tan de veras, comoodiaba al resto de la humanidad. Pero, por pro-fundamente que detestara a los hombres, a sucharla, a su crueldad y a su cobardía, por nadade cuanto pudiera ofrecerle la selva se hubieradecidido a arrebatar una sola vida humana, ni asentir de nuevo ese terrible olor de sangre ensus narices. Su plan era mucho más sencillo,pero mucho más completo también; y se riópara sus adentros cuando pensó que había sidouno de los cuentos que el viejo Buldeo narrarabajo el árbol, al caer la tarde, lo que le habíainspirado aquella idea.

-En verdad que fue una palabra mágica -murmuró a su oído Bagheera-. Estaban co-miendo junto al río, y obedecieron como si fue-ran bueyes. Míralos: ya vienen.

Hathi y sus tres hijos habían llegado de lamanera que les era habitual: sin producir elmenor ruido. Aún llevaban en sus flancos fres-co el barro del río, y Hathi mascaba pensativo

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el tallo de un plátano que acababa de arrancarcon sus colmillos. Pero cada línea de su vastocuerpo le mostraba a Bagheera (capaz de vercon claridad las cosas cuando las tenía delante)que no era el dueño de la selva quien le habla-ría a un cachorro humano, sino que era alguienque se presentaba con miedo ante otro que ca-recía de él por completo. Los tres hijos se balan-ceaban lado a lado, detrás de su padre.

Apenas si Mowgli levantó la cabeza cuandoHathi lo saludó con el usual: ¡Buena suerte!Túvole mucho rato, el muchacho, antes dehablar, meciéndose, levantando una u otra pa-ta; y cuando al cabo abrió la boca, fue para diri-girse a Bagheera y no a los elefantes.

-Contaré un cuento que me refirió el cazadorque fuiste tú a cazar hoy -dijo Mowgli-. Se re-fiere a un elefante, viejo y sabio, que cayó enuna trampa; la aguda estaca que había en elfondo de ella, le hizo una rasgadura desde unpoco más arriba de una pata hasta la paletilla,dejándole una señal blanca.

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Tendió Mowgli la mano, y, al moverseHathi, la luz de la luna mostró una larga cica-triz semejante a la que podría dejar un látigometálico calentado al rojo.

-Unos hombres vinieron a sacarle de latrampa -continuó Mowgli-; pero él rompió lascuerdas, porque era muy fuerte, y huyó, espe-rando hasta que se hubo sanado la herida. En-tonces regresó, furioso, de noche, a los camposde los cazadores. Y ahora recuerdo que teníatres hijos. Esto sucedió hace muchas, muchísi-mas lluvias, y muy lejos, allá en los campos deBhurtpore. ¿Qué ocurrió en esos campos al lle-gar la época de la siega, Hathi?

-Ya los había segado yo junto con mis treshijos -dijo Hathi.

-¿Y acerca de la labor del arado que sigue ala siega?

-No la hubo -dijo Hathi.-¿Y qué sucedió con los hombres que vivían

cerca de los verdes cultivos de la tierra?-Se marcharon.

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-¿Y qué sucedió con las chozas donde dor-mían los hombres? -dijo Mowgli.

-Hicimos pedazos los techos y la selva setragó las paredes -dijo Hathi.

-¿Y qué más? -preguntó Mowgli.-Tanto terreno cultivable como puedo yo re-

correr en dos noches de este a oeste, y en tres,de norte a sur, pasó a ser dominio de la selva.Sobre cinco aldeas arrojamos nosotros a quie-nes la pueblan; y en esas aldeas, y en sus terre-nos, ya sean de pasto, ya de labor, no hay unsolo hombre el día de hoy que se alimente de loque produce esa tierra. Esto fue la destrucciónde los campos de Bhurtpore, realizada por mí ypor mis tres hijos. Y ahora te pregunto, hom-brecito, ¿cómo supiste tú todo esto?

-Un hombre fue quien me lo dijo, y ahora medoy cuenta de que hasta Buldeo es capaz dedecir la verdad. Fue una cosa bien hecha, Hathi,el de la cicatriz blanca; pero la segunda vez, sehará todavía mejor, porque habrá un hombreque dirija todo. ¿Conoces la aldea de la manada

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humana que me arrojó de ella? Son perezosos,sin sentido común y crueles; juegan con su bo-ca, y no matan al débil para procurarse comida,sino por juego. Cuando están hartos, son capa-ces de arrojar sobre la Flor Roja a sus propioshijos. Yo he visto esto. No está bien que siganviviendo más aquí. ¡Los odio!

-iEntonces, mata! -dijo el más joven de lostres hijos de Hathi, recogiendo un manojo dehierba, sacudiéndolo sobre sus patas delanterasy arrojándolo lejos, en tanto que sus pequeñosojos rojizos miraban de soslayo a uno y otrolado.

-¿Y para qué necesito yo huesos blancos? -respondió Mowgli de mal humor-. ¿Soy acasoalgún lobato para jugar al sol con cráneos? Ma-té a Shere Khan y su piel se pudre allá, en laPeña del Consejo; pero... pero no sé a dónde seha ido, y aún siento mi estómago ayuno de sucarne. Esta vez quiero algo que pueda yo ver ytocar. ¡Lanza a la selva en masa contra la aldea,Hathi!

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Estremecióse Bagheera y se acurrucó. Com-prendía, si las cosas se llevaran hasta el extre-mo, una rápida embestida por la calle de laaldea, unos cuantos golpes repartidos a la dere-cha y a la izquierda entre la multitud, o matarpor astutos medios a algunos hombres, mien-tras se dedicaban a arar, allá a la hora del cre-púsculo; pero aquel proyecto de borrar delibe-radamente una aldea entera de la vista de loshombres y de las fieras, la aterrorizaba. Ahorase daba cuenta de por qué Mowgli había man-dado llamar a Hathi. Nadie, excepto el viejoelefante, podía trazar el plan de semejante gue-rra y llevarla al cabo.

-Que corran, como corrieron los hombres delos campos de Bhurtpore, hasta que el agua delluvia sea el último arado que trabaje la tierra;hasta que el ruido de aquella cayendo sobre lasgruesas hojas, reemplace al del huso; hasta queBagheera y yo podamos echarnos en la casa delbracmán y el gamo venga a beber en el estan-

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que que hay detrás del templo. . . ¡Lanza sobrela aldea a toda la selva, Hathi!

-Pero yo... pero nosotros no tenemos ningu-na cuestión pendiente contra ellos, y es precisosentir toda la rabia de un gran dolor para des-trozar los sitios donde duermen los hombres -dijo Hathi, dudando.

-¿Sois vosotros los únicos comedores de yer-ba de la selva? Trae a todas tus gentes. Deja quese encarguen de ello el ciervo, el jabalí y elnilghai. No necesitan ustedes mostrar ni unpalmo de piel hasta que los campos hayan que-dado completamente limpios. ¡Lanza allí a todala selva, Hathi!

-¿No habrá matanza? Mis colmillos se torna-ron rojos de sangre en la destrucción de loscampos de Bhurtpore y no quisiera despertarde nuevo el olor que sentí entonces.

-Ni yo tampoco. Ni siquiera quisiera vercómo sus huesos andan esparcidos por la des-nuda tierra. Que se vayan y busquen frescoscubiles. No pueden quedarse aquí. He visto, he

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olido la sangre de la mujer que me alimentó... lamujer a quien hubieran ellos matado, a no serpor mí. Sólo el olor de la hierba fresca crecien-do en los umbrales de sus casas, puede borrarde mi memoria a aquel otro olor. Parece comosi me quemara en la boca. ¡Lanza sobre ellos atoda la selva, Hathi!

-¡Ah! -dijo Hathi-. Así me quemaba a mí lapiel la herida que me hizo aquella estaca, hastaque vimos cómo desaparecían las aldeas bajo lavegetación de la primavera. Ahora me doycuenta. Tu guerra deberá ser nuestra guerra. ¡Lanzaremos toda la selva contra ellos!

Apenas tuvo tiempo Mowgli de recobrar elaliento -pues todo él temblaba de coraje y deodio-, cuando ya el sitio donde habían estadolos elefantes se hallaba vacío, y Bagheera locontemplaba a él aterrorizada.

-¡Por la cerradura rota que me dejó escapar! -dijo por último la pantera negra-. ¿Eres túaquella cosita desnuda por quien yo hablé en lamanada cuando todas las cosas eran más jóve-

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nes que ahora? Dueño de la selva: cuando de-crezcan mis fuerzas, habla en favor mío... hablatambién en favor de Baloo.., habla por todosnosotros. ¡Ante ti no somos más que cacho-rros..., ranillas que tu pie aplaste... cervatos quehan perdido a su madre!...

La idea de que Bagheera fuera un cervatilloperdido causó tal impresión en Mowgli que seechó a reír, perdió el aliento, lo recobró y rió denuevo, hasta que por fin hubo de zambullirseen una laguna para que se detuviera su risa.Entonces nadó dando vueltas y vueltas en ella,hundiéndose de cuando en cuando en el agua,ya a la luz de la luna, ya fuera de ella, comouna rana, nombre que a él mismo le daban.

Entre tanto, Hathi y sus tres hijos habíanpartido separados, cada uno hacia uno de lospuntos cardinales y se alejaban silenciosamentepor los valles, a una milla de distancia. Siguie-ron su marcha durante dos días -es decir, cami-naron sesenta millas- al través de la selva; ycada paso que dieron y cada balanceo de sus

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trompas, era visto, observado y comentado porMang, Chil, el pueblo de los monos y todos lospájaros. Luego empezaron a comer, y comierontranquilamente por espacio de una semana, ocosa así. Hathi y sus hijos son como Kaa, la ser-piente pitón de la Peña: nunca se apresuranmás que cuando deben hacerlo.

Pasado ese tiempo, y sin que nadie supieracómo había empezado, empezó a correr unrumor por la selva de que en tal o cual vallepodía hallarse mejor comida y agua de lo acos-tumbrado. Los jabalíes -capaces, por supuesto,de ir hasta el fin del mundo por una buena co-mida-, fueron los primeros que empezaron amarcharse en grandes grupos, empujándose losunos a los otros por encima de las rocas; siguie-ron los ciervos, con las pequeñas y salvajes zo-rras que viven de los muertos y moribundos delas manadas de aquéllos; el nilghai de pesadoshombros marchó en línea paralela con los cier-vos, y los búfalos salvajes que viven en los pan-tanos marcharon detrás del nilghai. La cosa

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más insignificante hubiera hecho volver a lasesparcidas e indóciles manadas que pacían,vagaban, bebían y pacían de nuevo; pero siem-pre que se producía alguna alarma, no faltabaquien surgiera y los calmare a todos. Algunasveces era Sahi, el puerco espín, que traía noti-cias de buena comida que podía encontrarse unpoco más adelante; otras, era Mang que gritabaalegremente y se lanzaba por un claro del bos-que para mostrar que no había obstáculos; oBaloo, con la boca llena de raíces, que caminababamboleándose, a lo largo de alguna indecisafila, y mitad asustando a todos, mitad retozan-do con ellos los hacía retomar el verdadero ca-mino. Muchos de los animales volvieron atrás,se escaparon o perdieron interés, pero tambiénquedaron muchos decididos a seguir la marcha.Al cabo de diez días, la situación era la siguien-te: los ciervos, jabalíes y nilghai iban pulveri-zándolo todo en un círculo de ocho o diez mi-llas de radio, en tanto que los animales carnívo-ros libraban sus escaramuzas en los bordes de

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aquel gran círculo. Ahora bien: el centro deaquel círculo era la aldea, y alrededor de ellaiban madurando las cosechas, y en medio delos campos había hombres sentados en lo queallí llaman machans (plataformas parecidas apalomares hechos de palos colocados sobrecuatro puntales), para espantar a los pájaros y aotra clase de ladrones. Entonces, ya no hubocontemplación con los ciervos. Los carnívorosestaban colocados cerca y detrás de ellos y losempujaron hacia adelante y hacia el interior delcírculo.

Era una noche oscura cuando Hathi y sustres hijos llegaron, como deslizándose, a la sel-va y rompieron los puntales de los machanscon sus trompas; cayeron éstos como si fuerantallos rotos de cicuta en flor, y los hombres quecayeron junto con ellos, oyeron en sus orejas elronco ruido que hacen los elefantes. Entonces,la vanguardia de los azorados ejércitos de cier-vos irrumpió e inundó las tierras de pasto y decultivo de la aldea; llegó con ellos el jabalí de

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agudas pezuñas y de inclinado hozar, y así loque el ciervo dejaba lo estropeaba él; de cuandoen cuando, una alarma producida por los lobosagitaba a todas las manadas, las cuales corríande un lado para otro desesperadamente piso-teando la cebada verde y cegando las acequias.Antes de que apuntare el alba, la presión sobrela parte exterior del círculo cedió en un puntode éste. Los carnívoros habían retrocedido ydejado abierto un paso en dirección al sur, ypor allí escapaban los gamos a manadas. De losdemás animales, los más atrevidos se tendíanentre los matorrales para terminar su comida ala noche siguiente.

Pero el trabajo ya estaba prácticamentehecho. Cuando los aldeanos, ya de día, miraronsus campos, vieron que sus cosechas estabanperdidas. Y esto significaba la muerte para ellossi no se marchaban, porque vivían un año sí yotro no tan próximos a morirse de hambre co-mo cercana a ellos tenían la selva. Cuando losbúfalos fueron enviados a pacer, los hambrien-

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tos animales se encontraron con que los ciervoshabían dejado limpias las tierras de pasto, y asívagaron por la selva y se esparcieron y se junta-ron con sus semejantes no domesticados. Ycuando llegó el crepúsculo, los tres o cuatrocaballitos que había en la aldea yacían en susestablos con la cabeza destrozada. Sólo Baghee-ra podía haber dado golpes como aquéllos, y asólo ella se le hubiera ocurrido la insolente ideade arrastrar hasta la calle al último cuerpomuerto.

No tuvieron ánimos los ancianos para en-cender fogatas en los campos aquella noche;así, Hathi y sus tres hijos espigaron entre lo quehabía quedado, y donde espiga Hathi, ya nohay necesidad de que nadie vaya detrás de él.Los hombres decidieron vivir del trigo queguardaban para semilla hasta que llegaran laslluvias, y entonces ponerse a servir como cria-dos para recuperar lo perdido aquel año. Pero,cuando el negociante de granos pensaba en susrebosantes graneros y en los precios que obten-

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dría al vender lo almacenado, los afilados col-millos de Hathi arrancaron toda una esquina desu casa, hecha de tapia, y despanzurraron lagran arce de mimbres, cubierta de estiércol devaca, en la que guardaba el precioso grano.

Cuando se descubrió esta última pérdida,llegó para el bracmán el tiempo de hablar. Leshabía rezado a sus propios dioses sin obtenercontestación. Podría ser, dijo, que, inadverti-damente, la aldea hubiera ofendido a alguno delos dioses de la selva, porque, sin duda alguna,la selva estaba contra ellos. Por tanto, manda-ron a llamar al jefe de la tribu más próxima degondos errantes (gente pequeña, despierta, ymuy negra de color; vive en el corazón de laselva dedicada a la caza, y sus antepasadosfueron la raza más antigua de la India), propie-tarios aborígehes de la tierra. Obsequiaron algondo con lo poco que les había quedado; él sesostenía sobre una pierna, con su arco en lamano; en el moño que formaban sus recogidoscabellos, dos o tres dardos envenenados; mos-

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traba un aspecto de temor y desprecio a la vez,hacia los aldeanos -que lo miraban ansiosos- yhacia sus destruidos campos. Deseaban saberlos aldeanos si sus dioses -los antiguos dioses-estaban enojados con ellos, y qué sacrificiosdeberían ofrecérseles. El gondo no pronunciópalabra, pero recogió unos sarmientos de kare-la, la especie de vid que produce amargas cala-bazas silvestres, y los colocó entrelazados sobrela puerta del templo frente a la cara de la rojaimagen india que miraba fijamente. Entonceshizo el movimiento con la mano como si empu-jara en el espacio, en dirección del camino deKhanhiwara, y se volvió a su selva, mirandomoverse en todas direcciones a los animalesque la poblaban. Sabía que cuando la selva sepone en movimiento, sólo los hombres blancosson capaces de detenerla.

No había necesidad de preguntar el signifi-cado de su predicción. En adelante, creceríanlas calabazas silvestres en el lugar donde habí-

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an adorado a su dios, y cuanto antes se pusie-ran a salvo, sería mejor.

Pero es difícil arrancar a una aldea entera desus amarras. Permanecieron allí sus habitantesen tanto les quedaron comestibles con los quese alimentaban en verano, y aun probaron arecoger nueces en la selva; pero sombras debrillantes ojos los observaban y aun pasabandelante de ellos en mitad del día, y, cuandoregresaban corriendo hasta las paredes de suschozas, notaban, en los troncos de los árbolesante los cuales habían pasado cinco minutosantes, que tenían la corteza arrancada a tiras yostentaban señales hechas por enormes garras.Cuanto más se encerraban en su aldea, las fie-ras tornábanse más atrevidas, las cuales corríanpor los prados, rugiendo, junto al río Waingun-ga. No tenían tiempo a componer las paredesposteriores de los vacíos establos que daban ala selva; el jabalí las pisoteaba, y las vides sil-vestres de nudosas raíces clavaban luego suscodos sobre la tierra que acababan de conquis-

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tar; por último, la gruesa hierba erizaba allí suspuntas como las lanzas de un ejército de fan-tasmas que persiguiera a otro en retirada.

Los hombres solteros fueron los primerosque huyeron y por todos lados esparcieron lanoticia de que la aldea estaba sentenciada amuerte. ¿Quién, decían, podría luchar contra laselva o contra los dioses de la selva, cuandohasta la misma cobra de la aldea había abando-nado su agujero de la plataforma, bajo el árbolde las reuniones? Así, el poco comercio que seefectuaba con el mundo exterior se redujo, co-mo asimismo fueron disminuyendo y borrán-dose los caminos trillados en los claros de lamaleza. Al fin, los trompeteos nocturnos deHathi y sus tres hijos dejaron de perturbarlos,porque ya no quedaba nada que pudiere sersaqueado. Las cosechas de sobre la tierra y elgrano enterrado bajo ella desaparecieron porigual. Los campos distantes perdían su antiguaforma; ya era hora de acogerse a la caridad delos ingleses que vivían en Khanhiwara.

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Siguiendo la costumbre indígena retrasaronsu partida de un día para otro, hasta que lasprimeras lluvias les cayeron encima y los aban-donados techos de sus chozas dejaron pasartorrentes de agua; las tierras destinadas a pas-tos quedaron inundadas hasta la altura del to-billo y toda suerte de vida pareció renacer allícon pujanza tras los calores del verano. Enton-ces todos echaron a andar por el barro, hom-bres, mujeres y niños bajo la cegadora lluviamatinal; pero se volvieron, por un impulso na-tural, para darle el último adiós a sus hogares.

En el momento en que la última familiatraspasaba las puertas de la aldea, bajo sus pe-sados fardos, escucharon el estrépito de vigas ytechos de bálago que se hundían detrás de losmuros. Vieron entonces una trompa brillante,negra, parecida a una serpiente, que se elevabadurante un momento y esparcía el bálago her-vido. Desapareció y se escuchó el ruido de otrohundimiento que fue seguido de un agudo gri-to. Hathi había estado arrancando techos de

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chozas como quien arranca nenúfares, y habíasido alcanzado por una viga que caía. Sólo ne-cesitaba esto para desencadenar toda su fuerza,porque, de todos los animales de la selva, elelefante salvaje es el más destructor, por mal-dad o por gusto, cuando está furioso. Dio unapatada a una pared de tapia que se deshizo conel golpe, y que, al desmenuzarla, se convirtió enbarro amarillo por el torrente de agua que caía.Entonces se volvió en redondo y lanzóse por lasestrechas calles dando agudos gritos, apoyán-dose contra las chozas a derecha e izquierda,destrozando las desvencijadas puertas, aplas-tando los aleros, en tanto que sus tres hijos co-rrían detrás de él como habían corrido cuandola destrucción de los campos de Bhurtpore.

-La selva se tragará esas cáscaras -dijo unavoz reposada entre las ruinas-. Ahora hay queechar abajo el muro exterior.

Y Mowgli, chorreándole la lluvia por losdesnudos hombros y brazos, saltó desde una

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pared que se venía abajo como un búfalo can-sado.

-A buen tiempo llegas -díjole, jadeante,Hathi-. ¡Ah! ¡Pero en Bhurtpore tenía yo loscolmillos rojos de sangre!... ¡Contra la paredexterior, hijos míos! ¡Con la cabeza! ¡Todos a lavez! ¡Ahora!

Los cuatro juntos empujaron, lado a lado; lapared exterior se combó, se rajó y cayó; los al-deanos, mudos de terror, veían las salvajes ca-bezas de los destructores, rayadas de arcilla,que aparecían por el roto boquete. Huyeronentonces, sin casa ya y sin alimentos, por elvalle, en tanto que su aldea, hecha pedazos,esparcida y pisoteada, se desvanecía a sus es-paldas.

Un mes después aquel lugar era otro oterolleno de hoyos y cubierto de yerba blanda, ver-de, recién nacida; y, cuando terminaron las llu-vias, la selva entera rugía a plenos pulmones enel lugar donde, no hacía todavía seis meses, elarado removía la tierra.

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Canción de Mowgli Contra los Hombres¡Contra vosotros lanzaré las vidas de veloces

pies!¡Llamaré a la Selva entera para que borre lashuellas de vuestros pies!Se hundirán ante ella todos los techos,caerán por tierra los gruesos puntales,y la karela, la amarga karelalo cubrirá todo.

En los sitios donde os reunáis, estarán losmíosy aullarán sin tregua;en el dintel de vuestros graneros se colgarán losgrandes murciélagos;la serpiente será vuestra guardianaque descansará tranquila en vuestra casa;porque la karela, la amarga karela,dará su amargo fruto donde hoy reposáis.

No veréis mis azotes, los azotes de mis ami-gos,pero los oiréis y temblaréis.Los enviaré contra vosotros de noche,

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cuando la luna aún no brilla;el fiero lobo será vuestro pastorque se erguirá en no acotados campos,porque la karela, la amarga karela,esparcirá su semilla donde gozásteis y amás-teis.

Sobre vuestros campos lanzaré a mi pueblo,e iré a segarbos, antes que vosotros, a la cabezade él;tendréis que espigar tras nuestras huellaspor el pan ya perdido.Los ciervos serán vuestras yuntaspara labrar en lo devastado,porque la karela, la amarga karela,florecerá donde vuestro hogar existía.

Contra vosotros lanzaré las videsde pies que van lejos; la selva, al invadiros,borrará vuestros linderos,el bosque reinará en vuestros prados.Se hundirán los techos de vuestras casas,y la karela, la amarga karela,los cubrirá, por siempre, a todos.

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Los Perros de Rojiza Pelambre¡Por nuestras claras, límpidas noches,

por las noches de los rápidos corredores,por el hermoso batir la selva, la vistade largo alcance, por la buena caza,por la astucia de resultados certeros!¡Por el aroma matinal, que humedeceel rocío aun no evaporado!¡Por el placer de ir tras las piezasque con terror incauto locas huyen!¡Por los gritos de nuestros compañeroscuando al derrotado sambhur han cercado!¡Por los riesgos de los excesos de la noche!¡Por el grato y dulce dormir de díaa la entrada del cubil!¡Por todo esto vamos a la lucha!¡Muerte, guerra a muerte juramos!

Fue después de la invasión verificada por laselva cuando empezó para Mowgli la parte másplacentera de su vida. Sentía aquella buenaconciencia que proviene de haber pagado susdeudas; todos los habitantes de la selva eran

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sus amigos y ellos sentían un cierto temor de él.Las cosas que llevó a cabo, que vio y que oyócuando vagaba solo o en unión de sus cuatrocompañeros, daría origen a muchos, muchoscuentos, tan largo cada uno de ellos como elpresente. Así pues, no os referiré su encuentrocon el elefante loco de Mandla que mató vein-tidós bueyes que conducían once carros de pla-ta acuñada que pertenecía al tesoro nacional,esparciendo por el polvo las brillantes rupias;tampoco os narraré su lucha con Jacala, el co-codrilo, durante toda una noche en los panta-nos del Norte y cómo rompió su cuchillo dedesollador en las placas de la espalda del ani-mal; ni tampoco cómo encontró otro cuchillomás largo que pendía del cuello de un hombreque había sido muerto por un oso, y cómo si-guió las huellas de este oso y lo mató, comojusto precio por aquel cuchillo; ni cómo quedócogido en una ocasión, durante la Gran Ham-bruna, entre los rebaños de ciervos que emigra-ban y fue casi aplastado por ellos; ni cómo sal-

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vó a Hathi el Silencioso de caer por segundavez en una trampa que tenía un palo afilado enel fondo, y cómo, al día siguiente, cayó él mis-mo en otra de las que ponen para coger leopar-dos, y cómo entonces Hathi hizo pedazos losgruesos barrotes de madera que la formaban; nicómo ordeñó a hembras de búfalos salvales enlos pantanos; ni como...

Pero hay que narrar los cuentos uno a uno.Papá Lobo y mamá Loba murieron, y Mow-

gli rodó una gran piedra contra la boca de lacueva, y entonó allí la Canción de la Muerte;Baloo era muy viejo y apenas podía moverse, yhasta Bagheera, cuyos nervios eran de acero ysus músculos de hierro, era un poco menos ágilque antes cuando quería matar una pieza. Ake-la, de gris que era, tornóse blanco como la le-che; tenía saliente el costillar y caminaba comosi estuviera hecho de madera y Mowgli teníaque cazar para él. Pero los lobos jóvenes, loshilos de la deshecha manada de Seeonee, crecí-an y se multiplicaban, y cuando hubo unos cua-

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renta de ellos, de cinco años, sin jefe, con bue-nos pulmones y ágiles pies, Akela les dijo quedebían juntarse, obedecer la ley, y estar bajo ladirección de uno, como correspondía a los delPueblo Libre.

No se metió Mowgli en toda esta cuestión,porque, como él dijo, ya había comido frutasagrias y sabía en qué árboles se cogían. Perocuando Fao, hijo de Faona (cuyo padre era elindicador de pistas en los tiempos de la jefaturade Akela) ganó en buena lid el derecho de diri-gir la manada, según la ley de la selva, y cuan-do los antiguos gritos y canciones resonaronuna vez más bajo las estrellas, Mowgli se pre-senté de nuevo en el Consejo de la Peña, comoen memoria de los tiempos idos. Cuando se leantojaba hablar, la manada esperaba hasta quehubiera terminado y se sentaba en la Peña allado de Akela, más arriba de Fao. Eran, aque-llos, días en que se cazaba y se dormía bien.Ningún forastero se atrevía a entrar en las sel-vas que pertenecían al pueblo de Mowgli, como

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llamaban a la manada; los lobos jóvenes crecíanfuertes y gordos, y había muchos lobatos en lainspección que se les hacía cuando eran lleva-dos a la Peña. Siempre iba Mowgli a estas reu-niones, acordándose de aquella noche, cuandouna pantera negra compró a la manada la vidade un chiquillo moreno y desnudo, y el largogrito de: "¡Mirad, mirad bien, lobos!", hacía es-tremecer su corazón. Si no estaba allí, se inter-naba en la selva con sus cuatro hermanos, yprobaba, tocaba y veía toda suerte de cosasnuevas.

Un día, a la hora del crepúsculo, mientrascaminaba distraídamente por los bosques lle-vando para Akela la mitad de un gamo quehabía cazado, y mientras los cuatro se empuja-ban, como gruñendo y revolcándose por juego,escuchó un grito que nunca se había vuelto aoír desde los malos días de Shere Khan. Era loque llaman en la selva el feeal, una especie dehorroroso chillido que da el chacal cuando cazasiguiendo a un tigre, o cuando tiene a la vista

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piezas de caza mayor. Si pueden imaginarseuna mezcla de odio, de triunfo, de miedo y dedesesperación, en un solo grito desgarrador,tendrán una leve idea del feeal que se elevó,descendió y vibró en el aire, a lo lejos, del otrolado del Waingunga. Los cuatro lobos dejaronde jugar en el acto, con los pelos erizados ygruñendo. La mano de Mowgli se dirigió haciael cuchillo, y se detuvo, congestionado el rostroy fruncido el ceño.

-No hay por aquí ningún rayado que seatreva a matar... -dijo.

-No es ése el grito del explorador -observó elHermano Gris-. Eso es una gran cacería. ¡Escu-cha!

Resonó de nuevo el grito, medio sollozo,medio risa, como si el chacal tuviera flexibleslabios humanos. Respiró entonces Mowgli pro-fundamente y echó a correr hacia la Peña delConsejo, adelantándose en el camino a los lobosde la manada que también se apresuraban. Faoy Akela estaban juntos sobre la Peña, y más

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abajo de ellos veíanse a los demás, con los ner-vios en tensión. Las madres y sus lobatos corrí-an hacia sus cubiles, porque cuando resuena elfeeal conviene que los débiles se recojan.

Nada oían sino el rumor del Waingunga quecorría en la oscuridad y las brisas del atardecerentre las copas de los árboles, cuando de pron-to, al otro lado del río, aulló un lobo. No era unlobo de la manada, porque éstos se hallabanalrededor de la Peña. El aullido fue adquirien-do un tono de desesperación. ¡Dhole! -decía-.¡Dhole! ¡Dho!e! Oyeron pasos cansados entrelas rocas, y un demacrado lobo, con los flancosllenos de rojas estrías, destrozada una de suspatas delanteras y el hocico lleno de espuma, selanzó en medio del círculo y, jadeante, se echó alos pies de Mowgli.

-iBuena suerte! ¿Quién es tu jefe? -dijo Faogravemente.

-iBuena suerte! Soy Won-tolla -respondió elrecién llegado.

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Quería decir con esto que era un lobo solita-rio que atendía a su propia defensa, a la de sucompañera y a la de sus hijos en algún aisladocubil, como lo hacen muchos lobos en la partesur del país. Won-tolla quiere decir uno quevive separado de los demás, que no forma partede ninguna manada. Jadeaba y su corazón latíacon tal fuerza, que se sacudía todo su cuerpo.

-¿Quién anda por allí? -prosiguió Fao, por-que esto es lo que todos los habitantes de laselva se preguntan cuando se oye el feeal.

-¡Los dholes, los dholes del Dekkan.., los pe-rros de rojiza pelambre, los asesinos! Vinieronal norte desde el sur diciendo que en el Dekkanno había nada y exterminando todo a su paso.Cuando esta luna era luna nueva, tenía yo cua-tro de los míos: mi compañera y tres lobatos.Ella los enseñaba a cazar en las llanuras cubier-tas de yerba, escondiéndose para correr des-pués los gamos, como lo hacemos los que ca-zamos en campo abierto. A medianoche los oípasar juntos, dando grandes aullidos, siguien-

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do un rastro. Al soplar la brisa matutina, hallé alos míos yertos sobre la yerba... a los cuatro,Pueblo Libre, a los cuatro, cuando estábamosen luna nueva. Hice entonces uso del derechode la sangre y me fui en busca de los dholes.

-¿Cuántos eran? -preguntó rápidamenteMowgli, y la manada gruñía rabiosamente.

-No sé. Tres de ellos ya no matarán más, pe-ro al fin me persiguieron como a un gamo; mehicieron correr con sólo las tres patas que mequedan. ¡Mira, Pueblo Libre!

Adelantó su destrozada pata, toda ennegre-cida por la sangre seca. Tenía junto a los ijarescrueles mordiscos y el cuello herido y desga-rrado.

-iCome! -le dijo Akela, levantándose de en-cima de la carne que Mowgli le había traído;inmediatamente, lanzóse sobre ella el solitario.

-No será pérdida esto que me dáis -dijohumildemente cuando hubo satisfecho un pocosu hambre-. Préstame fuerzas, pueblo Libre, ytambién yo mataré luego. Está vacío mi cubil,

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antes lleno, cuando era luna nueva, y aún noestá pagada del todo la deuda de sangre.

Fao oyó cómo crujían sus dientes sobre unhueso y gruñó con aire de aprobación.

-Necesitaremos de tus quijadas -dijo-. ¿Ibancachorros con los dholes?

-No, no. Todos eran cazadores rojos; cazado-res de manada grandes y fuertes, aunque todasu comida consiste, allá en el Dekkan, en lagar-tos.

Lo que había dicho Won-tolla significabaque los dholes, los rojos perros cazadores delDekkan, iban de paso buscando algo que matar,y la manada sabía que incluso un tigre le cederásu presa a los dholes. Cazan éstos corriendo enlínea recta por la selva, se lanzan sobre cuantoencuentran y lo destrozan. Aunque no tienen niel tamaño ni la mitad de astucia que un lobo,son muy fuertes y numerosos. Los dholes noempiezan a considerarse manada sino hastaque se reúne un centenar de ellos, en tanto quecon cuarenta lobos basta para lo mismo. Las

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errabundas caminatas de Mowgli lo habíanllevado hasta los confines de los grandes pra-dos del Dekkan, y había visto a los fieros dho-les durmiendo, jugando y rascándose en losagujeros y matojos que usan como cubiles. Éllos despreciaba y los odiaba porque no olíancomo el Pueblo Libre, porque no vivían en ca-vernas, y, sobre todo, porque les crecía peloentre los dedos de las patas, en tanto que a él ya sus amigos no les sucedía esto. Pero sabía, porhabérselo dicho Hathi, lo terrible que es unamanada de dholes cuando va de caza. HastaHathi les deja el paso libre, y ellos siguen ade-lante hasta que los matan o cuando ya escaseala caza.

Algo sabía también Akela sobre los dholes,pues le dijo en voz baja a Mowgli:

-Más vale morir entre todos los de la mana-da, que sin guía y solo, esta será una caceríamagnífica y... la última en que tomaré parte.Pero, según los años que viven los hombres, a tite quedan aún muchos días y muchas noches

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de vida, hermanito. Vete hacia el norte y échateallí a dormir, y si alguien queda vivo despuésdel paso de los dholes, te llevará noticias delresultado de la lucha.

-¡Ah! -dijo Mowgli con toda gravedad-. ¿De-bo ir acaso a coger pececillos en las lagunas y adormir en un árbol, o acaso debo pedirles ayu-da a los de Bandar-log para que me ayuden acascar nueces mientras la manada lucha alláabajo?

-A muerte será la lucha -respondió Akela-.Tú nunca te has enfrentado con los dholes... conlos asesinos rojos. Hasta el Rayado...

-¡Aowa! ¡Aowa! -exclamó Mowgli de malhumor-. Yo maté a un mono rayado, y estoyseguro que Shere Khan hubiera dejado a sumisma compañera para que se la comieran losdholes si el viento le hubiese llevado el olor deuna manada al través de grandes extensionesde pastura. Escucha ahora: hubo una vez unlobo, mi padre, y una loba, mi madre, y un loboviejo y gris (no muy discreto a veces; ahora está

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blanco) que era para mí como mi padre y mimadre juntos. Por tanto, yo... -levantó más lavoz-. Digo que cuando vengan los dholes, sivienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán co-mo iguales contra ellos. Y afirmo, por el toroque me rescató (por aquel toro que Bagheerapagó por mí en tiempos que ya no recordáis losde la manada), digo, y que lo tengan presentelos árboles y el río que me oyen, si yo lo olvi-do.., que este cuchillo será para la manada co-mo un colmillo más, y no creo que su filo estémuy embotado. Esta es la palabra que tenía quedecir y que empeño.

-No conoces a los dholes, hombre que hablascomo los lobos -dijo Won-tolla-. Tan sólo quieropagar la deuda de sangre que tengo con ellos,antes que me destrocen. Avanzan despacio,matando a medida que se alejan, pero en dosdías habré recobrado ya algo de mis fuerzas,con lo que podré volver a la lucha. En cuanto avosotros, Pueblo Libre, opino que debéis irhacia el norte y que comáis poco durante un

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tiempo, durante el tiempo que tarden en pasarlos dholes. No habrá de produciros carne estacacería.

-iOigan al Solitario! -dijo Mowgli dando unarisotada-. ¡Pueblo Libre! ¡Hemos de huir haciael norte y dedicarnos a coger lagartos y rataspor miedo de tropezar con los dholes! Hay quedejar que maten todo lo que quieran en nues-tros cazaderos, en tanto que nosotros nos es-condemos en el norte, hasta que ellos quierandevolvernos lo que es nuestro. No son más queunos perros (mejor dicho, cachorros de perros),rojos, de vientre amarillo y sin cubiles, y conpelos entre los dedos de las patas. Sus camadasconstan de seis u ocho pequeñuelos, como lasde Chikai, el diminuto ratoncillo saltador. ¡Sinduda hemos de huir, Pueblo Libre, y pedir co-mo un favor a los del norte que nos dejen co-mer alguna res muerta. Ya conocéis el dicho:"En el norte, miseria; en el sur, piojos; en cuantoa nosotros, somos la selva." Escoged, escoged.¡Será una buena cacería! ¡Por la manada, por

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toda la manada; por los cubiles y las camadas;por lo que se mata fuera y dentro de aquéllos;por la compañera que persigue al gamo; por loscachorrillos que están en las cavernas... ¡jure-mos la lucha... juremos.. juremos...!

Respondió la manada con un profundo au-llido que resonó en la noche como el estruendode un enorme árbol que cae.

-¡Lo juramos! -gritaron.-Permanezcan con ellos -ordenó Mowgli a

los cuatro-. Todo colmillo hará falta. Que Fao yAkela preparen todo para la batalla. Yo iré acontar los perros.

-¡Eso significa la muerte! -exclamó Won-tollalevantándose a medias-. ¿Qué puede hacer ése,que ni pelo tiene, contra los rojizos perros?Acuérdense de que hasta el Rayado...

-En verdad que eres un solitario -interrumpió Mowgli-. Pero hablaremos de estocuando hayan muerto los dholes. ¡Buena suertepara todos!

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Echó a correr, hundiéndose entre las som-bras, y era presa de tal agitación que apenasmiraba dónde pisaba; consecuencia de ello fuecaerse cuan largo era entre los grandes anillosde Kaa, la serpiente pitón, donde ésta estaba alacecho, cerca del río, frente a un sendero fre-cuentado por los ciervos.

-iKscha! -silbó Kaa malhumorada-. ¿Es estoactuar según el estilo de la selva, venir hacien-do tal ruido con los pies, caminando tan torpe-mente para estropearle a uno el trabajo de todauna noche.., y precisamente cuando se presen-taba tan bien la caza?

-iEs mi culpa! -dijo Mowgli levantándose-.En realidad, a ti te buscaba, Cabeza Chata; perocada vez que nos encontramos, estás más grue-sa y más grande; lo menos has crecido un trozocomo este brazo. No hay nadie como tú en laselva, discreta, vieja, fuerte, y hermosísima,Kaa.

-¿A dónde vas a parar por ese camino? dijoKaa con voz más suavizada-. No cambió aun la

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luna desde que un hombrecito armado de uncuchillo me tiraba piedras a la cabeza y me lle-naba de insultos porque dormía al raso.

-¡Ya lo creo! Y a todos los ciervos que perse-guía Mowgli, los espantabas, y esa Cabeza Cha-ta era tan sorda, que no percibía mis silbidospara que dejara libre el camino de los ciervos -respondió Mowgli con mucha calma, sentándo-se entre los pintados anillos de la serpiente.

-Pero ahora, ese mismo hombrecito trae enlos labios palabras suaves y halagadoras, y ledice a aquella misma Cabeza Chata que es dis-creta, fuerte, hermosa, y ella se deja persuadir yle hace sitio... asi... al que le tiraba piedras, y...¿Estás cómodo ahora? ¿Podría Bagheera ofre-certe tan cómodo lugar de descanso?

Como de costumbre, Kaa había convertidosu cuerpo en una suerte de blanda hamaca, bajoel peso del cuerpo de Mowgli. Se tendió el mu-chacho en medio de la oscuridad, y se enroscóen aquel cuello flexible que parecía un cable,hasta que la cabeza de Kaa descansó sobre su

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hombro, y luego le refirió cuanto había ocurri-do en la selva aquella noche.

-Puedo ser lista dijo Kaa cuando él terminó-,pero sorda ciertamente lo soy. De otra manera,hubiera oído el feeal. Ya no me extraña que losque comen hierba estén tan inquietos. ¿Cuántosserán los dholes?

-Aún no los he visto. Vine corriendo a verte.Tú eres más vieja que Hathi. Pero, Kaa... -y aldecir esto temblaba de gusto-: ¡Qué magníficacacería será! Pocos de nosotros viviremoscuando cambie la luna.

-¿También tú tomarás parte en esto? Acuér-date de que eres hombre y de cuál fue la mana-da que te arrojó de ella. Que el lobo salde suscuentas con el perro. Tú eres un hombre.

-Las nueces de antaño, son hogaño tierra ne-gra -replicó Mowgli-. Es cierto que soy unhombre, pero me parece haber dicho esta nocheque soy un lobo. El río y los árboles son mistestigos. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa, hastaque los dholes hayan pasado.

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-¡Pueblo Libre! -murmuro Kaa-. ¡Pandillasuelta de ladrones! ¿Y tú te ligaste a ellos en unnudo de muerte, sólo por la memoria de loslobos muertos? Eso no es buena caza.

-Di mi palabra. Lo saben los árboles, y tam-bién el río. No quedaré libre de compromisosino hasta que hayan pasado los dholes.

-¡Ngssh! Así la cosa cambia por completo.Había pensado llevarte conmigo a los pantanosdel norte, pero palabra es palabra, aunque éstasea la de un hombrecito desnudo y sin pelocomo tú. Ahora, pues, yo, Kaa, digo que...

-Piénsalo bien. Cabeza Chata; no vayas a li-garte tú también en un nudo de muerte. Nonecesito que me des tu palabra, pues bien séque...

-Así sea, pues- dijo Kaa-. No daré palabraalguna. ¿Pero qué piensas hacer cuando venganlos dholes?

-Habrán de pasar a nado el Waingunga.Ahora bien: yo pensaba salirles al encuentrocuando crucen algún sitio poco profundo, con

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mi cuchillo en la mano, llevando detrás de mí ala manada para que, a cuchilladas y atacadospor los míos, retrocedieran algo río abajo o fue-ran a refrescarse el gaznate.

-No retrocederán los dholes, y su gaznatehierve siempre -respondió Kaa-. Una vez ter-minada esta cacería, no quedará ni hombrecitoni lobato; únicamente quedarán huesos.

-¡Alala! Si hemos de morir, moriremos. Seráuna magnífica cacería. Pero soy joven y no hevisto muchas lluvias. No sé mucho y no soyfuerte. ¿Tienes un plan mejor, Kaa?

-Yo ya he visto cientos y cientos de lluvias.Antes que Hathi hubiera mudado sus colmillosde leche, era ya enorme el rastro que yo dejabaen el polvo, al pasar. Por el primer huevo quehubo en el mundo, te juro que soy más viejaque muchos árboles, y he sido testigo de todolo que ha acontecido en la selva.

-Pero esto es un caso nuevo dijo Mowgli-.Nunca antes se habían cruzado los dholes pornuestro camino.

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-Lo que es ahora, ha sido también antes. Loque será, no es más que un año olvidado quehiere al mirar hacia atrás. Manténte quietomientras cuento los años que tengo.

Durante más de una hora estuvo Mowgliechado sobre los anillos de la serpiente, en tan-to que Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el sue-lo, pensaba en todo lo que había visto y conoci-do desde que salió del huevo. Parecía extin-guirse la luz de sus ojos, los que parecían viejosópalos, mientras que, de cuando en cuando,daba una especie de torpes estocadas con lacabeza a derecha e izquierda, como si estuvieracazando en sueños. Mowgli dormitaba, porquesabía que nada hay como el sueño antes de lacaza, y estaba acostumbrado a hacerlo a cual-quiera hora del día o de la noche.

Después Sintió que el cuerpo de Kaa crecía yse ensanchaba debajo del suyo mientras íaenorme serpiente pitón soplaba, silbando con elruido de una espada que se sacara de su vainade acero.

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-He visto todas las estaciones que ya pasa-ron -dijo al fin Kaa-; los árboles enormes, losviejos elefantes, las rocas desnudas y ásperascuando todavía no las vestía el musgo. ¿Estástodavía vivo, hombrecito?

-Acaba de desaparecer la luna en el horizon-te -respondió Mowgli-. No entiendo...

-¡Hssh! Vuelvo a ser Kaa. Sabía que no hacíade ello sino un momento. Iremos ahora al ríopara enseñarte cómo deberás proceder contralos dholes.

Volvióse y se dirigió, recta como una flecha,hacia el lugar donde la corriente del Waíngun-ga es mayor, y se hundió en el agua un pocomás arriba de la laguna que oculta la Roca de laPaz, y llevaba a Mowgli a su lado.

-No; no nades. Me deslizaré rápidamente. Tellevo a cuestas, hermanito.

Con su brazo izquierdo Mowgli se asió biendel cuello de Kaa, dejó caer el derecho, pegadoal cuerpo y puso los pies en punta. Kaa embis-tió entonces contra la corriente como sólo ella

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era capaz de hacerlo; la ondulación del aguaformaba como una gorguera en torno del cuellode Mowgli y sus pies se balanceaban en el re-molino que se veía a cada lado de la serpiente.Un kilómetro o dos arriba de la Roca de la Paz,se estrecha el Waingunga cuando pasa por unagarganta que forman unas rocas de mármol deveinticinco o treinta metros de altura, y enton-ces la corriente se desliza como por un canal demolino entre toda suerte de pedruscos. Mowgli,empero, no hizo caso del agua; poca habría enel mundo capaz de amedrentarlo ni por unmomento. Miraba a uno y otro lado de aquellaestrecha garganta y resoplaba como si estuvieraincómodo, pues percibíase en el aire un oloragridulce, muy parecido al de un gran hormi-guero en un día caluroso, Instintivamente hun-dióse todo en el agua, levantando sólo decuando en cuando la cabeza para respirar, has-ta que Kaa, al fin, por medio de una doble tor-sión de su cola, ancló en torno de una rocahundida, manteniendo a Mowgli en el hueco

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que formaban sus anillos, en tanto que el aguaseguía su curso.

-Esta es la Morada de la Muerte dijo el mu-chacho-. ¿Por qué venimos aquí?

-Duermen -dijo Kaa-. Hathi no desvía sucamino ante el Rayado. Pero Hathi y el mismoRayado se apartan cuando vienen los dholes, yéstos, según se dice, no cambian su rumbo pornada. Y sin embargo, ¿ante quién retrocede eldiminuto pueblo de las Rocas? Dime, amo de laselva, ¿quién es el verdadero amo de la selva?

-Esas -murmuré Mowgli-. Aquí mora lamuerte. Vámonos.

-No. Mira bien, porque ahora están dur-miendo. Todo está como cuando yo aún notenía el largo de tu brazo.

Las rajadas y carcomidas rocas de aquellagarganta del Waingunga habían sido usadasdesde el principio de la selva por el diminutopueblo de las Rocas: las laboriosas, feroces, sal-vajes y negras abejas de la India; como Mowglilo sabía muy bien, todo rastro de animal torcía

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hacia un lado u otro, más de ochocientos me-tros antes de llegar a aquel sitio. Durante sigloshabía tenido allí sus enjambres el pueblo dimi-nuto y había pululado de grieta en grieta,agrupándose una y otra vez, manchando elblanco mármol con miel seca, y fabricando pa-nales altos y profundos en la oscuridad de lascavernas interiores, en donde ni los animales,ni el fuego ni el agua pudieran llegar nunca. Lagarganta parecía adornada en toda su longitudcon negros cortinajes de terciopelo que brilla-ban débilmente; Mowgli sintióse desfallecer alverlo, pues aquella especie de cortinas eran losmillones de abejas amontonadas que allí dor-mían. Notábanse también otras protuberancias,adornos y cosas que parecían carcomidos tron-cos de árboles prendidos en la superficie de lasrocas: restos viejos, abandonados, o acaso nue-vas ciudades levantadas al abrigo de aquellagarganta que estaba resguardada del viento.Enormes y esponjosos panales, ya podridos,habían rodado desde lo alto, pegándose en los

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árboles y enredaderas que parecían asirse a lasuperficie de las rocas. Al escuchar atentamenteel muchacho, más de una vez oyó el ruido queal deslizarse producían los panales llenos demiel al caer allá adentro, en las oscuras galerías;después, rumor de alas que batían furiosamen-te y el pausado gotear de la miel derramadaque corría hasta llegar al borde de alguna aber-tura al aire libre, chorreando desde allí lenta-mente sobre hojas y ramas. A un lado del ríohabía una especie de playa pequeñísima demenos de metro y medio de ancho, llena dedesechos acumulados allí durante innumera-bles años. Abejas muertas, basura, panales vie-jos, alas de pequeñas mariposas merodeadorasque se habían perdido en aquel lugar buscandomiel; todo estaba amontonado formando unfinísimo polvo negro. Sólo el olor penetrante deaquel conjunto bastaba para asustar a cualquierser viviente que no tuviera alas y supiese lo queera el pueblo Diminuto.

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De nuevo se movió Kaa corriente arriba has-ta llegar a un banco de arena que se encontrabaen el extremo de aquella garganta.

-Aquí está lo que mataron en esta estación -dijo-. ¡Mira!

Sobre el banco yacían los esqueletos de unpar de ciervos y el de un búfalo. Mowgli pudocerciorarse de que ni lobos ni chacales habíantocado los huesos, que estaban en posición na-tural sobre el suelo.

-Traspasaron el lindero; no conocían la ley -murmuró Mowgli-, y el pueblo Diminuto losmató. Vámonos antes de que despierten.

-No despiertan sino hasta el alba -dijo Kaa-.Te contaré ahora esto: Venía un gamo perse-guido desde el sur, hacia este sitio, hace mu-chas, muchas lluvias; no conocía la selva, y enpos de él iba toda una perrada. Ciego de miedo,saltó desde lo alto; la manada lo seguía guián-dose con la vista, pues corría desatinadamentetras él, ciega para todo rastro. Ya el sol estabaalto, y el pueblo Diminuto era numeroso y es-

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taba muy enfurecido. Muchos fueron los perrosque saltaron al Waingunga, pero, cuando llega-ban al agua, ya estaban muertos. Los que nosaltaron, fueron muertos también sobre las ro-cas. Pero el gamo quedó vivo.

-¿Cómo fue eso?-Porque llegó él primero, corriendo para sal-

var la vida, y saltó antes que el pueblo Diminu-to estuviera alerta, ya estaba en el río cuando sejuntaron para matarlo. Pero la manada que ve-nía detrás se perdió por completo bajo el pesode aquéllas.

-¿Y vivió el gamo? -repitió pausadamenteMowgli.

-Por lo menos no murió entonces, aunque nocontara con nadie que, al caer, lo esperara pararecibirlo sobre un cuerpo fuerte que lo prote-giera del agua, como cierta gruesa, sorda yamarilla Cabeza Chata esperará a un hombreci-to... sí; aunque detrás de él fueran todos losdholes del Dekkan siguiéndole el rastro. ¿Quéopinas de eso?

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La cabeza de Kaa estaba cerca del oído deMowgli; pasó un poco de tiempo antes de queel muchacho contestara.

-Es jugar con la muerte, pero... Kaa, a la ver-dad tú eres quien sabe más en toda la selva.

-Muchos han dicho eso. Ahora, presta aten-ción: si los dholes te siguen...

-Como me seguirán con toda seguridad.¡Ah! ¡Ah! Mi lengua les lanzará agudísimasespinas que les escocerán la piel.

-Si te siguen furiosos y ciegos, sin mirar aningún lado y mirándote sólo a ti, los que nomueran arriba caerán al agua aquí o más abajo,porque el pueblo Diminuto levantará el vuelo ylos cubrirá a todos. Ahora bien, las aguas delWaingunga siempre tienen hambre, y ellos nocontarán con ninguna Kaa que los sostengacuando caigan; por eso, los que vivan, seránarrastrados por la corriente hasta los bajíos, allápor los cubiles de Seeonee, y alli podrá tu ma-nada salirles al encuentro y arrojarse sobre susgargantas.

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-¡Ahai! ¡Eowawa! Mejor que esto, no lo es nila lluvia que cae a tiempo en la estación seca.Sólo queda ahora la pequeña cuestión de lacarrera y del salto. Haré que me conozcan losdholes, para que me persigan muy de cerca.

-¿Has visto la roca que se yergue sobre ti?¿La has Visto desde la tierra?

-No, ciertamente. No se me había ocurridoeso.

-Ve a verla. La tierra está podrida, llena degrietas y agujeros. Si pones en falso uno de tustorpes pies, la cacería habrá terminado. Mira, tedejaré aquí, y por el cariño que te tengo haréuna cosa: iré a referirle a la manada lo quehemos platicado para que sepan dónde podránencontrar a los dholes. En cuanto a mí, yo nadatengo que ver con ningún lobo.

Cuando a Kaa no le gustaba una amistad, lodemostraba con más rudeza que cualquier otrohabitante de la selva, excepto quizás Bagheera.

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Nadó río abajo y al llegar a la Peña topósecon Fao y con Akela que escuchaban los ruidosnocturnos.

-iHssh! ¡Perros! -dijo alegremente-. Los dho-les bajarán por el río. Si no tenéis miedo, po-dréis matarlos en los bajíos.

-¿Cuándo llegarán? dijo Fao.-¿Y dónde está mi hombre-cachorro? -

preguntó Akela.-Vendrán cuando hayan de venir -respondió

Kaa-. Espéralos y verás. En cuanto a tu hombre-cachorro, al cual le hiciste empeñar su palabra yque has conducido así a la muerte, tu hombre-cachorro, digo, está conmigo, y si no está yamuerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡pe-rro blanqueado! Espera aquí a los dholes, yalégrate de que el hombrecachorro y yo pelee-mos a tu lado.

Tornó Kaa a remontar con rapidez la co-rriente y dio fondo en mitad de la estrecha gar-ganta, mirando hacia arriba, hacia el borde delos cantiles. Vio de pronto la cabeza de Mowgli

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que se proyectaba contra las estrellas, luegooyóse un rumor, como un silbido en el aire y elagudo schloop de un cuerpo que caía de pie, yal minuto siguiente ya encontrábase el mucha-cho descansando de nuevo sobre los anillos deKaa.

-Este salto, de noche, no es nada dijo Mowglisuavemente-. He saltado de doble altura sólopor divertirme; pero allá arriba sí que es malsitio: puros arbustos bajos y zanjas profundas,todos llenos del pueblo Diminuto. Coloquégrandes piedras superpuestas en el borde de lastres zanjas. Al correr, les daré con el píe y laslanzaré abajo, y así todo el pueblo Diminuto selevantará detrás de mí, furioso.

-Eso es habladurías y astucias de hombre -dijo Kaa-. Eres listo, pero ese pueblo está enfu-recido siempre.

-No; al anochecer todas las alas descansanun rato, las que están cerca y las que están lejos.Me entretendré con los dholes a esa hora, por-

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que ellos cazan mejor de día. Ahora siguen elrastro de sangre que dejó Won-tolla.

-Ni Chil abandona nunca un buey muerto, nilos dholes un rastro de sangre -sentencié Kaa.

-Entonces les daré un rastro nuevo, hechocon su propia sangre, si puedo, y les haré mor-der el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta queregrese con mis dholes?

-Sí. Pero, ¿qué sucederá si te matan en la sel-va, o si el pueblo Diminuto te mata antes quepuedas saltar al río?

-Cuando llegue mañana, cazaremos lo demañana -respondió Mowgli citando un dichode la selva; y prosiguió-: Cuando esté muerto,que me canten la Canción de la Muerte. ¡Buenasuerte, Kaa!

Apartó su brazo del cuello de la serpiente ydescendió por la garganta como si fuera unmadero arrastrado por la avenida, chapoteandoen dirección de la lejana orilla donde el aguaformaba un remanso, y riéndose a carcajadasde puro gozo. A Mowgli nada le gustaba más

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que jugar con la muerte y mostrarle a toda laselva que él era allí el amo y su archi-amo. Confrecuencia había robado, ayudado de Baloo,colmenas que las abejas fabricaban en árbolesaislados; gracias a ello, sabía que el pueblo Di-minuto no puede sufrir el olor del ajo silvestre.Por tanto, recogió un haz de esas plantas, lo atócon una tira de corteza, y luego empezó a se-guir el rastro de sangre de Won-tolla, hacia elsur y a partir de los cubiles, por espacio de másde una legua, mirando los árboles con la cabezainclinada a un lado, y riendo como loco al mi-rar.

-He sido Mowgli, la Rana -se decía a sí mis-mo-; y he dicho que soy Mowgli, el Lobo. Aho-ra me toca ser Mowgli, el Mono, antes de serMowgli, el Gamo. Al fin acabaré por ser Mow-gli, el Hombre. ¡Oh!

Y al decir esto pasó el pulgar por la hoja desu cuchillo, de dieciocho pulgadas de largo.

El rastro de Won-tolla, todo él formado deoscuras manchas de sangre, se deslizaba bajo

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un bosque de copudos árboles muy agrupadosque se extendía hacia el noroeste, y que clarea-ba gradualmente desde la distancia de medialegua antes de llegar a las Rocas de las Abejas.Desde el último árbol, hasta llegar a la brozabaja de esas rocas, era ya campo abierto endonde apenas habría encontrado refugio unlobo. Corrió Mowgli por debajo de los árboles,calculando las distancias entre rama y rama,encaramándose de cuando en cuando en untronco, y saltando por vía de ensayo de un ár-bol a otro, hasta que llegó al campo abierto, alque estudió cuidadosamente durante una hora.Regresó entonces y tomó de nuevo el rastro deWon-tolla donde lo había dejado, se acomodóen un árbol que mostraba una rama saliente aunos dos metros y medio del suelo, y allí per-maneció sentado tranquilamente, afilando sucuchillo en la planta del pie y cantando.

Poco antes del mediodía, cuando el calor eraextremoso, escuchó ruido de pasos y percibió elabominable olor de la manada de dholes que

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seguían, con aire feroz, el rastro de Won-tolla.Vistos desde arriba los rojizos dholes no parecí-an tener ni la mitad del tamaño de un lobo;pero Mowgli sabía cuán fuertes eran sus pies ysus quijadas. Observó la cabeza puntiaguda yde color bayo del que los dirigía, el cual olfa-teaba la pista, y le gritó:

-iBuena caza!La fiera miró hacia arriba y sus compañeros

se pararon detrás de él, docenas y docenas derojizos perros, de largas y colgantes colas, sóli-das espaldas, débiles patas traseras y ensan-grentadas bocas. Por lo general, los dholes sonmuy silenciosos y no guardan buenas formasincluso con los de su manada. Eran unos dos-cientos los que se hallaban reunidos debajo deMowgli, pero éste vio que los delanteros olfa-teaban con aire de hambrientos el rastro deWon-tolla, e intentaban que toda la manadasiguiera adelante. Pero esto no le convenía,porque entonces llegarían a los cubiles en pleno

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día; la intención de Mowgli era entretenerlosallí, bajo el árbol, hasta el anochecer.

-¿Con qué permiso venís aquí? -les dijo.-Todas las selvas son nuestras -fue la res-

puesta, y el dhole que se la dio le mostró losblancos dientes.

Mowgli miró hacia abajo sonriendo, e imitóperfectamente el agudo chillido y la especie decharla de Chikai, el ratón saltador del Dekkan,dando a entender con esto que tenía en tan po-co a los dho!es como al mismo Chikai. Se agru-pó entonces la perrada alrededor del tronco, yel que la dirigía ladró furiosamente llamándolea Mowgli mono. Por toda respuesta, alargó elmuchacho una de sus desnudas piernas y mo-vió los dedos del pie, precisamente sobre lacabeza del perro. Esto fue suficiente, demasia-do suficiente para poner fuera de sí a toda lamanada. Los que tienen pelo entre los dedos,no gustan de que nadie se lo recuerde. ApartóMowgli su pie cuando el jefe saltó para mor-dérselo, y le dijo suavemente:

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-¡Perro, perro rojizo! ¡Vuélvete al Dekkan acomer lagartos! ¡Vete con Chikai, tu hermano...perro... perro rojizo, rojizo! ¡Tienes pelo entrelos dedos! -y movió sus propios dedos por se-gunda vez.

-iBaja de allí antes que te sitiemos por ham-bre, mono pelón! -aulló la manada, y eso eraprecisamente lo que Mowgli quería.

Acostóse a lo largo de la rama, apoyada unamejilla contra la corteza, libre su brazo derecho,y en esta posición le dijo a la manada lo quepensaba y sabía de ella, sus maneras, sus cos-tumbres, compañeros y pequeñuelos. No hayen el mundo lenguaje tan rencoroso y ofensivocomo el que usa el pueblo de la selva para mos-trar su superioridad y su desprecio. Si piensanustedes durante un momento, verán cómo estotiene que ser así. Como le había dicho Mowgli aKaa, tenía en la lengua espinas muy punzantes,y poco a poco, y asimismo deliberadamente,llevó a los dholes desde el silencio a los gruñi-dos, de éstos a los aullidos, y de los aullidos a

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la más sorda e imponente rabia. Intentaron con-testar sus improperios, pero lo mismo hubieraintentado hacerlo un cachorro al que hubieseenfurecido con su lenguaje Kaa; durante todoeste tiempo, la mano derecha (le Mowgli estuvosiempre junto al costado, encogida y prontapara la acción, mientras sus pies se cruzaban entorno de la rama. El enorme jefe bayo habíasaltado muchas veces en el aire, pero Mowglino quiso arriesgarse a dar un golpe en falso.Por último, enfurecido hasta lo indecible, saltóel animal a más de dos metros desde el niveldel suelo. Entonces la mano del muchacho lan-zóse hacia aquél como si fuera la cabeza de unade las serpientes que viven en los árboles y loaferró por la piel del pescuezo; la rama se sacu-dió de tal modo cuando echó hacia atrás todo elpeso de su cuerpo, que casi arrojó a Mowgli alsuelo. Pero no soltó a su presa, y, pulgada apulgada, levantó a la bestia que colgaba de sumano como un chacal ahogado. Con la manoizquierda asió su cuchillo y cortó la roja y pelu-

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da cola y arrojó después al suelo al dhole. Nonecesitaba hacer más. La manada ya no segui-ría el rastro de Won-tolla, hasta que mataran aMowgli o Mowgli los matara a ellos. Vio que sesentaban formando círculos y con un temblorci-llo en las ancas, lo que significaba que allí per-manecerían; por tanto, encaramóse a un sitiomás alto donde se cruzaban dos ramas, apoyóallí la espalda con toda comodidad y se quedódormido.

Despertó al cabo de tres o cuatro horas ycontó los perros de la manada. Todos estabanallí, silenciosos, hoscos, secas las fauces y losojos fríos como el acero. El sol empezaba a po-nerse. Dentro de media hora, el pueblo Dimi-nuto de las rocas terminaría su labor, y, comoya se dijo, los dholes no pelean tan bien a lahora del oscurecer.

-No necesitaba tan buenos vigilantes -dijocortésmente, poniéndose en pie en la rama-;pero ya me acordaré de esto. Son ustedes ver-daderos dholes, pero, en mi opinión, demues-

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tran demasiado celo. Por eso no le entregaré sucola al comedor de lagartos. ¿No estás contento,perro rojizo?

-Yo mismo te sacaré las tripas -aulló el jefede la manada, arañando el pie del árbol.

-No harás tal. En vez de eso, piensa un poco,sabia rata del Dekkan. Verás cuántas camadasnacerán de perrillos rojos sin cola; eso es, conmuñoncitos rojos en carne viva que les escoce-rán cuando la arena arda, calentada por el sol.Vuélvete a tu casa, perro rojizo. y publica queun mono te ha hecho eso. ¿No te irás?

Entonces, ven conmigo y yo te enseñaré aser discreto.

Saltó entonces Mowgli, al estilo de los Ban-dar-log, al árbol más próximo; de éste, al si-guiente, y luego al otro y al de más allá, y leseguían siempre los perros, levantada la cabe-za, hambrientos. De cuando en cuando fingíacaerse, y los de la manada se atropellaban losunos a los otros en su prisa por ser los primerosen matarlo. Era un espectáculo curioso: el mu-

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chacho saltando por las ramas más altas de losárboles, brillando su cuchillo a la luz del solque ya estaba bajo, y la silenciosa manada roji-za que parecía de fuego apiñándose y siguién-dolo desde abajo. Cuando llegó al último árbol,cogió los ajos que llevaba y se frotó con ellos elcuerpo todo cuidadosamente, y los dholes au-llaron despectivamente.

-Mono con lengua de lobo, ¿crees que así nosharás perder tu rastro? -dijeron-. Te seguiremoshasta matarte.

-Toma tu cola -respondió Mowgli, arrojandohacia atrás la que había cortado, y la manada,instintivamente, se precipitó sobre ella-. Y aho-ra, síganme, hasta la muerte.

Se había deslizado por el tronco de un árbol,y corría, desnudos los pies y ligero como elviento hacia las Rocas de las Abejas, antes deque los dholes comprendieran lo que iba ahacer.

Lanzaron éstos un profundo aullido, y em-pezaron a correr con aquel largo y pesado ga-

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lope que acaba por rendir al fin a cuanto seacapaz de correr. Sabía Mowgli que, juntos enmanada, su velocidad era muy inferior a la delos lobos; de lo contrario, nunca se hubieraarriesgado a aquella carrera de media legua encampo abierto. Ellos estaban seguros de quepor último se apoderarían del muchacho, y él loestaba también de que podía jugar con elloscomo quisiera. Toda su labor consistía en man-tenerlos suficientemente excitados tras él paraevitar que se volvieran antes de tiempo. Corríametódicamente, con paso igual y gran elastici-dad, y el jefe sin cola iba a cinco metros detrásde él y lo seguían los demás en un espacio deterreno que podría medir unos cuatrocientosmetros, locos, ciegos de coraje todos los dholes,y ansiosos de matar. Así mantuvo el muchachosu distancia, sirviéndose del oído para calcular-la, reservando su último esfuerzo para cuandose lanzara entre las Rocas de las Abejas.

El pueblo Diminuto se había entregado alsueño al empezar el ocaso, porque no era aque-

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lla la estación en que se abren tarde las flores.Pero cuando sonaron los primeros pasos deMowgli en el suelo hueco, oyó tal ruido que noparecía otra cosa sino que la tierra entera re-zumbara. Entonces corrió como nunca anteshabía corrido en su vida, y dio un puntapié auno, a dos, a tres de los montones de piedras,arrojándolas en las oscuras grietas que exhala-ban un olor dulzón. Oyó una especie de brami-do, parecido al del mar cuando invade una ca-verna; miró con el rabillo del ojo y vio que elaire se oscurecía a su espalda. Vio también lacorriente del Waingunga allá abajo, y sobre elagua una cabeza chata de forma parecida a undiamante. Saltó al vacío con toda su fuerza,oyendo cómo se cerraban las quijadas del dholesin cola, cuando iba por el aire, y cayó en el río,de pie, salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni unapicadura tenía en el cuerpo porque el olor delajo había mantenido a distancia al pueblo Di-minuto durante los breves segundos que estu-vo entre las abejas.

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Cuando surgió a la superficie del agua, losostenían los anillos de Kaa, y multitud de co-sas saltaban desde el borde del acantilado;grandes montones, según parecía, de abejasapiñadas que descendían como plomos de son-das; pero antes de que cualquiera de ellos toca-ra el agua, volaban las abejas hacia arriba y elcuerpo de un dhole daba volteretas en la co-rriente, que lo arrastraba.

Mowgli y su compañera oían allá, sobre sucabeza, furiosos y breves aullidos, pronto aho-gados por una especie de bramido como cuan-do rompe el mar contra los escollos: el enormerumor de las alas del pueblo Diminuto de lasRocas.

Asimismo algunos de los dholes habían caí-do en las grietas que comunicaban con las ca-vernas subterráneas, en donde, ahogándose,peleaban y mordían entre los panales despren-didos, y al cabo eran levantados, aun cuando yaestuvieran muertos, por las ascendentes olea-das de abejas que había debajo de ellos, y arro-

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jados a algún agujero frente al río y de allí lan-zados a los negros montones de basura. Otrosdholes saltaron sobre los árboles de los acanti-lados, y las abejas cubrían sus cuerpos hastaborrar sus contornos; pero la inmensa mayoríade ellos, locos por las picaduras, se habían arro-jado al río, y, como Kaa lo había dicho, elWaingunga está siempre hambriento.

Kaa sostuvo a Mowgli fuertemente hastaque recuperó el aliento el muchacho.

-Es preferible no permanecer aquí -dijo-. Elpueblo Diminuto está alborotado en verdad.¡Ven!

Nadando tan aplastado contra el agua cuan-to le era posible y zambulléndose con frecuen-cia, Mowgli descendió por el río, cuchillo, enmano.

-iDespacio! ¡Despacio! -decía Kaa-. Un solodiente no matará a centenares, a menos que seaun diente de cobra, y muchos dholes se arroja-ron de inmediato al agua cuando vieron alpueblo Diminuto.

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-Así tendrá más trabajo mi cuchillo, enton-ces. ¡Fai! ¡Cómo nos siguen las abejas!

Mowglí se zambulló de nuevo. La superficiedel agua estaba cubierta de abejas que zumba-ban irritadas y picaban cuanto hallaban a supaso.

-Nada se ha perdido nunca con guardar si-lencio -dijo Kaa; ningún aguijón podía atrave-sar sus escamas-, y tienes toda la noche para tucacería. ¿Oyes cómo aúllan?

Casi la mitad de la manada había visto latrampa en que habían caído sus compañeros, yvolviéndose rápidamente a un lado se habíanarro,jado al agua donde la garganta formabaribazos. Sus gritos de rabia y sus amenazas co-ntra el "mono de los bosques" que los habíaengañado tan vergonzosamente, se confundíancon los aullidos y el gruñir de los que habíansido atormentados por las picaduras del puebloDiminuto. Quedarse en la ribera, era la muertesegura, y bien lo sabía cada uno de los dholes.Su manada iba río abajo dirigiéndose a los pro-

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fundos remansos de la Laguna de la Paz, peroincluso hasta allí los seguía el pueblo Diminutoy los obligaba a volver al centro de la corriente.Podía escuchar Mowgli la voz del jefe sin colaanimando a los suyos y diciéndoles que mata-ran a todos los lobos de Seeonee; pero no per-dió su tiempo escuchándola.

-iAlguien mata en la oscuridad, detrás denosotros! -ladró uno de los dholes-. El agua estáteñida de sangre.Mowgli se había zambullido y nadaba como sifuera una nutria, arrojó a uno de los dholes bajoel agua antes que tuviera tiempo de abrir elhocico, y surgieron a la superficie unos círculososcuros al aparecer el cuerpo que se volvía delado. Los dholes intentaron retroceder pero lacorriente se lo impidió, y el pueblo Diminutocontinuaba picándolos en la cabeza y en lasorejas; podían oír, además, el reto de la manadade Seeonee que se escuchaba cada vez másfuerte y profundo en la oscuridad creciente.Nuevamente se zambulló Mowgli, y otro dhole

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fue a parar bajo el agua, y luego surgió, muerto,y estalló de nuevo el clamor entre los rezagadosde la manada, aullando algunos que debíanganar la orilla, en tanto que otros llamaban a sujefe y le pedían que los volviera al Dekkan, yotros, por último, desafiaban a Mowgli a que sepresentara para matarlo.

-Ésos vienen a la pelea con pensamientos di-ferentes y muchas voces -dijo Kaa-. Lo que faltahacer corresponde a los tuyos allá abajo. Elpueblo Diminuto regresa a dormir; ya se aleja-ron mucho persiguiéndonos. Ahora yo tambiénme regreso porque no soy de la misma claseque los lobos. ¡Buena caza, hermanito, y re-cuerda que los dholes dirigen abajo sus mor-discos!

Llegó un lobo corriendo en tres patas por laribera del río, ora saltando, ora ladeando yaplastando la cabeza contra el suelo, ya encor-vando la espalda, ya saltando a tanta alturacomo le era posible, como si estuviese jugandocon sus cachorros. Era Won-tolla, el Solitario;

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no decía palabra, sino que continuaba su horri-ble juego persiguiendo a los dholes. Éstos hacíaya rato que estaban en el agua y les pesaba elmojado pelo y las gruesas colas que les colga-ban como esponjas, tan rendidos que tambiénellos callaban, mirando aquel par de ojos lla-meantes que se movían frente a ellos.

-¡Esto no es cazar según las reglas! -dijo uno,jadeando.

-¡Buena suerte! -dijo Mowgli surgiendocompletamente del agua al lado de la fiera, cla-vándole su largo cuchillo junto a la espaldilla yapretando todo lo que pudo para evitar la den-tellada del agonizante.

-¿Estás allí, hombre-cachorro? -gritó Won-tolla desde la orilla.

-Pregúntaselo a los muertos, Solitario -respondió Mowgli-. ¿No has visto bajar a nin-guno por el río? ¡Les hice morder el polvo aesos perros! Les jugué una mala pasada a plenaluz del día y a su jefe le corté la cola; pero toda-

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vía quedan allí algunos para ti. ¿Hacia dóndequieres que los obligue a ir?

-Esperaré -dijo Won-tolla-. Me queda aúntoda la noche.

Cada vez se oían más cerca los aullidos delos lobos de Seeonee.

-iPor la manada! ¡Por la manada en pleno, loque hemos jurado!

Y un recodo del río arrojó a los dholes entrela arena y los bajíos que había frente a los cubi-les.

Y entonces se dieron cuenta de su error. De-bieron haber saltado a tierra unos ochocientosmetros más arriba y atacar a los lobos en terre-no seco. Pero ahora ya era demasiado tarde. Enla orilla se veía una línea de ojos que parecíande fuego, y excepto el horrible feeal no inte-rrumpido desde la puesta del sol, no se percibíaningún ruido en la selva. Parecía como si Won-tolla los hubiera atraído para que tomaran tie-rra allí.

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-¡Den la vuelta y ataquen! -dijo el jefe de losdholes.

La manada entera se lanzó a la playa, chapo-teando en los bajíos, hasta que toda la superfi-cie del río se agitó y cubrió de blanca espuma,formando círculos que iban de un lado a otrodel río como los de un barco. Mowgli siguió laembestida, acuchillando y rebanando mientraslos dholes corrían apiñados por la orilla comouna ola.Entonces empezó la gran lucha, levantándose,agarrándose, aplanándose, haciéndose pedazoslos unos a los otros, agrupados o diseminados,a lo largo de la roja, húmeda arena, por encimao entre las enredadas raíces de los árboles, altravés o en medio de los matorrales, entrando ysaliendo por lugares cubiertos de yerba, puesaun entonces la proporción entre dholes y lobosera de dos a uno. Pero los lobos luchaban porcuanto constituía la razón de ser de su manada,y no eran ya sólo los flacos y altos cazadores deotras veces, de pechos hundidos y blancos col-

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millos, sino que a ellos se juntaban las lahinisde mirada ansiosa (las lobas de cubil, como selas llama), que luchaban por sus camadas y queintercalaban entre ellas de cuando en cuando aalgún lobo de un año, de piel lanosa aun, queiba a su lado tirando y agarrándose a su madre.Un lobo, como sabéis, ataca arrojándose a lagarganta o mordiendo en los costados, en tantoque un dhole generalmente procura morder enel vientre; así, cuando peleaban fuera del aguay tenían que levantar la cabeza, los lobos lleva-ban ventaja. En la tierra, en cambio, se hallabanen condiciones de inferioridad. Pero, ya en elagua, ya en tierra, el cuchillo de Mowgli nodescansaba ni un segundo. Los cuatro, final-mente, se habían abierto paso hasta llegar a sulado. El Hermano Gris, agachado entre las rodi-llas del muchacho, le protegía el vientre, entanto que los demás le cuidaban la espalda ylos costados, o lo cubrían con su cuerpo cuandola sacudida y el aullido de un salto de uno delos dholes, contra la resistente hoja del cuchillo,

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lo hacía caer de espaldas. Los demás que com-batían, formaban una masa desordenada y con-fusa, una apretada y ondulante multitud, quese movía de derecha a izquierda y de izquierdaa derecha a lo largo de la ribera; o que girabapausadamente una y otra vez en derredor de supropio centro. Y aquí se elevaba como una trin-chera, se hinchaba como burbuja de agua en untorbellino; la burbuja se rompía y lanzaba acuatro o cinco perros heridos, cada uno de loscuales luchaba por volver al centro. Allá podíaverse a un lobo solo, derribado por dos o tresdholes a los que arrastraba penosamente, desfa-lleciendo con el esfuerzo. Más allá, un cachorrode un año era elevado en el aire por la presiónde los que lo rodeaban, aunque ya hacía ratoque estaba muerto, en tanto que su madre, en-loquecida de rabia, pasaba y volvía a pasar,mordiendo siempre; y en medio de la pelea,sucedía acaso que un lobo y un dhole, olvida-dos de todos los demás, se preparaban para uncombate singular queriendo cada uno ser el

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primero en morder, hasta que repentinamente,un torbellino de furiosos combatientes losarrastraba a entrambos. En una ocasión Mowglipasó junto a Akela que llevaba a un dhole encada flanco y apretaba sus quijadas, casi ya sindientes, sobre los ijares de un tercero. Otra vezvio a Fao con los dientes clavados en la gargan-ta de un dhole, arrastrándolo hacia adelantepara que los lobos de un año acabaran con él.Pero lo principal de la lucha no era sino ciegaconfusión y un ahogarse en la oscuridad; dargolpes, pernear, caerse, ladrar, gruñir, muchomorder y desgarrar en torno suyo, debajo de ély por encima de él. Conforme avanzaba la no-che, el rápido e insoportable movimiento gira-torio aumentó. Los dholes se sentían acobarda-dos y temerosos para atacar a los lobos másfuertes, pero aún no se atrevían a huir. Mowgliadivinó que la pelea tocaba a su fin, y contentó-se ya nada más con herir y dejar inutilizadas asus víctimas. Los lobos de un año tornábansemás atrevidos; ya era posible de cuando en

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cuando tomar un respiro, hablar con el compa-ñero que estaba al lado, y el brillo del cuchillohacía que retrocediera alguno de los perros.

-Ya casi no queda sino el hueso por roer -gritó el Hermano Gris que manaba sangre porveinte heridas.

-Pero hay que roerlo -respondió Mowgli-.¡Eowawa! ¡Así se hacen las cosas en la selva!

La roja hoja del cuchillo, corriendo comollamarada, se hundió en los ijares de un dholecuyos cuartos traseros quedaban ocultos por unlobo que lo tenía agarrado.

-iEs mi presa! -gruñó el lobo arrugando lanariz-. ¡Déjamelo!

-¿Tienes aun vacío el vientre, Solitario? -dijoMowgli.

Won-tolla había sido terriblemente herido;pero mantenía paralizado al dhole que no po-día volverse para morderlo.

-¡Por el toro que me rescató! -exclamó Mow-gli con amarga sonrisa-. ¡Si es el rabón!

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En efecto, era el perro de color bayo que di-rigía la manada.

-No es discreto matar cachorros y lahinis -prosiguió Mowgli filosóficamente, limpiándosela sangre que le cubría los ojos-; a no ser quehaya matado también al Solitario, y me pareceque ahora Won-tolla te matará a ti.

Acudió un dhole en ayuda de su jefe; peroantes de que clavara sus dientes en el costadode Won-tolla, el cuchillo de Mowgli se clavó enla garganta del perro y el Hermano Gris se en-cargó de rematarlo.

-¡Así se hacen las cosas en la selva! -dijo denuevo Mowgli.

Won-tolla nada dijo; tan sólo sus quijadasfueron cerrándose cada vez más sobre el espi-nazo del dhole al paso que su propia vida seextinguía. Se estremeció el dhole, cayó su cabe-za y quedó inmóvil, mientras que el mismoWon-tolla caía también sobre su cuerpo.

-iHuh! La deuda de sangre está pagada dijoMowgli-. Canta la canción, Won-tolla.

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-No cazará ya más dijo el Hermano Gris-. YAkela también guarda sllencio desde hace mu-cho rato.

-iRoímos ya el hueso! -tronó Fao, el hijo deFaona-. ¡Huyen! ¡ Mátenlos! ¡ Extermínenlos,cazadores del Pueblo Libre!

Uno tras otro se rétiraban los dholes deaquella oscura y ensangrentada arena hacia elrío, hacia la espesa selva, río arriba o río abajo,según donde veían despejado el camino.

-iLa deuda! ¡La deuda! -gritó Mowgli-. ¡Quepaguen la deuda! ¡Asesinaron al Lobo Solitario!¡Que no escape con vida ni uno solo!

Volaba hacia el río, con el cuchillo en la ma-no, para detener a cualquier perro que intentaraarrojarse al agua, cuando, bajo un montón denueve cadáveres, vio surgir la cabeza y loscuartos anteriores de Akela. Mowgli cayó derodillas al lado del Lobo Solitario.

-¿No te dije que ésta sería mi última pelea? -dijo Akela, jadeando-. Ha sido una buena ca-za... ¿Y tú, hermanito?

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-Estoy vivo, y he matado a muchos.-¡Muy bien! Yo me muero, y quisiera. . . qui-

siera morir a tu lado, hermanito.Mowgli apoyó en sus rodillas la cabeza llena

de horrorosas heridas y puso sus brazos entorno del cuello, desgarrado también.

-Ha pasado ya mucho tiempo desde aquellosdías en que vivía Shere Khan y en que un hom-bre-cachorro se revolcaba desnudo en el polvo.

-¡No! ¡No! ¡Yo soy un lobo! ¡Yo soy de lamisma raza que el Pueblo Libre! -dijo Mowglillorando. ¡Yo no tengo la culpa de ser un hom-bre!

-Eres un hombre, hermanito, lobato a quienhe vigilado. Eres un hombre; de la contrario, lamanada hubiera huido frente a los dholes. Yo tedebo la vida, y hoy le salvaste la vida a la ma-nada, como yo te salvé a ti. ¿Lo olvidaste? To-das las deudas están ya pagadas. Vete con tupropia gente. Te lo repito, luz de mis pupilas: lacacería ha terminado. Vete con tu propia gente.

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-No iré nunca. Cazaré solo en la selva. Ya lohe dicho.

-Tras el verano vienen las lluvias, y despuésde las lluvias, la primavera. Vete, antes de quete veas obligado a hacerlo.

-¿Quién me obligará?-Mowgli mismo obligará a Mowgli. Vuelve

con tu gente. Vuelve con los hombres.-Pues me iré cuando Mowgli sea quien obli-

gue a Mowgli a marcharse -respondió el mu-chacho.

-Nada más tengo que decirte, dijo Akela.Hermanito, ¿podrías levantarme y ponerme enpie? También yo fui jefe del Pueblo Libre.

Muy cuidadosa y suavemente, Mowgli apar-tó los cuerpos amontonados y puso en pie aAkela, abrazándolo, y el Lobo Solitario resollócon fuerza y empezó a cantar la Canción de laMuerte que todo jefe de manada debe cantar almorir. Adquiría mayor fuerza por momentos,elevándose, resonando al través del río, hastallegar al grito final de: "¡Buena caza!" Entonces

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se arrancó Akela de los brazos de Mowgli porun instante, y, saltando en el aire, cayó de es-paldas, muerto, sobre la última y terrible ma-tanza.

Se sentó Mowgli con la cabeza entre las rodi-llas, sin atender a cosa alguna, en tanto que losrezagados dholes que huían eran perseguidos ydestrozados por las implacables lahinis. Poco apoco cesaron los gritos, y los lobos regresaronrenqueando, porque sus heridas los molestabanmás y más, para recontar las pérdidas quehabían sufrido. Quince de los de la manada ymedia docena de lahinis quedaron muertosjunto al río, y ninguno de los otros había salidoindemne. Y Mowgli permaneció allí sentadohasta el alba, cuando sintió en su mano el hoci-co enrojecido y húmedo de Fao, y entoncesMowgli se apartó y le mostró el demacradocuerpo de Akela.

-¡Buena suerte! -dijo Fao, como si Akela es-tuviese todavía vivo, y luego, hablando a losotros por encima de su ensangrentada espaldi-

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lla, gritó.-: ¡Aullad, perros! ¡Esta noche hamuerto un lobo!

Pero de toda la manada de doscientos lu-chadores dholes, que pregonaban ser amos detodas las selvas, y que no había ser viviente quepudiera batirse con ellos, ni uno solo volvió alDekkan para repetir las palabras de Fao.

La Canción de Chil(Esta es la canción que entonó Chil cuando

los milanos descendieron uno tras otro al caucedel río, una vez terminada la gran batalla. Chiles amigo de todo el mundo, pero es una criatu-ra que tiene corazón de hielo, porque sabe quecasi todos en la selva irán a parar a él un día uotro.)

Mis compañeros eran; frente a mí corríanpor la noche,(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!).Pero ahora silbo sobre sus cuerpos,pues todo ha terminado.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

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Palabra me dieron: me avisarían donde botínhubiera;palabra les di: mostrarles yo también al gamoen la llanura.Aquí termina toda huella; enmudecieron porsiempre.

Los viejos guías de la manada(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)Los que al sambhur acorralaban o se apodera-ban de él cuando pasaba...(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

Aquellos que explorar solían, los que se ade-lantaban,los rezagados... No seguirán más pistas,no cazarán ya juntos.Eran mis compañeros. ¡Piedad siento por sumuerte!(¡Frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)Ahora mi canción se eleva por ellos, por ellosa quienes conocí orgullosos.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!)

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Flancos rotos, ojos hundidos, hocicos abier-tos y rojos,entrelazados, descarnados y solos yacen, muer-tos sobre muertos.Todo rastro aquí termina...¡Los míos quedarán hartos con tanta carne!

El "Ankus"1 del ReyCuatro cosas hay que nunca están contentas,

que siempre son insaciables: la boca de Jacala2

el buche del milano; las manos de los monos ylos ojos del hombre.(Adagio de la selva)

Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peñahabía mudado su piel quizás por ducentésimavez desde su nacimiento, y Mowgli, que nuncaolvidó que le debía la vida a Kaa por aquellanoche en que ella trabajó tanto en las moradasfrías -como acaso recordarán ustedes-, fue afelicitarla. La muda de la piel siempre hace queuna serpiente se sienta irritable y deprimida, loque dura hasta que la piel nueva empieza amostrarse hermosa y brillante. Ya no volvió

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Kaa a burlarse de Mowgli, sino que lo aceptó,como lo hacían los demás pueblos de la selva,como amo y señor de ésta, y le traía cuantasnoticias podía naturalmente escuchar una ser-piente pitón de su tamaño. Lo que Kaa no sabíaacerca de la selva media, como la llamaban -lavida que se desliza por encima o por debajo dela tierra entre piedras, madrigueras y troncosde árbol-, podría ser escrito en la más pequeñade sus escamas.

Aquella tarde Mowgli estaba sentado en elcírculo que formaban los grandes replieguesdel cuerpo de Kaa, manoseando la escamosa yrota piel vieja que estaba entre las rocas for-mando eses y enroscada, tal como Kaa la habíadejado. Kaa, con mucha cortesía, se había hechoun ovillo bajo los anchos y desnudos hombrosde Mowgli, de tal manera que el muchachodescansara en un sillón viviente.

-Es perfecta hasta las escamas de los ojos -dijo Mowgli entre dientes, jugando con la piel

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vieja-. ¡Qué extraño es ver uno mismo, a suspies, la cubierta de su propia cabeza!

-Sí, pero yo no tengo pies -respondió Kaa-; ycomo es esta la costumbre de toda mi gente, nolo encuentro extraño. ¿No se te vuelve la pielvieja y áspera?

-Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata; pe-ro es cierto: en los grandes calores he deseadopoder mudar la piel sin dolor, y correr luegosin ella.

-Pues yo me lavo y además me quito la piel.¿Qué te parece mi abrigo nuevo?

Mowgli pasó su mano sobre la labor diago-nal de taracea de aquel inmenso dorso.

-La tortuga tiene la espalda más dura, peroes de colores menos alegres -dijo sentenciosa-mente-; la rana, mi tocaya, los tiene más ale-gres, pero no es tan dura. Su aspecto es muyhermoso.., como las manchas que hay en elinterior de los lirios.

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-Necesita agua. Una nueva piel nunca ad-quiere su verdadero color antes del primer ba-ño. Vamos a bañarnos.

-Yo te llevaré -dijo Mowgli; se agachó, rien-do, para levantar por el centro el enorme cuer-po, precisamente por donde era más grueso.Un hombre hubiera podido de igual maneraintentar levantar un largo y ancho tubo de losdrenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta,soplando tranquilamente, muy regocijada. Em-pezó entonces el acostumbrado juego de todaslas tardes (el muchacho con todo su vigor queera mucho, y la serpiente pitón con su magnífi-ca piel nueva, uno frente al otro para luchar)..,juego para ejercitar tanto el ojo como las fuer-zas. Por supuesto, Kaa hubiera podido pulveri-zar a una docena de Mowglis si hubiese queri-do; pero jugaba con mucho cuidado y nuncaempleaba ni la décima parte de su fuerza. Encuanto a Mowgli, tenía suficiente para resistirla rudeza de aquel juego. Kaa se lo había ense-ñado, y con ello ganaron sus miembros en elas-

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ticidad mejor que con cualquier otra cosa. Al-gunas veces, Mowgli permanecía de pie, en-vuelto casi hasta el cuello por los movedizosanillos de Kaa, y se esforzaba en sacar un brazoy cogerla por la garganta. Entonces Kaa se des-lizaba suavemente, y Mowgli, con sus dos piesde movilidad extrema, intentaba detener todomovimiento de la enorme cola que retrocedíabuscando una roca o el pie de un árbol. Balan-ceábanse también, cabeza con cabeza, cada unoesperando un momento para atacar, hasta queel hermoso grupo, parecido a una estatua, sedeshacía en torbellinos de negros y amarillen-tos anillos y en piernas y brazos que luchabanuna y otra vez por levantarse.

-¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! -decía Kaa, dirigien-do fintas con su cabeza, que ni siquiera la rapi-dísima mano de Mowgli lograba desviar-. ¡Mi-ra! ¡Ahora te toco aquí, hermanito! ¡Y aquí, yaquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Te toquéde nuevo!

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Terminaba siempre del mismo modo el jue-go: Con un golpe en línea recta, de la cabeza deKaa, que echaba a rodar al muchacho por elsuelo. Mowgli nunca pudo aprender el modode ponerse en guardia contra aquella estocadarápida como el rayo, y, como Kaa decía, eracompletamente inútil que lo intentara.

-¡Buena caza! -gruñó por último Kaa; yMowgli, como siempre, cayó disparado a cincometros de distancia, sin aliento y riéndose. Selevantó con las manos llenas de hierba y siguióa Kaa hacia el bañadero preferido de la serpien-te: una profunda laguna negra rodeada de ro-cas, a la que tornaban atractiva algunos hundi-dos troncos de árbol. Hundióse el muchacho enel agua, al estilo de la selva, sin ruido, y la cru-zó buceando; salió a la superficie, también ensilencio, y se tendió de espaldas con los brazosdetrás de la cabeza, mirando levantarse a laluna sobre las rocas, y quebrando con los dedosde sus pies el reflejo de ella en el agua. La cabe-za de Kaa, en forma de diamante, cortó la lí-

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quida superficie como una navaja y fue a des-cansar sobre el hombro de Mowgli. Quedáron-se quietos, embebidos voluptuosamente en laagradable impresión del agua fría.

-¡Qué bien estamos así! -dijo finalmenteMowgli, soñoliento-. En la manada de los hom-bres, a esta misma hora, según recuerdo, setienden ellos sobre pedazos de madera muyduros, en el interior de una trampa de barro, y,después de cerrar para que no entre el aire purode fuera, se echan encima de la atontada cabezauna tela sucia, y entonan unas canciones nasa-les muy feas. Estamos mucho mejor en la selva.

Una cobra se deslizó rápidamente por enci-ma de una roca, bebió, dio el grito de "¡buenasuerte!", y desapareció.

-¡Ssss! -silbó Kaa como si de pronto se acor-dara de algo-. Así pues, ¿la selva te proporcionatodo lo que siempre deseaste, hermanito?

-No todo -respondió Mowgli, riendo-; paraello sería preciso que a cada cambio de lunahubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que ma-

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tar. Ahora le podría matar con mis propias ma-nos, sin pedirles ayuda a los búfalos. Además,he deseado a veces que el sol brille en medio delas lluvias, y que las lluvias cubran al sol en lomás ardiente del verano. Además, nunca mesentí con el estómago vacío sin desear habermatado una cabra; y nunca maté una cabra sindesear que fuese un gamo; o un gamo, sinhaber deseado que fuese un nilghai. Pero estonos ocurre a todos.

-¿No tienes ninguno otro deseo? -preguntóla enorme serpiente.

-¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva,y en ella se me considera! ¿Hay acaso algo másen cualquier parte, entre la salida y la puestadel sol?

-Pero, la cobra dijo... -empezó Kaa.-¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo

nada. Estaba cazando.-Fue otra.-¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso?

Yo les dejo libre el camino. Llevan a la muerte

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en sus dientes delanteros y eso es mala cosa...porque son muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra esesa con quien hablaste?

Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua,como un barco de vapor batido de través porlas olas.

-Hace tres o cuatro lunas -dijo- que cacé enlas moradas frías, lugar que no has olvidado.Lo que yo cazaba se escapó chillando más alláde las cisternas, hacia aquella casa, uno de cu-yos lados hice pedazos por culpa tuya, y sehundió en el suelo.

-Pero la gente de las moradas frías no viveen madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa hablaba de los mo-nos.

-Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allí paraconservar la vida -respondió Kaa, moviendorápidamente la lengua-. Se metió en una ma-driguera muy profunda. Yo la seguí, y, habién-dola matado, me dormí. Cuando desperté, meinterné más.

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-¿Bajo tierra?-Así es. Me encontré allí, por último con una

Capucha Blanca (una cobra blanca) que hablóde cosas superiores a mis conocimientos, y queme mostró muchas cosas que yo jamás habíavisto antes.

-¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar? -y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ella rá-pidamente.

-No eran piezas de caza, y me hubieran rototodos los dientes. Pero Capucha Blanca me dijoque cualquier hombre (y hablaba como quienconoce muy bien la especie) hubiera dado congusto la vida nada más por ver todo aquello.

-Veremos todo eso -dijo Mowgil-. Recuerdoahora que hubo un tiempo en que fui hombre.

-¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató ala serpiente amarilla que se comió al sol.Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti, di-ciendo que eras un hombre. Dijo entonces lacapucha blanca (y por cierto que es tan viejacomo la selva):

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"-Hace mucho que no he visto a un hombre.Que venga y que vea todas estas cosas, por lamás insignificante de las cuales muchos hom-bres se dejarían matar."

-Eso ha de ser algún género nuevo de caza.Y sin embargo, el pueblo venenoso no nos dicedónde hay alguna pieza de que apoderarse. Songente enemiga.

-No es ninguna pieza de caza. Es... es... nopuedo decir qué es.

-Iremos allá. Nunca he visto una capuchablanca y también deseo ver las otras cosas. ¿Lasmató ella?

-Son cosas muertas. Dice que es la guardianade todas.

-¡Ah...! Como el lobo que vigila la carne quese ha llevado a su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcó enla hierba para secarse, y ambos partieron paralas moradas frías, la desierta ciudad de la cualya habéis oído hablar. Ya no sentía entoncesMowgli el menor temor del pueblo de los mo-

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nos, pero en cambio éste sentía por él vivísimohorror. Sus tribus, no obstante, corrían por laselva entonces, de manera que las moradasfrías estaban vacías y silenciosas a la luz de laluna. Kaa iba guiando, y, dirigiéndose hacia lasruinas del pabellón de la reina que estaba en laterraza, se deslizó por encima de los escombrosy se hundió en la casi enterrada escalera subte-rránea que descendía del centro del pabellón.Mowgli lanzó el grito que servía para las ser-pientes -"Tú y yo somos de la misma sangre"-, ysiguió adelante sobre sus manos y rodillas. Asíse arrastraron durante largo espacio por unpasadizo inclinado que formaba innumerablesvueltas y revueltas, y por último llegaron a unlugar donde la raíz de un gran árbol, que crecíaa más de nueve metros sobre sus cabezas, habíaarrancado una de las pesadas piedras de la pa-red. Se metieron por el hueco y se hallaron enuna gran caverna cuyo techo abovedado tam-bién estaba roto en algunos puntos por las raí-

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ces de los árboles, de tal manera que algunosrayos de luz se filtraban en la oscuridad.

-Un cubil muy seguro -dijo Mowgli endere-zándose-; pero demasiado lejos para visitarlodiariamente. Y ahora, ¿qué se puede ver aquí?

-¿No soy yo nada? -dijo una voz en mediode la caverna, y Mowgil vio algo blanco que semovía hasta que, poquito a poco se irguió anteél la más enorme cobra que jamás habían vistosus ojos... un animal de cerca de dos metros ymedio, y descolorido, de un blanco de viejomarfil, por estar siempre en la oscuridad. Inclu-sive las mismas marcas en forma de anteojos desu extendida capucha se habían desteñido yeran ahora de un amarillo pálido. Sus ojos erantan rojos como rubíes y, en suma, era de lo mássorprendente.

-¡Buena suerte! -dijo Mowgli que no aban-donaba nunca ni sus buenos modales ni su cu-chillo.

-¿Qué noticias hay de la ciudad? -preguntóla blanca cobra sin responder al saludo-. ¿Qué

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me cuentas de la inmensa ciudad amurallada. .. la ciudad de los cien elefantes, veinte mil caba-llos y tantas reses que ni siquiera pueden con-tarse.. . la ciudad del rey de veinte reyes? Aquíme vuelvo sorda, y ya hace mucho tiempo queoí sus tantanes de guerra.

-Sobre nuestras cabezas sólo hay selva -respondió Mowgli-. De los elefantes, sólo co-nozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató atodos los caballos de una ciudad, y... dime,¿qué es un rey?

-Te lo dije -explicó Kaa con suavidad a la co-bra- te expliqué, hace cuatro lunas, que tu ciu-dad ya no existía.

-La ciudad.., la gran ciudad del bosque cu-yas puertas están guardadas por las torres delrey. . . no puede perecer nunca. ¡La edificaronantes que el padre de mi padre saliera del hue-vo, y todavía durará cuando los hijos de mishijos sean tan blancos como yo! Salomdhi, hijode Chandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Yegasu-

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ri, la edificó en la época de Bappa Rawal. ¿Dequién es el rebaño al que pertenecen ustedes?

-Esto es como un rastro perdido -dijo Mow-gli, volviéndose a Kaa-. No entiendo su lengua-je.

-Ni yo. Es muy vieja. Padre de las cobras,aquí no hay más que selva y así fue desde elprincipio.

-Entonces, ¿quién es éste -dijo la cobra blan-ca- que está sentado, sin miedo, delante de mí,que no conoce el nombre del rey, y que hablanuestro lenguaje valiéndose de labios huma-nos? ¿Quién es éste armado de cuchillo que usalenguaje de serpiente?

-Mowgli me llaman -fue la respuesta-. Per-tenezco a la selva. Los lobos son mi gente, yKaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de lascobras, ¿quién eres tú?

-Soy el guardián del tesoro del rey. KurrumRaja puso la piedra que está allá arriba, en losdías en que mi piel era oscura, para que les en-señara lo que es la muerte a los que vinieran a

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robar. Luego bajaron el tesoro, levantando lapiedra, y escuché el canto de los bracmanes,mis amos.

-¡Huy! -pensó Mowghi-. Ya he tenido quehabérmelas con un bracman en la manada delos hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí sucederáalgo, pronto.

-Cinco veces desde que llegué aquí levanta-ron la piedra, pero siempre para poner aquíalgo más, nunca para sacar. No hay riquezascorno éstas: son los tesoros de cien reyes. Peroya hace mucho, muchísimo desde que levanta-ron la piedra por última vez y creo que ya miciudad se olvidó de todo esto.

-La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba.Verás allí las raíces de los grandes árboles queseparan los pedruscos. Los árboles y los hom-bres no crecen juntos -dijo de nuevo Kaa.

-Dos o tres veces los hombres se abrieronpaso hasta este lugar -respondió salvajementela cobra blanca-; pero nunca hablaron hasta queme arrojé encima de ellos mientras tanteaban

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en la oscuridad, y entonces sólo gritaron duran-te un breve rato. Pero ustcdes vienen con men-tiras, ustedes, hombre y serpiente, y quisieranhacerme creer que la ciudad no existe y que mimisión ha terminado. Poco cambian los hom-bres en el transcurso de los años. ¡Pero yo nocambio jamás! Hasta que levanten de nuevo lapiedra y los bracmanes vengan cantando lascanciones que conozco y me alimenten con le-che caliente y me saquen de nuevo a la luz, yo...yo... yo, y nadie más, soy el guardián del tesorodel rey. ¿Dicen ustedes que la ciudad estámuerta y que allí están las raíces de los árboles?Inclínense, pues, y cojan lo que gusten. No hayen la Tierra tesoros como éstos. ¡Hombre delengua de serpiente, si puedes salir vivo por elmismo camino por el que entraste, todos losreyezuelos del país serán tus criados!

-Se embrolló de nuevo la pista -dijo fríamen-te Mowghi-. ¿Acaso algún chacal penetró enestas profundidades y mordió a la gran capu-cha blanca? Le pegó la rabia, ciertamente. Padre

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de las cobras, nada veo yo aquí que pueda lle-varme.

-¡Por los dioses del Sol y de la Luna, el mu-chacho está loco de remate -silbó la cobra-. An-tes que tus ojos se cierren para siempre, te haréun favor: Mira, contempla lo que no vio anteshombre alguno.

-En la selva no suele irles bien a quienes lehablan a Mowgli de favores -dijo el muchacho,entre dientes; pero la oscuridad lo cambia todo,lo sé bien. Miraré, si ello te place.

Miró con los ojos entrecerrados en torno dela caverna, y luego levantó del suelo un puñadode algo que brillaba.

-¡Oh! -exclamó-. Esto es como aquello conque juegan en la manada de los hombres; peroesto es amarillo, y aquello de color oscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguió ade-lante. El suelo de la caverna estaba cubierto poruna capa de oro y plata acuñados de un espesorde metro y medio que había salido de los cazos,al reventar éstos, que originalmente lo contení-

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an, y, en el transcurso de los años, el oro y laplata se fueron apretando y sentando como laarena durante el reflujo. Encima, dentro y sur-giendo de aquella masa, como restos de nau-fragio que se levantan en la arena, había enjo-yados pabellones de elefantes, pabellones queasimismo estaban incrustados de plata, conplanchas de oro batido y adornados de rubíes yturquesas. Veíanse palanquines y literas paratransportar reinas, de bordes y correas platea-dos y esmaltados, las varas con cabos de jade yanillas de ámbar para las cortinas; había cande-labros de oro, en cuyos brazos temblaban agu-jeradas esmeraldas colgantes; adornadas imá-genes de olvidados dioses, de metro y mediode alto, de plata y con piedras preciosas en vezde ojos; cotas de malla con incrustaciones deoro sobre el acero y guarnecidas de aljófar, cu-biertas ya de moho y ennegrecidas; había yel-mos con cimeras de sartas de rubíes de colorsangre de pichón; escudos de laca, de concha yde piel de rinoceronte, con tiras y tachones de

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oro rojo y esmeraldas en los bordes; haces deespadas, dagas y cuchillos de caza con losmangos cuajados de diamantes; vasos y reci-pientes de oro para los sacrificios y altares por-tátiles, de una forma que jamás se ve hoy endía; tazas y brazaletes de jade; incensarios, pei-nes y recipientes para perfumes, afeites y pol-vos, todo en oro repujado; anillos para la nariz,brazales, diademas, anillos para los dedos yceñidores, en número imposible de contar; cin-turones de siete dedos de ancho con rubíes ydiamantes encuadrados, y cajas de madera, contriples grapas de hierro, en los que las tablas sehabían reducido ya a polvo, mostrando en elinterior montones de zafiros orientales y comu-nes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeral-das y granates, todo sin tallar.

La cobra blanca tenía razón: no había dinerosuficiente para empezar a pagar el valor deaquel tesoro, producto escogido de siglos deguerra, saqueo, comercio y tributos. Las mone-das solas eran inestimable valor, sin contar las

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piedras preciosas; y el peso bruto del oro y laplata únicamente podría ser de doscientas otrescientas toneladas. Cada uno de los gober-nantes indígenas en la India, aunque pobre,tiene hoy en día un tesoro escondido al cualsiempre está añadiendo algo; y aunque algunavez, en el espacio de muchos años, tal o cualpríncipe instruido, mande cuarenta o cincuentacarretas de bueyes cargadas de plata para cam-biarlas por títulos de la deuda, la mayor partede ellos guarda su tesoro y el secreto de estoexclusivamente para sí mismo.

Pero Mowgli, naturalmente, no entendió elsignificado de todo aquello. Le interesaron unpoco los cuchillos, pero no eran tan manejablescomo el suyo propio, y por tanto pronto lossoltó. Por último dio con algo realmente fasci-nante que yacía frente a un pabellón de los queportan los elefantes, medio enterrado entre lasmonedas. Era un ankus de casi un metro delargo, una aguijada de las que se emplean paralos elefantes, algo que parecía un bichero pe-

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queño. Formaba su extremo superior un re-dondo y brillante rubí, debajo del cual se veíanocho pulgadas de astil cuajado de turquesas enbruto, puestas una al lado de la otra, lo queofrecía segurisimo asidero. Más abajo había uncerco de jade con un dibujo de flores que loadornaba.., pero las hojas eran esmeraldas, ylos botones eran rubíes hundidos en la fría yverde piedra. El resto del mango de la vara erapurísimo marfil, en tanto que la punta, el agui-jón y el gancho, era de acero con incrustacionesde oro, y sus dibujos atrajeron la atención deMowgli, pues representaban escenas de la cazadel elefante; los dibujos, según vio el mucha-cho, tenían más o menos relación con Hathi elSilencioso.

La cobra blanca lo había estado siguiendomuy de cerca.

-¿No vale esto la pena de morir con tal decontemplarlo? -dijo-. ¿No te he hecho un granfavor?

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-No comprendo -dijo Mowgli-. Estas cosasson duras y frías y de ninguna manera sonbuenas para comer. Pero esto -y levantó el an-kus- quiero llevármelo, para poder contemplar-lo a la luz del sol. ¿Dijiste que todo esto es tu-yo? ¿Me quieres dar sólo esto, y yo en cambiote traeré ranas para que comas?

La cobra blanca se estremeció con malvadojúbilo.

-Ciertamente te lo daré -respondió. Te darétodo lo que está aquí... hasta el momento deirte.

-Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro yfrío, y quiero llevarme a la selva esto que tieneuna punta como espina.

-¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hay allí?Mowgli recogió algo blanco y liso.-Es el cráneo de un hombre -dijo tranquila-

mente-. Y aquí hay dos mas.-Vinieron para llevarse el tesoro, hace mu-

chos años. Yo les hablé en la oscuridad y sequedaron inmóviles para siempre.

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-¿Pero para qué quiero yo eso que llaman te-soro? Si me quieres dar el ankus, ya habré ca-zado cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no luchocon el pueblo venenoso, y me enseñaron ade-más la palabra mágica para los de tu tribu.

-¡Aquí no hay palabra mágica que valga, yésa es la mía!

Kaa se lanzó hacia adelante con los ojos arro-jando llamas.

-¿Quién me pidió que trajera aquí al hom-bre? -dijo silbando.

-Yo, ciertamente -balbució la vieja cobra-.Hacía mucho tiempo que no había visto a unhombre, y además éste conoce nuestro lengua-je.

-Pero no se habló de matar. ¿Cómo podréregresar a la selva y decir que lo conduje haciasu muerte? -replicó Kaa.

-Yo no hablo de matar sino hasta que llega lahora. Y en cuanto a irte o quedarte, allí está elagujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, mata-dora de monos! No tengo que hacer sino tocarte

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en el cuello, y la selva no volverá a verte nuncamás. Ningún hombre entró aquí que haya sali-do vivo después. ¡Yo soy el guardián del tesorode la ciudad del rey!

-¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, te hedicho que ya no existe ni rey ni ciudad! ¡La sel-va reina en torno nuestro!

-Pero aun existe el tesoro. Ahora bien pode-mos hacer esto: espera un poco, Kaa de las pe-ñas, y verás correr al muchacho. Aquí hay sufi-ciente lugar para este juego. La vida es algobueno. ¡Corre de un lado para el otro, mucha-cho, y juguemos!

Mowgli, calmosamente, puso su mano sobrela cabeza de Kaa.

-Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tratadosino con hombres que forman parte de la ma-nada humana. A mí no me conoce -murmuró-.Ella misma pidió esta clase de caza; hay quedársela, pues.

Se había mantenido Mowgli de pie, soste-niendo el ankus con la punta hacia abajo. Arro-

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jólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél a caeratravesado exactamente detrás de la capuchablanca de la gran serpiente, clavándola en elsuelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo supeso sobre aquel cuerpo que se retorcía, parali-zándolo hasta la cola. Los colorados ojos de supresa parecían arder, y las seis pulgadas decabeza que quedaban libres golpeaban furio-samente de derecha a izquierda.

-¡Mátala! -dijo Kaa, al mismo tiempo queMowgli echaba mano de su cuchillo.

-No -respondió éste al sacarlo-. Nunca mata-ré de nuevo, excepto por alimento. Pero, mira,Kaa.

Cogió a la serpiente enemiga por detrás dela capucha, le abrió por fuerza la boca con lahoja del cuchillo, y mostró los temibles colmi-llos venenosos de la mandíbula superior, yanegros y consumidos en la encía. La cobrablanca había sobrevivido a su veneno como lesocurre a las serpientes.

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-Thuu (está seco) [Literalmente: tocón po-drido] -dijo Mowgli. Y haciendo señas a Kaapara que se alejara, recogió el ankus y dejó a lacobra blanca en libertad.

-El tesoro del rey necesita un nuevo guar-dián -afirmó gravemente-. Thuu, has hechomal. ¡Corre de un lado a otro, y juguemos,Thuu!

-¡Qué vergüenza! ¡Mátame! -silbó la cobrablanca.

-Ya se habló demasiado de matar. Ahora,nos vamos. Me llevo esta cosa de punta de es-pina, Thuu, porque por ella he peleado y te hevencido.

-Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa note mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, es lamuerte! Hay en ella bastante para matar a to-dos los hombres de mi ciudad. No la tendrás entu poder durante mucho tiempo, hombre de laselva, ni tampoco el que la tome de ti. ¡Por ellalos hombres se matarán y matarán los unos alos otros! Mi fuerza se ha desvanecido, pero el

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ankus proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte! ¡Lamuerte! ¡La muerte!.

Se arrastró Mowghi de nuevo por el agujerohasta el pasadizo, y lo último que vio fue cómola cobra blanca golpeaba furiosamente con susinofensivos colmillos las estólidas caras dora-das de los dioses que yacían en tierra, silbandoal mismo tiempo: "iEs la muerte!"

Se alegraron de nuevo al ver la luz del día; y,cuando ya estuvieron de regreso en su propiaselva y Mowghi hizo brillar el ankus a la luzmatinal, se sintió casi tan contento como sihubiera hallado un ramo de flores nuevas paraadornarse el cabello.

-Esto es más brillante que los ojos de Bag-heera -dijo alegremente haciendo girar el rubí-.Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar a entenderThuu cuando habló de la muerte?

-No sé. Lo que siento hasta el extremo de micola es que no le hicieras probar tu cuchillo.Siempre hay algo malo en las moradas frías...sobre el suelo o debajo de él. Pero ahora tengo

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hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? -dijoKaa.

-No; Bagheera debe ver esto. ¡Buena suerte!Se marchó Mowgli danzando, blandiendo el

gran ankus y deteniéndose de tiempo en tiem-po para admirarlo, hasta que llegó a la parte dela selva donde Bagheera acostumbraba estarcon preferencia, y la halló bebiendo, después deuna fatigosa caza. Mowgli le contó todas susaventuras desde el principio hasta el fin; Bag-heera olfateaba el ankus de cuando en cuando.

Cuando Mowghi le narró las últimas pala-bras de la cobra blanca, la pantera ronroneóafirmativamente.

-Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo que real-mente es? -preguntó prontamente Mowgli.

-Nací en las jaulas del rey de Oodeypore, yestoy segura de conocer algo a los hombres.Muchos de ellos cometerían un triple asesinatoen una sola noche nada más que por apropiarseesa gran piedra roja.

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-Pero esa piedra tan sólo sirve para añadirpeso. Mi brillante y pequeño cuchillo es mejor;y... ¡mira! La piedra roja no sirve para comer.Entonces, ¿por qué esas muertes de que hablas?

-Mowgli, vete a dormir. Has vivido entre loshombres, y...

-Me acuerdo, sí. Los hombres matan aunqueno estén de caza... por ociosidad y por gusto.Despiértate, Bagheera. ¿Para qué uso destina-ron esta cosa con punta de espina?

Bagheera entreabrió los ojos -pues tenía mu-cho sueño-, guiñando maliciosamente.

-La hicieron los hombres para meterla en lacabeza de los hijos de Hathi, de modo que co-rriera la sangre. Yo vi una semejante en las ca-lles de Oodeypore, delante de nuestras jaulas.Esa cosa ha probado la sangre de muchos comoHathi.

-¿Pero por qué la meten en la cabeza de loselefantes?

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-Para enseñarles la ley del hombre. No te-niendo ni garras ni dientes, los hombres fabri-can esas cosas... y otras peores.

-Siempre más y más sangre cuando me acer-co a escudriñar, aun en las cosas que hizo lamanada humana -dijo Mowgli, asqueado. Em-pezaba a sentirse cansado de sostener el pesodel ankus-. Si hubiera sabido todo esto, no lohubiera traído conmigo. Primero, sangre deMessua en sus ataduras; y ahora, sangre deHathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!

Lanzando chispas, voló el ankus por el aire,y se ciavó de punta a veinticinco metros de dis-tancia, entre los árboles.

-Así quedan limpias mis manos de todamuerte -dijo Mowgli, frotándoselas en la frescay hiimeda tierra-. Thuu dijo que la muerte se-guiría mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.

-Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy adormir, herrnanito. No puedo andar cazandotoda la noche y aullando todo el día, comohacen algunas personas.

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Se dirigió Bagheera a un cubil que conocía yque usaba al ir de caza, a dos millas de distan-cia. Mowgli se encaramó en un árbol que lepareció apropiado, anudó tres o cuatro enreda-deras, y en menor tiempo del que se emplea endecirlo, se balanceaba en una hamaca, a quincemetros del suelo. Aunque no le molestara enrealidad la fuerte luz del día, Mowgli seguía lacostumbre de sus amigos, usándola lo menosposible. Al despertarse en medio del coro de laschillonas voces de los habitantes de los árboles,era ya de nuevo la hora del crepúsculo, y habíasoñado con las hermosas piedrecillas que habíatirado.

-A lo menos, veré aquello una vez más -díjose; y se deslizó hasta el suelo por una enre-dadera. Bagheera estaba delante de él. En larelativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear.

-¿Dónde está la cosa que tiene punta de es-pina? -exclamó Mowgli.

-Un hombre se apoderó de ella. Aquí está elrastro.

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-Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Siesa cosa puntiaguda es la muerte, ese hombremorirá. Sigámoslo.

-Mata primero -respondió Bagheera-. Con elestómago vacío, no hay ojo agudo. Los hom-bres andan muy despacio y la selva está lo sufi-cientemente húmeda para conservar cualquierhuella.

Mataron lo más pronto que pudieron, perotranscurrieron casi tres horas hasta que comie-ron y bebieron y se prepararon para seguir lapista. Ya sabe el pueblo de la selva que nadacompensa el daño causado por la precipitaciónde las comidas.

-¿Crees que la cosa puntiaguda se revolveráen las mismas manos del hombre, y matará aéste? -preguntó Mowgli-. La Thuu dijo que erala muerte.

-Lo veremos al llegar -fue la respuesta deBagheera, la cual siguió al trote con la cabezagacha-.

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Sólo hay un pie (quería decir que no habíamás que un hombre); el peso de la cosa le hizoapretar fuerte el talón en el suelo.

-Así es; está claro como un relámpago de ve-rano -confirmó Mowgli.

Ambos tomaron el cortado y rápido trotecon que se sigue un rastro, ya metiéndose entrozos de tierra iluminados por la luna, ya sa-liendo, y siempre detrás de las huellas de aque-llos pies desnudos.

-Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli-. Estánmuy separadas las señales de los dedos.

Pisaban sobre una tierra húmeda.-Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?-¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de frente

con un salto magnífico, tan lejos como pudo.Lo primero que debe uno hacer cuando unapista deja de ser clara, es seguir adelante, nodejando en el suelo las propias huellas, puesacabarían por embrollarlo todo. Se volvió Bag-heera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:

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-Aquí hay otra huella que viene a encontrar-se con la primera. Es de un pie más pequeño;los dedos de los pies se vuelven hacia adentro.

Corrió Mowgli y miró también.-El pie de un cazador gondo -dijo-. ¡Mira!

Aquí arrastró el arco sobre la hierba; por esotorció a un lado tan rápidamente el primer ras-tro. Pie grande quiso esconderse de pie peque-ño.

-Es cierto -respondió Bagheera-. Ahora, parano confundir las señales cruzando el rastro deluno con el del otro, sigamos cada quien el suyo.Yo soy pie grande, hermanito, y tú eres pie pe-queño, el gando.

Bagheera saltó hacia atrás para tomar elprimer rastro y dejó a Mowgli agachado curio-samente sobre las estrechas huellas del salvajehabitante de los bosques.

-Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a pasola cadena de huellas-, yo, pie grande, tuerzoaquí. Luego, me escondo detrás de una roca y

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permanezco quieto sin atreverme a levantar niun pie. Di cómo es tu rastro, hermanito.

-Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca -dijoMowgli, siguiendo su pista-. Ahora me sientodebajo de ella, apoyándome en mi mano dere-cha, con el arco entre los dedos de los pies. Es-pero largo rato, porque mis huellas son aquíprofundas.

-Lo mismo ocurre conmigo -observó Bag-heera, escondida detrás de la roca-; espero, des-cansando en una piedra el extremo de la cosaque llevo y que tiene punta de espina. Resbala:aquí está la huella sobre la piedra. Ahora, di tútu pista, hermanito.

-Aquí se ven rotas, una, dos ramillas y unarama grande -dijo Mowgli en voz baja-. Ahora,¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, piepequeño, me marcho, haciendo ruido y pisandofuerte, para que pie grande pueda oírme.

Se apartó de la roca paso a paso, entre losárboles, elevando la voz, desde lejos, conformese acercaba a una cascada pequeña.

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-Me voy.., muy lejos.., hasta donde.., el rui-do.. . de la cascada... apaga... mi propio... ruido;y aquí.., espero... Ahora dime tú tu pista, Bag-heera, pie grande.

La pantera había atisbado en todas direccio-nes para ver cómo se apartaba el rastro de piegrande, de la roca. Entonces gritó:

-Salgo de detrás de la roca sobre mis rodi-llas, arrastrando la cosa que tiene punta de es-pina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo,pie grande, corro velozmente. Está claro el ras-tro. Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!

Siguió Bagheera la pista claramente marca-da; entre tanto, Mowgli hizo lo mismo siguien-do los pasos del gondo. Durante unos momen-tos se hizo silencio en la selva.

-¿Dónde estás, pie pequeño? -gritó Bagheera.La voz de Mowgli le respondió a cuarenta

metros de distancia, hacia la derecha.-¡Huy! -exclamó la pantera, con una tos pro-

funda-. Los dos corren lado a lado, acercándosecada vez más.

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Continuó la carrera durante un rato, mante-niéndose los dos casi a la misma distancia, has-ta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba tancerca del suelo como la de Bagheera, exclamó:

-¡Se encontraron! Fue buena la caza... ¡Mira!Aquí se paró pie pequeño con una rodilla pues-ta sobre la roca... Más allá está realmente piegrande.

Frente a ellos, a unos nueve metros, tendidosobre un montón de rocas desmenuzadas, yacíael cuerpo de un aldeano de la comarca, atrave-sados pecho y espalda por un largo dardo deplumas cortas, como los que usan los gondos.

-¿Está la Thuu tan vieja y tan loca como túdecías, hermanito? -dijo Bagheera suavemente-.Ya encontramos a lo menos un muerto.

-Sigue adelante. ¿Pero dónde está la cosaque bebe la sangre de los elefantes. . . la espinadel ojo colorado?

-La tiene en su poder pie pequeño... quizás.De nuevo ya no se ve sino un solo pie.

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El rastro único de un hombre muy ligeroque había corrido a gran velocidad llevando unpeso sobre su hombro izquierdo, seguía en tor-no de una larga y baja tira de hierba seca quetenía forma de espuela; en ella cada pisada pa-recía, a los penetrantes ojos de quienes seguíanla pista, como marcada con hierro al rojo.Ninguno habló hasta que la huella los condujoa un lugar donde se veían cenizas de unahoguera, en el fondo de un barranco.

-¡Otra vez! -exclamó Bagheera, deteniéndosede pronto, corno petrificada.

Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergamina-do de un gondo, con los pies en las cenizas. Alverlo, levantó Bagheera los ojos hacia Mowgli,como si lo interrogara.

-Le causaron la muerte con un bambú -dijoel muchacho, luego de lanzar una ojeada-. Yotambién lo usé para ir con los búfalos, cuandoservía en la manada de los hombres. El padrede las cobras -y siento haberme burlado de él-,conocía muy bien la raza, como debería haberla

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conocido yo. ¿No dije que los hombres matabanpor ociosidad?

-A la verdad, mataron, y por culpa de esaspiedras rojas y azules -respondió Bagheera-.Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey deOodeypore.

-Uno, dos, tres, cuatro rastros -dijo Mowgliagachándose sobre las cenizas-. Cuatro huellasde hombres con los pies calzados. No correnéstos tan rápidamente como los gondos. ¿Pero,qué daño les había hecho ese hombrecillo de lasselvas? Mira, los cinco charlaron juntos, de pie,antes que lo mataran. Regresemos,

Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sin em-bargo, lo siento moverse; sube y baja como nidode oropéndola en la punta de una rama.

-¡No es cazar como se debe, el dejar en pieuna pieza! ¡Sigue! -dijo la pantera-. No fueronlejos esos ocho pies calzados.

No dijeron nada más durante una hora, entanto que seguían el ancho rastro dejado por los

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cuatro hombres.Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheera dijo:

-Percibo olor de humo.-Siempre los hombres están más dispuestos

a comer que a correr -respondió Mowgli, co-rriendo por entre los arbustos bajos de la nuevaselva que exploraban. Bagheera, un poco a suizquierda, hacía un indescriptible ruido con lagarganta.

-Aquí está uno que ya no comerá más dijoaquél.

Un montón de ropas de vivos colores veíasebajo un arbusto, y alrededor había un poco deharina esparcida.

-También esto lo hicieron con un bambú -observó Mowgli-. ¡Mira! Ese polvo blanco es loque comen los hombres. Le han quitado su pre-sa -él llevaba los comestibles de todos-, y loconvirtieron en presa de Chil, el milano.

-Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.-Le llevaré ranas gordas al padre de las co-

bras, para engordarla -pensó Mowgli-. Eso que

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bebe la sangre de los elefantes, es la muertemisma... ¡ Pero aún no comprendo!..

-¡Sigue! -ordenó Bagheera.Aún no habían caminado un cuarto de le-

gua, cuando oyeron a Ko, el cuervo, que ento-naba la canción de la muerte en la punta de untamarisco, a cuya sombra yacían los cadáveresde tres hombres. Un fuego medio apagado seveía en el centro del círculo; sobre el fuegohabía un plato de hierro con una torta negra yquemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego,brillando a la luz del sol, estaba el ankus de losrubíes y turquesas.

-Esa cosa trabaja muy aprisa; todo terminaaquí -comentó Bagheera-. ¿Cómo murieronéstos, Mowgli? No tienen señales visibles.

Por medio de la experiencia, un habitante dela selva llega a aprender tanto como lo que sa-ben muchos médicos sobre las propiedades deciertas plantas y frutos venenosos. Mowgli olióel humo que se levantaba de la hoguera, partió

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un trozo del ennegrecido pan, lo probó y luegolo escupió.

-La manzana de la muerte -respondió-. Elprimero debió mezclarla en la comida para és-tos, los cuales lo mataron a él, después de habermatado al gondo.

-¡Ciertamente ha sido buena la cacería! Lasmuertes se siguen muy de cerca -dijo Bagheera.

"La manzana de la muerte" es lo que en laselva se llama manzana espinosa o datura, elveneno más activo de toda la India.

-¿Y ahora? -preguntó la pantera-. ¿Debemosmatarnos uno al otro por ese asesino del ojorojo?

-¿Puede hablar? -dijo Mowgli en voz bajacomo un susurro-. ¿Lo ofendí al lanzarlo lejosde mí? No puede causarnos daño a nosotrosdos, porque no deseamos lo que desean loshombres. Si lo dejamos aquí, de seguro seguirámatándolos uno tras otro, con la prisa con quecaen las nueces al soplo del huracán. No siento

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cariño por los hombres; pero aun así, no megusta ver que mueran seis en una sola noche.

-¿Qué importa? Sólo son hombres. Se mata-ron el uno al otro, y quedaron tan satisfechosdijo Bagheera-. El primero, el hombrecillo delas selvas, cazaba bien.

-No son más que cachorros, a pesar de todo;y un cachorro sería capaz de ahogarse sólo pordarle un mordisco a la luz de la luna que serefleja en el agua. La culpa es mía -prosiguióMowgli, que hablaba como si lo supiera todode todas las cosas-. Jamás traeré de nuevo a laselva cosas extrañas.. . aunque fueran tan her-mosas como las flores. Esto -y al hablar mane-jaba cautelosamente el ankus- le será devueltoal padre de las cobras. Pero antes debemosdormir, y no podemos dormir junto a durmien-tes como ésos. También hay que enterrarlo a él,para que no se escape y mate a otros seis. Cavaun hoyo bajo ese árbol.

-Pero, hermanito dijo Bagheeva dirigiéndoseal lugar que se le indicaba-, la culpa no la tiene

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ese bebedor de sangre. El mal proviene de loshombres.

-Es lo mismo -respondió Mowgli-. Que elhoyo esté muy hondo. Cuando despertemos,cogeré eso e iré a devolverlo.

Dos noches después, en tanto que la cobrablanca se encontraba en la oscuridad de la ca-verna, desolada, solitaria y avergonzada, elankus de las turquesas pasó dando vueltas porel agujero de la pared y fue a clavarse con es-trépito en el suelo cubierto de monedas de oro.

-Padre de las cobras -dijo Mowgli (había te-nido buen cuidado de quedarse al otro lado dela pared)-, busca entre las de tu raza a alguienmás joven y más a propósito para que te ayudea guardar el tesoro del rey, para que ningúnotro hombre salga de aqui vivo.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dije queesa cosa era la muerte. ¿Cómo es que tú estásaún vivo? -murmuró la vieja cobra, enroscán-dose amorosamente en el mango del ankus.

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-¡Por el toro que me rescató, te aseguro quelo ignoro! Esa cosa mató seis veces en una solanoche. No la dejes salir jamás de aquí.

La Canción del Pequeño CazadorAntes que Mor, el pavo real, bata sus alas,

antes que el pueblo de los monos grite,antes que Chil, el milano, se arroje hendiendoel inmenso y adormido espacio;al través de la Selva vuela un susurro,y una sombra, suavemente, huye.¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Una sombra que vigila deslizase por los cla-ros del bosque,poco a poco, y a ratos se para. El murmullo,entonces,blando y lento se extiende;se extiende, y sudores de angustiabañan, entonces, nuestra frente.¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

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Antes que la luna escale la montaña,antes que las rocas se adornen con festón deluz;cuando los hondos y húmedos senderos estánsombríos,llega a tu espalda, cazador, un soploque vuela al través de la noche...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

¡Arrodíllate y prepara bien el arco!¡Lanza ya la flecha penetrante!Tu lanza hunde en la tiniebla;hazlo, aunque muda de ti se burle.Pero tus manos débiles y flojas están,y aun de tu rostro huyó la sangre...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Cuando la tempestad corre por el aire,y el pino herido cae en los montes;cuando la lluvia que nos azota el rostroy nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,al través de todo el estruendo, más potente

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que ninguna otra, una voz ruge...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Los cauces llenos están hasta desbordar;las peñas desprendidas se derrumban;en las plantas, a la luz del relámpago,hasta el último nerviecillo puede verse;pero seca y cerrada está tu garganta,y tu corazón en el costado golpea con fuerza...¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es elmiedo… !

Correteos Primaverales¡El hombre retorna al hombre!

Corred la voz por la selva;se marcha el que era nuestro hermano.Escucha, pues, ahora, y juzga,pueblo de la selva.Responde: ¿quién detenerlo puede,o quién tras él irá?

¡El hombre retorna al hombre!Está llorando en la selva:el que era nuestro hermano, llora su dolor.

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¡El hombre retorna al hombre!(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)Allí seguirle, imposible es ya.

Dos años después de la gran lucha contra losperros rojizos y de la muerte de Akela, Mowgliandaba por los diecisiete años. Parecía mayor,pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos ylos baños siempre que el calor o el polvo lo mo-lestaban, habían hecho que sus fuerzas y sudesarrollo fueran superiores a su edad. Podíabalancearse de un modo continuo durante me-dia hora sosteniéndose de una rama con unasola mano, cuando quería curiosear entre losárboles. Podía detener a un gamo en su carreray tirarlo por tierra asiéndolo de la cabeza. Podíaincluso voltear hasta a los enormes y ferocesjabalíes azulados que viven en los pantanos delnorte. El pueblo de la selva, que antes lo temíapor su ingenio, lo temía ahora por su fuerza, ycuando procedía él a sus correrías silenciosas,el mero rumor de que se acercaba hacía que sedespejaran todos los senderos del bosque. Sin

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embargo, su mirada siempre era bondadosa.Inclusive cuando luchaba, sus ojos nunca lla-meaban como los de Bagheera. Tan sólo sehabían vuelto más atentos y mostraban mayorexcitación, y era esto una de las cosas que lamisma Bagheera nunca llegó a entender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y el mu-chacho se rió y dijo:

-Cuando yerro un golpe, me incomodo.Cuando tengo que estar dos días sin comer, meesfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos elmal humor?

-Tu boca puede tener hambre -respondióBagheera-, pero tus ojos no lo demuestran. Ca-zando, comiendo o nadando, siempre perma-necen igual. como una piedra en tiempo húme-do o seco.

Mowgli la miró con aire perezoso al travésde sus largas pestañas, y, como siempre, la pan-tera agachó la cabeza. Bagheera reconocía en éla su amo.

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Estaban ambos tendidos cerca de la cumbrede una colina que dominaba al Waingunga, y laniebla matutina colgaba allá abajo, a sus pies,formando jirones blancos y verdes. Al elevarseel sol se convirtiá en burbujeantes mares decolor rojo dorado, se deshizo luego y dejó pasoa los rayos, bajos aún, que trazaron luminosasfranjas sobre la yerba seca donde Mowgli yBagheera descansaban. Tocaba a su fin la esta-ción fría; las hojas y los árboles parecían gasta-dos y marchitos, y, cuando soplaba el viento,escuchábase un rumor seco y un tic-tac donde-quiera que soplaba el viento. Una hojilla golpe-teó furiosamente contra una rama, como lohace toda hoja agitada por una corriente deaire. Logró despabilar a Bagheera, porque olfa-teó el aire matinal con un profundo, cavernosoronquido, tendióse sobre el lomo, y con suspatas delanteras golpeó a la hojilla que se mo-vía sobre su cabeza.

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-El año va a cambiar -dijo-. La selva adelan-ta. Se acerca la época del nuevo lenguaje. Estahojilla lo sabe. ¡Muy bien!

-La hierba está seca -contestó Mowgli, arran-cando un puñado-. Hasta los ojos de primavera(que son unas florecillas rojas, como de cera, enforma de trompetillas, que crecen entre la hier-ba), hasta los "ojos de primavera" todavía estáncerrados, y... Bagheera, ¿te parece bien que todauna pantera negra esté echada en esa posición ydé manotazos en el aire con sus patas, como sifuera un gato montés?

-"¿Aowh?" -dijo Bagheera. Parecía estar pen-sando en otras cosas.

-Digo que si te parece bien que la panteranegra abra así la boca para dar ronquidos yaúlle y se revuelque de esa manera. Acuérdateque tú y yo somos los amos de la selva.

-Sí; es verdad. Te oigo, hombre-cachorro.Dio media vuelta rápidamente y se sentó, y

el polvo le cubría los raídos y negros ijares (es-taba entonces mudando la piel del invierno).

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-Ciertamente somos los amos de la selva,¿Quién es tan fuerte como Mowgli? ¿Quiénsabe tanto como él?

La voz parecía arrastrar un tanto las pala-bras, y esto hizo que Mowgli se volviera paraver si la pantera había querido burlarse de él,porque la selva está llena de palabras, que sue-nan de muy distinto modo de lo que significan.

-Dije que sin duda alguna somos los amosde la selva -repitió Bagheera-. ¿Hice mal? Nosabía que ya no se echaba sobre la tierra elhombre-cachorro. ¿Vuela, entonces?

Mowgli se sentó y apoyó sus codos en lasrodillas, y miró al través del valle, a la luz deldía. En algún rincón de los bosques que se veí-an allá lejos, un pájaro ensayaba con una vozronca y aflautada las primeras notas de su can-ción primaveral. No era aquello sino la sombradel torrente de armonías que cantaría más tar-de; pero Bagheera había oído aquello.

-Dije que el tiempo del nuevo lenguaje estácerca -gruñó la pantera, azotándose con la cola.

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-Ya lo oí -respondió Mowgli-. Bagheera, ¿porqué te tiembla todo el cuerpo? El sol quema.

-Ése es Ferao, el picamaderos de color escar-lata -dijo Bagheera-. Él no ha olvidado nada.Ahora yo también debo recordar mi canto.

Y empezó a ronronear y a berrear, escu-chándose una y otra vez, insatisfecha.

-Ninguna pieza de caza a la vista -observóMowgli.

-Hermariito, ¿estás completamente sordo?Esto no es un grito de caza, sino mi canción,que ensayo para cuando la necesite.

-Se me había olvidado. Pero sabré cuando yaesté aquí la época del lenguaje nuevo, porqueentonces tú y los demás se escaparán y me de-jarán solo.

Mowgli pronunció estas palabras de muymal humor.

-Pero, hermanito -empezó Bagheera-, la ver-dad es que no siempre...

-¡Lo haréis! -replicó Mowgli con violentogesto de cólera-. Ustedes huirán, y yo, que soy

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el amo de la selva, deberé entonces pasearmesolo. ¿Qué sucedió en la última estación, cuan-do quería recoger cañas de azúcar en los cam-pos de la manada humana? Envié a un mensa-jero... te envié a ti. Te mandé que hablaras conHathi y que le dijeras que viniera aquí tal nochey que arrancara con su trompa algunas deaquellas hierbas dulces para mí.

-Tan sólo llegó dos noches después -respondió Bagheera, agachándose, un tantoacobardada-. Y de aquella larga y dulce hierbaque tanto te gustaba arrancó más de lo quecualquier hombre-cachorro podría comer du-rante todas las noches de lluvias. ¡No tuve laculpa de aquello!

-No vino la noche que yo le dije. No; andabatrompeteando y corriendo y dando bramidospor los valles a la luz de la luna. Su rastro eracomo el de tres elefantes juntos, porque no seescondía entre los árboles. Bailaba a la luz de laluna ante las casas de la manada de los hom-

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bres. Yo lo vi, y, con todo, no quiso venir adonde yo estaba. ¡Y yo soy el amo de la selva!

-Es que era la época del lenguaje nuevo -respondió la pantera, muy humilde siempre-.Tal vez, hermanito, no empleaste entonces parallamarlo alguna palabra mágica. ¡Escucha ahoraa Ferao y diviértete!

El mal humor de Mowgli pareció haberse di-sipado ya. Se acostó boca arriba, con la cabezasobre los brazos y con los ojos cerrados.

-No lo sé... ni me importa averiguarlo -dijo,soñoliento. Durmamos, Bagheera. ¡Siento talopresión en el pecho!... Déjame reclinar la cabe-za en tu cuerpo.

Se echó la pantera, suspirando, porque po-día oír a Ferao ensayando una y otra vez sucanción para la época de primavera, o del len-guaje nuevo, como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones pasan dela una a la otra casi sin que se note separaciónentre ellas. Parece como si sólo hubiera dos: lahúmeda y la seca; pero si se mira atentamente

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bajo los torrentes de lluvia y las nubes de polvoy de cosas carbonizadas, se notará que las cua-tro se suceden según los ciclos acostumbrados.La primavera es la más bella, porque no tieneque cubrir de hojas y de flores nuevas un cam-po limpio y desnudo, sino llevarse y apartar losmontones de cosas medio verdes que cuelganaún y sobreviven, respetadas por el suave in-vierno, y hacer de paso que la tierra envejecida,pero no totalmente desnuda, se sienta nueva yjoven una vez más. Y esto sabe hacerlo tan bien,que no existe en el mundo primavera, compa-rada a la primavera de la selva.

Existe un día en que las cosas parecen fati-gadas, y hasta los mismos olores, al elevarsepor el pesado aire, parecen algo viejo y usado.Esto no puede ser explicado, pero se experi-menta. Luego viene otro día -pero para el ojonada ha cambiado- en que todos los olores pa-recen nuevos y son deliciosos; entonces, lestiemblan los bigotes al pueblo de la selva hastalas raíces, y empieza a caérseles de los ijares el

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pelo de invierno en largos y sucios mechones.Entonces, si por casualidad llueve un poco,todos los árboles, y los matorrales, y los bam-búes y los musgos y las plantas de hojas jugo-sas, despiertan con unos rumores y un creci-miento súbito que casi puede escucharse, y to-davía, bajo estos rumores, corre día y nochealgo como un profundo zumbido. Éste es elsusurro de la primavera. . algo que vibra, y queno es ruido de abejas, ni de agua que cae, ni deviento en las copas de los árboles, sino una es-pecie de arrullo de un mundo que se sientefeliz.

Hasta aquel año, Mowgli había siempre dis-frutado con el cambio de las estaciones. Gene-ralmente, él era el primero que veía el primer"ojo de primavera" escondido entre la hierba, yla primera aglomeración de nubes primavera-les, que no tienen par en la selva. Su voz podíaoírse en todos los sitios húmedos donde brilla-ban las estrellas y donde hubiera algo que flo-reciera, uniéndose al coro de las ranas, imitan-

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do a los búhos que graznan, o haciendo las co-sas al revés, durante las noches claras.

Escogía para sus correrías, como todos lossuyos, la primavera, e iba de un lugar a otropor el mero placer de correr al través del airetibio durante treinta, cuarenta o cincuenta ki-lómetros entre la hora del crepúsculo y la delalba, retornando luego sonriente y jadeantecoronado de extrañas flores. Los cuatro no loseguían en estas salvajes correrías por la selva;se iban a cantar sus canciones con los otros lo-bos. El pueblo de la selva está muy ocupado enprimavera, y Mowgli podía escucharlos gruñir,gritar o silbar según la especie de los indivi-duos. Sus voces son entonces diferentes a las deotras épocas del año, y por esto se le llama laépoca del lenguaje nuevo a la primavera, en laselva.

Pero en esta ocasión, como Mowgli le habíadicho a Bagheera, su pecho había cambiado.Desde que habían adquirido un color moreno,lleno de manchas los retoños del bambú, había

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él estado esperando la mañana en que cambia-rían todos los olores. Pero cuando llegó aquellamañana, y Mor, el pavo real, resplandeciendoen sus luminosos colores bronce, azul y oro,lanzó su agudo grito entre los bosques, y Mow-gli abría su boca para contestar con su propiogrito, las palabras se le quedaron entre los dien-tes, y experimentó algo que le empezó en losdedos de los pies y terminó en su cabello.. . unasensación de decidido malestar, de tal modoque se examinó atentamente por asegurarse deque no había hollado ninguna espina.

Dio Mor el grito que señalaba los nuevosolores; los demás pájaros lo repitieron, y porallá, en las rocas del Waingunga oyó el mucha-cho el ronco grito de Bagheera, algo que parti-cipaba del águila y del relincho del caballo.Sobre la cabeza de Mowgli, en las ramas cubier-tas de retoños, hubo chillidos y desbandada deBandar-log; él permaneció allí en pie, con ganasde contestarle a Mor, y no haciendo otra cosa

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que sollozar que le arrancaba su sentimiento deinfelicidad.

Miró atentamente en torno suyo, pero no viootra cosa que a los burlones Bandar-log quecorreteaban entre los árboles, y a Mor, que des-plegaba la rueda de sus espléndidos colores,allá abajo, en los declives.

-¡Los olores han cambiado! -gritaba Mor-.¡Buena suerte, hermanito! ¿Por qué no contes-tas?

-¡Hermanito, buena suerte! -silbó Chil, el mi-lano, y con él su compañera, que descendíanjuntos por el aire en rápido vuelo. Los dos pa-saron tan cerca de Mowgli que, al rozarlo, sedesprendió de sus alas un poco de suave yblanco plumon.

Leve lluvia de primavera (la llaman allí "llu-via del elefante") pasó al través de la selva enuna franja de más de medio kilómetro de an-cho; dejó a las hojas mojadas y moviéndose, yterminó con un doble arco iris y algunos true-nos. El zumbido de la primavera rompió todo

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durante un minuto, y luego quedó en silencio,pero parecían gritar todos a la vez los habitan-tes de la selva. Todos, excepto Mowgli.

-He comido buenos alimentos -díjose a símismo y he bebido buena agua. No arde migarganta ni parece cerrarse, como cuando mor-dí la raíz de manchas azuladas, cuando Oo, latortuga, me dijo que era alimento sano. Perosiento oprimido el pecho, y les hablé con vio-lencia a Bagheera y a otros, a los de la selva engeneral y a los míos. Y también, siento ahoracalor, luego frío, y después ni frío ni calor, peromal humor con algo que no acierto a ver.¡Huhu! ¡Ya es hora de correr! Esta noche atra-vesaré los terrenos de pastos; sí: emprenderé micorrería primaveral por los marjales del Norte.Durante largo tiempo he cazado con muchacomodidad. Y los cuatro vendrán conmigo,pues se están poniendo gordos corno larvas degorgojo.

Los llamó entonces, pero ninguno de loscuatro contestó. Estaban demasiado lejos para

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que pudieran oírle, cantando las canciones deprimavera (las de la Luna y del Sambhur) conlos lobos de la manada; porque en tiempo deprimavera el pueblo de la selva no ve apenasdiferencia entre el día y la noche. Dio el agudogrito como un ladrido, pero la única respuestafue el burlón miau del pequeño gato montésmoteado que se arrastraba tortuosamente entrelas ramas buscando nidos tempranos. Al oírlo,se estremeció de coraje y requirió su cuchillo.Luego adoptó un continente altivo aunque noestuviese nadie allí que pudiera verlo, y bajó agrandes trancos y muy serio por la falda de lacolina, salida la barbilla y fruncidas las cejas.Pero ninguno de los suyos le preguntó nadaporque cada quien estaba muy ocupado consus propios asuntos.

-Sí -se dijo Mowgli, aunque sabiendo en lohondo de su pecho que no tenía razón-; quevengan del Dekkan los perros rojizos o que laflor roja se agite entre los bambúes y que todala selva venga lloriqueando a precipitarse a los

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pies de Mowgli, aplicándole grandes calificati-vos como si fuera un elefante. Pero ahora, por-que los ojos de la primavera están rojos, y aMor se le ocurre enseñar sus desnudas piernasen sus danzas primaverales, la selva se vuelveloca, como Tabaqui. . . ¡Por el toro que me res-cató! ¡Yo soy el amo de la selva! ¿O no? ¡Silen-cio! ¿Qué hacéis allí?

Una pareja de lobos de la manada descendí-an corriendo por uno de los senderos, buscan-do campo abierto adecuado para luchar.

(Conviene recordar que la ley de la selvaprohíbe pelear donde pueda verlo el resto de lamanada.) Tenían los pelos del pescuezo eriza-dos como alambres, y ladraban furiosamente,acercándose agachados, pronto a ser cada unoel primero en acometer. Mowgli saltó haciaadelante, y con cada mano asió de un pescuezo,esperando poder lanzar hacia atrás a los anima-les como muchas veces lo había hecho en jue-gos o cacerías de la manada. Pero nunca anteshabía intervenido en una lucha de primavera.

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Ambos saltaron hacia adelante y lo apartaronderribándolo, y sin una palabra, se agarraron yrodaron una y otra vez.

Casi antes de caer ya estaba Mowgli en pie;desnudo estaba su cuchillo y enseñaba losblancos dientes, y en ese mismo minuto hubie-ra matado a ambos, únicamente porque lucha-ban cuando él quería que se estuvieran quietos,aunque, según la ley, todo lobo tiene completoderecho a pelear. Dio vueltas en torno de losdos, encogidos los hombros y con temblorosamano, pronto para darles de cuchilladas cuan-do la primera furia del ataque hubiese pasado;pero, en tanto que esperaba, parecieron aban-donarle las fuerzas; la punta del cuchillo fuebajándose y terminó por envainarlo y seguirmirando.

-Ciertamente comí algo venenoso -dijo, alcabo, suspirando-.

Desde que interrumpí el Consejo con la florroja. . desde que maté a Shere Khan... ni unosolo de los de la manada era capaz de arrojar-

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me al suelo. ¡Y éstos no son sino zagueros de lamanada, cazadores de segunda! Me abandonami fuerza y no tardaré en morir. ¡Oh, Mowgli!¿Por qué no los matas a los dos?

Prosiguió la lucha hasta que huyó uno de loslobos y Mowgli quedó solo en aquella tierraremovida y ensangrentada, mirando, ya su cu-chillo, ya sus piernas y sus brazos, mientras lasensación de hondo aplanamiento, de profundainfelicidad que nunca antes había experimen-tado, pesaba sobre él como pesa el agua sobreel sumergido leño que cubre.

Cazó temprano aquella noche y sólo comióun poco, a fin de encontrarse dispuesto para sucorrería primaveral; y comió solo, porque todoel pueblo de la selva se hallaba lejos, cantandoo luchando. La noche espléndida, era una deaquellas que ellos llaman blancas. Todas lasplantas parecían hacer crecido, desde por lamañana, lo que debieran crecer en un mes. Larama que el día anterior mostraba hojas amari-llas, dejaba ahora salir la savia cuando Mowgli

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la rompía. Los musgos se enroscaban, por en-cima de sus pies, tibios y mullidos. La hierbanueva no cortaba al tocarla; todas las voces dela selva resonaban como una sola cuerda dearpa, pulsada por la Luna... la Luna del lengua-je nuevo, que lanzaba de lleno su luz sobre lasrocas y sobre las lagunas, la deslizaba entre lostroncos y las enredaderas, y la filtraba entremillares de hojas. Olvidándose de su desdicha,Mowgli cantaba en voz alta con el más puroregocijo al emprender su carrera. Parecía volar,más que cualquiera otra cosa, porque habíaescogido como punto de partida la larga y rá-pida pendiente que lleva a los marjales del Nor-te, por en medio del corazón de la selva, dondeel terreno, verdaderamente elástico por la hier-ba, amortiguaba el ruido de sus pasos. Unhombre que hubiera sido educado por hombreshabría tenido muchos tropiezos al través de lavaga luz de la Luna; pero los músculos deMowgli, adiestrados por años de experiencia, losostenían como si fuese una pluma. Cuando

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algún leño podrido o una piedra escondida setorcían bajo sus pies, él seguía adelante sin in-mutarse, sin aminorar su velocidad, sin esfuer-zo y sin preocuparse lo más mínimo. Cuando secansaba de caminar por el suelo, levantaba susbrazos asiéndose al estilo de los monos de al-guna enredadera cercana, y parecía flotar, másbien que encaramarse, llegando hasta las másdelgadas ramas de los árboles, y desde allí se-guía uno de los caminos arbóreos, hasta quecambiaba de idea y de nuevo descendía al sue-lo, describiendo una larga curva. Había sitiossilenciosos, cálidos y húmedos, rodeados derocas húmedas, donde era difícil respirar porlos pesados olores que se desprendían de lasflores nocturnas y de los capullos de enredade-ra; oscuras avenidas donde la luz de la Lunaformaba en el suelo brillantes fajas, colocadastan regularmente como si fuesen piezas demármol puestas en la nave de una iglesia; espe-sos y húmedos matorrales en que la nueva ve-getación le llegaba al pecho, como queriendo

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echarle los brazos en torno de la cintura; cimasde montaña coronadas de rocas despedazadas,donde saltaba él de piedra en piedra sobre loscubiles de asustadas raposas pequeñas. Oía aveces, muy débil y muy lejano, el chug-drug,ruido que hacía el jabalí al afilarse los colmilloscontra un tronco; y se cruzaba en el camino delenorme animal que arañaba y arrancaba la cor-teza de un alto árbol, llena de espuma la boca yde llamas los ojos. O se desviaba al oír un ruidode cuernos chocando y silbantes gruñidos, ypasaba como una exhalación delante de un parde sambhurs enfurecidos, que se movían vaci-lantes, baja la cabeza, cubiertos de rayas desangre que parecían negras a la luz de la Luna.O en algún vado oía a Jacala, el cocodrilo, quebramaba como un buey, o separaba a algunapareja perteneciente al pueblo venenoso; peroantes de que pudieran picarlo ya estaba lejos,cruzando los brillantes guijarros, y se internabade nuevo en la selva.

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Así corrió, unas veces gritando, otras can-tando, sintiéndose el más feliz de cuantos sereshabía esa noche en la selva, hasta que, por úl-timo, el olor de las flores le indicó que se encon-traba ya cerca de los marjales, y éstos quedabanmucho más lejos de los límites de su acostum-brado cazadero.

Aquí también, cualquier hombre educadopor hombres se hubiera hundido hasta la cabe-za a los tres pasos; pero parecía que Mowglitenía ojos en los pies que lo llevaban de mata enmata movediza, vacilante, pero sin necesitar delos ojos de su cara. Corrió hacia el centro delpantano, asustando a los patos al pasar, y sesentó sobre un tronco de árbol cubierto demusgo y caído en el agua negruzca. En tornosuyo, todos los habitantes del marjal estabandespiertos, porque en la primavera el pueblo delos pájaros tiene ligero el sueño, y en gran nú-mero estuvieron yendo y viniendo durantetoda la noche. Pero ninguno de ellos hizo elmenor caso de Mowgli, quien permanecía sen-

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tado entre las altas cañas y susurraba cancionessin palabras y se miraba las plantas de los pies,morenos y endurecidos para ver si se le habíaclavado alguna espina, Toda su infelicidad pa-recía haber quedado muy atrás en la selva; peroempezaba a entonar una de sus canciones agrito pelado, cuando volvió a apoderarse deél... y diez veces peor que antes.

En esta ocasión, Mowgli sintió miedo.-¡Tambíén aquí! -dijo casi en voz alta-. ¡Me

ha seguido! Y miró por encima de su hombropara ver si aquello estaba realmente allí, tras él.

-No hay nadie.Continuaron los ruidos nocturnos del pan-

tano, pero no le dirigieron la palabra ni una aveni una fiera, y fue en aumento el sentimiento detristeza que lo embargaba.

-Ciertamente he comido algún veneno -dijocon atemorizada voz-. Habré tragado sin darmecuenta algún veneno y voy perdiendo las fuer-zas. Sentí miedo (y, con todo, no era yo el quelo sentía)... Mowgli tuvo miedo cuando pelea-

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ban los dos lobos. Akela, e incluso Fao, loshubieran reducido a la obediencia; pero Mow-gli sintió miedo. Señal indudable de que hetragado algún veneno... Pero, ¿qué les importaa los de la selva? Cantan, aúllan, luchan losunos con los otros, corren en cuadrillas a la luzde la Luna, mientras yo... ¡Haimai!... Yo meestoy muriendo aquí en los marjales, por causade ese veneno que he tragado.

Sintió tal compasión por él mismo, que casise echó a llorar.

-Y después -continuó- me encontrarán ten-dido sobre esa agua negra. ¡No! Regresaré a miselva y moriré sobre la Peña del Consejo, yBagheera, a quien quiero.. . si es que no andagritando por el valle. . . Bagheera, quizás, vigi-lará un rato lo que de mí quede, para que Chilno haga conmigo lo que hizo con Akela.

Una lágrima, grande y tibia, cayó sobre susrodillas, y, a pesar de lo desdichado que se sen-tía, Mowgli experimentó algo como un placer

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de su desgracia, si es que puede entenderse esaespecie de felicidad al revés.

-Como lo que hizo Chil el milano con Akela-repitió.- la noche aquella en que salvé de losperros rojos a la manada.

Quedóse quieto por unos momentos, pen-sando en las últimas palabras del Lobo Solita-rio, que, por supuesto, vosotros recordaréis.

-Bueno: Akela me dijo muchas tonterías an-tes de morir, porque cuando morimos cambiatodo lo que tenemos en el pecho. Dijo.. . Perono importa. A pesar de todo, yo soy de la selva.

Por la excitación que sentía recordando lalucha en las orillas del Waingunga, dijo las úl-timas palabras gritando, y una hembra de búfa-lo salvaje que estaba entre las cañas se levantódel suelo sobre sus rodillas y dijo bufando:

-¡Un hombre!-¡Uh! -dijo Mysa, el búfalo salvaje (Mowgli

lo oía moverse en su charco)-, eso no es unhombre. No es más que el lobo pelón de la ma-

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nada de Seeonee. En noches como ésta andacorriendo de acá para allá.

-¡Uh! -dijo también la hembra agachando denuevo la cabeza para pacer-. Creí que era unhombre.

-Te digo que no. ¡Oh, Mowgli! ¿Hay algúnpeligro? -mugió Mysa.

-¡Oh, Mowgli! ¿Hay algún peligro? -repitióel muchacho, burlándose-. Eso es en lo únicoque piensa Mysa: en si hay algún peligro. Perode Mowgli que va de un lado para otro en laselva, siempre vigilando, ¿qué se le da?

-¡Cómo grita! -exclamó la hembra.-Así gritan -respondió Mysa despreciativa-

mente- los que, cuando ya arrancaron la hierba,no saben cómo comérsela.

-Por mucho menos que eso -gruñó Mowglipara sus adentros-, por menos que eso, en laépoca de lluvias hubiera pinchado a Mysa has-ta sacarlo de su charca, y cabalgándolo, lohabría conducido al través del pantano atadocon una cuerda de juncos.

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Alargó la mano para romper uno de éstos,pero la retiró dando un suspiro. Mysa siguiórumiando imperturbable, y la larga hierba ibaraleando donde pacía el búfalo.

-No moriré aquí -dijo Mowgli enojado-. Mevería Mysa, que es le la misma sangre de Jacalay del jabalí. Vamos más allá del pantano a verqué sucede. Nunca había emprendido una co-rrería de primavera como ésta.. . siento frío ycalor a la vez. ¡Ánimo, Mowgli!

No pudo resistir la tentación de deslizarse altravés de los juncos hasta llegar a Mysa y darleun pinchazo con la punta de su cuchillo. Elenorme búfalo salió chorreando de su charca,como una bomba que estalla, en tanto queMowgli tuvo que sentarse por la risa que loacometió.

-Ahora anda y di que el lobo pelón de lamanada de Seeonee te trató como a un búfalode rebaño, Mysa -gritó.

-¿Lobo, tú? -dijo, bufando, el búfalo, y pa-teando en el barro-. Toda la selva sabe que tú

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guardabas ganado.., que eres un mozuelo comolos que gritan entre el polvo, en los campos deallá lejos. ¡Tú, de la selva!... ¿Qué cazador sehubiera arrastrado como serpiente entre san-guijuelas, y, por una broma idiota, por unabroma de chacal, me habría avergonzado de-lante de mi hembra? Sal a tierra firme, y te...te...

Lanzaba el animal espumarajos de rabia,porque Mysa es quizás el que peor genio tieneen toda la selva. Mowgli mirábalo bufar conojos de inalterable calma. Cuando pudo hacerseoír entre el ruido del barro que salpicaba, dijo:

-¿Qué manada de hombres hay aquí, cercade los pantanos, Mysa? No conozco esta partede la selva.

-Dirígete hacia el Norte, pues -bramó furiosoel búfalo, porque el pinchazo había sido enverdad muy fuerte-. Eso ha sido una burla dig-na de un vaquero como tú. Anda y cuéntasela alos de la aldea, allá al extremo del pantano.

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-A las manadas de los hombres no les gustanlos cuentos de la selva, y no creo, Mysa, que unarañazo de más o de menos en tu piel sea cues-tión de reunir un consejo. Pero iré a dar un vis-tazo a la aldea. Sí; iré. Pero ahora, calma. Noviene el dueño de la selva cada noche a guar-darte mientras paces.

Saltó sobre la tierra movediza al borde delpantano, sabiendo bien que Mysa no lo embes-tiría allí, y echó a correr, riéndose, al pensar enel enojo del búfalo.

-No he perdido aún toda mi fuerza -dijo-.Quizás el veneno no me ha llegado aún hastalos huesos. Allá está una estrella, muy baja.

Miróla por el hueco que quedaba entre susmanos casi cerradas.

-¡Por el toro que me rescató! ¡Es la flor roja...la flor roja junto a la que me senté yo antes.antes de unirme a la primera manada de Seeo-nee! Ahora que lo he visto, daré por terminadosmis correteos.

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El marjal terminaba en una ancha llanura enla cual parpadeaba una luz. Hacía ya muchotiempo desde que Mowgli se había mezcladoen los asuntos de los hombres, pero aquellanoche el resplandor de la flor roja lo indujo aseguir adelante.

-Daré una ojeada -dijo- como aquella vez entiempos pasados, y veré si la manada humanaha cambiado.

Olvidando que ya no se hallaba en la selvadonde podía hacer lo que quería, corrió descui-dadamente por la hierba húmeda de rocío hastaque llegó a la choza donde ardía la luz. Tres ocuatro perros ladraron, pues ya se encontrabaen los alrededores de la aldea.

-¡Oh! -dijo Mowgli sentándose sin producirningún ruido, y después de lanzar un aullidode lobo que silenció a los perros-. Lo que ha desuceder, sucederá. Mowgli, ¿qué tienes tú quéver ya con los cubiles de la manada de hom-bres?

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Se limpió la boca con la mano, pues se acor-dó que en ella lo había golpeado una piedra,hacía muchos años, cuando la otra manadahumana lo arrojó de su seno.

La puerta de la choza, al abrirse, dejó ver auna mujer que miró hacia la oscuridad de afue-ra. Lloró un chiquillo, y la mujer dijo por enci-ma del hombro:

-Duerme. No es sino un chacal que despertóa los perros. Pronto amanecerá.

Mowgli, que se ocultaba en la hierba, empe-zó a temblar como atacado de fiebre. Conociómuy bien aquella voz, pero para estar segurogritó suavemente, sorprendiéndose él mismode que de nuevo pudiera hablar como los hom-bres:

-¡Messua! ¡Messua!-¿Quién llama? -dijo la mujer con un leve

temblor en la voz.-¿Me olvidaste ya? -dijo Mowgli. Mientras

hablaba, sentía seca la garganta.

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-Si en verdad eres tú, ¿cuál es el nombre quete di? ¡Dime!

Había entrecerrado la puerta y una de susmanos apretaba su pecho.

-¡Nathoo! ¡Nathoo! -respondió Mowgli, por-que, como vosotros recordaréis, éste fue elnombre que le dio Messua cuando él por pri-mera vez fue a unirse a la manada de los hom-bres.

-Ven, hijo mío -gritó ella, y Mowgli se ade-lantó hacia la luz, miró cara a cara a Messua, lamujer que había sido buena con él y cuya vidael muchacho había salvado hacía tanto tiempo.Se veía ella más vieja y su cabello era gris, peroni sus ojos ni su voz habían cambiado. Comomujer que era, pensó ver a Mowgli tal como lohabía dejado, y sus ojos lo recorrían desde elpecho hasta su cabeza que topaba casi con eldintel de la puerta.

-¡Hijo mío! -balbuceó; y luego, arrojándose asus pies, continuó diciendo-:

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-Pero ya no es mi hijo, sino un pequeño diosde los bosques. ¡Ay!..

De pie como estaba, a la roja luz de la lám-para de aceite, fuerte y hermoso, con el largocabello negro cayéndole sobre los hombros, conel cuchillo pendiente de su cuello y la cabezacoronada de blancos jazmines, podía tomárselefácilmente por algún dios de que hablan lasleyendas de la selva. El chiquillo, medio dor-mido en su cuna, se levantó y empezó a gritaratemorizado. Messua se volvió para calmarlo,en tanto que Mowgli se mantenía quieto, mi-rando los jarros y los calderos, el arcón del gra-no y todos los demás útiles de que usan loshombres, y vio que los recordaba perfectamen-te.

-¿Quieres comer o beber algo? -murmuróMessua-. Todo esto es tuyo. Te debemos la vi-da. Pero, ¿eres tú de veras aquél a quien yollamé Nathoo, o más bien eres un pequeñodios?

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-Soy Nathoo -respondió Mowgli-. Estoymuy lejos de mis propios lugares. Vi esta luz, yvine. No sabía que estuvieras tú aquí.

-Después de que venimos a Khanhiwara -dijo Messua tímidamente-, los ingleses nosayudaron contra aquella gente que queríaquemarnos. ¿Recuerdas?

-Sí. No lo he olvidado.-Pero cuando la ley inglesa tuvo ya todo

preparado, fuimos a la aldea de aquella malagente, pero ya no existía.

-También me acuerdo de eso -dijo Mowglicon un leve aleteo de las ventanas de la nariz.

-Por tanto, mi hombre trabajó en los camposde otros, y por último (porque en verdad era unhombre muy fuerte), fuimos dueños de unapequeña porción de tierra. No es tan buenacomo la de la otra aldea, pero no necesitamosmucho... para los dos.

-¿Dónde está... el hombre que escarbaba latierra cuando tenía miedo... aquella noche?

-Murió.., hace un año.

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-¿Y ése? -prosiguió Mowgli señalando alchiquillo.

-Mi hijo, que nació hace dos lluvias. Si túeres un dios, haz que la selva lo proteja, quenunca le ocurra nada entre tu... entre tu gente,así como nos protegiste a nosotros aquella no-che.

Levantó en brazos al niño, el cual, olvidán-dose de su pasado rniedo, empezó a jugar conel cuchillo que colgaba del cuello de Mowgli, yéste le apartó los deditos con gran cuidado.

-Y si tú eres Nathoo, el que el tigre se llevó -prosiguió Messua, ahogando un sollozo-, en-tonces éste es tu hermanito. Dale tu bendición,como hermano mayor.

-¡Hai-mai! ¿Qué sé yo de eso que se llamabendición? Yo no soy un dios, ni tampoco suhermano, y... ¡Oh, madre, madre! ¡Tengo elcorazón oprimido!...

Se estremeció al colocar al chiquillo en elsuelo.

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-Claro está -dijo Messua, muy atareada consus vasijas-. Esto sucede por andar corriendo denoche por los pantanos. Sin duda, la fiebre seha apoderado de ti hasta los huesos.

Mowgli sonrió ante la idea de que algo de laselva pudiera causarle daño.

-Encenderé el fuego, y beberás leche caliente.Quítate la corona de jazmines; su olor es dema-siado fuerte para un lugar tan pequeño comoéste.

Se sentó Mowgli, murmurando y ocultandoel rostro entre las manos. Toda suerte de extra-ños sentimientos que antaño nunca había expe-rimentado, le asaltaban ahora, exactamentecomo si estuviera envenenado, y se sentía ma-reado e indispuesto. Bebió la leche caliente agrandes sorbos, y Messua le daba cariñosaspalmaditas en la espalda de cuando en cuando,todavía no del todo segura si aquél era su hijoNathoo, el de otros tiempos, o algún ser mara-villoso de la selva, pero alegrándose de ver que,cuando menos, era de carne y hueso.

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-Hijo -dijo por último, y sus ojos brillaban deorgullo-, ¿no te ha dicho nadie que eres hermo-so, más hermoso que todos los hombres?

-¿Eh? -respondió Mowgli, porque por su-puesto nunca había oído antes cosa semejante.

Rióse Messua suavemente, felizmente. Lebastaba la expresión que veía en el rostro delmuchacho.

-¿Soy, pues, la primera? Está bien, aunquesea raro que una madre le diga estas cosasagradables a su hijo. Eres muy hermoso. Nuncavi un hombre que lo fuera tanto.

Mowgli volvió la cabeza, y trató de mirarsepor encima de su fuerte hombro, y Messua serió de nuevo tanto, que Mowgli, sin saber porqué, hubo de imitarla, y el chiquillo corría deluno a la otra, riendo también.

-No; tú no debes reírte de tu hermano -dijoMessua tomándolo en brazos y acercándolo asu pecho.-. Cuando tengas sólo la mitad de suhermosura, te casaremos con la hija más joven

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de un rey, y entonces montarás en grandes ele-fantes.

Mowgli no podía entender una sola palabrade todo esto; por otra parte, la leche caliente ibaproduciendo su efecto en él después de la largacarrera, y así, se acomodó y en un minuto que-dóse profundamente dormido, en tanto queMessua le apartaba el cabello de los ojos y locubrió con un trozo de tela, sintiéndose muyfeliz. Según la costumbre de la selva, Mowglidurmió el resto de la noche y todo el día si-guiente, porque el instinto, nunca completa-mente adormecido, le decía que nada había quetemer. Se despertó al cabo dando un salto quehizo temblar la choza, porque la tela que cubríasu rostro le hizo soñar que caía en una trampa;permaneció así, de pie, con la mano sobre sucuchillo, pesados aún de sueño sus asustadosojos, pronto para cualquier lucha.

Rióse Messua y puso ante él la comida de latarde. No eran sino unas bastas tortas, cocidassobre un fuego que las ahumó, un poco de

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arroz y un montón de tamarindos en conserva. .. lo indispensable para esperar a que pudieracazar algo por la noche.

El olor del rocío en los marjales le abrió elapetito y le excitó los nervios. Deseaba inte-rrumpir su carrera primaveral, pero el chiquillose empeñó en que lo tuviera en brazos, y Mes-sua en que había de peinarle a su Nathoo ellargo cabello de color de ala de cuervo. Con-forme lo peinaba, canturreaba cancioncillas sinsentido para dormir chiquillos, ya llamando aMowgli hijo suyo, ya suplicándole que le dieraa su niño un poco de su poder sobre la selva.

La puerta de la choza estaba cerrada, peroMowgli escuchó un ruido que conocía bien, yvio que se desencajaba el rostro de Messua, porel miedo, al notar que pasaba por debajo de lapuerta una enorme pata, y al oír que, afuera,del otro lado de la misma puerta, sonaba ungemido ronco y lastimero en el que había arre-pentimiento, ansiedad y temor.

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-¡Quédate allí y espera! Cuando llamé, noquisiste venir -dijo Mowgli en el lenguaje de laselva sin volver la cabeza, y desapareció enton-ces la gran pata gris.

-No... no traigas contigo.., a tus servidores -dijo Messua-. Yo... nosotros.., siempre hemosvivido en paz con los de la selva.

-Viene en son de paz -respondíó Mowgli le-vantándose-. Recuerda aquella noche en el ca-mino a Khanhiwara. Había docenas como ésteen torno tuyo. Pero ya veo que hasta en la épo-ca de la primavera el pueblo de la selva nosiempre olvida. Madre, me voy.

Messua se apartó humildemente. "Es, cier-tamente, un dios de los bosques" -pensó-. Pero,cuando Mowgli puso la mano sobre la puerta,en la pobre mujer pudieron más que nada lossentimientos de madre y le echó los brazos alcuello una y otra vez.

-¡Vuelve! -murmuró-. Seas o no mi hijo, re-gresa, porque te quiero. .. Mira, él también sien-te que te vayas.

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El pequeño lloraba porque veía que el hombredel cuchillo brillante se iba.

-Regresa otra vez -repitió Messua-. Ni de díani de noche estará esta puerta cerrada para ti.

Mowgli sentía como si todos los nervios dela garganta se le tensaran, y su voz parecíaarrastrarse por ella con dificultad cuando res-pondió:

-Ciertamente volveré. Y ahora -añadió diri-giéndose al lobo y apartándole la cabeza que seacercaba a él cariñosamente cuando transponíael umbral-, ahora tengo una queja contra ti,Hermano Gris. ¿Por qué no vinieron los cuatrojuntos cuando los llamé hace tanto tiempo?

-¿Tanto tiempo? No fue sino ayer por la no-che. Yo... nosotros. . estábamos cantando en laselva nuestras canciones nuevas, porque ésta esla época del lenguaje nuevo. ¿Te acuerdas?

-Cierto, cierto.-Y tan pronto como terminamos de cantar

las canciones -prosiguió seriamente el HermanoGris-, seguí tras de tu rastro. Me adelanté a to-

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dos los demás y seguí sin parar un momento.Pero, hermanito, ¿qué hiciste viniéndote a co-mer y dormir con la manada de los hombres?

-Si ustedes hubieran venido cuando los lla-mé, esto nunca hubiera sucedido -respondióMowgli, corriendo mucho más aprisa.

-¿Y qué va a suceder ahora? -preguntó elHermano Gris.

Mowgli iba a contestar, cuando una mucha-cha vestida de blanco empezó a descender poruna vereda que venía desde el extremo de laaldea. El Hermano Gris desapareció de inme-diato, y Mowgli retrocedió sin ruido y se es-condió en unos altos sembrados. Casi hubierapodido tocar a la joven con la mano cuando lostibios y verdes tallos se cerraron ante su rostroy lo hicieron desaparecer como un fantasma.Gritó la joven, porque pensó que había visto unduende, y luego suspiró profundamente.Mowgli separó los tallos con las manos y seestuvo contemplándola hasta que ella se perdióde vista.

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-Y ahora no sé... -dijo, suspirando a su vez-.¿Por qué no vinieron ustedes cuando los llamé?

-Te seguimos... te seguimos siempre -murmuró el Hermano Gris, lamiendo los talo-nes de Mowgli-. Te seguimos siempre, exceptoen la época del lenguaje nuevo.

-¿Y me seguirías hasta la manada de loshombres? -dijo en voz muy baja Mowgli.

-¿No te seguí aquella noche en que nuestramanada te expulsó? ¿Quién te despertó cuandoyacías entre los sembrados?

-Sí; pero, ¿lo harías de nuevo?-¿No te seguí acaso esta noche?-Sí; pero una, y otra vez, y quizás otra más,

Hermano Gris.Permaneció éste en silencio. Cuando habló

otra vez, fue para decir como hablando consigomismo:

-La Negra dijo la verdad.-¿Qué dijo?-Que el hombre, por último, vuelve siempre

al hombre. Raksha, nuestra madre, dijo..

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-También lo dijo Akela aquella noche de losperros rojizos -murmuró Mowgli.

-Lo mismo dice Kaa, que sabe más que todosnosotros.

-¿Y qué dices tú, Hermano Gris?-Te expulsaron una vez, llenándote de insul-

tos. Te hirieron en la boca con una piedra. En-viaron a Buldeo para que te asesinara. Tehubieran arrojado sobre la flor roja. Tú mismo,no yo, has dicho que son malos y necios. Tú, yno yo (pues yo tan sólo seguí a los míos) lan-zaste a la selva contra ellos. Tú, y no yo, inven-taste una canción contra los hombres, másamarga aún que nuestra canción contra los pe-rros de rojiza pelambre.

-Te pregunto qué es lo que tú opinas.Hablaban mientras seguían corriendo. El

Hermano Gris galopó todavía un rato más sincontestar, y luego dijo entre salto y salto:

-Hombre-cachorro... Amo de la selva... Hijode Raksha... hermano mío: aunque sea algoolvidadizo en primavera, tu rastro es mi rastro,

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tu cubil es mi cubil, tu caza es mi caza, y dondemueras luchando, moriré yo. Hablo tambiénpor los otros tres. Pero, ¿qué le dirás ahora a laselva?

-Ésa es una buena ocurrencia. Entre ver unapieza y matarla, no debe pasar mucho rato.Adelántate y congrégalos a todos al Consejo dela Peña, y entonces les diré lo que siento en mipecho. Pero quizás no acudan al llamamiento. .. Quizás se olvidarán de mí, en la época dellenguaje nuevo.

-¿Acaso tú nunca te has olvidado de nada? -ladró el Hermano Gris en tanto que corría algalope, y Mowgli lo seguía, pensativo.

En cualquiera otra estación la noticia hubieraatraído a todos los habitantes de la selva, que sehubieran presentado juntos, erizados los pelosdel cuello; pero ahora estaban muy ocupadoscazando, luchando, matando y cantando. Co-rría del uno al otro el Hermano Gris, gritando:

-¡El amo de la selva se vuelve con los hom-bres! ¡Venid al Consejo de la Peña!

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Y el pueblo todo, feliz, pletórico de vida, selimitaba a responder:

-Regresará acá de nuevo con los calores delverano. Las lluvias lo traerán de nuevo al cubil.Corre y canta con nosotros, Hermano Gris.

-¡Pero es que el amo de la selva se vuelvecon los hombres! -repetía el Hermano Gris.

-¡Eee-Yoawa!... ¿Acaso por eso es menosdulce el tiempo del lenguaje nuevo? -le contes-taban.

Y así, cuando Mowgli, sintiendo el corazónoprimido, subió por entre las rocas que tan bienconocía al lugar en que lo habían presentado alConsejo, no halló allí más que a los cuatro, aBaloo, que estaba ya casi ciego por los años, y ala pesada y fría Kaa, enroscada en el lugar quesolía ocupar Akela.

-¿Termina, pues, aquí tu rastro, hombrecito?-dijo Kaa, mientras Mowgli se arrojaba al suelocon el rostro entre las manos-. Lanza tu grito;somos de la misma sangre tú y yo... el hombrey la serpiente.

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-¿Por qué no me mataron los perros rojizos?-gimió el muchacho-. Mi fuerza me ha abando-nado, y la causa no es ningún veneno. Día ynoche oigo unos pasos que siguen mis huellas.Y cuando vuelvo la cabeza, es como si en aquelmismo momento alguien se escondiera de mí.Miro tras de los árboles, y nadie hay allí. Llamoy nadie responde; pero es como si alguien meescuchara y se guardara la respuesta. Me echoal suelo a descansar, pero no descanso. Em-prendo la carrera primaveral, pero eso no mehace sentirme más calmado. Me baño, pero elbaño no me refresca. Me disgusta matar, perono me atrevo a luchar sino cuando, al fin, mato.Siento a la flor roja en mi cuerpo; mis huesos sehan vuelto como el agua... y no sé lo que mepasa.

-¿Qué necesidad hay de hablar? -dijo Baloolentamente, volviendo su cabeza hacia dondese hallaba Mowgli-. Akela, allá junto al río, dijoque Mowgli arrastraría a Mowgli de nuevohacia la manada de los hombres. También yo lo

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dije. ¿Pero quién escucha ahora a Baloo? Bag-heera... ¿dónde está Bagheera esta noche? Ellalo sabe también. Es la ley.

-Cuando nos encontramos en las moradasfrías, hombrecito. ya lo sabía yo -dijo Kaa, vol-viéndose un poco, enroscada en sus poderososanillos-. Al fin, el hombre siempre vuelve alhombre, aunque la selva no lo arroje de su se-no.

Los cuatro se miraron uno al otro y luego aMowgli, perplejos pero prontos a obedecer.

-¿La selva, pues, no me expulsa? -balbuceóMowgli.

El Hermano Gris y los otros tres gruñeronfuriosos y empezaron a decir:

-Mientras nosotros estemos vivos, nadie seatreverá.

Pero Baleo los hizo callar de inmediato.-Yo te enseñaré la ley. A mí me toca hablar -

dijo-, y, aunque no pueda ver ya ni las rocasque tengo delante, todavía veo muy lejos. Rani-ta, sigue tu propio rastro; haz tu cubil entre los

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de tu propia sangre, entre los de su manada,entre tu propia gente; pero, cuando quieras quete ayudemos con los pies, los dientes o los ojos,llevando rápidamente por la noche un mensajetuyo, acuérdate, amo de la selva, que ésta estápronta para obedecerte.

-También la selva media es tuya -dijo Kaa-.Hablo a nombre de gente de importancia.

-¡Hai-mai! ¡Hermanos míos! -exclamó Mow-gli levantando los brazos y sollozando. No séya lo que quiero. No quisiera irme, pero mearrastran mis dos pies contra mi voluntad.¿Cómo podré renunciar a nuestras noches?

-iVaya, levanta los ojos, hermanito! -dijo Ba-loo-. Nada hay aquí de qué avergonzarse.Cuando hemos comido la miel, abandonamosla colmena vacia.

-Una vez desechada la piel, no podemos ves-tírnosla de nuevo -observó Kaa-. Ésa es la ley.

-Escucha, tú, a quien quiero sobre todas lascosas -prosiguió Baloo. No hay ni una palabrani una voluntad que puedan retenerte aquí.

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¡Levanta los ojos! ¿Quién se atrevería a formu-larle preguntas al amo de la selva? Yo te vi ju-gando entre los blancos guijarros allí, cuandono eras más que un renacuajo; y Bagheera quete rescató pagando por ti un toro recién muerto,te vio también. De aquella inspección que sellevó al cabo entonces, no quedamos sino noso-tros dos, porque Raksha, tu madre adoptiva,murió, lo mismo que tu padre adoptivo; loslobos que antiguamente formaban la manada,hace mucho tiempo que murieron; tú sabes loque le sucedió a Shere Khan; en cuanto a Akela,murió entre los dholes, donde, si no hubierasido por tu habilidad y tu fuerza, hubiera pere-cido también la segunda manada de Seeoneo.Nada queda sino huesos viejos. No puede yadecirse que el hombre-cachorro venga a pedirlepermiso a su manada para marcharse, sino queahora el dueño de la selva cambia de rastro.¿Quién se atreverá a preguntarle al hombre porqué lo hace?

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-Por Bagheera y el toro que me rescató... dijoMowgli-. No quisiera...

Sus palabras fueron interrumpidas por unrugido y por el ruido de algo que caía en losmatorrales vecinos, y Bagheera, ligera, fuerte yterrible como siempre, apareció ante él.

-Por esa razón -dijo estirando una de sus pa-tas que chorreaba sangre-, no vine antes. Lacaza fue larga, pero allí yace muerto entre lasmatas... Es un toro de dos anos.., un toro que tedevuelve la libertad, hermanito. Ahora quedanpagadas todas las deudas. Por lo demás, nodigo otra cosa sino lo que Baloo diga.

Lamió el pie de Mowgli.-¡Acuérdate de que Bagheera te quería! -

gritó luego, y desapareció.Ya al pie de la colina, gritó de nuevo con

más fuerza:-¡Buena suerte en el nuevo rastro que sigues,

dueño de la selva! ¡Acuérdate: Bagheera te que-ría!

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-Ya lo has oído -dijo Baloo. Eso es todo. Veteahora. Pero antes, acércate a mí. ¡Ven, ranitasabia!

-Es duro mudar de piel -observó Kaa en tan-to que Mowgli sollozaba largo rato, con su ca-beza en el costado del oso ciego, y rodeándoleel cuello con los brazos, en tanto que Baloo in-tentaba débilmente lamerle los pies.

-Las estrellas se apagan -dijo el HermanoGris, olfateando el viento del alba-. ¿Dóndedormiremos hoy? Porque, desde ahora, segui-remos nuevas pistas.

Y ésta es la última de las narraciones relati-vas a Mowgli.

La Canción Final

(Esta es la canción que Mowgli oyó resonar asus espaldas mientras regresaba al hogar de

Messua.)Baloo

Por el amor de aquel que a una ranita sabiale enseñó la ley de la selva,

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guarda la ley de la manada de los hombres,¡guárdala por amor del viejo y ciego Baloo!

Antigua o nueva, clara o turbia,pégate a ella como si fuera una pista,

de noche y de día, sin mirarjamás a tu derecha o a tu izquierda.

Por el amor de quien te quiere,más que a cualquier otro ser con vida,cuando en tu manada te hagan sufrir,di tan sólo: "Tabaqui canta de nuevo."

Cuando te amenace algún daño, di:"No ha muerto aún Shere Khan";

cuando el cuchillo esté pronto a matar,guarda la ley y sigue tu camino.

(Miel, raíces y palmas hacenque el cachorro ningún mal reciba.)¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

KaaEl miedo nace del mal humor;

los ojos sin párpados ven más claro.Del veneno de cobra nadie cura:

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su palabra cual dardo hiere.Hablar franco siempre es fuerte;

que lo acompañe siempre la cortesía.No más lejos aspires de lo que dé tu brazo;

no te apoyes en rama carcomida para lograrlo.Mira si tu hambre codicia cabra o gamo;

engaña el ojo: se atraganta el bocado.Ya harto, dormir quisieras...

Sea oculto el lugar, donde tu enemigono vaya a cogerte descuidado.

Luzcas limpio el cuerpo, y el hablarcauto, a los cuatro vientos.

(Desde lejos te seguirála selva media los pasos.)

¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

BagheeraEn una jaula empezó mi vida:

lo que vale el hombre bien se me alcanza.¡Por el cerrojo roto que me libertó!...

¡Hombrecachorro, no fíes en gente de tu casta!

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Elige, cuando a la luz de las estrellas caces,pista recta y no embrollada.

En el cubil, en la cacería, en la guarida,teme del hombre-chacal la amistad.

Responde con el silencio cuando: "Ven connosotros;

se pondrá bueno”, te dijeren.Y sigue respondiendo con silencio cuando

ayuda te pidan, contra el débil.Que la presunción quede para los monos;

mata la pieza, y con esto basta; no pregones.Cuando caces, no has de retroceder

en tu camino, por nada.(Tinieblas matinales: protegedle,

guardianas del ciervo.)¡ La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

Los tresEn el rastro que siguieres

hasta los umbrales que tememosdonde la flor roja su capullo abre;

En las noches en que duermas

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aprisionado y lejos del materno cieloescuchándonos a nosotros tus amados,

mientras por allí rondamos.En las auroras en que anheles

de la dura cárcel salir,y en que sientas, de la selva

que dejaste, nostalgia;¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

¡Saber, fuerza y cortesíavayan siempre contigo y te amparen!

QuíquernCual la nieve que pronto se derrite,

es la gente de los hielos orientales;piden de limosna café y azúcar a los hombres

blancos,y vánse tras ellos.

Aprende a robar y luchar la gentede los hielos de Occidente;

venden sus pieles en la factoría,y a los hombres blancos su alma.

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La gente de los hielos del Surcon los balleneros comercian;con cintajos adórnanse las mujeres,pero pocas y miserables son sus tiendas.

Pero la gente del hielo primitivo, al Norte,lejos del dominio del hombre blanco,hace sus lanzas de diente de narval:allí del hombre es el postrer límite.

-Abrió los ojos. ¡Mira!-Mételo de nuevo en la piel. Será un perro

muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses lepondremos nombre.

-¿Para quién será? -dijo Amoraq.Miró Kadlu en redondo la choza de nieve

cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko, mu-chacho de catorce años, que se hallaba sentadoen el banco-cama, y que tallaba un botón en undiente de morsa.

-Para mí -respondió Kotuko, con una mueca-. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecían en-terrados en las gruesas mejillas, y asintió con

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un movimiento de cabeza dirigiéndose a Amo-raq, en tanto que la feroz madre del cachorrogruñía al ver que el pequeñuelo se agitaba fue-ra de su alcance en la bolsa de piel de foca quese hallaba colgada sobre la lámpara de grasa deballena para que estuviera calientita.

Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arro-jó un montón de arreos para perros en un cuar-to pequeño abierto en uno de los costados de lachoza, se despojó del pesado traje de cazahecho con piel de reno, púsolo en una red dedelgadas ballenas entretejidas que colgaba so-bre otra lámpara y se echó en el banco-camapara cortar un trozo de carne de foca helada,esperando a que, Amoraq, su mujer, le trajera lacomida acostumbrada, compuesta de carnehervida y de sopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en direc-ción de los agujeros que forman las focas, a dosleguas de distancia, y regresó a su choza contres de aquellos animales, de gran tamano. A lamitad del largo y bajo pasadizo de nieve, pare-

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cido a un túnel, que conducía a la puerta inter-ior de la choza, podían oírse ladridos y rumorde lucha a mordiscos: eran los perros del trineoque, libres ya de su cotidiana labor, se disputa-ban los lugares calientes.Cuando los ladridos se tornaron demasiadofuertes, Kotuko se deslizó perezosamente delbanco-cama al suelo y cogió un látigo con elás-tico mango de ballena de medio metro de largoy con más de siete de pesado y retorcido cuero.Se metió entonces en el corredor, en donde pa-reció, por el ruido, que los perros se lo comerí-an vivo; pero todo aquello sólo era su manerahabitual de darle gracias a Dios por la comidaque en seguida recibirían. Cuando llegó arras-trándose hasta el otro extremo, media docenade peludas cabezas seguían todos sus movi-mientos, mientras él se dirigía a una especie dehorca fabricada con quijadas de ballena, endonde se colgaba la carne destinada a los pe-rros; arrancó grandes trozos helados sirviéndo-se para ello de un arpón de ancha punta, y lue-

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go permaneció en pie con el látigo en una manoy la carne en la otra. Llamó a cada animal porsu nombre, primero a los más débiles, y pobredel animal que se hubiera movido antes de suturno, porque la deshilachada punta del látigo,restallando como un rayo, le hubiera arrancadouna pulgada más o menos de pelo y piel. Cadaanimal gruñía, mordía su ración, se atragantabaal devorarla y se apresuraba a guarecerse en elpasadizo, en tanto que el muchacho, de piesobre la nieve e iluminado por la vivísima luzde la aurora boreal, daba a cada quien lo suyosegún estricta justicia. El último fue un granperro negro que dirigía a los demás en el tiro ymantenía el orden entre ellos cuando llevabanlos arreos; a éste le dio Kotuko ración doble,que acompañó con un chasquido de látigo.

-¡Ah! -exclamó el muchacho recogiendo yarrollando su látigo-. Hay un pequeñuelo sobrela lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sarpok!¡Adentro!

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Retrocedió a gatas por encima de los perros;con un sacudidor de ballena que guardaba de-trás de la puerta Amoraq, se quitó la nieve quetenía sobre el traje de pieles; golpeó ligeramen-te las que forraban el techo de la choza paraque cayeran los carámbanos que quizás estabansobre ellas, desprendidos de la bóveda de nieveque estaba encima; después se acostó, hechouna bola, sobre el banco. Empezaron a roncarlos perros del pasadizo y a dar leves gemidosmientras dormían; el hijo menor de Amoraq, ensu honda capucha de pieles, pateó y lloró hastacasi ahogarse, y la madre del cachorro al queacababan de escogerle amo, permanecía echadaal lado de Kotuko, con los ojos filos en la bolsade piel de foca colocada en lugar seguro y tibiosobre la ancha y amarilla llama de la lámpara.

Y todo esto ocurría muy lejos, hacia el Norte,más allá del Labrador y del estrecho de Hud-son, donde las grandes mareas levantan loshielos; al norte de la península de Melville -incluso al norte de los pequeños estrechos de

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Fury y de Hecla-; en la playa septentrional de laTierra de Baffin; en donde la isla de Bylot seeleva por encima de los hielos del estrecho deLancáster, como el molde de un pastel puestoboca abajo. Al norte del estrecho de Lancásteres muy poco lo que se conoce, excepto Devondel Norte y la Tierra de Ellesmere; pero aun allíviven desparramadas algunas personas, a laspuertas mismas del Polo, por decirlo así.

Kadlu era un ínuit (lo que ustedes llamaríanun esquimal), y su tribu, de unas treinta perso-nas, pertenecía a los tununírmiut, o sea, "el paísque está situado detrás de algo". Llámanse enlos mapas aquellas costas desiertas Ensenadadel Consejo de Marina; pero siempre es prefe-rible el nombre de ínuit, porque puede decirseen realidad que aquella tierra está situada de-trás de todas las cosas del mundo. Sólo hielo ynieve hay allí durante nueve meses, sucédenselos huracanes los unos a los otros, con un fríoque no puede imaginarse quien no haya visto eltermómetro a dieciocho grados centígrados,

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cuando menos, bajo cero. Seis meses de esosnueve transcurren en la oscuridad; esto es loque hace horrible a aquel país. En los meses deverano, que son tres, sólo hiela continuamentedurante las noches, y durante el día, de cadados hiela en uno. Entonces empieza a desapare-cer la nieve en las pendientes que se hallan enel Sur; unos cuantos sauces enanos muestransus yemas lanosas; alguna diminuta piñuelaparece que va a florecer; playas de fina arena yde guijarros descienden hasta el mar; levántan-se piedras bruñidas y rocas veteadas por enci-ma de la granulada nieve. Pero todo esto des-aparece en pocas semanas y el salvaje inviernocierra de nuevo los claros que hay en la tierra,mientras que en el mar el hielo sube y baja, rotoen pedazos, en lontananza, apretándose, entre-chocando, rajándose, rozando unos contraotros, pulverizándose entre tanto, y, por asídecir, varando, hasta que al cabo se hiela todojunto hasta una profundidad de tres metros,desde la tierra hasta donde está honda el agua.

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En invierno Kadlu perseguía a las focas has-ta los confines de aquellas tierras-hielos, y lesclavaba el arpón cuando salían a respirar en susagujeros. Las focas deben contar con agua paravivir y cazar en ella peces; en pleno inviernosucedía allí con frecuencia que el hielo se corríahasta unas veinte leguas, sin rajarse, partiendode la playa más próxima. En primavera, él y lossuyos se retiraban de los hielos amontonadosen el mar, dirigiéndose a las rocas de tierra fir-me, y allí levantaban sus tiendas hechas de pie-les y cazaban con lazo aves marinas, o arpo-neaban a las focas jóvenes que se asoleaban enlas playas. Más tarde se dirigían hacia el Sur, ala Tierra de Baffin, para dedicarse allí a la cazadel reno y hacer su provisión anual de salmónen los centenares de corrientes y lagos del inter-ior, y regresaban al Norte en septiembre u oc-tubre para cazar bueyes almizclados y para lamatanza usual de focas del invierno. Estos via-jes se hacían en trineos de perros que recorríanseis o siete leguas cada día, o algunas veces

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siguiendo la costa en grandes "botes de muje-res", construidos de pieles, en los que los niñosy los perros se echan a los pies de los remeros,y las mujeres entonan canciones, mientras sedeslizan de cabo en cabo por las frías y cristali-nas aguas. Todos los objetos algo refinados queconocían los tununírmiut provenían del Sur, asaber, maderos acarreados por el agua que lesservían para trineos; hierro en barras para laspuntas de los arpones, cuchillos de acero, cal-deros de hojalata en que se cocía la comida mu-cho mejor que en los antiguos utensilios de co-cina fabricados de esteatita; pedernal, acero, yhasta fósforos; y cintas de colores para el cabe-llo de las mujeres; espejillos baratos, y tela decolor rojo para orlas de chaquetas de piel dereno. Kadlu se dedicaba al tráfico valioso deblancos y retorcidos dientes de narval y debuey almizclado (éstos se cotizan tanto comolas perlas), que vendía él a los ínuit del Sur,quienes, a su vez, traficaban con los ballenerosy con las factorías que tienen los misioneros en

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los estrechos de Exeter y Cumberland; y así seencadenaban las cosas, hasta que, una calderacomprada por el cocinero de algún barco en elbazar de Bhendy, podía ir a parar sobre unalámpara de grasa de ballena en el sitio más fríodel Círculo Polar Artico.

Kadlu, como buen cazador, contaba congran número de arpones de hierro, cuchillospara cortar la nieve, dardos para cazar pájarosy cuantas cosas hacen fácil la vida en los luga-res de los grandes fríos; era, además, el jefe desu tribu, o, como ellos dicen, "el hombre que losabe todo por propia experiencia". Esto no ledaba ninguna autoridad, excepto la de permi-tirle aconsejar a sus amigos que cambiaran decazadero; pero Kotuko se aprovechaba de ellopara mandar un poco, a la manera perezosa delos gordos ínuit, a los demás muchachos, cuan-do salían por la noche para jugar a la pelota a laluz de la luna o para cantar la "Canción del Ni-ño a la Aurora Boreal".

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Pero a los catorce años un ínuit se consideraya un hombre, y Kotuko estaba cansado ya depreparar lazos para coger gallos silvestres yzorros ferreros, y mucho más cansado aún deayudarles a las mujeres en la operación de mas-car pieles de foca y de reno (cosa que las ablan-da mejor que nada) durante todo el largo día,en tanto que los hombres salían de caza. Queríair al quaggi, la Casa del Canto, cuando los ca-zadores se reúnen allí para celebrar sus miste-rios, y el angekok, el hechicero, después deapagar las lámparas, les infunde un terror quehallaba delicioso, evocando el Espíritu del Renoque pateaba sobre el techo de la casa, o arro-jando una lanza contra las sombras de la nochey viéndola volver atrás cubierta de calientesangre. Quería poder arrojar sus grandes botasen la red, como lo hacía su padre, mostrando elaire cansado del jefe de familia, y jugar con loscazadores cuando iban a visitarlos por la nochey jugaban con una especie de ruleta improvisa-da por ellos con un bote de hojalata y un clavo.

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Eran cientos las cosas que quería hacer, pero loshombres se reían de él y le decían:

-Espera hasta que hayas tomado parte en lalucha, Kotuko. La caza no se limita a cobrarpiezas.

Ahora que su padre le había regalado un ca-chorro, las cosas se presentaban más risueñas.Un ínuit no le regala un buen perro a su hijo,hasta que el muchacho sabe algo acerca delmodo de educarlo, y Katuko estaba convencidode que sabía mucho más de lo necesario.

Si el cachorro no tuviera una naturaleza dehierro, hubiera muerto por el exceso de alimen-to y de manoseo. Kotuko le hizo unos arreosdiminutos con sus respectivos tirantes, y loconducía por todo el suelo de la choza, gritan-do:

-¡Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!) ¡Choia-choi! ¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!)¡Ohaha! (¡Párate!)

Al cachorro no le gustaba esto absolutamen-te nada, pero esto era pura felicidad comparado

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al susto que se llevó cuando lo pusieron porprimera vez a tirar de un trineo. Se limitó asentarse en la nieve y ponerse a jugar con eltirante de piel de foca que iba desde sus arreoshasta el pitu, la gran correa de los arcos deltrineo. Arrancó el tiro de los demás perros, y elcachorro sintió que le pasaba por encima elvehículo de tres metros de largo, arrastrándolopor la nieve, en tanto que Kotuko reía hasta quese le saltaron las lágrimas. Vinieron luego díasy días en que oía siempre el chasquido del cruellátigo que silba como el viento que pasa sobreel hielo, y todos sus compañeros lo mordíanporque no sabía trabajar como ellos, y el rocede los arreos lo desollaba vivo, y ya no le erapermitido dormir con Kotuko, sino que lo hací-an quedarse en el lugar más frío del pasadizo.Eran tiempos muy duros aquellos para el ca-chorro.

El muchacho aprendía tan aprisa como elperrillo, aunque un trineo tirado por perros esalgo muy difícil de manejar. Cada animal (y los

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más débiles van más cerca del conductor) llevasu propio tirante separado que pasa por debajode su pata anterior izquierda y que va hasta lacorrea principal en donde se sujeta con unaespecie de botón y de una presilla que puedequitarse con un movimiento de la muñeca, de-jando así en libertad a uno por uno de los pe-rros. Cosa muy conveniente es ésta, porque confrecuencia el tirante se les mete entre las patasposteriores, y allí les produce cortaduras queles llegan hasta el hueso. Y absolutamente to-dos se meten con los que tienen más cerca alcorrer, saltando por entre los tirantes. Luego sepelean, y el resultado es que se embrollan comosedal mojado que se deja sin recoger hasta eldía siguiente. Pueden evitarse muchas moles-tias con el uso inteligente del látigo. Cada mu-chacho ínuit se enorgullece de su destreza en elmanejo del látigo; pero si es fácil acertar untrallazo en un objeto colocado en el suelo, encambio es difícil, inclinándose sobre el trineo,acertarle a un perro reacio precisamente detrás

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de una espaldilla, con la punta del látigo. Si seriñe a un perro llamándolo por su nombre, yaccidentalmente otro recibe el golpe no desti-nado a él, los dos se pelean en el acto y hacenque se paren todos los del tiro. Además, si seviaja con un amigo y se empieza a hablar conél, o si se viaja solo y se empieza a cantar, todoslos perros se detienen, se vuelven en redondo yse sientan para escuchar la plática o el canto. AKotuko se le escapó el trineo una o dos vecespor haberse olvidado de poner un estorbo de-lante del mismo al pararlo, y rompió muchoslátigos y estropeó algunas correas antes de quese le pudiera confiar un tiro completo de ochoperros y el trineo más rápido. Pero entonces sesintió persona importante y sobre el liso y oscu-ro hielo se deslizaba ligero y atrevido con larapidez de una jauría lanzada en persecuciónde una pieza. Recorría hasta dos leguas y me-dia hasta los agujeros de las focas, y una vez enel cazadero soltaba una de las correas del pitu,y dejaba libre al perrazo negro que era el más

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listo de todo el conjunto. Tan pronto como elanimal olfateaba alguna de aquellas aberturas,Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieveel par de aserradas astas que se elevan del res-paldo como los asideros de un cochecillo deniño, y así el tiro de perros no podía moverse.Entonces el muchacho avanzaba arrastrándose,pulgada a pulgada, y esperaba hasta que la focase asomara para respirar. Lanzaba luego rápi-damente hacia abajo el arpón con la cuerdaatada a él, y tirando de ésta al poco rato, subíauna foca muerta, a la cual arrastraba, cuandollegaba a la superficie del hielo, hasta el trineo,con ayuda del perro negro. Éste era el momentoen que los perros del tiro aullaban rabiosos,presa de gran agitación; pero Kotuko les dabalatigazos en la cara con la traílla que parecíauna barra de hierro candente, hasta que elcuerpo del cazado animal se ponía rígido. Lavuelta a casa era el trabajo más duro. Había quearrastrar al cargado trineo entre el duro hielo, ylos perros, en vez de tirar, solían sentarse mi-

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rando hambrientos a la foca. Al fin partían porel hollado camino de todos los trineos que ibana la aldea, trotando sobre aquel hielo que reso-naba como si fuera metálico, con las cabezasgachas y las colas en alto, en tanto que Kotukosc ponía a cantar el "Angutivaun tai-na tau-na-ne ta-na" (La Canción del Cazador que Regre-sa), y salían voces que le llamaban de todas lascasas que hallaba al paso, bajo aquel vasto cielosombrío, alumbrado sólo por las estrellas.

Cuando Kotuko, el perro, llegó a su comple-to desarrollo, también se divirtió a su manera.Pelea tras pelea, bravamente logró ir ascen-diendo en categoría entre los perros del tiro,hasta que una tarde, por cuestión de comida,luchó con el perrazo negro que dirigía a losdemás (Kotuko, el muchacho, cuidó de queaquello fuera una pelea limpia), y lo convirtióen segundo, como dicen allí. Así, pues, fuepromovido a director y unido a la larga correaque lo hacía correr a un metro y medio delantede los otros; desde entonces tuvo la obligación

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de parar las peleas, ya llevando los arreos, o yasin ellos, y usó un collar de alambre de cobre,muy grueso y pesado. En ocasiones especialesse le servían los alimentos cocidos y en el inter-ior de la casa, y a veces se le permitía dormir enel mismo banco de su amo Kotuko. Era un buenperro para cazar focas, y podía acorralar a unbuey almizclado corriendo en derredor de él ymordiscándole las patas. Incluso era capaz -yesto es la mayor prueba de bravura para unperro de trineo-, era capaz de desafiar al dema-crado lobo del Polo Artico, al que generalmentetemen todos los perros del Norte más que acualquiera otro ser de los que viven en las nie-ves. Él y su amo (pues no contaban como com-pañía a la vulgar traílla) cazaron juntos día trasdía y noche tras noche, el muchacho envueltoen pieles, y el feroz animal con el pelo largo yamarillo, pequeños los ojos, blancos los colmi-llos. Todo el trabajo de un ínuit queda circuns-crito a procurarse comida y pieles para él y sufamilia. Las mujeres convierten en trajes las

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pieles; en ocasiones ayudan a poner trampaspara cobrar piezas de caza menor. Pero la basede la alimentación -y comen de una maneraenorme- deben proporcionársela los hombres.Si faltan provisiones, no existe por allí nadie aquien comprar o pedir prestado. No queda mássino morirse de hambre.

Un ínuit no piensa en esto sino hasta que seve forzado a ello. Kadlu, Kotuko, Amoraq y elpequeño que pataleaba dentro de la capucha depieles de esta última, y que durante todo el díamascaba trozos de grasa de ballena, vivían jun-tos tan felices como cualquiera otra familia.Procedían de una raza de carácter muy templa-do -un ínuit raras veces se altera y casi nunca lepega a un niño-, que ignoraba realmente lo queera mentir y más aún lo que era robar. Conten-tábase con arrancar a arponazos aquello conque se mantenían, del corazón helado y sinesperanzas de la misma frialdad; con mostrarsus sonrisas oleosas; con narrar extrañas fábu-las de aparecidos y de hadas, durante las no-

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ches; con comer hasta más no poder; con can-tar, por último, la interminable canción de susmujeres: "Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!", du-rante todo el día a la luz de la lámpara, en tantoque ellas cosían la ropa y los arreos para la ca-za.

Pero hubo un terrible invierno en que todopareció conjurarse contra ellos. Regresaron lostununírmiut de su pesca anual del salmón yconstruyeron sus casas sobre los primeros hie-los al norte de la isla de Bylot, listos para saliren persecución de las focas cuando el mar estu-viera helado. Pero el otoño fue prematuro ymalísimo. Continuos vendavales hübo durantetodo el mes de septiembre, rompiendo la lisasuperficie del hielo, caro a las focas, cuando suespesor era apenas de un metro o metro y me-dio, lanzándolo hacia tierra y amontonándolo,y formando una barrera de cinco leguas de an-cho con protuberancias, escabrosidades y ca-rámbanos, que no permitían que por allí pasa-ran los trineos. El borde del banco flotante de

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donde las focas salían para hacer su presa enlos peces durante el invierno, estaba quizás aotras cinco leguas del lado de allá de la barreray fuera del alcance de los tununírmiut. Contodo, acaso hubieran podido pasar el inviernocon su provisión de salmón helado y de grasaen conserva, ayudándose con lo que les propor-cionaban las trampas que ponían; pero en di-ciembre, uno de sus cazadores tropezó con unatupik (una tienda hecha de pieles) en dondehalló casi muertas a tres mujeres y a una niña,que habían venido en compañía de sus hom-bres desde lo más remoto del Norte, y habíanvisto cómo ellos morían aplastados en sus botesde pieles, pequeños y diseñados para la caza,mientras perseguían al narval, el del larguísimoincisivo que parece cuerno. Kadlu, por supues-to, hubo de distribuir a las mujeres entre laschozas de aquella aldea de invierno, porque unínuit jamás se niega a compartir su comida conun extranjero, ya que no sabe cuándo le llegaráa él el turno de tener que aceptarla. Amoraq se

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quedó con la niña, que era de unos catorceaños, en su casa, aceptándola como una especiede criada. Por el corte de su puntiaguda capu-cha, y por los dibujos en forma de diamantelargo que tenían sus blancas polainas de piel dereno, la supusieron originaria de la Tierra deEllesmere. Jamás había visto botes de hojalatapara cocinar, ni conocía trineos como aquéllosen que se usa la madera para cortar el hielo;pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro,le tenían mucho cariño.

Después, todas las zorras se fueron hacia elSur, y hasta el volverena, el gruñón y obtusoladronzuelo de las nieves, no se tomó la moles-tia de pasar por donde estaba la hielera detrampas que Kotuko había armado. La tribuperdió un par de sus mejores cazadores, quequedaron muy lastimados en una lucha con unbuey almizclado, y esto acumuló más trabajosobre los restantes. Kotuko salió día tras díacon un trineo ligero y seis o siete perros de losmás fuertes mirando hasta que le dolían los

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ojos para ver si descubría una extensión de hie-lo limpio y claro en que alguna foca podríahaber abierto su agujero para respirar. Kotukoel perro vagaba libremente por todos lados, y,en medio de la mortal quietud de los camposde hielo, Kotuko, el muchacho, oía su sordo ynervioso gemido sobre algún agujero situado amás de media legua de distancia, tan claramen-te como si estuviera a su lado. Cuando el perroencontraba uno de esos hoyos, se construía elmuchacho un pequeño y bajo muro de nievepara resguardarse algo del fuerte viento, y allíesperaba diez, doce, veinte horas si era precisohasta que la foca salía a respirar, los ojos delcazador clavados en la pequeña señal que élhabía hecho sobre el agujero para guiar la pun-tería cuando arrojara el arpón, y con una pe-queña alfombra de piel de foca bajo los pies,mientras tenía atadas las piernas con el tuta-reang (la hebilla de que hablaban los antiguoscazadores). Ésta ayuda a evitar las punzadas enlas piernas del hombre que se pasa horas y

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horas a la espera de que se asomen las focas deoído finísimo. Aunque este trabajo no exigeesfuerzo, fácilmente se comprende que perma-necer sentado completamente inmóvil y metidoen la hebilla con el termómetro a cuarenta gra-dos Fahrenheit quizás bajo cero, es el trabajomás pesado que conoce un ínuit. Cuando secogía una foca, Kotuko el perro se lanzabahacia adelante con la correa arrastrando detrásde él y ayudaba a tirar del cuerpo hasta el tri-neo, donde los otros perros, cansados y ham-brientos, se tendían con aspecto sombrío pararesguardarse del aire que llegaba desde los pe-dazas rotos del hielo.

Una foca no era comida para mucho tiempo,porque en la aldehuela cada boca tenía el dere-cho a su porción, y no se desperdiciaban nihuesos, ni piel, ni tendones. La carne destinadaa los perros se empleaba en alimento humano,y Amoraq los alimentaba con retazos viejos delas tiendas de pieles usadas en verano y arran-cados del banco usado para dormir, y los ani-

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males aullaban y aullaban, se despertaban denoche y de nuevo aullaban, siempre hambrien-tos. Con sólo ver las lámparas de esteatita enlas chozas, se podía adivinar que el hambre seacercaba. En las buenas estaciones, cuandohabía abundante grasa, la luz de las lámparasen forma de bote tenían más de medio metro dealto, y se elevaba alegre, untuosa y amarilla.Ahora apenas medía unas seis pulgadas puesAmoraq bajaba cuidadosamente la mecha demusgo, cuando alguna llamarada se elevabamás de lo debido por un momento, y los ojosde toda la familia seguían atentamente estaoperación. Lo horrible del hambre allá en aque-llos grandes fríos, no es tanto el morir, sino elmorir en la oscuridad. Todo ínuit teme a la os-curidad, que pesa sobre él sin cesar durante seismeses de cada año; y cuando las lámparas estánbajas en las casas, la inteligencia de las perso-nas empieza a estar turbia y confusa.

Pero peores cosas sucederían.

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Los perros, mal alimentados, mordían confrecuencia y gruñían en los corredores, lanza-ban furiosas miradas a las frías estrellas y hus-meaban hacia el lado donde soplaba el viento,noche tras noche. Cuando cesaban de aullar,descendía de nuevo el silencio, tan sólido ypesado como una masa de nieve acumuladapor la tormenta contra una puerta, y los hom-bres oían entonces el latir de las venas en losdelgados conductos de la oreja y el batir de suscorazones, que resonaban como el ruido deltambor que los hechiceros tocan sobre la nieve.

Una noche, Kotuko, el perro, que había esta-do de mal humor, cosa poco frecuente, al llevarlos arreos, saltó y apoyó la cabeza contra la ro-dilla de Kotuko. este lo acarició, pero el perrocontinuaba empujando ciegamente hacia ade-lante, zalamero. Entonces se despertó Kadlu, lecogió la pesada cabeza parecida a la del lobo yle miró en los ojos vidriosos. El perro gimió ytembló entre las rodillas de Kadlu. Se le erizó elpelo en torno del cuello, y gruñó como si un

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forastero llamara a la puerta; luego ladró ale-gremente, se arrastró por el suelo y mordió labota a Kotuko, como si fuera un cachorro.

-¿Qué le sucede? -preguntó Kotuko, queempezaba a sentir miedo.

-La enfermedad -respondió Kadlu-: tiene laenfermedad de los perros.

Kotuko, el perro, levantó el hocico y aullóuna y otra vez.

-Nunca había visto esto. ¿Qüé hará ahora? -preguntó.

Kadlu encogió un hombro y cruzó la choza yfue a buscar un arpón corto y afilado. El enor-me perro lo miró, auiló de nuevo y se deslizópor el corredor hacia afuera mientras sus com-pañeros se retiraban a izquierda y derecha paradarle ancho paso. Al hallarse fuera, sobre lanieve, ladró furiosamente, como si siguiera elrastro de algún buey almizclado, y, ladrando,saltando y haciendo cabriolas, desapareció. Suenfermedad no era hidrofobia, sino simplemen-te locura. El frío, el hambre, y sobre todo la os-

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curidad le habían trastornado la cabeza; cuandoesa terrible enfermedad de los perros apareceen los que forman el tiro de un trineo, se pro-paga como el fuego. Al siguiente día de cazaenfermó otro perro y fue muerto de inmediatopor Kotuko al ver que mordía y forcejeaba en-tre los arreos. Luego, el perro negro que hacíade segundo, y que en tiempos antiguos habíasido el que dirigía, empezó de pronto a ladrarcomo si siguiera la pista a un reno imaginario, ycuando lo soltaron del pitu, se lanzó contra ungran montón de hielo, y huyó como lo habíahecho el que dirigía el tiro, con los arreos col-gando. Después de esto, nadie quiso ya sacar alos perros. Los necesitaban para algo más, yellos lo sabían; y por esto, aunque estaban ata-dos y tomaban los alimentos de la mano de susdueños, sus ojos revelaban desesperación ymiedo. Y para que todo fuera peor, empezaronlas viejas a contar cuentos de fantasmas y adecir que habían visto los espíritus de los caza-

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dores muertos, desaparecidos aquel otoño, loscuales habían profetizado horribles sucesos.

Kotuko sintió más que nada la pérdida de superro, porque aunque un ínuit come enorme-mente, sabe también ayunar. Pero la oscuridad,el hambre, el frío y las intemperies, lo hicieronempezar a oír voces dentro de su cerebro y aver gente que no existía, que estaba fuera delalcance de sus miradas. Una noche (acababa dequitarse la hebilla tras diez horas de esperacabe uno de los agujeros de focas llamados cie-gos, y se encaminaba a la aldea sintiéndosedébil y desvanecido casi), hizo un alto paraapoyarse de espaldas contra una peña que dabala casualidad de estar sostenida, como las rocasque se balancean, sobre un solo punto salientedel hielo. Su peso, al apoyarse, destruyó elequilibrio de la peña, y ésta rodó pesadamente,y mientras Kotuko saltaba a un lado para evi-tarla, resbaló aquélla en dirección hacia él chi-rriando y silbando por el hielo que tenía formade talud.

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Esto fue suficiente para Kotuko. Había sidoeducado en la creencia de que cada roca y cadapeña tienen su dueño (su ínua), que era gene-ralmente algo parecido a una mujer con un soloojo, que recibía el nombre de tornaq, y que,cuando una tornaq quería ayudar a un hombre,rodaba tras él dentro de su pétrea casa y le pre-guntaba si quería tomarla como su espíritu pro-tector. (En el verano, durante los deshielos, lasrocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan yresbalan por toda la superficie del terreno: así,no es difícil comprender cómo nació la idea delas piedras que viven.) Kotuko sintió que lasangre le latía en las orejas, cosa que había sen-tido durante todo el día, y creyó que esto era latornaq de la piedra, que le hablaba. Antes dellegar a su casa, ya estaba convencido de quehabía tenido con aquélla una larga conversa-ción, y como toda su gente creía que esto eramuy posible, nadie lo contradijo.

-Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde el lugarque ocupo en la nieve" -repetía Kotuko con los

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ojos hundidos e inclinándose hacia adelante enla mal alumbrada choza-. Dijo: "Seré tu guía; teguiaré a los mejores agujeros de focas." Mañanasalgo de caza, y la tornaq me guiará.

Luego vino el angekok, el hechicero de la al-dea, y Kotuko se lo refirió todo por segundavez. No perdió ni una tilde al ser repetido.

-Sigue a los tornait (los espíritus de las pie-dras), y ellos nos darán de nuevo comida -dijoel angekok.

Ahora bien: la muchacha procedente delNorte había estado echada cerca de la lámparadurante días enteros, comiendo poco y hablan-do menos; pero cuando Amoraq y Kadlu, a lasiguiente mañana, empezaron a cargar y a atarun pequeño trineo de mano para Kotuko, y locargaron con todos los útiles de caza y concuanta grasa y carne de foca helada fue posible,ella cogió la cuerda con que se arrastraba elvehículo y se colocó valientemente al lado delmuchacho.

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-Vuestra casa es la mía -dijo mientras el tri-neo chirriaba y saltaba tras ellos en la terriblenoche ártica.

-Mi casa es tu casa -respondió Kotuko-; perocreo que ahora nos dirigiremos ambos a Sedna.

Ahora bien, Sedna es la señora del mundoinferior, y todo ínuit cree que toda persona quemuere debe pasar un año en el horrible país deaquélla antes de ir a Quadliparmiut, el "lugarde la felicidad", en donde nunca hiela y dondegordos renos se acercan a uno en cuanto se lesllama.

Allá en la aldea la gente gritaba:-Los tornait han hablado a Kotuko. Enseña-

ránle el hielo libre... Regresará trayéndonosfocas...

Pronto sus voces se perdieron en la fría y va-cía oscuridad, y Kotuko y la niña se acercaban,hombro con hombro, al tirar de la cuerda o alempujar el trineo por el hielo en dirección alMar Polar. Kotuko insistía en que la tornaq depiedra le había dicho que fuera hacia el Norte,

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y hacia el Norte se dirigieron bajo la constela-ción de Tuktuqdjung, el Reno, o sea, la que no-sotros llamamos Osa Mayor.

Ningún europeo hubiera sido capaz de ca-minar más de media legua cada día sobre pe-queños trozos de hielo y sobre aristas afiladas;pero aquella pareja conocía con toda exactitudel movimiento de la muñeca que obliga a untrineo a dar vuelta en torno de una aglomera-ción de hielo; y el exacto y repentino tirón quelo levanta casi sobre una quebradura de la su-perficie; la cantidad de esfuerzo con que, conpocos y mesurados arponazos, se abre un ca-mino cuando toda esperanza de hallar uno pa-rece ya perdida.

La muchacha no solo callaba, sino que aga-chaba la cabeza, y la orla de piel de volverenaque adornaba su capucha de armiño, le caíasobre su cara ancha y oscura. El cielo, sobre suscabezas, era de un negro intenso de terciopelo,y se tornaba, en el horizonte, en tiras de colorrojo, y las grandes estrellas brillaban como si

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fueran faroles. Por las profundidades del altocielo se deslizaba de cuando en cuando unaoleada de luz verdosa de la aurora boreal, on-deaba como una bandera y luego desaparecía; obien estallaba algún meteoro, hundiéndose detiniebla en tiniebla y apareciendo detrás de éluna lluvia de chispas. Entonces podían ver laondulada superficie de los flotantes hielos delmar con ribetes y adornos de raros colores: ro-jos, cobrizos y azulados; pero a la luz ordinariade las estrellas todo se veía de un color grismortecino. Los hielos flotantes, como recorda-réis, habían sido sacudidos y aglomerados porlos vientos de otoño, por lo que parecía quehabía pasado por allí un temblor de tierra,habiéndose helado después todo.

Podían verse canales, barrancos y agujeros,semejantes a cascajares abiertos en el hielo; pe-dazos de éste que habían permanecido en laprimitiva superficie total; otros negros, pareci-dos a pústulas, que habían sido arrojados bajolos hielos flotantes por algún vendaval y vuel-

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tos después a levantar; piñas de hielo redon-deadas; crestas como dientes de sierra, que lanieve, que va volando delante del viento, habíahecho; y verdaderos pozos de pareies hundidasen los cuales, en una extensión de por lo menosuna hectárea o hectárea y media, el nivel delsuelo era mucho más bajo que en el resto delterreno. Desde cierta distancia hubiéranse po-dido tomar por focas o morsas los pedazos dehielo, o por trineos puestos boca abajo, o porhombres en expedición de caza, o incluso por elmismísimo gran fantasma blanco del oso dediez patas; pero, a pesar de todas esas formasfantásticas, que parecían a punto de cobrar vi-da, no se escuchaba ningún ruido, ni siquiera elmás pequeño eco de algún rumor. Y al travésde ese silencio y esa soledad, donde repentinasluces se encendían y se apagaban nuevamente,el trineo y quienes lo empujaban se arrastrabancomo visiones de pesadilla, una pesadilla sobreel fin del mundo, en el fin del mundo.

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Cuando se sentían cansados, Kotuko cons-truía lo que los cazadores llaman "media casa",una pequenisima choza de nieve, en la cual semetían muy apretados uno contra el otro, conla lámpara de viaje, y trataban de deshelar lacarne de foca que llevaban. Una vez que habíandormido, empezaba la marcha de nuevo, unassiete leguas diarias y no acercarse al Norte másque dos leguas y media. La muchacha ibasiempre silenciosa, pero Kotuko hablaba para símismo algunas veces y rompía a cantar cancio-nes que había aprendido en la casa del canto(canciones sobre el verano, sobre los renos y elsalmón), todas ellas horriblemente fuera delugar en aquella estación. Decía que había oídoa la tornaq hablándole de mal humor, y corríafurioso contra un montón de hielo, retorciéndo-se los brazos y hablando a gritos y en tonoamenazador. A decir verdad, Kotuko estabacasi loco en aquel tiempo; pero la muchachaestaba segura de que su espíritu guardián lohabía estado guiando y que todo terminaría

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bien. Por tanto, no se sorprendió cuando al fi-nal de la cuarta jornada, Kotuko, cuyos ojosbrillaban como bolas de fuego, le dijo que sutornaq los seguía al través de la nieve bajo laforma de un perro de dos cabezas. La mucha-cha miró hacia donde señalaba Kotuko, y lepareció que algo se deslizaba hacia un barran-co. No era ciertamente una cosa humana, perotodo el mundo sabe que el tornait prefiere apa-recerse en la de un oso o de una foca o de otrosanimales.

Podía ser también el mismo fanasma blancodel oso de las diez patas, o cualquiera otra cosa,porque Kotuko y la muchacha estaban tanhambrientos que ya no podían tener fe en loque creían ver. Nada habían logrado cazar contrampas, y no habían visto ningún rastro decaza desde que salieron de la aldea; su comidaapenas si les duraría una semana más, y unanueva borrasca se les venía encima. Una tem-pestad polar puede durar diez días sin inte-rrupción, y es segura la muerte en este tiempo

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para quien esté fuera de su casa. Kotuko cons-truyó una casa de nieve de tamaño suficientepara contener el trineo de mano (nunca debeuno separarse de su comida), y mientras le da-ba forma al último bloque irregular que formala clave de la bóveda, vio algo que lo estabamirando desde un montón de hielo, a unosochocientos metros de distancia. El aire erabrumoso, y aquella cosa parecía tener unoscuarenta pies de largo por diez de alto y ade-más una cola de veinte pies de largo, y unaforma de contornos indefinidos, temblorosos.La muchacha vio aquello también, pero en vezde gritar aterrorizada, dijo calmadamente:

-Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?-Me hablará -respondió Kotuko.El cuchillo con que cortaba el hielo tembló

en su mano mientras hablaba, porque, por mu-cho que un hornbie crea tener amistad con feosy raros espíritus, pocas veces quiere que suspalabras parezcan resultar verdad. Quíquernes, también, el fantasma de un perro gigantes-

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co, sin dientes ni pelo, que se supone vive en ellejano Norte, y que vaga por aquel país inme-diatamente antes de que algo acontezca. Y éstaspueden ser cosas agradables o desagradables;pero ni a los hechiceros les gusta hablar deQuíquern. Él es el que enloquece a los perros.Como el oso fantasma, tiene muchas patas (seisu ocho pares), y aquella cosa fantástica que semovía en la neblina, tenía más patas de las quenecesita cualquier perro vivo. Kotuko y la mu-chacha se refugiaron rápidamente en la chozaapretándose el uno contra el otro. Por supuesto,si Quíquern los hubiera necesitado, hubierahecho que el techo se hundiera sobre sus cabe-zas; pero era para ellos un consuelo saber queentre ellos y la malvada oscuridad se interponíaun muro de nieve de un palmo y medio degrueso.

La tempestad estalló con el ruido estridentedel viento, parecido al de un tren, y durantetres días y tres noches continuó sin variar ni unmomento, sin atenuarse ni durante un minuto.

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La pareja mantenía la lámpara encendida, sos-tenida en sus rodillas, y masticaba tibios peda-citos de carne de foca, mirando cómo se acumu-laba el negro hollín en el techo durante setentay dos largas horas. La muchacha hizo el recuen-to de la comida que tenían todavía en el trineo:no había sino para dos días más. Kotuko exa-minó las puntas de hierro y las ataduras de suarpón, hechas de tendones de reno, y las de sulanza especial para focas, y las de su dardo paracazar pájaros. No había otra cosa que hacer.

-Pronto iremos a Sedna. . . muy pronto -murmuró la muchacha-. En tres días más, nonos quedará sino echarnos. . . y partir. ¿No haránada por nosotros tu tornaq? Cántale una can-ción de angekok para hacerla venir.

Empezó el muchacho a cantar en el tono altode aullido de las canciones mágicas, y la tor-menta empezó a ceder despacio; a la mitad dela canción la muchacha se estremeció, y luegocolocó, primero su mano cubierta con el mitóny luego la cabeza, sobre el hielo que formaba el

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piso de la choza. Kotuko siguió su ejemplo, yambos se arrodillaron, mirándose a los ojos yescuchando tensamente. Arrancó él una delga-da tira de ballena de un lazo para cazar pájaros,que tenía en el trineo, y, enderezándola, la pusoen un agujerito que hizo en el hielo, afirmándo-la con su mitón. Quedó casi tan delicadamenteajustada como la aguja de una brújula, y enton-ces, en vez de escuchar, miraron atentamente.La delgada varilla tembló un poco, de una ma-nera casi imperceptible; después vibró másfirmemente durante algunos segundos... sedetuvo... y vibró de nuevo señalando en estaocasión hacia otro punto de aquella especie debrújula.

-¡Demasiado pronto! -dijo Kotuko-. Unagran porción de hielo flotante se ha resquebra-jado, lejos, allá afuera.

La muchacha señaló la varilla y sacudió lacabeza.

-Se quiebra todo -dijo-. Escucha el ruido enel suelo. Suenan golpes.

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Al arrodillarse en esta ocasión, escucharonlos más curiosos y sordos rumores, como ungolpetear que resonara bajo sus pies. Algunasveces parecía que algún cachorrillo chillabacolocado sobre la luz de la lámpara; otras, quealguien quebrantaba una piedra sobre el durohielo; y otras, que tocaban en un tambor tapadocon algo. Y todo esto sonaba en tonos muy pro-longados y disminuidos, como si vibraran, pa-sando al través de un pequeño cuerno, duranteuna larga y fatigosa distancia.

-No iremos a Sedna echados dijo Kotuko-. Esel gran deshielo. La tornaq nos ha engañado.Moriremos.

Todo esto puede parecer muy absurdo, peroambos se encaraban a un peligro muy real. Lostres días de viento habían barrido hacia el Surel agua de la bahía de Baffin, amontonándolacontra el extremo de la gran extensión de hieloque iba desde la isla Bylot hacia el Oeste. Ade-más, la fuerte corriente que va hacia el Estedesde el estrecho de Lancáster llevaba durante

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algunas millas lo que llaman hielo en pacas(hielo tosco y áspero que aún no se ha conver-tido en superficie llana), y estas pacas caíancomo bombas sobre la masa de hielos flotantes,al mismo tiempo que el flujo y el reflujo deltormentoso mar la minaba y la hacía cada vezmás débil, Lo que Kotuko y la muchacha habí-an oído, eran los débiles ecos de aquella luchaque ocurría a ocho o diez leguas de distancia, yla reveladora varilla vibraba al choque del con-tinuo batallar.

Ahora bien, como dicen los ínuit, cuando elhielo se despierta de su largo sueño de invier-no, no puede saberse lo que ocurrirá, porque,aunque sólido, cambia de forma casi tan rápi-damente como una nube. El vendaval era, sinduda, un vendaval de primavera que habíavenido fuera de tiempo, y cualquier cosa eraposible.

Sin embargo, la pareja ss sentía algo másanimada que antes. Si el hielo se hundiera, yano habría más esperar ni más sufrimiento. Los

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espíritus, los duendes y los demás habitantesdel mundo de los encantamientos, andabansueltos por el movedizo conjunto, y podría ocu-rrirles entrar en el mundo de Sedna junto contoda clase de seres extraordinarios llenos aúnde loca exaltación. Cuando abandonaron lachoza después de la tormenta, el ruido en elhorizonte crecía más y más, y la dura masa dehielo gemía y zumbaba en derredor de ellos.

-Todavía está esperando -dijo Kotuko.En la cima de un gran montón de hielo esta-

ba sentada o acurrucada aquella cosa de ochopatas que habían visto tres días antes. . . y au-llaba horriblemente.

-Sigámoslo -dijo la muchacha-. Quizá conoz-ca algún camino que nos conduzca a Sedna.

Pero sintió que desfallecía cuando cogió lacuerda del trineo.

La "cosa" se movía despacio y torpementepor encima de los picos de hielo, dirigiéndosesiempre al Oeste y hacia tierra, y ellos siguierontambién el mismo camino, en tanto que se acer-

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caba cada vez más el ruido atronador que se oíaen el borde de la gran masa de hielo flotanteallá en el mar. La masa de hielo estaba ya raja-da en todos sentidos en el espacio de una leguaen dirección a la tierra, y capas de tres metrosde grueso, que ora medían unos pocos metroscuadrados, o bien unas ocho hectáreas, salta-ban, se hundían y chocaban unas contra otras;o, con la porción de la masa total que aún noestaba rota, al ser cogidas y sacudidas por eloleaje revuelto que se agitaba entre ellas. Esteariete de hielo era, por decirlo así, la avanzadadel ejército que el mar lanzaba contra sus mis-mos hielos flotantes. El incesante quebrarse ychocar de los pedazos ahogaba casi el chillidode la especie de láminas arrojadas enteras bajola gran masa, como baraja que se esconde atoda prisa bajo el tapete de la mesa. Donde elagua era poco profunda, estas láminas seamontonaban las unas sobre las otras hasta quelas inferiores tocaban el fango a quince metrosde profundidad, y el mar descolorido hacía de

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dique tras el sucio hielo hasta que la presióncreciente arrojaba todo de nuevo hacia adelan-te. Además de los hielos flotantes y de las pacasde hielo, el vendaval y las corrientes hacíandescender verdaderos aludes, especie de mon-tañas movibles arrancadas de las costas deGroenlandia o de la playa septentrional de labahía de Melville. Llegaban pesadas y solem-nes, rompiéndose las olas en blanca espuma entorno suyo, y avanzaban en dirección a la granmasa como una antigua flota que navegase atoda vela. Tal o cual alud que parecía prestopara llevarse por delante al mundo entero, fon-deaba como sin fuerzas en el agua profunda,empezaba a dar vueltas, y terminaba revolcán-dose en la espuma y en el fango, envuelto ennubes de voladoras y heladas chispas, en tantoque otro mucho menor y más bajo rajaba laaplastada masa y se metía en ella, arrojando alos lados toneladas de hielo y abriendo una víade más de ochocientos metros antes de que sedetuviera. Caían unas como espadas, que cor-

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taban canales de sinuosos bordes; otros se rom-pían en una lluvia de pedazos que pesabandocenas de toneladas cada uno y se arremoli-naban estruendosamente. Otros, por último, seelevaban enteros fuera del agua, y al juntarse seretorcían como atormentados por el sufrimien-to y caían pesadamente sobre uno de sus lados,mientras el mar pasaba sobre ellos. Toda estalabor de prensar, amontonar, doblar y retorcerel hielo en todas las formas posibles, se verifi-caba a tanta distancia como la vista podía al-canzar a lo largo de la línea septentrional de lamasa flotante. Desde donde se hallaban Kotukoy la muchacha, aquella confusión no parecíasino un movimiento de ondulación y de arras-tre que ocurría allá en el horizonte; pero a cadamomento se acercaba a ellos, y podían oír allálejos, hacia el lado de la tierra, como un fuertebramido comparable a estruendo de artilleríaque resonaba al través de la niebla. Esto indica-ba que la gran mole de hielo flotante que habíasobre el mar era empujada contra los férreos

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acantilados de la costa de la isla de Bylot, latierra que se hallaba hacia el Sur, a sus espal-das.

-Esto no se ha visto nunca -dijo Kotuko mi-rando con aire estupefacto. No es la época enque ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebraahora?

-Sigue aquello -gritó la muchacha señalandoa la fantástica aparición que, medio cojeando ymedio corriendo se alejaba locamente de ellos.La siguieron, tirando con toda su fuerza deltrineo, oyendo cada vez más cerca el ruidosoavance del hielo. Se rajaron finalmente los lla-nos que se extendían en torno suyo en todasdirecciones, y las hendeduras se abrían conchasquidos semejantes al castañeteo de losdientes del lobo. Pero en donde se apoyaba lacosa fantástica, una especie de baluarte de unosquince metros de altura, no se notaba ningúnmovimiento. Kotuko saltó hacia adelante impe-tuosamente, llevando tras sí a su compañera ysubió hasta el pie del baluarte. La voz del hielo

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crecía y crecía en torno suyo, pero aquella forta-leza permanecía firme, y, como la muchachamirara a su compañero, éste levantó el cododerecho apartándolo al mismo tiempo delcuerpo, haciendo la señal que usa el ínuit paraindicar que ha visto tierra y que ésta tiene for-ma de isla. Y ciertamente a tierra los había lle-vado aquella fantástica aparición de ocho patasque andaba cojeando: hacia un islote de basegranítica y de arenosa playa, cubierto, enfun-dado y como enmascarado por el hielo, hastatal punto, que no había hombre capaz de dis-tinguirlo entre la helada y enorme mole queflotaba sobre el mar; pero por debajo era tierrasólida y no hielo movible. Cuando se rompíany rebotaban los pedazos flotantes al chocar conel islote, marcaba las orillas de éste, y arrancabade él un protector banco de arena en direcciónal Norte, desviando así la acometida de los máspesados bloques de hielo, ni más ni menos quecomo la reja de arado aparta los trozos de mar-ga. Existía el peligro, por supuesto, de que al-

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guna gran extensión de hielo, por alguna tre-menda presión, remontara la playa e hicieradesaparecer completamente la parte alta delislote; pero tal idea no les preocupó ni a Kotukoni a la muchacha mientras construían su casade nieve y empezaban a comer, oyendo cómolas moles congeladas golpeaban en la playa yrodaban por ella. La cosa fantástica había des-aparecido, y Kotuko hablaba excitado de supoder sobre los espíritus en tanto que se acu-rrucaba junto a la lámpara. En medio de susinsensatas afirmaciones, la muchacha empezó areír balanceando el cuerpo hacia adelante yhacia atrás.

A sus espaldas, avanzando cautelosamentedentro de la choza, se veían dos cabezas, unaamarilla y la otra negra, que pertenecían a losdos más avergonzados y tristes perros que ja-más se hayan visto. Uno era Kotuko, el perro, yel otro, el que había dirigido el trineo. Ambosestaban ahora gordos, de buen aspecto, y com-pletamente curados de su locura; pero iban

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unidos el uno al otro de la manera más extraña.Recordaréis que cuando huyó el perro negro,llevaba colgando los arreos. Debió encontrarsecon Kotuko, el perro, y jugar o pelear con él,porque el lazo que le pasaba por las espaldillasse enganchó en los alambres de cuero retorcidoque llevaba Kotuko en su collar, y se habíanenredado de tal modo y tan fuertemente, queninguno de los dos pudo coger la correa con losdientes para separarla, siendo así cada unoatraído por su vecino. Esto, junto con la libertadde cazar por su cuenta, les ayudó a curarse desu locura. Estaban ya en su sano juicio.

La muchacha empujó a los avergonzadosanimales hacia Kotuko, y muerta de risa, gritó:

-Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó a tie-rra firme. Mira las ocho patas y las dos cabezas.

Kotuko los dejó en libertad, cortando la co-rrea, y ambos se echaron en sus brazos, ambosal mismo tiempo, tratando de explicarle cómohabían recobrado la razón. Kotuko palpó los

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costados de los animales y vio que los teníanbien llenos y el pelo reluciente.

-Encontraron comida -dijo, sonriendo-. Cneoque siempre no iremos a Sedna tan pronto. Mitornaq los envió. Se han curado de su enferme-dad.

En cuanto hubieron acariciado a Kotuko, losdos animales, que se habían visto obligados adormir y comer y cazar juntos durante las últi-mas semanas, se lanzaron el uno contra el otro,y hubo una gran batalla en la casa de nieve.

-Los perros no se pelean cuando tienenhambre -dijo Kotuko-. Encontraron alguna foca.Durmamos ahora. Encontraremos comida.

Cuando despertaron, el agua del mar habíaquedado ya libre en la playa septentrional delislote, y todo el hielo suelto había sido lanzadohacia la tierra. Para un ínuit siempre son encan-tadores los primeros rumores de la marea alta,ya que le advierten que se acerca la primavera.Kotuko y la muchacha se tomaron de las manosy sonrieron, porque el ruido claro y fuerte que

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producía el mar entre el hielo les recordaba eltiempo de la pesca del salmón, de la caza delreno, y el olor de los sauces rastreros cuandoestán en flor. Mientras miraban, el mar empezóa espesarse, casi congelado, entre los flotantestémpanos del hielo: tan intenso era el frío. Peroen el horizonte veíase una ancha y roja claridadque era la luz del hundido sol. Era aquello co-mo un bostezo en mitad del sueño, más que unverdadeio despertar para levantarse, y sóloduró unos minutos la claridad, pero, con todo,marcaba la mejor estación del año. Nada, pen-saron, podía cambiar ese curso de las cosas.

Kotuko encontró a los perros peleándose so-bre el cuerpo de una foca recién muerta, la cualhabía seguido a los peces que una tormentahace siempre cambiar de lugar. Fue la primerade unas veinte o treinta que llegaron a la isla enel transcurso del día, y hasta que el mar se helófuertemente fueron por centenares las vivascabezas negras que se vieron, disfrutando del

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agua libre, poco profunda, y flotando entre lostémpanos de hielo.

Era un gusto poder comer de nuevo hígadode foca; llenar las lámparas de grasa sin miedode que escaseara, y ver cómo la llama se eleva-ba a un metro de altura; pero tan pronto comoapareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko y sucompañera cargaron el trineo de mano e hicie-ron tirar de él a los dos perros como nunca enla vida habían tirado, porque temían lo quehubiera podido ocurrir en la aldea. El tiemposeguía tan implacable como de costumbre, peroes mucho más fácil arrastrar un trineo cargadode víveres que cazar muriéndose de hambre.Dejaron los cuerpos de veinticinco focas ente-rrados en el hielo de la playa y listos para seraprovechados, y luego se apresuraron a regre-sar con los suyos. Los perros les enseñaron elcamino tan pronto como comprendieron lo queKotuko deseaba que hicieran, y, aunque nohabía ninguna señal de la ruta que debían se-guir, en dos días se hallaban ya dando voces en

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la misma entrada de la casa de Kadlu. Sólo tresperros les contestaron; los otros habían sidocomidos y las casas estaban sumidas en la oscu-ridad. Pero cuando Kotuko gritó: "¡Ojo!" (quequiere decir "carne hervida"), le respondieronunas cuantas voces débiles, y cuando llamó alos habitantes de la aldea por sus nombres ycon voz muy clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámparas encasa de Kadlu; el agua de nieve derretida secalentaba al fuego; hervían los botes de hojala-ta, y el hielo goteaba desde el techo, en tantoque Amoraq cocinaba comida para toda la al-dea. El chiquitín, metido en su capucha de pie-les, mascaba un pedazo de grasa que tenía sa-bor de nueces, y los cazadores se atiborrabanmetódica y pausadamente de carne de foca.Kotuko y la muchacha narraron sus aventuras.Los dos perros se sentaron entre ellos, y cadavez que oían pronunciar su nombre en el relato,paraban una oreja y parecían tan avergonzadosde sí mismos cuanto pensarse pueda. El perro

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que haya enloquecido una vez y que luego sehaya curado, dicen los ínuit, queda curado parasiempre.

-Así pues, la tornaq no se olvidó de nosotros-dijo Kotuko-. Sopló la tempestad, se rompió elhielo y las focas llegaron tras los peces asusta-dos por el temporal. Ahora los nuevos agujerosque las focas han hecho, están de aquí a dosdías de distancia. Que los buenos cazadoresvayan mañana y traigan las focas que he mata-do: veinticinco, y están enterradas en el hielo.Cuando las hayamos comido, iremos todos acazar a las otras.

-Y ustedes, ¿qué harán ahora? -preguntó elhechicero a Kadlu, en el tono que usaba parahablar con él, porque era el más rico de los tu-nunírmiut.

Kadlu miró a la muchacha, a la hija del Nor-te, y dijo calmosamente:

-Nosotros vamos a construir una casa.

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Y señaló hacia el noroeste de la casa de Kad-lu, porque en ese lado es donde suelen vivir elhijo o la hija casados.

La muchacha levantó sus brazos con laspalmas de las manos vueltas hacia arriba, ysacudió la cabeza, incrédulamente. Era unaextranjera, dijo, a la que habían recogido ham-brienta y nada podía traer a la casa como dote.

Saltó Amoraq del banco en que estaba sen-tada y empezó a arrojar cosas en la falda de lamuchacha: lámparas de piedra, raederas dehierro para las pieles, cafeteras de hojalata, pie-les de reno con bordados hechos de dientes debuey almizclado y verdaderas agujas capoterasde las que usan los marineros para coser lasvelas... la mejor dote que jamás había sido dadaen los confines del Círculo Polar Ártico, y, alrecibirlo, la muchacha del Norte inclinaba lacabeza hasta el suelo.

-¡También esto! -dijo Kotuko riendo y seña-lando a los perros que acercaron sus fríos hoci-cos a la cara de la joven.

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-¡Ah! -exclamó el angekok, tosiendo con aireimportante, como si todo aquello lo hubiera élya previsto. En cuanto Kotuko abandonó laaldea, me fui a la Casa del Canto y entoné can-ciones mágicas. Canté durante muchas noches einvoqué al espíritu del reno. Mis cantos hicie-ron que soplara el vendaval que quebró el hieloy llevó los perros a donde se hallaba Kotukocuando por poco muere aplastado. Mis cancio-nes hicieron que la foca siguiera detrás del rotohielo. Mi cuerpo permanecía inmóvil en elquaggi, pero mi espíritu vagaba lejos de él yguiaba a Kotuko y a los perros en todo cuantose hizo. Yo lo hice todo.

Todos los que se hallaban presentes estabanhartos de comida y soñolientos; así pues, nadiese tomó el trabajo de contradecir tales afirma-ciones, y el angekok, en virtud de su oficio, sesirvió aun otro pedazo de carne hervida y seacostó después con los demás en la tibia y bieniluminada casa que olía a aceite.

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Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muy bienal estilo ínuit, grabó ciertos cuadros de todassus aventuras en un largo pedazo de marfil enforma de plancha y con un agujero en uno desus extremos. Cuando él y la muchacha fueronhacia el Norte, a la Tierra de Ellesmere en elaño del llamado "invierno maravilioso" dejóaquella historia grabada a Kadlu, quien perdióla tablilla entre los guijarros un verano en quese le rompió el trineo, en la orilla del lago Neti-lling, en Nikosíring, hallándola allí a la prima-vera siguiente uno de los habitantes del país, elcual se lo vendió, en Imigen, a un hombre queera intérprete de un ballenero del estrecho deCúmberland, y éste, a su vez, se lo vendió aHans Olsen, que posteriormente fue contra-maestre de un vapor que llevaba viajeros alcabo norte de Noruega. Cuando terminó la es-tación turística para estos viajes, el vapor hizotravesías entre Londres y Australia, haciendoescala en Ceilán; allí vendió Olsen la planchade marfil a un joyero cingalés por dos zafiros

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falsos. Por último, yo la encontré bajo un mon-tón de cosas inútiles en una casa de Colombo, yla descifré del principio al fin.

ANGUTIVAUN TAINA(Esta es una traducción muy libre de la

"Canción del Cazador que Regresa", como loshombres la cantaban después de cazar focas. Elínuit repite siempre una y mil veces lo mismo.)

Nuestros guantes están endurecidos por lasangre heladay nuestras pieles por la nieve que en montón sejunta.Regresamos de cazar focas... focasque vivir suelen en los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq!Veloces los tiros de perros pasan,hay chasquidos de látigos, y los hombres regre-san,regresan de cazar focas, de los bancos de hielo.

Seguimos a la foca hasta su escondite secretooímos cómo escarba bajo tierra;

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tendidos en la nieve las acechamosen el límite de los bancos de hielo.

Le arrojamos la lanza cuando a respirar sale,se la arrojamos así.. . y así.hiriéndola de tal manera, matándolade tal suerte allá en los bancos de hielo.

Pegajosos están nuestros guantes de sangrehelada,pesan nuestros párpados con la nieve;pero a la esposa y al hogarvolvemos, de allá, de los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!Los cargados trineos parecen volar;las mujeres oyen cómo vuelven sus hombresde allá, desde lejos, de los bancos de hielo.

Rikki-tikki-taviDesde el hueco en que entró

Rikki-tikki llamó a Nag;oíd lo que le dijo:Nag, ven con la muerte a bailar.

Ojo con ojo, testa con testa,(lleva el paso, Nag);

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termina esto cuando uno muere(cuanto gustes, durará).

Vuélvete allá, tuécete ahora...(¡corre y escóndete, Nag!)¡¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!(¡Qué mala suerte, Nag!)

Esta es la historia de la gran guerra que Rik-ki-tikki-tavi llevó al cabo, sola, en los cuartos debaño del gran bungalow en el acantonamientode Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayu-dó, y la aconsejó Chuchundra, el almizclero,que nunca camina por en medio del piso, sinoque se arrastra pegado a las paredes; pero Rik-ki-tikki-tavi llevó el peso de la lucha.

Era una mangosta, muy parecida a un gatitoen la piel y en la cola, pero más semejante a unacomadreja por su cabeza y sus costumbres.

Sus ojos y el extremo de su inquieto hocicoeran de color de rosa; podía rascarse en cual-quier parte de su cuerpo con cualquiera de suspatas, ya fueran las anteriores, ya las posterio-res; podía enarbolar su cola poniéndola como si

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fuera un escobillón, y su grito de guerra, mien-tras se deslizaba por la hierba, era:Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik.

Un día, una gran avenida veraniega se lahabía llevado de la madriguera en que vivíacon su padre y su madre, y la arrastró, patean-do y cloqueando como una gallina, hasta depo-sitarla en una zanja a la vera del camino. Allíencontró un pequeño haz de hierbas que flota-ba en el agua, y se asió de él hasta que perdió elsentido. Cuando revivió, vio que estaba echadaal sol en la mitad de un sendero de jardín, muymal cuidado por cierto, y oyó que un niño de-cía:

-Aquí está una mangosta muerta. Vamos aenterrarla.

-No -dijo su madre-. Llevémosla adentro pa-ra secarla. Quizás no está realmente muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grueso latomó con el pulgar y el índice, y dijo que noestaba muerta, sino medio ahogada; así pues, la

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envolvieron en algodón y le dieron calor, y en-tonces ella abrió los ojos y estornudó.

-Ahora -dijo el hombre grueso (el cual era uninglés que acababa de mudarse al bungalow) -no la asusten, y veremos lo que hace.

La cosa más difícil del mundo es asustar auna mangosta, porque, de la cabeza a la cola, sela come viva la curiosidad.

El lema de toda la familia de mangostas es:"Corre y busca." Rikki-tikki le hacía honor aestas palabras. Miró el algodón, juzgó que noera bueno para comer, correteó por la mesa, sesentó y se alisó la piel, se rascó y saltó sobre elhombro del niño.

-No tengas miedo, Teddy -le dijo su padre-.Es su manera de hacerse amiga.

-¡Oh! Me hace cosquillas en la barba -dijoTeddy.

Rikki-tikki se asomó por el cuello del niñomirando hacia adentro, le olió una oreja y saltóal suelo, restregándose el hocico.

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-¡Jesús! -dijo la mamá de Teddy-. ¿Y eso esun animal salvaje? Supongo que es tan mansoporque lo tratamos bien.

-Así son todas las mangostas -díjole su ma-rido-. Si Teddy no la coge por la cola y no laenjaula, entrará y saldrá de la casa todo el día.Démosle algo de comer.

Le dieron un poco de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo; cuando terminó decomerla se fue a la galería de la casa, se sentó alsol y erizó todos los pelos de su piel para que sesecaran hasta la raíz. Después de esto, se sintiómejor.

-Hay más cosas que descubrir en esta casa -se dijo-, que cuantas pudiera hallar toda mifamilia en su vida. Aquí me quedaré ciertamen-te para inspeccionarlo todo.

Todo el santo día se lo pasó dando vueltaspor la casa. Casi se ahogó en las bañeras; metióel hocico en la tinta, sobre la mesa de escribir, yluego se lo chamuscó con la punta del cigarroque fumaba el hombre grueso, pues se había

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subido a sus rodillas para ver lo que era escri-bir. Al anochecer se fue al cuarto de Teddy paraver cómo se encendían las lámparas, y cuandoTeddy se acostó, Rikki-tikki se encaramó tam-bién en su cama; pero era una compañera su-mamente inquieta, porque cada ruido la poníaalerta y tenía que averiguar lo que lo habíaproducido. A última hora los padres de Teddyentraron en la habitación para ver a su hijo, yallí estaba Rikki-tikki despierta, sobre la almo-hada.

-No me gusta esto -dijo la mamá de Teddy-;podría morderlo.

-No lo hará -respondió el padre-. Teddy estámás seguro con esa fierecilla a su lado que si loacompañara un perro de presa. Si entrara ahoraen el cuarto alguna serpiente...

Pero la mamá de Teddy no quería ni pensaren semejante cosa.

Al día siguiente, muy temprano, Rikki-tikkise fue a almorzar a la galería, cabalgando sobreel hombro del niño, y le dieron plátano y huevo

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pasado por agua, y ella se puso sucesivamentesobre las rodillas de cada uno, porque todamangosta bien educada abriga siempre la espe-ranza de convertirse algún día en animal do-méstico y de tener salas en donde corretear;además, la madre de Rikki-tikki (que habíavivido en la casa del general, en Segowlee) lehabía enseñado cuidadosamente a Rikki quédebía hacer si algún día se hallaba entre hom-bres blancos.

Después, Rikki-tikki se fue al jardín para verlo que era digno de ser visto. Era un jardíngrande, a medio cultivar, con espesos rosalesde los llamados "Mariscal Niel", grandes comocenadores; naranjos y limoneros, bambúes ymontones de hierba alta. Rikki-tikki se relamióde gusto.

-¡Magnífico cazadero! -se dijo, y la cola se lepuso como escobillón de sólo pensarlo. Corre-teó de un lado a otro, husmeando aquí y allá,hasta que oyó plañideras voces en un espino.

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Eran Darzee, el pájaro tejedor, y su esposa.Habían construido un hermoso nido juntandodos grandes hojas, cosiendo los bordes con fi-bras y llenando el hueco con algodón y pelusa,blanda como fino plumón. El nido se balancea-ba mientras ellos estaban sobre el borde lamen-tándose.

-¿Qué sucede? -preguntó Rikki-tikki.-Nos sentimos inconsolables -dijo Darzee-.

Uno de nuestros cuatro pequeñuelos se cayódel nido y Nag se lo comió.

-¡Ah! -respondió Rikki-tikki-. ¡Qué cosa tantriste! Pero yo soy aquí forastera. ¿Quién esNag?

Sin responder, Darzee y su esposa se metie-ron en su nido, porque de la espesa yerba quecrecía al pie del arbusto salió un silbido sordo...un sonido horrible, frío, que hizo saltar haciaatrás a Rikki-tikki a medio metro de distancia.Entonces fueron saliendo de la hierba, pulgadaa pulgada, la erguida cabeza y la extendidacapucha de Nag, la gran cobra negra, cuya lon-

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gitud era de metro y medio desde la lenguahasta la cola. Cuando hubo levantado del suelouna tercera parte de su cuerpo, permanecióbalanceándose, tal y como se balancea en el aireun corimbo de "dientes de león", y miró a Rik-ki-tikki con aquellos malvados ojos de las ser-pientes que nunca cambian de expresión, cual-quiera que sea la cosa en que esté pensando laserpiente.

-¿Quién es Nag? -dijo-. Yo soy Nag. El grandios Brahma puso sobre nuestra gente su marcacuando la primera cobra extendió su capuchapara que el sol no tocara a Brahma mientrasdormía. ¡Mírame y tiembla!

Extendió entonces más que nunca su capu-chón, y Rikki-tikki pudo ver detrás de él la se-ñal como de unos anteojos y comparable entodo a la hembra en que encajan los corchetes.Durante un minuto sintió miedo; pero es impo-sible que una mangosta sienta miedo durantemucho tiempo, y aunque Rikki-tikki nuncahabía visto a una cobra viva, su madre la había

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alimentado con cobras muertas, y sabía muybien que la misión de una mangosta grande enesta vida, es pelearse con serpientes y comérse-las. También Nag sabía esto, y en el fondo de sufrío corazón también sintió miedo.

-Bueno -dijo Rikki-tikki, y su cola empezó aerizarse de nuevo: Señales o no señales, ¿creesque es correcto comerse los pajarillos que secaen del nido?

Nag meditaba y vigilaba hasta el más míni-mo movimiento que se produjera en la hierbadetrás de Rikki-tikki. Sabía que, haber mangos-tas en el jardín significaba la muerte, tarde otemprano, para ella y para su familia: pero de-seaba coger a Rikki-tikki descuidada. Así, bajóun poco la cabeza y la echó a un lado.

-Hablemos -dijo-. Tú comes huevos. ¿Porqué yo no había de comer pájaros?

-¡Cuidado, mira atrás! ¡Mira atrás! -cantóDarzee.

Rikki-tikki era demasiado lista para perderel tiempo mirando hacia atrás. Dio un salto en

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el aire, tan alto como pudo, y exactamente enaquel momento pasó por debajo de ella, silban-do, la cabeza de Nagama, la malvada esposa deNag. Se había deslizado detrás de la mangostamientras ésta hablaba, para darle muerte; Rik-ki-tikki escuchó su rabioso silbido por habererrado el golpe. Saltó esta última casi atravesa-da, sobre su espalda, y si hubiera sido unamangosta vieja, hubiera sabido que entoncesera el momento de partirle el espinazo de unadentel!ada; pero temió el terrible latigazo quecon la cola daba la cobra Mordió, sin embargo,pero no lo suficiente, y luego saltó fuera delalcance de aquella cola, dejando a Nagainaherida y furiosa.

-¡Malvado, malvado Darzee! -gritó Nag, azo-tando el aire a tanta altura cuanto le fue posi-ble, en dirección al nido que había en el espino;pero Darzee lo había construido fuera del al-cance de las serpientes, y no hizo más que ba-lancearse.

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Rikki-tikki sintió que sus ojos le ardían y sele inyectaban de sangre (esto es una señal de iraen las mangostas), y se sentó apoyándose en lacola y en las patas traseras, como un canguro, ymiró en torno suyo, rechinando los dientes derabia.

Pero Nag y Nagaina habían desaparecido yaen la hierba. Cuando una serpiente yerra elgolpe, nunca dice nada ni da ninguna señal delo que hará en seguida. A Rikki-tikki no se leantojó seguirlas, porque no se sintió segura depoder combatir con dos serpientes a la vez. Asípues, se dirigió al caminillo enarenado, cerca dela casa, y allí se sentó para pensar. Era un asun-to muy importante para ella.

Si leen ustedes libros antiguos de HistoriaNatural, verán que se dice en ellos que, cuandouna mangosta lucha contra una serpiente y esmordida por ésta, corre a comer una yerba quela cura. Esto no es cierto. La victoria sólo escuestión de rapidez de miradas y de movimien-tos (a cada golpe de la serpiente, un salto de la

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mangosta), y como ningún ojo puede seguir elmovimiento de la cabeza de una serpientecuando ataca, las cosas ocurren de un modomás maravilloso que si interviniera alguna yer-ba mágica. Rikki-tikki sabía que todavía erajoven, y esto la hizo alegrarse mucho más alpensar que había logrado evitar el golpe que lehabían dirigido por la espalda. Esto le dio con-fianza en sí misma, y cuando Teddy vino co-rriendo por el sendero, ya Rikki-tikki estaba endisposición de que la acariciaran.

Pero, exactamente cuando Teddy se agacha-ba, algo se movió un poco entre el polvo, y unavocecilla dijo:

-¡Cuidado! Yo soy la muerte.Era Karait, la pequeñísima serpiente color de

tierra, que gusta de echarse en el polvo; sumordedura es mortífera como la de una cobra.Pero es tan pequeña que nadie piensa en ella, yasí resulta mucho más dañina.Los ojos de Rikki-tikki se inyectaron de nuevo,y bailó delante de Karait con aquel balanceo

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particular heredado de su familia. Es algo muycurioso, pero es una marcha tan perfectamentebalanceada, que puede salirse disparado cuan-do se quiere desde cualquier ángulo de la mis-ma, lo que significa una ventaja para habérselascon una serpiente. Si Rikki-tikki hubiera tenidomás experiencia, sabría que se había metido enuna empresa mucho más peligrosa que la deluchar contra Nag, porque Karait es tan peque-ña y puede revolverse tan rápidamente, que amenos que Rikki la mordiera precisamente de-trás de la cabeza, recibiría ella la mordida en unojo o en un labio. Pero Rikki no sabía esto; teníalos ojos como ascuas y se balanceaba hacia atrásy hacia adelante, mirando dónde podría mor-der mejor. Karait atacó. Rikki saltó de lado eintentó lanzarse sobre ella; pero la malvadacabeza, gris y polvorienta, embistió, rozándolecasi el hombro, y Rikki saltó por encima delcuerpo mientras la cabeza seguía muy de cercasus patas.

Teddy gritó a la gente de la casa:

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-¡Miren, miren! Nuestra mangosta está ma-tando una serpiente.

Rikki-tikki oyó el grito de la madre de Ted-dy, y el padre corrió provisto de un bastón.Pero cuando llegó, ya Karait había embestidocon poca prudencia, y Rikki-tikki saltó, se arro-jó a la espalda de la serpiente, bajó la cabezaentre las patas delanteras cuanto pudo, e hincólos dientes en la espalda, lo más alto posible, ycayó rodando a alguna distancia. La mordidaparalizó a Karait, y Rikki-tikki se preparabapara devorarla empezando por la cola, segúncostumbre de su familia a la hora de la comida,cuando se acordó de que un estómago llenohace que una mangosta se sienta pesada, y que,si quería conservar toda su fuerza y agilidad,debería mantenerse flaca.

Así pues, se fue a tomar un baño de polvo ala sombra de unas matas de ricino, mientras elpadre de Teddy golpeaba a la muerta Karait.

-¿De qué sirve eso? -pensó Rikki-tikki-. ¡Yoya dejé todo listo!

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Entonces, la madre de Teddy la levantó delpolvo y la acarició, diciendo que había salvadola vida de su hijo; el padre manifestó que todohabía sido providencial, y Teddy mismo mira-ba todo con grandes y espantados ojos. Rikki-tikki estaba muy divertida con todo esto, ydesde luego no entendía ni una palabra. Lamadre de Teddy podía haberla acariciado lomismo por haberla visto jugando en el polvo.Rikki-tikki se regodeaba de lo lindo.

Al anochecer, a la hora de la comida, mien-tras caminaba por entre las copas de vino, sobrela mesa, hubiera podido atiborrarse tres vecesmás de lo que necesitaba, con muy buenas co-sas; pero se acordó de Nag y de Nagaina, yaunque era muy agradable verse halagada yacariciada por la madre de Teddy y ponerse enel hombro de éste, los ojos se le inyectaban decuando en cuando y lanzaba su largo grito deguerra: iRikk-tikk-tikki-tikki-tchik,

Se la llevó Teddy a la cama y se empeñé enque se durmiera debajo de su barba. Rikki era

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demasiado bien educada para morderle o ara-ñarle; pero, en cuanto Teddy se quedo dormi-do, se marchó a dar su acostumbrado paseo enderredor de la casa, y en la oscuridad se trope-zó con Chuchundra, el almizclero, que se arras-traba junto a una pared. Chuchundra es unanimalito que vive desconsolado. Llora y sequeja durante toda la noche, tratando de deci-dirse a correr por el centro de las habitaciones,pero nunca llega hasta allí.

-No me mates dijo Chuchundra sollozando-.¡No me mates, Rikki-tikki!

-¿Crees que el que mata serpientes, mata al-mizcleros? -respondió Rikki, desdeñosamente.

-Los que matan serpientes, serán muertospor ellas dijo Chuchundra más desconsoladoque nunca-. ¿Cómo puedo estar seguro de queNag no me confundirá contigo cualquier nocheoscura?

-No hay la menor probabilidad de eso -respondió Rikki-tikki-; Nag está en el jardín, yyo sé que tú nunca vas por allí.

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-Mi prima Chua, la rata, me habló... -dijoChuchundra, y luego enmudeció.

-¿De qué te habló?-¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki; de-

berías haber hablado con Chua, allá en el jar-din.

-Pues no hablé con ella, por tanto ahora túhablarás. ¡Pronto, Chuchundra, o te muerdo!.

Sentóse Chuchundra y se puso a llorar de talmodo que las lágrimas le escurrían por los bi-gotes..

-¡Soy un desdichado! -sollozó-. Nunca tuvesuficiente fortaleza de espíritu para correr porel centro de la sala. ¡Chitón! No debo decirtenada. ¿No oyes, Rikki-tikki?

Ésta puso atención. La casa estaba comple-tamente tranquila, pero le pareció que oía unsuavísimo racrae, muy apagado (ruido seme-jante al que produce una avispa caminando porel cristal de una ventana), el seco rumor queproduce una serpiente al rozar sobre ladrillos.

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-Es Nag o Nagaina -pensó- que entran por lacompuerta del cuarto de baño. Tienes razón,Chuchundra; debí hablar con Chua.

Se deslizó suavemente hacia el cuarto de ba-ño de Teddy, pero allí nada había, de maneraque se dirigió al de la madre del niño. En laparte baja de una de las paredes de estucohabía un ladrillo levantado, a guisa de com-puerta, por donde penetraba el agua del baño,y cuando Rikki-tikki entró, caminando por laorilla de los bordillos de albañilería sobre loscuales está el baño, oyó que Nag y Nagainacharlaban muy bajo en la parte de afuera, a laluz de la luna.

-Cuando la casa esté vacía -decía Nagaina asu marido-, ella se verá obligada a marcharse, yel jardín volverá a ser nuestro. Entra sin hacerruido, y acuérdate de que el primero que hayque morder, es al hombre que mató a Karait.Luego sales, y vienes a decírmelo, y entre losdos le damos caza a Rikki-tikki.

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-¿Pero estás segura de que ganaremos algomatando a la gente? -dijo Nag.

-Lo ganaremos todo. Cuando no había nadieen el bungalow, ¿había acaso alguna mangostaen el jardín? Mientras el bungalow esté des-habitado, seremos el rey y la reina del jardín; yrecuerda que, tan pronto como se rompan loshuevos que pusimos en el melonar y nazcannuestros pequeñuelos (lo que podría ocurrirmañana mismo), nuestros hijos necesitaránespacio y tranquilidad.

-No había pensado en eso -dijo Nag-. Iré, pe-ro no es preciso que le demos caza a Rikki-tikkidespués. Mataré al hombre grueso y a su espo-sa, y al niño, si puedo, y luego regresaré tran-quilamente; entonces, como quedará vacío elbungalow, se marchará Rikki-tikki.

Al oír esto, Rikki se estremeció de coraje yodio, y la cabeza de Nag apareció en la com-puerta, y luego, todo el helado cuerpo de metroy medio de largo. Rabiosa como estaba, Rikki-tikki sintió miedo al ver el tamaño de la cobra.

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Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza ymiró el cuarto de baño en medio de la oscuri-dad y Rikki pudo ver cómo brillaban sus ojos.

-Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá; ysi la ataco en campo abierto, en mitad del cuar-to, las probabilidades estarán a su favor -díjoseRikki-tikki-tavi-. ¿Qué haré?

Se balanceó Nag, y luego la oyó Rikki-tikkibeber en la jarra grande que servía para llenarel baño.

-Está bien -dijo la serpiente-. Veamos: cuan-do mataron a Karait, el hombre grueso llevabaun bastón. Puede ser que todavía lo tenga; perocuando venga a bañarse en la mañana, no lotendrá. Esperaré aquí hasta que venga. ¿Oyes,Nagama? Esperaré aquí, al fresco, hasta que seade día.

No hubo contestación desde fuera, y así su-po Rikki-tikki que Nagama se había marchado.Nag enroscó sus anillos, uno a uno, en tornodel fondo de la jarra, y Rikki-tikki permanecióquieta, como una muerta. Al cabo de una hora

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empezó a moverse, músculo a músculo, haciala jarra. Nag estaba durmiendo, y Rikki-tikkicontempló su ancha espalda, pensando cuálsería el mejor sitio para morderla.

-Si no le rompo el espinazo al primer salto -díjose Rikki-, podrá luchar todavía; y si lucha. -¡ay, Rikki!

Contempló la parte más gruesa del cuello,bajo la capucha, pero aquello era demasiadoancho para ella, y en cuanto a una dentelladacerca de la cola, sólo haría que Nag se enfure-ciera más.

-Necesariamente el ataque debe ser a la ca-beza -díjose por último; a la cabeza, por encimade la capucha, y una vez hincados allí mis dien-tes, no debo soltar la presa.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta lacabeza un tanto apartada de la jarra, bajo lacurva de ésta; en cuanto clavó los dientes, Rikkipegó su cuerpo al rojo recipiente de tierra, paramejor sostener contra el suelo aquella cabeza.Esto le dio un momento de ventaja y le sacó

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todo el partido posible. Luego se vio sacudidade un lado a otro, como ratón cogido por unperro, de aquí para allá, de arriba abajo, dandovueltas, describiendo grandes círculos; pero susojos estaban inyectados de sangre, y mantuvocogida a su presa, aunque el cuerpo de la ser-piente azotaba el suelo como un látigo de carre-tero, arrojando al suelo un bote de hojalata, lajabonera y un cepillo para friccionar la piel, yaunque lo golpeara contra las paredes metálicasdel baño.

Rikki aguantaba de firme y apretaba cadavez más, porque estaba muy segura de querecibiría un golpe que acabaría con ella, y, porel honor de su familia, deseaba que la encontra-ran, al menos, con los dientes bien apretados.Estaba mareada, dolorida, y le parecía que es-taban descuartizándola, cuando de pronto, es-talló algo semejante a un trueno, exactamentedetrás de ella; cierto aire caliente la hizo rodarsin sentido, en tanto que un fuego muy rojo lequemaba la piel. El hombre grueso había des-

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pertado con el ruido, y había disparado los doscañones de una escopeta de caza precisamentedetrás de la capucha de Nag.

Rikki-tikki siguió sin soltar su presa, con losojos cerrados, porque ahora estaba muy segurade estar muerta; pero aquella cabeza ya no semovía, y el hombre grueso la cogió a ella y dijo:

-Alicia, es nuestra mangosta otra vez; la po-brecilla nos salvó la vida a nosotros.

Entró entonces la madre de Teddy, muy pá-lida, y vio los restos de Nag, mientras Rikki-tikki se arrastraba a la habitación del niño, paraacabar de pasar la noche, mitad descansando,mitad sacudiéndose suavemente, para ver si enrealidad estaba rota en cincuenta pedazos, co-mo crema.

Al llegar la mañana, apenas podía moverse,pero se sentía muy contenta de lo que habíahecho.

-Todavía me falta ajustar cuentas con Na-gaina, lo cual será peor que cinco Nag juntas, yno hay que decir lo que sucederá cuando se

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rompan los huevos de que habló. ¡Santo cielo!debo hablar con Darzee -se dijo.

Sin esperar la hora del almuerzo, Rikki-tikkicorrió hacia el espino donde se hallaba Darzeecantando una canción triunfal a voz en cuello.La noticia de la muerte de Nag se había exten-dido por todo el jardín, porque el barrenderohabía arrojado el cuerpo al estercolero.

-¡Imbécil montón de plumas! -dijo Rikki-tikki, incomodada-. ¿esta es hora de cantar?

-¡Nag ha muerto!... ¡Ha muerto... Ha muer-to!... -cantó Darzee-. ¡La valiente Rikki-tikki lacogió de la cabeza y no soltó presa! El hombregrueso trajo el palo que hace estruendo, y Nagcayó partida en dos. No volverá a comerse amis hijos.

-Es verdad eso, pero, ¿dónde está Nagaina? -respondió Rikki-tikki, mirando cuidadosamen-te en torno suyo.

-Nagaina fue a la compuerta del baño y lla-mó a Nag -respondió Darzee-; pero Nag saliópuesta en el extremo de un palo..., porque el

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barrendero la cogió de ese modo y la arrojó alestercolero. Cantemos a la grande Rikki-tikki, lade ojos color de sangre.

Y Darzee hinché el cuello y cantó.-¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría abajo a

todos tus chiquillos! -dijo Rikki-tikki-. No sabeshacer la cosa debida,. a su debido tiempo. Estása salvo allí en tu nido, pero aquí abajo estoy enguerra. Deja de cantar por un momento, Dar-zee.

-Por complacer a la grande, a la hermosaRikki-tikki, dejaré de cantar -respondió Darzee-. ¿Qué sucede, matadora de la terrible Nag?

-Por tercera vez te pregunto: ¿dónde estáNagaina?

-Entre el estiércol del establo, llorando aNag. ¡Grande es Rikki, la de los blancos dien-tes!

-¡Deja en paz a mis blancos dientes! ¿Oístedecir dónde guarda sus huevos?

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-En el melonar, en el extremo que está máscerca de la pared, donde el sol da casi todo eldía. Allí los escondió hace unas semanas.

-¿Y nunca pensaste que valía la pena decír-melo? ¿En el extremo, hacia el lado más cercanoa la pared, dijiste?

-Rikki-tikki, ¿no se te antojará ahora ir a co-merte los huevos?

-No a comérmelos precisamente; no. Darzee,si tienes una pizca de sentido común, volarásahora hacia el establo y fingirás que tienes unaala rota, y dejarás que Nagaina te persiga hastaeste arbusto. Tengo que ir al melonar; pero, sivoy ahora, ella me verá.

Era Darzee una personita de tan escaso seso,que nunca pudo tener en la cabeza dos ideas almismo tiempo; y precisamente porque sabíaque los pequeñuelos de Nagaina nacían dehuevos, como los suyos, no creyó al principioque estuviera bien eso de matarlos. Pero suesposa era un pájaro discreto y sabía que loshuevos de cobra significan cobras pequeñas

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para dentro de algún tiempo; por tanto, saltódel nido y dejó que Darzee cuidara de mante-ner en calor a los chiquillos y que continuaracantando acerca de la muerte de Nag. Darzee separecía mucho a un hombre en algunas cosas.

La hembra empezó a revolotear delante deNagaina en el estercolero, gritando:

-¡Ay! ¡Tengo una ala rota! El niño que viveen la casa me tiró una piedra y me la partió. -Yse puso a aletear más desesperadamente quenunca.

Levantó la cabeza Nagaina y silbé:-Tú le advertiste a Rikki-tikki el peligro que

corría cuando yo pude haberla matado. La ver-dad, escogiste muy mal sitio para venir a co-jear.

Y se dirigió hacia la esposa de Darzee, desli-zándose por encima del polvo.

-¡El niño me la rompió de una pedrada! -chilló aquélla.

-¡Bueno! Que te sirva de consuelo, cuandoestés muerta, saber que después le arreglaré las

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cuentas al muchacho. Mi marido yace en elestercolero esta mañana, pero antes de que cai-ga la noche, el niño también yacerá en completoreposo. ¿De qué te sirve huir? Estoy segura decogerte. ¡Tonta, mírame!

La esposa de Darzee era demamiado listapara hacer eso, pues el pájaro que fija los ojosen los de una serpiente se asusta tanto, que nopuede ya moverse. La compañera de Darzeesiguió revoloteando y piando dolorosamente,sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina apre-suraba cada vez más el paso.

Los oyó Rikki-tikki seguir el caminillo queiba del establo a la casa, y se fue entonces rápi-damente hacia la parte del melonar más cercade la pared. Allí, en tibia paja, entre los melo-nes, ocultos muy hábilmente, encontró veinti-cinco huevos, de tamaño aproximado a los deuna gallina de Bantam, pero cubiertos de unapiel blanquecina en vez de cáscara.

-Llegué muy a tiempo -dijo, porque al travésde la piel pudo ver a las cobras pequeñas en-

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roscadas, y sabía que al momento mismo denacer, podían cada una de ellas matar a unhombre o a una mangosta. Mordió el extremode los huevos tan rápidamente como pudo,cuidando de aplastar a las cobras, y revolvió decuando en cuando la yacija para ver si habíaquedado sin romper algún huevo. Al fin que-daron sólo tres, y Rikki-tikki empezaba a con-gratularse, cuando oyó a la esposa de Darzeeque gritaba:

-Rikki-tikki, he llevado a Nagama hacia lacasa, y se metió en la galería, y ahora. . . ¡oh!,¡corre!... ¡Matará a alguien!

Rikki-tikki aplastó dos huevos y saltó delmelonar con el tercero en la boca, corriendo endirección de la galería tan aprisa como pudie-ron sus patas. Teddy y sus padres se hallabanallí, dispuestos a desayunar pero Rikki-tikki vioque no comían Estaban quietos como si fuerande piedra y sus rostros estaban blancos Nagai-na, enroscada en forma de espiral sobre la este-ra que estaba cerca de la silla de Teddy, y a

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distancia conveniente para morder la pierna deéste, se balanceaba, cantando una cancióntriunfal.

-Hijo del hombre que mató a Nag -silbó-, note muevas. No estoy preparada todavía. Esperaun poco. Que no se mueva ninguno de voso-tros. Al menor movimiento, os salto encima. . .y si no os movéis, también os saltaré. ¡Oh, genteestúpida, que mató a mi Nag!...

Teddy mantenía sus ojos fijos en los de supadre, y todo lo que pudo hacer éste, fue mur-murar:

-Estáte quieto, Teddy. No debes moverte.Teddy, manténte quieto.

Llegó entonces Rikki-tikki y gritó:-¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y pelea con-

migo!-Cada cosa a su tiempo -dijo aquélla sin mo-

ver los ojos-. Ya arreglaré cuentas contigo de-ntro de un momento. Mira a tus amigos, Rikki-tikki; allí están inmóviles y pálidos. Tienen

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miedo. No se mueven, y si te acercas un solopaso, los muerdo.

-Échales una ojeada a tus huevos -dijo Rikki-tikki-; allá en el melonar, junto a la pared. Ve ymíralos, Nagaina.

Se volvió a medias la enorme serpiente y vioel huevo sobre el suelo de la galería.

-¡Aaah!. . ¡Dámelo! -dijo.Rikki-tikki puso sus patas una a cada lado

del huevo, y con los ojos inyectados, respondió:-¿Cuánto me dan por un huevo de serpien-

te? ¿Por una cobra chiquita? ¿Por una cobrachiquita hija de rey? ¿Por la última, la última enverdad de una nidada? Las hormigas se estáncomiendo a las demás allá en el melonar.

Se volvió en redondo Nagaina, olvidándosede todo por su último huevo. Rikki-tikki vioque el padre de Teddy extendía su fuerte mano,asió del niño por un hombro, y lo levantó porencima de la mesita y de las tazas de té, po-niéndolo a salvo y fuera del alcance de Nagai-na.

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-¡Te engañé! ¡Te engañé! ¡Te engañé! Rikk-tick-tick -dijo riendo Rikki-. El niño está a salvo,y fui yo, yo, la que cogí ayer noche a Nag por lacapucha en el cuarto de baño.

Entonces empezó a dar saltos con las cuatropatas a la vez y la cabeza casi a ras del suelo.

-Me sacudió de acá para allá, pero no logrósoltarse de mí. Ya estaba muerta cuando vino elhombre grueso a partirla en dos pedazos. Yo lohice. ¡Rikki-tikki-tick-tick! Ven, pues, Nagaina.Ven y lucha conmigo. No durarás viuda muchotiempo.

Nagaina vio que había perdido la oportuni-dad de matar a Teddy, y el huevo continuabaentre las patas de Rikki-tikki.

-Dame el huevo, Rikki-tikki; dame el últimoque queda de mis huevos, y me ire y nuncaregresaré.

-Al decir esto, bajaba la capucha.-Sí, te irás y nunca regresarás, porque te re-

unirás en el estercolero con Nag. ¡Pelea, viuda!El hombre grueso fue por su escopeta. ¡Pelea!

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Rikki-tikki saltaba en derredor de Nagaina,manteniéndose exactamente fuera del alcancede sus embites, reluciéndole los ojillos comodos ascuas. Nagaina se replegó sobre sí mismay se lanzó contra ella. Rikki-tikki saltó haciaarriba y hacia atrás. La serpiente atacó una yotra vez, y su cabeza daba con sordo ruido co-ntra la estera de la galería, enroscándose luegoel cuerpo como la espiral de un reloj. Entoncessaltó Rikki-tikki describiendo círculos para co-locarse detrás de Nagaina, y ésta giraba en re-dondo para que su cabeza y la de su enemigaestuvieran siempre frente a frente, y el ruidoque producía su cola sobre la estera era como elde las hojas secas que el viento arrastra.

Ya había olvidado el huevo. Allí estaba so-bre el suelo de la galería, y Nagaina fue acer-cándose más y más a él, hasta que al fin, mien-tras que Rikki-tikki se detenía para tomar alien-to, lo cogió en la boca, volvióse hacia los esca-lones de la galería y se lanzó como una flecha alestrecho caminillo, perseguida por Rikki-tikki.

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Cuando una cobra huye para salvar la vida,parece la punta de un látigo revoloteando sobreel cuello de un caballo.

Rikki-tikki sabía que debía cogerla, porquede lo contrario todo habría sido inútil y tendríaque volver a empezar. La serpiente se dirigió enlínea recta hacia la hierba alta que crecía juntoal espino, y al pasar corriendo oyó Rikki-tikkique Darzee entonaba todavía su estúpido him-no triunfal. Pero la esposa de Darzee era máslista. Se arrojó del nido en el preciso momentoen que pasaba Nagaina, y empezó a revolotearsobre la cabeza de la serpiente. Si Darzeehubiera ayudado, podrían haberla hecho retro-ceder; pero Nagaina se limitó a bajar su capu-cha y a seguir adelante. Sin embargo, el mo-mento que perdió al hacer esto le permitió aRikki-tikki acercarse más, y cuando la serpientese metió en la madriguera donde ella y Nagsolían vivir, los blancos dientes de Rikki se cla-varon en la cola de Nagaina, y ambas entraronjuntas en la madriguera... y ninguna mangosta,

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por vieja y lista que sea, se atrevería a haceresto. En el agujero había completa oscuridad, yRikki-tikki no sabía si se ensancharía de prontodándole a Nagaina el espacio necesario pararevolverse y morderla. Aguantó firrnemente yclavó las patas en el suelo a guisa de frenos enla oscura pendiente de aquella tibia y húmedatierra.

Luego, la hierba que estaba a la entrada delagujero dejó ya de moverse, y Darzee dijo:

-Todo terminó para Rikki-tikki. Entonemosun himno a su muerte. ¡La valiente Rikki-tikkiha muerto! Seguramente Nagaina la mataráallá, bajo tierra.

Púsose, pues, a entonar una fúnebre melodíaimprovisada, inspirada por el momento aquel,y exactamente cuando llegaba a la parte máspatética, se movió de nuevo la hierba, y Rikki-tikki, cubierta de polvo, se arrastró despaciofuera del agujero, relamiéndose los bigotes.Darzee enmudeció en seguida, dando un grito.

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Rikki-tikki se sacudió un poco el polvo y estor-nudó.

-Todo ha terminado -dijo-. Nunca saldrá yade ahí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven en los tallosde la hierba la oyeron, y empezaron a formarlargas hileras para ir y ver si era cierto lo quedecía.

Rikki-tikki se enroscó sobre la misma hierbay allí mismo se durmió.., y durmió y durmióhasta muy entrada la tarde, porque había teni-do un día pesadísimo.

-Ahora dijo cuando al cabo se despertó-,volveré a la casa. Darzee, cuéntale al caldererolo que sucedió, y él le dirá luego a todo el jardínque Nagaina ha muerto.

El "calderero" es un pájaro que produce unruido del todo parecido al de un martillo quegolpetea sobre un caldero de cobre; y la razónde que siempre está haciendo ese ruido, es por-que él es el pregonero de todo jardín indio, y lecuenta las noticias a quien quiere oírlas. Al ca-

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minar Rikki-tikki por el senderillo que condu-cía a la casa, oyó las notas de ¡alerta!, como lasde un pequeño tantán de los que se usan paraanunciar la hora de la comida; y luego, elacompasado ¡din-don-tok! "¡Nagaina ha muer-to!... ¡don!" "¡Nagaina ha muerto!... ¡din-don-tok!" Al escuchar esto, cantaron todos los pája-ros del jardín y las ranas croaron, porque Nag yNagaina también comen ranas, lo mismo quepájaros.

Cuando llegó Rikki-tikki a la casa, Teddy, lamadre de Teddy (que aún estaba pálida, puesse había desmayado) y el padre de Teddy salie-ron a recibirla y casi lloraron de agradecimien-to. Aquella noche comió Rikki cuanto le dieronhasta no poder más, y luego, llevándola Teddysobre su hombro, se fue a la cama, y allí la en-contró la madre del niño cuando a última horafue a verlo dormir.

-Salvó nuestras vidas y la de Teddy -le dijo asu marido-. ¡Figúrate! Nos salvó la vida a todos.

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Rikki-tikki se despertó sobresaltada, porquelas mangostas son de un sueño muy ligero.

-¡Ah! ¡Sois vosotros! ¿Por qué me molestan?Ya murieron todas las cobras; y si alguna que-da, aquí estoy yo.

Tenía derecho Rikki-tikki a sentirse orgullo-sa; pero no se enorgulleció más de lo justo, yconservó el jardín como una mangosta debeconservarlo, defendiéndolo con los dientes, y asaltos, y de todas maneras, hasta que ni unasola cobra se atrevió ya a asomar la cabeza de-ntro de las paredes del recinto.

CÁNTICO DE DARZEE EN HONOR DERIKKI-TIKKI-TAVI

Soy un pájaro cantor y tejedor,y dobles son las alegrías que conozco:orgulloso me siento al cruzar por los aires,y orgulloso también de la casita que he tejido.

Sube y baja al compás de mi música,sube y baja mi casita que oscila.

Levanta la frente, oh madre,y entona tu cancioncilla;

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pereció la que era nuestro azote,la muerte misma yace muerta en el jardín.

Yace impotente el Terror que entre rosas vi-vía,sobre el polvo yace y se pudre en el estiércol.

¿Quién, pregunto, nos libró de ella?Decid su nombre y repetidlo:Rikki, la valiente, ella ha sido,Tikki, la de ojos de ascua.

Rikki-tikki de dientes marfileños,Rikki la cazadora, de mirada encendida.

Pájaros todos, dadle las graciascon vuestras colas extendidas;alabadla como el ruiseñor lo haría,pero en vez de éste, yo la alabaré.

¡Escuchad! Yo cantaré su alabanza,¡Loor a Rikki, la de ojos de fuego!

(Aquí, Rikki-tikki interrumpió, y el resto dela canción se ha perdido.)

Los Servidores de Su MajestadPor quebrados podéis resolverlo,

o también por regla de tres;

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pero el camino de Tweedledum,no es el de Tweedledee.Torced el problema, revolvedlo,plegadlo como gustéis;pero el camino de PillyWinkyno es el mismo que el de WínkiePop.

Copiosa lluvia había estado cayendo duran-te un mes entero... Había caído sobre un cam-pamento de treinta mil hombres, millares decamellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas,reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi,para que el virrey de la India le pasara revista.éste recibía la visita del emir de Afganistán, reysalvaje de un salvajísimo país; el emir habíatraído, acompañándole, una guardia de ocho-cientos hombres e igual número de caballosque nunca antes habían visto un campamento ouna locómotora; hombres salvajes y caballossalvajes también sacados de algún lugar delcorazón de Asia Central. Cada noche, un pelo-tón de esos caballos rompía las cuerdas que lossujetaban y se lanzaban estrepitosamente de un

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lado al otro del campamento, entre el barro y laoscuridad; o bien los camellos se desataban ycorrían por allí tropezando con las cuerdas quesostenían las tiendas; ya puede imaginarse loagradable que esto sería para los hombres queintentaban dormir. Mi tienda estaba situadalejos de las filas de camellos, y por eso pensabayo encontrarme en sitio seguro. Pero una nocheun hombre asomó la cabeza por mi tienda ygritó:

-¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaronmi tienda!

Ya sabía yo quiénes venían, por tanto, mepuse las botas, me eché encima el impermeabley salí corriendo por un lado. Mi perrita foxte-rrier, Vixen, salió por el otro lado. Al cabo deun momento, se escuchaban bramidos, gruñi-dos y ruidos guturales como burbujeos, y vicómo mi tienda se hundía, porque el palo quela sostenía había saltado en pedazos; la tiendaempezó a danzar como duende loco. Un came-llo que había entrado se había enredado en ella,

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y aunque estaba yo todo mojado y enojado, nopude menos de reírme. Después salí corriendo,porque no sabía cuántos camellos se habíansoltado, y poco tiempo después perdí de vistael campamento, y caminaba con dificultad porel barro.

Caí por último sobre la cureña de un cañón,y con esto supe que me encontraba cerca de laslíneas de artillería donde las piezas son coloca-das por la noche. Como no quería seguir va-gando bajo la lluvia y en medio de la oscuri-dad, coloqué mi impermeable sobre la boca deuno de los cañones, formando así una especiede choza con dos o tres atacadores que encon-tré, y me tendí sobre la cureña de otro cañón,preguntándome dónde andaría Vixen y dóndeme encontraba yo.

Cuando iba a dormirme, escuché un rumorde arreos y algo como un gruñido, y un mulopasó a mi lado sacudiendo las mojadas orejas.Pertenecía a una batería de cañones atornilla-bles o de montaña, porque podía yo oír el ruido

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de las correas, anillas, cadenas y demás pegan-do sobre el basto. Estos cañones son pequeños;se componen de dos piezas que se unen en elmomento en que van a usarse. Se llevan confacilidad por las montañas, en cualqúier lugardonde los mulos hallen un sendero, y son muyútiles en los países donde abundan las rocas.

Detrás del mulo venía un camello cuyosenormes pies blandos se hundían y resbalabanen el barro, y su cuello se balanceaba hacia acáy hacia allá, como el de una gallina perdida.Por fortuna conocía yo bastante el lenguaje delos animales (no el de los salvajes, por supues-to, sino el de los que se hallan en los campa-mentos) por haberlo aprendido de los indíge-nas, y pude saber lo que decía entonces.

Debía ser el mismo camello que entró en mitienda, porque le gritó al mulo:

-¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contra unacosa blanca que se movía, y ella cogió un palo yme pegó en el cuello. (Se refería al palo roto de

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mi tienda, y yo me alegré mucho al oírlo.) ¿Se-guiremos corriendo?

-¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos los quehan perturbado al campamento! -dijo el mulo-.¡Muy bien! Ya te darán una paliza en cuantoamanezca. De todos modos, yo te daré algo acuenta.

Oí el ruido que hacían los arreos al retroce-der el mulo y al soltarle al camello dos coces enlas costillas que resonaron como un tambor.

-Otra vez -dijo el mulo, lo pensarás mejorantes de correr por entre una batería, de noche,gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y no sigas mo-viendo ese estúpido cuello tuyo.

Se dobló el camello como suelen hacerloellos, como una escuadra, y se echó dando ge-midos. Se oyó en la oscuridad un acompasadoruido de cascos, y un gran caballo del ejércitose acercó galopando con la misma regularidadque si estuviera en un desfile, saltó por encimade una cureña y se paró junto al mulo.

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-¡Es una vergüenza! -dijo, resoplando. ¡Denuevo metieron bulla por nuestras filas esoscamellos...! Es la tercera vez en la semana.¿Cómo mantendrá su buen estado un caballo sino se le permite dormir? ¿Quién anda por allí?

-Soy el mulo que porta la cureña del cañónnúmero dos de la primera batería de montaña -explicó el mulo-, y aquel es uno de vuestrosamigos. A mí también me despertó. ¿Quién esusted?

-Número 15, Escuadrón E, del Noveno deLanceros... Soy el caballo de Dick Cunliffe. É-chate un poco allá; así.

-¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavía haydemasiada oscuridad para poder ver bien. ¡Va-ya si estos camellos arman una bulla tremendapor nada! Yo me fui de mis líneas para ver siaquí puedo tener algo de paz y tranquilidad.

-Señores míos -dijo el camello humildemen-te-, tuvimos pesadillas esta noche y nos asus-tamos mucho. Yo no soy más que uno de loscamellos de carga del 39 de la infantería indí-

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gena, y no soy tan valiente como ustedes, seño-res mios.

-Entonces, ¿por qué diablos no te estás quie-to en tu sitio y llevas el bagaje del 39 de infante-ría indígena, en vez de correr por todo el cam-pamento? -rezongó la mula.

-¡Es que las pesadillas fueron tan horribles!... -repuso el camello. Siento mucho lo ocurrido.Pero, ¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echamos a co-rrer de nuevo?

-¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperásesas largas piernas entre los cañones. -Enderezóuna oreja y escuchó-. ¡Bueyes! -exclamó-. Losbueyes que arrastran los cañones. ¡Por vidade...! Tú y tus amigos despertaron a todo elcampamento. Se requiere mucho alboroto, parahacer que uno de los bueyes de las baterías selevante.

Oí yo una cadena que se arrastraba por elsuelo, y llegó uno de los pares de enormes ytercos bueyes blancos que arrastran los pesadoscañones de sitio cuando los elefantes ya no se

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atreven a acercarse más al fuego del enemigo;llegó, y cada uno empujaba el hombro contra elotro. Y casi pisando la cadena venía también unmulo de las baterías, llamando a grandes vocesa Billy.

-Es uno de nuestros reclutas -dijo el muloviejo al caballo. Me llama. ¡Aquí estoy, mucha-cho, Basta de chillar! La oscuridad nunca hizodaño a nadie.

Los bueyes estaban echados juntos y empe-zaron a rumiar; pero el mulo joven se puso jun-to a Billy.

-¡Qué cosas! -dijo-. ¡Espantables y terriblescosas, Billy! Se echaron sobre nuestras filasmientras estábamos durmiendo. ¿Crees que nosmatarán?

-¡Me dan ganas de darte una coz de padre yseñor mío! -respondió Billy-, ¡A un mulo de tuestampa, tan bien entrenado, deshonrar a labatería ante estos caballeros!.

-¡Poco a poco! -dijo el caballo. Recuerdenque así son todos siempre al principio. La pri-

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mera vez que yo vi a un hombre (esto fue enAustralia, cuando yo tenía tres años), corrí du-rante medio día, y si hubiera visto a un camello,todavía estaría corriendo.

Casi todos los caballos de la caballería ingle-sa se llevan a la India desde Australia, y losmismos soldados son los que los doman.

-¡Muy cierto! -afirmó Billy-. Ya no tiembles,muchacho. La primera vez que me enjaezaronpor completo, con todas las cadenas a mi es-palda, me paré en dos pies y rompí todo a co-ces. No había aprendido aún la verdadera cien-cia de cocear, pero todos los de la batería dije-ron que nunca habían visto cosa igual.

-Pero no era ruido de arreos ni retintín algu-no lo que ahora se oía dijo el mulo joven-. Yasabes que esto ya no me importa, Billy. Erancosas parecidas a árboles, y caían entre las filascon rumores de burbujeos; y mi cabestro serompió, y no pude hallar al que me cuida, ni tepude hallar a ti, Billy; por tanto me escapécon... con estos caballeros.

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-¡Je, je! -eiclamó Billy-. Tan pronto como oíque los camellos se habían soltado, me fui pormi cuenta, muy quietecito. Cuando un mulo debatería... de una batería de cañones de monta-ña... llama caballeros a los bueyes que arrastrancañones de otra clase, debe estar terriblementeemocionado. ¿Quiénes son ustedes, buena gen-te, que están allí echados?

Los bueyes dejaron de rumiar por un mo-mento y respondieron a la vez:

-El séptimo par del primer cañón de la bate-ría de los grandes. Estábamos durmiendocuando llegaron los camellos, pero, cuandosentimos que nos pisoteaban, nos levantamos yunos fuimos. Es mejor tenderse en paz en elbarro, que ser molestado sobre un buen lecho.Le dijimos a tu amigo aquí presente que nohabía por qué asustarse, pero sabe tanto quepensó lo contrario. ¡Bah!

Y continuaron rumiando.

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-Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta losbueyes que arrastran los cañones se burlan deti. Ya puedes estar satisfecho, muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí algo quedecía sobre el poco miedo que le daban todoslos cochinos bueyes de este mundo, todos esosmontones de carne; pero los bueyes sólo entre-chocaron sus cuernos y siguieron rumiando.

-Ahora no te incomodes después de habertenido miedo; ésa es la peor clase de cobardíadijo el caballo. A cualquiera puede perdonárse-le que haya sentido miedo por la noche, así locreo, si ve cosas que le parecen incomprensi-bles. Nosotros, los cuatrocientos cincuenta quesomos, hemos roto una y otra vez y muchasveces las ataduras que nos sujetaban a las esta-cas, tan sólo porque a algún recluta se le ocurríavenir a contarnos cuentos de látigos que se vol-vían serpientes, allá en Australia, su tierra; ydespués que los oíamos nos asustaban horri-blemente hasta los colgantes cabos de los cabes-tros.

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-Todo está muy bien en el campamento -dijoBilly-. A veces me han dado ganas de salir es-capado, por el puro gusto de hacerlo, cuandono he salido a campo abierto durante uno o dosdías. Pero, ¿qué hacen ustedes cuando están enservicio activo?

-¡Ah! Eso es harina de otro costal -dijo el ca-ballo-. Entonces Dick Cunliffe cabalga sobre míy me aprieta las rodillas en los costados, y todolo que tengo que hacer, es mirar dónde pongolos pies, conservar las patas traseras dobladasbajo el cuerpo y obedecer al freno.

-¡Qué significa obedecer al freno? -preguntóel muleto.

-¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mi pa-dre!... -relinchó el caballo-. ¿Quieres decir queno te enseñan eso en el oficio que desempeñas?¿Cómo puedes hacer nada, si no puedes volver-te en redondo rápidamente, cuando te aprietanla rienda sobre el cuello? Para el hombre que tecabalga, es cuestión de vida o muerte, y porsupuesto también lo es para ti. Da la vuelta

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sobre las patas traseras bien recogidas, cuandosientas la rienda sobre tu cuello. Si no tienessuficiente sitio para revolverte, levanta las ma-nos y gira sobre los cuartos traseros. Esto es loque se llama obedecer al freno.

-A nosotros no se nos enseña así -dijo Billy,el mulo, friamente-. Se nos enseña a obedecerlas órdenes del hombre que nos guía: dar unpaso hacia acá o hacia allá, como él lo mande.Pero creo que todo es más o menos lo mismo.Pero con toda esa fantasía y tanto empinarse -cosa muy mala para vuestros corvejones-, ¿quées lo que hacéis en realidad?

-Eso es según las circunstancias -dijo el caba-llo-. Generalmente tengo que ir entre un mon-tón de hombres desgreñados que gritan y lle-van cuchillos, largos y brillantes y peores quelos del albéitar, y debo atender a que la bota deDick toque con precisión la del hombre que vaa su lado, pero sin apretarla. Veo la lanza deDick a la derecha de mi ojo derecho, y entoncessé que no hay de que preocuparse. No quisiera

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estar en el pellejo del hombre o del caballo quese nos pusiera por delante a Dick y a mí cuandotenemos prisa.

-¿Y no hacen daño los cuchillos? -preguntóel muleto.

-Bueno.., a mí me hirieron una vez en el pe-cho, pero esto no fue por culpa de Dick.

-¡Qué me importaría a mí de quién era laculpa si me hirieran! -exclamó el muleto.

-Pues debe importarte -prosiguió el caballo.Si no tienes confianza en tu hombre, puedeshuir de una vez. Esto es lo que hacen algunosde nuestros caballos, y no los culpo. Como ibadiciendo, no fue culpa de Dick. Había un hom-bre tendido en el suelo, y yo me alargué cuantopude para no pisarlo, y entonces él me tiró untajo. La próxima vez que tenga que pasar sobreun hombre, pisaré sobre él, . . apretando defirme.

-¡Je, je! -dijo Billy-. Todo eso son tonterías.Los cuchillos son siempre una cosa muy fea, Lobonito es trepar por un monte, bien ensillado,

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agarrándose fuerte con las cuatro patas y hastacon las orejas, y serpentear, arrastrarse, mover-se de todas las maneras posibles, hasta que sellega a varias docenas de metros por encima decualquiera otro, sobre un reborde del terreno enque sólo hay sitio para poner los cascos. Enton-ces te paras y te estás quieto -nunca le pidas aun hombre que te tenga del cabestro, mucha-cho-, te mantienes muy quieto mientras ponenen orden los cañones, y luego miras las bom-bas, como cachos de adormideras, caer entre lascopas de los árboles, allá abajo, muy lejos.

-¿Y nunca tropezáis? -preguntó el caballo.-Dicen que cuando un mulo dé un paso en

falso, se le rasgará la oreja a una gallina -respondió B¡lly-. De cuando en cuando quizás,por culpa de un basto mal puesto, puede caerseun mulo; pero ocurre muy raras veces. Quisieraenseñaros cómo trabajamos. Es algo muy her-moso. ¡Con decir que tardé tres años en adivi-nar qué querían de nosotros los hombres quenos conducían!.. La ciencia de todo esto consis-

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te en que el cuerpo no destaque contra el cielo,porque, si esto sucediera, serviría uno de blan-co. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndetesiempre todo lo que puedas, aun cuando tengasque desviarte un cuarto de legua de tu camino.Yo soy el que dirijo la batería cuando hay quehacer una de esas ascensiones.

-¡Tirarle a uno sin darle siquiera la posibili-dad de arrojarse contra quien le dispara! -dijo elcaballo, muy pensativo-. No puedo soportareso! ¡Me moriría de ganas de atacar, junto conDick!

-¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, en cuantoestán los cañones en posición, ellos son los quese encargan del ataque. Esto es científico y ele-gante; pero los cuchillos...¡puf!

El camello había estado balanceando la ca-beza hacía rato con muchas ganas de entreme-terse en la conversación. Por último le oí decir,carraspeando nerviosamente:

-Yo... yo..... he estado también en una queotra batalla; pero no trepando ni corriendo.

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-¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creo queno fuiste hecho ni para trepar ni para corrermucho. En fin, ¿cómo fue eso, costal de paja?

-Fue... como debe ser -respondió el camello-.Nos echamos todos...

-¡Por mi pretal y mi grupera! -dijo entredientes el caballo. ¿Se echaron?...

-Nos echamos... y éramos cien... -siguió di-ciendo el camello. Formamos un gran cuadro, yluego los hombres amontonaron nuestros far-dos y sillas, fuera del cuadro, y empezaron adisparar por encima de nosotros, desde los cua-tro lados a la vez.

-¿Qué clase de hombres? ¿Los primeros quese presentaron? -dijo el caballo, A nosotros nosenseñan en la escuela de equitación a tendernosy dejar que nuestros amos disparen por encimade nosotros; pero sólo confiaría yo en DickCunliffe para que hiciera eso. Me molestahaciéndome cosquillas junto a la cincha, yademás, con la cabeza en el suelo no se puedever nada.

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-¿Qué importa quién dispara por encima deuno? -dijo el camello. Muchísimos hombres ycamellos están al lado de uno y además muchí-simas nubes de humo. Entonces no tengo mie-do. Permanezco quieto y espero.

-Y sin embargo tienes pesadillas en la nochey alborotas todo el campamento -repuso Billy-.¡Vaya! ¡Vaya! Antes que tenderme y permitirlea ningún hombre disparar por encima de mí,creo que mis patas y su cabeza trabarían cono-cimiento. ¿Cuándo se escuchó cosa tan terriblecomo ésa?

Se hizo un largo silencio, y a continuaciónuno de los bueyes levantó su enorme cabeza ydijo:

-Todo eso es pura tontería. Sólo hay unamanera de entrar en la lucha.

-¡Ah! ¡Sigue, sigue! -respondió Billy-. No tefijes en que yo estoy delante. Supongo que us-tedes, buena gente, pelean sosteniéndose sobreel rabo.

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-No hay sino una manera -repitieron ambosa la vez. (Seguramente eran gemelos)-. Y ésta esla manera: uncimos, los veinte pares que somosnosotros, al cañón grande, en cuanto empieza atrompetear el de las dos colas. (Se le llama "elde las dos colas" en el lenguaje del campamen-to, al elefante.)

-¿Y por qué suena él la trompa? -preguntó elmuleto.

-Para mostrar que no quiere acercarse más alhumo que hay de aquel lado. El de las dos colases un grandísimo cobarde. Luego empujamostodos juntos el cañón grande... ¡Heya! ¡Hullah!¡Heeyah! ¡Hullah!... Nosotros no nos encara-mamos como gatos ni corremos como terneros.Atravesamos la llanura, veinte pares de frente,hasta que nos desuncen de nuevo, y entonces, apacer, mientras los grandes cañones le dirigenla palabra al través del llano a alguna ciudad deparedes de tapia, las que caen en grandes pe-dazos, y nubes de polvo se elevan en el aire

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como si regresaran a casa innumerables reba-ños.

-¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese momentopara pacer? -dijo el muleto.

-Ése o cualquiera otro. Siempre es agradablecomer. Nosotros esperamos hasta que nos un-cen de nuevo y arrastramos el cañón hastadonde está esperándolo el de las dos colas. Enalgunas ocasiones en la ciudad hay cañonesgrandes que contestan a los nuestros y matan aalgunos de nosotros, y así, es más abundante elpasto para los que quedan. Cosas del destino...sólo del destino. Sea como fuere, el de las doscolas es un grandísimo cobarde. Éste es el ver-dadero modo de combatir. Nosotros somos doshermanos, hijos de Hapur. Nuestro padre erauno de los toros sagrados de Siva. Hemos di-cho.

-¡Bueno! A la verdad, algo he aprendido estanoche dijo el caballo-. Y ustedes, caballeros dela batería de cañones de montaña, ¿tambiénsienten ganas de comer cuando los cañones

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disparan contra ustedes y a retaguardia per-manece el de las dos colas?

-Tan poco, como son pocas las ganas quesentimos de echarnos y permitir que los hom-bres se tiendan sobre nosotros, o lánzarnos en-tre personas que esgrimen cuchillos. Nunca oítales simplezas. El borde de un precipicio, unacarga bien equilibrada, un arriero de quienpueda uno estar seguro que lo dejará escogersu camino.., con eso que me den, cuenten con-migo: pero lo demás... ¡no! dijo Billy pegandouna patada en el suelo.

-Por supuesto dijo el caballo-, no todos so-mos de la misma madera, y veo bien que sufamilia, por la línea paterna, a duras penas en-tendería ciertas cosas.

-Deje en paz a mí familia y a su línea paternadijo Billy enojado (porque a todo mulo le dis-gusta que le recuerden que su padre era unasno)-. Mi padre fue un caballero del Sur, ypodía derribar, morder, y convertir en piltrafas

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a coces, a cualquier caballo que cruzara su ca-mino. ¡Acuérdate de esto, gran Brumby!

Brumby significa un caballo salvaje, sincrianza. Imaginad lo que sentiría el noble bruto,vencedor en las carreras, si oyera que lo llama-ba acémila uno que arrástrara un carro, y asípodréis imaginaros lo que sentiría el caballoaustraliano en aquel momento. Vi cómo le bri-llaba en la sombra el blanco de los ojos.

-Mira, hijo de un garañón importado de Má-laga -dijo, apretando los dientes-, tendré queenseñarte que, por línea materna, desciendo deCarbine, ganadora de la Copa de Melbourne; yque en mi tierra no estamos acostumbrados adejarnos pisotear por un mulo, charlatán comoloro, y con sesos de cerdo, y que sólo pertenecea una batería de cerbatanas para juegos de ni-ños. ¡En guardia!

-¡Y tú sobre tus patas traseras! -chilló Billy.Así lo hicieron, frente a frente, y ya esperaba

yo una furiosa lucha, cuando, de en medio de la

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oscuridad, hacia la derecha, se oyó una vozgutural, profunda, que decía:

-Niños, ¿por qué se pelean? Esténse quietos.Ambas bestias dejaron caer las patas con un

ronquido de disgusto, pues no hay caballo nimulo que pueda soportar la voz del elefante.

-Es el de las dos colas -dijo el caballo-. ¡Nopuedo soportarlo! ¡Tener una cola en cada ex-tremo no es jugar limpio!

-Yo pienso exactamente lo mismo -respondió Billy, y se apretó contra el caballopara sentirse acompañado-. En algunas cosas,nos parecemos mucho.

-Supongo que las heredamos de nuestrasmadres -observó el caballo. No vale la penapelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?

-Sí -respondió éste, con una risita que pare-cía subirle trompa arriba-. Estoy atado paratoda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estadohablando. Pero no teman; no me acercaré.

Los bueyes y el camello dijeron casi en vozalta:

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-¡Sentir miedo por el de las dos colas!... ¡Quétontería! -Y los bueyes prosiguieron:

-Sentimos que lo hayas oído pero es cierto.Dos colas: ¿por que le tienes miedo a los caño-nes cuando disparan?

-Pues... -empezó el de las dos colas, frotandouna de sus patas traseras contra la otra, tal ycomo lo hace un chiquillo cuando declama ver-sos-, no estoy muy seguro si me entenderánustedes.

-No entenderemos, pero la cosa es que te-nemos que arrastrar los cañones dijeron losbueyes.

-Sí; lo sé. También sé que ustedes son muchomás valientes de lo que creen. Pero no sucedelo mismo conmigo. El capitán de mi batería mellamó el otro día "anacronismo paquidermato-so".

-¿Una nueva manera de combatir, supongo?dijo Billy, que empezaba a recobrar el uso desus facultades.

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-Por supuesto, tú no sabes lo que eso signifi-ca, pero yo sí. Significa algo que está entre dosaguas, entre dos luces, y así estoy yo. Veo de-ntro de mi cabeza lo que ocurrirá cuando esta-lle una bomba; ustedes, bueyes, no pueden ver-lo.

-Pero yo sí dijo el caballo. En parte, a lo me-nos. Pero hago por no pensar en ello.

-Yo lo veo mejor que tú, y pienso en ello.., Séque tengo un enorme corpachón que hay quecuidar, y sé que nadie sabe cómo curarmecuando estoy enfermo. Lo único que puedenhacer es no pagarle a mi cornac hasta que mealivio, y no puedo fiarme de él.

-¡Ah! -interrumpió el caballo. Eso lo explicatodo. Yo puedo fiarme de Dick.

-Podrías ponerme encima todo un regimien-to de Dicks sin que me sintiera mucho mejor. Sélo suficiente para sentirme a disgusto, y no losuficiente para seguir adelante a pesar de todo.

-No entendemos dijeron los bueyes.

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-Ya sé que no lo entienden. Pero no les estoyhablando a ustedes. Ustedes no saben lo que essangre.

-¡Lo sabemos! -respondieron los bueyes-. Esuna cosa roja que la tierra chupa y que huele.

El caballo tiró una coz, dio un salto y relin-chó.

-¡No hablen de eso! dijo. Me parece olerlaahora, con sólo imaginármela. Me dan ganas decorrer... cuando no llevo a Dick sobre mí.

-¡Pero si aquí no la hay! -dijeron el camello ylos bueyes-. ¡ Vaya que eres tonto!

-Es vil cosa dijo Billy-. A mí no me dan ga-nas de correr, pero no quiero hablar de ella.

-¡Ahí tienen ustedes! dijo el de las dos colas,moviendo la suya para explicarse mejor.

-Ciertamente. Y aquí nos hemos tenido du-rante toda la noche -dijeron los bueyes.

El de las dos colas pateó en el suelo hastaque su anillo de hierro resono.

-No les hablo a ustedes. Ustedes no puedenver lo que sucede dentro de su cabeza.

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-Claro que no. Sólo vemos lo que pasa afue-ra de nuestros cuatro ojos. Sólo vemos lo queestá delante de nosotros.

-Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a ustedesno los necesitarían absolutamente para arras-trar los grandes cañones. Si yo fuera como micapitán -él puede ver las cosas dentro de sucabeza antes de que empiece el fuego, y tiemblatodo él, pero sabe demasiado como para que seeche a correr-, si yo fuera como él, podría arras-trar los cañones. Pero si yo fuera así de sabio,ciertamente no estaría aquí. Sería un rey en laselva, como lo fui antaño, durmiendo la mitaddel día y bañándome cuando se me antojara.Hace un mes que no tomo un buen baño.

-Todo eso está muy bien dijo Billy-; perodarles a las cosas nombres rimbombantes no lasmejora.

-¡Chitón! dijo el caballo. Creo que entiendolo que quiere decir Dos colas.

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-Dentro de un momento lo entenderás mejor-dijó éste de mal humor-. ¿Quisieras sólo expli-carme por qué a ti no te gusta esto?

Empezó a hacer resonar furiosamente sutrompa.

-¡Basta, basta! dijeron Billy y el caballo almismo tiempo. Y oí cómo pateaban y tembla-ban. El trompeteo de un elefante es siempredesagradable, sobre todo de noche.

-¡No quiero callar! dijo el de las dos colas-.¿Me quieren hacer el favor de explicarme esto?¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luego detú-vose de pronto y escuché un quejido en la oscu-ridad, y supe que al fin Vixen había dado con-migo. Sabía ella tan bien como yo que hay algoen el mundo que asusta al elefante más quenada, y es el ladrido de un perro; por eso separó, para molestar al de las dos colas, en ellugar donde estaba atado, y allí ladró entre susenormes pies. Dos colas se agitó y empezó achillar.

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-¡Vete, perro! -dijo. No me huelas los zanca-jos o te pateo. ¡Perrito bueno... perrito mono!¡Lárgate a tu casa, bestezuela que no paras deladrar! ¿Por qué alguien no lo aparta de allí? Enun momento más me morderá.

-Me parece -le dijo Billy al caballo- que nues-tro amigo Dos colas tiene miedo a un montónde cosas. Si a mí me hubieran dado un buenpienso por cada perro que he lanzado de unacoz al otro lado del campo de maniobras, esta-ría tan gordo como Dos colas.

Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí, todallena de lodo, me lamió la nariz, y me narró unlarguísimo cuento de sus aventuras en el cam-pamento mientras iba en mi busca. Nunca lehabía dicho que yo entendía el lenguaje de losanimales, porque se hubiera tomado toda clasede libertades conmigo. La puse, pues, sobre mipecho, abotonando por encima de ella mi so-bretodo, y Dos colas se movió cuanto quiso, ypateó y gruñó, solo ya.

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-¡Extraordinario! ¡ Extraordinario! -dijo-. Es-to viene ya de familla. ¡A ver! ¿Dónde se mete-ría ahora aquel diablo de animalejo?

Le oí que tanteaba acá y allá con la trompa.-Todos parecemos tener un punto flaco -

prosiguió, soplando para limpiarse la nariz-.Ustedes, señores, me parece que se alarmaronun poco cuando me oyeron trompetear.

-Precisamente alarmamos, no, dijo el caballo.Pero sentí como que me picaban algunos tába-nos donde suelo llevar la silla. No empieces denuevo.

-A mí me asusta un perrillo, y a ese camellole asustan las pesadillas que tiene de noche.

-Es una suerte que no todos tengamos quecombatir de la misma manera dijo el caballo.

-Lo que yo quisiera saber -dijo el mulo quehabía estado callado durante largo rato-, lo queyo quisiera saber es por qué tenemos que com-batir, del modo que fuere.

-Porque así nos lo mandan dijo el caballocon un ronquido de desprecio.

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-¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dientesrechinaron.

-¡Hukm hai! (es una orden) -dijo el camellocon un ruido gutural; y Dos colas y los bueyesrepitieron: ¡Hukm hai!

-Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo el mu-leto, el recluta.

-El hombre que va a tu lado... o que se tesienta encima.., o que sostiene la cuerda queatan a tu nariz. . . o que te retuerce la cola... -dijeron, uno después de otro, B¡lly, el caballo, elcamello y los bueyes.

-Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?-Joven, quieres saber demasiado -dijo Billy-,

y eso es exponerse a recibir una coz. Todo loque tienes que hacer, es obedecer al hombreque te guía, y no preguntar nada.

-Tiene razón dijo el de las dos colas-. Yo noSiempre puedo obedecer, porque estoy comoentre la espada y la pared; pero Billy tiene ra-zón. Obedece al hombre que está a tu lado yque te da la orden; de lo contrario, toda la bate-

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ría tendrá que detenerse por tu culpa, y esto,sin contar la paliza que te darán.

Los bueyes se levantaron para marcharse.-La mañana se acerca -dijeron-. Regresamos

a nuestros puestos. Es cierto que nosotros sólovemos con nuestros ojos y que no somos muylistos; pero, así y todo, somos los únicos queesta noche no hemos sentido miedo. ¡Buenasnoches, valientes!

Nadie contestó, y entonces el caballo dijo,para cambiar de conversación:

-¿Dónde está el perrito aquel? Un perrosiempre significa que el hombre no anda lejos.

-Aquí estoy -ladró Vixen-, bajo la cureña,con mi amo. ¡Tú, camello, gran bestia, echasteabajo nuestra tienda! Mi amo está muy enojadocontigo.

-¡Psché! dijeron los bueyes-. ¡Debe ser unblanco!

-Por supuesto dijo Vixen-. ¿Creen que a míme cuida algún boyero negro?

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-¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! -dijeron los bueyes-.Vámonos pronto. Se lanzaron entre el barro, ysin saber cómo, metieron por el yugo que lle-vaban la lanza de un carro de municiones, y allíse quedaron cogidos.

-¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy-. Nadade forcejear. Aquí tendrán que quedarse hastaque se haga de día. ¿Qué diablos les pasa aho-ra?

Los bueyes lanzaron aquellos largos y sil-bantes ronquidos que da el ganado de la India,y se empujaron chocando el uno contra el otro,y dieron vueltas, patearon, resbalaron y casi secayeron en el barro, gruñendo salvajemente.

-Yan a romperse el pescuezo! -dijo el caba-llo-. ¿Qué tienen contra el hombre blanco? Yovivo entre hombres blancos.

-Ellos, los blancos... ¡nos comen! ¡Tira! ¡Tira!-respondió el buey que estaba más cerca. Elyugo saltó en pedazos, y se marcharon juntos,andando pesadamente.

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Nunca había sabido yo antes por qué el ga-nado indio le teme tanto a los ingleses. Noso-tros comemos buey -cosa a la que nunca tocaallí un boyero-, y, por supuesto, al ganado no legusta eso.

-¡Que me azoten con las mismas cadenas demi basto! ¿Quién hubiera creído que dos enor-mes pedazos de carne como ésos perderían detal modo la cabeza? dijo Billy.

-No importa. Voy a ver a ese hombre. Creoque la mayor parte de los hombres blancos lle-van cosas en los bolsillos -dijo el caballo.

-Pues entonces, te dejo. No soy muy aficio-nado a ellos. Además, hombres blancos que notienen un lugar dónde dormir, son probable-mente ladrones, y yo llevo sobre mis espaldasuna parte bastante regular de propiedad delgobierno. Ven, muchacho, regresemos a nues-tros puestos. ¡Buenas noches, Australia! Creoque nos veremos mañana en la parada. ¡Buenasnoches, costal de paja, y controla tus sentimien-tos, ¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Si nos ve-

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mos mañana eh el campo de maniobras, nohagas sonar tu trompa. Desbaratarías la forma-ción.

Se marchó Billy el mulo renqueando un pocoy balanceándose con el aire de un veterano, entanto que la cabeza del caballo venía a oliscaren mi pecho. Le di bizcochos, mientras Vixen,que es una perrita muy vanidosa, le contó mu-chas mentiras acerca de las docenas de caballosque entre ella y yo poseíamos.

-Mañana iré a ver la parada en mi dog-cart -dijo-. ¿Dónde estarán ustedes?

-A la izquierda del segundo escuadrón. Yomarco el paso para toda la compañía, damisela-dijo él cortésmente-. Pero tengo que regresar adonde está Dick. Mi cola está toda llena de ba-rro, y él necesitará trabajar duro durante doshoras para ponerme en disposición de ir a laparada.

La gran parada de treinta mil hombres tuvolugar aquella tarde, y Vixen y yo tuvimos unexcelente lugar junto al virrey y el emir de Af-

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ganistán que llevaba su grande y alto gorronegro de astracán con la gran estrella de di-amantes en el centro. La primera parte de larevista fue todo sol. Los regimientos desfilabancomo oleadas de piernas que se movieran todasa la vez, y como multitud de fusiles puestos enlínea, hasta que nuestros ojos se nos iban ya almirarlos. Llegó entonces la caballería, al com-pás de la bella música para medio galope lla-mada Bonnie Dundee, y Vixen enderezó una desus orejas en el lugar del dog-cart en que estabasentada. El segundo escuadrón de lanceros pa-só rápidamente, y allí estaba nuestro caballo,luciendo la cola como seda acabada de hilar; lacabeza inclinada sobre el pecho, una oreja haciaadelante y la otra hacia atrás, moviendo elcompás para todo el escuadrón, moviendo laspatas con tanta suavidad como las notas de unvals. Luego vinieron los cañones de grandesdimensiones, y vi a Dos colas y a dos elefantesmás, enganchados en fila a un cañón de sitio delos de cuarenta, en tanto que veinte pares de

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bueyes caminaban detrás. El séptimo par lleva-ba un yugo nuevo, y parecía cansado y se mo-vía con cierta dificultad. Por último venían loscañones de montaña, y Billy el mulo marchabacomo si él fuera quien tuviese el mando de to-das las tropas, y sus arreos eran limpios y relu-cientes, gracias a una capa de aceite, y parecíandespedir luz. En mi interior vitoreé a Billy elmulo; pero él ni siquiera miró ni a derecha ni aizquierda.

Empezó a llover de nuevo, y durante untiempo la neblina no permitió ver lo que lastropas hacían. Habían formado un gran semi-círculo en la llanura, y luego se desplegaron enlínea recta. Esa línea creció, creció y creció hastaque tuvo una longitud de un cuarto de legua deuna a otra de las alas, y formó como un sólidomuro de hombres, caballos y cañones. Se diri-gió entonces hacia el virrey y el emir, y, con-forme se acercaba, la tierra empezó a trepidarcomo la cubierta de un vapor que marcha atoda máquina.

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A no verlo allí mismo, no puede uno imagi-narse el pavoroso efecto que causa este sosteni-do avance de tropas hacia los espectadores,aunque saben éstos que sólo se trata de unaparada. Miré al emir. Hasta entonces no habíamostrado el menor asombro, ni nada; pero enaquel momento sus ojos empezaron a agran-darse cada vez más, y echó mano a las riendasde su caballo y miró hacia atrás. Durante unminuto pareció que desenvainaría su espada yque se abriría paso entre los ingleses e inglesasque estaban en los carruajes situados detrás deél. Luego el avance paró repentinamente, latierra permaneció quieta y la línea entera salu-dó, y treinta bandas de música empezaron atocar. Esto era el final de la revista, y los regi-mientos regresaron a sus campos, bajo la lluvia,mientras la banda de infantería tocaba:

De dos en dos los animales ¡Hurra!marchaban los animales de dos en dos,los elefantes lo mismo que las mulas.

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¡Y se metieron en el arcapara guarecerse de la lluvia!

Entonces escuché a un jefe asiático de larga yentrecana cabellera, que había venido junto conel emir, hacerle algunas preguntas a un oficialindígena.

-Ahora -dijo-, decidme ¿cómo ha podido lle-varse a cabo cosa tan maravillosa?

Y el oficial respondió:-Se dio una orden, y ellos obedecieron.-Pero, ¿saben tanto las bestias como los

hombres? dijo el jefe.-Ellas obedecen, como obedecen los hom-

bres. El mulo, el caballo, el elefante, el buey,obedecen al que los guía, y el guía a su sargen-to, y el sargento al teniente, y el teniente al capi-tán, y el capitán al mayor, y el mayor al coronel,y el coronel al brigadier, el cual manda a tresregimientos; y el brigadier al general, el cualobedece al virrey, que es servidor de la empera-triz. Así es como se hace esto.

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-¡Ojalá así sucediera en Afganistán! -dijo eljefe-, porque allí cada quien obedece sólo a supropia voluntad.

-Y por esta razón dijo el oficial indígena re-torciéndose el bigote-, vuestro emir, al cual noobedecéis, tiene que venir aquí y recibir órde-nes de nuestro virrey.

CANCIÓN DE LOS ANIMALES DELCAMPAMENTO CON MOTIVO DE LA GRANPARADA

Los elefantes que arrastran los cañonesDímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza denuestras rodillas.Al yugo sometimos nuestros cuellos;nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,a los grandes cañones de cuarenta!

Los bueyesEsos héroes de vistosos arreos le huyen a labala de cañón.Cuando huelen la pólvora se les revuelve el

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estómago a todos.Nosotros entramos en acción y empujamos loscañones de nuevo.¡Paso! ¡Paso para las diez yuntasde los grandes cañones de cuarenta!

Los caballosPor la señal que nos dejó el hierro,la mejor marcha es la nuestra:la de los lanceros, húsares y dragones;y más grato que "establos" o "agua" suena a mioídola canción de la caballería "Bonnie Dundee".Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,dadnos buenos jinetes y ancha tierra,y cantadnos "Bonnie Dundee", y nos veréis vo-landoformando escuadrones en hileras.

Los mulos de las baterías de montañaMientras montaña arriba subíamos yo y miscompañeros,mucho forcejeamos por el atajo de piedras, peroavanzamos.

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Podemos subir y trepar, compañeros, y volver-nos hacia donde queramos.Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nossobran piernas.Bendición, pues, a todo sargento que nuestrocamino nos deja escoger.¡Malhadado el torpe que no supo nuestra cargaatar!Podemos subir y trepar, compañeros, y volver-nos hacia donde queramos,y nuestra delicia es a la montaña trepar, quenos sobran piernas.

Los camellosNo tenemos nosotros una canción propiaque nos ayude a aligerar la marcha;pero nuestros cuellos son como trompas...(Ra, ta, ta... ¡qué bien suenan!)Esta es nuestra canción de marcha:¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!¡Que lo repita toda la línea con fuerza!A alguien se le cayó la carga de la espalda, ¡oja-lá fuera la mía!

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La carga de alguien cayó a la vera del camino...Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr! ¡Arrh!¡A alguien están golpeando!

Todos los animales juntosSomos los hijos del campamento,sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos;mirad, en la llanura, nuestra filaque parece maniota dobladabarriendo el suelo en que rueda.Entre tanto, polvorientos van los hombresa nuestro lado, silenciosos, pesados;nadie puede decir por qué marchamosy sufrimos un día tras otro.Somos los hijos del campamento,sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos,los que ante la aijada tiemblan.

La Foca Blanca¡Duérmete, niñito! Llegó la noche;

negra es el agua que verde brillaba.La luna, sobre las olas, nos mira

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recostadas en su seno dormir.Tu lecho pon donde chocan revueltas,y allí ve y descansa,revuélcate bien, la cola torciendo:no ha de despertarte tormenta airada,ni tiburón osado hará de ti presa.¡Duerme al arrullo del mar que te mece!

(Canción de cuna de las focas.)Lo que voy a narrar ocurrió muchos años

hace, en un lugar llamado Novastoshnah, oCabo del Noreste, en la Isla de San Pablo, allápor el mar de Behring. Todo esto me lo refirióLimmershin, el reyezuelo de invierno, cuandoel viento lo arrojó contra la arboladura de unbarco que llevaba rumbo al Japón; yo lo recogíy me lo llevé a mi camarote; lo calenté y lo ali-menté durante dos días, hasta que se recuperólo suficiente para volar y regresar a San Pablo.Limmershin es un pajarillo de un carácter bas-tante raro, pero no sabe mentir.

Nadie acude a Novastoshnah, excepto paranegocios y los únicos seres que tienen allí

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siempre negocios que ventilar son las focas.Acuden en los meses de verano por centenaresy por millares, saliendo del mar frío y gris; por-que la playa de Novastoshnah tiene las mejorescualidades del mundo para hospedar a las fo-cas.

Muy bien sabía esto Gancho de Mar, y cadaprimavera se iba nadando hasta Novastoshnah,desde cualquier punto en que se hallara, enlínea recta, como un torpedero, y pasaba unmes luchando con sus compañeros por ganarun buen lugar en las rocas, lo más cerca del marque fuera posible. Gancho de Mar tenía quinceaños y era una enorme foca macho de colorgris, con una piel sobre los hombros que pare-cía crin, y largos y amenazadores dientes cani-nos. Cuando se levantaba sobre sus extremida-des anteriores, se elevaba a más de un metro dealtura del suelo, y si alguien hubiera tenidosuficiente atrevimiento para pesario, hubieravisto que su peso era de unas setecientas libras.Estaba todo lleno de cicatrices, señales de fero-

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ces luchas; pero, a pesar de ello, siempre estabadispuesto para sostener una lucha más. Ladea-ba en tales casos la cabeza, como si sintieramiedo de mirar cara a cara a su enemigo; depronto, caía sobre él como un rayo, y cuandosus enormes dientes se habían clavado firme-mente en el cuello de su enemigo, podía ésteescapar si lo lograba, pero no era ciertamenteGancho de Mar quien le ayudara a ello.

No obstante, nunca atacó a ninguna foca yaherida por otras, pues esto era contra las reglasde la playa. Tan sólo quería un lugar junto almar para su prole; pero, como cuarenta o cin-cuenta mil focas luchaban por lo mismo cadaprimavera, el silbar, bramar, rugir y resoplarque se oían en aquella playa era algo terrorífico.

Desde una colina llamada Colina de Hut-chinson cualquiera hubiera podido ver unaextensión de cerca de una legua de tierra ente-ramente cubierta de focas que luchaban entresí; y a la hora de la resaca, la playa se divisabacomo salpicada de puntos que eran las cabezas

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de otras muchas focas que se apresuraban allegar a tierra para unirse a las combatientes.Luchaban sobre los rompientes, en la arena, yhasta sobre las desgastadas rocas de basaltodonde tenían sus viveros, pues eran tan estúpi-das y tan poco complacientes como si fueranhombres. Sus esposas, las hembras, nunca ibana la isla hasta fines de mayo o principios dejunio, porque no les complacía que pudieranhacerlas pedazos; y en cuanto a las pequeñas dedos, tres y cuatro años, que todavía ignorabancómo mantener una familia, se iban tierra aden-tro, a cierta distancia, al través de las filas de loscombatientes, y se ponían a jugar sobre las du-nas en grupos y en legiones, y destruían cuantaplanta verde crecía allí. Se les llamaba los"holluschickíe" (la gente joven), y sólo en No-vastoshnah había unos doscientos o trescientosmil.

Un día de primavera había terminado Gan-cho de Mar su pelea número cuarenta y cinco,cuando Matkah, su dulce y suave esposa de

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mirar lánguido, salió del mar, y él la agarró porel pescuezo y la plantó en el espacio de terrenoque se había reservado, diciéndole refunfuñón:

-Tarde, como siempre. ¿Dónde has estado?La costumbre de Gancho de Mar era no co-

mer nada durante los cuatro meses que pasabaen la playa, y por eso se ponía de mal humor.

Matkah sabía que lo mejor en tales casos erano contestar nada. Tendió la mirada en torno ydijo suave y tiernamente:

-Qué atento has sido conmigo! Tomaste ellugar de otras veces.

-¡Por supuesto que sí! -respondió Gancho deMar-. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos y sangraba porveinte lugares distintos; tenía un ojo hundido, yen los costados la piel le colgaba a pedazos.

-¡Ah, lo que son los hombres! -dijo Matkah,abanicándose con una de las aletas posteriores-.¿Por qué no sois razonables y os repartís en pazy calma los lugares? ¡Parece como si hubieraspeleado con el Cetáceo Carnicero!

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-No he hecho ninguna otra cosa sino peleardesde mediados de mayo. La playa está terri-blemente llena esta temporada. Lo menos mehe encontrado con cien focas de Lukannon quebuscaban alojamiento. ¿Por qué no puede que-darse la gente en su propia casa?

-He pensado muchas veces que seríamosmás felices en la isla de Otter que en un lugartan concurrido como éste -dijo Matkah.

-¡Bah! Los únicos que van a la isla de Otterson los holluschickie. Si vamos nosotros, diránque lo hacemos por miedo. Debemos guardarlas apariencias, querida.

Hundió orgullosamente Gancho de Mar lacabeza entre los gruesos hombros, y duranteunos minutos fingió que dormía, pero durantetodo el tiempo estuvo ojo avizor por si teníaque luchar. Ahora que todas las focas machoscon sus hembras estaban ya en tierra, cualquie-ra podría oír su clamoreo a algunas leguas maradentro, por encima del ruido de los más furio-sos vendavales.

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Contando por lo bajo, había en la playa porlo menos un millón de focas: focas viejas, focasmadres, pequeñuelos y holluschickie, peleando,retozando, balando, arrastrándose y jugando; yen grupos y a veces formando verdaderos ejér-citos, iba y volvía ese millón del mar a la playay de la playa al mar, y se echaban en cada me-tro de terreno en toda la extensión que podíaabarcar la vista y se entretenían en continuasescaramuzas al través de la niebla. Casi siemprehay niebla en Novastoshnah, excepto cuando elsol brilla y hace que todo parezca como cuajadode perlas y matizado con los colores del iris.

En medio de esa confusión había nacido Ko-tick, el pequeñuelo de Matkah, y era todo cabe-za y hombros, con ojos claros, de azul de agua,como deben ser las focas pequeñas; pero algohabía en su piel que hacía que su madre lo mi-rara con mucha atención.

-¡Gancho de Mar -dijo al cabo- nuestro hijova a ser blanco!

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-¡Caramba! -refunfuñó Gancho de Mar-.Nunca se ha visto cosa tan rara en el mundocomo una foca blanca.

-Pues no sé qué decirte; ahora se vera.Y cantó con voz baja y berreante la canción

de las focas que todas las que son madres can-tan a sus hijos:

No debes nadar hasta que tengas seis sema-nassi no quieres hundirte sin remedio;tormentas estivales y feroces cetáceosmalos son para las focas pequeñas.Malos son para las focas pequeñas, ratoncillomío,tan malos, tan malos como sólo ellos puedenser.Pero báñate, crece, hazte fuerte,y entonces no tengas ya miedo,hijo del inmenso mar.

Por supuesto, el pequeñuelo no entendió alprincipio aquellas palabras. Chapoteaba, o an-daba a gatas al lado de su madre, y aprendió a

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escaparse, tropezando, cuando veía a su padrepeleando con otra foca y ambos rodaban bra-mando ferozmente por encima de las resbala-dizas rocas. Matkah solía ir al mar a buscarcomida y al pequeño sólo se le alimentaba unasola vez cada dos días; pero entonces comíacuanto podía y así iba creciendo.

Lo primero que hizo fue gatear tierra aden-tro, y allí encontró miles y miles de pequeñue-los de su misma edad, y jugaron todos comocachorros y durmieron en la arena limpia, yluego jugaron de nuevo. La gente vieja de losviveros no hacía caso de ellos, y los holluschic-kie se mantenían en su propio terreno, y así loschiquillos podían jugar a sus anchas.

Al volver Matkah de su pesca en alta mar,íbase derechamente al lugar de los juegos yllamaba como la oveja llama a su corderillo, yesperaba hasta que le contestara otro balido deKotick. Entonces se iba en derechura hacia él,abriéndose paso con las aletas delanteras, dan-do golpes y echando por el suelo a derecha e

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izquierda a los chiquillos que le estorbaban.Siempre había unos centenares de madres queiban en busca de sus hijos al través del lugar delos juegos; los pequeños llevaban una vida muyanimada. Pero, como le dijo Matkah a Kotick:"Mientras no te eches en el fango y cojas sarna;mientras no te restriegues una cortadura o ara-ñazo en la dura arena; mientras, finalmente, nose te ocurra ir a nadar con la mar picada, nadapodrá dañarte aquí."

Cuando las focas son pequeñas, no sabennadar, igual que sucede con los niños; pero noestán contentas hasta que aprenden. La primeravez que Kotick se echó al mar, una ola se lollevó a donde había más profundidad de laconveniente para él, y su gruesa cabeza se hun-dió, y sus pequeñas aletas posteriores se fueronpor lo alto encima del agua, tal y como habíadicho su madre que sucedería en la canción quehemos copiado; gracias a que otra ola lo recogióy lo lanzó de nuevo a la playa, porque si no, sehubiera ahogado.

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Después de esto, aprendió a estarse tendidoen un charco de la playa, y dejar que las olea-das lo cubrieran y lo levantaran mientras élchapoteaba; pero siempre se mantuvo alertapor si venían grandes olas que pudieran cau-sarle daño. Durante dos semanas estuvoaprendiendo cómo usar de sus aletas; y esto,mientras entraba y salía del agua deslizándose,y tosía, gruñía, se arrastraba por la playa ydormitaba sobre la arena, y luego, de nuevo alas andadas. Finalmente se convenció de que elagua era verdaderamente su elemento.

Entonces, ya podemos imaginarnos lo que sedivertiría con sus compañeros, dando chapu-zones para pasar bajo las olas, o llegando a laplaya sobre la cresta de una de ellas y cayendocon un ruido sordo, y resoplando, para no aho-garse, en tanto que la enorme ola subía comotorbellino por la arena; o alzándose sobre lacola y rascándose la cabeza, como la gente ma-dura lo hacía; o jugando a "Yo soy el rey delcastillo" sobre las rocas resbaladizas y llenas de

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vegetación, que asomaban a flor de agua. Decuando en cuando veía una delgada aleta, se-mejante a la de un enorme tiburón, que iba cos-teando, y como sabía que aquello era el CetáceoCarnicero, el delfín, que se come a las focaspequeñas cuando puede apoderarse de ellas,Kotick se dirigía como una flecha hacia la playay la aleta se alejaba bailando lentamente sobreel agua, como si nada buscara por allí.

A fines de octubre empezaron las focas aabandonar la isla de San Pablo para internarseen alta mar, reunidas en familias y en tribus, yno hubo más peleas por causa de los viveros, ylos holluschickie podían jugar donde les plu-guiera. "El año que viene -díjole Markah a Ko-tick-, tú serás también un holluschickie; peroeste año deberás aún aprender cómo se cazanlos peces."

Partieron juntos, al través del Pacifico, yMatkah le enseñó a Kotick a dormir de espal-das, con las aletas plegadas a los lados, y consolo la naricilla asomando por encima del agua.

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No hay cuna tan cómoda como el largo y conti-nuo balanceo de las aguas del Pacífico. CuandoKotick empezó a sentir cierto hormigueo en lapiel, Matkah le dijo que entonces estaba apren-diendo a "sentir el agua", y que esos hormi-gueos y pinchazos significaban que haría maltiempo, por lo que deberían nadar más aprisa yalejarse.

-Dentro de poco -le dijo-, sabrás a dóndehabrás de nadar, pero por ahora seguiremos alcerdo marino, a la marsopa, que sabe mucho.

Toda una escuela de marsopas agitábase y sechapuzaba en el agua, correteando de un ladopara otro, y Kotick las siguió tan rápidamentecomo pudo.

-¿Cómo saben ustedes hacia dónde hay queir? -preguntó anhelante.

La directora de la escuela movió los blancosojos mirando a todos lados y se lanzó de cabezabajo el agua.

-Siento hormigueos en la cola, muchacho -respondió- Esto quiere decir que detrás de mí

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viene un temporal. ¡Vámonos! Cuando uno seencuentra al sur del mar Pegajoso (quería decirel Ecuador), y siente que le pica la cola, esoquiere decir que te viene de frente un temporaly que hay que dirigirse hacia el Norte. ¡Ven! Lamar está aquí muy picada.

Ésta fue una de las muchas cosas que apren-dió Kotick, y siempre estaba aprendiendo.Matkah le enseñó a perseguir los bacalaos y lasplatijas a lo largo de los bancos de arena, y asímismo a arrancar el esperinque de sus agujerostapados con hierba; le enseñó cómo bordear losrestos de naufragios depositados a cien brazasbajo el agua, y lanzarse con la rapidez de unabala entrando por una de las portas y saliendopor la otra, como hacen los peces; cómo soste-nerse sobre la cresta de las olas cuando los ra-yos cruzan el espacio, y saludar cortésmente alalbatros de corta y ancha cola, o al halcón, elnavío de guerra, cuando éstos pasan por losaires siguiendo la dirección del viento; cómosaltar tres o cuatro pies fuera del agua, como lo

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hacen los delfines, con las aletas apretadas a loslados y la cola encorvada. Y le enseñó a dejartranquilos a los peces voladores porque no sonsino un montón de espinas; y cómo arrancar deun bocado un pedazo de espalda a un bacalaocorriendo a toda velocidad a diez brazas bajo lasuperficie del mar; a no pararse nunca a mirarun bote o un buque, pero sobre todo a ningúnbarco de remos. A los seis meses, lo que Kotickno sabía sobre la pesca en alta mar, era porqueno valía la pena de saberse, y durante todo estetiempo sus aletas nunca tocaron tierra seca.

Sin embargo, un día, mientras dormitaba enlas tibias aguas, en un sitio cercano a la isla deJuan Fernández, se sintió como con una dejadezy un mareo en el cuerpo, exactamente como sesienten las personas al llegar la primavera, yrecordó las dulces y seguras playas de Novas-toshnah, a siete mil millas de distancia; los jue-gos con sus compañeros; el olor de las plantasmarinas, y el bramar de las focas y las luchascontinuas. En ese mismo instante hizo rumbo

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hacia el Norte, nadando pausadamente, y alpoco tiempo encontró a muchísimos de suscompañeros que llevaban la misma dirección, yellos le dijeron:

-¡Salud, Kotick! Este año sómos todosholluschickie y podemos bailar la danza delfuego en los rompientes de Lukannon, y jugarsobre la hierba. Pero, ¿de dónde sacaste esa,piel?

Ahora la piel de Kotick era casi completa-mente blanca, y aunque se sentía muy orgullo-so de ella, dijo tan sólo:

-¡Nademos aprisa! Los huesos me duelenpor el deseo de llegar a tierra.

Y así se fueron todos a las playas dondehabían nacido, y oyeron a sus padres, las focasviejas, peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la danza del fue-go con las focas de un año de edad. El mar estálleno de fuego en las noches de verano en todoel espacio que va de Novastoshnah a Lukan-non, y cada foca deja en pos de sí una estela

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como de aceite hirviendo, y como un haz dechispas al saltar en el agua, y las olas rompenlas unas contra las otras en grandes y fosfores-centes rayas y remolinos. Fuéronse despuéstierra adentro hacia los lugares reservados a losholluschickie, y se revolcaron en el recién naci-do trigo silvestre, y refirieron las historias de loque habían hecho durante el tiempo de su es-tancia en el mar. Hablaban del Pacífico comohablarían los niños del bosque en el que estu-vieron jugando y recogiendo frutos, y si alguienlos hubiera oído, con los datos que suministra-ban hubiera podido trazar un mapa tan deta-llado como nunca hubo otro alguno. Losholluschickie de tres y cuatro años de edad seprecipitaron desde la colina de Hutchinsongritando:

-¡Largo de aquí, jóvenes! El mar es hondo yustedes no saben todo lo que hay en él. Esperenhasta que hayan doblado el cabo. ¡Ji, ji! ¡Peque-ño! ¿Dónde conseguiste esa piel tan blanca?

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-No la conseguí -respondió Kotick-. Creciósola.

Y exactamente cuando iba a darle un revol-cón a la que acababa de hablar, dos hombres decabello negro y rojas caras aplastadas, salieronde detrás de una duna, y Kotick, que nuncahabía visto a un hombre, tosió y bajó la cabeza.Los holluschickie tan sólo se replegaron enmontón a unos metros de distancia y se senta-ron, mirando estúpidamente. Los hombres erannada menos que Kerick Booterin, jefe de loscazadores de focas de la isla, y Patalamon, suhijo. Venían de la aldea situada a una medialegua del vivero de las focas, y estaban deci-diendo cuáles escogerían para llevarlas al ma-tadero (pues las focas sé dejan conducir comocorderos) para convertirlas más tarde en abri-gos de piel para señoras.

-¡Oh! -exclamó Patalamon-. ¡Mira! Allí hayuna foca blanca.

Kerick Booterin se puso casi completamenteblanco, bajo la capa de aceite y humo que le

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cubría la cara, pues era un aleuta, y los aleutasno son gente limpia. Luego, empezó a murmu-rar una oración.

-No la toques, Patalamon -dilo-. No se habíavuelto a ver una foca blanca.., desde que nací.Quizás es el alma del viejo Zaharrof. Desapare-ció el año pasado durante aquella terrible tem-pestad.

-No me le acercaré -respondió Patalamon-.Da mala suerte. ¿Crees realmente que sea elalma del viejo Zaharrof, que vuelve del otromundo? Le debo algunos huevos de gaviota.

-No la mires -dijo Ketick-. Llévate ese rebañode las de cuatro años. Los hombres debierandesollar hoy doscientas, pero apenas empiezala temporada y les falta práctica. Con cien bas-tará. ¡Anda!

Patalamon hizo sonar un par de omóplatosde foca dándole al uno contra el otro frente a lamanada de holluschickie, y todos se quedaroncomo muertos, quietos, y resoplando. Adelantóluego unos pasos y las focas empezaron a mo-

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verse, y Kerick las iba guiando tierra adentro, yellas ni siquiera intentaban regresar a dondeestaban sus compañeras. Centenares de milesde otras focas vieron cómo se las llevaban, perosiguieron jugando como si nada sucediera. Ko-tick fue el único que hizo algunas preguntas,pero ninguno de sus compañeros supo quécóntestar, excepto que los hombres siempre sellevaban de esa manera muchas focas duranteseis semanas o dos meses cada año.

-Las seguiré -dijo, y sus ojos casi se le salta-ban mientras seguía al rebaño.

-Nos sigue la foca blanca -gritó Patalamon-.Ésta es la primera vez que una foca viene almatadero por sí sola.

-¡Chist! ¡No mires hacia atrás! -respondióKerick-. ¡Es el alma de Zaharrof! Deberé hablar-le de esto al sacerdote.

La distancia hasta el matadero no era másque de unos ochocientos metros, pero se le fueuna hora entera en recorrerla, porque Kericksabía que si las focas iban demasiado aprisa, se

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acalorarían, y entonces, al desollarlas, la pielsaldría a pedazos. Por tanto, fueron muy des-pacio, pasando por la Garganta del León Mari-no y por la Casa de Webster, hasta que llegarona la Casa de la Sal, mucho más allá del alcancede las miradas de las focas que permanecían enla playa. Kotick proseguía su persecución, an-helante y asombrado. Creyó que se hallaba enel fin del mundo, pero los bramidos proceden-tes de los viveros de las focas que se oían detrásde él, resonaban tan fuertemente como un trenal pasar por un túnel. Entonces Kerick se sentósobre la hierba, y sacó un pesado reloj de peltrey dejó que el rebaño se enfriara algo durantetreinta minutos, y Kotick podía escuchar cómocaían de la gorra de aquel hombre las gotas deagua que la niebla había dejado en ella. LuegoKotick pudo ver a diez o doce hombres más,cada uno de ellos armado de una cachiporrarecubierta de hierro, de un metro más o menosde largo; Kerick les señaló una o dos focas delrebaño que habían sido mordidas por sus com-

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pañeras, o que aún no se enfriaban bastante, ylos hombres las apartaron del rebaño, a punta-piés, propinados con sus pesadas botas de pielde morsa. Kerick dijo entonces:

-¡Ahora!Y los hombres golpearon en la cabeza con

las cachiporras a las morsas, con toda la rapi-dez posible.

Diez minutos después, Kotick ya no recono-cía a sus compañeras, pues sus pieles habíansido arrancadas desde la nariz hasta las aletasposteriores, secadas y puestas en el suelo for-mando un gran montón.

Esto fue suficiente para Kotick. Se volvió enredondo y galopó (una foca puede galopar ve-lozmente durante un breve rato) de nuevohacia el mar, con sus nacientes bigotes erizadosde terror. En la Garganta del León Marino,donde esos animales descansan en el lugar has-ta donde llega la resaca, se lanzó de cabeza,aletas en alto, en el agua fresca, y allí se balan-ceó, suspirando tristemente.

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-¿Quién anda allí? -gruñó un león de mar,porque, en general, a éstos no les place otrasociedad que la de sus iguales.

-¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie! (Estoy solo,muy solo) -dijo Kotick-. ¡Están matando a todoslos holluschickie en todas las playas!

El león marino volvió la cabeza en direccióna tierra.

-¡Tonterías! -respondió-. Tus amigos estánalborotando como siempre. Seguramente vistea ese viejo de Kerick despachando una manada.Hace treinta años que está haciendo lo mismo.

-¡Es horrible! -dijo Kotick, nadando haciaatrás en el momento en que lo cubría una ola, yafirmando el cuerpo con un movimiento enespiral de sus aletas, qúe lo levantó completa-mente erguido y a tres pulgadas de distanciadel borde dentado de una roca.

-¡No lo hiciste mal para tu edad! -dijo el leónmarino, buen juez en materia de natación-. Su-pongo que fue horrible para ti, juzgando la cosasegún tu criterio; pero si ustedes las focas se

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empeflan en venir aquí año tras año, los hom-bres, por supuesto, lo saben, y a menos quepuedan ustedes encontrar una isla a la que ellosno vayan, siempre serán perseguidas.

-¿No existe alguna isla de ésas?-He perseguido al poltoos (la platija) duran-

te veinte años, y todavía no puedo decir quehaya encontrado tal isla. Pero, mira.. . (veo quete gusta hablar con tus superiores), podrías ir alislote del Caballo Marino y hablar con SeaVitch. Quizás él sepa algo. No salgas disparadode esa manera. Hay una distancia de seis millashasta allá, y si yo estuviera en tu lugar echaríaantes un sueñecito, pequeño.

A Kotick le pareció muy bueno el consejo; demodo que nadó hasta su propia playa, saltó atierra y durmio media hora con estremecimien-tos en todo el cuerpo, como suelen hacerlo lasfocas. Después salió al islote del Caballo Mari-no, un pequeño trozo de isla rocosa situada casial noreste de Novastoshnah, lleno de picos y denidos de gaviotas, donde las morsas se reunían.

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Saltó a tierra junto al viejo Sea Vitch, elenorme, feo, hinchado y granujiento caballomarino del Norte del Pacífico, ancho de cuello,de colmillos largos, sin otros modales que losque tiene cuando duerme... que es lo que hacíaentonces, con las aletas posteriores mitad fueray mitad dentro del agua.

-¡Despierta! -díjole ladrando Kotick, porquelas gaviotas hacían mucho ruido.

-¡Ah! ¡Oh! ¿Qué?... ¡qué hay!... -dijo SeaVitch, y le dio un golpe con los colmillos a lamorsa que tenía al lado, despertándola, y éstagolpeó a la más próxima, y así sucesivamente,hasta que todas estuvieron despiertas y mira-ron en todas direcciones, excepto en la que de-bían.

-¡Je, je! Soy yo -dijo Kotick, agitándose en laorilla, donde tenía el aspecto de una pequeñababosa blanca.

-¡Vaya! ¡Que me desuellen!... -exclamó SeaVitch, y todos miraron a Kotick, como puedeimaginarse uno que los soñolientos viejos so-

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cios de algún casino mirarían a un niño queapareciera entre ellos.

Kotick no quiso que hablaran más de des-ollar, pues ya había visto demasiado de eso. Asípues, dijo gritando:

-¿No hay un lugar a donde puedan ir las fo-cas, sin peligro de que se encuentren con hom-bres?

-Ve y búscalo tú -respondió Sea Vitch, ce-rrando los ojos-. ¡Vete, que bastante quehacertenemos aquí!

Kotick, al estilo de los delfines, dio un saltoen el aire y gritó a plenos pulmones:

-¡Tragaostras! ¡Tragaostras!Sabía que Sea Vitch nunca había cogido un

pez en toda su vida, sino que se limitaba ahozar buscando ostras y plantas marinas, loque no impedía que se las echara de terrible.Naturalmente, los chickies, los gooverooskies ylos epatkas, las gaviotas de todas clases y losmergos que siempre están buscando el momen-to de mostrar su mala educación, hicieron coro

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repitiendo aquellas palabras, y -así me lo contóLimmershin-, por casi cinco minutos no hubie-ra podido oírse el disparo de una escopeta en elislote del Caballo Marino. Toda la poblacióngritaba a voz en grito:

-¡Tragaostras! ¡Stareek! (viejo). Y entretantoSea Vitch se movía de un lado a otro, refunfu-ñando y tosiendo.

-¿Hablarás ahora? dijo Kotick casi sin alien-to.

-Anda y pregúntale a Vaca Marina -respondió Sea Vitch-. Si todavía vive, ella po-drá decírtelo.

-¿Y cómo conoceré a Vaca Marina cuando laencuentre? -dijo Kotick, marchándose ya.

-Es la única cosa más fea, de lo que existe enel mar, que el mismo Sea Vitch -gritó una ga-viota deslizándose bajo las mismas barbas deéste-; lo más feo y de peores modales. ¡Stareek!

Nadó de nuevo Kotick hacia Novastoshnahdejando que las gaviotas gritaran cuanto qui-sieran. Pero allí se encontró con que nadie to-

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maba el menor interés por descubrir un lugartranquilo para las focas. Le dijeron que loshombres siempre se habían llevado a losholluschickie, que esto era parte de su trabajodiario, y que si no quería ver cosas desagrada-bles, no debería haber ido a los mataderos. Peroningima de las otras focas había visto aquellasmatanzas, en no haberlas visto estribaba la di-ferencia entre él y sus compañeras. Además,Katick era una foca blanca.

-Lo que debes hacer -dijo Gancho de Mardespués que oyó las aventuras de su hijo-, escrecer y convertirte en una foca grande como tupadre, y tener un vivero en la playa; entonces tedejarán en paz. En otros cinco años ya estaráscapacitado para valerte y defenderte por timismo.

Y hasta la amable Matkah, su madre, dijo:-Nunca podrás detener esas matanzas. Anda

y juega en el mar, Kotick.Y se fue éste y bailó la danza del fuego, pero

con el corazón oprimido por la tristeza.

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Aquel otoño abandonó la playa tan prontocomo pudo y se puso en marcha completamen-te solo porque le bullía una idea en su cabeza.Iba en busca de la Vaca Marina, si era ciertoque existía en el mar tal personaje, y encontra-ría una isla tranquila con playas seguras paraque viviesen allí las focas, y en donde el hom-bre no pudiera llegar hasta ellas. Así pues, ex-ploró y exploró él solo desde el Norte al Sur delPacífico, nadando hasta trescientas millas enveinticuatro horas. Imposible sería narrar todassus aventuras; por poco escapó de ser devoradopor los tiburones y por el pez martillo, y trope-zó con todos los más peligrosos malhechoresque vagan por los mares, y con grandes e in-ofensivos peces, y con las conchas pintadas decolor escarlata que permanecen como ancladasen un mismo sitio por centenares de años, y enello cifran su orgullo. Pero nunca encontró a laVaca Marina, ni una isla como aquella en la quesoñaba. Si la playa era muy buena, dura, con unpoco de declive tierra adentro donde las focas

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pudieran jugar, siempre se veía en el horizontela columna de humo de un ballenero que estabahirviendo grasa, y Kotick sabía lo que aquellosignificaba. O bien, notaba que la isla habíasido visitada por las focas y que éstas habíansido muertas, y Kotick sabía que donde elhombre había puesto una vez los pies, allí re-gresaría de nuevo.

Juntóse con una vieja albatros que le dijo quela isla de Kerguelen era el mejor lugar para vi-vir con paz y tranquilidad, y cuando Kotick sedirigió hacía allá, por poco queda hecho peda-zos contra la negra y acantilada costa, duranteuna fuerte tormenta de granizo acompañada derayos y truenos. No obstante, luchando contrael viento, pudo ver que allí había habido enalguna ocasión un vivero de focas. Lo mismo lesucedió en cuantas islas visitó.

Limmershin me mencionó la larga lista detodas ellas, porque Kotick se pasó cinco esta-ciones en continua exploración, intercalando undescanso anual de cuatro meses en Novastosh-

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nah, durante el cual los holluschickie se burla-ban de él y de sus islas imaginarias. Estuvo enlas Galápagos, un Sitio horriblemente seco delEcuador en donde le pareció que lo cocían vivo;fue asimismo a las islas Georgias, a las Orcadas,a la isla de la Esmeralda, a la del Ruiseñor, a lade Gough, a la de Bouvet, a la de Crossets yhasta a una isleta, no más grande que una man-cha, que se encuentra en el sur del cabo deBuena Esperanza. Mas en todas esas partes ledijeron lo mismo. Las focas habían ido a esasislas en tiempos inmemoriales, y habían sidoperseguidas y exterminadas por los hombres.Inclusive en una ocasión en que nadó unos mi-les de millas y llegó a un lugar llamado CaboCorrientes (y esto sucedía cuando volvía de laisla de Gough), se encontró a unos centenaresde focas sarnosas que descansaban sobre unaroca, y ellas le dijeron que también allí iban loshombres.

Esto la entristeció hasta el fondo del corazón,y enfiló hacia el Cabo para regresar a sus pro-

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pias playas; por el camino abordó a una islallena de verdes árboles, en donde encontró auna foca muy, muy vieja, moribunda; Kotickcogió algunos peces para ella y le contó susdesventuras.

-Ahora -le dijo Kotick-, regreso a Novas-toshnah y si me llevan al matadero con losholluschickie, poco me importará.

La foca vieja le dijo:-Prueba una vez más. Yo soy la última de la

perdida tribu de Masafuera, y en los días enque los hombres nos mataban a centenares demiles, corría por las playas la conseja de quealgún día una foca blanca, venida del Norte,llevaría al pueblo de las focas a un lugar tran-quilo. Soy vieja y jamás veré ese día, pero otrassí lo verán. Prueba una vez más.

Kotick se retorció los bigotes (y los teníamuy hermosos), y dijo:

-Yo soy la única foca blanca que ha nacidoen playa alguna, y yo soy también la única,

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blanca o negra, que haya pensado en descubrirnuevas islas.

Este encuentro la animó muchísimo, y cuan-do aquel verano estuvo de nuevo de regreso enNovatoshnah, Matkah, su madre, le rogó que secasara y viviera tranquilo, porque ya no era unholluschickie, sino un Gancho de Mar, hecho yderecho, con su blanca melena rizada sobre laespalda, y tan pesada, grande y de feroz aspec-to como la de su padre.

-Dame una estación más de espera -respondió él-. Acuérdate, madre: siempre es laséptima ola la que llega más lejos en la playa.

Cosa curiosa fue que hubo otra foca quetambién pensó en aplazar el casarse hasta elpróximo año, y Kotick bailó con ella la danzadel fuego en toda la extensión de la playa deLukannon, la noche antes de que saliera para elúltimo de sus viajes de exploración.

En esta ocasión se dirigió hacia el oeste, por-que había descubierto el rastro de un gran nú-mero de platijas, y él necesitaba por lo menos

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un centenar de libras de pescado para mante-nerse en buena salud. Las persiguió hasta can-sarse, y entonces se enroscó y se durmió en unode los agujeros que deja en la tierra la resaca, endirección a la isla del Cobre. Conocía perfectar-nente aquella costa, y así, hacia medianoche,cuando sintió que caía blandamente en un le-cho de plantas marinas, dijo:

-¡Huy! La marea sube rápidamente esta no-che.

Y dando media vuelta en el agua, abrió losojos calmosamente y se desperezó. Pero luegobrincó como un gato, porque vio algo enormeque olfateaba por encima de los bajíos y engu-llía grandes flecos de algas.

-¡Por las olas del Estrecho de Magallanes!... -se dijo-. ¿Quiénes son esas personas?

No eran como los caballos marinos, ni comolos leones ni como los osos de mar, ni como lasfocas, ballenas, tiburones, peces o conchas queKotick estaba acostumbrado a ver. Tenían entreveinte y treinta pies de largo y carecían de ale-

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tas posteriores; pero tenían en cambio una colaen forma de pala, que parecía haber sido recor-tada de un pedazo de cuero mojado. Sus cabe-zas tenían un aire de lo más estúpido que versepueda, y se balanceaban en el agua, en el ex-tremo de sus colas, cuando comían, saludándo-se solemnemente unos a otros y agitando susaletas delanteras, como los fiambres muy grue-sos mueven los brazos.

-¡Ejem! dijo Kotick-. ¿Pinta bien la suerte,caballeros?

Y aquellos seres enormes respondieron sa-ludando y agitando las aletas, como lo hacíaFrog-Footman. Cuando empezaron a comer denuevo, notó Kotick que el labio superior lo te-nían partido en dos pedazos que podían apar-tar uno del otro cosa de medio metro y quepodían juntarlos otra vez luego, sosteniendocon ambos pedazos más de media fanega dealgas. Las metían en la boca y mascaban solem-nemente.

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-¡Vaya un sucio modo de comer! -dijo Ko-tick. Como saludaron nuevamente, Kotick em-pezó a perder la paciencia.

-¡Bueno! -dijo-. Si es que tenéis una articula-ción extra en las aletas delanteras, no debéisdemostrarlo tanto. Veo que saludáis con muchagracia, pero quisiera saber cómo os llamáis.

Los labios partidos se movieron y se separa-ron, y los vítreos y verdes ojos miraron fijamen-te; pero aquellos seres no pronunciaron pala-bra.

-¡Vaya! -prosiguió Kotick-. Vosotros sois lasúnicas personas que he encontrado más feasque Sea Vitch... y peor educadas que él.

Acudió entonces a su memoria con la rapi-dez del relámpago lo que le había dicho la ga-viota en la isla del Caballo Marino cuando notenía más de un año; se dejó caer de espaldas alagua, sintiéndose contento porque supo quehabía encontrado a la Vaca Marina.

Las vacas marinas continuaron buscando al-gas y mascándolas, y mientras tanto Kotick les

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hacía preguntas en cada uno de los lenguajesque había aprendido en sus víajes, y hay quesaber que el pueblo marino usa casi tantos len-guajes como los seres humanos. Pero las vacasmarinas no le respondieron, porque no hablan.Tienen únicamente seis huesos en el cuello envez de siete, y dice la gente del mundo subma-rino que tal cosa les impide hablar hasta a losde su misma clase. Pero, como ya lo dijimos,tienen una articulación extra en las aletas de-lanteras, y, al moverlas de arriba abajo y de unlado al otro, forman una especie de torpe clavetelegráfica con la que se entienden entre ellas.

Al clarear el día, la melena de Kotick estabacompletamente erizada, y su paciencia habíaido a parar a donde van los cangrejos cuandomueren. Entonces, las vacas marinas empeza-ron a hacer rumbo hacia el Norte con muchacalma, parándose de cuando en cuando parallevar a cabo absurdos conciliábulos en que nohacían otra cosa que saludarse, y Kotick lasseguía, diciéndose:

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-La gente que es tan estúpida como ésta,hace mucho tiempo que hubiera sido muerta sino hubiese encontrado alguna isla en la quepueda vivir sin cuidado; y lo que es bastantebueno para la vaca marina, lo es también paraGancho de Mar. Sea como fuere, ojalá que seapresuraran un poco más.

Era aquello un fatigoso trabajo para Kotick.La manada sólo recorría cuarenta o cincuentamillas al día, se paraba de noche para comer ysiempre se mantenía cerca de la playa, en tantoque Kotick nadaba en torno suyo, por encima ypor debajo, pero no lograba que fueran ni me-dia milla más aprisa.

Al acercarse más hacia el Norte, tuvieronotros conciliábulos a intervalos de unas cuantashoras, y Kotick casi se arrancaba los bigotes detanto mordérselos, por la impaciencia, hastaque finalmente vio que remontaban una co-rriente de agua tibia, y entonces respetó unpoco más a aquellos seres.

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Una noche se hundieron al través del aguareluciente -se hundían como piedras-, y, porprimera vez desde que él los conociera, empe-zaron a nadar rápidamente. Las siguió Kotick,y tanta rapidez lo dejó admirado, porque nuncapensó que las vacas marinas fuesen tan buenasnadadoras. Se dirigieron hacia un sitio acanti-lado de la costa, que se hundía en el agua, y sesumergieron en un agujero que había al pie, aveinte brazas bajo el mar. Nadaron y nadaronen aquel oscuro túnel, y Kotick que iba trasellas sintió que necesitaba desesperadamenteaire fresco después de haber nadado tanto.

-¡Por vida de!... dijo al salir, boqueando y re-soplando, al mar abierto y libre, en el ladoopuesto-. Fue largo el chapuzón, pero valió lapena.

Las vacas marinas se separaron unas deotras, y comían perezosamente a la orilla de lasmás bellas playas que Kotick jamás viera.Había allí grandes extensiones de roca, desgas-tada y pulida, que se extendían por millas ente-

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ras, adecuadas para viveros de focas; otras queestaban formadas de dura arena, detrás de lasprimeras y en declive tierra adentro, buenaspara jugar en ellas; y rompientes para que pu-diesen bailar las focas sobre el agua; blandahierba para revolcarse; dunas para trepar por laarena, descendiendo luego; y, lo mejor de todo,Kotick supo, con solo tocar el agua, cosa quenunca engaña a un Gancho de Mar, que jamáshabía llegado un hombre hasta allí.

Lo primero que hizo fue asegurarse de quela pesca era buena, y luego nadó bordeando laplaya y conté todos los deliciosos y bajos islotesde arena, medio escondidos en la hermosa yrastrera niebla. A lo lejos, hacia el Norte, se veíauna línea de bancos de arena, de escollos y derocas que le hubieran impedido a cualquierbarco acercarse a menos de seis millas de laplaya, y entre las islas y la tierra firme había unprofundo canal que llegaba a tocar los acantila-dos perpendiculares de la costa, debajo de loscuales se abría la boca del túnel.

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-Esto es otro Novastoshnah, pero diez vecesmejor -dijo Kotick-. La vaca marina ha de sermás lista de lo que yo creía. Los hombres -si loshubiera- no podrían bajar por los cantiles; encuanto a los escollos del lado del mar, prontoconvertirían a cualquier barco en un montón deastillas. Si hay un lugar en el mar que sea segu-ro, éste es, indudablemente.

Empezó a pensar en la foca que había dejadoesperándolo, pero, aunque mucho quisieraapresurarse por volver a Novastoshnah, explo-ró completamente aquel nuevo país, para podercontestar a cuanta pregunta se le forrnulara.Luego se zambulló en el agua y se metió por laboca del túnel, y nadó por él rápidamente haciael Sur. Sólo una vaca marina o una foca hubie-ran pensado que existía un lugar como aquél, ycuando desde lejos Kotick se volvió para mirarhacia los acantilados, se maravilló de haberestado allí.

Tardó seis días en regresar a su país, aunqueno iba nadando despacio, y, cuando tocó tierra

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por la Garganta del León Marino, lo primeroque vio fue a la foca que le esperaba, la cual, alver cómo brillaban los ojos de Kotick, com-prendió que al fin había encontrado la isla de-seada.

Pero los holluschickie y Gancho de Mar, supadre, y todas las demás focas, se burlaron deél cuando les dijo lo que había descubierto, yuna foca de su misma edad, le dijo:

-Todo eso está muy bien, Kotick, pero nopuedes venir quién sabe de dónde y ordenar-nos que abandonemos este lugar. Recuerda quehemos luchado largo tiempo por nuestros vive-ros, y eso tú no lo hiciste nunca; preferiste an-dar buscando por esos mares. -Al oír esto, lasdemás focas se rieron, y la foca joven movió lacabeza a uno y otro lado. Se había casado aquelmismo año, y por eso se daba mucha importan-cia.

-Yo no tengo vivero que defender -dijo Ko-tick-. Tan sólo deseo mostrarles un lugar donde

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podrán todos vivir tranquilos. ¿Para qué estarsiempre luchando?

-¡Oh! Si tratas de salirte por la tangente, porsupuesto nada más tengo que decir dijo la focajoven, con una risita sarcástica.

-¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? -dijoKotick; brilló una luz verde en su mirada, por-que estaba verdaderamente furioso de tenerque combatir.

-¡Muy bien! -respondió la foca joven, comoal descuido-. Si me vences, iré contigo.

Ni siquiera tuvo tiempo de cambiar de opi-nión, pues ya Kotick alargaba la cabeza y susdientes se clavaban en la gordura del cuello dela joven foca. Luego se echó hacia atras y arras-tró a su enemiga por la playa, la sacudió, y lagolpeó, revolcándola por el suelo.

Luego, Kotick, dirigiéndose a las focas, ru-gió:

-Hice todo lo que pude por ustedes durantelas últimas cinco estaciones. Encontré la isla endonde pueden vivir seguras, pero a menos de

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que les arranquen la estúpida cabeza del cuello,no creerán ustedes lo que se les dice. Pero ya lesenseñaré yo... ¡En guardia!

Me contó Limmershin que nunca en su vida-y cada año él ve diez mil focas viejas en luchascontinuas-, que nunca en su pequeña vida viocosa semejante a la embestida que dio Kotickcontra los viveros. Se lanzó contra el mayor"gancho de mar" que tuvo a su alcance, lo cogiópor el pescuezo, casi ahogándolo, y lo zarandeóy golpeó de lo lindo hasta que el otro le pidióque le perdonara la vida; después de esto, loarrojó a un lado y arremetió contra el siguiente.Hay que ver que Kotick nunca había ayunadodurante cuatro meses al año, como lo hacen lasfocas grandes; sus viajes a nado en alta mar lomantenían en excelentes condiciones, y, lo me-jor de todo, nunca antes había peleado. Sublanca melena se erizaba de cólera, le llamea-ban los ojos y brillaban sus grandes caninos, yen resumen, ofrecía magnífico aspecto.

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El viejo Gancho de Mar, su padre, lo vio ba-tiéndose desenfrenadamente, arrastrando porel suelo a viejas focas cuyo pelo empezaba aencanecer, arrastrándolas como si fueran plati-jas, y a las más jóvenes revolcándolas por todoslados, y entonces, Gancho de Mar dio un granbramido y gritó:

-Puede ser tan tonto como se quiera, pero esel mejor luchador de estas playas. ¡No peleescon tu padre, hijo mío! ¡Estoy de tu parte!

Kotick respondió con otro bramido y el viejoGancho de Mar, caminando como los patos yresoplando como locomotora, se mezcló en lalucha, en tanto que Matkah y la foca que iba acasarse con Kotick, se agachaban y contempla-ban a sus hombres. Fue una pelea admirable,pues las dos focas lucharon hasta que ya nohubo foca que osara levantar la cabeza, y en-tonces se pasearon orgullosamente de un ex-tremo al otro de la playa, emparejadas y mu-giendo.

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Por la noche, cuando la aurora boreal par-padeaba y lanzaba vivos destellos al través dela niebla, trepó Kotick a una desnuda roca ymiró hacia abajo, hacia los destruidos viveros ylos heridos y sangrantes cuerpos de las focas.

-Ahora -dijo-, les di la lección que necesita-ban.

-¡Por vida mía! -exclamó el viejo Gancho deMar, enderezándose trabajosamente pues esta-ba todo derrengado-. ¡Ni el mismo CetáceoCarnicero les hubiera hecho más daño! ¡Hijomío, me siento orgulloso de ti, y lo que es más,iré a tu isla... si es verdad que existe!

-¡Atención, piara de cerdos marinos! ¿Quiénviene conmigo al túnel de la Vaca Marina?¡Respondan, o empiezo de nuevo! -rugió Ko-tick.

Se produjo un murmullo como el suave ru-mor de la marea cuando sube o baja por lasplayas.-¡Iremos contigo! dijeron miles de voces fatiga-das-. Seguiremos a Kotíck, la Foca Blanca.

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Entonces hundió Kotick la cabeza entre loshombros y cerró orgullosamente los ojos. Ya noera una foca blanca, sino roja de la cabeza a lospies. Pero daba lo mismo; se hubiera sentidoavergonzada de mirar o de tocar una sola desus heridas.

Al cabo de una semana, él y su ejército (cer-ca de diez mil focas, entre holluschickie y focasviejas) salieron con rumbo al Norte hacia eltúnel de la Vaca Marina, dingiéndolas a todasKotick, mientras que las que se quedaban enNovastoshnah las llamaban estúpidas. Pero a laprimavera siguiente, cuando se encontrarontodas en las pesqueras del Pacífico, las focas deKotick contaron tales maravillas de las nuevasplayas, al otro lado del túnel de la Vaca Marina,que cada día abandonaban mayor número lasplayas de Novastoshnah.

No se hicieron esas cosas de golpe, por su-puesto, pues las focas necesitan largo tiempopara darle vueltas a una cosa en la cabeza, peroaño a año abandonaban más focas a Novas-

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toshnah, a Lukannon y otros viveros, para diri-girse a las abrigadas playas donde Kotick pasaahora todo el verano, creciendo, engordando yponiéndose más fuerte cada año, en tanto quelos halluschickie juegan en torno suyo en aquelmar no visitado por ningún hombre.

LUKANNON(Ésta es la gran canción de altamar que todas

las focas de San Pablo cantan cuando van deregreso a sus playas en verano. Es una especiede himno nacional muy triste.)

Me encontré en la mañana con mis amigospero, ¡ay! ¡qué vieja estoy ya!donde, rugiendo las olas en verano,contra cien arrecifes van a chocar.

Cantaban a coro; su vozla del mar sofocaban;dos millones de voces cantabansobre las playas de Lukannon.

Canción de reposo junto a los lagos,canción de dunas en que juega un escuadrón,

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canción de las danzas nocturnasentre el fuego del mar.

¡Playas de Lukannon que el hombre aún noprofanó!Encontré muy de mañana a mis amigas,a las que nunca encontraré ya más;iban y venían por legiones quetoda la playa ennegrecían.

Y al través de la espuma, desde donde la vozpuede llegar, saludábamos, gritando, su entra-da,mientras ellas subían por el arenal.

¡Las playas de Lukannon!... donde creceel trigo, la hierba, el liquen,que la niebla humedeció...donde sobre pulidas rocas jugamos,donde nacimos todas. . . ¡allí está nuestro amor!

Hallé por la mañana a mis amigas, ¡pocasquedaban del bando nuestro!En el agua dábanles caza los hombres,y en tierra las golpeaban sin piedad.

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Como mansos y tontos corderosa morir nos llevaban.., pero todavía, ¡ay!,cantamos a las playas de Lukannon,antes que el cazador las viniera a hollar.

¡Hacia el Sur, hacia el Sur, Gooverooska¡Cuéntales a los reyes del mar nuestro dolor:¡pronto desiertas estarán nuestras playas,como huevo de muerto tiburon!

¡Nunca más verán a sus hijoslas playas de Lukamion!

Los EnterradoresQuien le llame al chacal "hermano mío"

y comparta su comida con la hiena,es como el que pacta tregua con Jacala,vientre que en cuatro patas corre.Ley de la selva.

-¡Respeto para los ancianos!Era una voz pastosa... una voz fangosa que

os hubiera hecho estremecer. . . una voz comode algo blando que se parte en dos pedazos.Había en ella un quiebro, algo que la hacía par-ticipar del graznido y del lamento.

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-¡Respeto para los ancianos, compañeros delrío!... ¡Respeto para los ancianos!

Nada podía verse en toda la anchura del río,excepto una flotilla de gabarras, de velas cua-dradas y clavijas de madera, cargadas de pie-dras para construcciones, que acababa de llegarbajo el puente del ferrocarril siguiendo corrien-te abajo. Hicieron que se movieran los toscostimones para evitar el banco de arena que elagua había formado al rozar en los estribos delpuente, y mientras pasaban de tres en fondo, lahorrible voz empezó de nuevo:

-¡Brahmanes del río, respetad a los ancianosy achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, sentado en laregala de uno de los barcos, levantó la mano,dijo algo que no era precisamente una bendi-ción y los botes siguieron adelante, crujiendo,iluminados por la luna. El ancho río indio, queparecía más bien una cadena de pequeños lagosque una corriente continua, era terso como elcristal y reflejaba el cielo de color de arena roja

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en el centro, pero se veía salpicado de manchasamarillentas y de un color de púrpura oscurocerca de las orillas bajas y tocando con ellas. Seformaban caletas en el río, en la estación lluvio-sa; pero ahora sus secas bocas quedaban porencima de la superficie del agua. Sobre la orillaizquierda y casi bajo el puente del ferrocarril,había una aldea edificada con fango y ladrillos,con bálago y palos, cuya calle principal, llenade ganado que volvía a sus establos, corría enlínea recta hacia el río y terminaba con una es-pecie de tosco desembarcadero de ladrillo, en elque la gente que quería lavar podía meterse enel agua paso a paso. Este lugar se llamaba elGhaut de la aldea de Mugger-Ghaut.

Caía rápidamente la noche sobre los camposde lentejas, arroz y algodón, en las tierras bajasinundadas cada año por el río; sobre los caña-verales que bordeaban el vértice del recodo queaquél formaba y sobre la enmarañada malezaque crecía en las tierras de pastos, detrás de lasquietas cañas. Los papagayos y los cuervos, que

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habían estado charlando y chillando al beberpor la tarde, habían volado ya tierra adentropara ir a dormir, cruzándose con los batallonesde murciélagos que entonces salían; y nubes deaves acuáticas venían chirriando a buscar abri-go en los cañaverales. Había gansos de cabezaen forma de barril y de negro lomo; cercetas,patos silbadores, lavancos, tadornas, chorlitos,y aquí y allá un flamenco.

Cerrando la marcha podía verse una grullade las llamadas ayudantes que volaba como sicada aletazo fuera a ser el último

-¡Respeto para los ancianos! ¡Brahmanes delrío. .. respetad a los ancianos!

La grulla volvió a medias la cabeza, desvióseun poco en dirección hacia la voz, y tomó tierramuy tiesa en el banco de arena que había deba-jo del puente. Entonces pudo verse bien su airebrutal y rufianesco. Por detrás parecía enor-memente respetable, pues su estatura era decasi dos metros, y se parecía mucho a un co-rrectísimo pastor protestante de gran calva. Por

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delante era distinto, porque su cabeza a lo AllySloper y su cuello no tenían una sola pluma, yen su mismo cuello, bajo la barbilla tenía unahorrible bolsa de desnuda piel.. . y allí iba aparar cuanto robaba con su afilado y largo pico.Sus patas eran largas, flacas y descarnadas,pero las movía con mucha suavidad y las con-templaba con orgullo cuando se alisaba lasplumas de la cola, mirando de soslayo por en-cima de su hombro y cuadrándose luego comosi le dijeran: ¡firmes!

Un chacal pequeño y sarnoso que había es-tado ladrando de hambre en una hondonada,levantó las orejas y la cola y corrió al encuentrode la grulla.

Era el ser más bajo de su casta -sin que quie-ra decir esto que haya mucho de bueno en loschacales; pero en éste era algo muy particular labajeza, pues era la mitad mendigo y la otra mi-tad criminal-; se dedicaba a limpiar los monto-nes de basura de la aldea, exageradamente tí-mido o salvajemente fiero, con hambre perpe-

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tua y lleno de astucia que nunca le sirvió paranada.

-¡Uf! -dijo, sacudiéndose lastimeramente alpararse-. ¡ Que la sarna se coma a los perros deesta aldea! He recibido tres mordiscos por cadapulga que traigo encima, y todo porque miré(tan sólo miré, fijáos bien), un zapato viejo quehabía en un corral de vacas. ¿Tengo que ali-mentarme de barro? -Y se rascó bajo la orejaizquierda.

-Yo oí -dijo la grulla con una voz que sonabacomo sierra embotada pasando al través degruesa tabla-, oí decir que había un perrillorecién nacido dentro del zapato.

-Del dicho al hecho, hay gran trecho -respondió el chacal, que sabía muchos prover-bios que había aprendido escuchando a loshombres sentados alrededor de las fogatas, alcaer la tarde.

-Así es. Por tanto, para estar segura de laverdad, tomé bajo mí cuidado a ese cachorro

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mientras los perros andaban ocupados en otrolado.

-Estaban muy ocupados -dijo el chacal-.Bueno, no debo ir de caza a la aldea, por lassobras, durante algún tiempo. ¿De veras habíaun perrillo ciego dentro de aquel zapato?

-Aquí está -respondió la grulla mirando porencima del pico a su gran bolsa, que estaba lle-na-. Poca cosa, pero muy aceptable en estostiempos en que la caridad ha muerto en estemundo.

-¡Ay! El mundo es duro como el hierro en es-tos tiempos -gimió el chacal. En ese momentosus inquietos ojos notaron una levísima ondu-lación en el agua, y prosiguió rápidamente-:Dura es la vida para todos nosotros, y no dudode que, aun nuestro excelente amo, el Orgullodel Ghaut, la Envidia del rio...

-Del mismo huevo salieron al mismo tiempoun embustero, un adulador y un chacal -dijo lagrulla sin dirigirse a nadie en particular, por-

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que ella también es una grandísima embustera,cuando quiere tomarse la molestia de serlo.

-Sí, la Envidia del río -repitió el chacal ele-vando la voz-. No dudo que hasta él opina quedesde que construyeron el puente, la comida esmás escasa. Pero, por otra parte, y aunque deninguna manera quisiera yo decir esto en supropia y noble cara, es tan sabio y tan virtuo-so.., como ¡ay!, tengo yo poco de esas cosas...

-Cuando el chacal reconoce que es gris,¡cuán negro debe ser! -murmuró la grulla. Nopreveía entonces lo que iba a suceder.

-Que no le falte nunca comida, y, en conse-cuencia..

Oyóse un ruido suave, de algo que rozaba,como si un bote acabara de encallar en un bajío.Rápidamente volvióse en redondo el chacal yse encaró (siempre es mejor encararse) con lacriatura de la cual había estado hablando. Eraun cocodrilo de más de siete metros de largo,encerrado en lo que parecía una plancha decaldera de triples remaches, claveteada y care-

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nada, mostrando como adorno un crestón; lasamarillas puntas de sus dientes superiores col-gaban desde la mandíbula superior, pasandosobre la inferior, terminada bellamente en unpico de flauta. Era el achatado Mugger (bocón),de la aldea de Mugger-Ghaut, más viejo queninguno de los hombres de la aldea, que habíadado su nombre al lugar; era como demonio enla parte vadeable del río antes de que se cons-truyera el puente del ferrocarril: era un asesino,un devorador de carne humana y un fetichelocal, todo en una pieza. Se quedó tendido, conla barba en la orilla, y se mantenía así medianteuna casi invisible ondulación de la cola, y biensabía el chacal que un solo golpe de esa cola,dado en el agua, bastaría para elevar al Muggerpor la vera con la velocidad de una máquina devapor.

-¡Un encuentro de buenos auspicios, protec-tor de los pobres! -dijo adulonamente, retroce-diendo un poco a cada palabra-. Oímos una vozdeleitosa y nos acercamos con la esperanza de

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charlar amablemente. Mi desmedida presun-ción me indujo, mientras esperábamos aquí, ahablar de usted. Espero que nada se habrá en-treoído.

Ahora bien: el chacal había hablado preci-samente para que lo oyeran, porque sabía quela adulación era el mejor medio de procurarsecomida; y el Mugger sabía que sólo con tal finhabía hablado el chacal; y el chacal sabía que elMugger no ignoraba esto; y el Mugger sabíaque el chacal sabía que aquél lo sabía; y así,todos se quedaban tan contentos.

El viejísimo animal avanzó, jadeando y gru-ñendo, sobre la orilla, farfullando:

-¡Respeto para los viejos y achacosos!Y durante todo este tiempo sus ojillos brilla-

ban como brasas, bajo los pesados y córneospárpados, encima de su triangular cabeza,mientras arrastraba el cuerpo, hinchado comoun barril entre sus ganchudas patas. Luego sedetuvo, y acostumbrado y todo como estaba elchacal a sus maneras, no pudo menos de es-

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tremecerse, por centésima vez, cuando vio cuánexactamente imitaba el Mugger a un leño arro-jado en la margen del río. Aun había tomado elcuidado de tenderse en el ángulo exacto en que,al encallar, formaría un madero, teniendo encuenta cómo era la corriente en aquella época ylugar. Todo eso, por supuesto, no era sino cues-tión de hábito, porque el Mugger había venidoa tierra únicamente por gusto; pero un cocodri-lo nunca se siente harto, y si el chacal hubierasido engañado por lo que parecía, no hubieravivido lo suficiente para filosofar sobre ello.

-Hijo mío, no oí nada -dijo el Mugger, ce-rrando un ojo-. Tenía agua en mis oídos y mesentía desfallecido por el hambre. Desde queconstruyeron el puente del ferrocarril, la gentede mi aldea ha dejado de quererme, y esto metraspasa el corazón de dolor.

-¡Qué vergüenza! -dijo el chacal-. ¡ Un cora-zón tan noble como el de usted! Pero todos loshombres son parecidos, según creo.

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-¡No, no! Hay, por cierto, grandes diferen-cias entre ellos -respondió suavemente el Mug-ger-. Unos son delgados como bicheros de bote.Otros son gordos, como cachorros de chac...digo, de perro. No quisiera yo hablar mal de loshombres, sin motivo. Los hay de muy diversasclases, pero los largos años que he vivido mehan demostrado que, en general, son muy bue-nos. Hombres, mujeres, finos...; no hallo nadaque reprocharles. Y acuérdate, hijo, de queaquel que desprecia al mundo, será desprecia-do por el mundo.

-La adulación es peor que una lata vacía enel estómago. Pero lo que acabo de oír, es purasabiduría dijo la grulla, bajando una de suspatas.

-Considera, no obstante, su ingratitud conquien es tan bueno -empezó a decir el chacalmuy tiernamente.

-¡No, no, no son ingratos! -respondió elMugger-. No piensan en los demás, eso es todo.Pero yo he notado, mientras yazgo en mi pues-

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to allá debajo del vado, que las escaleras delpuente nuevo son terriblemente difíciles desubir tanto para los ancianos como para losniños. Los ancianos, por cierto, no son dignosde consideración; pero me apenan, me apenanverdaderamente los niños que están gordos.Pero creo que, a no tardar, cuando ya haya pa-sado esa novedad del puente, veremos a misgentes chapoteando por el agua del vado comoantes, valerosamente, con las morenas piernasdesnudas. Entonces el viejo Mugger se veráhonrado de nuevo.

-Pero ciertamente vi guirnaldas de caléndu-las flotando esta misma tarde en el borde delGhaut -dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son muestra deveneración en toda la India.

-¡Error! ¡Error! Era la esposa del vendedor deconfituras. Pierde la vista más y más cada año,y no puede distinguir entre un madero y yo... elMugger del Ghaut. Vi la equivocación cuandoarrojó la guirnalda, porque yo estaba echado al

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pie mismo del Ghaut, y, si hubiera dado unpaso más, le hubiera demostrado la diferenciaentre un leño y yo. Pero la intención era buenay hay que tener en cuenta el espíritu con que sehace la ofrenda.

-¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulascuando ya uno está en el estercolero? -dijo elchacal, cazando las pulgas que tenía pero sinquitar el ojo, con cierto aburrimiento, de suprotector de los pobres.

-Cierto, pero aún no han empezado a hacerel estercolero al que iré a parar yo. Cinco veceshe visto al río retroceder desde la aldea y dejardescubierta nueva tierra al pie de la calle. Cincoveces he visto reedificar la aldea en las orillas ycinco veces más la veré reedificar. No soy ungavial inconstante que se dedica a coger peces,hoy en Kasi, mañana en Prayag, como dice elproverbio, sino el verdadero y constante vigi-lante del vado. Por algo, muchacho, la aldealleva mi nombre, y "quien mucho vigila" comodicen, "obtendrá, al final, su recompensa".

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-Yo he vigilado mucho... mucho.., casi todami vida, y mi premio sólo han sido mordiscos ycardenales -replicó el chacal.

-¡Jo, jo, jo! -se carcajeó la grulla.En agosto nació el chacal, en septiembre

caen las lluvias; ¡No puedo recordar, dice, tantremenda lluvia como ésta!

La grulla ayudante tiene una particularidadmuy desagradable. En épocas que se producencon irregularidad, sufre de agudos ataques dehormigueos o calambres en las patas, y aunquela virtud de la resistencia sea mayor en ella queen cualquiera de las otras clases de grullas que,a pesar de todo, muestran gran impasibilidad,se echa a revolotear en salvajes danzas guerre-ras, que baila sobre una suerte de zancos torci-dos, abriendo a medias las alas y moviendo sucabeza calva de arriba abajo; y en tanto haceesto, por motivos que ella sabrá, cuida muchode que sus más fuertes ataques vayan acompa-ñados de sus más acerbas críticas. Cuando pro-nunció la última palabra de su cantar, se cua-

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dró de nuevo muy tiesa, diez veces más dignaque nunca del nombre de Ayudante qtie lleva-ba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque yasu edad le había permitido ver tres estacionescompletas; pero no puede uno darse por ofen-dido y contestar un insulto que proviene deuna persona que posee un pico de un metro delargo y el poder de clavarlo como una jabalina.La grulla era una reconocida cobarde, pero elchacal era aún peor que ella.

-Hay que vivir para aprender -dijo el Mug-ger-, y puede decirse esto: los chacales peque-ños abundan mucho, hijo; pero un bocón comoyo, es raro. Sin embargo, no me siento orgullo-so de ello, porque el orgullo es destructivo;pero fíjate bien, esto es cosa del Hado, y contrael Hado nada debieran decir cuantos nadan,caminan o corren. Yo estoy contento del Hado.Con buena suerte, buen ojo y la costumbre deasegurarse de que está libre la salida antes de

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entrar en alguna cala o remanso, puede hacersemucho.

-En una ocasión oí decir que incluso el pro-tector de los pobres se había equivocado dijo elchacal maliciosamente.

-Es cierto, pero entonces vino en mi ayuda elHado. Ello sucedió antes de que hubiera adqui-rido todo mi desarrollo. .. tres hambres antes dela última que hubo. (iPor la margen izquierda yderecha del Ganges, cuánta corriente llevabanlos ríos en aquella época!) Sí, yo era joven yatolondrado, y cuando vino la inundación,¿quién estaba más contento que yo? Poca cosabastaba entonces para que yo me sintiera feliz.La aldea estaba completamente inundada, y yonadé por encima del Ghaut y fui tierra adentrohasta los campos de arroz que estaban llenos debarro. Me acuerdo también de un par de braza-letes que encontré aquella tarde, y que, porcierto, eran de cristal y no les hice ningún caso.Sí, brazaletes de cristal, y también encontré, simi memoria no me falla, un zapato. Debiera

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haber sacudido aquellos dos zapatos, pero teníamucha hambre. Más tarde aprendí a procedermejor. Sí. Así pues, comí y descansé. Pero,cuando me disponía a regresar al río, la inun-dación había bajado de nivel y caminé por elbarro de la calle principal. ¿Quién, si no yo,hubiera hecho eso? Acudió toda mi gente, sa-cerdotes, mujeres y niños, y yo los miré conbenevolencia. No es buen lugar el barro paracombatir bien. Uno de los barqueros dijo:

-Busquen hachas y mátenlo; es el Muggerdel vado.

-No -dijo el Brahman-. Miren: se lleva pordelante la inundación. Es el dios de la aldea.

Entonces me arrojaron gran cantidad de flo-res, y alguien tuvo el feliz pensamiento de po-ner una cabra en mitad del camino.

-¡Qué sabrosa. . . qué sabrosa es la cabra! dijoel chacal.

-Tiene muchos pelos... muchos pelos... ycuando la encuentra uno en el agua es más queprobable que haya escondido dentro de ella un

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anzuelo en forma de cruz. Pero les acepté aque-lla cabra, y luego me fui hasta el Ghaut triun-falmente. Más tarde, el Hado hizo que cayeraen mis manos el barquero que había queridocortarme la cola con el hacha. Su bote emba-rrancó en un banco de que no se acordaríanustedes aunque se lo mencionara.

-No todos somos aquí chacales -dijo la gru-lla-. ¿Era el banco que se formó donde se hun-dieron los barcos que cargaban piedras, el añode la gran sequía.., un banco de arena muy lar-go que duró por espacio de tres inundaciones?

-Había dos -respondió el Mugger-; uno másarriba y otro más abajo.

-¡Ah, se me había olvidado! Los dividía uncanal que más tarde se secó también -dijo lagrulla que se sentía muy orgullosa de su buenamemoria.

-En el banco de abajo encalló la barca delhombre que abrigaba tan buenas intencionestocante a mi. Estaba durmiendo en la proa, y,medio despierto, saltó al agua que le daba hasta

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la cintura.. . no, hasta las rodillas, para empujarla embarcación, la cual, vacía, siguió adelantehasta tocar de nuevo en la tierra en el próximorecodo que la corriente formaba entonces. Yoseguía adelante también, porque sabía quevendrían más hombres para arrastrar el barcohasta la playa.

-¿Y vinieron? -dijo el chacal un tanto despa-vorido. Ésta era una cacería en una escala tal,que lo impresionaba.

-Acudieron hombres de allí y de más abajo.No seguí adelante; pero esto me permitió apo-derarme de tres en un día.. . tres manjis (bar-queros) muy gordos, y, a excepción del último(con el cual me descuidé un tanto), ni uno solopudo gritar para advertir a los que se encontra-ban en la orilla del río.

-¡Ah! ¡Qué manera de cazar! ¡Pero cuántahabilidad y qué superior juicio reclama! -exclamó el chacal.

-Habilidad no, muchacho, sino sólo pensarun poco. Un poco de pensamiento es como la

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sal sobre el arroz, como dicen los barqueros, yyo siempre he pensado profundamente. Miprimo el gavial, el que come peces, me ha dichocuán difícil es para él seguirlos, y cuánto difie-ren los unos de los otros, y cómo necesita élconocerlos a todos en conjunto y a cada unopor separado. Sabiduría digo yo que es esto;pero, por otra parte, mi primo, el gavial, viveentre su gente. Mi gente no nada en bandadas,con la boca fuera del agua, como lo hace Rewa;ni sale constantemente a la superficie, ni sevuelve de lado, como Mohoo y el diminutoChapta; ni se reúne en los bancos de arena des-pués de una inundación, como Batchua y Chil-va.

-Todos son deliciosos manjares dijo la grulla,dando un chasquido con el pico.

-Así dice mi primo, y hace una ocupaciónmuy seria del cazarlos; pero ellos no se enca-raman a los bancos de arena para eludir susdientes. Mi gente es muy diferente. Vive en latierra, en casas, entre sus ganados. Yo necesito

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saber lo que hacen y lo que están a punto dehacer; y así, poniendo primero la trompa delelefante y luego la cola, reconstruyo, como di-cen, al elefante entero. ¿Cuelga de una puertauna rama verde con un anillo de hierro? El vie-jo Mugger sabe que ha nacido un niño en aque-lla casa y que algún día vendrá al Ghaut a ju-gar. ¿Va a casarse una doncella? El viejo Mug-ger sabe esto, porque ve a los hombres ir y ve-nir con regalos; y, por último, ella también acu-de al Ghaut para bañarse antes de la boda. . . yallí está él. ¿Ha cambiado el río su curso, y dejanuevas tierras donde antes sólo arena había? ElMugger sabe también esto.

-Bueno, ¿de qué sirve saber eso? -objetó elchacal-. El río ha cambiado de lugar hasta du-rante mi corta vida.

Los ríos de la India están casi siempre cam-biando su curso y se desvían a veces hasta unamedia legua o más en una sola estación, inun-dando los campos de una de las orillas y espar-ciendo cieno fertilizante sobre la Otra.

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-No hay conocimiento tan útil como éste -dijo el Mugger-, porque nuevas tierras signifi-can nuevas pendencias. El Mugger lo sabe. ¡Oh!Lo sabe perfectamente. Cuando las aguas seretiran, se arrastra él por grietas tan estrechasque los hombres piensan que no son lo suficien-temente anchas para que allí pueda esconderseun perro, y allí espera. Luego aparece un la-briego diciendo que plantará allí pepinos, yacullá melones, en la tierra nueva que el río leha dado. Tantea el cieno excelente con los piesdesnudos. A poco llega otro labriego diciendoque cultivará allí cebollas, zanahorias y caña deazúcar, en este y aquel sitio. Se acercan comobotes que toman rumbo hacia el mismo punto,y mira cada quien al otro con unos ojos queparecen rodar bajo el enorme turbante azul. Elviejo Mugger ve y oye. Llámanse el uno al otro"hermano", y van a amojonar la nueva tierra. ElMugger corre detrás de ellos, a uno y otro lado,deslizándose, aplastado contra el suelo, por ellodo. ¡Ahora empiezan a disputar! ¡Se dicen

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palabras ásperas! ¡Se arrancan los turbantes!Ahora enarbolan los garrotes, y, por último, caeuno de espaldas en el lodo, y el otro huye.Cuando regresa, la cuestión ha quedado yazanjada, como da fe de ello el bambú herradodel vencido. Y sin embargo, nada le agradecenal Mugger. No; gritan: ¡un asesinato! Las fami-lias pelean a garrotazos, veinte de cada bando.Mi gente es muy buena gente.. . jats de las mon-tañas... malwais del Bêt.

Cuando pegan, no pegan por juego, y, cuan-do la lucha termina, el viejo Mugger espera allálejos en el río, fuera de la vista de la aldea, de-trás de las matas de kíkar que por allá hay. En-tonces bajan mis jats de anchos hombros, ochoo nueve juntos, bajo la luz de las estrellas tra-yendo al muerto en una camilla. Son viejos debarbas canas y de voz tan profunda como lamía. Encienden un fuego (¡ah! ¡cómo conozcoyo ese fuego!), tragan tabaco y formando círcu-lo mueven la cabeza todos a la vez hacia ade-lante y haciá un lado, hacia el muerto que está

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en la orilla. Dicen que las leyes inglesas arregla-rán aquello con la horca, y que pasará granvergüenza la familia del matador al ver cómo locuelgan en el patio grande de la cárcel. Losamigos del muerto dicen: "¡Que lo cuelguen!, yempieza de nuevo la conversación... una, dos,veinte veces durante la noche interminable.Entonces, por último, dice uno: "La pelea fuelimpia. Tomemos el dinero que nos ofrecen, unpoco más de lo que nos ofrecen, y no digamosnada de lo sucedido."

Empiezan a regatear por el dinero, pues elmuerto es un hombre robusto que ha dejadomuchos hijos. Sin embargo, antes del amratvela(la salida del sol), lo queman un poco, como esla costumbre, y el muerto viene a parar a mí, yél ya no dirá nada del asunto. ¡Ah, hijos míos!El Mugger sabe... sabe muchas cosas... y losMalwah jats son buena gente.

-Tienen el puño demasiado apretado. . . sonmuy mezquinos para llenarme el buche -graznóla grulla-. No malgastan el lustre en los cuernos

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de una vaca, como dicen; y, veamos, ¿quiénpuede espigar después que ha pasado un Mal-wah?

-¡Ah! Yo... los espigo a ellos -replicó el Mug-ger.

-Pues bien: en Calcuta del Sur, en tiemposantiguos -siguió diciendo la grulla-, tirabantodo a la calle y nosotros podíamos escoger yrevolverlo todo. ¡esos eran buenos tiempos!Pero ahora mantienen las calles tan limpiascomo la cáscara de un huevo, y mi gente huye.Ser limpio es una cosa; pero quitar el polvo,barrer y regar siete veces al día, aburre hasta alos mismos dioses.

-Un día un chacal de las tierras bajas me con-tó que en Calcuta del Sur todos los chacalesestaban tan gordos como nutrias en la estaciónde lluvias -dijo el chacal, y la boca se le hizoagua sólo de pensarlo.

-¡Ah! Pero allí están los de la cara blanca.. .los ingleses.., y ellos llevan consigo perros gor-dos que conducen de quién sabe dónde, río

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abajo, en unos barcos, los que cuidan de queesos chacales de que hablas estén flacos -repusola grulla.

-¿Son, pues, de corazón tan duro como esagente? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni el cielo niel agua son caritativos con el chacal. Yo vi lastiendas de uno de los de cara blanca durante laúltima estación, después de las lluvias, y ade-más le cogí unas riendas nuevas, amarillas,para comérmelas. Los blancos no saben prepa-rar bien las pieles. Aquellas riendas me enfer-maron.

-A mí me ocurrió algo peor -dijo la grulla-.Cuando no contaba yo más que tres estaciones,y era tan joven como atrevida, me fui al río, allugar donde atracan los barcos grandes. Losbarcos de los ingleses son de triple tamaño queel tamaño de esta aldea.

-Ha estado en Nueva Delhi... y quiere hacer-nos creer que la gente allí camina de cabeza -murmuró el chacal.

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El Mugger abrió el ojo izquierdo y miró fi-jamente a la grulla.

-Es verdad -insistió la enorme ave-. Un em-bustero sólo miente cuando espera que le cree-rán. Nadie que no haya visto esos barcos podríacreer esta verdad que digo.

-Eso es ya más razonable -observó el Mug-ger-. ¿Y qué más?

-De los costados de uno de esos barcos esta-ban sacando grandes pedazos de una materiablanca que, al cabo de poco rato, se convertía enagua. Buena parte de ella se desmenuzó, ca-yendo sobre la orilla, y el resto lo colocaron enuna casa de gruesas paredes. Pero un barquero,que reía, cogió uno de aquellos trozos, no másgrande que un perrillo, y me lo tiró. Yo... comotodos los míos. . . trago sin reflexionar, de mo-do que tragué aquello según nuestra costum-bre. Inmediatamente sentí un gran frío que,empezando en el buche, me corría hasta la pun-ta de los dedos, y me privé de hablar, en tantoque los barqueros se burlaban de mí. Nunca he

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sentido tanto frío. Por el dolor y al aturdimien-to, bailé hasta que pude recobrar el aliento, yentonces bailé de nuevo, gritando contra la fal-sedad de este mundo, y los barqueros conti-nuaban riéndose de mí hasta caerse al suelo.¡Lo más maravilloso de todo, aparte aquel fríotan intenso, es que nada absolutamente habíaen mi buche cuando terminé mis lamentacio-nes!

La grulla había hecho todo lo posible paradescribir lo que había sentido después de tra-garse un pedazo de hielo de siete libras, prove-niente del lago de Wenham, traído de allí porun barco americano de los dedicados al trans-porte, antes de que Calcuta fabricara su hielocon máquinas; pero, como el ave no sabía loque era el hielo, y como menos aún lo sabían elMugger y el chacal, el cuento no produjo elefecto deseado.

-Cualquier cosa -dijo el Mugger, cerrando denuevo su ojo izquierdo-, cualquier cosa es posi-ble cuando procede de un barco que tiene tres

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veces el tamaño de Mugger-Ghaut. Mi aldea noes una aldea pequeña.

Se oyó un silbido por encima del puente, y eltren correo de Delhi pasó por él, llenos de luztodos los coches y tras ellos las sombras a lolargo del río. Se hundió con estruendo a lo lejosen la oscuridad, pero el Mugger y el chacal yaestaban tan acostumbrados a esto que ni siquie-ra volvieron la cabeza.

-¿Acaso no es eso tan maravilloso como unbarco de triple tamaño que Mugger-Ghaut? -dijo el ave mirando hacia arriba.

-Yo vi edificar eso, muchacho. Piedra porpiedra vi elevarse los estribos del puente, ycuando los hombres se caían (generalmenteeran maravillosamente diestros en no poner elpie en falso... pero, cuando se caían), allí estabayo alerta. Después que el primer estribo estuvohecho, ya nunca pensaron en ir corriente abajoen busca de los cadáveres para quemarlos. Ycon esto me evitaron muchas molestias. No

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hubo, por lo demás, nada de extraño en la cons-trucción del puente -concluyó el Mugger.

-Pero, ¿eso que pasa por encima de él, tiran-do de los carros techados? ¡Eso sí es extraño! -dijo la grulla.

-Es, sin duda, un buey de alguna nueva es-pecie. Algún día perderá pisada y caerá delmismo modo que cayeron los hombres. El viejoMugger estará también entonces alerta.

El chacal miró a la grulla, y ésta al chacal. Sihabía algo de que pudieran estar seguros másque de cualquiera otra cosa, era de que la má-quina podía ser cualquier cosa menos un buey.El chacal la había observado muchas vecesdesde las matas de áloe que bordeaban la línea;y la grulla había visto locomotoras desde que laprimera locomotora corrió en la India. Pero elMugger no había visto la máquina más quedesde abajo, y la cupulilla de bronce le parecíala especie de joroba de un buey.

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-Sí; un buey de una nueva especie -repitió,pesando las palabras, el Mugger, como parapersuadirse a sí mismo, y el chacal respondió:

-Ciertamente es un buey.-Y también podría ser. .. -empezó a decir el

Mugger con cierta aspereza.-Cierto... cierto que sí -interrumpió el chacal,

sin esperar a que el otro terminara.-¿Qué? dijo el Mugger enojado, porque sen-

tía que los demás sabían más que él-. ¿Qué po-dría ser? No había yo terminado de hablar. Túdijiste que era un buey.

-Es cualquier cosa que el protector de lospobres quiera. Yo soy su servidor... y no el deesa cosa que atraviesa el río.

-Sea lo que fuere, es obra de los de carablanca -dijo la grulla-, y por mi parte no quisie-ra yo echarme en un lugar que se halla tan cer-ca de eso, como este banco de arena.

-Tú no conoces a los ingleses como yo -dijoel Mugger-. Había aquí un cara blanca cuandoconstruían el puente; y el blanco se metía mu-

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chas veces, a la caída de la tarde, en un bote, ygolpeaba con los pies las tablas del fondo,murmurando: "¿Está aquí? ¿Está aquí? Traiganmi escopeta." Yo le oía aun antes de verle, oíacada ruido que producía, los crujidos, el resue-llo, cada golpecito dado en la escopeta, mien-tras iba río arriba y río abajo... Tan cierto comoque yo le había privado de uno de sus obreros,y con esto le hice ahorrar un gran gasto de leñaque hubieran necesitado para quemarlo; tancierto como esto era su constante empeño envenirse hasta el Ghaut, y gritar que me iba amatar, librando así al río de mi presencia... dela presencia del Mugger, de Mugger-Ghaut. ¡Amí! Hijos míos, yo nadé hora tras hora bajo laquilla de su bote, y oía cómo disparaba contraalgunos leños; y cuando estaba yo bien segurode que él estaba cansado, me levantaba junto aél y hacía castañear mis dientes frente a su cara.Cuando el puente estuvo terminado, se mar-chó. Todos los ingleses cazan de ese modo, ex-cepto cuando son ellos los cazados.

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-¿Quién caza a los de la cara blanca? -ladróel chacal excitado.

-Ahora, nadie; pero yo los cacé en mis bue-nos tiempos.

-Me acuerdo un poco de esa caza. Entoncesera yo joven -dijo la grulla haciendo sonar supico de modo significativo.

-Estaba yo aquí perfectamente establecido.Mi aldea era reedificada por tercera vez, segúnrecuerdo, cuando mi primo, el gavial, me trajonoticias de ciertas aguas muy ricas más arribade Benares. No quise ir al principio, porque miprimo, que sólo come peces, no siempre distin-gue lo bueno de lo malo; pero oí a mi gentehablar por las tardes, y lo que dijeron me deci-dió.

-¿Y qué fue lo que dijeron? -preguntó el cha-cal.

-Lo suficiente para que yo, el Mugger deMugger-Ghaut, me saliera del agua y echara aandar. Partí de noche, sirviéndome hasta de losmás pequeños arroyos según se me iban pre-

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sentando; pero era entonces el principio delverano, y todos llevaban muy poca agua. Crucécaminos llenos de polvo; atravesé altas matasde hierba; escalé colinas a la luz de la luna.Hasta trepé por las rocas, hijos míos... piensenbien en ello. Crucé el extremo del río Sirhind, elseco, antes de que pudiera encontrar la serie deafluentes que desembocan en el Ganges. Unmes de continuo viaje era preciso para regresara donde se hallaba mi gente y el río que yo co-nocía. ¡Fue algo maravilloso!

-¿Y qué tal de comida durante el camino? -preguntó el chacal, que no tenía más alma quesu estómago, y no estaba ni tantito impresiona-do por los viajes del Mugger.

-Lo que encontraba, eso comia... primo -dijoel Mugger pausadamente, arrastrando cadapalabra.

Ahora bien; no se le llama primo a nadie enla India a menos de que pueda uno llegar aestablecer cierto parentesco con esa persona, ycomo sólo en los cuentos de hadas se casa un

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Mugger con un chacal, nuestro chacal com-prendió por qué motivo se había visto de pron-to elevado al círculo de la familia del Mugger.Si hubieran estado solos, no le hubiera impor-tado; pero brillaron los ojos de la grulla al oír lapesada broma.

-Ciertamente, padre, debí haberlo supuesto -dijo el chacal-. A un Mugger no le gusta que lollamen padre de ningún chacal, y el Mugger deMugger-Ghaut respondió entonces tanto y mu-cho más de lo que sería discreto repetir aquí.

-El protector de los pobres fue quien mellamó pariente. ¿Cómo puedo yo acordarme delgrado de parentela que hay entre nosotros?Además, comemos la misma clase de comida.Él lo dijo -respondió el chacal.

Esto agravó aún más las cosas, porque a loque apuntaba el chacal era a indicar que elMugger debía de haber devorado su comidafresca todos los días en aquella marcha a pie, envez de guardarla junto a sí hasta que estuvieracomo él la necesitaba, como lo hacen todos los

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Mugger que se respetan algo, y también la ma-yor parte de las fieras, cuando pueden. A decirverdad, uno de los peores insultos que puedendirigirse en el cauce del río los animales, estildarse de "devoradores de carne fresca". Estoes casi tan malo como llamar caníbal a un hom-bre.

-Aquella carne fue comida hace treinta esta-ciones -dijo tranquilamente la grulla-. Aunquehabláramos durante treinta estaciones más,nunca la volveríamos a ver. Cuéntanos ahoraqué ocurrió cuando llegaste a aquellas aguastan buenas, después de tu maravilloso viaje portierra. Si escucháramos el aullido de cada cha-cal, los negocios de la ciudad se paralizarían,como dice el proloquio.

El Mugger debió agradecer la interrupción,porque prosiguió precipitadamente:

-¡Por la margen izquierda y derecha delGanges! ¡Cuando llegué allá, nunca había vistoaguas como aquéllas!

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-¿Eran mejores, entonces, que la gran inun-dación de la última estación? -preguntó el cha-cal.

-¡Mucho mejores! Esa inundación sólo fue loque ocurre cada cinco años.., un puñado deforasteros ahogados, unas cuantas gallinas, unbuey muerto en el agua lodosa, gracias a lascorrientes cruzadas. Pero en la estación de queme acuerdo ahora, el río estaba bajo, el aguacorría mansa, igual siempre, y como me lohabía advertido el gavial, los ingleses bajabanpor ella tocando uno con otro. En aquella esta-ción engordé y crecí. Desde Agra, cerca deEtawah y del lugar en que la corriente se en-sancha, no muy lejos de Allahabad.

-¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo los murosdel fuerte de Allahabad!... -dijo la grulla-. Acu-dieron allí como los patos a los juncales, y bai-laban dando vueltas... así.

Empezó otra vez su horrible danza, mientrasel chacal la miraba con envidia. Él no se acor-

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daba naturalmente del terrible año de la insu-rrección. El Mugger continuó:

-Sí; cerca de Allahabad, uno se tendía quietoen el agua mansa, y dejaba que pasaran veintecuerpos para escoger uno. Y sobre todo, losingleses no iban llenos de joyas y anillos en lanariz y en los tobillos, como mis mujeres acos-tumbran hoy. El que gusta mucho de adornos,acaba con una cuerda al cuello como collar,como dice el refrán. Todos los cocodrilos quehabía en todos los ríos engordaron entonces;pero quiso mi Hado que yo engordara más queninguno. Las noticias que corrían era que secazaba a los ingleses arrojándolos a los ríos, y,¡por las dos orillas del Ganges! nosotros está-bamos seguros de ello. Así lo creí durante todoel tiempo que fui en dirección al Sur; llegué allásiguiendo la corriente hasta más allá de Mong-hyr y de las tumbas que dominan el río.

-Conozco ese sitio -dijo la grulla-. Desdeaquellos días, Monghyr es una ciudad abando-nada. Pocos viven allí ahora.

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-Después de esto, me fui corriente arribadespacio, perezosamente, y un poco más allá deMonghyr encontré un bote lleno de blancos...¡todos vivos! Eran, me acuerdo bien, mujeres,que yacían bajo una tela sostenida por palos, ylloraban a gritos. No nos disparaba entoncesnadie ni un tiro: éramos los únicos guardianesde los vados en aquellos tiempos. Todas lasarmas de fuego estaban ocupadas en otra parte.Las escuchábamos día y noche tierra adentro; elestruendo iba y venía según a donde soplara elviento. Me levanté por completo frente al bote,porque nunca había visto caras blancas vivas,aunque bien los conocía, por otra parte. Unniño blanco desnudo, estaba de rodillas en unode los costados del bote, e, inclinándose, se leantojó arrastrar las manos por las aguas del río.Es hermoso ver cómo juega un niño con el aguaque corre. Yo había comido ya aquel día; perotodavía en mi estómago había un rinconcitovacío. Sin embargo, más por juego que por co-mer, me levanté hasta casi tocar las manos del

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niño. Ofrecían un blanco tan fácil que ni siquie-ra las miré cuando cerré las mandíbulas; peroeran tan pequeñas que, aunque cerré las quija-das debidamente -estoy seguro de ello-, el niñolas retiró con rapidez sin recibir en ellas el me-nor daño. Seguramente pasaron por el espacioque media entre un diente y otro... aquellaspequeñas manos blancas. Hubiera podido en-tonces asirlo por los codos, pero, como dije, mehabía acercado allí sólo por juego y por el deseode ver cosas nuevas. Gritaron uno tras otro losque iban en el bote, y luego de unos momentosme levanté de nuevo para observarlos. El barcoestaba demasiado pesado para hacerlo zozo-brar. Iban en él sólo mujeres, pero quien se fíade una mujer, es como si caminara sobre hier-bas que ocultan una laguna, como dice el pro-verbio, y. . . ¡por las dos márgenes del Ganges!,eso es verdad.

-En una ocasión una mujer me dio una pielseca, como si fuera pescado -observó el chacal-.Desde entonces, espero poder apoderarme de

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su niño; pero más vale comer carne de caballoque recibir de él una coz, como dice el prover-bio. ¿Qué hicieron las mujeres?

-Me dispararon una arma muy corta, de unaclase que nunca antes había visto y que no hevuelto a ver. Me dispararon cinco veces, unatras otra (el Mugger debió habérselas con algúnantiguo revólver); yo me quedé con la bocaabierta, bostezando, con una nube de humo entorno de mi cabeza. Nunca vi cosa igual. ¡Cincoveces, y tan rápidamente como cuando muevola cola... ¡ásí!

El chacal, que se sentía cada vez más intere-sado por el relato, apenas si tuvo tiempo debrincar hacia atrás en el momento mismo enque la cola cortaba el aire como una guadaña.

-Hasta que sonó el quinto disparo -prosiguióel Mugger, como si jamás hubiera pensado encausarle daño a sus oyentes-, hasta que sonó elquinto disparo me hundí en el agua, y torné asalir de ella en el momento preciso en que unbarquero les decía a aquellas mujeres blancas

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que sin duda había quedado yo muerto. Una delas balas se me había incrustado en el cuello.No sé si todavía estará allí, porque no puedovolver la cabeza. Ven y mira tú, muchacho.Quiero demostrar que mi historia es verídica.

-¿Yo? -dijo el chacal-. ¿Quien come zapatosviejos y rompe huesos para comer puede dudarde la palabra del que es la envidia del río? ¡Quemi cola sea engullida por cachorrillos ciegos sila sombra de ese pensamiento me ha pasadopor la cabeza! El protector de los pobres se hadignado contarme a mí, su esclavo, que una vezen su vida fue herido por una mujer. Con estobasta, y les contaré el cuento a todos mis hijos,sin pedir pruebas de él.

-La excesiva urbanidad es a veces tan malacomo la descortesía excesiva, porque, comodice el proverbio, hasta con requesones puedeahogarse a un invitado. No deseo que ningúnhijo tuyo sepa que el Mugger de Mugger-Ghautrecibió de una mujer la única herida que harecibido en su vida. Tus hijos tendrán que pen-

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sar en muchas otras cosas, para procurarse lacomida por tan tristes medios como los queemplea su padre.

-¡Olvidado está, y desde hace mucho tiem-po! ¡Nunca dije tal cosa! ¡Jamás existió niiigunamujer blanca! ¡Nunca hubo barco alguno!¡Nunca ocurrió nada!

El chacal movió la cola, como si barriera elsuelo, para mostrar cuán totalmente quedabatodo borrado de su memoria, y sentó con airede suficiencia.

-Ciertamente sucedieron muchas cosas, con-tinuó el Mugger, derrotado por segunda vez, alquerer llevarle ventaja a su amigo. (Ninguno deellos, sin embargo, tenía mala intención. Comery ser comido eran cosa completamente legal entoda la extensión del río, y el chacal se encon-traba allí para recoger las sobras cuando elMugger hubiera terminado su comida.)

-Abandoné aquel bote -prosiguió-, y me fuicorriente arriba, y, cuando llegué a Arrah y alas aguas situadas detrás, no hallé más ingleses

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muertos. El río estuvo vacío durante ciertotiempo. Luego llegaron uno o dos cadáverescon chaquetas de color rojo; pero no ingleses,sino todos de una misma clase -del Indostán yPurbeahs-. Después, cinco o seis de frente, y,por último, desde Arrah hasta el Norte, másallá de Agra, parecía como si se hubieran arro-jado al agua pueblos enteros. Salían de las calasuno tras otro, como bajan los maderos en laépoca de las lluvias; cuando se levantaba el río,también ellos se levantaban, en compañías en-teras, de los bancos de arena en que habíanestado reposando. Luego, al bajar el agua de lacorriente, los arrastraba al través de los camposy de la tierra virgen, por los largos cabellos.Toda la noche, así mismo, yendo hacia el Norte,escuché disparos de armas de fuego, y duranteel día el rumor de pies calzados que atravesa-ban los vados, o el que producen las ruedas deun pesado carro al rodar sobre la arena pordebajo del agua; y cada ola traía nuevos cadá-veres. Al fin, hasta yo mismo sentí miedo, por-

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que dije: "Si esto les ocurre a los hombres, ¿có-mo podrá salvarse el Mugger de Mugger-Ghaut?" También había barcos que venían de-trás de mí, corriente arriba, ardiendo conti-nuamente, como arden a veces las embarcacio-nes que llevan algodón, pero sin jamás hundir-se.

-¡Ah! -dijo la grulla-; barcos como los quevan a Calcuta del Sur. Son altos y negros, conuna cola que golpea el agua por detrás, y...

-Y son tres veces tan grandes como mi aldea.Mis barcos eran bajos y blancos; golpeaban elagua a cada lado, y no eran más grandes quelos botes de quien habla sujetándose a la ver-dad. Me dieron mucho miedo, por lo que aban-doné aquellas aguas y me vine a este cauce mío,ocultándome de día y caminando de noche,cuando no podía encontrar arroyos que meayudaran. Me volví a mi aldea, pero no espera-ba ver en ella a ninguno de los de mi gente. Sinembargo, aquí estaban, arando, sembrando y

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segando luego las mieses; iban de un lado alotro tan tranquilamente como sus ganados.

-¿Y había aún buena comida en el río? -dijoel chacal.

-Más de la que yo hubiera deseado. Incluso -y eso que yo no como barro-, incluso estabacansado, y, por lo que recuerdo, un tanto asus-tado de aquel constante bajar por el río gentesilenciosa. A los de mi aldea les oí decir quetodos los ingleses habían muerto; pero los quellegaban, boca abajo, con la corriente, no eraningleses, según pudo ver mi gente. Entonces migente dijo que lo mejor era no decir nada, sinopagar la contribución y arar la tierra. Despuésde mucho tiempo, el río quedó limpio de cadá-veres, y los que por él bajaban eran sin dudaahogados procedentes de las inundaciones,como podía verlo yo claramente; y aunque en-tonces no era fácil procurarse comida, me ale-graba cordialmente de ello. Un poco de matan-za aquí y allá, no es malo.., pero hasta el Mug-

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ger puede algunas veces hartarse, como dice elproverbio.

-¡Maravilloso! ¡ Verdaderamente maravillo-so! -dijo el chacal-. Yo he engordado ya, nadamás de tanto oír hablar de comer. Y después deesto, ¿qué cosa, si se me permite preguntarlo,hizo el protector de los pobres?

-Me dije a mí mismo -y por las dos orillasdel Ganges, que me mantuve firme en mi jura-mento-, me dije a mí mismo que nunca másvagabundearía de aquel modo. Así pues, hevivido junto al Ghaut, muy cerca de mi gente, ylos he vigilado año tras año, y ellos me quierentanto, que hasta me arrojaban guirnaldas decaléndulas cada vez que me veían levantar lacabeza del agua. Sí, mi Hado ha sido muy bue-no conmigo, y el río es lo suficientemente bue-no para respetar mi presencia, débil y enfermocomo estoy; sólo que...

-Nadie es feliz por entero, desde el pico has-ta la cola -dijo la grulla con simpatía-. ¿Qué másnecesita el Mugger de Mugger-Ghaut?

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-Aquel niño tan pequeño y tan blanco delque no me apoderé -dijo el Mugger, con unprofundo suspiro-. Era muy pequeño, pero nolo he olvidado. Ahora estoy viejo, pero antes demorir quisiera probar algo nuevo. Es verdadque ellos son gente de pies pesados, y mediolocos, y poco juego sería el cazarlos, pero toda-vía me acuerdo de aquellos tiempos que paséalgo más lejos de Benares, y si el niño vive, éltambién aún se acordará. Es posible que paseepor la orilla de algún río diciendo cómo unavez pasó las manos por entre los dientes delMugger de Mugger-Ghaut, y quedó vivo paranarrar el cuento. Mi Hado ha sido muy buenoconmigo; pero a veces, en sueños, me molestaeso... el pensamiento de aquel niñito blanco queiba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.-Y ahora voy a descansar y a pensar -

prosiguió-. Guardad silencio, hijos míos, y res-petad a los ancianos.

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Se volvió con dificultad y se arrastró hasta loalto del banco de arena, en tanto que el chacalse retiraba con la grulla para refugiarse detrásde un árbol que se había detenido en el río, enel extremo más cercano del puente del ferroca-rril.

-Ésa ha sido una vida agradable y provecho-sa -dijo aquél sardónicamcnte, mirando conexpresión interrogante al ave que lo dominabadesde su altura-. Y fíjate que ni una sola vezcreyó oportuno decirme dónde podría encon-trar un bocado en algún banco de arena. Y sinembargo, yo le he señalado cien veces muchasbuenas cosas que estaban en el barro, corrienteabajo. ¡Qué cierto es el proverbio que dice: "to-do mundo ignora al chacal y al barbero una vezque por ellos se han sabido las noticias!" Ahorase va a dormir. ¡Aarh!

-¿Y cómo puede cazar un chacal junto conun cocodrilo? dijo fríamente la grulla-. Un la-dronazo y un ladronzuelo; fácil sería adivinarquién se llevaría los mejores bocados.

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El chacal se volvió gimiendo de impaciencia,y se iba a enroscar bajo el tronco de un árbol,cuando de pronto se acurrucó y se puso a mi-rar, al través de las ramas, hacia el puente queestaba casi encima de su cabeza.

-¿Qué sucede ahora? -preguntó la grulla,abriendo las alas, algo inquieta.

-Espera un poco y lo veremos. El viento so-pla de nosotros hacia ellos, pero no nos buscana nosotros.., esos dos hombres.

-¿Hombres son? Mi oficio me protege. Entoda la India se sabe que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basurero,se mete por donde le place, y por eso la nuestranunca se acobardaba.

-No valgo la pena para que me den más gol-pes que el que puede dar un zapato viejo -dijoel chacal, escuchando de nuevo-. ¿Oyes esospasos? No es ruido de zapatos de campesinos;es calzado de un pie de blanco. ¡Escucha otravez! ¡Roce de hierro contra hierro! ¡Es una es-

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copeta! Amiga, esos locos ingleses de pies pe-sados han venido a hablar con el Mugger.

-Adviérteselo, pues. Hace un rato fue llama-do protector de los pobres por un cierto chacalhambriento.

-Deja que mi primo proteja él mismo su piel.Me ha dicho mil veces que nada hay que temerde los caras blancas. Éstos deben ser caras blan-cas. Ninguno de los aldeanos de Mugger-Ghautse atrevería a perseguirlo. ¿Ves? ¡Ya dije yo queera una escopeta! Ahora, con un poco de suerte,tendremos alimento antes de que apunte el día.Él no oye bien fuera del agua, y... ¡en esta oca-sión no tendrá que habérselas con una mujer!

Durante un momento brilló el cañón de unaescopeta sobre las traviesas del puente. ElMugger estaba echado en el banco de arena, tanquieto como su propia sombra, un poco abier-tas las patas delanteras, la cabeza caída entreellas, roncando como un... cocodrilo.

Sobre el puente murmuró una voz:

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-El tiro resulta un poco raro, casi en direc-ción perpendicular; pero tan seguro como capi-tal invertido en casas. Lo mejor es apuntarle alcuello. ¡Caramba! ¡Qué enorme animal! Losaldeanos se pondrán furiosos si lo matamos.Como que es el deota, el dios de estos lugares.

-Me importa un rábano -respondió otra voz-.Me quitó unos quince de mis mejores cooliesmientras se construía el puente, y ya es hora deacabar con él. Lo he perseguido en bote durantesemanas enteras. Prepare el "martini" paracuando le haya disparado yo los dos cañonesde mi escopeta.

-Cuidado, pues, con el culatazo. No es bro-ma un doble disparo de calibre cuatro.

-Eso habrá de decirlo él. ¡Allá va!Se oyó un estruendo como el producido por

un cañón de pequeñas dimensiones (las mayo-res escopetas para la caza de elefantes no sediferencian mucho de una pequeña pieza deartillería) y una doble llamarada, seguido todoesto de la detonación seca y penetrante de un

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"martini", cuya larga bala penetra sin dificultadpor las gruesas placas de un cocodrilo. Pero lasbalas explosivas habían hecho ya el trabajo.Una de ellas dio exactamente detrás del cuello,un poco hacia la izquierda de la espina dorsal;la otra estalló más abajo, donde empieza la co-la. En el noventa y nueve por ciento de los ca-sos puede un cocodrilo mortalmente heridoarrastrarse hasta el agua, en los lugares de cier-ta profundidad, escapando así. Pero el Muggerde Mugger-Ghaut había quedado literalmenteroto en tres pedazos. Apenas sí movió la cabezaantes de morir, y yacía tan aplanado en el suelocomo el chacal.

-¡Rayos y truenos! ¡Rayos y truenos! -dijo elmiserable animalejo-. ¿Aquella cosa que arras-tra por el puente los carros cubiertos se ha ve-nido abajo por fin?

-No es sino una escopeta -dijo la grulla, aun-que las plumas de la cola le temblaban-. Es sólouna escopeta. Ciertamente está muerto. Ahívienen los blancos.

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Los dos ingleses se habían apresurado a ba-jar del puente y a cruzar el banco de arena, yallí se detuvieron a admirar la longitud delMugger. Entonces un indígena que portaba unhacha cortó la enorme cabeza y cuatro hombresla arrastraron por la lengua de tierra que allíhabía.

-La última vez que tuve mi mano en la bocade un cocodrilo -dijo uno de los ingleses, aga-chándose (era el que había dirigido la construc-ción del puente)-, fue cuando yo tenía cincoaños de edad, bajando en bote por el río, haciaMonghyr. Yo era uno de los niños "del tiempode la insurrección", como les llaman. Mi pobremadre estaba también en el bote, y ella con fre-cuencia me refirió que había disparado con unrevólver a la cabeza del animal.

-¡Vaya! Ciertamente se ha vengado usted enel jefe de toda la familia... aunque el culatazo lehizo arrojar usted sangre por la nariz ¡Eh, bar-queros! Arrastren la cabeza fuera de aquí; laherviremos para conservar la calavera. La piel

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está demasiado agujereada para conservaría. ¡Adormir, ahora! Valía la pena haber permaneci-do levantados durante toda la noche, ¿verdad?

Cosa curiosa: el chacal y la grulla hicieron lamismísima observación, dos o tres minutosdespués que se fueron los hombres.

LA CANCIÓN DE LA OLALa corriente cruzó un día,

por el vado, una doncella;el sol ya se ponía;la ola, enamorada, fuea besar su mano bella.Y le habló de esta manera:-Espera, niña, espera,que soy la muerte.-Iré a donde amor me invita,vergüenza me daría que aguardara;pez que en el mar se agita,no esperará, si llego tarde.-Pie leve, corazón hermosoespera el cargado bote."Espera, espera, niña,

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espera, que soy la muerte."-Me apresuro si amor me llama,que desdén nunca se casa.A su talle ligero ya llegael agua que pasa.Fiel y bella loquilla,nunca tocará su pie la orilla;la onda rueda lejos,con sangrientos reflejos.

El Milagro de Purun BhagatLa noche que sentimos

que la tierra se abriría,lo hicimos, tomado de la mano,en pos nuestro venirse.Porque lo amábamos con el amoraquel que conoce pero no entiende.Y cuando de la montañael estallido percibióse,y todo hubo caídocomo lluvia extraña,lo salvamos nosotros,nosotros, pobre gente;

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pero, ¡ay! siemprepermanece ausente.¡Gemid! Lo salvamos,pues también aquí,entre esta pobre gente,hay sinceros amores.¡Gemid! No despertaránuestro hermano.Y su propia gentenos echa de nuestro remanso.

(Canto elegíaco de los langures.)En la India había una vez un hombre que era

primer ministro de uno de los estados semi-independientes que hay en el noroeste del país.Era un brahmán de tan alta casta, que las castasya no tenían ningún significado para él; su pa-dre había tenido un importante cargo entre lagentuza de ropajes vistosos y de descamisadosque formaban parte de una corte india a la an-tigua.

Pero, conforme Purun Dass crecía, notabaque el antiguo orden de cosas estaba cambian-

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do, y que si cualquiera deseaba elevarse, eranecesario que estuviera bien con los ingleses yque imitara todo lo que a éstos les parecía bue-no. Al mismo tiempo, todo funcionario debíacaptarse las simpatías de su amo. Algo difícilera todo esto, pero el callado y reservadobrahmancito, ayudado por una buena educa-ción inglesa recibida en la universidad de Bom-bay, supo manejarse bien, y se elevó paso apaso hasta llegar a ser primer ministro del re-ino; esto es, disfrutó de un poder más real queel de su amo, el Maharajah.

Cuando el viejo rey -siempre receloso de losingleses, de sus ferrocarriles y de sus telégra-fos- murió, Purun Dass mantuvo su influenciacon el sucesor que había tenido por tutor a uninglés;y entre los dos, aunque él siempre cuidóde que el crédito fuera para su amo, establecie-ron escuelas para niñas, construyeron caminos,fundaron hospitales y publicaron una informa-ción anual o libro azul sobre "El progreso moraly material del Estado", por lo que el ministerio

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de Negocios Extranjeros inglés y el gobierno dela India estaban muy contentos. Muy pocosestados indígenas aceptan en conjunto los pro-gresos ingleses, porque no creen, como PurunDass mostró creer, que lo que es bueno para uninglés debe ser doblemente bueno para un asiá-tico. Llegó el primer ministro a ser muy amigode virreyes, gobernadores y secretarios; de mé-dicos con misiones especiales; de los misioneroscomunes; de oficiales ingleses, jinetes excelen-tes que cazaban en los terrenos del Estado; yasimismo de todo un ejército de viajeros querecorría la India en invierno dando a la gentelecciones de cómo hay que hacer las cosas. Aratos perdidos fundaba bolsas para el estudiode la medicina y de la industria, siguiendo es-trictamente los modelos ingleses, y escribíacartas a El Explorador, el mayor de los periódi-cos indios, explicando las ideas y objetivos desu amo.

Hizo por último un viaje a Inglaterra, y hubode pagar enormes sumas a los sacerdotes cuan-

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do regresó, porque incluso un brahmán de tanelevada casta como Purun Dass quedaba de-gradado cuando cruzaba el negro mar. En Lon-dres vio y habló con cuanta gente valía la penaconocer -personas que son conocidas en todo elmundo-, y vio mucho más cosas de lo que élcontaba. Le concedieron títulos honorarios aca-démicos sabias universidades y habló e hizodiscursos acerca de la reforma social de la Indiaante damas inglesas vestidas de etiqueta, hastaque todo Londres proclamaba: "este es el hom-bre más fascinante del mundo con quien jamásse sentó alguien a manteles desde que éstosexisten."

Cuando regresó a la India se vio envuelto enun halo de gloria, pues el Virrey en personavisitó al Maharajah para concederle la GranCruz de la Estrella de la India (toda diamantes,cintas y esmalte); y en la misma ceremonia,mientras los cañones tronaban, Purun Dass fueproclamado comendador de la Orden del Im-

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perio Indio; y así, su nombre se convirtió en SirPurun Dass, K.C.I.E.

Aquella tarde, a la hora de la comida en lagran tienda del virrey se puso en pie ostentan-do la placa y el collar de la Orden, y, contes-tando a un brindis en honor de su amo, dijo undiscurso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando ya la ciudad habíavuelto a su reposo, hizo algo que ningún ingléshubiera jamas soñado hacer, pues murió paratodo lo concerniente a los negocios de estemundo. Las ricas insignias de la Orden volvie-ron al Gobierno de la India; se nombró a otroprimer ministro que se encargara de los nego-cios; entre los demás empleados empezó unjuego de idas y venidas, como si se tratara dejugar a correos. Los sacerdotes sabían lo ocu-rrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India esuno de aquellos lugares en que un hombrepuede hacer lo que guste y nadie le preguntarápor qué lo hace, y el hecho de que Dewan SirPurun Dass, K.C.I.E. hubiera renunciado a su

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posición, a su palacio y a su poderío, adoptan-do el cuenco y el vestido color ocre de unsunnyasi o santón, a nadie le parecía cosa ex-traordinaria. Había sido, como lo recomienda laantigua ley, joven durante veinte años, lucha-dor durante otros veinte años (aunque jamáshabía llevado consigo arma alguna), y duranteotros veinte más, cabeza de familia. Había usa-do de sus riquezas y su poder en lo que él sabíaque había sido útil; recibió honores cuando lesalieron al paso; había visto hombres y ciuda-des que se hallaban cerca y lejos, y hombres yciudades se pusieron en pie para honrarle.Ahora se desprendía de todo eso, como unhombre deja caer un manto que ya no necesita.

Detrás de él, mientras cruzaba las puertas dela ciudad, con una piel de antílope y una mule-ta de travesaño de cobre bajo el brazo, y en sumano un moreno cuenco pulimentado hecho decoco de mar, descalzo, solo, con los ojos clava-dos en el suelo... detrás de él retumbaban lassalvas de los bastiones en honor de quien había

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tenido la fortuna de ocupar su lugar. PurunDass saludó. Aquella vida había terminadopara él; no le tenía ni mejor ni peor voluntad dela que puede tenerle un hombre a un incolorosueño que soñó en la noche. Él era un sunnya-si... un mendigo errante sin hogar que recibíade la caridad pública el pan de cada día; ymientras haya en la India qué compartir, no semorirá de hambre ni un sacerdote ni un men-digo. Nunca había comido carne en su vida, yrarísima vez, pescado. Un billete de banco decinco libras esterlinas le hubiera bastado parapagar sus gastos personales, por comida, du-rante cualquiera de los muchos años en que fuedueño absoluto de millones en metálico. Inclu-sive cuando en Londres se convirtió en el hom-bre de moda, nunca olvidó su sueño de paz yreposo.., el largo, blanco, polvoriento camino,lleno de huellas de desnudos pies; el incesantetránsito, y el acre olor de la leña quemada, cuyohumo sube en espirales bajo las higueras, a la

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luz de la luna, donde los caminantes se sientana cenar.

Cuando llegó el momento de realizar estesueño, el primer ministro tomó sus disposicio-nes, y al cabo de tres días más fácil hubiera sidoencontrar una burbuja de agua en las profun-didades del Atlántico, que a Purun Dass entrelos errantes millones de hombres en la India,que ora se reúnen, ora se separan.

Por la noche extendía su piel de antílopedonde se le hacía de noche, unas veces en unmonasterio de sunnyasis ubicado junto al ca-mino: otras, cabe una columna hecha de tapiade algún lugar sagrado en Kala Pir, donde losyoguis, que son otro nebuloso grupo de santo-nes, lo recibían como lo hacen los que sabenqué valor tiene eso de las castas y grupos; otrasveces, en las afueras de un pueblecito indio, adonde acudían los niños con la comida prepa-rada por sus padres; no pocas veces, por últi-mo, en lo más alto de desnudas tierras de pasto,donde la llama del fuego encendido con cuatro

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palitroques despertaba a los adormecidos ca-mellos. Todo era lo mismo para Purun Dass... oPurun Bhagat, como ahora se llamaba a sí mis-mo, Tierra, gente, comida.., todo era lo mismo.Pero inconscientemente fuéronlo llevando suspies hacia el Norte y hacia el Este; desde el Surhacia Rohtak; de Rohtak a Kurnool; de Kurnoolal arruinado Samanah, y de allí, subiendo porel seco cauce del Gugger, que sólo se llenacuando la lluvia cae en las montañas vecinas,hasta que un día vio la lejana línea de los gran-des Himalayas.

Entonces sonrió Purun Bhagat, porque seacordó que su madre era de origen brahmánico,de la raza de los rajhputras, allá por el caminode Kulu (una montañesa, pues, que siempreechaba de menos las nieves), y basta que unhombre lleve la más pequeña gota de sangremontañosa en sus venas, para que, al final,vuelva al lugar de donde salió.

-Allá abajo -díjose Purun Bhagat, subiendode frente por las primeras lomas de los montes

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Sewaliks, donde los cactos se yerguen comocandelabros de siete brazos-, allá me sentaré ameditar. Y el fresco viento del Himalaya silbóen sus oídos al caminar por la ruta que lleva aSimla.

La última vez que había pasado por allí,había sido con gran cortejo, con una ruidosaescolta de caballería, para visitar al más cortés yamable de todos los virreyes; y ambos hablarondurante una hora de los amigos mutuos deLondres, y de lo que realmente piensa la gentede la India de muchas cosas. En esta ocasiónPurun Bhagat no hizo ninguna visita, sino quese recostó sobre una verja del paseo, contem-plando la hermosa vista de las llanuras que seextendían diez leguas delante de él; hasta queun policía mahometano del país le dijo queinterrumpía la circulación, y Purun Bhagat sa-ludó respetuosamente al representante de la leyporque sabía el valor de aquélla, e iba en buscade una que fuera la suya propia. Siguió adelan-te y aquella noche durmió en una choza aban-

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donada, en Chota Simia, que parece ser el findel mundo, pero que sólo era el principio de suviaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, víade tres metros de ancho abierta en la roca vivaa poder de barrenos, o apuntalada con maderossobre el abismo de trescientos metros de pro-fundidad, que se hunde en tibios, húmedos,cerrados valles, y trepa por colinas desnudas deárboles y con algo de hierba, en donde reverbe-ra el sol como en un espejo ustorio; o que cara-colea al través de espesos, oscuros bosques,donde los helechos arborescentes cubren dealto abajo los troncos de los árboles y donde elfaisán llama a su compañera. Se encontró conpastores del Thibet, con sus perros y rebaños decarneros, y cada carnero llevaba una bolsita conbórax sobre su espalda; con leñadores errantes;con lamas del Thibet que llegaban en peregri-nación a la India, cubiertos con mantos y abri-gos; con enviados de pequeños y solitarios es-tados, perdidos entre montañas, que corrían la

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posta rápidamente en caballitos cebrados opíos; o bien, se encontró con la cabalgata de unrajah que iba a hacer una visita; o también leocurría no ver a nadie en un claro y largo día,excepto un oso negro, que gruñía y desenterra-ba raíces allá abajo, en el valle. Durante lasprimeras jornadas, todavía resonaban en susoídos los rumores mundanales, como el es-truendo de un tren que pasa por un túnel sequeda aún resonando mucho tiempo despuésque el tren ha salido de él. Pero, una vez quedejó atrás el paso de Mutteeanee, todo terminó,y Purun Bhagat se quedó a solas consigo mis-mo, caminando, vagabundeando y pensando,clavados los ojos en el suelo y con sus pensa-mientos en las nubes.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero quehabía encontrado hasta entonces -la ascensiónhabíale tomado dos días-, y se encontró frente auna línea de nevados picos que ceñían todo elhorizonte: montañas de cinco a seis mil metrosde altura que parecían lo suficientemente cerca

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para alcanzarlas de una pedrada, pero que enrealidad se encontraban a catorce o quince le-guas de distancia. El desfiladero estaba corona-do de un denso y oscuro bosque de deodoras,castaños, cerezos silvestres, olivos y peralestambién silvestres; pero principalmente deodo-ras, que son los cedros del Himalaya; a la som-bra de estos árboles se levantaba un temploabandonado dedicado a Kali. . . que es Durga,que es Sitala, y que recibe adoración por suvirtud contra la viruela.

Purun Dass barrió el suelo de piedra, sonrióa la estatua que parecía hacerle una mueca, conbarro arregló un hogar donde pudiese encenderfuego detrás del templo; extendió su piel deantílope sobre un lecho de pinocha verde, apre-tó bien su bairagi (su muleta con travesaño decobre) bajo la axila y se sentó a descansar.

Casi por debajo de él estaba el declive delmonte desnudo, pelado en una altura de cua-trocientos metros, en donde una aldehuela decasas hechas de piedra con techos de tierra

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amasada, parecía colgar de la escarpada pen-diente. En derredor, se extendían estrechos te-rrenos en forma de terraplenes, como delanta-les formados de retazos y puestos sobre la faldade la montaña, y vacas que parecían tener eltamaño de escarabajos pacían en los espaciosque quedaban entre los círculos, empedradosde pulidas piedras, que servían de eras.

Al mirar al través del valle, el ojo se engaña-ba sobre el tamaño de las cosas, y al principiono podía convencerse de que lo que parecía ungrupo de arbustos, al lado de la montaña, eraen realidad un bosque de pinos de treinta me-tros de alto. Purun Bhagat vio a un águila hun-diéndose en la enorme hondonada; pero la in-mensa ave pareció ir decreciendo en tamañohasta no ser más que un punto antes de quellegara a la mitad del camino.

Grupos de nubes enfilaban por el valle, en-redándose en la cima de la montaña, o eleván-dose para desvanecerse cuando llegaban a la

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altura de los picos en los desfiladeros. "Aquíhallaré la paz", se dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, no cuentanunas cuantas docenas de metros más abajo omás arriba, y tan pronto como los aldeanosvieron humo en el templo abandonado, el sa-cerdote del pueblecillo subió por la ladera deterraplenes para saludar al forastero.

Al fijar su mirada en los ojos de Purun Bha-gat -ojos de hombre acostumbrado a mandar amiles de hombres-, se inclinó hasta el suelo,cogió el cuenco sin decir palabra y regresó a laaldea diciendo:

-Por fin tenemos a un santón. Nunca vihombre como éste. Es un hijo de los llanos, pe-ro de color pálido... Es la quinta esencia de unbrahmán.

Entonces todas las mujeres de la aldea dije-ron:

-¿Crees que permanecerá entre nosotros?Y cada una hizo cuanto pudo para cocinar

los más sabrosos manjares para el Bhagat. La

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comida montañesa es muy simple, pero conalforfón, maíz, pimentón; pescado del río quecorre por el valle; miel de las colmenas cons-truidas en forma de chimeneas sobre las pare-des de piedra; albaricoques secos; azafrán deIndias; jengibre silvestre y tortas de harina detrigo, una mujer que quiera lucirse puede hacermuy buenas cosas, y estaba bien lleno el cuencocuando el sacerdote se lo llevó al Bhagat.

¿Pensaba quedarse allí? -preguntó-. ¿Necesi-taría un chela (un discípulo) que mendigarapara él? ¿Tenía una manta para abrigarse delfrío? ¿Le gustaba aquella comida?

Comió Purun Bhagat y le dio las gracias aldonante. Pensaba quedarse. Esto es suficiente,dijo el sacerdote. Que dejara el cuenco fuera deltemplo abandonado, en el hueco de dos raícestorcidas, y diariamente recibiría su alimento,porque el pueblo se sentía muy honrado conque un hombre como él -y miró tímidamente aBhagat en el rostro- se quedara entre ellos.

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Aquel día terminó el vagabundeo para Pu-run Bhagat. Había llegado al sitio que le estabadestinado... a un lugar todo silencio y espacio.Después de esto, se detuvo el tiempo, y él, sen-tado a la entrada del templo, no podía decir siestaba vivo o muerto, si era un hombre concontrol sobre los miembros de su cuerpo, o siformaba parte de los montes, de las nubes, de lamudable lluvia y de la luz del sol. Se repetía así mismo suavemente un nombre centenares ycentenares dc veces, hasta que, a cada repeti-ción, parecía separarse más y más de su cuerpo,y deslizarse hasta los umbrales de alguna tre-menda revelación; pero, en el preciso momentode abrirse la puerta, lo arrastraba hacia atrás supropio cuerpo, y dolorosamente se sentía denuevo atado a la carne y a los huesos de PurunBhagat.

Cada mañana, en silencio, el cuenco llenoera colocado sobre la especie de muleta queformaban las retorcidas raíces fuera del templo.Algunas veces lo traía el sacerdote; otras, un

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mercader ladakhi que paraba en el pueblo, yque, ganoso de hacer méritos, subía trabajosa-mente por el sendero; pero, con más frecuencia,lo traía la mujer que había cocinado la comidala noche antes, y murmuraba tan bajo que ape-nas se le oía:

-Interceded por mí ante los dioses, Baghat.Rogad por Fulana, la esposa de Mengano.

En ocasiones se le permitía igual honor a al-gún muchacho atrevido, y Purun Bhagat lo oíacolocar el cuenco y echar a correr tan aprisacomo sus piernas se lo permitían; pero el Bha-gat nunca descendió hasta el pueblo, al cualveía extendido como un mapa a sus pies. Podíaver también las reuniones que se celebraban alcaer la tarde, en el círculo donde estaban laseras, pues era éste el único terreno llano quehabía; podía ver el hermoso y poco nombradoverdor del arroz cuando es joven; los colores deazul de añil del maíz; los trozos de terrenodonde se cultivaba el alforfón, semejantes adiques; y, en su estación propia, la roja flor del

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amaranto, cuyas pequeñas semillas, puesto queno son ni grano ni legumbre, puede comerlastodo indio en época de ayuno, sin faltar por elloen lo más mínimo.

Cuando el año llegaba a su fin, los techos delas chozas parecían cuadraditos de purísimooro, porque sobre los techos ponían los aldea-nos las mazorcas de maíz para que se secaran.La cría de abejas y la recolección de los granos,la siembra del arroz y su descascarillado, pasa-ron ante su vista; todo como bordado allá abajoen los trozos de campo de mil distintas orienta-ciones. Y él meditó sobre todo lo que abarcó suvista, preguntándose a qué conducía todoaquello, en último y definitivo resultado.

Hasta en los lugares poblados de la India, unhombre no puede sentarse y permanecer com-pletamente quieto durante un día, sin que losanimales salvajes corran por encima de sucuerpo como si fuera una roca; y en aquellasoledad, muy pronto los animales salvajes, queconocían muy bien el templo de Kali, fueron

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llegando para mirar al intruso. Los langures,los grandes monos de grises patillas del Hima-laya, fueron, naturalmente, los primeros por-que siempre están devorados por la curiosidad;una vez que tiraron el cuenco, haciéndolo rodarpor el suelo, y probaron la fuerza de sus dientesen el travesaño de cobre de la muleta, y le hicie-ron muecas a la piel de antílope, decidieron queaquel ser humano, que allí estaba sentado tanquieto, era inofensivo. Al caer la tarde saltabandesde los pinos, pedían con las manos algo pa-ra comer, y luego se alejaban balanceándose engraciosas curvas. También les gustaba el calordel fuego, y se apiñaban en derredor de él hastaque Purun Bhagat tenía que empujarlos a unlado para echar leña; más de una vez se habíaencontrado por la mañana con que un monocompartía su manta. Durante todo el día, uno uotro de la tribu se sentaba a su lado, mirandofijamente hacia la nieve, dando gritos y po-niendo una cara indeciblemente sabia y triste.

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Después de los monos llegó el barasingh,ciervo de especie parecida a los nuestros, peromás fuerte. Llegábase allí para restregar el ter-ciopelo de sus cuernos contra las frías piedrasde la estatua de Kali, y pateó al ver en el temploa un hombre. Pero Purun Bhagat no hizo elmenor movimiento, y poco a poco el magníficociervo avanzó oblicuamente y le tocó el hombrocon el hocico. Deslizó Purun Bhagat una de susfrías manos por las tibias astas, y el contactopareció refrescar al animal, que agachó la cabe-za, y Purun Bhagat siguió restregando muysuavemente y quitando la aterciopelada capa.Después, el baras¡ng trajo a su hembra y a sucervato, mansos animales que se ponían a mas-car sobre la manta del santón; otras veces veníasolo, de noche, reluciéndole los ojos con reflejosverdosos por la vacilante luz de la hoguera pa-ra recibir su parte de nueces tiernas. Por último,acudió también el ciervo almizclero, el mástímido y casi el menor de los ciervos, erguidassus grandes orejas parecidas a las del conejo; y

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hasta el abigarrado y silencioso mushicknabhasintió deseos de averigar qué era aquella luzque brillaba en el templo, y puso su hocico,parecido al de una anta, sobre las rodillas dePurun Bhagat, yendo y viniendo con las som-bras que el fuego producía. Purun Bhagat losllamaba a todos "mis hermanos", y su bajo gritode ¡Bahi! ¡Bahi! los sacaba del bosque por lastardes, si se hallaban a buena distancia paraoírlo. El oso negro del Himalaya, sombrío ysuspicaz (Sona, que tiene bajo la barba unamarca en forma de V), pasó por allí más de unavez; y como el Bhagat no mostró miedo, Sonano se mostró malhumorado, sino que observóun poco, se acercó luego y pidió su parte decaricias, un pedazo de pan o bayas silvestres.Con frecuencia, en la quieta hora del amanecer,cuando Bhagat subía hasta lo más alto del des-filadero para ver al rojo día rodar por los neva-dos picachos, encontraba a Sona arrastrándosey gruñendo a sus pies, metiendo una manocuriosa bajo los caídos troncos y sacándola con

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un ¡uuuf! de impaciencia; o bien sus pasos des-pertaban al oso que dormía enroscado, y elenorme animal se levantaba erguido, creyendoque se trataba de una lucha, hasta que escucha-ba la voz de Purun Bhagat y reconocía a su me-jor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que vi-ven separados de las grandes ciudades tienenla reputación de ser capaces de obrar milagroscon los animales; pero el milagro consiste enmantenerse muy quieto, en no hacer nunca unmovimiento precipitado, y, por largo ratocuando menos, no mirar directamente al reciénllegado. Los ancianos vieron la silueta del bara-sing caminando como una sombra al través deloscuro bosque detrás del templo; al minaul, elfaisán del Himalaya, luciendo sus mejores colo-res ante la estatua de Kali, y a los langures sen-tados en el interior y jugando con cáscaras denuez. También algunos muchachos habían oídoa Sona canturreando para sí mismo, como sue-len hacer los osos, detrás de las rocas caídas, y

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la reputación de Bhagat como milagrero seafirmó cada vez mas.

Sin embargo, nada más lejos de su menteque los milagros. Creía él que todas las cosasson un enorme milagro, y cuando un hombrellega a saber esto, sabe ya algo que le sirve debase. Sabía con toda certeza que no había nadagrande o pequeño en el mundo; día y nocheluchaba para llegar a penetrar en el corazónmismo de las cosas, volviendo al sitio de dondesu alma había salido.

Pensando en todo esto, el descuidado cabe-llo empezó a caerle sobre los hombros; en lalosa que había al lado de la piel de antílope sehizo un agujerito por el continuo roce del ex-tremo de la muleta que sobre ella se apoyaba; ellugar, entre los troncos de los árboles, en dondeponía su cuenco día tras día, se hundió y segastó hasta hacerse un hueco tan pulimentadocomo la misma cáscara de color de tierra queallí se ponía; cada animal conocía con todaexactitud el lugar que le correspondía junto al

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fuego. Los campos cambiaban sus colores deacuerdo con las estaciones; las eras se llenabany se vaciaban, y luego se llenaban una y otravez; y así mismo muchas veces, cuando llegó elinvierno, los langures saltaban por entre lasramas cubiertas de ligera capa de nieve, hastaque, al llegar la primavera, las monas traíandesde valles más cálidos a sus pequenuelos demirada lánguida. Pocos cambios hubo en elpueblo. El sacerdote había envejecido, y mu-chos de los niños que en otros tiempos solíanvenir con el cuenco, mandaban ahora a suspropios hijos; y cuando alguien preguntaba alos aldeanos durante cuánto tiempo el santónhabía vivido en el templo de Kali, allá en elextremo del desfiladero, respondían: "Siempre."

Llegaron entonces tales lluvias de verano,como jamás se habían visto en aquellas monta-ñas en muchas estaciones. Durante tres mesescumplidos el valle estuvo envuelto en nubes yen niebla húmeda... y el agua caía siempre, sinparar y se sucedían las tormentas la una tras la

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otra. El templo de Kali quedaba generalmentepor encima de las nubes, y hubo un mes duran-te todo el cual el Bhagat no pudo echarle unaojeada a la aldea. Estaba ésta envuelta por unacubierta blanca de nubes que se balanceaba,que cambiaba de lugar, que rodaba sobre símisma o que se arqueaba hacia arriba, pero quenunca se desprendía de sus estribos, los cho-rreantes flancos del valle.

Durante todo ese tiempo no escuchó sino elsonido de millones de gotas de agua sobre lascopas de los árboles, y por debajo de ellas, si-guiendo el suelo, atravesando la pinocha, ca-yendo a gotas de las lenguas de enlodadoshelechos y lanzándose, en fangosos canales queacababan de abrirse, por todos los declives.Luego salió el sol que hizo elevarse de los deo-doras y de los rododendros su agradable aro-ma, y así mismo aquel lejano y purísimo olorque los montañeses llaman "el olor de las nie-ves". Duró el sol una semana y luego las lluviasse reunieron en un postrer diluvio; el agua em-

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pezó a caer formando sábanas que le quitaronsu corteza a la tierra y que hicieron que de nue-vo se convirtiera en barro. Purun Bhagat en-cendió aquella noche un gran fuego, porqueestaba seguro de que sus hermanos necesitaríancalor; pero ni un sola animal acudió al templo,aunque los llamó una y otra vez hasta que sequedó dormido, preocupado por lo que podríahaber ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y la lluvia tamborileabacomo si fuesen mil tambores, cuando se desper-tó por los tirones que le daban a su manta, y,alargando la mano, tocó la mano pequeñísimade un langur.

-Mejor se está aquí que entre los árboles -dijoél soñoliento, levantando un poco la manta-.Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ella fuer-temente.

-¿Quieres entonces alimento? -dijo PurunBhagat-. Espera un poco y te lo prepararé.

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Mientras se arrodillaba para echarle leña alfuego, el langur corrió hasta la puerta del tem-plo, lloriqueó allí, regresó corriendo y le tiró dela rodilla.

-¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre, hermano? -dijo Purun Bhagat, porque los ojos del langurdecían muchas cosas que el animal no podíamanifestar-. A menos que alguno de tu castahaya caído en una trampa... pero nadie ponetrampas aquí... no saldré con este tiempo. ¡Mi-ra, hermano, hasta el barasing viene a refugiar-se aquí!

Al entrar a grandes pasos en el templo, lasastas del ciervo golpearon contra la grotescaestatua de Kali. Las bajó hacia Purun Bhagat ygolpeó el suelo, inquieto, y resopló con fuerzapor las contraídas narices.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! -dijo el Bhagat haciendo sonarsus dedos-. ¿Éste es tu pago por hospedarteuna noche?

Pero el ciervo lo empujaba hacia la puerta, yal hacer esto, Purun Bhagat oyó el sonido de

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algo que se abría y vio que en el suelo se sepa-raban dos losas la una de la otra, en tanto quela pegajosa tierra formaba como unos labiosque se apartaban con un chasquido.

-Ahora comprendo -dijo Purun Bhagat-. Noes extraño que mis hermanos no se sentaran entorno al fuego esta noche. La montaña se hun-de. Y sin embargo... ¿por qué marcharme?

Cayeron sus ojos en el vacío cuenco y cam-bió la expresión de su rostro.

-Me dieron comida diariamente desde...desde que me encuentro aquí, y, si no me doyprisa, mañana no habrá ni un alma en el valle.Indudablemente tengo que ir y advertirles atodos de lo que pasa. ¡Atrás, hermano! Déjamellegar hasta el fuego.

Retrocedió el barasing de mala gana y PurunBhagat cogió una antorcha, la hundió en lasllamas y la revolvió hasta que estuvo bien en-cendida.

-¡Ah! ¡Vinisteis a avisarme! -dijo, levantán-dose-. Ahora deberemos hacer algo mucho me-

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jor, mucho mejor. Vamos fuera ahora, y prés-tame tu cuello, hermano, porque no tengo sinodos pies.

Se agarró con la mano derecha de la cerdosacrucera del barasing, sosteniendo con la iz-quierda la antorcha y salió del templo, hun-diéndose en la horrible noche. No se sentía elmenor soplo del viento, pero la lluvia casi apa-gaba la tea al deslizarse el gran ciervo por lapendiente, resbalándose sobre las ancas. Encuanto salieron del bosque, más hermanos delBhagat se unieran a él. Oyó, aunque no podíaverlo, que los langures se apiñaban en torno deél, y tras él resonaba el ¡uh! ¡uh! de Sona. Lalluvia tejió su largo pelo de tal modo que pare-cían cuerdas; el agua lo salpicaba al poner enella los pies desnudos y su amarillo ropaje sepegaba a su frágil cuerpo envejecido; pero élseguía adelante con paso firme, apoyándose enel barasing. Ya no era un santón,. sino Sir Pu-run Dass, K.C.I.E., primer ministro de un Esta-do que no era ya pequeño, un hombre acos-

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tumbrada a mandar y que iba ahora a salvarvidas. Por el sendero rápido y fangoso descen-dieran juntos el Bhagat y sus hermanos hastaque las patas del ciervo dieron contra el murode una era, y el animal dio un bufido, porquehabía olido la presencia de hombres. Estabanahora en el extremo de la única y tortuosa callede la aldea, y el Bhagat golpeó con su muletalas cerradas ventanas de la casa del herrero, entanto que la tea que le servía de antorcha lla-meaba al abrigo del alero de la casa.

-¡Levántense y salgan a la calle! -gritó PurunBhagat, y él mismo no reconocio su propia voz,porque hacía muchos años que no hablaba envoz alta a ningún hombre-. ¡La montaña sehunde! ¡La montaña se hunde! ¡Levántense ysalgan fuera todos los que estén en las casas!

-Es nuestro Bhagat -dijo la mujer del herre-ro-. Viene rodeado de sus animales. ¡Recoge alos pequeños y da la voz de alarma!

Corrió de casa en casa en tanto que los ani-males apiñados en la estrecha vía se atropella-

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ban en torno del Bhagat y Sona resoplaba conimpaciencia.

Toda la gente salió a la calle -no eran más desetenta personas por todas- y a la luz de lasantorchas vieron a su Bhagat que agarraba alaterrorizado barasing, impidiéndole huir, mien-tras los monos se asían con aspecto lastimero ala ropa de aquél, y Sona se sentaba y daba bra-midos.

-¡Atraviesen el valle y suban al monte opues-to! -gritó Purun Bhagat-. ¡Que nadie se quedeatrás! ¡Nosotros os seguiremos!

Corrió entonces toda la gente como sólo losmontañeses saben correr, porque sabían quecuando ocurre un hundimiento de tierras hayque subirse al sitio más alto, al otro lado delvalle. Huyeron, lanzándose al estrecho río quehabía al extremo, y casi sin aliento subieron porlos terraplenados campos del otro lado, mien-tras que el Bhagat y sus hermanos los seguían.Subían y subían por la montaña opuesta, lla-mándose los unos a los otros por su nombre

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(éste es el modo de tocar llamada en la aldea),y, pisándoles los talones, subía el gran barasing,sobre el cual pesaba el cuerpo casi desfallecien-te de Purun Bhagat. Detúvose al cabo el ciervoa la sombra de un tupido pinar, a ciento cin-cuenta metros de altura en la vertiente. Su ins-tinto, que le había advertido del próximo hun-dimiento, le dijo también que allí se hallabaseguro.

A su lado cayó casi desmayado Purun Bha-gat, porque el frío de la lluvia y aquella deses-perada ascensión lo estaban matando; peroantes les había dicho a los desparramados por-tadores de antorchas que iban a la cabeza:

-Deténganse y cuenten a toda la gente.Y luego murmuró dirigiéndose al ciervo, al

ver que las luces se agrupaban:-Quédate conmigo, hasta que me muera.Se oyó en el aire un ruido leve como un sus-

piro, y que luego se convirtió en murmullo;luego este murmullo se convirtió en una espe-cie de rugido; el rugido pasó los límites de la

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que puede resistir el oído humano, y la vertien-te en que se hallaban los aldeanos recibió unchoque en la oscuridad y retembló hasta suscimientos. Y luego una nota firme, profunda yclara como un do grave arrancado a un órgano,sofocó todas los demás ruidos por un espaciode alrededor de cinco minutos, y mientras du-ró, temblaban hasta las mismas raíces de laspinos. Pasó, y el ruido de la lluvia que caía so-bre muchísimas metros de tierra dura y dehierba, se tornó en ahogado tamborileo de aguaque cae sobre tierra blanda. Esto lo explicabatodo.

Ni durante un momento ninguno de los al-deanos -ni siquiera el sacerdote- tuvieron sufi-ciente valar para hablar al Bhagat que habíasalvada las vidas de todos. Se acurrucaron bajolos pinos, y allí esperaron hasta que vino el día.Y cuando éste llegó, miraron al través del valley vieron que, lo que había sido bosque, y cam-pos de cultivo, y tierras de pasto cruzadas desenderos, era ahora un informe y sucio montón,

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pelado, rojo, en forma de abanico, en donde seveían unos cuantos árboles tirados, con la copahacia abajo, sobre el declive. Subía esta masaroja hasta muy arriba de la montaña donde sehabían refugiado, deteniendo la corriente delpequeño río que había empezado ya a ensan-charse y a formar un lago de color de ladrillo.De la aldea, del camino que conducía al templo,y aun del templo mismo y del bosque situado asu espalda, nada había quedado. En un espaciode un cuarto de legua de ancho y a más de seis-cientos metros de profundidad, todo el flancode la montaña había literalmente desaparecido,alisado por completo de arriba abajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaron alBhagat al través del bosque para rezar ante él.Vieron al barasing de pie a su lado, el cual es-capó al acercarse ellos; oyeron a los languresquejándose entre las ramas, y a Sona lamentán-dose tristemente montaña arriba; pero su Bha-gat estaba muerto, sentado y con las piernascruzadas, apoyando la espalda en el tronco de

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un árbol y la muleta bajo la axila, y su rostroestaba vuelto hacia el Noreste.

El sacerdote dijo:-¡Mirad: ved un milagro tras otro, porque

precisamente en esa actitud deben ser enterra-dos todas los sunyasis! Por tanto, donde ahoraestá, le elevaremos un templo a nuestro santón.

Construyeron el templo antes de que aquelaño terminara (un templo pequeño, de tierra ypiedra) y llamaron a la montaña La Montañadel Bhagat y allí lo adoraron llevándole luces,flores y dádivas, lo que siguen haciendo hastael día de hoy. Pero ignoran que el santo de sudevoción es el difunto Sir Purun Dass, K.C.I.E.,D.C.L., Ph.D., etc., que durante un tiempo fueel primer ministro del progresista e ilustradoEstado de Mohiniwala, y miembro honorario ocorrespondiente de muchas más sabias y cientí-ficas sociedades de lo que puede ser de algúnprovecho en este mundo o en el otro.

CANCIÓN AL ESTILO DE KABIR

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Como leve peso era el mundo en sus manosy carga insoportable eran para él sus riquezas;prefirió siempre la mortaja al gúddeey ahora vaga por la tierra como bairagi.

El polvo del camino ve que sus pies se posanen el camino que lleva a Delhi;en él, cuando el sol quema,sólo el sal y el ikar le aguardan.

Llama su casa al lugar donde reposa,ya duerma entre la gente o en el desierto;el sigue adelante su camino, el caminode perfección en que el bairagi sueña.

Clavó su mirada en el hombre,su mirada limpia y clara:un Dios hubo, un Dios hay;tan sólo uno, el gran Kabir dijo.

Cual leve nube es el problema de la accióny él vaga, como bairagi, por la tierra.Quiere amar a sus hermanos:el césped, las fieras, Dios mismo;el poder olvida y toma su mortaja;¿Oís? -dice Kabir-. Baíragi queda.

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Toomai de los elefantesQuiero pensar en lo que fui

y olvidar cadenas y lazos;recordar tiempos idosy del bosque cuanto vi.Venderme no quiero al hombrepor un montón de cañas,sino huir hacia los míosy entre los míos perderme.Quiero vagar en el albasentir el viento que correy recibir el beso de las aguas.Olvidar quiero mis cadenaspesadas y mi dolor todo;revivir mis viejos amores,y ver a mis camaradas.

Kala Nag, que quiere decir "serpiente negra",sirvió al gobierno de la India de todos los mo-dos posibles en que puede hacerlo un elefante,durante cuarenta y siete años, y como teníaveinte bien cumplidos cuando lo cazaron, el

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total da cerca de setenta ....... la edad madura deun elefante.

Se acordaba de haber tirado, con un cojín decuero en la frente, de un cañón atascado en elbarro, y esto sucedió antes de la guerra del Af-ganistán, en 1842, cuando aún no había adqui-rido todo su desarrollo. Su madre, Radha Pyari(Radha, la niña mimada), que fue cogida en lamisma cacería junto con Kala Nag, le dijo, antesde que mudara sus colmillos de leche, que loselefantes que tienen miedo, siempre terminanpor hacerse daño; Kala Nag sabía que este con-sejo era correcto, porque la primera vez que vioestallar una bomba, retrocedió dando gritoshasta un lugar donde había rifles que formabanun pabellón, y las bayonetas se le clavaron enlas partes más blandas del cuerpo. Por tanto,antes de cumplir los veinticinco años, ya notenía miedo, y por ello era el elefante más que-rido y mejor cuidado de todos los que servíanel Gobierno de la India. Había llevado a cuestastiendas, mil doscientas libras de peso de tien-

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das, en la marcha al través de la India septen-trional; había sido izado a un barco, al extremode una grúa de vapor, llevándolo a continua-ción durante muchos días por mar, y obligán-dolo a transportar un mortero sobre su espaldaen un país extraño y lleno de rocas, muy lejosde la India; vio al emperador Teodoro tendidomuerto en Magdala, y había vuelto en el barco,con méritos suficientes, decían los soldados,para ganarse la medalla de la guerra de Abisi-nia. Vio a otros elefantes, compañeros suyosmorir de frío, de epilepsia, de hambre o de in-solación en un lugar llamado Ali Musjid, diezaños después; luego, lo habían enviado a cen-tenares de leguas hacia el sur para acarrear yapilar enormes vigas de madera de teca en losalmacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muer-to a un elefante joven que se insubordinó resis-tiéndose al trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocupaciónde acarrear madera, y lo emplearon, junto conunos cuantos elefantes más ya entrenados en el

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oficio, a ayudar en la caza de elefantes salvajes,en las colinas de Garo. El Gobierno de la Indiacuida mucho de todo lo que concierne a loselefantes. Hay un departamento completo queno hace más que cazarlos, cogerlos y domarlos,y mandarlos de un lado a otro del país, segúnse necesiten para el trabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tresbuenos metros, sus colmillos habían sido corta-dos hasta dejarlos como de metro y medio delargo, y, para que no se rajaran, iban cubiertosen el extremo con tiras de cobre; pero podíahacer más con aquellos trozos que cualquierelefante no adiestrado con sus colmillos ente-ros.

Cuando, después de semanas y semanas devigilante labor acorralando a los elefantes porlas montañas, los cuarenta o cincuenta mons-truos salvajes eran dirigidos hacia la últimaempalizada, y la enorme puerta de troncos deárbol unidos, después de levantada, caía conestrépito detrás de ellos, Kala Nag, a una voz

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de mando, entraba en aquel movedizo y bra-mador pandemónium (generalmente de nochecuando la vacilante luz de las antorchas dificul-taba juzgar bien las distancias), y, cogiendo porsu cuenta al mayor y más salvaje de los elefan-tes, y de más largos colmillos, lo golpeaba yacosaba hasta reducirlo al silencio y a la quie-tud, mientras los hombres, montados en otroselefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los máspequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas, KalaNag, la vieja y avisada serpiente negra, porqueen sus viejos tiempos más de una vez habíaresistido la embestida del tigre herido, y, enros-cando la suave trornpa para resguardarla depeligro, había lanzado al aire a la fiera en elmomento en que ésta saltaba, haciendo todoesto con un rápido movimiento de cabeza, pa-recido al que hace una hoz, e inventado por élmismo; la había revolcado por el suelo y luegose le arrodillaba encima y allí mantenía susenormes rodillas hasta que la vida abandonaba

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el cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejan-do sólo sobre la tierra una masa fofa y rayadaque luego arrastraba Kala Nag asiéndola de lacola.

-Sí -dijo Toomai el mayor, su cornaca, hijo deToomai el Negro que lo había llevado a Abisi-nia, y nieto de Toomai el de los elefantes que lohabía visto coger-; nada hay que asuste a Ser-piente Negra, excepto yo. Ha visto a tres gene-raciones de nuestra familia alimentarlo y cui-darlo y vivirá hasta ver la cuarta.

-También a mí me teme -dijo Toomai el chi-co, poniéndose en pie en toda su estatura depoco más de un metro, con sólo un trapo liadoal cuerpo. El hijo primogénito de Toomai elmayor tenía diez años de edad, y, de acuerdocon la costumbre, tomaría el lugar de su padreen el cuello de Kala Nag, cuando fuera mayor,y empuñaría el pesado ankus de hierro, la agui-jada para elefantes, cuya punta ya su padrehabía desgastado por el uso, como la habíandesgastado también su abuelo y su bisabuelo.

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Sabía el muchacho lo que decía; había nacido ala sombra de Kala Nag, había jugado con elextremo de su trompa antes de empezar a an-dar; cuando ya pudo andar, lo condujo al abre-vadero, y Kala Nag jamás hubiera pensado endesobedecer sus chillonas voces de mando,como no había pensado tampoco en matarleaquel día en que Toomai el mayor puso al re-cién nacido y moreno niño bajo los colmillos deKala Nag, y le dijo a éste que saludara a su fu-turo amo.

-Sí -dijo Toomai el chico-, me teme. -Dio lar-gos pasos hacia Kala Nag llamándole "cerdocebado" y le hizo levantar las patas una trasotra.

-¡Vaya! -dijo-. Eres un elefante enorme.Movió su desgreñada cabeza y repitió las

palabras de su padre:-Puede el Gobierno pagar por los elefantes;

pero pertenecen a nosotros, los mahouts.Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajahrico y te comprará al gobierno, por tu tamaño y

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por lo bien educado que estás, y entonces ya notendrás que hacer nada, como no sea llevaranillos de oro en las orejas, un pabellón de orosobre la espalda y una tela roja a los lados,también cubierta de oro, y abrirás así la marchaen las procesiones del rey. Entonces me sentaréen tu cuello, Kala Nag, llevando un ankus deplata, y algunos hombres portando bastonesdorados correrán delante de nosotros y grita-rán: "¡Paso al elefante del rey!" Bueno será eso,Kala Nag, pero no tan bueno como nuestrascacerías por las selvas.

-¡Psch! -dijo Toomai el mayor-. Eres un chi-quillo y tan salvaje como un búfalo joven. Esecorrer por entre las montañas no es el mejorservicio que prestamos al gobierno. Yo mevuelvo viejo, y no me gustan los elefantes sal-vajes. Que me den establos de ladrillo, con uncompartimiento para cada elefante; gruesasestacas para amarrarlos fuertemente; y caminosllanos y anchos para hacerlos maniobrar, en vezde ese ir y venir, acampando hoy aquí y maña-

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na en otro lado. ¡Ah!, ¡Vaya que eran buenos loscuarteles de Cawnpore! Había cerca de ellos unbazar, y sólo trabajábamos tres horas cada día.

Toomai el chico se acordó de los locales paraelefantes de Cawnpore, y no dijo nada. Preferíacon mucho la vida del campamento, y odiabaaquellos caminos llanos, anchos; la diaria obli-gación de ir a forrajear en los lugares destina-dos para ellos; las largas horas en que no habíanada que hacer, excepto mirar a Kaha Nag mo-viéndose impaciente, atado a sus estacas,

Lo que le gustaba a Toornai el chico era su-bir por veredas difíciles que sólo un elefantepodía seguir; hundirse en el valle, allá abajo;entrever a lo lejos a los elefantes salvajes, pa-ciendo a pocas leguas de distancia; la huida deljabalí asustado o del pavo real, casi a los pies deKala Nag; las lluvias calientes y cegadoras,cuando humean montes y valles; las hermosasmañanas llenas de niebla en que nadie sabíaaún dónde se acamparía aquella noche; la cons-tante y cautelosa persecución de los elefantes

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salvajes, y la loca carrera y el ruido y las llama-radas de la última noche de caza, cuando loselefantes son empujados hacia la empalizadacorno peñas desprendidas en algún hundimien-to de terreno, y, viendo que no podían salir deallí, se arrojaban contra los pesados troncos, yno se apartaban de ellos sino a fuerza de gritos,de blandir llameantes antorchas y de dispararcartuchos de salva.

Hasta un chiquillo podía ser útil allí, y Too-mai lo era como tres. Empuñaba su antorcha yla agitaba y gritaba como el que más. Pero lomejor de todo era cuando empezaban a sacarsefuera los elefantes, y la keddah (esto es, la em-palizada), parecía un cuadro del fin del mundo,y los hombres tenían que entenderse por signosporque no podían escucharse ni a sí mismos.Entonces Toomai el chico trepaba hasta el ex-tremo de uno de los vacilantes troncos de laempalizada, con el pelo castaño sobre los hom-bros, aquel pelo requemado, desteñido por elsol hasta hacerlo blanquear, y el rapaz parecía

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un duende iluminado por las llamas de las teas;cuando se calmaba algo de tumulto, se oíanentonces las chillonas voces con que animaba aKala Nag, dominando bramidos, crujidos,chasquear de cuerdas y gruñir de los atadoselefantes.

-¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue, Ser-piente Negra!) ¡Dant do! (¡Dale con el colmillo!)¡Somalo! ¡Somalo! (¡Cuidado! ¡Cuidado!) ¡Maro!¡Maro! (iDuro! ¡Duro con él!) ¡Cuidado con elposte! ¡Arre! ¡Arre! ¡Hai! ¡Yai! ¡Kya-a-ah! -gritaba el muchacho, y la gran lucha entre KalaNag y el elefante salvaje era sostenida ya en unlado, ya en otro, dentro de la empalizada; loscazadores de elefantes se enjugaban el sudorque les escurría por el rostro, y no se olvidabande dirigir un saludo de aprobación a Toomai elchico, el cual bailaba de alegría en el extremode los troncos.

Pero hizo algo más que bailar. Una noche sedejó resbalar del tronco en que estaba y se mez-cló entre los elefantes, y arrojó el cabo de una

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cuerda, que estaba allí en el suelo, a uno de loscazadores que trataban de lanzarla a la pata deuno de los elefantes más jóvenes, en tanto queéste coceaba (los pequeños siempre dan mástrabajo que los ya crecidos). Kala Nag lo vio, locogió con la trompa y se lo pasó a Toomai elmayor; éste le dio unos pescozones y lo colocóde nuevo sobre el tronco.

A la mañana siguiente lo regañó diciéndole:-¿Acaso no es suficiente para ti tener buenos

establos de ladrillo para los elefantes y acarreartiendas de un lado al otro, ya que ahora necesi-tas ponerte a coger elefantes por tu propiacuenta, como un perdido? Sabe esto: los caza-dores, esos locos, que ganan menos salario queyo, le hablaron ya del asunto a Petersen Sahib.

Toomai el chico sintió miedo. Conocía pocoacerca de los hombres blancos, pero PetersenSahib era el más grande hombre blanco delmundo para él. Era el jefe de las operaciones dela keddah: el hombre que cogía todos los ele-

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fantes para el Gobierno de la India, y el queconocía mejor que nadie sus costumbres.

-¿Qué... qué sucederá? -dijo Toomai el chico.-¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. Petersen

Sahib es un loco. Si no lo fuera, ¿crees tú queiría a caza de esos diablos? Inclusive puedepedirte que seas un cazador de elefantes, y quete haga dormir en cualquier parte de esas sel-vas llenas de fiebres, para que finalmente tepateen hasta matarte en la keddah. Bueno esque todas esas bromas terminen ahora, sin ac-cidentes. La semana próxima se acaba la cace-ría, y nosotros, la gente del llano, seremos en-viados de nuevo a nuestros puestos. Entoncespodremos andar por buenos caminos y olvi-darnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío,me duele que te mezcles en un asunto que per-tenece a esas sucias personas de la selva que sellaman asameses. Kala Nag sólo me obedece amí, y por tanto debo ir con él a la keddah; peroél no es más que un elefante de combate, y noayuda a atar a los demás. Por eso permanezco

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yo sentado con toda comodidad, como convie-ne a un mahout (no a un mero cazador); a unmahout, digo, a un hombre que podrá disfrutarde una pensión cuando termine el servicio.¿Acaso la familia de Toomai el de los elefantesmerece que la pisoteen en el polvo de una ked-dah? ¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Ve y lava a KalaNag, límpiale las orejas, y ve que no tenga es-pinas en las patas; de lo contrario, PetersenSahib te cogerá y hará de ti un cazador mediosalvaje... un ojeador de elefantes, de los quesiguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh!¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai el chico se alejó sin decir palabra,pero le contó a Kala Nag todas sus penas mien-tras le examinaba las patas.

-No importa -dijo el muchacho, levantándolela punta de la pesada oreja derecha-. Le dijeronmi nombre a Petersen Sahib, y quizás...... qui-zás.., quizás... ¿quién sabe? ¡Ah! ¡Mira qué es-pina tan grande te arranco!

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Los siguientes días se emplearon en reunir alos elefantes; en obligar a caminar a los salvajes,que acababan de ser capturados, entre otrosdos ya domesticados, para que luego no dierantanto trabajo al emprender la marcha descen-dente hacia los llanos; y por último en recogermantas, cuerdas y otras cosas que habían que-dado estropeadas o se habían perdido en elbosque.

Petersen Sahib llegó en una diestra elefantehembra llamada Pudmini. Ya había visitadootros de los campamentos ubicados entre losmontes, porque la estación terminaba, y debíaverificar los pagos; bajo un árbol, sentado a unamesa, estaba un empleado suyo, indígena, queles entregaba a los cazadores, uno a uno, susalario. Una vez que había cobrado, volvíasecada hombre al lado de su elefante y se unía ala fila que estaba próxima a partir. Los ojeado-res, cazadores y domadores, los hombres em-pleados siempre en la keddah, que pasan unaño de cada dos en la selva, iban sentados sobre

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los elefantes que formaban parte de las fuerzaspermanentes de Petersen Sahib, o bien se recos-taban contra los árboles teniendo el fusil al bra-zo, haciendo burla de los cornacas que se iban yriéndose cuando los elefantes recién cazadosrompían filas y echaban a correr.

Toornai el mayor se acercó al empleado delas cuentas llevando tras él a Toomai el chico, yMachua Appa, el jefe de los ojeadores, le dijo envoz baja a uno de sus amigos:

-¡Ahí va uno que mucho sirve para cazar ele-fantes! ¡Es una lástima que a ese gallito de laselva lo manden a mudar de pluma a los llanos!

Ahora bien, Petersen Sahib tenía excelenteoído, como un hombre avezado a escuchar almás silencioso de todos los seres: el elefantesalvaje. Dióse media vuelta sobre el lomo dePudmini, donde estaba echado, y preguntó:

-¿Qué dices? No sabía que entre los cornacasdel llano hubiera siquiera uno lo suficientemen-te listo como para atar a un elefante muerto.

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-No mencionamos a un hombre, sino a unniño. Se metió en la keddah durante la últimacacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuandoqueríamos separar de la madre a aquel jovenelefante que tiene una pústula en el hombro.

Machua Appa señaló a Toomai el chico, Pe-tersen Sahib lo miró, y el muchacho se inclinóhasta tocar el suelo.

-¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeño queuna estaca. Chiquillo, ¿cómo te llamas? -dijoPetersen Sahib.

Toomai el chico estaba demasiado asustadopara hablar, pero Kala Nag estaba detrás de él,por lo que Toomai le hizo una seña; el elefantelo cogió con la trompa y lo levantó a la alturade la cabeza de Pudmini, precisamente enfrentedel gran Petersen Sahib. Toomai el chico se cu-brió la cara con las manos, porque al fin erasólo un chiquillo, y, excepto para todo lo con-cerniente a elefantes, era tan tímido como cual-quier otro muchacho.

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-¡Oh! -dijo Petersen Sahib, sonriendo bajo elmostacho-. ¿Y por qué le has enseñado a tuelefante ese truco? ¿Para que te ayude a robar eltrigo verde que ponen a secar en el techo de lascasas?

-Trigo verde, no, protector de los pobres. .pero melones, sí -respondió el muchacho, ytodos los hombres prorrumpieron en ruidosacarcajada. La mayor parte de ellos había ense-ñado a sus elefantes a hacer lo mismo. Toomaiel chico estaba colgado en el aire a unos dosmetros y medio; pero hubiera querido estar enaquel momento a igual profundidad bajo tierra.

-Es Toomai, mi hijo, Sahib -dijo Toomai elmayor, frunciendo el entrecejo-. Es un chiquillomuy malo y acabará en presidio, Sahib.

-Lo que es eso, lo dudo -respondió PetersenSahib-. El muchacho que a esa edad se atreve ameterse en una keddah en pleno, no para enningún presidio. Mira, chiquillo, allí tienes cua-tro annas para que compres dulces, porque yaveo que bajo ese montón de greñas, hay una

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verdadera cabeza. Con el tiempo, tú tambiénpuedes llegar a cazador.

Toomai el mayor frunció las cejas más quenunca.

-Pero acuérdate de que las keddahs no sonpara que los niños jueguen allí -continuó Peter-sen Sahib.

-¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? -preguntó Toomai el chico, suspirando profun-damente.

-Sí -respondió Petersen Sahib sonriendo denuevo-. Cuando hayas visto el baile de los ele-fantes. Entonces será el momento oportuno.Ven a verme cuando hayas visto bailar a loselefantes, y te dejaré entrar en todas las ked-dahs.

Hubo entonces otra explosión de carcajadas,porque esto es un viejo chiste entre los cazado-res de elefantes, y ello equivale a decir nunca.Existen grandes y llanos claros escondidos enlos bosques a los cuales dan el nombre de salo-nes de baile de los elefantes; pero incluso el

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hallarlos es pura casualidad, y no hay hombreque haya visto nunca bailar allí a los elefantes.Cuando un cornaca alaba mucho su habilidad yvalor, le dicen los otros:

-¿Cuándo viste bailar a los elefantes?Kala Nag puso a Toomai el chico en el suelo

y éste de nuevo saludó profundamente y semarchó con su padre, y le regaló a su madre lamoneda de cuatro annas; ella estaba criando aun hermanito del muchacho; subieron todossobre el lomo de Kala Nag, y la fila de elefantes,gruñendo y profiriendo agudos gritos, bajóhacia la llanura por un atajo de la montaña. Lamarcha fue muy animada, porque los elefantesnuevos suscitaban grandes dificultades a cadavado, y necesitaban que los acariciaran o lespegaran continuamente.

Toomai el mayor aguijoneaba a Kala Nagcon aire de despecho, pues estaba de muy malhumor; pero Toomai el chico estaba demasiadofeliz para hablar. Petersen Sahib se había fijadoen él, y le había dado dinero, por tanto se sentía

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como un soldado raso a quien hubieran hechosalir de filas para recibir elogios del general enjefe.

-¿Qué quería decir Petersen Sahib con aque-llo del baile de los elefantes? -dijo por último envoz baja dirigiéndose a su madre.

Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:-Que no has de ser nunca uno de esos búfa-

los montañeses que se llaman ojeadores. Eso eslo que quiso decir. ¡Eh, los de adelante! ¿Qué eslo que nos cierra el paso?

Un cornaca asamés se volvió en redondo demal humor; iba a la distancia de dos o tres ele-fantes delante de él, y gritó:

-Trae a Kala Nag y haz que este elefante míoobedezca. No sé por qué Petersen Sahib meescogió a mí para acompañaros a vosotros, bu-rros de los arrozales. Pon tu animal de lado,Toomai y déjalo que empuje con los colmillos.¡Por los dioses de las montañas! ¡Esos elefantestienen los diablos en el cuerpo u olfatean a suscompañeros en la selva!

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Kala Nag le pegó en las costillas al elefantenuevo hasta sacarle el aire, mientras Toomai elmayor decía:

-Limpiamos de elefantes salvajes todas lasmontañas en la última cacería. Pero ustedesconducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo elorden en toda la fila!

-¡Escuchen lo que dice! -respondió el otrocornaca-. ¡Limpiamos las montañas!... Son us-tedes muy sabios, hombres del llano. Cualquie-ra que no sea una de esas cabezas huecas queno ha visto nunca la selva, sabe que ellos yasaben que ha terminado la temporada actual.Por tanto, todos los elefantes salvajes, esta no-che... Pero, ¿por qué desperdicio mi sabiduríacon una tortuga de río?

-¿Qué harán los elefantes esta noche? -gritóToomai el chico.

-¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; a ti telo diré, pues tienes bien asentada la cabeza.Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre,que limpió de elefantes todas las montañas,

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doblara el número de cadenas que se atan a lasestacas.

-¿De qué están allí charlando? -dijo Toomaiel grande-. Durante cuarenta años mi padre yyo hemos cuidado elefantes, y nunca heniosoído que sea verdad que bailen.

-Sí; pero un hombre del llano, que vive enuna barraca, sólo conoce las cuatro paredes desu barraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefantesesta noche, y verás lo que sucede. En cuanto albaile, yo he visto el lugar donde... ¡Bapree-Bap!¿Cuántos recodos más tiene este río Dihang?Aquí hay otro vado, y tendremos que hacernadar a los pequeños. ¡Párense, los que vienendetrás!

Y de esta manera, charlando, disputando ychapoteando en el río, se llevó a cabo la prime-ra marcha hasta una especie de campamentopara los elefantes nuevos; pero los conductoreshabían perdido la paciencia cien veces muchoantes de que llegasen allí.

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Luego se sujetó a los elefantes por las patastraseras con cadenas fijas a las estacas, y a losnuevos se les añadió además un refuerzo decuerdas; se les puso delante un montón de fo-rraje y los cornacas rnontañeses regresaron pa-ra unirse a Petersen Sahib, aprovechando lasúltimas luces de la tarde, no sin antes decirles alos cornacas del llano que tuvieran más cuida-do aquella noche, riéndose cuando éstos lespreguntaron el motivo.

Toomai el chico cuidó de la comida de KalaNag, y cuando empezó a oscurecer vagó por elcampamento, indeciblemente feliz y buscandoun tantán. Cuando el corazón de un muchachoindio está lleno de felicidad, no corretea sin tonni son ni hace ruido de un modo irregular. Sesienta solo y goza a solas de su felicidad. ¡Y aToomai el chico le había hablado nada menosque Petersen Sahib! Si no hubiera podido hallarlo que buscaba, hubiera estallado, como dicen.Pero el vendedor de dulces del campamento leprestó un pequeño tantán, especie de tamboril

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que se tocaba con la mano, y se sentó, cruzadaslas piernas, frente a Kala Nag, mientras en elcielo iban apareciendo las estrellas, y con eltantán en las rodillas estuvo toca que toca, ycuanto mas pensaba en el honor que se le habíahecho, más tocaba, solo, completamente solo,entre el forraje de los elefantes. No había nimelodía ni palabras en su música, pero lo hacíafeliz tocar el tamboril.

Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas ydaban gritos y bramidos de cuando en cuando,y a ratos podía él oír también a su madre, en labarraca del campamento, adormeciendo a suhermanito, cantándole una antigua, muy anti-gua canción sobre el gran dios Siva, que unavez les había indicado a todos los animales loque habían de comer. Es una canción de cunamuy tierna; sus primeros versos dicen:

Siva, que da al hombre las cosechasy hace que soplen los vientos,sentado en el umbral de un claro día,mucho, mucho tiempo hace,

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diole a cada uno su porciónde pan, trabajos y duelos,desde al Rey que en el guddee se apoyahasta al mísero pordiosero.Todo hizo Siva, Siva el Protector;sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espino al camello, forraje al buey,y a ti, niño mío, de tu madre el corazón.

Toomai el chico acompañÓ con alegre tam-borileo el final de cada estrofa, hasta que sintiósueño y se tendió sobre el forraje, junto a KalaNag.

Por último los elefantes empezaron a echar-se uno a uno, según su costumbre, hasta quesólo Kala Nag quedó en pie a la derecha de lafila; entonces se balanceó suavemente con lasorejas hacia adelante para escuchar los rumoresdel viento de la noche mientras soplaba blan-damente en las montañas. El aire estaba llenode todos aquellos ruidos nocturnos que, juntos,producen un gran silencio: el chocar de unbambú contra otro; el correr de algún ser vi-

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viente entre los matorrales; el arañar y los chi-llidos del pájaro medio despierto (los pájaros sedespiertan de noche mucho más frecuentemen-te de lo que imaginamos); y el caer del agualejos, muy lejos. Toomai el chico durmió duran-te algún tiempo, y cuando despertó, la lunabrillaba plenamente, y Kala Nag aún estaba enpie con las orejas hacia adelante. VolvióseToomai el chico, acompañado del crujir delforraje, y observó la curva del enorme lomoproyectándose contra la mitad de las estrellasdel cielo; y mientras esto observaba, oyó, tanlejos que parecía sólo un puntito de ruido atra-vesando aquel gran silencio, el huut-tuut de unelefante salvaje.

Todos los elefantes que formaban las filassaltaron como si les hubieran disparado un tiro,y sus gruñidos terminaron por despertar a losmahouts, los cuales, saliendo, empezaron amartillar con enormes mazos las estacas, apre-taron más las cuerdas e hicieron nudos en otras,hasta que todo volvió a la tranquilidad. Uno de

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los elefantes nuevos había casi arrancado suestaca, y entonces Toomai el mayor le quitó aKala Nag la cadena que le sujetaba la pata, ycon ella ató las patas posteriores del otro elefan-te a las anteriores; pero a Kala Nag le pasó, enel lugar donde había estado la cadena, un lazode fibras retorcidas, y le dijo que se acordara deque quedaba bien atado. Cientos de veces habí-an hecho lo mismo él, su padre y su abuelo.Kala Nag no respondió a aquello con su glu-gluhabitual. Siguió de pie, mirando a lo lejos, a laluz clarísima de la luna, levantada un tanto lacabeza y extendidas las orejas como abanicosabiertos en dirección de los grandes replieguesde las montañas de Garo.

-Ve si aumenta su intranquilidad, más en-trada la noche -dijo Toomai el mayor al chico, yluego se dirigió a su choza a dormir. Toomai elchico estaba también a punto de dormirse,cuando oyó que se rompía la cuerda de fibra decoco, produciendo un leve, casi metálico ruido;y Kala Nag se movió avanzando, desde donde

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estaban las estacas, tan despaciosa y silencio-samente como una nube que se desliza fuera dela embocadura del valle. Toomai el chico corriódetrás de él, descalzo, por aquel camino al quela luz de la luna bañaba y diciéndole muy bajo:

-¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo,Kala Nag!

El elefante se volvió sin hacer ruido, dio trespasos hacia el muchacho a la luz de la luna, conla trompa se lo subió al cuello y casi antes deque el muchacho se hubiera sentado bien, sedeslizó hacia el bosque.

Hubo tina ráfaga de furiosos bramidos delas filas de los elefantes y luego el silencio cayósobre todas las cosas y Kala Nag avanzó haciaadelante. Algunas veces un montón de altashierbas le acariciaba los costados como la olaacaricia los de un barco; otras, un colgante ra-cimo de pimienta silvestre le rozaba el lomo, oun bambú se quebraba por el sitio donde él lotocaba con el hombro; pero mientras tanto,marchaba sin hacer el menor ruido, resbalando

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como el humo al través del cerrado bosque deGaro. Marchaba monte arriba, pero, aunqueToomai el chico veía las estrellas por entre losárboles, no sabría decir en qué dirección.

Entonces Kala Nag llegó a la cima de la pen-diente y se detuvo por un momento, y el mu-chacho pudo ver las copas de los árboles comomanchas, o como grandes pieles tendidas a laluz de la luna, en un espacio de muchísimasleguas de terreno, y la niebla, de color blancoazulado, que flotaba sobre el río, en la hondo-nada. Se echó Toomai hacia adelante y, casirecostado, miró, sintiendo que todo el bosquevelaba allá lejos, que todo él velaba y vivía, yestaba habitado por multitud de seres. Pasórozándole una oreja uno de esos enormes ypardos murciélagos que se alimentan de frutos;en la espesura se oyo el choque de las púas deun puerco espín; y allá en la oscuridad, entrelos troncos de los árboles, oyó a un jabalíhozando en la tierra húmeda y tibia, resoplan-do al hacerlo.

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Luego se cerraron de nuevo las ramas sobresu cabeza, y Kala Nag empezó a bajar hacia elvalle, pero ya no suavemente, como antes, sinode una sola embestida, como cañón que se sol-tara por un empinado terraplén. Los enormesmúsculos se movían con rapidez de pistones,abarcando a cada paso una distancia de dosmetros y medio, y su arrugada piel de la espal-dilla crujía sobre las puntas de los huesos. Lamaleza, a cada lado del animal, se abría violen-tamente, haciendo un ruido como de rajadocañamazo, y luego los retoños que apartaba aderecha e izquierda con los hombros saltabande nuevo hacia él y le pegaban en los costados,en tanto que grandes colgajos de enredaderas,todas mezcladas, pendían de sus colmillos almover él la cabeza a uno y otro lado, abriéndo-se paso.

Toomai el chico tendióse, bien apretado co-ntra el ancho cuello para que no lo arrojara alsuelo alguna de las ramas que se balanceaban,y en su interior se dijo que ojalá estuviera mejor

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de vuelta en donde se hallaban los otros elefan-tes.

La hierba empezó a estar húmeda; las patasde Kala Nag se hundían al pisar, y la neblina dela noche helaba a Toomai el chico.

Se oyó un chapoteo y luego un ruido deagua corriente, y Kala Nag entró dando zanca-das en el lecho de un río, tanteando a cada pasoel camino. Dominando el rumor del agua quese arremolinaba entre las patas del elefante,podía oír Toomai el chico, más chapoteos yalgunos bramidos a uno y otro extremo del río,grandes gruñidos y ronquidos de cólera; y todala neblina que flotaba parecía estar llena demóvibles y ondulantes sombras.

-¡Ah! -dijo a media voz y dando diente condiente-. Todos los elefantes se han echado fueraesta noche. Esto es, pues, el baile.

Kala Nag salió del río con estrépito; hizo so-nar su trompa para limpiarla del agua, y empe-zó una nueva ascensión. Pero esta vez no esta-ba solo ni tenía que abrirse camino. Ya había

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uno hecho, por el que debieron pasar, pocosminutos antes, innumerables elefantes. Toomaiel chico miró hacia atrás, y a su espalda, unosalvaje de enormes colmillos, con ojillos de cer-do brillándole como ascuas, salía en ese mo-mento entre la neblina del río. Luego se cerróde nuevo el ramaje de los árboles, y siguieronadelante subiendo, entre bramidos frecuentes yel estallido de ramas que se rompían a su paso.

Kala Nag paróse al fin entre dos troncos deárboles en la misma cumbre de la montaña.Formaban aquéllos parte de un círculo de árbo-les que crecían alrededor de un espacio irregu-lar de unas ciento cincuenta áreas, y en todo eseespacio pudo ver Toomai el chico que la tierrahabía sido apisonada hasta que estuvo duracomo un ladrillo. Algunos árboles crecían en elcentro de aquel claro, pero su corteza habíadesaparecido por algún roce, y la madera blan-ca al descubierto aparecía brillante y como pu-limentada a trechos por la luz de la luna. Col-gaban, de las ramas más altas, enredaderas cu-

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yas flores, como campanillas, grandes, blancascomo de cera, y parecidas a clemátides, colga-ban también, profundamente dormidas; perodentro de los límites de aquel claro no crecía niun solo tallo de hierba; sólo había la tierra api-sonada.

La luna daba a ésta un color gris de hierro,excepto donde algunos elefantes permanecíande pie, y su sombra era negra como tinta, Too-mai el chico miró, conteniendo el aliento, conojos que querían salírsele de las órbitas, y mien-tras miraba, más y más elefantes salían balan-ceándose de entre los árboles y entraban en elespacio abierto. Toomai el chico no sabía contarsino hasta el número diez, y contó una y otravez con sus dedos, hasta que perdió la cuentade tantos dieces y la cabeza parecía darle vuel-tas.

Fuera del claro oía el chasquido de la malezaal romperse cuando pasaban los elefantes, su-biendo por la montaña; pero, una vez que en-traban en el círculo formado por los troncos de

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los árboles, se movían como si sólo fueransombras.

Había allí muchos salvajes de blancos colmi-llos, con hojas, frutos y ramitas que se les habí-an quedado en las arrugas del pescuezo o enlos pliegues de las orejas; gruesas hembras depesado andar, con inquietos pequeñuelos de uncolor negro un poco rosado, que no medianmás que un metro aproximadamente de alturaque correteaban por debajo del vientre de susmadres; jóvenes elefantes cuyos colmillos ape-nas les empezaban a salir, y que se sentían muyorgullosos de tenerlos; hembras flacas, dema-cradas, que habían quedado solteronas, de ca-ras ansiosas y hundidas, y trompas que seme-jaban ásperas cortezas; elefantes luchadores,viejos y salvajes, llenos de cicatrices desde lapaletilla hasta el costado, con grandes verdu-gones y heridas mal cerradas de las pasadasluchas, y el barro de sus solitarios baños col-gando, endurecido, de cada lado de los hom-bros; y por último había uno con un colmillo

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roto y las señales, el terrible vaciado, que dejala garra del tigre en la piel.

Estaban todos de pie frente a frente, o cami-naban de un lado a otro en aquel pedazo deterreno, de dos en dos, o se mecían solitasios. . .docenas y más docenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras permanecieraacostado y quieto sobre el cuello de Kala Nag,nada le ocurriría; porque, hasta en las embesti-das y luchas de una keddah, ningún elefantesalvaje coge con la trompa a un hombre paradesmontarlo del cuello del elefante domestica-do; por lo demás, aquéllos ni siquiera se acor-daban de los hombres en tal noche. Por unmomento se mantuvieron quietos y alerta conlas orejas hacia adelante, al oír sonar unos hie-rros en el bosque; pero se trataba de Pudmini,el elefante mimado de Petersen Sahib, quehabía arrancado por completo su cadena y lle-gaba gruñendo, resoplando, montaña arriba.Debió haber roto sus estacas y dirigídose dere-chamente hacia aquel sitio, desde el campa-

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mento de Petersen Sahib. Toomai el chico viotambién otro elefante que no conocía, con pro-fundas desolladuras en los lomos y en el pechoproducidas por cuerdas. Probablemente sehabía escapado de algún campamento situadoen las montañas.

Por fin ya no se oyeron en el bosque másruidos de elefantes, y Kala Nag avanzó, desdesu lugar entre los árboles, hasta el centro delgrupo, produciendo una especie de raro clo-queo acompañado de guturales susurros, ydespués de esto todos los elefantes empezarona moverse y a hablar en su lenguaje.

Echado como estaba, Toomai el chico viocentenares de anchos dorsos, orejas que se ba-lanceaban, trompas que se movían y ojillos querodaban en sus cuencas. Oyó el golpear decolmillos al chocar casualmente unos contraotros; el seco rozar de las trompas enlazadas; elde los enormes costados y espaldillas en mediode aquella muchedumbre y el chasquido ozumbido de las enormes colas. Luego, pasó una

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nube por delante de la luna, y se quedó él en lamás completa oscuridad; pero siguió del mis-mo modo el silencioso rozar, empujar y produ-cir sordos ruidos guturales. Sabía el muchachoque había elefantes en torno de Kala Nag y queno había la menor probabilidad de sacarlo deaquella reunión; por tanto, apretó los dientes yse echó a temblar. Por lo menos en una keddahhabía luz de antorchas y gritería; pero aquí es-taba completamente solo y a oscuras, y hubo unmomento en que sintió, junto a su rodilla, elroce de una trompa.

Después bramó un elefante y todos lo imita-ron durante cinco o diez terribles segundos. Elrocío cayó desde los árboles como lluvia sobrelas invisibles espaldas, y empezó a escucharseun ruido sordo, muy bajo al principio, y Too-mai el chico no adivinaba de dónde provenía oqué significaba; pero fue creciendo y creciendo,y Kala Nag levantó una pata delantera y luegola otra y las dejó caer en el suelo -¡una, dos!¡una, dos!-, con tal fuerza, como si fuesen gran-

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des martillos de herrería. Ahora los elefantespateaban todos a la vez, y aquello resonabacomo tambor de guerra que alguien tocara a laboca de una caverna. El rocio cayó de los árbo-les hasta que ya no hubo más; el estruendo con-tinuaba, la tierra retemblaba y Toomai el chicose tapó los oídos con las manos para amorti-guar el ruido. Pero era tan gigantesco, desapa-cible y repetido aquel golpear de centenares depesadas patas sobre la tierra desnuda, que lepareció que su cuerpo vibraba todo entero. Unao dos veces sintió cómo Kala Nag y los otros seadelantaban algunos pasos, y el pisar ruidosose convertía en rumor de cosas verdes, tiernas yjugosas, que eran aplastadas; pero, un minuto odos después, empezaba de nuevo aquel violen-to moverse de las patas sobre la dura tierra. Apoca distancia de él crujía y parecía quejarse unárbol. Alargó el brazo y tocó la corteza; perosiguió adelante Kala Nag, pateando aún, y nopudo darse cuenta del lugar donde se encon-traba. Los elefantes no producían ninguno dc

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sus acostumbrados sonidos, excepto una vez,cuando dos o tres de los más jóvenes chillaronal mismo tiempo. Luego escuchó un pesadogolpe; después un rumor de confusión y desor-den y siguió aquel patear. Debió durar doshoras bien cumplidas, y a Toomai el chico ledolía cada fibra del cuerpo; pero ahora, por elolor característico del aire de la noche, adivina-ba que la mañana se aproximaba.

Despuntó el alba tendiendo un manto deamarillo claro por detrás de las montañas, y, alprimer rayo de luz, se detuvo el estruendo co-mo a una orden de mando. Antes de que aToomai el chico hubieran cesado de zumbarlelos oídos; antes aún de que hubiera tenidotiempo de cambiar de posición, no quedó nin-gún elefante a la vista, excepto Kala Nag, Pud-mini y el de las desolladuras producidas por lascuerdas; y no había ni el más leve signo, ni roceni murmullo en las vertientes de los montesque indicara a dónde habían ido los demás ele-fantes.

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Toomai el chico miró fijamente una y otravez. El claro aquel, según recordaba, había au-mentado durante la noche. Había más árbolesen el centro, pero la maleza y la hierba de loslados había retrocedido. Miró de nuevo el mu-chacho atentamente. Ahora comprendía el api-sonar. Los elefantes habían agrandado el sitiopateándolo todo: la hierba espesa y los jugososjuncos de Indias habían sido convertidos, pri-mero, en una masa inmunda; después, la masaen tiras; las tiras en fibras delgadísimas y lasfibras, por último, en dura tierra.

-¡Ah! -dijo Toomai el chico, y sentía que susojos se cerraban-. Kala Nag, señor mío, junté-monos con Pudmini y vamos al campamentode Petersen Sahib, o de lo contrario, me caeréde tu cuello al suelo.

El tercer elefante miró marcharse juntos a losotros dos; resopló, dio media vuelta, y tomó supropio camino. Debía de pertenecer a algunode los reyezuelos indígenas que estaría a diez,veinte o treinta leguas de distancia.

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Dos horas más tarde, mientras PeterscnSahib desayunaba, los elefantes, que habíansido atados con doble cadena aquella noche,empezaron a dar bramidos, y Pudmini, llena debarro hasta los hombros, junto con Kala Nag,que tenía las patas muy doloridas, entraronbamboleándose en el campamento.

La cara de Toomai el chico estaba pálida yhundida, y tenía el muchacho el pelo lleno dehojas y empapado de rocío; pero hizo un es-fuerzo y saludó a Petersen Sahib, gritando convoz apagada:

-¡El baile!... ¡El baile de los elefantes!... ¡Lo hevisto... y... me estoy muriendo!... Y al echarseKala Nag, él resbaló del cuello, presa de mortaldesmayo.

Pero, como los niños indígenas no tienennervios de los que valga la pena hablar, al cabode dos horas ya estaba acostado muy contentoen la hamaca de Petersen Sahib, con el capotede caza de éste bajo la cabeza, y en el estómagoun vaso de leche caliente, un poco de brandy,

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una pequeña dosis de quinina; y mientras losviejos cazadores de las selvas, velludos y cu-biertos de cicatrices, estaban sentados de tres enfondo delante de él, mirándolo como si vieran aun fantasma, contó el muchacho lo que teníaque contar, en breves palabras, como hacen losniños, y terminó así:

-Ahora, si creen que dije mentiras, mandenhombres para que lo vean, y verán que el pue-blo de los elefantes apisoné un espacio muchomayor que el de un salón de baile, y hallarántambién diez... diez... y muchas veces diez, pis-tas que llevan a ese salón. Ensancharon el sitiocon las patas. Yo lo vi. Kala Nag me llevó, y yolo vi. Kala Nag también tiene muy cansadas laspiernas.

Toomai el chico se tendió y durmió durantetoda la tarde hasta el anochecer, y mientrasdormía Petersen Sahib y Machua Appa siguie-ron la pista de los dos elefantes, al través de losmontes, durante cuatro leguas. Dieciocho añoshabía pasado Petersen Sahib cazando elefantes,

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y sólo un salón de baile como aquél había vistocon anterioridad.

Machua Appa no tuvo que mirar dos vecespara darse cuenta de lo que habían hecho allí, ysólo necesitó arañar una vez con el dedo del pieen la tierra compacta, apretada.

-Dijo verdad el muchacho -observó-. Todoesto lo hicieron anoche; y conté setenta pistasdiferentes que cruzaban el río. Mirad, Sahib,aquí los hierros de Pudmini cortaron la cortezade este árbol. Sí; también estuvo en la reunión.

Se miraron el uno al otro, asombrados, dearriba abajo, porque las cosas de los elefantesexceden en profundidad a todo lo que puedaimaginar un hombre, blanco o negro.

-Hace cuarenta y cinco años dijo MachuaAppa-, que sigo a los señores elefantes: peronunca oí que ningún ser nacido de hombrehubiera visto lo que vio este muchacho. ¡Portodos los dioses de las montañas! Esto es...¿cómo podríamos llamarlo? -y sacudió la cabe-za.

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Cuando regresaron al campamento era ya lahora de la cena. Petersen Sahib comió solo ensu tienda; pero dio orden de que a su gente allíacampada, se les dieran dos corderos y algunospollos, y doble ración de harina, arroz y sal,porque era necesario que hubiera algo de ban-quete.

Toomai el mayor había llegado a paso másque regular del otro campamento, en la llanura,en busca de su hijo y de su elefante, y, cuandolos encontró, los contempló a uno y al otro detal manera que parecía que le causaban miedo.Hubo fiesta junto a las llameantes hogueras,ante las filas de atados elefantes, y Toomai elchico füe el héroe de ella; y los grandes cazado-res, los ojeadores, cornacas y laceros; los hom-bres que conocían todos los secretos para do-mar los más feroces elefantes, se lo pasaron deuno a otro, y señalaron su frente con la sangredel pecho de un "gallo de la selva" recién muer-to, indicando con esto que era un habitante de

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los bosques, un iniciado, y por tanto, libre entoda la extensión que abarcan las selvas.

Y por último, cuando las llamas empezabana apagarse y la luz rojiza de los tizones hacíaque los elefantes parecieran empapados ensangre, Machua Appa, jefe de todos los corna-cas de todas las keddahs; Machua Appa, el alterego de Petersen Sahib, que durante cuarentaaños nunca vio un camino hecho por los hom-bres; Machua Appa, cuya grandeza era tantaque nadie sabía que tuviera otro nombre que elde Machua Appa, saltó sobre sus pies, y levan-tó en el aire, por encima de su cabeza, a Toomaiel chico, y gritó:

-Escuchad, hermanos. Escuchadme tambiénvosotros, señores míos que estáis allí en filas;¡soy yo, Machua Appa, quien habla! Este pe-queño ya no se llamará en adelante Toomai elchico, sino Toomai el de los elelantes, como sellamó su bisabuelo antes de él. Lo que jamásvio hombre alguno lo vio él durante toda unanoche... porque es el favorito del pueblo de los

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elefantes, y también, de los dioses de todas lasselvas, que con él están. Llegará a ser un granojeador; llegará a ser más grande que yo, queyo mismo, Machua Appa. Sabrá seguir la pistareciente, la medio borrada, y la mixta, con ojoseguro. Ningún daño recibirá en la keddahcuando corra por debajo de los elefantes salva-jes para atarlos, y si por casualidad cayera yresbalara ante un elefante feroz, al embestiréste, y sabiendo la fiera quién es él, no se atre-verá a aplastarlo. ¡Aihai!, señores míos que es-táis allí entre cadenas -y dio media vuelta hacialas hileras de estacas-, ved aquí al pequeño quevio vuestros bailes en escondidos lugares... ¡loque jamás vio hombre alguno! ¡Homenaje a él,señores míos! ¡Salaam karo, hijos míos! ¡Salu-dad a Toomai el de los elefantes! ¡Gunga pers-had, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj,ahaal ¡Pudmini -tú lo viste en el baile, y tú tam-bién, Kala Nag, perla de los elefantes-, ahaaa!Todos a la vez; ¡a Toomai el de los elefantes!¡Barrao!

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Y al oír el último de estos salvajes gritos, lafila entera de elefantes alzó las trompas, encor-vándolas hasta tocarse con ellas las frentes, yprorrumpió en el gran saludo, el trompetearatronador que sólo oye el virrey de la India, elSalaamut de la keddah.

Pero todo esto se hacía sólo por Toomai elchico, que vio lo que iamás vio antes hombrealguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche ysolo, en el corazón de las montañas de Garo!

SIVA Y EL SALTAMONTES(Canción que le cantaba a su hijo menor la

madre de Toomai.)Siva que regala al hombre las cosechas

y hace que el viento sople,sentado en el umbral de un claro día

-de ello hace ya mucho tiempo-repartió a cada ser su porción:

pan, trabajos y duelos,desde el Rey que se reclina en el guddee

hasta el pordiosero que a la puerta de la ciudad

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se sienta.Él hizo todo, Siva, el que protege

él lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espinos para el camello, al buey forraje,

y el corazón de la madre para él niño queduerme.

Trigo al rico, mijo al pobre;al que va pidiendo de puerta en puerta

le dio mendrugos, a ese pobre;reses al tigre, carroña al milano,

trapos y huesos a los lobosque de noche rondan fieros.A todos proveyó, a ningunopasó por alto, rico o pobre;

pero Parbati, su mujer,quiso jugarle un juego,

al verlo en tantas cosas ocupado.Robóle al dios un saltamontes;

ocultólo en su pecho con cuidado.Esto hizo ella a Siva, el Grande,

¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Si hubiera sido un buey...

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pero, hijo mío, sólo era un insecto.Terminado que hubo el reparto,

díjole ella a su dueño:"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sin

alimento?"Respondióle él riendo:

"Ninguna -y añadió sonriendo-:ni siquiera la que ocultas en tu seno."

Del pecho sacó el insecto Parbati,la ladrona, y viólo comer verde hojuela

nacida en aquel momento.Vio ella asombrada el portento,

y a los pies de Siva cayó temblando,y al dios rezó, al dios que, cierto,

a cuanto existe dio alimento.Todo hizo Siva, el que protege,

todo hizo... ¡Mahadeo!espino dio al camello, forraje al buey,

y para ti, mi niño, mi corazónaquí en el pecho.