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EL LIBERALISMO, LA CREACIÓN DE LA CIUDADANÍA Y LOS ESTADOS NACIONALES OCCIDENTALES EN EL ESPACIO ATLÁNTICO (1787-1880)

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EL LIBERALISMO, LA CREACIÓN DE LA CIUDADANÍA Y LOS

ESTADOS NACIONALES OCCIDENTALES EN EL ESPACIO

ATLÁNTICO (1787-1880)

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Colección BicentenarioBucaramanga, 2010

EL LIBERALISMO, LA CREACIÓN DE LA CIUDADANÍA Y LOS

ESTADOS NACIONALES OCCIDENTALES EN EL ESPACIO

ATLÁNTICO (1787-1880)

CoordinadoresPedro Pérez Herrero e Inmaculada Simón Ruiz

Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga (Colombia)

Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Alcalá (España)

MINISTERIO DE CIENCIA E INNOVACIÓNHUM2006-13180

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© Universidad Industrial de Santander

Colección Bicentenario N° 5: “El Liberalismo, la creación de la ciudadanía y los Estados Naciona- les Occidentales en el espacio Atlántico (1787-1880)” .

Dirección Cultural Universidad Industrial de Santander

Rector UIS: Jaime Alberto Camacho Pico Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado Vicerrector Administrativo: Sergio Isnardo Muñoz Vicerrector de Investigaciones: Óscar Gualdrón Director de Publicaciones: Óscar Roberto Gómez Molina Dirección Cultural: Luis Álvaro Mejía Argüello

Impresión: División Publicaciones UIS

Comité Editorial: Armando Martínez Garnica Luis Alvaro Mejía A. Primera Edición: noviembre de 2009

ISBN:

Dirección Cultural UIS Ciudad Universitaria Cra. 27 calle 9. Tel. 6846730 - 6321349 Fax. 6321364 [email protected] Bucaramanga, Colombia

Impreso en Colombia

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Contenido

Introducción

Eduardo CAVIERES: Independencia, liberalismo y estado. Chile y sus contextos. Problemas y perspectivas de análisis.

María Eugenia CLAPS ARENAS: Liberalismo moderado y liberalismo exaltado en España y en México.

Marco Antonio LANDAVAZO y Agustín SÁNCHEZ ANDRÉS: Instituciones políticas y libertades públicas en el espacio provincial mexicano, 1812-1825. Del liberalismo español al constitucionalismo local.

Armando MARTÍNEZ GARNICA: La agenda liberal de los estados provinciales de la Nueva Granada, 1811-1815.

Pedro PÉREZ HERRERO: El tratamiento de la fiscalidad en las constituciones del mundo atlántico (1787-1830).

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Inés QUINTERO: Los liberales de Venezuela (1830-1846).

Eva SANZ JARA e Inmaculada SIMÓN RUIZ: De la palabra escrita al rumor. Viaje de vuelta al Antiguo Régimen en 1814.

José Antonio SERRANO: Reformas fiscales a ambos lados del Atlántico: México (1836-1842) y España (1845-1854).

Nuria TABANERA GARCÍA: El pueblo, el otro ciudadano y la nación en el liberalismo argentino, (1810-1880).

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Introducción

Este volumen recoge parte de los textos que se han discutido en el proyecto de investigación “El liberalismo, la

creación de la ciudadanía y los estados nacionales occidentales en el espacio atlántico (1787-1880)” (MEC HUM2006-013180) conformado por los siguientes investigadores: Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá, España, investigador principal), Eduardo Cavieres (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile), María Eugenia Claps Arenas (Universidad Nacional Autónoma de México, México), Ivana Frasquet (Universidad Jaume I, España), Iván Jaksic (Pontificia Universidad Católica de Santiago, Chile), Armando Martínez Garnica (Universidad Industrial de Santander, Colombia), Rosario Peludo Gómez (Universidad Autónoma de Madrid, España), Manuel Plana (Universidad de Florencia, Italia), Inés Quintero (Universidad Central de Venezuela, Venezuela), Jaime Rodríguez (Universidad de California, Irvine, EEUU), Eva Sanz Jara (Universidad de Alcalá, España), Agustín Sánchez Andrés (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México), José Antonio Serrano (El Colegio de Michoacán, México), Inmaculada Simón (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España) y Nuria Tabanera (Universidad de Valencia, España).

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Hasta la fecha no suelen ser comunes las investigaciones que desde una perspectiva comparada abordan el estudio de las múltiples y recíprocas influencias entre los distintos pensamientos liberales de la región atlántica (América Latina, España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal) durante el período 1787-1880. Se han estudiado los distintos casos particulares de manera aislada (existen trabajos individualizados sobre el liberalismo en uno u otro país o en uno u otro continente) y desde mediados de la década de 1970 comenzaron a publicarse trabajos que analizaron el tema del liberalismo en América Latina, no como una peculiaridad ni como un fracaso, sino como parte de un proceso general que afectó a las democracias occidentales. Con menos frecuencia se han realizado algunos análisis de las relaciones entre los distintos pensamientos liberales pero casi siempre en una sola dirección, esto es, desde la influencia de los grandes países mencionados que son considerados tradicionalmente como modelos en los demás y no desde éstos a aquellos. Por esta razón, la historiografía ha aceptado que los principios del liberalismo fueron exitosos en los países de referencia (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos) mientras que no maduraron convenientemente en el resto. No obstante, es evidente que la documentación histórica demuestra que la comunicación fue fluida en todas las direcciones entre los publicistas y políticos de ambos lados del Atlántico.

Los textos que aquí se publican tienen como misión realizar una reflexión en torno a los distintos países que conforman el área atlántica a fin de analizar las conexiones mutuas y recíprocas que se dieron entre ellos, para superar las visiones parceladas nacionales que hasta ahora han primado. Algunos lo hacen mediante una comparación de largo alcance y otros ocupándose de realidades geográficas

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concretas pero siempre procurando tener en cuenta que formaban parte de un todo y que, por tanto, compartían experiencias y expectativas.

El volumen se abre con la aportación de Eduardo Cavieres titulada “Independencia, liberalismo y Estado. Chile y sus contextos. Problemas y perspectivas de análisis”. A este autor le preocupa la evolución de Chile en su proceso de gestación, a partir del ideario liberal, hasta llegar a las prácticas que lo hicieron posible. En este proceso se produjo un conflicto interno en torno al nombramiento de gobernador en 1808 que pone de manifiesto la existencia de, al menos, dos grupos antagónicos. Este enfrentamiento se manifestó también durante la organización de la Junta de Gobierno y en el conflicto de intereses que suponía la representación local del cabildo capitalino y la de la representación nacional.

En un momento en que perdía legitimidad la antigua representación, todos, liberales o no, buscaban un modelo alternativo para asegurarse la gobernabilidad. En este sentido el sistema representativo propugnado por el liberalismo fue la solución. Pero aceptarlo no significaba inmediatamente acatar los resultados ni estar dispuestos a hacer los esfuerzos necesarios para ponerlo en práctica. Así, a lo largo del proceso se notan las divergencias en el seno de los nuevos estados en gestación. Se produce, sobre todo, un divorcio entre el liberalismo político y el liberalismo económico, como muestra Inés Quintero en su trabajo titulado “Los liberales en Venezuela (1830-1846)”, en el que explica el modo como los liberales tendieron a defender el proteccionismo económico alegando que el país no reunía las características apropiadas para aplicar el liberalismo económico.

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Para intentar poner freno a estos desencuentros entre política y economía, entre teoría y práctica, tanto en México como en la Nueva Granada se proyectaron modelos federales de estado. Así lo ponen de manifiesto los trabajos de Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez Andrés, para el caso mexicano, y el de Armando Martínez Garnica, para el de la Nueva Granada. Los primeros autores analizan en el capítulo titulado “Instituciones políticas y libertades públicas en el espacio provincial mexicano, 1812-1825: del liberalismo español al constitucionalismo local”, la influencia de la constitución gaditana en las primeras constituciones estatales mexicanas. Siguiendo a Antonio Annino, defienden que en México los conflictos no se dieron en contra de la aplicación de la Constitución de Cádiz sino por la disputa en torno al ejercicio de la ciudadanía que los pueblos habían logrado con ella. Prestan especial atención a las atribuciones y a los límites institucionales impuestos a los municipios para concluir que, en el diseño de estas primeras constituciones estatales y en el de la federal de 1824, se detecta que las periferias salieron fortalecidas ya que lograron grandes parcelas de poder frente a la Federación y a los municipios.

Partiendo de la base de que las juntas que se formaron a ambos lados del Atlántico durante la crisis de 1808-1810 habían sido ilegales y tumultarias, Armando Martínez Garnica señala que esa ilegalidad de origen sólo podía solucionarse acudiendo a la celebración de elecciones en las diferentes provincias para la organización de los primeros congresos constituyentes en el extinguido Nuevo Reino de Granada. Estas representaciones pusieron de manifiesto los conflictos derivados del cuestionamiento de la preeminencia de España sobre América pero también la de las antiguas capitales sobre el resto de las poblaciones de las provincias. Para facilitar las relaciones entre las provincias

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se elaboró el Acta de Federación de las Provincias Unidas, al tiempo que cada una de ellas aprobó su propia carta constitucional. La experiencia legislativa de estos liberales sería el germen de la República independiente.

De la comparación entre lo que se pudo hacer y lo que se hizo, entre lo que estaba en la cabeza de los legisladores y las posibilidades de aplicabilidad en los diferentes territorios a ambos lados del Atlántico, se ocupan José Antonio Serrano y Pedro Pérez Herrero, introduciendo en la discusión el tema de la política fiscal.

En al capítulo “Reformas fiscales a ambos lados del Atlántico: México (1836-1842) y España (1845-1854)” José Antonio Serrano analiza las razones de los resultados tan dispares de las mismas en los dos países pese a que ambos partieron del establecimiento de los impuestos directos como eje articulador de los nuevos sistemas impositivos. Apunta a dos razones concluyentes. Una de las diferencias más notables en la aplicación del nuevo modelo fue que en México la base impositiva se calculó sobre el total de los bienes inmuebles mientras que en España se hizo sobre la renta líquida. La otra diferencia radicó en que en México continuó aplicándose el impuesto de capitación, recayendo, por tanto, la mayor presión fiscal sobre las clases populares, mientras que en España se hizo sobre los arrendatarios y los pequeños, medianos y grandes propietarios agrícolas y urbanos a través de la contribución territorial, con lo cual fue proporcional a la riqueza del contribuyente.

Pedro Pérez Herrero, en el capítulo titulado “El tratamiento de la fiscalidad en las constituciones del mundo atlántico (1787-1830)”, estudia la arquitectura fiscal que se diseñó en las constituciones de los diferentes países integrantes de dicho área para construir los

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nuevos estados. Pregunta si los países analizados partieron de presupuestos comunes y se distanciaron posteriormente en las prácticas, o si las diferencias en el tratamiento de la fiscalidad en cada uno fue fruto de distintos principios ideológicos plasmados en las constituciones. La necesidad de responder a este interrogante no es otra que la de establecer si la tan reclamada reforma fiscal para América Latina de los últimos años sería suficiente para solucionar los problemas de la región de cara al siglo XXI. La atenta lectura de los textos constitucionales pone de relieve que si bien todos los países de la región compartieron los principios básicos liberales de la época (uniformidad, igualdad, proporcionalidad), en América Latina no se puso comparativamente el cuidado que hubiera sido necesario en la formación de una administración pública eficaz e independiente, de mérito y capacidad, que gestionara de forma transparente los asuntos públicos y que fuera capaz de recopilar y procesar la información necesaria (censos de población, catastros) para poder llevar a cabo los compromisos constitucionales adquiridos por el Estado. Este estudio también pone de relieve que tampoco se definieron en dicha región con suficiente claridad los mecanismos de control del poder para recortar las posibles arbitrariedades en la toma de decisiones, quedando en consecuencia vacíos jurídicos que favorecieron la pervivencia de ciertas prácticas clientelares del pasado.

En este juego de ilusiones y de discrepancias entre el país imaginado y el país “real”, los propios conceptos de representación, de nación y de pueblo fueron evolucionando (no necesariamente de manera positiva) en función de los intereses y de los acontecimientos. Así lo demuestra Nuria Tabanera en su visión de “El pueblo, el ̀ otro´ ciudadano y la nación en el liberalismo argentino (1810-1880)”, al revisar el concepto de “pueblo” y “nación”, y al demostrar

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cómo en el discurso y en la elaboración de las leyes primó el imperativo de mantener el orden antes que el de ampliar la libertad. En esta dinámica el “pueblo” pasó de ser un obstáculo para la Nación –como lo vieron los hombres de la “Generación del 37”–, el cual debería ser superado por medio de la educación y la tutela, hasta convertirse en la década de 1880 en el “pueblo inconsciente” y, por ello, susceptible de exclusión.

El clima que primó en el espacio atlántico a lo largo de casi todo el siglo XIX –ese siglo que “ha ganado en densidad” como señala Nuria Tabanera parafraseando a Hilda Sábato– fue el de la incertidumbre y del miedo. Incertidumbre antes los cambios constantes que se vivían en todos los ámbitos pero también en el de sobre quién y cómo se organizarían las nuevas relaciones de poder. Dicha incertidumbre producía temor y bajo su influjo era difícil operar y establecer nuevas pautas de convivencia y gobierno consensuadas. De esta incertidumbre y de este miedo se ocupan Eva Sanz Jara e Inmaculada Simón Ruiz en su trabajo conjunto titulado “De la palabra escrita al rumor. Viaje de vuelta al Antiguo Régimen en 1814”. Analizando los juicios a que fueron sometidos los liberales en España tras el regreso de Fernando VII a la Península, ponen de manifiesto que la vuelta al absolutismo en 1814 hizo que se radicalizaran las ideas de los conservadores y que se morigeraran las de los liberales quienes, al tomar en cuenta que lo que era discutible entre 1808-1813 había dejado de serlo en 1814 bajo la amenaza de los tribunales civiles y eclesiásticos, moderaron el contenido de su discurso en la defensa que hicieron de sus propias causas.

Muchos de estos liberales lograron exiliarse en Inglaterra, en Francia y en Estados Unidos, y allí establecieron nuevos vínculos que reforzaron, ahí

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sí, sus posiciones. De esta comunicación de ideas y experiencias se ocupa Maria Eugenia Claps Arenas al mostrar las divisiones dentro del liberalismo español a partir de 1820. Sus ideólogos reflexionaron en la prensa en torno al por qué del fracaso del régimen liberal en 1814. Si se dio por la mediocridad de los logros del constitucionalismo gaditano o, por el contrario, por su radicalismo. Dicho enfrentamiento se prolonga al México recién independizado. En un viaje de ida y vuelta entre México y España, establece los vínculos que unieron a los defensores de una u otra facción más por su ideología o adscripción que por sus intereses territoriales.

Buena parte de las ideas de los capítulos del presente volumen fueron discutidas en el seminario permanente que sobre el pensamiento liberal celebró el Grupo de Investigación del mencionado proyecto en Madrid durante los cursos académicos 2006-2009. Algunas de ellas fueron presentadas en forma de ponencias en los siguientes congresos internacionales: V Congreso Europeo CEISAL de latinoamericanistas (Bruselas, 11-14/IV/2007), Congreso AHILA 2008 en la Universidad de Leiden (Leiden, 26-29/VIII/2008); XIII Encuentro de Latinoamericanistas Españoles, 1808-2008. Doscientos años de estudios en ambos hemisferios, Universidad Jaume I (Castellón, 18-20/IX/2008); Congreso Internacional Revoluciones liberales, guerras de independencia y construcción institucional. Los imperios ibéricos y el mediterráneo europeo (1770-1830), Casa de Velázquez (Madrid, 25-26/IX/2008); Quinto Congreso Internacional Doceañista, Liberty, Liberté, Libertad. De Filadelfia a Cádiz, el mundo hispánico en la era de las revoluciones occidentales, Universidad de Cádiz (Cádiz, 9-12/III/ 2009) y Congreso Internacional La Constitución Gaditana de 1812 y sus repercusiones en América, Universidad de Cádiz (Cádiz, 15-18/IX/2009).

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Los coordinadores del volumen damos las gracias a todos los investigadores que se adscribieron al proyecto de investigación y a los participantes en el seminario permanente de discusión por su colaboración. De forma especial queremos subrayar la labor que el ingeniero Luis Álvaro Mejía Argüello y la Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga (Colombia), realizaron en el último tramo de este proyecto al hacer posible la publicación de estos materiales con prontitud y profesionalidad.

Pedro Pérez HerreroInmaculada Simón Ruiz

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Independencia, Liberalismo y Estado. Chile y sus contextos.

Problemas y perspectivas de analisis

Eduardo CAVIERES F.*Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

* El presente trabajo forma parte del Proyecto Fondecyt-Chile 108.5205.

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El presente trabajo tiene por objetivo central estudiar los alcances concretos del libera-lismo ilustrado en la gestación del Estado,

las razones por las cuales se evolucionó rápidamente desde los fundamentos doctrinarios sobre la natura-leza del hombre y de los cuerpos sociales hacia un pragmatismo político-económico y hacia formas de readecuación de las relaciones entre Iglesia y Esta-do en las primeras décadas del siglo XIX. Por otra parte, se busca contextualizar situaciones a nivel lati-noamericano en la discusión de los fundamentos doc-trinarios del liberalismo y de sus consideraciones en los inspiradores del movimiento revolucionario inde-pendentista propiamente hispánico, o en sus influen-cias provenientes de Estados Unidos y México.

No hay duda alguna que la Independencia no fue una acción espontánea, sino que respondió a todo un proceso que se fue gestando internamente tanto a partir de la conjunción de requerimientos de la modernización del siglo XVIII como en torno a las nuevas discusiones políticas y filosóficas sobre las relaciones del Estado con la sociedad, discusiones que fueron, además, creciendo dialécticamente en la medida que la nueva expansión capitalista del comercio superaba abiertamente las restricciones impuestas por el orden colonial.

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Siempre he considerado el período de Indepen-dencia no como un corte político entre Colonia y República, sino más bien como un hito importante dentro de un período más largo de cambios socio-culturales y políticos que configuran el verdadero escenario en donde por algunos años actuaron los li-bertadores. La construcción de una idea republicana y del papel de las instituciones y de los individuos dentro de ellas fue mucho más que la materialización de algunos proyectos concretos que, en todo caso, sea por sinceras aspiraciones de cambio, por reales y ur-gentes necesidades económicas del Estado, por ade-cuaciones del sector económico criollo, o por altera-ciones de los objetivos nacionales provocados por el mercantilismo y el capitalismo inglés, distaron mu-cho de alcanzar las metas discursivas de las primeras décadas del siglo XIX.

Dicho lo anterior, me parece que tenemos una excelente literatura acerca de temas políticos y de consideraciones respecto a las líneas de causa-efecto con que podemos mirar la crisis del régimen colonial y nuestros procesos independentistas. Más aún, es igualmente importante lo que se ha estudiado y lo que sabemos respecto a las teorías del poder con las cuales los llamados precursores legitimaron su pensar y pavimentaron (aunque se discute si efectivamente iluminaron) la acción de quienes asumieron la emancipación en los campos de batallas propiamente tales.

El centro cronológico de la historiografía chilena existente está centrado fundamentalmente entre 1808 y 1823 con la abdicación del General O’Higgins. La historiografía liberal del siglo XIX no sólo entregó un exhaustivo y detallado análisis de los desarrollos seguidos sino que, además, sigue siendo el relato fundamental a partir del cual se han formulado los más importantes estudios que

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conocemos para los últimos cincuenta o sesenta años de historiografía nacional, los cuales, en todo caso, han extendido el período de análisis profundizando las miradas hacia a) las raíces políticas o económicas: Jaime Eyzaguirre, Hernán Ramirez Necochea, Sergio Villalobos; b) la consideración de elementos del pensamiento, especialmente como historia de las ideas y por ello analizando también influencias y efectos: Simon Collier, Alfredo Jocelyn-Holt; y c) la entrada directa a la discusión de los alcances de los intereses económicos respecto a la soberanía de los pueblos (Cabildos) o en definitiva acerca de la fisonomía que alcanza el Estado a partir de una defensa hegemónica del poder obtenido como está tratado en un reciente libro de Gabriel Salazar. De los últimos desarrollos de estas temáticas se podría decir, en general, que ahora el período de estudio se ha extendido más consistentemente entre 1780 y 18301. Por cierto, me refiero sólo a este tipo de obras por su importancia en términos de la discusión específica del período, sin desconocer el muy extenso listado bibliográfico con que se cuenta para temas generales o particulares sobre el mismo, producción escrita a lo largo de los siglos XIX y XX.

Entre los historiadores es normal reconocer

que la historia es siempre una materia posible de escribir una vez más, pero al mismo tiempo, siempre se considera que los grandes temas ya han sido

1 Ver, entre otros, Jaime Eyzaguirre, Ideario y ruta de la eman-cipación chilena, Editora Universitaria, Santiago 1957; Hernán Ramirez Necochea, Antecedentes económicos de la Indepen-dencia de Chile, Santiago 1959; Sergio Villalobos R, El comercio y la crisis colonial [1968], Editora Universitaria, Santiago 1990 (2ª ed..); Simon Collier, Ideas y política de la Independencia chilena, 1808-1833, A. Bello, Santiago 1977; Alfredo Jocelyn-Holt, La Independencia de Chile, Mapfre, Madrid 1992; Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile, Sudamericana, San-tiago 2005.

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estudiados y que, en consecuencia, el problema es qué podría aportar un nuevo estudio respecto a los ya realizados. Especialmente durante los últimos años, ante el temor que despiertan esas consideraciones, se opta más bien por estudios monográficos sobre aspectos muy determinados que tratan de evitar el riesgo de ser insertados en los temas mayores a los cuales pertenecen.

En este caso, combinación de ambos, optamos por preguntas más largas, por la necesidad de comparar, de observar y complementar miradas ya conocidas. De los estudios antes señalados, Simon Collier se refirió clara y profundamente a los autores e ideas que iluminaron o pudieron iluminar a los patriotas chilenos. Más allá de nombres en particular, como síntesis, se puede señalar que se reforzó el sostenimiento o reconocimiento de dichas influencias a través de los ejemplos revolucionarios de Francia y Norteamérica, agregando, en todo caso, que difícilmente se podría negar que esas ideas provenían, a la vez, del carácter liberal de la ilustración. En todo caso, la admiración por el mundo anglosajón (Constitución británica), por la Constitución de los Estados Unidos, por los Códigos de la Francia revolucionaria y la Constitución española de 1812, serian la mejor imagen de esas influencias.

No es por el lado de la discusión de las influencias filosóficas por donde se focaliza el presente análisis, pero sí hay que dejar establecido que se requiere absolutamente tener presente dichas ideas para poder fijar los contextos en que se desarrollaron los procesos a los cuales hacemos referencia. Definitivamente, esas influencias corresponden al escenario del estudio. Desde ellas surgen algunas preguntas específicas sobre aspectos que no han sido profundizados. El más general de ellos hace

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relación a los fundamentos doctrinarios del discurso independentista, especialmente en lo que se refiere a las ideas básicas referidas a la naturaleza del hombre, del cuerpo social y del papel que le corresponde al Estado respecto de ellos.

Este es un tema central que puede ser tratado, si no en términos profundos, al menos desde otras perspectivas a las conocidas, y se refiere al liberalis-mo en términos de sus raíces ilustradas que inciden en los derechos y libertades individuales tanto como en las relaciones entre Estado y las instituciones, en particular con la Iglesia. El problema, en realidad, es uno sólo: en la medida que emerge la sociedad civil, la relación del individuo con el Estado, teóricamente se resiente por la intermediación corporativa y por ello un problema muy importante es la nueva cen-tralización del Poder en el Estado Republicano, con otros fundamentos y legitimaciones, pero igualmente centralista. Salazar ha centrado precisamente su en-foque en visualizar de qué manera la tradición cor-porativa de los cabildos, “democracia de los pueblos”, se estrelló con el militarismo y la oligarquía del po-der central, especialmente considerando los intereses económicos existentes detrás de ambas instancias lo cual, efectivamente, explica parte importante de los conflictos suscitados, aún cuando bien puede pensar-se, igualmente, que las representaciones no tenían que ver necesariamente con grupos definitivamen-te independientes o antagónicos per se, sino simple-mente como naturales divergencias de opinión y de modos de ser ocurridos en el interior de un mismo grupo (Salazar, 2005). En todo caso, de los plantea-mientos de Salazar se pueden deducir razones para explicarnos por qué el liberalismo filosófico y doctri-nario terminó rápidamente siendo superado por un tipo de liberalismo económico sin grandes preocupa-ciones doctrinarias por el cuerpo social.

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En el trasfondo de la situación hay dos ejes principales: por una parte, los contenidos ilustrados de la secularización del Estado que se convierten en un gran discurso de principios pero que no logran introducirse en las realidades sociales concretas. El objetivo del discurso es fundamentalmente que los individuos son todos iguales y que la sociedad civil debe representarse en el Estado y ser atendida por éste, pero en la práctica se trata de una discusión intelectual cerrada y circunscrita a pocas personas. Camilo Henríquez, en el primer número de La Aurora de Chile, ponía atención en esta relación, aún cuando lógicamente la pensaba en términos positivos:

Todos los hombres nacen con un principio de sociabilidad, que tarde o temprano se desenvuelve. Sería infeliz si viviese sin reglas, sin sujeción, sin leyes. ¿Quién podría darlas cuando todos eran iguales? Como el orden y la libertad no pueden conservarse sin un gobierno, ello compelió a los hombres ya reunidos a depender, por un consentimiento libre, de una autoridad pública: En virtud de este consentimiento se erigió la “Potestad Suprema”, y su ejercicio se confió a uno, o a muchos individuos del mismo cuerpo social (La Aurora de Chile, nº.1, 13 de febrero de 1812).

La pregunta, ya formulada reiteradamente, es a quiénes estaba dirigido ese discurso. No solamente respecto a quienes estuviesen o no de acuerdo con esos contenidos o comprendieran sus conceptos; también respecto a quienes efectivamente podían lle-gar a su expresión escrita. Debe considerarse que, prácticamente, entre 1812 y 1842, cuando se reabrió la Universidad, ahora con el nombre de Universidad de Chile, no existió educación superior en forma per-manente y como proyecto nacional y que, por otro lado, la cultura del libro y de los lectores estaba poco desarrollada. El norteamericano Peter Will escribió sobre quiénes habrían conocido y leído La Riqueza

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de las Naciones de Adam Smith, pero el problema es extensivo a toda la literatura ilustrada y al cómo ella podría haber sido divulgada y dada a conocer a un círculo mayor de gentes. Sabemos, por un estudio realizado sobre bibliotecas y lectores entre 1790 y 1840 que, pese a los esfuerzos de hombres ilustra-dos y de iniciativas gubernamentales, fue muy poco lo que cambió o se avanzó en estos aspectos durante esos años (Guerrero, 2006). Por otra parte, después de 1818, el Estado y sus gobernantes debieron privi-legiar la acción política directa y enfrentar el proble-ma del financiamiento público, todo lo cual significó administrar pragmáticamente la situación y dejar relegados a un futuro incierto los principios que ha-bían sustentado doctrinaria y filosóficamente la Re-volución; entre ellos, los principios de igualdad, de ciudadanía y de democracia. Una situación particular corresponde a las significaciones que pudo tener el li-beralismo español, específicamente en lo que se refie-re a las Cortes de Cádiz y a la Constitución de 1812.

Por cierto, en relación a ello, también es importante distinguir, aún para los miembros de la elite y para la mayor parte de los vecinos más acreditados de Santiago, quiénes de ellos siguieron exactamente, y con real entendimiento, lo que venía sucediendo desde 1808, no sólo en cuanto a las noticias de hechos o enfrentamientos, Carlos IV, Fernando VII, los Bonaparte, las guerras de independencia, Príncipe Pío en Madrid, las Juntas en España, el Consejo de Regencia, las Cortes, Cádiz, etc., etc., sino también respecto a lo que se discutía y a lo que se jugaba en términos de intereses, discusiones legalistas y doctrinarias, en definitiva, entre el antiguo y el nuevo régimen que se anunciaba.

¿Quién conocería, por ejemplo, los sucesos de España de 1808 y el papel de Jovellanos? Desde la cárcel en Mallorca desde 1801, éste regresó en las

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semanas siguientes al 2 de mayo de Madrid y en momentos en que rápidamente las ciudades que tenían derechos de representación en las Cortes, iniciaban el proceso de constitución de Juntas, primero como locales y enseguida como provinciales. Se trataba de una acción que no miraba sólo hacia delante, sino que enlazaba con un pasado histórico que remontaba al movimiento comunero de 1520. Para el mismo Jovellanos, ello tenía origen en los pactos que los pueblos habían establecido con el Rey. Sin embargo, al mismo tiempo, esos pueblos se habían saltado a las autoridades e instituciones tradicionales y ello rápidamente venía provocando roces con el Consejo de Castilla. Por otra parte, frente a los afrancesados y a las nuevas autoridades, Jovellanos representaba la división de España en dos: una, la que aceptaba la renuncia de Bayona; la otra, la España nacional.

Las juntas provinciales terminaron reunidas en la Junta Central Suprema que no era la creada por Fernando VII, sino una Junta nueva sobre la cual se discutía sobre su soberanía y legitimidad. Igual siguió adelante y miró hacia Aranjuez para su establecimiento en septiembre de 1808. Allí llegó Jovellanos como representante de Asturias. Allí encontró la confrontación entre la tendencia absolutista plasmada en la Regencia y la tendencia más moderna surgida en las nuevas juntas. En septiembre del mismo año, Aranjuez reunía a Jovellanos con el Conde de Floridablanca y con Valdés, el antiguo Ministro de Marina: estaban quince títulos y cuatro hidalgos, seis miembros del estamento eclesiástico y el estado llano representado por ocho juristas. Al mes siguiente, Jovellanos propuso la convocatoria de Cortes. Quizás allí comienza a desencadenarse el proceso. Para muchos historiadores actuales, allí comienzan a aparecer los primeros liberales. Jovellanos pensaba en las Cortes tradicionales. La mayoría deseaba que se prescindiera de los viejos estamentos y se dirigiera

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a todos los españoles como miembros de una Nación. Cuando finalmente se reúnen en 1810, las condiciones habían cambiado notablemente, pero esos dos años fueron cruciales para entender el derrotero tomado por los acontecimientos ya no sólo para España sino también para sus colonias americanas (Bellver Amaré, 2009:164-165).

El problema central que surge es el de la representación. Obviamente, el concepto no refleja los significados actuales ni los contenidos historiográficos vigentes en el presente sea en términos de las consideraciones sociales de la expresión vista como representación colectiva, o sea en términos de sus incidencias de carácter político. Entre autonomías, pacto social y lealtades profundas a la Monarquía, la discusión básica desarrollada entre 1808 y 1814 emerge de las fuertes tensiones, contradicciones e ideas contrapuestas de los diversos grupos de interés con algún tipo de poder o participación, política, social, económica o religiosa, dentro de las sociedades locales. El elemento común, dicho en variadas formas o a partir de diferentes acciones, es cómo cada uno de ellos, independientemente de sus más profundas convicciones o sentimientos de fidelidad, pueden tener cabida en medio de las turbulencias desatadas por los hechos, aún cuando no se tenga claridad respecto a lo que viene en definitiva. A pesar de sus diferentes interpretaciones y modos de ser utilizado en virtud de conveniencias particulares, el único elemento catalizador de todas esas energías, preocupaciones, dudas, o simplemente capacidades pragmáticas de ubicación en un período de incertidumbres, es el término representación.

La historiografía chilena poco ha considerado el problema. Recientemente lo ha planteado Sol Serrano, y lo ha hecho no por ser el único elemento válido para entender las incertidumbres y desconciertos en

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un período de vacío de poder ocupado por una serie de conflictos, “sino porque siendo fundamental, no fue visto por los padres de la historiografía chilena en el siglo XIX, por los bibliógrafos que recopilaron las fuentes de la Independencia a comienzos del siglo XX ni por la historiografía contemporánea” (Serrano, 2008: 491). Esta autora abre su trabajo observando la paradoja de que al mirar los hechos desencadenados en 1808 desde una provincia como Chile, lo que se vea sea la fortaleza de las instituciones coloniales por sobre el derrumbe de la monarquía. La resolución del conflicto, vista a través de las representaciones, la presenta a partir de sus tipos o modalidades: representación corporativa, representación territorial, representación de la unanimidad, representación de los pueblos en su fase militar. Al final del proceso, al asumirse a O’Higgins como primera autoridad y al convocar a un Senado consultivo, concluye que esto habría sido “un pequeño triunfo, antes de la derrota, de la lógica representativa de los pueblos que transitaba hacia la de los individuos por medio de la proporcionalidad y en contra de la representación unanimista, ya fuera monárquica o militar. La representación antigua mostraba toda su fortaleza, su flexibilidad para hacer un tránsito del régimen político” (Serrano, 2008:508).

Por cierto, detrás de estas situaciones se esconden una serie de otros problemas que dan forma y fondo a la transición del sistema monárquico al republicano. Entre ellos, la situación de lo que pensamos y podemos definir como liberalismo para la época. El concepto está siendo re-estudiado en la propia historiografía española y es obvio que se trata de una definición (o redefinición) compleja y de variados alcances. Es cierto, además, que la situación proviene del propio 1808, en una compleja situación de visualizar como liberales a hombres reformistas o progresistas y que, el análisis de lo realizado a través

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de las Cortes de Cádiz ha dado, a muchos, mayores fundamentos para visualizar allí el surgimiento del liberalismo. Este liberalismo, si así se puede aceptar, estuvo igualmente relacionado con el problema de la representación, y ésta, con unas respuestas diversas al vacío de poder. Como diputado suplente en dichas Cortes, sin haber sido nombrado por Santiago sino de acuerdo a los procedimientos dados para otorgar espacios a un número mayor de americanos, el chileno Joaquín Fernández de Leiva, hijo de un comerciante de la capital de esa provincia, independientemente de su formación política (todo un aspecto a estudiar en detalle, si es que ello es posible), no dudaba en reclamar que ante a la incertidumbre existente frente a las pocas definiciones dadas por el Rey ante el invasor, era necesario una pronta nueva Constitución que garantizara el ejercicio de la soberanía:

(Fernando) cuando se presente entre nosotros verá VM como llena de aplausos a este Congreso por haber sostenido sus derechos y los de la Nación; pues sólo un Rey es respetable cuando reina sobre un pueblo libre. Propongo a VM que se establezcan los principios fundamentales de la Constitución. Esta es una medida que evita las arbitrariedades de los Reyes cuando está formada por principios liberales, y no suceda que los ecos de nuestra libertad se queden en los límites de este corto recinto sin que pasen a las provincias. Hágase una Constitución buena y que ponga trabas a las voluntariedades del Rey, y entonces el más cruel de los hombres no podrá hacernos infelices (Actas de la Cortes de Cádiz, 1810, pp. 267-269).

¿Qué había pasado en Chile entre 1808 y 1812? Se sucedieron dos situaciones que corrieron en paralelo con los sucesos de España. En febrero de 1808 falleció el Presidente Don Luis Muñoz de Guzmán. La ley entregaba el gobierno al militar de más alta graduación de la jurisdicción; la Real Audiencia, mal

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interpretando el sentido legal, resolvió entregar el Poder al Regente de la misma, Don Juan Rodríguez Ballesteros, decisión inmediatamente aceptada por el Cabildo. Sin embargo, el nombramiento fue rechazado en Concepción en donde se encontraban los jefes militares de mayor jerarquía y, entre ellos, Francisco Antonio García Carrasco, que, aconsejado por el Dr. Don Juan Martínez de Rozas, ex –asesor de la Intendencia y posteriormente reconocido patriota casado con la hija de uno de los comerciantes más ricos de la región y del país, hizo valer sus derechos y ya en abril del mismo año asumía la presidencia. Hasta el momento, más que noticias de España corrían rumores, todavía nada graves. El correo de la península llegaba cada dos meses, de modo que los eventos producidos comenzaron a ser conocidos a partir del mes de agosto. Entonces se supo acerca de Aranjuez, de la abdicación de Carlos IV y de la proclamación de Fernando VII. Se anunciaba también que Napoleón se encontraba en territorio español y, en correos paralelos, se informaba de su marcha hacia Bayona, de la liberación de Godoy y de las sospechas que crecían con la presencia del ejército francés. Las noticias contradictorias dividieron a los habitantes santiaguinos: “Por todas partes no se oían más que protestas de fidelidad a la metrópoli y a sus reyes; pero mientras los españoles de nacimiento y los funcionarios de la administración creían ciegamente, o aparentaban creer, la parte favorable de aquellas noticias, y sostenían que Napoleón era el noble e invariable aliado de los Borbones de España, había algunas personas que apoyándose en las piezas que hemos recordado, anunciaban la próxima catástrofe que podía precipitar a su ruina a la familia reinante. Esta divergencia de opiniones y de esperanzas, origen de acaloradas discusiones en todos los círculos, fue la primera manifestación de los partidos que comenzaron a diseñarse muy poco más tarde (Barros Arana, 2002: 27)

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El 10 de septiembre, procedente de Buenos Aires, un nuevo correo anunciaba el arresto de Fernando y la designación de José Bonaparte en la corona española y que, mientras un gran número de altos dignatarios y cortesanos de Madrid apoyaban su gobierno, el pueblo español se levantaba en contra la dominación extranjera. A nombre del nuevo gobierno, el Mariscal Murat organizó una asamblea de notables con representación de americanos en la cual Chile no estuvo presente. El Cabildo de Santiago entró a discutir inmediatamente los medios para defender la metrópolis y al Reino de toda agresión extranjera y, de hecho, organizó todo un plan para ello, incluyendo aumentar las cargas tributarias. Sin embargo, en medio de esta exaltada lealtad y fidelidad al Rey cautivo, surgían serios cuestionamientos en contra de la Junta de Sevilla y en busca del verdadero rol que debían jugar las colonias. En todo caso, en medio de esas diferencias y controversias, el Cabildo intentó canalizar la defensa de Fernando VII. En septiembre de 1808, celebró la proclamación del Rey y, al mes siguiente, circuló proclamas para recoger donativos en su causa y, además, reconoció a emisarios americanos enviados por la Suprema Junta de Sevilla.

La segunda situación que se fue produciendo fue el paulatino y constante alejamiento entre el Presidente de gobierno y el Cabildo de Santiago. Por diversas razones y ante situaciones específicas que se manejaron con criterios muy diferentes, García Carrasco aumentó su desprestigio dentro del mundo santiaguino y a tal nivel que el órgano municipal decidió nombrar un apoderado que desde España le mantuviese directamente informado de los sucesos que fuesen ocurriendo. Con acuerdo del 2 de diciembre de 1808, ese apoderado representaría

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los sentimientos de lealtad, amor y eterna obediencia con que se ha manifestado esta capital y todo el reino, especialmente en medio de los acontecimientos del día, implorará su real beneficencia a favor de los habitantes de Chile, de su comercio, agricultura y demás ramos, procurará las preeminencias importantes del Cabildo que lo nombra, y hará en fin cuantas gestiones e instancias convengan con arreglo a los poderes plenos que se le extenderán, a las instrucciones que por ahora se le comunican y a las que se le dieren en adelante (Barros Arana, 2004: 59).

Muy interesante es el hecho de que como

representante del Cabildo fuese elegido don Joaquín Fernández de Leiva, hijo de un comerciante santiaguino, abogado, que había desempeñado sus oficios en la Universidad de San Felipe, en el Tribunal de Minería y en la Secretaría del mismo Cabildo. En lo inmediato, García Carrasco observó muy negativamente dicha decisión y pensó que el Cabildo optaba por un movimiento criollo o antiespañol; en el corto plazo, Fernández de Leiva, como hemos señalado anteriormente, llegó a tener una destacada participación como diputado suplente de Chile en las Cortes de Cádiz.

A fines de diciembre se conocían las nuevas noticias respecto a la expulsión de los franceses y a la constitución de una Junta Central constituida en Aranjuez en el pasado septiembre y que exigía su reconocimiento por parte de las provincias americanas como depositaria del poder real. Ello confortaba a quienes esperaban reformas liberales en el gobierno, pensando que la crisis debía ser el origen de ciertos cambios que moderaran el absolutismo hasta entonces conocido. En ese ánimo, el Cabildo santiaguino prestó solemne declaración de vasallaje a esa Junta Central en enero de 1809, pero por las noticias siguientes conocieron las nuevos avances de

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Napoleón, la ocupación de Madrid y el repliegue de la Junta a Sevilla. Sin embargo, cuando ésta solicita representantes americanos aduciendo que no se trata de colonias o factorías sino parte esencial e integrante de la monarquía española, las reacciones surgidas a nivel local no fueron en los términos esperados. Desde Concepción, el ya citado Dr. Rozas miraba con desconfianza dicha determinación y presagiaba que pasada la crisis, se reestablecería igualmente el antiguo despotismo. Junto con ello se criticó la mínima proporcionalidad entre el número de los diputados americanos en relación con los de la península y, además, la situación se agravó por la inusitada reacción negativa de García Carrasco y la demora en meses en que incurrió antes de transmitir el documento al Cabildo que debía ejecutarlo. Ello aumentó los distanciamientos entre ambas autoridades y se agravó por uno de los decretos de la Junta Central, en febrero de 1809, con la ratificación del nombramiento de García Carrasco como Gobernador de Chile. De allí en adelante, las diferencias fueron mayores y el Presidente aumentó sus recelos contra todo lo que pudiese advertir como crítica a su gobierno o pérdida de las lealtades hacia la monarquía (Barros Arana, 2002: 43-80). Al finalizar 1809, la intranquilidad había tomado fuerza y el descontento hacia la administración local aumentaba considerablemente. Producto de sus temores y de sus criterios políticos, la posibilidad de que Chile tuviese un representante directo, y por elección, ante la Junta Central nunca se hizo efectiva y que, en consecuencia, en Cádiz no hubiese representación legal chilena excepto por la presencia de dos diputados suplentes en las Cortes que fueron designados a partir de los procedimientos de la propia Junta Central. Por otra parte, una serie de situaciones acontecidas a lo largo de 1810, entre las cuales se contó la intención de expulsión del país de tres connotados vecinos santiaguinos, culminaron en la destitución de García

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Carrasco, la toma del poder por parte de un viejo comerciante local, el Conde de la Conquista don Mateo de Toro y Zambrano y el llamado a Junta de Gobierno el 18 de septiembre de 1810. Allí don Mateo abdica a su posición como gobernador y es nombrado inmediatamente como Presidente de la nueva Junta. Quizás con bastante ruido, pero en forma bastante pacífica, se iniciaba la transición hacia el proceso de independencia del país.

Nuevamente, el Cabildo santiaguino fue el centro de los hechos y desde allí surgieron las acciones que condujeron a la Junta de septiembre de 1810. Que dicho Cabildo representara los anhelos del pueblo o fuese el bastión de los mercaderes de la época es una cuestión que merece ciertas discusiones y precisiones (Salazar, 2005: 84-93), pero no hay duda de que se constituyó efectivamente en el ámbito legítimo del conjunto de las teorías políticas traducidas en acción concreta respecto a la soberanía. Allí, el 14 de septiembre, se conoció el dictamen del Procurador General de la ciudad, don José Miguel Infante, sobre el reconocimiento al Supremo Consejo de Regencia instalado en la Metrópolis. Partía señalando que su profesión de abogado le obliga estrechamente a exponer con libertad el derecho en todos los casos [en] que se le exige dictamen acerca de lo que en éste se dispone y respecto a ello, después de hacer una sucinta descripción de los hechos acontecidos, señalaba que la Suprema Junta Central, al constituirse no había cumplido con lo establecido al exceder su número de integrantes: Las leyes emanan únicamente de la soberanía y sólo a ella toca el alterarlas, sin que a esto pueda tener derecho el unánime consentimiento de los pueblos: asentar lo contrario sería vulnerar los derechos de la Majestad. Incurrida en esa falta de legalidad, ¿cómo podría transmitir lo que no tenía?:

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Aunque no por esto (repito) creo que el noble corazón de los señores vocales que la componían fuese capaz de abrigar una sola idea de infidelidad al Rey y a la Patria; pero sí basta para no asegurarse en lo contrario, deduciendo de aquí que aún cuando hubiese tenido una representación legítima de la soberanía, como no había todavía sincerado su conducta contra las imputaciones del pueblo, mal podía depositar su autoridad en el Supremo Consejo de Regencia que instaló… Estos son los fundamentos que me impelen a opinar que el Supremo Consejo de Regencia no es legítimo… cree el exponente que el mismo Supremo Consejo no ha tenido a bien expedir su real despacho con todas las formalidades que son necesarias… Esto supuesto, parece al que representa que puede VS informar al muy ilustre Señor Presidente se esperen ulteriores y más autenticas órdenes que emanen del mismo Consejo de Regencia, como es necesario para proceder a su reconocimiento, trayendo a consideración que la Suprema Junta de Sevilla, no obstante haber sido reconocida y aclamada por muchos más pueblos de la Metrópoli, no se juró en los de América (Cabildo de Santiago, Actas, 14 de agosto de 1810).

Ante dichos predicamentos, y advirtiendo el Ca-bildo la variedad de opiniones existentes y pensando especialmente en el mayor bien de la Nación y en la tranquilidad pública, acordó se informase al Superior Gobierno que por estas consideraciones se recono-ciese dicho Supremo Consejo de Regencia mientras exista en la Península, del modo que se ha reconocido por las demás provincias de España, sin que se haga juramento, como otras veces se ha hecho, reservada-mente; y constando esto para la mayor seguridad y defensa común (Cabildo, 14 agosto 1810). De aquí en adelante la situación se comenzó a agravar y ello ocurrió especialmente por la diversidad de opiniones que comenzaron a circular, y siendo tan notorios los partidos y divisiones del pueblo, con que peligra la tranquilidad pública y buen orden, el 11 de septiem-

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bre, el Cabildo, nuevamente, se dirigió al Presidente del gobierno a objeto de solicitarle nuevas medidas e incluso a proponerle, ya directamente, la instala-ción de una Junta Gubernativa ante lo cual éste dic-taminó que para cautelar los males expuestos por el patriotismo y celo de la Municipalidad, se publique por bando que no se trate por persona alguna, ni en corrillos, ni en casas particulares, de proyecto algu-no que diga oposición a las órdenes del Consejo de Regencia, ni sobre instalación de Junta, descansando en el cuidado y esmero con que se tomarán las pro-videncias más convenientes para la conservación y beneficio del reino (Cabildo, 14 agosto 1810). Quizás éste fue el momento de inflexión del proceso. El Pre-sidente, Mateo de Toro y Zambrano, intentó parar de una vez la dinámica de lo que venía ocurriendo, no lo consiguió, o ya no tenía fuerza o sencillamente las cosas habían tomado su propia inercia. El 13 de sep-tiembre, el mismo Ayuntamiento seguía recogiendo el aumento de los rumores públicos, las mayores pre-siones por establecer una Junta de Gobierno y las de-fensas de quienes pensaban que había que preservar el orden existente. No obstante, no había retroceso posible. El Cabildo debió insistir en sus pretensiones y, finalmente, el Gobierno debió aceptar la convoca-toria a Cabildo abierto para el 18 de septiembre, fecha en la cual, como se ha señalado, no sólo se constituyó una Junta de Gobierno sino que además se inició el proceso que culminaría con la Independencia Nacio-nal. No obstante, algo importante de considerar: el 17 de septiembre, en la noche, 125 vecinos se reunie-ron en la casa de uno de los hijos del Presidente Toro y Zambrano. Allí se decidió que a la mañana siguien-te debía elegirse una Junta de Gobierno compuesta por 5 individuos, ninguno de ellos perteneciente al Cabildo. Para Salazar, tal decisión implicó que la Jun-ta conformaría un gobierno nacional restringiendo al Cabildo de Santiago al gobierno local; la soberanía continuaba de ese modo arraigada en lo local, en tan-

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to que la Junta iniciaba la instalación de un sistema de representación política supra-local, primer paso para establecer el Cabildo de los cabildos, o futuro Estado Nacional” (Salazar, 2005: 95).

La representación. Seguramente fue uno de los vocablos más utilizados y al cual más se apeló para explicar las difíciles teorías para la mayoría acerca de la soberanía de los pueblos y de los derechos a gobernarse en ausencia de la autoridad legítima. El problema es que para un número creciente de criollos no se trataba sólo de ello, no se trataba de pensar en la autoridad legítima sólo en términos exclusivos de lo atingente a un régimen monárquico, sino también a un cambio de gobierno que llevase a otras formas como las republicanas. En todo caso, para el momento, 1808-1810, por ejemplo, la representación tenía que ver fundamentalmente con el derecho a estar representado; después de 1810 con los procedimientos para elegir representantes, es decir, con participación en el gobierno. El problema no era nuevo. Ya en la Inglaterra del siglo XIII, la representación surgió como un modo de facilitar y obtener el consentimiento al gobierno del Rey. La manera en la que un grupo de súbditos fue convencido por primera vez para aceptar que uno de ellos iba a sustituirlos a todos no está totalmente clara, pero sí existe una buena literatura sobre los desarrollos seguidos dentro de la monarquía constitucional y va desde las votaciones de municipio hasta la posibilidad de llegar a la Cámara de los Comunes. El ejemplo de la Independencia de los Estados Unidos a partir de la constitución de un cuerpo de representantes de cada una de las colonias, muestra una larga experiencia que se venía conformando desde mucho antes (Morgan, 2006). Para Chile, en un libro ya clásico, su autor pensaba en que el Cabildo, el de Santiago en particular, había arrastrado las representaciones locales y el derecho a representar sus inquietudes

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directamente hacia la Corona. Fruto de ello, “fue la fuerza y madurez políticas de ciertos grupos criollos y no su inferioridad e inexperiencia el factor mas activo de la revolución… Trátase, pues, de la culminación de un proceso con raíces en la Conquista; no de un salto que sería por lo demás incomprensible, si realmente hubiese existido ese régimen de marasmo y despotismo, de timidez criolla y de unánime respeto por el rey” (Alemparte, 1966: 294-295). Como sea, el problema conceptual radica no en saber cómo los criollos entendían sus posibilidades y sus capacidades de representación durante el período colonial, sino más bien cómo lo vendrían a entender a partir del inicio del proceso que les llevaría a la Independencia.

Queda ya dicho que frente a la Junta Suprema y a las Cortes de Cádiz, Chile no tuvo representantes directos, de modo que a partir de 1810 el asunto particular fue el cómo resolver en forma efectiva el ejercicio de la soberanía a partir de un gobierno legítimamente constituido desde y a partir de unos pocos, pero con el objetivo de ser un gobierno de las mayorías. La constitución de la Primera Junta Nacional de Gobierno, en nombre de Fernando VII, la del 18 de septiembre de 1810, fue producto de la resolución de los vecinos más pudientes y acreditados de Santiago, invitados por esquela oficial del Cabildo y reunidos en el Cabildo bajo la forma de Cabildo abierto. En pocos meses, esa Junta recibe los ímpetus y los zarandeos de las diversas corrientes que se fueron organizando, pero en su corta vida estableció la existencia del Congreso Nacional. Éste se constituyó el 4 de julio de 1811 y, previamente, en base a principios de representación nacional se estableció un número de 36 diputados elegidos en proporción a la población de cada distrito. Podían ser elegidos por tales, habitantes que por sus virtudes patrióticas, talentos y acreditada prudencia hubiesen merecido el

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aprecio de sus electores, personas mayores de 25 años, que por fortuna, empleos, talentos o calidad, gozaran de consideración en los partidos en que residieran. Posteriormente, José Miguel Carrera, en una primera asonada, irrumpió violentamente en la sesión del Congreso y logró cambiar a algunos de los diputados poniendo en su lugar a personas más decididamente patriotas y enseguida, el 2 de diciembre del mismo año procedió a disolverlo.

No obstante, las elecciones para dicho Congreso no estuvieron exentas de dificultades y en octubre de 1810, cuando se pensaba precisamente en las primeras convocatorias para la elección de sus diputados, el Procurador General se había dirigido al Cabildo capitalino para expresar sus inquietudes respecto de lo que observaba al respecto: desde el día que se instaló en esta capital la Junta Superior de Gobierno, ha oído con bastante amargura el empeño que se hace para obtener el nombramiento de diputados de las demás ciudades y villas del reino, en tanto grado, que ya se nombran los que hayan de ser, contando para esto con el influjo que tienen algunos sujetos para ganarse partido. Horror, a la verdad, causa este detestable modo de pensar. En una época en que todo debe respirar desinterés y patriotismo, no faltan quienes traten de sólo su negocio y de sacar ventajas, sin atender al detrimento que a la causa pública infieren. Si aún no se han librado convocatorias para que vengan dichos diputados ¿cómo podrá oírse sin enfado el que ya se cuenten muchos de los que hayan de ser? Esto es hacer que preceda el nombramiento a la elección; es quitar la libertad a los pueblos de verificarla en los más dignos y que con mayor pureza representen sus respectivos derechos, atendiendo sólo al bien común, del que emanará, seguramente, el de cada individuo en particular (Cabildo de Santiago, 2 de octubre de 1810).

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Así entonces, entre ideas y acciones políticas propiamente tales, con las primeras elecciones de nuevo régimen. ¿Se puede hablar de un primer liberalismo? Difícil es precisarlo; ¿influencias de Cádiz y de los discursos reformistas que desde allí se extendían? Difícil constatarlo. Interesantes, en todo caso, los esfuerzos que abren las urnas, que comienzan a extender los principios de generación popular de las autoridades políticas y que reiteran las bases de la representación como elemento central de la organización política. Por cierto, los discursos avanzaron mucho más aceleradamente que las realidades a que dieron lugar. En 1811 se dictó un Reglamento Electoral para establecer la ciudadanía legal y los procedimientos para las elecciones en manos de los cabildos locales. El 4 de mayo de 1811 fue precisamente el Cabildo de Santiago quién invitó a la elección de diputados llamando a votar en la Sala de Juntas “donde espera los votos por escrito en dos cuartillas de papel, una para los doce diputados propietarios, y otra para los doce suplentes. Durará la elección desde las 7 hasta las 12 del día, y no más. Desde esta hora principiará el escrutinio hasta que resulten y se publiquen los sujetos electos, advirtiéndose que, al tiempo de dejar los votos, deberá entregarse esta esquela, para con ella acreditar el convite” (Urzúa Valenzuela, 1992: 13). Importante paso, pero no suficiente. A pesar de otros intentos y clarificaciones respecto a ciudadanía y electores, los hechos militares y políticos fueron postergando o rectificando las decisiones tomadas y, a tal punto, que sólo en 1823 se llegó a especificar, con bastante prolijidad, los requerimientos para ser ciudadano elector: 1º, ser natural o residente en el partido por lo menos cuatro años; 2º, tener 24 años cumplidos, o menos, si fuera emancipado; 3º, saber leer y escribir, y gozar de su razón; 4º, además, uno de los siguientes: a) poseer una propiedad inmueble, b) un giro de 3.000$ para arriba, c) algún grado

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literario en alguna Facultad, o licencia para alguna profesión científica, d) ser eclesiástico secular, e) tener sueldo o pensión del Estado que llegue a 300$, f) obtener algún cargo honroso, aun sin sueldo, g) haber ejercido algún cargo concejil, h) tener grado militar de milicias, alférez hacia arriba, i) ser maestro mayor de un oficio (Urzúa Valenzuela, 1992: 20-21). Aún cuando el análisis al respecto necesitaría de mayor profundidad, es evidente que el concepto propiamente tal de representación seguía siendo restringido y los principios ilustrados se adecuaban o simplemente se soslayaban a la hora de ejercer efectivamente el poder.

Alcanzada la Independencia, y aún antes,

en pleno proceso hacia la misma, asomaron los problemas de fondo. Uno de ellos, la relación liberalismo-ilustración-Iglesia, fundamentalmente desde el punto de vista de la posición de esta última en lo referido a hombre-cuerpo social y Estado. Llama la atención que Simon Collier se refiera al punto en sólo dos ocasiones mientras que Salazar, en variadas oportunidades, registra el hecho de que religiosos y curas santiaguinos o de provincias sin tener una clara representación de la Iglesia como institución, están permanentemente participando en el debate político de la época o son convocados por el gobierno de Santiago a ser elegidos como representantes al Congreso. Por ejemplo, en Carrera hay continuas alusiones al papel de frailes y curas; O’Higgins no dudó en desarrollar intervención electoral apoyando o determinando candidaturas de curas al Congreso (Salazar, 2005, 116-122, 165).

En este punto, me parece fundamental el tratamiento de la secularización proveniente de la Revolución Francesa, particularmente respecto al rol y a las fidelidades que deberían prestar los religiosos, primero al Estado, después a la Iglesia

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y cómo ello es presentado, por ejemplo, a través de la Aurora de Chile y discutido en términos de ser primero religiosos y después ciudadanos o viceversa. No obstante la situación ya se había dado en la propia España. En las llamadas guerras de Independencia de 1808 a 1813-14, el clero tuvo enorme participación, no sólo por su división entre jansenistas y no jansenistas, entre liberales y progresistas, entre el clero jerárquico y los curas de pueblo, sino en cuanto a particulares sentimientos y sensibilidades. Los curas de misa y olla, campesinos, aunque faltos de teología, tuvieron una experiencia revolucionaria importante (Gil Novales, 1981: 267). Esta situación, poco o casi nulamente estudiada en el caso de Chile, merece una atención especial. En otros términos y con diferentes objetivos, Serrano y Jaksic nos entregan indirectamente datos muy interesantes, por ejemplo, según la documentación oficial, aún cuando su estudio se refiere especialmente al período posterior a 1830, la dificultosa comunicación existente entre la jerarquía y los curas párrocos. De allí que se señale, que dicha jerarquía, liderada por el Arzobispo Valdivieso, se debió abocar a un “muy serio esfuerzo de organización y disciplinamiento interno entre 1840 y 1860... (que) respondía también a la necesidad de defenderse tanto del regalismo estatal como de la naciente opinión liberal” (Serrano y Jaksic, 2000: 449-450). ¿Cuál sería la situación entre 1810 y 1830?; ¿qué nivel de diferenciación existiría entre definiciones políticas y doctrinales? Obviamente estas preguntas tienen un trasfondo muy importante en la composición social, económica y cultural del clero secular, para la época muchísimo menos estudiado que el clero regular. Una observación interesante de considerar sobre los vaivenes de la Iglesia por las tensiones entre liberales y conservadores. Ya en el Proyecto de Constitución de 1812, por ejemplo, se dejaba un Título completo dedicado el estado eclesiástico de la República. En el texto se observaba a los religiosos como ciudadanos,

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súbditos del gobierno, sujetos a la calificación por su civismo, mérito y costumbres. La República no debiera permitir eclesiásticos seculares o regulares que necesitaran distraerse de sus atenciones espirituales y sagradas para alcanzar una honesta y cómoda subsistencia, prohibiéndose además a las Congregaciones admitir más religiosos de los que pudieran mantener con sus ingresos. En otra situación, en 1824, Ramón Freire separó de la diócesis al Obispo Monseñor José Santiago Rodríguez Zorrilla para entregar la sede a José Ignacio Cienfuegos, de la línea patriota, que lo ejerció primero con mandato de la autoridad civil y posteriormente con apoyo del Cabildo eclesiástico y que siendo además miembro del Congreso Nacional, como Vicario Capitular presentó un proyecto para la elección popular de los párrocos el cual, siendo aprobado como ley en julio de 1826, provocó tal impacto y desórdenes que debió ser anulado siguiendo la renuncia del prelado. Obviamente, el clero estaba tan dividido como la sociedad civil2.

El problema básico está en relación con la tradición regalista de la Corona y con la decisión de salvar la situación con la presunción del poder estatal sobre la Iglesia. En Chile, como casi a lo largo de América Latina, pese a un momento álgido del liberalismo doctrinario, imperó la visión de la Iglesia católica, apostólica y romana como religión oficial del Estado. Sus fundamentos estaban basados en que en el Estado descansan las bases del orden ciudadano y de la nación. No obstante, en ello precisamente, estuvo el origen de todos los problemas que se sucederían en el

2 Un reciente estudio de María Inés Concha C., La sede epis-copal de Santiago de Chile a mediados del siglo XIX. Aspectos de la vida cristiana a través de las visitas pastorales, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso 2007, se refi ere muy en general a estas situaciones a modo de Introducción y contextua-lizaciones generales, sin entrar a detallar aspectos específi cos.

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tiempo. A diferencia de ello, queremos contraponer en el análisis la situación de los Estados Unidos en donde los constructores de la nación, entre ellos Jefferson y Lincoln, impusieron más bien un pensamiento deísta que separaba las funciones políticas y religiosas en dos ámbitos particularmente diferentes. La base doctrinal de su posición fue de carácter moral. Desde una perspectiva política, fue el sentido moral de los hombres que le posibilitaban su self-governing. Jefferson sostenía que este sentido era lo que posibilitaba a los individuos para dar una dirección moral no sólo a sus propias vidas sino también al Estado. Por otra parte, él insistía en que sólo aquellos que fervientemente creían en el pecado original de la humanidad eran los mismos que pensaban a los hombres y al Estado como dependientes de fuerzas morales extrahumanas o divinas tal como el reino cristiano ungido y enviado por Dios vía la Iglesia, la propia Iglesia, o por la Escritura de la cual la Iglesia es su guardiana. Señaló al Congreso que aprobó la Declaración de Independencia …creemos ... que el hombre es un animal racional, dotado por naturaleza con derechos, y con un innato sentido de justicia y que podía retraerse frente al mal y protegerse en derecho, a través de poderes moderados, entregados a personas de su propia elección, y tomar sus responsabilidades dependiendo de sus propios deseos. Décadas más tarde, a comienzos de los años 1860, Lincoln mantenía similares conceptos. Decía que el país mantenía y tenía el propósito de mantener los derechos de la naturaleza humana y la capacidad del hombre para su autogobierno: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Los hombres deberían gobernarse por sí mismos, no Dios, su Iglesia, su Escritura, su clero o su Rey (Jayne, 2007: 145-146).

Nuestro análisis no va por el lado del tratamiento

teológico ni filosófico, sino más bien por considerar los fundamentos doctrinarios a través de los cuales

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las relaciones Estado-Iglesia fueron tan diversas entre lo sucedido en Estados Unidos y en el caso latinoamericano. Tampoco se trata de argumentar equívocos o de considerar valoraciones histórico-morales para los actores que en definitiva fueron decidiendo dichas relaciones. En un reciente libro de Jaksic, ciertas reflexiones o comentarios de norteamericanos de comienzos del siglo XIX ofrecen una manifiesta intención de sobreponer unas iglesias sobre otras. Henry W. Longfellow, en carta dirigida a sus hermanas en 1828, no dudaba en asimilar al pueblo de los dominios papales con la esclavitud: en Roma el pueblo vivía tan miserablemente que los esclavos negros en los precintos de los estados sureños son sus pares en libertad, e infinitamente superiores en cuanto a comodidad. Por su parte, William H. Prescott, señalaba que los protestantes estadounidenses del siglo XIX entendían que el propósito de los rituales católicos era estimular los sentidos antes que el entendimiento, lo cual explicaba diciendo que, la Comunión Católica Romana tiene, debe admitirse, algunas claras ventajas sobre el protestante para los propósitos del proselitismo. La pompa deslumbrante de la misa, y la tierna apelación a los sentidos afectan la imaginación mucho más que las frías abstracciones del Protestantismo, las que dirigidas a la razón, exigen un grado de refinamiento y cultura mental para ser comprendidas por su audiencia. Según el mismo Jaksic, es claro que Prescott estaba interesado en demostrar la superioridad de sus propias creencias protestantes unitarias (Jaksic, 2007: 221 y 341), pero eso no es lo que nos interesa discutir aquí.

Una situación concreta corresponde al peso de la tradición de la Iglesia en los nuevos estados hispanos, otra al problema de precisar cuáles fueron en efecto las influencias, y sobre quiénes, del ejemplo norteamericano. En todo caso, estos nuevos Estados, y entre ellos el Estado de Chile, después de un par de

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décadas de discusión sobre el particular, terminaron rápidamente por convenir no sólo una situación de tratamiento específico de la Iglesia católica, apostólica y romana como religión oficial del Estado, pero con ello igualmente pusieron en un estadio subyacente la discusión liberal sobre los derechos naturales del hombre y los ciudadanos y convinieron un discurso y una acción política que se fue alejando rápidamente de sus raíces originarias.

En estos aspectos, nuevamente conviene una relectura de las ideas y políticas de la Independencia tal como las trató y estudió Simon Collier, fundamentalmente desde un punto de vista socio-cultural y generacional. El pensamiento liberal, representado, por ejemplo, en don Juan de Egaña efectivamente tuvo otros cultores, pero hay que pensar igualmente si los llamados padres de la patria tenían un similar y profundo desarrollo ideológico o si más bien eran hombres de acción enfrentados, además, a decidir sobre la marcha. En este sentido, es necesario también detenerse un poco más detalladamente sobre el período liberal de Ramón Freire. Más que en términos de sus hechos políticos, en cuanto a su pensamiento laico y sus razones para intentar reorientar el proceso por otras veredas que le alejaban de lo que venía sucediendo. Evidentemente, no tiene éxito, pero ello no se debe sólo al balance propiamente gubernamental de su gestión, sino también a un problema de tiempos no siempre apropiados para sus proyectos.

Otro problema en la situación concreta de las relaciones Estado-Iglesia, es que ellas se orientan cada vez más por el lado de la discusión sobre los bienes materiales, algo que naturalmente procedía desde los propios últimos tiempos monárquicos, especialmente con la firma del Decreto de Amortización del 26 de diciembre de 1804 que

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buscó, aunque sin gran éxito, someter las capellanías y fondos píos a la jurisdicción real. Es importante visualizar, considerando los contextos doctrinarios tratados anteriormente, el cómo los nacientes estados republicanos, los gobiernos chilenos en particular, aún siendo conservadores en sus principios generales (excepción marcada de Freire), comparaban sus propias arcas con las potencialidades y posibilidades que implicaría mantener el patronato sobre la Iglesia, no por cuestiones estrictamente religiosas, sino fundamentalmente por lo que ello significaría desde el punto de vista de la administración y posesión de sus bienes materiales. En este sentido, surgió también una actitud bastante pragmática por parte de los gobernantes. Conocemos los hechos, más bien los intentos de enajenación y control de las riquezas materiales de la Iglesia, pero detrás de todo ello, interesa mucho más ubicar el problema específico del patrimonio eclesial en relación a las políticas estatales y a las motivaciones y requerimientos de éstas exteriorizadas precisamente en la legislación tendiente a alcanzar esos fines.

Hay dos cuestiones fundamentales que no se pueden soslayar en cualquier análisis sobre el particular. En primer lugar, está el hecho de saber si efectivamente la Iglesia chilena estaba a la altura de lo que se suponía que poseía y cuánto de lo que poseía podía ser concretamente cuantificado. Se necesita entrar en especificaciones poco más precisas acerca de lo que sabemos. Se trataba, como sigue siéndolo, de una sola Iglesia, pero al mismo tiempo muy diversa en sus posibilidades y potencialidades económicas, no sólo en términos regionales o locales, sino también en las diferenciaciones entre el clero secular y el regular. A la vez, en el último caso, la conformación de sus riquezas estuvo condicionada no sólo por las actitudes y presencia de las diferentes Ordenes existentes, sino también con los grados de popularidad logrados

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en el interior de la sociedad, grados posibles de ser advertidos en las relación censos-capellanías que manejaban y en su materialización en los montos de riqueza disponible (Cavieres, 2004: 135-154). Aún cuando se sigue haciendo necesario el tratar de dimensionar esta riqueza con el objeto de poder observar más fehacientemente la verdadera situación existente al tiempo de la variedad de proyectos destinados a desamortización de bienes eclesiásticos, hay que subrayar que prácticamente no se ha escrito nada en relación a los bienes materiales del clero secular, salvo biografías de personalidades. De más está señalar la importancia que tendría comenzar a construir una estadística de los costos de la Iglesia y el clero secular para el Estado durante el período en estudio, al menos en sus lineamientos generales.

En segundo lugar, pero básicamente en relación con lo anterior, está el replanteamiento de las relaciones de la Iglesia con el nuevo Estado, tanto desde los puntos de vista político y social como desde lo estrictamente económico. En ello se puede indicar la necesidad de estudiar el pensamiento y las políticas de cada uno de los nuevos gobiernos respecto a la Iglesia, el mantenimiento del poder y la autoridad política del Estado sobre la administración eclesiástica y la búsqueda de formas consensuales de utilización de al menos parte de los bienes religiosos sin que se haya llegado a la expropiación definitiva, situación lograda fundamentalmente a propósito del reforzamiento de las obras pías y, muy especialmente, a partir del compromiso, reiterado a través de las primeras décadas de la República, de una preocupación particular en el financiamiento y desarrollo de la educación pública. También debe consignarse el cómo, la propia Iglesia, más bien las Ordenes conventuales, fueron expropiando sus propios haberes, usualmente bienes inmuebles urbanos y cómo, en algunos casos, se siguieron buscando fórmulas eficientes para convertir

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antiguas dependencias conservadas bajo las formas tradicionales del censo en instrumentos de créditos e inversiones más modernas. En este caso, las mayores incidencias se pueden observar en el clero secular, especialmente por la particular situación de que sus miembros, de acuerdo a sus propias condiciones familiares, sociales y económicas estaban básicamente insertos, política y religiosamente, entre dos poderes: el poder civil representado por el Estado y el poder religioso representado a su vez por la Jerarquía eclesiástica.

Desde una perspectiva social, hoy en día, los nuevos análisis sobre Independencia y formación de las Naciones Estados, no sólo en términos de la historia europea o norteamericana, sino también para el caso de América Latina, hablan de otras perspectivas de análisis, disminuyen el efecto de corto tiempo de las experiencias de emancipación y subrayan los diversos procesos, largos, que están bajo los hilos conductores no sólo del surgimiento del Estado como institución, sino muy fundamentalmente sobre las relaciones de identidad y nuevos patrones de conductas, comportamientos, establecimientos de nuevas disciplinas y controles, etc. Surge el Estado Nación, pero también se construye la nacionalidad, se inventa un nuevo concepto de pueblo y se desarrollan nuevas formas de sociabilidad popular, de representaciones colectivas y de relaciones con las elites y grupos de poder.

Al terminar el siglo XVIII, según un conocido escrito de Guillermo Feliú Cruz, la sociedad chilena, en sus diferentes jerarquías, se cimentaba sobre dos grandes principios místicos que, sin embargo, mostraban pérdidas de sus antiguas consistencias: los dogmas de la majestad real y el de la majestad divina. Las costumbres patriarcales comenzaban a transformase producto de hábitos y sentimientos

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extranjeros vinculados con familias chilenas. Casi tres cuartas partes de la población era mestiza, con una vida ruda y triste, sin horizontes. Sobre ella, los criollos constituían “el elemento básico de la civilización europea, lo nacional genuino de la Colonia… Era la elite intelectual, por misérrima que fuera”. Jerarquía, virtudes, sobriedad y tenacidad, individualismo, falta de solidaridad social con las clases inferiores, serían elementos constitutivos de éstos (Feliz Cruz, 1971: 215-222).

Sobre estas y otras diferencias sociales, el mismo Feliú Cruz destacaba los sentimientos de patria y “chilenidad” formados a comienzos del siglo XIX. No sólo se refería a las división de la sociedad chilena experimentada entre 1810 y 1814 entre partidarios y enemigos de la emancipación, situación que igualmente había alcanzado a los elementos de la clase baja que servían los intereses de sus patrones según las consideraciones de aquellos, sino también a las nuevas construcciones ideológicas que adoptaba la mayoría de la clase alta del valle central y gran parte de sus relacionados del Norte, en Copiapó y La Serena, igualmente favorables a la Independencia. Según Feliú Cruz, “el roto se incorporó enhiesto y vengativo para el combate. Todos sintieron y comprendieron que con la defensa del patrón resguardaban lo propio, la casa, el rancho, el trabajo, la herramienta. Al fin, los españoles no representaban lo propio y sus autoridades, crueles y altaneras, eran ajenas al país. Fue este el primer sentimiento, vago, pero firme, de la nacionalidad que entrevió el pueblo en el concepto de Patria” (Feliz Cruz, 1976: 151). Agregaba que los patrones fueron inculcando la idea de patria vinculada a la tierra en donde se había nacido y que el guaso campesino había formado un lenguaje característico por la intención, y profundo por las experiencias seculares.

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Aceptando o discutiendo las afirmaciones ante-riores, ellas se refieren a caracterizaciones de la socie-dad en un momento determinado y no necesariamen-te a las lógicas del funcionamiento de las relaciones entre los sectores sociales descritos. Obviamente no es posible aceptar un cambio de actitudes profundas en un lapso corto de tiempo, incluso cuando se pro-ducen fenómenos bastante “anormales” como segu-ramente se observaban los movimientos juntistas en 1810. Posiblemente, para la gran mayoría mestiza y para muchos criollos que calzaban con los juicios de Feliú, no era posible ni fácil darse cuenta por donde se desarrollaban los acontecimientos y menos aún atisbar hacia donde se dirigían.

Por el contrario, pese a los impactos de la coyuntura napoleónica y a las malas decisiones de la Corona española, no hay duda alguna de que la Independencia no fue una acción espontánea, sino que respondió a todo un proceso que se fue gestando internamente a partir de la conjunción de requerimientos de la modernización del siglo XVIII como en torno a las nuevas discusiones políticas y filosóficas sobre las relaciones del Estado con la sociedad que fueron, además de los efectos de las circunstancias políticas, creciendo dialécticamente en la medida que la nueva expansión capitalista del comercio superaba abiertamente las restricciones impuestas por el orden colonial.

El contexto más general de análisis habla de relación con la base doctrinaria del discurso independentista, especialmente en lo que se refiere a las ideas básicas referidas a la naturaleza del hombre, del cuerpo social y del papel que le corresponde al Estado respecto de ellos. Uno de sus temas centrales, que puede ser tratado, si no en términos profundos, al menos desde otras perspectivas a las conocidas, es el liberalismo en términos de sus raíces ilustradas que

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inciden en los derechos y libertades individuales tanto como en las relaciones entre estado y las instituciones, en particular con la Iglesia. El problema, en realidad, es uno sólo: en la medida que emerge la sociedad civil, la relación del individuo con el Estado, teóricamente se resiente por la intermediación corporativa y por ello un problema muy importante es la nueva centralización del Poder en el Estado Republicano, con otros fundamentos y legitimaciones, pero igualmente centralista. Precisamente, Salazar ha focalizado su enfoque en visualizar de qué manera la tradición corporativa de los Cabildos, “democracia de los pueblos”, se estrelló con el militarismo y el “oligarquismo” del Poder Central, especialmente considerando los intereses económicos existentes detrás de ambas instancias lo cual, efectivamente, explica parte importante de los conflictos suscitados, aún cuando bien puede pensarse, igualmente, que las representaciones no tenían que ver necesariamente con grupos definitivamente independientes o antagónicos per se, sino simplemente como naturales divergencias de opinión y de modos de ser ocurridos al interior de un mismo grupo. En todo caso, de los planteamientos de Salazar se pueden deducir razones para explicarnos por qué el liberalismo filosófico y doctrinario terminó rápidamente siendo superado por un tipo de liberalismo económico sin grandes preocupaciones doctrinarias por el cuerpo social.

Este estudio, más que una descripción acabada

de una historia particular y de sus detalles, tiene por objetivo el ordenar problemas y elementos de análisis que permitan hacer nuevos planteamientos y redescubrir, más a fondo, lineamientos básicos de lo que fue una coyuntura y un proceso, pero, más aún, de no visualizarlos sólo en pasado, sino también en su relación con el presente.

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Liberalismo Moderado y Liberalismo Exaltado en España y en México

María Eugenia CLAPS ARENASInstituto Cultural Helé[email protected]

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En este trabajo me ocuparé de la división que se presentó en el liberalismo hispánico a partir de la década de 1820, misma que se

manifestó con la aparición de dos grandes vertientes, la moderada y la exaltada; si bien, cabe considerar que cada una de ellas tuvo a su vez subdivisiones y matices; es decir, el liberalismo hispánico decimonónico constituyó un gran mosaico ideológico que se movió desde las tendencias más moderadas e incluso conservadoras, hasta las más exaltadas y radicales.

La división definitiva entre los liberales de la Península se debió a la disolución del ejército restaurador de la Constitución, conocido como Ejército de la Isla, el 4 de agosto de 1820. En adelante, quienes se opusieron a dicha medida fueron conocidos como “exaltados.”3. Pero además de esto, podemos establecer que ideológicamente existieron diferencias de fondo entre moderados y exaltados. Una de las discrepancias partía de la interpretación antagónica de las razones del fracaso del régimen liberal en 1814. Para los primeros, la revolución había ido demasiado rápido, concitando contra ella una coalición de enemigos tanto nacionales como extranjeros, por lo que para el momento de la restauración constitucional en 1820 debía intentarse una fórmula más templada. Para los últimos, la lentitud del proceso revolucionario era responsable

3 Alcalá Galiano, 1955: 88.

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de la falta de solidez del sistema, que no se había ganado a la masa de la población, supuestamente deseosa de medidas más radicales.4

De esta manera, los exaltados defendían la idea de que era necesario hacer de los integrantes del pueblo auténticos ciudadanos que participaran activamente en las decisiones de gobierno; en contraposición a los moderados, que sostenían que un sistema liberal debía consistir en: [...] la existencia de una Constitución, un aparato legislativo y una minoría llamada a ejercer la labor de gobierno por delegación de la soberanía que, residiendo ‘esencialmente’ en la nación, [debía] ser ejercida a través de los órganos constitucionales.5 Es decir, en la ideología liberal moderada la participación popular directa en el gobierno tenía que estar muy restringida. En suma, los doceañistas confiaban en que una Constitución que introdujera una segunda cámara, y que diera al poder ejecutivo cierto margen de libertad de acción, contaría con la colaboración del rey Fernando, ya que una Carta Magna con esas características respetaría las prerrogativas del monarca.6

Ahora bien, la fuerza de los exaltados hacia 1820 estaba en las capitales de provincia y ante todo en el ejército de Rafael del Riego, patrimonio del radicalismo urbano del sur. En Madrid, el poder de los radicales estaba en los clubs y en la prensa, y en sus contactos con la masonería, factores que les permitieron someter al gobierno a una serie de revueltas callejeras. Los exaltados eran pues anti aristocráticos y detestaban la idea de una segunda cámara, considerada como un elemento identificado con las demandas de la nobleza.7

4 Artola, 1968: 539.5 Ruiz Jiménez, 1999: v.1: 40.6 Carr, 1970: 138.

7 Carr, 1970: 139-140.

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Conforme avanzó el Trienio, la lucha política entre moderados y exaltados se incrementó. Los primeros sostenían que eran los excesos y desórdenes promovidos por las sociedades secretas y patrióticas los que trastornaban al país y fomentaban la oposición de los absolutistas; mientras que la tesis de los exaltados destacaba la ambigüedad política del monarca y la oposición de los estamentos privilegiados, especialmente la Iglesia, a cualquier régimen constitucional y desamortizador.

En efecto, durante este período las sociedades secretas y la masonería sufrieron un proceso de vigorización, lo que las llevó a un declarado intervencionismo político, que llegó al extremo de reproducir las sesiones de las Cortes en las tertulias de los cafés, y a tomar dentro de ellas iniciativas que luego eran elevadas al ministerio y a las Cortes, además de que: los habituales de los cafés y tertulias patrióticas solían ir con frecuencia a Palacio a manifestar sus quejas y pareceres.8 De esta manera, se constituyeron múltiples Sociedades Patrióticas en toda la península, que se reunían frecuentemente en los cafés, neverías (para el caso de ciudades como Cádiz) o a veces incluso en domicilios particulares, donde se comentaban las sesiones de las Cortes, se explicaban los artículos de la Constitución a los asistentes, y se intercambiaban impresiones sobre las incidencias políticas más importantes.

Hacia 1821 surgió, desprendida del grupo de liberales exaltados, la Confederación Comunera, que conformó una especie de sociedad secreta que se deslindó específicamente de la masonería al considerar que esta última había perdido su carácter innovador y revolucionario y se había convertido en un grupo acomodaticio frente al liberalismo moderado prevaleciente en la dirección del gobierno 8 García León, 1999: 203.

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español entre 1820 y 1823. Sumado a esto, cuando el 4 de septiembre de 1821 el general Rafael del Riego fue destituido de su cargo como capitán general de la provincia de Aragón, los exaltados se declararon en pie de lucha contra el ministerio moderado. Las autoridades de Cádiz y Sevilla determinaron ponerse en rebelión contra el gobierno hasta lograr la caída de dicho ministerio. En Cádiz los extremistas llegaron a proponer volar el puente que unía la ciudad con la tierra firme y se pronunciaron por la creación de una República a semejanza de la Hanseática en dicha ciudad.9 Asimismo, las provincias meridionales de Córdoba, Murcia y Valencia crearon una confederación. A nivel nacional, los exaltados se declararon únicos intérpretes legítimos de la opinión pública y, en su nombre, iniciaron una campaña de escritos contra la permanencia de los moderados en el gabinete.

Con esta situación de abierta rebeldía en Cádiz y Sevilla, y con la efervescencia política en el resto del país, algunos de los moderados trataron de consolidar su posición y crearon una sociedad constitucional, la del Anillo, cuyos miembros fueron conocidos como los “anilleros,” quienes propusieron la introducción de modificaciones en el texto constitucional, tales como: el establecimiento de una Cámara alta y el incremento de la influencia monárquica con objeto de atraer a Fernando VII. Vemos, pues, la forma en que ambos sectores del liberalismo fueron radicalizando sus posturas, que a la postre se convirtieron en irreconciliables.

9 Carr, 1970: 141.

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Éxodo del liberalismo

Después del fracaso del Trienio, y una vez en el exilio, estos sectores del liberalismo español continuaron sus discusiones. A ese respecto resulta muy ilustrativa la polémica que sostuvieron los editores de El Mercurio (1825-1827), periódico veracruzano editado por Ramón Ceruti, comunero de origen gaditano, con los encargados de la revista londinense titulada Ocios de los españoles emigrados, también elaborada por liberales españoles pero éstos residentes en la capital inglesa y además todos ellos vinculados más bien al sector doceañista.

Así, encontramos que los editores de los Ocios, entre quienes destacaron los hermanos Jaime y Joaquín Lorenzo Villanueva, José Canga Argüelles, y Pablo de Mendíbil, fueron atacados con dureza en la publicación veracruzana, pues a través de sus páginas se les exigió que en lugar de criticar, por medio del órgano del que eran responsables en Londres, a personas “muy respetables” de la República mexicana, en clara referencia a las críticas de José Canga Argüelles contra el ministro de Hacienda mexicano José Ignacio Esteva,10 se ocuparan de explicar y justificar su conducta durante el Trienio, dado que en El Mercurio se les responsabilizó del fracaso de la experiencia constitucional española y, en concreto, del desastre financiero del periodo, dado que, de acuerdo con la versión que encontramos en las páginas del periódico veracruzano, España “dejó de existir” por la falta de orden en las rentas y en la administración, 10 José Canga Argüelles, uno de los editores de los Ocios, ela-boró hacia 1826 una crítica a la Memoria presentada por José Ignacio Esteva, ministro de Hacienda de México, relativa a su gestión durante el año de 1825. En dicho texto, el autor español reprobó el desempeño del ministro mexicano, entre otras cosas, por haberse deslindado del cumplimiento del pago de la deuda mexicana contratada en el extranjero, particularmente en In-glaterra, por gobiernos anteriores al de Guadalupe Victoria.

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por el incumplimiento en los contratos financieros y por los “disparates” que para su arreglo proyectó el ministro de Hacienda de 1820, es decir, ni más ni menos que el autor de la crítica a Esteva, José Canga Argüelles.11

Asimismo, se acusó a los moderados de no haber reconocido la independencia de los gobiernos de la América emancipada cuando hubiera sido recomendable y oportuno hacerlo, en particular a Agustín Argüelles, a quien se presentó como el principal responsable del gobierno moderado durante el Trienio y por lo tanto, del exilio de personajes como: Antonio Alcalá Galiano, Juan Romero Alpuente, José Moreno Guerra, Álvaro Flórez Estrada y tantos otros que “no merecían verse sin patria.” Con respecto al asunto de la independencia americana, algunos autores han sostenido que los comuneros estuvieron dispuestos a apoyarla e incluso alentaron la rebelión americana contra el gobierno español.12

El caso es que Argüelles y sus allegados Francisco Martínez de la Rosa, José María Queipo de Llano, conde de Toreno, y José de Calatrava fueron, en opinión de Ceruti, culpables de “capitulaciones vergonzosas,” y de transigir con la Santa Alianza.13 Además de que muchos de ellos estuvieron en palacio con los guardias o en la habitación del rey el 7 de julio de 1822, tratando de dar el golpe de gracia al gobierno constitucional.

Al cargo arriba mencionado, se le sumó la acusación de que durante su periodo gubernamental, los moderados persiguieron a destacados personajes españoles cuya participación había sido fundamental

11 “Sr. Descarado”, El Mercurio, 26, agosto, 1826: 2.12 Clararrosa, 2006: 56-57.13 “Los editores del Mercurio a los del Times de Londres”, El Mercurio, 1, febrero, 1827.

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en la restauración constitucional de 1820, como Rafael del Riego, quien fue incluso desterrado por Argüelles. De hecho, los editores de El Mercurio apuntaron que fue el grupo de 1812 el que se hizo cargo del gobierno en 1820 y, en consecuencia, durante su administración no castigaron a ningún conspirador y en cambio emplearon a muchos serviles en puestos de responsabilidad e influencia, como fue el caso de Pablo Morillo. Además, en lugar de haber declarado que ya habían pasado los ocho años constitucionales y con ello haber implementado directamente las reformas de la época gaditana, volvieron a ponerlas a consideración del pleno y titubearon en muchas de las medidas que acabaron por no implementarse. Por otro lado, el rey siempre pudo ejercer las facultades extraordinarias que le confería la Constitución, y las utilizó especialmente contra ayuntamientos y particulares que eran “muy patriotas y comprometidos,” de acuerdo con la apreciación de los exaltados.

Sin embargo, los editores porteños vaticinaron que a la postre “el mundo culto” no olvidaría los hechos de la última revolución de España, y terminaría por aquilatar el sacrificio de Riego y de Juan Martín Díaz (“El Empecinado”), reconocería la constancia y sufrimiento de José María Torrijos y de tantos otros militares, con lo que se haría justicia, pues la opinión pública española atribuía los males de la nación al ejército, siendo que los verdaderos responsables del fracaso constitucional habían sido los moderados y sus ministerios.

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El caso mexicano

Una de las formas de hacer política en el México independiente fue la organización de los ciudadanos en logias masónicas, las cuales funcionaron, en los hechos, como verdaderos partidos políticos, especialmente durante los inicios de la primera república federal; me refiero en concreto a los años de 1825 y 1830.

Así, durante los gobiernos de Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero, las logias de yorkinos y escoceses establecieron los principios de asociación y lealtad más férreos del México independiente, llegando por momentos a controlar las intervenciones de los grupos políticos en la esfera parlamentaria y la opinión pública.14 Ahora bien, se debe tomar muy en cuenta que, de acuerdo con algunas investigaciones recientes, fueron los yorkinos los que dieron a conocer públicamente la existencia de los escoceses ya que los designaron con ese nombre en sus escritos. De esta manera, los yorkinos elaboraron una imagen pública sumamente negativa de los escoceses, caracterizándolos como serviles, monárquicos, centralistas y borbonistas (caracterización que ha llegado a nuestros días y ha sido asumida sin mayores cuestionamientos). Esto obligó a dicho sector a formular su defensa y a crearse una identidad política que causara menos rechazo entre la población.15 Pero de hecho, atendiendo a la hipótesis de la investigación que acabo de citar, es difícil establecer el proyecto político de los escoceses entre los años de 1826 y 1829, pues durante este periodo no hubo un grupo político que se asumiera como escocés. De cualquier forma, está claro que los escoceses existían y que como tales actuaban políticamente, lo que no se puede establecer con claridad es su ideología durante estos años en los 14 Rojas, 2003: 88-89.15 Vázquez, 2008: 209.

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que más bien trataron de defenderse y desmentir la caracterización que de ellos hicieron los yorkinos.

No obstante, podemos establecer que las logias escocesas estaban integradas por el grupo de notables del polo aristocrático del país, con posiciones políticas influyentes y una cultura administrativa muy desarrollada. Estos personajes formaron un estamento que incorporaba lo mismo a masones escoceses como Francisco Molinos del Campo, José María Luís Mora y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, que a ministros no masones, o de quienes no se ha probado fehacientemente que lo hayan sido, como Manuel de Mier y Terán, Pablo de la Llave y Lucas Alamán.16

Después de la consumación de la independencia

en 1821, surgió otro grupo que también buscó su forma de expresión política y de inserción en el México de esos años. Individuos como Lorenzo de Zavala, José María Alpuche, José Ignacio Esteva y Miguel Ramos Arizpe, entre otros, decidieron cohesionarse en el mundo secreto de las logias para actuar políticamente contra un grupo no cohesionado, ni en el mundo masónico ni en el político, pero que representaba la posibilidad de crear un nuevo orden oligárquico en el país (es decir, los escoceses).17

Así, en septiembre de 1825 se estableció

formalmente una nueva sociedad masónica en México, misma que se adscribió al rito de York, procedimiento para el cual los iniciados recibieron la colaboración del ya para entonces enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en la República, Joel Roberts Poinsett, quien les

16 Rojas, 2003: 131.17 Rojas, 2003: 131.

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proporcionó las cartas para su instalación.18 De esta manera, se fundaron cinco logias del rito de York en el país.

Los yorkinos se opusieron al centralismo en materia de organización política, a la hegemonía de la Iglesia y sobre todo a los españoles borbonistas que aún residían en el territorio nacional, acogidos a los beneficios del Plan de Iguala. La retórica yorkina favoreció entonces asuntos como el federalismo, la tolerancia religiosa y la influencia estadounidense sobre la europea en el país.19 Asimismo, la facción liberal populista tuvo cabida en sus filas: El yorkinismo [sic], hábil para la movilización popular, pudo canalizar el poder residual de las masas urbanas y en parte de las rurales, desafiando así al grupo escocés, apoyado por la mayor parte de la Iglesia y el ejército.20

Conceptos en los liberalismos moderado y exaltado

Revisaré ahora algunos de los conceptos que fueron utilizados por los moderados y los exaltados tanto en España como en México para presentar una comparación de los mismos y subrayar sus diferencias ideológicas. Utilizaré para ello y a manera de ejemplo las ideas que expresaron algunos de sus pensadores más significativos como fueron, para el caso de la 18 Lerdo de Tejada, 1857: tomo 2: 292-293. En todo caso, da-das las constantes sospechas que tenía la opinión pública mexi-cana con respecto a una supuesta injerencia de Poinsett en la política nacional, los yorkinos afi rmaron que éstas eran infun-dadas: “Los yorkinos no dependen en nada absolutamente de los Estados Unidos del Norte, y la mayor parte de ellos ni aun conoce a su ministro en México, ya que a sus reuniones no asiste el ministro ni mucho menos.” “Nota del Correo de la Federa-ción.” El Mercurio. 17 de mayo de 1827: 1.19 Fuentes Mares, 1960: 173.20 Tella, 1994: 165.

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comunería española del diecinueve, José Joaquín de Clararrosa, editor de una de las publicaciones gaditanas más controvertidas del Trienio: el Diario Gaditano; de Félix Mejía, quien se encargó de El Zurriago; de Ramón Ceruti, quien publicó dos periódicos yorkinos en México, El Mercurio y el Correo de la Federación Mexicana y acudiré también a las definiciones e ideas que fueron planteadas por José María Luís Mora, ideólogo del liberalismo moderado en México.

Con respecto al concepto de libertad, es oportuno considerar que los hombres de la revolución española de 1808 distinguieron entre liberad natural y libertad civil. La primera era ilimitada, ya que era la que correspondía a los individuos en estado de naturaleza, mientras que la segunda era establecida y por lo tanto estaba acotada por las leyes. Los liberales decimonónicos se ocuparon en suma de la libertad civil del hombre, es decir, de aquella que limitaba su libertad natural absoluta en beneficio de la convivencia en sociedad.21

En su Diccionario tragalológico (Cádiz, 1821), José Joaquín de Clararrosa, comunero establecido en Cádiz durante el Trienio, confirmando los planteamientos arriba señalados, definió la libertad como el libre ejercicio de las facultades y acciones del hombre, constituido por la naturaleza como dueño absoluto de ellas. Para este autor, el hombre era libre en esencia, pero en estado de sociedad no era dueño de ejercer la plenitud de su libertad, ya que para convivir con los demás debió sacrificar espontáneamente en beneficio de sus semejantes aquella parte que, por convención especial de todos, se calculó o consideró necesaria para la felicidad general.22

21 Antonio Rivera García. “El concepto de libertad en la época de las Cortes de Cádiz” en Chust y Frasquet (eds), 2004.22 Clararrosa, 2003: 273-274.

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Ahora bien, siguiendo con este concepto, en opinión de un sector de los yorkinos mexicanos existía tres tipos de libertad: la natural, la civil y la política, equivalentes respectivamente a la libertad del hombre, la del ciudadano y la de la nación. La libertad natural era el derecho que gozaba el hombre para disponer de sí a su albedrío. La libertad civil era el derecho que garantizaba la sociedad a todo ciudadano para que pudiera hacer cuanto no fuera contrario a las leyes establecidas. Y por último, la libertad política era el derecho que tenía toda nación a obrar por sí misma sin depender de otra, ni mantener una sujeción servil respecto de ningún tirano.23

En la opinión de José María Luís Mora, ideólogo del liberalismo mexicano de las primeras décadas del siglo XIX, quien recopiló en sus Obras Sueltas una serie de sus artículos periodísticos publicados en México durante la primera república federal, y que se ubicó del lado del liberalismo doctrinario y moderado de la época, la palabra libertad había sido el pretexto ordinario de todas las revoluciones políticas. En su concepto la libertad civil del ciudadano, que era la que debía conservarse, consistía en la facultad de hacer, sin temor de ser reconvenido o castigado, todo lo que la ley no prohibiera expresamente.24 Así, Mora explicó que los pueblos serían libres bajo cualquier forma de gobierno, si los que los mandaban, aunque fueran reyes perpetuos, no podían disponer a su antojo y sin sujeción a regla alguna, de la persona del ciudadano; y agregó que de nada servirían las formas republicanas, que el jefe de la nación fuese denominado presidente y que tuviera el cargo de forma temporal, si la suerte del ciudadano dependía de su voluntad omnipotente. Todos los depositarios de la autoridad en cualquiera de los poderes políticos,

23 A. B. “Comunicados”, Correo, 7, marzo, 1828: 2.24 Mora, 1963: 504.

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tenían pues la obligación de evitar las agresiones injustas a los particulares.

Pasando ahora a los conceptos de orden y anarquía, tenemos que entre los comuneros españoles encontramos claramente expresada la idea de que el orden que convalidaba un sistema carente de libertades atentaba contra la naturaleza del ser humano, por lo tanto, la lucha contra ese tipo de gobierno estaba plenamente justificada. En consecuencia, los comuneros apoyaron las insurrecciones que se sucedieron en España a partir de mayo de 1821, y encabezaron varias asonadas a lo largo del Trienio, tales como los desórdenes en Sevilla y Cádiz. Entonces, la anarquía que produce una revolución libertaria no puede considerarse un desorden gratuito o carente de sentido, antes al contrario, se le debe conceptuar como un evento plenamente justificado.

Por su parte, los yorkinos expresaron, a través de las páginas de su periódico Correo de la Federación Mexicana, que en su diccionario el amor al orden era equivalente al deseo de sacrificarse por la independencia e instituciones federales, mientras que la anarquía era igual al empeño en trastornar las instituciones y privar a los mexicanos de la independencia. Siguiendo con la interpretación de los “correistas”, éstas definiciones eran inversas en el diccionario de los “solares” (editores de El Sol, o sea liberales moderados), donde amor al orden significaba afecto al gobierno español y a “Fernando el Bruto”; mientras que la anarquía era la oposición a las inicuas maquinaciones del gabinete de Madrid.25

Ahora bien, como un ejemplo de la postura del liberalismo moderado con respecto a esta cuestión, tenemos que José María Luís Mora expresó que era un 25 “México 21 de marzo”, Correo, 21, marzo, 1828: 4.

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deber del ciudadano someterse a las leyes sancionadas por la Constitución, independientemente de que estuviera o no de acuerdo con ellas: […] el orden público se mantiene por la puntual y fiel observancia de las leyes […] no hay cosa más frecuente que ver hombres a quienes desagradan las leyes y cuyas ideas les son contrarias; pero que al mismo tiempo […] las observan religiosamente […].26 Es decir, el orden debía ser conservado ante todo y en cualquier circunstancia.

Por lo que respecta al fenómeno de la revolución, El Zurriago hizo referencia en varias ocasiones a lo largo de 1821 a que la guerra civil era un derecho de los pueblos para defenderse de los malos gobiernos, y en consecuencia, apoyó a aquellos oradores que en la “Fontana de Oro” expresaron que dicha prerrogativa era un don del cielo.27 Por su parte, Clararrosa fue admirador de la Revolución francesa, acontecimiento que deseaba ver extenderse a España.28

El Mercurio de Ceruti presentó también una opinión bastante positiva del citado acontecimiento francés, que fue sin duda el evento revolucionario europeo por antonomasia: […] cualesquiera que hayan sido sus desórdenes y resultados hijos de la inconstancia, [la revolución] fue tan gloriosa para Francia, como humillante le es hoy sufrir a los Borbones.29 Asimismo, el gaditano apuntó que Napoleón había dado lecciones de gobierno a todos los reyes.30

26 Mora, 1963: 494.27 “Variedades”, El Zurriago, Madrid, Imprenta de la Minerva española, 1821. No. 5: 7.28 Clararrosa, 2006: 22.29 “Nota de los editores”, El Mercurio, 12, mayo, 1826: 2.30 “A los papeles de México”, El Mercurio, 26, julio, 1826: 3.

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De acuerdo con la interpretación que encontramos en las páginas del Correo, la revolución era un proceso social legítimo, al que los pueblos podían recurrir para liberarse de un gobierno opresor y tiránico: Las revoluciones […] son como las tempestades, porque purifican la atmósfera [...].31Así, los editores justificaron plenamente cuestiones tales como la revuelta de la Acordada en ciudad de México (noviembre-diciembre de 1828), considerando que se había tratado de una “asonada liberadora”. Y de hecho, amenazaron constantemente al gobierno nacional advirtiendo de que si éste no acataba la voluntad popular, o lo que ellos querían hacer aparecer como tal, estaría fomentando un evento revolucionario, mismo que, una vez desatado, bien podía seguir una dinámica propia rebasando las intenciones originales de sus líderes, y otra vez el ejemplo utilizado fue el de la Acordada: […] las revoluciones no pueden ser detenidas hasta donde se quiere. Son torrentes que todo lo arrastran y se llevan muchas veces de encuentro a sus autores. La revolución se precipitó y no sabemos aun hasta donde se detendrá.32 Pero, en todo caso, los “correistas” expusieron que vivían en un “siglo de revoluciones,” consecuencia del despotismo imperante, por lo que dichos fenómenos constituían una fermentación regeneradora por demás positiva para las sociedades.33

José María Luís Mora expuso por su parte que existían revoluciones felices, como aquellas en las que los participantes sabían lo que querían, se dirigían a ese objeto, y una vez que lo conseguían, todo volvía al reposo.34 Pero también existían las que eran resultado de largas crisis a las que no se podía designar causa directa y precisa, que producían un

31 “México 4 de febrero”, Corre,. 4, febrero, 1828: 4.32 “Manifi esto de Zavala”, Correo, 31, enero, 1829: 4. 33 “México 13 de junio de 1829”, Correo, 13, junio, 1829: 4.34 Mora, 1963: 647.

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incendio general y que no contenían en sí ningún principio saludable que pudiera dirigir sus progresos y a las que sólo podía poner término el cansancio o la casualidad. La Revolución francesa fue para Mora un ejemplo de este tipo de revoluciones. Durante su desarrollo, el desorden en que cayó la sociedad dejó desprotegidos a los hombres, entonces apareció en ellos su natural ferocidad, y el individuo antes moral por la sumisión al orden establecido, recobró toda la violencia de su carácter primitivo. La idea de una renovación completa sedujo a los hombres, que no contentos con modificar el orden existente, aspiraron a crear uno totalmente nuevo. Esto hizo que en poco tiempo la destrucción fuera total:

Tales son los inconvenientes de toda revolución emprendida sin objeto decidido y determinado y sólo por satisfacer un sentimiento vago. Cuando los hombres piden a gritos desacompasados la libertad sin asociar ninguna idea fija a esta palabra, no hacen otra cosa que preparar el camino al despotismo, trastornando cuanto puede contenerlo. En este tipo de revoluciones se presentan, más tarde que temprano, hombres educados en una clase inferior y no acostumbrados a vivir en una sociedad que suaviza el carácter y disminuye la violencia natural de la vanidad, civilizándola. Esta clase de individuos, encarnizados contra todo género de distinción que proporciona superioridad, a la que llaman aristocracia, comulgan con las doctrinas y teorías más exageradas, tomando a la letra y sin modificaciones cuanto ciertos autores afirman acerca de conceptos como libertad e igualdad.35

Quedan claras pues las diferencias que en este punto presentaron el liberalismo exaltado y el moderado. Para el primero la revolución era un derecho y un bien de las sociedades, para los segundos una calamidad cuando el fenómeno no estaba bien acotado. 35 Mora, 1963: 649.

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En este sentido, quizá la revolución de independencia angloamericana sea un buen ejemplo del movimiento social contenido y perfectamente delimitado al que se refirió Mora como la revolución ideal. Por otro lado, cabe subrayar que para los moderados el individuo “moral” era aquel que se sometía al orden establecido, mientras que para los exaltados el ciudadano probo era el que estaba dispuesto a manifestarse contra un gobierno injusto.

Por último, abordaré la cuestión de las sociedades secretas, puesto que fueron un fenómeno característico del ámbito hispánico a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. En España adquirieron las formas de reunión y retomaron los temas cuya discusión fue característica en las Sociedades de Amigos del País. Para el caso de Hispanoamérica, tuvieron más bien un carácter político de oposición a las medidas tomadas en la Península y que les afectaban como posesiones ultramarinas que eran. Ahora bien, las logias masónicas constituyeron una de las sociedades secretas más extendidas tanto en España como en Hispanoamérica ya en el siglo XIX.

De acuerdo con los encargados del Correo, el beneficio o el perjuicio que pudieran causar las sociedades secretas dependían de la nación en la que se establecieran y del origen de sus miembros. Así, el grupo aristócrata americano, equivalente a los escoceses, constituía una sociedad secreta funesta a la nación puesto que, en su concepto, se reunía con el único propósito de elaborar planes contrarrevolucionarios y por lo tanto sus intereses eran contrarios a los del pueblo americano. Ahora bien, la manera de oponerse a la actividad de los aristócratas era, en su opinión, la creación de una sociedad integrada por los verdaderos amantes de la libertad y de la patria, o sea, los yorkinos.36

36 “Noticias Nacionales”, Correo, 14, marzo, 1828.

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En opinión de Mora, las sociedades secretas de cualquier tendencia eran semilleros de la anarquía y el desorden. Este autor expresó que la mayoría de los gobiernos en cuyo territorio había aparecido esta especie de asociaciones, se habían empeñado en su entera y total abolición, prueba inequívoca de lo pernicioso y perjudicial de las mismas, ya que por su naturaleza eran contrarias al orden establecido.

No obstante, en el concepto de Mora, las asociaciones puramente científicas y de beneficencia, mientras no pasaran de tales ni aparecieran con un carácter político, eran sumamente útiles a las ciencias, a la ilustración pública y en una palabra, a la humanidad. En cambio las asociaciones políticas que se formaban con objeto de ocuparse del Gobierno y de los asuntos públicos, pretendiendo darle dirección o entorpecer su marcha: […] no dudo en afirmar que son inútiles y perjudiciales a los intereses públicos. Lo único que justificaba la existencia de dichas asociaciones era la falta de libertad. Este liberal mexicano también apuntó que en los sistemas “libres” las logias y tenidas masónicas resultaban, a más de inútiles, ridículas: Si no tienen por objeto la beneficencia pública que les dé algún interés, [no son más que…] una ridícula y despreciable reunión de locos mansos que se entretienen y pasan el tiempo en hacer gestos extraños, movimientos irregulares y contorsiones extravagantes […].37

Ceruti apuntó, ya en México, que en España existieron los “malos masones,” y sus “criaturas,” los “anilleros”.38 De acuerdo con su opinión, los “malos masones” de España dividieron a la sociedad, intrigando contra los verdaderos constitucionales. Ahora bien, si hubo “los malos”, es lógico suponer que existieron “los buenos”. En este sentido, el gaditano 37 Mora, 1963: 643.38 “Nota de los editores”, El Mercurio, 13, enero, 1827: 1.

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afirmó en El Mercurio que se debía considerar que la masonería fue en gran medida la que difundió la Ilustración por todo el orbe, la que alimentó al cristianismo cuando fue perseguido y la que resucitó las libertades patrias oprimidas, por lo que merecía cierta consideración.39

Siguiendo con su apreciación, tenemos que los “anilleros” españoles eran equiparables en México a los “novenarios” e incluso a los “imparciales”, por eso había que tener mucho cuidado con ellos, ya que, al igual que en España, eran agrupaciones que habían cambiado de denominación para confundir a los ciudadanos, pero cuyos fundamentos ideológicos e intereses estaban del lado de la reacción absolutista.

39 “Nota de los editores”, El Mercurio, 15, abril, 1827: 1.

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Conclusiones

A manera de conclusión podemos apuntar que el liberalismo para los exaltados fue aquel sistema que salvaguardaba los intereses y el pleno desarrollo de los individuos en sociedad. Sin embargo, debía garantizar los derechos políticos del ciudadano, que tenía la obligación de observar el comportamiento del gobierno para derribarlo a través de un proceso revolucionario en caso de que atentara contra sus prerrogativas dentro de un régimen liberal. Es decir, el ciudadano ideal tenía que constituirse en un elemento vigilante y combativo. De esta manera, la revolución era un proceso legítimo al que las sociedades debían acudir en defensa de sus intereses. De allí que la indiferencia en cuestiones de índole política fuera considerada incluso como un delito.

En consecuencia, el elemento popular fue llamado por los exaltados a participar en los gobiernos, y se le trató de atraer y seducir a través de medidas populistas de toda índole. Así, en México los grupos emergentes de las ciudades, conocidos como “léperos” (los pobres de las ciudades), se prestaron a participar en motines y revueltas a cambio de la promesa, muchas veces incumplida, de obtener un cargo público o alguna otra prebenda.

Ahora bien, como hemos visto, las diferencias ideológicas entre el liberalismo moderado y el liberalismo exaltado fueron muchas y profundas. En la ideología de los moderados el buen ciudadano, y particularmente el elemento popular, debía mantenerse al margen de la política, y para conseguirlo el gobierno tenía que evitar desórdenes y anarquía, y sobre todo, los procesos revolucionarios. La administración de los estados debía estar a cargo de los “hombres de bien,” es decir, de los individuos educados y decentes. En ese sentido los moderados

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estuvieron dispuestos a negociar con las formas tradicionales de gobierno.

En suma, el ideario liberal en sus vertientes moderada y exaltada fue el mismo tanto en Europa como en América, y sólo experimentó pequeñas va-riaciones dentro de cada una de ellas dependiendo de los países, sus circunstancias y las fechas en las que se fue estableciendo. Esto nos permite considerar la im-portancia del espacio Atlántico y su constante flujo e intercambio de ideas, sistemas filosóficos y políticos a la par que de todo tipo de mercancías.

En esta dinámica, después de la caída del constitucionalismo en España (1823), la mayoría de los liberales españoles de todas las tendencias apoyaron la emancipación hispanoamericana como una forma de debilitar el absolutismo, y los que se refugiaron en los nuevos estados, se esforzaron porque los regímenes de la América continental introdujeran en su orientación política el ideario que ellos mismos habían tratado de implementar en España.

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Instituciones políticas y libertades públicas

en el espacio provincial mexicano, 1812-1825:

del liberalismo español al constitucionalismo local

Marco Antonio LANDAVAZOAgustín SÁNCHEZ ANDRÉSUniversidad Michoacana de San Nicolás de HidalgoInstituto de Investigaciones Histó[email protected]@hotmail.com

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No parece haber duda acerca de la importancia que tuvo el liberalismo gaditano en la configuración política

e institucional de México en el tránsito de la época colonia a la vida independiente. La Constitución de Cádiz ejerció en efecto una influencia fundamental en la dinámica política mexicana de los años 1812-1814 y sobre todo entre 1820 y 1823, a través de la introducción del modelo de gobierno provincial que consignaba el título VI de la Carta; pero además, la participación de diputados mexicanos en las Cortes, algunos de los cuales tuvieron una destacada actuación en la hechura de la constitución de 1812 como Miguel Ramos Arizpe y José Miguel Guridi y Alcocer, supuso un aprendizaje y un conocimiento que luego se advirtió en la elaboración de la primera constitución política mexicana, la federal de 1824, y en las constituciones locales que cada una de las entidades federativas se dio para sí entre 1825 y 1827.

Aunque han sido bien estudiadas las figuras centrales del modelo de gobierno provincial –tanto la Diputación Provincial como los ayuntamientos constitucionales–, quizá convenga volver la mirada a ese modelo transplantado a la realidad mexicana a partir de su dimensión constitucional local. Creemos que el análisis de la manera en que fueron concebidos y diseñados los órganos del poder local por las

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constituciones locales del régimen constitucional de 1824 puede arrojar luz sobre los alcances y los límites de liberalismo mexicano en su vertiente institucional. Es cierto que las constituciones –como en general el conjunto de leyes, reglamentos y otros ordenamientos legales– no siempre fueron observadas y cumplidas escrupulosamente; pero también lo es que constituyen un marco jurídico referencial indispensable para analizar no sólo la concepción del diseño institucional que en ellas se expresa sino también los comportamientos públicos que buscaban alentar o reprimir.

Liberalismo, ciudadanía y espacio local

Uno de los primeros efectos del constituciona-lismo gaditano fue la ampliación del espacio munici-pal en México. Desde antes de Cádiz los ayuntamien-tos habían mostrado un papel protagónico en la vida pública novohispana, sobre todo en la crisis política de 1808. Ante la forzada ausencia del monarca y el vacío de poder que se produjo en la metrópoli tras la invasión francesa de la península, los cabildos civiles en México reaccionaron casi en masa en un registro legitimista, tributando obediencia al rey y ofreciendo su colaboración. A despecho de esa reacción tradicio-nal y conservadora, los cabildos mostraron una vita-lidad institucional digna de notarse: las representa-ciones enviadas al gobierno virreinal fueron hechas a lo largo y ancho de la geografía novohispana, por casi todas las villas y ciudades, desde Chihuahua, Monte-rrey y Zacatecas, en el norte; Guanajuato, Valladolid y Tlaxcala, en el centro; Veracruz, Campeche y Mé-rida, en el Golfo; Oaxaca y Acapulco, en el Pacífico sur; y Puebla y Guadalajara que, junto a la ciudad de México, eran los principales centros urbanos. (Nava Oteo, 1973)

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El ayuntamiento de la ciudad de México, por su parte y como es sabido, encabezó un movimiento que propuso al virrey José de Iturrigaray la integración de un Congreso formado por representantes de las ciudades, la nobleza, el clero y los “Tribunales superiores”, que habría de ocuparse de las tareas de gobierno, en tanto el rey estuviese ausente. Miembros del Ayuntamiento como Juan Francisco Azcárate y Francisco Primo de Verdad, el oidor Jacobo de Villaurrutia o el fraile mercedario Melchor de Talamantes eran los principales exponentes de lo que se ha dado en llamar el partido autonomista, es decir, el grupo de políticos que pugnaban por la creación de un gobierno americano, autónomo respecto de España pero dependiente de la persona del monarca. En la carta que Azcárate envió al virrey el 19 de julio, afirmaba que por ausencia del rey la soberanía residía en todo el reino, en particular en los tribunales superiores y en los cuerpos “que llevan la voz pública”, o sea, los cabildos civiles; soberanía que debían tomar a resguardo para devolverla a Carlos IV o al Príncipe de Asturias o a los señores infantes, una vez que salieran de la “opresión” a que estaban reducidos (García, 1985: 38; Villoro, 1984: 43-63; Rodríguez O., 1997: 40-47.). Ciertamente, el Ayuntamiento de la Ciudad de México se amparaba en los postulados pactistas según los cuales si el rey faltaba la soberanía regresaba al pueblo. Sin embargo, es posible encontrar ahí los gérmenes de una postura política que defendía el ejercicio de la soberanía por parte de los ayuntamientos, aun y cuando esos orígenes se formulaban en un registro tradicional.

Las cosas tomaron un giro distinto a partir de la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. Como se sabe, la Carta postuló, en su artículo 310, que debían establecerse gobierno locales en toda localidad que tuviese por lo menos mil habitantes. El artículo 312, por su parte, ordenaba que los funcionarios de

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los ayuntamientos –alcaldes, regidores y síndicos– debían ser nombrados por medio de una elección. El primer artículo propició, como ya señalamos, una notable ampliación del espacio municipal mexicano, pues a partir de su aplicación se establecieron cientos de ayuntamientos en todo el virreinato. El segundo concretó la ciudadanización de los electores y llevó el gobierno representativo a los niveles más inferiores de la jerarquía político-administrativa.

Según la tesis defendida hace tiempo por Antonio Annino, la experiencia electoral que produjo en México la vigencia de la Constitución de Cádiz, en los años de 1812-1814 y sobre todo 1820-1823, desencadenó un “masivo proceso de transferencia de poderes del Estado a las comunidades locales”, gracias precisamente a la proliferación de ayuntamientos constitucionales y a la difusión del voto, lo cual llevó a su extremo, por otra parte, la desintegración del espacio político virreinal. Es lo que se ha llamado una “revolución territorial” de los pueblos mexicanos, en la medida en que la utilización selectiva de los principios liberales que trajo consigo Cádiz por parte de dichos pueblos llevó a éstos a defender sus tierras y sus privilegios en nombre de la soberanía local, lo que, a su vez, permite advertir una reformulación en clave liberal de la idea del territorio como fuente de derechos políticos y de libertades colectivas frente al Estado y no sólo como un recurso económico. El asunto de fondo estribaba en las ideas de soberanía que estaban en juego: las comunidades indias y territoriales entendieron la idea abstracta de soberanía del “pueblo” como soberanía de los “pueblos”, y se sintieron por tanto autorizados a ejercerla a través de sus ayuntamientos (Annino, 1995a: 177-226). Otros autores han cuestionado la idea de una soberanía compartida por los ayuntamientos, en la medida en que la Constitución de Cádiz y las constituciones mexicanas dieron a los ayuntamientos un carácter de

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entidades puramente administrativas y en lo absoluto como órganos de gobierno representativo, y por tanto subordinadas a otras instituciones políticas de mayor envergadura (Ávila, 2002: 113-120).

Como quiera que haya sido, lo cierto es que los ayuntamientos actuaron a menudo como instituciones de gobierno que compartían el ejercicio de la soberanía, amparados en una concepción sui generis de los principios del constitucionalismo liberal gaditano. La idea de ciudadanía establecida por Cádiz cobró por ejemplo una forma particular de concreción en los pueblos y las localidades novohispanas, cuando éstas supieron aprovechar los requisitos para definir quién era ciudadano y quién no, a partir de una “asimetría” que se observa en la Constitución entre la idea de la soberanía y la idea del territorio: la primera abstracta, única y que tiende a homologar, pero la segunda ligada a las culturas locales. Esta asimetría propició, como observó Annino, que la idea de ciudadano estuviera asociada a la de “vecino”, el antiguo habitante de las ciudades ibéricas y americanas. Esto significaba “constitucionalizar” el tradicional principio de notoriedad social, lo que a su vez transformaba a la comunidad local en la fuente de los derechos políticos liberales, incluidas las comunidades indígenas, pues los constituyentes extendieron la vecindad a los indígenas (Annino, 1995a, 209-226; Annino, 1999: 159-187).

Se planteó entonces el problema del voto: ¿quién decidía quién votaba? A menudo eran las denominadas juntas electorales de parroquia. Y como también existían otras juntas electorales de mayor jerarquía (las de partido y las provinciales) al establecerse un sistema electoral indirecto, se producían entonces dos tipos de ciudadanía: la vertical que iba de la parroquia a la provincia, y la horizontal, la del ciudadano-vecino. En tanto los ayuntamientos proliferaron entonces

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con la carta gaditana, terminaron monopolizando la nueva ciudadanía, aun cuando se les quiso convertir en entidades puramente administrativas. De esta manera, la difusión de la ciudadanía moderna consolidó las periferias sociales más que los centros. A ello debía sumarse una cuestión de índole jurisdiccional: Cádiz quitó a los funcionarios locales 2 de las 4 causas (la civil y la criminal) para dárselas a un cuerpo de jueces; pero la coyuntura de crisis política y de guerra impidió a éstos ejercerlas, creándose un vacío jurisdiccional que terminaron por llenar los ayuntamientos. Considerando esos elementos, Annino ha planteado que el problema de la gobernabilidad en el México republicano no se debió a una cierta herencia colonial contra la cual se tuvo que luchar para difundir el constitucionalismo liberal, sino a una disputa por el control de la ciudadanía que los pueblos habían logrado (Annino, 1995b: 10-25).

Quizá de mayor trascendencia política y administrativa fue la creación de la Diputación Provincial, como ha sostenido, por ejemplo, Nettie Lee Benson, pues su implantación en México y su actuación estarían asociadas a los orígenes del federalismo mexicano en la medida en que dieron lugar a la conformación de estados independientes (Benson, 1995). De hecho, la conformación de los estados que darían forma a la República Federal Mexicana en los años 1823-1824 fue en realidad, como observó Marcello Carmagnani, la “explicitación” de una preexistencia que databa, al menos, desde el siglo XVIII. A lo largo de ese siglo las diferentes áreas que conformaban la Nueva España desarrollaron una capacidad de autoadministración, que no era otra cosa más que la capacidad de los diferentes grupos de interés existentes en el ámbito local y provincial para encontrar los mecanismos a través de los cuales llevar a cabo las tareas de gobierno (Carmagnani, 1994: 39).

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Con la Constitución de Cádiz y la creación del modelo de gobierno provincial integrado por las figuras de los ayuntamientos, jefes políticos y diputaciones provinciales, las áreas novohispanas asumieron una suerte de “visualización” al adoptar una nueva dimensión institucional mediante la asunción y establecimiento del sistema de gobierno local. Ese proceso tuvo lugar durante los años finales del periodo colonial, particularmente entre 1812-1814 y sobre todo entre 1820-1823. Durante el primer periodo de vigencia de la Constitución se crearon siete diputaciones, pues el decreto de 23 de mayo de 1812 ordenaba que se establecieran diputaciones en cada una de las provincias designadas en el artículo 10 de la Constitución, más una adicional en San Luis Potosí: Provincias Internas de Occidente, Provincias Internas de Occidente, Nueva Galicia, Nueva España, Yucatán, Guatemala y la de San Luis Potosí. Para agosto de 1814 se habían instalado ya al menos seis de ellas, pues se desconoce si la de San Luis lo hizo. Aunque la duración de las primeras diputaciones fue efímera ya que la constitución se derogó precisamente en ese año de 1814, Benson afirma que muchos actores políticos las reconocieron como medios eficaces para obtener más autonomía local y provincial. No era gratuito que algunas provincias –la de Chiapas, por ejemplo– reclamaran el derecho de contar con una diputación propia (Benson, 1995: 33-54).

El segundo periodo de vigencia de la consti-tución, entre 1820 y 1823, fue sin embargo mucho más significativo, pues el gobierno provincial fue am-pliando su extensión, al pasar de siete diputaciones a veintitrés, y sobre todo sus atribuciones, pues en algunos casos las diputaciones asumieron plenos po-deres como gobiernos locales autónomos. Una vez restablecida la Constitución, el Rey decretó las ins-trucciones para reinstalar las diputaciones provincia-les, y para noviembre de 1820 se habían renovado ya

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las seis asignadas a México, descontando la de Gua-temala. En las Cortes, mientras tanto, los diputados americanos propusieron que se ampliara el número de esos cuerpos, creándose una diputación en Arispe con jurisdicción sobre Sonora, Sinaloa y las Califor-nias; otra en Valladolid de Michoacán que compren-diera la provincia de Guanajuato; y que a la de San Luis Potosí se agregara la provincia de Zacatecas. La propuesta fue aprobada en noviembre de 1820. Sin embargo, otras provincias alzaron la voz para recla-mar un trato igual y ser autorizadas para instalar sus propias diputaciones, entre ellas las de Puebla, Oaxaca y Veracruz, cuyos ayuntamientos escribieron representaciones que enviaron a través de sus res-pectivos diputados a Cortes (Benson, 1995: 55-66).

Para marzo de 1821, cuando las Cortes sesiona-ron en su segundo periodo de sesiones, los diputados americanos habían logrado forjar un amplio apoyo en su demanda de ampliar el número de diputaciones, sobre la base de que las intendencias, por su pobla-ción y sus instituciones, debían ser consideradas pro-vincias. Así, el dictamen de la comisión que conoció del caso recomendó que se estableciera una diputa-ción provincial en la capital de cada una de las inten-dencias con jurisdicción sobre su territorio. Después de una larga discusión, las Cortes aprobaron el 9 de mayo de 1821 el decreto en esos términos. Para fines de ese año se habían instalado ya catorce diputacio-nes: Guadalajara, Provincias Internas de Occidente, Provincias Internas de Occidente, México, San Luis Potosí, Yucatán, Puebla, Chiapas, Arispe (Sonora y Sinaloa), Guanajuato, Michoacán, Oaxaca, Veracruz, Zacatecas. Pero el proceso de fragmentación conti-nuó, y otras provincias, aunque no eran intendencias, reclamaron autonomía administrativa: Tlaxcala, Nuevo Santander, Querétaro y Nuevo México. Para entonces México había proclamado ya su indepen-dencia respecto de España, de modo que la propuesta

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de creación de diputaciones, o la solicitud de sanción de su previo establecimiento, no tuvo que hacerse a las Cortes españolas sino a los órganos de gobierno mexicanos. Para 1822 eran ya 18 diputaciones esta-blecidas. Un año después, el número aumentó a 23, pues se agregaron las de Texas, Coahuila, Tabasco, Nuevo León, Chihuahua, Durango, Sonora y Sinaloa, fruto del desmembramiento de las provincias norte-ñas y de Yucatán (Benson, 1995: 67-69).

Lo significativo de este proceso no es tanto el crecimiento del número de diputaciones sino la manera en que se hizo: como resultado de un impulso local, desde las propias provincias, pues en muchos casos, sobre todo una vez proclamada la independencia, no sólo las provincias propusieron el establecimiento de ese cuerpo consultivo sino que lo instalaron sin autorización previa. De alguna manera, la independencia no sólo fue la de México respecto de España sino la de las provincias respecto de un centro político que por lo demás estaba en proceso de construcción; o para decirlo de otra manera, la independencia de México llevó las aspiraciones autonomistas a la disolución de los vínculos interprovinciales y al ejercicio en la práctica de una suerte de soberanía local, ante la ausencia de un poder soberano supraprovincial.

No resulta extraño por todo ello que durante 1823 varias provincias, las de Jalisco, Oaxaca, Yucatán y Zacatecas principalmente, empezaran a adoptar disposiciones que tendían al establecimiento de gobiernos estatales independientes y congresos constituyentes, y pugnaran por la federación. Antes de la promulgación del Acta Constitutiva de la Federación se habían erigido ya 10 estados y cuatro congresos constituyentes estatales, y para septiembre de 1824, un mes antes de la promulgación de la Constitución Federal, estaban ya instalados todos los

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congresos y todos los estados. Es por ello, también, que el Congreso General Constituyente declarara, en el Manifiesto dirigido a la Nación, que la división de estados y la instalación de sus respectivas legislaturas “podrán decir si el Congreso ha llenado en gran parte las esperanzas de los pueblos”, y que ello impedía que se atribuyera “toda la gloria de tan prósperos principios”, así como “la de la invención original de las instituciones que ha dictado”40. Se ha afirmado en el mismo tenor que el Gobierno Federal Mexicano, a diferencia del norteamericano, gobernaba no ciudadanos sino estados, hecho observable, por ejemplo, en el impuesto que cada estado debía pagar a la federación, llamado “contingente” (Carmagnani, 1994: 54-57; Benson, 1995, caps. II-IV y VII; Barragán Barragán, 1994: 135-163; Vázquez, 1993: 24-25).

Tampoco es para sorprenderse, en esa misma tesitura, que la constitución federal de 1824 estableciera un modelo de gobierno casi confederal, en el que los estados de la federación tenían un papel político fundamental. Como hemos dicho en el párrafo precedente, fueron los estados quienes constituyeron en los hechos la República. En un punto se puede observar la importancia de los estados: la elección del presidente. La Constitución Federal de 1824, en los artículos 79 al 93 de la sección primera del Título IV, estipulaba la forma en que debería elegirse al titular del poder ejecutivo: las legislaturas estatales elegirían cada una dos individuos, de los cuales sería nombrado presidente quien reuniera la mayoría absoluta de los votos, una vez revisada y calificada por la Cámara de Diputados la elección. Dicha Cámara tenía la facultad de decidir quién sería presidente si se producía un empate entre candidatos o cuando ninguno alcanzase la mayoría de votos41.

40 “El Congreso General Constituyente a los habitantes de la federación” en Colección, 1988, tomo I, p.21.41 “Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos.

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Liberalismo y poder local en las constitu-ciones estatales del régimen constitucio-nal de 1824: alcances institucionales

Una vez promulgada la Constitución Federal de 1824, las recién creadas entidades federativas –los llamados estados libres y soberanos– se dieron a la tarea, a través de sus respectivos congresos, de establecer sus propios textos constitucionales. La Constitución Federal reconoció la existencia de 19 estados, los que junto a cinco denominados “territorios” constituían las “partes” de la Federación. Los territorios eran Alta California, Baja California, Colima, Santa Fe de Nuevo México y Tlaxcala. Los estados eran Chiapas, Chihuahua, Coahuila y Tejas, Durango, Guanajuato, México, Michoacán, Nuevo León, Oaxaca, Puebla de los Ángeles, Querétaro, San Luis Potosí, Sonora y Sinaloa, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz, Jalisco, Yucatán, Zacatecas. Como hemos señalado, los estados se habían constituido con anterioridad a la promulgación de la constitución, de modo que sólo esperaban que ésta tuviese lugar para iniciar procesos de elaboración de sus respectivos códigos fundamentales. Eso mismo hicieron, justamente, a partir de octubre de 1824, y para el mes de marzo de 1827 se publicaba la última de las constituciones locales, la de Coahuila y Tejas.

Las constituciones locales partían, en sus términos básicos, del modelo impuesto por la constitución general y el acta constitutiva de la federación; por tanto, todas ellas observaban, para su gobierno interior, una serie de principios fundamentales: la soberanía popular, la exclusividad de la religión católica, la forma de gobierno republicana, representativa y popular, el principio de la división de poderes. Lo ilustra muy bien, sea por caso, la constitución de Coahuila: su artículo 1824” en Las Constituciones, 1989, pp. 82-83.

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3 establecía que la soberanía del Estado residía “originaria y esencialmente en la masa general de los individuos que lo componen”; el 5 que le pertenecía al Estado “el derecho de establecer […] sus leyes fundamentales, conforme a las bases sancionadas en el acta constitutiva y constitución general”; el 9 que la religión católica “es la del estado” y que se prohibía “el ejercicio de cualquier otra”; el 22 que el Gobierno del Estado era “popular representativo federado”; y el 29 que el Poder Supremo del Estado se dividía para su ejercicio “en legislativo, ejecutivo y judicial” (Colección, 1988, tomo I: 196-203).

Sin embargo, el margen de autonomía a la hora de elaborar las cartas locales llevó a los congresos constituyentes locales a establecer disposiciones específicas en las que se pueden advertir los alcances del espíritu liberal en el orden político institucional de los estados. Uno de los más notorios fue, quizás, el de las atribuciones que se dio a los congresos locales, y el sentido que se dibujaba detrás de ellas. A menudo, los congresos locales se consideraban a sí mismos depositarios y garantes de la soberanía estatal. No es que las constituciones así lo proclamaran, pues, muy al contrario, en prácticamente todas se postulaba, como ya dijimos, la soberanía popular y la división de poderes; mas en ocasiones actuaban en aquel sentido. Pero al menos una de las constituciones locales, la de Puebla, otorgaba expresamente al Congreso la residencia de la soberanía. El artículo 25 de dicha constitución estipulaba que el Gobierno del Estado era republicano, representativo, popular y federado; pero el 26 rezaba: “El supremo poder del estado reside en su congreso” (Colección, 1988, tomo II: 255). Resumía muy bien, esa estipulación constitucional poblana, las tensiones entre los poderes legislativo y ejecutivo en el nivel local.

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Los congresos locales, como vimos, tenían la facultad de elegir al Presidente de la República. La mitad de los estados conservaron esa facultad para la elección del titular del poder ejecutivo local. En los estados de Chiapas, Chihuahua, Durango, México, Michoacán, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Zacatecas, en efecto, sus respectivos congresos elegían al gobernador. En Michoacán, por ejemplo, la Junta Electoral que elegía a los diputados debía formar una terna, de la cual el Congreso elegía al Gobernador (artículos 63 y 64); en Oaxaca la Cámara de Diputados formaba una lista de seis personas y la Cámara de Senadores escogía de ella al Gobernador (artículos 126 y 126); en Puebla, el Congreso compartía la facultad con el Consejo de Gobierno (artículo 93); y en Zacatecas (artículo 99) se permitía la participación de los ayuntamientos (Colección, 1988, tomo II: 25-26, 207-208, 271; Colección, 1988, tomo III: 452-453). En el resto de los estados del grupo citado líneas arriba -Chiapas, Chihuahua, Durango, México y Veracruz- la elección del Gobernador era facultad exclusiva de sus respectivos congresos, sin que participase ninguna otra autoridad o instancia electoral.

Resulta evidente que la elección del Gobernador por parte del Congreso colocaba a aquél en una posición de debilidad frente a éste; en estos casos se reproducía el esquema federal, en el que el Congreso de la Unión avasallaba al Presidente de la República. Se buscaba, con esa y con otras medidas, contener al poder ejecutivo para proteger al individuo de posibles arbitrariedades; las constituciones locales querían evitar que los gobernadores cayeran en la tentación de abusar del poder con fines de beneficio personal o político y convertirse en déspotas provinciales. La constitución de Coahuila y Tejas, por ejemplo, estableció en su artículo 26, en un registro absolutamente ilustrado, que el objetivo del gobierno

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era la “felicidad de los individuos” puesto que el fin de toda sociedad política no era otro que “el bienestar de los asociados”; mientras que en el artículo siguiente, el 27, postulaba que “los oficiales del gobierno investidos de cualquier especie de autoridad” no eran “más que unos meros agentes o comisarios del estado responsables a él de su conducta pública” (Colección, 1988, tomo I: 203-204).

La experiencia del reciente pasado colonial y del aún más reciente fallido experimento imperial de Agustín de Iturbide operaba, en el imaginario de muchos diputados constituyentes, a la manera de ejemplo de lo que el despotismo podía ocasionar y de lo que, por tanto, debía evitarse. En el manifiesto que dirigió a sus habitantes el Congreso Constituyente de Zacatecas, y que aparece como preámbulo de la Constitución, encontramos un encendido elogio de la independencia del país, a la que se le considera una empresa que había sido “ardua y difícil” pues tuvo que afrontar “la degradante esclavitud” en que vivían los mexicanos, “regidos por el más bárbaro y atroz despotismo” y acostumbrados a obedecer ciegamente. Habían triunfado finalmente, agregaba el manifiesto, a pesar de haber vivido

oprimidos bajo el enorme peso de una autoridad absoluta, ejercida por mandarines y gobernantes empeñados todos a impedir, por cuantos medios les sugería su malicia y antojo, el más pequeño rasgo de luz que pudiera enseñarles el humillante y vil estado de abyección en que se hallaban (Colección, 1988, tomo III: 403-407).

La constitución de Zacatecas era entonces, en la visión de sus diputados, la expresión particular del triunfo sobre ese estado de opresión en el que se vivía hasta hace unos pocos años; la carta local era, en el caso de los zacatecanos, “la imagen de vuestra

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independencia y libertad”. Y lo era, continuaba el manifiesto, por los principios que contenía: que los zacatecanos constituían un pueblo libre, independiente y soberano; que sus derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad estaban garantizados; que la forma de gobierno adoptada era la adecuada y la deseada por ellos mismos, pues la división de poderes, esa “invención admirable”, tendría una “benéfica influencia”; y que gozaban ahora la facultad y prerrogativa de elegir a sus gobernantes. En este último punto insistía el manifiesto en la arbitrariedad del poder que quedaba atrás: comparad, decía a los zacatecanos, esta facultad de elección que ahora gozan con “la humillación y respeto con que recibíais un sátrapa famélico […] que después de venir de más allá de los mares, nutrido de despotismo, […] se os presentaba con el formidable aparato de un poder absoluto” (Colección, 1988, tomo III: 408).

Las constituciones locales se afanaron, por esa razón, en brindar y asegurar derechos y garantías del hombre y del ciudadano. La constitución de Gua-najuato, en sus palabras introductorias signadas por el congreso constituyente, se refería a la constitución como “el código de vuestras libertades públicas”, como el “monumento consagrado a la protección de los derechos” adquiridos por naturaleza, y garantía de la “santa máxima de la igualdad ante la ley” (Co-lección, 1988, tomo I: 320-321). La constitución fede-ral no estableció un capítulo dedicado a las garantías individuales, sino “diseminó la afirmación de esos de-rechos entre facultades del Congreso, prohibiciones al presidente y normas en el procedimiento judicial de orden criminal”. Las constituciones de los esta-dos procedieron de igual manera, y aseguraron en términos generales cuatro garantías: igualdad, liber-tad, seguridad y propiedad, bajo el supuesto de que se trataba de derechos naturales e imprescriptibles (Castañeda Batres, 1988: 24 y 36).

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Prácticamente todas las constituciones declararon que protegían o amparaban los derechos de sus habitantes, como lo hizo por ejemplo la de Puebla, cuyo artículo 4 reza: “Todo habitante del estado es inviolable en sus derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad” (Colección, 1988, tomo II: 251). Así, las cartas locales prohibían los privilegios hereditarios (Guanajuato, México, Puebla, Jalisco, Tamaulipas), los títulos de nobleza (Chiapas, Durango y Veracruz) y las “vinculaciones de sangre” (México y Puebla); prohibían igualmente la esclavitud (Durango, Guanajuato, Jalisco, Querétaro, Occidente y Tamaulipas), o por lo menos ponían trabas a su comercio (Coahuila y Tejas, Michoacán, Oaxaca, Nuevo León, Tabasco, Yucatán, Zacatecas); postulaban la libertad de imprimir y publicar ideas políticas sin necesidad de licencia o aprobación previa, con la única restricción de no tocar materias religiosas (Chiapas, Yucatán, Oaxaca) o perturbar el orden público; garantizaban el derecho a la seguridad de los individuos, ya sea de sus personas y bienes (Chiapas), ya sea en materia de administración de justicia (Guanajuato, Yucatán, México, Puebla); y en esa materia, precisamente, todas las constituciones prohibían las detenciones arbitrarias, la aplicación retroactiva de las leyes o la aplicación de tormentos, el allanamiento de la morada sin permiso judicial, etcétera (Castañeda Batres, 1988: 24 y 36).

El temor a que el titular del poder ejecutivo pudiera extralimitarse en sus funciones quedó de manifiesto en la ausencia de facultades y medios extraordinarios para enfrentar con éxito situaciones críticas. En la Constitución Federal de 1824 efectivamente no fueron incluidas las facultades extraordinarias para el Ejecutivo; ni siquiera fue incluida la suspensión del habeas corpus, prevista en el artículo 308 de

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la Constitución de Cádiz42, porque los diputados constituyentes pensaban que hacerlo supondría atentar contra el espíritu liberal y federalista (Aguilar Rivera, 2000: 115-117). Lo mismo hicieron la mayoría de las constituciones locales: Chiapas, Coahuila y Tejas, Guanajuato, Estado de México, Nuevo León, Oaxaca, Tabasco, Tamaulipas, Jalisco, Yucatán y Zacatecas le negaron a sus respectivos gobernadores las mencionadas provisiones de emergencia. Más aún, todas las constituciones estatales, con excepción de las de Guanajuato y Michoacán, no incluyeron la suspensión del habeas corpus, esa vieja institución jurídica que garantiza la libertad individual, con el fin de evitar los arrestos y detenciones arbitrarias, y la integridad personal. Salvo en el caso de los dos estados mencionados antes, los gobernadores no contaban pues con medios para enfrentar emergencias políticas o sociales, en aras de proteger al individuo.

El régimen municipal establecido en las constituciones estatales merece también la atención, por las atribuciones que les fueron concedidas a los ayuntamientos y que apuntan en el sentido de darle concreción institucional al postulado de la soberanía popular, en la medida en que los ayuntamientos eran concebidos como los órganos del poder más cercanos a las poblaciones y sus habitantes. Muchos de los diputados constituyentes locales pensaban, junto a Tocqueville y Constant de quienes eran atentos lectores, que los municipios eran un bastión de la libertad individual (Hale, 1985: 62-63). La Constitución de Zacatecas, al defender en su preámbulo la prerrogativa que tenían para elegirse a

42 El artículo 308 de la carta gaditana señala: “Si en circuns-tancias extraordinarias la seguridad del Estado exigiese, en toda la Monarquía o en parte de ella, la suspensión de algunas de las formalidades prescritas en este capítulo para el arresto de los delincuentes, podrán las Cortes decretarla por un tiempo determinado”.

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sí mismos, señalaba que las autoridades municipales eran las que “tienen un contacto más inmediato con los ciudadanos” y por ello nadie más podría intervenir en su elección “conforme a los principios de libertad”; de esa manera, los ayuntamientos podrían desempeñar con mayor eficacia las tareas que se les encomendaban, que no eran otras que las que deseaba todo “buen ciudadano”: “la promoción de lo bueno, útil y cómodo, y remoción de todo lo malo” (Colección, 1988, tomo III: 413-414).

Una de esas atribuciones, de suma importancia, era en materia de administración de justicia, tendencia que venía de Cádiz. La constitución de Nuevo León, en su artículo 151, otorgaba por ejemplo a los alcaldes constitucionales de los pueblos “las facultades correccionales, conciliatorias y también las judiciales que les acuerden las leyes, especialmente la de tribunales de 9 de octubre de 1812”. Los alcaldes, como mandaba el artículo 152 de la misma carta, fungían como “jueces de primera instancia en los distritos que lleguen a tres mil almas; y en aquellos otros que no llegando a este número lo solicitaren y obtuvieran del congreso”. En aquellos pueblos y localidades que no contasen con ayuntamiento, los alcaldes bajo cuya jurisdicción se encontrasen tenían la atribución de nombrar, según el artículo 154, a “un encargado de justicia, en quien delegará todas aquellas de sus facultades que considere necesarias”. Todo esto, habría que señalar, en materia de justicia criminal; pero en lo civil, también los ayuntamientos tenían injerencia, no a través del alcalde sino de los regidores, como mandaba el artículo 161, quienes se encargaban únicamente de juicios de conciliación (Colección, 1988, tomo II: 114-119)

Prácticamente todas las constituciones estatales, excepto las de Chiapas, Coahuila y Tabasco, otorgaron a los ayuntamientos, de una u otra forma, facultades

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en materia de administración de justicia. La mayoría, al igual que el ejemplo de Nuevo León antes referido, dieron a los alcaldes constitucionales la tarea de actuar como jueces de primera instancia. Otras, como las de México, Oaxaca, Querétaro y Yucatán, les otorgaban más bien funciones auxiliares, como las de jueces de conciliación (Yucatán). La del estado de Oaxaca establecía, en su artículo 204, que una ley sobre arreglo de tribunales determinaría las facultades de los alcaldes de los pueblos en materia contenciosa y en la administración de justicia correccional; pero los artículos 200 y 201 estipulaban que en cada partido habría jueces de primera instancia, nombrados por el gobernador a propuesta en terna de la suprema corte de justicia del estado (Colección, 1988, tomo II: 235-236). La de Querétaro, por otra parte, ordenaba en su artículo 148 la instalación de juzgados de letras como tribunales de primera instancia, pero también de jurados para las causas criminales y jueces de paz. Los juzgados de letras debían ser nombrados por el gobernador y se ocupaban de negocios civiles de poca cuantía (no más 500 pesos) y de causas criminales; los jurados eran nombrados anualmente por los ayuntamientos, y su función era declarar fundadas o no las acusaciones, la autoría de los hechos señalados y calificar la naturaleza del delito; los jueces de paz, finalmente, debían ser nombrados por los electores que elegían al ayuntamiento, y atendían juicios de conciliación, asuntos criminales sobre injurias y delitos leves y negocios civiles de no más de cien pesos (Colección, 1988, tomo II: 347-351).

Otra facultad de los ayuntamientos estaba relacionada, en algunos estados, con la elección del gobernador. En Zacatecas, por ejemplo, como ya señalamos, los ayuntamientos debían formar, cada uno, una terna que enviarían al Congreso y éste escogería al gobernador entre los individuos consignados en las ternas (Colección, 1988, tomo III:

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452-453). Pero en Nuevo León y en San Luis Potosí eran los ayuntamientos en realidad los que elegían al gobernador. En el primer estado cada ayuntamiento debía formar una lista de cinco individuos y enviarla al Congreso (o a la Diputación Permanente si aquél estuviese en receso), para que éste nombrase gobernador a aquella persona, de las mencionadas en las listas, que hubiese obtenido “pluralidad absoluta” de votos (Colección, 1988, tomo II: 87-88). En San Luis, por su parte, los ayuntamientos votaban por el individuo de su preferencia, y el Congreso nombraba como gobernador a quien hubiese obtenido la mayoría absoluta de los votos según los artículos 163 y 164 (Colección, 1988, tomo II: 433-434). En ambos casos, el Congreso sólo se limitaba a realizar un recuento de votos, pues estaba obligado a nombrar gobernador no a cualquiera de los individuos consignados en las listas sino justamente a aquél que hubiese obtenido el mayor número de menciones en dichas listas. Sólo en caso de empate o de mayoría relativa el Congreso podía nombrar al gobernador entre los candidatos con mayores votos recibidos.

De hecho, la mayoría de las constituciones dieron a los ayuntamientos atribuciones de índole electoral. Las elecciones eran de tipo indirecto, de dos o de tres grados, y era en el primer nivel desde luego donde solían participar las autoridades municipales. En algunos lugares, siguiendo la Constitución de Cádiz, se organizaban tres instancias electorales. Nuevo León estableció juntas primarias o municipales, juntas secundarias o de partido, y generales o del estado (art. 31). Los nombres podían variar pero se mantenía el sentido. Oaxaca formaba juntas de parroquia, de departamento y del estado (art 38); en Puebla se denominaban juntas electorales primarias, secundarias y una general del estado (art. 38); en Occidente juntas primarias, secundarias y de departamento (art 43); y en el Estado de México juntas

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municipales, de partido y una general del Estado. En otros lados había sólo dos juntas o asambleas, como en San Luis Potosí (juntas municipales y de partido), en Chiapas, en Querétaro y en Zacatecas (juntas primarias y secundarias), Coahuila y Tejas (asambleas electorales municipales y asambleas electorales de partido), Guanajuato y Tamaulipas (juntas electorales municipales y juntas electorales de partido); Tabasco (juntas municipales y junta de Estado); Jalisco (juntas electorales municipales y juntas electorales de departamento); Yucatán (juntas de parroquia y junta de partido).

En algunas constituciones, como la de Chihuahua, se dejaba a una futura ley el arreglo de la cuestión electoral; en otras, como la de Querétaro, se ordenaba el establecimiento de juntas primarias y secundarias pero no se especificaba la participación de los ayuntamientos. Pero en muchas otras se estipulaba expresamente la intervención de las autoridades municipales. Las constituciones de Occidente (artículo 45), de Tabasco (artículos 18 y 19) y de Tamaulipas (artículos 52, 53 y 54) señalaban que las autoridades respectivas de cada pueblo debía convocar las juntas primarias o municipales. Otras constituciones eran aún más explícitas. La de Coahuila y Tejas señalaba que las asambleas municipales electorales debían ser convocadas por los presidentes de los ayuntamientos “sin necesidad de esperar ningunas órdenes” (artículo 48). En el Estado de México, las juntas municipales debían ser convocadas y organizadas por los ayuntamientos según el artículo 72. Y en San Luis Potosí el artículo 46 ordenaba establecer juntas municipales en los lugares donde hubiese ayuntamiento y éstos eran expresamente requeridos según el artículo 47 para organizar la elección.

Un hecho que es crucial puede ayudar a dimen-sionar la importancia de las funciones electorales de

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los ayuntamientos. La constitución del estado de Oc-cidente, en su artículo 63, establecía que de haber al-guna duda “sobre que alguno no deba votar o ser vo-tado” la junta electoral debía resolver en el momento previa defensa verbal de parte de quien diese la queja y del señalado (Colección, 1988, tomo III: 23). Lo mismo ordenaba la constitución de San Luis Potosí en su artículo 64, con el agregado de que permitía a cuatro ciudadanos intervenir a favor o en contra so-bre la controversia; si se produjese empate en la vo-tación que realizasen el presidente, el secretario y los escrutadores de la junta, otro ciudadano nombrado por éstos intervendría para desempatar la votación (Colección, 1988, tomo II: 390-391). Iba más allá la constitución de Coahuila y Tejas, pues su artículo 56 señalaba que las dudas o controversias acerca de las “calidades requeridas para poder votar” se decidirían verbalmente por la asamblea electoral, y ésta, según el artículo 47, se componía “de los ciudadanos que están en el ejercicio de sus derechos, y que sean veci-nos y residentes en el territorio del respectivo ayun-tamiento” (Colección, 1988, t. I: 210 y 213). En otras palabras, el principio de la ciudadanía era sancionado en el espacio municipal, ya fuese por las juntas elec-torales municipales, ya por el conjunto de ciudadanos reunidos en asamblea.

Liberalismo y poder local en las constitu-ciones estatales del régimen constitucio-nal de 1824: límites institucionales

Los constituyentes locales no actuaron de la misma forma que lo hicieron los constituyentes federales. Estos últimos diseñaron un régimen de gobierno de tipo presidencialista que colocaba al poder ejecutivo en una situación de subordinación frente al legislativo. El presidente contaba desde

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luego con ciertas facultades de importancia como la de veto o la de publicación y ejecución de las leyes; pero su debilidad frente al Congreso era evidente, si consideramos una serie de estipulaciones de la Carta Magna, como la de su nombramiento por las legislaturas estatales o por la existencia de un vicepresidente, o algunas facultades otorgadas al poder legislativo como la revisión de la cuenta anual, la ratificación de nombramientos o el juicio de responsabilidad política (Carpizo, 1977: 135-153). Las constituciones locales, en cambio y en términos generales, tendieron a lograr un mayor equilibrio de poderes, y para ello otorgaron a los titulares del poder ejecutivo más facultades y atribuciones que las que gozaba el presidente de la república. Es posible advertir en las constituciones locales, en otras palabras, disposiciones que promovían un fortalecimiento del ejecutivo estatal.

En el tema de la elección de los gobernadores encontramos ese fortalecimiento. Ya veíamos que la mitad de las constituciones otorgaban a los congresos locales la facultad de elegirlo; pero la otra mitad otorgaba esa misma facultad a los ciudadanos. Es el caso de los estados de Coahuila y Tejas, Guanajuato, Querétaro, San Luis Potosí, Occidente, Tabasco, Tamaulipas, Jalisco y Yucatán. En algunos casos la elección era de dos grados -como en Guanajuato, donde había juntas municipales y juntas de partido- y en otros de tres -como en Occidente-, y en casi todos, excepto en el de Tabasco, el Congreso intervenía si se producía un empate en la elección. Como se sabe, un gobernador elegido popularmente se convertía por principio en un gobernador fuerte, independientemente del desarrollo posterior que observase su gestión, en comparación con un gobernador elegido por el Congreso. En este caso el ejecutivo quedaba en una posición de debilidad frente al legislativo, por el simple hecho de haber sido éste

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su elector. Así, en nueve entidades federativas de la República Mexicana los ciudadanos elegían a su gobernador, otorgándole con ello una legitimidad de la que carecían los gobernadores de los otros estados, que al mismo tiempo los colocaba en una situación de igualdad política frente a sus respectivos congresos.

Otro asunto importante es el de la capacidad de iniciativa de leyes. En algunas constituciones no se aclara quién tenía la facultad de enviar al Congreso propuestas de leyes o de reforma a las ya existentes, como las de Chihuahua, Coahuila y Tejas, Tamaulipas y Jalisco. Pero otras eran suficientemente claras: la de Guanajuato, en su artículo 94, prescribía: “La expresión de la voluntad general como ley, sólo tendrá origen del congreso”. La de Veracruz, por su parte, concedía esa facultad no sólo a sus diputados y senadores sino además a las legislaturas de otros estados. (Colección, 1988, tomo I: 362; Colección, 1988, tomo III: 246-247). Pero el resto de las constituciones, trece en total, otorgaban la capacidad de enviar iniciativas de ley a los gobernadores y algunas, como las de Nuevo León y Zacatecas, se la concedieron a todo ciudadano. Otras únicamente al gobernador (Oaxaca, Occidente, Tabasco y Yucatán) y otras a ciertas combinaciones de autoridades: Gobernador y otras legislaturas estatales (Durango), Gobernador y tribunales para propuestas en materia judicial (Estado de México), Gobernador y Consejo de Gobierno (Puebla), Gobernador y ayuntamientos (Querétaro). Algunas más se la otorgaban a toda autoridad pública como ayuntamientos, tribunales de justicia o consejos de gobierno, como el caso de Chiapas, San Luis Potosí y Michoacán.

Otro aspecto más es la atribución de nombrar a los magistrados de lo que comúnmente se llamó Tribunal Supremo de Justicia, máximo representante del Poder Judicial. Dicha atribución se repartió entre

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el Congreso, el gobernador, los ayuntamientos y los ciudadanos. Ciertamente los estados en donde el po-der legislativo tenía esa facultad eran mayoritarios: Chiapas, Chihuahua, Coahuila, México, Michoacán, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Yucatán, es decir, un to-tal de nueve entidades federativas. Pero los matices cuentan dentro de este grupo, pues en dos de los es-tados al gobernador le correspondía proponer a los miembros principales del poder judicial, mientras que en otro caso el gobernador estaba facultado para enviar una terna al Congreso, de la cual elegía a los funcionarios judiciales. En efecto, en Chihuahua, el artículo 78 del Título XIV de la Constitución esti-pulaba que el poder judicial residía en un Tribunal Supremo de Justicia nombrado por el Congreso, “a propuesta del gobierno”. En Coahuila el artículo 201, sección única del Título III de la ley fundamental es-tablecía, de una forma muy parecida a la anterior, que los magistrados del Tribunal Superior serían nom-brados por el Congreso “a propuesta del gobierno”. Finalmente, en Puebla el artículo 165 constitucional ordenaba el nombramiento de magistrados y fiscales por parte del Congreso, a “propuesta en terna del go-bernador” (Colección, 1988, tomo I: 183 y 266; Co-lección, 1988, tomo II: 288)

En Nuevo León, San Luis Potosí y Tabasco la atribución de nombrar magistrados le correspondía a los ayuntamientos, mientras que en Querétaro, caso único, recaía en los ciudadanos, a través de las mismas juntas electorales que elegían al Gobernador. Pero lo que importa para nuestros propósitos es destacar los casos de Guanajuato, Occidente, Tamaulipas, Jalisco y Zacatecas, estados en donde el nombramiento de los titulares del poder judicial era facultad del titular del poder ejecutivo. Existían variantes desde luego: en Guanajuato (artículo 205, sección quinta, Título III) el nombramiento de los llamados ministros del Supremo Tribunal de Justicia debían ser aprobados

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por el Congreso (Colección, 1988, tomo I: 394-395); en Occidente (artículos 273 y 274 sección decimoquinta), Tamaulipas (artículo 219 sección cuarta Título III) y Jalisco (artículos 242 y 243 Capítulo IV Título III) los gobernadores elegían a los magistrados a partir de una terna propuesta por sus respectivos Consejos de Gobierno (Colección, 1988, tomo III: 89, 227- 228, 321); y en Zacatecas (180 capítulo IV Título V) la facultad era exclusiva del Gobernador (Colección, 1988, tomo III: 478).

En resumen, en la mitad de los estados mexicanos los Congresos nombraban a los magistrados del Supremo Tribunal de Justicia; la otra mitad –descontando a Durango cuya constitución no específica cosa alguna al respecto- estaba dividida entre aquellos estados que otorgaron tal facultad a los ayuntamientos y aquellos que lo hicieron a sus gobernadores. Así, en un número importante de entidades federativas –cinco, o sea la cuarta parte- los gobernadores poseían la facultad constitucional de nombrar a los titulares del poder judicial, y por tanto contaban con la posibilidad de influir significativamente en la administración de la justicia.

Una importante atribución concedida a los gobernadores estaba relacionada con el control sobre los ayuntamientos. Mientras que en Durango, Nuevo León, Puebla, Yucatán y Zacatecas no existía ninguna autoridad intermedia entre el gobernador y los gobiernos municipales, en el resto de los estados, catorce, sus constituciones consagraban la existencia de los que habitualmente se llamaron prefectos. En Chiapas, Coahuila y Tejas, Guanajuato, México, Michoacán, Querétaro, San Luis Potosí y Veracruz se establecieron, incluso, prefectos y subprefectos; los primeros eran por lo general jefes del departamento y los segundos de partido. En Chiapas, sea por caso,

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la constitución señalaba que el “gobierno político” de los partidos residiría en prefectos y subprefectos que el gobernador nombraría, a propuesta en terna de la Junta Consultiva en el primer caso y a propuesta de los prefectos los segundos (artículo 68); para el efecto se dividiría el estado en departamentos y partidos en los que aquellas autoridades ejercerían jurisdicción (artículos 69 y 70) y ambos estarían “inmediatamente sujetos” al Gobernador (artículo 71). (Colección, 1988, tomo I: 134).

Existían algunas variaciones interesantes: en Veracruz y Coahuila y Tejas los prefectos se denominaban jefes de departamento, en Guanajuato jefes de policía y en Jalisco jefes de policía de cantón; en Oaxaca existían sólo gobernadores de departamento, al igual que en Occidente, Tabasco y Tamaulipas, donde se les denominaba jefes de policía de departamento. En algunos casos los nombraba directamente el Gobernador (como en Querétaro) y en otros participaba el Congreso, el Consejo de Gobierno o los propios ayuntamientos (como en Guanajuato y Coahuila y Tejas), pero en todos se encontraban sujetos al Gobernador.

Las atribuciones del prefecto quedaban claramente ejemplificadas en la constitución del Estado de México: entre otras cosas, cuidar en su distrito de la tranquilidad pública, del buen orden, de la seguridad de las personas y bienes de sus habitantes “con entera sujeción al gobernador” y vigilar que los ayuntamientos de su respectivo distrito cumpliesen con “las obligaciones que les imponen las leyes” (Colección, 1988, tomo I: 454). El artículo 94 de la constitución michoacana, por su parte, ordenaba que en cada departamento debía haber un prefecto para su gobierno político-económico, “con entera sujeción al gobernador”. Éste, “de acuerdo con el Consejo”, nombraría a los prefectos según el artículo

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95; mientras que el 98 establecía que debían servir de “conducto de comunicación de las órdenes del gobierno, pasándolas a los subprefectos y éstos a los ayuntamientos” (Colección, 1988, tomo II: 38-39).

Las facultades que se le otorgaron al prefecto michoacano se consignaron en una ley reglamentaria aprobada el 15 de marzo de 1825, que en su artículo 12 detalló 16 funciones; entre ellas, varias relativas al control sobre los ayuntamientos: 1ª. Cuidar del cumplimiento de las leyes y órdenes del gobierno; 2ª. Hacer que los ayuntamientos “llenen sus deberes, cuidando que no falten a sus obligaciones, ni escedan (sic por excedan) sus facultades”; 3ª. Resolver gubernativamente con conocimiento de causa, “pero sin formalidades ni figura de juicio, en los recursos y dudas que se promuevan y susciten sobre nulidad de elecciones totales o parciales de los ayuntamientos, con tal que las representaciones acerca de ello se le dirijan dentro de ocho días contados desde las elecciones, después de cuyo término no se admitirá recurso alguno”; 5ª. Velar sobre la recaudación e inversión legítima de los bienes y propios de los ayuntamientos, y de los de comunidad de los pueblos; 6ª. Calificar las cuentas de ambos ramos y remitirlas con su informe al gobierno para su aprobación; 13ª. Suspender con causa justificada a alguno o algunos de los miembros de los ayuntamientos de su departamento, dando cuenta inmediatamente al gobernador con el expediente respectivo (Actas, 1975, tomo II: 458-459).

Esta última atribución suscitó un breve debate entre los diputados michoacanos. El diputado Manuel de la Torre Lloreda, quien se oponía por perjudicial a la proliferación de ayuntamientos, impugnó no obstante esa atribución alegando que el ayuntamiento era de elección popular, por lo que no veía adecuado que el prefecto, que era nombrado por el gobernador, tuviese

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esa “facultad arbitraria”; además, el ayuntamiento, en su opinión, era una suerte de “congreso pequeño y parte de la soberanía nacional, sobre la cual no tiene poder alguno el gobierno”. Otorgarle al gobierno, vía los prefectos, la capacidad de destituir a los miembros del ayuntamiento, agregaba De la Torre Lloreda, era lo mismo que permitir que un individuo pudiera deshacer lo que hace el soberano, y no sería raro, terminaba, que el ejecutivo suspendiese a todos los ayuntamientos, lo que daría lugar en los hechos a un gobierno “aristocrático”, “repugnantes al sistema democrático o popular que nos rige”. Los ayuntamientos, concluía, debían corregir sus fallas ellos mismos (Actas, 1975, tomo II: 36-37).

A pesar de la intervención del diputado Lloreda, el Constituyente michoacano acordó mantener dicha atribución al prefecto, y para ello la mayoría de los diputados ponderaron la eficacia en las tareas del gobierno. El Diputado Isidro Huarte argumentó por ejemplo que el gobierno, cuando es atacado en alguna forma, debía contar con los medios para defenderse, medios como el que proveía el artículo en cuestión y que ayudaban a cerrar la puerta “a toda arbitrariedad”. El Diputado Juan José Pastor Morales afirmó que si el Poder Ejecutivo careciera de facultades sobre los ayuntamientos y demás autoridades populares “resultaría enteramente nulo el poder que le concede la Constitución”. El Diputado José María Rayón señaló por su parte que el pueblo, en uso de su soberanía, había separado los poderes, que todas las autoridades dimanaban del pueblo, y que la diferencia entre una y otra era la forma de ser electas únicamente, de lo que deducía no ver inconveniente en que los prefectos procedieran en contra de regidores y ayuntamientos. Huarte abundó finalmente en que el Poder Ejecutivo hacía parte de la soberanía en tanto era uno de los tres poderes del estado (Actas, 1975, tomo II: 37-38).

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La mayoría de las constituciones estatales, en síntesis, no sólo llevaban a cabo una suerte de cuadriculación del espacio estatal, es decir, una división en departamentos y partidos, con un propósito evidente de control, sino además otorgaban a los gobernadores los instrumentos para ejercer dicho control: las figuras del prefecto y subprefecto, verdaderos agentes del gobernador. La autoridad del ejecutivo sobre el territorio, sus recursos y su población, incluidos los ayuntamientos, contaba con condiciones para volverse más eficaz y, en consecuencia, su poder aumentaba, aun a pesar de las advertencias que formularon algunos diputados de los riesgos que ello suponía a las libertades y garantías de los individuos y los pueblos.

Sobre esto último resulta relevante el tema, ya tratado, de las facultades extraordinarias. Decíamos líneas arriba que la mayoría de las constituciones locales le negaron a sus respectivos gobernadores dichas facultades y que, incluso, todas ellas, con excepción de las de Guanajuato y Michoacán, no incluyeron la suspensión del habeas corpus. Sin embargo, es necesario resaltar estas excepciones y aquellos casos en los que sí se otorgaron a los gobernadores provisiones de emergencia. Concedieron dicha facultad a sus gobernadores los estados de Chihuahua, Durango, Michoacán, Occidente, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí y Veracruz; como ya señalamos, se lo negaron las de Chiapas, Coahuila y Tejas, Guanajuato, Estado de México, Nuevo León, Oaxaca, Tabasco, Tamaulipas, Jalisco, Yucatán y Zacatecas. Transcribimos a continuación los artículos de las constituciones que estipulaban como atribución de sus respectivos congresos la concesión de aquella facultad:

Constitución de Chihuahua, artículo 36 fracción XVI: “Conceder al gobierno facultades extraordi-

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narias por tiempo limitado, siempre que se estime preciso por el voto de las dos terceras partes de los miembros del Congreso”.

Constitución de Durango, artículo 24, fracción XIII: “Ampliar las facultades ordinarias del gobier-no, cuando se crea necesario, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes de ambas cámaras”.

Constitución de Michoacán, artículo 42, fracción VII: “Conceder al gobernador, por tiempo limitado, facultades extraordinarias cuando lo requieran cir-cunstancias graves de conveniencia pública, califica-das por las dos terceras partes de los diputados que constituyan la legislatura”.

Constitución de Occidente, artículo 109, fracción XXII: “Conceder al gobierno facultades extraordina-rias por tiempo limitado, siempre que lo exija el bien general del estado, o para resistir alguna invasión el enemigo exterior, o para restablecer el orden y tran-quilidad interior, conforme a las leyes”.

Constitución de Puebla, Artículo 70, fracción X: “Dar al gobierno por tiempo determinado facultades extraordinarias que no se opongan a la independencia o federación, siempre que lo juzguen indispensable las tres cuartas partes de los diputados presentes”.

Constitución de Querétaro, artículo 35, fracción V: “Autorizar por tiempo limitado al gobierno con fa-cultades extraordinarias, siempre que lo exija el bien general del estado”.

Constitución de San Luis Potosí, artículo 114, frac-ción XXVIII: “Conceder al gobernador por tiempo limitado, facultades extraordinarias en casos de im-periosa necesidad, calificada por las dos terceras par-tes de los individuos de todo el congreso”.

Constitución de Veracruz, artículo 33, fracción XII: “Conceder al gobierno facultades extraordinarias por tiempo limitado, siempre que se juzgue necesario por

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el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes en cada cámara”.

Es de destacarse que se trataba, en todos los casos, de una facultad concedida al gobierno por el congreso local; no podía ser de otra manera en un régimen de gobierno liberal, por lo demás, pues pensar en un gobierno que se autoconcediera dicha facultad sería punto menos que sancionar el despotismo y la arbitrariedad. En todos los casos se trataba de facultades extraordinarias (o de ampliación de las ordinarias como decía la Constitución de Durango), y por lo tanto de duración limitada, en tanto estuviera vigente la situación de emergencia que debía ser atendida. Pero es de notar que en la mayoría de los casos quedaba ambigua la definición de esa situación de emergencia –“siempre que se estime preciso”, “cuando lo requieran circunstancias graves de conveniencia pública”, “cuando se crea necesario”, “siempre que lo juzguen indispensable”, “siempre que lo exija el bien general del estado”, “en casos de imperiosa necesidad”, “siempre que se juzgue necesario” – y sólo en la Constitución de Occidente se trató de explicar, así sea brevemente, en qué podía consistir dicha emergencia: “para resistir alguna invasión el enemigo exterior, o para restablecer el orden y tranquilidad interior”.

Por otro lado, sólo en tres casos se establecía que la concesión de las facultades extraordinarias debía ser sancionada por una mayoría calificada del Congreso en su conjunto: “las dos terceras partes de los miembros del Congreso” en Chihuahua, “las dos terceras partes de los diputados que constituyan la legislatura” en Michoacán, y “las dos terceras partes de los individuos de todo el congreso” en San Luis Potosí. En Durango, Puebla y Veracruz se estipulaba también una mayoría de dos terceras partes, pero sólo de los legisladores presentes, lo cual podría dar lugar

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a que, en los hechos, una mayoría simple de todo el Congreso fuese la que terminara autorizando dicha concesión. En Occidente y en Querétaro ni siquiera se establecía una mayoría calificada.

Finalmente, debemos señalar el asunto igual-mente significativo de la inclusión de la suspensión del habeas corpus. Decíamos antes, también, que ni la constitución federal ni la mayoría de las constitucio-nes estatales –17 de 19– lo hicieron, con el argumen-to de la observancia del espíritu liberal y federalista. Pero dos de ellas sí, las de Guanajuato y Michoacán, y vale la pena reseñarlas. El artículo 183 de la consti-tución michoacana, calcado casi del 308 de Cádiz, es-tipulaba lo siguiente: “Si en circunstancias extraordi-narias, o la seguridad del Estado exigiere la suspen-sión de alguna de las formalidades prescritas para el arresto y prisión de los delincuentes, las Legislaturas podrán decretarla por tiempo determinado”.43 Mien-tras que la de Guanajuato mandaba, en su artículo 190, que: “Las legislaturas sucesivas, por término preciso y por circunstancias particulares que lo re-quieran al bien y seguridad del Estado, podrán para el arresto y castigo de los delincuentes, suspender al-gunas de las formalidades prescritas en la presente sección” (Colección, 1988, tomos I y II: 389 y 56). Al menos en esos dos estados, gracias a sus respectivas constituciones, aquel espíritu liberal y federalista que se quiso preservar por la mayoría de los congresos constituyentes locales tuvo que convivir con la deci-sión de dotar a los gobernadores de instrumentos de acción en un contexto de situaciones extraordinarias, en aras de un ejercicio eficaz del gobierno.

43 La constitución liberal de Cádiz también la había incluido en efecto. El artículo 308 de la carta gaditana establecía: “Si en circunstancias extraordinarias la seguridad del Estado exi-giese, en toda la Monarquía o en parte de ella, la suspensión de algunas de las formalidades prescritas en este capítulo para el arresto de los delincuentes, podrán las Cortes decretarla por un tiempo determinado”.

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A manera de conclusión

Creemos que se pueden apreciar, en el análisis de las constituciones locales del régimen constitucional de 1824, las tensiones y contradicciones del primer liberalismo mexicano en el diseño político e institu-cional del país. Al nivel general, el constituyente de 1823-1824, dominado por los grupos de poder local, elaboró una Constitución Federal que dotaba al Con-greso, en el que estaban representados dichos gru-pos de poder, atribuciones que sobrepasaban a las del ejecutivo, empezando por la sanción de la elección de este último que llevaban a cabo las legislaturas esta-tales. Éste nació con una debilidad institucional que lo volvió ineficaz en muchos sentidos, siempre con el argumento de la protección del individuo y de las entidades integrantes de la Federación. Éstas, por su parte, fueron consideradas estados libres y sobera-nos en lo relativo a su gobierno interior, de lo que resultaba una soberanía compartida entre federación y estados.

Pero al nivel de cada una de las entidades federativas se diseñó un régimen de gobierno local que tendía a un mayor equilibrio de poderes. Ahí donde se otorgaban atribuciones que favorecían la libertad individual, por ejemplo a congresos y ayuntamientos, se dotaba al mismo tiempo a gobernadores de facultades que caminaban en el sentido de la eficacia gubernamental. Se puede ilustrar este hecho con un dato que no hemos mencionado: la mayoría de los congresos locales fueron de tipo unicameral; pero en tres caso –los de Durango, Oaxaca y Veracruz– fueron bicamerales pues se instaló una cámara de diputados y una de senadores. Así, por ejemplo, la constitución del estado de Durango en su artículo 22, capítulo I, sección tercera, estipulaba que el poder legislativo se depositaría en un congreso “compuesto de dos salas, con la denominación de cámara de diputados la una,

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y de senadores la otra” (Colección, 1988, tomo I: 282). El artículo 35 del capítulo V de la constitución oaxaqueña depositaba el poder legislativo en una cámara de diputados y en el “senado del estado”, mientras que la de Veracruz, en su artículo 17 de la sección III, dividía el Congreso en una cámara de diputados y en una de senadores (Colección, 1988, tomo II: 178; Colección, 1988, tomo III: 239).

El dato es importante porque se supone que el titular del poder ejecutivo, al contar con un poder legislativo dividido en dos cámaras, gozaba de un mayor margen de maniobra política al abrirse la posibilidad -simple posibilidad es cierto, pero existente al fin y al cabo- de poder entrar en alianzas y eventualmente controlar a una de ellas, tanto para enfrentar decisiones legislativas inconvenientes para su autoridad como para conseguir el apoyo para acciones que pensase llevar a cabo. Lo contrario pasaba con un régimen unicameral. Lo interesante del asunto es que en ningún caso de los estados en donde el gobernador era elegido popularmente –esto es, donde gozaba de mayor legitimidad–, el Congreso fue dividido en dos cámaras; y en sentido inverso, en aquellos estados en donde el poder legislativo se depositó en dos cámaras –los casos ya referidos de Durango, Oaxaca y Veracruz–, el Congreso se reservó para sí la atribución de elegir a los titulares de los poderes ejecutivo y judicial. En otras palabras, allí donde se abría la posibilidad de que un poder se fortaleciera se buscaba la manera, por otros flancos, de atajarla.

Pero era en el tema de los ayuntamientos, como observó con atingencia Charles Hale hace ya tiempo, en donde las aporías del liberalismo en su dimensión institucional y local resultaban más evidentes. Los congresos constituyentes debatieron largamente el tipo de régimen municipal que necesitaban sus

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estados, pues la constitución federal no dedicó un solo artículo al asunto. Los casos del estado de México y de Michoacán ilustran muy bien los debates que se suscitaron al respecto, pues los diputados no se pusieron de acuerdo en el grado de libertad que debía darse a los gobiernos locales. José María Luis Mora, el gran ideólogo del primer liberalismo mexicano y diputado constituyente en el estado de México, se oponía por ejemplo al sistema de prefectos, y abogó por el contrario por una mayor libertad y responsabilidad para los municipios. Lo mismo pensaba el diputado michoacano Manuel de la Torre, como vimos antes, quien aseguraba que los ayuntamientos eran una suerte de pequeños congresos en los que descansaba una parte de la soberanía nacional, y por tanto no sujetos a gobierno alguno, mucho menos a los prefectos y subprefectos. Mora llegó a afirmar, incluso, que el someter a los ayuntamientos a la tutela “más degradante” echaría por tierra “las bases del sistema federal”. El tipo de debate mostró, como señaló Hale, que el asunto del gobierno municipal era más que un problema pragmático una cuestión de principios liberales (Hale, 1985: 89-92).

Sin embargo, terminó por imponerse en la mayoría de las constituciones locales –a excepción de los estados de Durango, Nuevo León, Puebla, Yucatán y Zacatecas– la figura de los prefectos, que significaba la introducción en el nivel local de un modelo de centralización administrativa, tomado de la experiencia napoleónica, en el marco de un sistema federal. Los diputados constituyentes advirtieron de los riesgos de proliferación de ayuntamientos que había traído consigo el constitucionalismo gaditano y, sobre todo, de la asimilación de la idea de soberanía popular a la soberanía de los pueblos; temían que se consolidaran caciques locales y que se crearan situaciones de ingobernabilidad. Se dieron por eso a la tarea de acotar sus atribuciones, de limitar

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su actuación y de mantenerlos como entidades puramente administrativas. Pero los ayuntamientos no habrían de aceptar sin más las disposiciones legales y durante buena parte del siglo XIX habrían de levantarse a menudo para reclamar privilegios y derechos, amparados en una visión peculiar de los principios liberales de la ciudadanía y de la soberanía popular.

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La agenda liberal de los estados provinciales de la Nueva Granada,

1810-1815

Armando MARTÍNEZ GARNICAUniversidad Industrial de Santander, [email protected]

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Desde la ciudad de Popayán, un anónimo “observador buen patriota” remitió el 20 de agosto de 1810 a un amigo cartagenero

una misiva (Gómez Hoyos, 1962: 205-211) sobre los acontecimientos acaecidos en la capital del Nuevo Reino de Granada un mes antes. Se propuso en ella exponer unas reflexiones sobre la supuesta facultad que había tenido la Junta de Santa Fe para deponer a los oidores de la real audiencia y al virrey Antonio Amar y Borbón, declarando audazmente que en ella “habían recaído las funciones del anterior gobierno con respecto a todo el virreinato”. En circunstancias normales, opinó, ninguna ley autorizaba a un pueblo para separar de su empleo a un real funcionario, dado que su nombramiento “es una prerrogativa de la Soberanía, cualquiera que ella sea en su forma, pues sólo de esta fuente puede emanar una legítima jurisdicción”. Sin embargo, en las circunstancias extraordinarias que se vivían, en las que un rey legítimo había sido cautivado “contra todo el derecho de las naciones”, era posible que las opiniones y los intereses de los diversos pueblos de la Monarquía se dividieran hasta el punto que la desconfianza permitiera que se privara de sus funciones a algunos empleados. En esta “crisis tan nueva en la historia de las revoluciones” podía entenderse que la junta santafereña argumentara contra “la injusta y tiránica conducta de los funcionarios públicos” para justificar

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la deposición del virrey y de los oidores, pero era imposible creer en su supuesto derecho a ejercer autoridad “sobre los pueblos grandes y generosos del Reino por sólo la autoridad y voto de aquel vecindario”. Esta pretensión era ridícula, como no tenía fuerza alguna la impugnación que hacía esa junta de la que se había instalado en Sevilla durante el mes de mayo de 1808, pues no se podían censurar las faltas ajenas cuando al mismo tiempo se arrogaba una autoridad sobre las demás provincias “sin haber precedido su voto y formal representación”.

Hasta 1810 todas las provincias del Virreinato habían tenido relaciones políticas con el gobierno superior de la ciudad de Santa Fe solamente “porque su autoridad emanaba de legítimos soberanos”, pero cuando el pueblo de ella había variado el anterior arreglo por sí mismo se habían terminado “los enlaces forzosos que nos sujetaban a la autoridad del gobierno, y no hay en el día quién pueda imponer yugo a las provincias”. La Junta de Santa Fe apenas podía considerarse un cuerpo municipal con capacidad de decisión sobre los intereses de su distrito en la crisis política, pero “nada más puede ostentar, y mucho menos suponer refundidas en sí todas las facultades del anterior gobierno”. Si opinaba lo contrario era porque creía a las provincias “demasiado ignorantes y apáticas para que desconozcan sus derechos”, pese a que ellas tenían “los medios de su propia seguridad y prosperidad con razón a sus intereses”. Para que el nuevo sistema establecido en la capital fuese legal tendrían que haberse reunido previamente “los hombres buenos de todas las provincias, para que por la voluntad general se decidiesen unas materias de que penden nada menos que la seguridad y felicidad de todo el Reino”, conforme a la consulta de “nuestras leyes constitucionales” que en estos casos mandaban que “ninguna materia ardua y grave puede decidirse sin consejo y deliberación de los procuradores de

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las villas y lugares del Reino, reuniéndose en Cortes de los tres estados”. Tan “quijotesca” había sido la pretensión de superioridad de la Junta de Sevilla sobre las Américas como la atribución de “suprema” de la Junta de Santa Fe para “subordinar por este título pomposo a las provincias, cuando sólo por la reunión de sus respectivos diputados se obtiene esta distinción calificativa de un poder general sobre el Reino”.

Frente a la quijotada santafereña, el único arbitrio político era la rápida formación de unas “Cortes generales del Reino en el lugar más conveniente”, pues esta reunión serviría de medio para cortar de raíz toda división, las ideas mezquinas y la anarquía, porque “solas las Cortes tienen representación legal para inducir las novedades que puedan hacerse a nombre de Fernando VII en el sistema de gobierno, consultando la unión de estos reinos y aún de la misma Península, que tanto necesita de nuestros auxilios para resistir el tirano común”. Se podía aceptar el establecimiento de juntas en las provincias, tal como ya lo había hecho Santa Fe, recomendando que se arreglaran a las leyes del Reino en lo que no fuese incompatible con las circunstancias de la crisis, pero era preciso que cada una de ellas enviara a la capital un diputado con instrucciones precisas para integrar una Junta Suprema Provincial, capaz de acordar el reglamento de las Cortes y convocarlas con prontitud. Con este procedimiento que proponía saldría de ese congreso general del Reino una Constitución que no sería la obra “de la multitud tumultuaria, ni la expresión de la voluntad de un solo pueblo, sino la de todos los del Reino, y sólo así podrá tener la fuerza necesaria para obligarlos y estrecharlos a su cumplimiento”.

Es una lástima que aún no conozcamos la identidad de este anónimo publicista payanés, pues su carta ofrece al lector de nuestros días una reflexión

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política brillante sobre la ilegitimidad del acto de deposición de las autoridades virreinales y sobre la naturaleza espuria de las juntas que se formaron en 1810, así como una indicación sobre el único camino posible para restaurar la legitimidad perdida. Era exactamente lo mismo que don José María Blanco White aconsejaba en la primera entrega de El Español (30 de abril de 1810) para remediar “el modo ilegal y tumultuario” como habían sido formadas las juntas peninsulares, y la pretensión del título de “suprema de España y las Indias” que se había concedido la Junta de Sevilla. Incluso la Junta Central que finalmente se instaló en Aranjuez “consagró el error y perpetuó la ignorancia” de sus antecesoras provinciales, restituyendo el vigor antiguo de las trabas contra la libertad de imprenta y haciéndose llamar majestad. Cuando sus miembros fueron obligados a huir hacia Andalucía por la derrota de los ejércitos españoles ante los franceses quedó claro para todos que no había sino un solo remedio para salvar la nación española: “la reunión de un congreso legítimo de la nación que, siendo dueño de la opinión pública, eligiese un poder ejecutivo respetable a los ojos de los españoles, y excitase con sus discusiones el espíritu nacional que iba desapareciendo”. Como su alter ego neogranadino, la reunión de las cortes generales de la nación española fue presentada por este publicista sevillano como la solución legítima a la más grave crisis política de los reinos integrantes de la monarquía de la familia de los Borbones españoles.

Las juntas que se formaron en el Nuevo Reino de Granada durante el año 1810 fueron, como las peninsulares, ilegales y tumultuarias. Para empezar, la Junta de Santa Fe se formó en una sesión extraordinaria y nocturna del 20 de julio de 1810, cuya licencia le fue arrancada al virrey Amar y Borbón con presiones de toda índole, y en la que un

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“tribuno del pueblo” propuso candidatos al tumulto congregado para que éste los confirmara con sus gritos. No era claro cuáles eran las facultades que el tumulto había concedido a sus representantes en esta junta, y los chisperos que conducían a la turba energúmena muy pronto mostraron con sus actos violentos cuán poco les importaba la legalidad de sus acciones. El trato descomedido que dieron al virrey y a su esposa, así como a los oidores de la Audiencia, produjo tal escándalo que la junta se vio obligada a excarcelar a los virreyes y a aprisionar por un tiempo a los tres principales chisperos que habían azuzado a la turba santafereña. La Junta de la villa del Socorro también se había formado tras el tumulto que obligó al corregidor José Valdés a refugiarse en el convento de los capuchinos el 10 de julio de 1810, donde vencido por el asedio debió entregarse para salvar su vida.

Restableciendo la legitimidad perdida

La naturaleza ilegal de las juntas provinciales de gobierno tenía que remediarse con un procedimiento de reforma a partir de jornadas electorales que im-plantaran el principio de la representación política de los pueblos como la piedra de toque de la legiti-midad de su existencia, y el restablecimiento de la unidad del Reino sólo tenía un remedio, expuesto por el zahorí observador payanés: un congreso general de las provincias. Cuando el procurador general del Socorro pidió “a nombre del pueblo” que la junta de esta villa convocara a “los ciudadanos que componen esta república” para que en una reunión procedieran a elegir su representante ante el “congreso federati-vo”, delimitó los únicos derechos que podía “deposi-tar el pueblo” en su representante y advirtió sobre la dificultad que tendrían los electores para acertar “acerca de la persona en quien deban depositar una

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confianza tan difícil como delicada”, pues ésta debería ser “conocida por su probidad, talento, luces, opinión y constante amor a la libertad de la patria”. Como se vio en el fallido primer Congreso General del Rei-no, los diputados de las juntas provinciales fueron los más brillantes abogados que ya se desempeñaban en los estrados de la Audiencia. En todo caso, en esta temprana experiencia de “delegación de derechos tan importantes” se consideró necesario “examinar la voluntad del pueblo” (Rodríguez Plata, 1963: 114-115).

La Junta provincial de Cartagena de Indias advirtió en su edicto de 14 de agosto de 1810 que sólo ejercería una autoridad provisional “mientras que con los conocimientos necesarios podía formarse de diputados elegidos por todos los pueblos de la provincia, para que fuese un cuerpo que legalmente la representase, nombrándose el número que la experiencia enseñase necesario, bajo las reglas y el método observado en la Europa y adoptado ya en la América, en razón de la población que comprende el departamento de cada cabildo”. Una comisión de expertos fue nombrada para que calculara el tamaño de la población aproximada de cada uno de los partidos de la provincia, así como para formar “la instrucción que explicase el método que debía observarse para las elecciones parroquiales, de partido y capitulares, que es el único modo de que todos los pueblos por medio de electores concurran con su sufragio a la formación de un cuerpo representativo”. Según el plan electoral propuesto por la comisión, la provincia de Cartagena se dividiría en cinco departamentos, correspondientes a sus cinco cabildos (Cartagena, Tolú, San Benito Abad, Mompóx y Simití), y la representación de todos ellos seguiría la distribución de la población que había arrojado el estimado de los peritos. Conforme al plan de los doce diputados que integrarían la junta provincial, ésta tendría “la

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representación del generoso pueblo de su provincia”, y con ella “las facultades, no sólo de los tribunales superiores que residían en Santafé, cuya falta impulsó su creación, sino también las que la necesidad o el estado de la Península le atribuye naturalmente, en circunstancias tan difíciles y peligrosas, y a tanta distancia, para procurarse su tranquilidad, su seguridad y felicidad”.

El 26 de julio se 1810 se erigió la Junta provincial de Tunja en un cabildo abierto que había pedido el procurador general, quedando presidida por el corregidor e integrada por los miembros del mismo cabildo, diputados de los dos cleros, algunos oficiales reales y diputados de los cabildos subordinados de la Villa de Leiva y de Muzo. Pero su autoridad fue desconocida por otros cabildos y localidades de su antigua jurisdicción provincial, obligando a convocar una junta electoral para escoger al diputado ante el primer congreso general del Reino. Esta Junta se instaló el 18 de diciembre siguiente, reconociendo que la primera “no había tenido el efecto deseado por las divisiones que son bien notorias y que han agitado aquella gobernación”. Titulada Superior Gubernativa, declaró que “reasume en sí el gobierno económico y absoluto del departamento, sin otra dependencia del Supremo Congreso Nacional con el pacto federativo y de unión con todas las provincias que lo componen”. Además de la representación de los barrios de Tunja, esta nueva junta incluyó diputados de la Villa de Leiva y de 21 parroquias, pero los vecinos de Sogamoso prefirieron enviar su propio diputado ante congreso general del Reino. En la provincia de Neiva, que formó una junta provisional el 27 de julio de 1810 mediante la destitución del corregidor Anastasio Ladrón de Guevara, también fueron convocados los diputados de los cabildos subalternos de La Plata, Timaná y Purificación para restituir la legitimidad perdida por el acto de violencia ejercido

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contra el corregidor. El 22 de diciembre siguiente se realizó la junta de los diputados de todos los cabildos de la provincia, donde además de elegir al diputado ante el congreso general del Reino se erigió una junta provincial integrada por los diputados de todos los cabildos de esa provincia.

Una experiencia exitosa de representación legítima de los antiguos cabildos en los nuevos estados provinciales fue la ocurrida en la Gobernación de Antioquia. Recibidas las noticias de lo acontecido en la capital del Virreinato, los capitulares de la ciudad de Santafé de Antioquia convocaron a los cabildos de Medellín, Rionegro y Marinilla a un congreso provincial de diputados: “Este será el momento feliz y precioso en que, sepultadas las pequeñas y antiguas divisiones que nos han distraído por largos años, nos demos por la primera vez y nos saludemos con aquel ósculo de paz y fraternidad que debe poner sello para siempre a nuestros sentimientos para que, formando un solo pueblo, trabajemos de acuerdo en nuestra común felicidad”. Fue así como entre el 30 de agosto y el 7 de septiembre de 1810 se realizaron las sesiones de este congreso provincial, integrado por dos diputados de cada cabildo. Se acordó la integración de cuatro representantes del pueblo mediante la ejecución de una jornada electoral en la que podrían participar todos los vecinos libres cabezas de familia, con casa poblada, “que no sean vagos notorios ni vivan a expensas de otro”.

Producidas las declaraciones de reasunción de soberanía por las nuevas juntas provinciales que se erigieron en el Nuevo Reino de Granada durante el año 1810, se puso en la agenda política de la Junta de Santa Fe la realización de un congreso general de las provincias del Reino que, defendiendo “la independencia y soberanía alcanzada contra toda agresión externa” y no reconociendo sino la

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autoridad que los pueblos habían “depositado” en las juntas provinciales, excluyendo la que reclamaba el Consejo de Regencia instalado en Cádiz, procediera a comprobar la “legítima representación nacional, que es la que debe hacer la constitución del estado” (Pey, 1810). Era lo que había pedido el anónimo observador payanés. El viernes 22 de diciembre de 1810 se instaló en Santa Fe el primer Congreso de las provincias del Nuevo Reino de Granada con sólo seis diputados de las juntas provinciales del Socorro, Neiva, Santa Fe, Pamplona, Nóvita y Mariquita. Todos eran abogados y dos de ellos además eclesiásticos. Ninguno había sido elegido “por los pueblos” pero en cambio sí habían sido todos apoderados legalmente por las juntas provinciales. El juramento que todos prestaron confirma las lealtades básicas de las provincias en ese momento: conservación de la religión católica, sostenimiento de los derechos de Fernando VII contra el usurpador del trono (José Bonaparte), defensa de la independencia y soberanía del Reino contra cualquier invasión externa, y reconocimiento único de la autoridad depositada por los pueblos en las juntas de las cabeceras provinciales. “Religión, Patria y Rey” era la consigna general de las juntas neogranadinas de 1810.

La petición de ingreso del representante de 21 pueblos agregados a la villa de Sogamoso planteó el primer problema a examinar, que no era otro que el de la legitimidad de la representación política de las juntas. Sogamoso era un antiguo corregimiento de indios que había recibido este año el título de villa de manos de la Junta de Santafé y que había proclamado su independencia respecto de la Junta de Tunja. Camilo Torres se opuso fundándose en una supuesta instrucción que la Junta de Pamplona le había dado para que no fuesen admitidos en el Congreso más que los diputados de “las provincias habidas por tales en el antiguo gobierno”. Pero el diputado Rosillo replicó

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advirtiendo que la admisión de Sogamoso evitaría que proyectasen agregarse a Barinas y resolvería el problema que ofrecía “el miserable estado de Tunja, “que estaba consumida por sí misma”. Sometido el asunto a votación, cinco de los diputados aceptaron la admisión del apoderado de Sogamoso, con lo cual el doctor Torres hizo certificar su oposición a la mayoría, basada en el principio de que este congreso era una “confederación de provincias” sin facultades para decidir sobre el tema de “admisión o repulsa de los pueblos que pretenden esa calidad” (de provincia). De este modo, “ni la totalidad de los diputados del Reyno puede trastornar las antiguas demarcaciones (provinciales), por no ser éste el objeto de su convocación, sino el de mantener la unión y convocar las cortes que deben arreglar la futura suerte del Reyno” (Diario, 1810). Obtenida esta certificación, anunció que no concurriría a las sesiones en las que estuviera presente el bachiller Benítez.

El 5 de enero de 1811 el apoderado de Neiva sostuvo el principio de la reasunción de la soberanía por “los pueblos” al faltar en el trono el rey Fernando VII, con lo cual España ya no podía sojuzgar a Santafé y, por extensión, esta ciudad tampoco a las provincias neogranadinas, ni éstas a todos los pueblos de sus respectivas jurisdicciones. La pregunta pertinente, en su opinión, era: “¿pueden los pueblos libres ser obligados con armas a la obediencia de la cabeza de provincia?.” Si se respondía afirmativamente, entonces habría que aceptar que Santafé podría sujetar a las cabeceras provinciales y que Madrid podría sujetar a aquella. En sentido contrario del raciocinio, si se concedía la independencia a Santafé habría que concederla también a las provincias y “a todos los trozos de la sociedad que pueden representar por sí políticamente, quiero decir, hasta trozos tan pequeños que su voz tenga proporción con la voz de todo el Reyno”. Por tanto, las 40.000 almas

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del pueblo de Sogamoso eran libres, y las autoridades de Tunja no tenían derecho alguno para impedirlo, pues esa población era suficiente para erigirse en una provincia, ya que la de Neiva tenía apenas 45.000 y la de Mariquita 26.000 almas. Este nuevo principio de la población para la erección de gobiernos provinciales independientes de las antiguas provincias ponía sobre nuevas bases el asunto de la representación política.

Integrado desde la segunda semana de enero de 1811 por los diputados de siete provincias, ya que se habían incorporado los de Mompox y Sogamoso, el Congreso enfrentó su segundo problema: ¿podían estos diputados renunciar la soberanía de sus provincias poderdantes en el Congreso nacional? Todo parecía indicar que los diputados estaban dispuestos a hacerlo para constituir un nuevo cuerpo soberano nacional que resolviera el problema de la transición del estado indiano al estado republicano. Pero la Junta de Santafé dio la voz de alarma y se dispuso a impedir que su diputado continuara contrariando sus instrucciones y poniendo en peligro su soberanía, pues ya era público que en el Congreso se decía que este cuerpo había recibido la soberanía delegada por las provincias representadas. El 17 de enero los chisperos de la capital provocaron un tumulto a los gritos de que se estaba intentado destruir la Junta Suprema de esta ciudad “para levantar sobre sus ruinas el edificio de la soberanía del Congreso, y sobre las de algunos particulares la fortuna de otros, que habiendo tal vez sacado el mejor partido de la revolución, aún no se hallan satisfechos”. El tumulto se originó por la noticia que corrió sobre un proyecto de constitución nacional redactado por el secretario Antonio Nariño, en la cual se cedían todas las soberanías provinciales al nuevo estado, cuyo poder legislativo lo encarnaba el Congreso. Sucedió entonces que “el prurito de la soberanía precipitó de tal manera las medidas” que se llegó al tumulto

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y a la adopción de medidas de seguridad contra los perturbadores de la tranquilidad pública por la Junta de Santafé, obligada a tomar partido por la soberanía e integridad de las provincias bajo el argumento de que “el sistema de su reposición es el de la perfección del Congreso y el de la felicidad del Reyno” (Junta Suprema, 1811).

En su defensa de la conducta seguida por el Congreso, el doctor Ignacio de Herrera aclaró que este cuerpo había tenido a la vista dos posibilidades para transitar al nuevo estado republicano: transferir todas las soberanías provinciales al Congreso, para que éste representase el supremo cuerpo nacional y le diera una constitución al estado neogranadino, o adoptar un régimen federativo de provincias que conservasen su soberanía. Negó entonces que el Congreso hubiese tenido ambiciones de soberanía sobre el Reino y atribuyó esa pretensión “a otros”, señalando que el nuevo tribunal que reemplazó en sus funciones a la Junta de Santa Fe había seguido los pasos de ésta al proclamarse soberano de la representación nacional. La imposibilidad de concertación de los abogados en las dos disputas planteadas en la primera experiencia de una diputación nacional neogranadina -representación provincial y cesión de las soberanías provinciales- forzaron la disolución del primer Congreso General y cedieron el paso a la experiencia de constitución de estados soberanos provinciales y a la construcción federal de las Provincias Unidas de la Nueva Granada.

Los colegios constituyentes de los estados provinciales

El fracaso del primer Congreso General del Reino obligó a las juntas provinciales a realizar la tarea más importante de la agenda política de 1811 en una

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escala menor: los colegios provinciales de diputados elegidos por las localidades para el único fin de debatir y aprobar cartas constitucionales de alcance provincial. Era la vieja fórmula norteamericana que permitía resolver el problema de la restauración de la legitimidad del gobierno derivándola de un cuerpo constituyente y de una constitución que el pueblo juraría. Fue así como durante los dos primeros años de la Primera República se reunieron las constituyentes provinciales de Cundinamarca, Tunja, Antioquia y Cartagena de Indias, seguidas de los colegios revisores de las primeras constituciones.

A diferencia del congreso general de los dipu-tados de las juntas provinciales de Venezuela que se instaló en Caracas el 2 de febrero de 1811, cuyas de-liberaciones no solamente permitieron la aprobación de una temprana declaración de independencia abso-luta (5 de julio de 1811) sino la sanción de una consti-tución federal para todas las provincias de la antigua Capitanía General de Venezuela (21 de diciembre de 1811), el fracaso del congreso de las provincias neo-granadinas abrió el camino hacia la experiencia cons-titucional de las provincias, antes de una experiencia constitucional para toda la nación neogranadina. Fue en estos colegios electorales donde también se apro-baron las declaraciones de independencia de Cundi-namarca, Tunja y Antioquia, si bien en Cartagena de Indias esta declaración antecedió a la instalación de su colegio constituyente.

La tarea de redactar, debatir, aprobar, sancionar y hacer jurar la carta constitucional de los estados provinciales resolvió el problema de la ilegitimidad de las juntas provisionales de 1810 y puso en marcha la agenda de las reformas de estirpe liberal. El doctor José Manuel Restrepo, uno de los dos redactores del proyecto constitucional de Antioquia, advirtió que el colegio electoral y constituyente de esta provincia

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debía integrarse por pocos diputados elegidos por los cabildos entre los padres de familia, dotados con “amplios poderes para gobernar al pueblo del modo más liberal y acomodado a la felicidad pública”, tal como se había erigido la junta suprema provincial en reemplazo de los cabildos que no eran “legítimos representantes del pueblo”. En su opinión, era de “absoluta necesidad escoger para electores a los hombres más ilustrados, los más íntegros y, sobre todo, aquellos que reconozcan la soberanía del pueblo [y] sus sagrados derechos y que no sean esclavos vendidos a la Regencia y a los gobernadores de España”. Redactar un proyecto de constitución era “la obra más difícil que tiene la política” y tendría que ser el fruto de “largas meditaciones en el silencio y retiro del gabinete”, por lo cual se opuso a las urgencias del cabildo de Medellín y sostuvo que no debería precipitarse la apertura de las sesiones del colegio constituyente (Restrepo, 1811).

El 29 de diciembre de 1811 se instaló en la ciudad de Santafé de Antioquia el Colegio Electoral y Constituyente de esta provincia, integrado por los diputados electos por sus cuatro departamentos. Después de trasladar las sesiones a la ciudad de Rionegro para complacer a los diputados de la villa de Medellín, este Colegio aprobó la siguiente declaración preliminar de su carta constitucional:

Los representantes de la Provincia de Antioquia en el Nuevo Reino de Granada, plenamente autorizados por el pueblo para darle una Constitución que garantice a todos los ciudadanos su Libertad, Igualdad, Seguridad y Propiedad; convencidos de que abdicada la Corona, reducidas a cautiverio, sin esperanza de postliminio las personas que gozaban el carácter de soberanas, disuelto el gobierno que ellas mantenían durante el ejercicio de sus funciones, devueltas a los españoles de ambos hemisferios las prerrogativas de su libre naturaleza y a

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los pueblos las del Contrato Social, todos los de la nación, y entre ellos el de la Provincia de Antioquia, reasumieron la soberanía, y recobraron sus derechos; íntimamente persuadidos que los gobiernos de España por su estado actual, y por su inmensa distancia es imposible que nos liberten de la tiranía y del despotismo, ni que cumplan con las condiciones esenciales de nuestra asociación; viendo, en fin, que la expresión de la voluntad general manifestada solemnemente por los pueblos es de que usando de los imprescriptibles derechos concedidos al hombre por el Autor Supremo de la Naturaleza se les constituya un gobierno sabio, liberal y doméstico, para que les mantenga en paz, les administre justicia y les defienda contra todos los ataques así interiores como exteriores, según lo exigen las bases fundamentales del Pacto Social, y de toda institución política.

La constitución que “los representantes del bueno y virtuoso pueblo del Estado de Antioquia” aprobó en este colegio constituyente empezó acogiendo una nutrida colección de “derechos naturales, esenciales e imprescriptibles” de todos los hombres, los cuales podían reducirse a cuatro principales: la libertad y la igualdad legal, la seguridad y la propiedad. Se declaró que la soberanía, “una e indivisible, imprescriptible e inenajenable”, residía originaria y esencialmente en el Pueblo Soberano, entendido éste como “la universalidad de los ciudadanos”. En consecuencia, se declaró que todos los reyes eran iguales a los demás hombres, y que solamente habían sido puestos en el trono “por la voluntad de los pueblos para que les mantengan en paz, les administren justicia y les hagan felices”, de tal suerte que cuando no cumpliesen “este sagrado pacto” se pondrían en situación de que su reinado era incompatible con la felicidad de los pueblos, y así éstos tendrían “derecho para elegir otro, o para mudar absolutamente la forma de su gobierno extinguiendo la Monarquía”.

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Una revolución política se había declarado en este colegio constituyente antioqueño, el cual introdujo también la separación del poder público en tres ramas (Legislativa, Ejecutiva y Judicial), presentada como la constitución esencial de la libertad, pues “de su reunión en una sola persona, o en un solo cuerpo, resulta la tiranía”. El pueblo que habitaba el territorio de la Provincia de Antioquia se consideró erigido en “Estado libre, independiente y soberano”, pues no reconocería otra autoridad suprema más que aquella que expresamente delegara en el Congreso General de las Provincias Unidas de la Nueva Granada (acta de federación del 27 de noviembre de 1811), por el cual este Colegio Electoral eligió dos diputados. El Gobierno soberano de este Estado se definió como “popular y representativo”.

Además de la función constituyente, el Colegio Electoral de la provincia de Antioquia ejerció la función gubernativa: nombró empleados de los tres nuevos poderes públicos y fijó sus sueldos, se declaró en ejercicio del vicepatronato de la Iglesia Católica, definió las divisas de los empleados públicos y de todos los ciudadanos (“religión e independencia”), auxilió a Cartagena, dispuso medidas de defensa militar y decisiones sobre ramos fiscales, reconoció la deuda pública anterior, erigió dos nuevas villas. El 21 de marzo de 1812 fue aprobada y firmada por los 19 “representantes de los pueblos de Antioquia” la Constitución que se ordenó publicar, y además celebrar “tan fausto acontecimiento como la época más memorable de su historia política, en que el bueno y virtuoso pueblo del Estado de Antioquia después de tantos años de la más bárbara tiranía y despotismo ha entrado en el pleno goce de todos sus derechos, adquiriendo la facultad de gobernarse por sí mismo”. Convocó también a un Colegio Revisor para que solamente enmendara y reformara la Constitución “en todo aquello que juzgue conveniente”.

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El Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la provincia de Cundinamarca, reunido en Santa Fe desde el 6 de marzo de 1811, debatió dos proyectos de constitución: uno fue presentado por José María del Castillo y Rada y el otro por una comisión integrada por Luis Eduardo de Azuola, Miguel Tobar y Jorge Tadeo Lozano. Fue adoptado como prefacio de la Constitución el texto siguiente:

La Representación, libre y legítimamente constituida por elección y consentimiento del pueblo de esta provincia, que con su libertad ha recuperado, adopta y desea conservar su primitivo y original nombre de Cundinamarca, convencida y cierta de que el pueblo a quien representa ha reasumido su soberanía, recobrando la plenitud de sus derechos, lo mismo que todos los que son parte de la Monarquía española, desde el momento en que fue cautivado por el Emperador de los franceses el señor don Fernando VII, Rey legítimo de España y de las Indias, llamado al trono por los votos de la nación, y de que habiendo entrado en el ejercicio de ella desde el 20 de julio de 1810, en que fueron depuestas las autoridades que constantemente le habían impedido este precioso goce, necesita de darse una Constitución, que siendo una barrera contra el despotismo, sea al mismo tiempo el mejor garante de los derechos imprescriptibles del hombre y del ciudadano, estableciendo el Trono de la Justicia, asegurando la tranquilidad doméstica, proveyendo a la defensa contra los embates exteriores, promoviendo el bien general y asegurando para siempre la unidad, integridad, libertad e independencia de la provincia, ordena y manda observar la presente a todos los funcionarios que sean elegidos, bajo cuya precisa condición serán respetados, obedecidos y sostenidos por todos los ciudadanos estantes y habitantes en la provincia, y de lo contrario, tratados como infractores del pacto más sagrado, como verdaderos tiranos, como indignos de nuestra sociedad y como reos de lesa Patria.

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Reconociendo a Fernando VII como rey de los cundinamarqueses, este Colegio Constituyente adoptó el régimen de monarquía constitucional para que moderara el poder del Rey una “Representación Nacional permanente” y dividió el poder público en las tres ramas canónicas. El ejercicio del Poder Ejecutivo correspondería entonces al Rey, auxiliado de sus ministros; y en defecto de aquel lo ejercería el presidente de la Representación Nacional, asociado de dos consejos. El título XII acogió una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que como en el caso de Antioquia podían reducirse a la igualdad y libertad legales, la seguridad y la propiedad. En esta sección se reconoció que la soberanía residía esencialmente en “la universalidad de los ciudadanos”. De este modo, todos los ciudadanos tenían igual derecho a concurrir directa o indirectamente a la formación de la ley, y a nombrar sus representantes.

Este Colegio Constituyente contrajo su acción a su objeto propio, que fue el debate y aprobación de la primera Constitución del Estado de Cundinamarca (30 de marzo de 1811), así como a la elección del representante ante el Congreso general del Reino y de los funcionarios que integrarían en adelante las atribuciones de la autoridad soberana en lo Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La fórmula con la que fue sancionada (4 de abril siguiente) esta primera Constitución dirigió a los ciudadanos y padres de familia las siguientes palabras:

Veis aquí al americano por la primera vez en ejercicio de los derechos que la naturaleza, la razón y la religión le conceden, y de que los abusos de la tiranía le habían privado por el espacio de tres siglos. No es esta la voz imperiosa del despotismo que viene del otro lado de los mares; es la de la voluntad de los Pueblos de esta Provincia legítimamente representados. No es para vivir sin ley que habéis conquistado vuestra libertad sino para que

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la ley, hecha con vuestra aprobación, se ponga en lugar de la arbitrariedad y caprichos de los hombres. Leedla, estudiadla, meditadla, y luego que en los corazones de vuestros parroquianos, de vuestros hijos y de vuestros domésticos se hayan profundamente gravado los santos misterios y máximas del Cristianismo, poned en sus manos este volumen, enseñadles a apreciar el don que hemos adquirido, y hacedlos sensibles a los intereses de la libertad y felicidad de su Patria.

De modo similar procedieron las reuniones del Colegio Constituyente del Estado de Tunja (21 de noviembre a 9 de diciembre de 1811) y de la Serenísima Convención del Estado de Cartagena de Indias (21 de enero a 14 de junio de 1812). El resultado en esos primeros cuatro estados provinciales fue el mismo: la erección de nuevas autoridades legítimas que resolvieron el problema de la naturaleza espuria de las juntas de 1810. La tarea constitucional de la agenda liberal temprana fue cumplida satisfactoriamente a esta escala provincial, mientras el acta de federación y la promesa del congreso nacional mantenían la expectativa de cumplimiento de la tarea a escala nacional. El asedio de la antigua capital del Virreinato por las tropas de dos generales venezolanos, Bolívar y Urdaneta, forzó la anexión de Cundinamarca y la instalación del poder ejecutivo del Congreso de las Provincias Unidas en ella. Mientras ello ocurrió, las tareas liberales que emanaron de las cartas constitucionales fueron cumplidas por las legislaturas de los estados provinciales.

La agenda liberal en los estados provin-ciales

Las constituciones fueron la fuente de las tareas de la agenda liberal de los nuevos estados provinciales, en concordancia con el Acta de federación de las

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Provincias Unidas aprobada el 27 de noviembre de 1811 por los representantes de las provincias de Antioquia, Cartagena, Neiva, Pamplona y Tunja. Se negaron a firmar estos tratados interprovinciales los diputados de Cundinamarca y Chocó “por considerar inconveniente el sistema federal adoptado”. Esta asociación federativa intentaba ceder a un gobierno general “las facultades propias y privativas de un solo cuerpo de nación”, conservándole a cada una de las provincias asociadas su soberanía e independencia “en lo que no sea del interés común”. Se reservaba “para mejor ocasión o tiempos más tranquilos la Constitución que arreglará definitivamente los intereses de este gran pueblo”. Las provincias asociadas por estos tratados se comprometieron a desconocer la autoridad del Consejo de Regencia o de las Cortes de Cádiz y a darse gobiernos populares y representativos, con división tripartita del poder público; a crear milicias provinciales para auxiliarse mutuamente, “mirando al gran pueblo de la Nueva Granada en todas sus provincias, como amigos, como aliados, como hermanos y como conciudadanos”.

Durante el primer año de su existencia todas las juntas que se habían formado en 1810 dictaron medidas fiscales de gran liberalidad, tales como la supresión de los monopolios que pesaban sobre los tabacos y los aguardientes, así como la reducción de buena parte de las cargas fiscales. Pero muy pronto la realidad fiscal las obligó a volver sobre sus pasos. El Estado de Cundinamarca comprobó que la libertad de comercializar los tabacos había permitido la circulación de tabacos de baja calidad y un alza de sus precios, sin que el Estado llevase beneficio alguno. Así fue como su Cuerpo Legislativo tuvo que restablecer el estanco de tabacos como uno de los arbitrios fiscales “menos gravosos al público para sostener las cargas del Estado”, y encargó al presidente Antonio Nariño para dictar las medidas necesarias para tal efecto.

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Éste ordenó entonces (14 de mayo de 1813) a todos los introductores y mercaderes de tabacos de Girón y Zapatoca que presentasen todas sus existencias en la casa de la Administración Principal del Ramo de Tabacos, donde se les compraría de contado a cuatro y medio pesos la arroba de primera clase, y a tres y medio la de segunda clase. En adelante quedó prohibido a los particulares este comercio, pues pasó a ser exclusivamente de cuenta del Estado, que lo compraría en sus factorías de Girón, Ambalema y Longaniza. Este decreto fijó los nuevos precios que tendrían en adelante las arrobas y los tangos de todas las clases en cada uno de los estanquillos (AGN, Anexo, Historia, 7: 491-492v). La Factoría de Tabacos de Piedecuesta se cerró en el año de 1810 “por la quiebra o falta de caudales para su compra por la disidencia de las provincias”, y así se mantuvo hasta la restauración de 1816. En la provincia de Popayán, el gobernador Miguel Tacón abolió el monopolio de aguardientes siguiendo el consejo del comisionado Carlos Montúfar. Así que su Junta Provincial sólo agregó la abolición del monopolio de los tabacos, la única renta productiva después de los ingresos que dejaba la Casa de Moneda. Un cálculo imaginario sobre las alcabalas que produciría el comercio libre de los tabacos justificó esta medida, que muy pronto fue juzgada como una enorme equivocación.

La Junta del Socorro también había liberado la venta de aguardientes, pero muy pronto tuvo que prohibir la venta de mistelas sin control y defender a los consumidores de aguardiente en los estanquillos y las pulperías, comisionando al contador de aguardientes para practicar rondas dirigidas a verificar que se vendiera con “la medida [de latón] de la administración”. La crisis fiscal que la liberalidad de esta Junta produjo se vio claramente al final del primer año, cuando los ciudadanos se resistieron a pagar el derecho de alcabala, que era

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el único impuesto que la Junta había mantenido. Por ello se vio obligada a dictar, el 11 de septiembre de 1811, un decreto sobre rentas que obligaba a todos los mercaderes a portar las guías de las mercancías que transportaran, incluidas las carnes saladas, y a sellar las piezas o rollos de lienzo o manta. Todos los comerciantes quedaron obligados a pasar por la Aduana todas las cargas que transportaran, donde debían mostrar las guías y hacer los pagos de las alcabalas correspondientes. La Junta de Antioquia había liberado el comercio de tabacos y aguardientes, imponiendo a cambio una contribución anual de un peso a todos los ciudadanos libres mayores de 18 años. Abolió el derecho que pagaban los mazamorreros del oro y redujo la tasa de las alcabalas al 2% del valor de las mercancías, pero antes de un año tuvo que corregir el impacto fiscal restableciendo la renta de aguardientes y el estanco de los tabacos. Puso en marcha las obras de apertura de tres caminos (el del Chocó, el de Marinilla y el de Yarumal) y multiplicó las escuelas de primeras letras. En su primer informe ante la Cámara de Antioquia, el presidente Juan del Corral expresó su satisfacción con las realizaciones de su agenda: “¿Quién creyera, señores, que en tan pocos meses se había de ver la República de Antioquia con fundamentos sólidos para su engrandecimiento, con nitrerías, molinos de pólvora, Casa de Moneda, caminos, armas y guerreros que la pongan en respeto y le den una independencia que de otra manera sería puramente nominal? (Corral, 1814).

La Suprema Junta de Cartagena de Indias también decretó, el 17 de enero de 1811, una serie de medidas que liberaban el comercio en su puerto: se permitió la exportación de “toda clase de granos, víveres, carnes y ganado de todas clases en pie, que se crían y se cosechan en esta Provincia y en todas las demás del Reino, a fin de animar a los criadores y cosecheros para que aumenten sus labores y crías

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con al expectativa de poder vender sus frutos a los más altos precios que puedan, sin limitación ni tasa”. Complementariamente, los mercaderes y capitalistas fueron autorizados a adelantar dinero a los labradores, quienes pagarían a sus habilitadores en frutos de sus cosechas, o en dinero, quedando privados los jueces de mezclarse o estorbar esta clase de negocios. Los puertos de Sabanilla y Zapote fueron habilitados para el embarque de “víveres, granos, ganados, tablazón, maderas, esteras, sombreros de paja y demás efectos de la industria de esta Provincia”. Fueron liberados los precios de los víveres, las aves, los cerdos y ganados menores, y también dejó de cobrarse el derecho de puestos o mesitas. La liberación del comercio dejó de controlar el número de revendedores, pues en adelante todo el que quisiera podía revender granos, aves y carnes, verduras y toda clase de comestibles. También fueron liberados los valores de los fletes de las embarcaciones de cabotaje que transportaban víveres por la costa de sotavento y el río Sinú.

Los estados provinciales reclamaron para sí el derecho de patronato que el rey de España había ejercido sobre la Iglesia indiana. El artículo 14 de la Constitución de Antioquia le confirió al presidente de ese Estado, “de acuerdo con la autoridad eclesiástica”, el ejercicio del patronato de todas las iglesias de su provincia. El artículo 3º de la Constitución de Cundinamarca encargó que a la mayor brevedad posible y con preferencia a cualquiera negociación diplomática se entablara correspondencia directa con la Silla Apostólica, “con el objeto de negociar un Concordato y la continuación del patronato que el Gobierno tiene sobre las iglesias de estos dominios”. Aprovechando la transformación política, la renta de diezmos eclesiásticos sobre las producciones agropecuarias fue reclamada, en su totalidad, por el deán y Cabildo Catedral de Santafé, con el argumento de que desde el momento en que se había declarado

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la independencia había cesado el derecho del rey de España a varios novenos de la mitad de la masa de los diezmos, así como a las rentas de los curatos vacantes. El doctor Juan Marimón, canónigo y diputado de Cartagena, fue comisionado por el Congreso de las Provincias Unidas para examinar esta pretensión. Su informe recordó que desde la Real Instrucción de Intendentes había quedado claro que los diezmos debían mirarse “como un ramo de la Hacienda Real”, y que varias bulas pontificias habían secularizado los diezmos eclesiásticos. Al cesar la soberanía del rey, esas rentas correspondían en adelante a la potestad civil de los nuevos gobiernos. Por tanto, aconsejó retener la parte de diezmos que correspondían a la cuarta arzobispal, las vacantes menores, los dos novenos reales y el de consolidación, y la pensión que se había impuesto por Carlos III a la cuarta capitular. Esta cantidad debería invertirse en la defensa militar de los pueblos. Ante las censuras y excomuniones con que habían amenazado algunos eclesiásticos a los colectores de diezmos, aconsejó seguir el ejemplo de “la conducta de la Corte de España con la de Roma en casos semejantes, por estar consignada en las leyes que no se han derogado, y que nuestro eclesiástico mismo ha obedecido y sujetándose a ellas constantemente” (Marimón, 1814).

Visto este informe, complementado por un eru-dito estudio sobre el tema que fue presentado por el doctor Frutos Joaquín Gutiérrez, el Congreso de las Provincias Unidas decretó, el 22 de octubre de 1814, la retención de los caudales de diezmos identificados por el doctor Marimón. Como consecuencia, se de-cretó la continuidad de la administración de la Junta General de Diezmos y la tradición que se seguía en el Arzobispado para su administración y recaudación, con algunas modificaciones administrativas que fue-ron incluidas en la ley sobre Junta de Diezmos del 17 de marzo de 1815. La contribuciones antiguas lla-

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madas mandas forzosas ex testamento y ab intestato, incluidas las ramas de redención de cautivos y luga-res santos de Jerusalén, también fueron incorporadas a las tesorerías de las Provincias Unidas por la vía de empréstitos (ley del 26 de mayo de 1815). Las he-rencias, fideicomisos y legados ex testamento fueron gravados (ley del 2 de diciembre de 1815) con una contribución comprendida entre el 2% y el 8%, según los herederos, y durante el tiempo de la guerra.

El Congreso de las Provincias Unidas, en los tiempos en que ya había reducido al Estado de Cundinamarca a la obediencia, estableció una Contaduría General de Hacienda (ley del 20 de mayo de 1815) por el procedimiento de “aprovechar los restos del edificio (político) antiguo”, al que solamente se le daría “una nueva forma”: se mantuvieron los empleos de tres contadores generales, tres segundos, un archivero secretario, tres oficiales de pluma y un portero escribiente. Refundió entonces las atribuciones del antiguo tribunal de cuentas y las de la contaduría de cuentas, disponiendo que habría que “atar, por decirlo así, el hilo una vez roto”: todas las cuentas anteriores de los ramos de hacienda seguirían cobrándose para poder atender “las graves urgencias del estado”. La antigua Dirección General de Correos fue agregada a la Contaduría General de Hacienda (ley del 23 de mayo de 1815). La renta de papel sellado, en sus cuatro denominaciones y “bajo las mismas reglas que tenían al tiempo de la transformación” fue mantenida, aunque cambiando el sello de las armas del rey por el sello de las Provincias Unidas (ley del 7 de diciembre de 1815).

El Acta de federación impuso a los estados provinciales la creación de milicias ciudadanas para la defensa común. Antioquia creó entonces un batallón provincial de milicias voluntarias de pardos y compañías de milicias urbanas de “la nobleza” en

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cada uno de los cabildos asociados. Se dijo entonces que el Pueblo del Estado de Antioquia se había transformado “en un Pueblo militar”, gracias a la difusión del “espíritu guerrero por todas partes”. Bajo la conducción del coronel José María Gutiérrez, las milicias antioqueñas contribuyeron a liberar la provincia del Valle del Cauca, enseñando a todos sus vecinos que “las repúblicas deben cultivar el arte de la guerra”. El establecimiento de una maestranza de artillería, de fábricas de nitro, pólvora y cobre, de una escuela militar y de obras de fortificación del punto de Bufú, fueron tareas vinculadas a esta agenda de defensa militar de los antioqueños. El Estado de Antioquia combinó los embargos contra los “desafectos” al nuevo gobierno con los empréstitos forzosos entre sus ciudadanos. El presidente Juan Bautista del Corral asumió las funciones dictatoriales que le permitía la primera carta constitucional del Estado de Antioquia (de mayo de 1812), y pudo así legalmente decretar destierros y embargos de los bienes de “los enemigos insolentes”, recaudando 61.126 pesos en confiscaciones y multas, a los que agregó 37.800 pesos de los empréstitos forzosos entre los ciudadanos. Como complemento, todos los empleados públicos de este Estado fueron conminados a acreditar por escrito “su amor a la libertad”, considerando que cada uno de ellos debía ser “un verdadero republicano” y cumplir su obligación de “conservación de los derechos del Pueblo”.

Dos tareas primarias en la construcción de nuevas naciones de ciudadanos son la abolición de la esclavitud y la supresión de la condición de minoría de edad de los indígenas. La Legislatura provincial de Antioquia se propuso abolir “hasta la sombra de la esclavitud”, mediante la tarea de “la manumisión universal” de los esclavos legados por el régimen anterior. Dado que no existían recursos fiscales para comprar los esclavos a sus dueños, se dictó un

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decreto sobre libertad de los vientres de las esclavas y manumisión paulatina de los esclavos gracias a fondos de un montepío que sería creado para tal propósito. El presidente de este Estado declaró que ante los legisladores que el régimen republicano debía tener este “fundamento moral” en su proceso de formación. La ley de manumisión de la descendencia de esclavos africanos (20 de abril de 1814) intentaba sacar a la población esclava de su “funesto estado y colocarla en la clase de ciudadanos”, restableciendo en lo posible “el equilibrio de condiciones para que goce de la beneficencia de un gobierno justo y equitativo”. Los hijos de esclavas nacidos desde el momento de la expedición de esta ley entrarían al goce de la libertad al cumplir los 16 años de edad, se prohibieron las importaciones de esclavos y se proveyeron procedimientos para la manumisión paulatina de los demás. Por su parte, el Estado de Cundinamarca acometió la tarea de incorporar a los indios al cuerpo ciudadano, declarando abolida “la divisa odiosa del tributo” y concediéndoles el goce de “todos los privilegios, prerrogativas y exenciones que correspondan a los demás ciudadanos”. Para tal efecto se ordenó el reparto de las tierras de resguardo en propiedad familiar, aunque prohibió que las enajenasen antes de 20 años, para evitar que fuesen timados por comerciantes de tierras.

La libertad de la imprenta, definida por los constituyentes de Antioquia como “el más firme apoyo de un gobierno sabio y liberal”, concedió a los ciudadanos el derecho a examinar los procedimientos de cualquiera ramo de gobierno o la conducta de todo empleado público, así como a “escribir, hablar, e imprimir libremente cuanto quiera; debiendo sí responder del abuso que haga de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Los constituyentes de Cundinamarca también garantizaron a los ciudadanos la libertad de imprenta, fijándole a los autores la

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responsabilidad de sus producciones para conceder inmunidad a los impresores, pero exceptuaron de este derecho a los escritos obscenos y a los ofensivos del dogma católico, así como la edición de los libros sagrados que siguieron sujetos a las disposiciones del Concilio Tridentino.

El bumangués Sinforoso Mutis Consuegra, quien había heredado de su tío José Celestino Mutis la dirección de la Expedición Botánica, protagonizó uno de las más sonadas defensas de la libertad de imprenta en el Estado de Cundinamarca. Ciento cincuenta ejemplares de una Proclama salida de la Imprenta del Estado (febrero de 1814), escrita por José María Arrubla (uno de los firmantes del acta de independencia del 16 de julio de 1813) y financiada por Mutis, fue depositada en la tienda de Pedro Calderón para su venta a los transeúntes. Se trataba de una denuncia patriótica contra los “enemigos de la independencia” que “de día en día engrosan el infernal partido de Regencia”, contando con el silencio de los republicanos. Se refería, en particular, a aquellos enemigos “revestidos con el carácter piadoso de Religión” que abusaban “de la simplicidad y fanatismo de nuestros compatriotas”, presentando como “crimen religioso” lo que era “un deber del hombre de bien”. La proclama advertía en los siguientes términos: “¡Americanos! Desengañaos, la religión santa de Jesucristo y la libertad se hermanan. Dios no quiere esclavos observantes de su ley, y los hombres verdaderamente libres son los únicos que se parecen al hombre grande en su primero ser. La adulación y la hipocresía han sido las armas de que se han valido para su engrandecimiento los adoradores de los reyes, de los reyes que han sido por lo común la degradación de la especie humana y el oprobio de todo sistema religioso”. Agregaba que los eclesiásticos partidarios de la Regencia trabajaban desde los púlpitos para “seducirnos y atados unirnos al carro

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destrozado de la moribunda España”, presentando la “regeneración política” acaecida desde 1810 como una “caída en errores” y desplegando todo su influjo “para desorganizar el nuevo sistema adoptado, fomentar la discordia, la guerra civil y… sacrificarnos, a nombre de Dios”. La Proclama pretendía poner en estado de alerta a los ciudadanos contra quien en adelante se atreviera “a hablaros en contra de la justa causa, sea del estado que fuese”, declarándolo “enemigo de nuestra Religión”.

Durante la tarde del 15 de febrero de 1814, al parecer por petición de los dos gobernadores del Arzobispado, el alguacil mayor de Santafé - José Malo - recogió, por orden del Poder Ejecutivo de Cundinamarca, los 131 ejemplares de la Proclama que aún no habían sido vendidos en la tienda. Al día siguiente, Mutis representó ante el Senado de este Estado la violación de la libertad de imprenta consagrada en el artículo 8ª (Título 2°) de la Constitución estatal cometida por el Poder Ejecutivo. Partiendo de una proposición publicada por el periódico liberal El Español (Nº 8, 1813), según la cual “la libertad de la imprenta no depende de la censura anterior ó posterior, sino de la libre circulación de los escritos”, Mutis argumentó que con esa expropiación había sido violado el derecho de propiedad, pues había sido privado de ella “sin ser legalmente convencido en juicio y por competente autoridad”. Exceptuando las causas por conspiración, el Poder Ejecutivo no tenía facultad alguna para mandar recoger impreso alguno. Solamente el Poder Judicial tenía facultades para hacerlo, una vez probado que el impreso fuese obsceno o adverso a la Religión. En consecuencia, el Ejecutivo había incurrido en “tiranía”, deprimiendo los derechos del ciudadano.

Recordó que la Constitución solamente reconocía las dos causas mencionadas para decomisar

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impresos (obscenidad y atentado contra la Religión), pero ello tendría que calificarlo el Poder Judicial. En consecuencia, la libertad de imprenta no podía existir si se permitía al Poder Ejecutivo recoger alguna obra salida de la imprenta con destino a su expendio al público. Aunque él no era el firmante de la Proclama, acudía ante el Senado solamente en defensa de su derecho de propiedad sobre los ejemplares decomisados contra una acción inconstitucional y desprovista de autoridad cometida por el Poder Ejecutivo. Como propietario de esos ejemplares, podía disponer de ellos a su antojo, “sin perjuicio de que se castigue al autor de la obra si es delincuente”. Pero también lo hacía en defensa de la libertad ciudadana “porque ya se acabaron las esposas del anciano Gobierno, los calabozos, y las llamas de la Inquisición en que el fanatismo sacrificaba tantos inocentes”. En adelante, cuando cualquier autoridad ejecutiva abusara de sus facultades e intentara atropellar a algún ciudadano, correspondía al Senado – según lo prevenido por el artículo 62 (título 4°) de la Constitución - impedirlo. Esta representación fue publicada por Mutis en la imprenta del Estado y reproducida en el Argos de la Nueva Granada, dada la calidad de su argumentación y en procura de establecer jurisprudencia respecto de la inhabilidad del Poder Ejecutivo para efectuar decomisos de impresos sin orden judicial (Mutis, 1814).

“La difusión de las luces y de los conocimientos útiles por todas las clases del Estado es uno de los primeros elementos de su consistencia y felicidad”: así expresaron los constituyentes cartageneros su voluntad de ligar la tarea de la instrucción pública a la difusión de los derechos del hombre “y el odio consiguiente de la opresión y de la tiranía”. La instrucción pública fue entonces acogida como tarea de los nuevos estados bajo el principio de que ella era “la que mejor iguala a todos los ciudadanos, les inculca

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y hace amables sus deberes, aumenta la propiedad individual y las riquezas del Estado, suaviza las costumbres y en gran manera las mejora y previene los delitos; perfecciona el gobierno y la legislación”. Entendida como “amiga inseparable de la humanidad y de los sentimientos sociales y benéficos”, la tarea de fomentar la instrucción pública fue acogida en todas las cartas constitucionales provinciales. En Cartagena se ordenó el establecimiento de escuelas de primeras letras en todos los poblados, fijando el contenido de la enseñanza en los siguientes temas: doctrina cristiana, derechos y deberes del ciudadano, lectura, escritura, dibujo y los primeros elementos de la geometría. Se convocó a las sociedades patrióticas a apoyar la realización de esta tarea y se concedió libertad a todo ciudadano que quisiera abrir una escuela de enseñanza pública en su casa.

La Constitución de Antioquia adoptó el principio de la ilustración pública como “absolutamente necesario para sostener un buen gobierno y para la felicidad común”, comprometiendo al gobierno con la tarea de hacer progresar la razón pública facilitando la instrucción a todos los ciudadanos. Impuso a las legislaturas y al presidente la tarea de “cuidar que la buena educación, las ciencias y las virtudes públicas y religiosas se difundan generalmente por todas las clases del pueblo”, con el propósito de que todos los individuos fuesen “benéficos, industriosos y frugales”, y “para que todos los ciudadanos conozcan sus derechos, amen la patria con la libertad y defiendan hasta la muerte los inmensos bienes que con ella han adquirido”. Para tal fin se dispuso que en todas las parroquias de la provincia se abrieran escuelas gratuitas de primeras letras, en las que se enseñase a todos los niños a leer, escribir, religiosidad, derechos del hombre y los deberes del ciudadano, principios de aritmética y de geometría. Ordenó también establecer un colegio provincial para la enseñanza de gramática,

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filosofía, religión, moral, derecho patrio y político de las naciones.

Los constituyentes cundinamarqueses también consideraron que las escuelas de primeras letras que ordenaron establecer en todos los poblados serían la clave para que la nueva sociedad obtuviera “ciudada-nos robustos e ilustrados”. Los dos colegios mayores y la universidad tomística que existían en la capital fueron puestos bajo la inspección y protección del nuevo gobierno, sujetos a las reformas que les corres-pondían como establecimientos de la instrucción pú-blica y a los planes de la universidad pública. Uno de los constituyentes argumentó que uno de los cargos más terribles que podían hacerse al anterior Gobier-no de España era su “bárbara y miserable conducta con las Américas” en este asunto: aunque un virrey llegó a gozar de 40.000 pesos de sueldos, pudiendo crear nuevos empleos y acomodar a sus familias, nun-ca existió una renta disponible para dotar una mise-rable escuela “donde se aprendiesen los rudimentos de la fe y las primeras obligaciones del Cristianismo, donde se enseñase siquiera al pobre y al infeliz el pri-mer conocimiento que debe tener un hombre en so-ciedad el arte de leer y escribir” (Actas, 1811).

Epílogo

La experiencia constitucional, legislativa y gubernamental de los estados provinciales de la Nueva Granada definió las tareas de la agenda liberal temprana y restauró la legitimidad del ejercicio del nuevo poder público en buena parte de la jurisdicción del Virreinato de Santa Fe. No obstante, en su nueva sede de Panamá continuaron operando las instituciones virreinales en coordinación con las provincias que se mantuvieron fieles a la autoridad del Consejo de Regencia. La inminencia de la llegada

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del Ejército Expedicionario de Tierra Firme enviado desde la Península tras la restauración de Fernando VII en el trono produjo una mayor concentración del poder ejecutivo en la figura del presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, asistido por un Consejo de Estado y un Consejo Supremo de la Guerra. Batido por la superioridad militar del ejército llegado por la ruta de Venezuela, el gobierno general del Congreso de las Provincias Unidas se disolvió y sus últimos presidentes terminaron fusilados en la Huerta de Jaime durante el año 1816. La suspensión de la agenda republicana fue un hecho cumplido, así como el restablecimiento de las instituciones virreinales. Pero solamente por tres años, pues el sorprendente resultado de la Batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819) permitió a las tropas del general Bolívar consolidar la independencia definitiva de este Reino respecto de la Monarquía Española. En el Copiador de Órdenes que Alejandro Osorio abrió en Santa Fe, el 11 de agosto de 1819, el Libertador dictó el siguiente encabezamiento a su decreto de devolución de bienes secuestrados: “Restablecido felizmente el Gobierno Liberal de la República, por la fuga de los tiranos que la oprimían, para dar un día de consuelo a los fieles hijos del país, que han gemido por su horrible depredación, he determinado a mi ingreso en esta capital….”. No se trataba entonces de un comienzo de la experiencia republicana en este extinguido Reino, sino del restablecimiento de la agenda liberal de la Primera República. En efecto, pronto se vio en el Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta que constituyó la República de Colombia que todas las instituciones políticas incorporadas a su carta constitucional ya habían sido debatidas, sancionadas y probadas en los estados provinciales del período 1810-1815. Puede entonces concluirse que la temprana agenda liberal colombiana es un legado de la agenda política que ejecutaron los estados provinciales del tiempo de la Primera República.

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Fuentes y Bibliografía

Actas del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral de la Provincia de Cundinamarca congregado en su capital la ciudad de Santafé de Bogotá para formar y establecer su constitución. Año de 1811, en la Imprenta Real de Santafé de Bogotá por don Francisco Xavier García de Miranda. Biblioteca Nacional de Colombia, Fondo Pineda, 244 (Nº 297), VFDU1-367, Nº 1.

Anónimo, “Observaciones que le comunica un amigo a otro que le pregunta [sobre] la actual situación del Reino, el 20 de agosto de 1810”, en Gómez Hoyos, Rafael, La revolución granadina de 1810, tomo II, pp. 205-211,Temis, Bogotá, 1962.

Blanco White, José María, “Reflexiones generales sobre la revolución española”, en El Español, Londres, no. 1 (30 de abril de 1810).

Corral, Juan del. Relación que dirigió a la Cámara de Representantes el presidente dictador de la República de Antioquia, ciudadano Juan Bautista del Corral, al concluirse los últimos cuatro meses de su autoridad dictatorial, en 28 de febrero de 1814. Santafé de Bogotá: en la Imprenta del Estado, por el c. José María Ríos. Biblioteca Nacional de Colombia, Pineda 170, Nº 4.

Diario del Congreso General del Reyno, 1810-1811. BNC, Quijano Otero, 151.

Herrera, Ignacio de, Manifiesto sobre la conducta del Congreso, Imprenta Real, Santafé, 1811. BNC, Quijano 151, no. 3.

Junta Suprema de Santafé, La conducta del Gobierno de la Provincia de Santafé para con el Congreso, y la de éste para con el gobierno de la provincia de Santafé, 24 de febrero de 1811. 13 pp. BNC, Pineda 852, no. 4. También en Archivo Restrepo, vol. 8.

Marimón, Juan: “Informe sobre diezmos”, Tunja, 13 de octubre de 1814. En: Congreso de las Provincias

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Unidas, Actas y decretos, I, pp.176-180, Fundación Francisco de Paula Santander, Bogotá, 1989,.

Mutis Consuegra, Sinforoso. “Representación dirigida al Senado del Estado de Cundinamarca sobre una violación a la libertad de imprenta cometida por el Poder Ejecutivo”. Santafé de Bogotá, 16 de febrero de 1814”, en Argos de la Nueva Granada. Bogotá. No. 16 (24 feb. 1814); p. 64.

Pey, José Miguel, “Oficio firmado en Santafé, 29 de diciembre de 1810”, en Diario del Congreso General del Reyno, 2 (enero 1811). BNC, Quijano, 151.

Procurador general del cabildo del Socorro, “Representación ante la Junta del Socorro, 19 de octubre de 1810”, en Horacio Rodríguez Plata, La antigua provincia del Socorro y la Independencia, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 1963, pp. 114-115.

Restrepo, José Manuel, Cartas al Cabildo de la villa de Medellín, Santafé, 19 de agosto y 19 de septiembre de 1811, en Archivo Histórico de Medellín, fondo Concejo, tomo 78-1, ff. 138-140. Publicado por Daniel Gutiérrez Ardila en su edición de las Actas del Colegio electoral y constituyente de Antioquia, próxima a aparecer en la editorial de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2009.

Uribe Vargas, Diego, Las constituciones de Colombia, textos 1810-1876, Ediciones Cultura Hispánica, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 2 ed., vol. II; pp. 349-792, Madrid, 1985.

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El tratamiento de la fiscalidad en las

constituciones del mundo atlántico (1787-1830)*

Pedro PÉREZ HERREROUniversidad de Alcalá[email protected]

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* Este texto forma parte del Proyecto de investigación “El li-beralismo. La creación de la ciudadanía y los Estados Nacio-nales occidentales en el espacio atlántico (1808-1880)” (MEC HUM2006-013180) conformado por los siguientes investigado-res: Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá, España), María Eugenia Claps Arenas (Universidad Nacional Autónoma de Méxi-co, México), Ivana Frasquet (Universidad Jaume I, España), Iván Jaksic (Pontifi cia Universidad Católica de Santiago, Chile), Ar-mando Martínez Garnica (Universidad Industrial de Santander, Colombia), Rosario Peludo Gómez (Universidad Autónoma de Ma-drid, España), Manuel Plana (Universidad de Florencia, Italia), Inés Quintero (Universidad Central de Venezuela, Venezuela), Jaime Rodríguez (Universidad de California, Irvine, EEUU), Eva Sanz Jara (Universidad de Alcalá, España), José Antonio Serrano (El Colegio de Michoacán, México), Inmaculada Simón (Conse-jo Superior de Investigaciones Científi cas, España) y Nuria Ta-banera (Universidad de Valencia, España). Las ideas centrales de Proyecto fueron discutidas en el seminario permanente que sobre el pensamiento liberal se celebró durante los cursos aca-démicos 2006-2009. Agradezco a todos los integrantes del gru-po de investigación y a los asistentes asiduos a este seminario permanente sus ideas y comentarios a las ideas vertidas en este texto. Algunas de las conclusiones de los miembros del grupo de investigación fueron presentadas en las siguientes reunio-nes científi cas internacionales: 1) V Congreso Europeo CEISAL de latinoamericanistas (Bruselas, 11-14/IV/2007). 2) Congreso AHILA 2008 Universidad de Leiden (Leiden, 26-29/VIII/2008). 3) XIII Encuentro de Latinoamericanistas Españoles. 1808-2008. Doscientos años de estudios en ambos hemisferios, Universidad Jaume I (Castellón, 18-20/IX/2008). 4) Congreso Internacional “Revoluciones liberales, guerras de independencia y construc-ción institucional. Los imperios ibéricos y el mediterráneo euro-peo (1770-1830)”, Casa de Velázquez (Madrid, 25-26/IX/2008). 5) Quinto Congreso Internacional Doceañista, Liberty, Liberté, Libertad. De Filadelfi a a Cádiz, el mundo hispánico en la era de las revoluciones occidentales, Universidad de Cádiz (Cádiz, 9-12/III/ 2009). 6) Congreso Internacional “La Constitución Ga-ditana de 1812 y sus repercusiones en América”, Universidad de Cádiz (Cádiz, 15-18/IX/2009). Agradezco a todos los integran-tes del grupo de investigación y a los asistentes asiduos a este seminario permanente sus ideas y comentarios.

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Hasta la fecha no se dispone de una investigación que aborde el estudio detallado de las múltiples y recíprocas

influencias que se dieron entre los distintos pensamientos liberales de la región atlántica (Europa, América Latina, Estados Unidos, Canadá) a comienzos del siglo XIX con la profundidad académica deseada. Sin duda los tradicionales enfoques historiográficos nacionalistas y la reducida tradición de los estudios comparados han tenido bastante que ver en el asunto.

Se han analizado los distintos casos particulares de forma aislada (existen trabajos individualizados sobre el liberalismo en uno u otro país o en uno u otro continente) y desde mediados de la década de 1970 comenzaron a publicarse ensayos que abordaron el tema del liberalismo en América Latina, no como una peculiaridad ni como un fracaso, sino como parte de un proceso general que afectó a las democracias occidentales. Dichas investigaciones, si bien tienen la virtud de contemplar las prácticas políticas de los nuevos países americanos sin perder la perspectiva de las de los europeos, no abordaron el tema desde una perspectiva comparada interdisciplinar (Botana-Gallo, 1997; Guerra, 1992; Sábato, 1999; Annino-Buve, 1993). Con menos frecuencia se han realizado algunos análisis de las relaciones entre los distintos

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pensamientos liberales, pero casi siempre se han efectuado en una sola dirección; esto es, desde la influencia de los países europeos mencionados tradicionalmente como “modelos a imitar” y no desde éstos a aquellos. Por esta razón, la historiografía ha tendido a aceptar que los principios del liberalismo fueron exitosos en los países de referencia (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos) mientras que no maduraron convenientemente en el resto. No obstante, sabemos que la comunicación fue fluida entre los teóricos y políticos de ambos orillas del Atlántico.

Los enfoques atlánticos tuvieron un primer impulso a mediados del siglo XX. Tras el debate suscitado por las obras de Robert Palmer (Palmer, 1959-1964) y Jacques Godechot (Godechot, 1947) de mediados del siglo pasado, en el que se describían los procesos revolucionarios realizados en el espacio atlántico a finales del siglo XVIII con especial énfasis en el caso de los Estados Unidos y Francia, fueron apareciendo diversas obras en castellano que reclamaron la necesidad de incorporar las experiencias hispánicas en el conjunto atlántico (Rodríguez, 1980; Rodríguez, 1996; Guerra, 1992).

A partir de la década de 1990 diferentes histo-riadores estadounidenses, partiendo de los enfoques culturales, introdujeron el caso de África (Black At-lantic Studies), se centraron en el análisis de los pro-blemas derivados de la esclavitud y reclamaron ade-más la necesidad de superar la interpretación hasta entonces extendida de las revoluciones burguesas en el marco de las tradiciones anglosajonas. A su vez, in-vestigadores franceses dedicados al estudio de la in-fluencia de la revolución francesa en el Caribe (Haití) y de la evolución de las poblaciones creoles abrieron nuevos temas subrayando la necesidad de lograr que los estudios atlánticos no estuvieran exclusivamente

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centrados en los enfoques derivados de las revolu-ciones burguesas44. En 2002 se realizó un Congreso en España (Congreso Internacional: Orígenes Del Liberalismo, Universidad de Salamanca, 1-4 de Oc-tubre de 2002) que marcó un antes y un después en los planteamientos sobre la comprensión de las ideas políticas en el espacio atlántico. En dicho encuentro un número considerable de investigadores subrayó la necesidad de rescatar los significados plurales y cam-biantes del liberalismo español del siglo XIX desde una perspectiva comparada europea y latinoamerica-na. En concreto, se discutieron los primeros desarro-llos del liberalismo político y económico en España y América Latina y se analizaron las distintas modali-dades del pensamiento liberal durante el siglo XIX.

A comienzos ya del siglo XXI una cantidad con-siderable de historiadores de tradición anglosajona subrayaron la necesidad de estudiar el nacimiento de los Estados-Nación latinoamericanos en el contexto de las revoluciones atlánticas (Pestana, 2004; Geggus, 2001; Giles, 2001; Gould-Onuf, 2005; Linebaugh-Re-diker, 2000; Langley, 1997; Racine, 2003; Sepinwall, 2000; Verhoeven, 2001), a la vez que historiadores españoles, alemanes y latinoamericanos siguieron publicando sólidas monografías en las que recorda-ban la importancia de incorporar los casos hispánicos en el conjunto de las dinámicas atlánticas (Guime-rá-Ramos-Butrón, 2004; Kagan-Parker, 2001; Luce-na, 2004; Pietschmann, 2002; Portillo, 2006; Breña, 2006; Chust-Frasquet, 2009; Roig, 2000). Paralela-

44 Los estudios sobre el denominado Atlantic World fueron im-pulsados en las universidades de los Estados Unidos por Bernard Bailyn y Jack P. Green (Universidad de Harvard y College de Charleston). Ira Berlin impulsó los estudios sobre las poblacio-nes creoles; Randy Sparks fomentó las investigaciones sobre los fl ujos migratorios por el Atlántico de las poblaciones de Mala-bar; y David P. Geggus reiteró la necesidad de superar los tradi-cionales enfoques de las revoluciones burguesas.

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mente, otros campos del conocimientos se fueron in-corporando a estos enfoques (Bolster, 2008).

Recientemente, Federica Morelli y Alejandro E. Gómez recordaron la necesidad de establecer enfoques globales en las investigaciones para sacar del aislacionismo a las historiografías de ciertas áreas culturales euro-americanas (como en los casos franco-antillano, hispano-americano y anglo-caribeño) a la vez que para ayudar a contrarrestar las visiones nacionalistas (Morelli-Gómez, 2006). Una buena prueba de los resultados que se pueden obtener cuando se aplican estos enfoques comparados puede verse en el excelente libro editado por Marcela García Sebastiani y Fernando del Rey Requillo dedicado a estudiar los desafíos del liberalismo (casos europeos y latinoamericanos) a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX (García Sebastiani-Rey Reguillo, 2008).

Con respecto al tema de la comprensión de la historia de la fiscalidad como un elemento básico para entender las distintas dinámicas de la construcción del Estado a comienzos del siglo XIX, se comprueba también que en los últimos años se han realizado importantes aportaciones. Hay que destacar que estos estudios no son el resultado de una mera curiosidad académica, sino que responden a la necesidad de mejorar el conocimiento del pasado para responder a los reiterados llamados de la mayoría de los gobiernos de América Latina durante los últimos años de acometer reformas fiscales integrales (González, 2009). En las décadas de 1980-1990 se estudiaron en profundidad las relaciones comerciales entre la Península Ibérica y los territorios ultramarinos, señalando de qué modo afectaron en el desarrollo económico y las finanzas de las diferentes partes que componían el complejo entramado del sistema imperial de la monarquía hispánica (Klein, 1998;

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Prados de la Escosura, 1988; Marichal, 1999; Prados de la Escosura-Amaral, 1993; Bernal, 2004; Bernal, 2005; Pérez Herrero, 2009). Paralelamente, a la vez que una avalancha de obras de calidad profundizaron en la comprensión de la formación de la Nación a comienzos del siglo XIX (Junco, 2001; Cavieres, 2006; Colom, 2005; Chiaramonte-Marichal-Granados, 2008; Colom, 2005; Fontana, 2007; Iwasaki, 2008; Navarro García, 2006; Ortiz Escamilla-Serrano Ortega, 2007; Pérez Ledesma, 2000; Rodríguez, 2008) se avanzó en el estudio de la evolución del pensamiento económico (Martínez López-Cano-Ludlow, 2007; Romero Sotelo, 2005; Romero Sotelo, 2008), se pusieron sólidas bases en la comprensión de las influencias que el constitucionalismo gaditano había tenido en América Latina (Chust, 2006; Chust-Frasquet, 2004; Pérez Garzón, 2007), se discutió la estructura política de las repúblicas y las monarquías en América Latina y España (Rodríguez, 2005; Landavazo-Sánchez Andrés, 2008) y se hicieron adelantos significativos en repensar y reinterpretar los procesos de independencia aprovechando el contexto de los bicentenarios (Ávila-Guedea, 2007; Ávila- Pérez Herrero, 2008; Breña, 2000;. Calderón-Thibaud, 2006; Chust-Serrano, 2007; Chust-Frasquet, 2009; Guzmán Pérez, 2006).

Conforme fueron avanzando estos estudios, se fue poniendo de manifiesto la necesidad de profundizar más en la comprensión de las estructuras fiscales para conocer mejor de qué modo se habían construido las estructuras hacendísticas del los nuevos Estados. En consecuencia, se comenzaron a recuperar fuentes documentales, procesar datos hasta ahora desperdigados o escasamente conocidos, reconstruir las series estadísticas de los ingresos y los gastos (diferenciando los ingresos brutos de los netos, los directos de los indirectos, así como los correspondientes a la Federación, los estados

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y los municipios), recuperar las discusiones en los legislativos sobre las políticas fiscales, comparar los valores recaudados con los totales del los respectivos PIB, ordenar la legislación y ensayar nuevas metodologías de estudio (Aguilar-Jáuregui, 2005; Amaral, 1988; Ardant, 1975; Artola, 1986; Bordo-Cortés Conde, 2001; Comín, 1996; Fontana, 1973; Fuentes Quintana, 1999; Jáuregui, 2006; Jáuregui-Serrano Ortega, 1998; Marichal-Marino, 2001; López Castellano, 1995; López Castellano, 1999; Pérez Herrero, 1991; Pro, 1993; Serrano, 2007; Serrano, 2008; Soux, 2008; Peralta, 1991; Avendaño, 1996; Tenenbaum, 1985).

Un buen número de contribuciones fueron despejando el panorama a la vez que señalando la necesidad de profundizar en nuevos campos de estudio, tales como saber más sobre cómo se gestionaban las cuentas públicas, qué tipo de balanzas se llevaban, y con qué servicios contaba el Estado para administrar la Hacienda Pública (recolección de los impuestos, contabilidad, catastros, control del gasto y de la evasión). También en este campo de especialización se constató que no se disponía de un ensayo general que de forma global comparara el funcionamiento de las haciendas públicas en el ámbito atlántico; así como tampoco se tenía un trabajo que analizara la legislación vigente de los países de la región atlántica desde una perspectiva comparada45. En este caso las visiones nacionalistas retrasaron también la comprensión del conjunto, pero en este caso se añadió que los estudios jurídicos y los económicos caminaron con pocas vinculaciones entre si poniéndose de relieve una vez más la urgencia de emprender investigaciones con enfoques interdisciplinares.

45 La obra de Webber-Wildavsky, 1994 no incluye al mundo hispano.

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Por último hay que mencionar que las investigaciones especializadas en el estudio de las Constituciones son numerosas para este período, pero se comprueba que tampoco suele ser habitual encontrar estudios comparados que tengan como referencia la región atlántica en los que se investiguen las experiencias cruzadas de los casos de Europa (Gran Bretaña, Francia, España, Portugal, Italia), Estados Unidos y América Latina (Alexander, 1998; Artola, 2005; Caenegen, 1950; Varela Suanzes-Carpegna, 1983; García Pelayo, 1950; Biscaretti di Rufia, 1996; Núñez Rivero, 1995). También en este caso se echa en falta una mayor interconexión entre los estudiosos, ya que la producción generada por los constitucionalistas con una formación jurídica no ha estado debidamente vinculada con la de los investigadores especializados en historia económica o política.

El presente texto tiene como finalidad poner de relieve cuáles fueron los principios constitucionales básicos de los que partieron a comienzos del siglo XIX los Estados del conjunto del espacio atlántico (EEUU, América Latina, Europa) para construir las estructuras fiscales. Se emplea para ello un enfoque comparado. Se ha elegido para el análisis el período cronológico comprendido entre el año de 1787 (Constitución de los Estados Unidos de América) y la década de 1830 por considerar que representa la primera fase de formación constitucional del espacio atlántico. Por motivos de espacio y de comodidad de la lectura se ha limitado lo más posible la reproducción textual de los respectivos artículos constitucionales manejados y se ha modernizado y unificado la sintaxis de los textos originales. Conscientemente se han reducido al máximo las referencias al ejemplo de Inglaterra por su complejidad, ya que (es junto con Israel) uno de los pocos casos del mundo que establecen una codificación del funcionamiento de

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sus instituciones y de los derechos y deberes de los ciudadanos sobre el derecho consuetudinario, además del estatutario y las convenciones, no disponiendo en consecuencia de una Constitución escrita y votada por un congreso constituyente en un momento único. El Reino Unido tiene documentos constitucionales básicos como la Carta Magna de 1215, que protegió los derechos de la comunidad frente a la Corona; la Declaración de los Derechos Fundamentales de 1689, que amplió los poderes del Parlamento para que el rey no pudiera gobernar de espaldas a la Cámara; y el Acta de la Reforma de 1832, que modificó el sistema de representación parlamentaria.

Existen importantes obras que reproducen los textos de las constituciones de los países de la región atlántica durante el siglo XIX, pero suelen tener una perspectiva nacional o cuando mucho regional, por lo que no contamos con una publicación que reúna todas las cartas magnas del ámbito atlántico. El investigador tiene en la actualidad la facilidad de consultar los textos de las distintas constituciones en diferentes páginas de Internet46.

La pregunta básica de la que se partió para el diseño de esta investigación fue si los distintos desarrollos fiscales apreciables entre los distintos países de la región atlántica estuvieron basados en principios constitucionales disímiles o por el contrario se iniciaron los procesos de construcción de los Estados partiendo de normativas hasta cierto punto semejantes y después se fueron estableciendo las diferencias conforme se fueron desarrollando

46 Es recomendable visitar para el caso de Iberoamérica la página http://www.cervantesvirtual.com/portal/Constitucio-nes/. Para las constituciones de los países del continente ame-ricano existe una buena información enhttp://pdba.georgetown.edu/Constitutions/constudies.html.

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las respectivas dinámicas económicas, sociales y políticas en cada uno de los países. La pregunta no es ociosa, pues si la respuesta es la segunda debemos entender que las reformas fiscales integrales que se están programando en la actualidad a comienzos del siglo XXI son necesarias, pero no suficientes. Con ello se pone de relieve que una transformación en la normativa constitucional es imprescindible, pero al mismo tiempo se pone de manifiesto que debe estar acompañada de reformas estructurales en los sistemas económicos, sociales, políticos y administrativos.

Los principios constitucionales atlánticos en perspectiva comparada

En el caso de Bolivia se comprueba que los principios liberales y las buenas intenciones que se trataron de seguir en los primeros años de la vida independiente para establecer la arquitectura fiscal del Estado se tuvieron que enfrentar a una realidad que se resistía a cambiar. En la Constitución de 1826 se estipuló que entre los deberes de los bolivianos estaba el “contribuir a los gastos públicos” (art. 12) del nuevo Estado; que recaía en los miembros del Congreso la iniciativa de establecer las contribuciones anuales, fijar los gastos públicos, establecer el valor de la moneda y autorizar al Ejecutivo para negociar empréstitos (art. 43); y que el Presidente estaba encargado de cuidar que la recaudación de los impuestos y los gastos públicos se hicieran siguiendo lo establecido por la leyes, debiendo nombrar para ello los empleados que fueran necesarios (art. 83).

Los principios de los que se partieron fueron claros, pero la inexistencia de una administración pú-blica eficaz, de catastros de la propiedad detallados y de información precisa de las actividades económicas y laborales se tradujo en que el nuevo Estado inde-

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pendiente tuviera que seguir basando buena parte de sus ingresos en la pervivencia de instrumentos fis-cales del pasado. Durante las primeras décadas de la vida independiente, la minería de plata siguió consti-tuyendo la base central de los ingresos de los nuevos gobiernos, las contribuciones directas pagadas por los miembros de las comunidades étnicas continuaron siendo elevadas (los antiguos tributos se denominaron capitación, impuesto fijo por persona); y los propieta-rios trataron por todos los medios de impedir que se realizara un catastro que facilitara imponer una tribu-tación sobre las propiedades. A su vez, los gobiernos independientes comenzaron a tratar de recabar los fondos que necesitaban para intentar cubrir los gastos públicos crecientes a través de la desamortización de los bienes eclesiásticos (el diezmo pasó a ser cobrado por el Estado) y la emisión de moneda (generadora de inflación). Todo ello ayuda a explicar por qué la deuda externa de Bolivia no creció con la intensidad de otras regiones de América Latina, y por qué el sector de la minería (y por extensión el de la producción vinculada a ella) se sintió agraviado por tener que soportar en términos corporativos con otras actividades produc-tivas una carga impositiva elevada. También hay que subrayar que una de las consecuencias políticas de la incorporación de los principios liberales constitucio-nales fue que, en contra de lo esperado, las comunida-des étnicas no se opusieron a la nueva capitación, pues vieron en su aplicación no sólo el reconocimiento legal de su articulación comunitaria y el de sus propiedades, sino al mismo tiempo un nuevo espacio de negociación política con el nuevo Estado liberal basado precisa-mente en el ejercicio de derechos y obligaciones de los individuos. No fue casual por tanto que al no fijarse una estructura fiscal adecuada a partir de 1826, el ré-gimen comunitario y las relaciones de poder propias del pasado (Antiguo Régimen) pervivieran durante años (Abendroth, 2006; Soux, 2008; Irurozqui, 2000; Irurozqui, 2005).

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En la Constitución de 1831 se trató de definir con más exactitud que los bolivianos tenían el deber de contribuir a los gastos públicos “en proporción a sus bienes” (art. 11) estableciendo en consecuencia el principio conceptual de la progresividad en las recaudaciones fiscales; y se siguió recordando que la Cámara tenía la iniciativa para proponer las directrices que se debían seguir para organizar las “contribuciones anuales y los gastos públicos”, autorizar al Ejecutivo para “negociar empréstitos y adoptar arbitrios para la amortización de la deuda pública”, “designar los sueldos de los magistrados, jueces y empleados de la República”, fijar los gastos, con vista del presupuesto presentado por el Poder Ejecutivo, y “examinar y aprobar las cuentas del año anterior” (art. 36). El Presidente de la República siguió estando comprometido a “cuidar de la recaudación e inversión de los caudales públicos con arreglo a las leyes” (art. 71). Las constituciones de 1834 y 1839 no introdujeron cambios sustanciales en materia fiscal. Como puede comprobarse, las Constituciones de 1831, 1834 y 1839 fueron algo más explícitas en cuestiones de la Hacienda Pública que la de 1826, pero al no existir un padrón general detallado de las propiedades, ni información adecuada sobre las rentas, así como tampoco una administración pública eficaz de mérito y capacidad que pudiera llevar a cabo con precisión estas cuestiones, las declaraciones constitucionales quedaron obligatoriamente en papel mojado. Existía la declaración formal política de que todos los bolivianos eran iguales ante la ley, pero en la práctica el peso de la contribución siguió recayendo en la minería y en los cuerpos habituales (tributarios) del pasado con la novedad de que ahora se llamó capitación.

La vida constitucional independiente del Perú comenzó con la Carta Magna de 1823. En ella se estableció, tras declarar que todos los “ciudadanos

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son iguales ante la ley” (art. 23) que recaía en el Congreso la capacidad de “establecer los medios de pagar la deuda pública” mientras se fuera liquidando; decretar las contribuciones, impuestos y derechos para el sostén y defensa de la República; aprobar la repartición de las contribuciones entre los departamentos y provincias; arreglar anualmente la tarifa de los gastos públicos en vista de los datos que suministre el poder ejecutivo; abrir empréstitos en caso necesario, dentro o fuera de la República, pudiendo empeñar el crédito nacional; examinar y aprobar la inversión de los caudales públicos; y determinar la moneda en todos sus respectos, fijar y uniformar los pesos y medidas (art. 60). Más adelante se estableció que “el presupuesto de los gastos públicos fijará las contribuciones ordinarias mientras se establece la única contribución (…) a fin de disminuir las imposiciones en cuanto sea posible” (art. 149); que la “administración general de la Hacienda pertenece al Ministerio de ella” (art. 150), el cual debería “presentar anualmente al Gobierno para que lo haga al Congreso los planes orgánicos de la Hacienda en general y de sus oficinas en particular, el presupuesto de gastos precisos para el servicio de la República, el plan de contribuciones ordinarias para cubrirlos, y el de las contribuciones extraordinarias para satisfacer los empréstitos nacionales y sus créditos correspondientes” (art. 151); y que se creara en “la capital de la República una contaduría general con un Jefe y los empleados necesarios en la que deberán examinarse, glosarse y fenecerse las cuentas de todos los productos e inversiones de la Hacienda” (art. 152), así como una Tesorería General compuesta por un contador, un tesorero y los empleados correspondientes (art. 153 ). De forma explicita se aclaraba que “una ley reglamentaria de Hacienda ordenará todas estas oficinas y las demás dependencias que sean necesarias en este ramo, fijando las atribuciones, escala, número

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y responsabilidad de los empleados y el modo de rendir y liquidar las cuentas” (art. 154); que quedaban “abolidos los estancos en el territorio de la República” (art. 155); que “las aduanas se situarán en los puertos de mar y en las fronteras en cuanto sea compatible con la recta administración, con el interés del Estado y el servicio público (art. 156); y que se suprimían las aduanas interiores (art. 157) para facilitar la expansión del mercado interno. Al mismo tiempo, se subrayó que “las contribuciones se repartirán bajo la regla de igualdad y proporción, sin ninguna excepción ni privilegio” (art. 162); y que “las asignaciones de los funcionarios de la República son de cuenta de la Hacienda, cuyo arreglo se hará por un decreto particular con concepto a la representación y circunstancias de los empleos o destinos (art. 163). En suma, los principios normativos en materia de Hacienda Pública quedaron claros en el Perú de los primeros años de su vida independiente. En las constituciones de 1828 y 1834 no se hicieron cambios sustanciales en materia de Hacienda Pública con respecto a la de 1823,

Se comprueba, por tanto, que en el caso de Perú se hizo una referencia explícita a los principio de universalidad y proporcionalidad en las cargas impositivas, se abolieron los estancos y aduanas de la época colonial y se establecieron los mecanismos para crear una Hacienda Pública con una administración propia, unas reglas unificadas y una gestión de control centralizada en la capital de la República. No obstante se aprecia también que se dejó una puerta abierta en la Constitución de 1823 para que pervivieran las desigualdades del pasado al permitir discrecionalmente al Congreso “conceder premios a los beneméritos de la Patria (…) y otorgar privilegios temporales a los autores de alguna invención útil a la República” (art. 60). Este portillo se amplió aún más en la Constitución de 1834 al facultarse a los

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miembros del Congreso que pudieran “conceder premios de honor a los pueblos, corporaciones o personas que hayan hecho eminentes servicios a la nación (…) y amnistías e indultos generales cuando lo exija la conveniencia pública” (art.51). A su vez, hay que subrayar que la aplicación de una legislación tan definida se enfrentó rápidamente a múltiples problemas al no existir censos detallados de propiedades y rentas, ni contarse con los mecanismos apropiados para llevar una contabilidad adecuada tanto en la capital como en los departamentos.

La realidad demostró ser más tozuda que los planes legislativos. En 1823 se eliminó el tributo, pero ante la falta de ingresos suficientes procedentes de rentas alternativas, se tuvo que restablecer con el nombre de “contribución personal”. En origen, a diferencia del tributo colonial, se dispuso que el nuevo impuesto lo tuviera que pagar todo varón mayor de edad, pero en la práctica este principio liberal se acabó subvirtiendo, debido a que los grupos sociales “no indios” rechazaron la nueva propuesta por entender que suponía un agravio al equipararse las obligaciones tributarias de “todos los ciudadanos”. Lo más sorprendente para la teoría liberal, fue que para sostener sus argumentos defendieron que la sociedad no estaba compuesta por “ciudadanos iguales ante la ley”, sino por estamentos con obligaciones y derechos diferentes. El gobierno trató de compensar la pérdida de las “contribuciones personales” con la incorporación del derecho de patentes y contribuciones sobre las propiedades (rurales y urbanas), pero como el catastro no se realizó con la prontitud y la transparencia requeridas, ni se disponía de una administración pública capaz de hacer cumplir la normas existentes, los propietarios pudieron evadir sus obligaciones fiscales sin muchos problemas. De esta forma se creó un “sistema dual”

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(fiscalidad “indígena” y “criolla”) en palabras de Carlos Contreras (Jáuregui, 2006, p. 27-28).

Uno de las consecuencias en el corto plazo (a diferencia del caso boliviano) del sistema tributario peruano fue que un número considerable de los miembros de las comunidades étnicas comenzaron a darse de alta en los padrones como “no indios” (mestizos, castas,) para reducir o eludir sus obligaciones tributarias. No obstante, se constata que a comienzos del siglo XIX el 40% de los ingresos del Estado peruano siguió estando vinculado a las “contribuciones personales”. Era evidente que había que seguir manteniendo una relación de poder colonial. A partir de mediados del siglo XIX la aparición del negocio del guano permitió a los gobiernos peruanos no acometer las reformas fiscales necesarias. Los ingresos derivados de las exportaciones de este producto ofrecieron a los respectivos ejecutivos a partir de 1850 la posibilidad de poderse financiar la mayoría de los Gastos Públicos con esta partida. En consecuencia, no fue casual comprobar que los gobiernos crearon un “estanco del guano” similar al modelo de los monopolios coloniales. Este hecho permitió la reducción de los tributos y la minoración de las contribuciones de los propietarios. Una vez más, se comprueba que el Estado creció sobre la base de la pervivencia de las diferencias, las exclusiones y los privilegios. La fuerte heterogeneidad estructural de la sociedad peruana dificultó aplicar los principios liberales a comienzos del siglo XIX (Peralta, 1991).

El ejemplo de México muestra algunas diferencias con los casos anteriores descritos. En el documento “Los Sentimientos de la Nación” (1813) firmado por José María Morelos se dijo de forma explícita que se eliminaran “la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que nos agobian, y se señale a cada individuo un cinco por ciento de semillas y

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demás efectos u otra carga igual, ligera, que no oprima tanto, como la Alcabala, el Estanco, el Tributo y otros; pues con esta ligera contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados” (art. 22). Era evidente que la idea central de los primeros momentos fue rechazar los gravámenes coloniales, identificando la libertad recién conquistada con la reducción de las contribuciones. Se interpretó que la vinculación del virreinato de la Nueva España en la estructura del sistema de la monarquía imperial hispana se había traducido en contribuciones onerosas para los habitantes novohispanos para poder pagar los abultados gastos requeridos por el sistema imperial gestionados por una administración poco eficaz; y que la Hacienda Pública había bombeado ingentes recursos hacia el exterior (situados, contribuciones forzosas, préstamos, donativos, etc.) haciendo que buena parte de los ingresos recolectados en el virreinato se enviaran fuera de las fronteras para ayudar a financiar parte de los compromisos de la monarquía, ocasionándose en consecuencia una continua fuga de recursos hacia el exterior de las fronteras del virreinato. No fue casual, por tanto, que en los primeros textos de la vida independiente de México se defendiera que la reducción de los gravámenes no tenía por qué traducirse en un aumento del déficit en la Hacienda Pública al interpretar que se cortarían de raíz las fugas hacia el exterior y se garantizaría una gestión más transparente de las cuentas públicas al eliminar la vieja maquinaria administrativa. Menos gastos mejor gestionados se traducirían en una reducción de los esfuerzos en la recolección tributaria. Se subrayó el principio de la universalidad al definir la imposición del “5% de semillas y demás efectos u otra carga igual”, pero no se llegó a concretar cómo se debía traducir dicha contribución. Los grupos de poder tradicionales tampoco debieron de apoyar mucho esta

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medida al comprobar que a partir de entonces todos los ciudadanos tenían igualdad de obligaciones con la Hacienda Pública quebrándose en consecuencia las jerarquías y privilegios del pasado.

Al año siguiente, en la Constitución de Apatzingan de 1814, tras reconocer la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, se especificó que las contribuciones públicas no debían entenderse en la vida independiente de México como “extorsiones de la sociedad”, sino como “donaciones” a la que estaban “obligados” todos los ciudadanos para garantizar la seguridad y defensa de la “Patria” (art. 36 y 41). La relación de servidumbre del pasado de los vasallos con el rey se convertía ahora en el escenario del nuevo clima de libertad y de igualdad en la obligación de los ciudadanos de contribuir al mantenimiento del edificio del Estado, quedando el Congreso comprometido a “arreglar los gastos del gobierno”, “establecer las contribuciones e impuestos”, recaudar y administrar a través de una Intendencia General y tesorerías foráneas los fondos públicos, examinar y aprobar las cuentas de la hacienda pública, así como en caso de necesidad “ tomar caudales a préstamo” (arts. 113, 114 y 175).

En el Reglamento Político del Imperio Mexicano de 1822 se trató de definir mejor la arquitectura fiscal del Estado. Para asegurar la continuidad de los préstamos, se declaro que el Imperio garantizaba el pago de los empréstitos (art. 14); para aumentar los ingresos públicos se estableció que todos los habitantes deberían “contribuir en razón de sus proporciones” (art. 15); y para garantizar una buena gestión pública y asegurar la proporcionalidad del pago de las obligaciones fiscales con respecto a la riqueza de los territorios se estableció un Ministerio de Hacienda que contaba con el apoyo de los respectivos intendentes en cada una de las provincias

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(arts. 81-86). Las buenas intenciones chocaron con la cruda realidad, pues al tratar de establecer una contribución provincial basada en la población y la riqueza de las provincias y no tener la información adecuada (censos, catastros) para realizar los cálculos oportunos, no se pudo llevar a la práctica el principio constitucional, quedando en consecuencia el impuesto de la capitación (consistente en el pago de un canon igual a todas las personas de más de 14 año y menos de 60 años) como el más capaz de ser cobrado en el corto plazo para hacer frente a las urgencias del erario (Jáuregui, 2006, p. 29).

Tras la caída de Iturbide y la proclamación de la República Federal se pusieron nuevas bases en la estructura de la Hacienda Pública. En la Constitución de 1824 se estableció que el Congreso debía fijar los gastos generales, establecer las contribuciones necesarias para cubrirlos de forma proporcional entre los estados de la Federación, arreglar su recaudación y llevar anualmente las cuentas, además de tener la responsabilidad de contraer deudas sobre el crédito de la federación y designar las respectivas garantías para cubrirlas (arts. 49-50), Así mismo, se especificó que ninguno de los estados de la Federación podría establecer sin el consentimiento del Congreso derecho alguno de tonelaje ni otro alguno de puerto, ni imponer contribuciones sobre importaciones o exportaciones (arts. 162); y que los respectivos Congresos de los estados de la República deberían remitir anualmente al Congreso de la Federación nota circunstanciada y comprensiva de los ingresos y egresos de todas las tesorerías que hubiera en sus respectivos distritos (art. 161). Quedó en manos del Presidente cuidar de la recaudación y nombrar a los jefes de las oficinas generales de Hacienda (art. 110). En consecuencia, los Estados de la República se convirtieron en responsables de la recaudación y gestión de los impuestos federales generados en sus

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territorios, pero quedó en manos de la Federación la responsabilidad de diagramar los ingresos y gastos de la Federación. Por medio del contingente la Federación trató de establecer una solidaridad entre los distintos estados a fin de equilibrar las diferencias en los ingresos de los distintos territorios.

Dado que a los estados les quedó una cierta autonomía para organizar los ingresos y los gastos que les correspondía gestionar dentro de sus territorios, se fue estableciendo una cierta diferencia regional en materia de la Hacienda Pública. Aunque los textos de las Constituciones de los estados fueron por lo general una adaptación de la Federal de 1824, en la práctica diaria se fueron dibujando unas distinciones notables amparadas en la precariedad de las comunicaciones internas, la extensión del territorio y la urgencia de solucionar problemas concretos. En Jalisco, por ejemplo, se aplicó una contribución directa personal a partir de 1824 con la finalidad expresa de reducir las alcabalas por considerar que frenaban los intercambios comerciales. No obstante, esta medida no perduró mucho ya que para finales de la década se restablecieron de nuevo los gravámenes sobre las actividades comerciales, tras comprobar que la medida no sólo había originado tensiones (los propietarios de la tierra y la Iglesia se opusieron a que se gravaran sus rentas), sino que además no se habían obtenido en los ingresos los resultados esperados (la contribución directa era complicada de gestionar con los censos existente). En el estado de México se introdujeron modificaciones fiscales en los momentos de mayor urgencia de fondos para solucionar de forma coyuntural los problemas de liquidez. El estado de Zacatecas, región rica por la existencia de minas de plata, siguió basando sus ingresos en las imposiciones tributarias derivadas de las actividades mineras heredadas de la época colonial. En Yucatán se intentó en 1823 aplicar una contribución directa fija sobre

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todos los hombres de entre 16 y 60 años (capitación), pero el proyecto acabó desvirtuado, ya que tras la oposición de los terratenientes y los comerciantes locales, el nuevo impuesto acabó en la práctica siendo recolectado básicamente entre la población indígena por ser la mayoritaria y por existir la práctica del tributo heredado de siglos de colonización. En el estado de Chiapas se dio un comportamiento similar al de Yucatán. No obstante, en Oaxaca (con una población indígena también voluminosa) las prácticas impositivas se acercaron más al modelo de Jalisco que al de Yucatán y Chiapas, al diseñar el cobro de impuestos sobre jornales, capitales y rentas (Jáuregui, 2006, pp. 34-35; Serrano, 2007; Marichal, 2003; Carmagnani, 1994).

En consecuencia, se constata que en la práctica las comunidades étnicas acabaron sufragando los ingresos de algunos de los estados en los que la población indígena era mayoritaria y no había otras fuentes de financiamiento alternativas viables y fáciles de cobrar, poniéndose en entredicho el principio liberal de igualdad (Jáuregui, 2006, p. 30). Hay que explicar que en su gran mayoría las poblaciones indígenas aceptaron seguir pagando impuestos personales (al igual que en el caso de Bolivia) por representar en la práctica un mecanismo que facilitaba como contrapartida el reconocimiento por parte de las autoridades de los estados y la federación de los derechos de propiedad comunales. Así, el principio liberal de respeto a la propiedad privada acabó resquebrajándose precisamente cuando se trató de aplicar el de universalidad e igualdad en las obligaciones tributarias. A su vez, hay que subrayar que la “autonomía” presupuestaria de los estados que componían la Federación quedó mermada al tener (según la teoría constitucional) que someter sus decisiones al permiso del Congreso. En suma, la capacidad de maniobra fiscal de algunos de los

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estados de México quedó mermada al depender sus decisiones del visto bueno del Congreso y al tener que vincular la gestión del cobro de los impuestos emanados de las comunidades con la participación de sus respectivas autoridades, generándose con ello un intercambio de reciprocidades que duraría décadas. En medio de este juego de fuerzas las finanzas de los municipios quedaron atrapadas y desamparadas (Simón, 2004).

Ante las tensiones acumuladas no conveniente-mente resueltas entre la Federación y los estados en las Bases constitucionales expedidas por el Congreso Constituyente de 1835 se planteó la necesidad ir ha-cia un sistema centralista que fortaleciera las contri-buciones directas, organizara el tribunal de revisión de cuentas y estableciera los mecanismos adecuados de las cuentas públicas (art. 14). El texto recogió algunas de las ideas plasmadas en la Constitución de Cádiz de 1812 (Serrano, 2007).

En las Leyes constitucionales de 1836 de carácter centralista (la República quedó conformada por Departamento, distritos y partidos) se estipuló, tras declarar que todos los mexicanos estaban obligados a “cooperar a los gastos del Estado con las contribuciones que establezcan las leyes” (art. I-3), que el Congreso era el responsable de establecer las directrices de Hacienda Pública en toda la República, vigilar el desempeño de las cuentas a través del Contaduría mayor, nombrar a los empleados de dicha oficina y examinar y aprobar las cuentas de ingresos y gastos anuales (art. III-44). Las atribuciones de los departamentos quedaron reducidas en materia fiscal a meros gestores de las decisiones tomadas en la Ciudad de México por el Congreso (art. VI-15), comenzándose con ello a incorporar el principio de la uniformidad y proporcionalidad fiscal entre los distintos territorios que componen el Estado

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expuestos con nitidez tanto en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 como en la de Cádiz de 1812 (art. 344). A su vez, para impedir la acumulación del déficit fiscal en años consecutivos se estipulo que el ejercicio fiscal se debía cerrar cada año no pudiendo en consecuencia prorrogarse los gastos (art. III-44); y para controlar el aumento de la deuda se estableció que el Ejecutivo tenía que contar con la aprobación previa del Congreso para contraer cualquier deuda (arts. IV-18). Paralelamente, se estableció que los Departamentos, distritos y partidos debían fomentar el progreso económico de sus respectivas regiones en un clima de orden y paz, expandir la educación de sus vecinos y construir infraestructuras (Ley VI).

El problema fue llevar a la práctica los principios de la Constitución de 1836, ya que no se estableció de qué medios se disponía para realizar todos los fines que declaraba perseguir. A ello se sumó que los pensadores de la época tanto liberales como conservadores (Lorenzo de Zavala, Valentín Gómez Farías, José María Luis Mora) no plantearon la necesidad de avanzar en una reforma fiscal basada en una contribución única sobre los impuestos directos. Los ingresos del Estado según dichos pensadores podían adquirirse a través de empréstitos y de la llegada de capitales extranjeros, coincidiendo en señalar que para ello el gobierno debía ofrecer la credibilidad y confianza en el pago de los intereses y en los potenciales beneficios obtenidos por los capitales invertidos. Zavala no veía ningún problema en aumentar la deuda externa. José María Luis Mora proponía, siguiendo a Jean Batiste Say, gastar menos de lo que se recaudaba pare evitar el déficit (hablaba de disminuir los gastos en el Ejército) y aumentar los ingresos del Estado con la confiscación de los bienes de la Iglesia y de las comunidades, a fin de incluir en el mercado los bienes (manos muertas)

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que permanecían no cultivados, al mismo tiempo que con las exportaciones generadoras de impuestos indirectos (Romero Sotelo, 2005, pp. 13-62). Lucas Alamán y Esteban de Antuñano coincidían en que se debía desarrollar la industria concediendo créditos (Banco de Avío) y aumentar la capacidad productiva de los operarios, pero no llegaron a subrayar que los ingresos del Estado debían descansar en los impuestos directos. Tenían claro que había que impulsar el desarrollo económico, pero no acertaron con la clave de la forma en cómo se debía organizar la Hacienda Pública.

Como ha señalado José Antonio Serrano, el acierto de la Constitución de 1836 con respecto a las anteriores fue comenzar a plantear que los ingresos de la Hacienda Pública debían basarse en los impuestos directos, en vez de en los indirectos, a fin de superar la dependencia de las oscilaciones del sector externo, pero a diferencia de Francia y España se optó por gravar el valor de las fincas rústicas y urbanas en vez de la renta neta o líquida de las mismas limitándose con ello la aplicación del principio de la progresividad en el pago de los impuestos. Es verdad, como dice el mismo autor, que no existía en dicha fecha un verdadero catastro, sino sólo un padrón de propiedades (no se destinaron los medios para levantarlo), pero no es menos cierto que no se destinaron los medios oportunos para realizarlo (bien por no existir fondos suficientes, por falta de voluntad política o por oposición directa de algunos de los grupos de poder y económicos que podían verse afectados por la medida) (Serrano, 2007). Las urgencias fiscales ocasionadas por guerra de Texas complicaron más la situación ya que se tuvo que imponer un gravamen extraordinario sobre el valor de las fincas urbanas y rurales, así como sobre los derechos de patente y de giros. La invasión francesa (Guerra de los pasteles) y las luchas entre federalistas

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y centralistas no ayudaron mucho a crear un momento de tranquilidad para plantear las reformas fiscales que necesitaba el país (levantamiento de un catastro, creación de una administración que gestionara adecuadamente los ingresos y gastos del Estado). Sirva de ejemplo que en 1837 el Congreso autorizó -en una situación desesperada- una recaudación extraordinaria de 4 millones de pesos para la defensa contra las tropas invasoras francesas, que se basó en un impuesto fijo sobre las propiedades rurales y urbanas, capitales, establecimientos industriales, sueldos, salarios y objetos de lujo (Jáuregui, 2006, p. 37). En los años siguientes la invasión de los Estados Unidos y la guerra de castas en Yucatán hicieron que el gobierno dictatorial de Santa Anna tuviera que renunciar a los adelantos cosechados en años anteriores en materia fiscal teniendo que decretar una contribución personal fija a todos los hombres mayores de 18 años para tratar de aumentar los ingresos. Con ello se retrasó más la aplicación del principio liberal de progresividad y proporcionalidad, al mismo tiempo que se potenció la acción violenta de los comandantes militares (únicos capaces de cobrar la contribución personal en ciertas regiones); y se retrasó la transformación de parte de la sociedad, ya que las regiones en las que las comunidades étnicas tenían un peso demográfico relevante mantuvieron buena parte de las antiguas relaciones de poder heredadas de las sociedades estamentales de Antiguo Régimen al funcionar como una pieza clave en la arquitectura de la Hacienda Pública (el régimen comunitario y la práctica del pago del antiguo tributo facilitaron el cobro del nuevo impuesto personal) (Jáuregui, 2006, p. 39-40; Marichal, 2003).

Centroamérica se caracterizó por la existencia de una notable distancia entre la teoría política liberal defendida en la mayoría de los textos constitucionales y la realidad de las dinámicas regionales. Las guerras

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de independencia siguieron un modelo parcialmente diferente al de México o Perú. La guerra y la violencia no actuaron como la pieza esencial de la forja unitaria de la Patria (la independencia fue votada en septiembre de 1821 por los municipios), sino que las ideas defendidas y debatidas en los respectivos municipios (en los que las oligarquías de las familias tradicionales siguieron ostentando un fuerte peso) fueron la base de la construcción de los nuevos Estados. No por casualidad el intento de incorporación de algunos de los municipios a México bajo el gobierno imperial de Agustín de Iturbide I no cuajó (1821-1823) y la experiencia del modelo de las Provincias Unidas de Centroamérica (1823-1825) no pudo frenar las fuerzas centrífugas derivadas de los intereses particulares de los municipios y de los grupos de poder conformados por las familias más prominentes (Avendaño, 2007).

La Constitución de 1824 de las Provincias Unidas de Centroamérica, pactada entre conservadores y liberales, se basó en la defensa de los principios liberales (libertad, igualdad, respeto a la propiedad privada, prohibición de la esclavitud) (arts. 2, 10). Estableció el modelo republicano federal (art. 1) (en realidad funcionaba como una confederación inspirada en parte en el modelo estadounidense y bolivariano), según el cual se conformaron cinco estados autónomos (Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala, quedando la provincia de Chiapas a la espera de que decidiera libremente sumarse a la Federación) (art. 6) en los que cada uno tenía un consejo representativo y elaboraba su propia constitución (art. 177- ) con un Senado que actuaba como Cámara de representación territorial (arts. 9, 10, 89-105). En materia fiscal se fijó que el Congreso quedaba facultado para fijar los gastos de la administración general, definir los ingresos con los que debían contribuir los Estados de acuerdo a su población y riqueza (cupo), vigilar

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las cuentas, y permitir en casos excepcionales la realización de impuestos extraordinarios o la firma de préstamos, además de vigilar y controlar su correcta ejecución (art. 69). Los Estados de la Federación podían establecer los impuestos necesarios en sus respectivos territorios para cumplir con el “cupo” asignado por el Congreso, pero en ningún caso se les permitía imponer contribuciones a las importaciones o exportaciones tanto en el comercio externo como en el realizado entre los mismos Estados de la Federación, especificándose que estas partidas solo podían reglamentarse por el Congreso y que sus ingresos debían destinarse a las arcas generales de la Federación (art. 178). Dado que las partidas mayores de ingresos tributarios eran dependientes del comercio exterior, los ingresos de los Estados quedaron sensiblemente mermados, poniéndose en entredicho su autonomía política. Los principios de universalidad, igualdad y proporcionalidad quedaron fijados desde la creación de las Provincias Unidas de Centroamérica. En el art. 4 se estableció que los habitantes estaban “obligados a obedecer y respetar la ley, a servir y defender la patria con las armas y a contribuir proporcionalmente para los gastos públicos sin exención ni privilegio alguno”; y se estableció que se debía considerar como ciudadanos a todo aquel “habitante de la República (natural del país o naturalizado) casado, mayor de dieciocho años, siempre que ejerza alguna profesión útil o tenga medios conocidos de subsistencia” (art. 14). En las Reformas que se introdujeron a la Constitución Federal de Centroamérica (13 de febrero de 1835) no se señaló ningún cambio sustancial en materia fiscal con respecto a la reglamentación de 1824 (Avendaño, 1996).

Una vez más, la inexistencia de una información adecuada (censos, catastros) sobre la que basar las contribuciones fiscales, la ausencia

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de una administración profesional de mérito y capacidad capaz de gestionar los ingresos y llevar la contabilidad, el rechazo de las familias de los notables a ser equiparados como iguales al resto de la población a la vez que su deseo de impedir que su patrimonio tuviera que contribuir fiscalmente de forma proporcional a su riqueza, los impedimentos que puso la Iglesia a que sus posesiones participaran en el sostenimiento del Estado, junto con la concentración de los ingresos tributarios en las partidas derivadas del sector externo en la Federación quedando los ingresos de los Estados limitados, hicieron que se dificultara sobremanera la puesta en práctica de los principios de igualdad y proporcionalidad fiscales liberales constitucionales. No fue casual por tanto, que, dada la existencia de un importante volumen de población indígena, acabara recayendo en ésta buena parte del peso de las cargas fiscales de la Federación (capitación). La pervivencia de las dinámicas de las corporaciones, junto con la de los intermediarios locales y regionales (independientemente de si fueran conservadores o liberales), se tradujo así en una pervivencia de las relaciones de poder del pasado. El Estado, en teoría liberal, republicano, defensor de los derechos ciudadanos, acabó convirtiéndose en un defensor de los intereses de las elites regionales, en el gestor de políticas racistas y en el garante de la pervivencia de los mecanismos de poder clientelares propios de las sociedades estamentales de Antiguo Régimen. Todo ello contribuyó a que las desigualdades sociales no sólo no se redujeran, sino que se vigorizaran (Pérez Brignoli, 1993; vol. III, p. 93; Casaús, 2006; Avendaño, 2007).

En la historia constitucional de Argentina durante los primeros años del siglo XIX se comprueba también que los principios liberales de universalidad, igualdad y proporcionalidad fiscal se tuvieron presentes desde un comienzo. En el proyecto

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de Constitución de las Provincias Unidas del Río de la Plata (27 de enero de 1813), tras subrayar en el proemio la importancia de la defensa de la libertad, la igualdad y la seguridad, se estableció que todas las contribuciones, establecidas para utilidad común, “debían repartirse igualmente entre todos en razón de sus facultades” (art. 4); que la Sala de Representantes tenía el derecho exclusivo de formar los proyectos de ley sobre contribuciones, subsidios e impuestos necesarios para el sostenimiento de los gastos del Estado, examinar, aprobar y publicar las cuentas del gasto anual del Estado (arts. 73 y 74), y fijar las cantidades con las que debían contribuir “los Pueblos”. La Sala de Representantes quedó comprometida a pagar las deudas del Estado y se subrayó que todas las contribuciones se debían hacer en proporción a la población y la riqueza de cada provincia, así como de los contribuyentes (art. 88). Quedó asimismo capacitada para pedir préstamos sobre el Crédito Nacional, reglar el comercio con las naciones extranjeras, determinar el cuño y valor de las monedas, arreglar el sistema de las rentas del Estado en todos sus ramos y fijar las distribuciones de los impuestos generales en las respectivas Provincias (art. 88). Para facilitar y agilizar dichas labores se estableció una Secretaría de Hacienda (art. 111). Finalmente, se terminó subrayando que siendo los indios iguales al resto de los ciudadanos quedaban suprimidas todas las tasas y servicios personales, bajo cualquier pretexto o denominación cualquiera, debiéndose repartir las tierras de sus mayores entre los padres de familia de las respectivas comunidades sin más condición que la de cultivarlas (art. 177).

El Proyecto de la Constitución de la Confederación de las Provincias Unidas de América del Sur de 1813 básicamente reprodujo los principios de la Constitución de las Provincias Unidas del Río de la Plata de 1813 en materia fiscal, pero en

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este caso se añadió que ninguna provincia podría establecer impuestos o derechos que pudieran entrar en colisión con los estipulados por la Confederación, que los gobiernos provinciales no podrían grabar sin el consentimiento del Congreso ninguna de las actividades derivadas de las importaciones-exportaciones por entenderse que éstas eran una atribución sólo del gobierno confederal, y que todos los derechos impuestos y sisas deberían ser iguales en todas las provincias (arts. 29, 35, 39), quedando de manifiesto en este caso la influencia de los principios de la constitución de los Estados Unidos de 1787.

En la Constitución de las Provincias Unidas de Sudamérica de 22 de abril de 1819, de nuevo con un claro carácter unitario y vinculando el espíritu que en materia fiscal habían desarrollado las Cartas Magnas de 1813 (tanto centralista como confederal), se subrayó que el Congreso se reservaba en exclusividad la reglamentación de los impuestos y los gravámenes para dotar al Estado de los ingresos necesarios para hacer frente a las necesidades publicas, así como el derecho de imponer gravámenes extraordinarios para atender las urgencias del Estado (nunca por un tiempo superior a dos años), pero cuidando que las contribuciones fueran siempre proporcionales en todo el territorio (art. 33), y el de firmar empréstitos (art. 36). Con la reforma fiscal que se introdujo en 1820 se incorporó la contribución directa para reducir la dependencia de los ingresos respecto de las aduanas. Fue una imposición sobre los beneficios obtenidos de los capitales ocupados en negocios y sobre las propiedades inmuebles, pero una vez más fue difícil de materializar ante la inexistencia de un catastro de las propiedades, la ausencia de información detallada sobre la cuantía y propiedad de los capitales, y falta de una administración pública capaz de recaudar con transparencia los impuestos y llevar al día las cuentas públicas.

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La Constitución de 1826 potenció el carácter centralista en materia fiscal. Se estipuló que el Congreso debería fijar cada año los presupuestos generales de ingresos y gastos (art. 44), revisar y aprobar anualmente las cuentas públicas (art. 45), establecer los derechos de importación y exportación, imponer contribuciones extraordinarias proporcionalmente iguales en todo el territorio para atender a las urgencias del Estado (art. 46), aprobar los préstamos (art. 47) y fijar el valor, peso y tipo de la moneda (art. 48). A su vez, se estableció que correspondía a los gobernadores de las provincias proveer, con las formalidades que los Consejos de Administración estipularan, todos los empleos dotados por las rentas particulares de las provincias (art. 134) para promover la prosperidad de la región, la policía, la educación y las obras públicas (arts. 141-144). Los Consejos de Administración quedaron encargados de establecer anualmente el presupuesto de los gastos que demandara el servicio interior de las provincias (art. 145), debiendo enviar al Presidente de la República y al Congreso el presupuesto regional para su aprobación (art. 146). Para cubrir tales fines se especificó que los mencionados Consejos de Administración establecerían las “rentas particulares y reglarán su recaudación” (art. 147), basándose éstos en impuestos directos, ya que toda contribución indirecta quedaba “adscrita al tesoro común de la Nación” (art. 148). Los déficit en las cuentas regionales serían cubiertos anualmente por el “Tesoro Nacional” (tendrían que devolverlo una vez que mejoraran sus rentas) (art. 150); y si se producía un remanente se destinaría a promover el desarrollo y bienestar de la provincia, teniendo que ser aprobado por el Congreso (art. 151). Se prohibió de forma explícita que las provincias exigiesen a los ciudadanos “servicio alguno ni impusiesen multas o cualquier otra exacción fuera de las establecidas por

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leyes generales sin la especial autorización de los Consejos de Administración” (art. 152).

En los años siguientes a la aprobación de la Constitución de 1826, el aumento del gasto público como consecuencia de la elevación de la inversión en el capítulo de guerra (resultado de la “campaña del desierto”, la invasión de las Malvinas por los ingleses, las tensiones bélicas con Perú y Bolivia en 1837, los ataques franceses al puerto de Buenos Aires y la guerra de la Triple Alianza), unido a la reducción de los ingresos y al desorden de la gestión administrativa de los gobiernos de Juan Manuel de Rosas (entre 1827-1852 no se presentaron con el tiempo debido ante la Cámara los presupuestos para ser debatidos, no se publicaron con la claridad debida los gastos públicos, ni se especificaron las contribuciones que recaían en cada una de las provincias), se tradujo en un aumento de la presión tributaria sobre los aranceles del comercio externo, en un uso discrecional de los presupuestos por parte del poder ejecutivo central para establecer relaciones clientelares con los gobiernos de las provincias casi siempre en presencia de balances presupuestarios negativos y en un aumento de la utilización de los canales financieros para ampliar la capacidad de maniobra del Ejecutivo (Irigoin, 2006, pp. 56-7). Una de las formas que se ensayó durante la primera mitad del siglo XIX para ampliar los ingresos sin tener que utilizar de forma masiva los impuestos directos fue mediante la fabricación de moneda (lo cual se tradujo en una elevación de la inflación), la elevación continua de los gravámenes sobre el comercio externo, y la ampliación de los empréstitos (internos y externos, asegurados con la hipoteca de los recursos aduanales). Los procesos inflacionarios deterioraron así los ingresos fiscales y acabaron beneficiando a los comerciantes, al no estar los ingresos del sector externo debidamente indexados a la depreciación de

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la moneda. La realidad indicó además que como parte de las contribuciones se realizaban sobre el valor de las propiedades y éstas no se actualizaban con respecto a la caída del valor de la moneda, la presión fiscal real fue bajando; y como los contribuyentes comenzaron a ser conscientes de que el proceso inflacionario aumentaba anualmente retrasaron al máximo los pagos para reducir el valor real de las contribuciones fiscales, dándose origen en consecuencia a un proceso circular de difícil solución. El efecto Olivera-Tanzi hizo por tanto que la inflación deteriora los ingresos reales del gobierno, y que los comerciantes acabaran apoyando el sistema fiscal existente (Jáuregui, 2006, p. 24-25; Irigoin, 2006, p. 73; Amaral, 1988).

Hay que recordar que durante los primeros años de la vida independiente se crearon algunos impuestos directos (papel sellado, patentes, contribución sobre la propiedad) para diversificar las fuentes de ingresos, pero los resultados prácticos fueron escasos (los ingresos derivados de las contribuciones directas no llegaron ni para pagar el servicio de la deuda interna). Si bien las alcabalas fueron abolidas con la independencia y los impuestos de emergencia creados durante la revolución fueron rápidamente derogados, se constata que en 1810 el 61% de los ingresos fiscales procedía del comercio externo, en 1816 la proporción subió al 70% y en 1820 al 87%. El resto de los ingresos procedían de una variedad de pequeñas contribuciones (tasas, derechos, papel sellado, impuestos menores) y no superaban el 10% de los ingresos totales. Evidentemente, los ingresos reales se redujeron notablemente con los bloqueos marítimos de 1825-1828, 1837-1840, 1845-1848 y con el proceso inflacionario (Irigoin, 2006, pp. 48-50; 73). Con la derrota de Rosas en Montecaseros en 1852 se inició el experimento de la Confederación de las Repúblicas del Río de la Plata (1852-1859). La Constitución de 1853 introdujo cambios sustanciales,

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pero no fue sino hasta el establecimiento de la República Federal Argentina (1861) con Bartolomé Mitre cuando se comenzaron a poner bases más sólidas en la estructura fiscal del Estado al tratar de establecer unos ingresos proporcionados provincialmente a la vez que progresivos en función de los bienes y las rentas de los contribuyentes. Una vez más, se comprueba que la falta de una adecuada administración pública y de información pertinente (catastros, censos) dificultó la puesta en práctica de dichas intenciones (Irigoin, 2006, pp. 58-60, 61, 62-64, 67, 68-69, 71).

El ejemplo de Chile es bastante ilustrativo por las especificidades que presenta la región. La Constitución de 1822 fue un reflejo de la larga gestación de Chile como república independiente. Tras el convulso gobierno centralista leal a Fernando VII (Patria Vieja en el que se aprobaron el Reglamento Constitucional Provisorio de 1812 y el Proyecto de Constitución Provisoria de 1818) y una vez consumada la independencia definitiva con la participación directa de José de San Martín, Bernardo O’Higgins Riquelme fue designado por el Cabildo de Santiago Director Supremo de la Patria Nueva. En aquel momento Chile estaba compuesto por una población escasa (de alrededor de un millón de habitantes en 1821) y mostraba una heterogeneidad sociocultural reducida (la población de origen africano era mínima y las comunidades araucanas del sur se ubicaban en un espacio geográfico separado del núcleo de los colonos sin haber sido requerida su mano de obra para potenciar la economía colonial). En la ciudad de Santiago se concentraba el poder del país y tanto las provincias del norte (desierto minero) como las del sur (agrícola-ganadero-indígena) no tenían ni entidad ni fuerza suficiente para oponerse a las decisiones tomadas en Santiago. La realidad geográfica y la red de comunicaciones no facilitaban tampoco

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mucho las comunicaciones. Agricultores, ganaderos, comerciantes, y mineros no estaban tan enfrentados como en el resto de los espacios americanos a finales del siglo XVIII al no estar conformada la economía de la antigua capitanía general de Chile por una estructura claramente colonial (exportación de materias primas competitivas sobre la base de una mano de obra barata compulsiva de origen africano o americano). A su vez, la ausencia de un poder colonial central fuerte (Santiago no fue capital de un virreinato) hizo que el poder no mostrara altos niveles de concentración. No es, por tanto, extraño comprobar que las dinámicas sociales chilenas de comienzos del siglo XIX no heredaran una estructura colonial fuerte. Se trataba de sociedades estamentales de antiguo régimen que vieron en la independencia la posibilidad de convertirse en sociedades liberales bajo la cobertura del funcionamiento de instituciones republicanas.

La Constitución aprobada de 30 de octubre de 1822, tras declarar sus redactores que tuvieron como texto de referencia la de los Estados Unidos de América, otorgó el poder ejecutivo a un “Director Supremo” (por elección con un período de mandato de 6 años, pudiendo ser reelegido únicamente por otros cuatro años mas) y estableció una composición del Senado que priorizaba todavía el peso de los antiguos estamentos, facilitando con ello el paso de las formas monárquicas de Antiguo Régimen a las republicanas. En materia fiscal señaló de forma explícita que, dado que todos los chilenos eran “iguales ante la ley, sin distinción de rango ni privilegio” (art. 6), todos sin excepciones “debían contribuir para los gastos del Estado en proporción de sus haberes” (art. 8), quedando así desde el comienzo de la vida independiente claramente fijado el principio de universalidad y proporcionalidad. El Congreso quedo facultado, entre otras cuestiones,

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para fijar las contribuciones directas e indirectas y aprobar su repartimiento; examinar la inversión de los gastos públicos; reglamentar el comercio, las aduanas y aranceles; decretar la adquisición o enajenación de bienes nacionales; organizar y vigilar el funcionamiento de la administración pública; determinar el valor, espesor, tipo y peso de las monedas; fijar los pesos y medidas; y recibir empréstitos (art. 47). El poder Ejecutivo, a través del Director Supremo, quedó capacitado para nombrar a los funcionarios que se requirieran para gestionar los compromisos adquiridos por la Constitución (art. 96), hacer los pagos necesarios librando contra la Caja Nacional (art. 99), encargar a cada uno de los Ministerios que hicieran sus respectivos presupuestos de ingresos y gastos cuidando de que no se confundieran las partidas entre los mismos (arts. 100, 101) y observar “la más rigorosa economía de los fondos públicos, no aumentando gastos, sino en casos muy precisos, y con aprobación del Poder Legislativo” (art. 109). De forma concreta se especificó que el Director Supremo no podría firmar empréstitos sin la autorización del Legislativo (art. 113). Para poder crear la maquinaria que gestionara los asuntos públicos se crearon tres Secretarías de Estado (Gobierno-Relaciones Exteriores, Hacienda y Guerra-Marina) (art. 124) y se estableció que en cada capital de departamento hubiera un teniente de la Tesorería General, propuesto por ésta al Poder Ejecutivo encargado de recaudar y responder de los asuntos fiscales (art. 154).

Dicha constitución fue de tránsito, pues tras la caída de O’Higgins, Ramón Freire Serrano fue designado Director Supremo impulsando de forma inmediata con el apoyo de Juan Egaña la aprobación de una nueva Carta Magna en 1823 con claros tintes centralistas. En la misma se volvió a defender que todos los chilenos sin excepción debían contribuir a

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sufragar las cargas del estado “en proporción de sus haberes” (art. 7) y se recordó que sólo el Legislativo estaba facultado para imponer contribuciones directas o indirectas, prohibiéndose de forma explícita que lo pudiera hacer cualquier autoridad provincial (art. 235). En esta ocasión la nueva Constitución introdujo cambios en la ordenación en la gestión de la Hacienda. En el título XXI de la Constitución (dedicado de forma monográfica a la Hacienda Pública) se estipuló que debería publicarse anualmente (con la aprobación del Senado) un estado detallado por partidas de los ingresos y gastos generados (art. 236); se creó la Tesorería Central con oficinas subalternas en las provincias (art. 238); se organizó la Contaduría Mayor para obtener una mejor gestión de los recursos públicos (art. 239); y se ordenó que dos inspectores fiscales (uno con sede en Santiago y otro en permanente visita a las provincias y municipios) velaran por la buena gestión de la recaudación y los gastos, así como por la correcta puesta al día de las cuentas públicas (arts. 241-243).

Tampoco esta vez, la Constitución de 1823 duró mucho tiempo. Con el triunfo de los liberales y la elección de Francisco Antonio Pinto a la Presidencia se procedió a redactar un nuevo texto (1828) que subrayó esta vez de forma clara la estructura federal de Chile. Por lo que respecta a los asuntos fiscales subrayó los principios de universalidad y proporcionalidad (todos los chilenos deben contribuir a las cargas del Estado en proporción de sus haberes, según el art. 126), pero fue más generalista que la de 1823, al dejar mayores facultades al Congreso para reglamentar todo lo relacionado con la Hacienda Pública (art. 46). Tampoco esta vez se especificó el monto y características de los impuestos (directos, indirectos, nacionales, provinciales, municipales) ni se hizo referencia a la proporcionalidad territorial de las obligaciones con el Fisco. A diferencia de la Constitución de 1823, el

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texto de 1828 señaló que las Asambleas Provinciales deberían autorizar anualmente los presupuestos de las municipalidades, aprobar o reprobar los gastos extraordinarios que éstas propusieran, así como sus reglamentos; examinar las cuentas; velar por el correcto funcionamiento de la administración pública; proponer las medidas y planes conducentes al bien de la provincia en cualquiera ramo; distribuir las contribuciones entre los pueblos de la Provincia; y formar un censo estadístico (art. 114).

La Constitución de 1828 tampoco fue muy duradera en el tiempo. En 1829 los conservadores (los tradicionalistas o pelucones, los defensores de O’Higgins y los estanqueros liderados por Diego Portales defensores de los privilegios del monopolio del tabaco de Valparaíso) iniciaron una revuelta contra los liberales. Tras un par de años de luchas, los conservadores se impusieron iniciándose con ello un período de gobiernos tradicionalistas (1830-1859). Bajo los gobiernos de Diego Portales, convertido en el líder político del momento, se logro crear una fórmula basada en el respeto al funcionamiento de las instituciones capaz de combinar la tradición autoritaria colonial heredada de finales del XVIII con la liberal constitucionalista del siglo XIX. La expansión de las exportaciones y el empuje de la producción minera del Norte Chico (provincias de Atacama y Coquimbo) hicieron que las fuentes de financiamiento del Estado estuvieran garantizadas a través de los ingresos arancelarios (aduanas) y que, por tanto, se pudieran mantener los compromisos del gasto público sin fuertes fluctuaciones (no por casualidad se creo un Ejército digno de tal nombre desde fechas tempranas a diferencia del resto de los países de la región). Todo ello hizo que la Constitución aprobada en 1833 se mantuviera vigente durante todo el siglo XIX (hasta 1891) y que el sistema electoral funcionara sin muchas estridencias. Conservadora y centralista (los

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intendentes de las provincias se convirtieron en la mano derecha del presidente) permitió la reelección presidencial en dos mandatos de 5 años, restringió algunos derechos políticos al limitar el derecho al voto, pero logró que las elecciones se convirtieran en una maquinaria capaz de permitir el juego político que alimentaba las reciprocidades entre los grupos de poder en una sociedad que heredaba desigualdades sociales del siglo XVIII. En materia fiscal, la Constitución de 1833 repitió una vez más el principio de universalidad y proporcionalidad de los textos constitucionales anteriores (según el art. 12 los chilenos debían tributar en proporción de sus “haberes”); y de nuevo se facultó al Congreso para que fuera el único organismo que pudiera aprobar cualquier propuesta de ingreso o gasto público, teniendo las autoridades provinciales y municipales que tener siempre su visto bueno para poder realizar cualquier innovación al respecto (arts. 36 y 128). El Congreso quedó obligado a fijar los gastos de la administración pública y fue declarado como el único organismo capacitado para contratar empréstitos (art. 37). Una vez más, al quedar sin especificar con claridad la participación en las cargas fiscales de las provincias, departamentos, subdelegaciones y distritos, así como el reparto en el gasto público, se abrió un amplio margen de maniobra político para gestionar las relaciones de poder entre las regiones y el centro. La Hacienda se convirtió, así, en un mecanismo político para la gestión del poder, en vez de ser un instrumento para la consolidación y perfeccionamiento del Estado.

En el caso de Colombia se aprecian algunas diferencias con respecto a los ejemplos analizados anteriormente. En el Acta Constitutiva de la Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada (27 de Noviembre de 1811) de forma explícita se subrayó la necesidad de dotar de los fondos apropiados a la

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Federación, poniéndose desde el comienzo el acento en la necesidad de salvaguardar los principios de universalidad, igualdad y proporcionalidad en las obligaciones fiscales de las diferentes partes constitutivas de la nueva entidad federativa (art. 20). No obstante, se estableció a renglón seguido que los impuestos originados por las actividades del comercio externo (aduanas) serían gestionados por las autoridades de la “Confederación” no pudiendo, en consecuencia, las autoridades de las regiones donde se ubicaban los puertos imponer nuevos contribuciones sobre las actividades comerciales (art. 21). Finalmente, se permitió al Congreso que pudiera suscribir préstamos o emitir moneda si los ingresos no fueran suficientes para hacer frente a las necesidades del momento y en especial a la defensa del territorio (art. 29). Para garantizar la observancia del principio de la proporcionalidad se declaró que cualquier modificación en el régimen impositivo se tendría que aprobar al menos por las dos terceras partes de los diputados del Congreso (art. 57). Como se puede comprobar, se partía en la definición de los principios programáticos de la Hacienda Pública de la aceptación de las tesis clásicas, pero se aceptó que dada la ausencia de la información (censos) y de la administración requeridas se tenía que optar por seguir anclando los ingresos del Estado en los recursos derivados del comercio externo.

En la Constitución de Cundinamarca (1811), que reconoció a Fernando VII como Monarca, no se introdujeron cambios sustanciales en materia fiscal con respecto a la estructura de la Hacienda de la época de los Borbones. Subrayó la obligatoriedad de todos los “ciudadanos de contribuir para el culto divino y la subsistencia para los Ministros del Santuario, para los gastos del Estado, la defensa y seguridad de la patria, el decoro y la permanencia de su Gobierno, la administración de justicia y la Representación

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Nacional (Tít. X, art. 1), pero no incorporó en el texto los conceptos de igualdad, proporcionalidad, universalidad, ni menos aún de progresividad en el pago de los impuestos. Fue a todas luces un texto legal continuista.

En la Constitución de Antioquia (1812), que declaró la total independencia del territorio con respecto a la Monarquía española, partiendo del reconocimiento explícito de los conceptos de libertad, igualdad y seguridad, además del de división de poderes, estableció en materia fiscal que “ningún hombre, ninguna clase, corporación o asociación de hombres puede, ni debe ser más gravada por la ley, que el resto de la comunidad (art. 6); “no puede establecerse contribución alguna sino para la utilidad general: ellas deben ser repartidas entre los contribuyentes en razón de sus facultades, y todos los ciudadanos tienen derecho para concurrir a su establecimiento, para velar sobre su inversión, y para hacerse dar cuenta de ellas” (art. 16); y “ningún subsidio, carga, pecho, impuesto o contribución, debe ser establecida, fijada, puesta o abolida bajo de pretexto alguno, sin el consentimiento de los representantes del pueblo en la Legislatura” (art. 17). Además, en el título VII desarrolló cómo se debía gestionar el “tesoro común”, declarando que como se trataba de una época de transición entre el antiguo sistema monárquico y el nuevo republicano liberal había que permitir la pervivencia de ciertas prácticas del pasado hasta que se legislara cómo se debía proceder en el futuro. La Constitución de la Provincia de Antioquía (revisada en convención de 1815) no introdujo cambios sustanciales en materia fiscal con respecto a la de 1812 (salvo mostrar una redacción más sintética del título IX referido al “Tesoro Público”). Como se puede comprobar, los planteamientos teóricos que manejaron los redactores de la Constitución de Antioquia estuvieron enraizados

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con los principios liberales. Sin duda, representaron un antecedente importante de las constituciones republicanas posteriores.

La Constitución de Colombia de 1821, que integraba a la antigua Capitanía general de Venezuela y los territorios del Virreinato de Nueva Granada, tras declarar que quedaban abolidos todos los fueros personales, dispuso que todos los ciudadanos estaban obligados a contribuir a los gastos del Estado (art. 5) y señaló que era responsabilidad del Congreso fijar los ingresos y gastos del Estado anualmente, así como establecer los mecanismos adecuados para su adecuada gestión (art. 55). Como novedad, se creó una Secretaría de Hacienda (art. 136), pero en ninguno de sus artículos se señaló de forma explícita cómo debían establecerse los ingresos, ni se estableció de qué forma se repartirían los recursos públicos del Estado entre los respectivos departamentos, provincias, cantones y parroquias (Martínez Garnica, 2006, p. 155-161).

En el Decreto Orgánico de la Dictadura de Bolívar (1828) la atención se concentró en garantizar la integración territorial de la Gran Colombia a fin de eliminar los continuos intentos que se habían dado de segregación, por lo que los asuntos de la fiscalidad quedaron relegados a un segundo plano. Se mencionó de forma genérica que el Poder Supremo debía “cuidar de la recaudación, inversión y exacta cuenta de las rentas nacionales” (art. 1); se creó una Secretaría de Hacienda (art. 4); y se siguió mencionando que los colombianos debían “contribuir para los gastos públicos en proporción a su fortuna” (art. 24).

La Constitución de 1830, referida todavía a los territorios del antiguo Virreinato de Nueva Granada y la Capitanía general de Venezuela, reprodujo en líneas generales las reglamentaciones en materia fiscal que había fijado el texto de 1821 (arts. 11, 36).

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A fin de asegurar la continuidad de los empréstitos necesarios para financiar los elevados gastos públicos derivados de las acciones militares, se especificó que se garantizaba constitucionalmente la deuda pública (art. 155), dejando con ello patente que en época de convulsiones era complicado no sólo organizar los ingresos de la Hacienda Pública sino además lograr un equilibrio presupuestario.

En la Constitución Política del Estado de Nueva Granada de 1832, referida ya al departamento central de la extinguida Gran Colombia tras la separación de Venezuela y Ecuador, se volvieron a repetir las ideas centrales del articulado del texto de 1821. Tampoco en este caso se hizo una referencia explícita en materia fiscal a la proporcionalidad territorial y a la progresividad del pago de los impuestos (el art. 7 estableció que los granadinos debían “contribuir a los gastos públicos”; y el art. 74 especificó que entre las atribuciones del Congreso estaba el establecer “impuestos, derechos y contribuciones nacionales”). Esta tónica se mantuvo durante bastantes años pues la Constitución de 1843 no introdujo tampoco cambios sustanciales con respecto a la de 1821 y 1832. Las de 1853, 1863 e incluso la de 1886 siguieron con esta tónica, añadiendo que los gastos debían ajustarse a los ingresos para evitar aumentar el déficit (Martínez Garnica, 2006; Morelli, 2005).

La historia constitucional de Venezuela es interesante por varias cuestiones. En la Constitución de 1811 (redactada por los representantes de las regiones de Margarita, Mérida, Cumaná, Barinas, Barcelona, Trujillo y Caracas, reunidos en Congreso General, y firmada por Francisco de Miranda), tras establecer de forma explícita un marco republicano confederal y una estructura bicameral, se especificó que sólo la Cámara de representantes podría establecer normas y acuerdos en materia fiscal, quedando en consecuencia

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el Senado para sancionar los acuerdos tomados por áquella (arts. 5, 71, 166); se estipuló que las provincias que componían la confederación no dispondrían de la libertad para legislar sobre asuntos fiscales (art. 122), por lo que se limitó su autonomía de facto; y en este caso no se hizo referencia alguna al principio de universalidad, de igualdad o de proporcionalidad, aunque se dejó claro que quedaban desde entonces prohibidos los tributos directos sobre las personas (especialmente sobre las poblaciones indígenas habituales en épocas anteriores), especificándose que no se permitirían tampoco bajo la forma de capitación (art. 219). La constitución de 1819 reprodujo con pocos cambios el tratamiento de los asuntos fiscales (art.7) que se habían incluido en la de 1811. En la Constitución de 1830 se volvió a marcar que era deber de cualquier ciudadano venezolano “contribuir a los gastos públicos” (art. 12), pero se incluyeron ya de forma explícita los conceptos de igualdad y proporcionalidad en el pago de los impuestos (art. 215). De nuevo se señaló que los asuntos fiscales eran competencia de las Cámara de Representantes (art. 57) y en especial del Congreso (art. 87); y que se debía crear una Secretaría de Hacienda (art. 133); pero no se dijo nada de forma detallada de cuál debía ser la estructura fiscal de la Hacienda Pública (no se mencionó si debían los ingresos apoyarse en impuestos directos, indirectos, proporcionales a la riqueza de las rentas, etc.). Se estableció la novedad de que las Diputaciones provinciales tendrían a partir de entonces una cierta autonomía para establecer impuestos especiales sobre sus territorios a fin de poder cubrir los gastos derivados del ejercicio del gobierno, pudiendo incluso concertar préstamos y crear “bancos provinciales” (art. 161). En todos los casos las decisiones de las Diputaciones provinciales debían ser supervisadas por el gobernador (art. 162) y por la Cámara de Representantes (art. 163), por lo

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que la autonomía de las provincias siguió quedando limitada.

Los conceptos de libertad e igualdad de los ciudadanos ante la ley quedaron claros en las primeras constituciones de la vida independiente de Venezuela, pero al no definirse adecuadamente la arquitectura fiscal del Estado, las instituciones quedaron debilitadas, perpetuándose en consecuencia las formas autoritarias y el centralismo. El clima de guerra permanente y las tensiones entre los distintos territorios hicieron que en una coyuntura de descenso de los ingresos del Estado por concepto de entradas aduaneras (reducción de la actividad exportadora), se tuviera que acudir inevitablemente al recurso de los impuestos extraordinarios, a los embargos y a la ampliación de la deuda externa. La huída de capitales hacia plazas más seguras ayudó a su vez a hipotecar el desarrollo (Sosa Llanos, 1995; Bruni Celli, 1966). Todo ello se tradujo en un reducido aumento de la productividad interna y de la competitividad de la economía en los mercados internacionales y en la perpetuación durante décadas de la desigual distribución del ingreso. Con una precaria estructura fiscal, el nuevo Estado venezolano nació con las alas mermadas.

La Constitución francesa de 1791, que incluyó la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, fue el modelo que buena parte de los constituyentes latinoamericanos tuvieron presente a comienzos del siglo XIX cuando discutieron sus textos constitucionales fundacionales, junto con la de Cádiz de 1812 y la de los estados Unidos de América de 1787. La Constitución francesa de 1791 instauró una monarquía parlamentaria unicameral en la que se comenzaba declarando en el preámbulo la igualdad de todos los hombres ante la ley (desterrando los privilegios, las excepciones, los derechos gremiales

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y corporativos, la nobleza, los estamentos). Según el artículo 56 no había en Francia autoridad alguna superior a la de la Ley, por lo que el Rey “no reina si no es por ella, y sólo en nombre de la Ley puede exigir obediencia” (art. 56). En el artículo 100 se estableció que la Asamblea Nacional era la responsable de fijar los gastos públicos, así como establecer las contribuciones públicas (naturaleza, cuotas, duración, modo de percepción, el reparto de la contribución directa entre los departamentos del reino) y fiscalizar las cuentas públicas (art. 100). A su vez, los administradores quedaron encargados de gestionar las contribuciones directas que les correspondían en sus territorios (departamentos y distritos) y de vigilar la recaudación de las contribuciones y rentas públicas generadas en sus demarcaciones (art. 147). A fin de garantizar la transparencia en la gestión de lo público, los funcionarios de la administración quedaron obligados a presentar todos los años al Cuerpo Legislativo un resumen de los gastos a realizar en sus departamentos y a dar cuenta del empleo de las sumas que les han sido destinadas, así como a indicar los abusos que se hubieren podido cometer (art. 98). Por lo que respecta a los asunto de la Hacienda Pública, la Constitución de 1791 estableció que las contribuciones públicas deberían ser fijadas anualmente por la Asamblea Nacional no pudiendo prorrogarse más allá del último día del siguiente período de sesiones (a no ser que se renovara el presupuesto de ingresos y gastos) (art. 195); que bajo ningún pretexto se podrían rechazar o suspender los fondos necesarios para el pago de la deuda nacional (indicándose que no se podría comprometer el pago de ninguna suma a ningún individuo) (art. 196); que se deberían publicar anualmente las cuentas de ingresos y gastos (nacionales, regionales y locales) (art. 197); y que los departamentos y municipios no podrían establecer contribución pública alguna, ni efectuar ningún reparto más allá del tiempo y de las

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sumas fijadas por el Cuerpo Legislativo, así como tampoco autorizar ningún empréstito local a cargo de los ciudadanos del departamento (art. 198). El poder ejecutivo debía dirigir y vigilar la percepción y el pago de las contribuciones (art. 199). En suma, estableció un sistema fiscal centralizado y se ocupó en alcanzar buenos niveles de transparencia en la gestión de los caudales públicos, pero no especificó cómo debían ser los impuestos (directos, indirectos, proporcionales, progresivos).

La Constitución de 24 de junio de 1793 por la que se instauró la Primera República (Constitución francesa del año I, según el calendario republicano francés), aunque nunca se llegó a aplicar, estableció partiendo de los conceptos de la libertad, la igualdad ante la ley, la seguridad y el respeto a las personas, los derechos y las propiedades privadas (arts. 1-35), que el cuerpo Legislativo era el único capacitado para reglamentar los asuntos relacionados con los ingresos y gastos del Estado (art. 54). Para garantizar el principio del bien público de los impuestos se dispuso que no se podría establecer ninguna contribución que no tuviera un destino general; y para garantizar la transparencia de las cuentas públicas se indicó que todos los ciudadanos tienen el derecho de “concurrir al establecimiento de las contribuciones y vigilar su empleo” (art. 20). A fin de asegurar el principio de fraternidad se dispuso que las ayudas públicas eran “una deuda sagrada” por lo que la sociedad debía ayudar a la subsistencia de aquellos ciudadanos desgraciados “ya sea procurándoles trabajo, ya sea proporcionando los medios de existencia a lo que no estén en condiciones de trabajar” (art. 21). La educación fue declarada como una “necesidad para todos” (art. 22). A fin de lograr la igualdad se dispuso que ningún ciudadano estuviera dispensado de la obligación de contribuir a las cargas públicas (art. 101). Para alcanzar la correcta gestión de la Hacienda

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Pública se creó una Tesorería General (art. 102), administrada por contables nombrados por el consejo ejecutivo (art. 103) que a su vez serían supervisados por comisarios nombrados por el cuerpo legislativo (art. 104). Las cuentas públicas serían revisadas anualmente (arts. 105-106). Una vez más, estuvo en el ánimo de los padres de la constitución, partiendo de los principios de la igualdad, la libertad y la seguridad, establecer una maquinaria fiscal que funcionara de forma transparente para evitar cualquier abuso o malversación de los fondos públicos. Tampoco en este caso se definieron las características que debían tener los impuestos, pues existía la conciencia de que previamente al establecimiento de uno u otro sistema impositivo había que tener información fidedigna de las propiedades y rentas de los ciudadanos y de las diferentes actividades económicas realizadas en cada una de las demarcaciones de la República (censos), además de contar con una maquinaria administrativa capaz de gestionar de forma adecuada el Estado por funcionarios profesionales que hubieran demostrado convenientemente y de forma previa al ejercicio de sus funciones, sus méritos y capacidades. Obviamente, no fue casual que los legisladores subrayaran que el buen funcionamiento de la República debía basarse en el ejercicio de una administración pública eficaz y transparente. Para ello se estableció que los funcionarios públicos debían tener claras sus competencias y responsabilidades (art. 24); que las funciones públicas eran esencialmente temporales (no pudiendo ser consideradas como distinciones ni como recompensas, sino como deberes) (art. 30); y que los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes nunca debían quedar impunes (nadie tiene el derecho de considerarse más inviolable que los demás ciudadanos) (art. 31). La conclusión era clara. “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus

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porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes” (art. 35).

La carta constitucional de 1830 por la que se regresó al sistema monárquico, se restableció la Nobleza y se recuperaron los privilegios [el Rey nombró discrecionalmente a los integrantes de la Cámara de los Pares, pudiendo variar a su antojo sus “dignidades” y período de vigencia (arts. 20-29)], estableció que la responsabilidad de legislar sobre el sistema impositivo recaía exclusivamente en la Cámara de Diputados (arts. 14, 40). En este caso se especificó que los impuestos indirectos, a diferencia de los territoriales, podían perdurar más de un ejercicio fiscal (art. 41).

Hay que mencionar que a partir de la Segunda República (Constitución de 4 de noviembre de 1848), se indicaron de forma clara los principios de universalidad, igualdad, proporcionalidad en matera fiscal. En el preámbulo de la misma se estableció que “Francia se constituye en República. Al adoptar esta forma definitiva de gobierno se propone como finalidad el marchar más libremente por la vía del progreso y de la civilización, asegurar un reparto cada vez más equitativo de las cargas y de las ventajas de la sociedad, aumentar el bienestar de cada uno por la reducción gradual de los gastos públicos y de los impuestos, y conducir a todos los ciudadanos, sin nueva conmoción, por la acción sucesiva y constante de las instituciones y de las leyes, a un grado cada vez más elevado de moralidad, de conocimiento y de bienestar” (art. I). En el articulado constitucional se repitieron los mismos conceptos (“Todo impuesto se establece para la utilidad común. Cada uno contribuye en proporción a sus facultades y a su fortuna”, Cap. II, arts. 15) y se hicieron distinciones entre las distintas modalidades de los impuestos (“el impuesto directo no es consentido más que para un año. Las imposiciones indirectas pueden ser consentidas para

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varios años”, art. 17). Una vez más, se subrayó además la importancia de que la gestión de lo público recayera en un cuerpo profesional de administración pública seleccionado por sus méritos y capacidades (Cap. II, art. 10). Quedó claro que el correcto funcionamiento del Estado necesitaba de buenos funcionarios, información adecuada y leyes apropiadas. El Consejo de Estado quedó responsabilizado de vigilar su buen funcionamiento (cap. VI).

El caso de España ha sido bien estudiado en los últimos años (Álvarez Junco, 2001; Artola, 2005; Artola, 1986; Bernal, 2004; Bernal, 2005; Chust, 2006; Chust-Frasquet, 2004; Chust-Serrano, 2007; Colom,, 2005; Comín, 1996; Fontana, 2007; Fuentes Quintana, 1999; Klein, 1998; Pérez Garzón, 2007; Pérez Ledesma, 2000; Prados de la Escosura-Amaral, 1993; Prados de la Escosura, 1988; Rodríguez, 2008). En el Estatuto de Bayona (6 de julio 1808) se realizaron apreciaciones interesantes en lo que respecta a la administración de la Hacienda Pública. Para comenzar hay que señalar que se hizo referencia de forma expresa a la Corona como el conjunto integrante de los “pueblos de las Españas y las Indias” (en plural) (arts. 3, 4, 7) subrayando con nitidez el reconocimiento de la pluralidad dentro de la unidad de la nueva Monarquía que comenzaba, así como de la igualdad de derechos de todos los reinos a ambos lados del Atlántico (art. 87). No obstante, siguieron perdurando algunas herencias del pasado pues siguió quedando un Ministerio específico de Indias (art. 27), así como una sección del Consejo de Estado dedicada a tratar los asuntos de los reinos americanos (art. 52). En cuanto al Tesoro Público quedó claro que como se trataba de una monarquía, la Corona debía recibir anualmente la cantidad total de dos millones de pesos fuertes (art. 22). Resulta llamativo que ya en 1808 el Estatuto especificó que las cuentas de la Hacienda Pública tendrían que desglosarse por

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“cargo y data con distinción del ejercicio de cada año” y deberían ser publicadas anualmente, pudiendo hacer las Cortes las observaciones que se considerase oportuno (art. 84); estableció que los vales reales, juros y empréstitos reconocidos constituirían la deuda nacional (art. 115); suprimió todas las aduanas interiores en España e Indias (art. 116); declaró --siguiendo el principio de universalidad-- que el sistema contributivo sería igual en todos los reinos integrantes de la Corona (art. 117) y abolió los privilegios que existían concedidos a cuerpos o a particulares (art. 118). Para la gestión de la Hacienda Pública se dispuso que hubiera un Tesorero Público “distinto y separado” del Tesoro de la Corona (art. 119); se creó la figura del director general del Tesoro Público (art. 120) que sería nombrado por el rey (art. 121); y se formó un tribunal de Contaduría general (nombrado por el rey) para examinar las cuentas (art. 122). Como puede comprobarse, el Estatuto de 1808 partió de algunos presupuestos liberales novedosos para su tiempo (igualdad), pero todavía mostró herencias del pasado (al seguir legitimando un sistema social estamental se generaban conflictos con el principio declarado de la igualdad además de no poder plantear la incorporación de principio de proporcionalidad fiscal), aparte de dejar algunos huecos normativos (no definió qué tipo de impuestos debía integrar el Tesoro Público).

En la Constitución de 1812, tras definir la Nación española como la “reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1) y que la base para la “representación nacional es igual en ambos hemisferios” (art. 28), estableció que “todo español, sin distinción alguna, está obligado a contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado (art. 8), quedando claro desde un principio los principios de igualdad y proporcionalidad. En materia fiscal, la constitución gaditana de 1812 estableció

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que las Cortes se encargaran de fijar los gastos de la administración pública, establecer anualmente las contribuciones e impuestos, tomar caudales a préstamo en casos de necesidad sobre el crédito de la Nación, aprobar el repartimiento de las contribuciones entre las provincias, examinar y aprobar las cuentas de la inversión de los caudales públicos, establecer las aduanas y los aranceles, así como disponer lo conveniente para la administración, conservación y enajenación de los bienes nacionales (art. 131). Para la correcta gestión de las caudales públicos se creó una Secretaría de Despacho de Hacienda (art. 222) y a su vez el rey quedó facultado para “decretar la inversión de los fondos destinados a cada uno de los ramos de la administración pública” (art. 171), quedando expresamente prohibido que pudiera imponer “por sí directa ni indirectamente contribuciones, ni hacer pedidos bajo cualquier nombre o para cualquiera objeto que sea, sino que siempre los han de decretar las Cortes” y que concediera cualquier privilegio exclusivo a ninguna persona ni corporación alguna (art. 172). Los ayuntamientos quedaron obligados, además de a vigilar la seguridad y promover la educación y la sanidad, a promover las obras públicas necesarias para facilitar el progreso en sus demarcaciones. Para garantizar todas estas acciones, se estableció que los ayuntamientos debían vigilar la administración e inversión de los caudales de propios y arbitrios conforme a las leyes y reglamentos, así como hacer el repartimiento y recaudación de las contribuciones y remitirlas a la tesorería respectiva (art. 321). En previsión de que los ingresos propios generados en los municipios no fueran suficientes para cubrir los gastos, se estableció que no podrían establecer ningún gravamen sin la aprobación de las Cortes generales (art. 322). A su vez, las diputaciones provinciales quedaron encargadas de “intervenir y aprobar el repartimiento hecho a los pueblos de las contribuciones que hubieren cabido a la provincia,

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velar sobre la buena inversión de los fondos públicos de los pueblos y examinar sus cuentas”, así como “formar el censo y estadísticas de la provincias” (art. 335).

De forma concreta se dispuso en el apartado VII (titulado “De las Contribuciones”) que las Cortes tenían que establecer o confirmar anualmente las contribuciones (directas, indirectas, generales, provinciales o municipales) (art. 338); que las cargas impositivas se debían repartir entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno (art. 339); que los impuestos debían estar “proporcionados a los gastos que se decreten por las Cortes para el servicio público en todos los ramos” (art. 340); que las Cortes fijarían los gastos públicos indicando las contribuciones con las que debían ser cubiertos (art. 341); que el secretario del Despacho de Hacienda quedaba encargado de presentar el presupuesto de gastos y el plan de las contribuciones que debían imponerse para llenarlos (art. 342); que el rey tenía la posibilidad de manifestar a las Cortes si alguna contribución le parecía “gravosa o perjudicial” (art. 343); que las Cortes deberían fijar la cuota de la contribución directa y aprobarían su reparto entre las provincias en función de su riqueza (art. 344); que una “tesorería general para toda la Nación” dispondría y gestionaría el conjunto de las rentas del Estado (art. 345), para lo que contaría con el apoyo de las tesorerías provinciales (art. 346); que no se podría realizar ningún pago sin ser refrendado por el secretario del Despacho de Hacienda (que a su vez debía tener el respaldo del gasto autorizado por las Cortes) (art. 347); que el cargo y la data de la tesorería general deberían ser supervisados por las contadurías de valores y de distribución de la renta pública a fin de garantizar la transparencia en las cuentas públicas (art. 348); que una instrucción particular se ocuparía de organizar adecuadamente

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las oficinas de la Hacienda Pública (art. 349); que una Contaduría Mayor examinaría todas las cuentas de caudales públicos (art. 350); que las cuentas anuales de la tesorería general (ingresos y gastos de todas las contribuciones y rentas) se publicarían una vez aprobadas por las Cortes y se distribuirían entre todas las diputaciones de provincia y los ayuntamientos para su cabal conocimiento (art. 351); que lo mismo se haría con las cuentas que debían rendir los secretarios de despacho en sus respectivos ramos (art. 352); que la gestión de la Hacienda Pública sería efectuada siempre de manera independiente de “cualquier otra autoridad que aquella a la que está encomendado” (art. 353); que sólo habría aduanas en los puertos de mar y en las fronteras (art. 354); y que la deuda pública reconocida sería una de las primeras atenciones de las Cortes, poniéndose especial cuidado en ir reduciéndola (art. 355).

Es útil recordar que en las discusiones sobre el tema fiscal que se dieron en Cádiz se presentaron dos tesis. Por un lado se encontraban los diputados que sostuvieron la necesidad de basar la Hacienda Pública del nuevo Estado liberal en un sistema tributario que partiera de un impuesto directo único; y por otro estaban los que defendían las ventajas que suponían los impuestos indirectos. El primer grupo era consciente de que ante la dificultad de aplicar la contribución única directa por falta de la información necesaria (censos, catastros) y de la administración requerida era altamente probable que no se cosecharan ingresos suficientes para cubrir todos los gastos programados; y el segundo sabía que su modelo, aun teniendo la desventaja de ser regresivo, permitía en el corto plazo coyunturalmente seguir ingresando en las arcas púbicas una cantidad suficiente de fondos para lograr alcanzar el equilibrio presupuestario. No por casualidad, finalmente se aplicó un modelo “mixto” que trató de vincular ambos

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posicionamientos doctrinarios (contribución directa sobre la riqueza inmueble, industrial y comercial, cobrada fundamentalmente en zonas rurales; y pervivencia de los impuestos indirectos sobre el consumo de determinados bienes que se exigirían en los núcleos urbanos a través del derecho de puertas (González Alvarado-Malo Guillén, 2004).

En suma, la constitución gaditana de 1812 asumió de forma explícita los principios de universalidad, igualdad y proporcionalidad (entre todos los territorios y el conjunto de las rentas), a la vez que especificó la importancia que tenía la buena gestión de los ingresos y los egresos públicos para la creación del Estado liberal. Hay que subrayar, además, que los redactores de la Constitución de 1812 tuvieron presente la importancia que tenía la obtención de una buena información estadística de la actividad económica (censos, catastros) para la construcción de un sistema fiscal moderno; y que pusieron el acento en asegurar que la gestión de la Hacienda Pública fuera independiente de cualquier otro poder a fin de garantizar que no hubiera injerencias de otras autoridades.

Tras el regreso de Fernando VII en 1814 y la anulación de la Constitución de Cádiz, la contribución general ideada por Martín de Garay en 1817 trató de ajustar los gastos con los ingresos distribuyendo el nuevo tributo entre “todas las provincias y pueblos contribuyentes del reino”, pero la falta de información y de medios para llevar a cabo el proyecto dio al traste con la medida, además de que el nuevo sistema contributivo provocó múltiples reclamaciones tanto entre las regiones para tratar de reducir el aumento en la presión fiscal, como entre algunos colectivos que hasta entonces habían tributado proporcionalmente menos o que directamente habían permanecido al

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margen de las obligaciones fiscales (Artola, 1986, p. 57; Fontana, 2002; Fontana, Barcelona, 2007).

Una vez que el régimen constitucional fue restablecido en 1820 con el golpe de Riego en Cabezas de San Juan, José Canga Argüelles en su calidad de Ministro de Hacienda volvió a establecer los principios fiscales establecidos en Cádiz concentrando todos sus esfuerzos en imponer la contribución directa, que concibió como un impuesto sobre la renta. No obstante, una vez más la falta de información estadística adecuada y la escasez de los medios administrativos para ponerla en práctica pusieron en evidencia la brecha que existía entre la defensa de los principios teóricos y la dificultad práctica de llevarlos a cabo (Artola, 1986, p. 89).

Con posterioridad al Trienio Liberal (finalizó con la intervención de las fuerzas militares francesas de los Cien mil hijos de San Luis) los intentos de aplicar los principios liberales establecidos en la Constitución de Cádiz de 1812 terminaron. Luis López Ballesteros Varela, ministro de Hacienda de 1823 a 1832 (década ominosa) realizo una política dirigida a conservar el poder y mantener los ingresos de la Corona. Para ello se alejó de todos los ensayos previos de aplicar una contribución directa (recuperó las rentas provinciales en la Corona de Castilla, los equivalentes en la de Aragón, el servicio en Navarra y un donativo de tres millones anuales en las Provincias Vascas; y además restableció antiguos impuestos que ampliaron aún más las desigualdades contributivas regionales) y concentró sus esfuerzos en enjugar el déficit presupuestario con la firma de empréstitos (Artola, 1986, pp. 113-159.

Con la muerte de Fernando VII y la entrada de María Cristina como regente ante la minoría de edad de Isabel II, los planteamientos de reforma fiscal

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defendidos en Cádiz en 1812 quedaron de nuevo en el olvido. El Estatuto Real de 10 de abril de 1834, que incorporó el sistema estamental en la composición de las Cortes, significó un claro retroceso en los valores y principios liberales. En materia fiscal se regresó a los impuestos indirectos y a las rentas provinciales y equivalentes; se estableció que las contribuciones no podrían imponerse más que por un tiempo máximo de dos años (art. 35); y se dispuso que los Secretarios de Despacho y el Ministro de Hacienda debían revisar y dar el visto bueno a los planes de ingreso y gasto antes de ser pasados a las Cortes para ser sometidos a votación (art. 36). El sistema centralista y la falta de controles volvieron a garantizar la perpetuación de los privilegios y las desigualdades tanto territoriales como personales.

En el Proyecto de Constitución de 24 de julio de 1834, elaborado por la sociedad política La Isabelina como alternativa al Estatuto Real de 1834, cuyo redactor fue D. Juan de Olavarría, no introdujo grandes cambios en materia fiscal. Dispuso que los impuestos deberían ser votados anualmente, no pudiéndose en consecuencia exigir el pago de ninguna contribución que no hubiera sido autorizada previamente por los dos Estamentos y a su vez sancionada por el rey (art. 37); y se reforzó el sistema centralista al disponer que los ayuntamientos, diputaciones provinciales y las juntas municipales y de provincia deberían ocuparse solamente de negocios puramente locales y administrativos (art. 54), no pudiendo las autoridades subalternas eludir el cumplimiento de las órdenes superiores (sólo se les respetó el derecho de reclamación) (art. 55). Los principios liberales quedaron mermados al establecerse una monarquía con un legislativo conformado por un Estamento de Próceres y otro de Procuradores. Los privilegios se perpetuaron con rango constitucional.

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El Proyecto de Constitución de la Monarquía española de 20 de junio de 1836 (firmado por Javier de Istúriz, Manuel Barrio Ayuso, Santiago Méndez de Vigo, Antonio Alcalá Galiano, Félix D’Ollaberriague y Blanco y el duque de Rivas) repitió en materia fiscal los principios insertos en el Proyecto de Constitución de 1834 y en el Estatuto de 1834. La única diferencia que incorporó fue el añadir que la dotación de la familia real debería ser fijada al “principio de cada reinado” (art. 53, 54, 55). Quedaba claro que constitucionalmente la mayor preocupación de los redactores de la Carta Magna era asegurar las rentas de la Monarquía, algo que estaba en consonancia con el principio mismo del Estado del que se partía.

La Constitución de 18 de junio de 1837 (firmada por María Cristina en su calidad de reina regente) estableció una Monarquía con un legislativo bicameral (no estamental) en el que los senadores eran nombrado por el rey y los diputados eran elegidos por voto directo por los ciudadanos. En materia de Hacienda Pública fue una continuación de los textos de 1834 y 1836. Se especificó que las leyes sobre contribuciones y crédito público se deberían presentar primero al Congreso de los Diputados, pasar al Senado y ser finalmente sancionadas por el rey (art. 37), no pudiendo, en consecuencia, imponerse ninguna contribución ni autorizarse ningún préstamo que no fuera aprobada por este mecanismo (arts. 73, 74); que todos los años las Cortes debían discutir los presupuestos de ingresos y gastos para el año entrante, así como examinar y aprobar las cuentas públicas del pasado (art. 72). En esta ocasión se especificó en un articulado adicional que las provincias de ultramar serían gobernadas por leyes especiales (art. 2).

La Constitución de la Monarquía española de 23 de mayo de 1845 (firmada por Isabel II) repitió

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(arts. 36, 75, 76, 77 y 78) los principios de los textos constitucionales de 1834, 1836 y 1837. Habría que esperar a la reforma a la Hacienda Pública impulsada por Alejandro Mon y Ramón de Santillán de 1845 para ver cambios sustanciales en la concepción de la misma y al Proyecto de Constitución Federal de 17 de julio de 1873 para observar una transformación sustancial en el diseño de la arquitectura territorial de la misma. Como puede comprobarse, la Constitución de 1812 introdujo en materia fiscal unos principios liberales que tardarían décadas en aplicarse (Comín, 1987; Comín, 1996; Artola, 1986).

La historia de la incorporación de los principios liberales en el sistema fiscal italiano durante la primera mitad del siglo XIX es especial por las características del proceso de construcción del Estado. El Estatuto Albertino de 1848 puede considerarse como la única constitución que se aplicó a todo el país previamente a la unificación política que tuvo lugar en 1861. Con anterioridad se dieron una serie de Cartas y Estatutos que reflejaron los intentos liberales (en sus diferentes variantes regionales) por luchar contra el absolutismo y que conforman el Archivio Storico delle Costituzioni Italiane (constituciones pre-unitarias que tuvieron una breve vigencia temporal e incluso en ocasiones una nula aplicación). El Estatuto Albertino del Regno di Sardegna e del Regno d’Italia de 4 marzo de 1848 estableció una Monarquía parlamentaria (bicameral) por el que, tras asegurar las rentas de la Corona (art. 19), se estableció que todos los habitantes del reino eran iguales ante la ley (art. 24) y que, por tanto, todos debían contribuir a los gastos del Estados proporcionalmente a sus averi (art. 25). Subrayó que ningún tributo podría ser impuesto sin el consentimiento de la Cámara de Diptados y la sanción del rey (art. 30); y que el pago de la deuda quedaba garantizado (art. 31). El principio de la proporcionalidad se mantuvo, pero no

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se fijo el de la igualdad por el que debían contribuir los distintos territorios a los gastos del Estado. Tampoco se especificó en ningún artículo de qué modo se debía proceder para la gestión y administración de la Hacienda Pública. Era evidente que dada la situación de Italia en aquel momento se optó por redactar una Carta Magna de mínimos para tratar de que fuera aceptada por todas las regiones.

En el caso de Portugal se aprecia que la primera constitución de 1822 (aprobada el 23 de septiembre de 1822 y jurada por el rey VI João el 1 de octubre del mismo año) tuvo una clara influencia de la gaditana de 1812 y de la francesa de 1791 como ha sido subrayado en múltiples ocasiones (Sánchez-Arcilla, 2002). A diferencia de la española, la portuguesa limitó las prerrogativas del rey una vez que la experiencia había demostrado la peligrosidad de dotar al Monarca de amplios poderes. La Constitución portuguesa de 1822 estuvo vigente en dos períodos breves (1822-1823 y 1836-1838), pero tuvo una fuerte trascendencia en la historia constitucional tanto de Portugal como de Brasil. Al igual que la Constitución de Cádiz, especificó que la nación portuguesa era la unión de todos los portugueses de ambos hemisferios y que el territorio estaba compuesto por los reinos y establecimientos existentes en Portugal, América, África y Asia (art. 20); que todos los portugueses eran iguales ante la ley (art. 9); y que todos los ciudadanos estaban obligados a contribuir a los gastos del Estado (arts. 19 y 225). De forma particular estableció que “haverá no reino do Brasil uma delegação do poder executivo, encarregada duma Regência, que residirá no lugar mais conveniente que a lei designar. Dela poderão ficar independentes algumas províncias, e sujeitas imediatamente ao Governo de Portugal” (art. 128); y que “a Regência do Brasil se comporá de cinco membros, um dos quais será o Presidente, e de três Secretários; nomeados uns e outros pelo

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Rei, ouvido o Conselho de Estado. Os Príncipes e Infantes não poderão ser membros da Regência” (art. 129). Las Cortes quedaron responsabilizadas de fijar los ingresos y los gastos púbicos, distribuir las contribuciones directas entre los distintos distritos, fiscalizar las cuentas públicas y autorizar al gobierno la firma de empréstitos (art. 103). Para agilizar la gestión y administración de la Hacienda Pública se creó la figura del Secretario de Hacienda (art. 157). De forma especial (Cap. III, Da Fazenda Nacional) se estipuló que debería haber un equilibrio entre ingresos y gastos (art. 226); que el Ministro de Hacienda debía presentar anualmente a las Cortes un presupuesto general de ingresos y gastos del año venidero y de las cuentas del año antecedente (art. 227); y que las Cortes repartirían las cargas directas entre los distritos de las juntas de administración en proporción a sus respectivos rendimientos (art. 228). Para garantizar el buen funcionamiento de la gestión y administración de las cuentas públicas se estipuló que en cada distrito hubiera un Contador de hacienda nombrado por el rey a propuesta del Consejo de Estado (art. 229), al que las Cámaras deberían remitir anualmente el listado de los impuestos directos que debía vigilar y controlar (art. 230); se dispuso que un Tesorero Mayor llevaría el detalle de las cuentas (art. 231); se ordenó que anualmente se llevara la cuenta de ingresos y gastos (art. 232), la cual debería ser aprobada por las Cortes y publicada anualmente (art. 233); se estableció que el gobierno fiscalizara que el cobro de los impuestos se hiciera de forma correcta como indicaban las leyes (art. 234); y se estipuló que se creara la administración pública competente necesaria para llevar correctamente todo lo relacionado con la Hacienda Pública (art. 235). Asimismo, reconoció la deuda pública existente (art. 236). Finalmente, en el título VI se especificó cómo debían funcionar la Administración General, las Juntas de Administración (art. 212-217) y los

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municipios (arts. 223) quedando delimitado cuáles eran las competencias de cada cuerpo en el cobro y gestión de cada una de las partidas del Tesoro Público a fin de evitar solapamientos o posibles huecos.

En suma, la Constitución de 1822 hizo suyos los principios liberales de universalidad, igualdad y de proporcionalidad, dispuso que la base de las rentas del Estado fueran los impuestos directos y describió con detalle los instrumentos de gestión que se debían crear para garantizar el correcto funcionamiento de la Hacienda Pública en manos de administradores públicos competentes seleccionados por el principio de mérito y capacidad.

En la carta Constitucional de 1826 (vigente en tres periodos: 1826-1828, 1834-1838 y 1842-1910) --con notables influencias de la Constitución imperial de Brasil y de la Carta Otorgada por Luis XVIII en Francia en 1814--, estableció una “monarquía hereditaria representativa” (art. 4), con un poder legislativo compuesto por una Cámara de Diputados y otra de Pares. Al rey –como Jefe Supremo de la Nación-- se le otorgó el poder moderador de los poderes públicos. En materia fiscal, se preservaron algunos de los principios liberales de la Constitución de 1822 relacionados con la arquitectura y gestión del Tesoro (art. 136-138), pero en general la Constitución de 1826 representó un retroceso al remarcar el protagonismo del rey (la Carta fue presentada como una concesión regia en vez de como la representación de la soberanía popular), subrayar la centralización del Estado y limitar algunos de los derechos y libertades alcanzados. Reconoció la independencia de los territorios ultramarinos en el continente americano (Brasil) y siguió declarando como portugueses los dominios en África y Asia. Se estableció en un único artículo (art. 132) que todo lo relacionado con la administración pública de las

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provincias siguiera quedando como estaba hasta la fecha (a excepción de los cambios efectuados por ley).

La Constitución de 20 de marzo de 1838 de nuevo rescató los valores liberales de la Carta de 1822. Sin duda, los movimientos revolucionarios de Francia de julio de 1830 debieron influir en el recorte de poderes de la monarquía. Con respecto a la Hacienda Pública se dispuso que la Cámara de Diputados debía fijar anualmente los impuestos (arts. 37 y 132), no pudiéndose hacer cambios entre las partidas de los gastos programadas (art. 133); que la oficina del Tesoro Público debía llevar la administración y el control de las cuentas públicas (art. 134) teniendo para ello la ayuda del Tribunal de Cuentas (cuyos miembros serían elegidos por la Cámara de Diputados) (art. 135); y que el Ministro de Hacienda debía presentar anualmente a la Cámara para su examen la cuentas nacionales del año ejercido y la propuesta de ingresos y gastos para el año venidero (art. 136). Todos los portugueses debían contribuir en proporción a sus haveres para sufragar los gastos del Estado (art. 24). A diferencia de la Constitución de 1822, las provincias ultramarinas pasaron a ser gobernadas por leyes especiales, subrayándose en consecuencia su condición especial (art. 137). Remarcaba, por tanto, los principios de igualdad y de proporcionalidad en materia fiscal, una vez que aclaró que no todos los territorios de la Nación Portuguesa tenían las mismas características.

La Constitución de 25 de marzo de 1824 de Brasil (reinado de Pedro I), de corte liberal pero con un fuerte sesgo centralista, reprodujo algunos de los principios del texto constitucional portugués de 1822 y adoptó algunas de las ideas de Benjamín Constant (poder moderador). A diferencia de la mayoría del resto de los países de América Latina fue uno de los

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pocos casos que adoptó el sistema de gobierno de una monarquía hereditaria constitucional representativa (art. 3). El modo en que alcanzó Brasil la independencia tuvo sin duda mucho que ver en esta decisión (Mota-López, 2009, p. 273). En los asuntos relacionados con los temas fiscales la Constitución brasileña de 1824 estableció que todos los ciudadanos estaban obligados a contribuir a los gastos del Estado en proporción a sus “haveres”, quedando abolidos todos los privilegios (art. 179); y que el poder Legislativo debía fijar anualmente los impuestos (a excepción de lo juros, la amortización de la deuda pública) y repartir las contribuciones directas, además de autorizar la firma de empréstitos y asegurar el pago de la deuda (arts. 15 y 171). Al emperador y a su familia se les concedió con rango constitucional una dotación económica especial (arts. 105-115), volviéndose a vincular como en el pasado los gastos del rey (privados) con del reino (públicos). Un Tribunal denominado Tesoro Nacional quedó encargado de organizar y dirigir la Hacienda Pública, teniendo para ello la ayuda de una administración pública central que debía articularse con las tesorerías y autoridades de las provincias (art. 170), las cuales quedaron pendiente de la elaboración de una ley que fijara sus características, atribuciones y competencias (art. 166). Al igual que en el resto de la mayoría de los constituciones del mundo atlántico de comienzos del siglo XIX, se estableció que el Ministro de Hacienda debía presentar anualmente a la Cámara de los Diputados la cuentas generales de los de ingresos y gastos del año fiscal ejercido y una propuesta general de ingresos y gastos para el venidero (art. 172). Finalmente, se dispuso que la educación (instrucción primaria gratuita de todos los ciudadanos) y la sanidad-beneficencia (“socorros públicos”) debían ser subsidiados con fondos públicos (art. 179). En suma, si bien se partió de los principios de igualdad y proporcionalidad, dejó algunas lagunas en los temas de la administración pública,

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los controles de las cuentas públicas y la recolección de la información necesaria para la construcción de censos y catastros sobre los que montar los impuestos directos.

El ejemplo de la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 es importante por su forma y contenido. Fue el texto que tuvieron siempre presente la mayoría de los constituyentes de las repúblicas latinoamericanas a comienzos del siglo XIX. Fue aprobada el 17 de septiembre de 1787 por la Convención Constitucional de Filadelfia (Pensilvania) y luego ratificada entre el 7 de diciembre de 1787 y el 21 de noviembre de 1789) por las convenciones de los respectivos estados de Delaware, Pensilvania, Nueva Jersey, Georgia, Connecticut, Massachusetts, Maryland, Carolina del Sur, Nueva Hampshire, Virginia, Nueva York y Carolina del Norte (ordenados por la fecha de su ratificación). La Constitución de 1787 comenzó a aplicarse con la legislatura que se inició el 4 de marzo de 1789 bajo la presidencia de George Washington (1789-1797). Muchas de las ideas que dieron vida a la Constitución de 1787 partieron de la tradición republicana de los propios congresistas, pero no hay que olvidar tampoco que algunas de las ideas centrales habían sido previamente manejadas por Montesquieu o Locke vinculándose en consecuencia tanto la tradición jurídica anglosajona como la continental europea. La Constitución se compuso de 7 artículos y 10 enmiendas (Carta de los Derechos de los Estado Unidos), reflejando con ello parte de la tradición jurídica inglesa basada en textos básicos como la Carta Magna de 1215, la Declaración de los Derechos Fundamentales de 1689, y el Acta de la Reforma de 1832, a los que se fueron sumando adendas procedentes del derecho consuetudinario. El modelo político que aplicó fue diferente al que se ensayaría en las primeras décadas en Europa, ya que se adoptó el sistema republicano

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federal presidencialista y bicameral (Senado y Cámara de Representantes) desde un comienzo. Los sistemas monárquicos, unicamerales y centralistas fueron rechazados.

En cuanto a la arquitectura fiscal de la Federación la Constitución de 1787 se basó de forma clara en los principios de igualdad y proporcionalidad. Según el art. 1, 2ª Sección, cláusula 3ª los impuestos directos debían ser prorrateados entre los distintos estados de la Unión de acuerdo con su población respectiva, la cual se determinaría sumando al número total de personas libres (inclusive las obligadas a prestar servicios durante cierto término de años y excluyendo a los indios no sujetos al pago de contribuciones) y las tres quintas partes de todas las personas restantes. A renglón seguido se estableció que el recuento de la población debería hacerse dentro de los tres años siguientes a la primera sesión del Congreso de los Estados Unidos (y posteriormente cada 10 años en la forma que se dispusiera por medio de una ley). La Decimocuarta Enmienda (de 9 de julio de 1868) eliminó la cláusula de los tres quintos, una vez que fue abolida la esclavitud tras la Guerra de Secesión; y la decimosexta (3 de febrero de 1913) facultó al Congreso para establecer y recaudar impuestos fuere cual fuere su origen sin tener que prorratearlos entre los distintos estados y sin atender a ningún censo o recuento de la población (a fin de legitimar el cobro de los impuestos sobre la renta de las personas físicas).

Por el artículo 1, sección 8ª, cláusula 1ª se facultó al Congreso para establecer y recaudar contribuciones, impuestos, derechos y consumos; contraer empréstitos a cargo de créditos de los Estados Unidos; acuñar monedas y determinar su valor; así como para pagar las deudas y proveer a la defensa común y bienestar general de los Estados Unidos, pero se subrayó que “todos los derechos,

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impuestos y consumos serán uniformes en todos los Estados Unidos”. Para hacer efectivos estos compromisos se facultó al Congreso para expedir todas las leyes que fueran necesarias y convenientes para llevar a efecto los poderes otorgados haciendo especial referencia a la necesidad de crear un cuerpo especializado de funcionarios. Por la cláusula 9ª se subrayó que el Congreso no podría imponer ningún impuesto directo ni de capitación, a menos que lo hiciera de forma proporcional al censo o recuento indicado en el art. 1º, sección 2ª, cláusula 3ª; que ningún impuesto o derecho se podría establecer sobre los artículos exportados desde cualquier Estado; y que ningún puerto de ningún Estado tendría preferencia sobre los de ningún otro. En la sección 10ª se subrayó que sin el consentimiento del Congreso ningún Estado podría imponer derechos de tonelaje o sobre los artículos importados o exportados; y que el producto neto de todos los derechos e impuestos recaudados en los Estados sobre las importaciones y exportaciones serían gestionados por el Tesoro de los Estados Unidos. Finalmente, por el artículo 6º se dispuso que todas las deudas contraídas y los compromisos adquiridos previamente a la aprobación de la Constitución serían reconocidos como válidas.

En suma, desde los primeros momentos de la vida independiente de los Estados Unidos de América se aplicaron los principios de universalidad, igualdad y proporcionalidad en materia fiscal, teniéndose que advertir que hasta la Guerra Civil (1861-1865) no hubo un impuesto directo federal. En consecuencia, la Federación tuvo que recaudar sus ingresos sobre los impuestos de internación (excises) y las tarifas aduaneras, quedando en consecuencia en manos de los estados de la Unión y de los condados la posibilidad de aplicar gravámenes personales (poll tax) y tasas sobre la propiedad (Silla, 2000). Esta característica de la arquitectura fiscal de la federación tendría una

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amplia repercusión en las cartas constitucionales de América Latina durante todo el siglo XIX.

Estado, ciudadanía y fiscalidad en el espacio atlántico

De todos los casos analizados se pueden extraer algunas enseñanzas y propuestas de investigación para futuros trabajos académicos.

1.- Los principios teórico-políticos de los que

se partieron para redactar las constituciones fueron bastante semejantes a uno y otro lado del Atlántico a comienzos del siglo XIX, pudiéndose detectar además que, por regla general, durante las dos primeras décadas se defendieron y aplicaron las tesis liberales relacionadas con los temas de la estructura y gestión de la Hacienda Pública con más rigor que a partir de 1830. En el continente americano los diferentes grupos políticos llegaron a un acuerdo de mínimos relativamente rápido durante los primeros años de la vida independiente cuando se sentaron a redactar las constituciones. Dado que tuvieron que dotar de una arquitectura política al nuevo Estado que nacía no fue complicado coincidir en que las formas republicanas no sólo facilitaban la aplicación de los principios de libertad e igualdad, sino que también ayudaban a establecer distancias con respecto al sistema monárquico constitucional parlamentario apoyado por la mayoría de los liberales en Europa (en muchos casos interpretado como el mal menor que al menos permitía afianzar los principios básicos de igualdad y libertad). No obstante, finalizada la década de 1820, se detecta que la defensa casi cerrada de las libertades políticas que se había hecho durante los primeros momentos fue encontrándose en América Latina con escollos al comprobarse que el establecimiento de normas generales para dirigir la economía se traducía

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de forma casi inmediata en el resquebrajamiento de antiguos privilegios y en la ruptura de la legitimidad de los monopolios y las barreras aduanales proteccionistas que aún perduraban. En consecuencia, no fue extraño comprobar que muchos de los grupos poderosos de comerciantes, hacendados y hombres de negocio que durante los primeros años del siglo XIX habían abrazado las tesis liberales para apoyar la independencia comenzaran a partir de la década de 1830 a defender tesis fisiocráticas o mercantilistas con la finalidad de preservar sus intereses (muchos de ellos estaban ligados con la producción agrícola tradicional y con las fórmulas monopólicas comerciales). Liberales en lo político, algunos de ellos bascularon hacia posiciones tradicionales en lo económico para defender sus negocios y patrimonios. No podía ser de otra forma ya que la estructura productiva no cambió drásticamente con los movimientos de independencia. Es evidente, que los estudios comparados tendrán todavía mucho qué indagar al respecto, poniendo de relieve las posibles diferencias regionales.

2.- Con la aparición del Estado liberal a comienzos del siglo XIX se modificó la relación del individuo con el poder en el espacio atlántico, pero hay que subrayar que ese proceso no fue homogéneo, ni tuvo la misma intensidad ni direccionalidad en todas las regiones. Uno de los cambios importantes que supuso el paso de las relaciones de poder de las sociedades de Antiguo Régimen a las liberales fue que todos los ciudadanos comenzaron a tener participación directa en la financiación de los gastos del Estado a través del pago de obligaciones fiscales. Como lo manifestaron la mayoría de las constituciones de la región atlántica durante el siglo XIX los impuestos pasaron a cobrarse a todos los ciudadanos de forma general sin que ello pudiera interpretarse como en el pasado como una contraprestación directa a un

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servicio u obra específica entregada por el Estado. Las tasas y las contribuciones quedaron referidas a una prestación concreta cuantificable e individualizada del Estado, de modo que sólo las personas que se beneficiaban de ellas estaban obligadas a su pago (Borja, 2003).

En las sociedades de Antiguo Régimen --marcadas por la presencia de las desigualdades, los favores, las exclusiones y las relaciones de lealtad personal-- no se aplicaban los principios liberales de uniformidad, igualdad ni proporcionalidad en el pago de las obligaciones fiscales; no había una homogeneidad ni territorial ni por sectores sociales en las contribuciones; los grupos privilegiados estaban exentos del pago de ciertos impuestos (nobleza, Iglesia); amplios colectivos estaba sujetos a obligaciones especiales (tasa del tributo a las comunidades indígenas en el continente americano); y otros grupos estaban obligados a contribuir con dinero o armas para el sostenimiento del orden y la defensa del territorio (impuesto de lanzas). La estructura fiscal de las sociedades de Antiguo Régimen se caracterizó por no contar con una estructura de ingreso y gasto general que se discutiera anualmente en unos presupuestos, sino que los impuestos variaban regionalmente y se dividían a su vez en ordinarios (masa común, ajenos, especiales), extraordinarios (suplementos) y contribuciones forzosas (prestamos patrióticos al final del período colonial y durante las guerras de independencia). Además, no se establecía una separación clara entre los recursos-gastos del monarca (privados) y los de la monarquía (públicos). Otra de las características de este sistema fue que, a excepción de los impuestos de la “masa común”, el resto de las contribuciones tenían aparejado un gasto o destino específico, no entrando en consecuencia a formar parte de los ingresos totales. Cada ingreso estaba comprometido

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en un gasto específico, por lo que para financiar una actividad concreta (defensa de la ciudad, un puerto o la carrera de Indias; la construcción de una obra pública) se podía ampliar coyunturalmente por un tiempo prefijado un gravamen sobre uno de los ramos de la Real Hacienda. En particular, el pago de las alcabalas, almojarifazgos, averías y diezmos variaron en su tasa continuamente en función de la situación coyuntural. Un ataque extranjero o el bloqueo marítimo de un puerto se reflejaba casi de forma inmediata en un amento de la alcabala y la avería respectivamente. A todo ello hay que añadir que los escasos impuestos directos que se aplicaron nunca fueron progresivos, debido a que el principio fiscal sobre el que estaban concebidos no se basaba en que quien más ingresos, propiedades y rentas tuviera pagara más al fisco a fin de tratar de igualar las rentas de los ciudadanos. La Hacienda era empleada por el rey para obtener fondos en primer lugar, pero al mismo tiempo podía ser utilizada como mecanismos para fijar relaciones de poder. El Monarca tenía la capacidad de conceder el privilegio a un colectivo, gremio o persona que pagara menos a las arcas reales como contraprestación de los servicios prestados a la Corona; y los súbditos podían hacer donaciones y contribuciones al Tesoro para adquirir a cambio “favores reales”. Como la “lealtad” y los “favores del rey” podían ser comprados y vendidos, se afianzaron los privilegios y las desigualdades (Tutino, 2003).

En el marco del Estado liberal, todos los ciudadanos fueron declarados iguales ante le ley adquiriendo semejantes responsabilidades fiscales, eliminándose por tanto los antiguos privilegios y desigualdades que disfrutaban la nobleza y los estamentos; los ingresos dejaron de tener, como en el pasado, un gasto específico comprometido; y casi todas las constituciones coincidieron en señalar que la propuesta general de los presupuestos generales del

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Estado (ingresos y gastos) tuviera primero que ser presentada anualmente por el Ministro de Hacienda ante el legislativo para ser debatida y aprobada en sesión pública y que posteriormente fuera publicada a fin de garantizar la transparencia en la gestión de los asuntos públicos. Al mismo tiempo se dispuso que el legislativo examinara (y aprobara en su caso) el balance de ingresos y gastos del año fiscal ejercido (excepcionalmente en el caso de la Constitución de Portugal de 1822, art. 226, se hizo mención de la necesidad de alcanzar un equilibrio entre la cuenta de ingresos y gastos). La Hacienda Pública adquirió no sólo la misión de cubrir los gastos generales del Estado, sino que además se estableció por constitución que debía promover el desarrollo económico (construcción de infraestructuras y diseño de planes de progreso), financiar adelantos en la productividad y la cultura de la ciudadanía (educación) y mejorar la salud pública. Conforme fue avanzando el tiempo se fue incorporando la labor de contribuir a equilibrar la distribución del ingreso de la población imponiendo tipos impositivos proporcionales y progresivos, a la vez que ofreciendo servicios públicos por debajo de su coste real a los sectores sociales más desfavorecidos. El pago de impuesto comenzó a ser una obligación constitucional de los ciudadanos con el Estado, en vez de una contraprestación de los súbditos con el rey.

Otra de las diferencias entre el funcionamiento de la Hacienda de los sistemas de Antiguo Régimen de la fiscalidad liberal del Estado Moderno fue que además se comenzaron a hacer diferencias claras entre los impuestos directos y los indirectos, así como a introducir (tímidamente durante la primera mitad del siglo XIX) el sentido progresivo o regresivo de los mismos. Con ello no debe entenderse que los impuestos directos no existieran hasta el siglo XIX o que fueran algo exclusivo e inherente al liberalismo.

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Sirva de ejemplo que Inglaterra aplicó contribuciones directas desde el siglo XVII; y que en EEUU no hubo impuestos directos federales (sí en los estados) hasta después de la Guerra Civil (Halperin Dongui, 1978; Halperín Dongui, 1972; Jáuregui, 2006, p. 18-20).

3.- Las distintas dinámicas regionales del espacio atlántico fueron dando como resultado la aparición de escenarios específicos en los que los ciudadanos de-sarrollaron diferentes estrategias de negociación con el Estado. Estas prácticas lejos de reducirse se fueron ensanchando con el paso del tiempo. En América La-tina, tras la consumación de las guerras de indepen-dencia y la aprobación de los textos constituyentes, todos los ciudadanos pasaron a ser iguales ante la ley, adquiriendo iguales obligaciones y derechos. No obs-tante, algunas recientes investigaciones han comen-zado a mostrar que la realidad fue algo más comple-ja, además de plural (Chust-Frasquet, 2009). Por una parte se está comprobando que en algunas ocasiones ciertos grupos de poder emplearon las guerras de in-dependencia, además de para lograr la independencia política de la Madre Patria (cuestión básica incues-tionable), para posibilitar la pervivencia de algunas estructuras heredadas del pasado. Por otro lado, se está constatando que en ciertas ocasiones la aplica-ción de los principios liberales fueron utilizados por algunos grupos sociales para mantener privilegios del pasado. En concreto, María Luisa Soux para el caso de Bolivia ha puesto de manifiesto que el “re-conocimiento discursivo de la igualdad civil como fundamento de la Constitución gaditana implicó en el caso indígena una opción de negociar el pacto co-lonial, modificando al mismo tiempo aspectos que no les convenían a los indios del común, como la depen-dencia de los caciques. También pudieron negociar el pago de un monto menor con el compromiso de no cancelar otras contribuciones” (Soux, 2008), p. 45). Las futuras investigaciones tendrán que calibrar si se

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trata de casos excepcionales o fueron prácticas gene-ralizadas. En todo caso hay que recordar que como a comienzos del siglo XIX la diversidad cultural era un hecho incuestionable en América Latina, los pen-sadores de la época prefirieron manejar el concepto de Nación política en vez de Nación cultural (Chia-ramonte-Marichal-Granados, 2008). La propiedad colectiva fue presentada como un enemigo del indivi-duo, base del principio liberal; los derechos sociales y culturales se entendieron como una extensión de los derechos individuales (las desigualdades sociales y económicas no ponían en entredicho el principio libe-ral de la igualdad ante la ley); y se generalizó la tesis que interpretaba que el “progreso” promovería una aculturación generalizada pacífica casi automática con la consiguiente extensión de los valores occiden-tales. En la actualidad, algunos historiadores siguen defendiendo estos planteamientos decimonónicos (Krauze, 2005), mientras que otros han comenzado a abrir nuevas vías de análisis más acordes con la plu-ralidad de situaciones (Díaz-Polanco, 2006, p. 52).

En los casos europeos analizados (Francia, España, Italia, Portugal) la incorporación de las nuevas reglas de comportamiento político derivadas de la aprobación de las constituciones implicó un cambio en las relaciones de poder de los ciudadanos con el Estado que se fue modificando en el espacio y en el tiempo según las circunstancias. Para muchos de los teóricos de la época (un buen ejemplo fue el liberal gaditano Agustín de Argüelles) por pueblo (en singular) se entendía al conjunto de la población, dejando el término de Nación para referirse al Parlamento en tanto que representante del conjunto de la población. Cuando se utilizaba el término de pueblos (en plural) se solía hacer referencia a la multiplicidad de vecinos organizados en corporaciones (municipios, comunidades, gremios). En consecuencia, no es de extrañar que para algunos

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pensadores y actores políticos el Parlamento no representara la voluntad popular entendida como síntesis de las voluntades personales, sino el interés de la Nación (“la voluntad de la nación es la de la Asamblea nacional”). Por ello, no les representó una contradicción teórica cuando (tras aceptar la soberanía popular legitimadora del nuevo sistema político) optaron por la defensa del sistema electoral indirecto de segundo o tercer grado que permitía que el poder quedara concentrado entre los antiguos notables (sufragio censitario o “capacitario”); consideraron nocivo (en palabras de Condorcet, Danton, Robespierre, Madison, Washington) el papel de los partidos políticos; y apoyaron el sistema monárquico centralista (que posibilitaba no tener que acudir a las fórmulas federales en espacios caracterizados por una pluralidad de situaciones políticas específicas). Es de sobra conocido que durante el primer liberalismo muchos teóricos se ocuparon de idear formas legítimas que permitieran volver a concentrar y controlar el poder en el nuevo marco constitucional de libertades y de igualdad, en vez de abrir una lucha ideológica entre diferentes sectores sociales de cómo organizar la sociedad como acabaría ocurriendo pasado el tiempo (Blanco, 2007; Fernández Sebastián-Fuentes, 2002).

Por último, hay que mencionar que en los Estados Unidos, que partió de la existencia de una sociedad con menos conflictos de intereses políticos internos que la europea, optó desde el comienzo de la vida independiente por la fórmula republicana federal presidencialista, en vez de la monárquica constitucional centralista utilizada en la Europa atlántica, para garantizar la centralidad del ejecutivo. La fórmula republicana federal estadounidense fue la más adoptada en las recién creadas repúblicas latinoamericanas a comienzos del siglo XIX (salvo en algunos experimentos fallidos de monarquías

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imperiales en Brasil en 1824 o en México en 1822; o regímenes centralistas como el chileno de 1822 o el mexicano de 1836) por facilitar la integración territorial de las diferentes regiones que habían quedado aglutinadas en los proyectos nacionales. El talón de Aquiles lo constituyó, como veremos a continuación, la financiación del nuevo Estado.

4.- La arquitectura de los ingresos de las Haciendas Públicas del espacio atlántico mostraron diferencias regionales. En Europa, desde los comienzos de la vida constitucional se planteó la necesidad de que se aplicara el sistema de una contribución única recaudada sobre las rentas del trabajo y del capital de las personas físicas. La falta de información estadística detallada de la actividad económica (censos, catastros), la ausencia de una administración pública debidamente preparada y la participación política de los grupos conservadores interesados en mantener sus prebendas sin duda ayudaron a retrasar la aplicación de los impuestos directos (durante los períodos de los gobiernos más progresistas se avanzó más en la aplicación de este sistema). No obstante, se observa en el largo plazo que las rentas públicas derivadas de los impuestos sobre el trabajo y el capital (generalmente progresivos) tendieron a crecer de forma paulatina a lo largo del tiempo en comparación con los ingresos generados por los impuestos indirectos sobre las actividades mercantiles (generalmente regresivos). En Estados Unidos el salto de los ingresos derivados de los impuestos directos se dio una vez que se abolió la esclavitud tras finalizar la Guerra Civil (1861-1865). Es necesario señalar que tanto en los casos europeos analizados como en el de Estados Unidos el aumento de los impuestos directos pudo hacerse debido, además, a que la productividad de los sectores fue creciendo, la distribución del ingreso mejorando, la pobreza disminuyendo, el funcionamiento institucional

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mejorando y los sindicatos y los partidos políticos actuando.

Comparativamente, en América Latina los ingresos de las Haciendas Públicas derivados de los impuestos indirectos y especialmente los que gravaban el comercio externo siguieron ocupando durante todo el siglo XIX una parte importante de las arcas del Estado, no apreciándose en consecuencia una tendencia a disminuir en la proporción que lo hicieron los países europeos analizados (Jáuregui, 2006). Hay que advertir que dicha tendencia se dio con más claridad en los países con densidades de población indígena menores. En las regiones como Bolivia, Centroamérica, México y Perú en las que las comunidades étnicas originarias mantuvieron una elevada densidad de población durante el siglo XIX, los tributos (pasaron a denominarse con otros calificativos) siguieron representando la parte más importante de los ingresos del Estado; mientras que en las regiones donde estas comunidades fueron minoritarias como en Argentina, Chile, Colombia y Venezuela los ingresos tendieron a recaer con más intensidad en las rentas derivadas de las exportaciones, en la firma de empréstitos y en la emisión de moneda. Los resultados de estas dinámicas se hicieron patentes en el corto, medio y largo plazo. La pervivencia de las capitaciones, basadas en el mantenimiento de las relaciones de poder coloniales, no ayudaron a equilibrar las rentas, sino que consolidaron las diferencias, las exclusiones y los privilegios propios de las sociedades de Antiguo Régimen. A su vez, los ingresos derivados de las aduanas (fáciles de controlar y administrar, además de representar una gestión con costos reducidos) permitieron a los gobiernos tener ingresos suficientes sin variar las relaciones de poder, con lo que consecuentemente también se mantuvieron en parte los privilegios y las diferencias de antaño. La Hacienda se acabó convirtiendo en

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bastantes ocasiones más en un mecanismo político para la gestión del poder, que en un instrumento para la consolidación y perfeccionamiento del Estado. Todo ello se tradujo en el retraso de la conformación de los mercados nacionales integrados (marcados por economías regionales con productividades bajas y eslabonamientos internos hacia adelante y hacia atrás reducidos), generándose consecuentemente procesos circulares. Como no crecían lo suficiente las economías internas, los Estados se tuvieron que apoyar en los mercados externos para captar los ingresos que necesitaba (Artola, 2005; Bordo-Cortés Conde, 2001; Klein, 1998; Jáuregui, 2006; Marichal-Marino, 2001; Serrano, 2007; Marichal, 2003; Carmagnani, 1994).

5.- Los constituciones del área atlántica de las primeras décadas del siglo XIX revelan que todos los países de la región compartieron los principios básicos de la construcción de sus arquitecturas fiscales (uniformidad, igualdad, proporcionalidad) y que se subrayaron con bastante precisión las bases de la soberanía, el Estado, la Nación, las formas de organización del poder, el territorio, el sistema electoral, la división de poderes, el sistema judicial, la defensa del territorio, la religión y las relaciones exteriores. No obstante, se detecta que comparativamente en América Latina no se puso en bastantes ocasiones el cuidado que hubiera sido necesario en poner las bases en la construcción de una administración pública eficaz e independiente de mérito y capacidad que gestionara de forma transparente los asuntos públicos y que fuera capaz de recopilar y procesar la información necesaria (censos, castros) para poder llevar a cabo los compromisos constitucionales adquiridos por el Estado. Tampoco se definieron con la precisión que hubiera sido necesario los mecanismos de control del poder, quedando en consecuencia en algunas ocasiones amplios huecos

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jurídicos que potencialmente pudieron ser utilizados para tomar decisiones arbitrarias que sin el debido control quedaron como actos impunes. En las constituciones de Perú (1823), Chile (1822), Francia (1791 y 1793), España (1812) y Portugal (1822) se definió cómo debía funcionar la administración pública a fin de facilitar la gestión de lo público, pero sólo las de Francia (1793) y España (1812) subrayaron la importancia de recolectar la información adecuada para poder implementar sistemas fiscales basados en impuestos directos (Pérez Herrero, 1991; Artola, 2008).

No resulta por tanto extraño comprobar que en las constituciones de América Latina se concediera por lo general a los presidentes un amplio margen de acción para nombrar (o destituir) cargos públicos con labores de gobierno y de gestión en los asuntos públicos (sin establecer claramente cuáles eran los controles a los que se debían someter estos nombramientos, ni especificar cuáles eran los mecanismos de rendición de cuentas que se debían cumplir para evitar los potenciales abusos que se pudieran cometer), en vez de potenciar la formación de una administración independiente que redujera las relaciones clientelares derivadas de los nombramientos personales, y afianzar la división de poderes para disminuir los potenciales abusos. Parecidas competencias concedieron las constituciones más conservadoras europeas (Cartas Otorgadas de Francia, 1814; España, 1833; y Portugal, 1826) a los reyes, generándose similares dinámicas. La constitución francesa de 1791, la española de 1812 y la portuguesa de 1822 establecieron monarquías constitucionales parlamentarias hereditarias pero recortaron las atribuciones del rey (tenía la capacidad de ejercer el veto suspensivo pero éste quedó limitado en el tiempo) y ampliaron las del Parlamento. Georg Jellineck las denominó a finales del siglo XIX como repúblicas coronadas o repúblicas con jefe de Estado

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hereditario (citado en Blanco, 2007, p. 345). Para evitar estas posibles arbitrariedades, la Constitución de 1787 de Estados Unidos reforzó la división de poderes, limitó el mandato de los presidentes a cuatro años (Art. 2, Sección 1ª, cláusula 1ª; la enmienda 22 de 27 de febrero de 1951 posibilitó una única reelección) y dotó al sistema presidencialista de mecanismos de control explícitos (el presidente tenía facultades de hacer nombramientos pero siempre debía hacerlos con el consejo y el consentimiento del Senado (Art. 2º, Segunda Sección, cláusula 2ª). El mismo James Madison publicó reiteradamente en El Federalista la necesidad de acotar las atribuciones del ejecutivo por medio de la división de poderes y del establecimiento de mecanismos de control (checks and balances). La constitución republicana francesa de 1793 (aunque no llegó a aplicarse) fue más drástica, pues no sólo eliminó la figura del monarca y recortó las funciones del presidente, sino que estableció que “las funciones públicas son esencialmente temporales, no pudiendo considerarse como distinciones ni como recompensas, sino como deberes” (art. 30).

Conclusiones

Lo que nos muestra esta investigación es que las revoluciones liberales europeas y americanas de comienzos del siglo XIX tuvieron bases ideológicas similares (creación de ciudadanos iguales ante la ley, división de poderes) como lo indican las constituciones analizadas. No obstante, los datos enseñan que la realidad social, política y económica de América Latina evolucionó de forma distinta a Estados Unidos y los países europeos de la vertiente atlántica. En consecuencia, parece obligado plantear que si las historias de todos los países de la región atlántica analizada compartieron un origen ideológico-político bastante similar a comienzos del siglo XIX habrá

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que buscar en qué momento y por qué comenzaron a ser divergentes sus trayectorias. En el presente texto no se ha pretendido ofrecer una explicación global a este interrogante (que requeriría de la incorporación de un número elevado de variables para entender la diversidad de situaciones en el espacio y en el tiempo). Simplemente se ha querido mostrar que no se puede seguir empleando el argumento de que en América Latina no se pusieron los principios constitucionales en materia fiscal correctamente al iniciar su vida independiente, y que por tanto la realización de una reforma fiscal integral será suficiente para recuperar los pasos perdidos volviendo en consecuencia a engrasar la maquinaria para que de nuevo los caminos de los países de la región atlántica sean confluyentes.

En la mayoría de los países de América Latina a comienzos del siglo XXI los ingresos tributarios directos (renta y capital) captados por el Estado son reducidos en relación con el PIB, además de poco progresivos, descansando en consecuencia buena parte de la recaudación pública en los impuestos indirectos (bienes y servicios domésticos, aduanas) por lo general de carácter regresivo y en la recaudación generada por canales financieros (deuda interna-externa, ampliación de la oferta monetaria). Dado que con esta estructura fiscal se hace complicado mejorar la distribución del ingreso, avanzar en la cohesión social y perfeccionar la calidad de la democracia (ciudadanía consciente de sus derechos civiles, políticos y sociales), se han ensayado en los últimos años distintos proyectos para impulsar reformas fiscales integrales. No obstante, se constata que por diferentes razones no se han alcanzado las modificaciones programadas con la intensidad deseada. Casi todos los autores (economistas, instituciones internacionales como el FMI, el BM, el BID) coinciden en señalar en la actualidad la

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necesidad de acometer de forma urgente una reforma fiscal integral en América Latina, pero pocos subrayan que para alcanzar el pretendido triunfo hay que partir de la existencia de una voluntad política clara, de la participación de la ciudadanía y de la acción adecuada de los partidos políticos y de los sindicatos en el contexto de unas relaciones internacionales adecuadas y del funcionamiento transparente de las instituciones. La deslocalización del empleo, la precarización laboral, la baja productividad de los sectores y la reducida competitividad internacional no parecen ser buenos acompañantes de viaje para alcanzar el éxito en esta misión.

En suma, todo parece indicar que no se puede seguir sosteniendo que la reforma fiscal es condición necesaria y suficiente para modernizar las sociedades latinoamericanas. Para realizar una reforma fiscal, se necesita tener una administración pública profesional adecuada, unos censos precisos, una correcta legislación laboral, un mercado de trabajo extenso, una productividad de la mano de obra elevada, un funcionamiento transparente de las instituciones, una inserción adecuada en los mercados internacionales, un verdadero sistema de partidos, una labor sindical digna de tal nombre, y un sistema correcto de rendición de cuentas de los cargos públicos, entre otras cuestiones. La reforma fiscal no puede ser entendida como la solución de todos los males, ni tampoco debe entenderse que es un simple problema técnico gerencial. Habría que preguntarse si no sería mejor interpretar que si no se ponen las bases para acometer las reformas fiscales pendientes no es por desconocimiento o por falta de tradición jurídica sino además como resultado de la existencia de fuertes intereses que lo impiden. Tampoco se puede pretender que el cambio de la constitución sea la solución de todos los problemas. Es condición necesaria, pero no suficiente. No se puede poner en

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duda que para aumentar la cohesión social se tiene que emprender una reforma fiscal integral, pero también hay que recordar que esta no se alcanzará sin previamente crear un amplio mercado laboral con una productividad elevada en un contexto político e internacional adecuado. Tratar de sostener que el 50% de la población que vive en la pobreza en América Latina pague impuestos directos no parece ser la solución. Que los paguen proporcionalmente las rentas más altas (la desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina es una de las más altas del planeta) no ha tenido apoyos claros y decididos entre los grupos que ostentan el poder. No por casualidad los impuestos indirectos (regresivos) siguen ocupando a comienzos del siglo XXI un porcentaje amplio entre los ingresos totales del Estado.

Parecería por tanto prudente que habría que emprender una reforma económica y laboral capaces de garantizar el desempeño de un trabajo digno en condiciones aceptables al mismo tiempo que emprender las reformas fiscales. Ambos proyectos están entrelazados, pero no deben confundirse sus efectos. El liberalismo político tuvo unos fines a comienzos del siglo XIX diferentes a los que se manejarían posteriormente para construir las democracias y la sociedad del bienestar. Identificar unos con otros como similares implica en el mejor de los casos desconocimiento. Lo triste del caso es que en muchas ocasiones se utiliza de forma inapropiada el discurso liberal político progresista de comienzos del siglo XIX para asegurar los privilegios abusivos de unos pocos y ahondar de forma profunda las diferencias sociales (bautizado inapropiadamente como neoliberalismo). Las constituciones de comienzos del siglo XIX pusieron bases políticas coherentes para la construcción de los Estados. No hay necesidad de reformarlas cada legislatura para conseguir fines coyunturales espurios (reelección);

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bastaría con conocerlas y comenzar a cumplirlas. Muchos declaran que la Historia es la maestra de la vida, pero los mismos suelen desconocerla o lo que es peor la utilizan de forma torticera para tratar de legitimar sus abusos y mentiras.

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Los liberales de Venezuela

(1830-1846)

Inés QUINTEROUniversidad Central de [email protected]

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La armonía existente entre propietarios, jefes militares y hombres de letras que caracteriza los años iniciales de la

edificación de la República en 1830, desaparece luego de un accidentado periplo de desencuentros, discordias y definiciones que culmina con la separación del grupo dirigente en dos banderías enfrentadas. Los motivos del deslinde no tienen su origen en la presencia de diferencias con respecto al proyecto formulado al inicio del ensayo. Por el contrario, la propuesta de inspiración liberal que consagra la Constitución de 1830 no se cuestiona ni se convierte en fundamento de la discordia. Es su ejecución, plasmada en la continuidad política de un grupo y en las disposiciones que norman la economía, el germen que provoca la división.

Las disensiones se expresan inicialmente de manera aislada e individual, a excepción de la revolución de las Reformas (1835-1836). No obstante, en 1840, aquellos que por separado habían manifestado sus diferencias, los que disienten del rumbo político y quienes han visto afectados sus intereses de manera directa, no vacilan en hacer causa común constituyéndose en asociación política. Es el nacimiento del Partido Liberal, nombre que rápidamente identifica al bando. Son sus promotores Tomás Lander, Antonio Leocadio Guzmán, Manuel

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María Echeandía, Tomás Sanabria, Mariano Mora, José Gabriel Lugo, Manuel Felipe Tovar, Valentín Espinal, Jacinto Gutiérrez, entre muchos otros.

Algunos, al breve tiempo, optan por retirarse de la bandería; otros, la mayoría, se sostienen en el empeño y progresivamente, nuevos y numerosos partidarios se suman a la iniciativa. Es un grupo heterogéneo: confluyen grandes hacendados, propietarios más modestos, letrados, artesanos, comerciantes, impresores, hombres de “oficio e industria útil” poseedores de rentas o ilustración. Si bien el partido Liberal en defensa de los hacendados, al mismo tiempo, se convierte en referente de numerosos sectores de la sociedad que ven en el discurso liberal la posibilidad de una mudanza que propicie la incorporación de quienes, hasta ese momento, se han mantenido al margen de la política.

El divorcio de la elite, diez años después de haber comenzado el ensayo republicano dentro de un ambiente de frágil armonía, es un hecho de especial relevancia e importancia indiscutible. Se trata de una contienda por el poder cuyo fundamento son los principios y reglas establecidas de manera común al comienzo del ensayo. Además, constituye la confrontación entre los diversos intereses del grupo dirigente, lo cual da lugar a una rica controversia cuyo fin es determinar a quién le corresponde obtener los mayores beneficios de la actividad económica. Ello ocurre como parte de un intenso debate sobre los modelos, doctrinas y principios que debían regir la conducción económica del país.

El discurso elaborado y defendido por quienes se definen a sí mismos como liberales es, pues, un cuerpo de planteamientos estrechamente vinculado a las circunstancias y contingencias en las cuales se establecen los linderos políticos y económicos de su

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actuación. El resultado, una muy peculiar paradoja: constituirse al mismo tiempo en defensores y críticos del liberalismo.

La defensa del liberalismo: La lucha por la conquista del poder

Si bien, al constituirse la República, no hay mayores tropiezos para llegar a una fórmula política conveniente a todos los miembros de la elite dirigente, tal como señalamos al inicio, un lustro después comienzan a aparecer las fisuras que finalmente determinan la ruptura del acuerdo inicial.

En efecto, cuando se organiza la República, se persigue la instauración de un modelo adecuado a las pautas del liberalismo político de la época. Se piensa en un régimen de libertades individuales como pieza fundamental de la organización social y de rechazo al ejercicio autoritario del poder. Se pretende erigir un sistema en el cual exista una clara reglamentación del poder público, donde estén ausentes privilegios de carácter aristocrático, regido por una Constitución en la cual se establezcan los límites del poder del Estado, los derechos y deberes de cada ciudadano y las normas del pacto social que se procura llevar a cabo. Se trata de un estado de derecho en donde están previstas la alternancia republicana, la libertad de cultos, la independencia del poder civil frente al de la Iglesia y la libertad de imprenta y de opinión47.

47 José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, 1930. Manuel Pérez Vila, “El Gobierno deliberativo. Hacenda-dos, comerciantes y artesanos frente a la crisis. 1830-1848” en Política y Economía e Venezuela, Parra León Hermanos, Edi-torial Sur Americanos, Caracas, 1976. Elías Pino Iturrieta, Las ideas de los primeros venezolanos, Fondo Editorial Tropykos, Caracas, 1987. Diego Bautista Urbaneja, La idea política de Ve-nezuela, Cuadernos Lagoven, Serie Cuatro Repúblicas, Caracas, 1988.

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Hay, pues, una clara disposición a establecer una ruptura con el esquema político basado en las costumbres y tradición absolutista, así como una firme decisión de impedir el autoritarismo como fórmula de control social. Sin embargo, algunos notables manifiestan su disensión con respecto a lo que consideran desviaciones en la orientación del modelo adoptado. La armonía inicial comienza a debilitarse y, tempranamente, surgen las primeras críticas. El autor de ellas es Tomás Lander quien condena la actividad de los legisladores, y los califica de haber contribuido muy poderosamente a poner las bellas instituciones de Venezuela en el borde del abismo que hoy las circunda (Lander, 1835:347).

En 1835, los hombres de armas, despojados de sus privilegios políticos, se levantan contra el régimen para expresar su vocación de poder. Son unánimemente condenados y militarmente derrotados. No obstante, la pena impuesta divide la opinión de los notables: debemos penar a sus autores no de un modo que los extermine, sino de una manera que los corrija (Lander, 1836:425), argumentan los amigos de la clemencia.

Las distintas contiendas electorales enfrentan a los notables en la disputa por el control de los organismos gubernamentales locales y nacionales. Los resultados no cubren las expectativas de todos los miembros de la elite y surgen las desavenencias propias de la lucha por el poder.

En 1839 tienen lugar dos sucesos que definen el desenlace final de la discordia. La aprobación del código de imprenta el 27 de abril, el cual establece un tribunal de censura para evitar los abusos y, ya finalizando el año, la separación definitiva de Antonio Leocadio Guzmán del tren gubernativo.

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El primer asunto, con el tiempo, genera enconadas controversias como veremos más delante, el segundo, aun cuando pareciera contingente, se convierte en factor crucial del divorcio de la elite. Cuando Antonio Leocadio Guzmán sale de su cargo de Oficial Mayor de la Secretaría del Interior y Justicia por exigencia de Ángel Quintero, candidato de Páez para el cargo ministerial, el ambiente político es de enorme tensión. Es el primer año del segundo mandato del General Páez, acompañado por Carlos Soublette en la Vicepresidencia; está pendiente todavía el debate sobre la amnistía a los proscritos de la revolución reformista; los temas económicos dividen la opinión y las divergencias entre los bandos son un hecho notorio.

En 1840, la escisión de la elite es un hecho irrevocable. Apenas han transcurrido unos pocos meses de su separación del gobierno cuando Antonio Leocadio Guzmán se encuentra formando parte activa del movimiento disidente. El objetivo de la agrupación es la conquista del poder dentro de las fórmulas y esquemas del diseño liberal que todos comparten. Su programa resume las expectativas de quienes aspiran a modificar el rumbo de la nación a partir del rechazo de una gestión gubernamental cuyos resultados, después de una década, no satisfacen a la totalidad del colectivo que formuló el proyecto de 1830.

La argumentación de los descontentos se sostiene sobre tres fundamentos cuyo eje es la toma del poder basándose en la defensa de lo que consideran principios del liberalismo: el respeto a la alternancia republicana, la necesaria presencia de partidos y el derecho a la libertad de imprenta. Sobre estos tres aspectos se funda la legitimación de la novel agrupación en su lucha por el poder.

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Alternancia republicana

La defensa de la alternancia como principio rector del esquema político adoptado desde 1830 surge en ocasión de la primera contienda electoral, en 1834. En las recomendaciones escritas por Tomás Lander a los electores, insiste de manera especial en la necesidad de respetar lo establecido por la Constitución de 1830, la cual prohibía explícitamente la reelección como única forma de superar los hábitos políticos del pasado, incompatibles con la igualdad y contrarios a las costumbres republicanas.

La defensa de los principios va seguida de una severa condena al gobierno. A juicio de Lander, el gobierno ha establecido una práctica en el manejo de los cargos públicos que no se encuentra apegada al ejercicio de la alternancia. Han llegado a creerse los únicos venezolanos con aptitudes de gobernar” (Lander, 1834:42), violentando así la mayor garantía de un pueblo libre.

La misma opinión sostiene en 1835, cuando el congreso debía seleccionar al presidente de la República que sustituiría al general José Antonio Páez. Descalifica a Soublette como candidato ya que su elección anularía totalmente el canon alternativo. Ha vivido veinticinco años mandando o pegado al que manda, y pasa de un destino a otro con tanta facilidad como los jugadores de mano pasan las bolas de un cubilete a otro (Lander, 1835b:59).

Y, nuevamente en 1838, insiste sobre el tema al denunciar las omisiones del gobierno en relación al cumplimiento de este cardinal precepto del liberalismo, único instrumento de los ciudadanos para desalojar del poder a quienes han actuado equivocadamente.

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En 1840, las observaciones de Lander forman parte del cuerpo doctrinario que fundamenta la creación del Partido Liberal. La defensa del principio alternativo es ahora no sólo un derecho que debe ser respetado porque está consagrado constitucionalmente, sino que se convierte en el recurso mediante el cual se condena el usufructo del poder por parte de los “godos” y en formidable bandera para justificar el derecho de los liberales a conquistar el poder.

A partir de 1840, de acuerdo al diagnóstico que elaboran, se abre una nueva era para Venezuela. La experiencia política acumulada durante diez años de ejercicio republicano ha consolidado los derechos ciudadanos y, la voluntad general tendrá la oportunidad de expresarse electoralmente para modificar la situación y hacer imperar el principio alternativo.

Será, pues, la voluntad general la encargada de desalojar del gobierno a esa gavilla de traficantes ambiciosos, de impedir que un solo hombre se sostenga en el poder después de 21 años de gobierno ininterrumpido, de corregir esa anomalía de la democracia y acabar con esa usurpación del poder.

El discurso liberal pretende así descalificar a quienes han detentado el mando por espacio de una década. Se condenan sus arbitrariedades, se censura la iniquidad de sus leyes, la ignavia de los comisarios públicos, la corrupción en las asambleas, el personalismo, el engaño y la desnaturalización del sistema que ha terminado por destruir la moral civil.

La sentencia liberal no deja lugar a dudas: sólo el relevo de tan perjudicial colectivo puede devolver la tranquilidad pública a Venezuela. La práctica de

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la alternancia constituye entonces el antídoto contra los males de la “oligarquía” y ellos, los liberales, la única opción de poder capaz de dar cumplimiento al preciado derecho liberal, de allí la pertinencia de agruparse en un partido político.

Los Partidos Políticos

A juicio de los liberales, la constitución de partidos es una de las esencialidades del sistema republicano. Son indispensables para la conservación de la libertad civil y política de los pueblos regidos por gobiernos representativos (El Agricultor, 1845) en la medida que representa la única posibilidad de dirimir las opiniones sin encarnizamiento ni persecución. Son, pues, inevitables en un régimen de libertades. Representan la más legítima ruptura con el modelo absolutista de poder en el cual los partidos constituyen un delito en virtud de la “omnipotencia del monarca”, de la ausencia de derechos civiles, del predominio de la opresión.

Al igual que ha ocurrido en las naciones civilizadas, en donde los disímiles intereses de la sociedad se encuentran representados en partidos opuestos, en Venezuela, al alcanzar su madurez política, es a todas luces conveniente la presencia de dos partidos que dividan de manera pacífica la opinión de los venezolanos. Ello contribuiría, sin duda, al perfeccionamiento de las instituciones, a la defensa de los principios constitucionales, a garantizar el equilibrio del sistema. Su acción civil ordenaría y canalizaría la opinión en las contiendas electorales. Cada agrupación, de acuerdo a sus principios, estaría en la posibilidad de enarbolar sus propias banderas, combatir cívicamente a sus adversarios y disputarse la preferencia de los electores.

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La legitimidad de su iniciativa al constituirse en partido está sostenida, en términos doctrinarios, por lo que consideran un indiscutible factor “civilizatorio” y de progreso. En los hechos, se trata de consolidar un vehículo que les permita acceder al poder para impedir retrocesos en la marcha del liberalismo. Le corresponderá a la prensa libre difundir este mensaje libertario.

La libertad de imprenta

Si bien en un principio no hay mayores dife-rencias en torno a la pertinencia de un régimen de libertades en el cual la prensa ocupe destacado lu-gar, también es cierto que en torno al punto están presentes diversidad de matices. No estaba nítida-mente perfilado cuáles eran los límites adecuados y convenientes de la libertad de expresión. De allí que tempranamente surjan diferencias de criterios sobre el punto, hasta culminar en una clara confrontación entre los bandos.

Al comenzar la edición de sus Fragmentos, en 1833, Tomás Lander alertaba sobre los peligros que podría acarrear restringir o condicionar este derecho. En su criterio, siguiendo a Constant: La esclavitud de la imprenta será siempre compañera o precursora de la esclavitud civil (Lander, 1833:163)

Al año siguiente, Rufino González, editor de El Demócrata, sale en defensa de la libertad de imprenta. La concibe como el paladión de las demás libertades, sin ella no hay justicia, ni república, ni patria (El Demócrata, 1834). Posteriormente, en ocasión de discutir la aprobación de un nuevo código de imprenta, la opinión se encuentra dividida, al punto que es devuelto el proyecto por los mismos hombres del gobierno, hasta que, finalmente, en 1839

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se aprueba el nuevo estatuto fijando los linderos en los cuales podría ejercerse el preciado derecho liberal.

La reacción no es virulenta. En el programa y escritos de los liberales se señalan las ventajas que promueve, en la maduración política de la sociedad, el debate abierto de la opinión a través de la prensa libre. La defensa de este derecho inspira la edición de numerosísimos periódicos que se encargan de divulgar las bondades de la libertad de expresión en la difusión de los principios liberales. No será sino a raíz de la exacerbación de las tensiones entre los bandos cuando el asunto de la libertad de imprenta se convierte en materia de severos conflictos.

En ocasión del juicio seguido contra Antonio Leocadio Guzmán por las seguidillas contra Juan Pérez48 y luego de las persecuciones de que es objeto a raíz del tenso ambiente electoral del año 1846, se desata en la prensa liberal un férreo ataque a la política punitiva y restrictiva del gobierno a través de la prensa contra quienes disienten de sus actos y ejecutorias.

En opinión de los liberales, los actos del gobierno constituyen un intento por destruir la más hermosa

48 Al fi nalizar el año 1843, El Relámpago editó unas seguidillas del poeta Rafael Arvelo, en las cuales se satirizaba al señor Juan Pérez, albacea testamentario del señor Juan Nepomuce-no Chaves, director fundador del Banco Nacional. Al intentar juicio contra el autor de los versos, apareció como responsable el Sr. Juan Villalobos. No obstante el tribunal de censura, a solicitud del abogado de Pérez, declaró sin responsabilidad al señor Villalobos y abrió causa contra Antonio Leocadio Guzmán en su calidad de dueño de la imprenta. El juicio seguido a Guz-mán fue un escándalo público y su absolución el 9 de febrero de 1844, en medio del clamor de sus seguidores, motivo de júbilo para el Partido Liberal. El asunto está ampliamente desarrolla-do en Francisco González Guinan, Historia Contemporánea de Venezuela tomo III, pp. 365-367 y 385-399.

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de las garantías constitucionales. Iniciativas como la de la Secretaría de Interior y Justicia, calificando de sediciosa la prensa liberal, no son sino un paso más en el camino del “desenfreno opresor” de los gobernantes, del “ultraje de la soberanía”, de su “desprecio hacia la mayoría”.

Con este último acto se pretende colocar a la libertad de imprenta, ese derecho supremo del liberalismo, como la culpable de la perturbación del orden, cuando no ha sido sino la encargada de enseñarle al pueblo sus derechos e instruirlo en el ejercicio de los principios republicanos. En su defensa, los liberales recurren a diversos autores europeos de todos los tiempos para demostrar el derecho que los asiste y reiterar, una vez más, los desaciertos y arbitrariedades de quienes se encuentran en el usufructo del poder.

La defensa del liberalismo y sus principios cardinales llevada adelante por el Partido Liberal, más que un problema de doctrina, constituye un asunto político. La crítica va dirigida a quienes, encargados de ejecutar la propuesta liberal de 1830, lo han hecho equivocadamente: se trata de descalificar a sus oponentes con el fin de sustituirlos en el poder. La defensa de la alternancia, de la presencia de partidos políticos y del derecho a la libertad de imprenta eran parte de la disputa por el control del poder.

Algo parecido ocurre a la hora de dirimir las diferencias existentes en torno a la orientación de la economía. El problema que está en juego no es meramente doctrinario; se trata más bien de una contienda que tiene su origen en la disparidad de beneficios que acarrea la ejecución de las medidas gubernamentales, lo cual los lleva a convertirse en críticos del liberalismo económico, como veremos a continuación.

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La crítica al liberalismo: el predominio económico de la mayoría

Al igual que ocurre con el ordenamiento político, al establecerse la República en 1830, se fijan los propósitos que deben regir la conducción económica de la nueva nación. Se establece como prioridad fundamental alcanzar la prosperidad material e iniciar un proceso de recuperación de la devastada economía, que permita sostener en la dirección del proyecto a los poseedores de la riqueza.

Al comienzo no existen diferencias. Se trata de llevar adelante un proceso de crecimiento económico que favorezca el desarrollo agrícola del país como principal fuente de recursos. Para ello se considera indispensable atender dos asuntos de trascendental importancia: resolver los problemas de comunicación a fin de garantizar la circulación de mercancías hacia fuera y dentro del territorio, y propiciar la inmigración para, de esta manera, solventar la dramática escasez de mano de obra que afecta la posibilidad de generar actividades productivas.

No hay, pues, mayores divergencias programáticas en relación a los objetivos a alcanzar, ni se plantean opciones que promuevan una modificación sustancial del esquema de producción y distribución de la riqueza. Sin embargo, la convivencia no es duradera. Si bien no hay diferencias en cuanto al contenido general del proyecto, la instrumentación de un conjunto de medidas inspiradas en el liberalismo se enfrentará a la realidad de una estructura económica en ruinas y atrasada, y provocará la reacción de los disímiles intereses existentes entre los notables.

Las carencias económicas generalizadas, el atraso o inexistencia de mecanismos e instrumentos comerciales, financieros y productivos que dinamicen

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la economía, la falta de numerario, los obstáculos para obtenerlo, las desavenencias que genera su colocación y, finalmente, la lucha por apropiarse de los beneficios, constituyen los puntos neurálgicos de la controversia.

En 1834, por iniciativa del Ministro de Hacienda, Santos Michelena, se sanciona la Ley de Libertad de Contratos cuya finalidad era favorecer la libre concurrencia de los particulares en las transacciones económicas. Se pretendía con esta fórmula eliminar las trabas existentes para la libre fijación de las tasas de interés y el monto del remate de las propiedades en hipoteca. El objetivo era dar mejores garantías al capital para superar los problemas del financiamiento de las actividades productivas.

Esta ley se vio acompañada de otras medidas. En 1836 se sanciona el establecimiento de los Tribunales Mercantiles, responsables de dirimir los asuntos que se desprendiesen de la aplicación de la Ley de 10 de Abril; luego en 1841, se aprueba la Ley de Espera y Quita, según la cual, para la ejecución de las acreencias, no era necesario el consentimiento de todos los poseedores de exigencias contra una propiedad. También, ese mismo año, se crea el Banco Nacional de Venezuela para la emisión, descuento y giro de libranzas y letras de cambio. El Estado participaba con una quinta parte de las acciones y el resto eran suscritas por el capital privado, 50% para 4 accionistas mayoritarios: Juan Nepomuceno Chaves, Guillermo Ackers, Juan Elizondo y Adolfo Wolf; el resto serían ofrecidas en venta al público.

Las iniciativas del gobierno, al poco tiempo, crean malestar en el grupo de los propietarios, en particular entre aquellos que comienzan a ver afectados sus intereses como consecuencia de la ejecución de las medidas económicas gubernamentales. La disensión

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comienza como asunto individual, aislado, pero rápidamente va cobrando cuerpo hasta convertirse en problema colectivo. El objetivo es alcanzar una modificación sustancial de la situación, cuyos resultados se traduzcan en un mejoramiento significativo de las condiciones en las cuales desempeñan los agricultores su actividad económica.

No se trata exclusivamente de condenar la Ley del 10 de abril y lo que para sus oponentes son sus nefastas consecuencias, sino de construir una argumentación en la cual se ataca y descalifica una determinada concepción en el manejo de la cosa pública y el predominio de los intereses de un sector económico, los comerciantes, en desmedro de los principales generadores de riqueza, los agricultores.

Aun cuando en un primer momento están presentes diversos matices y algunas apreciaciones encontradas, a medida que el fortalecimiento político de los liberales se convierte en realidad incontrovertible, la crítica al modelo del liberalismo económico llevado a cabo por el gobierno se hace más férrea y exacerbada. Los momentos culminantes de la contienda son precisamente los que transcurren entre 1844 y 1845, época de definiciones electorales y de agudización de la crisis económica como consecuencia de la caída de los precios de los productos de exportación.

No obstante, desde el surgimiento de las primeras diferencias, en 1837, la base de la disputa se sostiene sobre tres elementos claves: la condena al liberalismo excesivo, la defensa de la actividad agrícola como fuente básica de recursos y la necesaria e impostergable intervención del Estado en la vida económica con el objetivo de normar y regular su equilibrio. En torno a estos puntos los voceros del llamado Partido Liberal exponen las reservas que

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les inspira el liberalismo económico de la cúpula gobernante y presentan su propia terapéutica.

Los excesos del liberalismo

El malestar originado por las medidas económicas del gobierno despierta, entre muchos propietarios, especiales reservas. Tres años después de la aprobación de la Ley del 10 de abril y dos años más tarde de haber empezado a funcionar los tribunales de comercio previstos en la Ley Mercantil, se alzan las primeras voces de protesta: Tomás Lander, quien es citado en calidad de deudor por el Tribunal Mercantil de Caracas, discute su carácter inconstitucional y expone sus opiniones adversas a la legislación imperante: leyes absurdas y estrafalarias depravan la razón de los asociados induciéndolos a absurdos y a peligrosas extravagancias (Lander, 1837: 483)

Pero no está solo Lander en su rechazo a la legislación vigente, José Félix Blanco y Juan Bautista Calcaño, redactores del periódico La Bandera Nacional, manifiestan opiniones adversas a la citada normativa. El editorial del 23 de enero de 1838, expresa sus reservas ante el excesivo liberalismo que encierra el instrumento legal y los peligros que podría acarrear la elevación de las tasas de interés en virtud de las condiciones reinantes: escasez de mano de obra y notoria ausencia de capitales. A mediados de año, se pronuncian por su reforma.

A partir de 1840, la opinión en contra de la polémica ley se compacta y la argumentación se formula alrededor de un axioma primordial: los que se ocupan de conducir la orientación de la economía han cometido excesos en la aplicación de los principios del liberalismo económico. Según los liberales, los

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jerarcas del gobierno, inspirados en los dogmas de la economía política inglesa y considerándolos infalibles, no repararon en las especificidades de la realidad venezolana, país eminentemente agrícola al cual no pueden aplicársele preceptos válidos sólo para los países cuya economía se sostiene en la actividad comercial. Las leyes mercantiles aprobadas por las legislaturas han liberado el precio del dinero, un bien cuya alta demanda favorece el incremento de su valor, máxime en un país como Venezuela, pobre, endeudado y en el cual escasea aún más el numerario.

Para ellos, tal desacierto ha provocado desacomodos de especial gravedad: los intereses han elevado a niveles que superan la rentabilidad de la producción, la propiedad agrícola, cuyo precio ha dejado de ser estable para convertirse en un valor efímero y eventual.

Ello ha dado lugar a una pérdida del equilibrio económico. Se ha aumentado el poder de los dueños de la riqueza metálica en detrimento de los propietarios y productores agrícolas, se ha oprimido a la industria y arruinado a la clase laboriosa. Al liberar a la usura se han favorecido el abuso y el agio. Los que en otra época fueron capitalistas honrados que cobraban tasas de interés guiados por la moderación, se han transformado en agiotistas y, los usureros de siempre, son ahora “buitres que se alimentan de los despojos de sus víctimas”. Es, pues, el “despotismo de la usura”, la “esclavitud del trabajo”, la “sanción del abuso”, el desnivel de la sociedad, el predominio de la minoría improductiva sobre la mayoría laboriosa.

Al argumento del desequilibrio económico se suma otro cuyo fundamento es de carácter moral. Consideran los hombres del Partido Liberal que los excesos del liberalismo han socavado los valores de la sociedad. La generosidad ha dado paso a la codicia,

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el honor ha sido sustituido por la insaciable avaricia, se premia la indolencia y se castiga al laborioso, el hombre honrado es perseguido y el inmoral se mantiene en la impunidad.

En definitiva, para los liberales no ha sido certera la conducción de la economía nacional ni los conceptos e ideas del liberalismo europeo que la inspiran. Sus juicios intentan rescatar criterios morales y especificidades nacionales que claramente contradicen el esquema teórico que, en ese momento, dio explicación y base conceptual al surgimiento y desarrollo del moderno capitalismo comercial e industrial en Europa. Los llamados liberales, en su incesante campaña de condena al gobierno, demudan en furibundos antiliberales. Al contradecir a sus oponentes, como bien apunta Eduardo Arcila Farías en su prólogo al libro de Elías Pino (1987) acuden a las anticuadas fórmulas mercantilistas y, cuando dan un paso adelante, se quedan a medio camino de la Fisiocracia. Desbrozado el camino que los convierte en enemigos del dogmatismo liberal sostenido por sus contrarios, afianzan su alegato en la defensa de la larga tradición agrícola de los venezolanos.

La agricultura: manantial único de la riqueza

El 25 de junio de 1838, los agricultores se agrupan en una sociedad, cuyo objetivo es procurar medidas eficaces tendentes a proporcionar los fondos capaces de cubrir las necesidades de la agricultura. Entre sus promotores se encuentran José Antonio Páez, Tomás Lander, Manuel María Echeandía, Tomás José Sanabria, Claudio Viana, Manuel Felipe de Tovar, Juan Bautista Calcaño, Manuel de Ibarra y muchos otros

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Esta es la primera iniciativa mediante la cual, el gremio agricultor se plantea defender de manera colectiva los intereses de quienes se dedican a lo que consideran la fuente fundamental de la riqueza nacional. No hay, pues, divergencias entre los miembros de la elite en relación a la importancia de la agricultura como fuente de la riqueza nacional.

No obstante, el argumento mediante el cual se sostiene que las medidas del gobierno afectan a la agricultura como manantial único de la riqueza, constituye parte central de la controversia que en materia económica se produce entre los notables.

En opinión de los liberales, la deplorable situación en la cual se encuentra la agricultura es consecuencia directa de los exabruptos cometidos por el gobierno y su funesto dogmatismo doctrinario. Es el gobierno el único responsable de la exánime y moribunda actividad agrícola, no obstante constituir ella la fuente primordial de la riqueza venezolana.

En apoyo a esta afirmación señalan que es de la producción agrícola de donde provienen las rentas del tesoro público, las mercancías que surcan las fronteras y animan el comercio exterior de Venezuela; es ella la que emplea y alimenta a su población, es la generadora de la riqueza individual de los ciudadanos, la única fuente capaz de ofrecer prosperidad, la verdadera y más importante industria nacional, la que conserva y moraliza las costumbres, a ella se han dedicado los venezolanos desde los más remotos tiempos. Es pues, la agricultura la única esperanza que tiene la República para solventar sus males, deudas y atraso. De allí que condenan con vehemencia la conducta oficial, la cual, lejos de favorecerla, la ha colocado en el deplorable estado en el cual se encuentra, sometida al rigor e impudicia de los prestamistas.

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Pero de la defensa a la agricultura, esa divinidad en cuya presencia deben desaparecer todas las otras, tal como señala Tomás Lander, se transita el camino que permite reivindicar al productor agrícola, víctima primera de la quiebra material de la nación.

Si la agricultura es la madre de la riqueza, los agricultores son los encargados de hacerla realidad. Son estos abnegados, laboriosos y honrados ciudadanos quienes, a pesar de la adversidad y las dificultades, sostienen con su trabajo la regularidad del ingreso y el incremento de la producción exportable. Son ellos, inspirados en su patriotismo y perseverancia, quienes han realizado los mayores sacrificios esperanzados en la proximidad de mejores tiempos.

Es a ellos, de acuerdo al criterio de los liberales, a quienes les corresponde determinar el destino que ha de tomar la economía de la nación, no solamente porque constituyen la mayoría y porque poseen virtudes dignas de crédito y consideración, como son la perseverancia, la abnegación y la laboriosidad sino porque, además, son los únicos que, de manera natural, se identifican con el bienestar de la actividad que desempeñan.

El discurso del Partido Liberal, también en este aspecto, se encuentra mucho más cerca de los fisiócratas al plantear que sólo el trabajo empleado en el cultivo de la tierra es generador de riqueza, al contrario de lo que sostenía Adam Smith, el padre del liberalismo, cuando afirmaba que todo trabajo industrial, tanto el realizado en la fábrica como en el comercio o la industria, era productor de riqueza (Pino, 1987: 36).

La posición de los liberales, atada a la tradición agrícola, reivindica el lugar protagónico para quienes están vinculados a la tierra, único e insustituible

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manantial de riqueza. De manera que la recuperación de la economía y del equilibrio social, alterados por la errada práctica gubernativa de los “godos”, impone la incorporación inmediata de los hombres de la tierra a funciones políticas y un cambio en la orientación del Estado: su intervención se hace imprescindible para salvar a la agricultura y enderezar los entuertos.

El Estado interventor

La manera de solventar los excesos ocurridos como consecuencia de los abusos en la aplicación de los postulados liberales es abandonar, drástica e irrevocablemente, la política del laissez faire y comprometer al Estado de manera activa en la recuperación del país.

Al constituir Venezuela un país nuevo, endeudado, pobre y agrícola, debían aplicársele principios acordes con su condición. Al contrario que en los países viejos, en Venezuela abundan los elementos primitivos de riqueza, campos feraces, ricas canteras, abundante pesca, millares de leguas de tierra virgen y escasea lo que a ellos les sobra: brazos y capital, es decir, los principales agentes de riqueza (Guzmán, 1845)

Resolver las enormes dificultades que enfrentan los países nuevos en su proceso de crecimiento no puede estar al alcance de los particulares: no es un esfuerzo individual sino de todo el cuerpo social. Le corresponde al Estado actuar para crear y favorecer las condiciones que permitan la prosperidad del país.

La protección de la agricultura con el concurso de capitales en condiciones favorables, ajustadas a la renta de la producción; legislar para proteger el trabajo del hombre; herir de muerte a la usura;

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propiciar medidas que den valor a la propiedad; ofrecer auxilios directos a la producción; colocar los excedentes fiscales en beneficio de la agricultura con un organismo de crédito del Estado, son algunas de las tareas que debe asumir el cuerpo social para resolver los desequilibrios existentes.

A juicio de los liberales, el gobierno debe propender a garantizar la suerte y el bienestar de la mayoría a través de una clara, incesante y solícita intervención directa del Estado en los asuntos económicos.

El vehemente respaldo al proyecto del Instituto de Crédito Territorial, formulado por Francisco Aranda en 1845 ante el Congreso Nacional y rechazado por el Ejecutivo; la solicitud expresa de contratar un crédito en el exterior a fin de resolver los problemas de escasez de capital; las férreas críticas a la política de mantener en depósito los excedentes del erario público sin incorporarlos a la actividad productiva, constituyen el cuerpo de propuestas concretas de los hombres del Partido Liberal y de su alegato en defensa de la intervención del Estado como recurso fundamental para impedir una catástrofe nacional.

La fórmula del Partido Liberal es, a todas luces, contraria al liberalismo económico de la época: su inspiración obedece más bien a las exigencias de quienes, afectados directamente por la orientación de la política del régimen, procuran un cambio de dirección que les permita acceder a mayores y mejores beneficios en el usufructo de su riqueza.

Se trata de un rico e intenso debate sobre los problemas económicos y políticos del país a la luz de las expectativas e intereses que mueven a la elite dirigente. La lucha por el poder y la confrontación que genera entre los bandos se expresa, entre los

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llamados liberales, en la defensa de los principios del liberalismo como recurso de legitimación de su propia actuación política. La alternancia republicana, el libre juego de opinión y la participación electoral en partidos políticos, son las piezas argumentales con las cuales enfrentan a sus contendores.

La discordia sobre los problemas económicos tiene otros ingredientes. En este caso se trata de una confrontación por la obtención de mayores cuotas de beneficios. El asunto se procura dirimir a través de la confrontación de ideas en torno a los principios de la teoría económica y su aplicabilidad en Venezuela, de donde resulta una exposición, por parte de los liberales, en la cual se condena la ejecución de las medidas liberales adelantadas por el gobierno. Los principios de la doctrina liberal en materia económica no se ajustan a las especificidades venezolanas, de acuerdo a la óptica de los hombres del Partido Liberal, quienes al ver afectados de manera directa sus intereses se erigen en sus principales críticos, condenan sus excesos, reivindican a la agricultura y solicitan la intervención del Estado.

El debate, por lo demás, trasciende a los hombres de la elite. Progresivamente, los estratos inferiores pretenden incorporarse a la contienda en calidad de protagonistas, lo cual no forma parte ni del discurso ni de las expectativas de los notables; se trata más bien de los cambios que en la sociedad venezolana produce la difusión de las ideas liberales (Pino, (1987:134-144).

Las desavenencias y disparidades no finalizan con la salida de los hombres de Páez de la dirección del gobierno ni con el aparatoso y breve ingreso de los liberales al poder como compañeros circunstanciales de José Tadeo Monagas. Si bien durante los primeros años de la administración del jefe oriental se suprimen

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las leyes más polémicas y se disuelve el Banco Nacional, muchos de los asuntos que se discutieron en las décadas iniciales de la República, no sólo determinaron el ritmo de la política y el rumbo de la economía, sino que además se han sostenido como aspectos cruciales de las discordias y enfrentamientos políticos desde el siglo XIX hasta nuestros días.

La defensa de la libertad de imprenta, el esquema bipartidista, la discusión sobre reelección y alternancia en el mando, la vía electoral como mecanismo idóneo para acceder al poder, la discusión sobre la agricultura como base de nuestro desarrollo, la presencia de libertades económicas, el papel que debe ocupar el Estado en el desenvolvimiento de la economía, ¿no son acaso temas de un debate que aún permanece pendiente entre nosotros?

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De la palabra escrita al rumor. Viaje de vuelta

al antiguo régimen en 1814

Inmaculada SIMÓN RUIZEscuela de Estudios Hispanoamericanos, Consejo Superior de Investigaciones CientíficasEva SANZ JARACentro de Estudios Histórico-Culturales, Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Alcalá

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Entre 1809 y 1812 se convocan Cortes en la Península y en Ultramar en distintas ocasiones, tanto con carácter ordinario

como extraordinario. Las Cortes extraordinarias se reúnen entre 1810 y 1812 para la elaboración y la aprobación de la Constitución; las ordinarias tienen lugar una vez promulgada la Carta Magna. Todas ellas se desarrollan en circunstancias excepcionales, puesto que tienen lugar sin la presencia del Rey. Dos tipos de documentos resultan particularmente relevantes en este contexto: los Poderes y las Instrucciones. Ambos son portados por los diputados que asisten a las sesiones en representación de las diferentes provincias que conforman la Monarquía. Los primeros siguen la siguiente fórmula:

A los Diputados de Cortes se les otorgan poderes ilimitados a todos juntos, y a cada uno de por sí, para cumplir y desempeñar las augustas funciones de su nombramiento y para que con los demás Diputados de Cortes puedan acordar y resolver cuanto se proponga en las Cortes, con plena, franca, libre y general facultad, sin que por falta de poder dejen de hacer cosa alguna, pues todo el que necesitan se les confiere, sin excepción ni limitación. Y los otorgantes se obligan por sí mismos, y por el de todos los vecinos de este reino o provincia, en consecuencia de las facultades que les son concedidas como electores nombrados

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por este acto, a tener por válido y obedecer y cumplir cuanto como tales Diputados de Cortes hicieren y se resolviere por estas.49

Frente a los Poderes, que como puede observarse confieren cierta autonomía de acción a los diputados, se encuentran las Instrucciones,50 que los limitan en parte, al recomendarles la actuación a seguir en Cortes. Estas recomendaciones, sin embargo, en ningún momento eran imperativas que el diputado debía defender, ya que éste tenía, como hemos visto, poder para discutir y defender lo que juzgue conveniente. Las Instrucciones son documentos a través de los cuales las provincias indican a los diputados que las representan sus demandas, reclamaciones, inquietudes y propuestas. Las provincias aprovechan, pues, el envío de representantes a Cortes para reclamar cuestiones que en la mayor parte de los casos no son nuevas ni están relacionadas específicamente con la coyuntura política en la que se produce la convocatoria. Normalmente, las redactan los ayuntamientos; sin embargo, en ocasiones, las elabora algún personaje importante de la provincia que es designado a tal efecto. Estos documentos guardan cierta semejanza con los Cuadernos de Quejas de la

49 España, Consejo de Regencia, Fórmula de los diputados su-plentes de las provincias ocupadas y de Indias, reproducido en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/c1812/01383864266915620201802/p0000001.htm, consultado el 18 de mayo de 2009.50 En los últimos años se han publicado algunas compilaciones de Instrucciones de los diputados a la Junta Central y a las Cor-tes de Cádiz. Beatriz Rojas, Juras, poderes e instrucciones: do-cumentos para el estudio de la cultura política de la transición. Nueva España y la capitanía General de Guatemala, 1808-1820, México, Instituto Mora, 2005; Ángel Rafael Almazara Villalobos y Armando Martínez Garnica, Instrucciones para los diputados del Nuevo Reino de Granada y Venezuela ante la Junta Central Gubernativa de España y las Indias, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, 2008.

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Revolución francesa; no obstante, al igual que éstos no pueden ser calificados de revolucionarios, aunque sí son críticos con el sistema en ciertos aspectos. Esta crítica no suele aparecer de manera explícita. Tienen un fuerte carácter propositivo, pero no postulan cambios estructurales sino reformas concretas.

El contenido de estas Instrucciones es sumamente variado. Aparecen en ellas críticas a algunas cuestiones relativas a la forma de gobierno -aunque no directamente contra la monarquía- así como remedios a los problemas que se plantean, entre los que tiene relevancia la petición de respeto a las leyes. También hay críticas de carácter político, encubiertas siempre bajo la forma de propuestas. Como decíamos, no se trata de demandas revolucionarias, en el sentido de que no exigen en ningún caso un cambio de régimen, pero sí constituyen una “revolución imperceptible”, porque bajo un imaginario político que todas ellas comparten, se pretenden cambios leves, moderados, que, unidos, supondrían una modificación importante del panorama político del momento. Se busca un cambio pero todavía no queda demasiado claro cuál. Por otra parte, se manifiestan en estas Instrucciones peticiones económicas y sociales. No obstante, predominan las demandas concretas de las provincias frente a otras más generales. Pareciera, por ello, que las provincias tienden a asumirse a sí mismas como un todo, como entes independientes. Aunque no puede afirmarse que se ponga en duda la pertenencia a un ente superior, priman los intereses particulares e inmediatos sobre los generales.

Tanto los Poderes como las Instrucciones se convertirán en un instrumento de persecución por parte del Rey cuando retome el trono en 1814. Como se verá, la posesión o no de dichos documentos y la defensa que de ellos hicieron los diputados, fueron utilizados como pruebas en los juicios a que fueron

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sometidos algunos representantes peninsulares y americanos.

Tanto en 1814 como en 1824, Fernando VII llevó a cabo una labor de persecución de los diputados que, lo mismo en las Cortes extraordinarias que en las ordinarias como en las de 1822-23, defendieron ideas contrarias a la continuidad del sistema absolutista. Las actuaciones y las opiniones de los diputados en Cortes fueron muy diversas, puesto que en ellas influyeron distintos factores. Por una parte, como es lógico, el deseo de defender sus ideas políticas. Pero hubo otros, no siempre compatibles con la defensa de los ideales. Entre ellos, la conciencia de estar participando en una coyuntura histórica excepcional, en un momento de cambio radical respecto a la estructura política del Antiguo Régimen.

Sin embargo, junto a la esperanza de cambio y a la oportunidad de contribuir a él, el temor a posibles represalias políticas -no debe perderse de vista que en ese momento reinaba la incertidumbre respecto al futuro político- también debió ser un condicionante importante que convivió, con dificultad, con la certeza de estar actuando conforme a la legalidad vigente en aquella convulsa situación.

Todos estos factores a veces contrapuestos como la defensa de ideas, la conciencia de participar en una coyuntura excepcional, el miedo y la tranquilidad de estar actuando legalmente, aparecen reflejados de uno u otro modo, unidos o de manera independiente, en los documentos relacionados con los diputados. Aparecen en las Instrucciones y en las intervenciones registradas en los Diarios de Sesiones, en sus testimonios de defensa cuando fueron acusados y detenidos, así como en los escritos que algunos realizaron como respuesta al proceso judicial en que se vieron envueltos.

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Los procesos de depuración que tienen lugar al restaurarse el absolutismo en 1814 y en 1824 vienen a dar la razón a los que se mostraron cautelosos, aunque no puede afirmarse -debido a la diversidad de situaciones- que la cautela fuera un rasgo generalizado. En los procesos de 1814, que son los que trataremos aquí, los principales afectados por las persecuciones del gobierno fueron diputados cuya labor fue cuestionada por los firmantes del Manifiesto de los Persas51 o que sufrieron acusaciones particulares realizadas en su mayoría por otros diputados. Estas últimas se concretan en un texto conocido como el Memorial de Cargos52. La persecución recayó especialmente sobre ellos, así como sobre intelectuales y como consecuencia de ella hubo un exilio masivo53. A diferencia de esta primera persecución, la represión de 1824 es más conocida y se orientó de manera más general hacia los enemigos de la Corona, afectando por igual a causas políticas y criminales. En esta segunda ocasión se organizaron Comisiones Militares para llevar a cabo la represión54.

Uno de los argumentos que los absolutistas utilizaron en contra de los diputados encausados en 1814 fue el de la extralimitación de funciones de algunos de ellos, que actuaron como representantes de la nación, cuando, según los acusadores, sus poderes 51 Reproducido en María Cristina Diz-Lois, El manifi esto de 1814, Universidad de Navarra, Pamplona, 1967.52 Citado en las causas en las que los diputados se defi en-den. Archivo del Congreso de los Diputados (en adelante ACD), Papeles Reservados de Fernando VII, Tomo XII.53 Las cifras oscilan entre los 10.000 exiliados según los datos que ofrece Vicente Llorens, Liberales y románticos, Castalia, Madrid, 2006 y los 12.000 de Miguel Artola, La España de Ferna-do VII, Espasa, Madrid, 1999. 54 Han sido trabajadas por Pedro Pegenaute, Represión polí-tica en el reinado de Fernando VII: las comisiones militares: 1824-1825, Pamplona, Universidad de Navarra, 1974.

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únicamente los acreditaban para defender lo estipulado en sus Instrucciones y, sobre todo, porque se suponía que lo que debían hacer no era legislar sino defender al Rey. Otro argumento fue que se les consideraba representantes ilegítimos en tanto en cuanto muchos de ellos, dada su condición de suplentes, no habían sido elegidos por sus provincias.

Estos suplentes fueron designados para repre-sentar a aquellas provincias peninsulares o america-nas que no habían podido o no habían querido enviar representante. En estas provincias o bien no se con-vocaron elecciones a causa de la guerra, o bien no ha-bía dinero disponible para cubrir los gastos del viaje del diputado. Por ello, se designaron representantes originarios de estos lugares que residían en esos mo-mentos en la Península. En los abundantes casos en los que se produce esta situación, las dudas sobre la legitimidad y representatividad de los suplentes que-dan patentes aún a pesar de que todos ellos portaban los Poderes reglamentarios ya citados.

Con el primer argumento, los absolutistas se acogen a la legislación del Antiguo Régimen según la cual las Cortes sólo se reunían para defender ante el Rey los argumentos de sus vasallos con mandato imperativo55 y para aprobar los impuestos o reconocer al nuevo monarca; mientras que con el segundo se acogen a la nueva legislación liberal que contempla la representación por medio de elecciones.

Para demostrar la culpabilidad de los imputados se recurrió a la incautación y revisión de documen-tación que los diputados tenían en su poder: notas

55 Inmaculada Simón Ruiz y Eva Sanz Jara, “Las instrucciones de los diputados americanos a la Junta Central” en Alfredo Ávi-la y Pedro Pérez Herrero (comps.), Las experiencias de 1808 en Iberoamérica, Universidad de Alcalá/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2008.

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personales, información que les mandaban de sus provincias, instrucciones, periódicos, propaganda... No obstante, cuando se vio que ésta era insuficien-te, se acudió a los Diarios de Sesiones y, por último, se procedió a atender denuncias de todo tipo en las que no se presentaba ninguna prueba de lo imputado. Nos interesa, particularmente, la importancia que se dio a los documentos incautados a los diputados que pasaron en estas circunstancias a ser motivo de per-secución y el intento de apropiación de dichos docu-mentos por parte de los acusadores en el desarrollo general del los procesos fernandinos. Por último, nos parece relevante revisar los argumentos utilizados por los imputados en su defensa mientras se realiza-ban los procesos.

Mayo de 1814: Comienza la persecución

El Tratado de Valençay, firmado el 11 de diciembre de 1813, supuso el reconocimiento de Fernando VII como Rey de España e Indias por parte de Napoleón, si bien no se aludía en él al carácter, absolutista o constitucional, en que este reinado se llevaría a cabo. La Constitución de 1812 ya había entrado en vigor y las Cortes se reunieron de manera secreta para emitir un decreto el 2 de febrero de 1814 que establecía que el Rey debía firmarla si quería acceder al trono. Poco después, el 24 de marzo de 1814, Fernando VII fue entregado por los franceses a las autoridades militares españolas que lo escoltaron hasta Gerona. Las mismas Cortes habían trazado un itinerario que el monarca debía seguir a su regreso a España y lo primero que hizo éste fue eludirlo para dirigirse a Zaragoza bajo invitación de la Diputación Provincial56. Ésta fue, y no la anulación de todo lo legislado en las Cortes, la primera decisión política 56 Miguel Artola, La España de Fernado VII, Espasa, Madrid, 1999.

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de “El Deseado” al volver a territorio español. Como relata Artola, los primeros días los dedicó el Monarca a comprobar quiénes eran sus aliados y cuáles las posibilidades que tenía de recuperar el trono por completo o de hacerlo sometido al dictado de las Cortes. El día de su entrada en Valencia, el 16 de abril de 1814, recibió la Constitución que debía firmar según decreto, pero también un diputado, Mozo de Rosales, le entregó un documento en el que se le animaba a no hacerlo, alegando su ilegalidad. Se trata del texto conocido como Manifiesto de los Persas.

Una vez barajadas sus posibilidades, Fernando VII, por Real Decreto del 4 de mayo de 1814, declaró nula toda la obra de las Cortes de Cádiz basándose precisamente en dicho manifiesto57. El decreto podría ser calificado como conciliador si tenemos en cuenta que se esforzaba en argumentar la ilegalidad de las Cortes y, por tanto, de todo lo legislado por ellas, apoyándose en la supuesta ilegitimidad de los diputados. Más conciliador parece aún si lo comparamos con los posteriores decretos de persecución y con la radicalidad con la que Fernando VII terminaría restituyendo el absolutismo.

Pocos días después de la emisión del Real Decreto, el mismo día en que se hizo público, el 10 de mayo de 1814, el Capitán General Francisco Eguía, fue comisionado por el Rey para cerrar el Congreso, sellar el archivo y la biblioteca del mismo y detener a 24 diputados acusados de haberse extralimitado en sus funciones. La Real Orden de detención instaba, además, a que se les ocuparan aquellos papeles que pudieran servir para calificar su conducta ilícita58.

57 Decretos del Rey Don Fernando VII. Año Primero de su Res-titución Al Trono de las Españas, Madrid, en Imprenta Real, año de 1819, págs. I y ss.58 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Expo-

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Durante algunos días se examinaron los documentos incautados y por otra Real Orden de 20 de Mayo se mandó a los jueces de policía que formaran las causas sin otros hechos, por entonces, que los que pudieran sacarse de los papeles personales porque -como se aseguraba en ella- en las Secretarías de Despacho no se tenía noticia de que existieran documentos que pudieran influir para la instrucción de estos expedientes.59 Como no se encontraba nada en los archivos particulares, un Auto del 21 de Mayo mandaba agregar a estos documentos las Actas y Diarios de Sesiones porque como señalan los encausados en su defensa: No habiendo los Sres. Jueces hallado en ellos [los papeles incautados] sombra de crimen, la convirtieron en un proceso general contra las Cortes ó más bien contra nosotros como diputados de ellas.

En este contexto aparece Miguel Lardizábal y Uribe, diputado originario de Tlaxcala, aunque residente en España. Nombrado representante por Nueva España para la Junta Central de 1808, en 1810 formó parte de la Regencia, pero fue desterrado por escribir un manifiesto contra las Cortes. A su regreso, Fernando VII lo nombró Ministro Universal de Indias. Cuando ese ministerio fue suprimido el 18 de septiembre de 1815, pasó a ser consejero de Estado. Durante el proceso de incautación de documentos, Lardizábal solicitó a los diputados americanos que antes de regresar a sus respectivas provincias u ocupaciones entregaran las Instrucciones que les sición original de varios diputados a Cortes procesados el año de 1814, dirigida al Ministerio de Gracia y Justicia, con varios documentos relativos a ella y respuesta a los cargos de su cau-sa”, referencia del documento escaneado en el Archivo: H3-12-0004r, f.1. A partir de ahora y si no se indica lo contrario, todas las referencias a este documento aparecerán como “Exposición original…” seguido del número de foja.59 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposi-ción original…”, f.1 y v.

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habían hecho llegar sus representados (oralmente o por escrito) para solucionar los problemas de América. De este modo, las Instrucciones pasan a convertirse en pruebas para los juicios que estamos tratando. Viene a corroborar su importancia la insistencia de Lardizábal que señalaba a los diputados que, de no tenerlas en su poder, dieran noticia de si estaban pendientes de resolución de las Cortes o en las Secretarias de Despacho.

Cuando Lardizábal solicitó al Rey permiso para pedir esta documentación señaló que también debían hacer que la entregaran los diputados suplentes porque, aunque la mayoría eran representantes de provincias sublevadas, y por tanto no habrían mandado instrucciones al diputado, podía suceder que algún grupo de partidarios de continuar unidos a la Península hubieran elaborado algunas para enviarlas allí. También solicitó las Actas Secretas para […] proceder a la instrucción de las causas en que están entendiendo de Real Orden contra varios ex-diputados de las Cortes Generales y Extraordinarias,60 recibiéndolas poco después.

El que pidiera ambas cosas a la vez muestra que no tenía precisamente “intenciones conciliadoras” sino que estaba buscando pruebas acusatorias. Aunque la petición de Instrucciones de manera aislada podría interpretarse como una intención de conocer los problemas de las provincias para procurar ponerles remedio, la solicitud simultánea de las Actas Secretas deja ver que su pretensión era encausar a los diputados por su participación en los debates para detectar si dicha participación estaba de acuerdo o no con lo indicado en sus Instrucciones. Esta afirmación sería contraria a la opinión de Beatriz Rojas, que sostiene que la solicitud de dichos textos se trataba 60 Archivo General de Indias (en adelante AGI), Indiferente General, expediente 1354, años 1812-1814.

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de un acto de buena fe para tener constancia de los problemas americanos y no como el preámbulo de las represiones posteriores61. Creemos que esta última explicación es más acertada porque explica la escasa respuesta recibida por los diputados que quedaron en la Península, que no se dieron por enterados y evitaron a toda costa presentar ningún documento que pudiera comprometerlos. Sólo las presentaron los que consideraban que su contenido no los comprometía, como el ex-diputado por Puebla, ex-presidente de las Cortes recién cerradas y firmante del Manifiesto de los Persas, Joaquín Antonio Pérez, que presentó un resumen de las que le había entregado el Ayuntamiento de Puebla, aclarando, eso sí, para evitar posibles represalias sobre su persona, que él no las había defendido en las Cortes por considerarlas irrelevantes62.

Los perseguidos

En la “caza de brujas” desatada en 1814 contra afrancesados, diputados e intelectuales liberales no se hizo distinción entre peninsulares y americanos; ni entre suplentes y diputados electos por sus provincias; ni entre clérigos y seglares; o diputados de las Cortes extraordinarias y los de las ordinarias. En muchos casos se libraron los americanos porque ya habían regresado a sus hogares al finalizar su período legislativo, pero una buena parte de ellos sufrió penas y castigos tanto en la Península como en América.

Tenemos constancia de las primeras detenciones según quedaron registradas en El Procurador63.

61 Rojas, 2005.62 Simón Ruiz, 2004.63 Reproducido en Jorge Mario García Laguardia, Centroamérica en las Cortes de Cádiz, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

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Fueron presos los dos Regentes Ciscar y Agar; los diputados de las Cortes extraordinarias, Muñoz Torrero, presidente de la comisión de la Constitución, Argüelles y Oliberos, y otras miembros de la misma como Villanueva, Calatrava y Zumalacárregui; algunos diputados de las Cortes ordinarias como Cepero, García Page, Martínez de la Rosa o Canga Argüelles; también diputados de ambas asambleas como Terán, Ramos Arizpe, Larrazábal y Feliú; secretarios de despacho, como García Herreros, Álvarez Guerra, O´Donojú y Cano; y, tampoco se libraron varios particulares como el conde de Noblejas y su hermano; Quintana, Doménech, los Pereiras, los cómicos Gil y Maíquez, y editores de periódicos como Manrique, del Redactor General y Ramago, del Conciso.

Después fueron apresados algunos más, todos aquellos que no lograron huir a tiempo del país –como fue el caso del Conde de Toreno, Joaquín Caneja, Díaz del Moral, Istúriz, Cuartero, Tacón, Rodrigo- y que fueron denunciados ante las autoridades por sus ideas liberales o sus expresiones negativas contra la figura de Fernando VII.64 Algunos, como el ex - diputado Villanueva Astengo, no quisieron marcharse a pesar de las amenazas que se cernían sobre ellos; otros se presentaron, incluso, voluntariamente ante los requerimientos de las autoridades en un esfuerzo por demostrar la normalidad del proceso constitucional.

Como veremos más adelante, estos últimos y varios otros apresados la misma noche del de 10 de mayo no mostraron temor porque consideraban que su labor había sido perfectamente legítima y quisieron

64 Una lista más completa de los perseguidos a lo largo de todo el período la presenta, en un documento localizado en la Biblio-teca Nacional de España, el diputado y también preso Joaquín Lorenzo Villanueva Astengo, “Apuntes sobre el arresto de los vocales de cortes ejecutados en mayo de 1814”, Madrid, 1820.

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llevar esta idea hasta el final. A causa de esto sufrieron prisión, incautación de bienes y rentas, destierro y desprestigio social, si bien los que sobrevivieron a todo esto lograron el perdón en 1820.

De entre los que sufrieron prisión vamos a destacar dos casos que nos llaman la atención porque evidencian el temor que los absolutistas tenían a la propagación de ideas contrarias a las suyas. Se trata de dos religiosos, Antonio Larrazábal, diputado por Guatemala para las Cortes extraordinarias y para las ordinarias; y Manuel López Cepero, diputado por Cádiz para las ordinarias de 1813, de los que se temía que a través del púlpito propagaran aquello que ya no se podía difundir a través de la prensa una vez restituida la censura. El primero sufrió prisión aun a pesar de que varias comunidades religiosas y civiles guatemaltecas enviaron al Rey cartas solicitando su indulgencia. Fue condenado a seis años de reclusión en el convento que señalara el obispo de Guatemala, que todavía pertenecía a la Corona, para que bajo su dirección se dedicara a “aprender religión y fidelidad a su Rey”65. Después de sufrir un largo periplo por prisiones de Cádiz y de La Habana, llegó a Guatemala donde lo destinaron al convento de Belén, del cual, según instrucciones estrictas dadas al prior, no podría ni salir del recinto del convento, ni recibir vistas, ni enviar o recibir correspondencia. Tanto temían a su posible influencia que incluso se llegó a rogar desde Guatemala a las autoridades españolas que lo retuvieran en la Península para evitar que imitara las actitudes sediciosas practicadas por otros ex diputados que habían regresado de las Cortes con ideas peligrosas para la continuidad del Antiguo Régimen.

López Cepero, tras un intento de asesinato fallido sufrido en abril de 1814, fue enjuiciado y enviado a 65 García Laguardia, 1994.

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prisión en la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla. Como comprobaron que se las ingeniaba para mantener cierto contacto con el exterior, lo mandaron a la Cartuja de Cazalla de la Sierra, un lugar donde permaneció totalmente incomunicado y del que no salió hasta 1820, año en que fue designado diputado por Sevilla.

Las acusaciones

Como hemos visto, varios son los documentos acusatorios utilizados antes y durante los procesos fernandinos: el Manifiesto de los Persas, el Memorial de Cargos y las propias Causas de Estado abiertas por Fernando VII contra los diputados66. Como señalábamos con anterioridad, una acusación previa, sin nombres concretos, es la realizada en el Manifiesto de los Persas del 12 de abril de 1814. En él se afirma en el punto 41 con claridad que los diputados no tenían derecho a legislar porque “carecían del voto de la Nación para ello”; también se asevera en el punto 47 que no contaban con la voluntad de sus provincias. Por otra parte, se protesta en el punto 100 de dicho manifiesto porque en la Constitución se había establecido que en el poder otorgado por los electores se diría que los diputados: […] puedan acordar y resolver cuanto entendieren conducente al bien general de la Nación en uso de las facultades que la Constitución determina y dentro de los límites que la misma prescribe, sin poder derogar, alterar o variar alguno de sus artículos bajo ningún pretexto. Se preguntan en el punto 100 si eso es libertad y dicen: ¿Unos emigrados sin representación legítima han de atribuirse autoridad para sellar los labios de la nación entera, cuando junta en Cortes va a tratar de lo que más le interesa?, ¿Cuándo jamás se puso 66 Archivo Histórico Nacional (en adelante AHN), Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajos 6289-6314.

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tal coartación a las Cortes de España, cuyo primer encargo era la concurrencia con amplios poderes?, ¿Y aquí hubo valor de privar la libertad de las Provincias, para que cerrasen sus ojos a cuanto en Cádiz se había escrito?

Más adelante, aparecen críticas por la obligación de los diputados a jurar guardar y hacer guardar la Constitución porque juzgan que es irreconciliable con la libre función de un “Diputado de Provincia” porque dicha provincia podría juzgarla, incluso, perjudicial a sus derechos.

El Memorial de Cargos, redactado por el licenciado Segovia, es más específico según señalan los inculpados67. Hay varios cargos, como el número 28, en los que se dice que los diputados no tenían derecho a legislar, que sus poderes y el motivo de la reunión era para proporcionar auxilio al Rey, no para cambiar las leyes del reino. En este punto la acusación incurre en un error, no sabemos si premeditado o no, al confundir las antiguas convocatorias a Cortes durante el Antiguo Régimen y no contemplar la convocatoria que ya en el momento de su preparación, en la denominada “Consulta al País” de 1809, realizada para establecer cómo y para qué se convocarían dichas Cortes, preveía que una de las funciones de las nuevas, sería que debían establecer medios para mejorar la legislación y desterrar los abusos.68

67 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposi-ción original…”.68 “Decreto sobre reestablecimiento y convocatoria de Cor-tes expedido por la Junta Suprema Gubernativa del Reino”, 22 de mayo de 1809. Edición digital a partir de Fernández Martín, Manuel, Derecho parlamentario español. Tomo II, Madrid, Imp. de los Hijos de J.A. García, 1885, pp. 559-561. Tomada de http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=12179&portal=56 el 15 de abril de 2009.

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Las causas de Estado emprendidas a partir de 1814 contra numerosos diputados a Cortes constituyen el núcleo de la persecución de Fernando VII contra las corrientes anti-absolutistas en general, y contra los diputados a Cortes en particular. En ellas se evidencian muchos de los temas apuntados hasta ahora.

La acusación en general se hace por la “conducta política”. Las causas pretenden, en principio, apoyarse en pruebas extraídas de documentos de los diputados que les son confiscados. Por ello, insistimos, en todas ellas se ordena la incautación de “papeles” a los detenidos. En la causa de los ex regentes Manuel Ciscar y Pedro Agar se manda “secuestrar y sellar todos los papeles”, así como “proceder inmediatamente a un escrupuloso examen de todos los papeles aprendidos”69; en la de Miguel Antonio Zumalacárregui se utilizan como documentos inculpatorios los Poderes del diputado a Cortes. Al acusado le interrogan sobre ellos y se ordena el reconocimiento de sus papeles que tienen relación con su conducta política70. En la causa contra Nicolás García Page se manda también la “ocupación de sus papeles por los abusos que hizo como diputado en Cortes y otros varios excesos”.71

Llama la atención el caso de Zumalacárregui, al que se le piden los Poderes por considerar que no estaban en regla, ya que había una comisión especialmente encargada de revisar dichos documentos antes de otorgar a los portadores la credencial de diputado. Si los Poderes (que, como

69 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6289, exp.1.70 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6290, exp.371 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo, 6292, exp.1.

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ye hemos visto, tenían que contemplar según la convocatoria un contenido específico) no estaban bien redactados, la responsabilidad no debía recaer sobre Zumalacárregui sino sobre quien los redactó o sobre la comisión que los dio por válidos.

Otro caso igualmente cuestionable es el pre-sentado contra Antonio Larrazábal,72 Diputado por Guatemala, a quien se incautaron las Instrucciones que un sector del Ayuntamiento de la capital le había entregado para que hiciera su defensa en las Cortes. El caso de Larrazábal ha sido ampliamente estudia-do73, y sus Instrucciones han sido publicadas en di-versas ocasiones74. No es tema de este trabajo anali-zarlas, pero sí es importante señalar que la comisión encargada de juzgarlo no tenía derecho a enjuiciarlo por el contenido del texto, ya que éste había sido re-dactado por otras personas y entregado al diputado para su defensa como especificaba la ley y, por tanto, el guatemalteco no había incurrido en ninguna falta al cumplir su cometido. Las críticas contra el texto 72 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo, 6292, exp.1.73 García Laguardia, 1994. El primero en publicarlas fue el pro-pio Larrazábal en Cádiz en 1811, edición que fue reeditada en Guatemala en 1953 modernizando la ortografía. Se trata de una edición muy especial que se halla en el AGI y que fue anotada por el General Bustamante y Guerra para utilizarla en el juicio contra Larrazábal. Agradecemos a Xiomara Avendaño Rojas que nos proporcionara esta noticia y una copia del texto. De este ejemplar se han hecho impresiones en los anales de la Sociedad Geográfi ca e Historia de Guatemala en 1943 y en la Editorial del Ministerio de Educación Pública, diez años después.74 “Instrucciones para la Constitución fundamental de la Mo-narquía española y su gobierno, que ha de tratarse en las próxi-mas Cortes generales de la nación. Dadas por el MI Ayuntamien-to de la MN y L Ciudad de Guatemala, a su diputado el Sr. Dr. D. Antonio de Larrazábal, canónigo penitenciario de esta Santa Iglesia Metropolitana. Formadas por el Sr. D. José María Peina-do, regidor perpetuo y decano del mismo Ayuntamiento. Las da a luz en la ciudad de Cádiz el referido Diputado”.

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se centran sobre todo en la influencia que tuvo en la elaboración de la Constitución de 1812, pero no podemos olvidar que dicha Constitución fue firma-da por todos los diputados, algunos elegidos, otros suplentes, pero todos representantes de sus provin-cias y muchos de ellos, como Antonio Joaquín Pérez, reconvertidos en censores de la misma tan sólo dos años después de haberla redactado.

Cuando no se encontraron evidencias que inculparan a los detenidos en los “papeles” incautados, se pasó a sustentar la acusación en pruebas mucho más vagas, tales como: “haberse repartido papeles subversivos en esta Corte” o “haber impedido que se restableciera el Consejo de la Suprema Inquisición”, como es el caso antes referido de Pedro Agar y Gabriel Ciscar. No obstante, suele afirmarse que los supuestos documentos que probarían tales acusaciones no se han encontrado y, por tanto, forman parte de lo que se denomina “papeles perdidos”. Debido a que son “papeles perdidos”, no sabemos a ciencia cierta su contenido; ni siquiera podemos asegurar su existencia. Sin embargo, todo parece indicar que esta cuestión de los papeles perdidos fue básicamente un argumento usado para denostar a los acusados. Hipotéticamente, dichos papeles contenían información subversiva y de alguna forma aparece implícito que fueron perdidos por los inculpados a propósito. No obstante, es necesario tener en cuenta que los diputados que fueron detenidos, especialmente los primeros, no tuvieron tiempo de desembarazarse de ningún documento porque no fueron alertados de su inminente apresamiento.

Por otra parte, también se acusa a los diputados de haber vertido afirmaciones como que la soberanía reside en la nación75 o de haber proferido expresiones 75 Caso contra Manuel López Cerero, AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6290, exp.1.

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ofensivas contra el Rey, como la de “es necesario cortarle el pescuezo”76 o como que “el Rey era un tirano cruel, un indigno” y proclamar la necesidad de “una revolución para librarse del yugo tiránico”77. Todo ello estaba basado, únicamente, en el testimonio de personas que decían haber escuchado tales declaraciones.

Otras veces son aún más vagas las acusaciones, como en las causas formada por “ser tumultuarios”, “sostener la causa de la Constitución y promover a los liberales” o por sospechar que trataban de formar partido para que en la noche del 17 de mayo, en que había de salir el Rey a ver la iluminación, se gritasen consignas del tipo: “viva la Constitución y muera el Rey si no la jura”. Otras causas se forman a imputados por “afrancesados”, por “proferir vivas a Napoleón”, por participar en charlas de café o por colaborar con periódicos liberales, cosas todas ellas que no estaban prohibidas en 1812 pero que se querían prohibir en 1814. Destacan otras acusaciones, todas ellas basadas en rumores, en denuncias de supuestos testigos contra detenidos que no eran diputados:

[…] los que eran conocidos por los corifeos en las Cortes y demás sitios públicos, donde ganaban y dirigían a sus prosélitos; y los que no eran diputados y promovían desde las galerías el desorden con palmadas y palabras injuriosas contra los diputados; […] constaba igualmente que había varios clubs que se correspondían entre sí y preparaban las materias que se habían de tratar en las Cortes, convidándose mutuamente para asistir a ellas a sostener el partido […] donde se juntaban varios clérigos, tenidos por jansenistas, y algunos seglares

76 Contra Matías Monteagudo, AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6291, exp.1.77 Causa contra Miguel García, subteniente del Regimiento de Infantería de Galicia, AHN, Comisión de Causas de Estado, Con-sejos, Legajo 6291.

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declarados por la facción; […] sin duda había un plan secreto a que se conformaban todos estos clubs y sujetos, pues siempre habían entrado muy unidos en opinión, y lo que uno decía en cualquiera parte, luego se aprobaba en todas y por todos los liberales; que de estos clubs salían propagandistas a las provincias para formar la opinión pública, como ellos decían; […] para estos cargos eran designados los hombres más inmorales e impíos y republicanos en sus principios, observando que tenían preferencia los que habían sido penitenciados por la Santa Inquisición […]78

Aparecen también acusaciones por injurias contra la real persona de Su Majestad y por ser sospechosos en general, como declaró un acusador contra Marcos de la Peña García que […] escondió al hijo del boticario de la calle de Santiago el que hacía el Redactor Francés, quien expresó tenía dos pistolas para matar a SM el día de la entrada a su real corte […]79.

La defensa

Las dos líneas generales utilizados por los diputados en su defensa a nivel individual fueron insistir en la lealtad al Rey y afirmar que en todo momento se había actuado con ella como guía y que siempre se comportaron conforme a la legalidad vigente; legalidad que, por otra parte, estaba siendo infringida con esta persecución.

Por otro lado, un grupo de diputados conformado por Diego Muñoz Toreno, Manuel López Cepero, Ramón Feliú, Miguel Ramos Arizpe,

78 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6298, exp.2.79 AHN, Comisión de Causas de Estado, Consejos, Legajo 6300, exp.4.

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José de Zorraquín, Joaquín Lorenzo Villanueva, Nicolás García Page y Juan Nicasio Gallego, preparó una larga exposición en su defensa a las acusaciones vertidas tanto en el Manifiesto de los Persas, y en el Memorial de Cargos, basado en el primero, como en las Causas de Estado que se ordenaron para cada caso en particular. Dicha exposición consiste en una serie de documentos de 779 hojas y unas 2000 citas en la que la principal línea de defensa es el argumento de que respondían a la solicitud de Fernando VII de reunirse para dar nuevas leyes a la Nación española realizada el 1 de enero de 1810 por la Junta Central. Señalan que los firmantes del Manifiesto de los Persas están acusándolos de haber hecho lo mismo que ellos, ya que todos habían participado en las sesiones de Cortes y aprobado la Constitución. Es más, en muchas ocasiones votaron juntos a favor o en contra de las mismas leyes. Por esta razón, se dice, el proceso está lleno de contradicciones y de calumnias.80

Otro de los principales argumentos utilizado por quienes elaboraron esta exposición se concentró en la defensa de la inviolabilidad de los diputados, asegurada para todos ellos incluso después del regreso al antiguo orden de cosas cuando por Real Decreto de 1 de junio de 1814 se mandó “expresamente y en general que a nadie se persiga por sus opiniones”81.

Dentro de esta defensa frente a los Persas, los

diputados imputados alegaban que los primeros mentían al decir […] que no teníamos poder

80 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposi-ción original…”81 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposición original…”, Dentro de este tomo se encuentra un documento, el número 5, “Exposición de los diputados sobre su derecho de in-violabilidad” donde se presenta una muy elaborada defensa de dicho derecho. El documento se puede consultar en este fondo escaneado por el Archivo con la referencia H3-12-0741r.

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especial ni general de las provincias82 cuya falsedad se demuestra con el poder ilimitado que se nos dio a todos bajo la formula que circuló la Junta Central en la instrucción que acompañaba a su decreto del 1 de enero de 1810. Los Persas decían que los que formaron la Constitución no tenían la voluntad de las provincias que estaban en guerra y por eso no habían podido enviar poderes a sus representantes y que esta imposibilidad no suplía el consentimiento expreso que es necesario. Se trata de una argucia legal de los firmantes del Manifiesto cuyo contenido no deja de ser cierto pero también hay que insistir en que la comisión de poderes dio algunos de estos Poderes por válidos (y que además contaban con una fórmula oficial redactada por la Regencia y aceptada por todos), como señalábamos en el caso de Zumalacárregui, y que eso debía ser considerado como válido máxime teniendo en cuenta que durante todo el período constituyente se aceptó su presencia y su opinión como la del resto de los diputados que sí traían poderes desde sus provincias.

En la exposición de su defensa, los encausados al referirse a la inviolabilidad de los diputados afirman que ellos jamás la reclamaron en las Cortes para sostener sus opiniones pero que es un derecho antiguo:

[…] se convencerá V.E. de que la inviolabilidad o esención de responsabilidad en sus opiniones por derecho natural y de gentes es esencial al caracter de los individuos de todo cuerpo representativo de una Nación -y subrayan carácter- que por lo mismo han sido siempre inviolables los diputados de las Cortes de España sin que pueda citarse uno solo que fuese reconvenido en juicio, aun por dictámenes o votos, de que se citan exculpos83.

82 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposi-ción…”, f.11.83 ACD, Fondo Reservado de Fernando VII, Tomo 12, “Exposi-ción…”, f 19v.

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Efectivamente, el Decreto de 28 de noviembre de 1810, por el que se dio la prerrogativa de inviolabilidad a los diputados, decía que:

[…] jamas debe molestarse e inquietarse á los Diputados por las opiniones y dictámenes que manifiesten, para que tengan la libertad que es tan indispensablemente precisa en los delicados negocios que la Nacion confia a su cuidado… Que ninguna autoridad, de cualquiera clase que sea, pueda entender ó proceder contra los Diputados por sus tratos y particulares acciones durante el tiempo de su encargo y un año después84.

Pero llama la atención que acudan también al derecho de gentes para reclamarlo, ya que es cierto que en las Cortes medievales se gozó de tales prerrogativas pero no fue así en las Cortes modernas. La inviolabilidad de los diputados entendida como se entendió en Cádiz no es heredera de las Cortes castellanas, barridas del mapa por la presión del absolutismo, ni siquiera del viejo parlamentarismo inglés, sino de la Revolución Francesa85, no obstante, los diputados en su defensa no se atreven a alegar dichos principios y se retrotraen al pasado.

Tomar como antecedente las antiguas leyes podría dar más legitimidad a su defensa frente a los defensores del absolutismo. Ello se debe a que tras 19 meses de arresto lo que querían señalar en el documento es que no estaban defendiendo ni la obra de las Cortes ni las opiniones vertidas entonces sino que 84 “Confi rmación de la inviolabilidad de los diputados de Cor-tes y declaración de los términos, en que civil ó criminalmente se puede intentar acción contra los mismos” en Colección de los decretos y ordenes que han expedido las Cortes Generales y Ex-traordinarias desde su instalación el 24 de septiembre de 1810 hasta su igual fecha de 1811, Imprenta Real, Cádiz, 1811.85 Salustiano de Dios, “Notas sobre la inviolabilidad e inmuni-dad de los diputados en las Cortes de Cádiz”, Revista catalana d´historia del dret, nº 1, 1996, p.668.

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tenían derecho a hacerlo y a no ser detenidos por ello. Que los redactores del Manifiesto y del Memorial de Cargos lo sabían pero que “venganza y sed de sangre” era lo que los había movido a hacer las denuncias además de constituir una manera de acercarse al monarca para obtener de él recompensas.

Citaremos una última fuente en lo que se refiere a la defensa, un impreso elaborado por uno de los diputados encausados, Villanueva Astengo. En él se esgrimen bastantes argumentos a favor de los inculpados y en contra del proceso que contra ellos se emprendió, más allá de las defensas basadas en la fidelidad al Rey que aparecen en las testificaciones de la mayoría de los acusados (lógicas si se tienen en cuenta las circunstancias, y ciertas ya que ellos verdaderamente estaban actuando en la legalidad que se estableció ante el vacío de poder).

Villanueva se erige en adalid de los encausados, de ahí la importancia de este documento y de ahí que consideremos conveniente citarlo de modo extenso. En general, el impreso relata quejas de cómo fue llevado a cabo el proceso y lo califica de ilegal por muchos motivos. Afirma Villanueva para empezar que, según la ley, los diputados no pueden testificar contra sus compañeros. Habla de modo bastante negativo sobre los informantes y también critica la actuación de los jueces para concluir que todo el proceso fue muy irregular. El autor describe la cuestión que hemos tratado más arriba, de la exigencia a todos los acusados de que entregaran sus papeles para revisarlos y de cómo estos documentos no aportaron ninguna prueba para la acusación. El diputado achaca a la mala fe que se siguiera adelante con el proceso a pesar de todo. En sus palabras:

Arrestadas estas personas […] y ocupados y examinados sus papeles, dieron parte los jueces a SM

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[…] En aquel momento no aparecía aún cuerpo del delito, ni papel ninguno en las casas de los presos que sirviese de apoyo legal al deseado proceso. Si en este escrutinio procedieran los jueces como jueces, esto es, con imparcialidad, no buscando únicamente lo malo que no había, sino lo bueno que había, y al parecer incomodaba; mostrarán que habían hallado pruebas del decidido amor de algunos de los presos al Rey y a la patria.

Aun no habiéndose encontrado ninguna causa en los documentos para que los detenidos siguieran estándolo, así permanecieron, lo que Villanueva califica de ilegal. Sin papeles que inculparan a los acusados, señala, se decide pasar a interrogar a informantes, a los que el ex - diputado por Valencia se refiere en estos términos:

[…] antes de comenzar esta causa se dio por cierto a nombre del Rey que hubo crimen, y que este crimen lo cometieron algunos diputados; ¿quién hubiera osado poner en duda estos dos hechos, o dar por incierto lo que a nombre del Rey se había dado por cierto? Así es que nadie habló sobre si hubo o no crimen: ni sobre si ese crimen fue o no cometido por diputados, porque lo uno y lo otro se había asegurado en reales órdenes, sino sobre qué diputados eran los delincuentes […] Viendo los informantes que los presos lo estaban de orden del Rey: cuando no dirigiese su pluma el odio o la venganza personal, era fácil que influyese en ellos la lisonja; y aun estaba expuesta la buena fe a recelar que la anticipada prisión, cuando menos, era indicio de ser estos presos los delincuentes que se deseaban hallar.86

86 Villanueva Astengo, Apuntes sobre el arresto de los vocales de Cortes, ejecutado en mayo de 1814 escritos en la cárcel de la Corona por el diputado Villanueva, uno de los presos, Im-prenta de Don Diego García Campo y Compañía, Madrid, 1820, p.45.

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Villanueva niega, por último, que los diputados pagaran a los asistentes a las galerías para que profirieran insultos en contra de sus enemigos políticos, alegando que se trataba de comentarios espontáneos. También trata la autorización de los escritos y periódicos insolentes y subversivos y las tertulias en los cafés, que se utilizan como pruebas para acusar a los diputados. Villanueva dice en defensa de los éstos, que en todo momento se persiguió el objetivo de la unión de España, además de que son acusaciones vagas y carentes de base. Lo que más llama la atención de la defensa de Villanueva como la del resto de los imputados es que no acuda, sin embargo, a la defensa de la libertad de imprenta. Debía existir una consigna entre los acusados de no basar su defensa en disposiciones emanadas de las Cortes siempre que esto fuera posible. También afirma que no hubo excesos por parte de los diputados puesto que éstos contaban con poderes que les permitían actuar como lo hicieron:

Excedieron de sus poderes, dice el fiscal. ¿Dónde están las pruebas de ese exceso? No pudieran ser otras sino perjuicio de la Nación y ofensa de los derechos del Rey. Mas decretos que trajesen consigo ese estrago, ¿pudieran haber sido jurados y respetados y aplaudidos por los tribunales, por las autoridades civiles, por los obispos, por los cabildos, por el clero todo y el pueblo español, que sostenía tan sagrada lucha por conservar ilesos sus derechos y los de su monarca?87

87 Villanueva Astengo, Apuntes sobre el arresto de los vocales de Cortes, ejecutado en mayo de 1814 escritos en la cárcel de la Corona por el diputado Villanueva, uno de los presos, Im-prenta de Don Diego García Campo y Compañía, Madrid, 1820, p.370.

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Conclusiones

Tras el análisis detenido de las causas de estado contra los diputados e intelectuales, del Manifiesto de los Persas y de la Exposición que hicieron algunos diputados de manera conjunta en su defensa, podría afirmarse, como lo hace el diputado Villanueva Astengo en su revelador documento, que no se trató de un verdadero juicio. Todo parece indicar que el proceso había sido llevado a cabo de manera previa; que la decisión ya estaba tomada y lo que se denomina “juicio” es en realidad una búsqueda de pruebas que corroboraran dicha decisión inculpatoria. La consigna es inculpar, las razones que justifiquen la acusación se buscan con posterioridad y si no se encuentran en los impresos se hace uso de testimonios orales basados en rumores.

Se da inicio a la búsqueda de pruebas acudiendo a los papeles de los diputados; al no obtenerse resultados, se recurre a los Diarios de Sesiones y otros papeles de Cortes y, como éstos tampoco arrojan suficientes evidencias de culpabilidad, se termina prestando oídos a testimonios, inducidos por los propios acusadores, difícilmente comprobables y a rumores de todo tipo.

A través del análisis de los procesos, contemplamos como se regresa al Antiguo Régimen en poco menos de un mes: el tiempo necesario para que se abandone la confianza en la palabra escrita y se pase a la confianza en el rumor. Desde el texto que definíamos como “moderado” más arriba, el Real Decreto del 4 de mayo de 1814, basado en el Manifiesto de los Persas, a los procesos transcurren menos de treinta días; tiempo que coincide con el viaje de Fernando VII desde que es entregado por los franceses a las autoridades españolas, desoye las indicciones del congreso al dirigirse a Zaragoza,

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recibe la Constitución y el Manifiesto de los Persas en Valencia y llega a Madrid. Podría afirmarse que el Rey hace su entrada en la Península con cierta prudencia, de ahí el carácter “tímido” del documento del 4 de mayo y que no fuera impreso hasta el día 10, pero según avanza hacia la capital va recibiendo muestras de apoyo incondicional que hacen que sus intenciones de gobierno se radicalicen, llegando así al momento más “ilegal” de los procesos.

Consideramos necesario terminar apuntando algo importante sobre uno de los temas con que iniciábamos este texto: la persistencia del miedo. Aunque nosotros nos hemos centrado en el de los diputados encausados, no es exclusivo de ningún grupo, sino que fue sufrido por unos y otros sucesivamente. Tenían temor los políticos pro-absolutistas antes del regreso de Fernando VII, también el propio Rey en esos años previos a 1814 y al llegar a la península, lo tuvieron los anti-absolutistas en Cádiz y en el período de procesos, lo padecieron nuevamente en 1820 los anti-absolutistas, cuando los liberales alcanzan el poder, y, de nuevo, lo sufren los liberales en 1824. El miedo funciona, así, como una forma de autocensura pero también empuja a salir a la calle a reivindicar lo que sea con tal de que a uno no lo señalen o a denunciar a los demás para permanecer del lado del poder, como señala Artola al dudar de la espontaneidad de los absolutistas en 1814 y de la de los liberales en 182088.

En ocasiones, las provincias emitieron unas Instrucciones y los diputados y publicistas defendieron unas ideas cuyo contenido podía parecer subversivo en 1814 aunque no lo era en 1810-12 y mucho menos antes de 1808. La ocultación de las “pruebas” y el empeño en legislar sobre inviolabilidad de los 88 Miguel Artola, La España de Fernado VII, Espasa, Madrid, 1999.

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diputados así como la renuncia de los mismos en su “Exposición” a basarse en las leyes nuevas, haciéndolo por el contrario en las antiguas para asegurar su lealtad, hablan de este miedo. La represión explica el olvido historiográfico de algunos documentos (como las Instrucciones) y también el que se mantengan idas equivocadas en torno a las pretensiones de las provincias americanas. Afortunadamente, cuestiones como éstas están siendo revisadas en estudios más recientes y vamos constando que las iniciativas y las ideas evolucionan y que las influencias ideológicas son de ida y vuelta. Efectivamente, la Constitución de 1812 influyó en América pero es que la Constitución de 1812 también es americana, como lo eran muchos de los diputados que la redactaron. La represión sufrida sobre ellos por parte de Fernando VII así lo evidencia.

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Fuentes de archivosArchivo del Congreso de los Diputados (ACD), Fondo

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“Instrucciones para la Constitución fundamental de la Monarquía española y su gobierno, que ha de tratarse en las próximas Cortes generales de la nación. Dadas por el MI Ayuntamiento de la MN y L Ciudad de Guatemala, a su diputado el Sr. Dr. D. Antonio de Larrazábal, canónigo penitenciario de esta Santa Iglesia Metropolitana. Formadas por el Sr. D. José María Peinado, regidor perpetuo y decano del mismo Ayuntamiento. Las da a luz en la ciudad de Cádiz el referido Diputado”.

Llorens, Vicente, Liberales y románticos, Castalia, Madrid, 2006.

Pegenaute, Pedro, Represión política en el reinado de Fernando VII: las comisiones militares: 1824-1825, Universidad de Navarra, Pamplona, 1974.

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Reformas fiscales a ambos lados del Atlántico: México

(1836-1842) y España (1845-1854)*

José Antonio SERRANO ORTEGAEl Colegio de Michoacá[email protected]

* Este artículo se basa en Serrano, 2007.

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Después de la disolución del imperio español, a principios del siglo XIX, tanto España como México entraron en un amplio

proceso de fundación de sus respectivos Estados nacionales. España siguió el camino de convertirse de imperio en nación, y México, de colonia a nación. Un elemento central de este proceso de cambios políticos e institucionales fue el ciclo de reformas que se emprendió a ambos lados del Atlántico con el fin de transformar las estructuras impositivas del Antiguo Régimen89. Las clases políticas de ambos países enfrentaron añejas y recientes circunstancias que definieron el desarrollo del sistema tributario: la reorganización de la burocracia encargada de cobrar los impuestos; la definición de las jurisdicciones fiscales entre el gobierno nacional y los gobiernos locales; la definición de las nuevas bases imponibles, y la extensión de la carga tributaria entre los distintos sectores productivos. En el centro de este proceso de reformas fiscales siempre estuvieron presentes las contribuciones directas. O para decirlo con otras palabras, los impuestos de naturaleza directa fueron uno de los principales medios considerados y apoyados por la mayoría de las clases políticas mexicanas y españolas para asentar las bases de la estructura fiscal de los nuevos estados.89 Para la estructura fi scal del Antiguo Régimen; Fontana, 1971; Artola, 1982; Mina Apat, 1981; Bonney, 1995; Marichal, 1998, y Jáuregui, 1999.

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Las contribuciones directas fueron los ejes articuladores de las dos reformas fiscales más importantes que durante el siglo XIX se emprendieron a ambos lados del Atlántico: en México, la que formuló el Congreso Constituyente de 1835, y en España el Congreso Constituyente de 1845. Ambas tenían como objetivo central el de reducir drásticamente la importancia de las tradicionales figuras impositivas indirectas. Ambas configuraron las respectivas estructuras tributarias hasta las reformas finiseculares decimonónicas de José Limantour en México y de Raimundo Fernández Villaverde en España.

Los diputados mexicanos de 1835-1836 y los diputados españoles de 1845 basaron sus proyectos y diseños institucionales de sus respectivos sistemas hacendarios en el modelo francés, en el que se había dibujado durante las Cortes de Cádiz de 1810-1814, y los del trienio liberal. En la contribution fonciêre se había establecido que el impuesto se derramaría sobre la renta neta o líquida de las propiedades rústicas, definida ésta como “la renta bruta menos los gastos de explotación considerados normales”90. A lo largo del siglo XIX francés, la “renta neta” continuó siendo la base imponible de la directa real. En las Cortes de Cádiz, se discutió ampliamente sobre qué parte de los “haberes” de los ciudadanos contribuyentes debería incidir la contribución91. Después de un largo debate, se concluyó que la contribución de 1813 se basaría en la renta neta. El mismo concepto fiscal fue rescatado durante el Trienio92. Los hacendistas españoles posteriores a 1820, como Flores Estrada,

90 Pro Ruíz, 1992, p.39. También Segura y i Mas, 1988, p.175 y siguientes y Vallejo Pousada, 2001. 91 Para la discusión en las Cortes de 1810-1814 consultar López Castellanos, 1996 y López Castellanos, 1999, p. cxxxvii.92 Para la contribución de 1821 consultar García Gutiérrez, 2002.

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Canga Arguelles y Sáenz de Andino, quien influyó de manera notable en el ministro López de Ballesteros, ofrecieron distintos argumentos para justificar el “producto líquido” como base de la contribución territorial. En especial, este era el único medio para lograr la neutralidad económica del sistema tributario, es decir, no desalentaba la reinversión de los capitales en las distintas actividades productivas93.

Pero si los diputados españoles y mexicanos emprendieron bajo los mismos supuestos las dos reformas fiscales más importantes del siglo XIX, ¿por qué sus resultados fueron diametralmente diferentes? En este artículo propongo varias respuestas.

Intentar cambiar de raíz: las contribuciones directas en México

En 1836, con la promulgación de la llamada “Constitución de las Siete Leyes” los diputados nacionales intentaron transformar “desde la raíz” la estructura política e institucional de la república mexicana. En materia fiscal, los diputados constituyentes de 1835-1836 abolieron las dos jurisdicciones que habían funcionado, la mayoría de las veces enfrentadas, durante la primera república federal: la soberanía de los estados y la del gobierno nacional. En efecto, en 1824 se estableció un sistema federal que implicó un cambio abrupto en la historia de las finanzas públicas de México cuando se crearon dos potestades fiscales, la del gobierno nacional y la de cada uno de los estados, soberanías facultadas para administrar, usufructuar, eliminar y crear nuevos impuestos, para organizar sus respectivas burocracias

93 Al respecto consultar Pro Ruiz, 1992, cap. 2 y Vallejo Pousa-da, 2001, cap. 2. Sobre el debate en los “economistas clásicos” en España, Fuentes Quintana, Economía, 2000; Comín, “Canga”, 2000ª; y para otros países europeos, O’Brian, 1996.

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fiscales y también para vigilar que las otras potestades no traspasaran sus respectivas jurisdicciones. Este sistema fiscal confederal que funcionó hasta 1835, enfrentó continuamente al gobierno nacional con las elites regionales, lo que a la larga trajo consigo la crisis de las arcas tanto nacionales como estatales. En claro contraste, los legisladores mexicanos de 1835-1836 pretendían que la Hacienda Pública, a fuerza de leyes y decretos, fuera nacional, es decir, que su dominio y control abarcara toda la geografía de la República. En este sentido, se estableció el principio de la uniformidad territorial fiscal, un objetivo altamente valorado por el liberalismo desde la Constitución de 1812. Y la uniformidad fiscal se encontraba estrechamente relacionada con las contribuciones directas. El proyecto hacendario impulsado por el gobierno nacional a partir de 1836 intentaba instaurar una nueva base impositiva de la Hacienda Pública nacional, fundada más en los directos y menos en los tradicionales impuestos al comercio interno y aduanal. Era necesaria una reforma fiscal de tabla rasa es decir, que los ciudadanos contribuyeran a las necesidades públicas, con lo que se evitaría “la dependencia hasta aquí de las vicisitudes del comercio marítimo”.94

La Comisión de Hacienda del Congreso, integrada

por los diputados Sánchez de Tagle, Berrueco y Gorospe, presentó su dictamen sobre las nuevas bases fiscales de la República. Hasta 1835, el Gobierno Nacional, para “sobrevivir”, se había visto obligado a exigir préstamos onerosos, a confiscar cuantiosos caudales y a tomar “otras medidas desesperadas”. La principal causa de la permanente crisis tributaria y del creciente endeudamiento público era la “nulidad de las rentas interiores” y la dependencia crónica de los ingresos aduanales: “(son) ningunas las rentas interiores con que contamos, por cuya causa 94 Tenenbaum, 1985, p. 68; Congreso, 1836 y Piquero, 1845.

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en cualquier accidente que obstruya las aduanas marítimas (aún cuando sólo sean las principales) el gobierno se queda sin recursos y tiene que apelar a inmensos sacrificios”95. Era imprescindible revertir la estructura de ingresos del erario nacional, es decir, que los ramos de ingresos interiores proporcionaran el grueso de los dineros recaudados y que los gravámenes de internación, siempre sujetos a los “vaivenes” del comercio internacional, sólo fueran complementarios. Y por ramos de ingresos interiores los diputados consideraban tres cargas directas reales: una contribución sobre las fincas urbanas, otra sobre las rústicas y un derecho de patentes. Es interesante hacer notar que los integrantes de la comisión no enumeraron las razones que justificaban que esas tres figuras impositivas se convirtieran en una de las principales bases de la Hacienda Pública. Sólo en el proyecto de patentes se referían a que Francia había sido el modelo inspirador96. Y tal parece que esa referencia era contundente, como afirmaba el Ministro de Hacienda en su memoria de 1838: “hasta que la lección práctica que nos ha dado Francia ha desvanecido todas nuestras ilusiones, y nos ha colocado en la necesidad de hacer hoy lo que debió intentarse desde que la Nación se hizo independiente”97. En el Congreso tampoco se debatieron los pros y los contras. El proyecto de la Comisión fue aprobado por una “gran mayoría” de diputados, sin que mediara un amplio debate parlamentario98.

Por consiguiente, el Congreso decretó el 30

de junio de 1836 una “contribución anual de dos pesos al millar sobre el valor actual y verdadero de todas las fincas urbanas”99. Estarían exceptuados

95 Congreso, 1836.96 Congreso, 1836.97 México. Ministerio de Hacienda, 1838, pp. 11.98 Sordo, 1993, pp. 247-248.99 Ley del 30 de junio de 1836. Establecimiento de una con-

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los edificios de las comunidades religiosas de ambos sexos, “los que sirvieran de manera inmediata a objetos de instrucción o beneficencia pública”, y aquellas construcciones que no valieran más de 200 pesos. La Tesorería General de la República sería la única responsable de recaudar y administrar esta imposición, y “eventualmente” podría facultar a las tesorerías departamentales para cumplir esas funciones, pero “ninguna inversión podrá darse a los productos de esta exacción, sino por orden de la administración general”. Para fijar el monto asignado a cada propiedad, el dueño debería presentar ante los funcionarios designados en cada población la escritura de compraventa de su bien inmueble. En caso de que no contara con este documento comprobatorio, el propietario “declarará el valor en que la estime”. Si el funcionario de la hacienda nacional no estuviera de acuerdo con el valor declarado designaría a un perito que fijaría una cantidad. En caso de que ninguna de las partes, es decir el propietario y el funcionario, estuvieran de acuerdo se nombraría a un tercer perito que resolvería la discordia. Los escribanos nacionales, facultados para expedir la escritura de compraventa, tenían la obligación de informar a los recaudadores de cualquier traslado de dominio de los inmuebles gravados por la de fincas urbanas. En caso de contravenir esta orden, los escribanos serían “inhabilitados perpetuamente”. El propietario debía también informar a los empleados de la Tesorería Nacional sobre cualquier “mejora” e inversión en su propiedad. En la Ley se establecía que a los dos meses contados desde su publicación “deberán estar concluidos padrones exactos de todas las fincas urbanas”.

tribución sobre el valor de las fi ncas rústicas, y reglamento del gobierno supremo para la exacción de ella Dublán y Lozano, 1876-1911.

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Por su parte, la ley sobre fincas rústicas fue publicada el cinco de julio de 1836, y los legisladores nacionales reprodujeron los métodos de la contribución de fincas urbanas para asignar la cuota y los trámites de recaudación100. En el artículo primero se señalaba: ”Se establece una contribución anual de tres al millar sobre el valor actual y verdadero de todas las fincas rústicas de la República”. Dos especificaciones eran importantes. Primero, la base imponible sería todo el fondo dotal, es decir, “sus terrenos, aguas, aperos, ganado, utensilios, edificios y oficinas, y en general todas aquellas cosas que sirven peculiarmente a sus labores y demás especulaciones de dichas fincas”. En consecuencia, quedaban exceptuados “las semillas y frutos en berza, los cosechados y almacenados para su venta, los muebles de uso del dueño y lo demás objetos de ornato, así como los destinados a su comodidad”. Segundo, para incentivar la buena acogida del impuesto rústico, todos los frutos de la agricultura, “desde junio del año próximo venidero”, podrían circular libremente “sin pagar derecho alguno, que no sean puramente los municipales”. Así, se abolían todas las cargas que incidían en la comercialización y consumo de las mercancías agrícolas. Para liberar más a los propietarios rurales de sus gravámenes, también se anulaba la “alcabala por la venta de las fincas”.

Es importante comentar varios apartados de las leyes de junio y julio de 1836. En primer lugar, el Ministerio de Hacienda del Gobierno Nacional sería la única instancia facultada para “conocer” de los temas relacionados con la rústica y la urbana. Los dineros obtenidos ingresarían a las arcas del Ministerio de Hacienda y sólo el gobierno central podría disponer de ellas. Los empleados y funcionarios

100 “Ley del 5 de julio de 1836, establecimiento de una contri-bución anual de tres al millar sobre el valor de las fi ncas rústi-cas en la República” en Dublán y Lozano, 1876-1911.

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del Tesoro Nacional cobrarían las contribuciones en cada uno de los departamentos de la república, y en caso necesario, el Ministerio podría utilizar como empleados subordinados a los burócratas de las tesorerías de los departamentos o a los síndicos y regidores de los ayuntamientos. En 1836 se decretaba que los gobernadores y las juntas departamentales no tendrían ninguna injerencia en el manejo de los gravámenes de las fincas rurales y urbanas. Las anteriores medidas sobre las urbanas y rurales implicaban necesariamente la centralización fiscal de la República Mexicana, es decir, la relación inmediata entre hacienda y contribuyente sin la intromisión de “poderes paralelos”, llámense ayuntamientos, diputaciones provinciales o gobiernos estatales.

En segundo lugar, la base imponible de la exacción directa real sería el valor total de las fincas rústicas y urbanas. En este punto fundamental los legisladores mexicanos se separaban de los modelos fiscales europeos, en especial del francés y del español, que se basaban en la renta neta o líquida de las propiedades rústicas. A contracorriente de este concepto clave de los modelos francés y español, los diputados mexicanos de 1836 optaron por considerar como materia imponible el valor total de las fincas rústicas y urbanas. ¿Por qué se tomó esta decisión? La respuesta muy seguramente reside en que los integrantes de la comisión de hacienda sabían que centrarse en la renta neta o líquida implicaría necesariamente levantar un catastro, es decir, una estadística fiscal que registrara puntualmente el tamaño y la calidad agrícola de las tierras, así como la producción y tipo de sus cultivos. Y un catastro requeriría destinar una gran cantidad de recursos que el erario nacional no tenía, emplear una gran cantidad de funcionarios públicos que cubrieran todo el territorio de la República, y a quienes el gobierno central no podía pagar ni tampoco entrenar, y

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consumir tiempo, mucho tiempo, lujo que no se podía otorgar el Ministerio de Hacienda. Seguramente las autoridades y los legisladores mexicanos sabían que una estadística implicaba un esfuerzo mayúsculo y mucho tiempo, como lo demostraban las experiencias de otros países, como Francia y España101. En el México de 1836 se buscó incrementar de inmediato la capacidad recaudatoria de las contribuciones directas, sin destinar una gran cantidad de recursos y tiempo. Y el medio que se encontró fue basar las exacciones de junio y julio de 1836 en el valor de las fincas rústicas y urbanas. En lugar de un catastro se optó por un listado de propiedades. Los funcionarios del Ministerio de Hacienda consideraban que la gran mayoría de los inmuebles contaban con una escritura en la que se declaraba su valor, dato que permitiría fijar rápidamente el porcentaje que cada propietario entregaría al fisco nacional. Ese documento público se volvió esencial para determinar la base imponible, por lo que no es extraño que los notarios recibieran tamaña sanción, perder su “fiat”, en caso de que no informaran a los funcionarios fiscales de las compraventas en las que directamente participaran.

¿Cuál fue la suerte de las contribuciones directas

de 1836? Un fracaso. Un año después de que se había comenzado a cobrar las directas, el ministro de Hacienda cuantificaba su desilusión: sólo 570, 580 pesos102.

101 Para el caso español es imprescindible consultar Pro, 1992; para Francia, Segura i Mas, 1988.102 México. Ministerio de Hacienda, 1837, p.26.

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Cuadro 1CONTRIBUCIONES DIRECTAS

julio de 1836 a junio de 1837En pesos corrientes

Depto.Dos al millar

Tres al millar

Patente Total Gastos Líquido

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Fuentes: México, Ministerio de Hacienda, Memoria, 1838

Muchas razones se han dado para explicar al fracaso del fisco, y tomadas en conjunto ayudan a explicar en gran parte la historia de las contribuciones directas durante la república centralista. Ya en 1838, Manuel Eduardo de Gorostiza, Ministro de Hacienda, enumeraba los principales obstáculos que sólo habían

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permitido que entre 1837 y 1838, se recaudaran 500 000 pesos, “cantidad muy inferior en verdad a lo que el legislador prometía cuando se propuso abolir todas las demás contribuciones y rentas del interior de la república”103. Estas últimas palabras dan cuenta del primer obstáculo que identificó el ministro: los legisladores habían prometido abolir las alcabalas en un corto plazo, ya que confiaban en que las cargas públicas proporcionarían suficientes recursos como para eliminar el “añejo impuesto” a la circulación. Se ató la suerte de las directas a la abolición de las alcabalas. Los diputados dieron este paso legislativo buscando el apoyo de los comerciantes nacionales y regionales a las contribuciones directas.

El Ministro de Hacienda puntualizó otro elemento más que había entorpecido el cobro de las directas y que se convirtió en un argumento muy utilizado en contra de su cobro: las altas cuotas que estaban obligados a pagar los contribuyentes. Y por si fuera poco todo lo anterior, las rebeliones federalistas que estallaron en Nuevo México, California y Sinaloa habían impedido recaudar las nuevas exacciones. Otra serie de obstáculos de orden administrativo fue enumerada por Gorostiza. Sobre todo, no se había previsto tener a la mano los “datos fidedignos” que permitieran cobrar las directas, sin dejar ningún resquicio para que los causantes pudieran evadir sus “altas responsabilidades” con la República. “Se festinó antes, sin preparar los datos para cobrar”104. Tampoco se había previsto contar con un crecido número de funcionarios fiscales que abarcaran cada uno de los suelos impositivos, y que conocieran con exactitud el manejo especializado de las contribuciones directas.

Ignacio Piquero, en su importante libro Breve instrucción sobre las contribuciones directas 103 México. Ministerio de Hacienda, 1838, p. 22. 104 México. Ministerio de Hacienda, 1838, p. 22.

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establecidas en la Nación desde el año de 1836, publicada en 1845, indicaba otras causas de orden administrativo que habían impedido que las directas de 1836 se cobraran con “regularidad y método” y, por consiguiente, que no se convirtieran en uno de los principales ramos de ingreso del tesoro mexicano. En primer lugar, el desconcierto que había ocasionado el cambio de sistema federal al central, lo que se había reflejado en varios aspectos de la organización tributaria del país. Los funcionarios, acostumbrados al antiguo sistema, no sabían si desaparecerían sus oficinas. Pero sobre todo, “muchos conservaron en toda su fuerza las simpatías con la anterior organización social”105. Muchos de esos funcionarios pensaban que el sistema central duraría poco tiempo, y prefirieron conservar su lealtad, no hacia el Gobierno Nacional, sino a las “autoridades de los Estados que acababan de desaparecer”.

Los escritos de Piquero y Gorostiza permiten identificar los principales factores administrativos que entorpecieron, mejor dicho, que hicieron fracasar las leyes de fincas y de patentes. En contraste, sabemos mucho menos sobre los motivos de los contribuyentes durante la República Centralista. Para identificar esas razones contamos, en primera instancia, con las numerosas iniciativas y protestas que “elevaron” las juntas departamentales en contra de las exacciones de 1836. En cuanto se comenzaron a recaudar las contribuciones directas, se levantó la oposición de los contribuyentes. En Guanajuato, a principios de septiembre de 1836, los integrantes de la Junta Municipal de la capital del Departamento se quejaron de que era injusta la cuota asignada a cada uno de los contribuyentes, por lo que era necesario reducirla para no dañar las actividades productivas y la capacidad de inversión en la economía local. En segundo lugar, en las leyes de 1836 se había asignado 105 Piquero, 1845, p. 314.

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una cuota proporcional a los giros de la misma especie, sin considerar las notables diferencias entre cada una de ellas. Se daban casos muy injustos ya que la ley obligaba a pagar cincuenta pesos anuales tanto a un miserable panadero, “que se calificaba su tienda de panadería porque vende pan que elabora en su misma casa”, como a la principal y más rica repostería de la capital. Para remediar estos dos males, la Junta había exentado a una gran parte de los pequeños comercios e industrias y rebajado el cupo a los restantes contribuyentes.

La oposición se multiplicó en toda la república

a raíz de la publicación del decreto del 17 de abril de 1837, sobre los jefes superiores de Hacienda106. En su artículo décimo se establecía que “el gobierno nombrará a los jefes superiores de hacienda sin propuesta previa”; y más adelante se ordenaba que

Ninguna autoridad, corporación o persona, podría librar órdenes bajo pretexto alguno a los jefes superiores ni a las oficinas de Hacienda, sobre puntos relativos al desempeño de sus deberes. Dichos funcionarios no obedecerán otras órdenes que las del supremo gobierno y las de sus respectivos jefes, comunicadas por los conductos que hayan establecido las leyes. Los infractores de este artículo serán juzgados por los tribunales competentes.107

Por consiguiente, estarían a cargo de los jefes superiores de hacienda todos los ramos de ingreso del erario nacional, integrados por “las rentas,

106 Decreto del 17 de abril de 1837, “Rentas que por ahora continúan formando el erario nacional; su dirección, adminis-tración y distribución; establecimiento de los jefes superiores de Hacienda y de ofi cinas de recaudación y distribución” en Dublán y Lozano, 1876-1911.107 Decreto del 17 de abril de 1837, artículos 10 y 67 en Dublán y Lozano, 1876-1911. Los subrayados son míos.

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contribuciones y bienes de que esta en posesión el supremo gobierno, y las rentas, contribuciones y bienes que establecieron y adquirieron los departamentos bajo el sistema federal y existían al publicarse el decreto del 3 de octubre de 1835”. A partir de abril de 1837 se pretendía que ninguna autoridad pudiera intervenir en los ramos de ingreso del Tesoro Público de la República, salvo los funcionarios del Ministerio de Hacienda. Y las palabras “ninguna autoridad” y “sin previa consulta” tenían destinatarios precisos: los gobernadores de los departamentos. Desde el establecimiento del régimen central, en octubre de 1835, los gobernadores, designados por el Presidente de la República de una terna presentada por las juntad de cada departamento, habían gozado de cierta autonomía para administrar los ramos de ingreso en su respectiva jurisdicción político administrativa. En cambio, los diputados del Congreso Constituyente de 1835-1836 habían intentado eliminar la participación de las autoridades departamentales en aspectos esenciales y secundarios de la administración fiscal de la República.

El decreto de abril de 1837 fue recibido en los

departamentos con gritos irritados. Y no exagero cuando describo así las iniciativas que enviaron las juntas departamentales de Oaxaca, Michoacán, Querétaro, Zacatecas, Jalisco y Guanajuato al Gobierno Nacional. Se utilizaron palabras muy duras. En todas las iniciativas se coincidía en que al dejar en la “pobreza extrema” a las tesorerías departamentales, el Congreso y el Gobierno de la “ciudad de México” estaban ocasionando la ruina del edifico social, condenaban a la miseria a los empleados públicos, dejaban sin “libertad” a las autoridades locales y obstaculizaban las obras públicas y el “sano” desarrollo de la educación infantil.

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El impacto negativo de las “directas” sobre la economía del País fue la razón que más se destacó en las iniciativas de las juntas departamentales de 1837. Al respecto, en la iniciativa guanajuatense de agosto de 1837 también se argumentaba que las “directas” ”consumen los capitales sin ser fáciles del reembolso a los contribuyentes, menos cuando son sobre tierras y sobre fincas... son soportadas por los dueños disminuyendo su capital, y se desalientan en esa clase de empresas”. Mas adelante, se agregaba que era particularmente dañina la de “patentes” porque “ella tiene el carácter de odiosa que trae consigo toda contribución directa: arruina el comercio por el capital que se pone fuera de la producción; inmoraliza al pueblo porque las más crueles vejaciones nunca serán bastantes para arrancar la confesión ingenua del importe de capitales; aniquila el crédito con que se alimenta el comercio”. Y la de “fincas” era igualmente perjudicial, porque “los dueños se contentarán con sacar el producto sin gastos de reparación que en nada disminuyen el pago de aquel derecho y todos huirán de mejorar las fincas, dándoles más valor, cuando las mejoras aumentan el impuesto”. Así, las de “patentes” y de “fincas” de 1836 afectaban a los “propietarios”, por lo que era necesario abolirlas.

La capitación: el convenio fiscal de 1841-1842

Después de 1837 las contribuciones directas siguieron siendo consideradas una de las fuentes de la Hacienda Pública; sin embargo, proporcionaron pocos recursos al Gobierno Nacional debido a la oposición de las elites económicas y políticas y la misma incapacidad del Ministerio de Hacienda de gravar a los actores económicos y a las actividades productivas. Frente a esta realidad fiscal, el Congreso Nacional buscó otros medios para extraer recursos de

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la República, y el dato que encontró fue la existencia humana, es decir, la demografía: ”todos los habitantes de la República varones desde 18 años cumplidos que tengan bienes o se hallen capaces de trabajar” pagarían una pensión personal que variaría entre varón y varón de acuerdo a sus haberes: los que contaran con utilidades o salarios mayores a 3 000 pesos aportarían 2 pesos mensuales; los de más de 2 000 pesos, 1 peso; los de más de 1 000, 4 reales; los de más de 500, 2 reales y “todos aquellos cuyos provechos, salarios o jornal puedan computarse anualmente en menos de quinientos pesos”, darían 1 real al mes. Los únicos exceptuados serían los cabos y soldados del ejército. Las autoridades departamentales nombrarían en “cada lugar” una junta calificadora integrada por tres propietarios y dos suplentes que, a su vez, designarían a comisionados para cada una de las manzanas, en las poblaciones numerosas, o para cada sección de más de 500 personas. Estos comisionados levantarían padrones de todos los varones comprendidos en su jurisdicción, en un plazo no mayor a treinta días. Por último, pero no menos importante, se determinaba que la mitad de los recursos líquidos generados por la “personal” se destinarían a los gastos de cada uno de los departamentos, además de que los representantes de las juntas locales podrían dictar las medidas que consideraran más oportunas para cobrar con puntualidad y rigor este impuesto. En caso de cualquier duda, los funcionarios se ceñirían a lo estipulado en el decreto del Estado de Yucatán de 1823, sobre la pensión personal.

La contribución personal de 1841 implicaba un paso importante en el proceso de masificación de la base tributaria de la Hacienda Nacional. Más que intentar que las “clases propietarias” incrementaran sustancialmente su participación en los ingresos de las arcas públicas, se intentó masificar el número de causantes, masificar la base impositiva de la Hacienda

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Pública Nacional, es decir, incorporar al fisco a los grupos populares tanto del campo como de la ciudad; ya ningún trabajador rural o urbano estaría exento.

Varias son las razones de que se haya adoptado la pensión personal o capitación. En primer lugar, la resistencia de las elites regionales a satisfacer las contribuciones directas que se habían impulsado desde 1836. Los funcionarios del Ministerio de Hacienda no pudieron vencer la resistencia social, por lo que buscaron en la pensión personal incrementar los recursos que no proporcionaban los otros tipos impositivos directos. Segundo, la incapacidad del Gobierno Nacional de gravar las actividades económicas lo obligó a basar la carga impositiva en la demografía, es decir, en la población de hombres mayores de 18 años. En este sentido, más que buscar levantar un catastro, se optó por el tradicional remedio de elaborar un censo de población.

Y las expectativas en parte se cumplieron, como se puede seguir en el cuadro 2 para el año de 1841.

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La pensión personal se convirtió en el segundo ramo de ingresos por contribuciones directas de la Tesorería Nacional, por debajo de la de fincas urbanas. Y esa cantidad se obtuvo a pesar de que Yucatán se había separado de la república mexicana desde 1839, de que no se recaudó en Chiapas y de que en algunos departamentos no se cobró o se comenzó a recaudar hasta junio o julio de 1841. El Departamento de Oaxaca se convirtió en la segunda entidad en aportar ingresos a la Federación por concepto de exacciones directas, en razón de la recolecta de la pensión personal. Este lugar no variará de manera notable entre 1842 y 1844, como veremos más adelante.

También vale la pena destacar los mínimos

recursos que aportó la contribución de fincas rústicas en 1841, a sabiendas del peso de las actividades productivas agrícolas en la economía mexicana. Únicamente se pudieron cobrar 13 755 pesos, muy por debajo de los dineros aportados por la pensión y la contribución de fincas urbanas. El campo era un territorio que, fiscalmente, el Gobierno Nacional no podía administrar. O contemplado desde el lado de los contribuyentes, fue muy eficaz la oposición de los propietarios agrícolas. Ahora bien, esta débil relación entre el campo y la Hacienda Pública no era privativa de México, era un rasgo estructural de las haciendas de Antiguo Régimen y de los sistemas tributarios en transición entre la Real Hacienda y la economía pública liberal.108 En México, primero se comenzaron a cobrar las contribuciones de fincas rústicas con la “esperanza”, como decía el Ministro de Hacienda, de que pronto se levantara el catastro.

En contraste, las zonas urbanas aportaron

significativas cantidades al erario público. En 1841, el impuesto sobre las fincas urbanas fue el principal ramo de ingresos del Ministerio de Hacienda. Las ciudades y 108 Ardant, 1975.

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villas del país fueron en ese año las principales dadoras de recursos por concepto de contribuciones directas. Y de estas poblaciones, seguramente la ciudad de México aportó la parte mayor de los 175 000 pesos, siguiendo una tendencia que ya se había mostrado desde el establecimiento de las contribuciones directas al inicio de la República Centralista. Entre 1836 y 1837, la ciudad más poblada de la República aportó el 41% de la recaudación total por concepto de impuesto de fincas urbanas. Seguramente esta tendencia no varió para 1841, y de los 91 719 pesos que aportó el Departamento de México, una parte mayor provino de los bienes inmuebles de la capital del País. A continuación le siguieron en importancia Puebla, Veracruz y Querétaro.

Si ahora se observa la capitación desde el punto de vista de los contrastes entre las sociedades rural y urbana, se puede proponer que esta imposición fue uno de los medios privilegiados que utilizó el Ministerio de Hacienda para extraer recursos de la población campesina, mayoritariamente de los jornaleros, los “sirvientes”, los arrendatarios, y claro, de los propietarios de ranchos, haciendas y latifundios. Con la abolición del diezmo, en 1833 desapareció el principal impuesto que había incidido, a lo largo de la etapa colonial y de las primeras décadas del México independiente, sobre las diversas actividades agrícolas, y no había sido substituido por otro de igual magnitud y naturaleza. No es aventurado decir que la presión fiscal sobre el campo había disminuido sensiblemente después de 1833, aunque será necesario realizar trabajos específicos. Aunque aquí recordaría que la abolición del diezmo y del monopolio del tabaco en 1833 había facilitado la quiebra de varios de los tesoros públicos de las entidades federativas. Sin el impuesto proporcional sobre la producción bruta, el sector agrícola dejó de aportar recursos a la Hacienda Nacional, y las alcabalas se convirtieron

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en la principal figura impositiva capaz de extraer recursos de la población campesina.

Durante la República Centralista se intentó que la contribución de fincas rústicas compensara las pérdidas provocadas por la abolición del diezmo y del estanco del tabaco en 1833. Sin embargo, los resultados no concordaron con las expectativas. La “rural” entregó pocos recursos, y así sucedió desde su aparición en 1836 hasta 1844.

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Entre julio de 1836 y 1837, el impuesto del tres al millar aportó 159 203 pesos, convirtiéndose en la segunda fuente de ingresos de las contribuciones directas. Y esos fueron sus mejores años. En 1841, con la misma tasa, los propietarios rurales aportaron pocos recursos, monto que aumentó en 1842 hasta 84 000 pesos. Lo interesante es que en 1843 y 1844 no aumentó la cantidad recibida por el Ministerio de Hacienda. Al contrario de la capitación, que tuvo un crecimiento espectacular, la de fincas rústicas se mantuvo en su modesta proporción. En este sentido, la mayor presión fiscal sobre el campo aumentó con la incorporación de un mayor número de varones, es decir, con la extensión social de la capitación, y no con la mayor incidencia sobre los propietarios de ranchos, haciendas y latifundios.

Ahora se puede evaluar el cuadro tributario de 1841. Y lo primero que hay que decir es que llegó para quedarse, al menos sus cuatro principales componentes: de fincas rústicas, de fincas urbanas, de establecimientos industriales y la capitación. En lo que restó del siglo XIX y algunas décadas del XX, esos cuatro impuestos, y en particular los tres primeros, se convirtieron en una las “columnas” de las haciendas públicas de gran parte de los estados de la república109. Desde 1842-1844, ya estaban presentes y en franca actividad varios factores que explican la permanencia y la importancia que llegaron a adquirir esos cuatro gravámenes. Sobre todo, su baja incidencia sobre las clases propietarias, tanto rurales como urbanas. El crecimiento de las “contribuciones directas” se dio en la capitación, es decir, en un impuesto que incorporó

109 Servín, 1956; Carmagnani, 1994, p. 69; Riguzzi, 1994 ; Ri-guzzi, 1998 y Riguzzi,, 1999 y Zuleta, 2000 y Zuleta, 2003. Aquí solo apunto, ya que es un tema que desarrollaré con mayor cui-dado en las conclusiones, que la capitación se abolió en Yucatán después del boom del henequén, es decir, después de los años sesenta del ochocientos, Zuleta, 2000.

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masivamente a los grupos populares al esfuerzo de sostener la tesorería nacional. En cambio, los tipos impositivos directos que afectaban con tasas proporcionales las propiedades de los pudientes no sufrieron un aumento significativo, sino que se petrificaron. En segundo lugar, los funcionarios del Ministerio de Hacienda aceptaron la resistencia social de las clases propietarias, es decir, no se hicieron esfuerzos efectivos por cobrar impuestos directos que incidieran no progresivamente, sino proporcionalmente sobre los mayores contribuyentes. Si bien en los discursos públicos y en las memorias de hacienda se insistía en la necesidad de que el Ministerio contara con instrumentos para mediar la riqueza pública y con ellos repartir equitativamente la carga tributaria, en los hechos no se realizó ningún esfuerzo eficaz. La renuncia al catastro de 1838 continuó durante todo el siglo XIX. Sin duda los obstáculos técnicos y la falta de recursos fueron factores relevantes que impidieron levantar padrones y catastros; pero la razón fundamental fue el acuerdo político a que se llegó de no cobrar imposiciones directas proporcionales a las clases propietarias. En este mismo sentido, tampoco se intentó buscar un sustituto fiscal a los diezmos abolidos en 1833. Se llegó al acuerdo de que sería baja la presión fiscal basada en las contribuciones directas. La expresión fiscal de este acuerdo entre fisco y grandes contribuyentes fue el cuadro tributario de 1842, cuyos ejes principales eran tipos impositivos que sólo crecían con el aumento de la población masculina, y la contribución sobre fincas proporcional que tendía a la petrificación, es decir, que tendía a la disonancia entre valores reales y valores fiscales.

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Las contribuciones directas en España

En España, en 1845, el Congreso Constituyente aprobó la denominada “Reforma Mon-Santillán”, que en gran medida se basaba en cuatro figuras impositivas directas: la contribución sobre inquilinatos, el derecho de hipotecas, el impuesto sobre bienes inmuebles, cultivos y ganadería, y la contribución industrial y de comercio110. Las dos primeras figuras tuvieron una vida efímera, la primera, y errática, la segunda. El impuesto de inquilinatos generó una resistencia mayúscula en la ciudad de Madrid y en otras grandes aglomeraciones urbanas, de tal forma que para 1846 dejó de cobrarse. Por su parte, el derecho de hipotecas, que pretendía gravar la traslación de dominio, no aportó al erario público español grandes cantidades de recursos. Por el contrario, la contribución territorial, que así fue conocida la imposición que incidía sobre los bienes inmuebles y la producción agrícola y agropecuaria, y la industrial y de comercio fueron respaldadas por el Gobierno Nacional sin atender la oposición que generó. Como estableció el decreto de mayo de 1845 sobre la contribución territorial, se cobraría en España una “contribución de repartimiento sobre el producto líquido de los bienes inmuebles y del cultivo y ganadería”. Los bienes inmuebles se diferenciaban entre las tierras agrícolas y los edificios urbanos: los primeros abarcaban “los terrenos cultivados, y los que sin cultivo producen una renta líquida a favor de sus dueños o usufructuarios”, así como “los no cultivados ni aprovechados en otras forma por sus dueños, pero que pueden serlo dándoles una aplicación igual o semejante a la que de a otros terrenos de la misma calidad respectiva”. Con respecto a los bienes inmuebles urbanos, estarían sujetos a la contribución territorial: “Los edificios urbanos o rústicos, ya estén 110 Estapé, 2001, que originalmente fue publicado en 1971, Pro, 1992 y Vallejo Pousada, 2001.

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destinados a casas de habitación, ya al almacén, fábricas, artefactos, tahonas, molinos, labranza”. Por último se añadía que estarían gravados la “cría de ganado”. Con respecto a la contribución industrial y de comercio, se estableció que “estará sujeto al pago de la contribución... todo español o extranjero que ejerza en la Península e islas adyacentes cualquier industria, comercio, profesión, arte u oficio”. La “patente” o “matrícula” que deberían de pagar los profesionistas consistiría en el 10% del alquiler de sus oficinas. Por su lado, los industriales y comerciantes pagarían un porcentaje que sería asignado por el Gobierno Nacional111.

En la historiografía fiscal española se ha debatido y se sigue debatiendo acerca de múltiples aspectos de la reforma de 1845. Por ejemplo, si en la “Reforma Mon-Santillán” privaron más las continuidades que los cambios en los aspectos de la recaudación y administración impositiva; si fue benéfica la relación entre la presión fiscal generada por las figuras impositiva y el desarrollo económico de España del Ochocientos; si la presión fiscal se concentró en los medianos y pequeños propietarios agrícolas, y acerca de la naturaleza misma de las figuras impositivas, entre otros temas112. Lo que ahora me interesa destacar es que las contribuciones directas de la reforma de 1845 aportaron un alto porcentaje de los ingresos ordinarios recaudados por el erario público nacional español: en 1846 constituían el 27.6% del total de los ingresos ordinarios del tesoro español; en 1850, el 26.7% y en 1855, el 30.5%. También valdría la pena destacar el porcentaje que correspondió a 111 Estapé y Rodríguez, 2001, en donde se publican los textos de la “Contribución sobre inmuebles, cultivos y ganadería” y la “Contribución industrial y de comercio”. 112 Para una amplia y revisión de la historiografía fi scal acerca de la España decimonónica, es imprescindible consultar Comín, 2004. También, Fontana, 1977; Azagra, 1981; Pan Montojo, 1996 y Zafra Oteyza, 1996.

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la contribución territorial, al impuesto industrial y de comercio y al derecho de hipotecas en el total de ingresos generados por las contribuciones directas: en 1846, la territorial aportó el 82.3%, el derecho de hipotecas el 5.9% y la industrial y de comercio el 11.8; en 1850 el porcentaje fue 84% por la territorial, el 5.1% por la de hipotecas y el 10.1% por la de comercio e industrial; y en 1856, a la territorial correspondió el 79.3%, al derecho de hipoteca el 6.4% y a la industrial y de comercio el 14.3 por ciento113. Estos porcentajes no variaron hasta 1868, es decir antes del llamado sexenio revolucionario114.

Una primera diferencia entre ambas naciones es el peso que las contribuciones directas alcanzaron en ambos países: en México, entre 1841 y 1844, esas imposiciones no traspasaron el 6.4% de los ingresos ordinarios del tesoro nacional. Y la participación porcentual de cada uno de los impuestos directos en el total de los ingresos generados por las contribuciones directas, también fue muy distinta: las contribuciones territorial y urbana mexicana, que correspondía a la territorial española, ya gravaban a los propietarios agrícolas y urbanos, no constituyeron ni el principal impuesto directo ni mucho menos una de las principales fuentes de ingreso de la Hacienda Pública mexicana. En España y en México, la territorial y la urbana-rústica tenían el objetivo de incidir fiscalmente sobre su principal sector económico: las actividades agrícolas. Pero sus resultados fueron muy distintos: en España, ese impuesto permitió al Gobierno Nacional extraer recursos de los distintos actores económicos rurales; en cambio en México, los propietarios agrícolas eludieron el impuesto rural, y lograron que el Gobierno no obtuviera recursos del campo.113 Elaboración propia a partir de Comín, 1988, vol. 1, p. 149, “Cuadro 13. Ingresos del tesoro, 1845-1855”.114 Vallejo Pousadas, 2001, p. 53, “Cuadro 1. Principales im-puestos, 1850-1869. Porcentaje de los ingresos ordinarios”.

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México y España: las disparidades

¿A qué se debe esta diferencia en la suerte de las contribuciones directas en ambos países? Una primera respuesta de la diferencia ya la adelanté al inicio de este capítulo: los diputados constituyentes mexicanos consideraron como la base imponible de las contribuciones urbana y rústica el valor total de los bienes inmuebles; en cambio los españoles se centraron en la renta líquida. La diferencia era fundamental, como señalaron los diputados españoles cuando se discutía la ley de ingresos de 1845115. En el debate sobre la contribución territorial se propuso gravar el valor de los bienes inmuebles, pero rápidamente se eliminó esta propuesta por la renta líquida con varios argumentos: primero, que la renta líquida no afectaba negativamente la capacidad de inversión y de ahorro de los propietarios agrícolas y urbanos, es decir, que al gravarse sólo una parte de la “utilidad que procede de la combinación de los tres elementos que entran en el producto agrícola, a saber: el suelo, el capital y el trabajo”, permitía que el resto de las “ganancias” se reinvirtieran en las propias actividades agrícolas o en otros sectores económicos. Como muy bien señala Francisco Comín, las contribuciones directas de la “Reforma Mon-Santillán”, y en particular la territorial, cumplieron con la regla de que los impuestos no deben reducir la oferta de factores de la producción, “es decir, no deben de obstaculizar la formación del ahorro, la realización de la inversión, ni la oferta de trabajo. El cuadro tributario de 1845 era claramente favorable al ahorro y a la inversión”116. En claro contraste, gravar el valor total del bien inmueble limitaba la capacidad de ahorro y de inversión de los agentes económicos, lo que incrementaba la resistencia a pagar la cuota sobre la contribución territorial. Creo que los diputados 115 Vallejo Pousada, 2001, cap. 2.116 Comín, 1998, p. 231.

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españoles acertaron, es decir, al incidir sobre la renta líquida provocaron menor resistencia por parte de los propietarios españoles; en contraste, en México la resistencia fue mayor al gravarse el valor total.

La gran diferencia entre las figuras impositivas directas de México y de España fue la capitación. Hasta donde sé, sólo en alguna parte de las provincias exentas, en las vascongadas, sobrevivió después de 1845 un impuesto similar a la capitación, esto es, las “foguerales” de Álava117. Pero desapareció en el resto del país. En España, la contribución territorial fue impulsada por los diputados constituyentes y de manera sostenida y efectiva, por el Ministerio de Hacienda como el principal medio, no sólo de allegarse recursos, sino también para ampliar las bases sociales del sistema fiscal. La territorial afectó la riqueza de los arrendatarios y enfiteutas, y de los pequeños, medianos y grandes propietarios agrícolas y urbanos. Con otras palabras, la territorial afectó a los grupos medios y altos de la estratificación socioeconómica de la España del Ochocientos. En México, como he argumentado en este texto, la capitación fue uno de los principales medios para incrementar los recursos del erario nacional y para ampliar la base social del fisco público, y los principales afectados fueron las clases populares. Así las bases sociales de las contribuciones directas fueron muy distintas en ambos países.

Los énfasis puestos en la capitación y en la territorial marcaron otro aspecto central de los sistemas fiscales de ambos países: la materia gravable y su capacidad para crecer y no fosilizarse. La territorial era un impuesto directo proporcional a la riqueza del contribuyente pasivo, además de que gravaba la renta líquida de las actividades económicas agrícolas. En este sentido, era un impuesto elástico al crecimiento económico de las sociedad española. 117 Ortiz de Ortuño, 1988.

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Cuanto más aumentaba el índice productivo de la economía española, mayor capacidad de recaudación tenía el gobierno central. En cambio, la base imponible de la capitación era la población, y se basaba en la igualdad absoluta de todos los sujetos pasivos. Este impuesto directo era inelástico al crecimiento de la economía y su crecimiento dependía de las tasas de natalidad. Similares efectos tenían las contribuciones rústica y urbana en México: sus bases imponibles no aumentaba de acuerdo a su capacidad productiva, sino con el valor en un determinado momento, verificable con la escritura de compraventa.

Estas razones sobre la anatomía de las contribu-ciones directas explican en parte sus divergentes his-torias. Mas para dar cuenta cabal de las diferencias se requiere tomar en cuenta otros factores económicos, políticos y sociales. Aquí únicamente desarrollo bre-vemente tres acontecimientos históricos que consi-dero fundamentales: la abolición del diezmo, la des-amortización civil y eclesiástica y el funcionamiento de la economía pública del estado español. Con respe-to al primer tema, en ambos países se abolió la carga fiscal que pesaba sobre la producción agrícola y gana-dera, en México en 1833 y en España en 1841. Para España se ha calculado que fue importantes el alivio en términos de la carga impositiva: en 1846, Camilo Labrador indicaba que antes de 1845 la agricultura y la ganadería pagaban 500 millones de reales, y con la territorial menos de 318 millones, además de que a esta cantidad se debería restar lo que aportaban los inmuebles urbanos118. La abolición del diezmo en la Península, lo que no sucedió en México, fue acompa-ñada por los dos procesos de desamortización civil y eclesiástica, la primera emprendida por Mendizabal a partir de 1836 y las segunda por Madoz después de 1855.119 Las desamortizaciones trajeron consigo 118 Vallejo, 2001, p. 94 y Fernández González, 1996.119 Una visión general sobre la desamortización, Rueda Her-

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dos consecuencias. Por un lado, se amplió la legiti-midad política del Estado liberal español. Si bien en la historiografía contemporánea española se debate si la desamortización aumentó el número de media-nos y pequeños propietarios, como sucedió en Va-lencia, o incrementó las tierras en propiedad de los hacendados y terratenientes, lo que importa retener es que los nuevos y los viejos propietarios se vieron beneficiados por la política agraria liberal. Desde el punto de vista fiscal, la desamortización “aumentó el número de tierras de cultivo y el gravamen por (la) Hacienda de rentas que antes gozaban del privi-legio de la exención”120. La desamortización no sólo afecto a la Iglesia, también a los señoríos y a los mayorazgos que estaban exentos de pagar impuestos y que tenían amortizadas sus tierras. En consecuen-cia, la supresión de los señoríos y la desvinculación “eliminaron cargas feudales, suprimieron la fiscali-dad privada y aburguesaron las bases materiales de la aristocracia”, y en parte pusieron “sus bienes en el mercado”. En pocas palabras, la supresión del diezmo y las desamortizaciones coadyuvaron a que los pro-pietarios agrícolas apoyaran la contribución directa territorial, o por lo menos que no la rechazaran sin contemplación.

Por último, a partir de la década de los años cincuenta el gobierno español emprendió una eficaz política de fomento económico, sobre todo por medio de la construcción subsidiada de la red ferroviaria121. En otras palabras, la “economía pública nacional” comenzó a funcionar a unos años de la reforma fiscal de 1845, lo que trasformó la concepción de los actores económicos peninsulares acerca del papel que debería de ejercer la Hacienda Pública en la estructura económica peninsular. En cambio, en

nández, 1997. También consultar Pons Pons, 1991.120 Vallejo, 2001, p. 57. 121 López Morell, 2005.

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México la economía pública del gobierno federal sólo lo hizo hasta las últimas décadas del siglo XIX122.

122 Carmagnani, 1994.

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El Pueblo, el “otro” ciudadano y la nación en el liberalismo argentino

(1810-1880)

Nuria TABANERA GARCÍAUniversitat de Valè[email protected]

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La renovación de la historia política en América Latina y en Argentina ha encontrado en el largo siglo XIX su objeto

de análisis prioritario. La puesta en duda de la noción evolutiva de un camino universal y progresivo que enlazaba, sin solución de continuidad, a la sociedad y a las instituciones de Antiguo Régimen con las del moderno estado-nación ha generado, en palabras de Hilda Sábato, que el siglo XIX haya ganado en “densidad”.

Entre las nuevas aproximaciones destacan, como no, las relacionadas con la construcción del Estado y de la nación, vistas ahora como problemas y no como presupuestos naturales, cosa que lleva a prestar una atención prioritaria a los complejos procesos políticos que se abrieron tras la Independencia de las antiguas posesiones españolas. Miradas nuevas a esos procesos se acercan a las relaciones complejas que se establecieron entre la sociedad civil y la sociedad política, concluyendo que la construcción, la reproducción y la legitimación del poder político involucraron no solo a las elites dirigentes que encabezaron la lucha por la Independencia y por la construcción de nuevos espacios políticos, sino también al conjunto de quienes forman parte de la comunidad política sobre la que su poder se ejercía. En el caso de la Hispanoamérica posrevolucionaria,

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y del Río de la Plata en particular, el fin de la autoridad de la Monarquía española y la opción por la república representativa generaron intensos y conflictivos debates sobre la naturaleza de las nuevas comunidades políticas, la redefinición de soberanías o la constitución de nuevos poderes y regímenes políticos. Esos procesos políticos supondrían el establecimiento de normas y mecanismos concretos de conexión entre el conjunto de la población y quienes ejercían el poder en su nombre, en el contexto en el que, tras las guerras de independencia, había que enfrentarse a inmensos retos: el de crear una nueva legitimidad, el de edificar un nuevo edificio político-institucional, el de restaurar las nuevas jerarquías sociales y el de desmilitarizar la sociedad, marcada por la movilización y de democratización vinculada a la propia guerra123.

Así, pronto se desplegarían entre los grupos dirigentes justificaciones a la exclusión de los sectores sociales perturbadores y al control, tanto del “pueblo oprimido que sacude con dignidad sus cadenas”124, como de los “infernales efectos del espíritu democrático”, visibles ya pocos años después de la independencia por Bernardo de Monteagudo (Palti, 1994: 4). La revisión de ese proceso de construcción de exclusiones y controles ha generado un nuevo debate, surgido, según Marta. Irurozqui (1999: 2), de alguno de los efectos de la renovación en los estudios sobre la construcción de la ciudadanía que inauguró François-Xavier. Guerra y que puede llevar a sostener la idea de que la elites eran las

123 Sobre los efectos de este primer núcleo de procesos E. Palti, Orden político y ciudadanía. Problemas y debates en el liberalismo argentino del s. XIX, Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 5. nº 2, 1994.124 Referencia al pueblo de Buenos Aires, que con prudencia, inicia el proceso de Independencia, está tomado del Prólogo a las Actas capitulares del mes de mayo de 1810, p. I, en Actas Capitulares (1836).

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únicas capacitadas para comprender un sistema representativo y de que el tradicionalismo dominante en las sociedades latinoamericanas fueron el principal obstáculo al desarrollo del sistema representativo iniciado en Cádiz con la Constitución de 1812, ya fuera por la herencia de modos de acción coloniales o por la fuerza del cemento de las formas orgánicas de relación, los llamados “hábitos del corazón”. En esta línea estarían Jose Murilo de Carvalho, Fernando Escalante, Carmen Mc Evoy, Marie Daniel Demelas o Susana Villavicencio, quién en sus trabajos sobre Sarmiento habla de la peculiaridad de las republicas sudamericanas, dado el surgimiento en ellas de una soberanía “desacoplada”, en la que el pueblo real no se corresponde con su concepto: el pueblo ideal supuesto en las teorías del contrato (Villavicencio, 2003: 82-85 y Villavicencio, 2005: 183).

Más allá de este debate, ahora nos interesa revisar las apelaciones al Pueblo125 y al “otro” del ciudadano en el discurso liberal argentino, desde el “pueblo soberano” de la Independencia, al “pueblo real” de la Generación del 37, visto preferentemente como obstáculo para la nación, hasta llegar al “pueblo inconsciente” y, por tanto, susceptible de exclusión, que ya se dibuja claramente desde 1880. Nos acercamos a la revisión de un concepto en el liberalismo argentino, que, según D. Roldán, nunca pudo inspirar una corriente fuerte de defensa de los derechos individuales ya que siempre fue más sensible a las necesidades del orden que a las de las libertades, no pudiendo producir nunca una crítica a la noción de soberanía (Roldán, 2008: 67). A pesar de ello, entendemos que, aunque surgieran en este liberalismo propuestas y acciones para establecer controles a la participación popular o proliferaran a medida que avanzaba el siglo XIX diversas 125 Contamos con algunos ejemplos previos para el caso novo-hispano, como el de Guedea, 2008.

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instrumentalizaciones de la movilización popular, el liberalismo argentino no pudo nunca renunciar a proponer discursos de legitimación popular y nacional, que tenían su origen en las ficciones que la primera generación de liberales del Río de la Plata creó para mantener abiertos los puentes entre pueblo y nación en los sucesivos gobiernos representativos y que, de ser aceptadas, aseguraban, con ese juego leve de realidades e ilusiones, la estabilidad del gobierno representativo (Morgan, 2006: 13-14). Ficciones que se sostenían sobre la idea de gestación de una democracia radical, en la que todos los integrantes de la sociedad participan por igual del proyecto, independientemente de su raza, clase y origen, aunque no de género126.

Pueblo y nación en 1810

Como ha demostrado José Carlos Chiaramonte en muy diversos trabajos, no puede sostenerse que en el Río de la Plata hubiera una nación ni una identidad nacional durante la primera mitad del siglo XIX. Esa constatación ha contribuido muy eficazmente a demoler la base de la historiografía liberal y de raíz positivista argentina, seguidora de Bartolomé Mitre y de su tesis de la nación preexistente en 1810, que con tanta eficacia trasladaba a los períodos iniciales de la construcción del Estado en el Río de la Plata el resultado del proceso abierto desde 1853 (Chiaramonte, 1989, 1993 y 1997). Sin embargo, se puede pensar que no encontrar a principios del XIX un nacionalismo del tipo del que se despliega

126 Agradezco los comentarios y las sugerencias a este res-pecto de Mª Cruz Romeo. Parte de estas refl exiones sirvieron para elaborar la comunicación conjunta presentada en el 53º Congreso Internacional de Americanistas (México, julio de 2009) “¿Qué nación para qué pueblo? Representaciones del pueblo en el liberalismo reformista del siglo XIX (España-Argentina)”.

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a fines del XIX, no prueba que no existiera una representación nacional de la comunidad, así como, incluso, un discurso de nación (González Bernaldo, 1997:111).

Comenzando por el principio, no está de más recordar que uno de los conceptos de nación que se esgrimieron durante la guerra de Independencia fue el de la nación como sujeto de soberanía. En el contexto de la crisis de la Monarquía Hispánica y de las abdicaciones de Bayona, las muestras de patriotismo que proliferaron por toda América abrieron el camino a “la revolución política” (Rodríguez, 2005: 106-118), al margen de que la defensa de la representación del rey cautivo se justificara sobre bases tradicionales del derecho natural o contactualistas y de que los súbitos americanos del rey entendieran que el pacto de sujeción se mantenía con el monarca y no con la nación española.

En el Río de la Plata, como en otros escenarios americanos durante la crisis de 1808, se plantearon diversas alternativas para resolver la cuestión de la propiedad o el depósito de la soberanía (Goldman, 1999:188 y Goldman, 2008:570), generando un debate político que desembocaría en la transformación de voces y conceptos, como el de independencia o pueblo, de forma sumamente rápida e imparable.

Las dificultades y desajustes en definir y ejercer la representación de la nación en ese contexto revolucionario americano generaron mutaciones rápidas en la búsqueda de legitimación entre las opciones autonomistas e independentistas. Así, la nación se pensó como principio de unidad política, que “implica una definición cultural de la comunidad” (González Bernaldo, 1997: 112) y la concepción del individuo como sujeto de derechos.

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No obstante, las profundas luchas entre partidarios de distintas concepciones de soberanía, representados en la Primera Junta de Buenos Aires, por un lado, por Mariano Moreno, defensor de una soberanía popular e indivisible, y, por otro, por Cornelio Saavedra, sostenedor de la doctrina del pacto de sujeción y de la retroversión de la soberanía y, en consecuencia, de una soberanía divisible y organicista (Tío, 2009: 143) prolongarán el proceso constitucional hasta mediados del siglo XIX, aunque la nación invocada será la sociedad soberana, entendida como comunidad de individuos-ciudadanos.

En efecto, los mucho intereses contrapuestos en el Río de Plata obstaculizaron todos los primeros esfuerzos para establecer una organización constitucional de ámbito nacional, dando paso a una situación que ha sido definida como de “por una parte, pueblos sin nación; por otra, una nación sin Pueblo” (González Bernaldo, 2008: 47). Aún así, primaría durante las primeras décadas de vida independiente una definición de nación fundamentalmente política, pues, en ausencia de una noción comunitaria que pudiera legitimar la creación de nuevas soberanías estatales, el acta constitucional creaba la nación en su singularidad. La identificación, a pesar de las distintas concepciones de estado planteadas, entre la nación y la libertad cimentaba una ficción que convertía a aquella en una construcción incluyente, en una “nación cívica”, que borraría las divisiones y jerarquizaciones étnicas bajo el paraguas que establecía un concepto amplio de ciudadanía (Quijada, 1994: 41).

No obstante, la fundamentación de esa nueva nación política, no puede identificarse plenamente con el modelo ideal de “nación cívica”, pues en su base se encontraban muchos elementos de permanencias identitarias previas, como algunas procedentes de las identidades políticas tradicionales

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de carácter territorial (reinos, provincias, ciudades), y, especialmente, de identidades “étnicas” criollas (en el sentido de afinidades raciales, lingüísticas y culturales): la lengua castellana, la identidad “americana” y la religión católica (González Bernaldo, 1997: 116).

En la búsqueda de legitimación de la elite criolla para su predominio social y político, parece haberse encontrado en la noción de “civilización” la clave en el Río de la Plata (González Bernaldo, 1994: 467-468 y González Bernaldo, 1997: 116). A través de ella, la identidad criolla imprimiría sus rasgos “étnicos” o culturales a la nación identitaria, ya que la civilización, en esta relación, implicaría la pertenencia a la cultura occidental y la identificación de la civilización con la acción de los criollos cuando surgía un conflicto entre dos grupos étnicos, como se manifestó en múltiples casos en Argentina a lo largo del todo el siglo XIX y, especialmente, a raíz de la ampliación de la frontera sur.

En cualquier caso, el proyecto de nación política en el Río de la Plata llevaba implícito, como en otros casos, un proyecto cultural identificado con el de la elite criolla que encabezó la independencia y la edificación de un nuevo modelo de organización sociopolítica. Un primer ejemplo puede ser ilustrativo. En una proclama de Manuel Belgrano, enviada por la Junta de Buenos Aires a Paraguay, para pedir, con un ejército, su adhesión a la causa revolucionaria decía el 12 de febrero de 1811: “nobles paraguayos, paysanos míos [...] abrid los ojos, creed que el exército (de Buenos Aires) es de amigos y paysanos vuestros, que tienen la misma religión, al mismo rey Fernando, unas mismas leyes y un mismo idioma” (cfr. en Chiaramonte y Souto, 2005: 319).

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El proyecto de nación no pondría en duda la soberanía popular, aunque se discutiera, incluso con violencia, cual era el sujeto al que se imputaría la soberanía. La respuesta a la siguiente pregunta nos aclarará un tanto los términos del debate.

¿Quién era el pueblo soberano de las Pro-vincias Unidas del Río de la Plata?

Desde muy temprano en el Río de la Plata se definió un sistema de legitimidad fundado en la soberanía popular y las primeras experiencias para elegir nuevas autoridades, en un ámbito tan movilizado y militarizado, fueron tan rupturistas respecto del sistema colonial, que “los gobernantes no gozarían de allí en más de una legitimidad de origen si no se sometían al veredicto de un proceso electoral en cualquiera de las variantes ensayadas en aquellos años” (Ternavasio, 2002: 31).

Se plantea en la década revolucionaria (1810-1820) la discusión sobre la definición del sujeto de imputación de la soberanía, ya fueran los “pueblos” y ciudades con privilegios y jerarquías particulares o la nación, sujeto único e indivisible. En esa década se celebraron elecciones en todo el Río de la Plata para distintas instancias, como la Junta provisional, los Triunviratos y el Directorio, para Asambleas y Congresos constituyentes (en 1813 y 1816), para juntas electorales, gobernadores, intendentes, miembros de Cabildos, etc. La convocatoria y realización de múltiples elecciones evidenciaba ya que el sufragio, en muchas formas, era el único instrumento para construir legitimidades, a pesar de que por entonces los muchos convocados a participar, el “pueblo”, mostraba más desinterés que entusiasmo.

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En principio, como para las elecciones de representantes a la Junta de 1810, la ciudad adquirió un papel central, pues la representación quedaba limitada a los cuerpos territoriales definidos por su condición de ciudad y el número de representantes no venía dado por el número de habitantes, sino por la existencia de jerarquías y privilegios territoriales. La reclamación del voto en los pueblos de la campaña se extendió prontamente, favoreciendo el cambio incluido en el Estatuto Provisional de 1815, que modificó los principios del sistema representativo anterior. Con retraso frente al espacio americano en el que se aplicó la Constitución de Cádiz, se introdujeron tres cambios fundamentales: la inclusión de la campaña en el sistema representativo, la elección de diputados en relación al número de habitantes de cada sección electoral y las elecciones para miembros de los cabildos (Ternavasio, p. 37).

El estatuto de 1815 definió al ciudadano como “todo hombre libre, nativo y residente mayor de 25 años”, excluyendo a los dependientes y transeúntes. El viejo vecinazgo y la moderna ciudadanía aparecían como conceptos intercambiables y hasta identificados en la normativa. Una presencia y una ausencia llaman la atención entre los votantes activos o con derecho a ser elegidos. Por un lado, se incluyó entre el pueblo soberano a los negros nacidos en el país, descendientes de esclavos instalados en América, y, por el otro, no se mencionó a los indígenas. Para algunos autores (Quijada, 2005:830), esta ausencia no se produjo por una intención excluyente, sino por un principio de inclusión automática en el “hombre libre, nativo y residente”.

No hay que olvidar, sin embargo, que en el Re-glamento Provisorio de 1817 se suprimió la orga-nización de comicios en el campo, ante el miedo al comportamiento de un voto popular allí donde no se

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contaban con los controles existentes en la ciudad. Con ese cambio no se dividió en dos categorías a la población, sino que se concibió un único universo po-lítico con cabeza en la ciudad, que incluía al habitante rural que reunía ciertos requisitos (familia, casa en la ciudad, propiedad) (Chiaramonte, 1999: 104-5).

En 1821, en la Provincia de Buenos Aires, la Ley electoral incorporará al campo, nuevamente a la política, y confirmó la generalización del sufragio con la afirmación de que “todo hombre libre, natural del país o avecindado en él, desde la edad de 20 años y antes si fuera emancipado, será libre para elegir”. Se eliminaron las referencias a la propiedad, el oficio útil o la formación, así como la diferenciación étnica, sin que en todo el XIX aparecieran normativas que restringieran los derechos de ciudadanía a los indígenas, como en Guatemala o Perú (Alda, 2000 y Chiaromonti, 1995). La supresión de los colegios electorales que en la década revolucionaria negociaban la selección de candidatos, abrió paso a una nueva práctica, la lucha por las candidaturas, aunque sólo en la ciudad, pues en el campo pronto se impuso la lucha entre dos candidatos y, seguidamente, la unanimidad. La aparición en Buenos Aires con la Ley electoral de 1821 de un sufragio amplio y del voto directo tenía, para la élite dirigente, dos objetivos esenciales, el de estimular la participación electoral y, con ello, acrecentar la legitimidad de los representantes, así como el de poner fin a las intensas disputas entre facciones, tan caras a una plebe, cada vez más temida, y que encontraba en la tradición del cabildo abierto y las asambleas un canal de expresión de muy difícil control. Tras la ley, cuatro meses después, se suprimirían los dos cabildos existentes en la provincia, el de Buenos Aires y el de Luján, (Ternavasio, 2002: 91), estableciéndose en aplicación de la ley que el sujeto de la soberanía era ya el pueblo del Estado de Buenos Aires.

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Del “bajo pueblo” al pueblo aniñado

El pueblo que participaba en la elecciones de los primeros años veinte en Buenos Aires era el “bajo pueblo”, atraído a los comicios por redes clientelares, a medida que avanzaba la década, enfrentadas cada vez con más violencia en torno al sentido del voto, bien unitario, bien federal. La ausencia de límites al sufragio no derivaría de una convicción democrática, que provocaría, como sostenía la Generación del 37, la anarquía, la dictadura rosista y excesos incompatibles con el desarrollo moral e inteligente del pueblo. Más parece que la ausencia de límites a la inclusión surgió de las dificultades encontradas para seguir una regla fija capaz de separar el mundo de los incluidos del de los excluidos. Para Ternavasio, esta ley electoral fue el resultado de una tradición de sufragio amplio basada en una ambigua concepción del hombre libre, que trataba, al tiempo, de dar respuesta a algunos de los retos políticos a los que se enfrentó la elite liberal: animar a un electorado escasamente participativo, eliminar el faccionalismo más peligroso y disciplinar la movilización iniciada en los años previos. La Ley de 1821, así como la futura Constitución de 1853 y la subsiguiente legislación electoral, pueden considerarse como parte de las operaciones de ingeniería socio-constitucional que irían fijando controles a la voluntad popular, sin que se desatendiera, especialmente tras la caída de Rosas y de la mano de los promotores de la Organización Nacional, la elaboración de un proyecto de reelaboración cultural, identificado con la voluntad de extender la identificación de un conjunto social circunscrito a un territorio con un pueblo-nación.

La Revolución del 1º de diciembre de 1828 que puso fin definitivo a la “feliz experiencia”, abrió la pugna entre los que los intentaban suprimir la competencia y reestablecer la unanimidad de la

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lista única, pactada entre los líderes de los notables, y aquellos que pretendían seguir con un tipo de competencia internotabiliar. El pueblo se iría presentando en el rosismo dominante de las décadas posteriores, como un agente pasivo, necesitado de protección y dirección, ya que “... El pueblo es un niño, que carece de inquietud, porque carece de previsión. Con la misma facilidad se adormece en la margen de un precipicio, que sobre un lecho de césped” (“El Conciliador”, s/d, s/m, 1829, cfr. Myers, 1995:188), mientras se generaliza la metáfora paternal, también en la publicística partidaria de J. Manuel Rosas: “la sola idea de que D. Juan Manuel de Rosas es el que preside nuestros destinos, ha colmado todas las inquietudes, y disipado los temores. “Que se atreven (sic) ahora a trastornar el orden y verán lo que sucederá (se decía públicamente en las calles); allá está d. Juan Manuel, vela por nosotros, nada tenemos que temer. Este íntimo convencimiento del pueblo (...) que hallaremos todas las garantías a que pueden aspirar los buenos ciudadanos”( El Lucero, 9/12/1929, cfr. Myers, 1995: 191).

Ya en 1835 triunfará con Rosas la búsqueda de la estabilidad política en un sistema basado en la negación de la competencia y el prodominio absoluto del Ejecutivo. Con Rosas, se alcanza un alto grado de formalización del proceso electoral, demostrándose que el sufragio seguía siendo el principal elemento de legitimación, aunque ya con un cambio significativo, puesto que el centro del sistema ya no era el “pueblo elector”, sino el gobierno elector. La existencia en ese sistema rosista de un alto grado de formalización del proceso electoral dice mucho de la fortaleza del sufragio como elemento de legitimación del poder. La prolongación a la ciudad de la extendida unanimidad de la campaña no privaba de fuerza a la legalidad del régimen de Rosas, evidenciando su gran capacidad para absorber la legalidad liberal, aunque para

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establecerla en sentido inverso, con lo que se podría refutar la extendida tesis de que el régimen rosista carecía de todo apego a la legalidad, como perfecto representante del caudillismo y de los perversos efectos de la ruralización y la militarización de la política (Ternavasio, 1999:141).

La derrota de Rosas en Caseros (1852) ha sido considerada como el inicio del período de Organización Nacional, sobre la base jurídica de la Constitución de 1853 y el ideario de la Generación del 37, identificada con las “Bases y puntos de partida para la organización política de la República argentina” (1852) de Juan Bautista Alberdi. Una constitución prevista para un Estado federal, llamado a implantar la soberanía nacional sobre todas las provincias, en principio, desde la conciliación y el acuerdo y que hiciera “imposible para adelante la anarquía y el despotismo. Ambos monstruos nos han devorado. Uno nos ha llenado de sangre; el otro de sangre y vergüenza” (cfr. en Romero, 1992: 156). La superación del rosismo pasó por el triunfo de la alternativa propuesta por Alberdi, “el autoritarismo progresista” en palabras de Halperin (1995:37), que implicaría el establecimiento de un régimen político con un poder ejecutivo fuerte, capaz de controlar a los poderes locales y a las facciones de la elite, que permitiera el gobierno de una minoría privilegiada (la elite letrada), para alejar los peligros de la irresponsabilidad política de las masas, y que reservara el disfrute de las libertades políticas para esa elite, aún con la extensión de las máximas libertades económicas y civiles a toda la población sin distinción de nacionalidad, como garantizaba el artículo 16 de la Constitución.

La propuesta prescriptiva de Alberdi, también reconocida como defensa de la “República posible”, en espera de la “República verdadera”, confirmaba

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la diferencia entre habitantes y ciudadanos y la coexistencia de dos tipos de república: la abierta, sometida a la libertad civil, en la que se mantenía viva la ficción revolucionaria de igualdad, y, por otro, la restrictiva, cimentada sobre la libertad política y de la que disfrutaban un menor número de ciudadanos, atenta al orden y la disciplina. Entendiendo la democracia como régimen de la razón y no como expresión del despotismo absoluto de las masas, la puesta en marcha de este modelo impondría, no limitaciones a la participación, pero si mecanismos de control y mediatización de la expresión popular, a través de las leyes y de la acción de los notables, mediadores de la razón y garantes de la calidad de la elección. Así, en relación directa con la importancia del cargo en disputa (Botana, 1977:86), como en el modelo constitucional norteamericano, se impondrá la elección directa de diputados e indirecta de senadores, a través de las legislaturas provinciales, y del Presidente y Vicepresidente, mediante un colegio electoral.

No sorprendentemente, la “fórmula alberdiana” reconocía en la subordinación y el disciplinamiento de la plebe una herencia positiva del régimen de Rosas que merecía salvaguardia, ya que para sus defensores, de la plebe debía temerse más el pasivo apego al caudillo, que la posibilidad de un levantamiento social. Como es sabido, frente a la propuesta de Sarmiento, más convencido de la necesidad de ilustrarla y educarla y creyente en que la pobreza no tenía nada de necesario, Alberdi optaba por el mantenimiento de la misma en “feliz ignorancia” (Halperin, 1995: 47-48). Siguiendo a Michele Chevalier, para Alberdi las pasiones políticas debían ser reemplazadas por las pasiones del trabajo, pues las primeras tendían a la anarquía y las segundas al orden que necesitaba una nación moderna para su progreso. Ya había desechado la idea de que la educación podía mejorar a las masas

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y en la Bases sostendría que la causa de muchos males estaba en la educación popular: ¿De qué sirvió al hombre del pueblo el saber leer (...) para instruirse en el veneno de la prensa electoral, que contamina y destruye en vez de ilustrar; para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de incendio, lo único que pica y estimula la curiosidad inculta y grosera” (Cfr. en Herrero, 2005: 57). También comulgaba desde 1847 con Pellegrino Rossi, su otro referente intelectual, en que los nativos tendían a la barbarie y que “a nuestras poblaciones pobres, podía aplicarse el terrible y elocuente dicho de Rossi: son poblaciones que nacen únicamente para morir, conscriptos que apenas viven una batalla y luego caen, ejércitos en que no hay veteranos (...) ¿Qué importa pues que la población aumente en América, si la brevedad de su vida, la hace incapaz para servir a la producción de la riqueza nacional?” (Herrero, 2005: 56).

Alberdi y los promotores de la Organización Nacional, autoproclamados continuadores de los ideales liberales y centralistas de Mayo, reconocían la importancia de la masas en la lucha por la soberanía y la derrota de la tiranía, continuando con la tradición revolucionaria de identificar a la patria con la libertad, por lo que asumían el deber de recordar al pueblo, en palabras de Alberdi tomadas de las Bases, “que la patria no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos y solo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre”. En el proyecto, la semilla fértil que podía transformar el medio y el desierto bárbaro y que permitiría superar los obstáculos para la nación que imponía el “pueblo real” será un “otro” externo, el inmigrante, que disfrutará de igualdad absoluta en el disfrute de derechos civiles (Quijada, 1992: 872).

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El “otro” ciudadano

En el nuevo programa, la legitimación de la elite dirigente no se buscaba ya en ese “pueblo real”, sino en el “poder civilizador” de la elites ilustradas. El progreso y la civilización prometida insistentemente serán la fuente de ese poder, así como el principio sobre el que se justifican las acciones para poner fin a la barbarie (Svampa, 1994: 37) y la “extranjeridad” (Villavicencio, 2003), definida como diferencia inasimilable, está en un otro “interior”: el indio, identificado progresivamente como bárbaro. El problema era tan relevante para el proyecto nacional civilizatorio que el presidente Avellaneda diría en 1875 que “la cuestión fronteras es la primera cuestión de todas (..) es el principio y el fin, el alfa y el omega (..) suprimir los indios y las fronteras no implica en otros términos sino poblar el desierto (..)(Nacach, 2006: 8). Así, la clasificación de los sujetos fronterizos, para legitimar la ocupación y la imposición de la civilización fue uno de los temas más relevantes del periodo 1853-1890.

En Argentina, desde el texto de Sarmiento Facundo, Civilización o Barbarie (1845), fue consolidándose entre la elite que edificará la Organización Nacional la idea de que el futuro de la nación dependía del aporte de emigración europea, al tiempo que el indígena de la frontera real quedaba reducido a una forma de vida “fósil”, primitiva, animalizada, incapaz de civilizarse y, por tanto, de integrarse en la nación con su naturaleza. El indio aparecía como parte de una cultura alternativa, de un orden alternativo al orden del estado y como un espejo de la nación no deseada. Ahora ya se identificará el desierto con la barbarie, con la ausencia de toda civilización y de cualquier forma de relación sometida a reglas de sociabilidad.

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A partir de tesis sociológicas, se sostuvo que los pueblos indígenas no integraban ni real, ni imagi-nariamente la nacionalidad. Su futuro estaba escrito como resultado del contacto imparable con la civili-zación: la desaparición, ya fuera física o cultural. Pu-diendo ser incluso vista como necesaria la primera, la alternativa dominante sugerida al tiempo que se promovía la conquista territorial del desierto y la ocupación del espacio que se reconocía como “argen-tino” (la Argentina Gloriosa), era la segunda opción, la de la invisibilización de la diferencia, a cambio del reconocimiento de la ciudadanía formal y funcional (Quijada, 2003: 493), que utilizaba diversos meca-nismos de inclusión en inferioridad, como la entrada en el ejército, los traslados de población como mano de obra forzada, la concesión de tierras familiares a caciques, la dedicación al servicio doméstico, la sepa-ración de niños y, como no, más ampliamente, la se-dentarización, la escolarización castellana y la evan-gelización (Quijada, 2001: 72-84).

En la apropiación del espacio pampeano-patagónico, se distinguieron claramente dos procesos conquistadores, ya que a la “conquista” real u ocupación del territorio (1878-1885), precedió una primera conquista discursiva, con centro en la metáfora del desierto y la deshumanización del indio (Navarro Floria, 1999). Para integrar en el proyecto de Organización Nacional la domesticación discursiva y legal, que justificará la ocupación y la imposición de la identidad nacional a los indios del “desierto”(no tanto de los derechos y deberes que esto implicaba) se debe recordar la conversión de las tribus indias en individuos o familias (nunca más naciones), su deshumanización (para justificar la violenta resistencia), su presentación no como pobladores de un territorio, sino como nómadas y, por tanto, transeúntes que recorrían el territorio y

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no lo habitaban (Navarro Floria, 2001: 366, Bechis, 2006 y De Jong, 2007: 313).

Asumiendo, no sin debates sobre la alternativa que hubiera supuesto el modelo norteamericano (Roulet y Navarro Floria, 2005), la necesidad de ciudadanizar al indígena, el “otro” alternativo y perturbador, habría que explicar la adopción en Argentina de la perspectiva incluyente de “pueblo soberano”. Para Mónica Quijada (2001:179), lo que contribuyó a mantener la fuerza de la incorporación de elementos étnicos muy heterogéneos fue la “temprana opción” por el principio territorial como fundamento hegemónico de la construcción nacional, que convertía en elemento diferenciador el nacimiento en el territorio. Sin embargo, como señala esta autora, no bastaba con delimitar las fronteras estatales para incluir en el concepto de nación y pueblo soberano a toda la población incluida en esos límites, pues la articulación de los principios territoriales y demográficos es tanto la interacción con otros criterios selectivos, como los contenidos simbólicos que se le asignen. El territorio, como base de la construcción nacional, funcionaba como un espacio de producción y reproducción de identidad colectiva muy útil para hacer real otra de las ficciones construidas por la primera generación de liberales: la de la no existencia no ya de indios, sino de ciudadanos.

No obstante, podemos encontrar pruebas que ilustran a las diversas disfunciones que estaban implícitas en la naturaleza del territorio como cimiento de la construcción nacional. Una de más evidentes aparece al revisar las justificaciones que restingieron el acceso a la ciudadanía a los habitantes de los Territorios Nacionales entre 1884 y 1955. Tras la mal llamada Conquista del Desierto, el estado nacional justificó la “incapacidad” y “minoridad” de los

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habitantes de esos territorios para el ejercicio pleno de la ciudadanía política, no sólo por la calificación del voto, sino también por la “residencia”, pues se entendió que los derechos políticos plenos sólo se ejercitaban en un estado autónomo, como sancionó la Constitución de 1853 y, por tanto, anterior a la existencia de los Territorios Nacionales. Martha Ruffini (2006) señala que en la justificación de lo que denomina este “republicanismo tutelado”, establecido sobre los Territorios Nacionales desde 1884, se expresó el deseo de evitar que estos espacios padecieran los conflictos violentos que asolaron las provincias desde 1810, por lo que sólo recuperarían su rango constitucional cuando estuvieran “notablemente preparados para la vida política, autónoma y libre, sin haber sufrido las descomposiciones de la anarquía, las arbitrariedades del absolutismo, ni los azotes de los procónsules militares que tantas veces han sentido los estados de la República, por la naturaleza de sus elementos orgánicos, por el personalismo del caudillaje y su falta de educación republicana” (Diario de Sesiones Cámara de Diputados, 17 septiembre 1884, cfr. Ruffini 2006:3). La fuerza del territorio ya civilizado, sin embargo, volvía a aparecer, pues si algún habitante de los territorios se trasladaba a una provincia o a Buenos Aires podría ejercer los derechos políticos plenos, inherentes al pueblo soberano, por lo que se entendería que era el hábitat el que lo privaba de ejercerlos.

Comprobada la incapacidad del liberalismo argentino que hemos revisado para generar discursos y políticas que, a pesar del temor y del desprecio creciente por la masas, excluyera absolutamente de la política a los sectores populares, podríamos pensar, que en este último ejemplo de restricción condicionada se ve también la fuerza, en ese liberalismo, de la creencia en que la exclusión del pueblo de la política y del proyecto de sociedad más justa, más libre y más

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igualitaria implicaría también la exclusión del pueblo de la nación.

Por esa razón y para no desligarse de la ficción originaria de la nación como libertad e igualdad, la legitimación del sistema sociopolítico y de la nación propuesto por los vencedores de Caseros pasaría por la defensa de ciertas instancias de consenso social (fomento del asociacionismo cívico, aliento a la instrucción pública, reformas impositivas, etc.), en las que la participación electoral y la ampliación del espacio público (Sábato, 1998) permitían hacer efectivo el programa de formar y, al mismo tiempo, disciplinar al pueblo argentino como sujeto colectivo y referente último del Estado.

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