el lago de las nubes - donati sara

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Annotation

RESEÑA

A pocas millas de la ciudad de Nueva York, la pequeñomunidad de Paradise se repone lentamente de laonsecuencias de la difteria que ha devastado la poblaciól verano anterior.

Elizabeth y Nathaniel Bonner han perdido a su hij

Robbie, de dos años, pero siguen adelante con susperanzas puestas en los gemelos Lily y Daniel y sobodo en su hijastra Hannah, cuyo talento para la medicina n

hace más que crecer y afianzarse entre sus paisanos.Así, tras pasar la noche atendiendo un parto, Elizabet

y Hannah se topan por azar con Selah Voyager, una esclavugitiva que, gravemente enferma, encuentra cobijo en cas

de los Bonner.Sin embargo, la imprevista llegada de Liam Kirb

ntiguo habitante de Paradise y primer amor de Hanna

lenará de turbación el corazón de la joven.Tentado por la recompensa ofrecida por entregar a lugitiva, Liam ha seguido hasta allí el rastro de Selah, lo quondrá a prueba el firme propósito de Hannah de ayudar a sclava.

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Sara Donati

 EL LAGO DE LAS NUBES

 

La Familia Bonner, 3)

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 A Jill Grinber

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PERSONAJES PRINCIPALES

Elizabeth Middleton Bonner (también llamada Hueso ea Espalda), maestra de escuela.

Nathaniel Bonner (también conocido como Lobo Velo Entre Dos Vidas), cazador y trampero; esposo de Elizabet

Dan'l Bonner (también llamado Ojo de Halcón), padr

de Nathaniel.Luke o Luc (hijo mayor de Nathaniel, de una relació

nterior), residente en Escocia.Hannah (también conocida como Camina Adelante; d

equeña, Ardilla), hija de Nathaniel y de su primera esposa

Mathilde  (o Lily, a quien los kahnyen’kehàka llamaDos Gorriones) y Daniel  (llamado Pequeño Zorro por lokahnyen’kehàka), gemelos de Elizabeth y Nathaniel.

Selah Voyager, esclava fugitiva.Muchas Palomas, mujer mohawk que vive en Lago d

as Nubes , cuñada de Nathaniel por su primer matrimonio.Huye de los Osos , del clan mohawk de la Tortugsposo de Muchas Palomas.

Grajo Azul , hijo mayor de ambos; Kateri, la hija, Sawatis, el hijo menor.

Palabras Fuertes, antes conocido como Otter, hermande Muchas Palomas, que vive en el oeste, donde se h

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asado con una mujer séneca.Golpea el Cielo, séneca, amigo de Palabras Fuertes.Curiosity Freeman, esclava liberta, ama de llaves d

Richard Todd.

Galileo Freeman, esclavo liberto, capataz de laropiedades de Todd y esposo de Curiosity.Daisy, hija de ambos, y Joshua Hench, su espos

herrero, que viven en Paradise; sus cuatro hijos: SaraSolange, Lucy, Emmanuel. Almanzo, hijo de ambos radicadn la ciudad de Nueva York; trabaja en la Escuela Libr

Africana.Richard Todd, médico y terrateniente.Katherine (Kitty) Witherspoon Middleton Todd, s

sposa.Ethan Middleton, hijo de Kitty Todd y de su prim

sposo.La viuda Kuick , cuyo nombre de soltera es Luc

Simple, originaria de Boston. Propietaria del molino y laierras que lo rodean, fronterizas con Lobo Escondido.

Isaiah Kuick , su hijo soltero y heredero.

Ambrose Dye, su capataz.Los esclavos del molino: Ezekiel, Levi, Shadrac

Malachi, Moses , Reuben y Cookie.Jemima Southern, criada de la viuda Kuick, al igual qu

Becca Kaes y Dolly Smythe.

El señor George Gathercole, predicador; Rose, s

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sposa; Mary, hija de ambos.Anna Hauptmann McGarrity, propietaria de la factoríaAxel Hauptmann, su padre, propietario de la taberna.Jed McGarrity, cazador, trampero y alguacil de la aldea

Liam Kirby, cazador de recompensas proveniente de iudad de Nueva York, anteriormente vecino de Paradise.Cornelius Bump, asistente del doctor Todd.Gabriel Oak , ex funcionario de la aldea.Grievous Mudge, capitán de barco en el lag

Champlain.Sary Emory, viuda, su hermana y ama de llaves.Baldwin O'Brien, juez de distrito, antes cobrador d

mpuestos.

EN LA CIUDAD DE NUEVA YORK 

Amanda Spencer, prima de Elizabeth, y su esposWilliam Spencer, vizconde de Durbeyfield, residentes de iudad de Nueva York; Peter, hijo de ambos.

La señora Douglas , ama de llaves de ambos.Harold Bly, posadero de La Cabeza de Toro, y Virgini

Bly, su esposa.Meriwether Lewis , secretario del presidente Thomaefferson.

De Witt Clinton, senador.Doctor Valentine Simon, fundador del Instituto de

Viruela, y sus colegas y ayudantes, los doctores Paul Savar

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y Karl Scofield.

EN ROCA BERMEJALuna Partida, hija de Hecha de Huesos, del clan Lob

de los kahnyen’kehàka, residente de Buenos Pastos.Elijah, que escapó de la esclavitud en julio de 1794.Renhahserotha' (Luz Nueva), hijo de ambos.Los fugitivos de Roca Bermeja.

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ANUNCIOS DEL NEW YORK DAILY

6 de abril de 1802FUGADO POR SEGUNDA VEZ un negro llamad

DEMETRIUS, de complexión ligera y piel oscura, propieda

del honorable caballero Henry Cook. Joven muy simpáticde unos veinte años; camina con un garbo notable y posea sorprendente habilidad de despertar la simpatía d

quienes lo escuchan con su lengua hechicera y engañosque rara vez dice la verdad. Gracias a su ingenio, es capaz dealizar casi cualquier tipo de trabajo; en los últimos años hido empleado principalmente como zapatero remendólbañil y molinero, según requiriera la ocasión, e imagino quomo hombre libre desempeñará uno de estos oficios. Quientregue este valioso negro a su legítimo propietario recibi

una recompensa; además, se le reembolsarán todos lo

astos razonables.

EL CAZADOR DE RECOMPENSAS MICAH COBB hastreado, capturado y entregado a la justicia a mucho

negros fugitivos, entre ellos, al violento y salvaje Capitá

del Pantano y a su banda de ladrones y asesinos cimarrone

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mulato llamado MOSES, de unos 40 años y 1,80 m de alturquien le falta uno de los incisivos y tiene una o do

icatrices en la cara; toca el violín. Debido a que lo hzotado un par de veces por su mala conducta, pued

resentar cicatrices en el cuerpo. Es posible que intenanarse la vida como tonelero, oficio que ha aprendido en mranja. Recompensa. Albert vander Poole, Long Island.

FUGITIVA propiedad del mercader Hubert Vaark, de lalle Pearl: esclava doméstica llamada RUTH, muchacha dez oscura y poca moral, en estado de gestación avanzad

Astuta, de voz suave y actitud mañosa. Se fugó llevándosun salero de plata y un cuchillo de trinchar con mango dmarfil. Se sospecha que tratará de llegar a Canadá, donde ely su hijo podrían hacerse pasar por libres. Quien aprese

dicha negra y la entregue a su propietario recibirá unenerosa recompensa y le serán reembolsados todos loastos razonables. Y si alguien la protege del justo castig

que merece un comportamiento tan perverso como el que hmostrado, se expondrá a ser juzgado con todo el peso de la

eyes de Dios y el hombre. «No codiciarás la mujer de trójimo, ni su casa, su dehesa, su siervo ni su sierva, suey, su asno ni cosa alguna que sea de tu prójimo.» Deu:21.

SE HACE SABER que Meg Mather, legítima esposa d

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quien suscribe, se ha fugado de su esposo en compañía dun francés conocido como André Seville, llevando consigl pequeño hijo de quien suscribe, una esclava negrrancesa llamada Marie y un reloj de mesa. Se pagará un

ecompensa por la devolución del niño, la esclava y el reloero el esposo, ante conducta tan desvergonzada ecaminosa, se alegra de verse libre de la perdida, por lo qu

no pagará recompensa por ella ni le permitirá el ingreso en sasa. Por lo tanto, advierte a todos que no pagará ningun

deuda que haya podido contraer. Jonah Mather, carnicerde Boston Post Road.

 NEGROS APRESADOS. Dos fugitivos africanos haido apresados y entregados a la prisión de este condad

Por la información contradictoria que se tiene sobre s

rocedencia y la identidad de sus amos, así como por ncomprensible de su lenguaje, resulta imposible determinus datos personales. Uno de ellos dice llamarse JAMEparenta unos 40 años, mide 1,50 m, está bien constituidiene las orejas perforadas y le falta un incisivo. El otro s

lama PETER, de unos 30 años y 1,60 m de altura. Amboienen los pies notablemente pequeños. Los negromencionados fueron apresados alrededor del 1 de marzo hora son ofrecidos en alquiler, según lo indica la ley. Jame

Lewis, sheriff.

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ADVERTENCIA a todos los negros libres y manumisoEl capitán Matthew Tinker ha vuelto a navegar hasta el rídel Norte al mando de su barco María. El capitán Tinker hido acusado tres veces de secuestrar a negros libres en la

alles de la ciudad. Acostumbra sacarlos de nuestro estadara llevarlos al sur, donde son vendidos como esclavos. Eapitán Tinker obra así en consciente y maliciosa violació

de la Ley de Manumisión Gradual de 1799. CUIDAOS DE ÉLLibertas.

FUGITIVO propiedad de Nathan Pierson, de Lonsland: un negro llamado TITE, de estatura cercana al metr

y medio, constitución robusta, de unos veinte años de eday muy simpático; cuando partió, vestía un abrigo de collaro, pantalones de percal sucios y grandes hebilla

lateadas. Toca el pífano. Quien aprese a dicho negro y ncierre en la prisión de Nueva Londres recibirá unecompensa de DIEZ DÓLARES y se le reembolsarán loastos ocasionados , a cargo de NEZER SLOO, carcelero.

EN VENTA El tiempo de dos muchachas bajo contratde servidumbre, fuertes, una mulata y otra irlandesa. Lequedan hasta tres años de servidumbre por cumplir y sabehacer todo tipo de trabajos domésticos o agrícolas; criadan esta familia. Consúltese a Isaac Whetstone, de la cal

Park.

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Por este medio se hace saber que el Asilo de la Ciudade Nueva York alberga en la actualidad a más niñohuérfanos de los que puede atender adecuadamente. La

arejas honradas y temerosas de Dios que tengan espac

uficiente para acoger a un niño pueden presentarse al señoTHOMAS EDDY. La compensación determinada por eConcejo Municipal es de cincuenta céntimos mensuales pada niño menor de dos años .

Ciudad de Nueva York,Estado de Nueva York 

MARGUERITE MATHUSINESOLANGE HURÓN DU ROCHER 

Por este medio se os notifica, de acuerdo con uegundo pluribus subpoena  dirigido a vos, y ahora e

manos del sheriff, que deberéis presentaros ante loHonorables Jueces de la Corte Suprema de esta ciudad, eudiencia que se celebrará el primer lunes del próximo me

de julio, para responder al libelo de vuestro esposo, TiberiuMaximus Hurón du Rocher, que solicita la anulación de lo

vínculos matrimoniales. James Lewis, sheriff.

FUGITIVA: Annie Fletcher, bajo contrato dervidumbre. Mide cerca de un metro y medio de estaturiene pelo oscuro, ojos raramente claros y le falta el ded

ordo de la mano izquierda. Se prohíbe a todo

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specialmente a los patrones de navíos, que den alberguedicha Annie bajo pena de castigo legal. Quien devuelva esmiserable desagradecida a quien suscribe recibirá unecompensa de un céntimo. Elisha Hunt, velero.

DOS DÓLARES DE RECOMPENSA Perdida PERRAmuy joven, de raza terranova, amarilla y blanca, y de peizado. Quien devuelva dicha perra a quien suscribe recibia recompensa arriba establecida. Francis Loud, calle Orang

DIEZ DÓLARES DE RECOMPENSA Desertó el día 3 dorriente del fuerte Gandervoort. Charles Hook, soldado dnfantería de Estados Unidos, de 27 años de edad y un metretenta y cinco centímetros de altura, ojos azules, pelo neg

y tez oscura. Vestía chaqueta verde y sombrero redondo, e

l que luce una pluma de paloma teñida de azul. Quieprese y devuelva a dicho desertor a este fuerte o ualquier puesto militar de estos Estados Unidos recibirá ecompensa citada y se le reembolsarán todos los gastoazonables. A. L. Hayes, teniente.

EL DISPENSARIO DE NUEVA YORK hace saber queas donaciones públicas han hecho posible ofrec

VACUNAS contra la temible viruela a los pobres de liudad, sin costo alguno. Procedimiento SEGURO

NDOLORO, ESPECIALMENTE RECOMENDADO PARA

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PRIMERA PARTE Primavera de1802

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Capítulo 1

En la primavera en que Elizabeth Middleton Bonnumplió treinta y ocho años, cuando ya se considerabstablecida, segura y libre de cualquier tentación aventurerlegó Selah Voyager a Paradise.

Fue el chillido de las águilas pescadoras lo que pusoas mujeres sobre aviso aquella mañana de doming

Mientras Elizabeth y Hannah, su hijastra, rodeaban antano por el extremo opuesto del lago de la Media Lunas aves comenzaron a armar tal alboroto, persiguiéndos

unas a otras en largos descensos en picado, que las dos sdetuvieron a observarlas. Elizabeth, cansada como estab

gradeció esa excusa para descansar.En los confines de los infinitos bosques neoyorquinol invierno cedía tímidamente paso al tiempo cálido, y

hecho de que las águilas pescadoras regresaran al lago ereñal inequívoca de que pronto desaparecerían los último

hielos. Pero también había otros indicios: un mirlo de alaojas encaramado en una espadaña; ranas arbóreascondidas entre los juncos que emitían su extraño reclamomo de patos en el agua; cañas encendidas con un nuev

verdor. Mientras Elizabeth contemplaba el lago, deleitándoson lo que la mañana les ofrecía, Hannah descubrió u

manojo de florecillas blancas recién brotadas. La sanguinar

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ervía para hacer una tintura de color escarlata mupreciada.

 —¿No puedes dejar eso para otro momento? —eprendió Elizabeth, aunque sabía la respuesta: Hannah n

odía pasar de largo ante una planta tan útil. Poco importabque no hubiera dormido en toda la noche: podría habubido la montaña a la carrera y bajarla al trote sin deteners

Después de pedirle disculpas con la mirada, muchacha sacó de su cesto una pequeña pala y se arrodill

ara extraer la planta; de pronto, se quedó petrificadnmóvil y atenta, como un venado que se encuentrnesperadamente con un cazador.

Delante de sus ojos había un par de zapatos qudescansaban al sol de la mañana sobre un tocón de roblomo si alguien los hubiera puesto a secar tras una camina

or la maleza. Eran de hechura rústica, con hebillas azules,l uso los había reducido a casi nada.

Elizabeth nunca había visto a nadie en Paradise coapatos como aquéllos. Por lo tanto, había un forastero en

montaña, no lejos de allí.

Lo mejor que podían hacer era continuar la marcha. Nra cuestión de enfrentarse en pleno bosque con udesconocido. Y mucho menos, cansada como estaba y coa solemne misión que se le había encomendado aquel

mañana. Los hombres se ocuparían más tarde de es

Mientras las águilas pescadoras seguían chillando

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obrevolando el lago, Elizabeth se quedó observandquellos zapatos, debatiéndose en silencio consigo mism

hasta que Hannah decidió tomar las riendas del asunto partó las matas de viburno.

En un pequeño hueco, bajo un saliente de piedra, yacuna mujer joven acurrucada como una pelota. Su piel era máscura y de un tono más intenso que la tierra en la que hab

dormido; bajo la chaqueta de tela tejida a mano, se veía uvientre redondeado y tenso: otro niño que se disponía brirse paso hacia el mundo. La vaga curiosidad qu

Elizabeth había sentido al ver las hebillas azules funmediatamente reemplazada por el temor. La mujer se apartde ellas, con la cara demudada por el miedo.

Aunque llevaba más de ocho años sin encontrarse coun esclavo fugitivo, tuvo la completa certidumbre de qu

quella joven estaba huyendo de alguien que la considerabropiedad suya.

 —No tiene nada que temer de nosotras —la tranquiliz—. ¿Se ha extraviado?

La muchacha intentó incorporarse; su mirada pasó d

Hannah a Elizabeth, y otra vez a Hannah. Los ojos rillaban de fiebre y en la garganta le latía el pulso de forman frenética como el de un pájaro.

 —Soy Elizabeth Bonner. Y ella es Hannah, mi hijastra.El rostro de la joven se relajó un poco y sus labios

movieron sin pronunciar sonido alguno, como si las palabra

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ueran una carga que hubiera dejado atrás, en el caminuando al fin surgió la voz, sonó raramente grave y ronca.

 —La maestra... La esposa de Nathaniel Bonner. —Sofocó un acceso de tos con el dorso de la mano.

 —Sí. ¿Conoce a mi marido? —He oído hablar de él, señora. —¿Estás enferma? —intervino Hannah.La muchacha respondió con un gesto afirmativo, y

añuelo que llevaba anudado a la cabeza le resbaló, dejandl cráneo al descubierto; la habían rapado por completo n

hacía mucho. Con dedos trémulos, se cubrió de nuevo. —Eso es por dormir sobre el suelo mojado. —¿Está buscando a alguien de la aldea? —le pregunt

Elizabeth. Era lo más que podía acercarse a la pregunta qun realidad deseaba formular. Hannah se anticipó

esponder. —Busca a Curiosity —dijo, pronunciando el nombre d

a mejor amiga de su madrastra, una mujer que le inspirabanto amor y confianza como si fuera de su propia familia.

Oír el nombre de Curiosity Freeman relacionado con un

sclava fugitiva que había acudido a Paradise era normal. ambién alarmante. Elizabeth tendría que haberle preguntadHannah por qué se entrometía en eso, pero su hijastra y

había vuelto a concentrarse en la forastera y le hablabdirectamente.

 —No has encontrado a Curiosity donde esperabas, ¿n

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s así? Ha tenido que ir a ayudar en un parto, pero, clarso tú no podías saberlo, y te has escondido otra vez.

En la cara de la joven desaparecieron los restos dmiedo. Elizabeth notó que en aquel rostro ardía algo más qu

a fiebre. Sus ojos oscuros revelaban una decisiópasionada y una inteligencia penetrante. La muchacha saclgo de la bolsita que llevaba atada a la cintura y extendió

mano. En el centro de la palma, encallecida por el trabajostenía un delgado disco de madera con los bordeallados en un diseño geométrico y una piedra blancncrustada en el centro. Al verlo, Elizabeth sintió que orazón le brincaba en el pecho.

 —¿De dónde ha sacado eso?La muchacha tosió otra vez y sus dedos se cerraro

obre el amuleto, en un gesto tan elegante como el de un a

l plegarse. —Almanzo Freeman me indicó el camino. Me lo dio él. —¿Almanzo? Pero si vive... —En la ciudad de Nueva York, sí, señora. Llevo más d

dos semanas caminando. Mi última parada ha sido en la

fueras de Johnstown.En su último viaje de Nueva York a JohnstownElizabeth había tardado siete días completos, viajando e

arco, en diligencia y en carro. Y para llegar hasta allí desdohnstown se requerían al menos otros dos, quizá más, t

omo estaban de barro los caminos. No podía creer qu

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quella muchacha hubiese viajado tan deprisa por parajedesconocidos.

 —Hija. —Elizabeth interpeló a Hannah en el idioma dos mohawk, pueblo al que había pertenecido la madre de

oven—. ¿Qué sabes tú de todo esto? —Lo suficiente —respondió su hijastra en la mismengua, con toda la calma—, pero ahora no hay tiempo parxplicaciones. Está enferma, y no podemos cruzar la aldeon ella a la luz del día.

Casi lo había planteado como una pregunta, pero no lra. Con su eficiencia acostumbrada, Hannah ya hab

decidido lo que debían hacer y sólo esperaba a que smadrastra llegara a la misma conclusión.

Pero ¿cómo iba Elizabeth a hilvanar pensamientooherentes con las águilas pescadoras gritando sobre su

abezas y con aquellas dos mujeres mirándola fijamenteUna de ellas era lo bastante joven como para no pensar eu propia seguridad ni por un momento; y la otra tenuenos motivos para temer por su vida: una muchacha eprietos que había sido enviada por Almanzo, el hijo d

Curiosity, un hombre de color que vivía libre en la ciudad. EParadise había quienes disfrutarían entregándola al castigque la esperaba. Y quizá le quitaran también a su hijo.

Elizabeth recordó de pronto el frágil bulto que llevabn los brazos; de repente pesaba tanto como si fuera d

hierro.

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 —La llevaremos a casa. ¿Cómo se llama?La joven irguió los hombros y aspiró hondo.

 —Selah Voyager —contestó—. Le agradezco tantondad, señora, pero prefiero esperar aquí hasta qu

scurezca. —Tonterías —replicó ella, con más severidad de la quhabría querido—. Tiene hambre y fiebre. Y este lugar no estan apartado como cree, señorita Voyager. Estará mucho máegura en Lago de las Nubes, y nosotras también.

Antes de que las cabañas aparecieran ante su vista, lelegaron las risas agudas de los niños . Selah Voyager sdetuvo súbitamente y miró a Elizabeth.

 —No hay nada que temer —dijo Hannah—. Son loniños. Están zambulléndose en el agua y chillan por el frío.

Pero no era la risa de los niños lo que había hecho qu

a joven se detuviera tan bruscamente: su mirada estaba fijn un punto, detrás de ellas. Elizabeth supo, sin girarse, qullí había alguien y que aquella joven tenía el oído astante agudo como para haberlo percibido, aunque a el

e hubiera pasado inadvertido.

 —He bajado a la aldea a preguntar por vosotras —dijathaniel—, pero ya veo que estáis aquí... Por lo que parecraéis compañía.

La voz de su esposo ejercía sobre Elizabeth tal podque su nerviosismo desapareció de inmediato, reemplazad

or alivio y placer. Cuando sintió la mano de Nathaniel en

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hombro, la cubrió con la suya y se volvió hacia él. —Te presento a la señorita Voyager —dijo—. Es amig

de Curios ity.La joven hizo una reverencia, al tiempo que sofocaba u

cceso de tos con el puño. —Encantado de conocerla. —Nathaniel habló en tondesenvuelto, pero su cara reflejaba preocupación e interés,

artes iguales. —Está aterida —dijo Hannah—. Será mejor que

levemos dentro. —Bien. Ocúpate tú de eso —le sugirió él, y miró co

tención a su hija; en la postura de sus hombros y en sxpresión cautelosa leía lo que ella no le había dicho.

Selah Voyager se irguió. —Señor Bonner..., le agradezco su ayuda.

Él logró sonreír. —No sé de qué manera la he ayudado, pero le doy

ienvenida a Lobo Escondido.Hannah alargó los brazos y señaló con la barbilla

ulto que cargaba Elizabeth. Tras cogerlo, se alejó co

Selah. Nathaniel se acercó entonces a su esposa y examinu rostro. —¿Ha nacido muerto otra vez?Ella hizo un gesto afirmativo y se reclinó contra s

sposo.

 —Ya me lo temía, al ver que tardabas tanto. ¿Kitty es

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uera de peligro? —Curiosity dice que sobrevivirá, pero la criatura e

demasiado pequeña. Habíamos decidido enterrarla junto as otras, y mientras veníamos hacia casa... —De pront

nronqueció. Nathaniel la cogió del brazo. —Se te doblan las rodillas de cansancio. Cuando

hayas recuperado, me lo contarás todo.El alto valle formaba un extraño triángulo en la falda d

a montaña. Al fondo, en la zona más estrecha había unascada que caía dentro de una estrecha garganta, y en

más ancha, dos cabañas en forma de L, rodeadas dbedules y píceas azules. En la cabaña del este, la máróxima a la cascada, vivían tres generaciones de Bonner; tra, algo más hacia el oeste, estaba habitada por mohawk

arientes de Nathaniel Bonner por su primer matrimonio. Nathaniel y Elizabeth salieron del bosque y atravesaro

os trigales que crecían en la parte abierta del valle. En el aie percibía el penetrante olor de la tierra que despertaba ol primaveral; bajo sus pies, crujían los rastrojos de

osecha anterior. En la margen de uno de los campos, uino romo y solitario se había abierto paso por entre loantos rodados. Nathaniel se sentó al pie del árbol y tiró d

Elizabeth para sentarla entre sus piernas, al tiempo que strechaba la cintura con los brazos. Su cabellera olía

spliego, tiza, tinta y el cebo de las velas que habían ardid

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oda la noche en la habitación de la parturienta, donde jetreo y la tensión la habían hecho sudar. Pero eso era alg

que no necesitaba contarle: Nathaniel había oído relatoarecidos con demasiada frecuencia.

El ruido de la cascada y las voces de los niñoesonaban contra las paredes de los barrancos y llegaban eleadas hasta ellos: los reniegos de Lily y Kateri y, eespuesta, la risa de los chicos. Como Elizabeth callabathaniel le contó lo que había sucedido mientras elstaba en la aldea: la expedición de Ojo de Halcón y Huye dos Osos para revisar las trampas, el zorro que Grajo Azu

había matado con su honda cuando perseguía a las gallinaMatilda Kaes había pagado con cinco metros de lienzo, evez de con dinero, la instrucción que recibía su nieto en scuela de Elizabeth. Daniel y Grajo Azul habían tenid

roblemas por comer un pan de maíz robado con jarabe drce de última extracción. Nathaniel se preguntaba por qui querían darse un atracón, no habían permitido quarticiparan sus hermanas; ese descuido había hecho qu

Lily y Kateri corrieran a informar del latrocinio a Mucha

Palomas.Elizabeth se imaginó la escena y esbozó una levonrisa. Él dijo:

 —¡Lo que tengo que esforzarme para arrancarte unonrisa, Botas!

Ella se giró en sus brazos para mostrarle que era capa

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de sonreír, o al menos de intentarlo. En ese último añhabían perdido muchas cosas que no se podían reemplazantre ellas, la fácil sonrisa de Elizabeth. Su dolor era tantenso como el gris de sus ojos.

En el mes de agosto, los habitantes de la aldea habíaido atacados por unas llagas infecciosas que aparecían ea garganta, como surgidas de la nada. Richard Todd

Curiosity supieron de inmediato qué era; los demás, eambio, tardaron algunas semanas en comprenderl

Aunque Hannah les había leído fragmentos de un libro quhablaba de ello, no había manera de imaginar la naturaleza dquel monstruo que denominaban «difteria»..., hasta que

vieron en la garganta de su hijo menor.Fue Hannah quien obligó a su padre a mirar, y éste aú

amentaba no haberse negado. Jamás podría olvidar

membrana que crecía en los tejidos blandos de la gargantomo tampoco podría olvidar al niño que había muerofocado por ella. Para él, la enfermedad era algo vivo, uxtraño que había surgido entre ellos para robar, veloz, cruincontenible.

Cuando pasó la epidemia, no había familia que hubiescapado a sus estragos. En Lago de las Nubes habíanterrado a dos: Atardecer, la abuela de Hannah, y, contru pecho, donde había estado tan bien atendido, Robb

Bonner, que sólo tenía dos años. Nathaniel aún esperaba o

a voz del pequeño cada vez que abría la puerta de casa.

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 —La niñita de Kitty no ha llegado a respirar, Nathanieosotros, al menos, tuvimos a Robbie durante un tiempo.

 —Demasiado breve —dijo él, en tono irritado; estaburioso y lo estaría siempre, furioso consigo mismo, p

haber permitido que el niño se le escabullera. A decir verdano lograba calmar el dolor de su esposa, de la misma maneque no podía calmar el suyo propio.

Abajo, en la aldea, la campana de la iglesia comenzóañer. Elizabeth dio un respingo y se incorporó. Nathani

dijo: —De todas las cosas que Lucy Kuick trajo a Paradis

uando adquirió el molino de John Glove, esa maldiampana es con mucho la más molesta.

 —Fue el señor Gathercole quien la compró —le recordlla, con un bostezo.

 —¿Y quién hizo venir a Gathercole? —La señora Kuick, es cierto. Pero ya era hora. Hace y

dos años que el señor Witherspoon se mudó a Boston; lente se alegra de tener un ministro de la Iglesia.

 —Yo no. Con campana, no.

Eso al menos arrancó una sonrisa a Elizabeth, qucarició la mejilla de su marido. —¿Piensas quejarte de eso todos los domingos duran

l resto de tu vida? —Me consideraría afortunado si esa campana fuera m

única preocupación. ¿Vas a contarme lo de esa joven o no?

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Ella inhaló ruidosamente y dejó escapar el airesignada.

 —Creo que es una fugitiva. —Eso ya me lo imaginaba —repuso Nathaniel—. ¿Qu

más sabes?Elizabeth le contó lo sucedido con voz serena; sódelataba su preocupación la manera en que frotaba la tela da falda con los dedos.

 —Trae una alhaja con ella. —¿Una alhaja?Ella asintió.

 —Sí, una joya africana como la que tenía Joe cuando ncontramos en el bosque.

 —Pero puede no ser la misma. —El diseño es igual. Nos la ha mostrado como

sperara que la reconociéramos. Supongo que Almanzo se habrá dado como una especie de contraseña para Curiosity

 Nathaniel se frotó la cara con una mano, tratando drdenar sus ideas.

 —De lo que dices se desprende que a menudo viene

sclavos fugitivos por aquí, Botas, y eso no tiene muchentido. Sabes muy bien que en Paradise no puedsconderse ningún forastero, y mucho menos si tiene la pi

negra. A menos que Curiosity los aloje en la casa vieja... —Eso no es muy probable —reconoció ella. La casa d

u padre permanecía vacía desde su muerte, pero distab

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mucho de estar abandonada—. Con tanta gente como entry sale de ella, dudo que fuera un refugio adecuado.

 —Algo está sucediendo, sin duda. Sólo espero quGalileo y Curiosity no estén relacionados con esclavo

ugitivos. —Nathaniel... —dijo ella, muy seca, pero él le apretó hombro con fuerza para que no siguiera.

 —No necesitas darme ningún sermón sobre sclavitud. La detesto tanto como tú, ya lo sabes. Pero esodría causarnos muchas dificultades. ¿Y qué se supon

que debería hacer Curiosity con esa muchacha, después dlojarla en la casa vieja?

 —No lo sé —replicó Elizabeth, cortante—. Pero Hannaí.

 —¡Diablos! Espero que no sea cierto... —Nathaniel

strechó contra sí; percibía el cansancio y la agitación quuchaban en ella—. Pero será mejor que lo averigüemos.

La hijita muerta de Kitty Todd, envuelta en su mortajde muselina, era tan pequeña que cabía en la palma de mano; Hannah sentía la forma del cráneo, la curva de olumna y las piernas recogidas contra el pecho, no máncho que un pulgar de hombre.

Justo antes del amanecer, Kitty había reunido fuerza

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ara dar a luz con la ayuda de las vigorosas manos dCuriosity. Prematura como era, y pequeña incluso para siempo de gestación, no fue posible conseguir que aspira

ni una sola vez: se fue antes de que su madre pudier

brazarla o ver el color de sus ojos.Kitty no estaba en condiciones de subir la montañara asistir al entierro, pero quizá otros lo hicieran.

Richard Todd volvía a casa a tiempo (si el dolor y la cólerno lo hacían beber hasta el estupor), llevaría a Ethan paque viera sepultar a su hermanastra, entre las tumbas de lados abuelas de Hannah: Cora Bonner, que había viajaddesde Escocia para establecerse en la frontera de NuevYork, y Atardecer, en otros tiempos madre del clan del Loboesidentes de Árboles en Agua. Sin duda alguien leerílgún pasaje de la Biblia junto a la tumba de su hija, pero p

hora Hannah era la única responsable.La muchacha depositó a la criatura en un cesto y

ubrió con una manta, mientras canturreaba una cancióúnebre de los kahnyen’kehàka. Una parte de ella, esa quentía una infinita curiosidad por la ciencia y la medicin

'seronni, se preguntaba por qué perdía el tiempo cantanduna niña muerta, cuando había una enferma esperando. Ltra parte, mucho más paciente, hallaba consuelo ayudandenviar a la pequeña hacia el mundo siguiente con aquel

encilla melodía en los oídos.

Cuando se reunió con Selah Voyager, descubrió que e

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viaje se había cobrado un alto precio en ella; tenía loulmones tan llenos que crujían con cada aliento. La muje dejó examinar en silencio, ya fuera por miedo, poansancio, por alivio o por las tres cosas a la vez. Quizá n

uviera preguntas que hacer; quizá prefiriese no saber nadde Paradise y considerarlo como una etapa más de su viajElla se dirigía a un sitio más seguro, que ya no estaba lejoHannah podía ofrecerle ese consuelo, decirle lo cerca que sncontraba, pero no se atrevía a hacerlo.

Desde luego, sentía curiosidad por aquella joveHabría querido interrogarla sobre la gran ciudad; preguntarómo había conocido a Anny Freeman, qué tipo de vid

dejaba atrás, si había andado todo el día y qué sabía sobre ugar al que se encaminaba. Pero podía esperar; dejaría a uado todas esas preguntas para atender a las necesidades d

a enferma. La paciencia era la más difícil de las leccioneero sus abuelas habían sido buenas maestras .

Hannah descendía de curanderas por ambas ramaHabía nacido para eso, y era lo único que en verdad nteresaba. Había recibido un buen adiestramiento de la

mujeres que la rodeaban: una abuela blanca, otra india Curiosity Freeman. La medicina o'seronni y kahnyen’kehàka, cada una con sus virtudes y sus defectoLuego llegó Elizabeth a Paradise con Anatomía ilustrada d

os cuerpos humanos, de Cowper, y El nuevo vademécu

mericano, de Thacher, libros que le crearon más dudas d

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as que tenía. Finalmente pasó algunos meses estudiandon Hakim Ibrahim, un cirujano que le mostró verdade

nuevas mirando a través de la pequeña lente oval de umicroscopio y le facilitó otros libros, más antiguos, co

nombres s inuosos y musicales: Al-Qanunfi'l-Tibb.Con todos sus maestros rondando a su lado, Hannatendió a Selah. Observó su respiración y tomó nota del ol

de su transpiración, de lo opacos y resecos que tenía engua y el blanco de los ojos. Pasó largo rato con la orejegada a la espalda suave y oscura, sin que le gustara nad

o que oía. Pese al líquido que contenían los pulmones, o tvez a causa de él, necesitaba agua más que ninguna otrosa; de lo contrario, la fiebre la vencería, la arrancaría dste mundo para llevársela al siguiente.

Selah se sometió al tratamiento sin hacer preguntas. L

gradeció con un murmullo el jabón y la palangana de agualiente, aceptó con una pequeña sonrisa la ropa seca y

manta, y se bebió el cuenco de caldo que le pusieron en lamanos y el té de hierbas que Hannah le había preparado paa fiebre; aunque era muy amargo, no se quejó.

Sus ojos lo recorrían todo por encima de la taza datón: desde las sombras que se acumulaban al otro extremde la sala común hasta la mesa de trabajo que estaba próxim

la puerta, sobre la que se veían moldes para balas, unscopeta desmontada y trampas en diversas etapas d

eparación. Bajo la ventana abierta, en el escritorio d

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Elizabeth, el tintero desprendía destellos añiles. Habrdenadas pilas de papeles sujetas con piedras y, al alcanc

desde la silla, una estantería cargada de libros y unmantequera. De las vigas pendían ristras de cebolla

ereales y calabazas, junto con hatillos de hierbas y raícera sólo una parte de la botica de Hannah, tan importanara el bienestar de su familia como el cultivo de los trigales

Pero Selah Voyager pareció más interesada en laieles. Algunas aún pendían de las paredes en suastidores, pero la mayoría estaban en atados que smontonaban a lo largo del muro, lejos del hogar. Eran rabajo de todo el invierno: castores, zorros, nutrias, ratalmizcladas. Esperaban ser cargadas en las canoas para sraslado a Albany. A aquella joven educada en la creenci

de que jamás tendría derecho a reclamar nada como propi

—ni la ropa que vestía ni el niño que estaba gestando—quello debía de parecerle un tesoro increíble.

Hannah cogió una piel de nutria y se la puso en egazo.

 —Va bien como almohada —dijo—. Te mostraré dónd

uedes dormir.Selah acarició la piel como si fuera un ser vivnecesitado de consuelo. Movió los labios, pero no le salnada.

 —Ya habrá tiempo para conversar cuando haya

descansado —la tranquilizó Hannah.

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 —¿Mandará us ted a buscar a la señora Freeman? —Cuando despiertes, estará aquí.Ojalá pudiera cumplir con su promesa, por su prop

ien, tanto como por el de Selah Voyager.

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Capítulo 2

Jemima Southern, una muchacha de diecinueve añooltera, ambiciosa y pobre, siempre comenzaba la semana da misma manera: en la iglesia, haciendo inventario no só

de su propia alma, sino también de los pecados de suvecinos. Terminado el sermón del señor Gathercole, ella squedaba allí, no para compartir novedades ni encontrars

on los amigos, sino para recoger noticias, como si fuerahuevos aún calientes en el nido, que luego se apresurabaomunicar a la viuda Kuick, la del molino.

Cuando Jemima se dio cuenta de que las mujeres ya nenían más información útil que ofrecerle, inició el regreso

rote por el puente, con la espalda erguida y la mirada bajSi la levantara, vería a su ama, sentada ante las ventanas da sala.

Cuando le compró el molino a John Glove, Lucy Kuicdecidió que la casa donde había vivido aquel hombre con s

amilia era inadecuada para la suya, e hizo construir otra, mámplia y grandiosa, lejos del ruido de las ruedas hidráulicay asentada en la ladera, desde la que no sólo se veía s

ropiedad, sino también el lago, el río, el puente que ruzaba y la aldea. Desde allí nada escapaba a su atenció

ni la identidad de los hombres que escupían jugo de tabacn los arbustos frente a la factoría, ni la inten

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vertiendo sidra sobre un jamón, agachada frente al hogar.Cookie, menuda, delgada y escéptica, era la única d

ntre los siete esclavos a quien se le permitía pasar la nochn la casa; dormía en un jergón, junto a la chimenea de

ocina. Su Reuben subía a pernoctar al molino y bajaba manecer. Los otros hombres —entre ellos, Levi y Zeke, suhijos mayores— habían sido enviados a Johnstown, dondos alquilaban como peones durante el invierno, época e

que el molino permanecía ocioso.Cookie le habló sin siquiera mirarla.

 —¡Cuánto has tardado!Jemima se acercó al hogar para mirar las cacerolas d

alabaza y batatas, rociadas con melaza. En una marmirofunda hervían guisantes en una salsa donde brillaba rasa de cerdo. Cookie podía ser irritante, pero Jemima n

hallaba nada que criticar en sus guisos. El estómago le rugon potencia.

 —Será mejor que vayas ahora mismo a comer o quedarás s in nada, diga tu panza lo que diga.

 —Tú ocúpate de tus tareas, que yo me ocuparé de la

mías. —Jemima abandonó la cocina con toda tranquilidaomo dándole a entender que no tenía ninguna autoridaobre una mujer blanca y libre, aunque fuera criada.

Cuando llegó a la puerta de la sala, su calma habdesaparecido. Hacía un momento se había detenido par

nderezarse la cofia de muselina y alisarse la falda, y hab

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visto, demasiado tarde, unas manchas de barro en dobladillo. No le pasarían desapercibidas a su ama, pero ese instante había un pecado peor: hacerla esperar.

Lucy Kuick levantó la vista de su bordado el tiemp

uficiente para examinar a Jemima, que le hizo uneverencia, y torció una comisura de la boca. —Has tardado lo tuyo, jovencita —dijo la viuda en vo

aja, pero con un filo crepitante. Parecía que cortara laalabras a mordiscos, como si fueran hebras rebeldes—Qué hay de nuevo?

Jemima clavó la mirada en el broche de luto de la viudun relicario con cabello gris capturado bajo un cristal. Aqu

roche, con lirios esmaltados en blanco y negro, le servara apartar la mente de Isaiah Kuick, que es taba sentado e

un rincón, a su espalda. La viuda tenía por costumbre que s

hijo le leyera en voz alta pasajes de la Biblia mientras elrabajaba en su tapiz; Jemima sentía los ojos de Isaiah fijon su espalda, como si la presionara una mano; se concentrn el broche para iniciar el relato de las novedades.

Era una buena narradora; sabía administrar el tiempo d

elato y mantener el interés de los oyentes . Comenzó con laosas de menor importancia: el domingo siguiente por arde, Anna Hauptmann se casaría con el viudo McGarrityl cual, después de haber sido elegido alguacil a la muer

del juez Middleton, había arrestado a Claude Dubonnet p

azar un venado fuera de temporada, hecho que el acusad

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no pudo negar, puesto que había colgado la res a la vista dodos; Goody Cunningham se había presentado en la igleson un viejo sayo de tela rústica, más adecuado para labra tierra que para un oficio de domingo; Jock Hindl

después de emborracharse con el licor de ciruelas de AxMetzler, había pasado la noche durmiendo en el suelo de laberna, y aún estaba allí. Eran muchas noticias para unldea tan pequeña, pero la viuda aún no estaba conforme lavaba la aguja con impaciencia.

 —¿Y Kitty Todd?Jemima respiró hondo y le contó los detalles: el difíc

arto, los nombres de las mujeres que la habían asistido, momento en que habían mandado a uno de los hombres ddoctor a buscarlo a Johnstown, donde estaba ocupado...

 —Supongo que enviarían a ese engendro de Bump...

Jemima reconoció que, en efecto, la misión había sidncargada al ayudante del doctor. Las deformidades física

de Cornelius Bump horrorizaban y fascinaban a la viuda mismo tiempo, pero, por una vez, pudo olvidarlas en cuanta criada continuó su relato: una criatura de aspecto norma

ero demasiado pequeña para vivir, una madre afligida y laspeculaciones sobre el efecto que esa nueva pérdidendría sobre el esposo. No había confesiones evelaciones que ofrecer, borracheras ni herejías, peremima añadió algunos detalles de su cosecha.

 —Dicen que Kitty no durará mucho.

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Brindó esa conclusión en un susurro, y de inmediatomprendió que había ido demasiado lejos: la viuda alzentamente la cabeza.

 —¿Pretendes conocer la voluntad del Señor?

Isaiah, desde su rincón, lanzó un profundo suspiro pol alma inmortal de la muchacha, mientras ella le asegurabau señora que eso ni se le pasaba por la cabeza.

Jemima vio que la viuda erguía de repente la espalda ijaba la vista en algún punto del exterior. «Como un bueerro de caza», pensó. Y apartó la idea de su cabeza, ante

de que su ama pudiera leérsela en la expresión. —¿Y ese forastero? —preguntó la viuda, señalando co

l brazo extendido y el dedo trémulo.Isaiah se levantó abruptamente y se acercó a su madr

asando lo bastante cerca de Jemima como para que és

ercibiera su olor: seco y un tanto polvoriento, como viviera expuesto en un aparador junto a las porcelanas de smadre. La muchacha miró por la ventana.

De pie en el puente, mirando hacia Lobo Escondidhabía un hombre alto, de fuerte complexión y pelo roj

ecogido en una coleta; vestía como un cazador: polainahaleco de cuero y mocasines. Llevaba una escoperuzada a la espalda, un cuchillo envainado al costado y uomahawk   sujeto al ancho cinturón, al comienzo de olumna. A primera vista, era uno de tantos cazadores qu

legaban a Paradise en esa época del año en busca d

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omida caliente. Rara vez se quedaban más de una noche ólo dejaban las pocas monedas que se gastaban en cervez en licor de ciruelas. Cuando Jemima estaba a punto d

hablar, el hombre se volvió.

 —¡Dios mío!La viuda se inclinó hacia delante. —¿Conoces a ese hombre?Por una vez, Jemima se ocupó más de su prop

uriosidad que de la de Lucy Kuick. Estudió al forastero cooda la atención que le permitía la distancia. El corazón atía tan deprisa que se llevó una mano al pecho paquietarlo. Cuando el hombre llamó a sus perros paontinuar la marcha hacia la aldea, la muchacha aspir

hondo y soltó el aire.La viuda le pellizcó el antebrazo, al punto que la jove

rincó. —Te he hecho una pregunta. —Liam Kirby —respondió ella—. Me ha costad

econocerlo. —¿Liam Kirby? —En las mejillas caídas de la muj

habían aparecido unas manchas de color—. No conozco ningún Liam Kirby. ¿Es pariente de Billy? —Sí, su hermano menor. Se fue de Paradise hace uno

ños. Yo creía que... Todo el mundo creía que había muerto —Pues ya ves que no es así. —La viuda recogió s

ordado—. Baja a la aldea y averigua qué ha venido a hace

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 —Un antiguo pretendiente que vuelve a por nuestemima, sin duda —intervino Isaiah, enarcando una ceja.

Ella parpadeó enérgicamente. —Si Liam Kirby ha regresado a Paradise, debe de s

or algo relacionado con los Bonner, con Hannah Bonner.Había conseguido suscitar el interés de la viuda y el dsaiah. Pero ¿hasta dónde podía contarle a aquella mujer, qu

desde el principio había sentido una antipatía instantáneor Hannah, o a su único hijo, al que le había ocurrido jus

o contrario? Jemima conocía el interés de Isaiah pHannah. Y le escocía.

Buscó frenéticamente algo que los satisficiera a amboin revelar demasiado. Todavía no; primero quería pensarlien.

La viuda se inclinó hacia delante para escrutarle la car

omo si pudiera leer en ella cosas que nadie más veía. —Explícate, muchacha.Jemima carraspeó.

 —Cuando Billy murió, los Bonner se hicieron cargo dLiam.

Lucy Kuick echó la cabeza atrás. —¿Billy Kirby? ¿Él que les incendió la escuela? ¿Quathaniel Bonner se hizo cargo de su hermano?

La chica asintió. Si con algo podía contar, era con hecho de que su ama jamás olvidaba un relato. La historia d

a escuela de Paradise —y muy especialmente el papel qu

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Elizabeth Bonner había desempeñado en ella— era algo qula viuda le había interesado desde el principio. N

oportaba una escuela donde los niños y las niñaompartían la misma aula; más de una vez había intentad

que la cerraran. —Pero, sin duda, acabarían quitándoselo de encima. —No —dijo Jemima—. No ocurrió así. Fue aquel año e

que partieron tan súbitamente hacia Escocia...Al ver que la viuda torcía la boca, vaciló un instant

Por lo general tenía mucho cuidado de no mencionar a amilia escocesa de Ojo de Halcón —nada irritaba tanto a sma como que le recordaran que aquel cazador de loosques tenía orígenes más ilustres que los suyos—, pero orpresa de ver a Liam la había descentrado. Sin embargo, y

no podía hacer otra cosa que continuar, con la esperanza d

distraer a su señora para que no pensara en los condescoceses.

 —Un día desapareció, sin decir nada a nadie, y desdntonces no había vuelto. Siempre me he preguntado...

Se interrumpió. Iba a decir: «Siempre me he preguntad

i algún día Liam regresaría por Hannah», pero esomentario provocaría tanto las iras de la madre como las dhijo; peor aún, le recordaba algo que prefería apartar de smente. De manera que presentó una teoría distinta, más du agrado.

 —Algunos creen que Liam encontró el oro de los torie

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y se apoderó de él. Que huyó por eso.La expresión de disgusto de la viuda se transformó e

tra que denotaba burla e incredulidad, a partes iguales. —Más historias absurdas sobre los Bonner, ta

reíbles como una nevada en pleno verano. Con que esLiam huyó de ellos, ¿eh? Yo diría que eso revela que emuchacho tiene buen juicio. Pero ¿por qué ha vuelto ahora?

Isaiah se retiró a su rincón. —No dudo que lo descubrirás, madre. Al final, acabará

nterándote. —No pienso esperar tanto. —La viuda acarició s

roche de luto con aire pensativo y luego giró la cabezhacia Jemima—. Esta tarde enterrarán a esa criatura, sduda. Corresponde que te envíe a presentar mis respetos yezar una oración cristiana junto a la hija de Todd. Despué

de todo, si el buen doctor trata con paganos y papistas, nuede esperar nada mejor.

Jemima tragó saliva con dificultad. La viuda le habrometido que tendría la tarde libre, por primera vez en tre

meses, pero si se lo recordaba, sin duda provocaría s

nfado. Con un gran suspiro, hizo un gesto afirmativo.La mujer volvió a su bordado, satisfecha con su plan.A media tarde, Nathaniel y Ojo de Halcón bajaron a

ldea a buscar a Curiosity. Como Hannah había prohibidque nadie entrara en la cabaña mientras Selah Voyage

dormía, Nathaniel se había ido sin formularle las pregunta

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que ella temía, y su abuelo aún no había visto a la misteriosoven; sólo sabía de ella lo que Nathaniel pudiera contarle.

Éste se alegró de poder intercambiar opiniones con sadre. Aunque la edad suele tornar impacientes a la

ersonas, Ojo de Halcón, a sus setenta y cinco años, era taereno como el cielo, nunca se apresuraba a juzgar difícilmente se alteraba. Escuchó a Nathaniel sin hac

reguntas, y cuando habló, fue al meollo de la cuestión, srolegómenos.

 —Supongo que tienes razón: si quieres hacveriguaciones, debes comenzar por Curiosity —dijo—ero no estoy muy seguro de que sea conveniente indaga

Piénsalo bien, hijo. Nathaniel se detuvo en seco. —Para evitar los problemas debo saber de dónd

rovienen.Ojo de Halcón inclinó la cabeza.

 —Pero en vez de evitarlos, puedes buscártelos. Yo creque en cuanto esa muchacha se reponga lo suficientCuriosity y Galileo la ayudarán a continuar su viaje, y a

cabará todo. Si ellos se creen en la obligación de echar unmano a alguien, no es asunto nuestro. No me sorprenderque Joshua también tuviera algo que ver. ¿Quiénes puedeocorrer mejor a esa joven que los de su propia clase, lo

que también han sido esclavos?

Era la pregunta que Elizabeth le habría hecho a s

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marido aquella misma mañana, si él se lo hubiera permitidoshua Hench era libre porque los Bonner se habíanteresado por él. Y nadie podría sorprenderse si él quisierau vez ayudar a otros.

 —Puede ser —dijo al fin—. Pero esto me da maspina. —Y como su padre no decía nada, continuó—: Nquiero ni pensar en las tribulaciones que esto puedcarrearles a Curiosity y a Galileo.

Durante un rato caminaron en silencio. Por todas partee veían señales de que la montaña volvía a la vida: otr

verano por delante, y, con él, la amenaza de la enfermedaathaniel estaba tan concentrado pensando en eso que nyó a su padre. Ojo de Halcón tuvo que repetir sus palabra

 —¿Te han contado Curiosity y Galileo cómo sonocieron?

 Nathaniel asintió. —Fue antes de que Clarke, el abuelo de Elizabeth, lo

omprara para liberarlos y ellos pasaran a trabajar para uez. Es todo lo que sé.

 —Se conocieron en la misma tarima de la subasta —dij

Ojo de Halcón—, cuando estaban vendiéndolos a uranjero de las afueras de Filadelfia. Ambos eran muóvenes.

 —No, eso no lo sabía.El anciano se encogió de hombros.

 —No hablan mucho de los viejos tiempos. Han pasad

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esenta años, pero Galileo recuerda la mañana en que lepararon de su madre como si hubiera sucedido aye

Supongo que está dispuesto a arriesgarse para ayudar a esmuchacha, y a cualquiera que acuda a él con intención d

scapar. Yo haría lo mismo. Y tú también. —Reconozco que sí —dijo Nathaniel—. Pero Ardilambién está involucrada en todo esto, y no permitiré qulla arriesgue su propia seguridad, por buena que sea ausa.

Ojo de Halcón se detuvo. Su cara tenía una expresióde solidaridad, mezclada con inquietud, que su hijo conocmuy bien. Y eso s ignificaba que iba a decir palabras duras.

 —No estoy seguro de que ella esté tan involucradomo pareces pensar. Y, aunque así fuera, este veranoumplirá dieciocho años... y tú aún la llamas por su nombr

de niña. Puedes considerarte afortunado de que no se haydo ya de casa. Tiene edad de sobra para comenzar a tom

decisiones por su cuenta. —Pero no cuando esas decisiones ponen en peligro

esto de la familia.

 —Tú sabes que ella nunca haría tal cosa. —Ojo dHalcón frunció el entrecejo. —No digo que lo haga deliberadamente. —Nathaniel s

rotó la cara con la mano—. Pero es terca y joven. —Más joven eras tú cuando te fuiste de casa. A t

madre y a mí nos costó muchos sufrimientos, pero

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dejamos ir. Ya es hora de que comiences a pensar que algúdía ya no podrás retenerla. Esa muchacha no decepcionará, hijo. No la decepciones tú. Ten fe en ella.

 Nathaniel se sobresaltó al oír eso, pero cualqui

rgumento que estuviera a punto de esgrimir se esfumó ver que Jemima Southern aparecía en un recodo del caminEstaba arrebolada por la caminata, y el rubor le sentaba bie

o era hermosa, pero sí bonita y fuerte. De no ser por sarácter irritable, a esas alturas ya estaría casada. Al verluvo que admitir que si Jemima Southern podía abrirse pasn el mundo sola, también Hannah podía hacerlo.

 —Hola, Mima —dijo Ojo de Halcón cuando estuvo astante cerca—. ¿Vienes a visitar a Hannah?

La muchacha se detuvo en seco y se ciñó el manto. —La viuda me ha enviado para que presente su

espetos en el entierro.Cuando hablaba con alguien, en vez de mirar a la car

emima clavaba la vista en los árboles, lo que a Nathaniel ecordaba al padre de la joven, hombre desconfiado hasta

médula y de genio tan vivo como el fuego.

Ojo de Halcón la miraba con una simpatía que a su hije resultaba imposible. —Eres muy considerada, pero hemos enterrado a

equeña hace apenas una hora. Elizabeth ha leído un pasade la Biblia, por si es eso lo que le preocupa a la viuda.

Jemima tensó la barbilla a manera de sonrisa.

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 —Pues en ese caso volveré al molino... —dijo, periguió allí, sin moverse, mordiéndose los labios, con

mirada perdida entre los árboles. —¿Hay algo que quieras decir? —preguntó Nathaniel.

Ella levantó la vista con un destello en los ojos. —¿Sabéis algo de Liam Kirby?El nombre provocó un respingo en Nathaniel, pero Oj

de Halcón no se inmutó. —Nada. ¿Es que hay noticias de él?Jemima le echó una mirada de soslayo.

 —Lo he visto esta mañana en la aldea. Suponía quhabría ido a saludaros. Como es un viejo amigo vuestro...

 —Pues si está por aquí, sin duda vendrá —dijathaniel—. Será una alegría verlo, sobre todo para Hannah

Al ver que la muchacha enrojecía, lamentó haber dich

lgo tan malévolo. Era evidente que Jemima no había dejadde pensar en Liam: eso saltaba a la vista. Y desde lueghabría oído los rumores sobre el oro robado. Lo má

robable era que hubiese subido con la esperanza de vlgún tipo de enfrentamiento entre Kirby y los Bonner pa

levar rápidamente la noticia a Lucy Kuick. El caso era quhasta que Selah Voyager continuara su viaje, no convenque ningún forastero rondara por Lago de las Nubes.

Ojo de Halcón debió de pensar lo mismo, pues dijo: —Será mejor que vuelvas en otro momento, cuand

Elizabeth y Hannah hayan descansado.

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Pero Jemima no había concluido. Seguía allí, como si amino le perteneciera.

 —Cuando me disponía a salir de casa, ha llegado doctor Todd, desde Johnstown. —Esbozó una sonris

ordial—. Será mejor que os mantengáis alejados de él. Esompletamente ebrio.

Quisieran o no mantenerse lejos de Richard Todenían la obligación de buscarlo, y eso era lo que en eso

momentos estaban haciendo. Lo encontraron en su estudion una botella de brandy de la que ya había consumido treuartas partes. Era un hombre corpulento; la cara se bolsaba en las mandíbulas, el pelo le raleaba y ya aparecía

as primeras hebras plateadas en su barba pelirroja. Escuchmientras Ojo de Halcón le contaba lo poco que había

odido hacer por su hija. —La hemos enterrado entre tu madre y la mía —agreg

athaniel, con la esperanza de que lo consolara saber que

niña descansaba entre dos mujeres a las que él había amady respetado. Todd merecía compasión, pero no era fácrindársela: entre ellos había muchos asuntos, casi todospinosos.

 —¿Cómo está Kitty? —preguntó Ojo de Halcón.

 —Mal, pero saldrá adelante. Ella siempre sale adelante

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 No lo dijo como si lo lamentara, pero sí con cansancinfado y disgusto. Justo cuando Nathaniel comenzaba blandarse, Richard torció la cabeza y lo miró a los ojos, má

malhumorado que nunca.

 —¿Recuerdas cuando le dije a Elizabeth que no podíangendrar hijos? ¡Qué cara puso! Pero tú demostraste qume equivocaba. Parece que la broma se me ha vuelto eontra.

 —¿Cómo puedes decir eso en un día como hoy, Todd—dijo Ojo de Halcón.

Él sacudió la cabeza. —Es una confesión, Ojo de Halcón, algo que no hag

muy a menudo. ¿Cuántos hijos tiene Nathaniel? ¿Cuatro? res más en la tumba. Al menos en ese aspecto estamompatados. Eso era algo en lo que yo no pensaba ganar.

 Nathaniel dio un respingo, pero su padre lo contuvoniéndole una mano en el hombro y dijo:

 —Si buscas pelea, no la encontrarás con nosotros. Sóhemos venido a hablar un momento con Curiosity, y luegegresaremos a casa. Si quieres, podemos llevarnos uno

días a Ethan a Lago de las Nubes. —Como queráis —gruñó Richard, y miró Nathaniel doslayo—. Si habéis terminado de darme las condolencia

ya podéis dejarme en paz.Curiosity los esperaba en el pasillo, con los brazo

ruzados en el pecho y la cabeza ladeada, sumida en su

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ensamientos. Cuando estaba tan cansada, a Nathaniel ecordaba a su madre: otra mujer que se había desgastadño tras año, hasta parecer puro cuero, cada vez más cerc

del hueso.

Cuando la mujer levantó la vista, su expresión le reveNathaniel que había oído al menos parte de onversación con Richard.

 —Ya he mandado a Ethan montaña arriba —dijo—. Ne hace ningún bien oír el llanto de su madre.

Ojo de Halcón dijo: —Grajo Azul y Daniel se ocuparán de él. Nos gustar

que vinieras tú también, Curiosity, si tienes tiempo y uedes dejar sola a Kitty un rato.

La mujer echó la cabeza atrás y los miró con fijezAunque Nathaniel la conocía desde siempre, aún

orprendía aquella manera suya de leer cosas en la cara. —¿Hay algún problema?Ojo de Halcón se encogió de hombros.

 —Quizá. No estamos seguros... todavía.Curiosity descolgó su capote de la percha y se lo ech

obre los hombros. —Ojalá pueda esperar unas horas. Parece que LucGreber está a punto de dar a luz a su sexto hijo.

 —Te acompañaremos al establo —dijo Nathaniel.Cuando estuvieron fuera de la casa, Curiosity comenz

rezongar:

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 —Bien que me gustaría darle unos cuantos azotes Richard. No sé por qué, pero algunos hombres fingen estnfadados cuando en realidad están sufriendo.

 —Es efecto del brandy —explicó Ojo de Halcón.

 —Peor aún.Richard Todd era su patrón, pero también el primer niñl que Curiosity había ayudado a nacer; no la intimidaba s

dinero, ni su posición social ni su mal genio. No muchiempo atrás, Nathaniel no habría podido creer que la mujlegara a entenderse con él hasta el punto de poder llevarle asa, pero cuando murió el viejo juez, Kitty, por primera ven su vida, se puso firme: no se quedaría en Paradise sinon Curiosity y Galileo. Por el bien de su esposa y por sropia paz, mental y doméstica, Richard había establecid

una frágil tregua con Curiosity, aunque ambos estaba

iempre a un paso de la guerra. Nathaniel tampoco entendía a Richard: siempre perdid

n sus sueños y ambiciones, no se daba cuenta de lo quenía delante: Kitty era una buena esposa; había dejadtrás casi por completo su frivolidad y estaba dispuesta

ortarse bien con él. Fruto de su primer matrimonio coulian, el hermano de Elizabeth, había tenido un hijo, quhabía heredado más de la mitad de las propiedades del juePodía decirse que Richard tenía casi todo lo que se hab

ropuesto obtener.

Cuando llegaron al establo, Galileo, que estab

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nsillando el caballo de Curiosity, levantó la cabeza ntornó los ojos mirando en dirección a ellos . Una sonrisa stalló en la cara.

 —Cuánto me alegro de veros —dijo—. Ya no recuerd

uándo fue la última vez que os vi por aquí.Para Nathaniel siempre era un placer entrar en aqustablo. Estaba tan limpio como la cocina de Curiosity einaba la sensación de orden y tranquilidad que se creuando el hombre que está a cargo sabe entender a lonimales. Era un lugar tan silencioso y sereno como la sa

de reuniones de los cuáqueros; no había un cubo ni urnés fuera de lugar.

Aunque Galileo era algo más joven que Ojo de Halcóstaba más avejentado. La curva de su espalda empeorab

de año en año, y ahora tenía la misma estatura que Curiosity

ero en otros tiempos no había sido así. Durante unominutos hablaron del deshielo, las cosechas, las pieles, lo

otrillos y los corderos. Mientras charlaban, Nathanibservó lo mucho que le habían empeorado los ojos

Galileo durante el invierno; la película lechosa que le cubr

as pupilas oscuras era ahora más densa. Ardilla estabreocupada por él, y hacía tiempo que quería consultar roblema con Richard Todd.

 —Supongo que ya sabéis lo de Liam Kirby. —Galileo sdirigía a los hombres, pero Curiosity levantó la cabeza co

un chasquido como el de un hueso al quebrarse.

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 —¿Liam Kirby? —Sí, está en la aldea —dijo Nathaniel—. Nos lo h

dicho Jemima Southern, pero aún no lo hemos visto.Ella avanzó un paso hacia su marido.

 —¿Y por qué no me lo habías dicho? —Porque no he tenido la oportunidad —respondió—oshua me ha dado la noticia hace media hora escasa.

Ella se irguió, agitada. —Si no fuera porque Lucy está decidida a alumbrar es

niño hoy mismo, iría en busca de Liam para hacerle algunareguntas. ¿A qué viene ahora, después de tanto tiempoDejarnos con semejante preocupación!

Galileo la miró de reojo. —Por lo que dice Joshua, el joven Liam se h

onvertido en cazador de recompensas.

Todos se quedaron paralizados por la sorpresa, inclusOjo de Halcón. Nathaniel pensó en Selah Voyager, allá eLago de las Nubes, y el nudo de nerviosismo que habomenzado a aflojarse en sus entrañas volvió a tensarse couerza.

 —No lo creo —dijo la mujer, seca—. Liam fue siemprun niño tierno. ¿De dónde ha sacado Joshua semejanosa?

Su marido se encogió de hombros. —Ha oído a Liam hablando con Jed McGarrity; quer

aber si había visto por aquí algún africano desconocido.

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Curiosity cerró los ojos y volvió a abrirlos . —Me cuesta creerlo. Ése no es el muchacho que y

onocía. —Han pasado ocho años —observó Nathaniel—

unca se sabe cómo puede cambiar un joven en ocho añoi se junta con malas compañías. Y tal vez no sea casualidaque haya aparecido hoy. Esta mañana, cuando Ardilla Elizabeth regresaban a casa, han tropezado con una joven.

Mientras Nathaniel hablaba, el semblante de Curiosiue perdiendo expresividad y se tornó cauteloso. Galileermaneció inmóvil.

 —¿Os ha dicho su nombre? —preguntó. —Dice llamarse Selah, y ha preguntado por vosotro

Lleva una alhaja con ella. —Nathaniel esperabreocupación e inquietud por parte de Curiosity, pero s

ostro sólo mostró alivio. —Agradezcamos al Señor que la haya puesto a salvo. —Aún no está a salvo —gruñó Galileo—. Ahor

abemos por qué Liam ha vuelto a Paradise. —Luego diriga mirada a Nathaniel y a Ojo de Halcón—. No pretendíamo

nredaros en esto.Curiosity frunció el entrecejo. —Ellos no están enredados. Esta misma noche Joshu

e ocupará de poner a la muchacha en camino, y nadvolverá a saber de ella.

Ojo de Halcón carraspeó.

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 —Ya me imaginaba que ésa sería vuestra idea, pero aúno lo sabéis todo. Hannah dice que la señorita Selah tienuna infección en los pulmones.

Después de intercambiar una rápida mirada con s

marido, Curiosity se irguió y montó a caballo con tangilidad como si tuviera veinte años. —Si voy directamente arriba, la gente murmurará. Y e

stos momentos es lo último que necesitamos. Esperemoque el joven Liam no pueda seguirle el rastro hasta Lago das Nubes. Iré en cuanto Lucy haya dado a luz, y después dcharle un vistazo a Kitty.

Galileo le entregó las riendas y le dio una cariñoalmadita en la rodilla.

 —Llevas dos días sin dormir.Ella le sonrió con fiereza.

 —Iré a Lago de las Nubes en cuanto pueda. Mientraanto, vigilad a Liam Kirby hasta que yo pueda hablar con

y aclarar las cosas.

Diario de Hannah Bonner

12 de abril de 1802, por la noche

Día cálido y despejado. Ya hay abejas entre lhierba. Este año los papamoscas han llegad

 pronto.

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Ayer por la noche Elizabeth y yo fuimos atender a Kitty Todd, que se había puesto d

 parto; esta mañana, a las cuatro en punto, htenido una hija que ha nacido muerta. La placent

ha salido limpiamente. Han aliviado un poco a l pobre madre con el ungüento de Curiosity y u baño de atanasia, artemisa, camomila e hisopo.

Anoche, mi tía Muchas Palomas soñó quhabía osos en los fresales.

Hemos traído a casa a la señorita SelaVoyager. Tiene fiebre, el pulso acelerado y pus enla parte baja de los pulmones. Tose, pero nescupe nada. La orina es turbia. Le he preparaduna infusión de corteza de sauce y reina de lo

 prados para la fiebre; para aliviar la congestión d

 pecho, le he puesto cataplasmas de cebolla alcanfor. Le he curado una herida que tenía en l

 pierna con olmo rojo. La criatura que lleva en vientre se mueve con energía, pero no da señalede estar lista para venir al mundo. Creo que s

recuperará si puedo conseguir que esté quietdurante el tiempo suficiente y si logramomantener a raya a los cazadores de recompensas, los que teme.

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Capítulo 3

Como su padre y su abuelo habían bajado a la aldea slevarla con ellos, Lily Bonner había ideado un plan: e

misma tarde, mientras las mujeres estuvieran entretenidaon los nuevos problemas y los niños varones esforzándosor distraer al primo Ethan, ella se escabulliría hacia el lago

volvería al anochecer, con suficientes eperlanos para qu

omieran todos. Una cena de eperlanos fritos con maomplacería a su madre, impresionaría a su padre y, lo qura mejor, irritaría a su hermano.

 No tardó en hallar un trozo de red de pesca, pero tuvque trepar a un tonel para coger el cubo que colgaba de u

ancho en la pared del granero. Ella era menuda para sdad, aún más baja que su prima Kateri, que tenía un añmenos. Pero era ágil y se las arregló bien.

De no ser porque Hannah estaba sentada en el porchon su diario en el regazo, Lily se habría escabullid

nmediatamente. Pero su hermana mayor tenía aquella caque solía poner cuando alguien fingía estar más enfermo do que ella consideraba que debía estar. Se lo tomaba com

un insulto a su persona. Era una cara que ponía corecuencia, aun cuando quería sonreír, como en aqu

momento. —Hermanita, ¿piensas cargar ese cubo tú sola tambié

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uando esté lleno?La voz de Hannah, que se deslizaba como la brisa qu

rocedía de las cascadas, hizo que Lily sintiera un escalofrn la espalda. La sobresaltó que pudiera leerle

ensamiento con tanta facilidad. A veces sentía como uviera ventanas en la frente y su hermana pudiera ver todaus ideas tan claramente como las palabras en una página.

Arrastró el cubo hasta el porche y se sentó en eldaño.

 —Tengo tanta fuerza como cualquier chico. —Más —dijo Hannah.Lily resopló.

 —Los eperlanos están emigrando, y, salvo yo, todoarecen demasiado ocupados para darse cuenta.

 —¿Dónde están los niños?

 —Han ido al fuerte con Ethan. —Hum. —Hannah se abanicó con el papel secante—

Cuando el abuelo vuelva de la aldea, tal vez puedcompañarte al lago.

Otra vez su hermana le leía el pensamiento, pero esa v

no le molestó tanto. Cambió de posición para ver el diarque Hannah tenía apoyado sobre las rodillas. A menuddibujaba ilustraciones para acompañar sus notas, perquella página estaba cubierta sólo por su pulcra letra. Lia estudió durante un momento.

 —¿Así se llama? ¿Selah Voyager?

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Hannah asintió. —Ese es el nombre que nos ha dado. —Nunca lo había oído. Selah... ¿Es africano? —No sé. Podrás preguntárselo tú misma cuando s

ienta mejor. —¿Va a morir? —Algún día —dijo Hannah—. Pero hoy no, ni tampoc

mañana. ¿Por qué no vas a casa de Muchas Palomas a ver e queda un poco de sopa para mí? Desde esta mañana no homido nada.

Cuando Lily se percató de la habilidad con que shermana se la había quitado de encima, ya estaba ante

uerta de su tía. Habría querido regresar, pero Kateri lamó, y no pudo resistir la atracción del semicírculo d

mujeres que estaban reunidas en torno al hogar.

Allí había algo más tentador que la pesca: su madrentada con el regazo vacío, acababa de dejar a un lado abor. Lily pasó por encima de Kateri para llegar has

Elizabeth, pero se detuvo un ins tante para contemplar la cadel hijo pequeño de Muchas Palomas, que dormía envuelto

a espalda de su madre. Allí estaba también PinoSusurrantes, haciendo polainas para Huye de los Osos, sierder de vista a Kateri, que aún no había terminado d

moler el cereal que le habían asignado ese día.Pinos Susurrantes era una prima de Muchas Paloma

que había ido a visitarlos tres años atrás; hacía muy poc

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que Lily se había dado cuenta de que, en realidad, nunchabía tenido intenciones de marcharse, con lo que elstaba conforme, pues la mujer era generosa contandelatos de los kahnyen’kehàka en Buenos Pastos. Ademá

e había hecho un par de mocasines, bellamente decoradoon un relieve de púas de erizo. Volvió a admirarlos mientrae instalaba en el regazo de su madre.

 —Precisamente estaba preguntándome en estomomentos dónde te habías metido —dijo Elizabeth.

Hablaba en kahnyen’kehàka, pero con una cadencxtraña y frases construidas al revés, como cuando Pino

Susurrantes hablaba en inglés. Sólo los niños manejabaon soltura ambas lenguas. Pero en la cabaña todo

hablaban en mohawk. Aunque Muchas Palomas y Huye dos Osos habían decidido permanecer con su familia lejos d

as viviendas colectivas de los kahnyen’kehàka, donde ellohabían crecido, ella sólo dejaba entrar el mundo de lo

'seronni hasta donde le parecía necesario.Lily restregó la cara contra el hombro de su madr

emoviéndose un poco para acomodarse mejor.

 —Me envía Hannah. Tiene hambre y dice que quieropa.Muchas Palomas sonrió, sin apartar la vista de s

ostura. —Si Camina Adelante tiene tiempo de pensar en s

stómago, eso quiere decir que vuestra huésped debe d

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star mucho mejor.Elizabeth puso en su sitio una guedeja que se hab

oltado de la trenza de Lily. —Qué buena eres, cómo te preocupas de tu hermana..

Lily se retorció como un cachorro, complacida por esmagen de sí misma como cuidadora de Hannah. Siemphabía sido una niña seria, independiente y formal, hasta eus juegos, pero desde la muerte de Robbie se había vueltún más reservada. A menudo discutía con los otros niñoseñía con su hermano gemelo y con sus primos y se iba ugar sola. También Daniel echaba de menos a su hermanero todas las mañanas se levantaba para arrojarse

mundo. Lily, en cambio, sólo se sentía contenta allí, en montaña, rodeada por su familia.

«Se parece demasiado a mí.» Elizabeth puso a su hija e

ie y se levantó. —Bien, llevemos esa sopa a tu hermana.En cuanto estuvieron fuera, Lily preguntó en inglés:

 —¿Qué es un cazador de recompensas?Su madre se detuvo.

 —¿Dónde has oído esa palabra? —La ha escrito Hannah en su diario. Dice que SelaVoyager teme a los cazadores de recompensas.

Su primer impulso fue regañar a la niña por leer el diarde su hermana, pero ésa era una vieja batalla que, mu

robablemente, acabaría perdiendo. Lily detestaba sentars

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n el aula, pero leía cuanto le caía en las manos, a pesar das advertencias y repercusiones.

 —Un cazador de recompensas es un hombre quersigue a criminales y fugitivos, sean prisioneros

sclavos, y los devuelve a cambio de una recompensa efectivo.Su pequeña boca se frunció en un gesto pensativo.

 —¿Ha venido algún cazador de recompensas a buscarCuriosity y a Galileo? ¿O a Joshua Hench? ¿O a Daisy?

 —No —respondió Elizabeth—. Curiosity, Galileo oshua no huyeron de sus propietarios. Todos fueroomprados para darles la libertad. Y Daisy nació libr

Tienen documentos de manumisión, ¿comprendes? Udocumento legal donde se declara que la persona euestión es libre.

Durante un momento la carita oval se estuvo muquieta.

 —¿Yo también tengo documentos de manumisión?Lo dijo con serenidad, pero su madre le vio en los ojo

una chispa de inquietud, de miedo. Entonces se sentó en

eldaño y la atrajo a su lado. —Tú no los necesitas. Nadie pondría en duda tibertad, Lily. No tienes nada que temer de los cazadores decompensas.

 —Ni de los secuestradores —insistió la niña.

 —Ni de los secuestradores —repitió su madr

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bediente. Una vez más lamentó haberles contado a loniños tantas historias de su vida.

 —Todo el mundo sabe que soy libre porque soy blanc—razonó Lily, en voz alta. Y después de unos segundos

ñadió—: ¿Por qué no hacemos un documento de ésos parSelah Voyager?Elizabeth dio un respingo, sorprendida.

 —Eso sería falsificación. No tenemos autoridad paxtender documentos de manumisión para Selah ni par

nadie. La ley lo considera un robo. —¿Robo? ¿Cómo, si nadie puede ser dueño de ot

ersona? No se puede robar algo que no tiene dueño.Sucedía cada vez con más frecuencia que la clara lógic

de los ocho años dejaba a Elizabeth desconcertada, aunquambién encantada. Le llevó un momento encontrar un

espuesta razonable, pero Lily aguardó con paciencia. —El problema es que hay alguien que asegura ser

dueño de Selah Voyager —concluyó Elizabeth, por fin—. Ya ley lo respalda.

 —El abuelo dice que las leyes son buenas sólo en

medida en que lo son los hombres que las hacen —comentLily. Luego bajó del porche de un salto, cosa mucho mádecuada para su edad, y lanzó una risa aguda—. ¡Oh, mirEl tío ha traído unos pavos!

Huye de los Osos estaba en el límite del bosque, con u

ar de aves colgadas a un hombro y dos conejos al otr

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Con un seco movimiento de muñeca arrojó los conejos éctor   y a Azul ; los perros, tras apoderarse de s

ecompensa, se alejaron deprisa para comer bajo el abeto, sugar favorito. Lily se cruzó con ellos mientras corría hac

Huye de los Osos; sus talones descalzos eran un destellanco debajo de la enagua, que dejaba ver el bordmbarrado de la camisa.

Se lanzó sin miedo y se aferró al brazo libre del hombrque la impulsó hacia arriba. Durante un momento la niñ

areció suspendida en el aire como un colibrí; luego él ogió limpiamente y la instaló en el antebrazo levantad

Elizabeth había visto esa escena innumerables veces, perún le resultaba incongruente: su pequeña, encaramada coanta despreocupación en el brazo de un guerrer

kahnyen’kehàka. Cualquier desconocido habría reparad

rimero en su tamaño, en las armas que portaba, en su cardesfigurada por cicatrices de batallas y marcas de viruela, decorada con complicados tatuajes en forma de zarpas d

so. Elizabeth, en cambio, veía al hombre que le habnseñado a cazar conejos con trampas y a desollarlos,

aminar por los bosques interminables sin hacer ruido, aludar a los ancianos en el idioma de los mohawks sifenderlos y muchas otras cosas. Huye de los Osos la habyudado a superar algunos de los momentos más difíciles du vida; en él veía a un amigo, y su hija también.

Lily hablaba con tanta seriedad y tan deprisa qu

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uando Elizabeth los alcanzó, Huye de los Osos ya estabnterado de todas las noticias del día.

 —¿Vendrás a que te presentemos a Selah Voyager, tío? —Sí —respondió él—. Cuando esté repuesta.

Elizabeth intervino: —Ahora corre a llevar esta sopa a tu hermana, que stá esperando.

Lily se descolgó como desde la rama de un árbol terrizó ágilmente. En cuanto hubo cogido el cuencubierto, Huye de los Osos hundió la mano en su camisa dazador y sacó una carta.

 —Lleva también esto a Camina Adelante.Elizabeth se sorprendió, pero la mirada de Osos

ndicó que debía esperar a que Lily estuviera lejos para hacreguntas. La niña no se percató de eso, o no le d

mportancia. —¡Una carta! ¿Quién le ha escrito? —Un antiguo amigo —respondió él—. Se alegrará d

ecibirla. Pero será mejor que se tome antes la sopa o slvidará de comer.

Elizabeth no conocía a nadie menos propenso xagerar que Huye de los Osos, pero le costó dar crédito

u relato. En el trayecto de regreso se había cruzado co

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Liam Kirby, que estaba esperándolo en el límite de ropiedad de los Bonner, en el lado norte del lago, paredirle que le entregara una carta a Hannah.

Cuando Elizabeth pensaba en Liam, en los años qu

levaba sin verlo, sentía una pena intensa. Si se habmarchado de Lobo Escondido era, sin duda, porque crerróneamente que lo habían abandonado para siempr

Mucho más difícil e inquietante era preguntarse por qué había mantenido lejos una vez que ellos regresaron. Ahorn conflicto entre la felicidad y el desconcierto, el alivio y onfusión, Elizabeth continuaba repitiéndose las preguntancluso después de que Huye de los Osos le hubiese dichuanto sabía. Liam estaba vivo y era un joven bie

desarrollado y simpático. Él lo había visto cargando unscopeta cara y acompañado por tres buenos perros.

 —A uno de esos animales lo reconocerías —dijo. —¿Que yo reconocería a un perro suyo? —Ella torció

abeza—. ¿Por qué?Huye de los Osos le guiñó el ojo, como dándole

ntender que estaba pasando por alto algo obvio y que n

ontinuaría con la conversación hasta que ella lo hubiedivinado. Pero había preguntas más urgentes, de maneque Elizabeth dejó a un lado el misterio de los perros dLiam.

 —¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Y por qué n

hemos tenido noticias de él?

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 No era la pregunta que deseaba formular, pero no sdecidía a expresar en voz alta lo que todos temían: que Liae había marchado sin decir palabra porque se habpoderado de algo que no le pertenecía. Hannah se negaba

dmitir que hubiera hecho semejante cosa, pero resultabdifícil no tener en cuenta las evidencias: cuando volvierode Escocia, en el otoño de 1794, Liam había desaparecido, unto con él, la plata y las ochocientas guineas de oro, todo que quedaba de la herencia de Ojo de Halcón. Fuera de amilia, Liam era el único que sabía dónde se escondía

dinero. —Pero ¿por qué no ha venido directamente aquí? —No está seguro de ser bien recibido. —¿Piensa que será mal recibido en Lago de las Nubes

—El desconcierto de Elizabeth se convirtió en súbi

rritación. Al recordar la carta que Liam le había enviado Hannah, giró la cabeza hacia la cabaña.

 —Camina Adelante lo ha traído de regreso a nosotro—dijo Huye de los Osos, como siguiendo el hilo de su

ensamientos.

 —Cuando Liam se fue, ella era una criatura. Y ambién.Liam había huido de Lobo Escondido a los trece año

uando todavía no era un hombre, pero tampoco un niñTodos ellos conocían bien el afecto que lo unía a Hannah

or eso, en parte, su desaparición resultaba tan inexplicabl

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Elizabeth habría querido decirle a Huye de los Osos que squivocaba, que Hannah veía en Liam a un hermano y nad

más. Pero al abrir la boca para decirlo, se interrumpió. Nquería que le hiciera otro guiño; aún no estaba preparad

ara eso. Primero necesitaba hablar con Hannah. —Iré a reunirme con ella —dijo. — Tkayeri —replicó él. «Es lo que corresponde.»

Las dos familias que vivían en Lago de las Nubes teníaor costumbre cenar por separado. A pesar de lo apegad

que estaba a Muchas Palomas y su familia, Elizabesperaba con ansia ese momento: el cansancio calmaba a lo

niños y el hambre los disuadía de idear alguna últim

ravesura; Nathaniel y Ojo de Halcón, por su parte, tendíanmostrarse más conversadores al terminar la jornada drabajo y no tenían prisa por levantarse de la mesa.

Pero aquella noche se vio alterado el ritmo normal. Lparición de Selah Voyager y Liam Kirby, ambos el mism

día, había despertado la curiosidad de los niños, quhicieron preguntas y más preguntas hasta que Ojo dHalcón golpeó la mesa con los nudillos .

 —Vosotros tres hacéis más ruido que una nidada dmirlos. Os recuerdo que en la habitación de al lado hay un

nferma. —Por turnos, Lily, Daniel y Ethan bajaron la vis

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—. Y ahora os diré algo por primera y última vez. Habéído hasta el cansancio todo lo que hay que contar de Lia

Kirby. No sabremos nada más hasta que vuestra hermanhaya hablado con él. En lo que se refiere a esa joven, pront

vendrá Curiosity y las cosas se aclararán; pero permitid qus recuerde algo, quiero que me escuchéis bien. —Se inclinhacia delante y bajó la voz—. Ella es nuestra huésped omos responsables de su seguridad. Si habláis de ella colguien, siquiera para decir su nombre, la pondréis en peligr

de muerte. ¿Comprendéis?Lily y Ethan asintieron, pero Daniel apretó con fuerz

os labios, como indicando que sólo obedecería contra sropio criterio.

 Nathaniel se percató. —Dilo, hijo. Di lo que tengas en la mente.

El niño echó una mirada a Hannah y luego la apartó. —El peligro es Liam Kirby —dijo muy serio—. Huyó d

quí con... —Hizo una pausa al oír el carraspeo grave dHannah—. Y ahora ha vuelto, siguiendo a Selah VoyagerYo diría... —Se le quebró la voz y el rubor le ascendió por

uello—. ¿Por qué no le dices que se vaya, papá? Aqunadie lo necesita. —Debemos darle la oportunidad de que se expliqu

hermanito —señaló Hannah. —¿Y si es cierto? —inquirió Daniel—. ¿Y si quier

levársela a la ciudad para cobrar una recompensa?

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 —Tal vez no sabe que está aquí —manifestó Lily—, o mejor ha venido por otra cosa.

Miró a su madre como pidiendo confirmación Elizabeth se la dio.

 —Por eso Hannah quiere hablar con él —dijo—. Paveriguar exactamente qué desea y si sabe lo de la señoriVoyager.

 —Claro que lo sabe —murmuró Daniel—. Huye de loOsos lo ha encontrado a menos de quinientos metros de enda por donde ella ha venido. Y esos perros son buenoastreadores.

 —En ese caso le diremos que se vaya —aseverHannah en voz baja.

 —Puede que no quiera irse —dijo Ethan.Ethan mostraba siempre una especie de calm

obrenatural, y ese día, más que de costumbre. Lreocupación por su madre lo envolvía como una membran

Hannah había visto morir de parto a su madre y comprenderfectamente cómo se sentía el niño. Si se enfadó, no d

muestra alguna; claro que rara vez lo hacía. Era un truco qu

Lily admiraba de su hermana mayor, pero aún no lo habprendido del todo. —Si lo echo yo, se irá —dijo ella.En el cuello del niño los músculos se moviero

onvulsivamente, como si hubiera preferido tragarse lo qu

e sentía obligado a decir.

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 —De la montaña, tal vez sí. Pero no puedes echarlo dParadise, a menos que él quiera irse.

Los tres niños miraron a los hombres, expectanteathaniel respiró hondo y soltó el aire.

 —Léenos otra vez esa carta, hija.Hannah se levantó y fue al escritorio; a la luz mortecinque entraba por la ventana, las trenzas relumbraban en uuave negro azulado a lo largo de su espalda. Miró la car

durante un momento y luego leyó con voz clara.

 —«Mañana, al rayar el día, te espero junto la escuela incendiada. No iré más arriba, a menoque lo haga contigo. Quiero que hablemos, pofavor. Las cosas no siempre son lo que parecen

Tu sincero amigo, Liam Kirby.»

Ojo de Halcón gruñó. —Eso podría significar cualquier cosa —dijo—. D

momento, siento curios idad. Nathaniel habló dirigiéndose a su hijo: —No creo que ella corra ningún peligro por ir a habl

on él. Si creyéramos que podía existir algún riesgo, no se ermitiríamos. Lo sabes, ¿verdad, Daniel?

El niño apartó lentamente la vista de su plato y asintió

Un fuerte golpe en la puerta sobresaltó a Elizabeth. S

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evantó tan deprisa que si Nathaniel no hubiera sujetado illa, la habría tirado.

 —Es Curiosity —dijo Hannah, que miraba por ventana—. Y con ella vienen Galileo y Joshua. Gracias

Dios.Ansiosa como estaba por ver a la recién llegadCuriosity sólo se detuvo lo imprescindible para saludar Elizabeth, y continuó en dirección a la cama que los hombrehabían instalado para la enferma en el largo taller de la par

osterior de la casa. Hannah la acompañó, mientras smadrastra se ocupaba de retirar los platos. Los hombreueron a ocuparse de sus asuntos, a excepción de Joshu

que se paseó por la habitación mordisqueando la boquilla du pipa. Elizabeth estimaba a Joshua, un hombre de ungenio agudo y una sorprendente habilidad con la

alabras, aunque no hablara muy a menudo. Trató dalmarlo haciéndole preguntas sobre Daisy y los niños, qul respondió con amabilidad, aunque tan brevemente comudo, sin llegar a la grosería. No permitiría que lo distrajera

ni ofrecería distracción. Ella optó por encargarse de que lo

niños se acostaran en el altillo donde dormían.Por fin, de nuevo en la sala, miró el libro que habdejado abierto en su escritorio. Tenía que preparar laecciones del día siguiente. Pero como no podroncentrarse hasta que se hubiera resuelto el asunto d

Selah Voyager, prefirió coger su labor.

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 —Veo que trabaja mucho —comentó Galileo, con sonrisa tímida.

Elizabeth mostró la prenda a medio tejer. No era muonita, pero estaba orgullosa de ella. Aprender a hac

alceta había sido una de las tareas más arduas de su vidin embargo, la monotonía de esa labor la calmaba.En el hogar donde había crecido, las señoritas n

abían ni querían saber nada de hilar, tejer ni hacer calcetLa tía Merriweather desaprobaba hasta el bordado, pemor a que acabaran necesitando gafas, lo cual, en spinión, tendría un efecto negativo en el interés de louenos partidos. En Oakmere, la tía compraba piezas entera

de seda de Mantua y de muselina de la India, hilos bordadoy brocados de satén, que después se entregaban a laostureras.

Pero ahora Elizabeth vivía entre dos mundos, ambomuy diferentes de Oakmere y distintos entre sí: las mujerede Lago de las Nubes dedicaban gran parte de su tiempo urtir pieles de ciervo y de venado para hacer chaquetaamisas de caza, taparrabos y polainas; en la aldea

ultivaba y cosechaba lino, que luego se hilaba y tejía, en uroceso laborioso que parecía no tener fin. En el mundo dMuchas Palomas, la reputación de una muchacha dependn parte de la calidad de sus pieles y de su habilidad padornar con cuentas los mocasines; en Paradise, la jove

que sabía manejar el telar era bien considerada. A ambo

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mundos Elizabeth había llegado con las manos vacías.El matrimonio se presentó de súbito, cuando ella ya s

había hecho a la idea de ser una solterona. Sus primahabían aportado al hogar baúles llenos de sábana

manteles, cubiertos y vajillas, y Elizabeth llegó a él con uuen dominio de latín, francés y alemán, familiarizada con ilosofía antigua y moderna, con toda la literatura desd

Eurípides a Pope, y con sólidos conocimientos dmatemáticas, pero sin una sola habilidad práctica. Hasierto punto, esa carencia se compensaba con el dinero quodía considerar suyo: los intereses de la pequeña herenc

que había recibido de su madre, y por parte de su padre, lque no se habían llevado los acreedores. Con dinero s

odían comprar telas e hilados, botones y cintas. Pero eParadise no había costureras.

Una vez al año iba a Johnstown a comprar lo que nodía conseguir en la aldea, y las mujeres, como pago por ducación de sus hijos, convertían esa materia prima erendas para vestir y ropa para el hogar. Aun así, Elizabet

no se sintió a gusto hasta que hubo aprendido a tejer. Ann

Hauptmann, la de la factoría, le dio clases durante todo umes, hasta que ella hubo confeccionado su primer par dalcetines.

Cuando terminó el segundo par de mitones, se los envla tía Merriweather, no para horrorizarla, sino com

estimonio: desde su llegada a Nueva York, Elizabeth s

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había convertido en otra mujer, capaz de producir con suropias manos siquiera parte de lo que su familia necesitab

 —Te veo muy absorta en tus pensamientos, Botas.La voz de Nathaniel la arrancó de sus ensoñacione

Galileo tallaba madera, canturreando en voz baja; Ojo dHalcón y su hijo limpiaban escopetas; hasta Joshua se habentado para examinar una trampa que requería un arreglo.

 —Pues sí, es verdad —reconoció ella—, pero aquí mienes de vuelta. ¿Por qué tardan tanto Curiosity y Hannah?

 —Tendrán cosas que discutir —explicó Galileo—. Haque pensarlo muy bien antes de poner a la muchacha eamino.

 Nathaniel y Elizabeth intercambiaron una mirada, perue Joshua quien habló.

 —No era nuestra intención meteros en esto. —Mi

directamente a Elizabeth—. No queríamos causaros ningúroblema.

 —Y no lo habéis hecho —aclaró ella—. Y tampoco leñorita Voyager. Habríamos actuado de la misma forma poualquiera.

Curiosity apareció en el vano de la puerta que daba aller, secándose las manos con una toalla. —Menos mal que la habéis traído aquí. Esa joven tien

muy mal el pecho..., pero no morirá. Hannah se ha ocupadde eso.

 —¿Cuándo podrá continuar? —preguntó Galileo.

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Curiosity se encogió de hombros. —Dentro de una semana, diría yo. —A menos que nazca antes la criatura —añadi

Hannah—. Sería mejor que se quedara hasta entonces. N

debería adentrarse sola en el bosque. —No irá sola —dijo Joshua—. No te preocupes pso.

Ojo de Halcón dijo: —Es mejor que no sepamos adonde va. —Tal vez —intervino Curiosity—. Pero hay cosas qu

debéis saber. Y ha llegado el momento de contároslo todoEmpieza tú, esposo. A fin de cuentas, todo comenzontigo.

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Capítulo 4

 —Supongo que puede decirse así —dijo Galileo—ues yo era el único que estaba en casa cuando los dorimeros viajeros llegaron a Paradise. Venían huyendo d

viejo caballero Van Husen; ya conocéis su finca.Ojo de Halcón asintió.

 —German Flats.

 —Familia numerosa —añadió Nathaniel. —Así es —confirmó Galileo—. ¿Cuántos hijos tuvo es

hombre? —Dieciocho propios, y otros tantos esclavos. —¿Conoces a Van Husen? —Ojo de Halcón se volvi

hacia Joshua, sorprendido. —Nací en esa finca —confirmó Joshua—. Allí estnterrada mi madre.

Con su habitual destreza, contó su parte de la historiu padre era esclavo de sir William Johnson, mientras que s

madre pertenecía al caballero Van Husen; las dos fincastaban sobre el Mohawk, a un kilómetro y medio ddistancia una de otra. Bien fuera porque Johnson no quervender al padre de Joshua a Van Husen, o bien porque éstno quería comprarlo, la familia había vivido siempeparada.

 —Veíamos a papá casi todo los domingos, hasta qu

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murió s ir Johnson. —Lo recuerdo —dijo Elizabeth—. Tu padre nos cont

que la señora Johnson lo vendió a un granjero de PumpkiHollow.

Joshua asintió; en su mejilla se agitaba un músculo. —A partir de entonces lo vimos poco. Al año siguientVan Husen me vendió a ese herrero de Johnstown, coquien estuve quince años, hasta que el señor Hench mompró para concederme la libertad. Por lo que me haontado mis hermanos, mi madre se enteró de que yo tenos papeles de manumisión y los animó a huir. Les dijo qu

vinieran aquí a buscarme, pensando que yo podryudarlos a continuar hacia Canadá. Aseguró que morirranquila sabiendo que sus tres hijos eran libres. Y pocaltó para ver cumplido su deseo. Elijah aún vive y está bie

ero Coffee siempre tuvo los pulmones algo débiles; piluna fiebre en la espesura y murió poco después de llegaru destino. Así fue como empezó todo.

 Nathaniel dijo: —Si no recuerdo mal, Van Husen murió hace más d

inco años... —En julio del noventa y cuatro. —Curiosity alzó la vodesde la silla donde estaba sentada—. Mientraegresábamos de Escocia.

Lo asombroso de esa declaración hizo que Elizabet

dejara su tejido.

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 —¡Pero si eso fue hace ocho años! —Sí —confirmó Galileo—, y veintiún esclavo

ugitivos alcanzaron la libertad. Sólo perdimos a Coffee. —¡Veintiuno! —repitió ella—. ¿Y cómo?

Ojo de Halcón emitió un gruñido suave y profundo. —Déjala, Daniel —dijo Galileo—. Su pregunta eazonable. Lo cierto es que aquella primera vez no teníamo

ningún plan ni idea de adonde llevar a Elijah para mantenersalvo; sólo sabíamos que era necesario sacarlo d

Paradise. No es la primera vez que aparece por aquí uazador de recompensas, ¿comprendéis? Por eso lo llevé a spesura. Me he pasado todos estos años preguntándomi sospecharíais algo, pero veo que hemos guardado bien ecreto. Sin embargo, no diré dónde ni cómo, a menos qu

me lo preguntéis.

 —Creo que no preguntaremos, ¿verdad? —Nathanimiró primero a su esposa, luego a su padre y finalmente Hannah—. Tengo la sensación de que tú sabes más de estque nosotros, ¿no es así, hija?

 —No mucho más —dijo Hannah en voz baja—. El lug

donde irá la señorita Voyager se llama Roca Bermeja.Curiosity la miró con un parpadeo de sorpresa. —Algún día tendrás que contarme dónde has oído es

nombre, niña. —Algún día —dijo Hannah, rehusando mirar a su pad

—. Pero dejad que Galileo acabe su relato.

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El anciano se encogió de hombros. —No sé cómo se acaba de contar algo que aún no h

erminado, pero dejadme ver si puedo avanzar un pocCuando ocurrió lo de Coffee y Elijah, supuse que lo d

sconder esclavos se había terminado. Pero nuestros hijoensaban otra cosa, sobre todo Almanzo. Recordaréis ququel verano enfermó de los pulmones. Supongo que la idee le ocurrió de tanto estar en cama: tuvo tiempo pa

madurarla; cuando mejoró, quería liberar a todo el mundo. Lúltima semana de agosto, cuando Curiosity llegó a casa, noentamos todos a discutirlo. Debo decir que estoy murgulloso de mis hijos, pero no puedo negar que son tercoomo mulas...

 —Lo que se hereda no se roba —dijo Curiosity.Galileo se limitó a sonreír y continuó.

 —Y poco importó que les habláramos de ladificultades con las que iban a encontrarse y de lo

roblemas que nos causarían también a nosotros. Ellos esolvieron todo. Almanzo se mudó a la ciudad de Nuev

York, y Polly y su marido, a Albany. Les llevó casi un añ

rganizarlo todo; el siguiente viajero llegó a nosotros en verano del noventa y cinco. Hemos sido cautelosocomprendéis? Almanzo se toma su tiempo y no pone eamino a nadie que no es té en condiciones de hacer el viaje

 —No dudo que sea cauteloso, Galileo —intervin

Elizabeth—, pero una joven en el estado de la señori

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Voyager...Curiosity se alisó la falda con aire pensativo.

 —Es un caso especial. No teníamos alternativa —dijo,evantó la vista.

Elizabeth nunca la había visto tan demacrada y tensEra una mujer que sabía ocultar sus problemas, pero algo eSelah Voyager la había afectado al punto de impedírselo.

Los pensamientos de Nathaniel habían tomado otrumbo.

 —¿Cómo sabíais que vendría? —Hace tres meses recibimos aviso de Almanzo —

xplicó Galileo—. Nos llegó desde Albany; Polly nos dijque él pensaba poner al siguiente viajero en camino euanto pasara lo peor del deshielo. Y así fue. Pero las cosae complicaron, como suele suceder en estos casos. —Hiz

una pausa para chupar la pipa—. Kitty se puso de parto ea primera noche de la luna llena; esa misma tarde, en

molino, Zeke se hizo una herida fea y Daisy tuvo que ir uturársela. Ninguno de los dos pudo esperar en la viejasa del juez, como estaba planeado. Almanzo le había dich

Selah que cuando estuviera bien oscuro, buscara allí a unnegra. Y si no veía a la mujer en ese lugar, deberísconderse lejos de la aldea e intentarlo de nuevo a la nochiguiente, la de hoy, pero esta mañana la han encontrado eñora Elizabeth y la señorita Hannah.

 —Gracias a Dios —dijo Curiosity—. De otro modo cre

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que la habríamos perdido. Ojo de Halcón, escupe lo que reocupa. Ya veo que estás mascullando algo entre dienteomo si tuvieras tabaco de mascar en la boca.

El anciano, que escuchaba inclinado hacia delante co

os antebrazos apoyados en las rodillas, se irguió paresponderle. —Tienes razón: hay algo que no acabo de ver clar

Entiendo que haya podido llegar hasta Albany; después dodo, los que pilotan esos barcos que zarpan de la ciudalevan el contrabando en la sangre..., pero lo que nomprendo es cómo ha podido llegar desde allí has

Paradise. A menos que esa joven sea una exploradora nata haya tenido un guía.

 —Ha tenido un guía —dijo Curiosity—. En cierto modHannah sacó una tela plegada del cesto que tenía jun

la silla y lo exhibió a la vista de todos: era una enaguhecha con retazos laboriosamente cosidos entre sí. Parecan sólo la prenda interior de una mujer pobre que nudiera comprar muselina.

 —Un mapa —dijo Nathaniel—. Se cosió un mapa.

Elizabeth examinó la tela: desde el dobladillo ascenduna es trecha banda azul que se bifurcaba en forma de YEntornó los ojos y vio el Mohawk, que desembocaba en Hudson; y en el lugar donde debía estar Albany, había u

equeño parche de color parduzco. Una hebra azul marcab

l curso del río Sacandaga, desde el Hudson hasta Paradis

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muchacha lo dijo en tono ligero, pero la inclinación de sabeza cuando enfrentó la mirada de Curiosity revelabreocupación.

 —Me gustaría creer que es así, de veras —replicó

nciana, con toda bondad—, pero ya es casualidad quhaya aparecido jus tamente hoy... Y por eso voy a decir algmás, algo que habría preferido callar si Liam Kirby nstuviera aquí, casi al alcance de mi voz.

Puso las manos en el regazo con las palmas hacia arriby las estudió durante un momento antes de continuar.

 —El día en que Galileo y yo obtuvimos nuestroapeles, nos fuimos de la finca de Paxton con la espaldnsangrentada. El capataz dijo que la azotaina era «un rega

de despedida», y a fe que nos despidió con ganas. Cuandmi madre me vio por última vez, yo estaba sentada en

arreta del abuelo de Elizabeth, chorreando sangre, riendolorando a la vez. Y ese día Galileo y yo nos juramos que n

nuestros hijos ni nuestros nietos llevarían la vida quhabíamos llevado nosotros. ¿No es así, esposo?

 —Así es —confirmó él.

 —Ya sabéis que nuestras dos hijas se casaron cohombres libres. Los niños de Polly y los de Daisy hanacido libres, porque así lo quiso el Señor. Lo que no sabés que a la muchacha que está enferma en esa habitación ye han vendido una hija. Pero la criatura que lleva dentro e

de Almanzo, nuestro séptimo nieto. No os digo esto par

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bligaros a nada ni para pediros más de lo que ya habéhecho. Tal como están las cosas, ya es bastante difícdevolveros el favor... No me interrumpas, Elizabeth.

 —Es que debo hacerlo. ¿Por qué no recurristeis

nosotros, Curiosity? Tal vez habríamos podido comprar suapeles...Galileo movió lentamente la cabeza.

 —Ya lo intentamos nosotros. Entre todos hemohorrado lo suficiente.

Elizabeth enrojeció de miedo por ellos y vio que mismo le ocurría a Nathaniel.

 —Pero si Almanzo ofreció comprar su libertad y eldesapareció después de la negativa, él ya está involucrad—dijo él.

 —Eso es cierto. Pero no fue nuestro Almanzo quie

hizo la propuesta —explicó Galileo—. Hay alguien que...Curiosity lo interrumpió ásperamente.

 —No es necesario dar nombres. Además, no importorque el hombre que dice ser el dueño de Selah no quie

venderla. Y no hay ley que obligue a un propietario a vende

una esclava si quiere conservarla. Ahora comprenderéis quno teníamos alternativa. ¡Con un niño en camino!Elizabeth sintió que se arrebolaba de azoramiento.

 —No he querido insinuar que hubierais descuidado... —Calla, calla —la interrumpió la anciana con suavida

—. No tienes por qué disculparte. Puedes estar segur

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Elizabeth, de que os habríamos pedido ayuda si hubiéramoensado que serviría de algo. Y supongo que ahora deb

hacerlo.Expulsó todo el aliento y volvió a tomar aire.

 —Os diré cómo veo yo las cosas —continuó—Cuando Liam estaba medio muerto, os hicisteis cargo de élo tratasteis como a un hijo. Ahora ese muchacho está ahuera, esperando saber si queréis recibirlo otra vez e

vuestra casa. No conocemos sus intenciones, pero sabeque si alguien amenaza a esa muchacha, sea Liam Kirby o mismo presidente Thomas Jefferson, haremos lo que senecesario para salvarla.

Se produjo un largo silencio en el grupo reunido eorno al hogar. El fuego crepitaba; en algún lugar, no muejos, la manada de lobos que daba su nombre a la montañ

omenzó a aullar. Por fin Ojo de Halcón habló por todos. —¡Bien! Curiosity, Galileo... —dijo en voz baja—, hac

más de cuarenta años que somos vecinos y amigos. Cadvez que ha nacido o muerto alguien en Lago de las NubeCuriosity ha estado presente, desde que traje aquí a Cor

ecién casados. Galileo me ayudó a cavar su tumba, ambién la de Sarah. Haremos cuanto podamos pyudaros, y también a los vuestros. Eso lo saben has

vuestros huesos.Lo dijo en el tono que usaba en los momento

delicados: sereno, tranquilo; hizo efecto. Se produjo otr

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argo momento de silencio. Luego Curiosity sonrió. —Sí, Ojo de Halcón. Lo sé. Galileo se levantó sin prisa —Eso es todo, supongo. Por esta noche no hay nad

más que decir. Os dejaremos descansar.

Cuando los visitantes se fueron, Hannah trató dscabullirse nuevamente, pero Nathaniel la detuvo.

 —¿Es imaginación mía, hija, o procuras evitarme?Ella se volvió hacia él, pero su mirada se desvió primer

hacia Elizabeth. —No te evito, por supuesto, pero la señorita Voyager.Él levantó una mano para interrumpirla.

 —Por diez minutos más no pasará nada, ¿verdad?

Hannah vaciló un momento y volvió a sentarse frente hogar. Elizabeth permaneció allí, indecisa, hasta que Ojo dHalcón la cogió por el codo y la acompañó al dormitorio.

 —Deja que esos dos resuelvan el asunto sin tu ayud—le dijo con firmeza—. Tú ve a dormir.

Ella obedeció de mala gana, no sin antes enviar athaniel, por encima del hombro, una mirada llena dntención.

 —Todos necesitamos descansar. —Iré enseguida —prometió él, con la esperanza d

oder cumplir su palabra.

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Ojo de Halcón cogió su escopeta. —Yo saldré a caminar un poco, si no me necesitáis. —Parece que va a llover —le dijo su hijo sin mirarlo.Ojo de Halcón sonrió con aire lúgubre. Nathaniel

daba cuenta de que estaba actuando como Elizabeth cuandrataba de distraer a los niños para apartarlos de algunmpresa que la intranquilizaba. Claro que él tenía motivoeales para preocuparse.

Lo cierto era que Ojo de Halcón siempre había caminador la montaña al anochecer, aun con mal tiempo, pero en lo

últimos años cada vez se alejaba más y tardaba más evolver. A veces no regresaba hasta el amanecer; de vez euando Nathaniel se preguntaba si algún día no se le metern la cabeza ir hacia el oeste y continuar andando.

Cuando Ojo de Halcón se fue, Ardilla apartó la vista d

esto de hojas secas que estaba clasificando. —Bajo techo no duerme bien —dijo—. No tienes p

qué preocuparte.Su padre contuvo una sonrisa. Hannah nunca hab

ido una muchacha difícil, pero en los últimos tiempos

athaniel le costaba encontrar las respuestas adecuadaara su hija, sobre todo cuando ella se empeñaba explicarle ciertas cosas, como si él las ignorara.

 —No voy a regañarte, si eso es lo que te preocupa —dijo—. Sólo quiero que me cuentes algunas cosas.

La camomila triturada llenó el aire de un olor penetrant

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asi amargo. Con voz tranquila, Ardilla repuso: —Sobre Liam no sé más que tú, papá. ¿De qué quiere

hablar? Nathaniel sonrió.

 —No te hagas la tonta, Ardilla. No se te da bien.Ella torció la boca en un gesto de fastidio, pero no dijnada.

 —Ya sabes que no es Liam el que me preocupa, pohora. Fue Luna Partida quien te habló de los fugitivos dosque, ¿verdad?

Ella dejó escapar un suspiro, como quien deja en uelo un peso que no puede cargar.

 —¿Cuándo lo has descubierto? —No se requiere mucha imaginación. Veintitanto

sclavos escondidos en el monte durante ocho inviernos

no habrían podido sobrevivir por sí solos. Tuvieron quontar con la ayuda de alguien, y no conozco a ningúlanco capaz de tomarse la molestia, y mucho menos duardar silencio. Por eso he pensado en Luna Partida, quiene una tendencia natural a ayudar a toda criatu

necesitada. Supongo que fue ella quien te dijo lo de RocBermeja, ¿verdad?Ardilla, vacilante, dejó el cesto y se frotó las mano

uego fijó la vista en la ventana, por encima del escritorio,miró a través de ella.

 —En el otoño, cuando vino a comerciar, trajo consigo

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un niño que tenía cara de kahnyen’kehàka... —Se tocó uómulo—. Sin embrago, tenía el pelo ensortijado y era ta

moreno como Galileo. Él decía llamarse Joshua, pero ella lamaba Renhahserotha. «Luz nueva.»

 —Fue el niño quien te habló de Roca Bermeja. —A mí no: a Muchas Palomas —corrigió Ardilla—Pero antes de ver a ese niño sabíamos que debía de hab

tras personas con ella. Cuando Luna Partida nos trae suemedios, pide cosas a cambio..., cosas que está claro qu

no son para ella. Nathaniel se tomó un momento para digerir la noticia,

Hannah pensó que esperaba más información. —Es todo lo que sé, papá. Muchas Palomas no m

ermitió que le hiciera ninguna pregunta a Luna Partida, pmiedo a que no volviera nunca más. La conoces mejor qu

yo. —Ya no, no creo. No he visto a esa mujer desde ante

de que nacieran los gemelos.Luna Partida había abandonado Buenos Pastos un añ

después para llevar una vida de ermitaña en lo profundo d

monte. Rara vez se la veía, pero hasta en Montreal ontaban cosas de la curandera mohawk que vagaba por loBosques Interminables.

Ahora bien, había dos cosas de ella que Nathaniel sabon certeza: que tenía un gran talento para esconderse y qu

asaba parte del invierno en las cuevas próximas al lago qu

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lgunos llamaban Pequeño Escondido, situado en un rincódel monte que pocos blancos conocían. Cuando pensaba ella, Nathaniel se preguntaba por qué habría escogido un

vida tan solitaria. Aunque, a fin de cuentas, tampoco estab

an sola.Su largo silencio hizo que Ardilla se sintiera incómoda —Tal vez habría debido decírtelo —musitó. —No —repuso él—. Has hecho lo correcto. Ahora ve

ver si necesita algo nuestra huésped y después acuéstat—Giró en redondo y miró hacia las sombras del altillo donddormían los niños—. Y vosotros tres, será mejor tambiéque durmáis, ¿me habéis oído? Por la mañana tendrérabajo, y luego, la escuela. Y no quiero que nadie se quej

de que tiene sueño.Se produjeron una serie de movimientos quedos,

uego el silencio.

Cuando Nathaniel cerró la puerta tras de sí, Elizabe

staba sentada en el borde de la cama con el cepillo en egazo. Aun a la luz de las velas, su agotamiento se hacvidente en la curva redondeada de la espalda y en

manera de levantar el brazo, pero le dedicó una sonrisa acudió la cabeza, de forma que el pelo le cayó en un vel

scuro sobre los hombros, hasta más abajo de la cintura.

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 —¿Ya están acostados? —Sí. Pero creo que lo han escuchado todo, palabra p

alabra. —Por supuesto. Mañana tendremos que hablar de tod

sto con ellos. Sobre todo con Ethan. —Por él no debes preocuparte. Ese niño se desvive pgradar a Galileo. Antes de hacer nada que pudiererjudicarlo, pondría las manos en el fuego.

 —Pues yo creo que sí debemos preocuparnos por él —orrigió Elizabeth—, aunque no porque pueda decir algnoportuno... ¿Has hablado con Hannah?

 —Sí. —Nathaniel se agachó ante el hogar y permanecllí un momento, sintiendo el pulso del calor en la cara y el pecho. No le gustaba la idea de volver a abrir el tema d

Luna Partida; tal vez Elizabeth decidiera que debía ir e

usca de Muchas Palomas para oírlo todo de sus propioabios.

 —Cuando raye el día, la acompañaré hasta la escuela.Ella lanzó un suspiro, tratando de disimular s

mpaciencia.

 —¿Te parece necesario? Hannah no le tiene miedo Liam. Nathaniel reflexionó mientras se desvestía. Era difíc

maginar a Liam Kirby convertido en un hombre, y muchmenos en un hombre peligroso, pero también era cierto qu

no descansaría hasta comprobarlo con sus propios ojos. S

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entó junto a Elizabeth para cepillarle la melena. Lo hacodas las noches, y nunca dejaba de impresionarle lancura de su espalda. Resultaba extraño que una mujer tauerte tuviera un aspecto exterior tan frágil. El apodo que

había puesto el abuelo mohicano de Nathaniel, Hueso en Espalda, le sentaba muy bien.Su hija mayor, en cambio, era otra cosa. Era inteligente

ápida, sin duda, y tenía la mente más despierta quathaniel había visto jamás, una mente que parecía n

descansar nunca. Camina Adelante era el nombre de adultque le había puesto su abuela; le iba bien: era una joven quiempre miraba hacia delante..., aunque a él le costablamarla así. Desde hacía tiempo, mantenía correspondencon diversos médicos de Inglaterra y la India, y les leía odos en voz alta las cartas que recibía de ellos, aunqu

nadie entendía nada, ni siquiera Elizabeth. Su reputación durandera ya se había extendido más allá de la fronter

Siempre había sido una muchacha dulce y confiada. Tal vehora se encontraba ante una experiencia que la templaría uoco; tal vez él no pudiera ayudarla.

 —Pues no sé si hace bien en no tenérselo... —dijo juntla nuca de su esposa—, pero tal vez tengas razón. Debe ola.

Ella tensó los hombros. —No es propio de ti juzgar precipitadamente a la

ersonas.

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 —Pero sí proteger a mis hijos. Y ya me han recordadhoy más de una vez que Hannah ya es una mujer, así que nme lo repitas. —Nathaniel dejó el cepillo a un lado y le hizuna trenza—. ¿Por qué no vamos mañana a pasar la noche

as cascadas? Hace tiempo que no dormimos allí.Ella lo miró por encima del hombro, con el entrecejruncido.

 —No cambies de tema, Nathaniel Bonner. —No se te escapa nada, ¿eh, Botas? ¿Me está

diciendo acaso que no?Elizabeth apartó los cobertores y se escurrió bajo ello

haciendo crujir el colchón. —Sabes perfectamente que llevo semanas deseando ir

dormir a las cascadas. Si Hannah puede hacerse cargo de eñorita Voyager y de los niños, iremos, por supuesto.

 —Conque semanas, ¿eh? —Él se inclinó y le acaricos cabellos que se le habían soltado de la trenza—. Nabes cómo me complace verte tan bien predispuesta.

Ella le apartó la mano de una palmada, ruborizada. —Eres incorregible.

 —¿Y no es eso lo que te gusta de mí?Elizabeth hizo un mohín con los labios y él se acercó e los besó ruidosamente.

 —A veces eres transparente como el agua, NathanielSi no quieres que hablemos de lo de Roca Bermeja, no tiene

más que pedírmelo y no hablaré..., al menos por ahora. N

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hace falta que te esfuerces tanto por distraerme.Él se metió en la cama, a su lado.

 —Aunque me cueste algún esfuerzo, distraerte no euna tarea que me resulte desagradable. Ya sabes que m

ustan los desafíos.Ella sonrió de oreja a oreja, y le dio un pellizco. —Quiero decir que, además de intentar seducirme, ha

tras maneras de poner fin a una conversación. —¿Se te ocurre alguna mejor?Hubo una larga pausa.

 —Hombre... —dijo ella, pesadamente. Nathaniel se rió y se inclinó para darle otro beso. —Duerme, Botas. Estás demasiado fatigada. Será mej

que dejemos lo de Roca Bermeja para mañana.Elizabeth lo miró con aire pensativo.

 —Sí, quizá tengas razón, será lo mejor.Se incorporó, apagó la vela de un soplido y se acurruc

l lado de su esposo. La luz de la luna les iluminaba la cara. —No sabes fingir, Botas. Anda, suéltalo o no pegará

jo en toda la noche.

Con la punta del dedo, Elizabeth recorrió la línea de mandíbula de su marido. —Pensaba en Luna Partida.

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Capítulo 5

Justo antes del amanecer, a Hannah la despertó el ruidde pasos de su abuelo, que iba de un lado a otro por la saomún. Se levantó del jergón, que había colocado cerca d

Selah Voyager, comprobó la respiración y la temperatura du paciente y salió sin despertarla.

Alimentar el fuego y acarrear agua era tarea de lo

emelos, pero Ojo de Halcón ya había hecho ambas cosasa mañana, quizá para complacer a Lily y a Daniel, o quizor su propio placer; Hannah no habría podido decirlo. Sbuelo ya había salido; sin duda se estaría bañando en laascadas.

Se sentó en la mecedora de Elizabeth para ponerse lomocasines y vio que la piel de las polainas estaba gastadDurante un momento pensó en cambiarse; de la pared dltillo colgaba su vestido de domingo, junto a la camisa diel de gamo y las polainas decoradas con cuentas y pluma

as mismas que había lucido en la ceremonia del solsticio dnvierno, en Buenos Pastos. Se imaginó con un atuenduego, con el otro; finalmente decidió ir al encuentro de Lia

Kirby con su ropa de diario.Un murmullo de voces y movimientos en la habitació

de sus padres arrancó a Hannah de sus pensamientos. Sevantó, y el diente de oso que llevaba al cuello, colgado d

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una cadena, se le deslizó entre los pechos, frío y duro; ocó con un dedo. Después de verificar el contenido de aleguilla que pendía de su cinturón, salió al porche. Allí, die, su abuelo contemplaba la mañana. Tenía la pi

nrojecida por el frío y por sus hombros goteaba el agua dago. Le habló sin volverse a mirarla. —¿Cómo está? —Duerme. La fiebre ha bajado, aunque no much

Regresaré antes de que despierte. —¿Estás segura? —Por completo —respondió Hannah, con firmeza.Su abuelo le dijo en mohicano:

 —Me enorgullezco de ti, nieta mía. Puedes ir con abeza bien alta.

Ojo de Halcón rara vez utilizaba el idioma de su infanci

ra un regalo que le hacía, algo que los unía, puesto quran muy pocos los que hablaban esa lengua. Cuando s

disponía a internarse en el bosque, Hannah oyó a Lily, quorría hacia ella. La pequeña, cuando llegó a donde estabu hermana, dijo:

 —No pienso regresar a casa. Quiero ver a Liam Kirbon mis propios ojos. —Estaba descalza y tenía el peevuelto. Llevaba una honda sujeta a la cintura y piedraequeñas en los bolsillos. Tenía tanta puntería con la hondomo Grajo Azul, aunque él sabía dominarse mejor.

 —Hoy no quiero guerras, hermanita —dijo Hannah—

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La única guerra que puede haber aquí es la de cuandvuelvas a casa y tengas que dar explicaciones a Elizabe

or salir sin permiso. —Si voy contigo, no se enfadará —aseguró Lily—. Y t

rometo que no seré yo quien arroje la primera piedra.Hannah tuvo que conformarse con esa promesa y coa presencia de Lily, que nunca se cansaba de examinar

mundo circundante. Había descubierto las huellas del viejso al que llamaban Dos Zarpas, que deambulaba por

montaña desde que había salido de su hibernación; y habncontrado un cráneo de ardilla y detectado señales de quos zorrillos habían desenterrado una colmena de abejas. Pada paso de Hannah, Lily daba cuatro.

Las ramas de los arces y las hayas estaban cargadas dyemas a punto de abrirse; bajo los pies, las plantas d

zafrán formaban parches purpúreos y amarillos. Hannaensó en todos los motivos por los que necesitabdentrarse en el bosque: para recoger los primeros brotes dino blanco, raíces de ácoro y otras cien cosas útiles de la

que ofrecía la primavera. De pronto sintió el impulso d

asar el día explorando el bosque con su hermana. Como o hubiera dicho en voz alta, Lily se detuvo en un clardonde los árboles cedían paso a los fresales.

Bajo un haya caída, el suelo estaba cubierto de huellade pezuñas, como pequeños corazones esparcidos: no hac

ni una hora que una gacela había parido allí a su cría; ca

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on certeza estaban escondidos a muy poca distancia. —No tenemos tiempo —le dijo a Lily, pero ésta ya s

había esfumado. Sólo apareció cuando Hannah ya habtravesado la mitad del fresal—. ¿Cómo has logrado salir s

u hermano? —preguntó—. ¿Le ha tocado la paja más cortaO has tenido que sobornarlo?Lily frunció la boca, y en vez de responder, preguntó:

 —¿No te preocupa lo de Liam Kirby? —No cambies de tema. —Pues respóndeme. —Estoy un poco nerviosa, sí. —Hannah sabía que s

voz no sonaba convincente. La verdad era que sentdemasiadas cosas a la vez y no podía identificarlas. Pero Lino se conformaría con el silencio.

 —Daniel dice que ha vuelto para casarse contigo y qu

e irás a vivir a la ciudad.La muchacha rió con ganas.

 —Daniel se deja llevar por la imaginación. Liam no hvenido a casarse conmigo.

Lily le clavó una mirada de indignación.

 —¡Estoy segura de que le gustaría! Como a todos lohombres. Al menos, a los que no tienen esposa. Y a algunode los casados también. Todos te miran.

 —No seas tonta. —Hannah apretó el paso, y a equeña le costó seguirla.

 —Sí que te miran. —Su tono se hizo más áspero, com

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ara reafirmarse en su argumento. —Eso no significa que quieran casarse. El búho siemp

mira al ratón. —No —replicó Lily en tono seco—. No te miran com

l búho al ratón. —Reflexionó un momento—. ¿Tú nquieres casarte? ¿Quieres quedarte con nosotros pariempre?

 —Si algún día me caso, no será con nadie de la aldea. —¿Por qué?Como estaba claro que la niña no se daría por vencid

hasta tener respuesta para todas sus preguntas, Hannah sdetuvo.

 —Dime, Lily, ¿con quién querrías que me casara? ¿Yme has escogido esposo?

La pequeña arrugó la nariz, fastidiada.

 —Yo no puedo escogerte esposo. —Me alegra saberlo. —Pero si yo quisiera casarme, creo que elegiría a Clae

Wilde.Hannah se quedó boquiabierta.

 —¿Nicholas Wilde?Lily asintió con la cabeza. —Claes. Es más inteligente que los demás. Y má

uapo. —Sí, es cierto. Es inteligente y guapo. Pero no m

nteresa, ni yo le intereso a él. Y aquí tienes el motivo... —

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Cogió la mano de su hermana y la sostuvo en la suya: unra blanca y la otra, cobriza. Lily las estudió, y cuandevantó la vista, su expresión decía que comenzaba omprender.

 —¿Porque tu madre era kahnyen’kehàka? —Por eso, sí. —Pero yo pienso casarme algún día con Grajo Azu

que es kahnyen’kehàka. Y papá se casó con tu madre.Hannah suspiró.

 —No he dicho que no sea posible, sino que es difícEn Paradise nadie querría una esposa kahnyen’kehàkncluido Claes Wilde. Es posible que me miren, pero...

Hizo una pausa. La miraban, sí; era innegable quObediah Cameron enrojecía al verla pasar, y que IsaiaKuick la seguía con la vista como jamás se habría atrevido

hacer con una mujer blanca. Cuando le llevaba tisanas parl dolor de cabeza a la madre de Michael Kaes, éste buscabualquier excusa para entablar conversación. El mismo señ

Gathercole, casado y ministro de la iglesia, no alzaba los ojodel suelo cuando hablaba con ella, como si verle la car

uese una emoción demasiado fuerte para él. Claes Wildambién la miraba, pero sin decir palabra. Los hombremiraban, pero luego apartaban la vista rápidamente.

Hannah se obligó a reaccionar. —Me miran, sí. Pero jamás llegarán más lejos.

 —No creo que sea porque tu madre e

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kahnyen’kehàka. Creo que tienen miedo a papá y al abuelo. —Sí, debe de ser por eso —dijo ella, seca. Aquel

onversación la irritaba tanto que habría hecho cualquiosa para ponerle fin.

 —¿Y Liam Kirby? —Liam es un viejo amigo, nada más. Y es tan blancomo cualquiera de los hombres de la aldea. Pase lo quase, no me iré con él. Puedes decírselo a Daniel.

 —Bien —dijo Lily, cortante—. Para él será un alivio.Ya tenían a la vista la cabaña que servía de escuel

Elizabeth la había arreglado para sus alumnos desde qulegó a Paradise. Por la mañana daba clases a los niños de ldea, y por la tarde a los dos hijos mayores de Mucha

Palomas y a los nietos de Curiosity, además de a loemelos.

Ese mismo día, más tarde, Lily volvería allí de mala gany se retorcería de impaciencia hasta la hora de la salida, perhora desapareció detrás de la cabaña con algún fin que ne explicó a su hermana.

Hannah continuó el camino sin ella, volviéndose d

anto en tanto. Bajó la ladera en diagonal, atravesando loosques hacia el lago. Era la ruta más rápida, y, de ese modno tendría que pasar bajo la ventana de Lucy Kuick. Lviuda parecía estar muy interesada en todo lo que ella hacídemás, no vacilaba en divulgar lo que opinaba sob

suntos tan diversos como el calzado de Hannah, su tez, s

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amilia y lo que, a su modo de ver, era un interés antinaturor asuntos médicos, en los que nunca se le habría debidermitir entrometerse.

En el bosque hacía fresco, pero cuando vio el prim

destello del lago entre los árboles, la muchacha comenzóudar. Un extraño cosquilleo le subió por los brazos y ecorrió la espalda, hasta que los cabellos de la nuca se rizaron.

Allí, en el mismo sitio donde su hermano Billy habrrojado una antorcha a la escuela, estaba Liam Kirbyentado entre las piedras diseminadas que antes formaban

hogar. A su lado, al alcance de la mano, tenía una escopetarga. En la orilla del lago, sus perros acechaban a u

mergánsar solitario que serpenteaba entre los juncos.Liam observaba a una garza que caminaba por las agua

antanosas. A Hannah le pareció oír el chapoteo del agua ada zancada del animal. Podría haber permanecido largato allí, mirando, pero el viento la denunció. Uno de loerros se volvió hacia ella con un suave ladrido ddvertencia. Después de aquietar a los animales con un

alabra, Liam se levantó y fue hacia ella.Hannah no necesitó esforzarse para reconocerlo: ínea de la mandíbula era la misma, aunque ahora con unarba crecida, al igual que la boca ancha y la nariz, rota e

más de una ocasión. Tenía la complexión de un hombre y s

e veían cicatrices nuevas: una en la barbilla, otra que

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orcía la ceja izquierda hacia arriba, añadiéndole un nuevngulo a su cara huesuda. Pero lo más llamativo era xpresión precavida de sus ojos; se veía en ellos una caute

que antes no tenía y que lo convertía más en u

desconocido que en un amigo. —Veo que te han entregado mi carta... —dijo él, con voz algo quebrada.

Ella, sin hacer caso a lo que el joven le decía, le pidió: —Déjame ver cómo caminas.Liam parpadeó, sorprendido, y abrió la boca para habla

ero volvió a cerrarla. —Me he pasado todos estos años preguntándom

ómo habría soldado esa fractura —explicó Hannah—Déjame ver cómo caminas.

El joven le volvió la espalda, dio cinco pasos hacia

ago y otros cinco de vuelta hasta detenerse en el mismitio.

 —Aún cojeas. ¿Te molesta cuando llueve? —Un poco... —reconoció él. Luego añadió con má

irmeza—: Me enteré de lo de Atardecer y tu hermano. L

iento mucho.Hannah se rodeó el cuerpo con los brazos. —Gracias.Liam se pasó la mano por el cabello.

 —Me alegra que hayas venido.

 —Estaba preocupada por ti —dijo ella. Era verdad, per

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no había querido decirlo.Él apartó la vista hacia el lago, entornando los ojos

ol. —Pensaba escribirte, pero no sabía cómo empezar. Y a

inal me pareció mejor dejar las cosas como estaban.¿Qué se podía replicar a eso? Hannah se apoyó sobros talones, contemplando la hierba del pantano, agitada pa brisa. Un silencio incómodo se instaló entre ellos .

 —Y has cambiado de idea —insinuó ella. —Sería mejor decir que me obligaron a cambiar de ide

—la corrigió, y luego permaneció callado, tanteandnervioso, las armas que le colgaban del cinturón. Tenía esara que suelen poner los hombres cuando quieren que

mujer le facilite las cosas, pero no se atreven a pedir ayudElla apartó la vista y entonces él rompió a hablar—. Aqu

verano me fui porque pensaba que no volveríais. —Nos lo imaginamos.Él torció la boca.

 —Cuando Huye de los Osos regresó de Montreal, dijque ibais rumbo a Escocia.

 —Y te dio una carta mía.Liam sonrió por primera vez. —Una carta tuya, sí. La primera que recibía. —Y la primera que te escribí. —Estaba salpicada de sangre —comentó él—. Oso

dijo que era de un corte que le habían hecho en el cuer

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abelludo, pero siempre tuve mis dudas. —Luego encogios hombros como si estuviera desprendiéndose de algunarga que llevara allí—. Lo cierto es que nadie sabía cuánd

volveríamos a veros, ni siquiera Osos. Y entonces estalló l

pidemia de fiebre. Atardecer se llevó a su familia al norara ponerla a salvo. Y yo partí hacia el sur. —No sabíamos nada de ti; si hubiera sabido dónd

stabas, te habría escrito. —Me embarqué.Ella lo miró con sorpresa.

 —¿Que te embarcaste? —En el otoño del noventa y cuatro. Cuando me ente

de que habíais regresado a Lago de las Nubes, ya habasado más de un año. Para entonces... —Hizo una pausa

a miró directamente a los ojos—. Ya era demasiado tarde.

 —¿Demasiado tarde para qué?Él bajó la cabeza y se atusó el cabello, mirándose lo

mocasines con aire ceñudo. —Se corrió el rumor de que yo me había apoderado d

ro escondido en la montaña.

Si el desasosiego había comenzado a atenuarse entrllos, regresó en ese momento con toda su potencia. Liaesopló por lo bajo.

 —Sí, fue Dubonnet quien lo extendió —dijo Hannah—Una vez a mí me acusó de intentar envenenarlo.

 —Ya veo que no ha cambiado con los años. Supong

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que no sería capaz de decir la verdad ni para salvar su videro ese rumor sobre el oro...

 —No creo que hayas venido hasta aquí sólo pahablar sobre viejos rumores —lo interrumpió Hannah.

Liam la miró de soslayo. —No importa —dijo, y recogió su escopeta—. Sóquería que supieras que yo me fui de este lugar sin llevarmmás que lo puesto. Nunca he cogido nada que no m

erteneciera, a pesar de lo que pueda parecer. Y jamás le hdicho a nadie lo que sé de Lobo Escondido. Ni lo de la minde plata ni lo de la cueva de las cascadas.

 —Nunca lo he puesto en duda.Liam arrugó la frente.

 —Aun así, quería dejarlo claro. —Pues si ése era el motivo de tu visita, ya está hech

—dijo con más brusquedad de la que habría querido.Él respiró muy hondo.

 —No, el asunto por el que he venido no está cumplidSupongo que ya lo sabes: me gano la vida como cazador decompensas.

 —Sí —confirmó Hannah, sin alterarse—, comazanegros. Ya lo he oído.Para evitar su mirada, él se inclinó y se sacudió el polv

de los pantalones. Si el término que Hannah había utilizado ofendía, lo disimuló bien.

 —Estoy buscando a una africana de tu edad, poco má

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menos. He rastreado sus huellas hasta Lobo Escondido. —¿De verdad? —Supongo que está en algún lugar de la montaña, per

no he querido continuar sin permiso. Ya sé lo que opina Oj

de Halcón de los intrusos.Hannah sintió que se le contraían los dedos, y lopretó a los costados.

 —Sí, tendrías que pedirle permiso a él o a mi padrunque creo que Elizabeth también querrá dar su opinión. Yabes lo que piensa de la esclavitud.

Un águila volaba en círculos sobre el lago. La muchachdesvió la mirada hacia el ave, más que nada para que Liano descubriera sus sentimientos: enfado, desencanto

reocupación. Por el bien de Selah Voyager, debícultárselos.

 —Se trata de un caso especial —explicó él.Esperó la pregunta que le permitiera exponer su

azones, pero Hannah pensaba en Curiosity, en su expresiól decir que pondría a Selah Voyager en la ruta hacia el nortUn caso especial»: había utilizado exactamente las misma

alabras para referirse a aquella mujer que había puesto svida en peligro para traer un hijo libre al mundo. Por fin, oven dijo, con total serenidad:

 —¿Y por qué es especial, Liam? ¿Ofrecen por ella mádinero que de costumbre?

Él dejó escapar una risa forzada.

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 —Ya sabía que me juzgarías mal.En su agitación, la muchacha dio un paso atrás.

 —Puede que tú hayas cambiado, pero yo no. ¿Acassperabas que estuviera de acuerdo con tu forma de ganar

a vida?Él apretó los dientes. —Si no recuerdo mal, el pueblo de tu madre ten

sclavos. —Los kahnyen'kehàka secuestraban a niños pa

doptarlos, y cuando cogían prisioneros en la batalletenían como esclavos a los que no mataban. Es cierto, perqué tiene eso que ver con esa mujer a la que persigues? —

El nerviosismo le enronquecía la voz. Tragó saliva codificultad.

 —Tenía la esperanza de que fueras justa conmigo —

epuso él, tenso—, de que quisieras conocer los hechontes de condenarme. Un hombre tiene que ganarse la vido me avergüenzo de ello.

La joven se irguió y lo miró a la cara. Lo que Hannah vn ella fue enfado y exasperación, pero poco a poco, com

lla esperaba, el sentimiento de culpa apareció. Culpa senitencia, pero era un comienzo. —Pues yo me avergüenzo de ti —dijo.Liam hizo una mueca de dolor, pero su voz sonó firm

rave, fría.

 —La mujer a la que busco mató a un hombre en lo

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muelles de Newburgh, clavándole un cuchillo en el cuellCuando la lleve de regreso, será juzgada y ahorcada phomicidio.

 —Siempre que sea culpable —acotó la muchacha.

 —Lo es. —No creo que a su dueño le haga mucha gracia perdu inversión en el patíbulo. —Hannah percibió la amargun su propia voz.

 —No creo que eso le importe mucho —replicó Liam—El asesinado fue él. Aquí está el arma.

De una vaina que le pendía del cinturón sacó uuchillo de caza. El mango de marfil tallado estaba sucio dierra y se veían manchas de sangre seca. Hannah bservó un momento y luego miró a Liam a los ojos.

 —Espero que a estas horas la mujer esté ya camino d

Montreal.En los ojos del joven hubo un destello, una ira ta

enetrante como el cuchillo que tenía en la mano. —Apostaría a que no está mucho más cerca d

Montreal que yo mismo. Si es allí adonde va.

Hannah hizo ademán de volverle la espalda. —Daré tu mensaje a mi padre y a mi abuelo. —Diles que no beneficiarán a nadie estorbando a

usticia.Para su propia sorpresa, Hannah se echó a reír.

 —Ya me gustaría ver cómo le dices eso a Ojo d

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Halcón, cara a cara. Si crees que esa actitud te conducirálgún sitio, empezaré a pensar que has estado fuera máiempo del que yo creía.

Liam apartó la cara.

 —He estado fuera lo bastante como para dejar este sittrás. De hecho, no me explico por qué me quedé tantiempo.

Estaba claro que su intención era herirla, pero ella sontuvo y habló con voz serena.

 —Éste era tu hogar. Todo el mundo necesita un hogarLiam tragó saliva y se las compuso para sonreír.

 —Yo ya tengo uno. Me casé el otoño pasado. Lo únicque quiero es terminar con este asunto para volver con mamilia.

Las palabras quedaron suspendidas entre los dos, ca

visibles en el aire. —Lo entiendo —dijo ella, en voz muy baja—. Y

ambién preferiría estar en casa en este momento. —Pues entonces me despido. Por si no nos vemos d

nuevo, ¿nos estrechamos la mano, Ardilla?

Oír su nombre kahnyen'kehàka de niña la afectó. Aspirhondo y retuvo el aire; su mano estaba tan rígida que Liae sorprendió al estrechársela. Hannah le dio la espalda y slejó s in volverse a mirarlo, ni siquiera cuando él gritó:

 —¡Diles que los espero en la factoría!

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Cuando la muchacha hubo desaparecido entre lorboles, Liam se sentó con las manos cruzadas detrás de

nuca y cerró los ojos con fuerza, obligándose a respirar coentitud. Todas y cada una de las palabras que ella habídicho le retumbaban en la cabeza con la potencia de udisparo.

«Hannah. Oh, Dios mío.»Uno de los perros se le apretó contra la piern

lfateándole el codo. Liam le rodeó el pescuezo con un brazy apoyó la mejilla en el pelaje, que olía a cieno y a agua dago.

 —Dime, Treenie, ¿tú crees que esto podría haber salideor?

La perra volvió a olfatearlo, entre gimoteos solidarioLiam se incorporó y miró en derredor. Sobre las piedrahabía algo blanco y cuadrado: una carta. Hannah le habdejado una carta.

Pasó un rato antes de que se decidiera a acercarse. L

ogió y se detuvo contemplando la escritura.

Liam KirbyLago de las NubesParadiseEn la vertiente occidental del Sacandaga

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Estado de Nueva York 

Era una letra de niña, redondeada e irregular. Una carde la Hannah de antaño, que había sido reemplazada por unmujer que él nunca había imaginado. Se parecía mucho a smadre. A Liam se le ocurrió pensar que en verdad lomuertos retornaban a la vida para deambular por la tier

ajo la forma de los hijos que habían dejado tras de sí. En laocas ocasiones en que se miraba al espejo, podía ver

ara de su padre bajo la suya. Cuando Hannah se miraba, astaba Sarah.

Los hombres se peleaban por Sarah.Unas nubes que pasaban arrojaron sombras sobre

apel. Liam sintió frío, y luego calor. Era Elizabeth quien

había enseñado a leer; en ese momento, Liam habrreferido que ella no se hubiera tomado la molestia.Después de romper el sello de cera, desplegó la hoja

a alisó con las palmas de las manos contra la rodilla.

Querido Liam:

El barco se ha detenido en una ampliextensión de agua que llaman estuario, entrInglaterra y Escocia. Es en este último país dond

nació mi abuela Cora, y tal vez la familia de m

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abuelo, pero a mí me parece un sitio muy extraño solitario. Nos trajeron contra nuestra voluntad sólo nos quedaremos hasta que consigamos u

 barco que nos lleve a casa.

En el huerto de mi abuela, las judías ya debede estar enroscando sus tallos tiernos hacia el soPor esta época, hace un año, encontramos osos elos fresales. Era luna llena, ¿recuerdas? No

 persiguieron y echamos a correr hasta que n pudimos más y nos caímos de bruces. Elizabeth tenvía su saludo más afectuoso y espera que ndejes de hacer los deberes de la escuela. Mi padrconfía en que serás fuerte y paciente. Curiosity t

 pide que vayas a ver a Galileo cuando puedasteme que se sienta melancólico. Además, te rueg

que jamás se te meta en la cabeza echarte a la mar. No era nuestra intención ausentarnos durant

tanto tiempo, pero volveré con muchas anécdotay tú también tendrás muchas cosas que contar.

Tu sincera amiga, Hannah Bonner, también

llamada Ardilla por los kahnyen 'kehàka del claLobo, el pueblo de su madre.11 de junio de 1794

De lo más hondo de su pecho brotó un sonido: algo taontenido que si lo dejaba ir, podía llenar el mundo. Lia

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deslizó los dedos por el papel, una y otra vez. Si hubiersperado un mes más, siquiera una semana, tal vez esa car

habría llegado a sus manos. Durante todos aquellos años lhabía esperado allí.

Trató de rememorar los días previos al de su partidero había pasado demasiado tiempo; el muchacho que smente le mostraba era un desconocido. Impacientnfadado, solitario y deseoso de andar, de irse, de estar eualquier otro sitio que no fuera la cabaña desierta de Lag

de las Nubes.Liam plegó la carta, y después de guardarla en

mochila, se colgó la escopeta al hombro y partió hacia ldea.

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Capítulo 6

Cuando Jemima Southern había abandonado ya todsperanza de hallar una excusa para ir a la aldea, a fin doder ver de cerca a Liam Kirby, Isaiah Kuick se dio cuent

de que se le había acabado el tabaco. Normalmente eReuben quien se encargaba de esos recados, pero muchacho había ido al molino para limpiar el alojamiento d

apataz; por lo tanto, Isaiah hizo algo desacostumbradntró en la cocina.

Jemima se mostró muy bien dispuesta a dejar el zurcidy coger las monedas, no de la mano del hombre, sino de mesa donde él las había dejado; en ausencia de su madr

arecía que prefería no mirarla siquiera. Jemima ignoraba ra porque ella representaba una tentación para él o porqun verdad le inspiraba antipatía; sin embargo, por una veenía algo más interesante que Isaiah Kuick en que pensa

Mientras éste discutía con Cookie cuándo llegaría Ambros

Dye de Johnstown con los esclavos que habían pasado nvierno allá, Jemima se preguntó cuál de los caminos qulevaban a la factoría le brindaba más posibilidades dropezar con Liam Kirby. De otro modo, era posible que bandonara Paradise antes de que hubiera tenido unportunidad de hablar con él.

Una vez fuera de la casa se recogió las faldas y partió

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rote. En el camino sólo se cruzó con la anciana señorHindle, que marchaba doblada en dos bajo una carga de leñeca, hablando en voz alta consigo misma. Sin aminorar aso, Jemima dio un amplio rodeo para evitarla.

La factoría era el sitio lógico donde encontrar a uviajero, pero en ese momento sólo estaban allí loholgazanes de Charlie LeBlanc y Obediah Cameron, meddormidos frente a un juego de bolos. Anna, que estabdetrás del mostrador ordenando una caja de botone

areció alegrarse al ver entrar a Jemima. —Tabaco para la pipa de Isaiah Kuick, ¿no? Pero, dim

por qué no viene él mismo? ¿Acaso es tímido?Miraba a Jemima por el rabillo del ojo. La informació

obre el hijo de la viuda era mercancía escasa; la muchacha administraba con prudencia. Buscó la mejor manera d

evelarle a Anna lo que ésta deseaba saber a cambio dnoticias de Liam, pero era un intercambio delicado, en el quácilmente podía entregar más de lo que recibiera.

Finalmente decidió que era mejor guardar silencio; ese momento la puerta se abrió tras ella y Anna soltó su ris

guda y chillona. —¡Liam Kirby! —gritó, y abandonó la caja de botoneepiqueteantes para salir de detrás del mostrador.

Sus chillidos irritaron tanto a Jemima que habrdeseado poder marcharse de allí, pero no había nadie com

Anna para hacer preguntas impertinentes. Por lo tanto,

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partó a un rincón para escuchar y observar, entrolvorientos cajones de Bálsamo de Vida, en tanto

mujerona se acercaba a Liam y lo cogía por los hombros. —¡Pero mira qué bien estás!

Liam era alto, pero Anna también, y apenas tenía quevantar la vista para gritarle a la cara. —¡Estás hecho todo un hombre! ¡Y nada feo, po

ierto! El pelo se te ha oscurecido... Y esos bonitos ojozules los has heredado de tu madre, que Dios la guarde. Doven era muy guapa. Y tú te pareces a ella. ¡Has tardadmucho en venir a visitar a los viejos amigos! Supongo quya sabes que Jed y yo vamos a casarnos. ¡Ya no somos máque dos viejos tontos! Será el sábado próximo. Si te quedaun tiempo, te casaremos a ti también. ¿Has vuelto por algunnovia?

Él enrojeció de irritación desde el cuello de la camihasta la línea del pelo; era como si llevara la respuesscrita en la cara. Jemima sintió que el estómago se le subíaa garganta.

 —En realidad, no. —Se libró tímidamente de las mano

de Anna—. La ley no permite tener más de una esposa. Hvenido por trabajo. —¡Ésa sí que es una noticia! ¡Liam Kirby, casado!

upongo que tienes más novedades. Han pasado un montóde años . —La mujer señaló un taburete—. Siéntate allí, jun

l fuego. Charlie, a este paso acabarás por echar raíces fren

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esos bolos. Haz un poco de sitio, que Liam ha venido dvisita y tiene muchas cosas que contar. Te acuerdas dCharlie, ¿verdad, Liam? ¿Sabes que por fin encontró esposaSe casó con Molly Kaes. Pero es evidente que la cosa h

erdido su encanto, pues pasa más tiempo frente a mi hogque frente al suyo. —Oye, Anna... —comenzó el aludido.Pero ella lo interrumpió.

 —Mira, Liam, ése es Obediah Cameron; la última vque lo viste aún tenía pelo. Y ésa es la señorita Wilde... Ttenderé en un momento, Eulalia... Tú no la conoces, pero e

que últimamente tenemos muchas caras nuevas en ParadisElla cuida la casa de su hermano. Sin duda, has visto al llegos huertos de Wilde. ¿Habías visto alguna vez tanto

manzanos juntos? Y aquélla es Jemima Southern; ¿t

cuerdas de ella? Ya es toda una mujer. Desde que la difterie llevó a sus padres trabaja para la viuda Kuick, que ompró el molino a John Glove. Jemima, se diría que loatones te han comido la lengua. ¿No tienes nada que decirLiam Kirby? Si mal no recuerdo, en otros tiempos estaba

halada por él.Un torrente de palabras furiosas habría salido de oca de Jemima en dirección a Anna, de no haber sido por

manera en que Obediah irguió las orejas. Los Cameron eraasi tan afectos al cotilleo como a la cerveza; conven

segurarse de que no concibiera ideas extrañas sobre ella

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Liam, por si llegaban a oídos de la viuda. —Liam —dijo, con tanta serenidad como pudo—. M

legra verte. —¿A que sí? —Anna lo miraba, radiante—. Lástima qu

ya tengas familia, Liam. Si nuestra engreída Jemima no chara las redes primero, mi Henrietta ya está en edad. Sirvn una casa de Johnstown; es una muchacha inteligenomo pocas y, además, bonita. Y no lo digo porque sea s

madre. Pero basta ya de charla. Es hora de que te sientesontarnos lo que tengas que contar. Obediah, ve a por madre, ¿quieres? Él también querrá escuchar.

 —¿No sería mejor que yo fuera a la taberna para verAxel...? —insinuó Liam, esperanzado.

Pero Anna agitó una mano. —Oh, no, no pienso dejarte ir así como así. Que m

adre venga aquí. Aunque le crujen los huesos, estastante ágil para sus años.

Liam se sentó de mala gana. A Jemima le pareció tadesdichado como se sentía ella en esos momentos. Tenísposa. Si algo positivo se podía encontrar en eso, era

erspectiva de revelarle a Hannah Bonner que el úniclanco quizá dispuesto a desposarla ya estaba casado.Mientras Anna y Charlie LeBlanc discutían por encim

de la cabeza de Liam sobre la fecha exacta en que habmuerto el juez Middleton y cuánto tiempo llevaban los Kui

n Paradise, Jemima empezó a idear cómo daría la notici

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Concentrada como estaba en eso, no se percató de que viajero trataba de decirle algo hasta que él levantó la voz.

 —Oye, Mima, ¿es cierto que Ambrose Dye aún les llevl molino a los Kuick?

 —Sí.Ella lo habría dejado así, pero Anna no podía. —¿Ambrose Dye? —repitió—. ¿Para qué quieres a u

hombre así? —Ya perdiste bastante dinero jugando con él a lo

naipes —intervino Charlie riendo—. Es raro que lo busques —¡Como si la viuda permitiera que su gente se queda

n la taberna jugando a los naipes! —bufó la mujerona—. Ydemás, no parece que le guste la compañía. Es más sec

que un hueso. Ha ido a Johnstown para traer a los hombreque la viuda alquila durante el invierno. En cuanto regre

os pondrá a trabajar a toda marcha. Ha sacado ya mádinero de ese molino del que reunió Glove en toda su vida.

 —Es buen molinero —concordó Charlie—, pero uoco extraño, ese Ambrose Dye. Callado como la tumba d

un mudo. —Se inclinó hacia Liam y agregó en voz baja—

Dicen que es medio indio.Anna resopló. —Si fuera medio indio, no lo habría empleado la viud

Como bien sabéis, la piel roja le da escalofríos. —Es medio indio, sí —confirmó Liam—. Una de su

buelas era abenaki. En la frontera del Canadá lo llama

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Cuchillo en el Puño.Anna abrió tanto la boca que Jemima pudo contar

hasta las muelas. —Esa mujer hace todo lo que puede para amargarle

vida a Hannah Bonner. ¿No es cierto, Jemima?La muchacha la miró con gesto ceñudo, pero se dirigióLiam.

 —Dye está ausente desde el jueves pasado. Y stuviera aquí, no le gustaría nada que lo llamaras piel roja.la viuda tampoco.

Él se encogió de hombros. —Digo lo que sé. Si no me crees, pregúntaselo a él.Jemima, en su irritación, no pudo contenerse.

 —Dudo que Dye te ayudase a buscar a esa esclava, s eso lo que pretendes.

Él giró lentamente la cabeza en su dirección. —¿Qué sabes de la fugitiva que busco? —Nada. Pero conozco a Ambrose Dye.Y apartó la mirada, esperando que Liam no encontrar

n esa declaración más significados del que ella hab

querido darle. Por una vez se alegró de que Charlie, con smanía de intervenir en todas las conversaciones, retomalegremente el tema donde ella lo había dejado.

 —Dye es un tipo extraño —dijo—. Parece blando, peror lo que se comenta de él... Caramba, si tropezara con u

ugitivo, lo colgaría bien alto y dejaría que lo devoraran lo

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uervos para que sirviera de lección a los otros africanos.Al otro lado de la habitación se oyó una discreta to

Eulalia Wilde. Anna fue a atenderla, dejando a Jemima entrCharlie y Liam.

 No sucedía a menudo que a Jemima le faltaran laalabras, pero por una vez no pudo decidirse a preguntar que deseaba: «¿Dónde has estado? ¿Tienes ese oro o no?Tampoco podía mirarlo a la cara y decirle lo mucho que habnhelado que él volviera algún día para verla, no ya com

una niña, sino como una mujer. Que se la llevara lejos dParadise y la convirtiese en ama de su propia casa.

Isaiah Kuick era mejor partido, pero sus posibilidadede echarle el guante parecían disminuir día a día. No faltabahombres, pero habría preferido ahorcarse antes que casarson cualquier pelagatos. Y allí estaba Liam Kirby, con un

scopeta cara y aspecto de haberse hecho una posición el mundo. Muchas veces había imaginado su retorno

Paradise, pero nunca se le había ocurrido pensar quegresaría casado. Antes bien, había dedicado mucho tiempidear la manera de conseguir que él dejara de interesars

or Hannah Bonner para concentrarse en ella. —Te fuiste sin decir palabra, Liam —comentó—Temíamos que te hubiese devorado una pantera.

Él sonrió. —¿Te preocupaste por mí, Mima?

 —No tanto como Hannah Bonner. ¿No se llevará un

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desilusión al saber que tienes familia en la ciudad?El asomo de cordialidad que él había comenzado

desplegar desapareció tan súbitamente como había surgidLa miró con frialdad.

 —La noticia no parece que le haya afectado mucho. decir verdad, no creo que le haya importado en absoluto.Jemima se tragó el desencanto. ¿Así que Hannah y

staba enterada? Y lo había sabido por el mismo Liam. Shabían encontrado en algún lugar, quizá en la montaña, algmás temprano. La noche anterior, tal vez.

 —Lo dudo —replicó ella, agria. Y luego descargó srustración contra Charlie—: Y tú, ¿qué miras?

Él encogió sus huesudos hombros e inclinó la cabeza. —Miro cómo te enfadas, Mima. —Pues te diré, Charlie LeBlanc, que si tú puede

asarte el día entero cruzado de brazos, yo tengo que hacerLiam intervino:

 —Antes de que te vayas, me gustaría hacerte unregunta.

Jemima se esforzó por mantener la cara inexpresiv

omo una piedra. —Preguntas mucho para lo poco que cuentas de mismo.

 —Eso es cierto —intervino Charlie—. ¿Por qué no noxplicas dónde has estado todo este tiempo, muchacho?

Liam apartó la mirada de Jemima.

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 —Pasé algunos años navegando, antes de instalarmn la ciudad.

 —¡Vaya, entonces sí tienes algo que contar! —Charlimuy sonriente, se acomodó un poco mejor en el taburete—

Toma asiento, Jemima.Pero ésta se dirigía ya hacia la puerta. —Ya soy mayorcita para los cuentos de hadas. —Decidme antes cuándo creéis que volverá ese capat

—pidió Liam—. Tengo asuntos que arreglar con él.Jemima se encogió de hombros.

 —Si quieres hablar con el señor Dye, supongo qudeberás esperar hasta el fin de semana.

Charlie sonrió, dejando a la vista sus cinco dientes. —¡Entonces estarás aquí para la boda de Anna! —Si puedo evitarlo, no —replicó el viajero.

Fue lo último que oyó Jemima antes de cerrar la puerras de sí.

En la docencia existe una verdad simple que aquelarde de lunes se manifestó en el aula de Elizabeth: ni mejor y más aplicado de los alumnos puede concentrarsdurante una tormenta eléctrica, durante la primera nevada dnvierno o en los primeros días de la primavera, como era

aso. Y ese año era aún peor, pues, además del ciel

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despejado y la brisa templada, los Dubonnet habíadecidido que era el momento de abrir los corrales de inviern

ara que los cerdos más jóvenes pudieran hozar en osque. Y esos cerdos habían escogido precisamente l

scuela de Elizabeth para hacer la siesta.En el curso de aquellos años, se había enfrentado muchos desafíos, pero tener dos cerdos bajo el porche de scuela el primer día de primavera no podía interpretarsino como una orden del cielo, que le mandaba despedir us alumnos antes de hora. Por lo visto, los niños opinabao mismo: hasta el mismo Daniel, que normalmente solerseverar, inclinaba la cabeza hacia la puerta, con expresió

distraída.Elizabeth tenía frente a sí a las dos lectoras má

equeñas: Lucy Hench y Kateri, la hija mayor de Mucha

Palomas. Descontada la única excepción notable (echó unmirada de soslayo hacia Lily), las niñas que acudían a clas

or la tarde eran obedientes y se comportaban bien, perLucy y Kateri se esmeraban en complacer. Después de habe

racticado esa lectura toda la semana, ahora Kateri apena

odía hacerse oír por encima del gruñido de los cerdos, que acomodaban entre las sombras húmedas, bajo el porche.Alzó la voz, pero los animales parecieron interpretar es

omo una invitación a unírsele en coro, cosa que hicieroon creciente entusiasmo y una agitación que estremeció la

ablas del suelo.

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¡Salve, hermosa extranjera del bosque

[gruñido]

¡Salve, enviada de la primavera! [gruñido

chillido]...

Todos los niños presentes tenían que hacer un grasfuerzo para no reírse, en tanto los bufidos de los cerdo

umentaban de volumen. Kateri alzó la voz hasta caerderla:

¡Deliciosa visita! Contigo

 saludo el tiempo de las flores...

 —¡Se han quedado atascados en el barro! —Daniel sevantó de pronto, y al percatarse de lo que acababa d

hacer, agachó la cabeza—. Perdona, pero juro que al meno

uno de esos cerdos se ha quedado atascado. ¿No los oyes? —¿Podemos ir a ver, mamá? —Lily ya estaba ante uerta, con los otros apiñados tras ella: Grajo Azul, Solang

Lucy y Emmanuel; la misma Kateri había acudidlvidándose de la lectura.

Mientras Elizabeth se armaba de paciencia, al otro lad

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de la puerta se oyó un grito agudo, y las tablas del suelo sacudieron. Lucy subió de un salto a uno de los pupitres.

 —Una pantera —gritó Kateri por encima del alboroto. —¡Pobres cerdos! —gimió Solange.

Lucy sollozaba, con los ojos redondos como dooberanos de oro. Elizabeth tuvo un mal presentimiento notar que la mirada de Lucy no estaba fija en la puerta, sinn la ventana. Giró justo a tiempo para ver a Daniel, qustaba listo para saltar por ella. Después de sujetarlo por loaldones de la camisa, lo arrastró hacia atrás, mientras ataleaba con todas sus fuerzas.

 —¿Qué pretendes hacer, dime? —Ir por ayuda. —Sus ojos verdes centelleaba

desafiantes. —Sabes que no podemos hacer nada por esos cerdo

—replicó Elizabeth—. No permitiré que te interpongas entuna pantera y su presa. Esperaremos aquí.

Los chillidos cesaron casi tan repentinamente comhabían comenzado, reemplazados por el suave sollozar dLucy.

 —¿Veis? —dijo Elizabeth. —¿Y nos quedaremos quietos mientras esa fiera devormás de cincuenta kilos de cerdo? —Daniel apretó mandíbula.

Durante un momento le recordó a Nathaniel, siemp

dispuesto a llevar la contraria.

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 —Alguien vendrá a buscarnos —dijo Lily. —Podrían pasar horas —adujo Grajo Azul.Elizabeth se imaginó allí sentada, oyendo con los niño

l ruido de la pantera al desgarrar la carne, y luego imagin

o que podía suceder si intentaban salir. El olor a sangrresca ya había llenado la habitación.Una vez había visto cómo una pantera se descolgaba d

un árbol sobre la espalda de un hombre. Esos pocos minutoe le habían antojado muy largos, pero recordaba esonstantes con perfecta claridad.

 —Vamos a cantar —propuso—. Hace tiempo que nantamos.

Emmanuel dijo: —Señorita Elizabeth, podría ocurrir que viniera alguie

in escopeta..., y usted sabe que a la pantera no le gustar

que nadie se acerque demasiado.Solange exclamó, con el aliento entrecortado:

 —Por favor, señorita Elizabeth, deje que Daniel vaya.Ella miró a su hijo. Era muy alto para sus ocho año

anto que no hacía falta inclinarse mucho para darle un bes

n la cara. En ese momento sentía deseos de hacerlo. Él ostuvo la mirada sin parpadear, firme en su propósito. —Tendré cuidado.Lo intentaría: eso estaba claro. Daniel era rápido

despierto, pero, como su gemela, había heredado de lo

Middleton una tendencia temeraria que se presentaba en lo

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momentos más inoportunos. Más de una vez Grajo Azul shabía interpuesto entre sus hijos y el desastre.

 —Sí, pero no irás solo —decidió. —Yo me quedo con mis hermanas —dijo Emmanuel.

 —Pues irás con Grajo Azul, Daniel.La satisfacción afloró en la cara de su hijo, y en la dGrajo Azul, la resignación. Desde la ventana, Daniel sonrióu madre por encima del hombro y saltó al otro lado.

 —Haré todo lo que pueda —prometió su compañerntes de salir también.

Cuando Elizabeth se acercó la ventana, los niños yhabían desaparecido en el bosque, por detrás de la escuelmontaña abajo, hacia la aldea.

 —Tal vez quiera avisar a Peter de lo que sucede cous cerdos —opinó Emmanuel, en respuesta a la pregun

que nadie había formulado en voz alta: «¿Por qué no han idhacia Lago de las Nubes en busca de un hombre?»

 —Nuestro padre tiene buena puntería —dijo Lucimpiándose las mejillas con los dedos—. Quizá vayan hacllí.

Lily estudiaba las tablas del suelo con exageradnterés. Elizabeth le alzó la barbilla con un dedo flexionado. —¿Qué pasa? ¿Qué se trae Daniel entre manos?Ella se encogió de hombros.

 —Lleva todo el día buscando una excusa para bajar a

ldea. Esa pantera le ha hecho un favor.

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 —¿Y por qué está tan deseoso de ir a la aldea?Los tres niños Hench se quedaron mudos. Kateri habr

hablado, pero Lily le puso una mano en el hombro. —¿Tiene algo que ver con Liam Kirby? —pregunt

Elizabeth. —¿El cazanegros? —Emmanuel era el peor mentirosque ella había conocido; en esa única palabra y en sxpresión casi era posible leer toda la historia.

 —¿Así llamáis a Liam? —Así lo llama Emmanuel —dijo Kateri—. Nosotros

decimos Tsyòkawe. —Era el nombre kahnyen'kehàka dLiam: Cuervo Rojo. Se le quedaría, sin duda, lo mereciera no.

 —Liam Kirby es un joven de carne y hueso, comualquier otro —aseguró Elizabeth. Ella misma notó qu

racasaba en su intento de mostrarse objetiva—. Sin dudodréis comprobarlo muy pronto.

 —Pero Lily ya lo ha visto. ¿Verdad, Lily?La cara de su hija decía que era cierto: esa mañana

había desobedecido para ir tras Hannah. Ahora comprend

a prisa de Daniel por ir a la aldea: lo que uno de los gemeloe atrevía a hacer, el otro debía imitarlo. —¿Has seguido a tu hermana?Lily frunció los labios.

 —Alguien tenía que cuidar de ella. Pero no me h

ntrometido. Puedes preguntarle a Hannah.

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 —Es lo que haré. Luego discutiremos esto con tu padrMientras tanto creo que tienes pendientes unas sumas.

El hecho de que Lily obedeciera sin chistar era pruebde que se sentía culpable. Los otros hicieron lo mism

habían olvidado la idea de cantar, o preferían pasarla polto, y Elizabeth se alegró de quedarse a solas con sureocupaciones.

Esa mañana, camino a la escuela, se había cruzado coHannah en los fresales y se había detenido lo suficiente paaber que, efectivamente, Liam iba tras el rastro de Sela

Aunque la muchacha había hecho un gran esfuerzo pomostrarse despreocupada, había fracasado por completo.

Lily, aunque inclinada sobre sus operacioneritméticas, la observaba por el rabillo del ojo, como sperara ser interrogada sobre la aventura de la mañan

Sabía muy bien lo preocupada que estaría su madre pHannah. Elizabeth se tragó la irritación junto con uriosidad. No podía pedirle a su hija que le contara sscapada sin dar la impresión de que apoyaba su conducta

 Nathaniel no tardaría en ir a la aldea en busca de Liam

egún había dicho Hannah. Ella imaginó la escena: smarido, entrando a la luz mortecina de la taberna; Liam, quo esperaba allí. Daniel estaría cerca, sin duda. Y habrístallidos de ira. Claro que Nathaniel jamás levantaría

mano contra Liam; no estaba en su carácter atacar cuando s

ncolerizaba.

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Aun así... Elizabeth trató de visualizarlos juntoathaniel y Liam, Daniel y Grajo Azul. Trató de imaginaómo se enfrentaría su esposo al muchacho que, después d

haber sido tratado por él como un hijo, los hab

bandonado sin decir palabra y ahora volvía en tonmenazante.Lily la observaba, ya s in disimulo.

 —Bajarás a la aldea, ¿verdad? —preguntó.Su madre hizo un gesto afirmativo, luego cogió el prim

ibro que encontró y trató de leer, intentando pasar por altos ruidos que producía la pantera al arrancar el músculo d

hueso.

Cuando Curiosity entró, Hannah había cogido laúltimas cebollas que habían almacenado en el otoño staba inclinada sobre la tabla de picar.

 —Ésta es una de esas curas que resultan más penosaara el médico que para el paciente —comentó la ancian

Luego echó un vistazo a las cebollas que hervían en la ollaetrocedió, agitando una mano ante la cara—. ¿Quntenciones tendría el buen Señor cuando hizo que lo

mejores remedios fueran tan desagradables de emplear?Después de mirar a la muchacha con atención, le quit

un trozo de piel de cebolla que se le había quedado prendid

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n el pelo y le limpió la mejilla. —«Los has alimentado con el pan de las lágrimas y ha

hecho que bebieran lágrimas a cazos» —citó—. Perupongo que es hora de que yo te reemplace con esta

ataplasmas. Déjame, yo cortaré el resto. —Ya casi he terminado. —No, ni hablar. —Curiosity la empujó hacia un costad

—. Con tanto cuidar de nuestra Selah vas a quedarte en lohuesos. ¿Está mejor?

Hannah asintió. —Un poco mejor. En este momento duerme. —Es lo que necesita. Estas cataplasmas deben d

haberle hecho bien. No hay como la cebolla y el alcanfoara descongestionar los pulmones. Siéntate y descansa u

minuto, antes de que caigas redonda.

Hannah siguió su consejo, a pesar de que, aunque shabía pasado el día trabajando a un ritmo agotador, aústaba llena de energía. Desde el encuentro con Liam

había exigido a fondo; iba del hogar al cántaro de agua, dste al lecho de la enferma, y vuelta a empezar: mojaba

abeza y las muñecas de su paciente con agua y vinagre, ambiaba la cataplasma, se doblaba sobre la tabla de lavar, mortero y la tabla de picar. Muchas Palomas le llevó algo domer; ella lo engulló rápidamente y volvió al trabajo. Pero un así conseguía alcanzar el estado que ansiaba, u

ansancio que expulsara de la mente todo lo referido a Lia

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y a las cosas que él había dicho.Y allí estaba ahora Curiosity, deseosa de sabe

ustamente lo que ella había estado tratando de olvidar. Se había contado a su padre y tendría que repetirlo palabra p

alabra ante Curiosity y todos los que quisieran escuchahasta que pudieran imaginar el tipo de hombre en que LiaKirby se había convertido.

 —Elizabeth ya debería haber llegado a casa —coment—. ¿Estaba todavía en la escuela cuando has pasado pllí?

La anciana la miró con los ojos entornados y respondi —En efecto. Los cerdos de Dubonnet estaba

nstalados cómodamente bajo el porche hasta que los hdescubierto una pantera.

Hannah revolvió el agua de cebollas, aguardando

esto del relato, pero Curiosity no tenía prisa. —Dame ese otro cuchillo, ¿quieres? Éste es demasiad

esado. De manera que todos han tenido que quedarse ancerrados, hasta que los muchachos han salido por

ventana para ir en busca de Joshua y su escopeta. Yo me h

cercado para ver si quedaba algo de carne que se pudierprovechar. A Peter no le sentará nada bien haber perdiddos cerdos.

 —¿Y Elizabeth? —preguntó Hannah. Sumergió un trapn el cuenco de agua con vinagre que había preparado pa

Selah y se humedeció la frente con él.

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 —Ha bajado a la aldea a buscar a tu hermano, upongo que también espera encontrar a Liam. Y t

hermanita estará muy ocupada tratando de que Joshua le da cabeza de la pantera. A menos que Ojo de Halcón decid

venir a casa, tenemos tiempo de sobra para que me cuenteo que ha sucedido esta mañana.Hannah se cubrió la cara con el paño mojado y aspiró

lor penetrante del vinagre; sentía el sabor en la lengua, el fondo de la garganta, descendiendo hasta el nudo quenía en el estómago. Cuando volvió a levantar la vist

Curiosity seguía picando cebolla, con la cara surcada dágrimas.

 —Selah ha preguntado por ti —dijo.La anciana soltó una risa áspera.

 —¿Eso significa que no estás dispuesta a hablar d

Liam?Hannah respiró hondo para calmarse.

 —Creo que jamás estaré dispuesta. —Conque es cierto, ¿eh? Ha venido por Selah.La muchacha asintió. Curios ity apretó los dientes.

 —Nunca imaginé que ese muchacho nos daría tdesilusión. Pero supongo que tú tampoco lo esperabas. —No —confirmó ella.Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por

olpeteo rítmico del cuchillo contra la madera. Por f

Curiosity dijo:

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 —¿Crees que hay alguna posibilidad de lograr que entn razón?

Hannah sintió que las lágrimas se le agolpaban en arganta, calientes, y las tragó para poder hablar.

 —No lo sé. Mi padre ha ido para intentarlo. Cuandvuelva, sabremos algo más.Hizo una pausa, y Curios ity también.

 —¿Qué sucede, pequeña? —Liam ha dicho que la mujer a la que persigue es

cusada de asesinato. Su dueño la alcanzó en Newsburgh lla le clavó un cuchillo en el cuello.

La anciana miró fijamente el que tenía en la mano, rillo del acero y el filo de la hoja. Lo dejó sobre la mes

levó la tabla de picar al hogar y dejó caer la cebolla trituradn la cacerola de agua hirviendo. Luego se sentó en

mecedora de Elizabeth, se reclinó hacia atrás y miró a muchacha. Las arrugas que le enmarcaban ambos lados de

oca, como un paréntesis, parecían haberse profundizado. —Tendremos que sacarla de aquí cuanto antes —dijo.Hannah extendió las manos contra las rodillas.

 —Yo creo que aún debería quedarse cuatro o cinco díamás.Curiosity se levantó tan de súbito que la mecedora d

un salto, y ella alargó una mano para pararla. —Iré a ver qué puedo hacer para acelerar las cosas —

dijo con expresión ceñuda, y se volvió hacia la muchacha—

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Ah, me olvidaba. Richard me ha pedido que te diga qumañana por la mañana piensa probar la cura de ese tal doctBeddoes con Gabriel Oak, y le agradaría contar con yuda. No sé si al pobre Gabriel le servirá de algo, pero a ti

vendrá bien pasar unas horas fuera de esta cabaña. —Sí, me gustaría ir —replicó Hannah. De pronto sentía más despierta.

 —Se me ocurre que podrías aprovechar la ocasión paonversar un rato con Richard.

Era inquietante que Curiosity le adivinara hasta lolanes más sencillos, pero también la reconfortaba, pues colla rara vez hacía falta fingir. La anciana entendía algo qulla nunca había podido explicarle a su padre: en eso

últimos años había entablado una buena relación de trabajon Richard Todd, que en otros tiempos había sido el peo

nemigo de los Bonner.

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Capítulo 7

Poco antes del anochecer, Joshua descendió de lmontaña a la cabeza de sus caballos de carga, que llevabaos cestos llenos a rebosar con los restos de los cerdos d

Dubonnet y la piel de la pantera. Sus tres hijos lo seguíarrojando miradas anhelantes a Lily y Kateri, que cargabaon la cabeza de la fiera, sujetándola cada una de una orej

Lily había hecho sus propios planes para ese trofeo, perso era algo de lo que Elizabeth se ocuparía más tarde. Por

momento estaba preocupada por Daniel y Grajo Azul, quún no habían regresado de la aldea.

Después de decir a las niñas que regresaran a casa, s

ambió las botas por los mocasines que guardaba debajo du escritorio, se recogió las faldas hasta las rodillas y toml sendero por donde se habían ido los muchachos. E

mucho más empinado que el camino principal, pero ermitiría llegar a la aldea antes que Joshua, quien con tod

eguridad atraería a una muchedumbre deseosa de escucha historia de los cerdos y la pantera.Esa pendiente de Lobo Escondido era tan frondosa qu

ólo se podía caminar a la manera de los kahnyen'kehàkon las puntas de los pies hacia dentro. Había llegado quel lugar demasiado mayor para aprender la técnica dvanzar sin hacer ruido; a su paso, el canto de los pájaros s

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pagaba y volvía a elevarse cuando ella había pasado. Primera vez en el año, oyó el gorjeo de los pinzones, pero nenía tiempo para esperar la oportunidad de poder verlos .

Los anímales se iban instalando poco a poco en su

madrigueras y en sus nidos. Allí donde el espeso ramajermitía ver el cielo, el azul se convertía en oro, cobre y rojangre. A cada paso se elevaba, penetrante, el olor de la

hojas en descomposición.En el lugar que los niños llamaban «pendiente d

olvo», Elizabeth perdió el equilibrio y habría caído a no sor un pinillo blanco que estaba a su alcance. Entonces ssustó y aminoró el paso. Si se partía un hueso y s

quedaba inmovilizada allí, no haría sino complicar las cosaCuando llegó a la aldea, estaba manchada de barro, pegajosde resina y con un cardenal que le escocía en la mejill

Antes de dirigirse a la factoría, se detuvo a recobrar liento junto a la iglesia, poniendo cuidado en no apoyarn el muro, que el señor Gathercole en persona habncalado.

El viento le llevó un tintineo de cencerros y, más cerc

l gimoteo de un niño, puntuado por el rítmico golpeteo dun hacha en la madera.Desde allí se veía casi todo Paradise. Por más veces qu

Elizabeth bajara a la aldea, nunca olvidaba la mañana dnvierno en que la había visto por primera vez; en part

orque la aldea había cambiado muy poco desde entonce

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unque ella sí había cambiado. Recordaba lo mucho que había sorprendido aquel lugar pequeño y desangelado, dabañas construidas con troncos y rodeado de sembradoiempre bajo la amenaza de los bosques que los rodeaba

En los años que llevaba viviendo en Lobo Escondido, habenido tiempo de convencerse de que Paradise jamás sonvertiría en el lugar que había imaginado al principi

nunca habría allí parques ni prados, casas ni calle mayonunca podría ser Inglaterra, ni siquiera Boston o Albany. E

osque era interminable y paciente; apenas toleraba resencia de aquella aldea, encaramada en una especie darranco destinado a desaparecer algún día.

Si no hubiera sabido que era lunes, se habría daduenta por la ropa que había tendida junio a las cabaña

Los pollos escarbaban el suelo entre los montones de leña

n los huertos, que permanecerían sin cultivar tres o cuatremanas más, hasta que pasara el peligro de las helada

Cada vez que llegaba la primavera, les costaba creer ququel estrecho valle que se extendía a lo largo del Sacandagudiera alimentarlos y vestirlos a todos: personas, caballo

ueyes, vacas, cerdos (menos dos, recordó Elizabethabras, pollos, gatos, perros y un único toro, que pastaba euna dehesa cercada que había en el lindero del bosque, en ímite oriental de la aldea.

Como si la población animal le hubiera leído lo

ensamientos, al otro lado de la iglesia estalló un

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empestad de ladridos; un gato pasó corriendo frente a eln un borrón color jengibre, seguido de cerca por una jaurí

En el último instante, el gato logró saltar a lo alto de umontón de leña que había apilada contra la pared de

aberna y desde allí brincó al tejado y se quedó en el aleron el lomo en forma de un arco perfecto. Los perroaltaron una y otra vez, como s i pudieran echar alas por puuerza de voluntad. Elizabeth reconoció a los dos málborotadores, que pertenecían a Horace Greber; los otros ran extraños..., excepto el que se había apartado de la jaur

y se había girado hacia ella. Un perro de color cobrizo.Treenie. Dijo el nombre en voz alta, invocando a

erra, que salió de su pasado e hizo su aparición en orbellino que se había desatado frente a la taberna.

La puerta se abrió una rendija y ella contuvo el alient

o podía ser otro que Robbie MacLachlan, que salía palamar a su perra. Era tan seguro como que Robbie hab

muerto hacía ocho años y estaba enterrado a miles dkilómetros de distancia. Aun así, su voz le sonó reaxtrañamente aguda para un hombre tan corpulento. Cantab

n voz baja:

Que el rey de reyes te ampare,que te ampare Jesucristo,que su espíritu te guarde

 y de los males te libre...

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La puerta se abrió del todo, dejando ver a un Robboven y alto, de hombros anchos y espalda recta. La melenentelleaba, no blanca, sino color caoba ante la última luz d

ol. A una palabra del hombre, los perros dejaron de ladrar e retiraron de mala gana.El hombre dio un paso hacia ella, con Treenie pegada

os talones y meneando el rabo. Elizabeth clavó una rodiln el suelo, y la perra se le acercó y apoyó la cabeza en s

hombro, con un jadeo de satisfacción. Olía a agua del lagomo cuando la encontró por primera vez en lo profundo dos Bosques Interminables. Ahora tenía hebras blancas en elaje y el hocico.

Había visto por última vez a la perra cobriza un día davidad. Ella estaba a punto de dar a luz a los gemelos

penas podía moverse. Robbie partía de Lobo Escondido eun largo viaje hacia Montreal, con Treenie a su lado. Allí uoldado inglés disparó contra el animal, según contaron lo

hombres que lo vieron: Robbie, Ojo de Halcón y NathanieEste último asomó en ese momento por la puerta de

aberna, detrás de aquel hombre desconocido que, simbargo, le resultaba familiar. —Treenie —dijo ella en voz baja—. ¿Cómo puede ser? —Aquel verano volvió a casa —explicó Liam—. Un

mañana salió del bosque, y como yo no esperaba volver

veros nunca más a ninguno de vosotros, me la llev

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onmigo. Espero que puedas perdonarme al menos esto.

La taberna de Axel era sólo un cobertizo construido ado de la factoría, con unas pocas mesas y una poltrona despaldo alto frente al hogar. Era oscura y muy frescuando entró, a Elizabeth se le erizó la piel de los brazos. Puerte, Axel no estaba. Una vez pasada la impresión inici

del encuentro, el olor a tensión se percibía en el aire como de la cerveza derramada.

Liam, de pie al otro lado de la habitación, observaba cotención a Nathaniel. La expresión de su rostro la entristeci

Liam había sido uno de sus primeros alumnos: un niñlegre, a pesar de vivir con un hermano que lo golpeaba a

menor provocación. Era inteligente en todo lo que no elacionara con la palabra escrita; trabajaba mucho dolatraba a Hannah. Elizabeth habría querido buscar algúastro de aquel niño en el hombre que se erguía ante ellero entre ambos se interponían Selah Voyager y el hijo qu

levaba en sus entrañas; por ningún motivo podía poner eeligro la seguridad de esa mujer. —No quería interrumpiros —dijo—. Busco a Daniel y

Grajo Azul. Nathaniel señaló con el mentón la puerta que daba a

actoría.

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 —Tienen órdenes de no moverse hasta que yo vayor ellos.

Elizabeth sabía perfectamente que debía ir por los niñoara llevarlos a casa y dejar aquel asunto en manos de s

sposo, pero no podía. Aún no. La perra cobriza le olfateó mano. —¿Has visto a Treenie, Nathaniel? Robbie estab

onvencido de que había muerto. Y tú también. —Tenía una herida de bala en la paleta —dijo Liam—

ero ya estaba casi cicatrizada cuando llegó aquí. Le pusun poco de ungüento que Muchas Palomas había dejado

artir.A diferencia de Nathaniel, que nunca había aprendido

sconderse tras las palabras, Elizabeth se había criado en uhogar inglés aristocrático, donde todo silencio incómod

debía ser llenado de conversación. —¿Y ha pasado todo este tiempo contigo?La cara del joven perdió parte de la tensión.

 —Mi capitán le cogió simpatía. Ha viajado hasta ChinaElla levantó bruscamente la cabeza.

 —¿Te embarcaste?Liam pareció algo sorprendido, quizá desencantado. —¿No te lo ha dicho Hannah? —Apenas hemos tenido tiempo de hablar. —Pero supongo que sí lo suficiente —dijo Liam

irando la cabeza para mirarla—. ¿Sabes ya a qué he venido

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Elizabeth lo estudió durante un momento y luego dijo: —Sé a qué dices haber venido. ¿Ya has visto

Curiosity?La boca del joven formó una línea firme. Parecía ten

lgo que decir, pero se limitó a sacudir la cabeza. Fuathaniel quien habló. —Será mejor que vuelvas a casa, Botas. Ya casi hemo

erminado. —¿De verdad? —Liam irguió bruscamente la cabeza—

Yo diría que apenas hemos comenzado. —Pues entonces permíteme que vuelva a explicártelo —

dijo Nathaniel, y bajó amenazadoramente la voz—: Tquieres que te autorice a cazar a una esclava fugitiva dentrde mi propiedad, y ya te he dado una respuesta bien clarno permitimos ninguna cacería en la montaña. Y no piens

hacer una excepción en este caso. —La ley no opina lo mismo —adujo Liam—. Podría ir

ohnstown y pedir una orden judicial. —Hazlo —dijo Nathaniel—. Me gustará estar presen

uando se la muestres a mi padre.

El joven palideció, pero apretó los dientes. —Ya no tengo trece años. No puedes asustarme cose tipo de cosas.

Con mucha lentitud, Nathaniel repuso: —Cuando quiera asustarte, Kirby, ya te percatarás.

En el tenso silencio que siguió, Elizabeth se obligó

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hablar. —¿No es posible que las cosas se queden como está

iquiera por amistad?Liana sacudió la cabeza.

 —No, no es posible. Se trata de un homicidio. —Miróathaniel con intención, y Elizabeth no pudo menos qureguntarse qué habría pasado entre ellos antes de s

legada. —Desde mi punto de vista, lo único que hay aquí e

una violación de la propiedad privada, nada más —le espetathaniel—. Te lo diré claramente por última vez: si ncuentro en la montaña...

 —... me expulsarás.Elizabeth ahogó una exclamación, pero Nathaniel n

hizo el menor gesto.

 —Sí, ya lo sabes.Elizabeth comprendió que había algo más entre ello

lgo que iba más allá del oro desaparecido o de la confianzraicionada.

 —¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

Pero Liam, concentrado en Nathaniel, pareció no oírla. —Sé lo que hiciste con mi hermano —dijo.Ella sintió que su marido se ponía tenso, de la mism

manera que notaba la piel erizada a lo largo de la columnEra como si Billy Kirby en persona hubiera entrado por

uerta.

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Billy Kirby. Ya casi ni se acordaba de él, pero en otroiempos lo veía a diario. Cuando aún no había cumplido loños que ahora tenía su hermano Liam, prendió fuego a scuela con Hannah dentro. Billy Kirby era un muchach

orpe, obcecado e irritable como un toro. Elizabeth recordablaramente las últimas palabras que él le había dicho en tonuave y desenvuelto: «Hallaremos esa mina, y después oncontraremos a vosotros muertos en la cama.»

 —Billy cayó por el barranco del norte mientras huía dus perseguidores —aseguró, con voz ronca.

Liam mantenía la vista clavada en Nathaniel. —¿Fue así como sucedió? Nathaniel dejó escapar un violento suspiro. —¿Así que se trata de eso? No es por la esclava, sin

or tu hermano.

El joven irguió la espalda y su cara perdió nexpresividad.

 —Te equivocas —dijo—. Vengo tras una asesina, ess todo. Cuando la atrape, la llevaré de regreso para que seuzgada. Como habrían juzgado a mi hermano si... —Hizo un

ausa para tragar saliva, con los músculos de la garganensos—. Mañana a primera hora partiré hacia JohnstowAl caer la noche estaré de regreso con esa orden judicial. To advierto: si para entonces la mujer se ha ido, seguiré sastro por la espesura.

 —Liam —intervino Elizabeth en voz baja—, si hallaras

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sa infortunada, ¿crees acaso que tendría un juicio justo?Él cogió su escopeta.

 —Al menos tendrá un juicio; es más de lo que tuvo mhermano en esa montaña. Pero eso es algo que deberá

reguntarle a tu esposo. Una cosa más... —añadivolviéndose hacia Nathaniel—. No me lo has preguntadero quiero decirte que cuando me fui no me llevé nada qu

no me perteneciera. No soy un ladrón. —Lo que me preocupa no es lo que te hayas llevado —

eplicó Bonner—, sino lo que hayas dicho.Liam echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiera

olpeado, y en la cara y en el cuello le aparecieron manchaojas.

 —Pese a lo que puedas pensar de mí —aseguró—nunca traicionaría una confidencia, y mucho menos si co

so pusiera en peligro a... —Hizo una pausa—. A tus hijos. —Eso espero... —dijo Nathaniel—. Creo que no

vamos entendiendo.Liam se quedó pensativo, con la vista clavada en

uelo. Quien estaba al otro lado de la habitación, rodeand

ranquilamente con la mano el cañón de su larga escopetra Nathaniel Bonner. Un hombre al que en otros tiempohabía admirado. Subestimarlo era la última estupidez qu

odía cometer. —Sí, comenzamos a entendernos —dijo—. Supong

que, por el momento, debemos conformarnos con eso.

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En el trayecto de regreso, los niños guardaron silenci

no daban explicaciones ni excusas por su mala conductmás inquietos por el profundo silencio de Elizabeth que pl castigo inminente. Todos habían padecido alguna vez ado afilado de su lengua, y no era agradable, perualquiera que la conociese preferiría uno de sus furiosoermones a ese tipo de enfado que se adentraba en lo

huesos y que era imposible de arrancar. Observando la línede su espalda, Nathaniel se hacía una idea de lo qucaecería después. Y estaba seguro de que a su hijo lcurría lo mismo.

Daniel miró a su padre con expresión enfurruñada. L

desdicha de Elizabeth le resultaba tan intolerable como athaniel. Quería que su padre arreglara las cosas cuantntes, de inmediato; sin embargo, había cosas que no teníarreglo..., pero Daniel aún no lo sabía.

Al pensar en la conversación que lo esperab

athaniel sintió que una oleada de cansancio y enfado ubía por la garganta, dura y amarga. Las heridas viejas, e abrían, tardaban en volver a cerrar.

 —Curiosity está en casa, Daniel —dijo Elizabetuando llegaron al último tramo del camino hacia Lago de la

ubes—. Corre a disculparte por las molestias que ha

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ausado a todo el mundo. Y tú, Grajo Azul, tu madre tstará buscando. —Luego se volvió hacia su esposo coxpresión grave—. Cuando los niños se hayan acostad

hablaremos de Liam.

Él sintió que la cólera le subía por la espalda, pero huyentó con un encogimiento de hombros. —Tú y yo iremos a pasar la noche a las cascadas. —Creo que en estas circunstancias... —Mira, Botas: Curiosity dormirá aquí y mi pad

montará guardia. No hay motivos para que cambiemos dlanes.

La vio analizar posibles pros y contras. El ángulo de sarbilla crecía a medida que lo hacía su irritación.

 —Necesito un cuarto de hora —se decidió al fin. —Yo me adelantaré —dijo Nathaniel, dejando qu

ontinuara sola—, pero no me hagas esperar demasiado.

Cuando Elizabeth salió de la cabaña, ya hab

scurecido por completo. Ojo de Halcón la seguía con scopeta en la mano, sin que ella protestara. La aparición da pantera en la escuela era algo que no se podía pasar plto, por más que a ella le habría gustado disponer de esiempo a solas para pensar. Pero lo cierto era que no podí

ransportar el mosquete, el cesto y el candil; necesitaba d

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u suegro.Cruzaron el prado y se adentraron entre los árboles e

ómodo silencio. La luz del candil reflejaba toques de coln el suelo: las primeras anémonas de la temporada, qu

somaban entre montículos de pinaza y hojas húmedaSubieron la montaña entre abedules y arces que luegueron cediendo paso gradualmente a hayas y tejos; Ojo d

Halcón ajustaba su paso al de Elizabeth, como si ella fuera nciana. Cuando llegaron a la cumbre, Elizabeth se detuvoecuperar el aliento. Él la esperó, agradeciendo aquilencio. No era extraño: en casa los gemelos se le habíarrojado encima para contarle las aventuras del día; ademá

había escuchado también las de Hannah y las de ElizabetCon todo eso retumbándole en la cabeza, agradecía ilencio tanto como ella.

En la cima del barranco se les abrió el cielo. La luna, calena, desaparecía de vez en cuando entre las nubes. Ojo d

Halcón echó la cabeza atrás para estudiar el firmamento. Soleta blanca, que Lily le había atado a la altura de la nucon una cinta azul, le llegaba a la mitad de la espalda.

 —Mañana tendremos lluvia —dijo—. ¿No la hueles?Elizabeth no la olía, pero sabía de la sensibilidanfalible del anciano para los cambios de tiempo; comambién sabía el placer que le causaba la contemplación dielo y de la noche. Giró la cabeza para sentir la brisa en

mejilla; su contacto era reconfortante.

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Cuando reiniciaron la marcha, estaba más tranquila. Shabía aferrado a su nerviosismo, temiendo que su suegrntentara quitárselo, sin saber por qué motivo tem

desprenderse de él. Entonces descubrió que Ojo de Halcó

a había enredado en su silencio, dejando que la montaña l cielo nocturno obraran por él; así le había proporcionada calma a la que ella se resistía.

Cuando salieron del bosque, Nathaniel los estabsperando. Cogió el cesto que cargaba Elizabeth ermanecieron de pie sobre una plataforma rocosa, con el rronando hacia las profundidades, estallando en el aire obre los peñascos que sobresalían. Abajo, en la praderas cabañas se perdían en la oscuridad, visibles apenas poa vaga chispa de una vela en la ventana. El olor a humo deña que salía de las cuevas les indicó que Nathaniel hab

ncendido una fogata.Ojo de Halcón apoyó una mano en el hombro de su hij

La luz del candil recortó su frente alta y sus pómuloronunciados; durante un momento pareció más su herman

que su padre.

 —¿Te has enterado?El anciano as intió. —Mañana, mientras Kirby esté en Johnstown, y

endremos tiempo de pensar en ello. Ahora id y olvidaos dodo. —Se volvió y miró a Elizabeth—. ¿Podrás hacerlo, hij

mía?

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Ella trató de sonreír, pero no pudo. —Lo intentaré —respondió, no muy segura de est

diciendo la verdad.Había descendido a aquellas cuevas incontables vece

ero se alegró de que Nathaniel fuera delante y le ofreciera razo en los sitios más difíciles. Él avanzaba con el candil elto para alumbrar el camino, pero a ella le resultaba difícpartar la vista de la luz que caía en cascada por la mano y ntebrazo de su marido. Cualquiera que fuese su estado dnimo, y por más años que había pasado con él, ver la

manos de su marido seguía complaciéndola de una manernexplicable.

 Nathaniel se detuvo de pronto, y Elizabeth chocó con y perdió el equilibrio. Él la rodeó entonces por la cintura pavitar que cayera, y la luz del candil iluminó la expresió

eria y curiosa de él, como si esperara oírla protestar por ncontronazo.

 —Esto está mejor —dijo, inclinando la cabeza dándole un rápido beso en la boca.

Antes de que él pudiera seguir, Elizabeth se inclin

hacia atrás para mirarlo de frente. —¿Qué es lo que está mejor? —Pensaba que tendría que cortejarte, pero ya veo qu

e arrojas tú sola a mis brazos .Elizabeth, con un suave resoplido desdeñoso, se apar

anto como pudo en el saliente del barranco. Luego

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ntregó el cesto y trepó por una grieta abierta en la rochacia el interior de las cavernas.

El aire era helado, y se ciñó la capa. A la luz de una velde sebo que había pegada al suelo, agachó la cabeza par

ruzar el estrecho paso hacia la caverna siguiente, donde speraba el calor de la fogata que Nathaniel había encendidara ella.

En otros tiempos habían utilizado aquel lugar pacultar las pieles y los objetos valiosos; incluso se habíascondido allí cuando un grupo de hombres de la aldexpulsó a los Bonner de la montaña, incitados por el ju

Middleton. En los últimos años , Paradise, demasiado afligidor otros problemas, no se había preocupado mucho por su

vecinos, pero las cuevas escondidas bajo las cascadaeguían siendo un refugio seguro, un escondrijo que nad

onocía, aparte de la familia, y de Liam Kirby, a quien etros tiempos habían creído uno de los suyos.

«Nunca traicionaría una confidencia, y mucho menos on eso pusiera en peligro a tus hijos.»

Por la espalda de Elizabeth corrió un escalofrío.

 Nathaniel, con el hombro apoyado contra la boca de averna, la observaba. Ella dijo: —¿Crees que s i ocultáramos aquí a la señorita Voyage

Liam respetaría su promesa? Nathaniel se acercó al fuego y se agachó pa

alentarse las manos, con expresión serena y muy seri

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Elizabeth lamentó de pronto no poder retirar la pregunta desechar la conversación. Pero ya era demasiado tarde.

 —Ese muchacho quiere dos cosas al mismo tiempero debe elegir entre una u otra —dijo él, con lentitud—

Todo depende de cuál desee más. —Supongo que hablas de Hannah —dijo Elizabeth—Pero Liam ya no es un muchacho. Es un hombre casado.

 Nathaniel levantó la vista hacia ella, con un ojo cerrado —Eso no le impide desear, Botas. Casado o no, cre

ener derechos sobre ella.Elizabeth se puso tensa.

 —Tu hija no es un objeto, Nathaniel. No debes hablsí de ella —dijo, y se dispuso a servir la cena que hablevado; desenvolvió el pan de maíz, un trozo de carne sec

de venado, un pastel de manzana hecho con las última

rutas del verano anterior y un pedazo del fuerte quesmarillo que preparaba Anna Hauptmann.

 —Sabes de sobra que yo no la considero un objetPero no estamos hablando de mí.

 —Liam no es así.

 —¿Así cómo?Ella se volvió hacia él, furiosa. —Como esos tramperos que toman a mujeres indias p

ura conveniencia y luego regresan con sus esposabandonando a aquéllas con los hijos que les han hech

omo si fueran... mocasines gastados. —Su cara se contraj

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omo si hubiera mordido algo agrio. Nathaniel cogió el pan que su esposa le tendía. —Nunca he dicho que Liam fuera de ésos. —Pero lo has dado a entender —repuso Elizabeth co

irmeza, mientras le entregaba la carne de venado—. Liauede haberse convertido en cualquier cosa, pero no strevería a proponer semejante cosa a Hannah. Y si l

hiciera... —Se detuvo, con los labios apretados—. Si hiciera, a ella le hemos enseñado lo que vale. NuestHannah jamás se vendería tan barata.

Él asintió. —Sí, pero no olvides una cosa. Liam aún la quiere. Cre

que incluso se ha sorprendido al descubrirlo, pero así soas cosas.

 —Y, tú, ¿cómo lo sabes?

 —Por la manera en que la mira... —dijo Nathanielavando los ojos en ella—, como miran los hombres a

mujer que no pueden quitarse de la cabeza. Como yo te mirti, Botas.

Elizabeth exhaló un suspiro.

 —Así que Lily no ha sido la única que ha seguido esmañana a su hermana montaña abajo, ¿eh? Debería haberlmaginado.

Él la vio debatirse en la duda; una mitad de ella estaburiosa porque él hubiera seguido a su hija; pero la otra s

legraba.

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 —Cuido de los míos —dijo—. Y tú no querrías otrosa.

Ella sonrió con cansancio. —¿Y ahora?

 Nathaniel reflexionó mientras terminaba de comeElizabeth dejó que el silencio se prolongara entre amboegura de que cuando él volviera a hablar, iría al fondo dsunto; pondría en palabras todo lo que ella sospechabero que debía ser dicho.

 —Él la desea —dijo por fin—. Y ese deseo lo estorba el propósito que lo ha traído hasta aquí. No se trata de sclava fugitiva; ella es la excusa.

Elizabeth se sentó frente a él. —¿La excusa para qué? —Para la venganza. Pero no creo que él lo entienda as

Desde su punto de vista no es venganza, sino justicia. —Has descubierto muchas cosas de Liam en el poc

ato que has pasado con él. —No puedo negar lo que veo.El fuego susurraba entre ellos, en tanto se observaba

mutuamente. Nathaniel vio la pregunta en la cara dElizabeth, en la firmeza de su mandíbula. Habría queridtraerla hacia el nido de pieles que había tendido para ella el suelo, retenerla allí hasta que no pudiera recordar s

nombre, y mucho menos el de Liam Kirby. Pero en los año

que llevaban juntos había aprendido que ella no se dejar

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distraer mientras no hubiera dicho lo que necesitaba decir. —Él cree que arrojaste a Billy por el barranco. Nathaniel masticó lentamente y tragó. —Eso parece. ¿Y qué crees tú, Botas?

Ella apoyó las manos sobre la falda y suspirargamente. —Yo sé que fue así.¿Y qué se podía decir a eso? La expresión de su mujer

mpedía ofrecer cualquier explicación, y optó por no decnada. Ella carraspeó.

 —Supongo que lo he sabido desde siempre. Aunququizá al principio rechazaba la idea. No sabría decxactamente cómo lo supe, sólo que... —Hizo una pausa—

Cuando trajiste el cadáver a casa, había algo extraño en tctitud. No era culpa... —se apresuró a agregar—, sin

livio, tal vez.El mismo alivio que sentía él ahora, al revelar e

historia después de tantos años. Asintió con la cabeza. —Es lo que sentía, sí.Ella hizo un gesto afirmativo.

 —¿Y por qué no me contaste lo que había sucedido? —No quería cargarte con ese peso.Elizabeth le dedicó la mirada que reservaba para la

xcusas deficientes, entre divertida y desencantada. —Me conoces demasiado bien, Nathaniel Bonner.

Él la conocía bien, sí. Conocía su manera de concentr

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a mente en un problema y descomponerlo por medio de ógica; sabía que no se quedaría satisfecha hasta comprobque la lógica no podía llevarla más allá. Era Elizabeth, ensata, la que sabía citar la Biblia, a los filósofos griegos

hombres que se habían pasado la vida escribiendo sobosas que sólo conocían de boca de otros hombres. En otriempo Elizabeth había sido como ellos, y en algunospectos aún se les parecía. Había cosas que no podomprender, que jamás comprendería.

La cara de Billy Kirby, magullada y sangrienta, con ol tras él con los colores del fuego. La espesura e

derredor. Y en algún lugar, en los Bosques InterminablesOjo de Halcón, llevando una existencia solitaria por culpa dBilly Kirby. Huesos fracturados y tumbas nuevas. El hedode la ceniza mojada y la carne quemada. El solloz

nconsolable de las mujeres. Todo pendiente de un hilo, poulpa de aquel hombre que tenía ante sí, de pie en unomisa rocosa: un hombre capaz de encerrar a una criaturn la escuela y prenderle fuego. Detrás de él, el abismo. Y eu cara, una sonrisa arrogante que duró sólo hasta es

ostrer momento (demasiado tarde) en que comprendió pin lo que se había buscado.

 —Pues bien —dijo Elizabeth, arrancando a Nathaniel d

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us recuerdos—, sólo me queda una pregunta por hacePor qué Liam está tan seguro de lo que sucedió entre tú

Billy? Él no puede saberlo con certeza, a menos que alguiee lo haya dicho. Es obvio que aquella mañana había alguie

más allí. Pero ¿quién? ¿Y por qué esa persona no te hcusado nunca? Nathaniel se sacudió las migajas del regazo. —Porque quien le haya contado lo que sucedió en

montaña quería alejarlo de aquí. —Para apoderarse del oro. —Ella inclinó la cabez

orprendida. Durante un momento, mientras analizaba specto lógico de todo aquello, la tens ión la abandonó.

 —Eso creo yo. Y ahora que hemos resuelto el acertijo.Él le rodeó el tobillo con la mano y ascendió por

antorrilla. Enfrascada como estaba en aquel nuevo misteri

Elizabeth no se percató. —¿Quién pudo haber sido? —Se apartó con suavida

e levantó y se puso a pasear por la pequeña cueva. Lombra de su silueta, proyectada por el fuego en la pared, sacudía a cada paso que daba. Tenía la cabeza inclinada y

arbilla contra el pecho. Por fin se detuvo—. ¿Crees quRichard pudo tener algo que ver? Nathaniel se levantó para abrazarla, pero la encontr

ígida, en absoluto dispuesta a abandonar el acertijo. —Botas —dijo, hundiendo el rostro en el cabello de s

mujer—, esta noche no quiero compartirte con los hermano

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Kirby ni con Richard Todd. Ni ninguna otra noche.Ella echó la cabeza atrás para mirarlo. Su espos

ecorrió con el pulgar las líneas finas que le rodeaban omisura de la boca y se inclinó para besarla, al tiempo qu

a rodeaba por la cintura con el brazo y la levantabrobando su peso, su forma. Cuando sus labios sdespegaron, el corazón de Elizabeth se había acelerado baja palma de su mano, pero en su expresión aún hab

distancia.Era un desafío al que él se había enfrentado mucha

veces, pero nunca lo cansaba. No le parecía posibansarse de conquistar a Elizabeth, de hacer que se olvidas

de todo, hasta sólo quedar ellos dos; de obligarla a descartl resto del mundo.

 —¿Recuerdas...?

 —No recuerdo nada —le susurró al oído, sintiendómo se estremecía bajo su contacto. Descendió con loabios por su cuello hasta que ella suspiró, trémula—. Bas

de preguntas por esta noche. Basta de niños, de escuela, dParadise. Este tiempo es nuestro, Botas. No lo malgastemos

Elizabeth se dejó acostar sobre las pieles y apartó todde su mente para concentrarse en la cara de su esposquella cara tan querida, tan seria y apasionada, mientras

desabrochaba botones y desataba lazos con sus dedouertes, hábiles y expertos. Ella se preguntó si la luz de la

velas la favorecería tanto como a él; en ese momento, veía e

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l al mismo hombre que había conocido en aquella mismueva: su contacto, su olor, y esa expresión que sólo teníuando estaba a solas con ella.

Todas las primaveras volvían allí para recordar aquello

rimeros tiempos. Ella lo había aceptado contra toda lógicues entonces se consideraba una mujer revolucionarorque deseaba enseñar. Y, sin embargo, cuánto la habíorprendido lo que Nathaniel tenía que enseñarle a ellaobre sí misma, sobre la naturaleza del deseo y los límites da razón.

Él le soltó el pelo y lo extendió sobre las pieles. —¿En qué piensas? —La besó debajo de la oreja y

opló suavemente en la piel. Ella se estremeció. —En ti. Y en mí. En nosotros. —Eso está mejor...

 Nathaniel tenía una sonrisa pecaminosa que reservabara momentos como aquél. A ella le habría gustadeñalarle que aún estaba vestido y ella no, pero la boca du marido, atareada y caliente, la distraía. Cuando trató doltarse, Nathaniel la sujetó por los hombros y le besó

hueco del cuello. —Mucho mejor... —¿Nathaniel? —Necesitaba oír su voz, oírle decir esa

osas que nunca había oído de otro ser humano, que ndeseaba oír de nadie más. Él podía tejer una telaraña con s

voz, enredarla en palabras y en las imágenes que dibujab

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on ellas.Él se apartó y la miró con el entrecejo fruncido, se

veía concentrado, ferozmente decidido... y algo más; habn él un deseo de posesión tan hondo que le reclamab

hasta los latidos de su corazón. Eso la asustaba un pocero también la excitaba. Cuando quiso decirlo, él se mpidió poniéndole un dedo en los labios.

 —Escucha —susurró contra su boca—. Escucha.

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Capítulo 8

Desde el límite del bosque, donde se había detenidara quitarse el barro de los mocasines, Hannah vio pasar

Gabriel Oak y a Cornelius Bump rumbo a la construccióeparada que el doctor Todd utilizaba como laboratori

Gabriel ocupaba una pequeña cabaña como parte del pagor sus servicios como empleado público de la aldea

ecretario del doctor. Alto y de constitución frágil, parecíque fuera a descomponerse en cualquier momento; su maalud resultaba evidente incluso desde lejos. Todo en staba dibujado en tonos grises y negros: la orla de pecerado que le asomaba bajo la ancha ala del sombrer

lano; la vetusta chaqueta negra que flameaba en torno a cada paso vacilante; el tono ceniciento de la piel, estiradobre los pómulos altos .

Su compañero tenía la misma edad, pero la mitad de samaño. Caminaba casi doblado en dos. La mitad superior

a inferior parecían haber brotado como ocurrencias tardíade la joroba que constituía la parte superior de su columnVestía una larga chaqueta amarilla, sobre una camisa de te

asta de color añil; en los pantalones pardos destacabaunos parches cuadrados de piel de venado, teñidos de rojurioso. El flequillo que asomaba de la gorra tejida, tiesomo el alambre, tenía el color de las natillas espolvoreada

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on canela. La cabeza, demasiado grande para su estaturobresalía de la torcida armazón de los hombros. Todo suerpo ondulaba con el esfuerzo de impulsarse hac

delante; parecía una trucha que avanzara serpenteand

ontra la corriente.Cuando Hannah estaba a punto de llamarlos, GabriOak se detuvo y, doblado hacia delante, empezó a toseontra el pañuelo que había sacado de la manga. La tos dos tísicos tenía un sonido característico, como si loulmones forcejearan por liberarse de la jaula de las costilla

Durante el año anterior Curiosity y Hannah habían probaduantos remedios conocían, pero la tos de Gabriel las hab

derrotado, como ellas habían temido desde el principio. Paa tisis no había más cura que la tumba.

Aun así, y para sorpresa de todos, Richard Todd s

había hecho cargo del caso. Por lo general parecontentarse con dejar a los aldeanos bajo el cuidado d

Curiosity y de Hannah, mientras él trabajaba en saboratorio; sin embargo, con aquel anciano caballeruáquero había hecho una excepción. Hannah sospechab

que entre Richard y Gabriel había arraigado cierta amistaunque el doctor no lo admitiese, era por todos sabido qudependía de Gabriel Oak para algo más que la contabilidadoméstica y la correspondencia. Además, lo conocía desdniño.

Cuando Curiosity supo todos estos hechos, se limitó

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esoplar. Ella tenía su propia teoría en cuanto a la relación dRichard Todd y Gabriel Oak, pero no estaba dispuesta evelarla, aunque a veces a Hannah le parecía que la anciano deseaba.

Gabriel Oak se había pasado años vagando por rontera y los Bosques Interminables. Cuando iba a Paradisunas veces lo hacía como hojalatero, otras como predicado

tras como escribiente ambulante para redactar cartas a lonalfabetos, y a menudo realizaba los tres servicios a la ve

Cualquiera que fuese la actividad que desempeñaba, siempdedicaba gran parte de su tiempo a dibujar. Bump no siempba con él. Durante la revolución, Gabriel había espaciadada vez más sus visitas, hasta que en el otoño de 1800 sresentó con Bump en Paradise diciendo que habían llegadara quedarse.

Pasado el acceso de tos, Gabriel dobló su pañuelbrillante de sangre) y lo guardó nuevamente en la mang

Hannah esperó a que cerraran la puerta del laboratorio a suspaldas y luego los siguió.

Lo más relevante del laboratorio era su hedor. Entre unvisita y la siguiente Hannah se olvidaba de lo horrible qura, pero aun en esa fresca mañana primaveral, lagrimeó p

a fetidez sulfurosa de los huevos podridos, la orin

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destilada, rebajada con estiércol descompuesto, y otraustancias hediondas difíciles de identificar. Los malolores no eran raros en las cabañas, sobre todo durante argo invierno, cuando permanecían más tiempo cerrada

Pero los del laboratorio (agrios, penetrantes y ácidodejaban un sabor metálico pegado a la garganta, que la bocalivaba hasta que la necesidad de escupir se tornaba carresistible.

La habitación necesitaba ser ventilada, pero el doctólo permitía a Bump barrer el suelo y mantener limpio quipo. Hannah sospechaba que era una estratagema d

Todd para mantener lejos a los visitantes ociosos... y Curiosity Freeman. Aun así, ella trataba de interesar a nciana por aquellos experimentos. Recitaba los elemento

útiles que se podían extraer de la orina o del estiércol: sulfa

de hidrógeno, amoníaco, nitratos, ácidos hidroclorhídricoPero Curiosity no se dejaba persuadir.

 —El mal olor siempre es mal olor. —Y agitaba una manrente a la cara ante el mero recuerdo—. El doctor y yo sólstamos de acuerdo en una cosa: que yo no tengo nada qu

hacer en ese laboratorio suyo.La molestia que esos hedores provocaban en Hannaduró sólo hasta que el nuevo proyecto hubo conquistado snterés. Allí se realizaba otro tipo de magia, con un lenguaj

que ella entendía, y era algo que quería aprender. Si el preci

ra soportar los malos modales del doctor, ella estab

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dispuesta.El laboratorio estaba muy bien organizado. Todo ten

una finalidad y no había ningún espacio desaprovechadde las vigas pendían estantes cargados de hierbas envuelta

n estopilla y puestas a secar; en las estanterías de la paree alineaban pulcramente cacerolas y vasijas de cobrhierro, terracota, bronce y cristal, todas relucientes a la lude diez o doce velas, cuyas palmatorias se reflejaban eunos espejos de bronce pulido que tenían detrás, a fin dque el laboratorio estuviera siempre bien iluminadualquiera que fuese la hora o el estado del tiempo. Sobr

una mesa se apiñaban los utensilios necesarios para loxperimentos: morteros de diversos tamaños, tinas dermentación, pinzas, cucharas y balanzas. En otra mesa slineaban jarros de cristal y recipientes de cerámic

uidadosamente etiquetados: vitriolo, ácido nítrico, ácido dal marina, cal, lejía, azufre, mercurio, bismuto, antimoniinc, cobalto, arsénico. Bajo las mesas había cestos lleno

de materias primas: mena, estiércol seco y carbón suficienara alimentar los hornos durante todo el día.

Había tres hornos: uno pequeño de forma cónica, otrmás grande para fundir, y la verdadera maravilla, el corazódel laboratorio: el horno de reverberación, construido segúas indicaciones del doctor por un albañil que había viajad

desde Johnstown, con una carga de ladrillos refractario

Habían hecho falta dos yuntas para arrastrar el trineo y un

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emana entera para completar la obra. Joshua Hench, en orja, había necesitado una semana más para hacer laortezuelas y las chimeneas.

Se trataba de una pulcra estructura cuadrada de ladrill

que tanto servía de hervidor como de horno, con agujeroara colocar los alambiques y otros recipientes. Detrás duna portezuela metálica, con rejillas deslizantes para ventilación, había un compartimento especial donde lcanzaban las altas temperaturas necesarias para sintetizomponentes, dotado de una chimenea para expulsar xterior los gases de la combustión. A un lado, un recipientedondo de cristal ocupaba una mesa especialmenonstruida para él, como un mundo en pequeño.

Cuando Hannah entró, encontró a Todd encorvadobre el gran libro con tapas de piel donde registraba su

xperimentos. A su saludo, el doctor respondió con uimple encogimiento de hombros.

 —Llegas tarde.Lo primero que Hannah había aprendido en

aboratorio era que poco importaba lo que ella pudie

legar: decir siquiera una palabra era provocar un sermón. Eugar de eso saludó a Gabriel Oak, que había ocupado sugar habitual en la silla del paciente. Después de entregar apa a Bump, Hannah recibió de él su delantal de trabaj

hecho de cuero.

 —Amiga Hannah. —Gabriel intentó levantarse, per

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nte la mirada ceñuda de Bump volvió a su asiento y sontentó con sonreír. A corta distancia su tez tenía lonsistencia de la cera, tanto más extraña bajo el llamativzul de los ojos y la inteligencia que ellos desprendían—

Están todos bien en tu familia? Nunca hablaba de sí mismo, pero se interesabinceramente por el bienestar de los aldeanos. Cuand

Hannah se retirara, él y Bump habrían escuchado con placas travesuras de los gemelos y cualquier anécdota que a oven se le ocurriera contar.

 —Sí, gracias. —Si ya has terminado de distraer al paciente —dijo

doctor Todd, abandonando su silla—, empecemos a trabajaHay mucho que hacer.

La mañana de Gabriel Oak terminó con un sueño dgotamiento en el camastro de un rincón apartado, perntes cogió las manos de Hannah y le dio las gracias con u

usurro. —Si respiras algo mejor, me daré por satisfecha —dijlla, refrescándole la frente con un paño húmedo—. Ahor

deberías dormir.Pero el anciano, que era terco, le estrujó las manos co

odas sus fuerzas.

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 —Saluda en mi nombre a tu padre, a Elizabeth y a lotros de la montaña, ¿quieres? Y lleva esto a los pequeño

no es gran cosa.Le puso en la mano un trozo de papel doblado.

 —Lo haré, por supuesto.Luego el hombre cerró los ojos. Hannah observó sara y reparó en el sonido de su respiración. Se levant

despacio y ejercitó los músculos de los hombros.Después de los experimentos, solía intercambi

piniones con el doctor; cuando sus puntos de visdiferían, él tomaba nota de sus observaciones y a menudo desafiaba a que presentara una conclusión. Eran esadiscusiones lo que Hannah más ansiaba, pero aquel día n

odía quedarse, pues la esperaba otra paciente en su propasa. Curiosity no regresaría a su trabajo mientras ella no

hiciera cargo de la señorita Voyager.Bump había empezado a limpiar el laboratorio. Richar

Todd, de pie ante su escritorio, registraba en su cuaderno rabajo de la mañana. Ambos estaban tan concentrados qu

ninguno prestó atención a los gruñidos del estómago d

Hannah.Ella cogió la capa colgada en la pared y puso en sugar el delantal de cuero. Richard levantó la vista, ceñudo.

 —No te irás ya. No lo dijo en tono de pregunta, pero Hannah decidió n

dejarse intimidar.

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 —Debo irme.Él la estudió durante un momento, con el mentó

royectado hacia delante. —Kitty quiere que comas con nosotros. Es

desanimada; creo que una visita tuya podría hacerle bien.La muchacha maniobró con la capa, a fin de que él nudiera verle la expresión. No era fácil rechazar es

nvitación; si bien Kitty no era paciente suya, era cuñada dElizabeth y, por lo tanto, parte de la familia.

 —A menos que tengas asuntos más urgentes —añadiy bajó la cabeza para mirarla por encima de las lentes curvaque usaba para escribir.

«Como si yo fuera un espécimen puesto en microscopio», se dijo ella. A Richard Todd le gustaba pensque él era inescrutable, pero Hannah conocía esa expresió

uya: significaba que estaba sobre la pista de algo que nteresaba.

 —Me esperan en casa. —Una hora más o menos no cambiará nada. —Él cog

u pluma y la hundió en el tintero—. A menos que tenga

tra cosa en mente. —Si quiere preguntarme por Liam Kirby, será mejor quo haga sin rodeos.

Bump dejó escapar una risa que pareció un ladrido, perl doctor no era fácil de sorprender.

 —Liam Kirby no me interesa —dijo, recorriendo

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ágina con la vista—. Pero hay un asunto que me gustardiscutir contigo. Después de comer.

Hannah reflexionó. Si el doctor tuviera un recado o uaciente que encomendarle, se lo habría dicho directament

Se trataba de otra cosa. Ella podía defenderse de suntentos de manejarla a través de la lealtad familiar o entimiento de culpa, pero la curiosidad era otra cosa.

 —Una hora —dijo Hannah.Y se abstuvo de formular más preguntas. El docto

había vuelto a su registro, y con toda seguridad no le habrhecho caso.

La hermosa vivienda de Richard Todd (la únic

onstrucción de ladrillos en todo Paradise) se encontraba euna pequeña elevación, al oeste de la aldea. La casa eromo una reina viuda que, tras extraviarse en los bosquee hubiera instalado, pese a ella, entre personas inferioresoscas.

Hannah encontró a Kitty en la sala, repantigada en oltrona. Ethan estaba sentado junto a ella en una silla despaldo recto. El niño leía con voz clara y aguda el pasa

que le habían puesto como deber en la escuela, pero esta vu madre, en vez de adormecerse como siempre, escuchab

on los labios apretados en un gesto de contrariedad.

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 —«Estas reflexiones me hicieron consciente de ondadosa que la Providencia se manifestaba conmigo gradecido de mi condición actual, con todas surivaciones y desgracias. Y no puedo menos qu

ecomendar a quienes, en su angustia, tienden a decir: "¡Nhay aflicción como la mía!", que piensen cuánto peores soos casos de otras personas y cuánto peor podría ser ropio, si la Providencia así lo hubiera querido.»

 —Qué hombre tan racional era ese Robinson Crusoe —omentó Kitty, con una sonrisa apretada—. ¡Y qué astucia

de tu tía Bonner, darte a leer ese pasaje justamente ahora!La franca expresión de Ethan se empañó.

 —¡Pero si...! —Ahora no hay tiempo para discusiones. Saluda a t

rima y ve a lavarte, que vamos a comer, Ethan.

El pequeño se acercó a Hannah con la frente aúrrugada por la confusión y la saludó formalmente, como s

madre le había indicado. La muchacha, sonriente, le acarica mejilla.

 —Tienes que venir a Lago de las Nubes —dijo—. A

Lily no le irá mal que le prestes ayuda con la cabeza de antera.Era un niño muy serio, pero al oír el nombre de Lil

onrió. Cuando estuvo en la puerta, se volvió hacia smadre y dijo:

 —La lectura la he escogido yo en la escuela. Yo eleg

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Robinson Crusoe.Antes de que Kitty pudiera responder, él ya habí

errado silenciosamente la puerta. —No era mi intención criticar las enseñanzas d

Elizabeth —aclaró ella, casi irritada, pues ésa había sido sntención, desde luego, y su hijo acababa de corregirla a smodo, con suavidad.

Hannah ocupó la silla vecina, desde donde podrbservarla con atención.

Curiosity tenía razón al preocuparse. La piel de Kitty sransparentaba, como si el último parto hubiera agotado ella alguna parte vital. Aún sangraba profusamente, a pesa

del hígado y los puerros que le daban de comer desde lumbramiento; lo más inquietante era una leve fiebre quba y venía sin más.

Hannah habría querido hablar con ella de los síntomareguntarle sobre sus dolores, incluso examinarla, pero sab

que sus preguntas serían desechadas con esa combinacióde sorpresa y ofensa tan característica de Kitty. RicharTodd podía apreciar su ayuda en el laboratorio; Curiosit

odía tratarla de igual a igual, como curandera por derechropio; sin embargo, para Kitty, ella sería siempre la himestiza de Nathaniel Bonner. Nunca se comportaba dmanera abiertamente cruel con ella, pues eso no es taba en sarácter, pero a menudo se mostraba desconsiderada

gocéntrica, lo que a veces era lo mismo.

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Kitty esperaba que la muchacha le dijera lo que deseabír, que Ethan la había interpretado mal, que ella no hab

querido culpar a Elizabeth. Lo que deseaba de la joven eraosas que a menudo no se podían dar. En cambio, Hanna

dijo: —¿Te duele la cabeza?Con la expresión ablandada por el desencanto y

ulpa, Kitty se reclinó de nuevo contra los cojines. —No tienes corazón. Sí, lo admito. He hecho mal e

decir eso. Pero estoy cansada de que me digan cómo debuna dama soportar su dolor.

La muchacha se puso en pie y acomodó la manta que shabía deslizado de las rodillas de la enferma.

 —Richard me ha dicho que querías verme.La expresión de Kitty cambió por completo, como si

hubieran dado inesperadamente un regalo. —Entonces, ¿ha hablado contigo? ¿Me acompañarás? —¿Qué si te acompañaré? —Hannah se echó atrá

orprendida y alarmada, ante la trampa que tan hábilmente había tendido Richard. La había enviado allí a propósito pa

que su esposa la enredara en uno de sus planes.Kitty no reparó en su inquietud. —Sí, a la ciudad de Nueva York. Hace años que no voy

y la prima Amanda lleva tiempo suplicándome que vaya visitarla.

 —¿Y piensas viajar tan lejos en tu estado?

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La enferma sacudió la cabeza, impaciente. —Es justamente por mi salud por lo que debo ir. A

odré ponerme en manos del doctor William Ehrlich. —Dijl nombre con gran ceremonia, como si hablara d

residente Jefferson o del rey Jorge. —No conozco a ese doctor Ehrlich —dijo Hannah—Es amigo de Richard?

Kitty señaló con el mentón una hoja extendida en mesa, a su lado.

 —Ahí tienes su última carta. Léela tú misma.La joven cogió el papel y, sin leerlo, lo dejó en su

odillas. —¿Vale la pena hacer un viaje tan largo para consultar

se hombre?Kitty miró a otro lado. Al principio Hannah pensó qu

no respondería; sus dedos pellizcaban, nerviosos, la manque le cubría el regazo. Por fin dijo:

 —Richard mantiene correspondencia con él sobre midolencia. Al parecer es un genio diagnosticando, sobre todn casos como el mío.

Hannah extendió la carta sobre la falda, a fin de ganiempo para pensar. —Escribió esta carta en Filadelfia. —Sí, pero pasará un mes en Nueva York y ha aceptad

cuparse de mi caso. —Kitty levantó la barbilla—. Richar

iensa que podría curarme.

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 —¿Curarte? ¿De qué?Se ruborizó como si Hannah la hubiera insultado.

 —Otras mujeres pierden hijos y después tienen niñoanos. Mi madre perdió dos antes de que naciera yo.

Elizabeth también perdió a uno antes de Robbie. ¿Por qué nha de suceder lo mismo conmigo?La respuesta estaba en su cara: a sus mejillas hab

ubido un color encendido y en sus ojos brillaba de nueva fiebre. Antes de que la joven pudiera decir nada, Kitty sstiró hacia delante y le cogió las manos.

 —Debes acompañarme. En mi estado, Richard no mermite viajar sola. Y no hay nadie más que pueda venonmigo. Ni siquiera Curiosity. ¿Es que Richard no te lo h

dicho? —No —respondió Hannah, lentamente—. Por lo vist

quería darme una sorpresa.

Mientras Curiosity estaba en Lobo Escondido cuidand

de Selah Voyager, la casa de los Todd había quedado argo de su hija mayor, Daisy Hench. A Hannah le habríustado ir a la cocina, donde Daisy estaría acabando dreparar la comida. Sin duda a la atareada Daisy le sería úontar con otro par de manos bien dispuestas, y mientra

rabajaran tendrían oportunidad de conversar un poco. L

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hija de Curiosity era una de las personas más serenas quilibradas que conocía. Seguramente ella podrroporcionarle detalles del viaje de Kitty que ésta ocultaba

Pero antes de que se le ocurriera alguna excusa par

scabullirse, Richard llegó desde el laboratorio, y no quedó más remedio que ir a la mesa, donde la joven MargHindle les sirvió la comida: jamón, puré de nabos y patataon mantequilla y pimienta, col fermentada, pan de maíz ompota de manzanas. Margit, que era nueva en la casa, n

vaciló en estudiar a Hannah descaradamente a través de suestañas, finas y blancas como un plumón, al igual que elo, que llevaba remetido en la cofia. Kitty estab

demasiado ocupada con los planes de su viaje como parorregirla, y Hannah, por su parte, no pensaba dmportancia a esa grosera conducta llamándole la atención.

La comida era rica, y ella tenía hambre; sin embargo, mpaciencia por volver a casa le impedía concentrarse en lato. De vez en cuando Richard la miraba por encima de opa de vino, sin que Hannah pudiera interpretar sxpresión, lo que la enfurecía aun más que sus maniobra

ara implicarla en el viaje de su esposa. —Galileo puede llevarnos hasta Johnstown —anuncKitty.

Cuando oyó eso, Hannah decidió participar en onversación.

 —Mira, Kitty —dijo con firmeza—, creo que tendrá

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que buscar a otra persona para que te acompañe ohnstown. Ya sabes que Galileo ha perdido mucha vist

durante el invierno.La dueña de la casa, que amontonaba distraídamen

ulcros montículos de comida en su plato, interrumpió area para mirarla con un parpadeo. —¿Para que me lleve? ¿Sólo a mí? ¡Pero si has dich

que vendrías! —No, Kitty, yo no he dicho eso —aseguró la joven. —¡Pero tienes que venir! —Se dirigía a Hannah, per

miraba a su esposo—. Explícaselo, Richard. —Sé muy bien por qué quieres que te acompañe. —L

muchacha hizo un esfuerzo por dominarse—. Y confío eque el doctor Ehrlich sea tan bueno como dices. Pero estos momentos no puedo viajar tan lejos.

Se produjo un momento de silencio tenso; luego, por ara de Kitty pasó una expresión de alivio.

 —Ah, es por la boda de Anna y Jed —dijo—. Pero nensamos partir hasta la semana próxima. Puedes ir a oda. De cualquier modo, espero que no sea pa

ncontrarte allí con Liam Kirby. Me han dicho que se hasado. ¿No es así, Margit?La criada sacudió afirmativamente la cabeza.

 —Eso fue al menos lo que le dijo a Anna. JemimSouthern se puso furiosa al saber que...

 —No te molestes —la interrumpió Hannah—. No m

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nteresan ni Liam Kirby ni Jemima Southern.Todos la miraron: Kitty, sorprendida y confusa; Margi

on una ansiedad que indicaba que esa conversación nardaría en ser repetida por toda la aldea. Hasta Richar

onreía detrás de su copa de vino. No era frecuente quHannah palideciera de cólera. Ésta necesitó de todo sutocontrol para atemperar la voz.

 —Y no es por la boda de Anna. Tengo que pensar emi propio trabajo. Lamento mucho el aprieto en que ncuentras, pero no puedo acompañarte a la ciudad.

Kitty se puso bruscamente en pie. —¡Oh, por favor! ¡Eres mi última esperanza!Richard carraspeó con suavidad.

 —Siéntate, mujer. No te pongas melodramática. Y comlgo, te sentará bien. Hannah y yo continuaremos es

onversación en mi estudio. Creo que podremos llegar a ucuerdo.

 —Pues yo no lo creo —repuso Hannah, tensa—. hora debo regresar a casa.

 —Tu paciente puede esperar diez minutos más —aduj

l, enarcando una ceja.La ira de Hannah desapareció tan rápidamente comhabía surgido. Aquello era todo un desafío. ¿Sospechablgo el doctor de Selah Voyager o lo sabía? Era un riesg

que no podía correr.

 —Diez minutos —aceptó.

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 —A veces olvido que eres una muchacha con carácte

—dijo Richard, cuando hubo cerrado tras ellos la puerta dstudio—. Has heredado de tu abuela la habilidad de sabsconderlo.

Hannah cerró los ojos y volvió a abrirlos . —Supongo que no me ha traído aquí para hablar de m

buela. —No, en efecto.Él se sentó tras el escritorio y empezó a masajearse

nudosa cicatriz que tenía en la palma; al parecer, molestaba con bastante frecuencia. Durante un momentHannah sintió el impulso de formularle algunas pregunta

que nadie se había atrevido jamás a hacerle. Sabía muy bieor qué tenía esas cicatrices, pero ¿qué diría él? «Una vez mnfurecí con tu padre al punto de tratar de matarlo, y esto eo que gané.»

Pero él había evocado el recuerdo de su abuela. Hanna

asi podía oír su voz familiar recordándole que Richard Todra sólo un hombre, que sólo podía dominarla si ella ermitía.

 —No tengo intención de ir a la ciudad —dijo—. Si ean importante, quizá debería acompañarla uste

ersonalmente.

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Él inclinó la cabeza. —No quiero interrumpir el tratamiento de Gabriel. —¿Ni siquiera por la salud de Kitty?Él se reclinó en la silla, con las manos cruzadas sobre

vientre. —Ehrlich no puede hacer nada por Kitty; tú lo sabean bien como yo. Desde luego, no espero ningún resultado

 —Entonces, ¿por qué...? —No es a Kitty a quien quiero enviar a la ciudad. Es

i.Sacó un periódico de un cajón y lo empujó hacia ell

Era un manoseado ejemplar de The Medical Repository quHannah no había visto nunca, aunque él solía pasarle esipo de publicaciones cuando terminaba de leerlas.

 —No sé si te has enterado, pero en enero el dispensar

de Nueva York inauguró un nuevo centro. Lo llamanstitución para la Inoculación contra la Viruela. La últimpidemia les infundió el temor de Dios, y ahora confían eoder detener la siguiente.

Ella echó un vistazo al informe, pero no lo cogió.

 —Will, el primo de Elizabeth, nos escribió hablando dse centro. —Bien. En el cuerpo médico figura el doctor Simón, qu

e ocupará personalmente de enseñarte. Con él aprenderásultivar la materia prima y a realizar las vacunaciones. E

bjetivo primordial del centro es proporcionar vacuna

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ratuitas a los pobres del asilo. Cuando regreses, podránseñarme todo lo que hayas aprendido. Con un poco duerte, acabaremos con la viruela en Paradise.

Hannah parpadeó; tenía la visión borrosa. Cuand

evantó la cabeza hacia el doctor, vio por su expresión quno lo había interpretado mal. Tenía cien preguntas en abeza, pero cuando abrió la boca, sólo surgió una:

 —¿Él sabe que soy mohawk? —Sí. —¿Y está dispuesto a permitir que una mestiza trabaj

n su instituto? —Hizo una pausa para dejar la pregunta el aire, donde ambos pudieran examinarla bien—. ¿Tendr

que fregar los suelos? —No —replicó Richard, impaciente—. El doctor Simó

e tratará con toda la cortesía profesional. Y yo no m

reocuparía por cómo reaccionarán los pacientes ante tresencia, Hannah. Los que viven en el asilo agradeceualquier ayuda, venga de donde venga. Además, caodos son irlandeses y negros libertos .

Presentándole la verdad de aquella manera tan ofensiv

e quitaba parte de su fuerza y atractivo, pero ella sabía qude nada serviría decírselo. —¿Y por qué me favorece usted así? ¿Por la amista

que tuvo con mi madre? —No.

Pero Hannah vio que había tocado un nervio vivo, t

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omo deseaba. Hasta entonces nunca había mencionado u madre ante él. Sin duda Richard confiaba en que ella nupiera nada de aquella historia.

 —¿Por qué, entonces?

 —Porque yo no quiero ir y tú eres la única persona astante competente para hacerlo en mi lugar. Y tienealento natural para la medicina. Tal vez he hecho mal en n

decírtelo antes. —Comprendo.Pero en realidad no comprendía. No lograba imaginar u

ugar donde una piel roja pudiera trabajar con médicolancos. Para ellos, sería una rareza extraordinaria, tanteresante como un niño nacido sin piernas o unnfermedad que no pudieran diagnosticar.

Richard la observaba. Por fin dijo:

 —Nunca te he creído cobarde. ¿Rechazarías semejanportunidad sólo por miedo?

Quería provocarla, enfadarla. Y así fue, pero ella no ldemostró.

 —Lo que sí puedo asegurarte es que será difícil —

ontinuó el doctor—, y a veces te arrepentirás de no haberquedado en tu casa.Entre ambos se prolongó el silencio. Por fin Hanna

dijo: —¿Qué motivos tiene ese doctor para aceptar a alguie

omo yo?

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 —Valentine Simón colabora con la Sociedad dManumisión y está interesado en la educación de la gende color, aunque no tolera a los inútiles. Deberádemostrarle tu valía. Además... —Richard hizo una pausa—

Es íntimo amigo de Will Spencer. Supongo que en cuanteyó mi carta, fue a preguntarle quién eras tú. Ha llevadlgún tiempo, pero todo está arreglado.

Will Spencer. Si alguien podía allanarle el camino hacia comunidad médica neoyorquina, ése era Will, el primo d

Elizabeth, otro inglés transplantado que no era leal a orona. Will había huido para no ser juzgado por sediciónunto a otros miembros de diversas sociedades que tendíahacia el republicanismo. A pesar de haber abandonadnglaterra, seguía siendo vizconde de Durbeyfielrimogénito del presidente del Tribunal Supremo, y ca

odos los norteamericanos se dejaban impresionar por loítulos nobiliarios y los ingresos que los acompañaban. Lo

Spencer eran conocidos y respetados en la gran ciudad, couenos motivos.

La oportunidad que tenía ante sí era auténtica. Un

leada de exaltación le sacudió los dedos; tuvo qunvolverse el cuerpo con los brazos y mecerse hacia delanara pensar.

 —Lo ha arreglado todo sin consultarme.Él se encogió de hombros.

 —Lo hago ahora. ¿Quieres ir?

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Quería, por supuesto que sí. Pasaría en ese instituto iempo suficiente para aprender todo lo que pudiera sobras vacunas. La viruela había matado y mutilado ncontables kahnyen’kehàka, y la idea de poder impedir qu

so sucediera de nuevo resultaba más tentadora quualquier otra cosa. Después de vacunar a todos los blancode Paradise, continuaría con los kahnyen’kehàka de BuenoPastos, y más adelante, con el resto de las Seis Naciones.

Si rechazaba el ofrecimiento, perdería no sólo ella, sinodo el pueblo de su madre. Y Richard lo sabía. A cambio ledía que acompañara a Kitty, que lo librara de esa carg

durante un tiempo, hasta que estuviera bajo la atención dse tal doctor Ehrlich.

La había manipulado como a una criatura, acorralándoy encerrándola como si le hubiera remachado la puerta co

ien clavos. Escocía, pero no había nada que hacer, salvagar el precio. En su irritación, Hannah dijo:

 —¿Y si no quiero ir?Richard sonrió otra vez; era un espectáculo inquietant

 —En ese caso rezaremos para que la viruela s

mantenga este verano lejos de Paradise. No la sorprendió que Richard Todd estuviera dispuestarriesgar a toda la aldea, si eso convenía a sus fines. Sab

er implacable, como lo atestiguaba su mano mutilada. Lokahnyen’kehàka que lo habían criado lo llamaba

Comegatos, debido al hecho de que ya desde niño era capa

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de cualquier cosa por sobrevivir. Y allí estaba el pequeñoder que ella tenía sobre él, el vínculo que compartían.

Richard no le gustaba recordar que, a pesar de su piel blancy su pelo rojo, en otros tiempos había sido kahnyen’kehàk

y que una parte de él lo sería siempre.Hannah se dirigió a él en el idioma del pueblo de smadre:

 —Cuando haya aprendido lo que ese doctor Simóuede enseñarme, tal vez viaje hacia el oeste, en busca de s

hermano Arroja Lejos y sus hijos. De esa manera, toda samilia estará a salvo de la viruela.

Se produjo un fugaz instante de aceptación mutua, y doctor la sorprendió respondiéndole en la misma lengua:

 —Si quieres hacer ese viaje, Camina Adelante, primerendrás que ir a la gran ciudad.

Después de un largo rato Hannah dijo: —Hablaré con mi padre. —Partirás el próximo lunes —anunció él, en inglés—

Después de la boda. —Y sonrió, algo que hacía rara vez. —En cuanto a Galileo...

Richard descartó el tema con un gesto de la mano. —Él no puede hacer el viaje, por supuesto. JoshuHench os llevará hasta Johnstown.

15 de abril, por la noche

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Amanecer helado. Con la primera luz, un bandada de alondras se ha posado en el maizaLas ardillas han salido de sus nidos de inviernoCielo despejado hasta el anochecer.

Hoy, en la aldea, Eulalia Wilde me ha detenid para preguntarme si podía examinarle el tobillo. Slo había torcido al pisar una madriguera. L

 preocupaba no poder bailar en la boda de AnnHauptmann. He prometido llevarle un ungüento

 pero no pude darle muchas esperanzas de qu pueda bailar en los próximos días.

He pasado la mañana ayudando al doctoTodd en el laboratorio. Le ha aplicado a GabrieOak el tratamiento del doctor Beddoes para l

 phthisis pulmonalis.

Pasar vapor de agua sobre carbón de piedrcalentado al punto de ignición en un tubo dhierro. El gas de hidrógeno carbonado pasará ainterior del recipiente. Agitar sobre agua de caDiluir con aire atmosférico a razón de tres cuarta

 partes de aire por un cuarto de gas carbonado.El gas desprende un fuerte olor a establo pero el amigo Oak lo ha respirado sin quejarse, pomedio de un pequeño tubo que atravesaba ucorcho hacia su boca. Dos tratamientos d

noventa minutos le han provocado mareos, dolo

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de cabeza, debilidad y pulso acelerado. Despuédel segundo tratamiento, sus pulmones hadespedido una gran cantidad de materia fétida sanguinolenta.

Al despedirnos me ha entregado otro de sudibujos para mis hermanos: unos gorriones en umontón de leña, muy reales y minuciosamentreproducidos. Temo que lo perderemos pronto

 pese a los esfuerzos del doctor.Por la noche ha cedido la fiebre de Sela

Voyager, mientras Curiosity la velaba. Ahora tienela piel fresca y le ha vuelto el apetitoContinuaremos con el té de corteza de sauce reina de los prados; también he comenzado a darlcaldo de venado para fortalecerla.

Esta mañana Liam Kirby ha partido haciJohnstown con la primera luz del día, tal comhabía prometido.

El doctor Todd me ha pedido que vaya a lciudad de Nueva York con su esposa; allí, en e

nuevo Instituto de la Viruela, deberé aprender emétodo Jennings de vacunación. Mi padre dicque me lo piense bien. Elizabeth no se h

 pronunciado a favor ni en contra, pero me hdejado una nota en la cama: una de sus citas. L

copio aquí porque la encuentro turbadora:

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Porque Adán se sentía solo, le fue dada Lilithquería yacer con ella, pero ella se negó. «Fuimocreados por el mismo Dios —le dijo, volviéndole espalda—. ¿Por qué debería yacer debajo de ti?

Cuando Adán trató de imponerle su voluntadLilith gritó el nombre del Creador, y acto seguidse elevó en el aire y voló hacia el Mar Rojo.

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Capítulo 9

 —¡Qué tiempo tan horroroso! —exclamó la viuda Kuicon una sonrisa lúgubre, mientras miraba por la ventana

día húmedo y glacial—. Puede que nieve antes de qunochezca. Sería muy adecuado, sí, gratificante...

Isaiah, que dormitaba con la Biblia en el regazo, levanta cabeza.

 —¿Adecuado?Su madre se incorporó con un resoplido, y su voz llen

a habitación. —«Así, persíguelos con tu tempestad y atemorízalo

on tu tormenta» —citó.

 —¡Ah, ya, la boda! —musitó él.Jemima, que fregaba las piedras del hogar, se detuvo scuchar la respuesta de la viuda.

 —La boda, sí. ¡Qué tontería! Una mujer tiene de sobon un esposo, tal como le he dicho personalmente a

eñora Hauptmann, y también al agente McGarrity. Si quiere casarse otra vez, tiene bastantes muchachas smarido entre las que escoger.

Isaiah levantó una mano para tapar el bostezo. —¿Eso significa que no irás? —¿Con este frío? ¿Quieres que enferme? —Su mad

ajó la vista hacia el bordado, ceñuda—. No, por cierto, y

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ampoco deberías ir, hijo, si sabes lo que te convienJemima!

 —¿Sí, señora? —Dile a Becca que guarde el vestido de seda negra qu

ha sacado para mí. Luego bajarás a la aldea para presentmis excusas. —Sí, señora. ¿Y qué debo decir, exactamente?La viuda levantó la cabeza y le lanzó una mirad

ulminante. —La verdad, niña. La verdad. Y aprovecharás la visit

ara cobrar lo que me debe el agente McGarrity por música de Reuben.

Becca y Dolly la esperaban en la cocina, nerviosaomo gallinas. Becca tenía las mejillas encendidas; Dolly, eambio, parecía a punto de vomitar. Jemima pasó junto llas sin decir palabra y se puso los chanclos.

 —¿Y bien? —interpeló Becca—. ¿Ha dado permiso

Podemos ir a la fiesta? —Todavía no se lo he preguntado —respondió ellmientras cogía la capa.

 —No contéis con ir —dijo Cookie, que estaba en regadero lavando los platos de la mañana—. Últimamente

viuda no está nada generosa.

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Jemima deseaba desesperadamente contradecirla, perno podía: su ama estaba de peor humor que nunca. Siemprque el capataz estaba a punto de llegar de la ciudad con losclavos sucedía lo mismo: la viuda sólo tenía tiempo pa

oncentrarse en las ganancias de la temporada. Si el dinerque él le llevaba satisfacía sus expectativas o las superaba,a semana siguiente habría raciones adicionales de corderolla se mostraría abordable. En cambio, si había meno

dinero del que esperaba, la vida sería insoportable duranuna temporada larga. En cualquier caso, enviaría a Reube

ara que tocara el violín en la boda. Después de todo, psos servicios se cobraba un buen dinero.

 —Le prometí a Eulalia que estaría allí —murmuró Dollirándose hacia Becca.

En Jemima estalló el mal genio que contenía desde hac

mucho tiempo. —A Eulalia, ¿eh? Pues no creo que a ti te interes

mucho Eulalia Wilde. Lo que esperas es que su hermanicholas te invite a bailar. Eso lo sabe todo el mundo, Doll

Smythe, hasta él. En este momento debe de estar riéndose d

i. Las lágrimas que brotaron en los ojos bizcos de Dolly rindaron poco consuelo. Abrió la puerta de un tirón, per

Becca adelantó un pie para detenerla y le dijo: —Eres la criatura más perversa que Dios ha puesto e

a tierra.

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 —Puede ser —replicó Jemima—. Pero tú eres la máonta. Y ella, la más fea.

Cookie, a sus espaldas, alzó la voz: —¡Ven aquí y te diré lo que dice la gente de ti, señorit

Grandes Aires! —Sí —le espetó Becca—. Todos sabemos con quiéquieres bailar tú.

Jemima salió tan deprisa que estuvo a punto dropezar. Una vez fuera, se detuvo para apretarse los ojoon las muñecas hasta que le dolieron.

Iría a la boda. Era preciso. Richard Todd había permitidque Anna y Jed utilizaran la vieja casa del juez y Reubeocaría el violín. Allí estarían todos los de la aldea. Jemim

no pensaba en otra cosa desde hacía una semana; sabía coxactitud cómo sería todo, hasta lo que le diría a cada uno

ómo la miraría la gente. Durante el invierno había dedicadodo su tiempo libre a arreglar el único vestido bueno qu

había tenido su madre; era color verdemar, con ustampado de flores rojas y amarillas, y ella lo habransformado en algo más parecido a los vestidos que, do

ños atrás, había visto usar a Amanda, la prima de ElizabetBonner, durante su visita. Era lo bastante escotado comara provocarle un ataque de apoplejía a la viuda, si llegara

verlo.Jemima bailaría con Isaiah Kuick. Y también con Liam

Kirby, aunque estuviera casado. Y a la vista de Hanna

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Bonner.Sólo que Liam, a su regreso de Johnstown, hab

desaparecido en los Bosques Interminables tras el rastro du fugitiva.

El cielo estaba descargando un diluvio y Jemima se ciñl capote.

En la mañana de su casamiento con Anna Hauptmanned McGarrity despertó con la mandíbula dolorida. Unuede sonreír a pesar del dolor de muelas (eso había hechn las últimas semanas), pero no hay manera de disimul

una mejilla que parece haber sido rellenada con castañahasta reventar. Una hora después de asomar la cabeza en

actoría, se descubrió atrapado.A la derecha estaba su novia, con la expresión má

eroz que le había visto nunca; a la derecha, su padre, couna botella de licor casero; frente a él, Hannah Bonn

landía un instrumento que le despertaba una fea sensació

n las entrañas . Era largo, fino, de mandíbulas prominentes on unos dientes tan afilados como los de un tejón. —¿Ese instrumento es del estuche que te dio es

Hakim? —preguntó, con la esperanza de distraerla siquieun minuto.

Ella respondió con una sonrisa dura.

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 —Sí. Abre la boca.Jed echó un último vistazo esperanzado hacia la puert

ero tenía pocas posibilidades de que lo rescataran. Annhabía cerrado la factoría para honrar el día de su boda.

 —Cuanto antes comencemos, antes se acabará todo —dijo la muchacha.A Jed siempre lo sorprendía que la suave Hanna

udiera convertirse en una persona tan dura y expeditivuando atendía a un enfermo.

 —Anda, Jed —agregó Anna—. Nunca te he vistomportarte como un cobarde, y hoy no es el mejor día paromenzar. No quedaría nada bien que huyeras, dejándomlantada delante del señor Gathercole.

Él abrió la boca para decirle que jamás haría semejanosa, y vio cómo Hannah se abalanzaba hacia él, como s í la

dos mujeres lo hubieran planeado de antemano, cosa quor cierto, no le parecía imposible.

En dos tirones, ya estaba hecho. Anna se inclinó hacdelante para ver mejor.

 —Más que una muela, parece un trozo de colmena vie

y mohosa —comentó—. ¿No te dije que no esperaras tantoJed le guiñó tímidamente un ojo y escupió en el cuencque ella le ofrecía.

 —Debería haberte hecho caso, Annie. No volveré ometer ese error.

Ella soltó un bufido, pero sonreía.

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 —Bebe un trago de mi schnapps —dijo Axefreciendo la botella a Jed—. No te calmará el dolor, pero y

no te importará tanto. —No le des nada todavía —intervino Hannah—. Aú

engo trabajo aquí dentro.Jed volvió a escupir. —Yo creo que ya está bien —dijo—. En realidad m

iento muy aliviado. Como si el diablo hubiera dejado, pin, de martillear dentro de mi boca.

 —Pues el alivio no te durará mucho si no abro esa enc—explicó ella—. Hay que sacar todo el pus.

A él no le gustó cómo sonaba aquello, pero cuandquiso explicar su punto de vista, Hannah le metió tres dedon la boca, hasta los nudillos. Miraba hacia otro lado, comi escuchara una conversación en la habitación contigua. D

ronto algo duro rozó un diente y se clavó en el tejidhinchado. Del vientre de Jed surgió un bramido, y apena

udo contenerse para no morder. —Ya está —anunció ella, limpiando la pequeña hoj

que sostenía entre los dedos en la arpillera que Anna

había puesto alrededor del cuello—. Escupe. Ahora hay qudejar que vaya drenando. Tendrás que enjuagarte la bocada media hora.

 —¿Con schnapps?—Axel la miró, esperanzado. —Con agua salada caliente. Guarda el licor para la bod

Más tarde vendré a obturarte el agujero para que deje d

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angrar.Alguien llamó a la puerta, pero Anna no le prest

tención. —El señor Gathercole nos casará a las cinco —dij

reocupada—. ¿Podrás hacerlo antes de esa hora?Hannah vaciló. Habría preferido mantenerse lejos de ldea durante la tarde, pero los tres la miraban con caras tarancas y amistosas que, de súbito, se le borraron todas laxcusas que había pensado.

 —Sí —dijo—. No faltaré.Se repitieron los golpes en la puerta, más fuertes

mpacientes. Anna arrugó la cara en un gesto dxasperación y puso el cuenco en manos de Jed.

 —¿Es que no puede una cerrar la tienda ni un día? —dijo, en voz lo bastante alta como para que la oyeran al otr

ado de la puerta—. Además, he colgado un cartel bievisible, como un grano en la punta de la nariz.

Levantó la tranca y la puerta se abrió.En el porche había cinco hombres, chorreantes d

luvia. Cuatro de ellos eran negros e iban cubiertos co

ieles de venado aceitadas; sobre la cabeza, llevabanormes bultos sujetos con bandas de tela. El más bajo dos cuatro llegaba al metro ochenta y doblaba en tamaño lanco que había llamado a la puerta. De Ambrose Dye, alt

y delgado, se veía muy poco entre los pliegues de su capo

de lana.

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 —¡Señor Dye! —exclamó Anna, gritando de la sorpres—. No creo que la viuda los espere hasta mañana, pero aqstán, infalibles como la lluvia. Ezekiel, Levi, Shadrac

Malachi: me alegro de veros a todos sanos y salvos. Zek

me parece que has crecido otros veinte centímetros duranste invierno. No creo que Cookie pueda seguacudiéndote en el culo con su cuchara de madera.

El más joven de ellos agachó la cabeza con una sonrisa —Mamá me zurrará cuantas veces lo crea necesario —

seguró—, por mucho que yo crezca. —¡De verdad, Zeke, cómo me alegro de verte! —

ontinuó Anna—. Esta noche tu hermano Reuben tocará violín en nuestra boda. Espero que tú también puedas ven

os gustaría contar con dos violinistas, ¿verdad, Jed?El novio reconoció que, puesto que él no podría toc

ersonalmente, le gustaría tener a Zeke y Reuben. —Si la viuda puede prescindir de ti, naturalmente —

dijo, mirando de reojo al capataz—. Por la taricostumbrada, desde luego.

Anna dio un paso atrás, abriendo la puerta del todo.

 —¿No queréis pasar y secaros frente a mi estufa nueva —La trajeron desde Albany después de la primernevada —anunció Axel—. Pasad y sentaos. Veamos qunoticias nos dais de Johnstown.

Para entonces, Ambrose Dye ya había advertido l

resencia de Hannah. Ella se percató de que se ponía tens

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y apartaba la vista. —No estamos muy mojados —dijo—. Sólo quer

omprar un poco de tabaco antes de continuar hacia molino.

Anna siguió la dirección de su mirada hasta la medonde la muchacha recogía sus instrumentos. Su expresióordial desapareció con la misma prontitud con que habrotado.

 —Como guste —dijo. Y le cerró violentamente la puertn la cara—. ¡Qué modales de bestia! —murmuró, mientrauscaba el tabaco en el mostrador—. ¡Dejar a eso

muchachos ahí, bajo la lluvia, sólo porque no quiere...! —Snterrumpió para echar una mirada intranquila a Hannah—Y yo que pensaba invitarlo a la fiesta! Creo que tengo alg

que decirle a la viuda Kuick sobre su capataz.

 —No te preocupes, Annie —aconsejó Jed—. Dale abaco y que se vaya.

Pero ella esperaba que Hannah dijera algo sobAmbrose Dye, el hombre que prefería quedarse bajo la lluvntes que compartir techo con ella. Si él hubiera podido,

habría expulsado de la factoría, de la aldea y de la faz de ierra, sin duda. La cólera tensaba la garganta de muchacha, al punto que su voz sonara extraña, aun a su

ropios oídos. —Hace más de un año que no veo a Reuben y a Zek

ocar juntos, Anna. Estoy deseando oírlos.

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Si la hubieran invitado directamente, ella podría habnumerado cien motivos para quedarse esa noche en Lag

de las Nubes, pero de pronto ya no le importaban. Iría a oda, no porque Anna y Jed quisieran que fuera, sin

orque Ambrose Dye no quería.

Elizabeth bajó a la escuela, a pesar de que habíadecretado día libre con motivo de la boda. Tenía tareas quhacer: lecciones que preparar y dos libros que remendar. Dodos modos le gustaba estar sola en la escuela de vez euando.

En ausencia de los niños podía ver la cabaña tal comra en otros tiempos: el primer hogar de su padre, construid

uando aún era arrendatario. Cuatro años después él llevóu flamante esposa, la madre de Elizabeth, y vivieron a

hasta que edificó una casa más grande junto al lago. En ranquilidad de aquella lluviosa mañana primaveral, podmaginar a su madre sentada frente al hogar con el bordad

n el regazo. Mattie Clarke había sido expulsada por samblea de cuáqueros por casarse fuera de su credo, pernunca había abandonado las costumbres sencillas. Guardilencio, por ejemplo, era una de ellas. Y Elizabeth la habídquirido.

 —Perdona si te interrumpo —dijo Curiosity, dejando

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esto junto a la puerta. La entrada de la anciana la arrancó dus ensoñaciones.

 —No interrumpes nada —aseguró ella—. ¿Vuelves a tasa?

Curiosity se echó la capucha hacia atrás y se pasó lamanos por la cara. —Sí. Dice Lily que te des prisa, que no encuentra s

inta azul. Esos niños sí que están ansiosos por ir a la fiestPor todas partes hay sonrisas como para iluminar el día mánegro.

Elizabeth la observó con atención. —¿Has tenido un mal día? ¿Acaso Selah...? —Oh, no. —Curiosity se sentó frente a ella, en uno d

os bancos que utilizaban los alumnos—. Está mucho mejoDispones de un minuto para que podamos conversar tú

yo? Últimamente parece que nunca hay tiempo. —¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Cuál es el problema —La muchacha debe continuar el viaje. Con Lia

husmeando por la montaña no queda más remedio, aunquno me gusta imaginarla sola en el bosque, lejos de la famili

Y no dejo de pensar en Manny; no sé si llegará a conocer u hijo. —¡Por supuesto que sí! —aseveró Elizabeth, co

irmeza—. Y tú también. En verano ella continuará hastMontreal y se reunirá allí con él.

 —A mi hijo no le será fácil abandonar su trabajo.

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Durante un momento ella pensó en Manny y en sEscuela Libre Africana; entonces comprendió lo quCuriosity intentaba decir.

 —Los fugitivos.

Su amiga as intió. —Me imagino que debe de sentirse en conflictonsigo mismo.

 —Pero para ti... —Elizabeth se interrumpió. —Es un alivio, no puedo negarlo. Con Leo nunc

hablamos de eso, pero muchas veces pasamos la nochdespiertos, temiendo que lo atrapen. Lo ahorcarían sdarnos tiempo ni a rezar por él. Claro que me siento aliviadY también culpable por todas esas pobres almas qunecesitan una mano para ponerse en camino. —Lanzó u

ran suspiro—. Como ya debes de imaginar, he venido

edirte algo. Y esta vez no es fácil. —Lo que sea —prometió ella—. Ya lo sabes. —Espera a enterarte antes de decir que sí. —Curiosit

hizo una pausa—. ¿Ojo de Halcón está listo para partir hacl norte, hacia Little Lost?

 —Sí —asintió Elizabeth. —Si pudiera, los acompañaría yo. —La anciana levantuna mano para que no la interrumpiera—. Pero no puedSoy demasiado lenta para caminar. Además, si desaparezcde la aldea así como así, sería como agitar una bander

Bastante difícil será mantenerse lejos de Liam, una vez qu

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ncuentre el rastro. —No temas —aseguró ella, con franqueza—. Son mu

ocos los que pueden seguir el rastro de Ojo de Halcón en osque. Y sabes que Liam no es uno de ellos.

 —Lo único que sé es que a ella se le acerca la horPuede estar demasiado cerca.Ambas mujeres guardaron silencio un instante.

 —Estará en buenas manos —dijo Elizabeth, aunque ndel todo convencida. Aunque tenía mucha fe en su suegrono era fácil imaginarlo asistiendo en un parto—. Si Richarno lo hubiera dispuesto todo para que Hannah acompaña

Kítty... —Como hablaba más para sí misma que parCuriosity, no completó lo que las dos sabían.

La anciana se incorporó. Su expresión era tan tensa quElizabeth creyó verle el pulso en el cuello. Ahora sabía l

que Curiosity iba a pedirle, pero debía esperar a oír sualabras.

 —Pero tú podrías ir, Elizabeth, sí quisieras...Ella respiró profundamente y soltó el aire.

 —Han pasado casi diez años desde que me adentré po

última vez en el bosque... Eran momentos desesperados .Los grandes ojos de la negra, tan oscuros y tan clarosa vez, le sostuvieron la mirada con serenidad.

 —Momentos desesperados —repitió con suavidad—Se presentan cuando menos lo esperas.

Elizabeth se levantó y se acercó a la ventana. ¡Cuánto

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rboles! Uno podía estar un mes o más caminandninterrumpidamente entre ellos. Curiosity le pedía que nternara en los Bosques Interminables con Selah Voyageara cuidar que llegara sana y salva a donde la recibiría

tras personas como ella, fugitivos que habían halladeguridad en lo profundo de la espesura. Ojo de Halcóodía alcanzar el lugar de encuentro en Little Lost en só

dos días, pero con Selah el viaje demandaría cuatro o cincMás, si el niño decidía adelantarse.

Habría querido decir que no. Tenía tantos motivos parermanecer en la montaña con sus propios hijos... Per

Curiosity había dejado una vez a su familia para acompañarn un viaje mucho más largo y peligroso, la había ayudadoraer a Robbie a este mundo y había estado junto a eluando el pequeño los abandonó. Lo había cogido de su

razos para atenderlo como si fuese su propio hijo. Habido Curiosity la que los había ayudado a superar aquello

días tenebrosos.«Los momentos desesperados se presentan cuand

menos lo esperas.»

 —Sí —dijo—. La acompañaré, por supuesto.Curiosity cerró los ojos un instante y los abrió otra vePero antes de que dijera nada, Elizabeth continuó:

 —Supongo que ya has resuelto qué debo hacer con scuela.

Su amiga sonrió.

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 —En realidad, sí. Creo que de pronto vas a sentir umpulso irresistible de ir a la ciudad con Kitty y Hanna

Ellas piensan partir el lunes, al rayar el día; nadie sabrá si hado hacia el norte o hacia el sur hasta que ellas regresen.

 —Lo que propones es muy delicado. —Elizabeteflexionó durante un largo instante—. Pero podría resultaEs perfectamente creíble que Kitty me convenciera en último momento. ¿Y Richard?

 —De Richard me ocuparé yo. —dijo Curiosity. —De acuerdo. A los gemelos no les gustará nad

desde luego. —Miró por la ventana, como si esperara verlo—. Hay algo que debo pedirte.

 —No necesitas decirme que cuide de los niños, abes muy bien.

Elizabeth sonrió.

 —Lo sé, sí. Estarán muy bien contigo y con MuchaPalomas. No se trata de ellos, sino de Nathaniel —dijo—. Yabes que a él no le importa asumir cualquier riesgo para sero no le gustará que yo lo haga. Debes ayudarme ersuadirlo.

Curiosity tenía una sonrisa cálida y reconfortante quusó en ese momento. —¡Me sorprendes, Elizabeth! Después de tantos año

de casada, ¿aún no sabes cómo obtener lo que deseas? Esno es ningún misterio.

Ella se apoyó contra el respaldo.

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 —¿De verdad? ¿Y qué es lo que deseo, exactamente? —Ese hombre no puede negarte nada. Basta con que s

o pidas y te seguirá hasta el fin del mundo.

Fue más fácil de lo que esperaba; Elizabeth llegó ensar que Curiosity le había propuesto el plan primero athaniel. Juntos llevarían a Selah Voyager hasta Roc

Bermeja y Ojo de Halcón se quedaría a vigilar Lago de laubes. Selah mostró un alivio tan obvio al enterarse de qu

a acompañaría una mujer, que Elizabeth se reprochó nhaberlo pensado: habría debido saber que la muchachstaría asustada y que desearía la compañía de una mujer.

Todos estuvieron de acuerdo con el plan, menos lo

emelos. Daniel fue a ventilar su descontento ante MuchaPalomas; Lily aún no se daba por vencida.

 —No es justo —repetía con indignación, erguida en siento.

Su madre intentó concentrarse en la cabellera qu

renzaba, tan indómita como la misma niña. —Puede que no —reconoció—, pero es necesariSabes bien que de otra manera no me iría sin ti.

Lily tenía más argumentos que ofrecer, pero trataba dscuchar lo que decían los hombres en la habitació

ontigua. Oyó claramente «Little Lost» y «El Profeta

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Cuando Huye de los Osos preguntó por las armas, la niña srguió más aún. Elizabeth se debatía entre el deseo dscuchar y la necesidad de distraer a su hija, que tenía unmaginación demasiado activa.

 —Si quieres, en septiembre te llevaré conmigo ohnstown. —Preferiría ir a Albany —respondió Lily. —Cuando se te ofrece un regalo, hija, has de dar la

racias antes de buscarle los defectos. —Gracias. Y preferiría ir a Albany.Elizabeth le ató la trenza con la cinta, que hab

parecido, después de mucho buscar, sujetando un manojde ramillas .

 —Tal vez te lleve a Albany... —empezó, y Lily se pusensa, expectante— si me prometes algo.

Los hombros estrechos se encorvaron. —Ya sé lo que quieres. Es siempre lo mismo, mam

Quieres que me porte bien, que ayude y no discuta. —Por supuesto —confirmó Elizabeth—. Pero hay alg

más. —Se acercó a un estante de la pared y cogió una libre

equeña de páginas en blanco que ella misma habncuadernado. Luego se sentó en la cama, junto a su hija, e puso la libreta en el regazo—. Me gustaría que, duran

nuestra ausencia, escribieras todos los días unas líneaobre lo que ha sucedido. —Y al ver la expresión cautelos

de Lily, añadió—: Sólo unas cuantas frases. De esa maner

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nuestro regreso podremos saber qué habéis hecho.La niña miró por el rabillo del ojo, con expresió

ensativa. —Ese trabajo es para Daniel, mamá.

 —Ah, pero así sólo conoceríamos el punto de vista du hermano.Eso causó efecto. Lily acarició con un dedo la cubiert

n la que Elizabeth había escrito su nombre: «MathildCaroline Bonner.»

Le habían puesto el nombre de la abuela. «Tiene mentón de Caroline —había anunciado su padre cuando vio por primera vez—. Me temo que saldrá a ella.» Lamujeres que él más amaba le daban miedo: su hermana, ssposa, su hija. Las temía por su independencia, por eguras que estaban de sí mismas. Elizabeth, observando

u hija, siempre en desacuerdo con el mundo, habomenzado a entender la naturaleza de ese miedo.

Lily estudiaba el papel que tenía ante sí con unuriosidad que no mostraba ante la pizarra de la escuela.

 —¿Puedo usar tu pluma de metal?—preguntó.

Su madre disimuló una sonrisa. Era de esperar que Liprovecharía la ocas ión para negociar mejores condiciones —¿No te conformas con la pluma de ganso? —¡La pluma de ganso no corre bien, mamá! ¡Es como

scarbaras en el suelo, como las gallinas!

La expresión de la niña era tan furiosa e intensa qu

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Elizabeth la recordó de pequeña, aullando a la luna cuandus planes resultaban irrealizables.

 Nathaniel le había regalado esa pluma a Elizabetuando nació Robbie. Era una extravagancia, pero hac

iempo que ella la deseaba. Y él no lo había olvidadoAquellos adminículos eran inventos maravillosos: reteníamás tinta que la pluma de ganso, no hacía falta afilarlas y sentaban cómodamente en la mano. Aquélla estaba hech

de caoba y marfil tallado. La caña se afinaba hasta terminn una delicada punta de cobre y plata; había que manejaron cuidado. A los niños no se les permitía usarla, de l

misma manera que no se les permitía usar la escopeta de sadre. «Con la diferencia —pensó Elizabeth para sudentros—, de que los hombres llevan ya un año enseñandlos gemelos a manejar las armas.» Daniel daba muestras d

que sería un tirador tan bueno como su padre y su abuelero Lily aún era demasiado baja de estatura para manej

una escopeta larga.Alargó los brazos para sentársela en el regazo. Duran

un momento la niña se resistió, pero al fin se dejó caer cont

l pecho de su madre. —No quiero que te vayas —murmuró. —Lo sé, lo sé... —Y Elizabeth se contuvo para no hac

romesas que luego no podría cumplir. —Si tú te vas, al menos Hannah debería quedarse —

gregó la niña, con más claridad.

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Elizabeth le acarició la cabeza y la meció sin decir nadLily sabía muy bien que su hermana debía ir a la gran ciudaHabía escuchado todas las discusiones, y después se habonsolado redactando una lista de las cosas que Hanna

debería traerle. No obstante, habría prescindido alegremende las golosinas, las cintas y el cuchillo para desollar, si dsa manera hubiera podido retenerla en casa en ausencia du madre. Pero había más cosas en juego: Elizabeth debcompañar a Selah Voyager, y Hannah tenía que viajar ueva York para que los niños recibieran su vacuna contr

a viruela.Después de algunos minutos, Lily se apartó y se frot

os ojos con fuerza. —De acuerdo —dijo—. Escribiré algo todos los día

Pero cuando vuelvas a casa, ¿me dejarás practicar con t

luma? —Todas las noches, si quieres.Apoyó las manos en la cara de su madre y la miró co

ire solemne. —Por la mañana ya te habrás ido, ¿verdad?

 —Sí. —Elizabeth respiró hondo—. Por la mañana ynos habremos ido.

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Capítulo 10

Hacia el tercer día de vagar por Lobo Escondido, con rden judicial bajo la camisa, Liam Kirby debió admitir paus adentros que no obtendría las dos cosas que má

deseaba: sus perros no hallaban el rastro de la fugitiva y nograba provocar una confrontación con los Bonner.

Bajo la llovizna, subido a un olmo que crecía en el lími

de la antigua propiedad del juez Middleton, miró a suerros, que dormían profundamente junto al tronco. Todoran buenos sabuesos, pero a su regreso de Johnstown astro ya estaba frío y la lluvia había hecho lo suyo. O tal v

—la idea acudió a su mente de mala gana— la mujer qu

había apuñalado a Hubert Vaark ya no se encontraba en lmontaña. O había muerto. O quizá Nathaniel la había llevadhacia el norte mientras él convencía al magistrado de que ntregara la orden. O quizá aún estaba en las cuevas, bajas cascadas, a la espera de que él se cansara de perseguirla

Desde la copa del olmo veía con claridad el sendero quodeaba la colina. Y también la casa, con todas las ventanade la planta baja iluminadas. Hasta sus oídos llegaba el vagonido de los violines que los músicos afinabantrecortados por el gorjeo de un caramillo.

A lo largo de la última hora los invitados habían idlegando desde la aldea, casi todos a pie. Reconocía

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lgunos: Peter Dubonnet y su hermana, los Cameron, CharlLeBlanc; otros, sin embargo, le eran desconocidos. Euanto a los Bonner, aún no habían dado señales de vid

Llevaba tres días caminando por su montaña sin haber vist

ninguno de ellos.Lo único que había hallado en Lobo Escondido era algque no echaba de menos ni quería buscar: su propia niñeCada árbol conocido, cada estanque lleno de castores, lrrastraban hacia sitios a los que no deseaba ir: los arroyon los que había pescado; el lugar donde había puesto srimera trampa; el tocón del primer pino que había derribadl Big Muddy, donde Billy le había enseñado a extraer lalándulas abdominales del castor, riéndose de él porque ntraban arcadas ante la fetidez. Otro sitio, más escondid

donde le había enseñado las sutilezas de robar hilos d

esca ajenos...Su hermano Billy no había sido ningún santo, per

Liam, en los años que había pasado en el mar, no pensabmucho en esa faceta suya. En cambio recordaba sus manoduras como tablas, y sus puños, aún más duros. Recordab

a cicatriz de su cuello, el azul de sus ojos, sus aullidos disa cuando estaba borracho. Lo recordaba trabajando. Pmás defectos que tuviera, Billy Kirby nunca había rehuido rabajo. Estaba dispuesto a realizar cualquier tarea que se agara, con dinero o con provisiones. Al morir había dejad

Liam solo en el mundo, sin un solo pariente.

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Mientras contemplaba a sus perros, pensó en la mañann que Billy había llegado con el primer sabueso: una peroven que había ganado a los naipes a un viajero que pasor allí en la primavera. Liam quería llamarla Jengibre, por

olor de sus ojos, pero Billy le preguntó si acaso se creque era Adán en el jardín del Edén. Los animales nnecesitaban nombres: o trabajaban o se los servía en mesa.

Treenie emitió un suave ladrido de bienvenida qurrancó a Liam de sus ensoñaciones. Un hombre avanzab

hacia él a trompicones, con la espalda curvada como el lomde un gato. Bump.

El hombrecito se detuvo y giró la cabeza, retorciendon ella todo su cuerpo, para mirar hacia la copa del árbo

Tenía la cara redonda y blanca como un queso fresco.

 —Me ha enviado Curiosity —dijo—. Dice que haríaien en asistir a la fiesta, que no puedes evitarla toda la vid

Liam se alegró de estar en la oscuridad, donde Bump nodía verle la cara. Habría debido preverlo: a Curiosity no s

e escapaba nada; sabía que él estaba encaramado allí.

 —Dile que le agradezco la invitación —respondió—ero tengo asuntos que atender.Bump rascó a Bounder detrás de la oreja y le habló e

voz baja. El perro, que le llegaba a la cintura, se puso patarriba, mostrándole su pecoso vientre.

 —¿No me has oído? —Liam alzó la voz—. Puede

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decirle que no iré.El anciano, sin prestarle atención, siguió rascand

rejas y hablando con dulzura hasta que todos los perros setorcieron como cachorros en derredor. Liam emitió u

adrido de irritación y descendió a tierra. —He dicho... —Ya te he oído. Soy jorobado, pero mis oído

uncionan muy bien.Bump torció la cabeza y lo miró con atención. Liam tuv

a inquietante sensación de que el hombrecito podía verhasta el fondo. Tomó aliento y se dominó.

 —Pues dile que no iré. —¿A Curiosity? —Ha sido ella quien te ha mandado, ¿no? —Y d

ronto Liam pensó en Hannah. Tal vez los Bonner había

ntrado en la antigua casa del juez mientras él, meddormido, pensaba en Billy.

Bump se limpió las manos con un pañuelo que llevabnudado a la muñeca.

 —Tendrás que decírselo tú mismo. Yo debo atender

Gabriel. No puedo dejarlo solo mucho rato. —Sin embarge quedó allí, observando fijamente a Liam. —¿Qué sucede? —Te pareces a tu madre. Lo veo en tu cara, clara com

l día.

La imagen de Hannah desapareció tan súbitamen

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omo había llegado, y también la de Curiosity, reemplazadaor la vaga silueta de su propia madre, que había muerto diebres cuando él tenía apenas cuatro años.

 —¿Conocías a mi madre?

 —La vi una o dos veces. Aquí mismo, en Paradisoco después de la guerra. La joven Moira era de undulzura contagiosa. En cambio, no veo en ti ningún rasgo du padre. Pero supongo que eso es mérito tuyo.

Un insulto y un cumplido, tan entremezclados que nhabía manera de responder sin quedar como un tonto. Dualquier modo ya era demasiado tarde: Bump le hab

vuelto la espalda y continuaba su marcha desigual hacia abaña que compartía con Gabriel Oak.

 —Yo no tengo nada de dulce —aclaró Liam, alzando voz tras él—. Y Curiosity Freeman tampoco me asusta.

Los perros gimotearon a su alrededor en señal dolidaridad, pero Bump no aminoró el paso.

La fiesta reunía todos los requisitos para acabar edisturbio; Nathaniel lo detectó apenas hubo cruzado umbral de la vieja casa.

El salón estaba atestado de cazadores procedentes dosque con las pieles que habían reunido durante

nvierno, camino a Johnstown y Albany. Estaban deseoso

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de licor y de compañía femenina, pero había demasiado de lrimero y muy poco de lo segundo. Después de pasar mesesolas en los bosques, los cazadores que llegaban a la aldee enzarzaban en discusiones por cualquier cosa; apostaba

us pieles con la celeridad de la gota de lluvia al resbalar pos cristales y desenvainaban el cuchillo sin pensarlo doveces.

Y allí estaba Isaiah Kuick, apoyado en la puerta dntiguo estudio del juez, con un gran vaso en la mano y ído puesto en la queja de Andy Peach por la mala calida

de las pieles de los otros. No era frecuente ver a Kuick en ldea. Y hasta entonces, Nathaniel nunca lo había visteber.

Desde el interior del estudio llegaban voces masculinaisas y discusiones. En torno de la puerta, el humo de tabac

y el olor a cerveza espesaban el aire. Nathaniel saludó con mano alzada, respondió a las preguntas de siempre y realiz

tras tantas, rechazó una invitación al juego de naipes media botella de schnapps. Antes de que acabara la nochhabría problemas, sin duda. Quedaba por ver quié

descargaría el primer golpe.A juzgar por las expresiones, bien podía ser JemimSouthern; de pie, junto a las mesas donde habían puesto omida, con el rostro pétreo, observaba a los que bailabaomo si sólo deseara derribarlos uno a uno. Era la únic

oltera que no participaba en el baile, aunque no por falta d

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andidatos: había hombres por todas partes, tan deseosode compañía y de distracción que cualquiera de ellos habría aguantado durante una o dos piezas, pese a su cargria. El mero hecho de que estuviera sola allí significab

lgo, pero a Nathaniel no se le ocurría qué, salvo que iquiera una boda podía cambiar el talante de la muchacha.Los bailarines se desplazaban por el salón co

movimientos tan rápidos que repiqueteaban los cristales da ventana. Reuben y Zeke hacían volar el arco de lo

violines, poniendo fin a The Fisher's Hornpipe. Los dohermanos, de pie sobre sendos cajones instalados en xtremo opuesto de la habitación, dejaban hablar a sunstrumentos. Eran los mejores violinistas en cien kilómetro

la redonda, pero la gente tenía pocas oportunidades dscucharlos: la viuda cobraba un dólar por permitirles toc

durante una velada y los enviaba con su capataz parsegurarse de que terminaran a la medianoche. A partir dse momento, cobraba cincuenta centavos por hora. Parvitar excesos, decía, pero nadie se engañaba: a Lucy Kuice gustaba el dinero como los conejos al zorro.

Dye, sentado en un rincón, contemplaba el ambiente yos violinistas, sombrío como el cielo de invierno. LiaKirby, a su lado, le hablaba al oído. De vez en cuando, Dyhacía algún comentario; entonces Kirby asentía o negabon la cabeza, pero no apartaba los ojos de Hannah, qu

ailaba con Claes Wilde.

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En Lago de las Nubes habían mantenido una vivaonversación en torno a la mesa; los gemelos especularoargamente sobre si Liam iría a la fiesta o no. Hannah soporl diálogo sin comentarios, pero Nathaniel no se sorprend

de ver al muchacho allí: a Liam le habría sido más fácortarse la mano derecha que mantenerse lejos de HannaEra evidente que observaba todos sus movimientos, tomo los hombres suelen observar a la mujer que considerauya, aunque todavía no lo hayan reconocido siquiera aní mismos.

 Nathaniel se preguntó cuánto tiempo se quedaría eParadise, una vez que su hija hubiera partido hacia la graiudad. ¿Se olvidaría de la fugitiva, de la esposa que speraba, de su propio hermano, de la montaña y de

venganza que soñaba desde hacía tantos años? ¿S

lvidaría de todo por seguir a Hannah? Era de esperar que rgullo le impidiera cometer semejante error.

 —Tienes cara de sediento, Nathaniel —dijo Axel, a sspalda.

Él aceptó el jarro de peltre que le ofrecía el anciano y

lfateó. —Ponche. Has trabajado mucho.Axel se echó a reír.

 —Sí, pero es que no todos los días se te casa una hijEsta Anna mía ha estado sola demasiado tiemp

Demasiado. ¿Verdad que está bonita?

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Anna caminaba alrededor de Jed, ejecutando el últimaso de la danza; en verdad se la veía bonita. Pese a sorpulencia, se movía con gran agilidad, y sonreía a s

novio con tanta sinceridad que Nathaniel sintió una punzad

l recordar la expresión de Elizabeth en su propia boda.Reuben anunció la pieza siguiente, Love in a Village, lla echó la cabeza atrás, riendo.

 —Jed ha tenido suerte —dijo Nathaniel, dando unalmada al hombro del anciano—. Oye, ¿dónde está mente? Tendrían que haber llegado hace una hora.

 —Están aquí. A los pequeños los he visto en la cocinon Curiosity. Y tu Hannah... ya la has visto, ¿verdad?, estailando con Claes Wilde. Eso ha puesto nervioso a más d

uno, te lo aseguro. —Echó una mirada inquieta hacia Lia—. Pero ya te enterarás por Hannah. En cuanto a Elizabeth.

stá allí detrás haciendo compañía a Kitty.A lo largo de una de las paredes habían dispuesto un

hilera de sillas para los que no bailaban. Allí estaba Kittomo una reina, envuelta en un chal y con una manta sobras rodillas, pese al calor del hogar y de la multitud a

eunida. A su izquierda, Richard miraba absorto el fondo du jarra; a la derecha, Elizabeth mantenía una animadonversación con Dolly Smythe.

Kitty tenía puesta toda su atención en la gente quailaba. Nathaniel la había visto bailar con fiebre e hinchad

or el embarazo; la danza era para ella lo que la escuela pa

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Elizabeth. Verla tan quieta mientras sonaba la música decobre su estado de salud más que todas las explicaciones d

un médico. Por primera vez se alegró de que Hannah compañara a Nueva York.

Elizabeth, al verlo, alzó una mano en un gesto daludo. Luego se levantó, alisando la falda de su vestido diesta, y cruzó el salón hacia él.

 —Cuando te ve, es como si asomara el sol en su cara —omentó Axel—. Jed no es el único hombre con suerte esta casa, Nathaniel Bonner.

 —Sí —reconoció él—. No puedo negarlo.

Quería conversar con Elizabeth en privado, pero lo

emelos, enterados de su llegada, salieron de la cocina en susca, arrastrando consigo a Ethan. Tenían algo important

que contarle y no dejarían que su madre lo hiciera, omitiendas mejores partes del drama: la entrada de Liam, sombromo una tormenta, cómo había querido llevar a Hanna

uera para hablar con ella a solas, y las palabras hirienteque habían intercambiado en ese mismo salón, delante dmedia aldea.

 —Él le ha dicho que era una tozuda. Y ella le hontestado que si no le gustaba la fiesta, podía ir a caz

ájaros —concluyó Lily.

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 —Y después se ha puesto a bailar con Claes Wildunque antes lo había rechazado —dijo Ethan con aiensativo, como si no estuviera del todo seguro de lo quso significaba.

 —Liam todavía está ahí, papá —dijo Daniel—. Creo quno se ha dado por vencido. Nathaniel buscó la mirada de su esposa por encima d

as cabezas de los niños. —Vuestra hermana sabe cómo tratar a Liam Kirby —

seguró ella. Como Daniel parecía dudarlo, se inclinó hacdelante para decirle—: Además, estamos nosotros aquí paruidar de que no le pase nada. ¿Ya habéis terminado doger caramelos? ¿O habéis dejado esa tarea a los otro

niños?Era una buena táctica. Los pequeños se escabullero

in volver a pensar en su hermana ni en Liam. —Ahora entiendo por qué Jemima Southern tiene es

ara tan agria —comentó él—. ¿Está celosa por Kirby o poWilde?

 —Por los dos, supongo —dijo Elizabeth. Luego apoy

una mano en el antebrazo de su marido y se empinó parusurrarle al oído, agitándole el pelo con el aliento—. ¿Todn orden?

Él asintió. —¿Estás nerviosa?

 —Un poco. He estado pensando en la última vez qu

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bandoné esta casa en plena noche...Él le rodeó la cintura con un brazo.

 —Aquello terminó bien, ¿verdad? Saliste soltera volviste casada. Y embarazada, por añadidura.

Elizabeth se puso algo tensa, de irritación y placer a vez. Iba a volverle la espalda, pero Nathaniel la atrajo hací y le apoyó la boca contra la sien.

 —Podríamos subir a echar un vistazo a tu antigudormitorio —susurró—. Entonces nunca pude visitarte alO prefieres el granero?

Ella balbuceó de risa y le dio una palmada en el hombro —Si tan travieso estás, puedes desahogarte en la pis

de baile. Ahí comienza Barrel of Sugar.A Nathaniel nunca le había gustado mucho la danz

'seronni, con sus giros formales, sus saltitos rígidos y es

orretear como niños, siguiendo esquemas preestablecidoocarse las manos, hacerse una reverencia y..., ¡ay del ququivocara el paso! Ese tipo de baile no se parecía en nadl ritmo frenético de los bailes kahnyen’kehàka, en quientos de pies hacían retumbar la tierra bajo el cie

vigilante. Pero bailar con Elizabeth tenía sus ventajas: vómo las mejillas se le llenaban de rubor y los ojos destellaban. No podía negarle ese placer, del mismo modque no podía levantar la mano contra ella por más enfadadque estuviera.

Al avanzar a lo largo de la línea de bailarines, s

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ruzaron con Becca Kaes, cuya melena, liberada de las cintaque la sujetaban, le caía sobre los hombros, y con la señoKindle, tan encorsetada que respiraba como un fuelle viejy con Obediah Cameron. Este, despistado como siempr

miraba a su hermano Ben como pidiendo ayuda, pero ecibía de Kitty, que gritaba desde su s illa: —A la izquierda, Obediah, a la izquierda.Cuando llegaron al final de la línea, Elizabeth le cog

as manos, sonriente, y giraron en torno de Becca y BePasaron tan cerca de los violinistas que vieron el sudor en amisa de Zeke; Reuben tocaba medio encorvado, meciendl instrumento como si fuera un niño. El capataz, con espaldo de la silla apoyado contra la pared, observaba a

muchedumbre con ojos entornados.De pronto Liam se apartó del muro y cruzó deprisa

alón. Nathaniel vio un instante el vuelo de la falda dHannah, que desaparecía en el vestíbulo.

Los violines cesaron de pronto. En el silencio, las vocee elevaron, claras y penetrantes: «Espera...» Y la d

Hannah, más nítida que nunca: «... nada más que decir.

Todos los presentes se volvieron hacia esas voces. JemimSouthern cerró la boca como si fuera una morsa y snvolvió el cuerpo con los brazos. Luego, un portazo. Y ilencio.

 —Tal vez... —comenzó Elizabeth, pero él le apretó

mano con fuerza.

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 —Ella sabe cuidarse sola, Botas. Es lo que siempre mdices.

 —Pero la ha seguido a la cocina. —Viendo que smarido no cambiaba de expresión, le tironeó de la mano—

o estoy preocupada por Hannah, sino por Liam. En ocina está Curiosity... ¿O lo has olvidado?

En la cocina olía a azúcar fundida, y la luz del fuego seflejaba en las cacerolas que había colgadas de las viga

Una multitud de niños, casi todos alumnos de Elizabetermanecían de pie, inmóviles, con los brazos desnudo

hasta el codo y las manos pringosas de caramelo fundidDaniel fue a plantarse entre sus padres, seguido de cerca po

u gemela, pero el resto de las miradas estaban fijas en lodultos que ocupaban el centro de la habitación: Liam

Hannah y Curios ity.Si Elizabeth creía haber visto todos los matices de

elicidad y la cólera en su amiga, en ese momento comprob

que se equivocaba. La anciana estaba enfadada, sí; eso evidente en su postura: puños en las caderas y hombroroyectados hacia delante. No obstante, en la curva de oca y el giro de la cabeza había un rencor más expresiv

que las palabras. En ese momento decía que Liam Kirby

había decepcionado gravemente.

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El muchacho estaba de pie ante ella, con los brazoaídos a los lados, como si hubiera perdido la energí

Parecía haber olvidado a Hannah y a todos los demás; eomo si la voluntad de Curiosity lo mantuviera clavado en

uelo. Si ella hubiera desenfundado una pistola padispararle, él no habría podido moverse.Sin apartar la mirada de él, la anciana dijo:

 —Niños, llevad el caramelo al vestíbulo y segurabajándolo. Nathaniel, si piensas quedarte, cierra la pueruando salgan. No quiero que todo Paradise se entere de l

que voy a decir. —Yo no pienso irme —dijo Daniel. —Yo tampoco —se sumó Lily. —Está bien —aceptó Curiosity—. Esto también o

ncumbe a vosotros.

 —Oye... —comenzó Liam. Pero ella lo interrumpió. —Tú te callas. Te has pasado la semana rehuyéndom

ero ahora estás en mi cocina y tendrás que escucharme.Los otros niños se retiraron de mala gana, lanzand

miradas ansiosas a la escena que se desarrollaba en el centr

de la habitación. Ethan se detuvo para decirle algo a Danieuego salió en silencio y cerró la puerta tras de sí.La anciana miró a Liam de arriba abajo, moviendo

mandíbula. —Cuando eras niño, como bien recordarás, pasaba

mucho tiempo conmigo en esta cocina —empezó en vo

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enta y clara—. Siempre tenías esa puerta abierta si thermano se olvidaba de alimentarte, si necesitabas dónddormir o s i te habías lastimado. ¿No es así?

La mirada cautelosa del muchacho pasó a Hannah

uego regresó hacia Curiosity. —Así es —asintió. —Por lo que recuerdo, Liam Kirby, eras un niño buen

Billy hizo todo lo posible por echarte a perder, pero dentrde ti había algo que no se dejaba confundir. Al menos, esreía yo.

Liam enrojeció hasta la punta de las orejas. —No tienes por qué meterte con mi hermano. —Y s

ncogió de miedo al ver que ella se le acercaba un pasomo si temiera que fuera a darle un coscorrón.

 —Tengo todo el derecho a meterme con tu hermano.

stas personas también. Ha llegado el momento de habllaro. En el fondo tú sabes que no valía nada. Las cosas qu

hizo... —Al mirar a Hannah, la cara de Curiosity se contrajde ira—. Ese muchacho vivía sólo para hacer daño

ersonas que nunca le hicieron ningún mal. Y tú eras una d

llas, muchacho. Aunque no te guste recordarlo, ninguno dnosotros ha olvidado las cosas que te hizo. —Pero... —Nada de peros. Vas a escuchar lo que tengo qu

decirte. ¿Acaso no recuerdas la noche en que incendió

scuela? Estuvimos a punto de perder a Hannah.

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nterramos a Julián. Pero cuando sueño con esa noche, lque veo es lo que tu hermano hizo contigo. He visto cosaamentables en mi vida, pero nunca he visto a un niño ta

maltratado por alguien de su propia sangre. Billy te golpe

hasta romperte los huesos. Y ese día sobrepasó los límiteSe perdió para siempre.Hizo una pausa para tomar aliento.

 —Tú puedes creer que has olvidado esa noche, que has dejado atrás, pero sé que no es así. Esas cosas no s

lvidan. Voy a recordarte algo que no deberías olvidamuchacho: esa noche estas buenas personas te salvaron vida y te recibieron en su hogar. No te deben nada y yampoco. Pero, aun así, tengo que decirte algo. Y vas scuchar: el día en que murió tu hermano, el buen Señor

hizo un favor. Quitó a Billy de tu vida para que tuvieras

portunidad de convertirte en un hombre decente. Pero togiste esa oportunidad que te daba el Señor y te measte ella.

Elizabeth vio que Hannah daba un respingo y loemelos retrocedieron para apoyarse contra ella, per

ninguno de los dos apartó la vista. La voz de Curiosity habnronquecido. —No sé qué has hecho desde que abandonas

Paradise. Sin duda has tenido que digerir tu porción ddolores. Eso se te ve en la cara. Pero no es excusa para qu

e ganes la vida de esa manera. Cuando eras niño,

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entabas en esta cocina a comer lo que yo te ponía delantAhora andas por el mundo cazando a seres humanos parncadenarlos porque no te gusta el color de su piel, que e

negra como la mía. Tu hermano estaría orgulloso de ti, Lia

Kirby, pero yo veo cómo te has echado a perder y sientsco.Su voz se había reducido a un susurro áspero, pero la

alabras quedaron pendiendo en el aire. Liam tragó salivon dificultad, contrayendo todos los músculos del cuello.

 —¿Has terminado? —No, todavía no. Aún me queda algo por decir. H

ído que te has casado. ¿Es cierto?Él volvió a tragar saliva.

 —Sí. —Pues entonces deja en paz a nuestra Hannah. Ella

ha dicho con toda claridad que no quiere saber nada de tVuelve a tu casa, con tu esposa, y déjanos llorar en paz pol niño que conocimos. De él no queda nada en ti.

Al ver la expresión de Liam, Elizabeth pensó en nciana señora Glove, que había sobrevivido después d

que le arrancaran el cuero cabelludo. «No echo de menos melo, en absoluto —había dicho, deslizando sus dedoorcidos sobre las cicatrices del cráneo—. Hay cosas peoren la vida que perder un poco de carne y sangre.»

Curiosity acababa de quitarle a Liam algo más que la carne

a sangre. Todo lo que había dicho era cierto, pero todo

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vacilaban ante el impacto, lo mismo que el joven. —Seguiré mi camino y no volveré a molestaros —dij

l, con la voz quebrada—. Pero necesito hablar con Hannaólo diez minutos. Si ella tuviera la bondad...

 —Ahí la tienes —dijo la anciana. Su expresión sblandó cuando se giró hacia la muchacha—. ¿Estádispuesta a hablar con él, hija? Si no quieres hacerlo, nstás obligada.

Hannah miró a Elizabeth, vacilante, con una pregunlaramente escrita en la cara. Pero fue Nathaniel quieespondió:

 —Debes hacer lo que te dicte el corazón, CaminAdelante. —Lo dijo en kahnyen’kehàka. Y por primera vez lamó por su nombre de adulta, para que ella entendiera bieus palabras, para que su respuesta fuera tan clara como

regunta que nunca había formulado.Ella encorvó los hombros un momento. Luego se irgu

hizo un gesto de asentimiento. —Hablaremos fuera —dijo.

Se alejaron de la casa y caminaron entre los árbolehasta tener la certeza de que nadie los había seguido. Aravés de la ventana abierta les llegaba todavía la música d

os violines, que subía y bajaba con la brisa.

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Hannah temblaba en el frío húmedo, a pesar de que shabía ceñido el capote. Ya no llovía y el cielo estaba cadespejado; la luna y las estrellas arrojaban luz suficienomo para producir sombras. Ella percibió un sabor a hie

n el viento. —Tendremos escarcha —dijo—. Nieve, quizá.Eran sus primeras palabras desde que habían salido d

a cocina. Tantas cosas terribles como había imaginado que diría... y ahora sólo se le ocurría hablar del tiempo. Pero nhacía falta: todo estaba dicho. Curiosity había usado verdad como un cuchillo para penetrar en él con la limpiezde un cirujano. Hannah ignoraba qué profundidad hablcanzado y de qué serviría. Había quienes parecían aferrarson más tenacidad a lo que más dolía; lo había visto más d

una vez y, sin duda, volvería a verlo.

Se dio cuenta de que él buscaba las palabras que querdecir y las sopesaba con cautela. No hablaría hasta esteguro. Pensando en eso, Hannah percibió algo que nfado le había impedido ver. Aquel hombre era como u

desconocido en muchos aspectos, pero en otros, e

spectos importantes, no había cambiado. Aunque Curiositno pudiera hallar rastros del niño que Liam había sidstaban allí y formaban parte de él. Eso le dio valor paevantar la mirada; el suave claro de luna le recortaba la líne

del mentón y la frente.

 —Hay dos cosas que necesito decir —comenzó él—

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En primer lugar, en la ciudad hay gente que quiere echarle uante a Manny Freeman. Sospechan que ha estadyudando a los fugitivos a huir hacia el norte y sólo busca

una excusa para ahorcarlo. Cualquiera les bastará.

Hannah ahogó una exclamación, pero él no se detuvo. —Quería decírselo a Galileo, pero no sé si me creeríComo tú vas a la ciudad, se me ha ocurrido que podríahablar con Manny. Dile que se ande con cuidado. Dile que Vaark estaba en el muelle de Newburgh, no fue poasualidad. ¿Lo harás?

 —Sí.Hannah se frotó enérgicamente la frente, tratando d

dominar sus pensamientos. Manny Freeman estaba eeligro y Liam Kirby intentaba salvarle la vida. Diez minutontes, de pie frente a Curiosity, había aceptado de ella lo

eores golpes sin defenderse ni excusarse. Podría habernterrumpido con esa noticia; podría haberla utilizado comrma arrojadiza: una información tan valiosa para el bienest

de su hijo era algo con lo que él habría podido obtener erdón de la anciana.

Peor aún: ahora Liam le ataba las manos. Hannah nodía presentarse ante Curiosity y Galileo para hablarles du buena obra; antes debía asegurarse de que Mannstuviera advertido y a salvo. Liam le había echado esesponsabilidad sobre los hombros y ya no tenía má

lternativa que aceptarla. Ella cosecharía lo que él hab

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embrado.A menos que fuera demasiado tarde. Quizá Liam habí

ostergado la información hasta que ya no pudieeneficiar a Manny. Hannah apartó ese pensamiento: po

mucho que Liam se presentara como un mal hombre, ella nodía creer semejante cosa.Él la observaba con expresión inescrutable.

 —Y aquí viene la segunda cosa que quería decirte. EsVaark, el que recibió la puñalada en los muelles, ¿te dice algu nombre?

 —No —susurró Hannah—. ¿Por qué?Él se encogió de hombros.

 —Era el cuñado de Ambrose Dye. Eso significa que ugitiva que estoy persiguiendo es propiedad de la viuda d

Vaark, que casualmente es la hermana de Dye. Hace apena

una hora que he estado hablando de todo esto con él, y seguro que ha prestado mucha atención.

 —Ya lo imagino. ¿Qué más le has dicho?Liam guardó silencio durante largo rato, hasta que p

in dijo:

 —Nada. Sólo la verdad: que mis perros perdieron sastro hace unos días. Pero supongo que ahora querrá venonmigo al bosque o la buscará por su cuenta. Hace años ambién era cazanegros, y de los buenos. Ahora que te h

dado la información, haz con ella lo que quieras. No teng

más que decir. Debo irme.

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 —Espera. —Hannah alargó un brazo para tocarlo, perde inmediato retiró la mano. Él había apartado la cara; en smejilla latía un músculo como un pájaro en la trampa—. Havenido a Paradise para advertirnos de lo de Manny.

 —No —negó él ásperamente. —Sí. Has venido a eso. ¿Por qué no lo admites?Liam le lanzó una mirada ardiente como el rayo.

 —Piensa lo que quieras. —Y también has venido para verme.Él la enfrentó, trémulo de furia.

 —Soy un cazanegros, y de los buenos —dijo—Persigo a negros fugitivos para ganar dinero y los llevo dvuelta a rastras. Y hago bien mi trabajo: el año pasado cogíeis. Ellos suplican y lloran, pero yo no escucho. Lo

devuelvo a las palizas y a cosas peores; cobro mi dinero

me voy antes de que comiencen los latigazos. Por eso estoquí, tras el rastro de la mujer que habéis escondido en

montaña. Ese es el único motivo.Algo estalló en Hannah, una cólera contenida cuy

otencia sólo percibió al soltarla.

 —Mientes. Me escribiste una carta porque queríahablar conmigo. Lo de Manny podrías habérselo dicho a madre, a Elizabeth o a Ojo de Halcón. Si estás aquí, es porqu

has venido a decirme algo. Dilo, pues. ¿Querías hablarme da muchacha con la que te has casado? ¿Es eso? ¿Cómo s

lama? Nunca has mencionado su nombre.

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Él se inclinó y la cogió de los brazos con fuerza desesperación.

 —¡Eres una bruja, maldita seas! Sí, he venido paverte.

Hannah sentía el calor de su aliento en la cara. Habrquerido cerrar los ojos, pero no podía dejar de mirarlo. —He venido a decirte que debería haberme quedado e

a montaña, que debería haber esperado. —Pero no lo hiciste. —Su voz sonaba inexpresiva has

ara ella misma—. No esperaste. Y ahora es demasiadarde.

Él se es tremeció; luego la acercó más a sí y abrió la bocara hablar, pero volvió a cerrarla. No tenía explicación xcusa que ofrecerle. En su cara estaba la prueba de qu

Curiosity no había penetrado lo suficiente, no había podid

legar a eso que él no podía decir, que temía expresar en volta. Hannah lo percibió debajo de la piel de Liam y vio magen de lo que se interponía entre ambos: la mujer co

quien se había casado. Sophie o Jane, Mary o Julia, ojozules o verdes, pelo tan rojo como el de Liam, o rubio,

quizá del color de la tierra. Cualquier color, menos negro. Esmujer lo estaba aguardando; esperaba oír el ruido de suisadas en el porche; aguardaba frente al hogar dondreparaba la comida, donde amamantaba a su hijo y cosus camisas; una mujer educada para hacerse cargo de esa

areas y que no pedía otra vida ni un trabajo propio. Un

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mujer que se conformaba con esperar; una mujer blanca. —Demasiado tarde. —Ahora ella también temblaba p

lgo innominado, innominable. Temblaba por el deseo degarle, aunque su boca se ablandaba y se abría a la de él.

Era un error; lo sabía perfectamente. Sin embargo, esó, pues no veía en el mundo otra cosa que la pérdida y dolor de haberlo perdido, de tantos años de ausenciiempre lo había extrañado y siempre lo extrañaría. Aunquo hubiera perdido, lo besaría una vez. Y con eso deberíonformarse. Podía besarlo y reconfortarse sintiendo que espondía a su deseo, fuertes las manos sobre su cara, lo

dedos enredándose en su cabellera, los pulgares apretandus pómulos, mientras ella saboreaba esa boca tan dulce álida. Durante un momento podía aferrarse a él, tierna y sieservas.

Cuando al fin se separaron, ambos tenían la respiraciódemasiado agitada como para decir nada, aunque, de todomodos, no hacía falta. Hannah tenía la garganta oprimida dmiedo; temía que tratara de retenerla, y temía que la dejara iPor eso giró en redondo y se alejó; esta vez lo abandonab

o abandonaba para siempre.

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Capítulo 11

Hacia las diez, Jemima Southern había visto fracasodos sus planes: no había bailado con Isaiah Kuick ni co

Liam Kirby; ni siquiera con Claes Wilde. De los treúnicamente Wilde la había invitado, pero sólo después dhaber bailado con todas las señoras casadas y casi todas laolteras. Se acercó a ella sólo después de haber sacado

Dolly y a Becca y de que Hannah Bonner lo hubierechazado.

Jemima rehusó su ofrecimiento con una excusa y unonrisa, como antes había rechazado a los Cameron, uno tratro, al señor Oathercole, con sus tontos lacitos, y a lo

ramperos, que apestaban a monte, e incluso a JeMcGarrity, por grosero que fuera rechazar al novio eersona. Finalmente dejaron de invitarla; pasaban junto lla como si no estuviera allí. A cada nueva pieza sentía lspalda más rígida y el nudo en el estómago más apretad

Se limitaba a observar.Observaba a Isaiah Kuick, que no mostraba el mennterés en el baile ni en nada que no fuera la bebida. De ven cuando se acercaba a la puerta a echar un vistazo,

volvía a reunirse con los hombres en el estudio del juez. Elvigilaba a Hannah Bonner, que se había puesto uno de lovestidos que había llevado de Escocia, ya pasado de mod

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y demasiado elegante para un baile de campesinos. El verdno casaba bien con su tez oscura, pero a ella no parecmportarle, como tampoco parecían importarle los hombre

que la seguían con la mirada adondequiera que fuese.

Hannah Bonner bailó con Jed McGarrity y con el señGathercole, pero rechazó a la mayoría de los solteros; traehusar a su último pretendiente con una sonrisa, se sentóonversar con Dolly Smythe y Eulalia Wilde, hasta qu

Claes, el hermano de Eulalia, fue a sacar a Dolly por segundvez. Por la manera en que ésta le sonrió, levantando hacia us ojos bizcos, era obvio que bailar dos piezas le parecoda una propuesta de casamiento. ¡Estúpida Dolly! ¡Jamáprendería la más básica e importante de las lecciones! Leor que puede hacer una mujer es demostrar a un homb

que tiene poder sobre ella.

Lo más ofensivo fue lo de Liam Kirby, que ni siquiera lhabía mirado, a pesar de que durante diez minutos habstado muy cerca de ella, mientras él hablaba con Ambros

Dye. Jemima, tras escuchar lo suficiente para comprendque hablaban de la fugitiva, devolvió su atención al bail

Hannah acababa de salir a bailar con Jock Hindle, cuysposa se abanicaba la cara, del color de las cerezas. —Trátalo con suavidad, Hannah —dijo la señor

Hindle, alzando la voz—. Ya no es muy joven.Las risas surgieron y se apagaron. En el silenci

iguiente se oyó la voz de Ambrose Dye, en todo el salón:

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 —Perra piel roja. —Lo dijo sin rencor alguno, como lamara a Hannah Bonner por su verdadero nombre—. Tú nienes nada que hacer entre la gente blanca.

Fue casi divertido ver cómo se quedaron todo

etrificados al oír la verdad dicha en voz alta. ElizabetBonner se levantó y dio un paso adelante, pero Hannatajó la situación exclamando con voz clara y fuerte:

 —Reuben, Zeke, ¿habéis olvidado para qué s irven esoviolines?

Y el silencio desapareció tan de súbito como habomenzado, perdido entre la música de los violines y laonversaciones, ahora más audibles, como si todos hubiera

decidido por votación unánime que era mejor no presttención a Ambrose Dye; a fin de cuentas, era un forasteroiempre lo sería.

Todos continuaron como si tal cosa, todos, menoLiam, que tenía cara de haber tragado lejía. Durante toda

ieza permaneció con los puños apretados a los costadouando terminó Molly Brooks siguió a Hannah hacia

vestíbulo.

A Jemima se le atragantó la risa al ver a Liam haciendl papel de tonto; su sabor era amargo como el acíbar. Ausí, no ir tras ellos le habría resultado tan difícil com

desnudarse en medio de aquella habitación atestada.Cuando llegó, la discusión ya había comenzad

Hannah y Liam, frente a frente, muy juntos; él, con la cabez

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nclinada hacia ella. Hablaban en voz baja, pero con bastanlaridad. Hannah sacudía la cabeza sin mirarlo a los ojos. Lntrada de la cocina estaba llena de niños boquiabiertoon ojos tan redondos como monedas. Los hombres salía

del estudio para fisgonear e intercambiaban sonrisas odazos. Jemima sintió el fuerte impulso de abofetearlos odos. Por fin aquello terminó y Hannah se acerc

directamente a Claes Wilde, que estaba con su hermanara reclamarle la pieza que ella misma había rechazado pocntes, como s i estuviera en todo su derecho. Liam regresóu lugar, cerca del capataz, con la cara rígida como la cortez

Los niños desaparecieron dentro de la cocina, y lohombres, en el estudio. Jemima observaba el baile y tomabnota de la gente que entraba y salía. Entró Nathaniel Bonnealió Peter Dubonnet. Isaiah Kuick, de pie en el vano de

uerta del estudio, la miraba fijamente, sin disimulo. Ella shabía pasado toda la noche esperando a que Isaiah se dier

or enterado de su presencia. Y allí estaba, mirándola comoun caballo con una pata rota, como a un animal que nirviera para nada en este mundo.

De pronto, la asaltó un gran cansancio y toda su ira sscurrió como la sangre vital. Fue al vestíbulo y abrió uerta de la calle. Durante un momento sintió el frío de

noche de abril y contempló el cielo colmado de estrellas. Vun capote colgado de un clavo y lo cogió sin preguntarse

quién pertenecía; luego salió del porche y se dirigió

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ranero.Envuelta en el capote de lana, Jemima se tumbó en u

esebre en el que había heno viejo, cayó en un sueñntranquilo y soñó con su madre muerta. De pronto

despertaron unos susurros. En su confusión, se imagindurante un momento que estaba en su cama de niña, pernseguida los vagos olores a leche, cuero y animales, qu

hacía mucho tiempo que ya no estaban allí, le recordarodónde se encontraba y por qué.

Pero las voces no habían sido un sueño. —Todo un invierno... —dijo Isaiah Kuick—. Todo u

argo invierno... —Sí, demasiado tiempo... —Era la voz del capataz, per

emima nunca la había oído así, tan baja y suave—. Ya temque no fueras a darme la señal.

La muchacha trató de aquietar el batir de su corazón, dalmar la respiración que agitaba el heno bajo su mejill

Escuchaba con toda su atención: ruido de bocas húmedaque se tocaban. Volvió a ser una niña en la oscuridaddesvelada por el ruido en la cama vecina. Todas las noche

nfalibles como el amanecer, los susurros de las sábanas as palabras ásperas de su padre, que tironeaba y hurgabmontado sobre su madre. Sus gruñidos roncos, los gimoteode ella, como los de un animal en la trampa, el chirriar de laogas que sostenían el colchón, y la cama sacudiéndose.

 No recordaba haber visto nunca que sus padres s

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esaran; ella misma nunca había besado a ningún shumano. No obstante, sabía muy bien qué era lo que oíParpadeó con fuerza, enfocando los ojos a fuerza dvoluntad. Giró la cabeza apenas lo suficiente para mirar hac

l pesebre del otro lado. Bajo una ventana sin celosías, euna zona iluminada por la luz de la luna, distinguió doiluetas que se retorcían y giraban, mientras las ropas caíal suelo; luego, la línea de una espalda desnuda que s

doblaba hacia delante, un ruido de carne contra carne, unxclamación aguda.

 —Ah, Dios, ah, Dios... —Chist... —Un susurro suave, más suave—. Chist...Jemima Southern no confiaba en nada, salvo en su

ropios ojos. Y lo que veía era a dos hombres quopulaban como perros. Lo que oía era el diálogo de do

mantes que se conocían bien: tiernas palabras de alientSí, Dios mío, sí», «Más, más», «Oh, por favor». Isaia

Kuick, a cuatro patas; Dye, doblado sobre él, usaba srasero como otros hombres usan la delantera de una muje

Podía distinguir la blancura de la pierna de Kuick, su braz

u cabeza colgante, la boca abierta en exclamaciones ddolor, placer o ambas cosas a la vez. La mano libre de Dytareada entre las piernas de su compañero, acariciando itmo de sus caderas. Por fin arqueó la espalda hacia atrás evantó la cara hacia la luz de las estrellas. Entonces Jemim

vio lo más increíble y extraño de todo: el hombre al qu

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onocía en su papel de capataz, desconfiado, frío y malvadhabía desaparecido. La cara que mostraba la luz de lastrellas estaba llena de vida, de una manera taobrecogedora y personal que ella tuvo que cerrar los ojo

durante un momento la cegó aquel gozo atónito, salabras, que no estaba destinado a sus ojos. Cuandvolvió a mirar, los dos hombres aún seguían unidos y smecían suavemente.

 No era un sueño extraño, sino un regalo. Un tesornesperado, tan valioso como el oro.

«Ya han terminado —se dijo—. Ahora se irán.ecesitaba tiempo para clasificar los pensamientos que se golpaban en la cabeza: la voz de su padre leyéndo

versículos de la Biblia que ella había memorizado somprender, pero así lo exigía él: «No yacerás con hombr

omo con mujer: es una abominación... arder en lujuria unhacia el otro; hombre con hombre, haciendo lo que endecoroso.» Y la voz de la viuda: «paganos», «papistas» condenación eterna». «Espero, señor Gathercole, que ho

nos lea algún fragmento del Levítico; todos necesitamo

aber del fuego arrasador.»La viuda Jemima imaginó a la viuda en su silla, junto a ventana, siempre alerta, siempre buscando descubrransgresiones contra Dios y contra ella misma. Sintió unzada de su aguja en el bordado, oyó esa voz fina, ta

egura de su lugar en el mundo, tan segura de su hijo.

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ómo lo miraba, y los planes que había hecho para él. «Ergullo precede a la caída.» Formó las palabras con loabios, silenciosamente, e imaginó la cara que pondría

viuda si entrara en ese granero y viera al capataz montando

u precioso Isaiah como a una prostituta. El único hijo dLucy Kuick era sodomita.Los dos hombres hablaban cara a cara y se besaban d

vez en cuando. Habían bajado la voz; Jemima no entendran cosa de lo que decían, pero bastaba con el tono, suavmoroso... Luego Dye se deslizó por el vientre de Isaia

hacia abajo. Jemima, no tan asqueada o indignada comhabría esperado, sino sorprendida y bastante curiosa, lo vimeter la cabeza entre las piernas del otro y mamar como u

ebé de la teta llena. El placer que eso les proporcionabambos era obvio, pero también un misterio. Ella observó co

tención, mientras otra parte de su mente volaba hacia atráhacia el tiempo en que trataba de llevarse a Isaiah a la cama

Ahora comprendía que por mucho que dejara abierta uerta de su habitación, eso jamás significaría nada para é

Pero ya no importaba. Si antes tenía la esperanza d

costarse con Isaiah tantas veces como fueran necesariaara concebir un hijo suyo, él acababa de darle algo mejoAhora no podría negarle nada.

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Se habían puesto nuevamente en pie y se sacudíamutuamente el heno de la ropa; las manos se demorabaquí y allá, mientras hablaban de fechas, horas portunidades.

 —El jueves —dijo Dye, y Kuick se echó a reír. —¿Tú crees que podremos esperar tanto?Era la primera vez que Jemima lo oía reír de verdad, s

astro de burla.Cuando se hubieron ido, permaneció un rato acostad

razando planes. La cosa había durado veinte minutos, quizmedia hora, pero ese breve tiempo había cambiado su vidTan sumida estaba en sus pensamientos que el ruido d

isadas la cogió por sorpresa. Volvió a quedarse inmóvensando que ellos regresaban para volver a comenzaQué habría sucedido si ella se hubiera levantado demasiad

ronto y la hubieran descubierto? Dye la habría matadimplemente; de eso no le cabían dudas.

Pero era Liam Kirby. Y estaba solo. Lo reconoció por sstatura y por el lustre de su pelo a la luz de las estrellas. Éermaneció sin moverse durante un largo minuto, con la

manos a los costados.Sin duda esperaba a Hannah. Jemima se vería obligadabservar a Liam gozando de Hannah, de la misma maner

que el capataz había gozado de Isaiah Kuick; tendría que oas cosas que él le dijera: frases de amor, palabras dulces. E

l precio por la gran ventaja que había obtenido. Y resultab

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margo.Después de un rato Jemima empezó a comprender qu

Hannah no acudiría. Él estaba solo allí; se estabscondiendo. Ella lo había rechazado y él había ido allí pa

amerse las heridas. Durante un momento ella se quedturdida por tanta buena suerte, y luego susurró su nombreÉl dio un respingo y se volvió con brusquedad.

 —¿Qué haces aquí? —Estaba esperándote. —Se llevó las manos a lo

hombros y se bajó el vestido, dejando asomar los pechoAvanzó hacia él.

Liam retrocedió, pero sus ojos estaban clavados en arne blanca, en la sombra de los pezones.

 —No —dijo—. No.Ella alargó la mano y deslizó los dedos por la par

delantera de sus pantalones, tal como había visto hacer saiah Kuick. Liam dio un respingo y le sujetó la mano. Sespiración se tornó fatigosa.

 —Piensa, Liam. —Él seguía mirándole los pechomientras retenía la mano de la muchacha contra su cuerp

emima sintió que el cuerpo de Liam se agitaba—. Nadie abrá nunca.Se apartó de él para ponerse de espaldas y se subió la

aldas. —No hace falta que me mires a la cara —añadi

intiendo el aire helado contra la carne desnuda—. No tiene

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alor de Liam dentro de ella. Él le apartó con rudeza laiernas; luego, todavía insatisfecho, le cogió la rodil

derecha y se la apretó contra el hombro, para tenerla biebierta. Con el empellón siguiente tocó un sitio tan hond

que ella no pudo contener otro grito: de dolor, sorpresa probación. La cubría, la aplastaba contra el heno con todu peso, amenazaba con partirla en dos, y ella disfrutaba. Logió por las nalgas para presionar hacia dentro.

Si esa vez no le hacía un bastardo, lo buscaría dnuevo, y él no podría rehusar. Después Isaiah tendría queconocer como suyo lo que era de Liam... o pagar laonsecuencias.

Cuando Jemima regresó a casa, ya se había ocultado una y estaba cayendo escarcha; tuvo que cogerse de arandilla del puente para no caer. Cojeaba un poco; tenos muslos magullados y pegajosos, y un ardiente escozo

muy adentro. Le ardían los hombros, los pechos y el vientr

que él le había marcado con los dientes y raspado con arba, respondiendo a sus exigencias. Y, aunque le dolíaodos los músculos, por una vez en la vida Jemima Southerstaba satisfecha. Había ido a la fiesta y había sacado

mejor provecho de los dos, de Liam Kirby y de Isaiah Kuic

Ahora los tenía a ambos, y también a Hannah Bonner.

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Mientras buscaba la manera de entrar en la casa sin qunadie la oyera, recordó que eso ya no importaba. Podía haco que se le antojara: pronto sería el ama.

Cuando se metió en la cama, después de quitarse

opa, que apestaba a granero y a hombre, se le ocurrierodos cosas. La primera, y la más sorprendente, era que gradaba fornicar, pero sobre todo el poder que le brindabonvertir en niño a un hombre que la doblaba en tamaño. or mucho que le gustara el acto, tendría que prescindir dl: podía obligar a Isaiah Kuick a casarse con ella, pero amás iría a su cama. El tipo de poder que ejercía sobre él nuardaba ninguna relación con lo que anidaba entre suiernas.

La segunda cosa no era tan sorprendente, pero dolíhabía fornicado toda la noche con un hombre que ni un

ola vez la había llamado por su nombre. Aun mientrausaba todos los orificios que ella le ofrecía, él había apartada cara cuando ella trataba de besarlo. Y cuando se vació ella, una, dos, tres veces, no había en su rostro ningunxpresión de gozo, ni siquiera de alivio: sólo una furia s

alabras y el odio a sí mismo y a ella.«Imagina que soy otra», le había propuesto. Pero él nodía olvidar quién era ella. Quién no era.

Durante un momento Jemima permaneció muy quietLuego se tendió de costado, con las rodillas recogidas has

l mentón para retener dentro cuanto necesitaba de Lia

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Kirby, y se quedó dormida.

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SEGUNDA PARTE Viajeros Losbosques interminables

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Capítulo 12

Durante los precipitados preparativos para el viaje ravés de los Bosques Interminables, Elizabeth no se habermitido pensar mucho en lo que significaría alejarse de su

hijos, sin saber cuándo volvería a verlos. Mientraonsolaba a Lily y a Daniel, había logrado convencerse a

misma de que el viaje no requeriría más de dos semanas. Le

había explicado más de una vez que pasarían muy rápido que una separación tan corta no era motivo suficiente acional para desesperar.

Durante la primera mañana, se dejó llevar por ntusiasmo inicial. Caminaban en fila india, detrás d

athaniel, por un sendero kahnyen’kehàka que él pareconocer muy bien, aunque Elizabeth a veces no llegabiquiera a distinguirlo. Sin embargo, le sorprendía ver co

qué facilidad se había adaptado al ritmo de la caminata, sin estricción de las faldas y el estorbo de la ropa de diario. P

rimera vez en mucho tiempo llevaba perneras y se habvestido a la manera de las kahnyen’kehàka. Se había hechunas trenzas sencillas y, a pesar de la mochila que cargabe sentía completamente libre de molestias.

Promediaba abril, una buena época en aquella parte dos Bosques Interminables: los lodos primaverales había

desaparecido en su mayor parte y aún faltaba un mes o má

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ara el calor del verano. Sin embargo, el tiempo emprevisible. A veces encontraban parches de nieve d

varios centímetros de grosor; pero incluso las heladanocturnas eran poco tributo a cambio de no sufrir

verdadera plaga de los bosques. Elizabeth prefería caminn el frío a soportar los tábanos, que acudían en nubenvadiendo orejas, narices y cuellos, y dejando tras de ientos de ronchas dolorosas. Contra los tábanos no habemedio, aparte de la grasa de oso y el ungüento de poleemedios casi tan desagradables como el mal que debíaombatir.

Pero el frío se podía soportar. Todos calzabamocasines de invierno, forrados de piel y acordonados hasmedia pierna. Sobre las mochilas habían atado capas coorro de marta y pieles curtidas.

Aunque la escuela y los alumnos habían quedado atráElizabeth no podía sacudirse de encima su instinto dmaestra, y le explicaba a Selah cosas que podrían serle dyuda si tenía que pasar una temporada en los bosques. Laamas de los árboles de hoja caduca comenzaban a mostr

oques de verde muy claro; dentro de unas semanas estarían plena floración y el bosque se perdería en una sombrresca. Entonces, mucho de lo que ahora estaba a la vis

quedaría oculto.Las pirangas rojas bordeaban las ramas de un fresn

lanco, cual llamas de velas en fila. Un pájaro carpinter

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uscaba comida tamborileando en el tronco de un robmuerto. Topos y ratones trajinaban en los montones dhojas en descomposición. Por lo demás se veía poca vidilvestre, en parte porque ellos, al menos dos de los tres, n

marchaban tan en silencio como habrían debido, y en parorque la mayoría de los animales comenzaba entonces ibrarse del estupor del invierno.

Esa parte del bosque le era bien conocida; estaba astante cerca de la cabaña como para que Hannah ecorriera todo en su constante búsqueda de planta

medicinales; y a Elizabeth le gustaba acompañarla cuandenía tiempo. En esas salidas había aprendido casi todo

que sabía del bosque —conocía los nombres de los árbolea mayoría de las plantas y su aplicación—, pero tambiéran una rara oportunidad para hablar sin interrupciones co

u hijastra. Había llegado a depender de ella, no sólo paque la ayudara con los niños y la casa, sino también para onversación, tanto como de Curiosity y Muchas Palomas.

Aquella mañana habían partido todos precipitadamenntes de que rayara el día. Hannah había ido montaña abaj

omenzando su largo viaje a la ciudad, y no había tenidportunidad de hablar con ella a solas; de lo sucediduando su hijastra abandonó la cocina con Liam, Elizabet

no sabía nada.Pero era obvio que entre ellos había ocurrido algo; alg

de lo que habían dicho o hecho había dejado su marca e

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Hannah. Elizabeth sospechaba que si por casualidad sropezaran aquel día con Liam Kirby, en su cara vería l

mismo. Qué significaba, exactamente, era algo que sóodía intuir, pues ninguna de las explicaciones racionales

atisfacía.Al promediar la mañana ya estaban fuera del territorque ella conocía. Avanzaban por una zona de arces dondos mocasines se hundían en las hojas musgosas, qurujían bajo los pies.

Aunque a Elizabeth le fascinaba el bosque erimavera, se reservaba los comentarios, pues era peligros

hablar. Allí las voces se oían desde lejos, y era posible quLiam Kirby o Ambrose Dye estuvieran tras ellos. La noticde que Dye y Selah estaban vinculados había sido undesagradable sorpresa, pero no había nada que hacer, salv

ontinuar. En el último momento Nathaniel se había colgaddel cuello otro cuerno de pólvora y había aceptado la bolsde balas que Ojo de Halcón insistía en que se llevara.

Había cogido todas las armas que poseía: la escoperuzada detrás, un cuchillo al costado, el tomahawk en

inturón, apretado contra la espalda. A eso había que añadun conocimiento de los bosques que ni Liam Kirby, nAmbrose Dye, ni ningún cazanegros podía igualar. El viajería largo y peligroso, pero Selah Voyager estaba much

más segura marchando tras Nathaniel Bonner que e

Paradise.

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Y si era verdad lo que Liam Kirby le había dicho Hannah, Selah Voyager sabría defenderse y defender a shijo en caso de necesidad. Claro que Elizabeth sabía que ndebía preguntar. El hombre que mata en defensa propia o d

u familia es capaz de contarlo, pero las mujeres sodiferentes. La mujer que mata por necesidad o por cólera nomparte su historia fácilmente con los demás. Elizabeth abía por experiencia.

A mediodía se detuvieron para comer y porque así lequería el estado de Selah, aunque ella no lo había pedid

ni daba muestras de cansancio; caminaba a buen paso, rarvez hablaba y no se quejaba nunca. Elizabeth pensó que es

e debía a su deseo de llegar a la relativa seguridad de RocBermeja, preferiblemente antes de que llegara su hijo mundo.

Ahora, sentada en cuclillas, terminaba su porción dvenado seco, con un trozo de pan de maíz apoyado en s

ran panza. Comía con celeridad y pulcritud, concentradólo en esa tarea.De pronto se le contrajo el vientre y el pan saltó como

stuviera vivo, como si el niño supiera exactamente dóndstaba y lo hubiera rechazado. Fue una escena cómica qu

rrancó risas a todos.

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Elizabeth recordó entonces lo que se sentía hacia inal del embarazo, cuando el niño gobierna todos tu

movimientos, todos los instantes de la vela y el reposodas tus ideas. De pronto la invadió una repentin

ensación de pérdida que la dejó aturdida. Un pánicrimitivo se apoderó de ella; tuvo la certeza de que s i en esmomento giraba sobre sus talones y corría a casa, sus hijohabrían desaparecido: los habría perdido para siempmientras ella estaba en otro sitio atendiendo las necesidadede otra mujer.

 Nathaniel le puso una mano en la rodilla. Había leído eu cara y comprendía. No era la primera vez que la asaltabse pavor por sus hijos; tampoco sería la última. No e

necesario que se lo explicara a su marido, y él jamás vergonzaría expresando en voz alta lo que ella sabía: qu

Robbie había desaparecido, sí, pero que Lily y Daniel yenían ocho años, eran fuertes y sanos y estaban bajo uidado de personas de absoluta confianza.

 No le diría esas cosas, pues comprendía que el miedrovenía de algún sitio muy hondo, donde la razón y

ógica no tenían poder alguno. Les habían arrebatado loemelos cuando eran bebés, y, aunque fue durante breviempo, bastó para que Elizabeth descubriera cómo se grabl miedo en los huesos . Y la muerte de Robbie llegó despuéreforzar la lección.

Selah Voyager carraspeó.

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 —Muchas gracias por la comida —dijo, en voz grave lgo ronca.

Elizabeth parpadeó con fuerza para dejar de pensar eus hijos.

 —No tiene por qué darlas, señorita Voyager.La joven sonrió de una manera que transformó suacciones, agradables pero nada notables, prestándole a sostro un momento ese fulgor que quizá podría llamarselleza.

 —Por favor, ¿le importaría llamarme Selah? —le rogó, uego, aún con más suavidad—: No es mi nombre dsclava. Selah es el nombre que me puso mi madre el día e

que cumplí mi primer año.Había muchas cosas que Elizabeth ignoraba de aquel

oven y que habría querido saber, pero no se le pasaba por

mente preguntarle su nombre. Sabía, sin necesidad de que so dijeran, que todos los fugitivos que enviaba Almanz

Freeman portaban el apellido Voyager, de momento. Lodueños de esclavos creían que éstos no necesitabapellido ni tenían derecho a él; por ese motivo, una de la

rimeras cosas que hacían los nuevos libertos era ponersun nombre.Aquella joven había llevado una vida que Elizabe

penas podía imaginar y que no estaba muy segura dquerer conocer. Si le preguntaba, Selah le respondería, quiz

or gratitud, pero más probablemente porque aún no sab

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que era posible no contestar las preguntas de una blanca. lla no se aprovecharía de semejante ventaja, por grande quuera su curiosidad; prefería aguardar y aceptar nformación que la muchacha quisiera brindarle.

Y acababa de ofrecerle el primer dato. Le había dado magen de una madre esclava que se había atrevido scoger un nombre para su hija. Lo más probable era que sropietario no se hubiera enterado de ese pequeño actebelde; de haber sido así, se habría reído de aquel gesto tanútil, o quizá la habría castigado. Su madre le había dado

nombre de Selah, pero su amo le habría puesto otro: PhylliCookie o Beulah.

Pero todo eso quedaba atrás. Ahora iba a un lugadonde podría usar el nombre que le había dado su madre

autizar a su hijo en la fe que quisiera. Los temores d

Elizabeth parecieron de pronto huecos y caprichosoEnrojeció de gratitud por su buena suerte.

 —Está pensando en sus hijos —le dijo Selah, couavidad—. Sin duda está preocupada por ellos.

 —Oh, sí —reconoció Elizabeth, con una leve sonrisa—

Me preocupan. Me temo que es la ley fundamental de maternidad.La muchacha apoyo una mano en el vientre y asinti

on la cabeza.

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En la primera noche Nathaniel buscó un lugar protegidajo un saliente rocoso tan alto como él, rodeado de rama

de bálsamo. El lugar estaba seco y perfumado, y un

lfombra de pinaza cubría el suelo. Los árboles no loislarían de la lluvia y la nieve, pero habían llevado pieleara cubrirse, y por el momento el cielo parecía despejado.

 Nathaniel se alejó en busca de carne fresca, mientras lamujeres encendían fuego e instalaban el pequeñampamento. En cuanto hubieran comido algo, se acostaríaara ponerse en marcha antes del amanecer. Elizabeth estaban cansada que habría dormido incluso con el estómag

vacío; no recordaba haber caminado tanto en su vida.Se sentó junto a Selah, que alimentaba la fogata co

rozos de leña seca.

 —¿Te han explicado Curiosity y Joshua nuestrolanes? La muchacha asintió.

 —Tres días hasta el lago que llamáis Little Lost; asperaremos en unas cuevas hasta que esa mujer mohaw

vaya por mí. Luna Partida. ¿He comprendido bien?

Elizabeth cogió una hogaza de pan de maíz y la partió eres trozos iguales. —Sí. Tal vez debamos esperar tres o cuatro días hast

que llegue Luna Partida. No sabemos exactamente cuándcudirá.

Quien les había dado esa información era Joshua, qu

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e encargaba de llevar a los fugitivos hasta el lugar deunión. A veces su hermano Elijah acompañaba a Lun

Partida, y entonces ambos pasaban un día juntoonversando. Joshua nunca les había preguntado

ocalización exacta de Roca Bermeja ni a qué distancia sncontraba; si no lo sabía, mal podía revelarlo.Ojo de Halcón y su hijo habían escuchado su relato s

omentarios. Más tarde, en la intimidad del lecho, Nathaniompartió sus sospechas con Elizabeth: que Roca Bermej

no estaba en ninguna parte. Cualquier colonia de fugitivostaría más a salvo de la policía y los cazanegros si cambiabonstantemente de lugar. Un asentamiento permanente ereligroso; cualquier cazador podía descubrirlo pasualidad, y tarde o temprano, se sabría en la ciudad.

Elizabeth le explicó todo eso a Selah, que escuchó si

nterrumpir, con los brazos ceñidos al vientre. Su expresióno revelaba ni curiosidad ni miedo.

 —En la ciudad hay un cazanegros que se llama Cobb —dijo la muchacha—. Lo vi varias veces, rodeado de hombreque lo felicitaban porque había dado caza a un fugitivo

que buscaban desde hacía un año. —Miró a Elizabeth a lojos—. Dicen que descubrió una colonia de negros quvivían en libertad en los bosques, hacia el sur. Llegó con abeza del jefe en una pica atravesada de oreja a oreja y olgó delante del juzgado para mostrar a los otros esclavo

que no les convenía huir. Parece una persona normal, per

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un hombre capaz de hacer algo así tiene el demonio dentro. —He oído historias semejantes —reconoció Elizabeth.Selah se encogió de hombros.

 —Hay cosas peores, cosas que te ponen el pelo d

olor de la sal. Pero lo que quería decir es que ese Cobese a ser tan malvado, no se diferencia mucho de cualquitro cazador de recompensas. No entienden nada. Moresulta fácil cuando vivir significa volver encadenado al sit

de donde huiste. —No volverás, ni con cadenas ni sin ellas. Cobb n

iene ninguna potestad en los Bosques Interminables. —No mente al diablo —dijo Selah, levantando un

mano—, que podría aparecer. —Supersticiones —adujo Elizabeth con firmeza, aunqu

intió en la columna un escalofrío escurridizo como la grasa

La muchacha inclinó la cabeza un poco hacia delantCuando la levantó, su expresión se había aclarado.

 —Hábleme de la época fría. —Los inviernos son crudos —dijo ella, dispues

ambién a cambiar de tema—. Pero supongo que en otoño y

starás en Canadá, con Manny.Selah se pasó las manos por la redondez del vientre. —En Canadá o en mi tumba.Elizabeth no dijo nada. En verdad, hasta la persona má

uerte y saludable podía morir sin previo aviso: su prop

madre había despertado un día con fiebres y al anochecer y

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staba muerta. Su primo Will Spencer había perdido uhermano por una picadura de abeja que le inflamó

arganta hasta ahogarlo. Y una mujer que estaba a punto ddar a luz sabía mejor que nadie que tal vez no sobreviviera

sa dura prueba. Si la pasaba, y el niño con ella, tendría quroteger a su criatura de incontables amenazas: malaridifteria, hidropesía, viruela, pulmonía, fiebre amarillAnginas. Cazadores de recompensas.

Selah Voyager la observaba. Elizabeth tuvo la repentininquietante sensación de que le leía los pensamientos.

 —Usted sabe que maté a un hombre —dijo la joven. —Sí. Eso he oído —confirmó ella, tratando de disimul

u sorpresa—. Yo también.Selah acogió esa información con una inclinación d

abeza y luego respiró hondo.

 —Fue en el muelle de Newburgh, a dos días de iudad. Yo buscaba una corbeta llamada Jefferson. Mann

me había dicho: «Tú camina normalmente, como cualquiriado que va a entregar un mensaje. Si alguien te detiene,

que buscas al capitán Small.» Y eso era lo que estab

haciendo cuando me encontré en una esquina con el viejVaark.Hizo una pausa y clavó los ojos en algún punto lejan

Elizabeth se había equivocado: Selah necesitaba contar saso, aunque ella no estuviera dispuesta a escucharla.

 —¿El señor Vaark era tu amo?

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La muchacha as intió. —Me compró en la granja donde me crié el verano e

que cumplí los doce años. Mi madre aún debe de estar alupongo. —Su mirada pasó de la cara de Elizabeth al fueg

—. No era mal amo, el viejo Vaark. Le gustaba hablar de Biblia, pero no levantaba el puño cuando lo hacía, comantos religiosos. Éramos tres esclavos en la casa, máosiah, que trabajaba en el establo. Nos daba bien de com

y ropa buena. Cada seis meses, teníamos un domingo libriempre que regresáramos antes del anochecer. A los quincños, el amo me hizo un hijo, pero nació muerto, como esequeña que enterrasteis el día en que llegué a la montaña.

 —Nació prematuramente. —A veces sucede. Pero al año siguiente nació mi niñit

rande y fuerte. Era muy bonita. La llamé Violet.

A Elizabeth se le formó un nudo en la garganta, de esoque no te permiten tragar. Pero debía formular una preguntY se obligó a hablar, esforzándose por mantener la voerena.

 —¿Qué fue de tu pequeña?

Selah cerró los ojos y volvió a abrirlos . —El ama exigió al viejo Vaark que me quitara a Violet euanto la hubiera destetado. Dijo que lloraba demasiado

que no me permitía trabajar. Pregunté si nos venderíauntas, pero el amo se limitó a poner cara de pena y dij

¿No eres feliz aquí? ¿No te tratamos bien?» Como si fue

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un insulto que yo quisiera estar con mi bebé. Y elldesapareció. Nunca me dijeron dónde estaba, por más que

regunté. Eso me arrojó tan abajo como pueda llegar unmujer. Entonces al amo, para distraerme, se le ocurri

nviarme a la Escuela Libre Africana, dos noches poemana. Decía que aprender a leer me ayudaría a levantar nimo. Al ama no le gustaba la idea de que yo me codearon negros libres por temor a que me inculcaran a saber qudeas. Pero como tampoco le gustaba que me pasara el dlorando, me dejó ir, siempre que no dejara de cumplir con mrabajo. Y efectivamente dejé de llorar, pero no por lo qullos creían, sino porque con tantos negros como entran alen de esa Escuela Libre, esperaba encontrar a alguien quupiera de Violet, quién la había comprado y dónde estaba.

Por su cara pasó un destello de ira, que desapareció co

a misma celeridad. —¿Y lo descubriste? —Por supuesto que lo descubrí, aunque no com

ensaba. Había tenido la respuesta delante de mis nariceodo el tiempo, pero no la supe hasta que aprendí a leer. A

viejo Vaark no se le pasó por la cabeza que una esclavapaz de leer la Biblia pudiera leer cualquier otra cosa que ayera en las manos. Un día, mientras barría la habitació

donde guardaba todos sus papeles, encontré una hoja en que estaba escrito el nombre de mi hija.

Y cerró los ojos para recitar de memoria:

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 —«Al Honorable señor Richard Furmauperintendente y comisionado del asilo de la ciudad dueva York. Caballeros: por la presente os informo de qu

mi negra Ruth, el día cinco de julio de mil seteciento

noventa y nueve, parió a una criatura de sexo femeninlamada Connie. Pues bien, os hago saber que renuncio odo derecho, título de propiedad y responsabilidad por uidado de dicha niña, de acuerdo con la Ley d

Manumisión Gradual promulgada por la Legislatura, y este acto pongo a la criatura bajo la tutela de esta ciuda

Escribo y entrego este Certificado de Abandono, de mi puñy letra, el día seis de junio de mil ochocientos uno. AlbeVaark, comerciante, calle Pearl.»

Sin embargo, como aún no sabía leer muy bien, o tal veorque no quería creer lo que había leído, robé el papel,

quella misma noche, en la escuela, pedí a la primera personque vi que me lo leyera, sólo para asegurarme. Así conocí Manny. Él me la leyó dos veces, y las dos veces sentí uuego dentro de mí, que ardió y ardió, hasta que de morazón sólo quedaron cenizas.

 —Pero ¿por qué hizo eso? —preguntó Elizabeth, que nncontraba sentido a lo que acababa de oír.La boca de Selah se contrajo como si lo que debía dec

uera muy agrio. —Según la Ley de Manumisión Gradual, Violet podr

marcharse libremente a los veinticinco años , y a Vaark no

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ustaba la idea de criar y alimentar a una niña durante todse tiempo para luego dejarla ir sin ganancia alguna. Pero ey dice que no está obligado a conservarla, si no quiere.

 —Entonces, cuando te dijeron que la habían vendido..

 —Era mentira. Pero yo lo sabía. Me lo dijeron lohuesos, cuando dejé de llorar y me paré a pensarlo. Ya no mquedaban lágrimas, sólo tanto odio que habría podidquemar el mundo entero. Todo ese fuego, dentro de mí, dab

uena luz para ver. ¿Quién querría comprar a un bebé negrque no puede trabajar? La enviaron al asilo. —Selah smeció hacia delante y hacia atrás, lentamente—. Una mañanque la señora me mandó a por leche y crema, fui hasta alle Chambers, donde está el asilo, entré sin más y pedí qu

me dejaran ver a mi hija. Pero me echaron. La mujer dijo quuna esclava no tenía nada que hacer allí, que si sabía mi am

que había ido, que en aquellos tres pisos había novecientaersonas y que si pensaba verlas a todas. Yo estab

desesperada, pero Manny me ayudó a superarlo. Fue verme y me habló de los niños perdidos. Lo dijo así: «niño

erdidos», como otros dicen «iglesia de la Trinidad» o «cal

Mayor». Nos sentamos fuera y él me explicó que, desde quhabía sido promulgada la Ley de Manumisión, había muchoasos de niños abandonados. A algunos los llevaban asilo, pero otros eran echados a la calle para que se larreglaran. Niños negros viviendo en la calle como perro

in dueño. Pero mi Violet estaba en el asilo. Cuando Mann

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me lo explicó, ya no me pareció tan horrible. Él me dsperanzas.

Elizabeth comentó: —Me preguntaba cómo os habíais conocido.

 —Fue mi Violet la que nos unió. Al día siguiente omenzó a buscarla, aunque yo no se lo había pedido. Yo nodía vagabundear por toda la ciudad, ¿comprende? Per

Manny nació libre. Y un negro libre puede ir a donde quiermientras no se meta en problemas ni llame la atencióManny podía entrar de vez en cuando en el asilo, recorrerldurante un rato y realizar algunas preguntas. Yo no podíhacer otra cosa que esperar. Ni siquiera podía contar lo quhabía hecho el amo. Manny pasó todo ese verano buscand

Violet. Los días que yo no tenía clase, él me esperaba en mercado o iba a la calle Pearl, y siempre tenía algo qu

decirme: «Ayer hablé con el doctor Post, cuando salía ddispensario. Todavía no hay noticias.» Siempre lo decía as

todavía». Pero al mismo tiempo a Manny se le había metidn la cabeza ponerme en el camino al norte, aunque a mí n

me gustaba la idea de huir sin saber si mi Violet estaba viv

muerta, y tampoco me apetecía irme sin Manny. Pontonces ya éramos como marido y mujer, ¿comprende? Perntonces quedé embarazada y ya no hubo alternativa.

Se miró el vientre como si el bebé pudiera contestarle. —Lo cierto es que no sé de quién es este niño. Y

quiero pensar que es de Manny, pero el amo nunca me dej

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n paz. Era de esos hombres que no pueden descansar hasque se han rascado la comezón. Poco importaba que yuviera tripa por los embarazos, estuviese con la regla, o qul ama nos encerrara muy temprano a los esclavos en

ótano. No había en el mundo candado que pudiera detenl viejo Vaark cuando lo acuciaba la gana.Elizabeth tuvo que tragar saliva para dominar la náuse

que le subía a la garganta, pero Selah no pareció percatarde ello. El impulso de la narración la llevaba hacia delante. Sompañera tuvo la inquietante sensación de que aún faltabo peor.

 —Manny dice que no le importa, que de cualquimodo reconocerá a este niño como hijo suyo. Y me puso eamino. Pero el viejo Vaark fue tras de mí.

La muchacha mostró una expresión que no era d

rrepentimiento, ni siquiera de pena, sino una suerte designación.

 —Apenas rayaba el día cuando giré aquella esquina o vi. Y lo primero que pensé fue que antes que volver a liudad me tiraría al río. Iba a hacerlo, cuando Vaark s

nterpuso entre el agua y yo y me sujetó por el brazo. Debdecir que no estaba furioso. Nunca lo vi furioso. Sólo pussa cara triste que ponía a veces y me dijo lo desilusionad

que estaba conmigo por huir de él. ¿Acaso no me tratabien? ¿No me enviaba a la escuela para que aprendiera

eer? ¿No me daba bien de comer?

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Selah torció violentamente la comisura de la boca antede continuar.

 —Fue entonces cuando le clavé el cuchillo en el cuellEra la única manera de impedir que siguiera hablando. Ya s

que suena raro, pero eso fue lo que se me pasó por abeza. Él se tambaleó hacia atrás y cayó al río. No hizo cauido, pero el río no se lo tragaba, y yo me quedé a

viéndolo chocar contra el muelle, como si llamara a unuerta. Pero luego reaccioné. Tenía dos posibilidades: saltambién al río y acabar con todo o tratar de salvarme y salvl niño. Entonces me escondí en el primer barco quncontré y esperé a que llegaran: la gente que iba a hacersla mar o la muchedumbre que me colgaría del árbol má

ercano. Pero el Señor quiso quitarme el yugo. Pocdespués llegó el capitán con tres marineros, todos ta

orrachos que apenas podían caminar. Él me miró a los ojoy me dijo: «El pasaje a Albany vale diez dólares; ¿tienes diedólares, muchacha?» Yo tenía el dinero que me había dadManny, cosido dentro de la falda. En cuanto le di los diedólares, mandó a uno de los marineros a por un barril d

erveza. Y ya dejaron de prestarme atención. Me senté alln silencio, mirando el río y pensando en la cara del viejVaark mientras le clavaba el cuchillo. A veces, cuando lnoche es muy serena, casi puedo oír al ama diciendo quvoy a arder en el infierno eterno por lo que he hecho. Lo qu

no he dicho aún es que ella no ha alumbrado a ningún hij

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El amo tuvo hijos con todas las esclavas que pasaron por asa, pero ni uno solo con su esposa. A veces, cuandienso en ello, se me ocurre que el ama, en el fondo, debe dlegrarse de que yo haya usado ese cuchillo.

Elizabeth asintió. —Tal vez tengas razón.Selah se acarició el vientre con las manos, pensativa.

 —Y lo haría de nuevo, ésa es la pura verdad. El fuegdel infierno no puede causarme tanto tormento como el quufrí aquella mañana que se llevó a mi Violet. —Sacudió abeza—. Bueno, ya la he molestado bastante con mroblemas, señora Elizabeth. Pero no me parecía bien qu

usted se tomara tantas molestias por mí sin saber nada. Si ne importa, le pediría que le explicara todo esto a su esposo sé si yo podría repetirlo.

 —Por supuesto —dijo Elizabeth—, si es lo que deseas —Sí. Y ahora voy a beber un poco de agua a es

rroyuelo que acabamos de cruzar.Selah se puso de pie, moviéndose con gracia a pesar d

u volumen, y se alejó s in decir más.

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Capítulo 13

 —Es tal como lo recordaba. —Elizabeth se dejó caobre la roca donde se habían detenido, a la orilla del Litt

Lost—. No ha cambiado nada. —Aquí nada cambia mucho —confirmó Nathanie

mientras se sentaba en cuclillas a su lado. Luego se volvhacia Selah y dijo—: ¿Por qué no dejas esa mochila y

ientas un rato? No tenemos ninguna prisa; desde aquí sóqueda un cuarto de hora de camino hasta la casa de Robbie

 —¡Estupendo! —dijo la muchacha—. Sería una penlejarse de aquí sin haber tenido tiempo de contemplar esaisaje. Cada vez que miro a mi alrededor me digo que ya n

veré nada más bonito, pero al poco tiempo aparece ante mvista algo aún más hermoso. Me cuesta creer que todo estea verdad.

 —Oh, por supuesto que es verdad —aseguró él—Elizabeth aprendió a nadar en este mismo lago, aunque e

más avanzada la primavera, cuando el agua ya no está taría. Ahora uno no puede meterse ahí sin que se le congeleos...

 —¡Nathaniel! —lo interrumpió Elizabeth. Selah se tapa boca con la mano y apartó cortésmente la mirada.

 —¿Qué pasa, Botas?—preguntó él, con una graonrisa.

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 —¿No deberías adelantarte para ver si las cuevastán...?

 —¿Si todavía están allí? No creo que puedan levantarsara mudar de lugar.

 —Desocupadas —concluyó su esposa, clavándole udedo en el brazo—. No me gustaría compartir la cama con uso o un turón. Y me agradaría acostarme lo antes posible.

Era el cuarto día que pasaban en la espesura y snergía comenzaba a flaquear. Aunque no quisiera admitirloería un alivio permanecer en el mismo lugar hasta que Lun

Partida se reuniera con ellos. Mientras contemplaba el lage le ocurrió que su cansancio no se reducía a los dolore

musculares: le apetecía pasar un tiempo allí con Nathaniein los niños, sin las rutinas cotidianas . Y pese a lo grave da situación, tenía buenos motivos para pensar que lo pe

había quedado atrás: no habían hallado ninguna evidencde que Liam Kirby o Ambrose Dye los siguieran, la comidra abundante y Selah parecía encontrarse a gusto con ello

 Nathaniel dejó el mosquete cargado junto a ella rruinó sus buenos pensamientos.

 —¿Es necesario?La expresión de su esposo le dijo que sí. —Volveré dentro de media hora. No te muevas de aquí —Supongo que vas a recordarme todos los pasos e

also que he dado en la espesura —contraatacó ella.

Pero él ya se alejaba por el camino que serpenteab

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montaña arriba y no oyó su protesta.Selah, que se había sentado en una piedra soleada, s

quitó los mocasines y metió los pies en el agua. Elizabeth mitó, con una exclamación de frío.

 —Pensaba bañarme —confesó—, pero veo quathaniel tiene razón. Es irritante que siempre tenga razón.La muchacha sonrió, mientras paseaba la mirada por

ago, una extensión de agua de forma irregular y de no máde ochocientos metros de longitud. La orilla, poco profundstaba habitada por peces extraños; el bosque era allí tascuro e impenetrable como una mazmorra.

 —¿Habrá un lago en el lugar al que voy? —Los Bosques Interminables están llenos de lagos —

espondió Elizabeth—. Y también de pantanos y esteroque no son tan agradables. Y de ciénagas, que son aú

eores. Eso lo sé por experiencia. Te aseguro que nuncendrás que caminar mucho para hallar agua.

Durante un largo instante las acalló el canto persisteny cadencioso de un víreo, al que respondía el fuerte staccatde un hornero.

 —Hábleme del hombre que vivía aquí —le pidió Sela—. Debía de sentirse muy solo.Elizabeth reflexionó.

 —Se llamaba Robbie MacLachlan. Vino de Escocuando era joven, después de una guerra tremenda. Cuand

athaniel y yo nos casamos, pasamos algún tiempo aquí;

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me enseñó muchas cosas para sobrevivir en los bosques. Lustaba la soledad, pero creo que a menudo se sentía solo.

Por la sobria expresión de la joven, era evidente quElizabeth no le había dicho lo que ella deseaba.

 —Era muy buen amigo, el mejor. Nuestro segundo hijlevaba su nombre.Se le quebró la voz; durante un momento no pudo hac

más que contemplar la forma de los pies en el agua: blancoomo la leche, contra un fondo arenoso donde unos cuantouijarros formaban un signo de interrogación. El s

desapareció de pronto detrás de una nube, dejando sentir resca brisa, y volvió a surgir de manera igualmennesperada. Elizabeth exhaló un suspiro.

 —A Robbie le gustaba leer —dijo—, pero no tenía muuena vista. Por eso bajábamos al lago al atardecer y yo

eía en voz alta, en esta misma piedra, mientras él tallaba unmadera o trenzaba una cuerda. Él siempre estaba haciendlgo con las manos. Cuando yo terminaba la lectura, él onía a cantar. Tenía una voz muy bella; cuando cantabos pájaros callaban en los árboles para escuchar. Muri

muy lejos, al otro lado del mar, allí donde había comenzadu vida.Selah alargó una mano tímida para tocar la de Elizabeth

 —No creo que se haya ido del todo —dijo—. No onocí, pero lo s iento por todas partes. ¿Usted no?

 —Sí —susurró Elizabeth—. Creo que tienes razón.

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Como había tardado mucho más de lo previst

athaniel temía que Elizabeth hubiera salido a buscarlo, esar de su advertencia; pero encontró a las dos mujereentadas en el mismo sitio, trabadas en una intensonversación, mientras el crepúsculo caía sobre el lago.

En cuanto vio a Elizabeth, se imaginó que había estadensando en Robbie. Ella lo recibió con una sonrisa ceñudomo para hacerle saber que no quería escuchar pregunta

ni dar respuestas. Eso llegaría después, cuando estuvierista.

 —He encontrado huellas y las he seguido durante urecho —explicó él.

 —¿Son de Luna Partida? —preguntó ella. —Creo que sí. Será mejor que continuemos nuestr

amino antes de que oscurezca.Postergaron cualquier conversación para concentrars

n la marcha, esta vez Nathaniel se quedó detrás. Aunqu

había estudiado las huellas hasta quedar satisfecho, smantenía en guardia, con todos los sentidos alerta.Justo cuando se extinguía el último rayo de luz llegaro

l campamento de Robbie, que estaba en un pequeño clarodeado de arces y abedules. Robbie se había encargado d

mantener a raya la maleza, pero ahora sólo se veía la habitu

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maraña de matas, enredaderas y ramas caídas. Allí estabaas enormes piedras que hacían las veces de fogó

demasiado grandes para acarrearlas, pero el asador y arrilla habían desaparecido. Los troncos desnudos qu

ormaban el cobertizo brillaban en el ocaso como la plavieja. Llevaba más de cuarenta años allí, apoyado contra adera de la montaña, pero ahora sólo contenía telarañas y uerpo seco de un zorro que se las había arreglado parntrar, pero no para volver a salir.

El cobertizo no tenía otra función que ocultar la entradnatural a las cuevas. En otros tiempos esa abertura habenido una puerta de madera, pero algún cazador debía d

haberla sacrificado para encender fuego.Debía de haber sido Luna Partida quien había dibujad

n rojo el emblema del clan del Lobo sobre la entrada pa

eclamar como propio el lugar y protegerlo. Quieneonocían los bosques sabían que ese lugar tenropietarios y que éstos regresarían.

Lo primero que hizo Nathaniel fue buscar larovisiones de las que Joshua le había hablado, estaba

scondidas en una de las últimas cavernas, bajo pieleceitadas. Allí había cuanto necesitaban: dos lámparalenas, un barril de aceite, un puñado de velas de sebo, unaja de yesca y pedernal, un tonel vacío para el agua, unacerola, una sartén, un montón de pieles viejas de oso qu

ervirían de mantas y colchones, un cubo y una pal

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ontaré.Selah movió la cara a la luz de la lámpara bamboleante.

 —¿Qué es ese mal olor? —Minerales —explicó Elizabeth—. De las fuente

ermales. Ven, que te las mostraremos.Atravesaron otras dos cámaras naturales. La primerstaba completamente a oscuras, pero en la segunda hablgo de luz. Elizabeth señaló una abertura en el technclinado, ancha como la palma de una mano y de un metr

de longitud. En ese momento no veía nada, pero habasado muchas noches contemplando las estrellas desde

ergón que Robbie tenía reservado para ella. —Por la mañana entra luz —dijo—. Y si por algú

motivo no queremos usar el fogón de fuera, podemoocinar aquí. Nathaniel ya nos ha traído un pavo. Mu

mprendedor de tu parte, esposo mío.Selah, cuyo estado de nervios había ido en aument

dejó su mochila con un gran suspiro de alivio. —¿Puedo dormir aquí? Nathaniel le sonrió abiertamente.

 —No te gustará si comienza a llover. —La lluvia no me molesta. Lo que no soporto es estncerrada.

Tardaron sólo unos minutos en mostrarle las últimaavernas; dos de ellas eran demasiado pequeñas para serv

de algo y en la más grande el aire estaba muy viciado

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dejaba un sabor agrio en el paladar; hacía mucho caloFrente a ellos se extendía un estanque, oscuro y espesomo el petróleo.

 —Es muy profundo; se puede nadar —dijo Elizabeth.

Por la cara de Selah pasó una expresión de asco. —Antes me metería en el agua helada del lago —epuso, estremecida.

 —Pues bien, yo te dejo el lago para ti y tú me dejas laguas termales.

En la frente de Elizabeth se rizaba el pelo, ya húmedathaniel sintió el súbito impulso de alargar la mano pa

ocarlo. Ella lo miró como si supiera exactamente lo qustaba pensando, entre nerviosa y complacida; eso prometara la noche venidera.

 —Ocupémonos de ese pavo —dijo él—

costémonos. —Sonrió a su mujer de oreja a oreja—. Nonviene malgastar el aceite de las lámparas.

Después de cenar, Nathaniel puso su jergón en una das cuevas más pequeñas, cerca del cobertizo, y se dedicóimpiar y recargar la escopeta. Se había quitado la camisa dazador y las perneras, feliz de trabajar en taparrabos, pese río de las cuevas.

Allí lo encontró Elizabeth, tras dejar a Selah instalada.

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 —¿Todo bien?Ella asintió, atenta al juego de la luz en la piel desnud

de su pecho, en los músculos de los hombros y en lomuslos. En los primeros días de casada la impresionaba ver

sí, casi desnudo, aunque poco a poco tuvo que aceptar quno lo persuadiría de que fuera vestido: simplemente, él entía más a gusto con su taparrabos . Tardó casi un año edmitir ante sí misma que le gustaba verlo así. Era algo qu

nunca había dicho en voz alta. Aunque la mayor parte de sducación había quedado atrás, en Inglaterra, no encontrabas palabras para expresar aquella sencilla verdad: que

visión de su esposo medio desnudo le producía un graozo. Por fin carraspeó.

 —Supongo que ese nido de erizo del rincón esbandonado.

Su marido enarcó una ceja. —Sí. Me basta con tus púas, Botas.Elizabeth bufó por lo bajo.

 —Pues entonces deberíamos quitarlo, Nathaniel. Aqupenas queda espacio para mí.

Él continuó vertiendo pólvora en la cazoleta, casi smirar. —Si no recuerdo mal, nos hemos arreglado en espacio

más reducidos. Pero esta noche no hace falta que reocupes por eso.

 —¿No? ¿Por qué?

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 —Porque no vas a dormir aquí. —Hombre... —protestó ella, con aire gazmoño—. D

vez en cuando necesito dormir. Y tú también.Él echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

 —¡Mi esposa está dominada por la lascivia!Ella se sentó abruptamente. —Si soy lasciva es por culpa tuya, Nathaniel Bonner.

i te he interpretado mal, tengo mis buenos motivos. Coantas noches como me has impedido dormir...

Él se le acercó más y le tironeó de la trenza. —Es cierto, no puedo negarlo. Pero me refería a qu

sta noche dormirás allí dentro, con Selah. —¿Y por qué, dime? —Por si aparece ese oso que tanto te preocupa co

ntenciones de compartir tu cama. Así primero tendrá qu

asar sobre mí.Ella lo miró en silencio. Supo, sin necesidad de oírl

que él estaba pensando en Liam Kirby. Tal vez las huellaque había encontrado antes no eran de Luna Partida; tal vstaba más inquieto de lo que admitía. Antes de que ell

udiera preguntar, Nathaniel alargó una mano y le pasó ulgar por el labio inferior. —Pero entiéndeme bien, Botas: antes te retendré u

ato aquí, hasta que estés completamente cansada.Ella se ruborizó, tal como él pretendía; le habría sido ta

difícil resistirse a su contacto como dejar de respirar. Per

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omo no había prisa, sacó de la mochila el cepillo (único lujque no había dejado en Lago de las Nubes) y se lo tendió.

 —Supongo que estás dispuesto a cepillarme el pentes de... desterrarme.

Los dedos de Nathaniel estrecharon los de ella cuandogió el cepillo. —Oh, eso es lo menos que puedo hacer por ti. Ve

quí, Botas.Ése era el mejor momento, el que ella esperaba con ans

odos los días. Por las noches, cuando los niños scostaban y el trabajo estaba hecho, ella se sentaba en ama, entre las piernas de él, para que le cepillara y trenzal cabello. A veces conversaban, pero normalmentuardaban s ilencio.

Elizabeth se concentró en el contacto del cepillo, que

ctivaba todos los nervios del cuero cabelludo. Uno a unos músculos se fueron relajando. De vez en cuandathaniel se detenía para desenredar un nudo con lo

dedos; a cada suave tirón, le corría por la columna uscalofrío que iba a acumularse, cálido, en el bajo vientr

Cuando le apartó la masa de pelo a un lado parmordisquearle la piel expuesta del hombro, ella arqueó spalda contra su pecho.

Por ardua que hubiera sido la jornada, por sombrío quuera su estado de ánimo, esos quince minutos en qu

athaniel la atendía bastaban para devolverle el optimism

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Cuando él terminaba y dejaba el cepillo para masajearle abeza y los hombros, ella se quedaba inerte, dócil y talanda que habría podido desparramarse.

A veces se preguntaba si otras mujeres se sentaban a

rente a sus maridos, si era algo que todo el mundo hacía no mencionaba, como otros actos conyugales. —Creo que el señor Gathercole tildaría esto d

ecaminoso —dijo ella en voz alta, y sintió los dientes dathaniel en el hombro, que la mordieron con fuerz

uficiente para hacerla chillar—. ¿A qué ha venido eso, uedo preguntar?

 —No me gusta que menciones a otros hombres estos momentos, Botas. —Elizabeth sintió su cálido alienunto a la oreja; su voz, grave y ronca; el tacto de sengua... Dejó escapar un gemido. Él sonrió contra su cuel

—. Además, un predicador no tiene nada que hacer en estueva, con nosotros. Y supongo que el espectáculo lrovocaría un ataque.

 —¿Eso crees? —Elizabeth se apartó y se puso en pie—Tiene esposa y una hija. No puede ignorar del todo... esta

osas. —¿De qué cosas me hablas? —Nathaniel alargó mano para coger la de su mujer, pero ella lo esquivó.

 —Oh, no. No me dejaré atrapar en esa conversacióTodavía no. Primero quiero bañarme. —Mientras cogía l

ámpara le echó un vistazo por encima del hombro—. S

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duda el señor Gathercole lo aprobaría.Él extendió el brazo para agarrarla y sus dedos

ozaron la cadera. Elizabeth soltó un chillido risueño y huyLas risas flotaron tras ella como un velo.

 —Vas a despertar a Selah —advirtió Nathaniel. —No se preocupen por mí —dijo la voz tranquila de muchacha—. Estoy profundamente dormida.

Eso bastó para que Elizabeth callara. Luego corrió hasa última caverna en silencio, y una vez allí colgó la lámpan un gancho que había en la pared. Después de aflojarsas perneras y quitárselas a puntapiés, tiró del vestido hacrriba, decidida a meterse en el agua antes de que Nathaniudiera alcanzarla. El corazón le latía con tanta fuerza en loídos que no lo oyó llegar; sólo supo que estaba allí cuandintió sus manos en el cuerpo.

Él le quitó el vestido por la cabeza y la estrechó contl en un solo movimiento.

 —Oye, Botas —susurró—, ¿acaso pensabas meterte el agua sin mí?

Elizabeth trató de volverse, pero él la sujetó con fuerz

Luego le recogió la cabellera con una mano y se la pasó poncima de su propio hombro, de manera que ella pudierentir en su espalda desnuda la suavidad de su pecho, ensión de su cuerpo. Le deslizó una mano por el vientre:

duro contra lo blando, más abajo, más aún, hasta que el

quedó laxa contra su cuerpo, con la nuca apoyada en

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hueco de su hombro. —Así me gusta más.Su boca contra la sien, caliente y fresca a la vez. El

imió, mientras los dedos de él se abrían paso entre su

iernas; la piel encallecida de las yemas buscó y halló, hasque las rodillas de Elizabeth comenzaron a ceder. —Ten piedad —susurró.Él la tendió en el suelo duro bajo su cuerpo.

 —¿Es piedad lo que quieres?Carne dura que la rondaba, la tocaba apenas y volvía

etirarse. La expresión de Nathaniel había adoptado unxpresión severa, como si ella fuera a rechazarlúbitamente y sin aviso. Tantos cientos de veces como l

había recibido dentro de su cuerpo... y él aún se detenía ese último y crucial momento, antes de que ambos

unieran, exigiéndole que se entregara de nuevo, quomprometiera su cuerpo y su ser, una y otra vez.

Ella le cogió la cabeza para besarlo con la boca abiertalzó las caderas en bienvenida.

 —Te quiero, quiero esto. —Su cuerpo se abrió par

ceptarlo, hasta que él hubo entrado y se transformó: ya nra Nathaniel, sino parte de ella, tanto como su proporazón.

Él sonrió contra su boca, la estrechó contra sí por intura y rodó con ella hacia el agua, mientras la invadía.

Elizabeth lanzó una exclamación de sorpresa ante

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alor que sentía dentro de ella y el del agua, en todas parteomo dedos acariciantes , como un millar de lenguas ágiles uriosas que sondearan pechos y muslos, pliegues de carnierna tensados y forcejeantes.

 Nathaniel se movía contra ella, dentro de ella, a slrededor, murmurando con aspereza, sacándolxclamaciones sordas. La llevó hacia el agua más profund

donde ella no hacía pie. Elizabeth le rodeó la cintura con laiernas; Nathaniel la echó hacia atrás, bajó la cabeza uccionó sus pechos, primero uno, luego el otro, mientras abellera flotaba a su alrededor.

 —Mía... —susurró contra su piel mojada—, mía.Elizabeth sentía oleadas de estremecimiento que

travesaban. Nathaniel la incorporó hasta que sus cuerpoe juntaron de nuevo, pecho contra pecho. Ella oyó s

ropia voz, emitiendo sonidos inhumanos, y la de él juntou oído.

 —Sí, sí, sí, así, ven a mí, ven.Cuando el estremecimiento comenzó a debilitarse,

deslizó la mano entre sus cuerpos y usó los dedo

haciéndolos girar y girar, hasta arrancarle el últimragmento de cordura y autodominio.Cuando la llevó de nuevo hasta la orilla, aún estab

ígido dentro de ella, rígido como nunca. —Pero no has terminado... —Su propia voz sonab

ejana y deslumbrada; su cuerpo aún vibraba.

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 —Tú tampoco, Botas. —La risa de Nathaniel fue taspera e implacable como suave su beso—. Estás muy lejo

de haber terminado.

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Capítulo 14

Hacia el sexto día de su estancia en las cuevas, el buenimo de Elizabeth comenzó a ceder paso a la inquietud y

desasosiego. Nathaniel lo notaba, pero por una vez no tenonsuelo que ofrecerle: había motivos para estreocupado.

Él salía de caza todos los días, y cada vez llegaba u

oco más lejos y tardaba un poco más en regresar, norque las presas no fueran abundantes, sino porquuscaba alguna señal de Luna Partida. Volvía con unncesante provisión de pavos, gallos silvestres, conejos atos, todos de tamaño pequeño, para que no tener qu

humar la carne que no podían comer. Pero de noticianada.Él intentaba disimular su creciente preocupación,

abía que Elizabeth hacía otro tanto. Por la noche, casi podír cómo trajinaba la mente de su esposa; pero hasta

momento no habían hablado de lo que ambos pensaban. no había manera de llevar a Selah Voyager hasta RocBermeja, ¿qué harían?

Se le ocurrían tres posibilidades, ninguna de ellas mutractiva. Podía salir y rastrear penosamente hasta encontr

los fugitivos, dejando a las mujeres allí solas. Esequeriría una semana o más, si resultaba que Roca Bermej

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no estaba en ningún lugar determinado, debido a que rupo cambiaba constantemente de lugar. No sería la prime

vez que Elizabeth se quedara sola en la espesura, pero nunchabía sido por decisión propia.

Otra opción era volver a casa, llevar a Selanuevamente a Lobo Escondido y dejarla en algún lugeguro de la montaña con su hijo. Era la solución máencilla, pero también la más peligrosa, ahora que Ambros

Dye se había sumado a la búsqueda.Y por último, Canadá. Podían llevar a Selah has

Montreal, donde estaría a salvo de los cazadores decompensas, y Manny se reuniría allí con ella. En Montre

había una mujer que la aceptaría sin hacer preguntas. Perathaniel sabía bien cuál sería la reacción de Elizabeth an

a idea de prolongar cuatro semanas un viaje que nunc

había deseado, y por añadidura con una embarazada y, murobablemente, un recién nacido: se negaría en redond

Pero, aunque ella no lo admitiera, cualquier cosa le sentarmejor que la espera.

En cierta forma, la creciente intranquilidad de Elizabe

ra el problema mayor. Ella se consideraba una persona dhábitos establecidos, pero las rutinas que acarreaba unstancia prolongada en la espesura no le sentaban nadien. El aire juguetón que había asumido al principio d

viaje aún estaba en ella por la noche, pero durante el día s

a notaba nerviosa. Y Elizabeth, en ese estado, era capaz d

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meterse en problemas, y a los demás con ella.Selah, por su parte, parecía tan serena como siempr

ero tendía a apartarse y pasaba largas horas en la cuevdurmiendo bajo un montón de pieles de oso. A vece

doptaba una actitud distraída y permanecía en silencio, coas manos sobre el vientre. Durante unos minutos toda stención se volcaba hacia dentro, como si discutiera con

niño si estaba listo o no para salir al mundo. Cuando actuabsí, Elizabeth se quedaba inmóvil; sólo se relajaba cuando

muchacha, con un hondo suspiro, reanudaba la tarea quhabía abandonado.

 No obstante, la muchacha sabía distraer a Elizabetlgo que Nathaniel agradecía. Todos los días encontrablgo que preguntarle, algo que pudiera enseñarle. El dnterior se habían pasado la mañana fabricando brújula

mprovisadas, algo que Elizabeth había aprendido de RobbiOtras veces salían en busca de los primeros helechoomestibles, de cebollas silvestres y cualquier otra cosa quñadiera algo de sabor a la dieta diaria de carne y pan d

maíz.

 —Vamos a pescar —dijo Elizabeth apareciendo detráde Nathaniel, que estaba sentado junto a la fogata. Ibdescalza y tenía el pelo suelto y algo húmedo. Dobló intura; su larga cabellera cayó hasta el suelo, y la sujentre las manos como si fuera un manojo de cuerda

díscolas. Luego miró a su marido entre la cortina de cabel

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ontemplaba la discusión de dos cuervos en las ramas de ubeto. Nathaniel vio la pregunta en su cara antes de quurgiera en palabras.

 —Tal vez Luna Partida ha sufrido algún percance...

Él le sostuvo la mirada. —Tal vez, o tal vez no. Puede haber muchos motivoque la retengan. Aunque también podría aparecer aqudentro de una hora.

 —¿Es que no estás preocupado? —Lo miraba con lojos entornados.

 —No he dicho eso.Elizabeth se levantó con un gran suspiro.

 —El niño no esperará mucho más. Voy a proponertlgo: si Luna Partida no da señales de vida en los treróximos días, celebraremos una reunión para decidir qu

hacer.Durante el resto del día, Nathaniel no pudo quitarse

dea de que su esposa ya tenía decidido lo que debían haceero aún no estaba dispuesta a revelarle sus planes.

 No partieron hacia Little Lost, sino hacia el río Sombre, como lo había bautizado Robbie, que serpenteaba

o largo de un valle pequeño, al otro lado de la montaña.

El tiempo avanzaba decididamente hacia la primaver

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Elizabeth incluyó ese hecho entre las bendiciones del díunto con los dientes de perro que de la noche a la mañanhabían cubierto el suelo del bosque y la aparición de un

arza que había alzado el vuelo desde el río, toda pata

olgantes y blancura resplandeciente bajo el sol.Mientras descendían por la ladera, pensó en lo gratque sería embarcarse en una canoa y continuar a remdejándose llevar por el río serpenteante; cruzarían lamontañas sin detenerse, hasta desembocar en el ríiguiente y en el próximo, hasta llegar al lago George. Dronto Elizabeth sintió la súbita, casi imperiosa, necesida

de ver los lagos y salir a cielo abierto, y se acercnsiosamente al sitio donde Robbie solía amarrar su canoa.

Había desaparecido, por supuesto. No quedaba menor señal de ella: sólo un nido abandonado y trocitos d

áscara de huevo. Tendría que conformarse con pescar.Selah preguntó:

 —¿Hay alguna posibilidad de que nos encontremos coun oso?

Era una pregunta que formulaba con frecuenci

Elizabeth no sabía si lo hacía por miedo o por curiosidad. —Tal vez —dijo Nathaniel—. Elizabeth tuvo su primncuentro con un oso justamente en este sitio. —Muonriente, señaló un árbol—. Trepó a ese pino para ve

mejor.

 —Trepé a ese pino para escapar. —Ella no pudo meno

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que reír ante su broma y el recuerdo de aquella mañana—Las manos y las rodillas se me llenaron de rasguños que nicatrizaron en una semana.

 —No creo que yo pudiera trepar a un árbol con es

arriga —comentó la muchacha. —No hará falta —aseguró Nathaniel—. Los osonegros tienen más interés que tú en mantenerse lejos. Bason no acercarse a ellos y, sobre todo, no interponersamás entre una osa y sus cachorros. Y no trepes a lorboles. Si el oso está de mal humor, te seguirá hasta arriba

 —Una vez, de niña, vi a un hombre interponerse en amino de un oso —dijo Selah—. Fue en Long Island. Enimal le arrancó la cara y le destrozó la garganta. Ni suropios parientes pudieron reconocerlo.

 —No digo que no pueda ocurrir —reconoció él, má

erio al ver que ella estaba preocupada de verdad—, pero nhay motivos para temer lo peor, siempre que no pierdas abeza y hagas lo que corresponde.

Dejó de afilar el arpón y miró hacia el río, aguas arriba. —¿Qué ocurre? —Elizabeth estiró el cuello. No ve

nada, pero se oían las pisadas de un animal grande entre maleza. Nathaniel dejó el arpón. —Es un alce americano. —¿Un alce americano? —El tono de Selah expresab

uriosidad y temor al mismo tiempo.

 —Una hembra con una cría recién nacida —señaló él—

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Peor que cualquier oso negro. Debe de estar irritable.A unos cuatrocientos metros de allí, en un meandr

antanoso del río, el alce salió de entre los árboles seguidor una cría que le hociqueaba la ubre, tambaleándose. L

madre le prestaba tan poca atención como a la placenta que colgaba entre las patas traseras, como una especie dalda arrugada y sanguinolenta: toda su atención estabuesta en el río. Se acercó con delicadeza a una mata d

uncos y bebió durante un largo minuto; luego arrancó uran bocado de hierbas, alzó la cabeza... y fue entonceuando los vio.

 —Buen Dios —susurró Selah, realmente sobrecogid—. Mirad esas patas; deben de medir casi dos metros.

 Nathaniel cogió la escopeta, pero la falta de tensión eus brazos indicaba que era una simple medida d

recaución. El alce los miró largamente, luego bajó la cabezy dilató las fosas nasales en un fuerte resoplido. ParElizabeth fue advertencia suficiente.

 —Nathaniel, ¿no sería mejor que abandonáramos esarte del río...?

Él sacudió la cabeza sin apartar la vista del animal. —No hay nada que temer, a menos que aplane larejas.

El alce los estudió durante un minuto más, cogió uúltimo bocado de juncos y se alejó entre los árbole

eguido por su cría.

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 —Qué espectáculo —susurró Selah—. No creo qunadie haya visto nada semejante, allá en la calle Pearl.

En su entusiasmo había retrocedido unos pasos, dmodo que sus talones desnudos sobresalían por el borde d

ibazo, se mantenía en precario equilibrio sobre la punta dos pies. —Ten cuidado —advirtió Elizabeth—, no vayas a caerEn el agua, bajo los pies de la muchacha, surgió u

uerte siseo, como de grasa caliente en una sartén mojadathaniel levantó súbitamente la cabeza, soltó la escopetachó a correr hacia Selah, al tiempo que echaba una manoa espalda en busca de su tomahawk y con la otr

desenvainaba el cuchillo. —¡Salta a un lado!—gritó.Selah alzó la mirada con expresión de desconciert

omo si le hubiera ordenado que partiera al galope. El sisea había asustado, pero no veía lo que tenía detrás unortuga carnívora del tamaño de un tronco grueso quvanzaba con el cuello extendido y las mandíbulas biebiertas hacia sus tobillos desnudos.

 —¡Salta ya! —aulló Nathaniel.Ella obedeció y dio un brinco hacia la derecha, pero ne apartó lo suficiente y las fauces de la tortuga se cerraroontra el ruedo de su vestido, con el ruido de un portaz

Ella cayó al suelo, gimiendo de miedo.

Trató de alejarse a gatas, y con el vientre cavó un surc

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n la tierra. En esa posición tenía casi la misma altura que nimal, durante un momento pareció como si la tortuga

hubiera confundido con uno de sus hijos errabundos quisiera arrastrarla de nuevo al río, donde debía esta

Elizabeth la cogió por el brazo derecho y tiró con fuerza, pera tortuga estaba decidida a no abandonar su bocado, iquiera para cambiarlo por el tobillo que tenía ante

hocico.En ese momento el tomahawk descendió con fuerza

ortó los pliegues correosos del pescuezo, allí donde se unl caparazón. El siseo se interrumpió tan repentinamenomo había comenzado Selah se incorporó sobre un codo acudió la cabeza como para despejarse. Tenía el vestidmbarrado y con manchas de hierba, y estaba empapada dudor. Durante un momento Elizabeth temió que fuera

desmayarse.Se sentó junto a ella y le limpió la cara con un pañuelo

 —Ha sido una aventura más estimulante de lo qunecesitábamos —bromeó—¿Estás bien?

 —Nunca había visto una tortuga de ese tamaño —

usurró la muchacha—. Parece que todos los animales dosque son tres veces más grandes de lo que deberían. Mhe llevado un buen susto, no puedo negarlo.

 Nathaniel se agachó y limpió en la hierba la hoja domahawk.

 —Cuando esas tortugas inician el ataque, ya no puede

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ambiar la dirección de la embestida —dijo, con perfecerenidad, mientras se inclinaba a mirar la cabeznsangrentada que seguía aferrando el dobladillo d

vestido como una extraña y desmesurada joya. Elizabeth s

stremeció al ver aquellos ojos amarillos como el azufrodavía abiertos y tan feroces como en vida—. Por leneral basta con saltar hacia un lado —continuó. Luegpretó con los dedos la articulación de las mandíbulas parbrirle la boca y tiró con fuerza—. Supongo que tiene el nidor aquí, y por eso te ha atacado. —Levantó la cabezodavía chorreante de sangre—. ¿La quieres? La tortuga e

un símbolo de fuerza. Los kahnyen’kehàka creen que cargal peso del mundo sobre su lomo. Si la secas y te la cuelgal cuello, dentro de una taleguilla, dicen que trae suerte.

A Elizabeth no le extrañó la proposición de su marid

ues conocía las creencias de los mohicanos y lomohawks; en cambio, le sorprendió que la muchachsintiera. Selah se tocó el cuello, como si se imaginara yon la taleguilla colgada allí, y acarició el talismán de made

que Manny le había dado antes de partir.

 —Hoy cenaremos guiso de tortuga —resolvElizabeth, tratando de adoptar un tono despreocupado. Eaparazón del animal estaba cubierto de algas, y su aspectra el de una piedra grande.

A Selah se le contrajo la cara y cerró los ojos. Elizabet

ensó que estaba a punto de vomitar, pero un moment

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después la muchacha extendió las manos sobre el vientre brió los ojos con un chasquido.

Elizabeth vio dos cosas: una expresión de desconciern la cara de la joven y un parche de humedad en su regaz

Hasta ella se elevó un olor familiar: el de las praderaluviales y la vida en gestación. —Creo que ese guiso de tortuga tendrá que esperar —

dijo Nathaniel, enarcando una ceja—. Será mejor que leves a las cuevas, Botas. Os seguiré en cuanto hayortado un poco de esta carne.

Hacia el atardecer las contracciones eran fuertes egulares. Selah daba vueltas en torno del claro. Cuand

Elizabeth le llevó agua, se detuvo un momento para bebeero rechazó con un gesto el pan de maíz y la carne.

 —Lo vomitaría —dijo mientras se frotaba el vientre—Pero más tarde querré un cuenco de ese guiso de tortuga; yverás.

Desde su llegada a Paradise, Elizabeth había ayudadn una veintena de nacimientos, y había descubierto quada mujer llegaba a la experiencia de manera diferent

Algunas parecían ausentarse del mundo que las rodeaba e debatían en la confusión; otras perdían el valor apena

niciado el proceso; las había que se mostraban irritables

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 ponga tanto empeño en hacer bien las cosas comtú, Elizabeth; por eso quiero decirte unas cuanta

 palabras y recordarte lo que ya sabes. En primelugar, recuerda que es ella quien debe hacer e

trabajo. En principio, lo mejor que puedes hace por ella es mantenerte a un lado y hablarle coserenidad. Dile que grite cuando sienta esnecesidad. Como tú misma has visto, el tercer hijsuele deslizarse hacia el mundo como el corazón duna cebolla hervida, así que lo más importante eno permitir que ella se apresure. Casi todos lo

 problemas surgen cuando alguien se impacienta.

Elizabeth leyó la nota dos veces, luego la dob

uidadosamente y volvió a ponerla en su lugar. «El terchijo suele deslizarse hacia el mundo como el corazón de unebolla hervida.» Por lo general, sí. Recordó la mañana e

que Daisy Hench había alumbrado a su Solange y mbiente animado y sereno que reinaba en la habitació

Con Hope, la tercera hija de Mariah Greber, había sucedido mismo. Y la llegada de Willy LeBlanc había cogido Molly por sorpresa, mientras tendía la colada, de manera qupenas tuvo tiempo de pedir ayuda. Y Robbie, su propi

hijo...Los gemelos habían nacido en medio de una tempesta

uando sólo estaba allí Hannah para atenderla. Robbie, p

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l contrario, había llegado al mundo una calurosa noche dunio. En comparación con los gemelos, el nacimiento dRobbie había sido casi un sueño. En la habitación todhabía sido tranquilidad y silencio; no el silencio del miedo

a desesperación, sino una calma absoluta y algo que sólo sodía denominar júbilo. Allí había estado Nathaniel, ambién las mujeres en las que ella confiaba plenament

Curiosity, Hannah y Muchas Palomas. Con cerrar los ojoodía verlo: Curiosity, mostrando a Robbie a la primera lu

del amanecer.Se apretó los hombros y respiró hondo para prepararseMientras se cambiaba, Nathaniel le dijo:

 —La muchacha ha pasado por muchas cosas. No creque esto la asuste.

 —Sí, tienes razón. —Se enrolló la trenza a la cabeza y

ujetó con un pañuelo. Él guardó silencio y Elizabeercibió su intranquilidad—. ¿Quieres decirme algo?

Su esposo gruñó por lo bajo. —Supongo que sí. Pues mira, Botas: no es que quie

decirte lo que debes hacer, pero...

Ella lo miró, arqueando una ceja. —¿Pero...? —No estaría de más que le hablaras a Selah mientra

stá dando a luz.Elizabeth percibió la irritación en su propia voz.

 —No tenía intención de hacer voto de silencio duran

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l parto.Él carraspeó.

 —No me refería a eso, ya lo sabes. Pero cuando estánerviosa, tiendes a permanecer callada, y cuando diste a lu

Robbie, Curiosity te hablaba constantemente. Creecordar que te hizo reír más de una vez. Y por lo que vi, esacilitó las cosas.

Elizabeth no le respondió. Se estaba poniendo el otrvestido, que estaba algo más limpio, y se preguntaba si ndebería cortarse las uñas. Hannah solía citar a Hakibrahim: «El diablo habita bajo las uñas.»

 —Comprendo —dijo al fin—. Pero Curiosity se sienmucho más cómoda que yo en los partos. Haré lo posib

ara que esta muchacha esté a gusto.Él carraspeó.

 —La verdad es que por quien me preocupo es por Botas.

Le envolvió la cara con una mano y Elizabeth le rodeó intura con los brazos. Con la frente apoyada contra s

hombro, respiró hondo un par de veces. Poco a poco,

ensión que le atenazaba los músculos de los hombros y spalda comenzó a abandonarla. Temblaba. Y le pareció qul también temblaba un poco, en solidaridad con lo que el

debía hacer a solas. Estar entre los brazos de Nathaniel emás reconfortante que cualquier palabra. Cuando se apart

udo sonreírle con sincero buen humor.

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 —¿Elizabeth? —Por el corredor les llegó la voz de Sela—. ¡Elizabeth!

 —Creo que hay novedades —dijo él—. Si necesitayuda, llámame. Estaré fuera.

Elizabeth recordaba que la parte más difícil de suartos había llegado justo antes de que s intiera la necesida

de empujar. En aquellos minutos interminables se vaporaba el estoicismo y no podía contener un aullido dormento. Selah había llegado a ese punto, pero no sermitió gritar aun cuando ella le leyó en voz alta el consej

de Curios ity.Estaba sentada en cuclillas, con la espalda contra

ared, y Elizabeth, agachada a su lado, le estrechaba lamanos. En la pausa que se produjo después de unontracción más larga, cuando la muchacha pareció perduerzas, ella preguntó:

 —¿Ya has pensado qué nombre le pondrás?

La mirada de Selah, que parecía vuelta hacia dentregresó al mundo y se centró en ella. La joven se laompuso para sonreír un poco.

 —Depende —dijo.Su voz sonaba ronca. Elizabeth estiró la mano par

frecerle un cazo de agua. Su propia sombra se agitaba

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ailaba contra la pared, a la luz del fuego y las velas. Selaragó el agua y se limpió la boca con el dorso de la mano.

 —¿De qué depende?Apoyó la cabeza contra el muro; en su cuello s

destacaban los largos tendones. —De que se parezca o no a mi Violet.Elizabeth cerró los ojos. Le había hecho pensar e

Hubert Vaark, cuando su intención era distraerla. Mientrae preguntaba si disculparse serviría de algo o empeoraras cosas, le sobrevino otra contracción. Cuando acab

Selah dijo: —A veces no entiendo en qué piensan los padre

uando eligen el nombre de sus hijos. Por la calle Peaasaba un concejal que se llamaba Mutilar Minthorne. ¿Qu

motivos pudo tener su madre para llamarlo así? Se le ve

astante normal. Siempre pensé que tal vez había tenido uarto difícil y se había vengado poniéndole ese nombre.

Elizabeth no pudo menos que sonreír. —En Paradise hay una pareja, Horace y Mariah Grebe

que tienen cinco niñas. Se llaman Inocencia, Carida

Esperanza, Prudencia y Constancia. Hace unas semananació el sexto vástago, el primer varón.En el vientre de Selah volvían a contraerse los músculo

omo una pequeña montaña que se moviera. Elizabeth strechó las manos hasta que hubo pasado y luego

njugó la frente.

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 —¿Más agua?La joven negó con la cabeza y logró sonreír.

 —Cinco niñas y, al fin, el varón. Qué día tan feliz. ¿Qunombre le han puesto?

Elizabeth sonrió, como cada vez que recordaba mañana en que Horace Greber anunció el nombre del reciénacido durante los oficios dominicales. Por una vez, Horac

erdió su expresión agria y sonrió de tal forma que toda ara se le replegó en grandes arrugas.

 —Mariah deseaba que se llamara Paul, como su padrero Horace se salió con la suya y lo llamaron Trabajo.

Selah echó la cabeza atrás con una carcajada ronca. —¿Cómo? —Horace dijo que nunca había imaginado que tener u

hijo varón diera tanto trabajo. Por eso no quería que su hij

o olvidara.La muchacha siguió riendo hasta que le sobrevino

ontracción siguiente; entonces, por primera vez, dejscapar un gran gemido. Cuando hubo pasado, comentó:

 —En la ciudad hay un abogado que se llama Cuerv

Bergante. —Y volvió a reír. La siguiente contracción srolongó hasta terminar en un largo estremecimiento. —¿Estás lista para empujar?La respuesta fue un gruñido. Selah jadeaba como

hubiera corrido un kilómetro y tuviera otro por delante.

 —No te apresures —recitó Elizabeth—. No deb

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ermitir que te apresures. —¿Que no me apresure? —La joven la miró como si

hubiera oído decir: «No tengas al bebé, después de todo.» —Para que no te desgarres —explicó ella, con má

irmeza—. No conviene que te desgarres.Selah la miró con expresión furiosa, mientras empujabon todas sus fuerzas.

 —Lo que quiero es que este niño salga de una vez.Elizabeth había visto a mujeres empujar durante hora

ara expulsar a la criatura, pero Selah parecía tener otra ideo hubo tiempo para ponerse nerviosa ni para imaginomplicaciones: en tres dolorosos esfuerzos, la cabeza debé asomó; con uno más, rotó untuosamente y se desliz

hacia las manos de Elizabeth.Era un niño grande y rechoncho que se retorcía com

un pez; agitaba los brazos y las piernas como si quisienadar en el aire. Luego abrió los ojos, la miró a la cara y suabios se estiraron en algo que se parecía a una sonris

Parpadeó, todo sorpresa y curiosidad.«Me recuerdas a tu abuela.» Elizabeth se contuvo par

no decirlo en voz alta. —Es un varón —dijo—. Tienes un varón muy sano.Selah dejó escapar un suspiro trémulo y alargó lo

razos. Cuando Elizabeth le entregó el niño, sus manoletearon hacia él como alas oscuras. Bajo la sustanc

lanca y cerúlea que había facilitado su paso por el canal,

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iel tenía casi el mismo color que el de su madre: el tonntenso de la marga, sin rastro de rojo ni amarillo.

 —Gracias —dijo Selah, con claridad—. Gracias.Pero no había gracias que dar mientras la placenta n

uera debidamente expulsada. Con manos trémulas, Elizabetomprobó que los esfuerzos de la muchacha sólo habíarovocado dos pequeños desgarros que no necesitabautura. Cuando el grueso cordón que aún unía a madre e hij

hubo dejado de latir, lo ató con cuidado y cogió las tijeraDespués hizo una pausa y respiró hondo. Casi oía la voz dCuriosity junto a su oreja: «Mejor demasiado que demasiad

oco.»Lo dijo en voz alta. Selah emitió un sonido grave que n

denotaba preocupación. Las tijeras cortaron el cordón coun chasquido seco, y en ese momento el niño lanzó s

rimer grito, que rápidamente se convirtió en una serie dhillidos que continuaron hasta que Selah se lo puso en echo.

Lo más preocupante era la expulsión de la placentero surgió con un último impulso, entera e intacta.

 —No la arrojes a la basura —susurró la muchacha—Quiero enterrarla con mis propias manos. Nathaniel esperaba fuera, al aire libre. Aunque tenía

elo mojado por la lluvia, sonrió cuando la vio camindirectamente hacia sus brazos abiertos. Un escalofrío

ecorrió en grandes oleadas de alivio, gozo y agotamiento.

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 —Es un varón —dijo al fin, con la boca contra el pechde su esposo—. Se llamará Galileo. Selah dice... —Se quebró la voz. Las lágrimas le bloquearon la garganta.

 —¿Qué, Botas?

 —Dice que el niño no se parece en nada a su hermanViolet. No sé si debo alegrarme por ella o entristecerme. Nathaniel la retuvo en sus brazos hasta que pasaron lo

ollozos. Luego ambos entraron juntos para saludormalmente al primogénito de Almanzo Freeman.

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Capítulo 15

En un dulce y luminoso atardecer de primaverathaniel regresó de Little Lost con unas cuantas truchas compañado por un desconocido. Elizabeth restregaba acerola con arena, mientras perfilaba el plan que ropondría a su esposo. Un momento después, cuand

evantó la vista, descubrió ante sí la solución.

 —Es Elijah —lo presentó Nathaniel, aunque el parecidon su hermano saltaba a la vista.

Al igual que Joshua, era un joven formado musculoso, pero lucía un relieve de tatuajes en los pómuloy un largo pendiente de plata en el lóbulo izquierdo, mu

arecido al de Nathaniel. Vestía una cazadora con flecos eas costuras y llevaba cruzada a la espalda una escopetAunque su piel era negra, todo en su porte y en su manerde moverse recordaba a los kahnyen’kehàka.

Selah, que amamantaba a su hijo al sol, metió al niño e

l cabestrillo de muselina que le cruzaba el pecho y evantó para ir al encuentro de Elijah. Mientras le tendía mano, escrutó su cara con atención.

 —Debes de tener sed, Elijah —dijo Elizabeth—Quieres agua?

 —Gracias. —Su voz sonaba ronca de no usarla. Eluvo la sensación de que buscaba las palabras, como si la

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hubiera perdido por el camino. —Yo lo acompañaré —se ofreció la muchacha,

ondujo al joven al manantial de agua fresca que manaba da roca, justo detrás del cobertizo.

Elizabeth puso los brazos en jarras. —¿Y bien? —Viene solo —dijo Nathaniel. —Eso está a la vista. ¿Por qué? ¿Dónde está Lun

Partida? —Se interrumpió al percibir la impaciencia de sropia voz—. ¿Te ha dicho algo?

 —Muy poco. Supongo que lo explicará en cuanto hayecobrado el aliento. Nathaniel se sentó junto a la fogata impió el pescado con rápidos movimientos de cuchillo. Ebvio que estaba preocupado, pero por el momento saciencia no se había agotado. Elizabeth se agachó junto

uego y lo atizó con un palo de una forma tan enérgica qualtaron chispas.

 —Mejor el fuego que yo —dijo Nathaniel, a su espaldElla se mordió para contener las palabras ásperas; sab

muy bien que él se limitaría a sonreírle y hacerla reír; así d

ácil le resultaba arrancarle los enfados.Cuando Elijah se sentó con ellos, a ella le fue imposibormularle las cien preguntas que habría deseado. Pese odas las anécdotas que habían oído sobre él, seguía siend

un forastero hambriento y era menester respetar la

ormalidades. La comida fue ofrecida y aceptada. Luego, la

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ara colmar el mundo. Se levantó de súbito, pues smaginaba lo que el joven iba a decir. Más desastres: unala perdida, una trampa olvidada, una mordedura derpiente, la caída de una piedra... Las posibilidades era

nfinitas. —Se trata de Luna Partida, ¿no es así? —Su voz vacihasta quebrarse—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Un accidente?

Él sacudió la cabeza. —Hace dos semanas se encontró con un cazador qu

ba hacia el río grande; le cambió una buena piel de castor una piedra de afilar, pero contrajo una fiebre. —S

mirada pasó de Elizabeth a Selah—. Murieron Pequeño Johy Cavador, uno tras otro. Luego les tocó el turno a los treniños, y después a Andrew y a Parthenia. Ella era la mayode todos nosotros.

Hizo una pausa. Elizabeth pensó en el niño que Hannae había descrito. El hijo de Luna Partida. El hijo de Elija

Hacía sólo unos días que aquel hombre había perdido a súnico hijo, y allí estaba, contándoles todo como si le hubieucedido a otra persona; para él, todo aquello aún no er

eal, y no aceptaba la pérdida; todavía no.Elijah, muy erguido, los miró uno a uno. —Salvo dos de nosotros, todos enfermaron, aunque

mal no afectó a todos por igual. Justo antes de mi partidLuna Partida dijo que la fiebre había pasado. Pero yo n

stoy seguro; tal vez sólo trataba de que yo partie

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ranquilo. Por eso no puedo decir cuántos somos. Tal vez yno quede ninguno.

 —¿Y Luna Partida? —repitió Elizabeth.La boca de Elijah se torció convulsivamente en

omisura. —Ella también enfermó. La fiebre le subió tanto que nodíamos ni tocarla, pero ya está fuera de peligro. No pod

descansar en paz sabiendo que había un fugitivo esperandTraigo un mensaje para Joshua, si tenéis la bondad domunicárselo...

 —¿De qué se trata? —preguntó Nathaniel en voz baja. —Decidle que no nos envíe a nadie más. En cuant

odos estén en condiciones de caminar, partiremos hacia norte. No podemos quedarnos en la espesura. Iremos hacCanadá, los que hayamos sobrevivido.

Elizabeth volvió a sentarse, antes de que le fallaran laiernas. Había algo más, algo peor, que el joven no decí

Vio que por la cara de Nathaniel pasaban los mismoensamientos; la expresión de Selah, en cambio, era donfusión e inquietud.

 —¿Por qué queréis abandonar Roca Bermeja? —reguntó. —No queremos —corrigió él, sereno—. Pero no no

queda otra opción. —Bajó la mirada al fuego—. La fiebre hdejado a Quincy y a Luna Partida completamente ciegos.

 —Dios nos ampare —susurró la muchacha, mientra

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cunaba a su hijo apretado contra el pecho.Elizabeth sintió que el brazo de Nathaniel la rodeaba p

os hombros, y agradeció ese gesto de apoyo. Luna Partidhabía perdido a su hijo y la vista. «Ten misericordia de m

h, Señor, pues padezco; mis ojos se debilitan de pesar, mlma y mi cuerpo, de dolor.»Había visto por última vez a Luna Partida cuando aú

vivía en la casa comunal de Buenos Pastos, donde sreparaba para ser ononkwa, curandera, como su abuela. Lastaba con cerrar los ojos para recordar su cara: era un

oven seria y de aspecto triste. Sólo se la veía feliz cuando sdentraba en el bosque, en busca de las plantas, raíces ortezas que necesitaba para preparar sus remedios. hora... hasta eso le había sido arrebatado, eso y muchatras cosas. Sin vista no podía abandonar el bosque par

onseguir las cosas que necesitaban. Sin su hijo, era misma mujer, pero también otra completamente distinta.

Luna Partida era el alma de Roca Bermeja; ella habnseñado a aquel hombre y a los otros cómo se cazaba y saminaba por el bosque, cómo sobrevivir al invierno, a la

luvias, a las traiciones de la espesura. Ella los había guiadY ahora debía dejarse guiar.¡Dios misericordioso! Elizabeth dejó escapar un sonid

onco y apretó su cara contra el hombro de NathanieCuando irguió la espalda, vio que Selah la observaba.

 —Ella es vuestra amiga —dijo la joven.

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«Necesita de vuestra ayuda.» Nadie lo dijo, pero las palabras estaban allí, casi visible

n el aire. Nathaniel miró a Selah, como si sólo ella pudiedecidir, como si sólo ella pudiera decir algo que corrigier

quel terrible mal. —Luna Partida no desea que os expongáis al peligro —dijo Elijah. Se volvió hacia Selah—. He venido para llevarteRoca Bermeja, y luego viajaremos hacia el norte. Hamuchas maneras de llegar a Canadá atravesando lo

osques. —Hizo una pausa. Como nadie decía lo obv«¿Cómo haréis para cruzar la espesura por sendas que nonocéis y que Luna Partida ya no puede ver?»), continu

—: En Canadá podremos vivir libremente. Allí no tendremoque escondernos. —Su voz se tornó más potente, como ecitara algo aprendido de memoria y que no acababa d

reerse—. Llevaré a Luna Partida a Buenos Pastos. Lmayoría continuaremos hasta Montreal, pero tú puedehacer lo que gustes.

Selah lo escuchaba, pero observaba a Elizabeth. Alhabía comprensión y compasión. Sabía lo que su compañe

ba a decir. Nathaniel, que también lo sabía, le cogió la many se la estrechó. —Os llevaremos hasta Buenos Pastos —dijo ella.

nte la mirada confusa de Elijah, añadió—: A todos los dRoca Bermeja.

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Al atardecer Nathaniel recorrió la montaña por últimvez para asegurarse de que nadie hubiera seguido a Elija

hasta Little Lost, al tiempo que se preparaba para nminente discusión con Elizabeth.Tenían pocas opciones y todas eran malas. Por má

vueltas que le daba, siempre llegaba a la misma conclusióno tenía más remedio que comenzar por llevar a Elizabeth degreso a Paradise. Mientras tanto, Elijah podía trasladar u gente hasta Little Lost, y después él se reuniría con rupo para emprender la larga caminata hacia el norte, has

Canadá y los kahnyen’kehàka de Buenos Pastos. El viaje lelevaría al menos tres semanas; tal vez el doble, si estaba

debilitados por la fiebre. Quizá pasaran hasta dos mese

ntes de que pudiera regresar a casa, siempre que nuvieran que enfrentarse con la policía, el ejército y loazadores de recompensas.

Elizabeth lo esperaba en el exterior de las cuevas. Desddentro llegaba la suave voz de Selah que le cantaba a s

hijo, cosa que hacía con frecuencia en los últimos días.

 Mi Señor me llama,me llama con el trueno.

 En mi alma suena la trompeta:no estaré mucho tiempo más aquí.

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A la luz de las ascuas, Elizabeth, con los brazoruzados sobre el pecho y la cabeza recostada sobre u

hombro, tarareaba la canción de Selah. Se apartó para hac

itio a Nathaniel en el tronco. Durante largo rato estuvierosí, juntos, sin hablar. Pero no era un silencio cómodo; ercibía la tensión que aumentaba en su esposa; la ocumularse, como si alguien diera cuerda a un reloj.

La rodeó con el brazo, pero ella tardó un minuto o mán ceder y relajarse contra su cuerpo. Puesto que co

Elizabeth era preferible no andarse con rodeos, la atrajhacia sí y apoyó la boca contra su pelo.

 —Mañana mismo te llevaré de regreso, Botas. Nuedes estar lejos de casa otras seis semanas.

Ella se irguió y se apartó de él. El débil resplandor d

uego casi apagado dibujó su cara en líneas simplemostrando la única expresión que él no esperabncredulidad. A ella ni se le había pasado por la imaginacióegresar a casa sin él. Nathaniel se preparó para un

discusión más larga de lo que había previsto.

 —¿Seis semanas? Eso es ridículo, Nathaniel.Él se sorprendió. —Perdona, pero creo que soy capaz de calcular cuánt

iempo tardaríamos, Botas. Quince personas enfermas nueden cruzar el bosque al trote, como tú bien sabes.

Ella curvó la boca hacia abajo.

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 —Si vamos caminando, no, por supuesto. —¿Acaso piensas echar alas y volar? —Nathaniel hac

o posible por mantener la voz serena, pues lo habnvadido un gran temor. Elizabeth tenía un plan; se le notab

n la cara. Y Elizabeth, con un plan, era una potenciormidable, una tempestad en el horizonte.Ella levantó el mentón.

 —No tienes por qué ponerte sarcástico, Nathaniel. Eealidad es muy simple. Navegando por el lago grandlegaríamos a la frontera de Quebec en sólo dos días.

 —Por el lago grande. Aunque consiguiéramouficientes canoas para embarcar a quince personas, Bota

nos descubrirían inmediatamente.Ella lo miró con expresión de disgusto y alzó una man

ara interrumpirlo.

 —Si viajáramos en canoa, nos apresarían enseguidor supuesto. ¿Me crees tan tonta?

Su marido vio un surco entre sus cejas y comprendique la había ofendido de verdad. Obviamente, ella hablaborado un plan y merecía ser escuchada. El problema d

os planes de Elizabeth era que, por lo general, siempre onían en medio de algún peligro. —Adelante, Botas. Te escucho.La irritación se borró en parte del rostro de ella.

 —¿Con la mente abierta?

 —Sí —suspiró él—. Dime.

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 —Es muy simple. Se trata de disfrazar a los fugitivoara despistar a los cazadores de recompensas.

 —¿Por ejemplo? —De cuáqueros —dijo Elizabeth—, misionero

uáqueros que viajan a Canadá. Tú y yo seremos los líderedel grupo. Nathaniel intentó hacerse una vaga idea de lo que s

mujer le contaba. —¿Y cómo piensas convertir en cuáqueros a más d

una docena de negros que llevan viviendo no sé cuántiempo en el bosque como salvajes? Sólo la ropa...

 —¿Recuerdas la carta que recibí del capitán Mudghace unos seis meses?

 —¿Grievous Mudge? —¿Qué otro Mudge iba a ser? —dijo ella co

mpaciencia—. ¿Recuerdas que tenía una hermana viuda que había pasado veinte años en África llevando una misióon su marido? Seguro que sí. Cuando te leí la carta, narabas de reírte...

 —¿La hermana que, desde que volvió de allí, no para d

mandarles paquetes de ropa? —dijo Nathaniel—. Mudge suso furioso porque ella envió una de sus camisas. —Todas, salvo la que llevaba puesta —corrig

Elizabeth—. La señora Emory está decidida a vestir porreo a toda África. Pero me temo que estoy yend

demasiado deprisa. Deja que comience por el principio.

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 Nathaniel se recostó hacia atrás, apoyado en los codo —Sí, por favor. —Por lo que Elijah nos ha dicho, su gente está a uno

uantos kilómetros hacia el este, ¿no es así? —Esperó a qu

l asintiera—. Eso quiere decir que quedarán unos treinkilómetros desde allí hasta Mariah y el Washington. En stado en que se encuentran, tardarán dos o tres días elegar allí. Y otros dos para navegar hasta Lacolle. Y desdllí, otros dos de caminata hasta Buenos Pastos.

 —¿Quieres que Grievous Mudge nos lleve en Washington hasta Lacolle? —preguntó Nathaniel, más parus adentros que para ella—. ¿Después de que su herman

nos haya disfrazado a todos de cuáqueros? —Exacto —confirmó ella. —Permíteme una pregunta. Entiendo el papel de

eñora Emory en todo esto, pero explícame cómo harás paque Grievous Mudge acepte llevar a un montón de esclavougitivos hasta Quebec, poniendo en peligro su goleta rriesgándose a terminar en la cárcel.

Ella se echó hacia atrás y lo miró sorprendida.

 —Es obvio, Nathaniel. Ese hombre está aburrido. ¿Pqué, si no, escribe esas cartas quejumbrosas? Le encantacharse a navegar otra vez y sentir el placer de la aventura.

Él movió la cabeza, disimulando la risa. —¿Te estás riendo de mí, Nathaniel Bonner? —inquir

Elizabeth, severa.

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 —Jamás se me ocurriría reírme de ti, Botas. No, no, sós que... me has sorprendido.

Ella frunció los labios , apaciguada sólo a medias. —¿Pero no crees que...?

 —Déjame que te plantee una objeción —la interrumpathaniel—. Como bien sabes, la Marina está por todaartes, y dudo mucho que podamos ir más allá de Grand Is de Lamotte sin que nos aborden. ¿No crees que un

docena de cuáqueros negros despertarían sospechas? —No tiene por qué —aseguró ella, tensa—. ¿No e

ógico que los esclavos libertos adopten el cuaquerismo ques dio la libertad?

 —¿Y cómo conseguirás los documentos de manumisióque las autoridades exigirán que les mostremos?

Elizabeth apretó los dientes.

 —Muy sencillo. Los redactaré yo misma. —Y tragaliva con tanta dificultad que él vio el movimiento de lo

músculos en su cuello. Nathaniel la rodeó con un brazo y la estrechó contra él —Estás hablando de falsificar papeles: documentos d

manumisión y permisos de viaje para todos ellos ... —Creo que el término «falsificación» es muy apropiadY también fraude, desde luego. Violaremos muchas leyes dstado de Nueva York, de Estados Unidos y, murobablemente, también de Canadá. Pero he llegado a

onclusión de que el hecho de que una ley exista no quier

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decir que uno tenga el deber moral de obedecerla. —Veo que lo has pensado a fondo. —Por supuesto. Llevo tiempo pensándolo, desde qu

u hija menor me recordó que las leyes sólo son buenas en

medida en que lo sean los hombres que las promulgan. Nathaniel guardó silencio, tratando de no soltar unarcajada de placer y rendición al mismo tiempo.

 —Venga, Nathaniel, di lo que tengas que decirme. Dimor qué no dará resultado y por qué debo volver a casa si.

 —No, no, al contrario —dijo él, mientras la sentaba eu regazo. Ella forcejeó un poco, y tuvo que retenerla co

más fuerza—. Creo que es muy buena idea, si Mudge aceptAunque tienes razón: lleva el contrabando en la sangre.

Ella se relajó un poco.

 —¿Pero...? —No, no tengo ningún pero. —Nathaniel le pasó un

mano por la espalda—. Sólo que no dejas de sorprendermBotas. Si quisiera rescatar a un hombre de la cárcel, desduego recurriría a ti, pero nunca te imaginé de falsificador

En el viaje de regreso acabarás proponiéndome qusaltemos un banco. —Te diviertes a costa mía, ¿eh? —Ella trató d

partarse, pero su marido no lo permitió. —También podríamos aprovechar para traficar co

ieles. —Sonrió contra su cuello—. Sólo por diversión.

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 —¿Quieres hablar en serio, aunque sólo sea umomento?

 —¡Estoy hablando muy en serio, Botas! Creo quuncionará, sí. Ahora que lo pienso bien, creo que es l

mejor que podemos hacer.Elizabeth se relajó de súbito. —¿De verdad?Él sacudió la cabeza.

 —¡Ah, Botas, lástima que no fueras general! La guerhabría terminado mucho antes. Si hubieras nacido varólaro. Pero, pensándolo bien, me alegro de que no fuera así

Ahora quería de ella algo diferente. Pero loensamientos de Elizabeth, muy lejos de él, se centraban el bosque.

 —Estás pensando en Luna Partida, ¿no es así? —

divinó él.Ella asintió.

 —Es lo mínimo que podemos hacer por ella, y por Selay los demás. En comparación con su sufrimiento, pasar otrados semanas lejos de casa es un sacrificio muy pequeño.

 Nathaniel contempló el cielo que se oscurecíensando en los peligros que los esperaban; en LunPartida, que no volvería a ver nunca el resplandor de lastrellas; en Daniel y Lily, a salvo en Lobo Escondidodeados de cosas familiares, de parientes y amigos, ta

eguros como pueden estarlo dos niños en el mundo. Su

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tros dos hijos habían crecido y habían quedado fuera de slcance y protección: Hannah se abría camino en algún lug

de la gran ciudad; y Luke estaba aún más lejos, al otro laddel ancho mar. Por ellos podía hacer menos, o nada e

bsoluto.Pero haría eso por Selah, Manny y su hijo; por LunPartida, Elijah y su hijo; por Galileo, Curiosity y todos lodemás.

 —Partiremos mañana —decidió.Ella emitió un murmullo grave, de reconocimient

ceptación y preocupación, todo a la vez. —Vamos a las aguas termales —propuso ella con vo

uave y vacilante al oído de Nathaniel.Todo atrevimiento había desaparecido ya de su rostr

Él se había casado con una solterona inglesa, capaz d

ometer varios delitos por una causa que consideraba justero a la luz del día no podía hablar de lo que hacían juntouando él la llevaba al lecho. De cabeza dura y corazóierno, ella no era para él un misterio, pero sí un acertijo: unsposa rebelde que se ruborizaba como una colegia

uando él le decía, sin rodeos, el placer que roporcionaba.En la oscuridad reciente, él no podía ver su rubor, per

abía que estaba allí. Con la punta de un dedo le acarició uave piel del cuello, desde la clavícula hasta el pómulo, y

eclamó para sí. Elizabeth, con sus furiosos deseos, só

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uya.

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Capítulo 16

El Gran Lago tenía muchos nombres y muchos rostroero en realidad era sólo un gran cuerpo de agua dulce, u

mar interior, bordeado a un lado por los bosques fronterizode Nueva York, y al otro, por las colinas Verdes de VermontSus aguas, que algunos llamaban Champlain y otros sólGran Lago, se estrechaban en el extremo inferior has

onvertirse en una cinta que serpenteaba hacia el sur. Esra lo que Elizabeth enseñaba a sus alumnos todos los año

Pero aquello no era toda la verdad del lago, poupuesto. De pie en el barranco, por encima de la ensenad

que se conocía con el nombre de West Haven, Elizabet

uvo que reconocerlo para sus adentros. Hasta dondlcanzaba la vista, el mundo no era sino agua, de un jadntenso y turbulento cerca de la costa, y azabache en entro, allí donde comenzaba a desencadenarse la torment

El dedo huesudo de un relámpago tocó el horizont

repitando de satisfacción. Otra tormenta, la tercera en dodías. Como si el espíritu del lago, sentado a la mesa dapitán Mudge mientras ellos trazaban sus planes, spusiera a semejante locura.

Elizabeth se ciñó al cuerpo el capote que le habíarestado, dejándose mecer por el viento creciente, alzando ostro hacia la llovizna del lago, al que ahora se mezclaba

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luvia. No podría permanecer allí mucho tiempo más slamar la atención, después de haberse esforzado tanto pvitarlo. Detrás de ella no estaba sólo la casa del capitá

Mudge, sino también la aldea de Mariah, más pequeña qu

Paradise, habitada en su mayor parte por pescadoremarineros y sus familias. Los vecinos más próximos sin dude morían de curiosidad por saber qué estaba pasando en asa del capitán Mudge. Y allí, en el mirador, estaba ella, un

misionera cuáquera con tan poco sentido común como parno refugiarse de la lluvia.

En la casa, sentados en torno a la mesa redonda dapitán, estarían Nathaniel, Elijah y Luna Partida, marcandres puntos de la brújula; Mudge sería el cuarto, el nort

Luna Partida tendría las manos suavemente posadas sobre mesa y la cabeza inclinada a un lado, como estudiando

intura que había colgada sobre el hogar, que representabun astillero; escucharía con atención mientras los hombrestudiaban los mapas, centímetro a centímetro, y esperaba

que cambiara el tiempo. Como ella hablaba muy pocnglés y el capitán Mudge no sabía una palabra d

kahnyen’kehàka, la conversación avanzaba a trancas arrancas, con Nathaniel y Elijah oficiando de traductoreLos marinos, los soldados y las curanderas kahnyen’kehàkabían ser pacientes, o al menos disimular su preocupacióero Elizabeth nunca había poseído ese talento.

Por eso, de pie en medio de la tormenta, contemplaba

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oleta del capitán, anclada en la ensenada junto a uuñado de barcos pesqueros que se mecían al viento, comerros que tironearan de las cuerdas que los sujetabansiosos por emprender la cacería. Al día siguiente subiría

bordo del Washington para emprender el viaje a CanadEra un pensamiento extraño, muy extraño, pues en otroiempos Elizabeth había jurado no volver a pisar aquel país.

Cuando se dio la vuelta para dirigirse a la casa, vio umovimiento por el rabillo del ojo. Se detuvo un instantratando de distinguir alguna silueta familiar en las sombrantensas del crepúsculo y la tormenta. Nada. Él se mostraruando estuviera preparado, ni un momento antes.

El camino hacia la casa atravesaba por un huerto bieuidado, donde los manzanos y los perales se estremecíaajo la lluvia. Ella caminaba mirando al suelo, pues se sent

nsegura con aquellos zapatos prestados que le apretabanal vez abandonar sus mocasines, cediendo ante nsistencia de la señora Emory, había sido una precaucióxcesiva. De pronto, Jode surgió de una mata drambuesos, cogiéndola por sorpresa.

 —Ah... —Elizabeth apretó un puño contra el pecho, euna mezcla de sorpresa y alivio—. Estábamos preocupadoor ti, Jode.

Durante el primer día que pasaron en Mariah, hermana del capitán Mudge había logrado conseguir rop

ara todos ellos, pero Jode estaba ante ella tal como lo hab

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visto por primera vez en la espesura: sólo con taparraboerneras y mocasines de verano. Una vez más la cautivó s

vibrante belleza, ágil y potente; su piel no era negra, arda, ni de color alguno que se pudiera identificar, pue

ambiaba con la luz, adquiriendo tonos cobrizos y ocres. Suero cabelludo, bien rasurado a la manera de los guerrerokahnyen’kehàka, brillaba bajo la llovizna. Solo tenía umechón de pelo en la coronilla, alisado con grasa de oso. Snombre kahnyen’kehàka era Alce que Salta, muy apropiad

ara él.Por encima del hombro asomaba la boca de un

scopeta vieja; contra su pecho se entrecruzaban collares donchas y correas de las que pendían cartucheras y bolsitaon pólvora. A la luz mortecina, el mango tallado de suchillo relumbraba en la vaina decorada con cuentas. Lo

vecinos podían enarcar una ceja desaprobadora al ver Elizabeth de pie bajo la lluvia, pero la imagen de Jodargado de armas evocaría una reacción muy diferente.

La miraba con un vago aire de disgusto; elomprendió que, en la sorpresa, le había hablado en inglé

Repitió sus palabras en la lengua mohawk y añadivacilante: —¿No quieres entrar en la casa para comer algo? —No necesito que me alimentéis —repuso él—. Pued

azar para mí y para los otros.

 —Claro, por supuesto —admitió ella; de nada servir

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ratar de aplacarlo con palabras suaves, y menos aúnredarse en una discusión—. ¿No temes que te vean?

Él la miró con el mentón en alto; ni siquiera la tMerriweather habría sido capaz de una expresión ta

legantemente desdeñosa. Lo cierto era que si Jode nquería ser visto, nadie lo vería. Había llegado al bosque cou madre, siendo muy pequeño. Casi no recordaba su vidnterior en una granja de las afueras de Albany. A su

dieciocho años, era el más joven de los que habíaobrevivido a la fiebre y, con mucho, el más furioso de todoos fugitivos, atrapado como estaba en el dolor por érdida de su madre. Él sólo quería cuidar de la familia qu

había dejado, pero debían abandonar los Bosquenterminables y todo lo que le era familiar. Lo único quodía apretar en el puño era su propia ira, suficiente pa

solar al mundo entero.Habían viajado juntos durante cuatro días, y todas la

mañanas Nathaniel se sorprendía de que Jode aún nhubiera desaparecido durante la noche para vivir a su modn la espesura.

 —¿No vendrás al menos a hablar con Luna Partida, paque no se preocupe por ti?La expresión impasible del muchacho vaciló, sus ojo

scuros se desviaron hacia la casa y luego regresaron Elizabeth. Nathaniel se equivocaba al temer que el jove

desapareciera: allí donde fuese Luna Partida, iría él.

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 —Iré esta noche —respondió.Y se escurrió en la oscuridad.

Elizabeth aún no sabía qué pensar de la hermana viuddel capitán. A primera vista, la señora Emory era una mujeorriente, madura, activa, de sólida contextura y expresióranca. Sus manos eran pequeñas como las de un niño iempre las tenía ocupadas en alguna labor. Su hijo y s

nuera se habían quedado a cargo de la misión que ella habundado con su marido, y ahora su mayor gozo parecía snviarles baúles llenos de ropa, fruta seca y panfletoeligiosos. Aun después de pasar tantos años en el calor da costa de Guinea, seguía convencida de que un buen p

de pantalones o una falda podían transformar mágicamenteun hombre o a una mujer en el más perfecto de los serehumanos: un cristiano civilizado, seguro de recibir no sólo ecompensa celestial, sino también la felicidad en la tierra.

Lo que le faltaba en razonamiento y comprensión

ompensaba con buena voluntad; había que agradecerle quno hubiera vacilado en abrir las puertas a tantos visitantenesperados , y de tres razas diferentes. Todas las dudas quElizabeth pudiera albergar sobre su plan desaparecierouando descubrió que la señora Emory no toleraba

sclavitud, y tampoco parecían interesarle mucho lo

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spectos legales de la tarea que se les pedía aceptar. Dejaras leyes de los hombres por cuenta de su hermano, pero

desafío de brindar comida, ropa y atención médica a tanente era una misión personal que le encomendaba s

difunto esposo. No obstante, había un precio que pagar, pues la señorEmory era presa de una curiosidad incontenible. RecibióElizabeth a la puerta para ayudarla a quitarse el capomojado, cloqueando de horror como un reloj de mesa.

 —Ya temía que tuviéramos que ir por usted, señorBonner. ¡Con esta lluvia y sin haber tomado el té! ¿Qué hstado haciendo todo este tiempo bajo la lluvia? El señ

Quincy ha preguntado por usted; quería que le leyera Biblia. Yo le he dicho que se la leería en cuanto la lluvia hiciera regresar. Pero ahora se ha ido a dormir; todavía tien

lgo de fiebre. En cambio, la señorita Uffa está mucho mejoVerdad que el Todopoderoso es misericorde? ¡Tantos añon el bosque, sin el consuelo de conocer Su palabra! Pero yes ha llegado la liberación, sin duda...

 —¿Cómo está Stephan? —la interrumpió Elizabeth, co

uavidad.La mujer no opuso resistencia al cambio de tema. Aontrario, asintió con tanto vigor que se le sacudió apada.

 —Oh, muy bien. Se ha tomado dos tazones del cald

que prepara nuestra Katie. ¡Le ha encantado! Y los otro

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ambién han comido hasta hartarse y ahora descansan, loobres corderillos. Ah, el señor Bonner ha preguntado po

usted, señora, ¡y qué preocupado se lo veía! Y no le faltamotivos... Demasiada responsabilidad. El mejor de lo

astores, pero demasiadas ovejas, ¿no es así? Pero debemoecordar que el Señor es misericordioso. Su marido está en ala, con el capitán y los otros. Vaya usted, que yo nviaré a Katie con el té. Oh, ¡mire cómo están suapatos!...

 —Los secaré en el hogar —dijo Elizabeth.Cuando se disponía a atravesar el vestíbulo, vio a Kati

que llevaba una bandeja en las manos. Era una africana talta como Nathaniel; difícilmente podía pasar desapercibid

Había abandonado África en compañía de sus tres hijovarones porque no quería separarse de la señora Emory

Aunque Elizabeth casi no la había oído hablar, aquella muje gustaba por su serenidad y su tranquila eficiencia.

 —Vaya, vaya usted, señora Bonner, que Katireparará la mesa mientras se secan esos zapatos.

Selah estaba sentada en un rincón, dándole el pecho

niño, medio dormida. Elizabeth le cogió al bebé para quudiera descansar más cómoda. Katie continuó con srabajo, como si no se percatara de que los esclavougitivos no le quitaban los ojos de encima: ¡Una mujer qu

había abandonado África por propia y libre voluntad!

Por debajo de la mesa, Nathaniel apoyó una mano en

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odilla de su esposa. —Mañana, Botas, embarcaremos antes de que raye

día.Elijah volvió su atención a la mesa.

 —Si pasa la tormenta. —Pasará —dijo Luna Partida, girando la cara hacElizabeth—. Ya está pasando. —En las mejillas teníasguños profundos, apenas cicatrizados, que ella misma s

había hecho al morir su hijo; no obstante, su voz sonabuerte y firme, con una dureza que era como la costranguinolenta de una herida que no cicatrizaría jamás.

 —¿Y Quincy? ¿Podrá viajar?En torno de la mesa se hizo un breve silencio. El capitá

Mudge se inclinó hacia delante, tironeando del manojo derdas manchadas de tabaco que le servía de mostacho.

 —Quincy se quedará con nosotros —dijo—. Mhermana lo atenderá hasta que esté en condiciones de viaja

 —Está agonizando —dijo tranquilamente Luna Partidomo si él no hubiera hablado y no hubiera nada que añad

—. Nos despediremos de él antes de partir. ¿Hueso en

Espalda?Elizabeth se incorporó abruptamente y el bebé lanzuna exclamación de disgusto contra su hombro; su boquiormaba una O perfecta.

 —¿Sí?

 —Hace un segundo había alguien en la ventana qu

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hay detrás de ti. He oído pisadas.El capitán gruñó:

 —Es la vaca lechera que va camino del establo... —No era una vaca —lo interrumpió ella—. Era u

hombre.Los tres hombres presentes se levantaron sin decnada, y echaron mano a sus armas.

 —Apartaos —ordenó Nathaniel en voz baja—, hacia incón donde está Selah... —Pero se interrumpió al oír raznido de un cuervo. Una comisura de su boca descendin un gesto de sorpresa, y de inmediato volvió a subir, colivio.

 —Tres Cuervos. —El capitán Mudge se sentó dnuevo.

 —¿Tres Cuervos? —repitió Elizabeth, en tanto s

sposo abandonaba la habitación—. ¿El mohicano? —Erun viejo amigo de Ojo de Halcón que iba de vez en cuandoLago de las Nubes—. ¿Usted lo conoce, capitán?

 —En el Gran Lago todos conocemos a ese viejunante. Nunca hubo nadie como él para conversar. Com

Sary cree poder convertirlo con guiso de venado y cervezl siempre viene a casa cuando pasa por aquí. No tienroblemas en escuchar la prédica de mi hermana mientrausca el fondo del vaso. Ah, Tres Cuervos... Sin dud

mañana partirá hacia el sur.

Parecía complacido, muy probablemente porqu

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roporcionaba a su hermana otro blanco para ejercer sministerio, aparte de él.

 —Quizá pueda llevar un mensaje a Lago de las Nube—dijo Elizabeth—. Para tranquilizar a los niños.

La cara de Luna Partida giró hacia la luz de las velas coxpresión de angustia. —La buena suerte aún te acompaña, Hueso en

Espalda —dijo, esta vez en francés, el idioma que usabantre ellas cuando Elizabeth no sabía mucho d

kahnyen’kehàka; el francés las unía y las separaba de lotros—. Tú tienes la oportunidad de consolar a tus hijos.

 Bonne chance.

Tres Cuervos era un mohicano recio y menudo, de lmisma edad que Ojo de Halcón; sus trenzas grises se veíadesaliñadas, y el cuello y los brazos parecían de cuerrenzado. Vestía una mezcla de ropas, en algunas de lauales se reconocía la mano de la señora Emory; otras, s

mbargo, eran las que usaba desde hacía años, incluido ar de perneras de piel de ante, tan gastadas que le colgabaomo s i fueran tiras de su propia piel. Sobre el pecho llevab

una maraña de cuentas, taleguillas con remedios y dientensartados en una correa de cuero; como armas, llevaba só

un cuchillo y una porra, cuya cabeza tallada representaba

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un oso rugiente. Las manos le temblaban, probablemente pos años y la bebida.

 —Es esclavo del alcohol —le susurró la señora EmoryElizabeth cuando entró para saludar al nuevo visitante, co

a boca apretada en una línea decidida.La señora Emory se hizo a un lado, con las manoruzadas sobre la Biblia, en tanto Tres Cuervos snfrentaba al guiso que tenía delante; durante un rato

dejaría con los hombres, para que discutieran sus asuntoElizabeth también se conformó con escuchar mientra

athaniel esbozaba los planes. Confiaba en el criterio dTres Cuevos (cuando estaba sobrio) y apreciaba mucho sonocimiento del Gran Lago.

El recién llegado rebañó el plato con un trozo de pan. —En los alrededores hay cazanegros —dijo—. Má

que de costumbre. ¿Estáis seguros de que no os haeguido el rastro? —Hablaba inglés con el mismo acento d

Ojo de Halcón, suavizando las consonantes y con un ritmxtraño; su voz sonaba ronca, como si estuviera a punto dallar.

 —Podría ser —reconoció Nathaniel—. ¿Dónde los havisto? —Por todas partes. Al último, hace dos días, en la co

del lago.Selah carraspeó.

 —¿Conoce usted a alguno de ellos, señor?

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Tres Cuervos cogió su vaso de cerveza. —Los conozco a todos. El del lago George, a quien lo

kahnyen’kehàka llamaban Cuchillo en el Puño, andabmucho por el norte. Sin duda lo conoces. —Esa última fras

ue dirigida a Luna Partida, en su idioma, mientras estudiabos ojos ciegos e inexpresivos sin azoro. —La madre de Cuchillo en el Puño era abenaki —dij

lla—, pero su hijo le volvió la espalda a su pueblo. —¿Es un hombre de mi estatura, con una honda cicatr

quí? —Elizabeth trazó una línea que iba desde la comisude su boca hasta tocar casi la oreja derecha—. ¿Y le falta udiente?

Tres Cuervos asintió. —Dye —identificó Nathaniel—. Esperábamos qu

pareciera, tarde o temprano.

 —Tú tal vez, pero yo esperaba poder evitar esomplicación —corrigió su esposa y dio un respinguando Mudge descargó el puño contra la mesa.

 —¿Y ese tal Dye tiene barco?Tres Cuervos sacudió la cabeza.

 —Sólo un par de perros. Y mal genio.El capitán volvió a aporrear la mesa, haciendo saltar lato de peltre.

 —Maldita sea... Anda, Sary, tápate los oídos, que voy usar esas palabras que te ponen tan nerviosa. —Carraspe

meneando de un lado a otro la mandíbula—. ¡Al diablo co

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Dye! ¡Y maldita sea su madre! A menos que ese hombrepa volar, no representa peligro alguno para nosotroAcaso no llevé a la señora Bonner y a sus hijos hasta Sorn la época del deshielo, a pesar de que los soldado

ngleses iban pisándonos los talones? En el Washingtolegaréis todos a Lacolle, sanos y salvos, aunque haya uentenar de esos malditos cazanegros en el lago.

Elizabeth le sonrió con la sonrisa que solía poner paalmar a alguien. Nathaniel había visto sus buenoesultados en casos más graves que el de Grievous Mudg

Y una vez más funcionó. —Sin duda alguna, capitán —dijo ella—. Por eso hemo

ecurrido a usted.

Ya avanzada la noche, Nathaniel encontró a Elizabetentada a la mesa de la sala, que estaba cubierta de mapas apeles. A la luz de una vela, afilaba una pluma nueva, co

a punta de la lengua apretada entre los dientes en un ges

de concentración. La falta de sueño y las preocupaciones habían dejado muy pálida; él se entristeció al verla. —Pasa, Nathaniel —dijo ella, sin levantar la vista.

ortaplumas susurraba al afilar la punta—. Me ponnerviosa que me observes desde la oscuridad.

Él se acercó para estrecharle el hombro y percibió

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ensión que allí había. —Tienes el cuello entumecido. —Hum... Ya estaba a punto de acostarme, per

necesitaba...

 —... repasar otra vez esos papeles.Los documentos de manumisión y los permisos de viastaban pulcramente dispuestos en la mesa, escritos e

distintos tipos de papel y con tintas diferentes. Elizabehabía dedicado muchas horas de sueño a trabajar en ello

ero la verdad era que nunca quedaría satisfecha. A unregunta suya señalaría todas las imperfecciones: unalabra mal escogida o alguna contradicción en el escritamás la satisfarían; una vez decidida a violar la ley, n

descansaría hasta haber respondido debidamente al desafío —He tenido que rehacer los de Quincy. Y eso significa

or supuesto, que he tenido que imitar otra vez la firma de madre. Creo que esta vez suena más auténtico. ¿Imaginaómo se enfadaría si supiera el papel que le hacemo

desempeñar en esto? Los muertos no tienen idea de lo útileque pueden ser en ocasiones. —Bajó la vista a su obra; un

omisura de la boca se alzó en renuente diversión—. También tendrás que volver a firmar, Nathaniel —dijeñalando el pie de la página.

Él cogió el papel y lo leyó en silencio.

A quien corresponda: Sabed que yo

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 Nathaniel Bonner, del condado de Hamiltonestado de Nueva York, por el poder y la autoridadque me ha concedido la Reunión Anual de lSociedad de Amigos de Nueva York, traslado a

Canadá a doce negros o personas de colomanumitidas y liberadas, a saber: Elijah Middletonde unos treinta y cinco años y tez oscura; MoseMiddleton, de unos treinta años, tez amarilla complexión ligera; su esposa Conny Middletonmujer de color intermedio y ojos claros, de unotreinta y cinco años, y el hijo de ésta, de unodieciocho años, mulato. Estos cuatro negro

 pertenecían al juez Middleton y fuerotransferidos por él a dicha Sociedad de Amigosque posteriormente les dio la manumisión y l

libertad. También traslado...

 —Botas, si hubieras dispuesto de todo un año, nhabrías podido hacerlo mejor.

Una vez que hubo firmado en el sitio que ella ndicaba, dejó la pluma y le masajeó los hombros. Elizabeoltó un pequeño gemido y se arqueó hacia arriba. Despué

de un minuto largo, dijo: —También he escrito una carta para los niños.Su voz se había suavizado repentinamente. Nathani

no necesitaba verle la cara para saberlo: estaba a punto d

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erder el control de las lágrimas que contenía desde hacdías. Se inclinó para rodearla con los brazos y le dijo al oído

 —Eso sí que les hará ilusión. Seguramente se pelearáor tenerla bajo la almohada cuando se acuesten a dormir.

 —Espero que sí. Una buena pelea impedirá que sreocupen demasiado por nosotros.El reloj de la repisa dio las dos. Ella levantó la vista, mu

orprendida. —¡Qué tarde es! ¿Ha llegado ya Jode? —Sí, hace más de una hora. —Menos mal... —Dejó escapar un gran suspiro—. ¿

vendrá con nosotros a Canadá? —Luna Partida cree que sí. Pero no lo sabremos co

erteza hasta que estemos a bordo del Washington. ermíteme recordarte que eso será dentro de tres horas.

 —Estás preocupado por él. —Sí —reconoció Nathaniel, con tranquilidad—, m

reocupa que pueda perder los estribos en algún momenty me preocupo por Dye y por los cuarteles de Lacolle. Hamuchas cosas por las que preocuparse, Botas. N

necesitamos buscar más motivos.Ella le apretó la mano con fuerza. —Saldremos de ésta. Hemos salido de situacione

eores. —Sí, en efecto. —Nathaniel agachó la cabeza y apag

a vela de un soplido, dejando en la oscuridad el desorde

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de mapas y documentos. Sólo quedaron los ruidos de asa dormida y el viento entre los árboles, los oloreenetrantes de la vela de sebo, el humo de leña y el guiso dordero. Y el miedo.

Elizabeth se dejó levantar de la silla y envolver por lorazos de su marido. Era grato estar así con él, lista padejarse llevar como un niño al lecho, sin desear nada máque el sueño y el olvido durante las pocas horas questaban hasta el momento de partir hacia el norte. Estab

mucho más asustada de lo que podía admitir: por sí mismor él, por la gente que dormía en los cuartos de arriba, pus hijos . Se permitió descansar contra Nathaniel para sentencillamente su presencia, su calma y su decisión, máonsoladoras que ninguna palabra.

 —Podría llevarte en brazos... —dijo él, apretando

oca contra su cabello.Ella sonrió en la oscuridad, pues era cierto: pod

levarla, y de hecho ya lo estaba haciendo, aun cuando elaminaba a su lado.

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Capítulo 17

Bajaron al barco en fila india por el sendero, comotones de una sarta, sin lámparas ni antorchas qu

luminaran el camino. El capitán Mudge iba delante, seguidde cerca por Elijah. Detrás, Luna Partida, con un cordel atad

or un extremo a la cintura de su esposo y el otro a smuñeca, tal como los kahnyen’kehàka llevaban en otro

iempos a las mujeres y niños secuestrados.Elizabeth no habría sabido decir por qué le hab

cudido esa imagen a la mente, pero se estremeció. Ella era enúltima de la fila, con Nathaniel cerrando la retaguardi

Tenerlo detrás la hacía sentirse más segura, pero ahora veí

nte sí a doce personas que estaban allí sólo porque ella había pensado así. Podrían haber viajado por los Bosquenterminables, guiados por Nathaniel, pero ella no quería qustuviera ausente tanto tiempo, y por esa impaciencia suystaban allí. Tembló, a pesar del capote de paño grueso y la

aldas pesadas; el pulso le tamborileaba salvajemente en arganta.Un movimiento a su izquierda hizo que se detuviera e

eco. —No hay por qué alarmarse —dijo Nathaniel en vo

aja—. Son los hijos de Katie, que montan guardiCualquier cazanegros que ronde por aquí tendrá qu

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vérselas primero con ellos . —Ojalá Jode venga también. —Elizabeth no obtuv

espuesta, pues no había nada que decir; el muchachcudiría o se quedaría, según su propia decisión.

El olor del lago se iba tornando más fuerte; los rosaleilvestres y los enebros que bordeaban el camino fuerodejando sitio a un suelo apisonado y recubierto con miles donchas. Los cobertizos de los fabricantes de velas uerdas montaban guardia entre las sombras, como viejooldados exhaustos; en una de las puertas había clavado uapel que flameaba débilmente a impulsos de la brisa. Habarriles, cubos, toneles, las ruinas de una canoa y un

hoguera apagada, además de los olores característicos dos muelles: metal herrumbroso, pescado podrido, brea tras cien cosas que Elizabeth no era capaz de nombrar.

Al pie de la plataforma parpadeó una lámparmostrando al capitán Mudge. Elijah comenzó a subir, perLuna Partida, vacilante, giró hacia el calor de la lámpara; sara era una extraña luna de cobre, suspendida un momentntre la tierra y el agua. Al pisar el muelle, resbaladizo por

ocío y el aceite de pescado, Elizabeth estuvo a punto derder pie.En las sombras, bajo su tricornio de capitán, Elizabe

no pudo distinguir las facciones de Mudge, pero percibió ensión que desprendía: un zumbido como de abejas

distancia. Él subió detrás de Nathaniel, rápido a pesar de s

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anza, y dio una orden a los marineros —hombres diestroilenciosos y bien pagados, según había prometido— par

que alzaran las velas.Ya no había manera de echarse atrás. Elizabeth vacil

nte la barandilla, atrapada por la visión del cielo, que sluminaba en el este. Pronto saldría el sol. Cuando volvieraonerse, ya habrían cubierto más de la mitad del camin

hasta Canadá, si los vientos eran favorables, claro, y si logentes de aduana, los cazadores de recompensas y louardias fronterizos apartaban la mirada.

 Nathaniel le tocó el codo con la mano y Elizabeth furas los otros a la cabina de popa. Allí estaba Jode, alto

desafiante. Cuando vio a Luna Partida, apartó los ojos nderezó los hombros, desprendiéndose del niño interi

que deseaba acercarse a ella y apoyar la cabeza en su seno

Había olvidado el ruido que hacía un barco: maderuerdas, velas y viento, todos gimiendo a una en un barul

que escocía hasta meterse bajo la piel. Todos ellos estabapiñados en la cabina de popa, que servía como alojamientdel capitán y cuarto de mapas, con espacio apenauficiente para cuatro. Selah y Luna Partida ocuparon itera; Stephan, el más débil de los hombres, la única sill

unos se sentaron en la mesa de mapas, y otros, en el suel

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hombro contra hombro. Todos guardaban silenciscuchando el viento que impulsaba al Washington como

uno de esos insectos que flotan sobre la superficie de lostanques.

Elizabeth temía que no pudiera dormir nunca más, pere llevó una sorpresa; estaba sentada frente a Uffbservando su cara delgada y solemne, y al momentiguiente se despertó en una cabina llena de barrauminosas, deslumbrada por los rayos de sol que penetrabatravés de las persianas que daban a cubierta.

 —He soñado con Julián —dijo en voz alta, para oír sropia voz.

 —Siempre sueñas con tu hermano cuando viajas earco. —Nathaniel sacó el brazo con que le sostenía abeza y lo flexionó para aflojar los músculos entumecidos.

Pico le ofreció un cazo de agua del barril que habunto a la puerta. Ella bebió la mayor parte y usó el resto panjuagarse los ojos, a fin de abrirlos al día.

 —¿Dónde está Jode? ¿O él también ha sido un sueño? Nathaniel torció la boca hacia abajo.

 —Está arriba, en cubierta, con Isaiah. —¿Y te parece buena idea?Él se encogió de hombros.

 —Con tal de que no nos apiñemos todos allí arriba mismo tiempo...

 —De dos en dos, como Noé. —La sonrisa de Uf

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temperaba lo extraño de su voz, ronca y casi inexpresivOfreció a Elizabeth un saco abierto—. ¿Tienes hambre?

En cada saco de lona la señora Emory había puestomida variada y en cantidad: fiambre de venado, pan d

maíz con frutas secas, galletas con grasa de cerdo, morcillaebollas asadas, orejones de manzanas y peras y un quesicante que se deshacía contra la lengua. Elizabeth cogió urejón de manzana y un trozo de pan de maíz; como vio qua mujer arrugaba la frente, cogió también un poco dmbutido.

Los hombres comían en silencio, pero las mujereusurraban entre sí en inglés, kahnyen’kehàka y holandé

Luna Partida, Selah, Conny, Flora, Uffa, Dorcas... Elizabetontempló las caras, una a una, y las recordó tal como la

había visto por primera vez, llorando silenciosamente sob

una tumba recién abierta en la tierra del bosque. Estabaxhaustas, pero ni el dolor ni la dura caminata hasta el lag

habían bastado para quebrarlas. Vestidas con la ropa que leñora Emory les había proporcionado, teñida de cualqui

modo en tonos grises, parecían gorriones en inviern

piñados para conservar el calor y dispuestos a aceptar onsuelo y la esperanza dondequiera los encontraran.Los hombres la preocupaban más. Stephan, por lo frág

de su salud; Charlie, por lo prolongado de su silencio (elno recordaba haberle oído más de cinco palabras seguidas

Pico y Markus, por lo profundo de su duelo; Jode y Elija

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or la fuerza de su ira, que el gris de los cuáqueros no podpacar ni siquiera disimular.

 —¿Quieres un trozo del pan africano de Katie?Elizabeth dejó a un lado sus pensamientos. Dorcas ten

os ojos del color del brandy, una voz suave y dulce y unmasa de tejido cicatrizado en la mejilla, allí donde en otiempo la habían marcado a fuego. Una F, había explicadlla, dibujando la forma en el aire con un dedo. Dfugitiva». Y había abierto la taleguilla que le colgaba duello para mostrarle esa parte de ella que se había negadoonservar, pero de la que tampoco podía desprenderse: uizo de carne seco y marchito. «Para no olvidar jamás.»

 —Ya no hace falta hablar en susurros —les dijElizabeth—. Podéis cantar a todo pulmón; aquí nadie os oir

Sin embargo, las mujeres sonrieron con asombro

nquietud, como si les hubiera dicho que podían volar.Se abrió la puerta y apareció Jode, torpe e incómod

vestido con chaqueta de piel, camisa y bombachos. Leguía Elijah, que llevaba en las manos algo parecido a uran trozo de hueso pulido.

 —¿Qué traes ahí? —preguntó Dorcas, levantándosara ver mejor.Elijah pasó entre la gente y se dirigió a donde estab

Luna Partida. —Un diente. Al menos eso es lo que dice el viej

marinero. Dice que Luna Partida podrá explicarnos qué es.

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En verdad parecía un diente, con tres largas raíces eorma de tenaza, pero del tamaño de un puño. Elijah

depositó entre las manos ahuecadas de su esposa. Ésdeslizó los dedos por la superficie, lo sopesó y lo alzó par

lfatearlo. —¿Qué viejo marinero? —preguntó Elizabeth. —El pequeño, el del gorro colorado. Dice llamarse Ti

Card. —¡Tim Card! —Ella apoyó una mano en el brazo d

athaniel—. ¿Recuerdas que te hablé de él? Estaba a borda última vez que navegué con el capitán Mudge. ¡Ouenta unas historias increíbles! Historias de piratas, ducaneros, de Button Bay...

Selah comentó: —Supongo que debe de haber alguna buena histor

detrás de este diente gigantesco. —Había cogido la pieza e daba vueltas en las manos—. Mirad, aquí hay unourcos . Como de roer.

 —El viejo dice que es el diente de un ángel —aclarode, que no se había movido de su sitio, junto a la puer

—. Dice que en los ríos, si se excava, se encuentran huesode ángeles que cayeron en la batalla por el cielo. —Nunca pensé que vería huesos de ángel —musit

Stephan, todavía algo ronco por la fiebre pasada. —Ese viejo marinero nos ha dicho que, donde encontr

ste diente, había huesos de pierna que medían casi se

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metros de largo —continuó el muchacho; su tono era tímidomo siempre, pero su rostro no podía disimular ntusiasmo—. Pero yo no creo en los ángeles.

Pico se levantó y le golpeó en el hombro con uno de lo

anfletos religiosos de la señora Emory. —¿Cómo sabes que ese diente no es de ángel?El muchacho lanzó un bufido y apartó la vista. Conn

dijo: —Pues yo s í creo. Hace un par de días, la señora Emor

me leyó en la Biblia que unos ángeles grandes bajaron a ierra.

 —Los ángeles no tienen nada que ver con esto. —Uffon el entrecejo arrugado, contemplaba el diente qu

Stephan sostenía en las manos—. Eran gigantes, ¿no? —Svolvió hacia Elizabeth.

 —Del Génesis —confirmó ella. —Anda, cita. —Nathaniel le dio un leve codazo, s

molestarse en disimular la sonrisa—. No te retengas.Ella le devolvió el codazo, pero alzó la voz para qu

yeran todos.

 —«En aquellos tiempos había gigantes en la tierra, ambién después, cuando los hijos de Dios hubieron venidlas hijas de los hombres y ellas les dieron hijos; éso

ueron los héroes, que desde antaño eran hombreenombrados.»

 —Debe de tener como cien libros metidos en es

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abeza. —Selah sonrió desde el otro lado de la cabina—. Nme explico cómo hace para recordar todas esas palabras.

 —Lo que yo quiero saber es cómo se llega de loigantes de la tierra a los ángeles caídos —dijo Flor

desdeñosa—. Y quién sabe s i ese diente es auténtico. Podrer una talla de marfil. O de alguna madera. Nathaniel no hdicho una palabra. Y tú tampoco, Luna Partida. ¿Euténtico?

 Nathaniel dijo: —Es auténtico. He visto huesos como ése. Y Lun

Partida también.Todos se quedaron muy quietos; en las caras brillaba

rados diferentes de inquietud e interés. Jode parecimplemente irritado.

 —Nunca nos has contado cuentos de gigantes —

dijo a Luna Partida.Ella se volvió hacia él. A la intensa luz de la mañana, la

icatrices de su cara se destacaban en surcos carmesíeomo si se hubiera pintado para el combate. Inclinó la cabeun lado con una discreta sonrisa, como las que muestra

as madres a sus hijos impacientes. —Existen centenares de leyendas —dijo—. Pasarámuchos años antes de que las hayas escuchado todas, ún tardarás más en comprenderlas.

Lo dijo con suavidad, pero Jode dejó caer la cabez

omo si le hubiera gritado.

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 —¿Puedes contarnos alguna? —Dorcas se inclinó hacdelante—. Nos ayudará a pasar el rato.

Luna Partida prolongó el silencio. Por fin carraspeó nundó con su voz la pequeña cabina.

 —En la casa comunal, mis padres me contaron historia de los gigantes que vivieron hace mucho tiempntre nosotros. Me hablaron de Weetucks, que era altomo el más alto de los árboles. Y de su hermano

Maughkompos, que era más alto aún. Maughkompos, de pn el medio del gran río, podía atrapar con una mano usturión grande como un hombre. Weetucks era capaz d

derribar de un golpe a la Hermana Osa cuando se escondde él trepando a un árbol. No había animal lo bastante velo

ara ponerse a salvo de la raza de los gigantes. No habdientes tan largos que pudieran herirlos ni garras lo bastan

filadas.»Eran buenos cazadores y poco a poco fuero

xterminando a muchos de los animales del bosque huyentando a los otros. El venado, el oso, el alce, el búfall castor: todos se fueron hacia el norte lejano, donde

ierra no estaba habitada por gigantes. Y nuestros cazadorevolvían a casa con las manos vacías, y la gente tenía hamby frío, pues no había carne, ni tampoco una sola piel dastor con que abrigarse.

»El Amo de la Vida, al ver las tribulaciones que había

ausado los gigantes entre su pueblo, se enfureci

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Convocó al rayo, los castigó a todos y barrió su raza de ierra. Sin embargo, dejó los huesos para que mi pueblo nlvidara a los gigantes y recordara cómo habían provocadu fin.

 —Codicia —anunció Dorcas, pasando dkahnyen’kehàka al inglés—. Fue por la codicia.De pronto Charlie se levantó, tembloroso. Era u

hombre de mediana edad, bajo de estatura, pero donstitución fuerte. A Elizabeth le recordaba al roble partid

que había delante de su escuela: no sólo por su complexióino porque la pérdida de su esposa y de su hija parec

haberlo golpeado profundamente. Durante el día iba comonámbulo y a menudo se le oía sollozar en sueños.

 —Y por el pecado del orgullo —anunció con voz durlzando los puños a la altura de la cara—. Por el orgullo lleg

a caída. Los ángeles cayeron, y los gigantes, y nosotroambién. Dios mandó esa fiebre para castigarnos por nuestrrgullo. Nos volvimos orgullosos y Él nos castigó. Se llevóos niños. —Paseó la mirada por todos ellos, señalando co

un dedo trémulo—. Se llevó a tu Joshua. Y a tu Mariah. Y

Billy. Y a mi niña, mi dulce niña, mi Meg. —Luego se volvihacia Selah—. Se llevó a nuestros hijos y también se lleval tuyo.

De pronto se derrumbó, tan súbitamente como se habevantado. Con las rodillas recogidas hasta la cara, se inclin

hacia delante como si quisiera desaparecer dentro de

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mismo.Todas las mujeres se giraron a un tiempo hacia Selah

ero ésta levantó una mano para detenerlas, al tiempo qumovía levemente la cabeza. Luego abandonó la litera dond

staba sentada, con su hijo en el regazo, y cruzó habitación hacia Charlie. En la cubierta sonó un silbato y voz del capitán, que daba una orden. La muchacha sgachó junto a Charlie y le puso una mano en la cabeza, si

decir palabra. Todos esperaron con ella, hasta que uscalofrío sacudió los hombros curvados del hombre, quevantó la cabeza.

Los dos se miraron durante un largo rato: la joven y hombre maduro; las lágrimas corrían sin freno por la barbrecida de aquellas mejillas flojas. Selah no sonreía, pero eu expresión había una franqueza, una búsqueda qu

areció alcanzarlo. Charlie parpadeó una y otra vemoviendo la boca sin emitir sonido alguno.

 —¿Quieres sostenerme al niño? —dijo Selah—. Mustaría ir a estirar las piernas, pero tengo miedo de subon él a cubierta. ¿Puedes cuidármelo? Se llama Galile

omo su abuelo.Charlie tragó saliva con tanta dificultad que se ontrajeron los músculos de la garganta. Luego dijo:

 —Galileo fue quien me mostró el camino a RocBermeja.

 —Pues éste es su nieto —aclaró Selah, con su voz má

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erena—. ¿Me lo cuidarías un rato? Te lo agradeceré.Lo recorrió un escalofrío. Durante un largo instan

nadie se movió, nadie respiró siquiera. Por fin, el hombrguió poco a poco los hombros y la espalda, y finalmen

flojó los puños.Ella depositó al niño dormido en la cuna que Charlhacía con los brazos. El bebé se movió en sueño

arpadeando, y chasqueó ruidosamente con la boca hasdormirse otra vez.

 —Gracias —dijo Selah, mientras se incorporaba. Luege volvió hacia Elizabeth y Nathaniel—: ¿Me acompañáisubierta? Me gustaría caminar un poco.

El día pasó con lentitud, repartido entre los paseos pubierta y la cabina, la comida, el sueño y la charl

Aprovecharon para revisar y limpiar las armas, que habíaubido a bordo en plena noche y habían escondido detrá

de un mamparo falso. Los cuáqueros no portaban armas,

omo tales debían pasar ellos a Canadá; por más que no lehiciera gracia, las escopetas, los mosquetes y los cuchillode caza debían volver a su escondrijo.

A cada barco que pasaba s in reparar en ellos, la sonrisde Elizabeth se hacía menos forzada. En general eran navío

mercantes, goletas y grandes balsas que bordeaban la cost

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n un par de ocasiones, un cúter de la Armada se les puso a par, pero ni los miraron. Nathaniel vio que el humor de ssposa mejoraba, complacida por el buen ánimo que reinabn la cabina atestada, donde los viajeros se entretenía

ontando relatos, a cual más extraordinario.Se contaban travesuras de la infancia, historias drañas burladas por moscas y de gatos ridiculizados patones, de personas a las que les habían crecido alas, drujas cuyas pócimas de amor volvían infelices a quienes laebían. Pico narró la historia de una rana embutida en unoombachos y Elizabeth lloró de risa. No hablaban de la

muertes ni de las tumbas excavadas hacía poco, ni de la fughacia el norte, ni de lo que habían dejado atrás; tampochablaban del futuro ni de la vida que llevarían en Canadá.

A cada historia, retrocedía un poco el miedo que le

había dado energías para llegar tan lejos. Poco a pocmpezaban a interesarse por el mundo que se extendía fuer

de la cabina; incluso Charlie, a quien el diente del giganhabía arrancado de su dolor. Todos salían a cubierta durantlgunos minutos para contemplar el paisaje de la orilla,

esplandor azul de las montañas que se alzaban hacia este, el verde asombroso de los bosques que llegabahasta la ribera. Jode subía cada vez más a menudo, atraíd

or el aire fresco, el fuerte viento y el espectáculo de lomarineros en actividad. A lo largo del día fueron subiend

or turnos, de dos en dos o de tres en tres. Nathaniel lo

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bservaba desde la ventana que daba a la cubierta scuchaba fragmentos de sus conversaciones.

Todo les llamaba la atención: las velas, el timón, abrestante..., e intercambiaban preguntas sin respues

obre lo que veían en la margen: cuánto tiempo llevaría aquasco podrido encallado en la orilla y cómo habría llegadhasta allí; cuántas clases de patos habitaban aquellas aguai un hombre fuerte podría nadar de una ribera a la otruánto se tardaría en construir aquellas grandes balsas qulevaban los troncos a los aserraderos. A veces el capitá

Mudge se acercaba para ofrecerles algún tipo dnformación sobre los lugares por los que pasaban, y Ti

Card encontraba en ellos un público bien dispuesto, cuandodía robar unos minutos a su tarea.

Al viejo marinero nunca le faltaban historias que conta

e bastaba contemplar el lago para que se le ocurriera algunathaniel escuchaba a través de la ventanilla sus relatos, e

os que intercalaba fragmentos de cuentos indios, mitouerras e historias bíblicas. Formaban un cuadro extraño:

menudo Tim Card, con su barbilla erizada y las mecha

lancas que le asomaban por los agujeros de la gorrodeado de negros que lo doblaban en tamaño, pero qunclinaban cortésmente la cabeza y escuchaban con sincernterés sus historias de contrabandistas y ángeles caídos us cuentos, que ilustraban la falsedad de los político

onservadores.

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Elizabeth fue a apoyarse en el alféizar, junto a ssposo. Cruzada de brazos, escuchaba con una leve sonris

mientras Tim señalaba puntos de la costa y volvía a libraaso a paso, la batalla de Champlain y el incendio de la flo

norteamericana. Su voz les llegaba por fragmentos: «Eeneral Arnold...», «... se lo robaron bajo las narices...Los hizo correr como...».

Vestida de gris, como los cuáqueros, Elizabeth parectra persona, más pequeña, más contenida. Pero cuando siró para sonreír a su marido, el fuego y la lucha aúrillaban en su cara. Alargó una mano hacia él y Nathaniel ecorrió con sus dedos; luego se la apretó contra la boca y ocó la piel con la lengua. Ella dio un brinco y apartó

mano; su mirada quería ser una reprimenda, pero no llegódisimular la chispa que él le había encendido.

Elizabeth frunció los labios y señaló con la barbilla a lohombres que acompañaban a Tim Card.

 —A cada minuto que pasa, se les ve mejor. Nathaniel le puso una mano sobre el hombro. —Eso justamente estaba pensando de ti, Botas.

 —¿De verdad? —Ella levantó la cara, pálida y sincermostrándole su sorpresa. El gris de sus ojos parecía plataa luz del sol; por primera vez él le descubrió una heblanca en el pelo. En ese momento pudo ver a la ancianesuelta que llegaría a ser algún día.

 —¿Qué estarías haciendo ahora si no hubiera

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bandonado Inglaterra? —preguntó.Ella inclinó la cabeza.

 —Cuidaría de los hijos de mi prima, visitaría a mhermano encarcelado por deudas y copiaría fragmentos d

ibros de la biblioteca. ¿Qué opinas? —A veces me pregunto si a estas alturas no habríascrito ya un montón de libros, como esa señor

Wollstonecraft.Elizabeth se llevó la mano a la boca, riendo.

 —Eso es nuevo, Nathaniel. Por lo general, cuando tacan los remordimientos y te preocupas por mi bienestae limitas a decirme que en Inglaterra no habría corridantos peligros. Y ahora piensas que he renunciado a lortuna y la fama de escritora para venir a los bosques. ¡Qumaginación!

 Nathaniel le rodeó los hombros con un brazo y la acerchacia él.

 —Que no habrías corrido tantos peligros es verdad.Elizabeth apretó la cara contra su pecho; le temblaba

os hombros de risa, y él sintió el calor de su aliento húmed

través de la camisa. —Si continúas riéndote de mí, tendré que ponermerio, y tendremos una de esas discusiones que tanto ustan. —Se lo dijo al oído. La risa de ella se convirtió en ustremecimiento de otra clase—. Cuando estemos solos.

Ella se apartó.

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 —No seas tonto —dijo, mientras se tocaba la cara col pañuelo que había sacado de la manga—. Para estar soloaltan al menos dos días, Nathaniel Bonner. Tendrás queservar tu... sermón hasta entonces.

Y se escabulló, riendo abiertamente, antes de que udiera inmovilizarla contra el mamparo para demostrarle qustaba equivocada.

Un griterío en cubierta la clavó donde estaba y se orró la risa. La puerta se abrió de par en par y aparec

Elijah, seguido por Jode y Pico. —Nos ponemos al pairo. —Elijah lo dijo sin expresió

u voz casi se perdió en el ruido que provenía de la cubiertrdenes de viva voz, crujidos del barco y marinerorabajando deprisa.

 —¿Qué pasa? —preguntó Luna Partida—. ¿Por qu

erdemos velocidad? Nathaniel se asomó por la ventana para repetir

regunta a uno de los marineros , que pasaba corriendo. Ne gustó la respuesta, pero aun así la transmitió.

 —Los de aduanas nos han hecho señales. Van a subir

ordo. —¡Pero si aún faltan horas para llegar a la frontera! —Elizabeth hizo un esfuerzo por hablar con serenidad, pero enútil: en la cabina todas las caras estaban contraídas d

miedo.

 —Ha sucedido mucho antes de lo que esperábamo

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ero de nada sirve asustarse.Con esas palabras Nathaniel consiguió lo que buscab

u esposa le disparó una mirada dura y su miedo cedió pasla indignación. Antes de que ella pudiera protestar, él s

nclinó y la miró directamente a los ojos. —Te has enfrentado al gobernador del Bajo Canadá, riminales comunes, a Jack Lingo y a varios pares del rein

Botas. Así que creo que podrás vértelas con unos pocogentes de aduanas. —Luego giró hacia los otros, mientra

descolgaba su sombrero del clavo. Era de ala ancha y copaja, como el que llevaban los cuáqueros—. Cubríos abeza y poneos serios. Subiremos todos a cubierta a toml aire.

Jode dio un paso hacia el mamparo falso. Elijah nterpuso y le apoyó una mano en el hombro sin decir nad

El muchacho se desprendió con una sacudida, pero no pudostenerle la mirada. Cuando bajó los ojos, Elijah ordenó:

 —No te separes de Luna Partida.

 No era la primera vez que Elizabeth trataba councionarios de aduana; ya antes había navegado en esarco por esas aguas, cuando Nathaniel y su padre estabaresos por espionaje en Canadá, pero aquella vez estab

demasiado preocupada, pensando en cómo sacarlos de

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árcel antes de que los ejecutaran, como para presttención a esos detalles.

Pero ahora debía hacerlo. Y lo que veía no le gustabnada. Estaban entrando en una zona de islas y bajíos qu

erpenteaban a lo largo de la ribera de Nueva York. Hacia este, en una de las islas, había un pequeño puerto con uuñado de goletas y cúteres anclados; uno de ellonarbolaba la enseña de la Armada norteamericana y otrertenecía a la patrulla aduanera. Pero lo que más lenquietó fue el bote canadiense que navegaba hacia elloeguido por dos canoas. Elizabeth distinguió a variouncionarios de aduanas, escoltados por hombres de

Marina. —¿Marinos con funcionarios de aduana? ¿Eso e

normal?

 Nathaniel se encogió de hombros. —A mí me preocupan más las canoas. —Parecen kahnyen’kehàka —observó ella—. ¿Lo

onoces? —En la que está más lejos veo a Ave de Piedra. Tal ve

haya estado comerciando lago abajo.Elizabeth captó el tono de su voz, tenso e intranquilo,ontinuó observando.

 —Tal vez vayan hacia Buenos Pastos. Eso estaría biensí no viajaríamos solos.

Y se interrumpió, pues en ese momento comprendió l

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que veía, a quién veía, en la otra canoa. La más cercanHabía dos hombres, y uno de ellos era Liam Kirby. Nathanivio que se tambaleaba y la sujetó por el codo.

 —Tranquila —susurró—. Tranquila.

 —Pero...Él le apretó en el brazo, al punto de hacerle un moretón —Disimula.«Disimula.» El pánico le subía por la columna como u

montón de avispas. Sacudió la cabeza para despejarluando volvió a mirar, Liam Kirby seguía allí, remando hacllos; en la hora dorada que precede al crepúsculo, la lu

daba a su pelo un rojo tan intenso y sorprendente que nodía haber error. En unos segundos más estaría en

Washington.La mente de Elizabeth funcionaba a toda prisa, per

ólo podía pensar en Liam, de pie entre las sombrahúmedas de la taberna; recordó la ira grabada en los huesode su cara cuando hablaba de su hermano. Si quervengarse de Nathaniel, en esa cubierta encontraría la formde hacerlo.

 Nathaniel la estrechó y le habló tan bajo que ella apenaudo oír. —Creo que no nos ha visto. El ángulo no se lo permit

Ven.Ella lo siguió sin decir palabra hasta la barandil

puesta, donde estaban los fugitivos. Nathaniel tenía e

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alento singular: la capacidad de moverse por el mundo eas peores circunstancias como si cruzara el porche de sasa en un día de sol. Era una habilidad por la que Elizabe

habría pagado un alto precio, sobre todo en ese moment

Respiró profundamente tres veces. No había escapatoria. No podían huir. No tenían mármas que el ingenio. Ella sofocó un sonido histérico, máisa que grito.

 —¡Ah del barco!El capitán Mudge alzó la voz hacia el bote que s

proximaba. Estaba de pie ante la barandilla, con las manoruzadas a la espalda y la barba flameando en la brisa com

un estandarte harapiento; era la viva imagen del viejo marinmuy a gusto en esas aguas. No parecían preocuparle ebsoluto los funcionarios de aduana, las canoas ni cos

lguna. Claro que él no sabía nada de Liam. —¿Qué hacemos? —Conservar la calma.Una ira creciente barrió el miedo de Elizabeth. Ira cont

Liam Kirby, contra Nathaniel y, sobre todo, contra sí mism

o pudo por menos que mirar aquellas caras, ya taamiliares. Aquellas gentes habían soportado muchos maley ella los había llevado hasta allí. Habían hecho mal en nscuchar a Jode, que estaba de pie ante la barandilla, co

Selah a un lado y Luna Partida al otro. Las mujere

reocupadas por él, lo retenían como a un niño sujeto co

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una traílla.El bote golpeó contra el Washington y un funcionari

de aduana trepó por la escalerilla, menudo y vivaz, y fijó sujos oscuros y rápidos en el capitán. Luego, con una fuer

xclamación, estrechó la mano de Mudge con las dos suyaacudiéndola enérgicamente. —Es Jed Allen —le susurró Nathaniel a Elizabeth. —¿Otro Allen?Él se encogió de hombros; en su mejilla, un múscu

atía suavemente. —En este lago no puedes escupir sin dar con un AllenElizabeth trató de aclarar sus ideas. Esa noticia ¿e

uena o mala? —¿Crees que te reconocerá? —preguntó. —Lo dudo. Hace más de veinte años que no no

vemos.El capitán y su primo se intercambiaban novedade

ero ella no podía concentrarse más que en el punto pdonde asomaría la cara de Liam Kirby. En cuanto subiera

ordo, los señalaría como impostores y delincuentes; no s

levaría sólo a Selah y a su hijo, sino a todos. Del primero último. El miedo, en su vientre, bramaba como un maliente y viscoso.

Jed Allen se asomó por la barandilla y gritó hacia ote:

 —¡Señor Thistlewaite! ¡Lo necesito aquí!

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 —El escribiente —susurró Nathaniel al oído de ssposa, dando un paso atrás para poder hablarle sin dejar dbservar lo que sucedía—. Si Kirby sube a bordo y te v

hay una posibilidad de que no nos denuncie. Tal vez n

quiera que vayas a la cárcel. —¿Y Selah? —siseó ella—. ¿Dónde va a esconderse?Mientras lo decía supo la respuesta: no había dónd

Para llegar al mamparo falso donde estaban las armaendría que cruzar el barco en toda su longitud, y eso seromo agitar una bandera.

 —Ahí viene el escribiente. Muéstrate serena y no vuelvas a mirar.

El señor Thistlewaite era un hombre entrado en añoero trepó con la agilidad de un muchacho y aterrizó eubierta con un golpe sordo. Llevaba consigo un gran libr

de registro en un cabestrillo que le cruzaba el pecho y uápiz de grafito en la boca, como si fuera una pipa; pero l

más importante era que vestía más o menos como ellos : todde gris, con el pelo cortado en línea recta sobre la frente. Euáquero. Sin duda, eso debía de ser bueno.

 —¡Señor Thistlewaite! —gritó Jed Allen—. ¿Está listoEl anciano abrió trabajosamente el gran libro sobre uarril, se quitó el lápiz de la boca y asintió con la cabeza.

 —Sí, naturalmente. —¡Tome nota de la carga!

Ahora que había iniciado la tarea, la voz del señor Alle

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ra toda trueno y ladrido; no obstante, su primo, el capitáno parecía en absoluto intimidado. Mientras se peinaba

arba con los dedos, echó un vistazo a los hombres que aúno habían subido. «Está mirando a Liam —pensó Elizabet

—, pero no lo sabe.» —Una docena de arcones de clavo y tres docenas darriles de potasa —recitó Mudge—. Pero no hay necesida

de apuntar eso, hombre. No va a Canadá. No voy a pagmpuestos por algo que se va a quedar en el estado dueva York. Lo que transportamos son pasajeros, como ve

Misioneros cuáqueros.Los dos hombres volvieron la mirada hacia ellos:

eñor Thistlewaite, bizqueando tras las gafas, y Allestirando el cuello hacia delante, como los pollos al tragar.

 —Cuáqueros, buen Dios. —El agente de aduana

arecía reparar en ellos por primera vez—. ¿De dónde haacado misioneros cuáqueros, Grievous? ¡Y negros, poñadidura!

 —Van a predicar entre los mohawk —explicó el capitánin prestar atención a la pregunta que le había formulado—

Buen trabajo les espera. —Conque los mohawk, ¿eh? ¿Ha oído usted eso, señoThistlewaite?

 —Lo he oído, sí. —¿Y qué piensa de eso?

El hombre parpadeó, sorprendido.

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 —No hay mucho que pensar. Es la obra de Dios.El bote golpeó otra vez contra el Washington y

scribiente echó un vistazo hacia el agua. Cuando levantó abeza, su mirada se cruzó con la de Elizabeth y la sostuv

durante un momento demasiado largo.El señor Allen se volvió hacia el capitán. —Te han mostrado sus papeles, ¿verdad, Grievous? —Sí —aseguró Mudge, muy solemne—. Parecen est

n orden. —Con eso me basta. ¿Le basta a usted también, señ

Thistlewaite, o quiere registrarlo todo en su libro?Elizabeth se apretó el pañuelo contra la boca, mientra

l anciano se debatía en la duda. Detrás de las gafas, sujos se veían muy grandes, más que humanos, casi de búhomo si pudieran ver en las sombras y en los rincone

scuros. Servía a dos amos: su propia conciencia y el trabajque le había sido confiado. Todo eso era visible en su cara

ero cuando miró a los viajeros, asomó algo más: piedad esignación.

 —No, señor, por cierto —dijo al fin—. Pero el seño

Cobb y su socio esperan ahí, señor. Él querrá echar uvistazo.«El señor Cobb...» Elizabeth debió de hacer algún ruid

on la garganta, pues Nathaniel volvió a apretarle el brazon fuerza.

«En la ciudad hay un cazanegros llamado Cobb... N

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mente al diablo, que podría aparecer.» —¡Malditos cazanegros! —ladró el señor Allen—

Llevan una semana inspeccionando todos los barcos quasan por aquí, sin descubrir a un solo fugitivo. Éste es

apitán Grievous Mudge, señor Thistlewaite. Si Grievous hvisto sus papeles y está conforme, el señor Cobb tambiédebe conformarse.

 —Sí, señor —reconoció el anciano—. Pero ya sube, ambién el señor Kirby.

Una súbita calma invadió a Elizabeth, como si fuera uecipiente lleno de miedo, a punto de desbordarse. Lueg

vio que Nathaniel volvía la cabeza hacia unas vocepagadas y repiqueteos de metal. Ella también se giró.

Allí estaba Luna Partida, con el bebé en brazos. Selade pie ante la barandilla, sostenía en las manos un barril co

diez kilos de clavos y una maraña de cuerdas enredadas os brazos y al cuello. Nada en su expresión revelaba miedólo decisión. Estaba a cuatro pasos de distancia. Cruzó un

mirada con Elizabeth y sus labios dibujaron una sola palabrCuriosity.»

Con el tonel entre los brazos, Selah se lanzó sobre arandilla, silenciosa y grácil como un ave que se tirara eicado desde un acantilado, y desapareció en el lago, jusuando los cazadores de recompensas abordaban

Washington.

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Elizabeth se desmayó. Cuando volvió en sí, momentodespués, aún estaba de pie, suspendida entre Nathaniel

ode: dos hombres fuertes, estremecidos por una cólera quno se atrevían a liberar. Los viajeros, en torno suyo, estabatónitos y aturdidos por el miedo. Y Selah ya no estaba entllos; había desaparecido.

Elizabeth oyó un gimoteo que surgía de su proparganta. El brazo de Nathaniel se tensó contra su espald

De su boca brotó un susurro incomprensible, que repetía lomismos sonidos una y otra vez, hasta que empezaron obrar sentido. No estaban destinados sólo a ella, sinambién a Jode: era un grave cántico en kahnyen’kehàka.

 —Se ha sacrificado por el niño. Ahora piensa en

niño. Piensa en el niño.El nieto de Curiosity. Detrás de ellos, el pequeño s

evolvía con un pequeño llanto entrecortado de hipElizabeth se liberó con una sacudida y se volvió hacia éLuna Partida lo acunaba contra su pecho, canturreándole. L

anción fúnebre de su madre.Ella cogió al bebé sin decir palabra; el peso y la solidede la criatura le devolvieron la razón y la anclaron entre lovivos. Ajustó su respiración a la del niño que había ayudad

nacer y que ahora debería entregar a su abuela.

Se obligó a levantar la cabeza para mirar a los hombre

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que iban a detenerla.Enfrente de ella estaba el señor Cobb, un hombre poc

lamativo que inspeccionaba los papeles que ella habalsificado con tanto esmero. No tenía aspecto de perr

abioso; más bien parecía un viajero que hubiera pasadmucho tiempo en los caminos, malhumorado y exhaustLiam se mantenía aparte, tan lejos de ellos como podía, coos brazos cruzados contra el pecho y la expresiónescrutable. Selah había decidido huir de aquellos do

hombres, pero los otros no podían; ni tampoco su hijo.Elizabeth buscó la mirada de Liam y se la sostuvo. Vi

que su expresión pasaba de la certeza justiciera a ncertidumbre, de la incertidumbre al enojo, del enojo a ncomodidad. Durante un momento él apartó la vista, pues eñor Thistlewaite le hablaba; luego volvió a mirarl

vacilante, como el niño atraído por el fuego de cuyo peligrstá advertido.

El niño gimoteó en brazos de Elizabeth, y ella le diohupar el meñique, sin dejar de sostener la mirada a Liam.

quería traicionarlos , tendría que hacerlo mirándola a los ojo

abiendo lo que causaba.Cobb le hacía preguntas a Nathaniel, que ésespondía con la más serena de las voces, como si el munduera un lugar cuerdo y razonable. Repitió, palabra palabra, las respuestas que habían ensayado junto

Mientras tanto, Elizabeth seguía mirando a Liam a los ojos .

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iguió así mientras Cobb leía los nombres en voz alta paompararlos con las caras que identificaban.

Se produjo otro largo silencio mientras Cobb estudiabos documentos, con el aire de un escolar que inten

esolver un cálculo matemático. Entre sus cejas apareció unrruga. —En la lista hay doce negros, pero sólo veo once. Fal

una joven. —Murió al dar a luz —dijo Nathaniel.En parte, era verdad. Elizabeth se estremeció al oírlo.Cobb miró un momento al niño que ella tenía en brazo

y luego gruñó: —¿Y esa piel roja? Aquí no se la menciona.En la mejilla de Nathaniel se contrajo un músculo. E

una pésima señal, pero el hombre no podía saberlo.

 —Es mohawk —explicó él—. Nunca ha sido esclava.La afilada boca de Cobb se torció hacia abajo y pareci

desaparecer en la cara. —Eso es lo que está arruinando a este puñetero paí

Una piel roja cuáquera. —Y sacudió la cabeza, disgustad

De pronto adoptó una expresión astuta y echó una miradaLiam, por encima del hombro—. Aquí hay una mohawkKirby —gritó—. ¿No quiere probarla, ya que todavía buscaquella que se le escapó? —Y emitió una risita, con la pun

de la lengua entre los dientes.

Elizabeth vio que Nathaniel daba un respingo d

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orpresa y se esforzaba de inmediato por recobrar la calmMientras tanto, Liam había enrojecido hasta la raíz dabello, para luego palidecer con la furia del que esbligado a contenerse. Permaneció quieto durante u

momento, y Elizabeth supo entonces que estaban salvadoEn algún lugar, una mohawk —que no era Hannah, pues esno podía referirse a Hannah— acababa de salvar, siaberlo, al puñado de personas que viajaban en aqueloleta. Cobb los había salvado al convocar aquella image

La mohawk que no era Hannah, innominada, desconocidompletaba el trabajo que había iniciado Selah.

Con una última mirada dirigida a Elizabeth, Liam levolvió la espalda y, tras decir unas cuantas palabras apitán, abandonó el Washington por la escalerilla duerdas.

Ella, en su alivio, estrechó al niño con tanta fuerza que arrancó una queja. Cobb se giró, aún riendo, extrajo dolsillo de su chaqueta una hoja de papel con mucholiegues y manchas de humedad y la mostró.

 —Ésta es la mujer que busco. —Caminó en círculo co

l papel en alto, alzando la voz hacia los tripulantes—Alguien sabe algo de esta fugitiva?Cuando llegó a donde estaban Elizabeth y Nathaniel, le

lantó el papel delante de la cara. —¿Habéis visto a esta negra? ¿Ninguno de vuestro

migos cuáqueros la tiene escondida?

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Era un dibujo tosco y mal impreso en papel rústicQuinientos dólares de recompensa por la captura de sclava fugitiva y asesina llamada Ruth.» Mostraba a unoven con un cuchillo ensangrentado en el puño. Ojo

alvajes, traicioneros. Irreconocible.

Aquella misma mañana, Selah se había reído con lodemás escuchando los cuentos de Pico. Cualquier otrmadre habría huido de miedo ante el estallido de Charlie; smbargo, ella, sonriente y bondadosa, le había puesto a s

hijo en los brazos. Selah, en el fondo del lago, acunabontra su seno un barril de clavos .

Cobb la observaba con expresión anhelante y curios

etorciéndose de ansia. El hedor lo rodeaba como unombra, fuerte y penetrante. De pronto, la zarpa que opriml vientre de Elizabeth golpeó hacia arriba sin previo aviso,lla se dobló hacia delante, curvando el cuerpo sobre

niño, y vomitó contra la cubierta. La bilis salpicó a Cob

desde los pies hasta la cintura. Él dejó escapar un grito ddisgusto y saltó hacia atrás, limpiándose a manotazos.Alguien se hizo cargo del niño, mientras Nathaniel

ostenía por los hombros. Cuando cesaron los vómitos udo levantar la cabeza, Cobb ya había desaparecido.

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Ya avanzada la noche, con el Washington anclado eguas canadienses, la falúa llevó a los viajeros hasta el lug

donde Ave de Piedra había prometido esperarlos. LunPartida iba sentada en la proa, entre dos remeros, en írculo de luz que proyectaba una lámpara que samboleaba en lo alto de un poste. A cada golpe de loemos la luz doraba el agua ondulante.

De pie en la cubierta del Washington, Elizabeth vio qua embarcación se detenía. Uno a uno, los viajero

desembarcaron sobre las aguas del lago y vadearon hacia rilla. Jode ya había reclamado sus prendas de piel de ante us armas, y ya volvía a parecer un cazador kahnyen’kehàk

Las mujeres iban tras él, con las faldas recogidas

osteniéndose mutuamente. Una vez que se alejaron dote, Elizabeth dejó de verlas, pero las oía sollozar de aliv

y de pesar.El capitán Mudge dijo tras ellos:

 —Ya están a salvo. Estad tranquilos, que Ave de Piedr

os llevará a Buenos Pastos. Nathaniel respondió con una cháchara vacua sobre iempo, los caminos y las distancias que deberían recorre

Elizabeth apartó la cara. Que el capitán la creyera abrumador el dolor y la preocupación, siquiera para disimular eso

entimientos que tan desagradables le resultaban: se sent

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liviada por haberse librado de los viajeros. Que Ave dPiedra se hiciera cargo de ellos, de la fiebre de Stephan, dos gemidos de Charlie y de la espalda encorvada de la

mujeres. Ya no eran asunto de ella; podía apartarlos de s

mente, su corazón y su conciencia, para concentrar toda stención en el niño.La falúa ya iniciaba el regreso hacia el barco; el ritmo d

os remos era como el latir de un corazón. En menos de unhora el capitán daría órdenes de virar hacia el sur, hacia hogar. Allí la esperaban sus hijos; allí el niño de Selancontraría un hogar entre la familia de su padre.

Sintió el aliento de Nathaniel en el pelo, cálido y dulcAlzó los ojos hacia él; la luz de la lámpara recortaba laíneas de su cara, haciendo más severa su expresión, la curvdescendente de la boca, la firmeza resuelta de la mandíbul

mientras miraba al niño que dormía en sus brazos. —Llévanos a casa.Se sorprendió al oírse decir eso. Nathaniel no: le puso

mano en la mejilla y asintió.

CIUDAD DE NUEVA YORK 

19 de abril de 1802

Fort Hunter, Mediodía.Partimos de Paradise al rayar el día. Durant

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casi toda la jornada hubo nubarrones amenazanteen el oeste, pero los caminos se mantuvierosecos. Las moscas fueron un fastidio para locaballos y para la gente por igual. Vimo

mergánsares en la barandilla del ferry cuandatravesamos el Mohawk; buena señal. El río estabmuy crecido, pero cruzamos sin complicaciones.

Kitty asegura que no siente dolor, pero mediodía ha aceptado la corteza de sauce, y otrvez a media tarde, sin sus quejas habituales.

En Johnstown vimos a un niño que vendí periódicos. Tenía la cabeza muy grande y suextremidades medían la mitad de lo normal. Él mmiró sin disimulo. Supongo que nunca había vista una kahnyen’kehàka vestida de esa guisa, de l

misma manera que yo nunca había visto a nadicomo él.

Me alegrará que todo esto quede atrás.

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Capítulo 18

Kitty Witherspoon Middleton Todd era, como Hannahabía previsto, una paciente difícil y peor viajera. Dnaturaleza frágil y quejumbrosa, tenía una facilidasombrosa para añadir penurias a las habituales de cualqui

viaje largo, pero eso al menos le ofrecía a Hannah distracción que necesitaba. Durante el día, no le daba tiemp

ara pensar en Liam Kirby ni en las cosas que se habíadicho; ni en su padre y Elizabeth, que viajaban con Selah pl bosque, ni en Manny Freeman, ni en lo que la esperaba el Instituto de la Viruela.

Kitty era una de sus distracciones, pero también estab

Ethan. Era un niño bueno y dócil, pero cualquier criatura dnueve años, al cruzar un río o entre las muchedumbres duna gran ciudad, necesita que la vigilen. No obstante, erminar la primera jornada, ya le quedó claro que habubestimado a Ethan: resultó ser el mejor de los socios en

mpresa que tenían por delante.A su modo, discretamente, Ethan conseguía más de smadre que la misma Curiosity. Sabía calmarle los nervios counas pocas palabras y tenía estrategias para disuadirla dus ideas descabelladas, sin enfrentarse a ella ni ofenderl

Cuando llegaron a Johnstown, ya había demostrado muchaveces lo que valía.

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Él y Hannah llegaron a un acuerdo tácito: él atenderas necesidades de Kitty que no se relacionasen con

medicina. Después de todo, no era una mujer cruel; a lumo se la podía acusar del egocentrismo de todo enferm

rónico. Y al menos una vez al día manifestaba tanto placeor el viaje que resultaba imposible seguir irritado con eldurante mucho rato.

A Hannah le correspondería tratar con los patrones dos ferrys, los conductores de las diligencias y loosaderos, pues una vez que Joshua los dejara eohnstown y regresara a Paradise, el viaje dependería de fectivas que fueran sus negociaciones con lo

desconocidos con que se toparan.Después de la segunda noche, Hannah llegó a

onclusión de que los peores eran, con mucho, lo

osaderos. Ante una mujer piel roja se creían con el derechengañarla, por bien vestida que se presentara o por cul

que fuera su manera de hablar, y a todos los sorprendídesagradablemente que Hannah se ofendiera por ese trato.

Ella pensaba que en Albany todo sería más fácil, pue

llí no tendrían que buscar alojamiento. Richard había dadnstrucciones claras: debían pasar esa única noche en Cisne Negro. La posada estaba muy cerca de los muelledemás, tenía fama de limpia y de cobrar precios razonables

Todas sus esperanzas de lograr un sencillo acuerd

desaparecieron en cuanto llegó a la puerta. Después d

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charle una rápida mirada, el posadero le dio la espalda yor encima del hombro, le informó de que el precio de la

habitaciones se había triplicado. Hablaba en voz muy alta mpleaba un lenguaje deliberadamente sencillo, como

ensara que ella no podía entender nada más elevado.Ella esperó a que el hombre se volviera a mirarla. —¿Es que india no hablar mi idioma? —Por supuesto que lo hablo, señor. Y mejor que usted

or lo que veo. Usted debe de ser el señor Homberger, ¿ns así?

Abochornarlo fue una estupidez. Hannah lomprendió al ver cómo enrojecía. Durante un momentensó en salir de allí e ir a buscar otra posada, pero ya era d

noche y Kitty estaba exhausta. Él seguía sin mirarla a lojos.

 —Pues si habla mi idioma, debe de haberme entendiduestras habitaciones están fuera de su alcance, señorita.

 —Ha debido de subir los precios hace muy poco —bservó ella—, pues aún no ha puesto los nuevos en

muro.

Se produjo una larga pausa. Por fin Homberger se dejlevar por la curiosidad y la examinó de pies a cabeza, pncima de las gafas.

 —Ya veo que debo hablar sin rodeos. —Sí —dijo Hannah—. Sería mucho mejor.

 —No acostumbramos a admitir a viajeros de su clas

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eñorita. —¿Y qué clase es ésa, señor Homberger? —La que no necesita sábanas, limpias o no —replicó é

ríamente—. Creo que usted estaría más cómoda en nuestr

stablo. Por ese alojamiento sí le cobraré las tarifanunciadas.Hannah sintió un impulso casi irresistible de lanzar u

rito de guerra, sólo para ver cómo reaccionaba el posaderPero en cambio dijo:

 —Le sugiero que lea estas cartas de presentación. —Eso no cambiará nada —anunció él, pero la comisu

de un ojo comenzó a temblarle. Echó una mirada nerviosa os papeles que Hannah le mostraba.

 —Ésta —dijo ella, sin prestarle la menor atención— edel doctor Richard Todd. Supongo que a usted debe d

decirle algo ese nombre, pues se trata del dueño de ropiedad donde tiene usted su posada. Puede que laersonas de mi clase no siempre entiendan las compleja

eyes de la propiedad privada, pero a mi modo de ver, doctor Todd es su arrendador. Y quienes esperan en es

arruaje son la esposa y el hijo del doctor.El señor Homberger había perdido el color, pero elrosiguió:

 —Esta segunda carta ha sido escrita por el señWilliam Spencer, también conocido como vizcond

Durbeyfield. El vizconde es primo de mi madrastra. Viajamo

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or invitación suya, para visitarlo en su casa de la ciudad dueva York. Y esta última es mi favorita; la firma el genera

Schuyler. En otras circunstancias nos habríamos alojado easa del general y su esposa durante nuestra estancia e

Albany, pero se encuentran de viaje. Supongo que usteeconocerá su nombre, señor. No le brindó satisfacción ni placer ver el desasosieg

del hombre, ni le interesó escucharlo aducir que ella lo habnterpretado mal, pero lo cierto fue que al cabo de die

minutos estaban instalados en las mejores habitaciones de osada, aunque el operativo de instalación resultó much

más agotador que toda la jornada.Y aún debía vérselas con Kitty, que se quejó por habe

enido que esperar tanto tiempo en el carruaje, de la visque ofrecía su ventana, del tamaño de la cama, de lo

dolores de espalda, cintura y cabeza y del bizcocho que irvieron con el té. Ni siquiera Ethan podía vérselas con todso. Para calmarla se requirieron los esfuerzos combinado

de los dos.Cuando al fin Hannah se metió entre las sábanas limpia

que tanto le había costado conseguir del señor Hombergeoñó. Soñó con Lago de las Nubes en medio del inviernon montañas nevadas y aquel frío que penetraba hasta lo

huesos. Soñó con Liam Kirby ante un montón de leñevantaba el hacha y la dejaba caer rítmicamente. Pese

ntenso frío, estaba desnudo hasta la cintura, y los músculo

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de la espalda se le contraían con el esfuerzo. A cada golpde hacha que daba contra la madera, surgía un chorro dangre que convertía la nieve blanca en roja.

Por la mañana Hannah despertó con la seguridad d

que ya habían pasado lo peor del viaje. Richard les habeservado pasajes en la goleta Good News; ella tenía la carde confirmación del capitán y no tendría que negociar por

recio de los camarotes ni por su derecho a estar a bordo.Se embarcarían esa misma mañana. Si todo marchab

egún lo planeado, al día siguiente por la tarde Will Amanda Spencer los estarían esperando en los muelles de iudad. Amanda y sus criados se encargarían de Kitty,

Ethan quedaría en manos de su primo Peter, el hijo de loSpencer, que tenía siete años. Así Hannah quedaría eibertad para buscar a Manny Freeman y luego al docto

Simón, del Instituto de la Viruela.Mientras escribía en la agenda y en el diario de viaje,

niño llamó a la puerta. Vestía con la pulcritud que le exigía smadre: chaqueta azul oscuro y pantalones de color ant

ero tenía una mancha de mermelada en el mentón y arruga

n el cuello de la camisa. Hannah se alegró al ver esaequeñas señales de conducta infantil, por mucho qurritaran a Kitty, y le ofreció compartir su desayuno. Él sentó enfrente y cogió un panecillo.

 —¿Qué escribes?

La muchacha dejó la pluma y tapó el tintero que llevab

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olgado del cuello con una fina cadena. —Un poco de todo. Cosas sobre el estado de tu mad

y el diario de viaje que le prometí a Elizabeth. ¿Cómo sncuentra tu madre esta mañana?

Él tragó visiblemente. —Quiere quedarse un día o dos aquí. Cree qudeberíamos buscar a un doctor para que la sangre antes dontinuar viaje.

Hannah levantó la taza de té para disimular su irritacióKitty estaba muy enferma, sin duda, pero sangrar a unfermo en su estado era el peor ejemplo de medicin'seronni. Hasta Richard estaba de acuerdo con eso. Y, simbargo, ella había decidido que necesitaba una sangríeor aún: enviaba a su hijo para que anunciara su decisióon la esperanza de evitar el disgusto de Hannah.

Ethan comprendió su silencio. —No te aflijas, Hannah. Le he mostrado esto. —Y sac

de la chaqueta un anuncio de periódico, que puso sobre mesa. Había sido cuidadosamente recortado del New Yor

General Advertiser.

 La señora Leonora VanHorn se complace en

anunciar que ha retornado recientemente d

 Francia y Bruselas, trayendo una gran cantida

de finísimos encajes, que ahora están a la vent

en su establecimiento de Broad Way, en Wal

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Street. De especial interés resulta la amplia

 selección de duchesse appliqué, point de ros

appliqué, point de Lille, Mechelen, Valencienne

 y Alençon.

 —Muy bien hecho —reconoció ella—. No le has dichque este anuncio es de hace dos meses, supongo.

Ethan estudiaba el panecillo con mucha atención. —Se ha alegrado tanto al leer lo del encaje, que no m

ha parecido necesario arruinarle el buen ánimo. —Debo repetirlo, Ethan. —Hannah se inclinó p

ncima de la mesa y susurró—: Sin ti, este viaje sería muargo y difícil.

El niño le dedicó una ancha sonrisa, y a Hannah le llam

a atención una vez más lo mucho que se parecía a su padrTenía el pelo oscuro e indómito de Julián Middleton, loómulos altos, el mentón cuadrado y las cejas rectas sobos ojos brunos, algo inclinados. Había mucho de Julián eu cara, pero Ethan no había heredado nada del caráct

aterno. No era inmoderado, irresponsable y destructivomo su padre. Tampoco tenía mucho de su madre. Elgunos sentidos era como Richard, que se había casadon Kitty cuando él era todavía un niño de brazos. Tenía eomún con su padrastro la gran curiosidad por el mundo, ntendimiento agudo y el carácter sobrio.

Pero Richard se encerraba en sí mismo y se irritaba co

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acilidad, mientras que Ethan era compasivo y propenso a melancolía. En Paradise tenía a Daniel y a Grajo Azul, que ssforzaban por mantenerlo ocupado con cosas de chavaleero en esos cuatro últimos días había sido el íntim

ompañero de su madre, y eso se notaba. Hannah sreguntó si la división de tareas sería tan convenientdespués de todo.

 —Se ha empeñado en que le haría bien una sangría —dijo Ethan.

 —Tu madre está nerviosa —explicó ella—. Y comotivo. Pero cuando estemos en la ciudad, instalados easa de Amanda, se alegrará de que hayamos continuado

viaje.Ethan no pareció escucharla. Había concentrado tod

u atención en el panorama que se veía por la ventan

veleros, barcazas y falúas que navegaban por el gran ríomuelles cargados de toneles, barriles y fardos para cargar eos barcos que partían hacia el sur o recién llegados desdguas abajo; caballeros de faldones elegantemente largos ltos sombreros de castor; mercaderes envueltos e

delantales de lona; marineros, criados y esclavos; todoon prisa para llegar a algún lugar. Todo eso debía de sestimulante para un niño de nueve años; incluso Hanna

debía admitir que le agitaba la sangre. —Quizá nos quedemos en Nueva York y no volvamo

amás a casa. Creo que a la tía Spencer le gustaría mucho.

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Hannah cerró su agenda. —¿Eso ha insinuado tu madre?Él asintió, y ella perdió la compostura. Era sólo un niñ

de nueve años, en conflicto entre el deseo de complacer a

madre que amaba y el temor de perder todo lo que le eramiliar. Hannah sintió un nuevo arrebato de irritación contKitty: había estado trazando planes sin pensar en la afliccióque causaba a su hijo.

 —¿Te gustaría quedarte, Ethan? —Quiero volver a casa —dijo él—. Me gusta visitar

iudad, pero después quiero volver a Paradise. Creo quereo que Curiosity y Galileo me echarían de menos.

 —Y todos los demás también —aseguró Hannah, coirmeza—. Volveremos a casa, desde luego. Ahora terminsa mermelada, ¿quieres? Sería una pena tirarla a la basura.

En cuanto subieron a bordo del Good News, Kitty setiró inmediatamente a su camarote para dormir un rat

ara sorpresa de todos, insistió en que Ethan y Hannaermanecieran en cubierta para disfrutar del aire frescVerse repentina e inesperadamente libre de esesponsabilidad, sumado al hecho de que Albany quedabtrás, fue muy beneficioso para el ánimo de Hanna

Además, descubrió que viajar de nuevo en barco

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esultaba emocionante.El Good News  no se diferenciaba de las otras goleta

que recorrían el Hudson, desde Albany a Manhattan. Habíl menos doce en servicio, desde la primavera hasta que lo

hielos imposibilitaban el viaje, y todas se parecían muchlojamientos sencillos para los viajeros que pagaban y, bajubierta, el hedor de la brea, el sudor y cosas peores.

Pero estar apoyada en la barandilla de un barco, couna buena brisa, era algo que Hannah echaba de menoOtros viajes por mar le acudieron a la memoria, haciéndoevivir el verano en que había dejado atrás casi todas laosas de niña, cuando no era mucho mayor que Etha

Aquellos meses los había vivido intensamente, día a dítrapada entre el miedo y una exaltación desmedida.

Diez minutos después el viento le había quitado de

abeza al señor Homberger y sus sábanas, laglomeraciones de la gran ciudad y hasta

desconsideración de Kitty. Ethan parecía tan aliviado comlla; de pie a su lado, con las manos bien aferradas a arandilla, alzó la cara hacia Hannah en cuanto las velas s

hincharon con el viento.Él había hecho dos veces el trayecto hasta la ciudad, n aquella misma goleta. No paraba de señalarle cosas, comi ella nunca hubiera navegado por el Gran Río. Per

Hannah, sin interrumpirlo, lo escuchó hablar de Stony Poin

Castleton, Roah Hook y repetir los cuentos del fantasma d

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rroyo Coeyman, que todo niño podía recitar. Cuando sansó de estar allí de pie, insistió en presentarle a todos suonocidos, desde los marineros, hasta el capitán Nedele, u

viejo enjuto cuya piel parecía un papel arrugado

nnegrecido al fuego; en la cabeza no tenía pelo, pero suejas eran pobladas y unos mechones le brotaban detrás das orejas. Su nariz, marcadamente torcida a un lado, parec

un rábano maltrecho.El capitán miró a Hannah con los ojos entornados y s

quitó la pipa de la boca para señalarla. —Conque la señorita Bonner, ¿eh? Usted es hija d

athaniel Bonner, ¿no?Cuando Hannah se lo confirmó, él abrió en una risa s

oca casi desdentada. —¡Me alegra tenerla en mi barco! Yo combatí junto

us abuelos y sus bisabuelos en la guerra contra loranceses. No se puede hallar hombres mejores. Dígale a Oj

de Halcón que Jos Nedele aún navega y que le envía sualudos. Usted no lo recordará, pero una vez la vi allá eohnstown, hace más de quince años. Ojo de Halcón

levaba en los brazos como a un pajarillo. ¿Cómo está él? —Muy bien —respondió ella—. Un poco inquietúltimamente.

 —Es la vejez —dictaminó el capitán, mascando la pipon aire pensativo—. A algunos les ocurre eso. Los años s

cumulan y poco a poco empieza ese escozor en el fondo d

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os huesos. Hay que mantenerse en movimiento o morir en ntento.

Chupó ruidosamente su pipa y exhaló una nube dhumo por encima de la barandilla. Hannah dio un resping

de sorpresa al oler el tabaco: no era el humo perfumado dos cigarros que fumaban los blancos, sino el oyen'kwa'onwenetrante y amargo del pueblo de su madre. Era taaracterístico que le recordó a hombres que estabanterrados hacía tiempo: Cielo Enroscado, Cingachgoo

Erguido y tantos otros, tan reales para ella como el mismapitán.

 —Le propongo una cosa, señorita. Esta nochompartirá mesa conmigo. Tengo anécdotas que le gustarscuchar sobre los tiempos en que combatimos juntos y

Ojo de Halcón y Erguido. Y a este jovencito quizá le gust

aber lo que le sucedió a William Henry, cuando noplastaron los franceses y el Hurón.

Ethan aceptó la invitación educadamente, pero Hannavio la expresión contrariada de su rostro. Cuando dejaron apitán para continuar caminando, él dijo:

 —Me han contado esas viejas historias cien veceHannah. Y tú debes de haberlas escuchado más de mil. ¿Eque no se da cuenta?

 —Supongo que sí, pero le gusta repetirlas. En el puebde mi madre dicen que las historias son lo más precioso qu

os ancianos pueden ofrecer. Por muchas veces que te la

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uenten, siempre puedes encontrar algo nuevo en ellas; abes escuchar, claro.

 —Sin embargo, nadie me cuenta lo que en verdaquiero saber. Mi madre nunca me habla de la noche en qu

murió mi padre, y mi padrastro no dice nada de los años quasó con los kahnyen’kehàka en Good Pasture. Curiosity... Ella sabe un millón de cuentos y es capaz dontarme diez al día, si se lo pido. Pero tampoco me dice

que quiero saber.Estudiaba con atención a Hannah, como si ella fuese

ersona que pudiera desvelarle cuanto necesitaba sabara entender a su familia y al mundo. Ethan aún no tendad suficiente para comprender que no era ella quien deb

darle lo que pedía. Eso era derecho y responsabilidad dKitty.

 —A veces las historias más importantes son las qumás se hacen esperar —dijo ella.

El niño asintió de mala gana. Se acercaba el día en quno sería tan fácil esquivar sus preguntas.

Hannah había pasado por la ciudad de Nueva York cou familia en el largo viaje de retorno desde Escocia, perntonces estaba tan ansiosa por emprender el trayect

luvial que la llevaría casi hasta Lago de las Nubes, que

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esultó difícil concentrarse en cualquier otra cosa.Lo que mejor recordaba era la partida. Una falúa lo

había llevado a remo hasta el centro del río, donde estabnclada la goleta Nut Island. Habían embarcado a mediodí

y Hannah se pasó toda la tarde junto a la barandilla, con Ode Halcón, contemplando la costa de Manhattan, cuyasgo más notable era la tranquilidad. No había nada que vn los muelles, aparte de algunos depósitos y una tabernlamada El Cerdo y el Silbato, botes pesqueros y carros dgricultores; y más allá, tierras de cultivo y colinaoscosas. De trecho en trecho se divisaba alguna casa ent

os árboles, pero pronto no quedaron señales de la ciudad.Resultaba difícil creer que en aquellos pocos año

hubieran cambiado tantas cosas. Una vez que la ensenadde Harlem quedó atrás, las zonas arboladas dieron paso

hectáreas y hectáreas de tierras que los agricultores arabaara la siembra de primavera. Luego aparecieron casalegantes, rodeadas de jardines y prados que descendía

hasta el agua. Y de pronto, una selva de mástiles, cúpulas randes depósitos , de tres o cuatro pisos de altura.

Los marineros maniobraron para amarrar el Good Newntre las decenas de barcos, grandes y pequeños, qustaban apiñados en los embarcaderos como hombres eorno de una mesa. Por los muelles pululaban estibadores dodos los matices, desde el hueso hasta la obsidian

ncorvados bajo grandes cajas, baúles y fardos, cargando

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descargando carretas. Y todos gritaban, a veces sin dirigirsnadie en especial. Había hombres vestidos con ropas má

ormales, que blandían plumas y anotaban datos, al tiempque aullaban órdenes y amenazas; jaulas con pollos, pavo

y gansos que estaban apiladas hasta la altura de un hombraballos que piafaban y resoplaban; cerdos y perros quvagaban por los muelles aumentando el ruido y el hedoPero lo que más le extrañó fue ver a cientos de trabajadoreque descargaban carretillas de escombros y piedras en unarga extensión de agua, delimitada por postes de madelavados en el fondo del río. Hannah observó todo aquell

hasta que comprendió: los hombres de la gran ciudad shabían propuesto apoderarse del mar, convertir el agua eierra..., y lo estaban consiguiendo.

De pie junto a la barandilla, entre Ethan y Kitty, Hanna

no encontraba palabras para expresar lo que sentía. No ermiedo ni repugnancia, ni siquiera confusión, sino la simperteza de que aquél no era su lugar, de que jamás se sentirgusto en un lugar así.

 —¿Verdad que es una maravilla? —anunció Kitty

pretando las manos como para contener el impulso dxtender los brazos hasta abarcar todo Manhattan—. ¿Havisto otra ciudad tan llena de vida, Hannah? ¿Has visto algan estimulante?

«Sí —habría querido decir ella—. He visto a un perr

abioso que se mordía el rabo.» Pero retuvo ese pensamient

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trapado tras una sonrisa tensa.Ethan le apoyó una mano en el brazo, como si hubier

ído lo que ella no había expresado: «Este lugar no es parmí.»

 —Mira —dijo serenamente—. Los tíos Spencer. —Oh, Amanda ha venido a buscarnos —exclamó Kittyadiante de satisfacción—. Qué gentileza la suya. No veo

hora de...Se interrumpió en medio de la frase. Ethan y Hannah s

volvieron hacia ella; se había puesto muy pálida. —¿Mamá?Kitty miró a su hijo como si esa pregunta fuera u

certijo. Luego puso los ojos en blanco y se desmayó erazos de Hannah.

 —Ha sido por la emoción. Mañana por la mañana estampaciente por salir de compras. Ya verás, Ethan.

 —Pero estaba sangrando —susurró el niño.

Se encontraban en el pasillo, delante de la habitacióque ocupaba Kitty en la elegante residencia de la calWhitehall donde vivían los Spencer. Antes de que arruaje abandonara los muelles, habían llamado al doct

Wallace, el médico personal de Amanda, y al famoso docto

Ehrlich, y cuando llegaron a la casa, los dos estaban y

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sperando. Kitty, consciente aunque desorientaddesapareció en su habitación, seguida por los doctores y ma de llaves, una negra a la que llamaban señora Douglas.

 —Sangraba, sí —reconoció Hannah, pues no pod

negar lo que todos habían visto: las faldas de Kitmanchadas de sangre—. Sangraba como sangramos todaas mujeres una vez al mes.

Sin duda Kitty volvería a desmayarse si la oyera dar esxplicación a un niño tan pequeño. Peor aún: no era del todierto. Las mujeres sanas sangran durante la edad fértil, per

no de esa manera. La expresión desesperada de Ethan slivió un poco.

 —¿Todas las mujeres? —Sí —afirmó Hannah—. Todas las mujeres en edad d

ener hijos, durante unos pocos días al mes. Cuando vuelva

casa, se lo preguntas a tu padrastro; él te lo explicará. Pers un asunto íntimo que nunca se menciona en público.

Lily y Daniel habrían discutido con ella, exigiendo sabor qué no se hablaba delante de ellos de algo tanteresante; sin embargo, Ethan, que conocía a su madr

upo instintivamente que hablar de ese tema con Hannah lecarrearía a ambos consecuencias inimaginables.Abajo, en el vestíbulo, se abrió una puerta, y Hanna

yó la voz de Will Spencer, que hablaba con una de lariadas. Luego les llegó la voz de Peter, enfadado y si

liento.

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 —Creo que te está buscando —dijo Hannah—. Semejor que vayas. Cuando puedas ver a tu madre, te llamare lo prometo.

Ethan vaciló un instante, luego echó a correr por

asillo y desapareció escaleras abajo. Hannah pudntonces derrumbarse en una silla.Sentía palpitaciones en la cabeza y temblaba de hambr

ero también de agotamiento. Respiró hondo un par dveces. Cuando abrió los ojos, reparó por primera vez en

intura que decoraba la pared opuesta: un faisán tendidobre una mesa, como a la espera de ser desplumado; uotellón de cristal tallado, lleno de vino color sangre; urutero con manzanas, peras y melocotones, y una so

naranja.Hannah volvió a cerrar los ojos y vio ante sí un cest

ncho, plano, lleno de higos, albaricoques, dátiles y nueceHakim Ibrahim le tendía una naranja, la primera que habvisto en su vida. Parecía un sol pequeño atrapado en la rede sus dedos. La tez del hombre tenía el color de la tiermezclada con ceniza. En su mano la naranja era algo pesad

denso, suave al tacto. Hakim cogió otra y le enseñó a abrirhundiendo los pulgares en la corteza; el zumo bañó habitación con su perfume ligero, dulce y, no obstante, algcido.

Aquella mañana hablaron de otra mujer que hab

erdido un hijo: una escocesa, muerta hacía muchos años. A

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a mente de Hannah acudió una melodía, la canción que scocesa había cantado ante la barandilla con voz grave

dulce:

Cuídate del frío húmedo,cuídate de las brumas

 y del aire nocturno.

Cuídate de caminos, de puentes y d

incendios.

Cuídate de los hombres, de mujeres y niños.Cuídate de todo lo que veas

 y de lo que no puedas ver.

Hakim tenía los ojos tan oscuros como los de Hannaha frente arrugada por la concentración, bajo un turbante rojulcramente enrollado. Él no era como los médicos o'seron

que ella conocía; jamás se daba prisa y sólo cuando habeflexionado a fondo sobre un problema, ofrecía sazonamiento, junto con las conclusiones.

¿Qué había dicho sobre la escocesa? «Aún no hanado de su pérdida, ni en la mente ni en el cuerpo.»

 —Veo que estás sumida en tus pensamientoHannah...

Era la voz familiar y amistosa de Will Spencer, pero au

sí se sobresaltó y se levantó bruscamente, con una man

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pretada contra el corazón. —Oh, querida —exclamó Amanda—, perdónanos, n

retendíamos asustarte.La idea de que Amanda Spencer pudiera asustar

lguien la hizo sonreír. —Parece que salgas de un sueño... —dijo Will con unonrisa.

 —Sí, estaba soñando con Hakim Ibrahim. Recuerdo qun un caso como el de Kitty él usó aceite de sándalo paralmar las tripas. Acabo de recordarlo ahora mismo.

La dulce sonrisa de su anfitriona vaciló un pochaciendo que Hannah recordara dónde estaba. Sin dudAmanda Merriweather Spencer, lady Durbeyfield, jamáhabía oído pronunciar la palabra «tripas» en unonversación, pero los buenos modales y la hospitalidad

mpidieron expresar abiertamente su horror. —Perdonad —dijo Hannah—. Estaba pensando en vo

lta. —No hay nada que perdonar —respondió Will Spence

—. Cómo nos gustaría tener aquí a Hakim, ¿verda

Amanda? Le debemos mucho. ¿Aceite de sándalo, hadicho? Supongo que es posible conseguirlo aquí en iudad. Haré que lo busquen.

Su esposa le puso una mano en el brazo. —Ya habrá tiempo mañana para eso —dijo con firmez

—. Ahora acompañaré a Hannah a su habitación para qu

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descanse. Comeremos a las cuatro. Tienes una hora.Él asintió, algo renuente.

 —Muy bien. Pues hasta entonces.Hannah lamentó que se fuera. De niña había llegado

preciarlo por su sinceridad y el interés que se tomaba plla. Según su experiencia había pocos ingleses dispuestosonversar con una niña; y menos aún los que se tomaban rabajo de hacerlo con una mestiza. Will le recordaba

Elizabeth cuando llegó a Paradise: tan abierta al mundo qua rodeaba como si se hubiera criado entre lo

kahnyen’kehàka. Esa actitud era poco frecuente entre lo'seronni, y al principio le costó confiar en ellos .

A veces pensaba que Will Spencer y su madrastra eraa misma persona en dos cuerpos distintos, gemelos nacidode diferentes madres. Era algo que había discutid

argamente con su abuela Atardecer y su tía MuchaPalomas, pero nunca con Elizabeth o Will. Ellos erademasiado ingleses como para entender que esas cosas era

osibles. —Ésta es tu habitación —dijo Amanda, mientras abr

a puerta contigua a la de Kitty—. A Ethan lo pondremos ea de al lado, por si te necesita durante la noche.El cuarto era amplio y ventilado, y estaba tan bie

mueblado como cabía esperar de los Spencer. Mientras dueña de la casa le hablaba de baños, té y cualquier ot

osa que pudiera desear o necesitar, Hannah vio que y

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habían llevado su baúl y que sus cosas estaban guardadas —Espero que te sientas a gusto. Nos alegra much

enerte con nosotros —concluyó Amanda.Eran las palabras de una señora que había sido educad

ara dirigir una mansión o una casa solariega, pero no habnada artificial en su tono. Hannah comprendió que orrespondía decir algo igualmente cortés, elogiar a snfitriona y agradecerle la hospitalidad, pero antes de que se ocurriera algo adecuado la mujer la sorprendstrechándole las manos.

 —Sé que todo esto te resulta extraño, Hannah. Liudad debe de parecerte sobrecogedora e imagino quientes nostalgia por tu hogar, pero nos alegra tenerte aqu

durante todo el tiempo que quieras. No dejes de pedirnoualquier cosa que pueda hacer más feliz tu estancia en es

asa.La joven abrió la boca para decir algo, cualquier cos

alabras de gratitud, pero Amanda volvió a estrecharle lamanos.

 —No necesitas decir nada. Somos de la familia, ¿no e

sí? Eres la querida hijastra de mi prima Elizabeth. Quiero que sientas como en tu casa durante todo el tiempo ququieras pasar con nosotros.

Cuando Amanda se hubo ido, Hannah permaneció uato sentada en el borde de la cama, recorriendo con lo

dedos el grueso bordado de flores y pájaros. Habría debid

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decir que estaba muy a gusto, y también el resto de verdad: «Me siento tan cómoda y protegida en esta casque me asusta la perspectiva de abandonarla.»

Pero, puertas afuera, la esperaba la ciudad. Personas d

as que debería aprender, y cosas que ella debería enseñaru vez. El doctor Simón y su instituto, Manny Freeman y smundo de fugitivos y cazadores de recompensas, y la familde Liam Kirby.

El recuerdo de Liam la asaltó, veloz y repentino. Nodía negar que sentía curiosidad por saber cómo era s

hogar, cómo vivía; ni siquiera sabía el nombre de su esposY debía saber todo eso, de alguna manera. Cuandbandonara la ciudad, lo haría llevando consigo todas esaespuestas . Así podría dejar atrás a Liam Kirby para s iempr

Estimado doctor Todd:Hemos llegado sanos y salvos. Los Spence

nos esperaban en el muelle y nos trajeron ecarruaje. Su esposa tuvo que acostars

inmediatamente, pues sufrió un desmayo. Aunqutiene muy buen ánimo, su pulso es irregular continúa sangrando. Ella se niega a reconocerlo

 pues teme que la obliguen a guardar cama, cuandtiene tantos planes para esta visita a la ciudad

 pero creo que padece dolores de cabeza casconstantes. El doctor Ehrlich nos esperaba en l

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casa de la calle Whitehall y la examinminuciosamente. También vino el doctor WallaceDel primero es muy poco lo que puedo deciaparte de que repitió una de las citas preferidas d

mi madrastra: «Saber un poquito es peligroso.Tendrá usted que escuchar las conclusiones dedoctor (si en verdad existen) de su propia boca

 pues no quiere compartirlas conmigo.Ethan ha soportado el viaje muy bien; ahor

que tiene a Peter como compañero de juegos, gozde excelente ánimo y salud.

Mañana iré por primera vez al Instituto de lViruela.

Los Spencer le envían sus más calurososaludos, al igual que yo, su discípula.

Hannah Bonner, también llamada CaminAdelante por los kahnyen’kehàka

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Capítulo 19

Durante la primera noche que pasó en casa de loSpencer, Hannah decidió llevar a cabo una pequeña

ersonal rebelión: abrió las ventanas al aire de la noche.La criada que las cerró más tarde se llamaba Suzanna

Se presentó ante la puerta para recoger la ropa sucia y hizo saber que era nieta del ama de llaves, que ten

diecisiete años y que en otoño se casaría con un zapaterlamado Harry Dabbs.

Hannah escuchó amablemente mientras Suzannah reparaba el cuarto: colgó el vestido que se había puesara la cena con sus tíos, abrió la cama, ahuecó la

lmohadas, puso la bacinilla en el lugar debido y, parerminar, cerró todas las ventanas para que no entrara el airnocturno.

En cuanto se hubo ido, Hannah abrió nuevamenodas las ventanas, y mientras lo hacía reparó en que, en s

nsiedad por hablar, Suzannah no le había hecho ningunregunta. En parte, sin duda, porque ya debía de sabmucho —por lo general los sirvientes eran los mejnformados en una casa—, pero también, casi con toteguridad, porque así la habían adiestrado; cualquier criad

que formulara preguntas indiscretas, aunque fuese la niedel ama de llaves, se encontraría pronto fregando cacerola

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y fuera de todo contacto con los huéspedes. De pie ante ventana, respirando el aire que la sirvienta tanto temíHannah se interrogó a sí misma.

¿Habría en aquella ciudad grande y atestada de gen

lguien con quien ella pudiera hablar de verdad?Había descorrido las cortinas gruesas, dejando sólo lade encaje, que se movían, impulsadas por la brisa. Despuéde acostarse permaneció un rato despierta, con esa únic

regunta en la mente.La respuesta, desde luego, era que no tenía con quie

hablar, salvo las cinco personas de esa casa, vinculadas lla por los lazos familiares y la historia común. Una vez quruzara las puertas para adentrarse en la gran ciudad sncontraría realmente sola.

Al amanecer, la despertó una voz debajo de su ventanque pronunciaba algo parecido a su nombre. Se sentó en mplia cama, se restregó los ojos con los dedos, trató d

despejarse y escuchó con atención, hasta que al final oylaramente. —¡Hannibal! —Ése era el nombre que había

ronunciado—. ¡Hannibal!—Una voz de niño que no era de Ethan ni la de Peter.

La casa estaba en silencio. Quienquiera que fue

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Hannibal, alguien lo perseguía. Durante un momento sreguntó si los buenos modales exigirían pasar por alto

que sucedía en la calle, bajo su propia ventana, pero al fin smpuso la curios idad.

 No se molestó en bajar los peldaños que facilitaban argo descenso hasta el suelo, sino que saltó por un lado da escalinata. Al otro lado de la calle había una pequeñlaza, llamada Bowling Green, por la que habían pasead

después de cenar, mientras Kitty descansaba. Hannastaba preocupada por Kitty, pero también por los médico

que la atendían, que escuchaban sus preguntas con unonrisa condescendiente y paternal, sin dignarsesponderle. Ella había aceptado el paseo vespertino con dea de que le despejaría la cabeza y la ayudaría a organizus pensamientos, sin saber que pasear por Bowling Green

sas horas era exponerse en el mosaico social.Todos los senderos estaban llenos de gent

legantemente vestida; unas veces, los Spencer se limitabasaludar y otras se paraban y presentaban a Hanna

Abundaban los Delafield, Gracy y Varick. Las dama

rataban de disimular su sorpresa al ver a una joven indvestida de seda y encaje, pero muchos de los caballeroobre todo aquellos a los que su avanzada edad les permit

dejar a un lado la delicadeza social, eran menos sutiles.Un anciano encorvado, que le fue presentado como

eñor Henry, chupó con fuerza el cigarro que tenía en l

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omisura de los labios, mientras la estudiaba con los ojontornados y la boca estirada en una sonrisa de placer.

 —Conque ha llegado la curandera mohawk, ¿eh? doctor Simón me ha hablado de ti, muchacha. Pero... ¿dónd

stán los tambores y las máscaras? —Y festejó su ingenion una estruendosa carcajada.Una vez que se despidieron de él, Will y Amanda l

idieron disculpas, pero Hannah les dijo que prefería la rudranqueza y el interés descarado del señor Henry a la

miradas subrepticias y los comentarios en voz baja.A esa hora de la mañana, Bowling Green, rodeada po

un círculo de álamos a punto de brotar, estaba casi desiertas calles, en cambio, no. Los basureros de la ciudaecolectaban afanosamente los desperdicios que la gen

había arrojado a la calle durante la noche. Tres hombre

orpulentos, con la cara tapada con pañuelos, recogían coalas montañas de desperdicios, papeles, sillas rotas, uato muerto y otros desechos, que echaban dentro de uarro. Vehículo, caballos y hombres estaban rodeados po

una nube de moscas tan densa que el zumbido llegaba has

os oídos de Hannah.Cuando los basureros continuaron la marcha, unmultitud de niños comenzó a arrojar cubos de agua y a barras aceras enlosadas que separaban los edificios de laalzadas de adoquines. Todas las casas eran de piedra

adrillo y tenían tres o cuatro pisos. Hannah sabía que e

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odas ellas trabajaba en esos momentos una legión dsclavos disponiéndolo todo para cuando sus amos s

despertasen. —¡Hannibal!

Las risitas se repitieron, algo más fuertes. Un niño de dad de Daniel corría por la acera, persiguiendo a otro qulla no llegaba a ver. Se oyeron risas sofocadas y uhapaleo; a juzgar por los gritos, el agua de un cubo habido derramada sobre la cabeza de alguien.

De pronto se abrió una puerta, casi debajo de ventana de Hannah. De inmediato se interrumpieron laisas.

 —¡Qué diablos estáis haciendo! —El tono apremianno podía ocultar un matiz divertido. Hannah no llegaba a v

la mujer, que debía de estar en el vano de la puerta, per

econoció la voz de la señora Douglas, el ama de llaves. —Anda, entra, ¿o es que quieres enfermar? ¿Cómo se

curre mojarte esa cabeza lanuda con el frío que haceHannibal, entra tú también, antes de que Mary te caliente rasero. Vamos, Marcus. Lleva ese cubo a su sitio y vuelv

quí, que te estaré esperando con una toalla a la puerta de ocina. He visto muchos niños en mi vida, pero tan tontoomo vosotros, ¡nunca!

La puerta se cerró y Hannah prestó atención, pero no sía a la señora Douglas por la casa. Probablemente la viej

negra caminaba ya hacia las cocinas, trémula de risa.

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Entraría por las puertas de vaivén, con los brazos earras, y las mujeres que amasaban y preparaban la comidharían una pausa, con las manos enharinadas suspendidan el aire, para enterarse de la batalla de agua que los niño

habían mantenido en plena calle y a la vista de todoCuando Marcus llegara a la puerta, la señora Douglas ecaría la cabeza con una toalla, entre las risas de las otra

mujeres, sin dejar de enumerar los castigos que esperabana vuelta de la esquina a cualquier negrito que olvidara louenos modales, las obligaciones y el sentido común.

La cocina olería a levadura, a carne girando en sador, a pan de maíz caliente, a vinagre, canela y jengibr

El vaivén de la puerta daría paso a otros criados con agudel pozo, pescado fresco del río, cebollas del sótano huevos retirados del nido por veloces dedos oscuros. S

detendrían a conversar durante un minuto, mientradevoraban el pan de maíz untado con el jugo de la carnsada el día anterior.

Casi todos los criados de la casa eran negros, pero nhabía esclavos ni estaban bajo contrato de servidumbr

Una vez hecho el trabajo, podían ir y venir por la ciudad a sntojo. Era muy posible que alguno de ellos fuera a Escuela Libre. Y en ese caso conocería a Manny Freeman.

Hannah echó otro vistazo a los senderos desiertos querpenteaban por Bowling Green; luego observó las casa

donde los ricos aún dormían tras los cortinajes y la

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ventanas cerradas. Con súbita decisión, entró en el vestidn busca de su vestido más sencillo.

Reconoció inmediatamente a Marcus por el pehúmedo y el brillo de sus ojos. Estaba sentado ante unarga mesa de caballetes, entre Peter y Ethan, los trentregados con entusiasmo al desayuno. Al verla, Ethan sevantó con la cuchara en el puño y una sonrisa tan gozos

que hizo que desaparecieran todas las dudas que nspiraba ese viaje. Pasara lo que pasase durante su estancn la ciudad, el pequeño había olvidado sus preocupacioneiquiera por un tiempo, y eso ya valía mucho.

 —Señorita Hannah —la saludó el ama de llaves, co

una sonrisa cortés pero intrigada—. Si quiere el desayunodemos llevárselo a su cuarto. No hace falta que bajcomprende? ¿Nadie le ha mostrado la campanilla que tienn la habitación?

En la cocina atestada, todos los ojos estaban fijos e

lla, sin cordialidad ni animosidad. Simplemente no sabíaqué pensar de ella, una india recibida en la casa comhuésped, una mujer de color a la que debían tratar como os blancos.

 —Me gustaría desayunar aquí con los niños —dijo el

—, si no es demasiada molestia.

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La señora Douglas vaciló un momento, lo suficienara que Hannah comprendiera que estaba preocupada. S

duda había visto y oído muchas cosas extrañas en aquelasa, pero esa debía de ser la primera vez que una huéspe

edía comer en la cocina, con los niños y los criados.Ella insistió: —Me siento más a gusto aquí que en el comedor. E

omo estar en mí casa. Permítame que me quede, por favor.Le hicieron sitio a la mesa. El ama de llave le sirvió u

lato de bizcochos calientes, jamón con miel y una montañde papilla de cereales, coronada por un charco dmantequilla derretida. Hannah le aseguró que era más de necesario. Poco a poco la cocina volvió a su ritmo normal.

 —Hoy iremos a Wall Street a ver los orangutanes ddoctor King —anunció Ethan—. Y luego los muñecos d

era del señor Bowen. Hay uno que representa al presidenefferson. —Y continuó enumerando paseos que habríagotado a cualquiera, salvo a un niño encerrado en un barc

durante dos días. —Me parece que esta noche habrá que llevaros a

ama dentro de un cubo —comentó Hannah. Y los tresintieron alegremente. —¿Tú también irás, Marcus?El niño tragó.

 —Sí, señorita. Donde va Peter, voy yo. —Alzó

abeza con orgullo—. Me estoy preparando para ser ayud

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de cámara. —Los ayudas de cámara escuchan más de lo qu

hablan —le espetó la señora Douglas—. Ésa es una leccióque todavía no has aprendido.

 —Nos llevará mi padre —aclaró Peter—. Hoy no irá despacho. Tú también vendrás, ¿verdad, Hannah? —No puedo —respondió ella, mientras cortaba el jamó

—. Prometí a Curiosity y a Galileo que iría a visitnmediatamente a Manny. Le he traído un paquete. —«Y u

mensaje», añadió para sus adentros. Entonces sorprendió mirada de Ethan, que agachó la cabeza para estudiar lodientes de su tenedor.

Aparte de ella, sólo el niño sabía que debía ver Manny, entre otras cosas, para darle noticias de SelaTambién comprendía perfectamente lo delicado del asunto.

había prometido con solemnidad no decírselo a nadie. Lque no sabía, desde luego, era que Liam Kirby le había dad

tro mensaje para Manny, mucho más inquietante.«Dile que se ande con cuidado, que evite a Mica

Cobb. Dile que si Vaark estaba en el muelle de Newburgh, n

ue por casualidad.»El reloj del salón dio las siete. Hannah se preguntuándo podría escabullirse. Antes tendría que ver cómstaba Kitty y esperar a que Will y Amanda bajaran

desayunar.

Marcus había dejado de comer para observarla, con

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rente arrugada. —¿De qué conoce a Manny Freeman, señorita Hannah

—preguntó. —Crecimos juntos. Me lleva casi diez años, pero y

asaba mucho tiempo con su familia. Y tú, ¿lo conoces por Escuela Libre? —Todo el mundo conoce a Manny —aclaró Marcus—

Verdad, abuela?La señora Douglas se acercó a la mesa sosteniendo e

l hueco del brazo un gran cuenco con claras de huevo. —Cierto —aseguró, mientras batía las claras con u

enedor. —Tal vez podáis decirme cómo llegar a la escuela —

reguntó ella—. Me gustaría verlo hoy mismo, si es posible —No necesita ir a la... —comenzó Marcus. Pero

nterrumpió una fría mirada de su abuela. —Lo vemos de vez en cuando —dijo la seño

Douglas.Hasta ese momento, Peter se había mantenido callad

ues era tímido por naturaleza, de ese tipo de niños qu

uando admira a un mayor, se siente tan feliz en su compañque no se atreve a hablar. Pero obviamente sintió necesidad de quebrar la regla, pues se levantó de golpomo si un severo maestro le hubiera ordenado recitar algo

 —¡Pero si vemos al señor Freeman casi todos los día

—dijo con voz aguda y suave, arrugando su estrecha fren

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n un gesto de confusión—. Viene a visitar a mi padre. Unaveces lo acompaña el doctor MacLean; otras, la señora Kery otras viene solo. Pasan largos ratos en el estudio. A vecemi padre permite que me quede, si estoy callado. —Y s

nclinó hacia Hannah por encima de la mesa, bajando la vo—. A veces el señor Freeman me trae estatuillas de animaleara mi colección. Trabaja muy bien la madera.

La señora Douglas parecía decididamente incómodCon la boca fruncida en una «o» diminuta y apretad

rdenó: —¡Vamos, niños, marchaos ya, que debo trabajar! —Y

Hannah—: ¿Tendría la bondad de esperar un minuteñorita?

Cuando los niños hubieron desaparecido en el jardín, eñora Douglas entregó el cuenco a otra mujer y se sent

on pesadez frente a la muchacha. Durante un momento nergía pareció abandonarla. Tenía una mancha de harina ea frente, y Hannah sintió el impulso de limpiársela.

El ama de llaves sonrió bondadosamente. —Peter es un niño muy bueno —dijo—. Está siemp

an deseoso de ayudar que a veces dice lo que no debe.Con sorpresa e inquietud, Hannah comprendió lo quso significaba: la mujer le estaba dando a entender qu

Peter le había informado de secretos que ella no habrdebido oír y le pedía que lo olvidara todo.

 —Usted no me conoce —dijo—, pero confío en que m

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rea. Jamás repetiré nada que pueda causar problemas Manny Freeman, a los Spencer o... —Hizo una pausa pastudiar los ojos cautelosos e inteligentes de la seño

Douglas—. A los viajeros.

Por los ojos de la anciana pasó una chispa deconocimiento, de miedo y también de alivio. Luego snclinó sobre la mesa, apoyó una mano en el antebrazo d

Hannah y lo estrechó con fuerza. —Ya debería estar sirviendo el desayuno —dijo—. Po

avor, vuelva usted pronto y conversaremos. —De acuerdo —prometió Hannah, aliviada

omplacida por haber logrado cierto grado de complicidaon ella—, pero ¿podría usted indicarme cómo llegar a

Escuela Libre?La mujer asintió.

 —Le pediré a Cicero que le muestre el camino. ¿Dentrde una hora?

Hannah le dijo que le parecía bien y se fue hacia iguiente mesa de desayuno, donde Will Spencer leía eriódico.

Aunque ella le explicó que ya había desayunado, Winsistió en que se sentara a hacerle compañía y le comunic

que Amanda estaba con Kitty y había dado órdenes de qu

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no las molestaran. —Os agradezco vuestra preocupación —dijo Hanna

—, pero debo escribir a Richard hoy mismo para informarobre el estado de su esposa y el tratamiento prescrito. Es m

esponsabilidad, aunque a los doctores no les guste la ideaWill entornó los ojos al oír mencionar a los médicos. —Mañana podrás hacer todo eso, pero hoy insisto e

alirme con la mía. Además, tienes otros compromisos. Estarde te llevaré al dispensario para presentarte al doct

Simón. Después estarás en mejores condiciones de escribl doctor Todd.

 —¿Y los monos del doctor King? —preguntó Hannahonriente—. Los niños se llevarán una gran desilusión si n

van a verlos. —Los niños no se perderán nada —le aseguró él—.

ú no tendrás que andar sola por la ciudad. Ahora cuéntamómo estaban tu madrastra y tu padre cuando partiste.

Hannah se quedó desconcertada; lo único que no habensado con Elizabeth era hasta qué punto debía informar

Will Spencer de las tribulaciones que se estaban viviendo e

a casa. No podía imaginar a su madrastra ocultándole nadaWill, pero tampoco le gustaba la perspectiva de involucrarn la fuga de esclavos. Y tampoco podía mentirl

directamente.Si su largo silencio fue inquietante, Will no dio señale

de ello. Por fin se decidió a hablar:

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 —Hace unas semanas fue Liam Kirby a Paradise, tras astro de una esclava fugitiva, aunque, por lo que sé, nudo hallarla.

Él parpadeó, pero sin mover un músculo de la cara.

 —Recuerdo que conocí a Liam en Paradise —dijo al f—. En otro tiempo erais grandes amigos. Ahora vive aquí, ea ciudad, ¿lo sabes?

 —Sí. —Hannah se levantó abruptamente—. Debo irver a Kitty. Pensará que me he olvidado de ella poompleto.

 —Si no quieres hablar —dijo Will, con una sonrisa—no haré preguntas. Pero no te vayas todavía. Debntregarte todo el correo que Hakim, tu viejo amigo, dejara ti.

 —¿Hakim? ¿Hakim Ibrahim estuvo aquí?

 —La semana pasada. Lamentó mucho no poder vertMe encargó que te dijera que te desea lo mejor.

Hannah, encorvada en la silla, buscó en vano algo qudecir, pero Will ya había desviado su atención hacia montón de periódicos y paquetes que tenía a su lad

Después de ordenarlos, se los acercó a Hannah. —Comprendo que te sientas desilusionada, pero creque esto te ayudará.

Ella comenzó a hojear el inesperado tesoro y lo separn montones. Había un gran fajo de fragmentos de artículo

y publicaciones médicas que Hakim había copiado para ell

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un paquete muy pesado que no pudo identificar por sorma, otro de libros, una caja pequeña cerrada con clavos iete cartas. Cinco es taban dirigidas a su padre o a Elizabetero dos eran para ella.

 —Te dejo con tu correspondencia —dijo Will.Y se retiró antes de que Hannah pudiera levantar vista para darle las gracias.

La carta más gruesa era de Hakim; probablemenequeriría ir abriendo la caja y los paquetes a medida que eyera. La dejó a un lado para más tarde. La otra era de srima Jennet, que vivía en Carryckcastle, Escocia. Hanna

levaba s iete años sin ver a sus parientes escoceses, pero orrespondencia con Jennet mantenía vivo el vínculo. Comstaba sola en la habitación, la abrió con cuidado y desplegas páginas.

Querida prima Hannah:Hace más de cuatro meses que no recibimo

noticias de Lago de las Nubes. Sin duda mañan

llegará una carta muy larga, con noticiasuficientes para satisfacer mi curiosidad, qusegún mi madre no es digna de una dama. Percomo el Isis zarpa esta tarde hacia Nueva York, no

 puedo esperar más para volcar en el papel lanoticias que tengo, las buenas y las malas.

Mi padre enviará su propia carta al tuyo, per

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aun así me pide que os informe de que todogozamos de prosperidad y buena salud, y, comhija obediente, debo hacer lo que pide. Pero unvez hecho, debo agregar mis propias palabras: n

es tan cierto como me gustaría. Últimamente m padre está sumamente cansado y dolorido, aunqu preferiría cortarse la lengua antes que admitirlo. Hadquirido la costumbre de descansar en sinvernáculo cuando cree que nadie lo ve y no tienfuerzas ni para cuidar de sus bien amadotulipanes. Mi madre, su buena esposa, dice que econde de Carryck puede descansar donde cuando le plazca, ¿y qué mejor sitio que entre laflores y las plantas que le brindan tanto placer?

La pura verdad es que continúa tan terco

astuto como siempre, tal como lo han sido siemprtodos los condes de Carryck. Sin duda mi hermanAlasdair, pese a su temperamento traviesoacabará siendo como él, pues es una característiccon la que se nace y de nada sirve negarlo. ¿Qu

otra explicación hay para que un hombre dochenta y un años se proclame capaz de llegar a ltumba sin la ayuda de ningún doctor? Aun así n

 pudo rechazar a Hakim Ibrahim, que llegó en el Ishace apenas diez días. Pese a las protestas de m

 padre, todos nos alegramos mucho de verlo. Lo

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tónicos de Hakim, sus tés y sus aceites parecehaberle brindado algún alivio, al menos suficiente como para que mi madre haya vuelto cantar por la mañana. El conde hasta quiso monta

a caballo para acompañar a Luke en su visita a loarrendatarios.Pero justamente ayer, Hakim habló con m

madre a solas. Cuando se fue, ella, más pálida irritable de lo que la he visto en mucho tiempo, manunció que el conde nos enterrará a todos, digalos médicos lo que digan. Pero en verdad estasustada, como todos. Hasta Alasdair se dcuenta de la situación, y todos los días viene reclinar la cabeza en el regazo de padre y se dejacariciar, como un cachorro de lobo domesticado.

La verdad es que el conde lleva al menos seimeses poniendo sus asuntos en orden. Muchaveces le he oído decir a mi madre que, con ta

 buenos hombres como tiene en los que confiar, nnecesita preocuparse por los asuntos del condado

Como por ejemplo Ewan Huntar, que es nuestrcapataz desde que terminó sus estudios eEdimburgo, hace tres años. Jamás entenderé poqué se necesita saber latín para administrar castillo, los arriendos y los embarques, pero

conde está muy satisfecho con él; dice que tien

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olfato para los negocios y cabeza para las leyeLuke también sabe llevar registros, pero prefierdejar eso en manos de Ewan. Él y Nezer Lucomparten la responsabilidad de mantener fuerte

Carryck, y a sus hombres listos para defender lsuyo de los Campbell y hasta de los ingleses, llegara el caso.

En eso Luke no ha cambiado ni un ápice. Aúdisfruta sobre todo de andar a caballo. Él y Neze

 pasan los días ideando ejercicios para mantener los hombres bien preparados; cuando se cansade exhibirse ante las miradas de las muchachaaldeanas, parten de cacería y no regresan hastvarios días después.

Hace ya siete años que tu padre y el mí

cerraron el acuerdo por el que tu hermanastro vina Escocia. En ocasiones es como si la genthubiera olvidado que Luke nació lejos, en Canadáy que pisó por primera vez las tierras de Carryccuando tenía la misma edad que tú y yo ahora

 pero yo lo recuerdo, y Luke también. Mi madrasegura que es un Scott de Carryck de la cabeza los pies, pero eso es porque no lo conoce tantcomo yo. Cuando salimos de paseo, sólo quierhablar de Canadá, de lo vasto que es, del verdor d

sus árboles y de su abuela Iona, la monja fugitiv

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y del gran río que tiene el nombre de un santodonde en la primavera se amontonan bloques dhielo grandes como casas, hasta el punto de qulos hombres saltan de uno a otro y hacen apuesta

sobre quién será el primero en llegar al otro lado.Tal vez eso se relacione con el hecho de qusu madre volviera a Montreal el año pasado. Nquiere reconocer que la echa de menos, pero todolos días veo en su cara, cada vez más fuerte, edeseo de partir. Durante un tiempo pensé quKatie, la hermana de Ewan, podría amarrarlo Carryck con un bebé. A tu hermano le gustan lamuchachas tanto como a cualquier hombre, perno es tonto. Y ella, con todos sus contoneos yrisitas, no ha conseguido otra cosa que una mal

reputación. A Luke le interesa tanto Katie Huntacomo a mí su hermano Ewan, aunque mi padre n

 pare de elogiar su inteligente y calva cabeza desdel alba hasta el anochecer.

De no ser por la mala salud de mi padre, y

misma me embarcaría en el Isis cuando zarpe  Nueva York, aunque sólo fuera para demostrar quaún soy la Jennet que te mostró el árbol de lahadas y se enfrentó al pirata (he olvidadcomentarte que Hakim trajo noticias de Stoker, e

cual tiene un barco nuevo, llamado Venganza, y

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 practica su malvado comercio en las Islas dAzúcar), no la criatura melancólica que debo d

 parecer a través de esta carta. Pese a todo siemprtenemos motivos para reírnos, como ayer, cuand

el pequeño Alasdair metió la cabeza en un cubo dmiel vacío para lamer el fondo, y ya no pudsacarla de allí. Todos reímos hasta llorar, y tambiénAlasdair, que rodaba por el suelo y pataleaba; tuvque sentarme sobre él para que Luke pudiersujetar el cubo y cortar los flejes.

Como tú no dices nada de venir a Escociasupongo que me toca a mí hacer el viaje, HannaBonner. Pensarás que hemos retenido a thermano demasiado tiempo y que es hora de quregrese con vosotros. Por eso he ideado est

nuevo plan: si no podemos retener a Luke aquí, ymisma te lo llevaré a los Bosques Interminable¿Te imaginas qué de aventuras viviremos allá?

Esta carta te llegará en primavera. Por eso lcierro con mis deseos de que paséis un veran

saludable, sin enfermedades ni nuevos pesare para ti ni para tu familia.Tu afectuosa prima y sincera amiga,Jennet Scott de Carryckcastle14 de febrero del año de Nuestro Señor 1802

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Hannah permaneció largo rato con la carta de Jennbierta sobre la mesa, tan absorta en sus pensamientos quuando el reloj dio las ocho, se incorporó de un salto, saber dónde estaba. No la habría sorprendido ver por

ventana las colinas cubiertas de brezos, pero sólo veía asa vecina, donde una criada limpiaba los cristales.Se preguntó si el conde estaría aún con vida y cuál ser

a enfermedad que lo afectaba. Sin duda Hakim se lo diría eu carta, pero aún no estaba dispuesta a abandonar la dennet. De cualquier manera, era probable que el siguienorreo trajera noticias del conde... y quizá también a JennetLuke.

Hannah casi podía verlos de pie en la barandilla del IsiEn su recuerdo se mantenían tal como los había conocidennet, una menuda niña de diez años, de boca ancha

onriente, con una larga cabellera rubia y rizadnmarcándole la cara; Luke, rubio como su madre, alto y mu

delgado, ancho de hombros como su padre y con la frenmplia y los ojos separados de la abuela Cora. En aquntonces ya era todo un hombre y la provocaba como sue

hacerlo cualquier hermano mayor.Había también una carta de Luke para NathanieEscribía dos o tres veces al año para informesponsablemente sobre la vida que llevaba en Escocia,

que aprendía sobre la administración de fincas y tierras d

ultivo, sus progresos en el manejo de las armas y el arte d

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a guerra. Aun así, la verdadera imagen que Hannah tenía du hermanastro no provenía de sus cartas, sino de las dennet. Tenía veintiséis años, ocho más que ella, y sól

habían pasado juntos un mes, antes de que él partiera par

eclamar su lugar en Carryck. Durante su primer año eEscocia había sido el heredero del condado, hasta que eñora de Carryck sorprendió a todo el mundo, ella incluidl concebir inesperadamente un último hijo, que resul

varón. Nathaniel había escrito a Luke para preguntarle si quer

egresar a Canadá, donde había nacido y crecido al cuidadde su abuela Iona, o a Lago de las Nubes, donde siemprería bien recibido. Pero Luke respondió sin lamentarse rotestar por lo que había perdido: se quedaría en Escoc

mientras pudiera ser útil a Carryck.

 —Volverá —había dicho Ojo de Halcón, cuandElizabeth leyó la carta en voz alta, frente al hogar, una nochde invierno—. Antes que Scott es Bonner. Sus raíces estáquí.

Hannah leyó nuevamente la carta de su prim

Pensarás que hemos retenido a tu hermano demasiadiempo y que es hora de que regrese con vosotros. Por eshe ideado este nuevo plan: si no podemos retener a Lukquí, yo misma te lo llevaré a los Bosques Interminables. ¿Tmaginas qué de aventuras viviremos allá?»

Los planes de Jennet eran muchos, pero Hanna

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ercibió, con entusiasmo y una vaga intranquilidad al mismiempo, que ése podía convertirse en realidad.

 —¿Señorita Hannah? —Un negro anciano estaba de pnte la puerta, con el sombrero en sus grandes manos. S

onrisa pronta y amable hizo que le recordarnmediatamente a Galileo. —¿Sí? —Soy Cicero. ¿Quería ir a la Escuela Libre a ver

Manny? —Sí. —Hannah se levantó, echando una última mirad

la carta de Jennet—. ¿Se puede ir a pie?Él inclinó la cabeza, sorprendido.

 —Claro que sí, señorita. No queda lejos. Está a veinminutos, media hora, si quiere caminar un poco y ver algo da ciudad.

 —Sí, me gustaría caminar un poco —dijo Hannah—. Euanto haya guardado todo esto, me reúno con usted.

Partieron por la Broad Way, por el lado este de la callaminando sobre losas. Entre las casas del otro lado se vel destello azul del río, del mismo color que el cierimaveral.

Cicero le señaló la residencia del alcalde y las casas d

varios concejales y abogados. Hannah supuso que lo

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Spencer conocerían bien a esas familias. Le llamaron tención los arbustos bien podados y las flores, talineadas como un batallón del ejército, sin una sola brizn

de césped fuera de lugar.

El tránsito era tremendo, peor que en Albany y superiotodo lo que Hannah hubiera podido imaginar. Coches arruajes de todo tipo y tamaño, hombres a caballo. Uerdo rosado que husmeaba en la alcantarilla se apartuando un carrero le descargó el látigo sobre el ancho lom

A esa hora de la mañana no había señoras, pero sí muchoaballeros, de chaquetas elegantes y sombreros de cop

que parecían tener prisa por llegar a algún sitio. Caminabaolos o de dos en dos; nadie reparó en Cicero ni en Hanna

de lo cual ella se alegró.También había criados y trabajadores. Pasó un hombr

que debía de ser panadero, pues iba envuelto en un delanty cubierto de harina de la cabeza a los pies. Cicero saludó evoz baja a un negro que cargaba un gran saco sobre hombro.

La sorpresa más agradable fue la de ver que lo

vendedores ambulantes, mujeres y hombres por iguanunciaban gritando sus mercancías. Una jovencita qulevaba una caja colgada del cuello exclamaba con voz alta lara:

 —¡Venid por las primeras fresas! ¡Fresas tempranas

Dulces fresas, dulces!

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Era en verdad asombroso que se vendiera tal variedade cosas en la calle. Pan de jengibre, sidra, hebillas para loapatos, hatillos de yesca, cacerolas y sartenes, escobarandes brazadas de lilas y ramilletes de violetas, periódico

Pasó un carro cuyo conductor iba tan cubierto de suciedaque no se podía determinar el color de su piel; él tambiéritaba.

 —¡Carbón! ¡Aquí tengo vuestro carbón!Lo seguían dos deshollinadores, que llevaban colgada

del cuerpo todas las herramientas del oficio: cepillos dmangos largos, rasquetas y cubos, cantando juntos en fácrmonía.

 Limpiamos la chimenea,

la chimenea limpiamos, sin cuerda ni escalera

limpiamos la chimenea.

Un grupo de muchachos harapientos y demacrados sbría paso entre la multitud. Cicero echó mano al bastón qulevaba colgado de la cintura, vigilante. Hannah tuvo ensación de que no vacilaría en golpear si lo cre

necesario.Una muchacha con chanclos y cofia encasquetad

hasta las orejas ofrecía leche con mantequilla en u

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monótono sonsonete. Llevaba un cubo en una mano y unaza de hojalata en la otra.

 —¡Leche de mantequilla, señorita! ¡No hay nada mejara aclarar el cutis!

Cicero emitió un gruñido de desaprobación, perHannah siguió caminando, decidida a no alterarse por nevitable atención que atraería. La entonación irlandesa da muchacha le recordó al pirata Stoker, y eso la hizo sonreí

A lo largo de la Broad Way pasaron frente a tiendas más tiendas, muchas de ellas más grandes que las cabañade Paradise, donde vivían familias de cinco o seis personas

 —Esa es la librería del señor Caritat —dijolemnemente Cicero, señalando con la cabeza—. El señ

Caritat come a menudo a la mesa de los Spencer.Frente al escaparate, dos caballeros discutían sobre u

volumen abierto que sostenían entre ambos. Uno de elloeñalaba una frase apuntando con un pequeño abrecarta

El otro era el doctor Ehrlich, pero no la vio o no quiso verlaEn algún otro momento le pediría a Will Spencer que l

levara a la librería del señor Caritat; quizá pudiera compr

llí papel fino como regalo para Elizabeth.Pasaron por delante de una tienda de música. La puere abrió, dejando brotar un gorjeo de violines, que quednmediatamente sepultado por el griterío de unos niños, unde los cuales apretaba contra el pecho un jamón enorm

omo si fuera un bebé. Lo seguían de cerca un carnicer

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eñudo y decidido, con el delantal manchado de sangrHabía joyeros, plateros, aurífices, sombrereros. Sobre un

uerta pintada de azul intenso colgaba un letrero en el quezaba: «Steven Green, maestro lencero, oriundo d

orwich.» Hannah no sabía exactamente qué era un maestrencero, pero no quiso preguntarlo en ese momento, pueenía la sensación de que Cicero se detendría a explicárseon profusión de detalles.

 —Oh, mire —dijo Hannah—, «Leonora VanHornmodista».

 —¿Conoce a la señora VanHorn, señorita? —preguntu acompañante, con una sonrisa cortés.

 —No, pero sé que la señora Todd quiere visitarlTengo entendido que trae encajes de Bruselas.

En la manzana siguiente olía a humo de tabaco y ca

ostado que provenía de una cafetería. Las puertas, abiertade par en par, permitían ver el salón repleto de hombres quhablaban en voz alta. Al lado se alzaba el City Hotel, ta

rande como los depósitos del muelle, y cuya puerrincipal estaba flanqueada por dos árboles pequeño

lantados en tinajas. Hannah se detuvo a mirarloreguntándose a quién se le habría ocurrido la extraña idede que un árbol podía vivir feliz con tan poco sitio paxpandir sus raíces.

Cicero giró en una esquina y continuaron caminand

or una calle lateral, donde disminuía el ruido de la Broa

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Way. Vieron más tiendas, oficinas y casas más pequeñas modestas. Allí también había vendedores ambulantes qu

frecían escobas, huevos, pescado fresco del río, mezclandus voces al anunciar sus productos. Un grupo de niño

ugaba con un perro de tres patas, que miró a Hannah couna sombría súplica en los ojos. Los cerdos trajinaban en lalcantarillas. En realidad, toda la calle olía mucho peor que

Broad Way, pues era más estrecha y estaba sembrada dasura y estiércol. Era mejor no imaginar cómo sería con alor del verano.

Tras girar dos veces más llegaron a un largo edificio dadrillos rojos con pulcras persianas blancas.

 —Ésta es la Escuela Libre Africana —dijo Cicero—. Lmás probable es que Manny esté en el alojamiento d

ortero, allí detrás. Yo, mientras tanto, iré a visitar al seño

Solomon hasta que usted haya terminado. Manny vendor mí.

Le hizo una reverencia doblando la cintura y, trantregarle el paquete que había llevado por ella, se marchó.

Hannah tomó un estrecho sendero que conducía a arte trasera del edificio de la escuela, junto a las aulas. Ellas los estudiantes recitaban las tablas de multiplica

onjugaciones de verbos y poemas, todo lo cual se mezclab

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n un sonsonete armónico.Siguió por el sendero hasta una zona amplia que s

xtendía detrás de la escuela, donde sin duda jugarían loniños durante el recreo. Encontró el alojamiento del porter

donde Cicero le había indicado; era un edificio pequeño, coecho de pizarra y dos ventanas a cada lado de la puerbierta. Al pasar de la luz intensa de la mañana al vestíbuln penumbra, Hannah percibió primero los olores: cera dbejas y aceite mineral, cuero y serrín. Luego vio unlfombra de retazos de tela en el suelo y, a la altura de lojos, una leyenda bordada dentro de un marco simple: «En asa de mi Padre hay muchas mansiones.» Había douertas frente a frente, cada una con su tarjeta pulcramenscrita a mano; una decía «MECÁNICO»; la otrPORTERO».

Mientras Hannah se preguntaba a cuál llamar, oyó unaisadas. Mientras se volvía, una voz familiar preguntó:

 —¿En qué puedo ayudarla, señorita?La sonrisa de Manny fue tan sincera que borró toda

reocupación de Hannah.

 —¡Hannah Bonner! —Le cogió las dos manos y se lastrechó—. ¡Pero mira qué bien estás! ¡Qué placer tarande ver a alguien de mi casa! Hace al menos dos años

Anda, ven, pasa. ¿Qué haces aquí, en la ciudad?Abrió la oficina del portero y la hizo pasar. Hablaba ta

deprisa que cuando Hannah iba responder a una pregunt

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l ya había formulado otra. En muy poco tiempo la instaló ea mejor silla de la habitación, le ofreció té o agua y se senrente a ella.

Manny no parecía haber cambiado mucho, pero ten

un aire vigilante; cuando miraba algo era como si travesara. Si bien había heredado más del temperamentmaterno que sus hermanas, físicamente se parecía a s

adre; tenía la misma frente alta y la postura erguida; hase sentaba como él. Los dos eran fuertes y algo más alto

que la mayoría.Durante la conversación se produjo una pausa,

Manny bajó la vista al suelo con expresión reflexiva. «Piensn Selah —comprendió la muchacha—. Se pregunta si ha

noticias de ella. No sabe siquiera si ha llegado a Paradise, stá con vida.» Carraspeó.

 —Curiosity te envía este paquete: un poco de jabóortas de jengibre y un frasco de conservas. Y traigo u

mensaje para ti. Bueno, más de uno.Hizo una pausa para mirar la escuela por la ventana. Lúnica persona a la vista era una anciana que pelaba patataobre un barril delante del edificio contiguo, con la cabezubierta por un pañuelo amarillo.

A Manny le tembló la voz.

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 —Aquí puedes hablar sin peligro.Hannah sonrió.

 —Selah está a salvo.Él se relajó notoriamente.

 —Cuando partí —continuó Hannah—, mi padre estabpunto de emprender viaje con ella hacia Roca Bermeja.Él levantó la cabeza.

 —¿Y la criatura? —Aún no había nacido cuando me fui, pero creo que

stas horas ya habrá llegado. Selah llegó con fiebre, pero dejé sana y fuerte, y a la criatura también.

 —Temía que hubiera muerto —susurró Manny, máara sus adentros que para ella—, después de lo quucedió en Newburgh... —Movió la cabeza.

 —Selah me encargó que te dijera que no te inquiete

or ella. Además, lo peor ya ha pasado y ahora va camino Roca Bermeja.

Él dejó escapar un suspiro largo y trémulo, pero sxpresión de alivio ya había dado paso a nuevareocupaciones.

 —¿Y Liam Kirby?Hannah dio un respingo. —¿Sabes que Liam fue tras ella?Manny apartó la vista hacia la anciana que estab

ncorvada sobre el barril.

 —Tenemos controlados a todos los cazadores d

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ecompensas que trabajan fuera de la ciudad. En generaabemos quiénes son y a quién buscan.

 —¿Quiénes sabéis? ¿Te refieres a la Sociedad dManumisión?

Él giró bruscamente la cabeza hacia ella. —No, por Dios. La Sociedad no puede verse mezcladn el traslado de esclavos. Si se descubriera que uno de su

miembros participa en eso, esta escuela desaparecería. —Pero... —Hannah recordó la seria expresión de Pet

n el desayuno: «Pasan largos ratos en el estudio de madre y discuten los asuntos de la sociedad»—. ¿W

Spencer es miembro de la Sociedad de Manumisión?Él la miró de frente, muy quieto.

 —No. No lo es.Hannah se reclinó contra el respaldo y esperó. Tras u

argo rato Manny dijo: —No estoy seguro de que sea buena idea segu

hablando de esto. Te agradezco que te hayas tomado lmolestia de venir a darme la noticia, Hannah. No era algo que pudiera decir por carta, ¿comprendes?

Ella asintió, pero aún pensaba en Peter y en lo quhabía dicho en la cocina. Lo que Manny se negaba a decn voz alta estaba claro y no podía pasarse por alto: Wi

Spencer ayudaba a los fugitivos .«No fue nuestro Manny quien trató de comprar a

muchacha», había dicho Galileo. Y la expresión de Curiosit

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usca un motivo para arrestarte. —«Para hacerte ahorcarensaba ella, pero Manny ya debía de saberlo sin necesida

de que ella se lo dijera.Si para él era una novedad, no pareció alterarlo mucho

 —¿Y el segundo mensaje? —Ese lo recuerdo palabra por palabra: «Dile que Vaark estaba en el muelle de Newburgh, no fue poasualidad.»

A Manny se le abultaron los músculos de la mandíbul apretar los dientes. Se puso de pie, fue hasta la ventanapoyó una mano en la pared.

 —¿Algo más? —Específicamente para ti, no, pero mencionó al capat

de la viuda Kuick. Por lo que dijo, me dio la impresión de quú tenías tratos con él. ¿Conoces a Ambrose Dye?

Manny asintió. —Sé quién es, sí.Hannah se percató de que estaba colérico, al punto d

que le costaba contenerse. Y ella no podía hacer nada poyudarlo, pues Manny veía en ella a la hija de Nathani

Bonner. No la pondría en peligro; en parte, porque eso ibontra su manera de ser; y en parte, porque no quería tenque vérselas con el padre de la muchacha si le sucedía algo

Se levantó. —Creo que debo regresar... Aún no he visto a Kitty,

sta tarde tengo que ir al dispensario... —Hablab

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tropelladamente—. El doctor Todd lo ha dispuesto todara que yo aprenda a vacunar contra la viruela.

Al parecer, algo de lo que había dicho quebró distracción de Manny, que levantó inmediatamente

abeza. —¿Trabajarás en el asilo? —No lo sé. —Hannah extendió las manos hacia delan

—. Lo único que sé es que me enseñará el doctor Simón. —Pues entonces trabajarás en el asilo. Allí es dond

van a vacunarse los que no pueden pagar a un médico. —Eu voz se había renovado la energía. Empezó a decir algero se interrumpió.

 —¿Nos volveremos a ver? —preguntó Hannah. —Mañana a primera hora pasaré por la cocina pa

aludar a la señora Douglas, si no te importa.

 —No me importa en absoluto —aseguró ella, mántrigada que nerviosa—. Será un placer.

25 de abril de 1802

He caminado por la ciudad en compañía deseñor Cicero, el mayordomo del primo WiSpencer. Me ha llevado a conocer la Escuela LibrAfricana, para visitar a Almanzo Freeman, quien sha alegrado de recibir noticias de su casa.

En el trayecto de regreso a la calle Whitehal

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Cicero me ha dado una lección sobre los tipos dvehículos que hay en la ciudad y para qué sutilizan. Cada uno tiene su propio nombre y parecmuy importante no confundir un barouche con u

cabriolé, ni un calesín con un faetón. Además decarrocín y las carretas de bueyes, que hasta parmí son fáciles de distinguir, hay también calesas carretelas, diligencias, carrozas, cabriolés y sillade manos; unos tienen dos ruedas, otros, cuatrolos hay con flancos altos y sin flancos, cocapotas de piel que se pueden plegar en díasoleados y con ventanillas de cristal. Los mágrandes van tirados por cuatro y hasta seicaballos; en los más pequeños sólo cabe u

 pasajero, que debe manejar las riendas de la únic

caballería. Los más elegantes suelen estar pintadode colores luminosos y con relieves doradomientras que otros están muy maltrechos. Hemovisto un coche de alquiler (se consiguen por pocdinero, con cochero, caballo y todo) tirado por u

caballo que tenía la cola y las crines teñidas d púrpura y trenzadas con flores secas.Un vecino, el hijo mayor del presidente de

Concejo Municipal, ha venido al poco de nuestrllegada para invitarme a pasear en lo que é

denomina «mi volador». La prima Amanda me h

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transmitido su invitación con cara preocupad junto con el consejo de que la rechazarcortésmente. Sus palabras han sido éstas: «Squiere romperse la cabeza, que lo haga solo, es

grandísimo tonto.» Cuando se ha ido, he vistdesde la ventana a qué se refería. Las ruedas devolador son tan altas como un niño de doce añoy para subir al asiento es necesario desplegar unescalerilla. Aunque parecía divertido, he seguido consejo de Amanda, para conservar mi cabeza e

 buenas condiciones, considerando todo lo qudebo aprender en el Instituto de la Viruela y en ehospital.

Kitty, cuando está nerviosa, parlotea sicesar; yo, sin embargo, escribo cosas si

importancia, para no registrar en el papel lo que hsabido del primo Will Spencer, algo que estnoche me mantendrá despierta.

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Capítulo 20

Cuando partieron en carruaje hacia el dispensario dueva York, Hannah cas i había desistido de sacarle a Will e

ema de los esclavos fugitivos y los cazadores decompensas, sobre todo porque sabía que su padre y s

madrastra habrían tenido opiniones muy diferentes sobre sunto.

Elizabeth prefería pensar que se regía por la razón, permenudo se dejaba llevar por el corazón; ella habría querid

que Hannah hiciera cuanto pudiese por ayudar a Manny, so significaba abordar a Will. Su padre, en cambisperaría que ella respetara sus promesas: a Richard Tod

de cuidar que su esposa y su hijastro regresaran sanos alvos; a su familia, de no hacer nada que la pusiera eeligro. Ya había puesto sobre aviso a Manny, y él le pasar

a advertencia a Will Spencer y a quien creyera convenienton eso debía terminar su participación.

Mientras Will le hacía comentarios sobre los edificioarques y teatros por los que pasaban, Hannah no podlvidar ni entender la reacción de Manny ante el últim

mensaje. Su expresión la había acompañado durante toda mañana, mientras planeaba salidas, visitas y compras, durante las complejas negociaciones con Kitty sobre lahoras de descanso diarias que necesitaba. Los niños había

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do con el preceptor de Peter a ver los orangutanes y laiguras de cera, con las provisiones que les había preparada señora Douglas para almorzar al aire libre.

«Si Vaark estaba en el muelle de Newburgh, no fue po

asualidad.»Por lo que Hannah sabía, Selah no había huidrecipitadamente, sino bien preparada, con mapanstrucciones memorizadas y contactos a lo largo damino. Era Manny quien le había proporcionado todquello, Manny y la misteriosa sociedad que Peter hab

mencionado inocentemente. Pero algo había salido mal. Y eñor Vaark, el propietario de Selah (término que no podlvidarse, pese a sus implicaciones), supo que debía ir plla a los muelles de Newburgh, donde murió. Donde Selao mató.

Si no había sido la casualidad lo que había llevado Vaark al muelle de Newburgh, ¿qué había s ido? ¿O quiénAcaso había algún espía involucrado?

 —Se te ve como ausente... —dijo Will—. ¿Estáensando otra vez en Hakim?

 —No —respondió ella sonriendo, al tiempo qupartaba la mirada hacia la ventanilla del carruaje—. Esmañana he ido a la Escuela Libre para visitar a MannFreeman. Estaba pensando en él.

Will permaneció callado durante un largo instante.

 —Ya hablaremos de eso más tarde —dijo al fin—. Aqu

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stá el dispensario.Era un edificio poco impresionante, una casa convertid

n consultorios donde los doctores podían tratar a lonfermos, en vez de ir a visitarlos a sus casas. Hannah sab

or Will que eran trece los médicos y cirujanos quportaban su tiempo a la organización; también había unarmacia siempre abierta. El Instituto de la Viruela estaba el asilo, pero primero debían encontrarse con el doct

Simón. —No tienes por qué preocuparte —dijo Will—.

doctor Simón es un médico excelente y uno de los mejorehombres de la ciudad.

Hannah no dijo nada, pero se acordó de los hombreque en la víspera, después de pasar tanto tiempo con Kittyno habían querido responder a sus preguntas. Lueg

ecordó que estaba allí por un asunto muy simple: habstudiado todo el material disponible sobre la variola

accinae  (incluido el panfleto enviado por Hakim Ibrahimque había llegado con el correo de la mañana) y sólo altaba practicar lo aprendido teóricamente bajo

upervisión de un doctor experimentado que pudiera aclarus dudas. No se presentaría sola en ese dispensario: a su

spaldas tenía a todos sus maestros. No sería un bochornara ellos, ni tampoco para sí misma.

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llos son propensos», habría dicho Curiosity.«Soy Camina Adelante —recordó—. Hija de Canta d

os Libros, del pueblo kahnyen’kehàka. Nieta de Atardeceque era una gran curandera. Bisnieta de Hecha de Hueso

que fue madre del clan del Lobo durante cuarenta añoTataranieta de Mujer Halcón, que mató a un jefe o'seronnon sus propias manos y le arrancó el corazón para dársel

de comer a sus hijos varones. Y soy también la hijastra dHueso en la Espalda.»

¿Qué había dicho Elizabeth en la mañana de su partidaManten la cabeza bien alta y míralos a los ojos. No sonría

hasta que ellos te vean tal como eres y entiendan que no desanimarás fácilmente ni permitirás que te desprecien.»

 —Caballeros —saludó.Todos se pusieron de pie, como si ella fuera la maestr

y los hubiera llamado al orden. Unos parecían escépticotros, curiosos. El más joven se sentó casi de inmediato arabateó algo en un papel, mientras dos de ellos sdelantaban para saludarla.

El mayor era tan gordo que todo su cuerpo s

amboleaba al caminar. El cuello estaba escondido tras unerie de papadas y, por encima de la barba, tenía la tez tancendida que parecía que fuera a estallar al primer contact

A Hannah no le habría sorprendido en absoluto verlo caellí mismo, víctima de una apoplejía.

 —El reverendo John Roberts —lo presentó Will—

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director del dispensario. —Yo me encargo de los detalles de la financiación

poyo económico para que estos señores puedan desarrollu trabajo sin distracciones —explicó el reverendo,

egresó anadeando a su s illa, mientras Spencer le presentabl doctor Simón.El primer pensamiento de Hannah fue que Richard Tod

y Will no le habían dicho lo que de verdad importaba ddoctor Simón. Era un hombre maduro, que vestía como louáqueros, con la expresión amable e inteligente que

habían descrito, pero no veía blandura en él. Sin saber pqué, le recordó a su tío Palabras Amargas, que había sidGuardián de la Fe en Barktown, antes de que hasta el últimde los kahnyen’kehàka abandonara Árboles en el Agua.

Su primo continuó con las presentaciones: el señ

Furman, intendente del asilo, los doctores Hosack y Benyuque le hizo una profunda reverencia, y Pascalis, a quielgún tipo de parálisis le contraía el ojo izquierdo y la boc

El último de los hombres, el que se había sentado a escribiesultó no ser médico, sino periodista.

 —El señor Henry Lamm, del New York Intelligencer. Nsperaba encontrarlo aquí, señor Lamm. —Will Spenchabló con la cortesía de siempre, pero su voz tenía un fildesacostumbrado.

El señor Lamm inclinó la cabeza y continuó escribiendo

 —Me ha invitado el doctor Wallace —explicó, s

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partar la vista de sus notas. —Comencemos, pues —dijo el señor Roberts , que s

entó apartado de la mesa para dejar sitio a su panza.Hannah echó una mirada interrogativa a su primo, per

l parecía igualmente desconcertado. —¿Caballeros? —El señor Roberts se dirigía a todos loque estaban en la sala, pero fue el doctor Simón quien espondió, después de aclararse la garganta.

 —Mis colegas están muy interesados en la formación os antecedentes de la señorita Bonner —dijo—. Si ella niene objeciones, querrían formularle algunas preguntas.

 —Pero nadie mencionó esto cuando...Hannah levantó una mano para interrumpir a Will.

 —No tengo ninguna objeción.Él vaciló.

 —Como quieras.Will pensó que la joven debía de estar loca par

restarse a semejante interrogatorio, pero Hannah lo qustaba era enfadada. Aquellos hombres habían ido a verla da misma manera que los niños iban a ver los orangutane

ara satisfacer su curiosidad. En general, no queríaerjudicarla; le harían unas preguntas sencillas sobre fiebrey huesos rotos. Pero no todos actuarían así. Por la expresiódel doctor Ehrlich, era evidente que estaba allí para ponerl descubierto y abochornarla. En cuanto al periodist

uscaba las jugosas noticias que pudiera extraer de allí.

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Sin embargo, se sentía tranquila. Había soportaddurante tres años la intransigencia de Richard Todd, la

reguntas interminables destinadas a distraerla de lo obviu mal genio. Había atendido inflamaciones de gargant

oldado fracturas y curado fiebres; había ayudado muchos, salvado a unos cuantos y visto morir a otros: entllos, su hermanito y su abuela. Y todo eso estaba registradn su diario, lo mismo que los pasos que había dado en es

viaje.Que el doctor Ehrlich y los demás hicieran lo qu

quisiesen.

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on lentitud para no arrancarlo bruscamente de su estado donambulismo.

 —Ven, Ethan —lo invitó, apartando las mantas comucho cuidado—. Duerme un rato aquí. Acuéstate. Lily est

n Lago de las Nubes, sana y salva en su cama. DurmiendY tú también debes dormir. Duerme, pequeño.Él dejó escapar un gran suspiro, ya de alivio, ya d

ansancio, ya de tristeza. Pero después se metió en la camon Hannah y cerró los ojos. Hannah permaneció despiertau lado, temblando a pesar de las abrigadas mantas. Pensabn su hermana. Blanca como los lirios. Blanco lirio. Lily.

Después de un rato comprendió que no bastaría toda ensatez del razonamiento o'seronni para pasar por alto l

que un sonámbulo había ido a decirle. Se levantó y encenduna vela para escribir.

Queridos Lily y Daniel (puesto que en estorden nacisteis):

Ayer vuestros primos Ethan y Peter, junt

con su amigo Marcus, fueron a ver un simigrande, llamado orangután, al que tieneencerrado en una jaula. En uno de los libros dvuestra madre, que trata de las selvas de Borneoencontraréis un dibujo de un orangután. Uhombre a quien llaman doctor King cobra por e

 privilegio de ver a este animal (cuyo nombre e

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Sansón, por su gran fuerza). Los niños me hacontado que Sansón tiene por costumbre lanzatrozos de comida putrefacta al doctor King y quse ha escapado tres veces de la jaula. Esto m

recuerda la historia de la señora Sanderson, la cuhabéis oído muchas veces. Si estuvierais aquí, tavez hallaríamos la manera de ayudar a Sansón escapar, para que fuera a vivir a Lobo EscondidoHoy debería llegar otra carta larga para Curiositycon más noticias de la ciudad. Estoy segura de qusi os portáis bien, ella os permitirá leerla. Mientratanto debo pediros que os sentéis a escribirmahora mismo, sin demora. Esta noche vuestr

 primo Ethan ha soñado con vosotros, y mgustaría saber si estáis bien.

Vuestra afectuosa hermana Hannah Bonnertambién llamada Camina Adelante por lokahnyen’kehàka, el pueblo de su madre.

Will era el único que estaba levantado, listo pardespedirla cuando partiera hacia el asilo, en su primeornada de trabajo con el doctor Simón. Hannah ncomendó despachar la carta y contuvo el impulso dxplicarle por qué era tan importante. Él era un hombre qutesoraba muchas cualidades, pero no era seguro que smplitud de criterios incluyese el sonambulismo. Sólo cab

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onfiar en que se ocuparía de mandar la carta a casa cuantntes.

Justo antes de las siete, Cicero la dejaba a las puertadel asilo, un edificio ruinoso y laberíntico que estaba situad

rente al bello jardín del Ayuntamiento, como un grano en lnariz de una dama elegante. El hombre inició el largdescenso desde el asiento del cochero, pero Hannah, en snsiedad, abrió la portezuela por sí sola y se apeó de ualto.

 —Aquí no lo hacemos así, señorita —dijo Cicerajando el mentón, y la miró a través de sus densas ceja

divididas por una arruga profunda y desaprobadora. —Me esforzaré, Cicero, de verdad, pero... —Se apart

ara dejar paso a dos ancianas que andaban con los brazonlazados como dos ramas—. Es que no quiero llegar tarde

El anciano echó un vistazo al asilo con la nariz arrugadn un gesto de disgusto.

 —Vendré a recogerla a las cuatro en punto, señorita. Nme obligue a entrar ahí a buscarla.

 —A las cuatro en punto —repitió Hannah. Y esperó

que Cicero, ya de nuevo en su asiento, azuzara a los caballoon chasquidos de lengua. Parecía haber asumido la misióde protegerla en la ciudad; esa preocupación la conmovíarritaba al mismo tiempo, pero se alegró de que el carruaj

desapareciera en el tránsito de la Broad Way, dejándola e

ibertad para observar el asilo.

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Era un edificio de tres plantas, mucho más grande quas mansiones de Bowling Green, pero se notaba que en sorta vida había sufrido un uso intenso. En muchos de lo

ventanucos se veían caras, generalmente de niños

ncianos. Una de ellas era tan vieja, tan vacía su expresióque resultaba imposible saber si se trataba de un hombre de una mujer. A veces la gente mayor renuncia a este mund

ara concentrarse en el siguiente, y era ese tipo de espera que se veía en aquel rostro. Nada quería, nada esperaba.

 No podía entenderlo: un edificio entero lleno dersonas demasiado pobres, viejas o enfermas como parocurarse alimento, sin familiares que las reclamaran tendieran. Cualquiera que fuese la causa por la que estaballí, aquella gente estaba tan necesitada de ayuda qurobablemente pasaría por alto el color de su piel. De todo

modos, pronto saldría de dudas.Cuando abrió la puerta principal, después de subir lo

eldaños, la recibió una mezcla de olores a gachas y cebolhervida, cuerpos apiñados, bacinillas sin vaciar, tejidos e

utrefacción y vómitos agrios. Un niño que pasaba a su lad

omo una flecha chocó contra su bolsa y continuorriendo. —¡Ve con cuidado, bestezuela! —chilló una voz a poc

distancia.Hannah no sabía si esas palabras eran para ella o para

niño, pero decidió que era mejor no averiguarlo.

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El vestíbulo estaba lleno de gente, casi todos ancianoque la estudiaban sin disimulo.

 —Mira, Josie. —Un viejo envuelto en una manta ayas se volvió hacia su vecino—. Una princesa india h

venido al asilo. Tal vez quiera compartir tu cama, ¿no crees—Y dejó escapar una risa burlona que terminó en tos.En el otro extremo de la habitación había un escritor

levado, junto al cual había una hilera de niños qusperaban pacientemente con hatillos apretados contra echo. El de más edad, un varón, sostenía en brazos a uebé que lloraba y que tenía todo el cuerpo cubierto de uarpullido escamoso. El portero tomaba notas en una pila dapeles con una pluma mellada; no levantó la vista has

que Hannah se detuvo ante su escritorio.Era un hombre de unos treinta años. Tenía manchas d

inta en los dedos y en el mentón, del que sobresalían unoocos pelos oscuros que acariciaba distraídamente. U

mechón de pelo grasiento le caía sobre la frente. Alzó vista y sonrió, moviendo un solo lado de la boca; Hannaeparó entonces en la hendidura de su labio, mal disimulad

or un mostacho plumoso. —¿En qué puedo serle útil? —Tuvo que alzar la voara hacerse oír por encima del llanto del bebé.

Después de presentarse, Hannah preguntó por doctor Simón. Los dedos manchados del portero dejaron d

vagar por los pelos de su barbilla; la observó con má

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tención, tomando nota del sencillo vestido de lana gris, manto y la bolsa.

 —¿Es la nueva ayudante? —Sí. Al menos durante un tiempo.

El mayor de los niños alzó la voz y preguntó algo en udioma que Hannah no reconoció. Sus ojos grises tenían matiz de los de Elizabeth.

 —Huérfanos irlandeses —explicó el portero—. Loadres han muerto durante el viaje. Quieren saber si usteleva un garrote en la bolsa. —Tradujo la pregunta como uera completamente lógica, aunque no muy interesante.

 —¿Habla usted irlandés, señor...? —Chamberlain. Sí, lo hablo. Mi madre es irlandesa. —Dígales que no llevo armas, que soy médico.Él contrajo una comisura de la boca, pero hizo lo qu

lla le pedía y obtuvo otra pregunta, mucho más larga que nterior.

 —Es la primera vez que ven una india, señorita, y unmujer médico.

El niño seguía mirándola, expectante, y Hannah abrió

olsa para mostrarle que sólo contenía instrumentomédicos, cuadernos, dos delantales largos y la comida que eñora Douglas le había preparado, puesto que ella s

negaba a desayunar. El más pequeño de los niños metió abeza tan adentro que su pelo cayó hacia delante; Hanna

vio pulular los piojos en el cuello sucio. Él la miró con ojo

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muy redondos. —Aran.Hannah dirigió al portero una mirada interrogativa.

 —Es el pan lo que mira.

 —¿Tienen hambre? —Siempre. En cuanto acabe con el papeleo, irán a loaños y luego a las cocinas. Después el doctor Simón loxaminará en el consultorio de vacunación.

Hannah sacó el pan envuelto en un trozo de lienzo y o entregó al mayor de los niños.

 —Dígale que lo reparta equitativamente. Y bien, ¿dónduedo encontrar al doctor Simón?

Los niños cayeron sobre el pan y no volvieron restarle atención.

 —En las salas de los enfermos, probablemente. —

hombre metió la mano bajo la mesa y tocó una campanilla—La señora Sloo le mostrará el camino.

Una mujer bajita apareció junto al codo de Hannaveloz y silenciosa como una sombra, aunque era tan anchomo alta. Bajo la cofia blanca, sobresalía una perfecta hile

de rizos grises a lo largo de la frente. Los ojos pardos spretaban contra la nariz diminuta y bulbosa, bajo la cual sveía una boca de labios gruesos y forma perfecta. Las doomisuras de aquella boca asombrosa se curvaban hacrriba en una sonrisa, dejando ver una hilera de diente

lancos y parejos, pequeños como los de un niño, y la

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ncías, del color de cerezas maduras. Era una cara llena dontradicciones, pero revelaba una inteligencia rápida y unbvia impaciencia.

 —La nueva ayudante, supongo. —La señora Sloo

miró de arriba abajo—. Soy el ama de llaves. Desde hacveinte años. En la casa antigua y en la nueva. El señor Slos el guardián del reformatorio, que no hay que confundon la cárcel. Supongo que usted ha pasado por allí al venir

Un momento después echó a andar a un paso frenéticque no parecía estar de acuerdo con su tamaño; las faldas sacudían a su alrededor.

 —Debe aprender a orientarse —continuó, doblando abeza atrás para dirigir la voz hacia el techo—. Este edifics tan grande que es fácil extraviarse. Aquél es el despach

del señor Furman, el intendente. Éste es el del señor Co

ncargado de suministros. Por la mañana no debe acercarsél antes de que haya tomado café; sin su café, es u

verdadero oso. Este pasillo conduce a las cocinas y a lohornos. El desayuno es a las seis; el almuerzo, a mediodía; ena, a las seis; el horario de los trabajadores. Supongo qu

usted está habituada a desayunar a las once y almorzar a lauatro, pero tendrá que adaptarse o pasar hambre, comodo el mundo. Por ahí se va a la lavandería y al taller, dondrabajan los hombres que están en condiciones de hacerl

desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde. El qu

no trabaja no come. Tenemos zapateros remendone

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hojalateros; de todo. Los dos carpinteros no hacen otra cosque fabricar ataúdes. La mayor parte se usa aquí, y los quobran se venden o se cambian por otras cosas. El seño

Cox es una fiera para el trueque.

»Allí está el establo de las vacas y, detrás, las huertaLa mayor parte de las hortalizas que consumimos laultivamos aquí. Al menos así era cuando no había tanente. Últimamente los internos tienen que comer y dormor turnos. Al señor Cox le corresponde conseguir lo que nodemos cultivar o criar. Aquél es el despacho del seño

Eddy, responsable de supervisar los contratos dervidumbre. Lleva el control de todos los huérfanos quntran y salen... Ahí hay papeles como para sepultar a u

hombre. El año pasado consiguió amos para cuarenta y trede nuestros niños: carniceros, ensambladores... Las niña

rabajan en el servicio doméstico.Súbitamente giró sobre sus talones y miró a Hannah.

 —Usted debe de conocer a dos de nuestras niñaEntraron a servir en la mansión de los Spencer, en WhitehaAmanda Blake y Bertha Dawson. Buenas chicas, fuerte

aben trabajar y estar en su sitio. Bertha nació en el edificviejo, un martes. A las niñas que nacen en el asilo en martee las llama Bertha, si es que llegan a sobrevivir. ¿En qué d

de la semana nació usted?Hannah se detuvo, desconcertada por la pregunta.

 —No lo sé.

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La señora Sloo soltó un pequeño bufido y continuó sxtraña marcha de andares infantiles. Llegaron a una puer

de dos hojas, que ella empujó. Daba a una habitación amplidonde trabajaban unas treinta mujeres.

 —En esta sala casi todas son hilanderas y tejedoraAntes también se preparaba aquí la estopa para calafateaero el olor a creosota era insoportable, y las muchacha

vomitaban sobre el lino.Cerró las puertas tan de repente como las había abiert

ntes de que Hannah pudiera observar el ambiente, iquiera intercambiar una mirada con las niñas, que estabanclinadas sobre los peines de fibra.

 —Allí trabajan las costureras; y al lado, los sastreAquí no somos partidarios de que hombres y mujererabajen juntos. Esta escalera conduce a los dormitorios. E

l tercer piso, los hombres; las mujeres y los niños, en egundo. En total tenemos ochocientas diecisiete personancluidos los dos niños que nacieron anoche. Y estauertas conducen a las salas de los enfermos.

La mujer cruzó sus manos rojizas y agrietadas, com

queriendo evitar el contacto con las dos hojas de la puerta. —A partir de aquí tendrá que seguir sola, señorita. —Su voz había perdido el tono práctico.

 —Creo que podré arreglármelas —dijo la joven.La señora Sloo se inclinó hacia delante, con su ca

egordeta hacia arriba, como si quisiera examinarle el color d

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os ojos. —Si sabe lo que le conviene, niña, gire sobre su

alones y vuelva a su casa.Hannah dio un paso atrás, sorprendida.

 —¿Acaso cree que no leo los periódicos? Sé muy biequién es usted. No tiene ni veinte años y pretende trabajquí. Pues le diré algo: al otro lado de estas puertas, el lat

no le servirá de nada. Aquí no tiene nada que hacer, puenadie querrá que una piel roja le sirva de partera. Ademáste no es lugar para una mujer decente, ni siquiera para unrincesa mohawk que se las da de doctora. Todo eso ncabará en nada bueno, se lo aseguro.

 —¿Qué periódicos? —repitió HannahLa mujer lanzó un resoplido audible, dio media vuelta

e alejó por el pasillo.

Al otro lado de la puerta, el breve pasillo se parecía os que había visto hasta entonces: muros de color verd

laro y suelo desparejo de anchas tablas de roble. A amboados se alineaban las puertas, todas con su placa de broncien lustrada: «Médicos visitantes», «Equipo deanimación», «Farmacia». Frente a esa última aguardab

una silenciosa fila de hombres y mujeres, todos vestidos co

rendas de tela rústica; la mayoría de los hombres calzab

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uecos pesados. Uno de ellos sostenía un pañnsangrentado contra un ojo; el que quedaba libre, de uzul intenso, se clavó en Hannah con franca desaprobació

Al otro lado de la puerta de la farmacia, que estaba abiert

e veían estantes cargados de frascos y botellas. Uhombre, de espaldas a ella, estaba inclinado sobre mortero; una mujer menuda aguardaba, con las manoruzadas sobre la falda. El farmacéutico tenía un halo dizos erizados alrededor de la cabeza, que el sol iluminab

desde atrás. —¡Ahora no, señor Furman! —gritó, sin volverse.Hanna continuó su camino.Otra puerta de dos hojas daba a una habitación mu

diferente. Ocupaba toda la anchura del edificio y en elhabía una hilera de camas, todas con hombres, qu

volvieron la mirada hacia Hannah. Ella vio pieles amarillajos hundidos, articulaciones hinchadas; una cara llena darbunclos, un vientre abultado como el de una mujer unto de dar a luz. Todos aquellos hombres estabanfermos de muerte; se notaba en sus caras.

 —Busco al doctor Simón y el Instituto de la Viruela —dijo.Sólo obtuvo más miradas fijas, y se adentró en la sala.

 —El doctor Simón me espera.En el otro extremo de la sala se abrió una puerta. E

hombre que apareció por ella era alto y anguloso, de rápido

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jos oscuros, nariz y mentón fuertes y el pelo tan corto qudejaba ver las curvas del cráneo.

 —¿La señorita Bonner? —Sí. —Hannah exhaló un gran suspiro de alivio.

 —El consultorio del doctor Simón está por aquí.

En cuanto la puerta se cerró tras ella, la joven preguntó —¿No hay ninguna mujer en las salas?Él la miró con descarada curiosidad.

 —Conque la señora Sloo ha tratado de asustarla, ¿eho se preocupe, hace lo mismo con todo el mundo. Todo

os días vienen mujeres a la sala de los hombres parvisitarlos, para limpiar..., y también la señora Graham vien

on las damas de caridad, al menos una vez por semana, raer caldo y panfletos religiosos.

Hablaba en un tono a la vez despectivo y algdescarado, pero ella no se dejó impresionar. Sabía que staba poniendo a prueba, para saber de qué fibra estab

hecha. Hannah se preguntó si alguien, en todo aqudificio, podría darle la bienvenida sin mostrar desconfianzhacia ella.

 —Supongo que por aquí no se ven indios. —Oh, claro que sí. Pero vestidos como usted, n

nunca.

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Antes de que ella decidiera si debía sentirse insultadantrigada por ese comentario, el hombre continuó.

 —Si no se dirigen a usted, será porque no pueden, en mayoría de los casos, pues un sesenta por ciento de lo

nternos sólo habla irlandés o alemán. En estos momentono hay más que dos norteamericanos en la sala, y ninguno dirá una sola palabra.

 —¿Por qué?Él se detuvo a mirarla.

 —Blue Harry, el del abdomen hinchado, eompletamente sordo. Y el viejo Thomas sólo habla con leñora Sloo; al menos, eso dicen. Yo nunca le he oído la vo

Ésta es la sala de las parturientas. Seis camas, todacupadas. Si pusiéramos veinte, también estarían ocupada

Éste es el consultorio del doctor Simón. —Le abrió la puer

on un ademán garboso—. Él vendrá enseguida, señorita. —Durante un momento vaciló, con la vista fija en el marco da puerta—. ¿Ha leído el periódico de esta mañana?

La pregunta la cogió por sorpresa. —Usted es la segunda persona que me menciona

eriódico. No, no lo he leído, ¿por qué?Él se encogió de hombros bruscamente. —En su lugar, lo leería.Por la espalda de Hannah se deslizó una irritación que

hizo erguirse.

 —Es usted muy misterioso, señor...

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 —Doctor, doctor Savard. Soy el ayudante del doctoSimón. —Pues bien, doctor Savard, ¿de qué periódico mhabla?—Del que está en el escritorio. El New Yorntelligencer. El artículo no le pasará desapercibido. Se titu

Prodigio rojo».

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Capítulo 22

 New York Intelligencer 

20 de abril de 1802

Hemos visto y oído tantos ejemplos d

 perspicacia extraordinaria entre los aborígenes deste país, que no cabe sino deplorar el tristdestino de las tribus indias. Creemos que, hasthoy, ninguna nación civilizada de Europa h

 producido ningún individuo (y mucho menos d

sexo débil) dotado de la asombrosa capacidad quexhibió ayer, en el dispensario de Nueva York, un joven señorita de la raza mohawk. Estábamo presentes cuando los respetables médicos de esinstitución la recibieron. Ella se presentó como unestudiante deseosa de aprender los métodos dedoctor Jenner para la inoculación contra la viruela fin de llevar la técnica a la frontera.

Hasta la difunta señora Wollstonecraft, cuylibro sobre los derechos de las mujeres h

 perturbado y escandalizado a tantos, se habr

sorprendido al ver que su filosofía ha fructificad

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tan pronto y en alguien tan joven, pues la señoriten cuestión tiene sólo dieciocho años. Es alta parsu sexo y sus proporciones igualan a las daquellos exquisitos modelos que los geniale

artistas de la Antigüedad nos legaron. Es ciertque su tez tiene un color cobrizo oscuro, pero loojos carecen por completo de la ferocidacaracterística de las tribus indias, y de los mohawen particular. Son rápidos, penetrantes y, al mismtiempo, tienen esa expresión plácida que nofascina y atrae nuestra atención. Esta damisel

 presenta todas las ventajas de haber sido educaden un hogar civilizado. Su lenguaje especialmente su atavío (lucía un vestido de hilsencillo pero elegante, aunque algo pasado d

moda, con corselete y chal bordado en verdedenotan un buen gusto nada común entre losalvajes. Pero ese considerable encanto personaqueda eclipsado por su talento.

Los facultativos se reunieron para entrevista

a la joven mohawk en la sencilla sala de reunionedel dispensario. Comenzaron por pedirle quresumiera su preparación médica, cosa que ellhizo en un lenguaje falto de rebuscamiento y murefinado, y la historia que relató puede rivalizar co

la asombrosa narración que Goethe hizo de

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aprendizaje de Wilhelm Meister. En su corta vidacuenta entre sus maestros a personalidades tadiversas como su propia abuela y su bisabuelaambas curanderas y madres de clan de la nació

mohawk, ya casi extinta; al doctor Richard Toddde Albany y Paradise, a quien ayuda comaprendiz desde hace tres años, y a Hakim IbrahimDehlavi ibn Abdul Rahman Balkhi, médicmusulmán de gran reputación que visitó a lofacultativos de esta ciudad hace apenas diez días.

El doctor Valentine Simón, fundador deInstituto de la Viruela y responsable de gran partde las buenas obras realizadas entre los pobres desta ciudad, le formuló varias preguntas sobrtratamientos de quemaduras, cólicos, fiebres

otras varias dolencias comunes. Las respuestas dla joven mohawk satisficieron a los doctores. Acontinuación discutieron prolongadamente sobrel tratamiento de la difteria, que ella tuvo ocasióde ver y tratar el verano pasado, en su propi

aldea, y sobre la tisis, que el doctor Todd, dParadise, trata actualmente con revolucionariométodos provenientes del extranjero. Los médicole formularon preguntas muy concretas, a las quella respondió con la misma concisión.

Después los doctores se enzarzaron en un

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discusión sobre la fiebre biliosa o amarilla, tambiéllamada «peste americana», que ha atacado cocrueldad a nuestras grandes ciudades en loúltimos diez años. Mientras los médicos discutía

sobre los orígenes, causas del contagio y stratamiento, la damisela escuchaba cortésmente sin interrumpir. Cuando el doctor Ehrlich, que hvenido de Filadelfia para visitarnos, le pidiopinión sobre el tema, la joven mohawk respondique sólo conoce la enfermedad por su reputacióy por informes contradictorios, por lo cual n

 podía expresar opinión alguna. El doctor Ehrlich instó a que se pronunciara sobre el régimen dedoctor Benjamín Rush, que recomienda grandedosis de catárticos, específicamente mercurio

 jalapa, acompañadas de copiosas sangrías.La joven dudó un instante y respondió qu

tendía a apoyar la opinión de cierto doctor Powelde Boston, quien asegura que la ingestión dmercurio es mucho más perjudicial que l

enfermedad que pretende curar. Añadió, segura dsí misma, que no era partidaria de sangrar eexceso, y menos aún en el caso de una enfermedatan debilitante. En respuesta, el doctor Ehrlicinsinuó que la preparación médica de la muchach

 poco ortodoxa e incompleta, pasaba por alto la

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enseñanzas del inmortal Hipócrates, quieaconsejaba curas extremas para enfermedadeextremas. La joven mohawk replicó al doctor comás palabras de Hipócrates, pero en latín

« Primum est non nocere.» Lo primero es no hacedaño.Es nuestra opinión que la naturaleza rara ve

concentra en un solo individuo tanto talento magnetismo, y desde luego no conocemos ningúcaso entre los indios, y menos aún en una dama dtan grandes encantos personales. Nos sumamos los facultativos del dispensario de Nueva Yor

 para dar a este fenómeno la bienvenida a nuestrciudad y desearle la mejor suerte en su trabajo.

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Capítulo 23

Después de leer dos veces el artículo, Hannah pensó l periodista (Henry Lamm, recordó) había pretendidealmente ensalzarla. Desde luego, cualquiera que lo leyepinaría que era elogioso, y era cierto que no se podíaeñalar datos erróneos ni exageraciones. A aquel hombre l

había sorprendido el simple hecho de que ella pudie

xpresarse en frases bien articuladas. Y ése era el problemhora la gente esperaría grandes cosas de ella, y no tendr

más remedio que sorprenderlos. No había manera desponder a tan astuta combinación de elogio y censura: echazaba lo que el señor Lamm creía amable y generos

haría de él un enemigo. Las personas adineradas solíaeaccionar mal cuando se ponían en tela de juicio sus obrade caridad.

 —Al menos no menciona mi nombre —murmuró.Entonces oyó un leve movimiento tras ella. El doct

Simón había entrado sin que ella se percatara. —El señor Lamm cree que no mencionarlo ha sido unortesía —dijo.

Hannah dejó el periódico en el escritorio y se laompuso para sonreír.

 —Habría sido más cortés no publicar este artículo. Nme gusta ser un objeto de curiosidad.

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Él inclinó la cabeza. Tenía el cuello de la camisalpicado de sangre fresca.

 —Comprendo, y yo soy en parte responsable por habermitido ayer su presencia en la sala. ¿Puedo compensar

de alguna manera? —Sí —respondió ella, con firmeza—. Puede ponermerabajar y mantenerme ocupada, doctor Simón.

 —Eso puedo prometérselo, señorita Bonner. —Emédico señaló la puerta—. ¿Comenzamos?

A las cuatro en punto, Hannah bajaba los peldañoxteriores del asilo. Cicero la esperaba en el asiento dochero. Cuando llegó al landó, Will Spencer le abrió

ortezuela. —No esperaba que vinieras a buscarme —comentó ell

mientras aceptaba su mano para subir al carruaje—. Mlegra, y has hecho bien en no traer a Kitty.

Hannah bajó la mirada a su ropa; parecía que hubier

asado el día abriéndose paso entre la maleza. Eso nareció inquietar a Will, aunque la observó con atenciómientras se acomodaba.

 —Se habría sorprendido, sí. —Se habría horrorizado —corrigió ella, con cier

atisfacción—. Así es como queda una después de vacuna

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huérfanos irlandeses. Mañana me resultará más fácil. —Mañana tendrás el ojo rodeado de encantadore

matices azules y morados.Hannah se tocó con mucho cuidado una zona hinchad

 —Me lo ha hecho sin querer una niña de tres añoEstaba muy asustada. —Pues no quiero ni pensar qué habría ocurrido si

hubiera hecho adrede —dijo Will—. Por lo demás, ¿haenido un buen día?

Ella respiró hondo. —En realidad, no he tenido tiempo ni de pensarlo. Per

í, ha sido un buen día. He aprendido lo básico de vacunación y he ayudado a los médicos. Hay vario

acientes que deberían ir al hospital de Nueva York, peromo están próximos a morir, el doctor Simón los retiene e

us salas. Por cierto, el doctor va a prestarme su traduccióde Orígenes y causas de la enfermedad . He leído algunoxtractos que me envió Hakim Ibrahim, pero no todo.

Se interrumpió para ver cómo había reaccionado él, pern la expresión de Will no había sino curiosidad, pura

imple. —Y también he aprendido algunas palabras de irlandéLa más útil es «no morder». Pero ya he charlado bastantCómo está Kitty?

 —Bastante bien, creo, aunque ha regresado muy pálid

de su excursión. El doctor Ehrlich ha ido a visitarla. Creo qu

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e ha llevado una desilusión al no encontrarte en casa. —Seguro —dijo secamente—. Supongo que hab

vuelto a sangrarla... —No lo sé. Ahora debe de estar durmiendo la siesta.

sta mañana has tenido otro visitante desilusionado: MannFreeman. —¡Manny Freeman! —repitió ella—. Lo había olvidad

Quería preguntarle por...Se interrumpió. Will la miró con un parpadeo que

ecordó, de manera súbita e inesperada, a Huye de los OsoY eso era muy extraño, pues no había dos hombres que s

arecieran menos físicamente. —Si puedes esperar media hora más sin comer, creo qu

ú y yo deberíamos tener una conversación. ¿Puedo ordenCicero que nos lleve a dar un paseo?

Hannah hizo un gesto afirmativo. —Sí, creo que sería buena idea.

Más adelante no podría recordar la primera parte daseo, pues toda su atención estaba concentrada en la cade Will Spencer, en tanto le contaba lo que había sucedidn Paradise desde aquella mañana de domingo en que ella

Elizabeth habían encontrado a Selah Voyager oculta baj

una mata.

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Cuando hubo terminado su relato, sin omitir sonversación con Liam Kirby, excepto los detalles que n

deseaba revelar, Will permaneció un rato sin decir nadMiraba por la ventanilla, mientras hacía girar el sombrero e

as manos. A Hannah no le molestaba esperar, ni el silencioues tenía confianza con Will Spencer y había crecido euna casa donde la muda contemplación era apreciada.

 —Este asunto es muy peligroso —dijo Will por fin—Debería enviarte inmediatamente de regreso a Paradise.

Ella irguió la espalda. —En serio, Will, estoy harta de tantas tonterías.Él enarcó una ceja.

 —¿Qué tonterías? —La señora Sloo dice que el asilo no es lugar para m

l doctor Ehrlich, que no tengo cabida en la medicina..., cos

que el señor Lamm consideró necesario publicar en seriódico, como debes de saber...

Will inclinó la cabeza. —Y tú me dices que no tengo cabida ni siquiera en

iudad. Francamente, esperaba algo más de ti.

 No era habitual que Spencer expresara emocioneuertes, pero Hannah vio que había logrado empujarlo hasse punto.

 —Tú no lo comprendes, Hannah.Estaba enfadado y ofendido a la vez. Pero ella también

 —Ya lo creo que lo comprendo. Comprendo que Mann

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orre peligro de muerte y que tú has ayudado a los... a loviajeros. ¿No puedes contarme ni siquiera eso, en vez dmostrarte tan misterioso? No soy una niña que no sep

uardar secretos.

Will frunció el entrecejo, mientras miraba de nuevo poa ventanilla. Al fin dijo: —Cada vez te pareces más a Elizabeth. —Lo tomaré como un cumplido. —Lo es. —Él suspiró profundamente—. No

denominamos Sociedad Libertas; en los últimos ocho añohemos ayudado a ciento trece esclavos a conseguir ibertad. A veces les proporcionamos anónimamente diner disponemos que una tercera persona compre la libertad dlguno, pero en general los ayudamos a huir. Algunos van

norte, con la ayuda de Curiosity y Galileo; y otros,

nglaterra. También tratamos de impedir los secuestros dnegros libres y su transporte ilegal a los estados del Sudonde se los puede vender como esclavos. Somos sietncluido Almanzo. No puedo decirte quiénes son los otroues hemos jurado mantener los nombres en secreto. ¿Qu

más quieres saber? —¿Lo sabe Amanda? —Sí. Lo sabe desde el principio, aunque por su prop

ien no está informada de ningún detalle. Después de loroblemas que pasamos en Inglaterra, le prometí que jamá

volvería a ocultarle... mis actividades. Y naturalmente h

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omado precauciones, por si algo saliera mal...—Snterrumpió.

 —Pero Elizabeth no lo sabe. —No. No he encontrado motivos para involucrarla; má

ún: Curiosity y Galileo insistieron en que tu familia debermanecer fuera de esto.Ahora su expresión era muy serena; parecía ca

liviado. Hannah comprendió que ella y Will Spencer teníalgo en común: ninguno de los dos podía hablar libremen

del trabajo que más les importaba. En tono más suavreguntó:

 —¿Y qué pasó en el muelle de Newburgh? ¿Quién pudhaberos traicionado?

 —No lo sé —dijo Will—. Pero lo averiguaré. Lespuesta está en algún lugar de ese edificio. —Y señal

hacia el exterior con el mentón.Habían salido de la ciudad propiamente dicha y s

ncontraban en una calle de tierra que apestaba a curtiduríay mataderos, ganado y estiércol de cerdo. No mucho mállá se oyó un mugir de vacas y el landó aminoró la march

mientras Cicero gorjeaba unas palabras para tranquilizar os animales. —La Cabeza de Toro —informó Will, mientras pasaba

entamente frente a una taberna, flanqueada por corrales mbos lados—. Los arrieros traen sus animales hasta aqu

Las subastas se celebran en la taberna.

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 —¿Y qué tiene que ver eso con los viajeros?—preguntlla.

 —Todos los viernes y los miércoles por la noche seúnen aquí Micah Cobb y los Muchachos del Pantano, un

specie de asociación de cazanegros. En esa taberna edonde se reparten el trabajo. —¿Y ese Cobb tiene algo que ver con lo que sucedió e

l muelle de Newburgh? —Sí. Sólo nos queda por saber cómo consigue

nformación. —Will se inclinó hacia Hannah—. Bien, ya hespondido a tus preguntas. Ahora voy a pedirte algo: essunto es peligroso y está llegando a un punto culminant

Al pasarnos el mensaje de Liam Kirby nos has hecho uran servicio, pero quiero pedirte que te apartes; nosotro

nos haremos cargo. ¿De acuerdo?

Ella vaciló. —Me preocupa Manny.Él endureció su expresión, lo suficiente para demostr

u convicción y la fuerza de sus decisiones. Cuando abrió oca para hablar, ella alzó la mano para impedírselo.

 —¿Nunca te he dicho que mi abuela Atardecer te pusun nombre mohawk? —¿De veras? —Estaba sorprendido. —Te llamaba El Soñador. En el pueblo de mi madre, qu

e consideren soñador es un gran elogio. Ella decía que t

asabas la mayor parte de tu vida en mundos invisibles

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venías a éste sólo cuando debías cumplir alguna misióCreo que con tu Sociedad Libertas tienes una gran misióque cumplir.

Will movía pensativamente la mandíbula, sin mirarl

Hannah tuvo la sensación de que trataba de disimular unonrisa, pues no quería ofenderla. Por fin dijo: —En ese caso, me darás tu palabra de que dejarás po

nuestra cuenta a Micah Cobb y a los cazadores decompensa.

 —Si es la única manera de ayudaros, sí.Will se pasó una mano por la cara.

 —Gracias. Te prometo que haremos cuanto podamoara que Manny no sufra ningún daño. Pronto se irá dquí.

 —Para Curiosity y Galileo será un alivio saberlo lejos

salvo. —No dijo el resto: que ese alivio costaría un alrecio, pues su único hijo varón no podría volver al hogar

dejaría atrás a su esposa e hijo. —Y también para nosotros. Bien, creo que es hora de

casa para que comas. —Y ordenó a Cicero que volvier

rupas inmediatamente.Cuando pasaron de nuevo frente a La Cabeza de Torn la puerta había una mujer alta y esbelta, aunquncorvada por el cansancio. Tenía la piel cobriza y el pelscuro, recogido en la cabeza: una mestiza. Cuando s

mirada se cruzó con la de Hannah, cambió de expresión y s

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rguió tan de súbito que Hannah se acordó de los perros daza de su abuelo cuando captaban el olor de un lob

Parecido y distinto; familiar y extraño. Un escalofrío ecorrió la espalda y los brazos, como si aquella desconocid

e hubiera apuntado con un arma.El carruaje se detuvo de golpe y Hannah desvió mirada hacia el otro lado, por donde había aparecido un

rocesión. Dos niños batían sendos tambores, seguidos pun hombre alto y esquelético que llevaba un delantal darnicero; en una mano sujetaba un gran cuchillo, y con tra tiraba de una cuerda que estaba atada al cuello de un

vaca. Se paró ante la ventanilla de Will y sonribiertamente, mostrando dos hondos hoyuelos en la

mejillas y dejando al descubierto unos dientes afilados. —Buenos días, señor. La mejor carne que verá est

rimavera, señor. La he comprado en subasta esta mismmañana. ¿Quiere que le corte algún trozo?

Mientras Spencer negociaba con el carnicero los corteque compraría y a qué precio, Hannah se volvió hacia aberna, pero la mujer había desaparecido. Cuando el homb

ontinuó su camino, ella tocó a Will en la manga y le señala taberna con el mentón. —¿Has visto la india que estaba en la puerta?Él carraspeó.

 —Sí. Se llama Virginia Bly. Es la mujer del posadero.

 —Es la primera india que he visto desde que estoy en

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iudad —dijo Hannah—. Me ha mirado de una manera muxtraña...

 —¿Su nombre no te dice nada? —No. ¿Debería conocerlo?

Will estudió el marco de la puerta con aire pensativo. —Supuse que Liam Kirby te habría hablado de ellenny, su mujer, es la hija mayor de Bly. ¿No lo sabías?

Hannah se obligó a mirarlo, aun sabiendo que en sara vería más de lo que deseaba saber.

 —No, pero la señora Bly no puede conocerme. ¿Por qume miraba así?

Will vaciló. —¿Qué te dijo Liam? —Bastante —replicó ella—. Todo lo que me interes

aber.

Durante largo rato guardaron silencio. Cuando elevantó la cabeza, su primo apartó discretamente la visara observar la actividad de la calle como si fuera la prime

vez que visitaba la ciudad: como buen caballero ingléamás se entrometería en asuntos privados.

Ella debió tragarse la irritación y la curiosidad. Apenal día anterior había decidido que deseaba saber algo más da vida de Liam, y habría debido sentirse satisfecha ante portunidad de averiguarlo con tan poca dificultad.

«Ten cuidado con lo que deseas», era uno de lo

dichos favoritos de Elizabeth. Y mientras el landó los llevab

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de regreso a la ciudad, en silencio, Hannah descubrió todo oder de esa sentencia.

24 de abril de 1802, por la nocheMi primera jornada completa en el asilo. Com

 parte de mi introducción a la práctica de la vacuncontra la viruela, el doctor Simón me ha vacunadoMe ha practicado pequeñas incisiones en los do

 brazos con una lanceta afilada, a profundida

apenas suficiente para que manara sangre. En esaincisiones ha frotado material vírico cogido estmisma mañana de un huérfano que fue vacunadhace ocho días. Luego el doctor Savard me hmostrado cómo se llevan los registros y cómo s

almacena el material.He pasado el resto de la mañana observandy por la tarde he ayudado en la sala de mujeres. Lmayoría de los pacientes son demasiado pobre

 para pagar la tarifa de cuatro dólares que cuesta

ingreso en el Hospital de la Ciudad. Muchoacaban de llegar en barco; no tienen dinero namigos y no conocen el idioma; me han dicho qualgunos de ellos acaban enterrados en ecementerio de indigentes.

El doctor Savard tiene el encargo denseñarme la mayoría de las tareas que deb

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desempeñar aquí. Conmigo utiliza modales seco pero no ofensivos. Con los pacientes es meno brusco, aunque distante. El señor Magee, qu parece ser a un tiempo ordenanza y enterrador, m

ha preguntado, en presencia del doctor Savard, alguna vez había arrancado un cuero cabelludo. Edoctor le ha mirado con mucha intención la cabezcalva, ha enarcado una ceja y ha soltado uncarcajada. Tiene un humor tan rápido como el dWill Spencer, pero poca bondad y paciencia partemplarlo; se divierte a costa del prójimo. Nobstante, me ha prestado un gran servicio, puestque el señor Magee no ha vuelto a hacerm

 preguntas tontas.El doctor Simón dice que todos s

acostumbrarán pronto a mí y que continuaránormalmente con sus tareas. Espero que sea ciertoSi me dejan trabajar, tengo mucho que aprender destos médicos.

26 de abril, por la nocheEl aire de la ciudad está cargado de hollín; h

oído cantos de pájaros, pero en todo el día no h

visto más seres vivos que hombres, perro

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cerdos, gorriones, ratas y caballos. Siento que sacerca una tormenta.

He examinado a siete pacientes que habíasido vacunados antes de mi llegada. Ninguno d

ellos ha llegado todavía al octavo día. Cuatrinoculaciones nuevas, dos observadas y dorealizadas bajo la guía del doctor Simón. Parecmuy complacido con la técnica de conservació

 propuesta por Hakim en su última carta y adoptará en la clínica.

Segundo día de mi propia vacunación. Eambos brazos las incisiones están secas, sisíntomas.

He examinado a cinco huérfanos y los hmedicado contra los parásitos. También h

ayudado en dos partos normales y en un terceren que el niño ha nacido muerto. La madre, unmuchacha de catorce años, ha apartado la vista no ha querido mirarlo. Luego he retirado tejidmuerto del pecho supurante de la señora Hallahan

Está muy dolorida y el opio le proporciona escasalivio.Lo que no pensaba que necesitaría aquí es e

conocimiento de idiomas extranjeros. El pocfrancés que me enseñó Elizabeth no me sirvió d

nada ante la llegada de varios acadios que l

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hablaban, y el doctor Savard tuvo que venir ayudarme. Todos los días recibimos pacienterecién llegados que no saben una palabra dnuestro idioma. Me han llamado dos veces par

que hiciera de intérprete con un grupo descoceses, pero la falta de práctica ha hecho quhaya olvidado su lengua. Mi abuela Cora sllevaría una desilusión; mi prima Jennet sindignaría.

Cuando se requiere hablar irlandés, debllamar al señor Chamberlain. El señor Holbein, de carpintería, ayuda con el alemán; la señorGronewold, con el holandés; el señor Luedtke, coel danés y el sueco; el doctor O'Connell, con eespañol y el italiano, que aprendió cuando s

enroló como cirujano en un navío. El doctoSavard habla un francés fluido. Según el señoMagee, que en vez de hacerme preguntas ahora m

 bombardea con chismes —por más que yo nmuestre ningún interés—, el doctor Savard pas

gran parte de su juventud en Francia y luego en Canadá francés. También dice que el doctor llevel pelo muy corto porque detesta los piojos, algextraño, considerando que trabaja con los pobrede la ciudad.

En ocasiones vienen esclavos y sirviente

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africanos, pero hasta ahora todos hablan algo dinglés. No he visto ningún indio, cosa que no msorprende por lo superpoblado de la ciudad.

De todos los inmigrantes blancos, los má

detestados son los alemanes, a los que a menudse trata muy mal. Para mí ha sido udescubrimiento ver que los o'seronni tambié

 pueden odiarse entre sí.He comenzado a hacer una lista de la

expresiones más necesarias en todos estoidiomas y la llevo en el bolsillo de mi delantaHasta ahora he apuntado «Por favor», «Gracias»«¿Dónde le duele?», «Tranquilícese» y «Yo puedayudarlo».

28 de abril, por la nocheHoy he visitado la sala que denomina

infantil, donde se aloja a los bebés huérfano¡Qué miseria!

29 de abril, atardecer 

Día muy nublado; algunos chubascos. Habí

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dos pinzones en el antepecho de mi ventana, a loque ha ahuyentado un petirrojo, el cual ha sidluego espantado por un cuervo, que me mirabcon un ojo negro y penetrante; me recuerda a

doctor Savard. Otro aspecto curioso del docto parece haber memorizado gran parte de los escritodel doctor Morgagni, que cita largamente en latín en inglés, según su estado de ánimo. Ahora malegro de que Elizabeth me haya obligado a pasahoras enteras con la gramática latina, pues a

 puedo seguir el sentido de sus comentarioCuando el doctor Savard examina a un pacientcomienza su interrogatorio con esta pregunta evoz alta: «Ubi est morbus?» ¿Dónde está lenfermedad?

He examinado a dieciséis pacientevacunados en el último mes, tres de los cualehabían llegado al octavo día. Dos de ésto

 presentaban las esperadas vesículas blancahinchadas en los bordes y deprimidas en el centro

con los márgenes túrgidos. El doctor Scofield, qusigue hablándome en voz alta como si fuera sordame supervisó mientras yo utilizaba la lanceta parextraer el virus de estos dos pacientes. El tercerouna campesina de veintisiete años, llamada Mari

Le Tourneau, fue revacunada con material fresco

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Tal vez ya ha padecido la viruela o ha estadexpuesta a ella; de ahí la falta de reacción al primeintento.

Mi propia vacunación: quinto día. En ambo

 brazos, zona algo inflamada. Ligero dolor dcabeza por la mañana. No hay fiebre, glándulahinchadas ni otros síntomas. Tampoco haseñales de erupción o pústulas.

Esta mañana, a las once, han traído a uhombre llamado Matthew Johns, un paciente dunos cuarenta años, cuatro de residencia en easilo, sin antecedentes de enfermedades gravesalvo la fractura de brazo que le costó su trabajen los muelles (una simple fractura de cubito, quel doctor Simón trató y está casi curada). Hombr

 bajo, corpulento y fuerte. Síntomas: agitaciórespiratoria, pulso errático, sudoración profusa tez cenicienta. Mientras respondía a las preguntadel doctor Savard, de pronto ha echado los do

 brazos hacia atrás, por encima de la cabeza, con t

fuerza que los puños han golpeado la pared y ehombre ha soltado un aullido. Su cara ha adquiridun tono rojo furioso y sus ojos se han abultadcomo si los empujaran desde dentro. Ha muertinstantáneamente; no tenía pulso en el cuello ni e

las muñecas.

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El doctor Scofield ha certificado que hombre había muerto a causa de una apoplejíviolenta. Como el paciente no tenía familiarecercanos y está censado en la ciudad, el docto

Simón ha enviado sus restos al hospital para qusea sometido a una autopsia, que se realizará a laocho de esta noche. Me ha invitado a presenciarla

Ya avanzada la tarde, el señor Eddy, el qulleva los registros, ha venido al consultorio dvacunación y se ha pasado un cuarto de hordiscutiendo con el doctor Savard sobre el costdel instrumental de marfil que necesitamos partrabajar. El doctor Savard se ha negado responder con seriedad a esas preguntas, lo cuaha puesto al señor Eddy de muy mal humor

Cuanto más levantaba él la voz, más suave era ldel doctor Savard. Cuando ya se retiraba, el señoEddy ha reparado en mí y ha anunciado que sopone terminantemente a mi presencia. Según éuna dama joven y soltera (lo de «dama» le h

costado un gran esfuerzo) no tiene nada que haceen las salas del asilo.Entonces el doctor Savard se ha ofrecido

casarse conmigo en el acto, tras lo cual el señoEddy se ha retirado en estado de gran agitación

Cuando le he preguntado si lo había hecho po

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 provocarlo, él me ha dicho que hablaba en serio prefería casarse antes que revacunar a otrhuérfano irlandés. Esa tarea recae ahorenteramente sobre mí.

30 de abrilCarta de Curiosity, sin noticias de mi padre n

de mi madrastra, pero con la curiosa informacióde que Jemima Southern e Isaiah Kuick son maridy mujer. Dice que la viuda está muy disgustada, Jemima, satisfecha con su botín. En la aldea no shabla de otra cosa. Por primera vez me alegro de n

estar en casa. Junto con su carta venía otra de mhermano Daniel; hace preguntas, pero no drespuestas; también incluye un dibujo hecho pomi hermana: representa a Azul dormido, con lcabeza entre las patas. Su trazo es algo torpe, peraun así me asombra, y me inquieta, lo logrado questá. Se ha torcido el tobillo, pero por lo demá

 parece gozar de buena salud y notable ánimo. Aúno comprendo el mensaje que me dio esonámbulo.

Justo antes de la cena, mientras estaba en l

cocina con la señora Douglas, ha venido Mann

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con más noticias sobre una vecina que piensmudarse al sur con sus esclavos. Esto provocmucha inquietud e intranquilidad entre losirvientes. Él se niega a revelar cuándo saldrá de

ciudad. Creo que espera noticias de la fugitiva y sresiste a partir por miedo a perder alguna carta.Hoy la señora Douglas me ha hablado de la

hemorragias de Kitty, que desde nuestra llegadhan aumentado en vez de remitir, como demuestrel estado de sus sábanas. Le he preguntado si edoctor Ehrlich estaba al corriente, ante lo cual lseñora Douglas se ha limitado a apretar los labios

Hemos acordado dar a Kitty un caldo de carny puerros dos veces al día, a fin de fortalecerle lsangre. Ethan montará guardia a su lado hast

comprobar que lo haya tomado todo.Ese niño ha mejorado tanto su ánimo desd

que estamos aquí que es imposible arrepentirse dhaber viajado.

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Capítulo 24

La primera semana de trabajo en el asilo pasó tadeprisa que si Hannah no perdió la cuenta de los días, fuólo por Kitty, quien se pasaba la hora de la cenecordándole los muchos placeres que sacrificaba en aras du aprendizaje médico.

 —En tres días has rechazado tres invitaciones, ademá

de la velada musical de ayer, en el teatro. ¿Te he dicho yque estuvimos sentados detrás del señor Astor y ssposa? Dicen que es un gran músico.

 —No empieces de nuevo con esa historia de lauarenta flautas, Kitty, por favor. —Will alzó una mano e

ingido gesto de espanto. —Pues me parece una anécdota muy reveladora. Llegde Alemania con tan sólo unas flautas para vender, ¡y míralhora!

 —La fortuna del señor Astor se debe más a las piele

que a las flautas —aseguró Hannah. Y se detuvo allí: nenía intención de enzarzarse en una discusión sobre omercio de pieles de ese Astor, algo de lo que Kitty, poierto, sabía muy poco.

 —Dejemos al señor Astor —dijo la enferma—, ¡y nambies de tema!

Hannah pensó en lo cansada que estaba, en las tre

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egresarás al mediodía. De lo contrario no estarás lista paecibir a los invitados a las cuatro.

Hannah apartó la vista de su plato y sorprendió doonrisas: la de Will, divertida, y la de Amanda, mucho má

reocupada y solidaria. Su primo dijo: —Sólo se trata de un grupo pequeño, Kitty. Un viejmigo que vuelve a Inglaterra y algunas otras amistade

nada más.Kitty emitió un sonido estrangulado, indicativo de qu

no permitiría que le restaran importancia a su excelente lisde invitados. Hannah temía que fuera a recitar la historia os vínculos familiares de cada uno de ellos, así que decidambiar de tema.

 —Ethan me ha dicho que esta tarde te has desmayad—dijo.

La cara delgada y pálida se quedó inmóvil un momentLa enferma se volvió hacia Amanda, como una niña podrívolverse hacia su hermana en busca de una aliada contra madre que comenzara a formular preguntas difíciles. Amandarraspeó con suavidad.

 —Esa segunda salida tal vez haya sido excesiva.Kitty apretó los labios. —No ha sido nada. Sólo un leve mareo.Pero había más que eso, desde luego. Los tratamiento

del doctor Ehrlich parecían beneficiarla muy poco. Hanna

enía la inquietante sensación de que si examinara a

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nferma, la encontraría mucho peor que una semana atráSospechaba que parte de su irritabilidad se debía a quufría dolores, pero ella no se dejaba interrogar por

muchacha; había puesto toda su esperanza en el doctor, qu

a sangraba cuando ella lo pedía y, por lo demás, la dejabibre a sus caprichos, pues como Hannah sabía muy bien, nodía ofrecerle ningún tratamiento.

De pronto recordó la imagen del señor Johns, con echo abierto, las costillas cortadas y extendidas, y lo

músculos retirados hacia atrás para dejar el corazón descubierto. Ella había estudiado suficientes libros dnatomía como para saber que tenía a la vista unnormalidad; por algún motivo, aquel corazón era dos vece

más grande de lo habitual y estaba envuelto en un nido dvasos sanguíneos quebradizos como corteza seca. La pare

muscular tenía una desgarradura bien visible y el tejidhabía adelgazado hasta parecer intestino.

Dentro de Kitty también había algo anormal, algo queguiría siendo un misterio, aunque la matara..., cuando

matara. Al pensar eso, Hannah se arrepintió de s

mpaciencia. Pero Will ya había decidido mediar entre ellas. —¿Puedo proponer un acuerdo? Si Kitty dedica menoiempo a las obligaciones sociales —insinuó, levantando u

dedo para impedir que lo interrumpiera— y Hannah lededica un poco más, ambas quedarán más satisfecha

Hannah?

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Manny, como tampoco para entregarse a la nostalgiunque a veces se preguntaba si su padre y Elizabet

habrían regresado ya de Roca Bermeja y si tardaría mucho eecibir noticias de ellos. Y por supuesto, sus días estaba

demasiado cargados de actividades para dedicar siquiera uensamiento a Liam Kirby.A pesar de la firmeza con que apartaba eso

ensamientos de día, por la noche solían despertarla sueñoque se esfumaban casi de inmediato, dejando atrás vagamágenes de Virginia Bly en la puerta de La Cabeza de Toro

 —¿Tardará mucho, señorita?Hannah cayó en la cuenta de que aquel joven esperab

la puerta de la farmacia, mientras ella soñaba sobre mortero. Entonces se concentró en la tarea. Cuando muchacho se retiró con el ungüento para el herpes de s

madre, ya era casi mediodía, hora de irse. La gente que aúsperaba ante la farmacia quedaría para el señor Jonas, armacéutico del asilo, que pasaría el resto del día medicandlos niños contra los parásitos y repartiendo tisanas pa

aquecas, con mal genio pero con eficacia.

Cuando empezaba a pensar que el señor Jonas se hablvidado de ella, entró el doctor Savard. —¿Ha venido a sustituirme? —preguntó ella. —No, señorita Hannah. La señora Sloo solicita s

yuda. —Se rascó distraídamente la barba del mentón—

Quiere que vaya a echarle una mano con una nueva intern

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Maldita sea, creo que ese cordelero me ha pasado suiojos!

El lenguaje del doctor Savard se tornaba más groserada día. Hannah no sabía si era una señal de confianz

hacia ella o si indicaba que no la tomaba en consideración. —¿Que la señora Sloo solicita mi ayuda? —Colgó delantal en un gancho y se alisó la falda—. Me sorprend

o la he visto desde mi primer día aquí. —Pero ella sí la ha visto a usted, se lo aseguro. El cas

s que ha venido una india y no entiende nuestro idioma. —Él examinó la bestezuela que se había extraído de la barbon la boca torcida en resignado disgusto.

 —La señora Douglas me revisa la cabeza todas lanoches y me pasa un peine fino. Y usted también deberíhacer que alguien le pasara un peine, doctor.

Savard la miró con los ojos entornados y las cejaruncidas.

 —¡Excelente idea! Haré que mi ama de llaves ordene mayordomo que mande a mi ayuda de cámara a comprar u

eine fino.

Hannah ya había aprendido a no discutir con él cuande ponía sarcástico. Cogió su bolso. —Antes de irme, pasaré a ver a la señora Sloo.Él se irguió.

 —¿Antes de irse? ¿Es que va a dar un paseo por

venida? ¿O quizá tiene una importante entrevista con

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lcalde?Savard había cruzado los brazos y bajado el mentó

omo un toro que escarbara el suelo; eso le pareció Hannah: un toro malhumorado en busca de alguien a quie

mbestir. En cualquier otro momento podría habespondido al desafío, pues sus discusiones con él solíaer muy instructivas, pero no tenía tiempo.

 —Vienen a almorzar unos amigos de mi primo —explic—, y he prometido estar presente.

 —A ver si adivino quiénes son los invitados: ¿el alcaldy el presidente del Concejo?

 —No, pero creo que viene el sobrino del alcalde. —Ah, conque va a almorzar con el senador Clinto

Buena compañía para una ayudante de médico que procedde los bosques.

Hannah había soportado las pullas de lenguas muchmás afiladas que la del doctor Savard; se prometomunicárselo algún día.

 —Volveré mañana a las siete. —Está bien —dijo, y continuó pasándose los dedo

or la barba—. No me gustaría disfrutar solo de todo esto.

 —No sé si es sordomuda o es que nunca ha aprendid

hablar un idioma civilizado. —La señora Sloo señaló con

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abeza un bulto que estaba acurrucado en un rincón de ala de espera—. La criatura ha muerto hace veinticuatr

horas, al menos. Tal vez usted logre que la entregue. Dígaque la enterraremos cristianamente y que a ella le daremos d

omer antes de que vuelva a su casa... o a donde viva. —Lmujer entrecruzó las manos por delante y clavó en Hannau mirada más severa—. Dígale que no puede quedarse aqu

Tal vez haya una cama para ella en el reformatorio, si no esttestado. Y dese prisa, el carruaje del señor Spencer lspera en la calle.

Podía tener quince años, treinta o cien: una mujer jovey vieja, atemporal, no del todo viva, pero también lejos de

muerte. Miró a Hannah con ojos oscuros como la sangre duros como el hueso, mientras sus brazos apretaban nvoltorio que sostenían.

 —Comida —susurró, como si fuera un secreto entmigos, una contraseña.

 —Es la única palabra que sabe, al parecer. —La señorSloo tamborileaba en el suelo con la punta del pie, llena dmpaciencia.

Hannah lo pasó por alto para concentrarse en la mujeEstaba envuelta en una manta deshilachada y la cabeza se

amboleaba un poco, como si el cuello no pudiera resistir

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arga. La joven pensó en el cadáver del señor Johnendido en la mesa de disección: el cuello musculoso abiertl blanco nítido de los tendones, el azul oscuro de la sangr

quieta, el rojo músculo, la grasa amarilla, su color.

 —Déjame ver a la criatura —susurró Hannaetrificada también por la desaprobación que irradiaba ma de llaves.

La mujer la miró sin expresión alguna. Hannah se tocó echo y se presentó, de manera formal, en su propio idioma

 —Soy Camina Adelante, hija de Canta de los Libros, dos kahnyen’kehàka. Somos la gente de la Casa Grandustodios de la puerta Oriental, los mohawk de las se

naciones del pueblo hodenosaunee.La mujer parpadeó como si Hannah hubiera gorjeado e

vez de hablar. Ella lo intentó otra vez en el idioma de s

buelo y nombró a sus antepasados mohicanos. Nada. —Tal vez pertenezca a una de esas tribus del sur —dij

a señora Sloo a su espalda, como si estuviera hablando duna raza de perros.

Hannah se volvió hacia ella: un montón de carnoronado por una cabeza perfectamente redonda, con oquita fruncida en un gesto de disgusto.

 —¿A qué tribus se refiere?La señora Sloo agitó las manitas .

 —¿Qué sé yo? Pero no importa; pediré ayuda

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rosellas. Todo lo que ponía en la mesa la mujer lo cogía coeleridad; de vez en cuando se detenía para chuparse lo

dedos y luego se los limpiaba en la manta que le servía dbrigo.

Peter la observaba con ojos dilatados, sin decir nadn parte porque Ethan no parecía extrañarse por los modalede la visitante, en parte porque la señora Douglas le habchado unas miradas muy expresivas para recordarle cóme trataba a cualquier huésped en casa de los Spence

Hannah sabía que si le daba pie, haría muchas preguntaPor eso ella tampoco decía nada y se limitaba a contemplara mujer.

La visitante no prestaba atención a los niños, ni a laocineras ni al ir y venir de los proveedores que iban a dejus productos; sólo estaba atenta a la comida que tenía an

í y a Hannah, que se encontraba sentada frente a ellComía con una sola mano, pues en el otro brazo aúostenía al niño contra su pecho, bajo la manta.

Cuando hubo terminado, se levantó con lentitud partó el plato. Tenía algunas migajas en la comisura de

oca. El temblor de sus labios conmovió a Hannah más quuanto hubiera podido decir. —Hay una cama para ti y ropa limpia. Si quieres. No hubo respuesta. Pero cuando Hannah salió de

ocina, la mujer fue tras ella.

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A las tres de la tarde, la desconocida dormonoramente, con la criatura en los brazos. Entonce

Hannah reparó en dos cosas: estaba faltando a la promesque le había hecho a Kitty el día anterior y sólo le quedabuna hora para vestirse. Mientras se preguntaba cómnmendar esa situación delante de la puerta que acababa derrar, apareció Amanda, vestida con un reverberante traj

de gala de color añil profundo. Miró la puerta cerrada y reguntó:

 —¿Cómo está?Hannah se encogió de hombros y alzó una mano, com

dando a entender que no sabía muy bien qué opinar. —Al fin se ha dormido.

 —¿Y todavía no ha...? —No, todavía no.Amanda cerró los ojos un instante.

 —Haré que Suzannah venga a estar con ella. Tú debedarte prisa; Kitty te espera en su cuarto.

Por una vez, Hannah no pudo disimular su enojo. —Supongo que deberé escuchar otro sermón sobre mportancia de las puntillas.

Su anfitriona se irguió de súbito, enrojeciendo; en sujos apareció una chispa de severidad. Por primera ve

Hannah vio algo de su madre en ella: el genio vivo y la vis

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guda de la tía Merriweather. —Eso es muy poco gentil de tu parte, Hannah Bonne

o niego que Kitty es a veces irritante, y comprendo que nerve con sus tonterías sobre las compras y las fiesta

ero la conoces demasiado bien como para tener de ella unpinión tan pobre. ¿Quién puede entender mejor que Kitty que sufre esa mujer? ¿Crees que antepondría a eso una visi

las tiendas? Kitty se ha pasado toda una hora cortando osiendo un sudario para ese niño.

Hannah dio un paso atrás, sorprendida y alarmada. —Yo no quería decir... —¡Sí querías decir! —A Amanda le tembló el mentón

Se tomó un respiro, y poco a poco volvió a sus facciones uavidad habitual—. Has estado trabajando mucho y es

debe de afectarte profundamente, sin duda... —Miró otra v

a puerta cerrada, perdida en sus pensamientos. —Kitty ha sido muy amable al coser un sudario.La mujer asintió.

 —Mantenerse ocupada le hace bien. Pasa demasiadiempo pensando en la niñita que perdió. Y ahora ¿quiere

hacer algo bueno por ella? —Por supuesto que sí —dijo Hannah.La dulce sonrisa de Amanda le brindó un gran alivio.

 —Anda, ve, que te está esperando. Y deja que te vistlla. Para Kitty será una gran alegría. Yo iré en cuanto hay

hablado con la señora Douglas sobre esta mujer.

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 —La señorita Whitmore le ha hecho algunos arreglo

n los hombros y en el corpiño —dijo Kitty, con el nudilldel índice apretado contra el mentón, mientras estudiaba vestido que estaba extendido sobre la cama—. Creo que entará muy bien, Hannah. Debes ponértelo para que el

vea si te va bien.Hannah pasó la mirada de ella a Amanda y a l

osturera, que revolvía en su caja, con la boca erizada dlfileres.

 —¿No puedo ponerme el de seda verde? —Trató ddecirlo con toda la suavidad posible, pero Kitty alzó

arbilla como si la hubiera retado a duelo.

 —Prometiste dejar que yo te eligiera el vestido. —Sí, pero... —Y he elegido éste. Para una fiesta tan importante n

uedes ponerte ese viejo vestido verde pasado de modAdemás, ese color no le va a tu cara. —Bajó la vista hacia

montón de seda en tonos marfil, crema y amarillo, con tantfecto y satisfacción como si mirara a su hijo—. Verte coste me dará un gran placer.

 —Está bien —aceptó Hannah, ceñuda—, me lo pondré —Y Catherine te peinará —continuó Kitty, en un ton

que pretendía ser severo, pero que escondía la sospecha d

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una sonrisa.La joven se tocó la trenza que caía sobre su hombro

ensó en la dulce Amanda, en su voz trémula de enfado. —Soy tuya. Puedes ataviarme como quieras.

Kitty sonrió triunfalmente y juntó las manos, dando unalmada. —Te convertiré en una obra de arte. —Mientras no me obligues a mirarme al espejo —dij

Hannah seca—, puedes hacer lo que quieras.

Pero en aquella casa no había manera de evitar ver sropia imagen: la vio en el gran espejo de marco dorado d

vestíbulo, en el que colgaba sobre la repisa, en los qu

staban detrás de los candelabros... Aun cuando Hannah nhubiera podido ver en los espejos la travesura que Kitty Catherine habían cometido con ella, en las caras de lonvitados habría leído el mismo mensaje. Los hombres n

disimularían su admiración, y las damas no podrían escond

u sorpresa tras las cautelosas sonrisas. La muchachecordó la letra clara y elegante de Elizabeth y las líneas quhabía escrito.

«Lilith gritó el nombre del Creador, y acto seguido slevó en el aire y voló hacia el Mar Rojo.»

La idea de tener alas para escapar era muy atractiv

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ero estaba envuelta de pies a cabeza, como en un capullon las galas de Kitty. El vestido era de talle alto y muscotado, aunque eso, en principio, no la preocupaba, puee había criado junto a mujeres que trabajaban en lo

ampos con el torso desnudo bajo el sol del verano. Clarque los hombres kahnyen’kehàka no reparaban mucho eso, mientras que aquellos caballeros debían esforzarse pa

no dirigir la mirada a esa parte de la anatomía femenina.El vestido de seda verde era mucho más recatado y

robablemente, habría facilitado las cosas a los huéspedeque Kitty tanto deseaba complacer. Además, era de mangarga; y eso le habría evitado tener que preocuparse por as cortas mangas del vestido de Kitty no cubrían las marcade la vacuna. Pero no había remedio; debía cumplir s

romesa. Después de vestirse, dejó que Catherine

ntrelazara en el pelo unas gasas y una sarta de perlas, todrtísticamente sujeto en la coronilla. Hannah le encontrab

un extraño parecido con la cornamenta que usaban loachem.

 No tenía alas para escapar, sólo aquellas largas cinta

de gasa que le colgaban a lo largo de la espalda, terminadan densos flecos de seda que se balanceaban al caminar, y hal bordado de flores que, por insistencia de Kitty, deblevar colgado del brazo.

 —¡Qué hermosa estás! —dijo Amanda con una sonris

—. Si tuviéramos tiempo para encargar que te pintaran u

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etrato... Me ocuparé de eso. —¡Oh, no, por favor! —exclamó ella, horrorizada un

vez más, cuando creía haber superado lo del vestido—. Ne tomes la molestia.

 —No es ninguna molestia. Para tu padre y tu madrastería un orgullo verte así.Hannah se mordió la cara interior de la mejilla pa

ontener la lengua. Si su padre la viera así, se sentiría málarmado que complacido, sin duda; pero era mejor n

discutir.En la sala, bajo la suave luz de la tarde primaveral, tod

elucía: el blanco mármol del hogar, las figurillas de marfque decoraban la repisa, los cortinajes de terciopelo carmesos candelabros de cristal y las esmeraldas que la señori

Sarah Lispenard llevaba al cuello. Cuando Hannah era un

niña, Elizabeth le había hablado de la cueva de Aladino, llende maravillas; pues bien, Hannah tuvo la extraña sensacióde haber caído en una cueva similar; lo más preocupante eque no sería fácil encontrar la salida.

A la primera oportunidad, Kity se la llevó a un rincón.

 —No estés tan seria. Ahuyentarás a la gente. —Es que temo decir algo que no deba. Te piddisculpas desde ahora por si te hago pasar vergüenza.

 —No digas tonterías. Lo que tienes que hacer esensar en algo que te s irva de apoyo, que te dé fuerzas... Y

stá: imagina que eres Elizabeth. Di lo que ella diría y te i

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stupendamente.Lo más extraño era que Kitty acertó. Hannah fingió s

Elizabeth cuando Will la presentó al senador Clinton, a eñora Kerr, viuda conocida por sus buenas obras entre lo

obres de la ciudad, y a su sobrina Sarah Lispenard, la cuaadiante con su vestido blanco de seda y tafetán, ssforzaba inútilmente por no mirar demasiado a Hannah.

El señor Howe, por el contrario, no hacía nada podisimular su interés. Era alto, anormalmente delgado aminaba con ayuda de un bastón, aunque no debía de ten

más de treinta años. Por lo vidrioso de su mirada, Hannaensó que si se acercaba lo suficiente, podría percibir el ol

dulzón y enfermizo del láudano, habitual en aquellos quviven con heridas jamás curadas del todo. Ella creía que erun militar retirado, pero descubrió que se trataba de uno d

antos inmigrantes ingleses; su hermano mayor habstudiado en Cambridge con Will Spencer. Él, por su part

había abandonado el ejercicio de la abogacía para dedicarsl periodismo. Hannah comenzaba a preguntarse cuántoeriódicos podían venderse en una sola ciudad. Pero

eñor Howe no mencionó siquiera el artículo del señLamm, cosa que era de agradecer.Las presentaciones marcharon bastante bien mientra

lla fingió ser Elizabeth, pero de vez en cuando se descubrensando quiénes, entre los amigos de Will, sería

miembros de la Sociedad Libertas. De pronto, Amanda fue

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uscar a Will, y Kitty apareció para llevársela otra veparte.

 —Quiero presentarte al señor Davis. —Indicó con abeza a un grupo de hombres que estaban de pie en el otr

xtremo de la habitación; entre ellos se encontraba eñorita Lispenard—. Un gran aventurero. Ha venido desdMissouri. ¿A que no sabes quién es la persona que le habla

 —La señorita Lispenard, que admira mucho mi valenty disfruta pintando abanicos.

 —No. —Kitty le dio un golpe seco en la muñeca con que llevaba en la mano—. No me refiero a la señoriLispenard.

 —¿El hombre de piernas arqueadas con quien eloquetea?

 —¡Hannah Bonner, compórtate! Ése es el capitá

Lewis.La joven echó un vistazo por encima del hombro.

 —No sé a qué debe su fama, pero sin duda la honseguido sobre un caballo.

La exclamación indignada de Kitty cedió paso a un

isilla estrangulada, pero clavó los dedos en el brazo dHannah. —El capitán Lewis es el secretario personal d

residente Jefferson —explicó, bajando la voz un poco má—. Sólo pasará unos días en la ciudad. ¿Verdad que e

puesto? Para Will y Amanda es un gran honor tenerlo aqu

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 —¿Por ser apuesto, o por ser el secretario dresidente? En cualquier caso, parece más interesado en eñor Davis que en la fiesta.

Kitty chasqueó la lengua en un gesto desaprobatori

ero tenía las mejillas encendidas con el mismo rosadntenso de su vestido y sus ojos centelleaban de diversióDe pronto Hannah lamentó haberse resistido tanto a eiesta, que brindaba tanto placer a su amiga.

 —Ven —dijo—, pidamos a Will que nos presente a esxcelente capitán Davis.

 —Lewis —corrigió Kitty, encantada—. Y no te faltaráportunidades para hablar con él. Amanda le ha pedido que acompañe al comedor.

 —Será una desilusión para la señorita Lispenard.Kitty trató de mostrarse circunspecta, pero no pud

disimular una sonrisa de satisfacción.

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Capítulo 25

El secretario personal del presidente era tal como Kitsperaba; Hannah lo leyó en su expresión triunfal cuando apitán Lewis se inclinó hacia su mano. Su pelo se parecía

de Daniel: oscuro, ondulado y reacio al peine. La sorprenddescubrir que tenía las manos encallecidas y duras, manode trabajador. «Manos de militar», se corrigió, mientra

bservaba mejor su uniforme y su porte. —Usted debe de ser la señorita de la que hablaba

eriódico. —Su voz grave tenía la suave entonación de loureños , pero su mirada era intensa y directa.

Hannah logró responder con un ademán cortés.

 —Eso me temo. —Si me lo permite, señorita Bonner, usted no parecstudiante de medicina.

 —Supongo que tiene razón. —Enrojeció de ira—. Peryo también imaginaba que el secretario del presidente deb

de ser un anciano calvo, con patillas hasta el mentón dientes picados. —¡Hannah! —chilló Kitty.Sin embargo, Lewis no estaba dispuesto a sentir

fendido. —No la interrumpa, señora Todd, por favor. E

stimulante conocer a una señorita capaz de expresarse co

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anta franqueza e imágenes tan vividas. Pero nuestronfitriones esperan, y la señora Spencer me ha pedido que compañe al comedor. ¿Me permite?

El capitán parecía seguro de su respuesta. Kitty, eambio, puso cara de alarma, y con buenos motivos: la sabapaz de rechazar el brazo que le ofrecían, algo que ella bie

habría podido hacer, sólo que Will esperaba ante la puerta a observaba; lo vio inclinar la cabeza con una ceja enarcadomo preguntándole si necesitaba ayuda. ¡Como si Hanna

Bonner, a la que los kahnyen’kehàka llamaban CaminAdelante, necesitara de un salvador contra el capitáMeriwether Lewis!

Hannah se dejó acompañar al comedor, donddescubrió que Amanda la había sentado entre el senadoClinton y el capitán Lewis. Para alivio suyo, el capitádedicó su atención a la señorita Lispenard y a la mitad de

mesa, que se había enzarzado en una discusión sobre omercio fluvial por el Misisipí. Estaba encantada de veribre de sus atenciones; Kitty, en cambio, obviamen

disgustada, no dejaba de azuzarla con la mirada por encimde la pirámide de palomas horneadas en hojaldre.

El senador Clinton, menos interesado en las dificultade

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del comercio fronterizo que en la educación de Hannah y scuela de Elizabeth, la acosó a preguntas.

 —Para la señora Bonner debe de ser agotador dlases dos veces todos los días —comentó, mientra

ceptaba otra porción de ganso—. Según mi experiencia,as mujeres les va muy bien dormir una siesta por la tarde. —Pocas mujeres tienen la energía de mi prima, senad

—intervino Amanda, que no iría más allá para contradecirun invitado.

 —No tiene alternativa —explicó Hannah—, pues loniños no aceptan es tar juntos en una misma aula.

 —Pero la aldea podría contratar a un segundo maestr—replicó el senador—. En la Escuela Libre Africana havarios jóvenes muy simpáticos que están terminando sustudios. Estoy seguro de que cualquiera de ellos aceptar

l puesto encantado. Podría encargarse de educar a loniños negros y a los indios, y así su madrastra podrdedicarse a los otros.

Hannah sabía muy bien qué replicaría Elizabeth emejante propuesta, pero no lograba imaginar qué ca

ondría el senador si ella lo dijera. —He mantenido correspondencia con la señora Bonn—intervino el señor Howe, desde el otro lado de la mesa—Es una dama extraordinaria.

Se produjo un momento de silencio, que Amand

nterrumpió con su acostumbrada suavidad.

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 —Envié a mi prima el artículo que escribió usted soba igualdad de derechos de los ciudadanos. ¿Supongo quu correspondencia surgió a partir de ahí?

 —En efecto —dijo el señor Howe—. La señora Bonn

iene una mente incisiva y una manera muy original de vas cosas. De hecho, pensaba pedirle que escribiera urtículo para mi periódico. Bajo seudónimo, por supuestomo hacía George Eliot.

La copa del senador se detuvo súbitamente a la altude la boca. Hannah lo vio luchar con la sorpresa y desaprobación, y luego tragarse ambas con un buen sorbde vino francés. La señora Kerr se inclinó hacia delante y dunos golpecitos en la mesa con la punta de un dedo, fija evera su mirada acuosa.

 —Señor Howe, ¿no le basta con el tiempo que h

asado en el reformatorio por defender los derechos de lorlandeses libres? ¿Cuándo se dará por satisfecho?

 —Cuando no sea sólo el veintitrés por ciento de lohombres que viven y trabajan en esta ciudad quienes tengal derecho de elegir a sus gobernantes. —Le dedicó un

ran sonrisa—. Sean irlandeses o no.La anciana apretó tanto la boca que su pequeña barbile arrugó como un hueso de melocotón, pero su carxpresaba una admiración renuente.

 —Señorita Bonner, ¿le han contado cómo el seño

Howe defendió la causa de dos marineros irlandeses qu

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uvieron la desgracia de dar con un juez sin escrúpulos? —Ésa es una acusación muy grave —adujo el senado

ajando el mentón hacia el pecho.La señora Kerr se sacudió la amonestación con lo

dedos como si fuera agua. —Ya lo creo, y puedo hacerla con conocimiento dausa, pues tengo la desgracia de ser tía de ese juez. Es

único hijo de mi pobre hermana Sophie. Como tú bien sabeDe Witt.

Amanda intervino: —Pero omite usted la mejor parte de la historia, seño

Kerr.La anciana irguió la espalda.

 —Pues cuéntela usted misma, hija, si la sabe. —¿Es necesario? —preguntó el periodista.

Amanda le sonrió. —Le aseguro que es muy interesante. —Resulta que un concejal de la ciudad, cuyo nomb

no mencionaré... —comenzó el senador Clinton, e hizo unreve pausa para mirar a la señora Kerr con una ce

narcada—, tenía prisa por viajar desde Brooklyn a la ciuday ordenó a los marineros del ferry que zarparan veinminutos antes de la hora programada. Dos inmigranteecién llegados, que se llamaban...

 —Malone y O'Shay —apuntó el señor Howe.

 —Malone y O'Shay, sí. Pues bien, ellos se sintiero

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onathan Livingston, en chanclos y ropas toscas. Mnsanchó el corazón.

»Al día siguiente los llevaron ante el juez, mi sobrinunque me avergüence admitirlo: un federalista de la pe

specie; y la culpa es de la tonta de mi hermana, por casarsomo lo hizo. El juez, pues, sólo escuchó la declaración doncejal y no pidió otros testimonios. Ni siquiera permit

que esos hombres tuvieran un abogado defensor. ¡No llamtestigos! ¡Con su propia tía en la sala, que lo hab

resenciado todo! Y yo lo dije con toda claridad.Respiró profundamente.

 —Pero él no estaba dispuesto a permitir que en su sadeclarase una mujer. Tememos a los ejércitos, pero en estoiempos el verdadero peligro reside en los tribunales. Al

hay quienes no dudan en utilizar en su provecho la solemn

esponsabilidad que se les ha concedido, y abogados quondan como cuervos sobre el campo de batalla, listos paicotear los despojos de la justicia. Los mosquetes no m

dan miedo; yo misma los he disparado contra el enemigmás de una vez. Pero una sala de tribunales..., eso es ot

osa. —¿Y qué papel desempeña el señor Howe en esthistoria? —preguntó Hannah, que no sabía si sentirsdivertida, preocupada o confusa.

 —Él estaba en la sala cuando el juez los sentenció

eis meses de trabajos forzados, para que aprendieran a n

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nsultar a los funcionarios públicos. —¿Y cómo es que usted acabó en la cárcel con lo

marineros, señor Howe? —No ocurrió así —aclaró Amanda—. Cuando

samblea envió a Michael a la cárcel, los irlandeses yhabían escapado. —Dirigió un vistazo de soslayo a eñora Kerr, con la boca contraída por una sonris

disimulada.El senador carraspeó.

 —Dicen que sobornaron a los guardias, pero eso nuncquedó probado.

Hannah lo intentó de nuevo. —Esperen. Aún no comprendo por qué la... —Es que escribí una nota editorial —respondió

eriodista a la pregunta que la joven trataba de formular—,

l juez y la asamblea se consideraron ofendidos por algunoérminos que utilicé.

 —Por ejemplo, «tiranía» y «parcialidad» —apunAmanda—. También escribió que los hombres del ferrhabían sido castigados sólo para satisfacer el orgullo,

mbición y la insolencia de los funcionarios públicoRecuerdo los términos con exactitud.La señora Kerr dejó escapar una risa feroz.

 —Y tenía toda la razón. Pero ellos no podían permitque se pusiera la verdad a la vista de todos. Por es

ondenaron al señor Howe, aquí presente, a un mes d

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risión. —Y dos mil personas lo llevaron hasta el reformator

n un palanquín —concluyó el senador—. Una vez cumplida condena, fueron tres mil los que lo esperaron pa

rasladarlo a su casa en un faetón. Deberías presentaromo candidato, Michael. Tienes el apoyo de las masas. —Pero las masas no pueden votar en las eleccione

municipales —objetó él—. Además, es mucho más divertidscribir sobre los que gobiernan. ¿Cuándo volverá obierno municipal, senador?

Hubo risas en torno de la mesa. —No te faltarán temas en que ocupar tu pluma —

seguró Clinton, mientras pedía por señas que volvieran lenarle la copa de vino—. En esta ciudad siempre hay algúscándalo.

 —Sí —señaló Hannah—. Como el de madame dRocher y sus esclavos.

Habló en el momento en que la otra parte de la meambién quedaba en silencio; sus palabras pareciero

despertar un eco. Echó un vistazo a Will, que parecía entr

urioso y resignado ante ese giro de la conversación.El capitán Lewis también mudó su atención, pero ya sctitud burlona ni provocativa. La discusión sobre

Misisipí perdió vigor hasta cesar. —En el estado de Nueva York la esclavitud no es delit

egún tengo entendido.

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El comentario iba dirigido a Hannah, pero fue el senadquien respondió.

 —Ése es un tema muy complejo e inadecuado para casión —dijo, lanzando una mirada intencionada a

eñorita Lispenard. —Aquí no hay niños, De Witt —observó la señorKerr, en un tono que lindaba con lo cortante—. Doeñoritas, sí, pero ambas en edad casadera e instruidas. E

un caso muy instruida y, en el otro, educada sobre lodetestables prejuicios de mi hermano, pero cultivada y couna opinión formada. —Se volvió hacia Amanda—. Esdama francesa es vecina suya, ¿no es así, señora Spencer?

Ella asintió. —Desde hace un año vive en la casa que está al otr

ado de la plaza, pero se la ve poco. Ha pasado por grandes

dificultades personales. —Sí, leo los periódicos —dijo la anciana, seca—. ¿Ha

lgún motivo para pensar que maltrata a sus esclavos?Amanda buscó la mirada de su esposo. Para sorpresa

nquietud de Hannah, él negó con la cabeza.

 —En ese caso, ¿cuál es el problema? —El capitán Lewmiró primero a Amanda, luego a Will y por fin a Hannah—A menos que se quiera discutir la abolición, y ése es un temque ha sido ampliamente tratado por hombres notables eos últimos veinticinco años, y ya ve dónde estamo

eñorita Bonner, así que no ha de ser.

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Hannah sintió que enrojecía, no tanto de vergüenzomo de furia. Alrededor de la mesa se veían muchaxpresiones diferentes. Kitty estaba horrorizada por el gir

de la conversación; Will, relativamente tranquilo; Amand

vagamente inquieta; la señorita Lispenard, curiosa; la señoKerr, anhelante; el señor Davis, distraído; el senadoClinton, nervioso e impaciente; el capitán Lewis, claramenrritado. Lo más sencillo habría sido callarse, pero eso era

que deseaba el capitán, y a Hannah no le gustaba la idea deder ante él.

 —Verá usted, señor —le dijo, con su tono más seren—. Aunque el tema de la abolición no sea grato en el Sur, lierto es que nuestra legislatura ha promulgado la Ley d

Manumisión Gradual, lo que parece indicar que sí ha de seor utilizar su propia expresión. Al menos aquí. Y antes d

que usted se apresure a defender a madame du Rochedebería saber que, según todas las apariencias, tienntención de abandonar este estado con sus esclavos a fi

de evadir la ley, lo cual es una manera de violarla, poupuesto. Y ya que hablábamos de los periódicos, me parec

que un tipo de actividad ilegal tan extendida merece tención de los periodistas de esta ciudad. Es mi opiniódesde luego.

La señora Kerr se dejó caer contra el respaldo con uuspiro, como quien acaba una comida muy satisfactoria. S

onrisa no podía pasar desapercibida, como tampoco otra

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uantas en torno de la mesa. El capitán, enrojecidarraspeó.

 —Tiene usted muchas opiniones para ser... unersona tan joven.

 —Es el beneficio de haber recibido instrucción, tomo ha señalado la señora Kerr. —Y el peligro —agregó Kitty—. Pero me temo que tod

so es responsabilidad de mi cuñada, ávida lectora de loscritos de la señora Wollstonecraft.

El senador Clinton dijo: —Lo imaginaba, a juzgar por lo que he oído aqu

Permítanme decir algo más, antes de que cambiemos a uema de conversación más adecuado. Si en verdad madam

du Rocher piensa violar la ley, está claro que es una accióque no se puede tolerar. Ah... —Rompió en una sonrisa d

livio al ver a la señora Douglas en el vano de la puerta—Los postres. Veo que ha hecho merengue, señora SpenceHa s ido muy amable al recordarlo.

El señor Davis intervino, muy ansioso: —Por cierto, eché de menos el azúcar durante mi via

or el oeste. Muchos se conforman con miel o melaza, peromí me gusta el café con azúcar, si es posible.La tensión desapareció de la mesa tan de súbito com

había aparecido. A Hannah le extrañó, hasta que captó uiño conspiratorio de la señora Kerr.

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La india y su hijo desaparecieron de la casa tadiscretamente que nadie supo cuándo se habían ido.

 —Suzannah ha bajado a la cocina a las ocho y media —xplicó la señora Douglas, por tercera vez—. Cuando hvuelto a subir, un cuarto de hora después, la mujer se habdo. —Ella había hecho que dos de los hombres salieran uscarla, sin éxito alguno—. Es como si se hubiesfumado en el cielo —concluyó—. Como si hubiera volad

Hannah pasó largo rato despierta, pensando en ellLuego, cuando se durmió, soñó que volaba sobre un mojo como la sangre con el hijo de aquella mujer atado echo. Como suele suceder en los sueños, de pronto sncontró sobre Lago de las Nubes, y entonces, sin vacilar

in miedo, se lanzó en picado hasta sumergirse en el aguan profunda, oscura y caliente que debía revivir hasta a lo

muertos. Siguió descendiendo hacia el fondo, hasta que svio dentro de la tierra misma, en una cueva llena de unxtraña luz parpadeante. En torno de una fogata que ardía e

a roca misma había caras conocidas: sus abuelas Atardecey Cora Bonner, su bisabuelo Chingachgook y RobbMacLachlan, junto al pequeño Robbie, que estaba dormidn su regazo, con los húmedos rizos cayéndole sobre la car

Su propia madre, con un bebé en brazos.

 —Tu gemelo —dijo, mostrándole al niño—. Ven a po

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l.Ella respondió:

 —Ya tengo este niño al que cuidar. —Y la criaturdesapareció.

En vez de brazos, ella tenía alas, alas grandes oderosas, con plumas blancas, doradas y plateadaHannah no podía coger al niño que su madre le ofrecía, ampoco recoger al que había perdido en el viaje hacia alvación. Si acaso, podía encontrarlo.

La despertó el grave gemir del viento entre los árboleque a intervalos arreciaba hasta parecer el alarido de un

arturienta. Hannah, desorientada, permaneció un moment

mirando el cielo, sin saber si era la aurora o el fogonazo dun relámpago lo que veía allí. Un relámpago extraño, cáliddel color del amanecer.

En tres saltos estuvo junto a la ventana; el camisón se enredó entre las piernas y tuvo que agarrarse a la

ortinas para no caerse. No era una tormenta ni tampoco un incendio, pero en alle se desarrollaba una escena tan extraña que tardó u

momento en hallarle sentido. Había un elegante carruaerrado, tirado por una yunta de bayos y con equipaje en

ubierta, y detrás, una carreta grande con un tiro de se

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aballos. No había nadie dentro de los vehículos, pero en torno

llos la Broad Way se había convertido en un gran río dhombres y mujeres con antorchas en alto. Caía una lev

lovizna; las nubes estaban tan bajas que reflejaban la luz das antorchas con un raro fulgor, dorado, rojo y plata, contrl cual se recortaban claramente las caras. Todas era

negras.Del río de gente que se mecía al unísono brotaba

emido que la había despertado.Se abrió la puerta de una de las casas, y por ella sal

una dama que se detuvo al borde de la escalinata. Ibvestida con ropa de viaje y un manto largo. Se la veía mu

álida bajo un complicado sombrero con plumas, peruando habló, su voz resonó alta y clara en la plaza.

 —Aquí no tenéis nada que hacer. Retiraos dnmediato.

Detrás de ella salieron unos sirvientes, todos cargadode maletas y cajas.

 —¿Hannah? —Era la voz de Ethan, que estaba en

uerta. Enseguida entró a la carrera, descalzo, y se apretontra ella. La muchacha lo rodeó con un brazo. —¿Está despierta tu madre?Aunque no hacía frío, el pequeño temblaba tanto que

astañeteaban los dientes al hablar.

 —No. ¿Madame du Rocher se va?

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 —Creo que ésa es su intención, sí.La muchedumbre había comenzado a retorcerse com

una gran serpiente que despertara del sueño, y cortó el paslos sirvientes, impidiendo que ninguno de ellos pudie

legar al carruaje ni regresar a la casa. Hannah contó a cincde pronto desaparecieron, absorbidos por la muchedumbntre otras caras oscuras. El gemido se había convertido e

un estribillo cadencioso que hervía desde su hondura. —  Liberté! Liberté! Liberté! Liberté!Madame du Rocher alzó nuevamente la voz.

 —¡He llamado a la guardia nocturna! ¡Marchaonmediatamente si no queréis que os haga despellejar laspaldas a latigazos!

El cántico resonó calle abajo. En todas las puertas dBowling Green aparecían hombres en camisa de dormir. Un

vieja corrió hacia madame du Rocher agitando el puño. —  Maudite! Maudite! —gritaba. —Mira —dijo Ethan, tironeando del brazo a Hannah—

Mira!Habían prendido fuego a un montón de desperdicios;

a luz de la hoguera, un hombre se encaramó a la cerca quodeaba la plaza y se afirmó asiéndose con un brazo ronco de un álamo. Iluminado por las llamas, Mann

Freeman alzó el puño libre al aire. Una de las ventanas de asa estalló en fragmentos y un caballo relinchó. Los do

iros comenzaron a moverse, inquietos, entre las varas.

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Madame du Rocher se retiró al interior de la casmientras en la calle resonaba un ruido de cristales rotos.

 —  Liberté! Liberté! Liberté! Liberté! —Es un alzamiento —susurró el niño. Y se apartó d

lla para huir de la habitación.Hannah no se decidía a moverse. La multitud mantenía clavada allí, tal como había obligado a madame dRocher a meterse en su casa. Hombres y mujeres sdelantaban corriendo para arrojar piedras, basura uñados de tierra.

 —  Liberté! Liberté! Liberté!Un negro entrado en años apareció en el vano de

uerta, agitando los brazos por encima de la cabeza, perus gritos se perdieron en el cántico. Dos jóvenes subiero

velozmente los peldaños, lo levantaron en vilo

desaparecieron entre el gentío, llevándolo a rastras. Alguiehabía soltado los caballos, que deambulaban entre multitud, sacudiendo la carreta vacía sobre sus ruedas.

En la zona norte de Bowling Green sonaron disparos dmosquete.

 —Apártate de la ventana —dijo Will, tras ella—. Hvenido la policía, seguramente con los cazanegros. Semejor que no veas lo que va a suceder.

Al amanecer, aún sin haber podido conciliar el sueñHannah buscó su diario, muy descuidado en los último

días, y garabateó las pocas líneas que no podía quitarse d

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a cabeza.

1 de mayo. Al alba. Esta noche h presenciado una batalla ante mi ventana, y para mha supuesto una auténtica revelación. Qué extrañlugar es esta ciudad, sorda y ciega a una guerrque se libra día a día en sus propias calles.

Por la mañana Will la esperaba en el carruaje, decidido provechar los quince minutos de viaje hasta el asilo parhablar con ella en privado. Las líneas que le enmarcaban

oca se habían profundizado, y el pelo, normalmente muien peinado, se levantaba en púas sobre la nuca.

 —¿Has podido dormir?Él levantó una mano como para apartar la pregunta uego dijo, con su calma habitual:

 —Manny debe abandonar la ciudad hoy mismo, sin que sepa.

Hannah cerró los ojos y lo vio, recortado contra lalamas, con la cabeza echada hacia atrás, gritando junto a lotros y con una piedra en la mano.

 —¿Lo han reconocido?Will se encogió de hombros.

 —Los esclavos de madame du Rocher aprovecharo

os disturbios para desaparecer. Sólo han capturado a un

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de ellos, una mujer.Ella se irguió un poco más.

 —¿Manny tiene algo que ver con eso? ¿O tú? —No. Nunca operamos de esa manera. Es demasiad

eligroso. No obstante, Bly ha acusado a Manny, y saldrn los periódicos vespertinos. Si lo detienen, será juzgado,o más probable, dadas las evidencias, es que lo declareulpable.

 —Pero él no participó en la fuga...Will cruzó las manos con fuerza.

 —Cuando Bly haya terminado de interrogar a la esclavque capturó anoche, ella declarará cualquier cosa. Jurará quManny organizó los disturbios y los instó a huir. O cualqui

tra cosa que él le haga decir.El miedo se apoderó de Hannah; le trepaba desde

vientre en un hormigueo que corría hasta las manos. Duranun largo instante no pudo decir palabra.

 —Es posible que ya haya partido —continuó Will—. que esté en algún escondite, ocupado en salvar a losclavos de madame du Rocher. Sabe perfectamente cóm

e las gastan Bly y los cazanegros, no lo dudes, y si halguien capaz de escapar de esta ciudad, ése es Manny.Eran palabras buenas y sensatas, pero no lograro

orrar las imágenes que se le aparecían involuntariamentea joven. Curiosity y Galileo, Selah Voyager, con el vientr

bultado por el embarazo. ¿Cómo podría llevarles semejante

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noticias? Pero Will no había terminado. —Quería que tuvieras plena conciencia de la situació

or si la policía decide interrogarte. —Él se inclinó hacdelante y le cogió una mano—. Haré cuanto esté en mi pod

ara que llegue a su casa sano y salvo.Hannah lo miró a los ojos, pero no halló consuelo en lque allí veía.

 —¡Pero si no sabes dónde está! Ese cazanegros al quanto temía la... la fugitiva, ese Cobb, ¿irá tras él?

 —Sé lo preocupada que estás por tus amigos —dijWill—. Pero ahora debes dejar que la Sociedad Libertas s

cupe de todo. ¿Podrás hacerlo? —No me has respondido.En la mirada de Will había algo frágil: preocupació

nfado y simple impotencia. Él apartó la vista, pero lueg

volvió a mirarla. —Cobb ha ido hacia el norte —dijo al fin—. Lo qu

usca es una recompensa. —En ese caso, ¿no representa peligro para Manny?Era una pregunta que él se negaría a responder, per

lla estaba obligada a formularla. —Ya hemos llegado. Ahora trata de apartar todo estde tu mente.

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Pero no pudo dejar de pensar en Manny, escondido elgún lugar, ni en Cobb, que iba hacia el norte. Iba tabsorta en sus pensamientos que recorrió la mitad del pasil

hacia las salas de los internos sin darse cuenta de que y

había gente esperando ante la puerta cerrada de la farmaciElla había visto caras como ésas a la luz de las antorchauna joven de frente amplia y piel color de té, con la boclena de dientes rotos y ensangrentados; un hombre alto, dabeza rasurada, cuya muñeca colgaba en un ángulnormal, y otro más joven, con cicatrices en la cara, quanzaba miradas inquietas a su alrededor mientras spretaba las costillas con los dos brazos. Cuando Hannah s

detuvo ante ellos, éste le sostuvo la mirada, desafiante, y quedó muy quieto, como si esperara a que ella se decidientre llamar a la policía o curarlo.

Hannah dijo lo primero que se le ocurrió: —Habéis venido a vacunaros, claro. Venid por aqu

Sólo tardaré un minuto en preparar el consultorio.Más tarde pensó que había tenido mucha suerte de qu

no se hubieran presentado los médicos mientras atendía

os tres alborotadores en el consultorio. Vendó la muñeca, impió la boca a la mujer, retiró los restos de dos dienteotos y le puso unas gasas en las encías para detener

hemorragia.El hombre de las cicatrices en la cara la miraba trabaja

in cambiar de expresión. Cuando ella comenzó a examinarl

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 —  Manny, est-il en sûreté?Esa vez fue la mujer quien respondió, con una vo

debilitada por la hinchazón de la boca: —Ninguno de nosotros está a salvo, señorita. N

iquiera us ted. Ya no.

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Capítulo 26

A primera hora del lunes, al ayudarla a subir al carruajCicero le puso una nota en la mano. El papel era delgado y inta, mala, pero estaba escrito con una letra firme smerada, que ella no reconoció.

Un hombre necesita ayuda médica. Si estusted dispuesta a prestársela, la esperaremos en

la puerta de servicio del asilo, a las tres de l

tarde. La llevaremos de regreso antes de las

cuatro. El señor Spencer no participa en esto n

debe hacerlo, por su propio bien.

Hannah trabajó todo el día con la nota doblada dentrdel corpiño. Un hombre que necesitaba auxilio. Una nonónima sobre un desconocido, entregada por Cicero,

ual ni siquiera la había mirado a los ojos cuando se la pusn la mano. Un hombre que necesitaba ayuda y no se atrevacudir al asilo, al dispensario o al hospital, tres lugare

donde alguien podía recibir tratamiento, aunque no tuviedinero.

Tal vez fuera Manny. Tal vez no.

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Era una locura de la peor especie, pero Hannah sdescubrió planificando. Cuando terminara el trabajo en onsultorio de vacunación, podría ausentarse durante un

hora. El doctor Simón supondría que estaba en la sala de lo

niños; el doctor Scofield, que había acompañado a Simón hospital; el doctor Savard quizá fuera en su busca, pero erdifícil: esa tarde el doctor Simón amputaría una piern

rocedimiento que requería de muchos ayudantes.«Un hombre necesita ayuda médica.»Podía ser por una fiebre, una fractura o una puñalad

Hannah inspeccionó las lancetas y los escalpelos que había dado Hakim Ibrahim, instrumentos que hasta entoncehabía utilizado bajo la supervisión del doctor Todd, dCuriosity o del doctor Simón. Revisó las redomas y lorascos sujetos al costado de la bolsa. Tenía poca corteza d

auce contra la fiebre, así que cogió un poco de la vasija da farmacia.

A las dos, cuando hubo terminado con lavacunaciones del día y estaba a punto de cerrar onsultorio, apareció el doctor Simón. Hannah pud

disimular su inquietud, pero no su sorpresa. —Iba a cambiar algunos vendajes —dijo—. Pensabque usted estaría ya en el hospital... —Lo convirtió e

regunta, como hacía Amanda con su esposo. —Cuando me disponía a salir, ha llegado una visita —

xplicó él, con su acostumbrada sonrisa tranquila.

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Hannah tuvo una idea, absurda y muy atractiva a la veodía entregarle la nota y dejarse guiar por su consejo. Todl mundo sabía que el doctor Simón se oponía a sclavitud; él no haría nada que pudiera perjudicar a lo

necesitados. —¿Y? —Y entonces me he acordado de su vacunación

eñorita.Hannah quedó confundida.

 —No entiendo qué relación tiene esa visita inesperadon mi vacunación.

 —¿No hace ocho días que le inoculé el virus? —Sí, es cierto. —Ella enrojeció un poco al admitir s

distracción, pero el doctor Simón no parecía preocupado pose olvido.

 —Pues entonces le pediré un favor especial. Hoy hecibido una carta del presidente Jefferson.

Hannah se obligó a sonreír y escuchar. —Verá usted: él está muy interesado en nuestro trabaj

y ha pedido muestras de virus lo más frescas posible. S

ecretario ha venido para llevárselas a Washington, y parsta noche. —El capitán Lewis. —Los disturbios y su

onsecuencias habían hecho que se olvidara por completdel secretario del presidente.

El médico asintió.

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 —En efecto. Me ha dicho que ustedes dos ya han sidresentados, lo cual me parece una coincidencia afortunada

Hannah murmuró algo s in abrir la boca, pero el doctor nterpretó como asentimiento.

 —El presidente ha encomendado al capitán que recooda la información posible sobre los sistemas dvacunación. Tiene muestras de virus recogidas por otrodoctores, pero quiere también la nuestra, para ver si nuestrmétodo para el transporte le convence más que los otros que han mostrado.

Ella se puso a ordenar papeles en el escritorio para qul médico no pudiera verle la cara.

 —No tengo ninguna objeción —dijo ella—, una vque us ted lo haya cogido.

Se produjo un momento de silencio; Hannah no pud

vitar volverse para ver la expresión de Simón, a quien rarvez le faltaban las palabras. Pero en ese momento parec

uscarlas. —¿Algo más, señor? —Si el capitán Lewis hubiera venido más temprano, n

ería necesario pedirle esto, señorita, pero como veo que yha terminado con las vacunaciones del octavo día... —Así es. Pero no me importa en absoluto si el viru

omado de mí viaja a Washington con el capitán Lewis. ¿Halgún inconveniente que yo no sepa?

 —El capitán quiere ver el método de preservació

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desde el comienzo. No quisiera ofender su pudor, señorita..Hannah no pudo disimular una sonrisa.

 —Comprendo. Quizá lo tranquilice saber que, cuandme presentaron al capitán, yo llevaba un vestido de noch

muy a la moda, que me prestó la señora Todd. Hoy verá dmi persona mucho menos que aquel día, así que, cuantntes acabemos con esto, mejor.

Mientras Hannah se ponía una bata sin mangas, doctor y su visitante esperaban en el pasillo. Ella los oyonversar en tanto disponía la lanceta y el resto de lo

materiales que Simón necesitaría. —Generosidad —dijo el capitán.

Y el médico respondió: —Ella ha superado todas mis expectativas.Como no sabía si sentirse irritada o complacida, cuand

ntraron los dos hombres se limitó a decir lo estrictamennecesario. El doctor Simón no pareció percatarse; no

molestaban los silencios largos y estaba concentrado eroporcionar toda la información que el presidente pudieedir. El capitán Lewis, en cambio, estaba incómodo.

La sorprendió que fuera tan alto; también hablvidado cómo le caía el pelo sobre la ancha frente. Tenía

nariz recta y los ojos separados y enrojecidos. Aunqu

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vitaba mirarla directamente, era obvio que sufría los efectode la falta de sueño y el exceso de vino.

El doctor Simón, demasiado cortés para reparar en esomenzó a hablar en el tono que utilizaba con su

discípulos: rápido, competente y lleno de sobrio entusiasmAlzó la lanceta. —La vesícula está perfecta, exactamente como la qu

usted ha visto en los diagramas. Cuando la abra... —Hizo umovimiento decidido con la lanceta y Hannah notó

inchazo—. Sólo se requiere un toque muy suave. Vea ustel fluido, que muchos describen como perlado. Este fluidontiene el virus mismo. ¿Quiere alcanzarme uno de lonoculadores, por favor? Esas pequeñas piezas de marfil

Recoger todo el fluido en el extremo del inoculador esunto delicado, pero como usted puede ver es plano en u

xtremo y se le ha practicado un hueco. Ya lo tenemos: virus de la viruela. Ahora la señorita Bonner es inmune a nfermedad.

El capitán Lewis formuló al doctor varias preguntas scuchó con interés las respuestas. Por la atención qu

restaba a Hannah, se habría dicho que ella era una estatuEra irritante que él no la incluyera en la conversación. —¿Cuánto tiempo necesita el virus para secarse en

noculador? —preguntó el capitán. —Recientemente hemos descubierto que es preferib

no dejarlo secar en el marfil. Mejor dicho, me lo sugirió

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eñorita Bonner. Creo que debería explicárselo usteeñorita.

Ella se mantuvo inexpresiva. —No es invento mío, sino de otro médico que m

scribió para explicarme su método. El virus parecmantenerse activo durante más tiempo si se coloca noculador en una pequeña redoma de cristal con agu

destilada, sellada con cera. —Un gran adelanto —reconoció el doctor Simón, qu

había pasado al otro brazo de Hannah y estaba extrayendo virus de la segunda vesícula—. Además, resulta mucho máácil verter el contenido de la redoma en una incisión qurotarlo con el inoculador. —Un golpe en la puerta hizo quevantara la vista—. Ése debe de ser el doctor Savard. Tengque irme. Señorita Bonner, ¿sería usted tan amable d

erminar este asunto con el capitán? Él quiere ver nuestroegistros de vacunación. Y sin duda tendrá algunareguntas que hacerle.

Hannah no podía negarse a algo tan sencillo, pero naddeseaba tanto como liberarse de ambos. Cuando el docto

Simón cerró la puerta detrás de sí, ella echó un vistazo eloj del escritorio. —¿Es demasiada molestia para usted?—pregunt

Lewis.Ella le lanzó una mirada de soslayo. Luego cogió u

apón de cera y cerró herméticamente la redoma.

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 —Aquí tiene —dijo, exhibiéndola—, material dvacunación fresco para el presidente. Es importante que nntre aire en la redoma. Tome nota, por favor. Los registrostán en la mesa, detrás de usted. Si no tiene ningun

regunta que hacerme, debo atender algunas tareas. —Tengo una pregunta, sí —dijo el capitán—. Cuandvuelva a su casa, ¿vacunará a su propio pueblo?

Hannah se detuvo en seco. —Sí. Para eso estoy aquí. —¿Y llevará registros? —Desde luego.Él permaneció pensativo durante un largo instante.

 —Me sería muy útil..., es decir, al presidente..., quusted me enviara copias de sus registros.

Desapareció toda la irritación de la muchach

eemplazada por la sorpresa. —¿Qué interés puede tener el presidente en lo

egistros de vacunación de una pequeña aldea, perdida eos confines de los bosques?

 —Al presidente le interesan muchas cosas —contest

l capitán.A algunos hombres es más fácil reprenderlos por medidel silencio, y Lewis era de ésos. Podía intimidar a otramujeres mencionando al presidente, pero ella esperaría hasque respondiera a su pregunta con la verdad. Después d

una larga pausa él dijo:

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 —Necesito conocer la práctica en sí, pues quizá vayaun lugar donde deba llevar a cabo vacunaciones a grascala.

 —Ah —dijo ella—, piensa viajar a Missouri.

Él se quedó súbitamente mudo. Abrió la boca y volvióerrarla. Hannah continuó: —Es una deducción lógica, capitán. Durante la cen

usted hizo muchas preguntas al señor Davis sobre larovisiones que había tomado para el viaje y las condicione

del camino. Ahora ha de vacunar a un gran número dersonas. No sé qué otras tareas desempeña usted para residente, pero espero que no trabaje de espía para él: tem

que no duraría mucho. Su expresión revela demasiado.Él dejó escapar una gran exhalación y se frotó

mandíbula con la palma de la mano, como si le doliera un

muela. —He sido indiscreto —dijo.Hannah se giró para ordenar las cosas en el escritori

A sus espaldas se oyó un fuerte carraspeo. —Debo pedirle que no hable de esto con nadie. Ni co

l doctor Simón ni con el señor Spencer.Ella lo miró por encima del hombro. —Es cierto, pues, que viajará al oeste.El capitán hizo una pequeña mueca de sufrimiento.

 —Es lo que desea el presidente, pero aún no se h

onsultado al Congreso con respecto a esa expedición. E

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un asunto muy... delicado. —Francia y España no estarían de acuerdo —apunt

Hannah, casi para sus adentros. Y luego—: No tiene por quorprenderse, capitán Lewis. Leo los periódicos com

ualquier hombre. Y hasta comprendo lo que leo. —Si la he ofendido, le pido disculpas. Pero si usted mda su palabra de que esta conversación no saldrá de...

 —Le doy mi palabra —lo interrumpió ella—. Puedlanificar su viaje sin temor de que yo interfiera.

 —Por su expresión, es obvio que no lo aprueba.Hannah no se enfadaba con facilidad, pero el capitá

Lewis parecía decir siempre lo que más la irritaba. —¿Le sorprendería que yo no estuviera de acuerdo?Él no trato de disimular su sorpresa.

 —¿Por qué motivos no lo está?

Ella se meció hacia delante, con los brazos cruzados y mentón bajo, esforzándose por no decir las cosas que habrdeseado. Debía escoger sus palabras con cautela, no tant

ara no ofender al secretario del presidente (eso enevitable) como porque deseaba que él entendiera.

 —Hace muchos años mis abuelos predijeron que, tard temprano, los blancos necesitarían más tierras omenzarían a avanzar hacia el oeste. —Hizo una pausa. Lxpresión del capitán le dijo que no había dado lejos dlanco.

 —¿Y si fuera así?

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 —Ya ve usted el color de mi piel, capitán. Serfectamente lo que les sucederá a los indios. Ustede

hablarán de tratados y compras de tierras, pero al fiogerán lo que les plazca. Por la fuerza.

Hubo un largo silencio. Obviamente sus palabras habían tocado en lo más profundo. Él estaba furioso, pero menos —había que reconocerle siquiera eso— no ofrecixcusas ni explicaciones falsas. Entre el alivio y

desilusión, ella continuó con su trabajo. —¿Necesita algo más de mí, capitán? —¿Me enviará copias de sus registros? —¿Me promete usted que vacunará tanto a indios com

blancos, en su marcha hacia el oeste?Él parpadeó.

 —Mientras tenga material activo para la vacunación, s

 —Muy bien, en ese caso le enviaré copias de megistros.

El capitán cogió su sombrero, pero vaciló antes de sali —Usted es una joven muy extraña, señorita Bonner. —Sí, es cierto. Y muy atareada, también.

Cuando llegó a la puerta de la cocina, muy poco antede las tres, la esperaba allí un niño no mayor de ocho año

descalzo, con la cabeza descubierta y de sonrisa fácil. S

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mediar palabra, el niño echó a andar y Hannah tuvo qurotar para seguirle el paso por las callejuelas; durante cinc

minutos o más no pisaron ninguna calle importante. Por filegaron a la entrada posterior de un viejo edificio d

adrillos, estilo holandés, con tejado a dos aguas, cuyaventanas permanecían cerradas al sol primaveral. El callejóy los peldaños estaban cubiertos por una fina capa dharina; el aire olía a pan recién horneado.

Hannah siguió nuevamente al niño, que esta vedescendió cinco peldaños hasta un sótano. Entraron en unhabitación demasiado caldeada e iluminada por una soámpara. En los rincones se apilaban bolsas de cereales. Y die, en el centro, estaba Manny.

El alivio y el enfado la invadieron con tanta potencque dejó la bolsa en el suelo para cogerle las manos. Estaba

rescas al tacto; el pulso era fuerte y firme, y en su cara nhabía rastros de enfermedad.

 —Manny Freeman —protestó ella—. Si no estáherido, para mí será un gran placer lesionarte con m

ropias manos. ¿Por qué no has salido aún de la ciudad?

Él se las compuso para sonreír, pero la expresión de sujos no se alteró. —No tengo nada que no se cure durmiendo unas hora —No me has respondido. —No hay tiempo para eso. Ven.

La habitación siguiente, algo más grande y más oscur

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staba atestada de gente. Unos yacían en jergonedispuestos en el suelo, mientras que otros permanecíaentados. Todos eran negros. La miraron con expresione

que iban de la cólera apenas contenida hasta el agotamient

asando por la agitación. Ella saludó con la cabeza a la mujde los dientes rotos, pero no vio a los dos hombres. —Por aquí —dijo Manny, señalando un colchón qu

staba tendido sobre unos cajones.El privilegio de tener una cama elevada había sid

oncedido a un hombre que parecía dormir. Hannah leconoció: lo había visto en Bowling Green, conduciendo arruaje de madame du Rocher. Era de edad maduromplexión fuerte y ancho de hombros.

A su lado, Hannah vio a una anciana desconocidnvuelta en chales. En una mano sostenía un cazo y con

tra cogía el labio inferior del enfermo para suministrarunas gotas de agua. El hombre tenía mojado el cuello de amisa; la muchacha se preguntó si tragaría algo.

 —Está así desde la noche del viernes —dijo Manny.Hannah se agachó junto a la anciana.

 —¿Cómo se llama? —Thibault. —La mujer hablaba con voz susurrantomo si alguna vez la hubiera perdido y no la hubieecuperado nunca del todo.

 —¿Y tú?

 —La gente me llama Belle. —Dejó el cazo para secar

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mentón al hombre con un trapo. —¿Has estado con él todo este tiempo?Ella sacudió la cabeza.

 —A ratos. Lo trajeron a última hora del viernes. No e

mucho lo que he podido hacer por él.La anciana giró con ambas manos la cabeza de ThibauEn el cráneo, detrás de la oreja, tenía una depresión largomo una mano y de tres dedos de anchura.

 —¿Un garrotazo? —Un garrote de nogal —dijo una voz detrás de ell

on el fuerte acento de las islas francesas—. Largo como mrazo.

Hannah acercó la oreja al pecho del herido parscuchar el corazón, aunque sabía que eso no cambiar

nada. Dentro del cráneo, el cerebro, hinchado y sangrant

resionaba contra el hueso. El oído se lo demostró: orazón, antes fuerte, vacilaba en latidos irregulares.

Cuando se incorporó, Belle volvió la cara hacia el rincómás oscuro del cuarto. Un joven, de pie, las miraba con ca

étrea, sin parpadear.

 —Trae esa luz, Dandre, ¿quieres? —Permíteme. —Manny se adelantó. —Acércala bien. Que le ilumine la cara.Era una cara llamativa, no tanto por sus faccione

marcadas ni por la forma de su boca, sino por su expresió

pacible. La anciana retiró un párpado con el pulgar. Al

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staba la evidencia innegable: a la luz parpadeante de ámpara, la pupila permanecía tan oscura y redonda como uviejo penique de cobre.

 —¿Está muy mal, no? —La mujer volvió la cara hac

lla, y Hannah comprendió entonces por qué habían ido hospital a buscarla: no porque no confiaran en Belle, sinorque la anciana no confiaba en sus propios ojos, qustaban cubiertos por una película descolorida.

 —Sí —confirmó Hannah—. No reacciona a la luz.Belle dejó la cabeza del hombre con tanta delicadez

omo si fuera un huevo. —Cuando los ojos no tienen vida es porque el espíri

e ha ido, sólo que el resto de su cuerpo todavía no lo sabThibault era buen hombre, pero se muestra tan terco en

tro mundo como en éste.

Hannah cruzó una mirada con Manny e hizo un gestde asentimiento. Él soltó un suspiro trémulo.

 —¿Cuánto le queda? —Un día, a lo sumo, si no le dais agua. Tal vez sólo un

hora.

El joven a quien Belle había llamado Dandre abandonu rincón, y Hannah reconoció en él a otro de los esclavode madame du Rocher; lo había visto en la cocinonversando con la señora Douglas. Era un joven guapo, delo muy corto y ojos grandes, del color de la mela

mezclada con miel. Tenía la cara hinchada y el labio inferio

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maltrecho, pero lo peor era su expresión de furncontenible. Cogió el cazo que Belle tenía en la mano y rrojó contra la pared con todas sus fuerzas. Luego sncorvó hacia delante, con el cuerpo estremecido por lo

ollozos.Hannah sintió los dedos de Manny en el hombro y liguió a la primera habitación.

 —Lo siento —dijo al fin. Y como él no respondiera, poyó una mano en el antebrazo—. ¿Qué será de ellos?

Manny parpadeó como si despertara de un sueñrofundo.

 —Partirán esta noche. —¿Y tú con ellos?Él asintió.

 —¿Los llevarás hacia el norte?

Él levantó la cabeza y la miró con dureza. Tenía los ojorillantes.

 —Sabes que no debes hacer ese tipo de preguntas.Hannah dio un paso atrás; la sorpresa y el dolor

mpedían decirle lo que deseaba, lo que Curiosity habr

dicho si hubiera estado allí. —Necesito de ti otro favor —continuó él. Sacó de haqueta una hoja de papel plegada. Parecía de ueriódico, pero no se veía gran cosa a la luz polvorienta dótano—. Estoy buscando a una niña. Puede estar en algú

ugar del asilo. O quizá le hayan encontrado un hogar. O t

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vez haya muerto. De cualquier modo necesito saber. Ésta eoda la información de que dispongo. —Cogió la mano d

Hannah y le cerró los dedos con fuerza sobre el papel. —No estoy segura de poder...

Él la interrumpió sacudiendo la cabeza. —Tal vez figure en los registros. ¿Sabes dónde louardan?

Ella recordó a la señora Sloo, anadeando frente a ficina del señor Eddy. «Un hombre muy meticuloso, esteñor Eddy; no tolera los descuidos. Lleva el control dodos los huérfanos que entran y salen. Ahí hay papeleomo para sepultar a un hombre.»

Y el señor Eddy, con su cara ovalada y pálida, sus ojoncoloros, su manera de mirarla cuando ella pasaba por asillo, ¿qué haría si la encontrara en su oficina, entre su

apeles? Pero Manny esperaba alguna respuesta. Y ella nodía negarse.

 —¿Y si encuentro algo?La pregunta lo cogió por sorpresa; fue evidente en

igidez de sus hombros.

 —La verdad es que no creo que descubras nada. Llevmucho tiempo buscándola, pero la única manera dsegurarse es entrar en esa oficina, y yo nunca he tenidcasión de hacerlo. Espero que tú tengas más suerte.

 —Manny. —Hannah bajó la voz—. ¿Qué niña es ésa

Es... tuya?

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 —De Selah —respondió él—. Por lo tanto, también míSi puedes acceder a los registros, te lo agradeceré. Si n

uedes hacerlo sin peligro para ti, olvídalo. —¿Y si la encuentro, a pesar de todo?

 —Llévala a casa de mis padres. Y ahora será mejor que vayas. Son casi las cuatro. Si ves a mis padres antes quyo...

Hannah emitió una exclamación de protesta, pero él ne prestó atención.

 —... cuéntales lo que has visto hoy aquí. Y diles que ircasa en cuanto estas personas estén fuera de peligro.

 —¿Hay algún lugar donde podéis estar fuera deligro?

Inmediatamente se arrepintió de haber pronunciadsas palabras. Para su sorpresa, él respondió con un

onrisa que la devolvió a la infancia, al niño que él habido. Manny era quien le había enseñado a cebar el anzue

y a silbar como los chorlitos; a cambio, él recurría a eluando la necesitaba para gastar una broma a sus hermana

Era una sonrisa gentil, sin enfado ni preocupación.

 —Lo hay, por supuesto que sí —respondió éuavemente—. En Paradise... o en el Paraíso. Y ahora sermejor que te vayas. Jean espera para mostrarte el camino.

12 de mayo de 1802, anochecer Ha llovido intensamente la mayor parte d

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día. Esta mañana había cuatro huevos en el nidque han hecho los gorriones en el antepecho de mventana.

Tres cartas en el correo de la tarde. Una d

Curiosity, con noticias del hogar, pero ni un palabra sobre la fugitiva. La segunda, del capitáLewis, con saludos del presidente y una lista d

 preguntas con respecto a la vacunación en lfrontera. A esto añadía una nota personadeseándome salud y un buen viaje de regreso. Lúltima, de mi hermano Luke, en la que me informde la muerte del conde. Llevó una vida larga honorable, y será recordado por su bravura sabiduría. El nuevo conde de Carryck es ahora e

 joven Alasdair. Luke escribe también que Jenne

debe casarse con el capataz Ewan Huntar, tal comdeseaba su padre. Supongo que ella me enviarmás noticias en un tono muy diferente.

Madame du Rocher ha abandonado la ciudaen plena noche. Sólo uno de sus esclavos le h

sido devuelto. Los otros han desaparecido parsiempre y en buena hora, dice la señora DouglaPuede que tenga razón.

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14 de mayo de 1802, por la nocheLa señora Graham, que había viajado a Bosto

 para visitar a una hija casada, ha venido a pasatodo el día en las salas de los enfermos. H

repartido su tiempo entre estorbar, la mayor partey leer la Biblia a gente que no habla su idioma. Múnica conversación con ella ha sido muy breve

 pues no deseaba que me interrogara sobre eestado de mi alma inmortal. Se supone que es undama bondadosa, pero exige un tributo muelevado por su caridad.

Por fin, el doctor Simón se ha compadecido dmí y me ha pedido que lo ayudara en el hospitaAllí hemos visto el interesante caso de una jovecon la uretra obstruida, que hemos podid

despejar. Si se le repetirá o no es una pregunta qude momento quedará sin respuesta; para saberltendríamos que mirar dentro de su cuerpo viviente

15 de mayo, por la nocheTiempo cálido y luminoso; el viento se h

llevado la fetidez de la ciudad. Hoy un huérfanirlandés de cinco años ha mordido al docto

Savard hasta hacerlo sangrar. Éste se ha puest

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muy pálido, pero no ha dicho ni una palabra d protesta ni se ha quejado, sino que se ha limitado seguir atendiendo la quemadura que el niño teníen el tobillo. Más tarde, cuando le he preguntad

si deseaba que le curara el mordisco, me ha echaduna mirada feroz que me ha dejado desconcertadaSeis vacunaciones nuevas esta mañana.A las tres de la tarde, Blue Harry ha caído e

el sueño final y ha muerto tranquilamente. El señoMagee está muy triste por haber perdido a su viejamigo.

Por la mañana he pasado una hora en la salde los niños, y otra por la tarde. El doctor Simósabe dónde estoy cuando no puede encontrarme

 pero no dice nada.

16 de mayo, por la nocheHoy, carta de Curiosity. No hay noticias de m

 padre ni de Elizabeth, pero el amigo Gabriel Oadescansa en paz. El doctor Todd realizó lautopsia, en presencia de Curios ity. Dice Curiositque los pulmones estaban muy ulcerados consumidos, como cabía esperar.

En Paradise ya han sembrado lino, cebada

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centeno a lo largo del río. En Lago de las Nubes lamujeres deben de estar plantando maíz.

Hoy he atendido a una joven muy magulladTenía varias costillas con fisuras y un corte en l

cara que he cosido con seis puntos. Le quedaruna cicatriz en forma de hoz a partir de la boca. Ela cuarta mujer que llega en semejante estaddesde que trabajo aquí. Cuando le he preguntadsi no tenía otra manera de ganarse el sustentoaparte de vender el cuerpo, me ha dicho que l

 pagan bien por los moretones y que no pienscambiar de trabajo.

¡Qué dura es esta ciudad, especialmente parlas mujeres! El doctor Savard asegura que lmayoría de las que se ganan la vida así, y so

muchísimas, no llegará a los treinta años. Laenfermedades y las lesiones violentas matan a lmayoría, pero buen número de ellas muerecongeladas durante el invierno por falta de unsimple fogata.

20 de mayo, por la nocheDía despejado y cálido, con una brisa fresca

Según todas las informaciones, Almanzo Freema

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ya no está en la ciudad. Ojalá viaje sin problemas.He examinado a cinco sujetos vacunados y h

extraído virus de uno. He asistido a los doctoreSimón y Scofeld en la amputación de una piern

gangrenada por debajo de la rodilla. El paciente eun niño que no habla ningún idioma conocido no quiere hablarlo. Ha quedado registrado en lolibros del señor Eddy como N.N.24.

El señor Matthias Greenaway, jefe d basureros y miembro del Consejo de la ciudad, sha sometido esta tarde a una operación dcataratas en su casa de Park Avenue. El doctoSimón me ha invitado a presenciarla. En primelugar, le han administrado opio para dejarlinconsciente y luego lo han atado a una mesa, co

correas en la frente, hombros, cintura, caderarodillas y pies. El doctor Ellingham ha realizado lintervención con la asistencia de otros tremédicos. La incisión de la córnea, cerca del limboha sido efectuada mediante punción con una aguj

curva afilada, que han agrandado hacia ambolados con una aguja curva roma y luego con tijeracurvas. Luego uno de los asistentes hintroducido un instrumento plano del tamaño dun dedo y, mientras él mantenía la córnea separad

de la lente, el doctor Ellingham ha abierto l

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cápsula con una aguja afilada. A continuación h pasado el instrumento entre el iris y la lente pardesprender las adhesiones. Por fin, ha ejercido unsuave presión y ha desalojado la catarata. Luego l

ha operado el otro ojo. La intervención completse ha llevado a cabo con gran celeridad.Mi abuela Atardecer desconfiaba de lo

médicos o'seronni, siempre ansiosos por cortar ecuerpo con sus cuchillos, pero debería haber visteste milagro. Poner luz allí donde ha caído loscuridad: ¿qué mayor servicio puede prestar udoctor?

Todos los días siento a mi abuela cerca de ma veces percibo su desencanto cuando ve quabandono sus suaves remedios por los violento

de los o'seronni. Yo le pregunto si no puedquedarme con ambos, pero nunca recibrespuesta.

Hablaré con el doctor Todd para ver si seríaconsejable proponer semejante operación

Galileo Freeman.Hoy se cumple un mes completo de nuestrllegada a la ciudad. Según mis anotaciones hrealizado más de treinta vacunaciones y retiradmaterial vírico de un número aproximado. He vist

muchas operaciones quirúrgicas, cinco autopsia

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y asistido en dieciséis partos. En el tiempo qullevo en el asilo he visto morir a cuarenta y siet

 personas; más de la mitad eran bebés o niños quno llegaban a los dos años.

Los árboles frutales que crecen a lo largo de lBroad Way están en flor. Hoy he visto un pájarocarpintero en Bowling Green. Me ha entrado unañoranza tan fuerte que no he podido habladurante un buen rato.

Otra carta del capitán Lewis; repite casi todlo que decía en la primera, como si hubierolvidado que ya me había escrito. Carta dCuriosity. No hay noticias de mis padres ni de lfugitiva.

1 de junio, atardecer He examinado a diez sujetos vacunados

retirado material vírico de tres. Seis vacunacione

nuevas; cuatro niños y dos hombres jóvenes. Edoctor Simón dice que ya soy una experta en todalas etapas del método Jenner. Ha escrito al doctoTodd para decirle que mi instrucción ya está l

 bastante completa como para enviarme de regres

a Paradise.

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Dentro de una semana abandonaremos estciudad para volver a casa. Ese día vacunaré Ethan; de ese modo, cuando lleguemos a Paradis

 podré retirar de él material vírico fresco, e

 presencia del doctor Todd. También llevarmaterial para vacunación, por si fallara el intentcon Ethan.

El doctor Simón me ha pedido que continúayudando en las salas de los enfermos y en econsultorio de vacunación hasta nuestra partidComo no sabría qué hacer si no tuviera trabajo, haceptado. Según mis anotaciones he vist

 pacientes con abscesos, aneurismas, arritmiascitis, fiebre puerperal, cólera, contusionecataratas, cáncer, dispepsia, disentería

dislocaciones, epilepsia, fiebres, fracturagonorrea, hernias, oftalmia, parálisis, tisiescarlatina y heridas diversas.

La policía nos ha traído a un paciente quhabían encontrado inconsciente en la calle;

 parecer, lo habían asaltado. Tiene unos cincuentaños y, por el estado de sus manos, es albañil. E

doctor Simón ha diagnosticado una etapa termin

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de la enfermedad denominada morbi venerei , qulos médicos llaman sífilis, y los pacientes, el mfrancés. Los síntomas de este enfermo incluyen ugran bulto en el hombro izquierdo, debido a u

aneurisma en la aorta, ritmo cardiaco muy irregulaceguera, pérdida de la razón y gran ulceración de lnariz y las piernas. He visto diversas formas desta enfermedad desde que trabajo en el asilo, perel doctor Simón se resiste a hablarme de ellPrefiere creerme no sólo inocente, sino ignorantde lo que sucede entre hombres y mujeres.

El doctor Savard, menos preocupado por msoltería, se ha mostrado dispuesto a analizar caso conmigo, pero temo que su locuacidad tienmucho que ver con la botella de brandy qu

guarda en el último cajón de cierto armario, en consultorio de vacunación. Me ha copiado u

 párrafo de Morgagni referido a la muerte poaneurisma.

Hoy Kitty ha estado inconsciente casi un

hora. Cuando ha vuelto en sí, ha pedido que lsangraran otra vez. Habla de pasar el resto deverano aquí, para continuar bajo la atención ddoctor Ehrlich.

Debo escribir mi informe semanal al docto

Todd, y esta vez seré más franca con respecto a

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mal estado de su esposa. Él recibirá mi carta juntcon la de ella. ¡Y qué contraste! Kitty sólo habla ddiversiones y compras, aunque me parece que, medida que pasan los días, va creciendo l

desesperación en ella.

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Capítulo 27

A las tres menos diez del último sábado que pasaría el asilo, Hannah estaba en el consultorio de vacunacióentada ante el escritorio, con una hoja de papel ante sí

una pluma bien afilada en la mano. Leyó una vez más laalabras que había escrito.

 Aquí necesitan de mi ayuda durante una

cuantas horas más. Cuando acabe el trabajo, un

de los doctores me acompañará hasta la call

Whitehall.

Se había pasado toda la semana pensando en esmomento, y ahora lo único que se le ocurría eran esas poca

alabras. Sintió el impulso brusco, irresistible, de romper nota y escribir otra que dijera:

Queridos Will y Amanda:Si no estoy en casa a las diez de la noche, e

 probable que me encontréis en la cárcel po

haber entrado en la oficina de registros del seño

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 Eddy con el propósito de obtener informació

 sobre una criatura perdida. Llevo a cabo est

delito contra el asilo por mi propia voluntad; s

 se me lleva ante los magistrados, tendré e

consuelo de saber que si doy mala fama a vuestrnombre y el mío, habrá sido por cumplir con l

 promesa hecha a un amigo.

Pero dejó la pluma, dobló la nota que había escrito

puntó la dirección en el dorso. Si todo iba bien, algún dodría explicarle a Will por qué lo había engañado y con quin.

Del bolsillo de su delantal extrajo otra hoja de papemuy manoseada. A pesar de que ya la había leído mucha

veces desde que Manny se la había dado, volvió a hacerlues era lo único que podía tranquilizarla acerca de orrección de lo que estaba a punto de hacer.

Habría querido tener allí a su abuela Atardecer o Muchas Palomas. De pequeña, su abuela no paraba d

epetirle cuáles eran sus obligaciones con respecto a elmisma y para con el clan, qué significaba skahnyen’kehàka, qué necesitaría para sobrevivir en mundo de los blancos. Y todos los días, desde la muerte du abuela, había oído a Muchas Palomas decir esas mismaalabras a sus hijos: «Abríos camino en vuestro mundo y el de ellos; dejad ese veneno llamado alcohol a los blanco

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que lo trajeron; no os entrometáis en sus guerras y no ledeis oportunidad de que os hagan prisioneros.»

Si pudiera hablar con ellas, tal vez encontraría algúentido a todo aquello; podría entender cómo era posib

que estuviera actuando contra las normas que de ellas habprendido. Pero no tenía más guía que ese papel.Cuando Manny se lo dio, ella imaginaba que sería

descripción de la niña que debía buscar, la hija de SelaPero para su sorpresa y desasosiego, se encontró con algmuy diferente. Se trataba de una carta escrita con muchsmero, dirigida al señor Furman, director del asilo. Ella

había visto una sola vez; hasta donde ella sabía, pasaba el edificio el menor tiempo posible.

Por la presente os informo de que mi negrRuth, el día cinco de julio de mil setecientonoventa y nueve, parió a una criatura de sexfemenino llamada Connie. Pues bien, os hagsaber que renuncio a todo derecho, título d

 propiedad y responsabilidad por el cuidado ddicha niña, de acuerdo con la Ley de ManumisióGradual promulgada por la Legislatura, y en estacto pongo a la criatura bajo la atención de estciudad. Escribo y entrego este Certificado dAbandono, de mi puño y letra, el día seis de junide mil ochocientos uno. Albert Vaark, comerciante

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calle Pearl.

Los nombres Ruth y Connie habían sido tachados, obre ellos Manny había escrito «Selah» y «Violet».

Hannah leyó esas palabras diez veces y otras dieratando de hallarles sentido. Luego cayó en la cuenta d

que la otra cara del papel no estaba en blanco: Manny habopiado la carta al dorso de un anuncio.

Era un letrero como tantos otros que se clavaban en la

uertas y los postes de todas las ciudades, en las tabernan las posadas, desde allí hasta Johnstown. Todos eran muarecidos: un nombre, una descripción, las circunstancias e

que el esclavo había escapado, la promesa de una pequeñecompensa, de fuegos infernales, condenación eterna

zotes.Pero ese anuncio era diferente: incluía un dibujo de ugitiva. Era una mujer con cara de bruja y expresión fierSelah —se obligó a recordar—. Se supone que ésta e

Selah Voyager.» Y la recompensa, una suma inaudita

quinientos dólares por la captura de la fugitiva Ruth, quhabía asesinado a su legítimo propietario en el muelle dewburgh. Lo pagaría la inconsolable viuda, según el carte

Para hacer de la ciudad un lugar más seguro.Hannah deslizó un dedo por las palabras escritas. Un

mujer de piel oscura no tenía derecho a vengarse del hombque le había robado a su hija. Una mujer de piel blanca ten

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derecho a vengar la muerte de su esposo, pero debía dartro nombre, buscar alguna excusa para pedir sangre.

A lo largo del río Hudson la gente miraría ese dibujLas mujeres, estremecidas, comentarían el salvajismo de lo

fricanos; los hombres hablarían de ley y justicia. Y todoensarían en el dinero, una fortuna suficiente para compruna finca pequeña o mantener a una familia durante varioños. Techo, comida y paz. Muchos hombres irían hacia

norte con la esperanza de obtener semejante premiinguno de ellos vería jamás la carta que Vaark había escritl asilo, ni conocería el nombre de la criatura que había sidrrebatada a su madre porque mantenerla no era rentable.

Hannah sintió que la colmaba la ira, del mismo modque el agua llena una jarra vacía. Después de guardar en

olsillo la nota de Manny, salió del consultorio y cerró

uerta.

Frente al escritorio del portero encontró lo qu

necesitaba: un grupo de chavales que jugaba arrojanduijarros contra el muro. Ella llevó aparte a uno y le mostrmedio penique. Cerraron trato con facilidad: él entregaría nota en la casa de la calle Whitehall; si regresaba en menode media hora, el portero le daría otro medio penique.

Mientras el niño se alejaba a la carrera, con un centelle

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de talones descalzos, Hannah se dirigió a aquel lugar dsilo que requería toda su concentración y fuerza d

voluntad.La sala de bebés era una habitación sin ventanas y llen

de cunas en las que había dos, tres y hasta cuatro niños. Emenor era un recién nacido, y el mayor no pasaba de doños. El día anterior había contado cincuenta y tres, caodos desnutridos, muchos de ellos enfermos y todo

huérfanos o abandonados.Antes de que cayera la noche se habrían ido entre cinc

y diez de los cincuenta y tres: uno o dos, los mayores y máuertes, para ser enviados a la sala de niños. Los otros seríaepultados en una tumba común, en el cementerio dndigentes. Las cunas vacías volverían a llenarsnmediatamente. Por allí habían pasado miles de bebés; ent

llos, probablemente, la niñita de Selah.Cuando abrió la puerta, la inundó un hedor a pañale

ucios y velas de sebo, que hacían poco por iluminar enumbra. Las dos matronas del turno de noche aludaron con un cabezazo, ambas demasiado felices d

ontar con otro par de manos hábiles como para reparar en olor de su piel. Ése era un lugar donde la señora Grahanunca iba a leer la Biblia; ninguna de las damas de sociedaque visitaban las salas, arrastrando chales de seda irvientes, pasaba allí un solo minuto.

En el centro de la habitación había un anciano sentad

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n un taburete. Hannah sólo conocía su nombre: Jakobnunca había mantenido una conversación con él, pues eos veinte años que llevaba en el asilo no había aprendid

una sola palabra de inglés. Pasaba todo su tiempo allí, día

noche; el lugar era más suyo que de nadie más.Mientras Hannah lo observaba desde la puerta, Jakompezó a cantar a los tres bebés que tenía en el regazo

misma canción de cuna que les cantaba siempre, ya fueorque los calmaba o porque no sabía otra. Miró a la reciélegada sin interés ni preocupación, como un viejo perrastor que no tiene ojos más que para sus ovejas. Los bebé

que estaban en su regazo eran siempre los más enfermos; loenía así hasta que ya no necesitaban su contacto.

Hannah pensó en su abuela Atardecer, que tambiéabía consolar a los niños sufrientes. Y oyó otra vez la vo

amiliar en el oído: «Lo que no puede vivir debe morir.»Se acercó a la cuna más próxima y levantó a un recié

nacido: todo tendones, huesos y músculo laso; el pequeñenía los ojos y la piel amarillentos y estaba demasiado débara chupar el meñique que ella le puso en la boca. En s

ráneo deforme se veían venas azules, insustanciales comelarañas. Todos los niños llevaban un trozo de paprendido a los pañales. Ése decía: «Femenino, sin nombr

número 174. Nacida el 25 de mayo, madre fallecida en arto. Traída al asilo el mismo día por una vecina que no dij

u nombre. Con dolor parirás a tus hijos .»

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Hannah se concentró, pero no detectaba el espíritu da criatura. Lo que tenía en los brazos era un capullo ca

vacío, sin energía que lo animara. Cruzó la habitación pafrecer la niña a Jakob, que interrumpió su canción u

momento para mirar, arrugando la boca rodeada de púarises, a «femenino, sin nombre, número 174».Cuando Jakob hubo hecho espacio en su regazo par

uno más, Hannah volvió a las cunas. Permaneció allimentando, lavando y meciendo a un bebé tras otro, has

que los relojes de todas las iglesias de la ciudad dieron laiete. Los doctores se habrían ido ya. No tenía tiempo querder.

Dijo eso al niño que tenía en los brazos, un niñito dolor café. Era uno de los más sanos, lo bastante fuerte duerpo y espíritu como para sobrevivir en aquel luga

Pasaría a la sala de niños, y de allí a uno de los talleredonde le enseñarían a cuidar de los caballos, a quemarbón o a fabricar botones. Pasados algunos años, si tenuerte, tal vez alguien como Amanda Spencer lo cogiera a servicio. Siempre que saliera a tiempo de aquella habitación

 —Hoy te has quedado hasta tarde.Hannah ahogó una exclamación y recordó que debonreír. La mujer que estaba a su lado tenía la cara torcidues había perdido todos los dientes de un lado. Era

matrona más joven; el dolor aún no la había endurecido. D

vez en cuando Hannah la oía reír.

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 —He perdido la noción del tiempo. —Era verdad, perno del todo.

 —Una señorita como tú debe de tener cosas mejoreque hacer. —La matrona alargó los brazos para coger al niñ

—. Anda, vete a casa.«Sí que tengo algo mejor que hacer —pensó Hannah—Y qué sorpresa te llevarías si supieras de qué se trata.»

Robar la llave de la oficina de registros fue la parte máácil. Estaba en el pequeño cubículo del vigilante, colgada e

una hilera con otras diez o doce, todas bien etiquetadas coa letra grande y pareja de la señora Sloo: consultorio d

vacunación, farmacia, depósito, oficina de registros. Era mu

encillo coger una llave y reemplazarla por otra durante uato. El señor Magee no se percataría, pues ya estabcostado. Hannah lo oyó roncar al otro lado de la pared. Sacilidad para dormir era legendaria en el asilo.

A veces, a última hora, se pasaba algún médico por al

ara buscar el historial de un niño, pero hasta ese pelighabía desaparecido, pues a las siete en punto había unutopsia en el hospital. Una mujer hinchada, en estado dvanzada gravidez, había aparecido muerta en los muellein nada que la identificara. Al doctor Simón le extrañar

que Hannah perdiera semejante oportunidad, pero ella n

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staría allí y no tendría que darle explicaciones.Delante de ella, tenía la puerta de la oficina de registro

Por un lado del pasillo se iba al edificio principal; por el otrla enfermería. Hannah aguardó un momento, por si o

isadas. Luego hizo girar la llave en la cerradura.

Superpoblado como estaba, desde los sótanos hasta uhardilla, el asilo no era nunca un lugar tranquilo. De pin medio de la oficina del señor Eddy, Hannah permaneci

un rato inmóvil, escuchando. Los gemidos familiares, laonversaciones y las riñas sirvieron para calmar el galope du corazón. Miró a su alrededor. En el cuarto sntrecruzaban los rayos del atardecer, que entraban por l

ventana, iluminando las motas de polvo suspendidas en ire. Se apretó la cara con las dos manos para no estornuda

«Papeles en cantidad suficiente para sepultar a uhombre», había dicho la señora Sloo. Mientras miraba a slrededor, Hannah comprobó que era cierto. La habitació

staba ordenada; el único mobiliario que había era uscritorio grande y una silla, pero las paredes estabaubiertas de anchos estantes desde el suelo hasta el technterrumpidos sólo por la puerta y la ventana. Para llegaros más altos había una escalerilla que se deslizaba por u

iel. Todos estaban llenos de cajas, y las cajas, de libros d

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egistro con los lomos hacia fuera. Para gran alivio dHannah, todos tenían su etiqueta.

Trepó hasta lo alto de la escalerilla, en el rincón mápartado, y comenzó a trabajar desde allí hacia abajo. Cad

uido en el pasillo la sobresaltaba. Había mucho mámovimiento del que ella esperaba; en realidad había teniduerte de llegar hasta allí sin que nadie la viera. Se requer

un esfuerzo considerable para concentrarse en los registroque resultaron muy aburridos: correspondencia con lcalde y el concejo municipal, actas de asambleas, registro

de gastos, donaciones recibidas, cuentas con mercaderes doda la ciudad.

La mayoría de las cajas llevaban mucho tiempo intactaveces Hannah se veía obligada a usar el pañuelo pa

impiar el polvo de los rótulos. Tardó media hora en revisa

os estantes de una pared, y aún no había hallado una soeferencia a huérfanos, niños abandonados ni esclavos dualquier edad. Continuó con su trabajo, deteniéndose d

vez en cuando a escuchar las voces de la gente que pasabaEl peor momento fue cuando oyó la voz de la señor

Sloo, pero, por suerte, la mujer no tenía ningún interés en ficina de registros: había arrastrado a uno de los tejedorehasta el relativo silencio del pasillo para interrogarlo sobuna hogaza de pan que había desaparecido de la cocina. Ely venir de gente no se interrumpió hasta que llegó la muj

de la limpieza, que comenzó a fregar el suelo y a canturre

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n un idioma que Hannah no reconocía, siguiendo el ritmon el movimiento del cepillo en las tablas. Cuando la mujcabó, ya casi no había luz y Hannah había hallado loegistros de los aprendices: nombres, oficios y condicione

ajo las cuales el asilo entregaba a sus pupilos para quvivieran y trabajaran con un carpintero, un cordelero o unosturera. Cientos de nombres llenaban esos libros, escritoon una letra pequeña y apretada, pero ninguno de los niñoegistrados allí tenía menos de diez años.

Con la última luz, Hannah descendió de la escalerillMientras contemplaba la vela consumida del escritorio, unvoz conocida gritó al otro lado de la puerta:

 —¡Por los clavos de Cristo!Se oyó un ruido de cristales rotos y, a continuación,

hoque sordo de un cuerpo contra el suelo.

Hannah bajó de la escalerilla y se escondió entre laombras, con un puño apretado contra el pecho. En es

momento se le ocurrieron tres cosas al mismo tiempo: doctor Savard había regresado temprano de la autopsistaba borracho, y ella quedaría atrapada allí hasta que

amino estuviera despejado. A juzgar por el olor a alcohodestilado que impregnaba el aire, se le había caído un frascde especímenes; y a juzgar por el ruido, era uno de lo

randes. —¡Señor Magee! —aulló él—. ¡Señor Magee,

necesito!

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 —Para cerrar esa herida tendré que darle al menos diuntos —dijo ella un rato después. Estaba inclinada sobre

mano del médico, trabajando a la luz de las velas, que habncendido apresuradamente—. Podría haber sido much

eor. Ha tenido suerte. —Mucha suerte, sin duda —replicó él. Tenía unmancha de sangre en la mejilla y varias más en la pechera da camisa, además de una línea de sudor en la frente, pero sxpresión era tan burlona como de costumbre—. Tenga ondad de darme la botella que guardo en el último cajóecesito algo que me distraiga de lo que me está haciendo.

 —Cuando haya quitado hasta la última de las astillas —dijo Hannah, sin apartar la vista de la herida.

 —Por supuesto. No se me ocurriría interrumpirla.Ella dejó caer otro fragmento de cristal en la mesa.

 —Mi madrastra dice que los blancos utilizan arcasmo para disimular algo que les gustaría decir y nueden.

Él gruñó: —Como usted bien sabe, no suelo callar mis opinione

Y hablando de esconder cosas: ¿qué estaba haciendo en lficina de registros? —Pasado un rato agregó—. Usteecurre al silencio como yo al sarcasmo. Cada uno escoge srma, señorita Bonner.

Hannah acercó dos velas para examinar mejor la herid

El doctor había puesto la mano para evitar que cayera sob

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l suelo mojado, pero la había apoyado en un fragmento drasco roto. El corte formaba un ángulo en la palma, desde ase del meñique hasta la unión del pulgar con la muñeca. l ángulo hubiera sido diferente, podría haberse cortado

rteria, lo que habría sido más grave.La muchacha presionó con la punta de los dedos orde de la herida, hasta asegurarse de que no quedabaragmentos de cristal. El doctor Savard apartó la vista y n

dijo nada. —No hay más astillas —anunció ella. —En ese caso, si me permite recordarle...Hannah, sin mirarlo, abrió el cajón y cogió la botella qu

e pedía. La luz de las velas arrancó destellos rojos al pardntenso del brandy. Estaba a la mitad. Con un pequeñintineo, la dejó junto a él.

 —Yo diría que ya ha bebido suficiente. —Se arrepintde haberle hecho semejante comentario, pues sabía cuería la reacción del médico.

Sin embargo, él se mostró más curioso que ofendido. —¿Cómo sabe usted cuánto he bebido, señori

Bonner?La joven, que estaba preparando la aguja para suturao miró a los ojos.

 —Cuanto más formal es su manera de hablar, más hebido. Cuando está sobrio, su lenguaje provocar

desmayos a cualquier señora.

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Él parpadeó, sorprendido. —Veo que tiene mis hábitos bien estudiados. —Estoy lista para comenzar. Si quiere beber, será mejo

que lo haga ahora.

 —¿Preferiría que tomara láudano? —preguntó émientras cogía la botella con la mano sana—. ¿O que nomara nada y me burlara del dolor, como hacen suuerreros mohawk?

Ella le echó un vistazo y vio el desafío en sus ojoscuros. El hombre se sentía abochornado, dolorido nquieto, pero Hannah no quería darle el gusto de iniciar es

discusión. —Haga lo que usted guste, doctor Savard. Como d

ostumbre.Él resopló, torciendo la comisura de la boca. La jove

omenzó a coser la herida. Por el rabillo del ojo vio cómo sensaba la mano en la botella sin descorchar.

 —No hace falta que dé puntadas tan pequeñas —rotestó él, por fin—. No me importa que me quede unicatriz.

 —Así cicatrizará en menos tiempo. ¿O acaso es unrden?Él exhaló audiblemente, como un maestro ante u

lumno terco.Hannah trabajó con toda la celeridad posible; al cabo d

un minuto, su concentración era tal que se olvidó d

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hombre que estaba adherido a la mano. La contracción dos dedos, a cada movimiento de la aguja, significaba que lonervios no estaban dañados; las exclamaciones que anzaba de vez en cuando eran irrelevantes.

Una vez aplicado el último punto de sutura, se detuvobservar su obra. Por una vez, hasta el doctor Todd habrquedado satisfecho. Fue en busca de su bolsa y regresó coun frasco. El doctor Savard carraspeó.

 —¿Qué piensa hacer con eso?Ella lo miró a los ojos.

 —Lavarle la herida. ¿Qué pensaba?La mirada del médico se desvió y luego regresó a ell

Para gran sorpresa de Hannah, estaba muy rojo. —Usted siempre saca de esa bolsa raíces, hojas

xtraños medicamentos musulmanes.

Por una vez ella se permitió sonreír. —Lamento desilusionarlo, doctor, pero esto no es ta

xótico ni tan efectivo como la sangre de dragón, que pierto usaría, si tuviera.

Él irguió la espalda.

 —Soy un científico, señorita Bonner. Estudié eEdimburgo, considerada por muchos como la mejor escuede medicina del mundo. Sus remedios mágicos no mnteresan. Dígame, por favor, ¿qué hay en ese frasco?

Sin disimular la sonrisa, ella retiró el corcho y le acerc

l recipiente a la nariz.

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 —Nada terrible, sólo una disolución de olmo hamamelis para evitar que la herida se inflame.

Él frunció la nariz, ceñudo. —Eso debe de escocer como el infierno. No creo qu

valga la pena.Hannah analizó la pulcra línea de puntadas que doctor tenía en la palma de la mano y pensó en HakimCómo habría hecho él para convencer a un paciente reac

que, además, fuera médico? «Apelando a lo mejor de sarácter», habría dicho él. Curiosity, por su parte, se habríeído de semejante chiquillada y lo habría persuadid

mediante la vergüenza. En el caso del doctor Savarninguno de esos enfoques parecía adecuado.

 —Hagamos un experimento —propuso.La expresión combativa del doctor cedió paso a

desconfianza. —¿Con mi mano? —Escúcheme. ¿No dice que es científico? Permítam

que le lave la mitad de la herida, desde aquí hasta aquí. —Trazó una línea desde el centro de la palma hasta la base d

a mano, y él contrajo los dedos—. Sí las dos mitades de herida cicatrizan en el mismo tiempo y de igual manereconoceré que usted tenía razón y que no era necesari

molestarlo. Y si resulta que mi preparado facilita el procesde curación, usted, como científico, reconocerá su error.

Él la miró con expresión adusta.

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 —Es usted muy sagaz, señorita Bonner. No tengo modde rechazar su proposición sin pasar por tozudo y mezquino

Ella arrugó el entrecejo s in decir nada. —Muy sagaz, sí. Aceptaré ese pequeño experiment

uyo, pero con una condición.Hannah comprendió, demasiado tarde, que lo habubestimado; ahora estaba acorralada.

 —Supongo que querrá saber qué hacía yo en la oficinde registros —adivinó.

 —Exacto. —Acepto su condición, si me promete no decírselo

nadie, absolutamente a nadie, a pesar de lo que puedensar de mi... empresa, o mis razones.

 No era frecuente que el doctor Savard sonriera, y sintió incómoda.

 —Ha despertado mi curiosidad —reconoció él—. Muien, acepto sus términos. Adelante con el experimento.

Intentando mantener una expresión neutra, la muchache cogió la mano e inclinó el frasco sobre la parte inferior da palma. Savard dio un fuerte respingo al primer contac

del líquido y dejó escapar un siseo entre dientes. Pasado uminuto, dijo: —Y ahora que ya se ha divertido...Hannah extrajo del bolsillo la nota de Manny y se

ntregó. Mientras él la leía, guardó el frasco en su bolsa

rdenó la mesa, tratando de no mirarlo. Después de dar

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vuelta a la hoja para leerla del otro lado, el médico levantó abeza.

 —Trato de hallar alguna información sobre la suertque ha corrido esa niña —explicó ella—. Es un favor que m

ha pedido su padre. —¿Y él es...? —Un amigo mío. No había nada que leer en su cara: ni sorpresa,

ensura ni aprobación. Sus ojos eran muy oscuros. Hannano pudo sostenerle la mirada.

 —Esto supongo que tiene que ver con el hecho de quusted desaparezca de vez en cuando por las tardes edirección a las cocinas.

Ella parpadeó. —Debo irme. En casa deben de estar esperándome.

 —La acompañaré —dijo él. Y alzó la mano reciévendada para impedirle protestar—. No tengo intención d

ermitir que cruce sola todo Manhattan, señorita BonneAhórrese la discusión.

 —Bastará con que llame a un coche de alquiler...

 —¿No le parece extraño que yo estuviera aquí a estahoras, con un frasco de especímenes?Hannah hizo un gesto de sorpresa.

 —No lo había pensado. Supongo que es extraño, sí. —Esta tarde, en la sala de autopsias del hospital, h

rrumpido una turba para reclamar el cadáver.

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 —Pero ¿no lo habían hallado en los muelles?El doctor Savard se encogió de hombros.

 —Al parecer, los hombres que lo llevaron a la sala ddisecciones habían forzado un poco la verdad pa

onseguir dinero. —Ladrones de sepulturas. —Esos caballeros prefieren denominars

resurreccionistas». El esposo de la dama se ha declaradfendido, por supuesto, y la turba ha adoptado una actitu

desagradable, por decirlo con suavidad. Ya que estaban allhan decidido destruir todo lo que encontraran a mano.

 —¿Ha habido algún herido?Otro encogimiento de hombros.

 —Algunos chichones y moretones. William Ehrliciene un ojo negro. Pero lo peor es que durante un tiemp

endremos que realizar las autopsias en otro lugar. Yo queríalvar al menos un espécimen para el laboratorio, pero, comuede ver, no he tenido mucho éxito.

 —Así que ha podido rescatar... —Se interrumpiensando en el desbarajuste que había quedado en

asillo: fragmentos de cristal, sangre y trozos de algmposible de identificar—. ¿Qué era? —Un hígado cirrótico. —El doctor Savard torció hac

rriba una comisura de la boca—. Lo más parecido a mí, emás de un sentido. —Luego se miró la palma con aire crític

y carraspeó. Ya comprenderá usted que, con el clima qu

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hay en la calle, no puedo permitir que usted salga de aquí sompañía.

Tras una larga pausa, Hannah dijo: —Voy a quitarme el delantal. Tardaré sólo un momento

Los pocos carruajes que circulaban estaban ocupadoDurante unos minutos el doctor se paseó por la Broad Waygitando inútilmente los brazos, hasta que, cansado dsperar, cogió una lámpara de aceite del asilo y, en tácitcuerdo, ambos echaron a andar hacia la calle Whitehall.

Hannah cargaba la bolsa, pues el doctor tenía una mannutilizada y necesitaba la otra para sostener la lámpara, quhirriaba amistosamente a cada paso, arrojando un óvalo d

uz que se bamboleaba entre ellos . Los edificios y los árbolee recortaban claramente contra el cielo de la noche. En laafeterías y las tiendas reinaba el silencio, pero las entrada

de las tabernas estaban iluminadas por antorchas y lámparaque despedían un humo oscuro. De vez en cuando s

ruzaban con un vigilante que patrullaba la calle con sámpara. No se veía a ningún rufián, pero Hannah no quishacer comentarios, sobre todo por no llamar al mal tiempo.

Por las calles pasaban coches y carros tirados poaballos, cuyas herraduras repiqueteaban enérgicamen

ontra los adoquines. De todas partes surgían risas y voce

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iradas; los perros ladraban y los letreros de las tiendahirriaban a cada golpe de viento.

 —No sé cómo la gente puede soportar este bullicio dy noche. —Hannah lo dijo en voz alta, para su sorpresa y

del médico. —No creo que el mundo de la noche sea callado, iquiera en su montaña, ¿o sí?

 —No —reconoció ella—. Allá hay ruido, sí, pero nste barullo constante.

 —Con el tiempo uno se acostumbra. —Yo no me acostumbraría —dijo, y añadió, par

ambiar de tema—: La herida debe de dolerle mucho...El doctor Savard lanzó un gruñido.

 —¿Eso quiere decir que no? —preguntó Hannah.Él le lanzó una mirada de irritación.

 —Claro que duele. Pero ya pasará. Como todo. —Un té de corteza de sauce lo aliviaría un poco. —Tenga cuidado.Esquivaron un montón de desperdicios; la luz de

ámpara se reflejó en los ojos de una rata que se hab

nstalado en un nido de trapos. Mientras pasaban junto a uerta a oscuras de una sombrerería, dos siluetas sscondieron entre las sombras, seguidas de unas risitaroseras.

 —Oh, mira, Susie. El doctor Savard ha salido a dar u

aseo. Qué placer verlo, doctor.

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 —Señorita Susan, señorita Mariah, buenas nocheengan ustedes —saludó él levantando la voz, pero siminorar el paso. Luego se volvió a Hannah—: Son dama

de la noche, como dice el doctor Simón, de manera un tant

ufemística. En otras palabras, prostitutas .Hannah miró por encima del hombro, pero ya no laveía.

 —El doctor Savard ha salido a pasear con una señorMariah. No tiene tiempo para nosotras. —Se oyó una risque parecía un hipo.

 —Reconozco esa voz —comentó ella, aminorando aso—. Ayer la atendí por... —Hizo una pausa.

 —¿Supuración blenorrágica? —Sí. —La padecen muchas. Por eso acuden a nosotros.

 —Pero eso es contagioso. —Sí. —Y ellas... —Continúan profesionalmente activas, sí. La frase qu

usca, señorita Bonner, es: «Caveat emptor.»

 —No —corrigió ella, finalmente irritada por su tono—o pensaba en el comprador, en absoluto. Pensaba en ldoloroso que ha de ser para ellas.

Él se encogió de hombros y la linterna se bamboleó. —El hambre es mala consejera.

 —Trata este asunto con mucha frialdad, doctor.

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A la luz de la lámpara se lo veía sobrio. —Prefiero decir que lo abordo con objetividad, alg

necesario cuando se practica la medicina entre los pobreMe temo que usted no ha aprendido todavía esa lección.

 —Y espero no aprenderla nunca. —Todavía es muy joven, señorita. —¿Qué tiene que ver mi juventud con esto?Él apartó la vista hacia la oscuridad, como si allí fuera

hallar la respuesta adecuada. —En otra época yo era como usted, pero descubrí qu

l optimismo es una carga inútil cuando se practica medicina, sobre todo aquí.

 —¡Muy amable de su parte avenirse a compartonmigo su gran conocimiento y su comprensión d

mundo!

Hannah apretó el paso. Se oyó la suave risa del médicy algo más: gritos lejanos, atravesados por el agudo silbade un policía. Ella se detuvo para volverse hacia sompañero, que a su vez se había vuelto hacia el ruido. Máilbatos. Los gritos se hicieron más claros.

 —El doctor Simón ¿está bien? —Avergonzadomprendió que habría debido formular esa pregunta muchntes.

 —Supongo que a estas horas debe de estar a salvSerá mejor que nos demos prisa —dijo él, y después de u

momento, prosiguió—: ¿Así que no ha tenido suerte con lo

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egistros?Hannah no podía ver su expresión bajo el ala d

ombrero. —No, ninguna —respondió, y levantó la cara hacia

resca brisa nocturna. —Tengo entendido que abandonará muy pronto iudad.

 —Antes del fin de semana, sí. La señora Todd no hmejorado y su esposo quiere que regrese a casa cuantntes.

 —La señora Todd es paciente del doctor Ehrlichverdad? Alguna vez lo he oído hablar de ella.

Hannah asintió con un gesto. No se le ocurría ningúomentario sobre el médico de Filadelfia que no pudieesultar ofensivo. Para sorpresa suya, se dio cuenta de n

hacía falta andarse con tanta cautela. —Ese hombre silba y zumba como los mosquitos —dij

l doctor Savard, en tono coloquial—. Si al menos fuera tanteligente como ellos...

La joven ahogó una risa, apretando una mano contra

oca. Su compañero la miró con impaciencia. —Como médico es un desastre. Y usted lo sabe.Hannah tardó un momento en responder.

 —La señora Todd está ahora peor. —¡Qué diplomática es usted! Podría decir, sin má

vueltas, que ese hombre es un charlatán pretencioso.

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Después de un momento de silencio, Hananh dijo: —Kitty me preocupa. —Veamos, descríbame el caso. Es un tema d

onversación como cualquier otro.

Ella aminoró el paso. —¿Lo dice de verdad? Quería discutir su caso colguien, pero el doctor Simón no parece muy dispuesto.

 —Pues debería haberme consultado a mí —repuso on brusquedad—. Hable. Tiene quince minutos.

La dejó hablar. De vez en cuando, hacía preguntas edía aclaraciones. Hannah le contó lo que sabía y lo quospechaba. El simple hecho de explicar la historia de Kitastó para arrancarle hasta el último resto de optimismo.

 —Me temo que no llegará al otoño —concluyó.Estaban cerca de Bowling Green. Los jardineros había

stado trabajando por allí, y el aire olía a césped reciéortado. En la plaza reinaba el silencio, pero las casaalpitaban de luz y movimiento. Calle abajo, una fila darruajes esperaba frente a la casa de los Delafield, donde selebraba una fiesta. Allí estarían Amanda y Will; tambié

Kitty, si se sentía lo bastante fuerte. —¿Señorita Bonner? —¿Sí? —Hannah dio un respingo al verse arrancada d

us pensamientos. —Permítame que le pregunte algo. Usted ha vist

uánto hay por hacer entre los pobres de esta ciudad. Ya e

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una doctora excelente. ¿No ha pensado en quedarse partender a quienes la necesitan de verdad?

Ella dio un paso atrás, llena de sorpresa e irritacióero también extrañamente satisfecha. El doctor Savard

miraba con tanto apasionamiento que se vio obligada partar la cara. —¿No tiene nada que decir?Hannah se llevó una mano al cuello, donde el pulso

había vuelto atronador. —Le agradezco la buena opinión que tiene de m

doctor.Él apartó esas palabras de sí con un ademán de la man

vendada. —No, no es agradecimiento lo que busco. Le ofrezco

portunidad de hacer aquello para lo que ha nacido. Lo

obres de esta ciudad la necesitan. ¿Se quedaría por ellos?La idea de vivir y trabajar en la ciudad le resultaba ta

oco apetecible, tan distinta del mundo que ella imaginabque le costó encontrar una respuesta cortés, e inclusomarse en serio el cumplido que le había hecho con aquel

ugerencia.«Es como si me pidiera que volara», pensó replicar. Eambio, dijo:

 —Mi pueblo también me necesita, doctor SavarQuedarme sería volverle la espalda.

Él sacudió la cabeza con impaciencia, como si Hanna

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vendada en un saludo—. Buenas noches, señorita Bonner.Después de caminar unos pasos, ella se detuvo

egresó. —No me ha dicho qué piensa del caso de la seño

Todd. —Usted no me lo ha preguntado. —Eso nunca le ha impedido expresar su opinió

doctor.Sólo le veía parte de la cara, pero por el tono del médic

ra evidente que sonreía. —Ah, pero ella es paciente suya, ¿verdad?Hannah vaciló.

 —Pero deseo consultarle a usted.Savard alzó la cara hacia los árboles, como si ello

udieran infundirle sabiduría, y formuló a las estrellas

regunta que ella habría debido imaginar: — Ubi est morbus? —En el útero —respondió Hannah—. El origen de

nfermedad es una debilidad o una ruptura no cicatrizada dútero, sufrida al alumbrar a una criatura muerta. Pero ¿cóm

e cura?Él la miraba con la irritación y la urgencia de costumbre —Se lo preguntaré nuevamente, señorita Bonner: ub

st morbus? —¿Está insinuando que el origen de la enfermedad n

stá en el útero? —preguntó Hannah, atónita, inquiet

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rovocativa—. ¿Dónde, entonces? —Tal vez el útero no sea la causa última de

nfermedad. Usted se ha dejado cegar por lo obvio. Lo qua señora Todd necesita es algo o alguien de que ocupars

parte de sí misma. Distraiga su mente, señorita Bonner, odrá curar su cuerpo. —¿Cree usted que las hemorragias son de orige

nervioso?Él sacudió la cabeza.

 —Su paciente no es una dama que sufra desmayonerviosos, escalofríos y dolores vagos. El daño físico eeal...

 —... pero el proceso de curación comienza en otra par—apuntó ella.

El doctor Savard le sonrió y se tocó el sombrero con

mano vendada. —Comienza a pensar como una anatomista, señori

Bonner.Era el mejor de sus cumplidos. Dicho eso, giró sobr

us talones y se fue.

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Capítulo 28

La señora Burroway era la jefa de matronas de la sanfantil, seca como el esparto y difícil de conmover. Ante lropuesta de Hannah no se mostró sorprendida ni puso e

ela de juicio sus motivaciones. Simplemente fue hacia scritorio del rincón y escribió unas cuantas frases. Hannairmó el papel y sacó unas monedas del bolsillo.

 —Enseguida la enviaré con el joven Michael —dijo eñora Burroway—. Puede usted confiar en él.

Con esa tibia promesa, Hannah se alejó del asilaminando con las manos vacías. Cicero ya había retiradodas sus cosas, junto con un baúl lleno de libro

medicamentos, instrumental médico y material para vacunaque el doctor Simón había reunido para Richard Todd. Ele había despedido de los doctores, de los pacientes y deñor Magee. Este le cogió una mano entre las suyas y xpresó sus buenos deseos en un lenguaje torpe, demasiad

ormal, probablemente aprendido de tanto escuchar a lomédicos. —La echaremos de menos —dijo él por fin—. Hasta

eñora Sloo la echará de menos, recuerde lo que le digo. Asa mujer le gusta pelear. Y usted le daba lo que ella quiere.

 —Pero no le agradaría que yo me quedara —objetHannah.

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Él encogió un hombro huesudo en señal de desacuerd —No estoy tan seguro.Y Hannah salió sonriente del asilo. Anhelaba es

aminata de regreso a la calle Whitehall, pues sería su únic

portunidad de estar sola en todo el día. En cuanto entraror la puerta, se dedicaría a preparar el equipaje, la casstaría en movimiento y más agitada que un hormiguerntes de una tormenta. Los niños discurrirían el último plaara introducir subrepticiamente en el barco a Peter y

Marcus, con el fin de establecer entre los cuatro un paraísnfantil en la montaña. Y como Amanda y Will no pararían dncontrar cosas para enviar a Elizabeth, a los gemelos,

Curiosity o Nathaniel, el equipaje amontonado en vestíbulo continuaría creciendo, aunque ya había asumid

roporciones tremendas.

Y Kitty estaría afligida por la idea de la partida y llena dxigencias de última hora.

«Necesita algo o alguien de que ocuparse, aparte de misma. Distraiga su mente y podrá curar su cuerpo.»

Todavía dando vueltas a ese consejo, Hannah gir

hacia la Broad Way y encontró las calles atestadas de gentque no parecía ir a ninguna parte.Cuando preguntó a una muchacha qué ocurría, obtuv

or respuesta un gesto de sorpresa y espanto, como si hubiera hablado una estatua. Al parecer, en la ciudad habí

mucha gente que no había visto nunca a un indio; para

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mayoría, ese color de piel significaba ausencia de lenguahumano. Le sucedía tan a menudo que ya casi no se sentnsultada.

De pronto vio a un niño del asilo; la manera en que s

scurría por entre la multitud no auguraba nada bueno. Ldetuvo para pedirle una explicación, pero recibió esa miradque los pequeños reservan para los adultos lelos. Luego dijo lo que todo el mundo parecía saber: que estaba a puntde comenzar el desfile de Tammany Hall, y de inmediatdesapareció entre la muchedumbre.

Fuera lo que fuese Tammany Hall, parecía algo mupreciado por la gente de Nueva York. Allí parecía habersongregado toda la ciudad: lavanderas y mercadere

hojalateros cargados de cazos, cacerolas y sartas denedores, criadas, señoras con mantos y sombrero

xtravagantes, deshollinadores. La gente se agolpaba en lovanos de las puertas, asomaba medio cuerpo por laventanas o espiaba desde los tejados. Los que estaban en alle avanzaban a empujones y codazos, nerviosos gitados. Cada paso adelante se hacía más difícil, hasta qu

esultó imposible avanzar hacia ningún lado. Los perroullaban; una yunta de bueyes alzó el hocico para mugir ielo; el carretero, entre juramentos y palmadas, tiraba de lonimales para apartarlos del paso del desfile. Los niñoorrían calle arriba y regresaban vociferando nuevas a tod

ulmón.

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Casi todos los vendedores ambulantes habían quedadtrapados en el torrente humano como leños en un r

helado; un afilador, reclinado contra su carro, dormrofundamente, con la cabeza apoyada en la piedra giratori

l vendedor de cacahuetes estaba rodeado por un públicnsioso e impaciente.Por más que se erguía de puntillas y estiraba el cuell

Hannah no veía ninguna vía de escape. Junto a ella habuna anciana con unos pocos dientes negros y granos dzúcar en el labio colgante.

 —Ni lo pienses, querida. Tendrás que quedarte aquhasta que haya pasado el desfile. Lo mejor que puedes hacs disfrutar del espectáculo —dijo la vieja, y le echó u

vistazo con los ojos entrecerrados. Tenía tanta mugrcumulada en las arrugas de los ojos que, a primera vist

arecía tatuada. —¡Señorita Bonner! —Un hombre alto levantó la man

ara saludarla, mientras avanzaba hacia ella desde la fila doches particulares que se habían detenido a presenciar spectáculo—. Me envía la señora Kerr para rogarle qu

vaya a ver el desfile con ella.Hannah alzó la mano para protegerse del sol. Allí estaba señora Kerr, agitando un pañuelo con tanta violencia quas plumas de avestruz de su sombrero —naranjas y verdeomo las rayas de su vestido— se bamboleaban como rama

l viento. Lo que ella deseaba era llegar a casa, pero si ten

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que ver el desfile, sería mejor verlo bien. Se dejó guiar hasl carruaje, donde la mujer la ayudó a instalarse sobre unoojines de terciopelo con gruesas borlas de seda.

 —¡Qué grata casualidad! —dijo la anciana—. Confiab

n verla otra vez antes de que partiera, señorita BonneMire, ahí viene el desfile!Por la esquina apareció una procesión, llena de ruido

olor. Delante iban niños varones danzando en zigzag, coascabeles y campanillas alrededor de la cintura, en laodillas y en las mangas. Algunos llevaban tamboreolgados con correas de piel que aporreaban sin descanso.

Un anciano de pelo y barba blancos trotaba entre elloobre un asno adornado con cintas multicolores. Llevaba uabo de ciervo prendido al sombrero de castor y tenía loómulos atravesados por rayas pintadas; de vez en cuand

os niños azuzaban al animal, el viejo los amenazaba con uomahawk herrumbroso y salían huyendo, entre carcajada

Un niño trató de apoderarse de la alforja que pendía contra panza del animal, pero el viejo lo agarró y, tras subirlo a rupa, lo golpeó ruidosamente en las posaderas con la par

lana del tomahawk. —El señor Masón, padre —apuntó la señora Kerlzando la voz para hacerse oír—. Su hijo es uno de loachems. Los desfiles le encantan.

 —¡Los bravos! —aulló la muchedumbre—. ¡Los bravo

de Tammany!

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Entonces se iniciaron los estribillos cantados a coro, yHannah se le erizó la piel de la nuca.

 —Son la flor y nata de Tammany —explicó la señorKerr—. Respetables empresarios , todos ellos .

Un centenar de hombres, todos blancos y pintados a manera de los indios, trotaban por la Broad Way, con laaras pintarrajeadas y tocados con gorras de las quolgaban colas de crin.

 —A De Witt le gustaría arrancarles a todos el cuerabelludo con esos tomahawks. —La señora Kerr se reía—Grandísimos tontos!

 —¿El senador Clinton no está de acuerdo con estamanifestación?

Hizo un gesto con la mano enguantada. —Desprecia a los de Tammany. Todos ellos so

artidarios de Aaron Burr, ¿comprendes?Hannah no comprendía nada; conocía de oídas a lo

olíticos más prominentes de Nueva York, pero no sabran cosa de las intrigas y luchas entre los partidos.

La mayoría de los hombres de Tammany Hall vestía

erneras de piel de ante y camisas de cazador e ibaubiertos con capas complejamente decoradas con plumas uentas; algunos desfilaban con ropas normales, perlevaban las caras pintadas y un rabo de ciervo prendido ombrero. Incluso aquellos que tenían barba y largo

mostachos iban pintados; más que guerreros indio

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arecían cómicos, como los que Hannah había visto en laerias escocesas.

Sin embargo, lo peor, lo que la dejó sin aliento, fueroas máscaras.

Llevaban los rostros cubiertos con máscaras hechaon cuerdas trenzadas y otras talladas en madera de saucdespués de una ceremonia que duraba tres días parpaciguar al espíritu del árbol. Muchas de ellas estabauidadosamente pintadas y decoradas con largos manojo

de crines y trozos de metal clavados alrededor de logujeros para los ojos. Esas máscaras le eran tan familiareomo las caras de sus parientes: ninguna había sido hechor manos blancas y todas tenían una finalidad sagrada.

 —El Mendigo Risueño —susurró Hannah para sudentros, ante un hombre que pasaba corriendo.

 —¿Qué ha dicho usted? —La señora Kerr se puso unmano en la oreja, a modo de bocina.

 —Esa máscara se llama Mendigo Risueño —repitió oven, señalando con el dedo—. Mi tío usó una así en último Festival del Arce.

«Sirve para ahuyentar los malos espíritus», habrodido agregar, pero no había manera de que la oyera, pueos hombres habían comenzado a cantar y la multitud le

hacía eco: sílabas sin sentido, ensartadas como balbuceo debés, con acompañamiento de tambores y golpes de pie

ontra el pavimento.

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Cuando los bravos hubieron pasado, apareció un grupmás reducido, que caminaba a paso tranquilo.

 —Allí está Burr. Es el vicepresidente, ¿sabe?, pernunca tiene bastante. Mire cómo se desvive sonriend

omo si hiciera el amor con cada ciudadano en condicionede votar. Se muere por ceñirse una corona, aunque tengque forjarla él mismo.

El último grupo de la procesión iba encabezado por uhombre corpulento, de cráneo tan grande y vientre tavoluminoso que parecía a punto de caer hacia delante. Leguía una mujer casi tan alta como él. Aun desde lejo

Hannah reconoció en ella a Virginia Bly, la de La Cabeza dToro. La seguían tres mujeres más jóvenes a las que nhabía visto nunca, pero, por su color de piel, supuso querían sus hijas. Las cuatro vestían finísimos vestidos d

iel de ante adornados con plumas y cuentas.La procesión se detuvo. El señor Bly subió a un gra

strado de madera que había ins talado en medio de la callelzó los brazos . Tenía las mejillas pintadas con bandas rojamarillas y negras, distribuidas al azar; su atuendo era un

mezcla de o'seronni con una idea aproximada de lo que es uuerrero kahnyen’kehàka. Sin embargo, saltaba a la visque el tocado de plumas y cuero crudo había sido elaboradon esmero.

De su gorra de piel, decorada con cuentas, caía un

arga cascada de plumas de águila. Era el tocado de un gra

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uerrero, de un sachem que hubiera ganado muchas batallaara su pueblo. En alguna aldea mohawk o sacandaga,

norte, o en los valles donde vivían los sénecas y lonandagas, las mujeres habían pasado muchas hora

onfeccionando juntas ese adorno. Mujeres como VirginBly; mujeres como la madre y las abuelas de Hannah. Lostó resistirse al impulso de correr a arrebatárselo de abeza.

Bly alzó la voz, grave y fuerte, por encima de muchedumbre.

 —¡Amigos míos! Inclinemos la cabeza para recordar xcelso Gran Sachem de los Trece Fuegos Unidos. Quontinúe bajo la protección del Hacedor de Vida, el Gra

Espíritu, que lo ha elevado hasta su encumbrada posicióQue la sabiduría de los sachems que lo precedieron lo gu

hasta el trascendente esplendor de su grandeza.Mientras él parloteaba, monótono, la multitud comenz

dispersarse. La señora Kerr dio unos golpecitos con astón en la cabina del cochero y Hannah dio un resping

de sorpresa: concentrada en el espectáculo, casi hab

lvidado dónde estaba. —George, ponte en marcha en cuanto puedas. Llévanoun trecho por la costa, lejos del gentío. La señorita Bonnnecesita aire fresco y tiempo para recobrarse.

 —Regresaré a pie —dijo Hannah.

 —¿De verdad? ¿Entre esta muchedumbre? —La ancian

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chó un vistazo a la calle—. ¿No prefiere pasear un ratonmigo y escuchar la historia de Virginia Bly y sus hijaso ponga esa cara de sorpresa. Su expresión revela much

querida.

Sus ganas de replicarle eran tales, que Hannah sintiomo si tuviera sal en la lengua. —¿Por qué habría de tener yo interés en Virginia Bly

us hijas?La señora Kerr desechó la pregunta con un movimient

de la mano. —No se haga la inocente, señorita Bonner. Si no quier

scuchar lo que tengo que contarle, la acompañardirectamente a su casa. —Después de ver que Hannah no sdecidía a responder, dijo—: Ya me parecía a mí...

Pasaron más de cinco minutos antes de que el ruido da multitud quedara atrás. La señora Kerr contemplablácidamente desde su asiento los barcos ostreros qu

navegaban a lo largo de la costa. Hannah no se decidía hacer preguntas, simplemente porque no sabía por dóndomenzar.

Por fin la anciana pareció recordar que no estaba soladesvió la mirada hacia ella.

 —Voy a ver ese desfile porque me divierte ver a lo

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hombres haciendo el papel de tontos. Pero comprendo quusted se sienta ofendida.

Siguió otro largo silencio. —Señora Kerr...

 —Virginia Bly tenía cinco hijas —la interrumpió—. Lares menores son las que hemos visto hace un rato. Sobrllas corren muchos rumores; el más comentado es que pa noche su madre las encierra bajo llave en una habitacióon las ventanas selladas con tablas. Y es cierto. Verá ustedus dos hijas mayores huyeron, y no quiere que vuelva currir lo mismo con éstas.

»Está casada con ese hombre que aún debe de esterorando en la Broad Way, el propietario de La Cabeza d

Toro, la posada por la que usted pasó con Will Spencer larde en que él le habló de Libertas. ¿Creía acaso que él n

nos diría lo de ese paseo? Todos nosotros contamos con linceridad de los demás, señorita Bonner. Desde luego qu

nos lo dijo.»Ahora bien: Libertas observa muy atentamente a Harr

Bly. Por ejemplo, estamos enterados de que ayer ocupó

ugar de Micah Cobb en una reunión de cazanegros. El señoCobb ha partido hacia el norte, en busca de... —La ancianhizo una pausa para pensar en lo que iba a decir—. Unmiga común, mía y suya, señorita Bonner. Usted debe dstar preocupada por ella, naturalmente, pero por

momento no tengo noticias que darle. Lo que sí pued

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ontarle, y usted quiere saber, es la historia de Jenny, la hijmayor de Virginia Bly. La esposa de Liam Kirby.

Hannah enrojeció de confusión y bochorno. —Puesto que usted se muestra tan sincera, señora Ker

spero que me perdone si le soy franca. No tengo demasiadnterés en hablar de Liam Kirby ni de su esposa, con usted on nadie.

La mujer se reclinó entre los cojines con una ribrupta.

 —Me gustaría conocer algún día a su madrastra, paelicitarla por haberla educado así. Su rapidez densamiento y respuesta es muy notable en una muchachan joven. Debo admitir que he comenzado mal esonversación.

 —Yo diría más bien que no era necesario que

omenzara —la interrumpió Hannah, sin poder dominar snfado—. Se trata de un asunto personal. Y si he de serlincera, me sorprende y decepciona que Will Spencer l

haya revelado cosas de mi vida privada. —No se precipite en sus conclusiones, señorita Bonn

—dijo la anciana, con más aspereza—. Will Spencer no mha hecho ninguna confidencia. Lo que sé de usteovencita, lo sé de boca del mismo Liam Kirby.

Ella sintió que se demudaba. Abrió la boca, pero nudo pronunciar palabra.

 —¿Quiere que continúe?

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 —No estoy segura. —Pues bien, continuaré. Puede interrumpirme cuand

o desee, aunque dudo que lo haga. Se pregunta usted cóms que conozco a Liam. La relación le parece extraña. Y est

n lo cierto, naturalmente, pero sólo porque usted ignoque mi difunto esposo poseía una pequeña flota de barcomercantes. Nada le gustaba tanto como hacerse de vez euando a la mar para atender personalmente los negocio

En el fondo era un niño. Los hombres que no tienen hijoor el motivo que sea, nunca dejan de ser niños.

»El señor Kerr soñaba con ingresar en la Marina hacerse a la mar, pero su padre no se lo permitió. Así que, y

ien entrado en años, compensó esa carencia viajando eus propios barcos. Así fue como conoció a Liam Kirby, e

un viaje a las Islas de las Especias. Supongo que en Paradis

l le hablaría de sus años en el mar. —¿Usted sabía que Liam iría a Paradise?La señora Kerr sacudió la cabeza, haciendo bailar la

lumas. —Si me obliga a ir saltando de un lado a otro del relat

eñorita Bonner, ambas acabaremos más confundidas que rincipio. Como le decía, mi esposo y Liam se conocieronordo del Nutmeg. Lo primero que llamó la atención deñor Kerr fue esa perra pelirroja; él amaba a los perrosabe usted? Llegamos a tener seis, a cual más grande. Lo

erros son animales adorables, pero no tanto como pa

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ompartir la cama con seis. Oh, me he apartado del tema.»Cuando el barco retornó a Nueva York, mi espos

volvió a casa con Liam y su perra. Él sentía debilidad por loóvenes descarriados. Era un hombre muy poco apegado

as convenciones, señorita Bonner; de lo contrario nunca shabría casado conmigo. Si algo le interesaba, quería tenererca; por eso el joven Liam pasaba mucho tiempo co

nosotros, cuando no estaba navegando, y yo le cogí muchfecto.

 —¿Y él le habló de Lago de las Nubes? —De vez en cuando hacía algún comentario sobre

hogar que había abandonado, pero sin dar muchos detalleLa mayoría de las veces hablaba de su hermano y d

athaniel Bonner. Me contó que ustedes habíadesaparecido en la campiña escocesa.

Hannah apenas podía respirar, y mucho menos hablaero la señora Kerr no necesitaba de sus comentarios.

 —Creo que no es necesario que le mencione sucusaciones. El hecho es que hablaba de ustedes a menud

y los creía perdidos para siempre. Un día retornó de un

arga ausencia, de un viaje a China, imagínese, y vio a JennBly.»Ése fue el fin de su carrera como marino. Buscó trabaj

n la ciudad, de carpintero; dos veces por semana visitaba asa de los Bly, o al menos lo intentaba. Virginia no tomab

n serio su interés por Jenny. Un joven sin posición social

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erspectivas no era un buen candidato para ninguna de suhijas. Pero Jenny le dio ciertas esperanzas, probablemenólo por fastidiar a su madre, que por fin les habncontrado esposos adecuados. Ella estaba destinada

eñor Hufnagle, un alemán importador de café, reciélegado a la ciudad. Era viudo y la doblaba en edad, pero smadre quería un hombre blanco con recursos, dispuesto asarse con una joven piel roja por una dote generosa.

»El señor Kerr estaba permanentemente informado dómo marchaba la relación entre Liam y Jenny Bly, mejo

dicho, de cómo no marchaba. Por entonces mi esposo estabya muy enfermo y las visitas de Liam, que ocupaba uuarto sobre nuestros establos, eran un gran consuel

Estaba muy apegado a ese muchacho, y yo también, debdmitirlo.

»Aunque no tengo hijos, o quizá precisamente por esme parece obvio que la culpa de lo que sucedió después fude Virginia Bly. Las muchachas testarudas son tan fáciles dmanejar como una carnada de gatos salvajes. Tarde emprano harán lo que les plazca, y eso es lo que sucedi

Cuando ella anunció a las chicas que debían casarse, sugaron. Liam estaba preocupadísimo.La señora Kerr hizo una pausa para mirar a Hanna

directamente a los ojos y luego continuó. —Usted debe de pensar que hasta ahora no hay nad

uera de lo normal en mi relato. Es natural que una jove

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desafíe la autoridad de sus padres, si no está conforme col esposo que le han escogido. Pero Bly se indignó tant

que puso precio a la cabeza de sus dos hijas mayores ncomendó a Micah Cobb que las llevara a casa, como

ueran perros vagabundos, y al cabo de dos días estaban dvuelta en el hogar. El señor Cobb es muy bueno en lo suyo —Señora Kerr... —Hannah percibió cier

desesperación en su propia voz, pues el relato le producnsiedad—. Si tuviera a bien...

 —¿Ir al grano? Eso es lo que voy a hacer, señoritBonner. Con el escándalo, desaparecieron los mercadereque Virginia Bly había sobornado para que aceptaraasarse con sus hijas. Entonces casó a Jane, la mayor, co

Micah Cobb, el hombre que la había llevado a rastras, atadde pies y manos como un ternero. Jenny fue prometida

onah, su hermano, un espécimen repugnante como pocoero logró escapar otra vez. Y al día siguiente, cuandegresó, estaba casada con Liam Kirby.

 —Espere —pidió la muchacha, frotándose las sienedoloridas—. ¿Jenny Bly se casó con Liam para burlar a su

adres? —Liam no lo cree así, pero ésa es mi conclusión. —Conque ella vive distanciada de su familia p

haberse casado contra la voluntad de sus padres. ¿No esí?

 —No. —El puño de la anciana apretó la empuñadura d

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astón—. No es así. A veces usted se impacientdemasiado, señorita Bonner.

Hannah se mordió la lengua para no darle una respuesortante.

 —Perdone. Continúe, por favor. —Tres meses después de casadas, las muchachadesaparecieron otra vez.

 —Huyeron, naturalmente. Es comprensible. —No he dicho que huyeran. He dicho qu

desaparecieron.Hannah se quedó desconcertada; al principio crey

haber entendido mal. La anciana contempló sus guantedurante un largo momento y luego continuó:

 —Liam cree que su mujer huyó, sí. Casi toda la ciudaarece pensar lo mismo. Pero ninguno de los cazadores d

ecompensas ha logrado hallarla, ni tampoco a Jane.Un arrebato de irritación hizo que los dedos de la jove

e encresparan, y tuvo que apretarse las manos parquietarlos.

 —¿Cree us ted que han muerto? ¿Asesinadas?

 —Es posible, sí. Pero sí de algo estoy segura es de qui esas muchachas sufrieron algún daño, no fue por obra dLiam. Él no descansará hasta haber hallado a su esposa.

 —Ésa no es excusa para ganarse la vida como cazadode recompensas —adujo ella.

 —No, no es excusa —concordó la señora Kerr.

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Una imagen pequeña y horrible acudió a la mente dHannah: la imagen de una joven inclinada hacia un plato domida, con un niño muerto atado al pecho.

 —Señora —dijo lentamente—, ¿podría describirme

enny?Por primera vez desde que había iniciado su relato, nciana ablandó la expresión.

 —Usted ha visto a las hermanas menores; ella se learece mucho: oscura de pelo y de piel. Pero tiene unos ojouera de lo común. Demasiado verdes para ser avellana, on vetas pardas.

 —¿Y su estatura? ¿Es como yo? ¿Como su madre?La mujer miró hacia lo lejos con los ojos entornado

omo si tratara de conjurar a Jenny Kirby, convirtiéndola decuerdo en ser de carne y hueso.

 —Es más alta que usted, diría yo, pero no tanto comu madre. Claro que nunca he visto a otra mujer de statura de Virginia Bly. ¿Por qué me lo pregunta?

 —Al asilo fue una joven... Pero era muy baja. —Ah, comprendo. —La señora Kerr meneó la cabeza—

Pues entonces puede estar segura de que no era ninguna das Bly.De pronto la frustración de Hannah entró en ebullició

ya era imposible contenerla. —No tengo ni idea de qué conclusión sacar de lo qu

me ha contado, señora.

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La anciana sonrió. —Pues entonces déjelo estar hasta que lo hay

ntendido.Hannah pidió bajarse en el extremo norte de Bowlin

Green; así tendría unos minutos para reponerse. Smbargo, tras despedirse de la señora Kerr, se descubrincendida por una cólera nueva, tan ingobernable como

mismo sol. Le llenaban la boca palabras que no se atrevíadecir, ni siquiera a sí misma. ¿Qué clase de lugar era aquél, eque había personas como Virginia Bly y Micah Cobb, qu

odían transformar así al Liam que ella había conocido?El mayordomo del señor Livingston la miró co

uriosidad, y una de las criadas de los Delaney le deseuen viaje, mientras se sacudía el delantal. En cadportunidad, ella se vio obligada a dar una respuesta cortés

 —Buenas tardes, señorita —saludó el señVanderVelde, que llegaba a la plaza con sus perros .

«Pero éste no es mi lugar...» Se tragó el enfado una tra vez, pero volvía a la garganta, como un cáncer que snredara a los tendones y a los músculos, palpitando com

ambores, como una herida vieja, como una herida reciente.La señora Douglas la esperaba en el vestíbulo, hechun manojo de nervios.

 —En la cocina la espera alguien del asilo.Precisamente en ese momento, brotó desde allí u

hillido que hizo dar un respingo a la digna ama de llave

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Súbitamente Hannah recordó por qué debía llegar a casuanto antes.

 —¿Han traído a la pequeña?La señora Douglas asintió.

 —El hombre ha dicho que le habían pagado pantregársela a usted y no quería aguardar. Quería dejar a esriatura como si fuera una carta, un paquete, un cesto d

manzanas... ¡Imagínese! Le he dicho que debía esperarleñorita Hannah. He pensado que podría tratarse de urror. ¿Tiene fiebre? —Y cruzó las manos contra la falda.

«Quiere tocarme la frente, pero no se atreve —pensHannah—, por el color de su piel, o por el de la míaCuriosity lo habría hecho sin vacilar, o Elizabeth, o MuchaPalomas. Al pensar eso, Hannah olvidó su enfado; volvió er ella misma, a recordar la bondad y la generosidad qu

había recibido de aquellas personas. Nada de lo quucediera en las calles podía alterar eso: su ira no tenabida en aquella casa.

 —No hay error alguno y no tengo fiebre —dijo—. Pern este momento no puedo explicarle nada, señora Dougla

Lamento mucho haberle causado esta preocupación. Nensaba llegar tan tarde. Ahora debo ver a Kitty y llevarle ebé.

Una expresión distinta asomó a la cara del ama dlaves: comprensión y algo parecido a la admiración. Primer

runció los labios y luego los estiró en una sonrisa.

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 —Sí, claro, por supuesto —dijo.

Hannah encontró a Kitty tendida en la cama, todavía eopa de dormir y con la cara hinchada por el llanto. Euanto la puerta estuvo cerrada, se incorporó. Con un

mano estrechaba la almohada contra el pecho, mientras qun la otra sostenía un pañuelo con el que se tapaba la car

En la luz intensa del atardecer, su tez tenía un tinte azuladque a Hannah no le gustó nada.

 —No sé cómo podré continuar sin el doctor EhrlicHannah. De verdad, no sé. ¡Justo cuando empezaba entirme más normal! Richard no tiene compasión.

Su angustia era auténtica, pero Hannah estaba tambié

demasiado nerviosa para responder con algo más que unoocos murmullos solidarios.

 —La señora Douglas pregunta si has terminado el caldque te ha enviado.

Kitty agitó los dedos hacia la mesa donde estaba

andeja, intacta. —No tengo apetito. Y te advierto que no comeré nadunque quieran intimidarme. —Apartó el pañuelo de la ca

y arrojó a la joven una mirada furiosa y desafiante. Dronto su expresión pasó a ser de sorpresa—. ¿Qué trae

hí?

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Hannah se sentó en el borde de la cama. —Lo que traigo aquí es un dilema, Kitty. Necesito qu

me des un consejo.Y retiró la manta, dejando al descubierto la cara d

ebé, arrugada, serena y sabia, como de alguien que hubievivido cien años. Por debajo de la sucia gorra de muselinsomaba un ribete pelirrojo, tan rojo como las dos delicadaejas. Sus ojos tenían ese color cenagoso que, con el corr

del tiempo, se convierte en pardo.Hannah pasó un dedo por la frente de la niña.

 —Su madre provenía del sur de Inglaterra, comElizabeth. Se llamaba Margaret White. El esposo murió diebres durante el viaje y ella no tenía manera de ganarse

vida. Fue así como acabó en el asilo. —White —repitió Kitty. Miraba a la criatura como

nunca en la vida hubiera visto nada igual. —La señora White murió al dar a luz. Quería abrirs

aso como costurera para mantener a la niña. —¿Es una niña? —Su voz sonó firme, aunque no pod

mirar a Hannah a los ojos.

 —Sí. —¿Está sana?La muchacha se encogió de hombros.

 —Es muy pequeña, pero tiene el corazón fuerte espira sin dificultad. Y mama bien.

Kitty tragó saliva y alargó los dedos para tocar

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manita que había escapado de entre las mantas. —¿Tiene nombre? —En el asilo no ponen nombre a los niños hasta qu

umplen seis meses. —«Si llegan a los seis meses»,

orrigió Hannah, para sus adentros—. Pero si se queda ala llamarán Ann, puesto que nació en jueves. —No tiene cara de llamarse Ann.La pequeña movía los ojos, inquieta; los posó primer

n la cara de Hannah, y luego en la de Kitty. Finalmentbrió la boca en un círculo perfecto, no más grande que uuisante, y dejó escapar un grito agudo.

 —Tiene hambre —dijo Kitty. —Hace apenas una hora le han dado leche de cabra. H

edido a la señora Douglas que mandara a por más.La mujer frunció los labios en un gesto d

desaprobación. —La leche de cabra le hará mal al estómago. La seño

Douglas podría conseguir una nodriza.Como para confirmarlo, la pequeña rompió a llorar, co

os ojos apretados.

 —Sería mejor ponerle el nombre de su madre. MargarWhite suena bien. —Kitty echó una mirada nerviosa Hannah—. Si Elizabeth está de acuerdo, por supuestPiensas llevarla a Lago de las Nubes para que la críe

Elizabeth y Nathaniel?

La joven apretó un puño contra la boca para ocultar un

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onrisa. No pudo evitar recordar las interminablediscusiones que había mantenido con su madrastra sobre laverdades y las verdades a medias, las mentiras y longaños bien intencionados, extrañas diferenciaciones qu

hacían los o'seronni para consolarse. Era una lección quor fin había aprendido. Y con Kitty solía serle útil menudo.

 —En la sala de bebés hay tantos niños que si pudieyudar siquiera a uno... ¿Te parece que he hecho lorrecto? No sé qué pensará Elizabeth. Aceptar a otrriatura, sobre todo si hay que amamantarla...

 —Conoces muy bien a Elizabeth, Hannah. Ella nbandonará a su suerte a una criatura desprotegida. Poupuesto que has hecho lo correcto. —Kitty alargó lorazos, marcados por la lanceta del doctor Ehrlich; era

omo huellas de pájaro sobre una piel tan pálida como manteca fresca—. ¿Puedo cogerla?

En cuanto estuvo en sus brazos, el bebé redujo el llantun gimoteo.

 —Está hambrienta —susurró ella—. Si tuviera leche

—Y miró a Hannah como si se disculpara.La muchacha se dirigió a la puerta y se detuvo allí. —Puede que aún tengas. No ha pasado tanto tiemp

ré a hablar con la señora Douglas. ¿Necesitas algo más?Kitty, que ya había comenzado a desenvolver a la niñ

ara examinarla, se tomó su tiempo para responder:

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 —Sí. Necesitaré pañales y unas mantillas decentes. Esorra no sirve. Por favor, dile a Amanda que venga. Ell

debe de tener por ahí algo adecuado. Y envíame a SuzannahEs hora de que me vista.

Mientras bajaba la escalera, Hannah envió uilencioso mensaje de gratitud al doctor Savard. El pulso aúe atronaba en los oídos. Cuando entró en el estudio de Wiste se levantó inmediatamente y dijo:

 —Dios mío, nunca te he visto tan nerviosa. ¿Qusunto es ése del bebé? La señora Douglas está como locHay algún problema con Kitty?

 —No hay ningún problema —aclaró ella, levantando la

manos para detenerlo—. Por el contrario, ahora tengsperanzas de que mejore.

Will se sentó; un aire pensativo había reemplazado a reocupación.

 —Tu expresión me recuerda a la de la tía Merriweath

l día en que anunció el compromiso de Lydia. Debes dhaber dado un gran golpe. ¿No piensas decirme de qué srata?

Al oír eso, Hannah ensanchó la sonrisa. Echó uvistazo hacia las puertas cerradas del piso alto, atenta

lanto de la niña. No se oía nada.

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 —Estaba tan preocupada por el cuerpo de Kitty qulvidé su espíritu. El pueblo de mi madre sabe que el espírit

herido puede impedir la curación del cuerpo, pero al dedicodo mi tiempo a vacunas, microscopios y diseccione

lvidé ese detalle.Su primo la miraba, intrigado. —¿Y cómo es que lo has recordado tan de súbito? —Me lo recordó alguien. Un maestro. Un amigo.

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Capítulo 29

 —Sé que esta larga visita te ha resultado a veceastidiosa, pero confío que extrañes la ciudad, siquiera uoco.

Hannah miró a Will Spencer, que estaba junto a larandilla del Good News, con las manos cruzadas a spalda, con la mirada perdida en el horizonte. En poco

minutos los porteadores acabarían de subir el último de loaúles a bordo. Kitty y Amanda ya habían bajado con

nodriza para ver el alojamiento e instalar allí a la niña, vestidhora con metros y metros de encaje y la mejor muselin

Tampoco había rastro de los chicos, que habían decidid

xplorar el barco en esos últimos minutos. «Buscan uscondite para dos polizones», pensó Hannah. Pero no dijnada; observaba aquella ciudad que, según las esperanzade todos, debería echar de menos. Desde allí se la veía tarenética como el día de su llegada; la familiaridad no lograb

domesticarla. Hannah no podía fingir que lamentabbandonarla, ni siquiera para dar gusto a alguien taeneroso y bueno como Will Spencer.

 —Te extrañaré a ti —dijo— y a todos los de la calWhitehall.

Él rió abiertamente. —Eres muy diplomática.

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 —Lo mismo me dijo el doctor Savard el otro día, cuandme pidió mi opinión sobre el doctor Ehrlich. —Ella apartó vista hacia el agua—. Bueno, en realidad, lo que quiso decs que le ocultaba mi verdadera opinión.

 —¿Y era cierto?Ella reflexionó. —Sí. Pero como contigo no tengo necesidad de hacerl

e diré qué echaré de menos y qué no. —Hizo una pausa—o echaré de menos al doctor Ehrlich y a su querida lancetero sí las conversaciones que tenía contigo todos los día

durante el desayuno. No echaré de menos las miradas que ente me lanzaba por la calle ni las cosas que murmurabero sí el interés con que Amanda me preguntaba por mrabajo todas las noches. Echaré de menos a la señor

Douglas, pero, no a la señora Sloo. Echaré de menos

rabajo en el asilo y en el hospital, puesto que allí hprendido mucho y podría aprender mucho más. Nxtrañaré la sala de bebés del asilo, pero soñaré con ella. Nxtrañaré el hedor de las calles, pero sí las caminatas junto gua. Echaré de menos la biblioteca del doctor Simón y lo

eriódicos, pero a él no mucho, a pesar de su generosidaues nunca se sintió a gusto conmigo. Echaré de menos laolsitas de espliego que la señora Douglas colgaba entre mopa y los pañuelos que me daba antes de que partiera hacl asilo. Y los cacahuetes tostados que compraba a veces a

hombrecito de la esquina, porque eran muy ricos, y él e

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iego y nunca me hacía preguntas tontas. ¿Estás satisfechoWill levantó ambas manos en señal de rendición y se r

de buena gana. —Permíteme una pregunta. ¿Has logrado todo lo que

roponías? —Ayer mismo escribí esa pregunta en mi diario —dijHannah—. En algunos aspectos he logrado incluso más do que esperaba.

En otros tiempos habría pensado que Will erdemasiado caballero como para sonsacarle cosas, pero eas últimas semanas había descubierto que él sabía utilizambién el silencio para conducir la conversación hacia subjetivos. Desde el día en que le mostrara La Cabeza d

Toro, el nombre de Liam no había vuelto a ser mencionadero allí pendía ahora, casi visible. Hannah dijo:

 —Ayer me encontré con la señora Kerr.Will se meció sobre los talones, estudiando la cubiert

Cuando volvió a levantar la vista, estaba muy serio. —Me lo imaginaba. ¿Te dijo lo que deseabas sab

obre Liam?

Ella entornó los ojos para mirar contra el sol. —Me lo contó todo. Y nada.En el muelle se oían las voces de un marinero y u

stibador que discutían por un baúl. Hannah observó scena hasta que los separaron.

 —¿Crees que Jenny Kirby y su hermana huyeron? —

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reguntó.Will se apretó el puente de la nariz con dos dedos; ell

había aprendido a reconocer ese gesto suyo como señal dmolestia.

 —La verdad, no lo sé. —Tengo sólo una pregunta más. Podría habérsehecho a la señora Kerr, si hubiera logrado ordenar m

ensamientos. ¿Liam es cazador de recompensas o es sóun papel que representa mientras busca a su esposa?

Su primo exhaló un suspiro. —La respuesta a esa pregunta no es tan sencilla com

maginas. —Pues bien, simplifícala. —De acuerdo. Sí, Liam busca a su esposa, pero tambié

s cazador de recompensas. Por lo primero llegó a l

egundo. —¡Señor Spencer!Una voz jadeante llamaba desde el muelle. Ambos s

volvieron. Era Oliver, uno de los nietos de la señorDouglas.

 —¡Señor Spencer! Me manda la abuela Douglas. Hacunos minutos ha llegado correo para la señorita Bonner.Will le hizo señas de que subiera.

 —Veamos esas cartas , Oliver.El muchacho subió a toda carrera por la planchad

squivando a un marinero que llevaba un barril sobre

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hombro y una jaula llena de nerviosos pinzones. Ya siliento, entregó el correo directamente a Hannah, que le das gracias mientras echaba un vistazo a las cartas.

 —Tres al mismo tiempo. —Will no podía disimular s

uriosidad, pero no hizo la pregunta obvia. —Una es de mi madrastra. —Hannah la exhibió paque reconociera la letra—. Deben de estar en casa, por fin.

Vio en la cara de su primo el mismo alivio que elentía. En las dos últimas semanas le había costado fing

que no la preocupaba el largo silencio de sus padres. Por noche desfilaban por su mente, como soldados de infanteríodas las cosas que podían haberlos retrasado en spesura, y ni siquiera el sueño podía hacerlas desaparecer

Después de romper el sello, desplegó inmediatamente hoja, pues Will debía conocer las noticias antes de qu

arpara el barco. —«Querida hija —leyó en voz alta—: Tu padre y y

hemos regresado a casa, ambos gozando de la mejor salud,sí hemos encontrado también a toda la familia, aunque

hermana Lily ha sufrido un esguince de tobillo del qu

odavía no está del todo recuperada.» —Gracias a Dios —murmuró él. —«Hemos regresado con el nieto de Curiosity y Galile

un niño sano y vigoroso. Su madre ha dejado este mundnoticia que sin duda ha de entristecerte mucho. Todo

loramos su muerte. Muchas Palomas está amamantando

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ya partimos. De lo contrario habría ido a pie. —Las lágrimaorrían libremente por su cara, y parpadeó para alejarlas—

Pobre Curiosity... ¿Puedes avisar a Manny y decirle quvaya a Paradise?

Will se esforzó en mantenerse inexpresivo, como hacl doctor Simón cuando algún paciente le formulaba unregunta que no deseaba responder.

 —Will —insistió Hannah, en voz más alta de la quensaba—, ¿ha muerto?

 —¡No! —Él sacudió la cabeza—. Manny no ha muerto —¿Sabes dónde está? —Tengo una idea bastante aproximada de dónde pued

ncontrarse —fue su renuente respuesta. —Pues bien, ¿puedes darle la noticia? Dile que su

adres lo necesitan.

 —Lo intentaré —prometió Spencer—. Haré lo quueda.

Sólo varias horas después, cuando los adiosequedaron atrás y el Good News  comenzó a remontar Hudson, Hannah se acordó de las otras cartas.

Se sentó en la estrecha litera, con ellas en el regazo. Lde Jennet era la más pesada: tres o cuatro hojas, las primera

noticias que recibía de ella desde la muerte de su padre. S

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duda no sería fácil de leer.La segunda fue a la vez una sorpresa y un misteri

levaba su nombre escrito con la letra del doctor Savard. —Ve a leer esas cartas a cubierta —le aconsejó Kitt

desde su litera, mientras disimulaba un bostezo detrás de mano. La niña dormía satisfecha a su lado, moviendeflexivamente la boquita.

 —¿Estás segura? —Sí, por supuesto. Aprovecha lo que queda del so

Esther y yo podemos arreglarnos perfectamente. Y ncuentras a Ethan, envíamelo. Ya ha molestado bastante apitán.

Hannah subió de buen grado, no sólo para tomar soino para alejarse de aquella irritante nodriza que no dejab

de observarla en silencio; en el escaso espacio del camaro

esultaba difícil pasarla por alto.Kitty habría querido producir suficiente leche pa

limentar a la criatura —y habría sido posible, si hubieersistido—, pero al segundo día estaba tan preocupada pa pequeña que comenzó a entrevistar a las nodrizas que

levaba la señora Douglas. Contrataron a una muchacha qucababa de llegar de Alemania; apenas sabía algunaalabras de inglés y parecía poco proclive a dar informacióobre sí misma, pero tenía leche en abundancia y,

diferencia de las otras tres candidatas, estaba dispuesta

viajar hasta Paradise y permanecer allí todo el tiempo qu

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hiciera falta..., siempre que le pagaran bien. Hannah sóodía soportar su escrutinio porque era mudo: la joven n

hacía preguntas.Tras haber arrancado a Ethan de una de las mucha

historias que le contaba el capitán (ésta era de un barcantasma que navegaba por el Hudson durante la luna llenae mandó que fuera a reunirse con su madre y buscó un rolde cuerda que le sirviera de asiento. Desde ese tronmprovisado podía contemplar el río, que se iba estrechandn tanto las montañas se oscurecían a su alrededor. La bris

del anochecer la envolvió y le alborotó los cabellos que se habían escapado de las trenzas, rozando la piel húmeda du cara con la ternura de una madre.

Primero volvió a leer la carta de Elizabeth, en busca dlguna pista sobre Selah. No había ninguna, como si s

madrastra hubiera temido que la información pudiera caer emalas manos. O tal vez no había tenido fuerzas para expresus sentimientos por escrito.

Durante un largo instante observó la carta de Jenneero al ver que quedaba poca luz, la dejó para el d

iguiente.El sello de la carta del doctor Savard se abrió con urujido. Hannah desplegó dos hojas de papel grueso.

Estimada señorita Bonner:En primer lugar, debo disculparme por n

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estar presente en el asilo para desearle un bueviaje y la mejor suerte en su carrera médica. Esperque esta nota cumpla con esa finalidad.

En segundo lugar, deseo darle alguna notici

de interés estrictamente profesional: hoy hvacunado al bicentésimo niño, récord del que edoctor Simón está comprensiblemente orgullosoLa criatura, una niña de siete años recién llegadde Escocia, me ha mostrado los dientes, pero nlos ha usado.

Y en tercer lugar, quiero hablarle de suexperimento sobre mi persona. En verdad n

 puedo rechazar su hipótesis, pues la mitad inferiode la herida está casi cicatrizada, mientras que lmitad superior aún supura. Esta mañana he tratad

toda la zona con su preparado. Ardía terriblementy me ha hecho pensar en usted.

A modo de retribución por su valiostratamiento, y como muestra de mi afecto respeto, incluyo una copia de cierto document

que satisfará su interés y el de sus amigos , aunquno les ofrezca consuelo.Con los mejores saludos de su colega,Paul deGuise Savard dit Saint-d'Uzet

La segunda hoja era una copia de su puño y letra, co

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una nota arriba que decía: «Fallecimientos 1801, julieptiembre, página 12.» Cada línea contenía un nombre

datos de edad, estado civil, lugar de origen, causa y fecha da muerte y lugar de internación. La mitad de las anotacione

egistraban a niños anónimos que habían muerto en el primmes de estancia en el asilo; casi todos tenían menos duatro años y eran víctimas de la difteria. Los habrlandeses, alemanes, norteamericanos, africanos; alguno

habían nacido allí mismo. Otros eran huérfanos, pero en smayoría se los registraba como abandonados, entregados stado o indigentes.

Ella era la última de la página, como si el doctor Savare hubiera quedado sin tinta, o sin tiempo, o, quizá, porqu

hubiera dado la tarea por cumplida. Connie Vaark, mulata ddos años, abandonada al cuidado de la ciudad tres mese

ntes; había muerto asfixiada el día 30 de septiembre, junon otros doce niños, y estaba sepultada con los otros, s

nombre, sin madre, en una tumba común del CementeriAfricano de la calle Chrystie.

Hannah sabía, desde luego, que la búsqueda de Mann

odía acabar así. Nadie que conociera la sala de bebés dsilo podía sorprenderse de eso. Los niños muertos eran taomunes como los cuervos: sólo datos que registr

minuciosamente en una página, negro sobre blanco.«Cualesquiera que sean las noticias que nos traiga

uenas o malas, juntos las pasaremos mejor», había escrit

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Elizabeth. Y Hannah confiaba en su madrastra. Pero ¿cómra posible? ¿Cómo daría esa noticia a Curiosity y a GalileoY a Manny, que aún ignoraba la muerte de su esposa? Alla le tocaría explicar, ayudarlos a comprender que un

riatura pudiera morir en un lugar como el asilo.Manny le había pedido ese favor, pero era demasiado.El sol arrastró unas nubes ensangrentadas hacia el otr

ado del mundo, por encima de las Palisades. De pie ante arandilla, Hannah lo contempló hasta que le lagrimearon lojos.

El viento jugaba con la carta del doctor Savarironeaba de ella, la doblaba y la desplegaba. Cuand

Hannah abrió los dedos, las dos hojas volaron por encimdel agua oscura como dos alas, blanco sobre negro.

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PARADISE

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Capítulo 30

Una semana después de la partida de sus padres, LilBonner empezó a despertarse justo antes del amanecer, coa esperanza y el temor de que hubieran regresado durante noche. Aunque no veía la hora de tenerlos otra vez en case dolía no haber cumplido con su promesa: en esos sie

días no había escrito una sola palabra en el cuadernillo qu

u madre le había dejado.Todos los días lo abría y contaba las páginas. Bajo

ubierta de fina piel de ciervo había doce hojas de papeosidas por el medio para hacer veinticuatro páginas, mulancas y más grandes que una mano. Pero no se decidía

oger la pluma. Durante la primera semana había pensadscribir lo más obvio: «Hoy he ido al gran pantano coOsos. He molido maíz durante largo rato. Muchas Palomastá haciendo un nuevo par de mocasines para Kateri y mermite que le eche una mano con los adornos de cuenta

He ayudado a Bump a plantar coles, y a Muchas Palomas ySusurro de Pinos, a plantar semillas de habichuelas alabazas entre el maíz.»

Pero malgastar luz solar y papel caro para contar a smadre cosas que ella sabía sin necesidad de que se laontaran no le parecía bien. Lily quería escribir cosas que orprendieran, cosas que no pudiera imaginar por sí mism

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que le hicieran fruncir las cejas, reír o formular preguntas qunadie podría responder. Quería que ese cuadernillo fueromo los periódicos que los tíos Spencer enviaban de iudad. Cuando llegaba uno, por muy viejo que fuera, s

madre los congregaba por la noche para leerles en voz alton la cara rosada por el entusiasmo. A Lily le gustabasas noches, aunque no entendía mucho de lo que oía, po feliz que hacían a su madre.

Ella sabía que sólo había un modo de conseguir noticiade verdad: pasar ratos en la aldea, donde los adultohablarían de cualquier cosa en presencia de una niñita qu

arecía no prestar atención.Como su madre no estaba, no había clases en

scuela, pero sí tareas, y en ese momento más que nuncues la tierra ya estaba en condiciones de arar y se hab

niciado la siembra. Los adultos habían elaborado un plaos tres niños mayores pasarían la primera parte del día e

Lago de las Nubes. Terminadas sus tareas y una vez quhubieran almorzado, podían bajar a la aldea, si así deseaban, siempre que se mantuvieran al alcance de un

lamada de Curiosity; podían explorar la montaña, mientrano se acercaran a la cara del norte, o quedarse en casa, euyo caso era probable que los llamaran para algún trabajdicional. Ojo de Halcón, Muchas Palomas y Huye de lo

Osos eran muy capaces de buscarles uno.

Hacia el segundo día, Lily adivinó que Daniel hab

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hecho alguna promesa, muy probablemente a su padre, dmantenerla bajo vigilancia. Sólo así se explicaba que él nvitara a acompañarlo cuando salía con Grajo Azul a cazaanas, disparar flechas o hacer algunos cambios en su fuert

A veces ella accedía, sobre todo por curiosidad, perambién por afecto: si creer que la protegía hacía feliz a shermano, ella estaba dispuesta a permitírselo. Lily sabía quDaniel se sentía solo, aunque no lo admitiera.

Así pues, la niña pasaba todo el tiempo que podía en ldea. Siempre se acercaba a la factoría, antes de ir a casa dos Todd, donde al parecer todo el mundo, salvo la viud

Kuick, acudía todos los días a visitar a Anna o a Curiosityban a comprar, vender o intercambiar tabaco, huevos, telaastas, semillas y venado, a pedir consejo o ayuda para unimal enfermo, por el queso que no cuajaba o para hacer

rama en el telar. Y todo el mundo dejaba alguna noticia. Eeneral no eran noticias sorprendentes, pero de vez euando surgía algo que podría interesar a su madre, y Lias registraba mentalmente.

Solía pasar en la factoría una media hora, escuchando

os hombres que jugaban a las cartas o a los bolos en arte trasera. Normalmente estaban tan concentrados en sonversación que no hacían caso de ella, pero, de todo

modos, no podía quedarse mucho tiempo, pues siemprodía haber alguien que se volviera y le pregunta

mablemente qué necesitaba y por qué no había ido a

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iudad con su tía Todd o a Albany con su madre.La irritaba que la gente creyera que su madre era cap

de viajar a Albany dejándola en casa. Pero más la irritabún no poder decirles la verdad: que las cosas no eran as

Lily pensaba entonces en la expresión serena de Selah y el bebé que iba a tener, y olvidaba su necesidad de contestesas preguntas y hasta de estar con la gente que la

ormulaba. Luego continuaba su camino para reunirse coCuriosity y Galileo.

La cocina de los Todd le era tan familiar como el hogde Lago de las Nubes. Allí podía quedarse todo el rato ququisiera y hacer preguntas, si se le antojaba, o limitarse scuchar. Si el tiempo empeoraba mientras ella estaba all

Curiosity le daba de cenar y la acostaba; en Lago de laubes nadie se preocuparía por ella. Pero no le gustaba qu

Daniel durmiera solo; por eso generalmente volvía a casa.En la cocina de Curiosity, desde luego, nadie pod

star sin hacer nada; Lily siempre recibía el encargo dardar lana, hilar, agitar la colada o pulir el peltre. Pero no mportaba, porque las conversaciones que escuchaba en es

ocina valían la pena. Era asombroso las cosas que decíaos adultos delante de una niña que supiera mantenilencio y cara de aburrida. Como si fuera sorda o demasiadequeña para entender qué significaba que una mujuviera una falta, o que a Peter Dubonnet se le hubie

ntojado súbitamente salir de cacería justo cuando Bald

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O'Brien, el odiado recaudador de impuestos, llegaba dohnstown.

Por eso, dos semanas después de la boda, Lily no supqué pensar cuando Curiosity se interpuso en la puerta de

ocina y no le permitió entrar. Ella apenas pudo echar uvistazo, pero vio a Dolly Smythe sentada a la mesa, con ara entre las manos y los hombros trémulos, como si tuvieiebre.

 —Hay mucho que hacer en la huerta —dijo Curiositon la voz que usaba cuando no estaba dispuesta a toler

discusiones—. Ve a ayudar, niña. —Y le cerró la puerta.A menudo la mandaba a la huerta, cosa que Lily, e

eneral, aceptaba de buen grado, pues le gustaba estar fuey Bump andaba siempre por allí. Bump era uno de suavoritos; la llamaba «señorita Lily» y le contaba anécdota

de sus viajes, las guerras, la frontera del oeste y los indioon los que había vivido durante un tiempo, de un grauerrero llamado Pantera del Cielo, al que había visto un

vez, y de los primeros tiempos en Paradise, cuando subuelos Middleton habitaban la casa de la escuela y

buelita Bonner aún vivía.Lily vaciló; no quería escuchar a través de la puertero se preguntaba qué hacía Dolly Smythe allí. La seño

Kuick no era el tipo de ama que permitía a sus sirvientevagar por la aldea y visitar a los amigos en las horas d

rabajo. Posiblemente la viuda había decidido que ya n

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quería a Dolly en la casa, aunque costaba creerlo: elrabajaba mucho, era inteligente y sus modales nunca habíarovocado la desaprobación de nadie, ni siquiera de la

viejas comadres que observaban a las muchachas soltera

omo las gatas a sus crías, listas para poner las cosas en sitio a dentelladas, si hiciera falta. La madre de Lily tenía muuena opinión de Dolly Smythe; eso ya era suficienecomendación.

Tampoco había señales de Bump en el jardín; ése ertro misterio, pues había hecho tres surcos con la azada, y esto de las semillas estaba en el umbral del cobertizo. Die en medio de la puerta, mientras olfateaba el rico olorierra removida bajo el sol caliente, Lily recordó el laborator

del doctor Todd. Tal vez Bump había ido a ayudar al médicoDespués de echar un vistazo a la puerta de la cocina, qu

eguía cerrada, rodeó el cobertizo para mirar en esdirección.

De las chimeneas no salía humo. Estaba pensandcercarse a echar una mirada, cuando Lucy Hench apareciras ella.

 —¿Buscas a Bump?Lucy tenía dos años menos que Lily, pero era una niñlta para su edad. Era lo que Curiosity denominaba «un almencilla»: amable y llena de buenas intenciones, aunque n

muy inteligente. Lily la quería mucho, pero no podía jug

on ella más de una hora sin aburrirse a morir.

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 —Tu abuela me ha mandado que lo ayude en el jardíEstá en el laboratorio?

 —No. Allí no hay nadie. El doctor ha subido para vera buda.

 —A la viuda —corrigió Lily automáticamente, aunquabía que Lucy seguiría llamándola «buda». —No sé dónde puede estar Bump. ¿Quieres jugar? —

Lucy le mostró una muñeca de trapo que llevaba envuelta eun pañuelo.

 —Tengo que plantar unas cosas. ¿Tú sabes qué le pasla viuda?

 —No estoy segura. —Se encogió de hombros—Cuando Dolly ha venido preguntando por el doctor Todha dicho que a la buda le había dado un ataque y que estabrrojando cosas, y que por favor fuera pronto, antes de qu

matara a alguien. —¿Que la viuda estaba arrojando cosas?Lucy asintió, meciendo a su bebé contra el pecho.

 —¿Estás segura de que no quieres jugar a las muñecasÉsta tiene la garganta mala y se va a morir. Podrías curarla.

 —No puedo —dijo Lily, haciendo lo posible por fingque le habría gustado—. ¿Quieres ayudarme con la huerta?Lucy puso cara de desilusión y partió en busca de s

hermana Solange, que tenía una muñeca con ojos y boca.Conque la viuda había sufrido un ataque. Eso s í que e

una noticia digna de escribirse, aunque no estaba segura d

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o que significaba. El año anterior, al viejo MacGregor había dado un ataque en medio de la factoría y había muerton la cara purpúrea, pero en ningún momento tiró cosa

Uno de los Cameron había arrojado una piedra contra un

ventana, pero lo hizo porque estaba borracho, y costabmaginar a la viuda Kuick bebiendo nada más fuerte que idra.

El caso es que allí no había nadie que pudierxplicárselo. Curiosity estaba en la cocina, con la lloro

Dolly Smythe, y aún no se veían señales de Bump. Lily giruna vez más, buscándolo con la mirada, y vio que GabriOak se sentaba en ese momento al sol, delante de su cabañÉl la saludó agitando una mano.

La niña paseó la mirada por el jardín desierto y decidhacer una visita a Gabriel Oak.

A pesar de que hacía sol, el hombre estaba envuelto eun capote y llevaba un chal sobre los hombros. Lily sab

or Hannah que estaba muy enfermo, pero en ese momento comprobó con sus propios ojos, por la manera en que iel se le estiraba contra los huesos. Tal vez habría sid

mejor quedarse en la huerta, sin molestarlo, pero entonces onrió.

 —Amiga Lily, ¿quieres sentarte un rato conmigo?

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Gabriel Oak era el único cuáquero que conocía; sreguntó si todos serían así de corteses, tranquilos ratables. Había allí dos banquillos; Lily se sentó en uno dllos.

 —Buscaba a Bump —explicó—. Me han ordenado quo ayude en la huerta.Él parpadeó lentamente.

 —Cornelius ha salido con el doctor Todd. Supongo que trataba de una emergencia.

 —Me imaginaba algo así.Lily dirigió la vista hacia la aldea, pero allí no se ve

bsolutamente nada, aparte de unos cuantos perros qudormían en el camino. Entornando un poco los ojos, vio qudos de los animales tenían el hocico ensangrentado; frenteuno de ellos, se veía una masa enmarañada de pelaj

naranjado. —Mire —añadió—: por fin han pillado al gato de

eñora Gathercole. Hace s iglos que lo perseguían.Gabriel Oak forzó la vista en esa dirección, y al fin dijo

 —Tienes muy buenos ojos, amiga Lily. Heredados de t

buelo, sin duda. —Daniel también. Él ve aún más lejos que yo. Dice ququiere ser francotirador en la próxima guerra, si por entonceiene una escopeta propia.

 —¿Habrá guerra de nuevo? —El cuáquero parec

nteresado, pero no muy inquieto.

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 —Eso dicen los periódicos. —La niña dudó un poco—Pero mi abuelo dice que no nos incumbe.

 —Tu abuelo tiene la vista clara en más de un sentido.Callaron durante un momento, hasta que por fin Li

dijo, tras un suspiro: —Curiosity no me deja entrar en la cocina. Me gustaraber qué pasa allí. ¿Ha visto llegar a Dolly Smythe, señ

Oak? —Sí.Mientras la niña le contaba lo poco que había sabid

or Lucy y lo que ella misma sospechaba, Gabriel cogió sloc de apuntes y la dejó hablar sin interrumpirla; sólo d

vez en cuando levantaba la vista y hacía un gesto afirmativParecía escuchar de verdad en vez de fingir, como a menudhacían los adultos. Casi sin pensarlo, ella le habló de s

uadernillo en blanco y de sus planes para llenarlo. —Si supiera qué pasa en el molino, podría escribir

ara mi madre. —Amiga Lily —dijo él, con su voz suave y profunda—

n el papel se pueden poner otras cosas, además d

alabras, y hay distintas maneras de contar una historia.Y le mostró su boceto.Había dibujado a Bump trabajando en la huert

mientras Lucy lo miraba desde la cerca. Estaba con la bocbierta y casi era posible oírlo cantar, al igual que Lucy, qu

arecía tararear al compás, pues como solía decir Curiosit

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onriente, la más dulce de sus nietas era más desafinada quun gozne herrumbroso. Sin saber del todo porqué, Lily dijo

 —Esa canción es su preferida: la del soldado quvuelve a casa.

Gabriel Oak le sonrió como si no hubiera dicho nadaro. —¿Cómo hace usted eso? —preguntó ella—. ¿Cóm

hace para que parezcan tan vivos que hasta los oigo cantar —No lo sé. —Él retiró el boceto y lo tocó apenas con

ápiz, acentuando una curva en el contorno de la pobspalda de Bump.

 —No comprendo —dijo la niña—. ¿Usted lo hace y nabe cómo?

Él arrugó la frente. —Yo me pregunto lo mismo desde hace años. La únic

xplicación que he encontrado es que algunos nacen con udon especial. Hay quienes pueden tejer palabras paromponer un cuento; otros saben dar a la madera forma

que parecen reales. Algunos pueden crear música, como oven Reuben y su hermano. Yo sé dibujar imágenes. —L

miró; por debajo del flequillo, los ojos grises estaban llenode bondad, quizá de esperanza—. ¿Has intentado dibujlguna vez, amiga Lily?

Ella pensó en la pizarra de la escuela, de superficspera, y en el polvo de tiza que se le quedaba entre lo

dedos. El cuaderno no era mucho mejor: papel tosco en

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que se escribía con pluma y con la tinta que fabricaba smadre, o peor aún, con una pluma rellena de plomo par

alas. Versos y más versos rascados así, trazo a trazo. —No —dijo—. ¿Cree que podría aprender?

 —Una parte se puede aprender, si estás dispuesta studiar. Si tienes o no el don, ya se verá. Cuando yo eroven, daba lecciones a las damas de Baltimore.

Lily parpadeó, sorprendida. Por lo general era Bumquien contaba cosas, mientras Gabriel Oak escuchaba, perl parecer esa tarde tenía ganas de hablar. Se preguntó quignificaría todo aquello. Tal vez él estaba dispuesto a darecciones. Parecía improbable, pero aun as í era estimulante.

 —¿Alguna de sus alumnas tenía el don? —preguntó.Él cerró los ojos durante un minuto, como si pudie

mirar hacia atrás en el tiempo.

 —Alguna sí. Pero no siempre las dotadas eran las qustaban dispuestas a trabajar duro.

 —Yo trabajo duro —aclaró ella, mirándolo directamenlos ojos.

Gabriel Oak le sonrió. Lily, absorta, le vio sacar un

arga caja de madera de entre los pliegues de su capote. Lapa se deslizó hacia atrás, dejando al descubierto lápices drafito negro, más de los que Lily había visto en su vidortos y largos, gruesos y delgados.

Esos lápices se hacían de uno en uno y era menest

ncargarlos a Boston, a Albany o incluso a Francia, que er

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donde se fabricaban los mejores, aunque a un precio multo. Lily sólo se los había visto usar al agrimensor que lleg

de Johnstown cuando la viuda Kuick entró en disputa con doctor Todd y el padre de Lily por los límites de su

ropiedades. Y ahora, a Gabriel Oak.Él examinaba uno de los más pequeños, haciendo girntre sus largos dedos la forma cuadrada. Luego sacó unima y afiló la punta. El polvo de madera le iba cayendo sobl regazo; olía bien.

Cuando se lo entregó, ella lo hizo girar entre los dedoa madera suave estaba tan pulida por el uso que no s

distinguían las uniones. —Nunca he usado un lápiz —dijo. —Pues entonces comenzaremos por el principio —

decidió Gabriel Oak—. Generalmente es lo mejor.

Cuando Richard Todd y Bump entraron en la cocinncontraron a Cookie acurrucada ante el hogar. El corte qu

enía en la frente había dejado un gran parche de sangre el pañuelo. Ella levantó hacia el doctor una miradulminante, como si la culpa fuera de él.

 —Oh, gracias a Dios —dijo Becca Kaes, levantándosde la mesa. Temblaba tanto que debió envolverse las mano

n el delantal para afirmarlas.

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 —Becca —saludó el doctor, torciendo hacia abajo unomisura de la boca—. ¿Qué ocurre?

En el otro extremo de la casa se oyó un chillido agudque se cortó con un portazo. La muchacha meneó la cabez

y se apretó la boca con una mano, como para no gritaLuego respiró hondo. —El amo le ha dado palabra de casamiento a Jemim

Southern. —Su voz sonaba ronca. Se apresuró a echar unmirada atrás, como si temiera que alguien la hubiese oído—La viuda está muy disgustada.

El doctor torció la otra comisura de la boca. —¿Y por eso me habéis mandado llamar? Yo n

dispongo de remedios para eso. Para ese tipo de problemadebéis recurrir al señor Gathercole.

Becca se adelantó y le apretó el antebrazo con tan

uerza que él dio un paso atrás. —Está muy disgustada, doctor. Ha roto todas las pieza

de cristal del salón. Tiene a Isaiah y a Jemima acorralados eun rincón y habla de... —Su voz se redujo a un susurro—Está desequilibrada.

Cookie volvió hacia él su cara pequeña y flaca. —La viuda no está desequilibrada —dijo—. Esuriosa como un perro rabioso con el rabo cogido en unrampa, eso es todo. Es amarga la píldora que le toca tragaero ya lo hará. Esta vez lo hará, ya lo creo. —Y sonrió co

una malevolencia tan satisfecha que los otros apartaron

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vista, incómodos.El doctor Todd dijo:

 —No tenemos nada que hacer aquí, Bump. —Por favor, señor —dijo Becca, próxima a las lágrima

—. Por favor, vaya a... hablar con ella.

Jemima Southern, de pie en un rincón de la salbservaba el destrozo que había causado la viuda Kuick. Lrindaba una agria satisfacción ver la alfombra turca cubier

de labores enredadas, libros dispersos y fragmentos dristal. Todos los perros pintados, los pastores dorcelana, los escoceses de falda y las damas empolvada

habían sido sacrificados por los arranques de la viuda.

«Mejor así —pensó—. Menos para limpiar.»Aunque ya no sería ella quien limpiara. Esos tiempo

habían terminado para siempre.A su lado, Isaiah Kuick se mantenía inexpresivo, com

i no estuviera presenciando las convulsiones iracundas d

u propia madre, sino a una actriz en el escenario. Cuando último florero de porcelana se estrelló contra la pared, él ndijo nada; y cuando su madre le aulló: «Idiota, grandísimdiota y putañero, arderás en el infierno por lo que ha

hecho», él se limitó a parpadear sin decir palabra.

Porque, en verdad, ardería en el infierno. Jemima

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saiah habían llegado a un trato: ella lo ayudaría a irse nfierno y él la haría su esposa.

En las dos semanas transcurridas desde el episodio dranero, Jemima lo había observado y tomado nota de su

das y venidas. Dos veces lo siguió hasta el alojamiento dDye, a la luz de la luna, y permaneció fuera el tiempuficiente para saber qué estaban haciendo. Y esa mism

mañana lo había encontrado solo en el salón y lo habuesto todo en claro, con toda la sencillez posible: tenía utraso en la regla; estaba embarazada. Antes de que udiera decir que eso no le incumbía, ella le borró la sonrisonfusa de la cara con la frase que había ensayado una tra vez en esa última semana: lentamente, con segurida

mirándolo a los ojos sin acobardarse. —Este niño fue concebido la noche de la boda en

ranero de la vieja casa del juez. Y si no fue usted quien luso allí, hay algo que a su madre le gustaría saber sobre s

hijo y su capataz.Entonces él la miró como si comprendiera súbitament

no había ni pizca de la vergüenza o el miedo que el

speraba, lo cual la desconcertó un poco. Aun así continuó —Usted hará lo que debe: casarse conmigo. Nretendo que comparta mi lecho y no me importa dónde pasus noches.

Estaba preparada para una discusión y había estudiad

odas las posibilidades. Si él se negaba, juraría que la hab

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violado y se presentaría ante los tribunales para exigir unensión para el niño, o anunciaría en la iglesia, ante el señ

Gathercole y toda la congregación, que tenían a doodomitas entre ellos, y proporcionaría detalles. Él pod

scoger entre una de esas dos opciones o casarse con ellaontinuar su relación con Ambrose Dye, siempre quusiera más cuidado y no satisficiera sus impulsonormales en lugares donde cualquiera pudiese verlos .

Tal como ella esperaba, fue fácil cerrar el trato. El hijo da viuda sería sodomita, pero no tenía nada de estúpid

Repasando la conversación, Jemima se sintió profundamenatisfecha por haber arreglado las cosas con tan poc

dificultad..., salvo al final, cuando le hizo la única pregunque no podía callar.

 —Dime por qué miras tanto a Hannah Bonner cuando

ruzas con ella. —Por primera vez desde que habomenzado la conversación, no pudo mantener el tono firm

—. No creo que desees acostarte con ella. ¿O sí?Por fin Isaiah pareció sorprenderse.

 —No, no tengo ningún interés en acostarme con ell

La miro como miraría un cuadro de Rembrandt o de MiguÁngel, si hubiera algo de eso en esta aldea. Simplementsa mujer es lo más bello que hay en Paradise.

El escozor de esa respuesta aún no había cedido, y ne extinguiría jamás. Pero ahora debía concentrarse en otra

osas, en cosas importantes .

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Lo peor ya había pasado: la furia de la viuda se agotarídentro de uno o dos días se presentarían ante el señoGathercole, y la viuda estaría allí para expresarles su

uenos deseos y darle la bienvenida, no ya como criada d

u casa, sino como nuera. Sintiera lo que sintiese, la viudKuick sonreiría mientras hubiera otras personas allí y diría que corresponde a cualquier señora bien educada. Despuéde todo, Jemima sería la madre de su único nieto. Ella ncargaría de eso.

La verdad era que había tenido la regla dos díadespués de aquella noche en el granero, pero seguía con s

lan. Liam Kirby aún estaba en Paradise y ella sabía dónduscarlo: pasaba todo el tiempo vagando por la montaña, eusca de su fugitiva. Poco importaba que la genomenzara a preguntarse si esa fugitiva había existid

lguna vez; Jemima pensó de mala gana que posiblemenodo eso de ser cazanegros había sido una excusa parcercarse otra vez a Hannah Bonner. Pero lo importante er

que Hannah se había ido y Liam no. Iría a la montaña uscarlo para obtener lo que necesitaba de él; ahora qu

staba comprometida con el único hijo de la viuda, gozabde cierta libertad. Y pensaba aprovecharla ese mismo día.La viuda se había dejado caer en la silla que había jun

la ventana, momentáneamente callada; por una vez nmiraba hacia la aldea, sino que mantenía la vista clavada e

us propias manos, que yacían en el regazo. Cuando levant

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a cabeza, fijó la mirada en Jemima. Su expresión, fría y no dodo humana, hizo que le corriera un escalofrío por spalda.

 —Ramera —susurró, con la voz quebrada por

sfuerzo. —Puede llamarme como quiera —replicó Jemima—. Sualabras no cambiarán lo que tengo creciendo en el vient

ni el acto que lo puso ahí.¡Cuánto odio en una cara humana! Verlo er

mpresionante. —Isaiah —ordenó la viuda—, busca a esa bruja india

dile que lo elimine. Hay una tisana para esas cosas. Líbrade eso antes de que te arruine la vida.

Lo dijo como si su hijo ya tuviera dominio sobre uerpo de Jemima.

 —No tomaré ninguna tisana —advirtió la muchacha—Y si alguien intenta obligarme, juraré ante la policía quusted me ha atacado.

El color de la viuda se acentuó un poco más. Duranun momento Jemima se preguntó si la rabia llegaría a matarl

si era demasiado pretender. —Que se vaya, Isaiah. Dale el dinero que pida y que svaya.

 —No —dijo él, en tono paciente—. No puedo hacso, madre.

Jemima sabía muy bien que él estaba pensando en Dy

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Su lealtad, desde luego, no era para ella; lo único quretendía era proteger y conservar a su amante. Aun así er

un gran placer oírlo desobedecer a su madre. Se permitisumir un aire triunfal, y la cara de la viuda se contrajo d

uria y disgusto.Un golpe en la puerta hizo que la señora Kuick saltarde su asiento con renovadas energías. Cruzó la habitaciónoda prisa, como si esperara a un ángel vengador, enviadara aniquilar a los pecadores impenitentes.

Entró el doctor Todd, que no parecía preocupado, sinastidiado e incómodo. La viuda se sobresaltó al verlo, comi la hubiera descubierto haciendo algo vergonzoso. Jemim

no pudo menos de admirarla por la manera en que sdominó: mientras se ceñía el chal a los hombros, recompusa expresión; ya no había allí cólera alguna: só

ondescendencia y buenos modales. —Doctor, no lo esperábamos —dijo—. Y como pued

ver... —Al recorrer el salón con la mirada parecidesconcertarse un poco por la magnitud del estropicio—Hoy no estamos en condiciones de recibir visitas. —

mpinó la barbilla en ademán altanero. —No he venido a hacerle una visita social —aclaró doctor Todd—. Sus criadas están temblando, señora KuickCookie necesitará varios puntos de sutura. ¿Qué significodo esto?

Desde el cuello apergaminado de la viuda subió u

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orrente de rubor. —Son asuntos familiares que a usted no le concierne

—dijo, muy tiesa.El médico dirigió a Jemima una mirada llena d

ntención. —Tienes un corte en la mejilla, muchacha.Ella se tocó con un dedo y encontró la mancha d

angre caliente. Ni siquiera se había percatado. —No es nada —dijo. —¿Señor Kuick? —preguntó el doctor Todd.Isaiah carraspeó.

 —Discutíamos los planes de la boda. Jemima y yvamos a casarnos.

Ante esas palabras no pudo menos que sonreír, aomo la viuda no pudo contener un estrangulado gorgote

de derrota. Ya estaba dicho.Jemima rozó la mano de Isaiah, que se estremeció y d

un pequeño paso hacia un lado. Fue muy leve, pero médico lo detectó; cuando miró nuevamente a Jemima, hab

asado de la curiosidad a cierta comprensión del asunto. El

intió una oleada caliente y fría a la vez. —Pues os deseo felicidad —dijo él—. Y ahora iré tender a Cookie.

 —Doctor Todd —dijo Jemima, con su voz más serena.Él se detuvo ante la puerta.

 —¿Sí?

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 —Envíe a Becca, por favor. Hay que poner en ordeodo esto.

Su tono hizo que él arqueara una ceja, sorprendidero as intió con la cabeza y cerró al salir.

Cuando Lily regresó a casa, ya había olvidado lo dtaque de la viuda Kuick casi por completo. Incluso despué

de que Bump volviera a la huerta a continuar con su trabajy de que Dolly Smythe saliera de la cocina para hablar col, no abandonó su sitio junto a Gabriel Oak. El ataque de

viuda ya no le parecía importante, pues tenía la cabeza llende dibujos.

Bajo el brazo llevaba un manojo de papeles llenos d

írculos sombreados, cuadrados y líneas. Y algo más mágicún: dos círculos entrelazados que formaban la estructura d

una cara humana. En cuanto el lápiz de Gabriel huberminado de dibujar la línea donde se unían los círculos lla puso allí los ojos, en su mente se encendió alg

equeño y brillante: era tan lógico que le parecía imposibno haberlo notado antes. Lily hundió la mano en el bolsilara deslizar los dedos sobre los dos lápices de grafito y

rozo de goma india que Gabriel Oak le había prestado.En el momento en que la escuela aparecía a la vista, s

yó un susurro entre la maleza, y su hermano saltó al camin

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on un fuerte grito de guerra, blandiendo su tomahawk dmadera por encima de la cabeza. Se había aplastado el pelon barro y tenía bandas amarillas y azules pintadas en ara, pero el verde de sus ojos se destacaba a la vista d

mundo: el verde de las hojas tiernas en los arces. —Te he oído venir —dijo ella, porque era cierto orque eso lo irritaría: los guerreros debían atacar eilencio.

 —Podría haber sido un oso y podría haberte matado dun solo zarpazo —repuso él.

 —Pero no eres un oso y no me has matado. —Liontinuó su camino y él la siguió—. ¿Dónde está Graj

Azul? —Muchas Palomas lo necesitaba. ¿Qué llevas ahí? —Papel.

 —Eso ya lo veo. ¿Para qué es?Ella se detuvo y se volvió a mirarlo.

 —Gabriel Oak está enseñándome a dibujar.Bajo la pintura de guerra, la expresión de Daniel e

eflexiva.

 —¿Por qué?Como Lily no podía responder a esa pregunta, sncogió de hombros.

 —Déjame ver —pidió él.Y alargó la mano hacia los papeles, pero ella se apartó

un lado.

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 —Tienes las manos sucias. Ya los verás en casa.«Cuando yo esté dispuesta, ni un minuto antes.» No

dijo en voz alta, pero por la expresión de Daniel era evidenque lo había ofendido. Antes de que encontrara la manera d

almarlo, él anunció: —Iré a casa por el atajo. —Yo también.Su hermano le lanzó una mirada furiosa.

 —No. —No puedes impedírmelo, Daniel Bonner.Pero lo intentaría. Lily llevaba faldas, y él, perneras. El

argaba su precioso fajo de papeles, y él tenía las manoibres. Además, estaba enfadado, y el enfado lo haría aú

más veloz.Abandonó el camino por la peor parte de la cuest

zotando la maleza con su tomahawk, sin mirar a LilCuando llegaron a la primera cima, ella iba jadeando; sentn los pulmones ese ardor intenso que surge cuando ssciende demasiado deprisa. La mano libre le palpitaba, llen

de rasguños, pero no tuvo tiempo para intentar hacer la

aces con su hermano. Daniel partió a la carrera y ella iguió.Ahora sabía que su hermano se dirigía a casa por Eag

Rock, una ruta que los chicos tomaban a menudo, aunques estaba prohibido. Era la más corta y la más peligros

Quería que ella se echara atrás.

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«No me asusta», susurró para sus adentros.Eagle Rock era una enorme piedra, casi tan grande com

una casa, que estaba medio sepultada en la ladera de montaña. Desde lo alto se veía el nacimiento de la cascad

a aldea y la escuela; en esa época del año, como los árboleún no habían desarrollado todo su follaje, era posibeguir el paso de cualquiera que caminara por el lado sur da montaña. A veces los niños iban allí con su padre, sbuelo o Huye de los Osos, pero nunca desde abajo.

Lily subió el último tramo de la cuesta, por debajo de ornisa de Eagle Rock, y encontró a Daniel esperándol

Estaba agachado entre las matas y se le veía muy pálidAntes de que pudiera preguntarle qué le pasaba, la obligógacharse y le cubrió la boca con una mano.

Estaba demasiado exhausta para forcejear. Cuando al f

e calmó el tronar de su sangre, comprendió por qué shermano se había arrojado a tierra. A cinco o seis metros dllí, había una pareja. Si se levantaba, podría verlolaramente, pero ellos también la verían.

Forasteros en la montaña. En el fondo de su vientre s

ncendió una chispa de miedo; apretó la cara contra la tiery sintió la aspereza de las piedras. Daniel apoyó la cabezunto a la suya, nariz contra nariz, de modo que ella se pusizca al tratar de mirarlo. Su olor era un consuelo, aunquambién la perturbaba, pues le hacía pensar en su madre. S

mbargo, su expresión era de enfado.

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 —No te preocupes —susurró Daniel—. Pronto se irán —¿Forasteros?Él negó con la cabeza.

 —Kirby. Y Jemima Southern.

El miedo de Lily cedió paso a la sorpresa. No eninguna novedad que Liam Kirby llevaba dos semanadeambulando por la montaña; el abuelo y Huye de los Osoo mantenían vigilado, a la espera de que se cansara duscar a Selah Voyager. Pero que Jemima Southernduviera por allí era algo muy distinto. Lily recordó lo qu

había pasado en el molino y se preguntó si su presencia aendría algo que ver con el ataque de la viuda. Aguzó ído, pero el ruido del viento sólo le permitía oír algunalabra de vez en cuando. La voz de Liam sonaba agitadampaciente: «camino al gran lago» y «mucho que hacer

Como respuesta, la risa de Jemima, como un enjambre dvispas.

«Juraré que me violaste», oyó Lily, en medio de ldiscusión siguiente, y «tu esposa». Jemima hablaba hablaba; Liam, en cambio, decía cada vez menos. Por fin s

yó el ruido de una bofetada y un leve grito, no tanto ddolor como de satisfacción. Más voces, ahora más furiosay el ruido de una pelea.

 —¿Le está haciendo daño? —preguntó.Su hermano sacudió la cabeza, susurrando:

 —Tápate los oídos.

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La mirada que ella le echó decía que hacer eso estaban lejos de sus intenciones como arrancarse las orejas,

Daniel torció la boca en un gesto de disgusto.A Lily se le ocurrió que Liam Kirby y Jemima Souther

staban haciendo lo que hacía la gente casada en suuartos, eso misterioso que encendía las mejillas de smadre y hacía reír a su padre como nunca reía; eso le

ustaba tanto que no hablaban de ello. Los niños no debíahacer preguntas al respecto, pues era algo íntimo, pero Lienía cierta idea de lo que pasaba detrás de la puerta cerrad

no lo había hablado con nadie, ni siquiera con Daniel ni coHannah, porque eran cosas perturbadoras y extrañas. Perhabía animales de sobra para observar, pues a los animaleno les interesa mantener nada oculto. Al parecer, tampoco Liam y a Jemima.

De pronto la muchacha rió; fue una risa breve y ásperque resonó en la roca. Durante un momento Lily tuvo ensación de que todos en Paradise la habían oído, como lla hubiera tocado una trompeta desde lo alto de Eagle Rocara llamarles la atención. Una risa satisfecha pero amarg

omo si hubiera logrado arrancar a Liam algo de valor, sólara descubrir que estaba roto.Daniel le apretó el brazo para que se mantuviera callad

Por fin oyeron que alguien se alejaba entre la malezmontaña arriba, y otras pisadas que iban hacia ellos.

Estaban en el único sendero que partía de Eagle Rock

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Lily lo pensó justo en el momento en que la sombra demima caía sobre ellos.

 —Mirad qué tenemos aquí —dijo la muchacha—Espías. De tal palo, tal astilla, como suele decirse.

Daniel se levantó de un brinco. —No somos espías. Esta montaña es nuestra. Y tstás en propiedad ajena.

Lily también se levantó, pero Daniel se interpuso entlla y Jemima Southern. La muchacha se inclinó hac

delante; tenía la cara manchada de rubor y el labio inferinsangrentado, como si se lo hubiera mordido. Llevaba orpiño desatado y el pelo suelto; sus ojos oscuros tenía

un brillo que hacía pensar en arañas. —Lo que habéis visto aquí no es de vuest

ncumbencia —dijo, mirándolos alternativamente—.

abéis lo que os conviene, os callaréis la boca.El miedo de Lily desapareció, reemplazado por u

rrebato de irritación y furia. —En primer lugar, no hemos visto absolutamente nad

Y segundo, no tenemos por qué obedecerte.

Jemima, siseante, la aferró con fuerza por un codo y tirde ella. La niña quedó frente a unos pechos que sdesbordaban por el corpiño abierto. Aquella carne olía udor, a miedo y a otra cosa, algo extraño y penetrante.

 —¡Suéltala!

Daniel golpeó a Jemima en el hombro con la parte plan

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de su tomahawk, pero ella clavó aún más los dedos en razo de Lily y se volvió hacia él. Era fuerte; a su cara asom

un salvajismo que anudó el estómago de la niña. —Ahora vais a escucharme, pequeños infieles. Si dec

una sola palabra de que me habéis visto en esta montañon Liam, lo pagaréis muy caro. —Será mejor que la sueltes . —Daniel lo dijo con un

voz serena y firme, como la de su padre cuando estabnfadado. Era casi tan alto como Jemima; durante u

momento, Lily tuvo la sensación de que iba a golpearla dverdad.

Jemima no pareció ver lo amenazante de su cara o tvez no le dio importancia.

 —Me desquitaré con esa hermana mestiza vuestra. Ldigo de verdad. Yo no tengo nada que perder, de maner

que podría aprovechar para saldar algunas cuentas. —Si nos haces daño, mi padre te matará —le gritó Lily

a cara. —Pues entonces moriremos todos juntos. —Y Jemim

a soltó tan de súbito que la niña retrocedió, pisando el faj

de papeles de dibujo.Las hojas comenzaron a volar por la pendiente, una tratra, como si fueran pájaros. Lily trató de atraparlas y dronto desapareció la tierra bajo sus pies.

Oyó que Daniel ahogaba una exclamación cuando la v

uspendida sobre la pendiente. Él alargó la mano par

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 —¡Pero si puedo caminar! —Trató de incorporarsobre los codos, pero de su tobillo izquierdo subió ununzada de dolor que salió por su boca en forma de chillido

 —Prométemelo —insistió Daniel, echando un vistazo

ie—. Debes prometérmelo. —¿Me he roto algo? —No lo sé, pero prométeme que no te moverás.Lily gritó a su espalda:

 —¡No vayas tan rápido o caerás tú también! —Y equeño desapareció.

Le quedaba en la mano una sola hoja de papel, quxtendió lo mejor que pudo. No era uno de sus dibujos, sin

una hoja en blanco, desgarrada y sucia. Con la otra mananteó en el bolsillo la silueta de los lápices. Por suert

ninguno se había roto en la caída. Lily echó la cabeza atrá

ara contemplar las ramas del árbol, el cielo y el peñascque no estaban muy lejos.

Jemima Southern había desaparecido con el vientLiam Kirby también.

«La caída no ha sido muy larga», susurró para su

dentros. Y sintió el palpitar del tobillo al ritmo de sorazón.Podría haberse quedado dormida a la sombra motead

de los árboles, a no ser por el dolor del hueso y el escozor dos rasguños que tenía en los brazos y la cara. Cuand

nalizaba la posibilidad de incorporarse contra el tronco d

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a pícea, oyó que Huye de los Osos llegaba a toda prisa poa cuesta, seguido por Daniel.

Cuando los tuvo delante, dejó escapar un enormuspiro de alivio, pero la expresión de Osos le recordó qu

no debían estar allí. —¿Cómo se te ha ocurrido subir por aquí con faldas? —o era normal que Osos hiciera una pregunta tan obvia; er

una de las cosas que Lily apreciaba más en él, que sabntender las cosas sin muchas palabras.

 —Ha sido culpa mía —dijo Daniel—. No te enfades colla.

Osos emitió un sonido grave, señal de que estaba mudisgustado, pero levantó a Lily con mucho cuidado, con la

iernas colgando por encima de su brazo. Entonces la niñe vio el tobillo; estaba hinchado y había empezado

ambiar de color. —Sólo queríamos llegar a casa cuanto antes —dij

Esta vez el ruido de Osos fue algo más suave. —Debéis de haber visto a Liam Kirby —dijo—. H

asado toda la mañana aquí arriba. ¿Ha tenido algo que v

on esto? —No —aseguró ella, en voz más alta de lo que creía. —Ha resbalado —agregó Daniel. Revelaba sólo

ndispensable para guardar el secreto. Era uno de sumejores recursos, pero Lily se extrañó de que lo usara en es

momento. Costaba creer que las amenazas de Jemima l

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hubieran acallado con tanta facilidad. Y había algo peor: ellambién tendría que guardar silencio, al menos hasta qumbos hubieran tenido oportunidad de discutir el asunto.

Pero Huye de los Osos no se dejó engañar; se le veía e

a cara, tan claramente como los tatuajes de zarpas de osque le cruzaban la frente. Durante un momento clavó unmirada dura en Daniel. Y después, con otro de sus ruido

raves, se volvió en redondo para emprender el descenson Lily en los brazos.

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Capítulo 31

Justo cuando Lily, desesperada, pensaba perder otrmañana sentada frente al hogar de Curiosity, con el ppoyado sobre un cojín y sin más papel para dibujar, Graj

Azul y su hermano irrumpieron en la cocina. Lily se alegranto de verlos que estuvo a punto de sonreír, pero dnmediato recordó que estaba enfadada. Dejaría las sonrisa

or cuenta de Curiosity, que apartó la vista de la masa y rl verlos tan sofocados.

 —Parece que tenéis mucha prisa —comentó—. Mlegra veros. Tu hermana está a punto de reventar.

Lily apretó los labios y acarició ostentosamente al viej

ato, que se le había sentado en el regazo para hacer iesta de la mañana. —Ha venido un mensajero. —Daniel tragó saliva co

dificultad. —Con noticias de tu padre —añadió Grajo Azul.

Lily se incorporó tan de súbito que Magnus rodó desdu regazo, pero antes de que pudiera coger la muletCuriosity se interpuso con una mano en alto.

 —No tan deprisa, jovencita. —La anciana enarcó tantas cejas que desaparecieron bajo el pañuelo azul y blanc

—. Si es necesario, te amarraré a la s illa. Y sabes que lo digde verdad. —Luego miró a los niños, ceñuda—. Buen

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hablad ya. ¿Qué noticias hay?Daniel sacudió la cabeza hasta hacer volar el pelo.

 —Todos están bien, sanos y salvos. Selah tuvo uvarón. Se llama Galileo.

 —Dios sea loado. —La anciana se llevó las manonharinadas a la cara y cerró los ojos un momento—. Debobuscar a ese esposo mío para darle las buenas noticias.

Se encaminó directamente hacia la puerta, sin quitariquiera el delantal. Sólo cuando hubo franqueado el umbrae detuvo para girarse hacia Lily, mientras se limpiaba

harina de la cara. —No se te ocurra levantarte de esa silla, Mathild

Caroline Bonner. —Quería mostrarse seria, pero sonreíanto que no resultó creíble—. Lo digo muy en serio, ¿m

has oído?

 Nadie sabía con certeza si Lily se había quebrado uhueso o si era sólo un esguince, pero Curiosity estabdecidida a no correr ningún riesgo. Todas las mañanas lquitaba las vendas para observar su pie. Luego llamaba doctor Todd, que también le echaba un vistazo; los dos l

edían que moviera el pie hacia un lado, luego hacia el otrintercambiaban opiniones. Finalmente Curiosity volvía vendarle el tobillo, desde la punta del pie hasta la pantorrillunque la hinchazón y el color amarillo verdoso, casi igualos ojos de Magnus, habían desaparecido.

Lily se volvió hacia los chicos.

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 —¿Cuándo regresarán a casa?Ellos intercambiaron una mirada. Luego Daniel

ncogió de hombros. —De eso no ha dicho nada.

Lily se incorporó todo lo que pudo en la silla, serminar de levantarse, para no desobedecer a Curiosity. —¿Cómo que de eso no ha dicho nada? ¿Quién h

raído el mensaje? —Tres Cuervos.Lily se dejó caer en la silla. Tres Cuervos era un viej

azador mohicano que recorría el Gran Lago, desde Canadhasta Ticonderoga, recogiendo noticias en un lugar pardepositarlas en otro. Aunque Lobo Escondido estaba lejode su ruta normal, acudía una o dos veces al año para visit

Ojo de Halcón y hablar de los viejos tiempos.

De él Lily sólo sabía con seguridad unas pocas cosaTres Cuervos comía cuanto se le pusiera delante. Nunca squedaba demasiado tiempo en Lago de las Nubes, porquMuchas Palomas no le permitía beber alcohol, y se tomabu tiempo para revelar las noticias. Estaba tan apegado a su

ostumbres como Magnus, que todas las mañanas llevabun ratón al umbral de Curiosity y todas las noches dormía el mismo lugar.

Cuando Tres Cuervos llegaba a Lago de las Nubeomenzaba por anunciar qué tipo de noticias tenía. A vece

decía apenas lo suficiente para despertar el interés, como

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del bebé de Selah. Y luego obligaba al auditorio a esperar esto.

En ese momento debía de estar sentado con Ojo dHalcón en el porche, enumerando a todos los indios qu

mbos conocían, para ver si alguno de ellos sabía algo qul otro ignorara. Si había muerto alguno, se contaban toda historia del difunto. A continuación Tres Cuervos abordaríl resto de sus noticias por orden de importancia, de menor

mayor: la calidad de las pieles de aquel invierno y a cuánte estaban pagando; quién tenía una canoa nueva, otsposa, o dificultades con la policía; qué decían loolíticos; qué guerras libraban los blancos, dónde y por qu

Ambos se enzarzaban entonces en el mismo debate diempre: cómo mantenerse lejos de las reyertas de lo'seronni sin tomar partido.

 Ni siquiera Huye de los Osos permanecía mucho tiempn el porche cuando Tres Cuervos estaba de visita, pueoda la conversación se desarrollaba en mohicano; en Lob

Escondido, sólo Ojo de Halcón, Nathaniel y Hannahablaban ese idioma; los demás, sólo unas cuantas palabra

Como era natural, Ojo de Halcón quería saber cuándegresarían su hijo y su nuera, pero no interrumpiría a svisitante; ni siquiera intentaría meterle prisa. Dos viejomohicanos con una pipa de tabaco necesitaban la mayo

arte del día para llegar a lo que todo el mundo quería saber

 —Lo que no entiendo —dijo Lily, más para su

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dentros que para los niños— es cómo los encontró. TreCuervos no anda por el bosque. —Al levantar la vista, sdio cuenta de que a Daniel y a Grajo Azul ya se les hab

currido esa idea—. Eso significa que los vio en el lag

Pero ¿qué es tarían haciendo ellos en el Gran Lago con SelaVoyager?En ese momento oyeron un ruido en la puerta, que s

brió lo suficiente para que Bump pudiera asomar su cabezedonda, inclinada en aquel ángulo extraño que inquietaba

Lily, pues le recordaba a un pollo acogotado. —Es la hora de su lección, señorita Lily. Gabriel

spera. Niños, ¿queréis ayudarme con el carruaje de la damaEra el mismo chiste que hacía todas las mañana

uando iba a buscarla con la carretilla, pero Lily sonrortésmente, mientras analizaba el nuevo problema.

Si despedía a los niños para dar su lección de dibujo eaz, Daniel se ofendería otra vez; entonces tal vez la obligaesperar las noticias, cuando finalmente Tres Cuervos la

scupiera. Pero si los invitaba a acompañarla, se pasarían ato mirando por encima de su hombro lo que dibujar

harían cientos de preguntas a Gabriel y le arruinarían ección.Bump dijo:

 —¿Sabéis, muchachos, que este amanecer Claes Wildha encontrado un oso frío como una piedra a la puerta de s

asa?

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Los niños se volvieron hacia él. —¿Un oso? —Un oso, sí, señor, o al menos la mejor imitación qu

he visto en mi vida. Debe de medir un metro ochenta.

uando Claes lo ha abierto, ¿a que no sabéis qué hncontrado?Se inclinó tanto hacia delante, que Lily temió que fue

caer de bruces. —Una púa de erizo, bien clavada en el corazón. ¡Un os

rande como una cabaña, derribado por un erizo!Grajo Azul bajó cortésmente la mirada al suelo, per

Daniel frunció la frente como si no pudiera callarse ladudas.

 —Los erizos no pueden dispararle una púa a un oso legarle al corazón. Es imposible.

Bump se encogió de hombros; en esa posición, se veía tan alto que parecía una montaña con deseos de saliraminar.

 —Si no me creéis, podéis ir a casa de Claes y verlo covuestros propios ojos. Supongo que pasará un buen rat

descuartizándolo.A los niños les encantaba visitar a Gabriel Oak, perninguno de ellos dejaría pasar la posibilidad de ver un osmatado por un erizo. Antes de que Lily pudiera preguntarleuándo regresarían, ya estaban fuera. En el último instant

Grajo Azul se volvió y le prometió:

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 —¡En cuanto haya noticias, te las traeremos!Y partió a saltos tras Daniel. Así quedaba resuelto

roblema de Lily sobre la lección de dibujo, pero resulmenos satisfactorio de lo que ella esperaba.

 —Siempre con prisas —bufó—. ¿A quién le importa esso viejo?Bump le guiñó un ojo.

 —¿No? ¡Y yo que pensaba llevarla a verlo después da lección! No ponga esa cara ceñuda, señorita Lily, uando cumpla los diez años ya estará arrugada como u

higo seco. ¿Qué es lo que la tiene tan preocupada esmañana?

 —Quiero ir a casa —dijo ella. «Quiero ir a casa parrancarle las noticias a Tres Cuervos.» Pero no podí

decírselo a Bump, ni siquiera a Gabriel Oak, pues hab

rometido no hablar del asunto. La gente debía pensar quu madre estaba en Nueva York, con Kitty, Hannah y Ethan

y que su padre había ido a Buenos Pastos por asuntos de samilia kahnyen’kehàka.

 —Pronto estará otra vez en su casa —aseguró Bump—

Y mientras espera, recuerde esto: la vida ya va demasiaddeprisa para que la espoleemos.Lily se mordió la lengua, pues no quería que Bum

agara su furia.Él le ofreció el brazo para que pudiera subir a la carretil

in apoyar demasiado peso en el pie. Una vez que estuv

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ien instalada, Magnus se desperezó y subió de un salara hacer el corto viaje hasta la cabaña de Gabricurrucado en el regazo de la niña. La carretilla descendos peldaños de la cocina con un «bump, bump, bump» qu

rovocó que el animal clavara las uñas en Lily. Ella lanzó uhillido, pero al encontrarse con el aire y el sol se sintnmediatamente mejor.

En el horizonte las montañas se destacaban, verdes zules, contra un cielo aún más azul. El aire estaba poblad

de pájaros y olía a la lluvia de la noche anterior; Magnuonroneaba contra su pecho, al compás del tarareo de Bum

Al ver a Gabriel esperándola sentado frente a su cabaña, Lidecidió que Tres Cuervos y sus noticias podían esperunas horas.

En la pequeña mesa de trabajo, frente a su banquet

había un libro que nunca había visto. Era más grande de lnormal; sus cubiertas, resquebrajadas, debían de haber sid

ardas, pero estaban manchadas y hasta ennegrecidas elgunas partes, como si lo hubieran rescatado del fuego má

de una vez. Le faltaba el lomo y estaba atado con un corde

La encuadernación, hinchada, forcejeaba contra la carga dapeles acumulados entre las hojas.Después de darle los buenos días, Gabriel volv

nmediatamente a su dibujo. Lily sabía que de nada servhablar cuando él estaba concentrado en su trabajo. Bump

yudó a bajar de la carretilla. Una vez seguro de que el p

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staba debidamente apoyado en un cojín, tal como le habmostrado Curiosity, la ayudó a sentarse y le puso en lmesa, a su alcance, el papel, los lápices y el cuadernillo (

loc de apuntes, recordó ella). Luego se fue a trabaja

anturreando para sus adentros.Lily, en vez de comenzar su trabajo, se dedicó a hojel libro que Gabriel le había dejado. Bajo la punta de lo

dedos, las cubiertas de piel resquebrajada eran lisas elgunos lugares y granulosas en otras. El libro parecía tanunto de reventar que a Lily no le habría sorprendido ver

moverse entre sus manos y abrirse para aliviar la carga qulevaba. Parecía tan hinchado como su madre justo antes d

que Robbie llegara al mundo. Parpadeó, sorprendida de quun libro pudiera evocarle ese recuerdo.

 —¿Puedo mirar? —No quería interrumpir a Gabriel, per

a pregunta brotó por sí sola.Él le dirigió una de sus sonrisas distraídas, sin apartar

vista de su boceto. —Eso es para que te lo lleves y lo estudies más tard

e ayudará a pasar el rato en una tranquila contemplació

Por ahora comenzaremos con Magnus. ¿Puedes ver suhuesos bajo el pelaje, la grasa y el músculo, amiga Lily?El gato la miró con ojos soñolientos e inclinó una ore

maltrecha hacia delante, como para escuchar su respuestLily dejó a un lado el libro y cogió el lápiz.

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Cuando Gabriel Oak tenía un día bueno, podía trabajon Lily durante dos horas antes de empezar a toser. En lo

días malos no pasaba media hora sin que sacara el pañuelara llevárselo a la boca; entonces Bump acudía para metern la cabaña, donde Lily nunca había entrado y murobablemente jamás entraría: otra de esas reglas tontas d

os adultos contra las que era imposible discutir.En la semana que Lily había pasado en casa de lo

Todd, para que Curiosity pudiera vigilarla (algo que MuchaPalomas habría podido hacer perfectamente, pero nadie scuchó cuando ella lo dijo), los días malos de Gabriarecían superar a los buenos. No obstante, ese día su vozu mano se mantenían raramente firmes cuando se mov

obre el papel. Círculos y triángulos, cajas y conoombreados de un lado o del otro, desde arriba o desdbajo.

Una vez que aprendías a mirar, todas las cosas dmundo parecían estar compuestas por unas cuantas forma

imples. Dibujar era, principalmente, aprender a ver «lohuesos» de las cosas, de un árbol, de una cara o de uántaro; una vez logrado eso, todo era cuestión de captar uz y la sombra para integrar los elementos. Lily dedicaba

mayor parte de su tiempo a dibujar en trozos de papel qu

Gabriel le daba, desde el amanecer hasta el ocaso, y má

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arde, si Curiosity le permitía trabajar a la luz de una velCada boceto terminado la impulsaba a empezar otro, para vi podía repetirlo, si podía dibujar cosas que parecieran máeales, más claras, más vivas.

 No podía decirse que Curiosity se opusiera; la mirabrabajar con una ceja enarcada y la cabeza torcida. «Ahordibuja eso», le decía. O: «Vas a gastar ese lápiz en un abrir errar de ojos, pero eso que tienes ahí es muy bonito, sí. T

mamá se sentirá muy orgullosa cuando vea lo que harabajado.»

Sin embargo, Lily aún no había dibujado nada en uadernillo, aunque todos los días se proponía comenzar.

 —Daniel quiere que dibuje Lago de las Nubes, pero coolores —dijo en el silencio.

Gabriel inclinó la cabeza, pensativo.

 —¿De veras?Lily estudió al gato que dormía ante ellos; el sol

rrancaba destellos de colores a su pelaje: jengibre, narany pardo abigarrado, el rojo vivo de una herida a medicatrizar en la paleta, y la cara interna de las orejas, que iba

del leonado opaco a un rosa delicado, como el del cielo alir el sol. —¿Usted nunca hace dibujos a color? —preguntó.Gabriel levantó la cabeza para contemplar el bosque. E

u expresión había una tristeza que ella nunca había vist

Sintió un pánico repentino, como si lo hubiera inducido

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ensar en algo que le hacía daño. Luego él se volvió mirarla con una sonrisa.

 —Tu abuela era cuáquera, pero tú no puedes sabemucho de la vida ni de las enseñanzas.

 No era una pregunta; aun así la niña asintió. —Murió en Inglaterra, cuando mi madre era apenas uoco mayor que yo.

Él cogió su lápiz y lo movió suavemente sobre el papeomo si eso lo ayudara a hallar las palabras necesarias.

 —Mi padre era un cuáquero del tipo más simple. Aún ligo sermonear a mi hermana Mary, porque llevó a casa uninta de seda que había encontrado en la calle. El creía qu

usar colores era una carga terrible para el alma. —Pero ¿por qué? —preguntó Lily, pensando en toda

as cintas para el pelo que tenía en Lago de las Nube

ntretejidas como en un arco iris. No las usaba a menudero le gustaba tenerlas.

 —Porque fomentan la vanidad y los excesos mundanoomo tantas otras cosas. En nuestra casa sólo había uuadro colgado de la pared: un grabado del Reino Apacibl

Conoces la profecía de Isaías, amiga Lily? —Y sin aguardu respuesta citó, en un sonsonete grave—: «El lobo moraon el cordero, y el leopardo se tenderá junto a la cabritilla,l becerro, el león joven y la bestia engordada estaráuntos, y un niño los conducirá.» —Le sonrió—. Es un

visión maravillosa. Cuando yo era pequeño, me subía a un

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illa para contemplar aquel cuadro. Creo que ahora mismodría dibujarlo, línea a línea. Un día cogí un trozo de carbó

y comencé a dibujar en las piedras del hogar. Fue como dentro de mí se hubiera encendido una gran luz. Lo

uáqueros nos pasamos toda la vida rezando por hallar Luz Interior; pues bien, yo creí haberla encontrado en aqurozo de carbón cuando tenía tu edad.

Gabriel estiró una mano, con los largos dedos alglexionados, y se la miró como si lo hiciera por primera vez.

 —¿Qué dibujó? —A mi hermana Jane, tejiendo. Era tosco, pero se

arecía mucho, tanto que me asusté un poco. Entoncectué como siempre que tenía dudas: recurrí a mi padre. Ermpresor y tenía el taller en casa.

 —¿Reconoció a Jane?

Tragó saliva con mucha dificultad, y Lily temió qumpezara a toser, pero el momento pasó.

 —Sí. Aún puedo verle la cara de espanto y decepciónSus ojos tenían el color de las centauras, y al ver lo que yhabía hecho se le llenaron de lágrimas. Aquella mism

mañana decidió que me apartaría de semejantes frivolidademundanas.Lily irguió la espalda.

 —¿Su padre no le permitía dibujar? Pero ¿por qué? —Lo que a mis ojos era un don, a los suyos era un

violación de la ley divina. Era un buen hombre, amiga Lily,

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nseñarte el color.Ella sentía la boca seca.

 —¿Cree us ted que llegaré a tanto? —preguntó. —No tengo la menor duda, Lily. Ninguna. Creo qu

deberías observar mejor a Magnus; has equivocado ngulo de las orejas.El gato había cambiado de posición en sueños y estab

endido sobre el lomo, con el vientre al sol y las patas rectahacia arriba. Era una postura ridícula, pero Lily no pudonreír, ni siquiera hacer lo que se le decía. Se sentía comuando había comido demasiado: llena de palabras oñolienta; necesitaba tranquilidad para encontrar sentidoas cosas que Gabriel le había dicho. Tenía tantareguntas... Quería saber adonde había ido a los dieciséños, cómo se había ganado la vida, quién le hab

nseñado, como él le enseñaba ahora... Pero eso debersperar.

 —Se le ve cansado —dijo—. ¿Terminamos por hoy?Él alargó la mano y la posó sobre el hombro de Lily, otr

osa que nunca antes había hecho.

 —Tengo toda la eternidad para dormir, Lily. Ah, aquviene la amiga Curiosity.La anciana subía por la cuesta con un cesto al braz

aminaba como una niña; las faldas se le arremolinaban eorno de las piernas y restallaban hacia atrás: Curiosity, d

muy buen humor, satisfecha con el mundo. «Su hijo le h

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dado otro nieto», recordó Lily. Y la entristeció no podeompartir esa buena noticia con Gabriel.

 —Es hora de almorzar —anunció la anciana—. VamoLily; deja que este hombre coma en paz. Bump viene desd

l granero.Cuando llegó a donde estaban ellos, se detuvo y fuedecir algo, pero de sus labios no surgió palabra alguna. Sxpresión se había tornado quieta y vacía, y había cierrusquedad, una sorpresa que no casaba bien. Lily siguió

dirección de su mirada, hasta Gabriel, que había alzado ara, con los ojos entornados bajo el flequillo gris y el ancha del sombrero. Tenía la piel muy blanca y los ojoibeteados de rojo.

 —¡Gabriel Oak!... —dijo ella, con voz algo ronca.Él parpadeó lentamente.

 —Hemos pasado una buena mañana, la amiga Lily y y—Sólo sonrió con la mitad de la boca, lo que le dio uspecto de niño.

Entre ellos había ocurrido algo que Lily no entendía debía entender, pero de algún modo Gabriel se hab

provechado de Curiosity. Ella tenía una arruga entre laejas, lo que significaba que no se dejaría ablandar, iquiera por Gabriel Oak.

 —Estoy lista —dijo Lily, intranquila y sin saber si tenlguna culpa en lo que tanto desagradaba a Curiosity—. Y

odemos irnos.

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 —Espera un minuto —pidió la anciana—. ¿Cuánto haomado, Gabriel?

 —Suficiente, creo. —Él aún sonreía, pero no tanto.Curiosity succionó una mejilla hacia dentro y la soltó e

un gran suspiro. —Pues bien, nos quedaremos contigo un rato más. —calló la pregunta que iba a hacerle Lily con un rápid

movimiento de los dedos—. Tenemos que arreglar usunto.

Él parpadeó, soñoliento y satisfecho. —He hecho una promesa, ¿verdad?Ella no le respondió.

 —Lily —dijo—, ¿has dibujado algo en ese cuadernilque te dio tu madre?

La niña sacudió la cabeza.

 —Pues ya es hora de que comiences. Ábrelo, yo mquedare aquí mientras dibujas. No te preocupes, que no irémirar. Haz su retrato, lo mejor que puedas.

 —¿Quieres que dibuje a Gabriel? —La voz de Lily slzó por la sorpresa y vaciló un poco al final.

 —Sí. —Pero no puedo... —Amiga Lily —dijo Gabriel, con suavidad—. He hech

una promesa que no podré cumplir sin tu ayuda. ¿Myudarás?

 —Sí —susurró ella.

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 —Concéntrate en la tarea que tienes ante ti. Puedehacerlo.

«Cuanto más se quita, con más claridad se ve lo ququeda.»

Lily estudió a Gabriel. Su piel tenía un brillo húmedo a uz del sol, de modo que durante un momento le pareciosible ver a través de ella, hasta el mismo cráneo. Lorandes huecos de las mejillas y la sien, la línea de la nariz, rofunda hendidura en el labio, donde el sudor brillaba al somo rocío en la curva de una hoja.

 —¿Puede quitarse el sombrero?Él hizo lo que la niña le pedía. Lily comenzó a dibuj

írculos entrelazados; luego captó la forma de los ojohundidos, un poco vueltos hacia arriba en las comisuradonde las arrugas eran más profundas. A su lápiz no l

mportaban los colores, pero tampoco era posible pasarloor alto: ojos tan azules como los de ella (como lirios, comentauras), pero brillantes de fiebre, brillantes como el crist

de las ventanas cuando refleja un atardecer rojo sangre. Astaba también la bondadosa expresión de costumbr

unque un poco perdida en el calor de la fiebre. Él no miraba; no miraba nada; tenía la vista perdida en la distancin tanto esperaba que ella, tan pequeña, hiciera lo que se

había pedido. Más pequeña de lo que era él cuando dibujóu hermana Jane y descubrió la verdad sobre sí mismo.

El pánico se alzó desde su vientre para cerrarse com

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un puño en la garganta. Dejó el lápiz y flexionó los dedoEntonces sintió la mano de Curiosity en el hombro, seguraalma como la de su madre. El miedo la abandon

deslizándose por su espalda hasta desaparecer en la tierr

omo un rayo.«Cuanto más se quita...»Lily dejó que el lápiz trabajara. El resto del mund

desapareció mientras movía la mano sobre el papedibujando los huesos de Gabriel, círculos dentro de círculoy planos intermedios. Su principio y su fin. Y ya habíerminado: un dibujo simple, nada más que líneas que sncontraban, se abrían y tornaban a encontrarse paronstruir la cara de su amigo.

 —El mentón me ha salido demasiado ancho —dijo—. as orejas no han quedado del todo bien.

 —Chist... —Curiosity se inclinó para recorrvelozmente el papel con los ojos. Por fin dijo, con su vomás suave y dulce—: ¡Mira, mira lo que has hecho! —Olíaábanas tendidas al sol, a canela y al color de su propia pi

—. ¡Qué orgullosa estaría tu abuela!

Lo dijo mirando a Gabriel Oak. Lily recordaría sxpresión durante mucho tiempo: triste y feliz a la vez. Y poncima de todo, satisfecha.

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Por la noche, como aún no había noticias de TreCuervos, de Daniel ni de nadie, Lily cogió el libro de Gabriy desató los nudos del cordel con dedos trémulos. Cuanderminó, el libro quedó ante ella, con sus cubiertas alabeada

y ennegrecidas, como un gran sapo a punto de saltar.Abrió la cubierta frontal, interesada ante todo por sabqué clase de libro era, y leyó con considerable esfuerzo.

 Apología de la verdadera divinida

cristiana, tal como es presentada y predicada poaquellos que, con desdén, son llamado

cuáqueros, una explicación y vindicació

completa de sus principios y doctrinas.

La primera oleada de sorpresa y desencanto durpenas un segundo, hasta que Lily miró la cara interna de ubierta. La escritura era intricada y difícil de leer, pero astaba el nombre familiar; puso el dedo sobre él y susurras palabras mientras leía; a su madre no le habría gustadero le parecía la única manera correcta: leer en voz alta ágina.

 Josiah Oak compró este libro en el quint

día del segundo mes del año de Nuestro Seño

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1748 para su hijo Gabriel, a fin de que se esfuerc

 por caminar en la Luz Divina.

Debajo de la tinta desteñida con la que su padre habscrito sobre el papel, Gabriel había hecho algunas marcaropias: todo un mundo de caras; hombres, mujeres y niñolgunos sonrientes, otros serios, preocupados o distraído

Debajo de cada uno de ellos había escrito unas pocaalabras: «Hermana Jane, a los 18»; «Tía Catherine, con s

ato Theobold»; «Hermano Thomas, perdido por fiebres os 23»; «Madre en contemplación»; «Bisabuela ClarkePadre».

En el dibujo, Josiah Oak era un anciano de mejillahundidas y arrugas profundas en torno de la boca; líneas d

dolor, las habría llamado Hannah; pero no había nada malni cruel en su expresión, por mucho que Lily buscara en él hombre que había sido capaz de rechazar a un hijo porqudeseaba dibujar. Aunque había muerto mucho tiempo atráún era posible conocerlo un poco, por la firmeza de s

mandíbula y la expresión de sus ojos. Así había visto Gabrisu propio padre. Los huesos de él.Lily volvió las páginas con cautela, temiendo que

hacía algún ruido, lo que tenía delante pudiera desapareceAhora veía lo que Gabriel había querido darle: no el libro o que el libro decía (las palabras impresas eran largaomplicadas y no le interesaban), sino el mundo que hab

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dentro de él. Gabriel había dibujado en los espacios elanco y, a veces, en los márgenes: árboles, cabañas, unlanta silvestre, un niño con cicatrices en la cara, unnciana de cara agria que se parecía a la viuda, dos niño

ndios jugando a los dados, uno risueño, el otro ceñudCampamento séneca», había escrito debajo.Casi todos los dibujos tenían alguna anotación;

veces, sólo el nombre del sitio donde lo había hecho y unecha: «En el Delaware, primavera de 1749.» «Meg Brewst

de Filadelfia.» «El señor Leonard, barbero, 1750.» «Árblcanzado por un rayo, Marysville.»

 —Hace cinco minutos que te estoy hablando, niña. ¿Thas vuelto sorda?

Lily levantó la vista hacia Curiosity, que estaba de prente a ella, con los puños plantados en las caderas.

 —Gabriel me ha dado esto —dijo, extendiendo lamanos sobre las páginas—. No sé por qué.

La anciana se ablandó. —¿Sabes tú por qué me lo ha dado?Una comisura de la boca se contrajo un poco, no par

eír, sino como si no supiera qué decir. —Con el tiempo lo entenderás, niña.Una vez que hubo sentado a Lily en la cocina le dijo:

 —Mañana podrás apoyarte un poco en ese tobillo y dunos pasos por el jardín.

Apenas unas horas antes, esa noticia habría apartad

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«Yo no tengo nada que perder.»Cuando Curiosity y Daisy hablaban de Jemima, nunc

mencionaban a Liam Kirby, que había desaparecido en spesura, sin decir nada a nadie.

Tal vez porque Hannah ya no estaba o porque preferílejarse de Jemima. Las dos cosas, le había dicho Daniel a shermana, una mañana en que dispusieron de unos minuto

ara hablar a solas. Y al razonamiento de Lily había añadidl suyo, el menos atractivo de todos: que Liam aún confiab

hallar el rastro de la señorita Voyager y había ido al norte, Gran Lago, para reunirse con otros cazanegros.

Pensar en eso le provocaba una sensación fea en lantrañas. En la oscuridad deseaba estar en casa, dond

habría podido despertar a Daniel para discutir las cosahasta encontrarles sentido. Así, a solas, se le adhería a l

abeza como un abrojo imposible de quitar. Quizá cuandstuvieran juntos podrían contárselo todo a Ojo de Halcó

Él los escucharía serenamente, como siempre. Luego quizonreiría ante la idea de que Jemima pudiera causarles algú

mal. Podía ser una sonrisa abierta, como queriendo expres

que la idea era demasiado extraña para tomarla en serio, una sonrisa ceñuda, indicativa de que si Jemima lo intentabo lamentaría muchísimo.

En ese momento Lily levantó la vista y vio a su abuede pie en el umbral de la cocina, más alto que la mism

uerta, alto como las montañas. Había aparecido de repent

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omo si la hubiera oído pensar en él. Al verlo se le aflojlgo que tenía enredado dentro; sus huesos se ablandaronas lágrimas brotaron sin previo aviso. Aprovechó parnjugarlas, mientras su abuelo saludaba a Curiosity y

Daisy, pues no quería que él la viera llorar.Ojo de Halcón fue a arrodillarse junto a su silla. Lily nclinó un poco para aspirar el olor a pinos, tabaco indiólvora y trabajo duro que lo acompañaba siempre. Un ol

diferente del de su padre, al que le gustaba mascar mentero similar.

 —¿Hay noticias? —Las hay, sí —dijo él—. Tres Cuervos te ha traído un

arta de tu madre. —¿Y qué...? —Toma, léela.

El anciano cogió a la niña y se la sentó en el regazo couna sonrisa, para demostrarle que no había nada que temeLuego se inclinó hasta que la pluma de águila que llevab

rendida a la trenza le hizo cosquillas en la cara a la niña; esviejo truco aún la hacía reír. La cara del abuelo podía s

dura como el hierro cuando estaba preocupado o furiosero ahora se sentía aliviado, y ella sintió lo mismo. —Voy a saludar a Gabriel. Luego hablaremos.Curiosity encendió una vela para que la niña pudie

eer y se apartó para dejarla sola, muy a su pesar, pue

deseaba recibir noticias tanto como ella. Al desplegar la

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áginas, la escritura de su madre le pareció tan familiar qupoyó el papel contra la mejilla. Luego comenzó a leer en volta, con cierta timidez, pues nunca le había gustado hacerlso quedaba para Daniel.

Queridísimos hijos: Nuestro viaje nos ha traído inesperadamente

Mariah, a orillas del lago Champlain, dondestamos hospedados en casa de un antiguo amigo

Recordaréis al capitán Mudge, que fue a visitarnoa casa de los Schuylers la última vez questuvimos allí. Os hizo un bote de madera a caduno para que jugarais en el río y permitió que Lille recortara la barba con una navaja, pues ell

decía que era demasiado larga. Su hermana, lseñora Emory, que pasó muchos años en Áfricaha tenido la amabilidad de darme algunas tallas dmarfil para vosotros. Nuestro viejo amigo TreCuervos os llevará esta carta por hacer un favor

vuestro abuelo. Confiamos que lo trataréis como un huésped de honor y que os esforzaréis poaguantar vuestra impaciencia para escucharlcortésmente.

Mañana el capitán nos llevará aguas arriba esu goleta Washington, la misma en la qunavegasteis cuando erais bebés. La señor

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Freeman o Huye de los Osos os contaránuevamente cómo fue aquello, si así lo deseáiEste viaje requerirá unos diez días en total; lueginiciaremos el regreso a casa por tierra. Vuestr

 padre calcula que podéis esperarnos dentro dtrece días, pero podríamos tardar hasta veintsegún el clima y otras circunstancias que n

 podemos prever. Si nos retrasamos, vuestrabuelo y Huye de los Osos sabrán cuándempezar a preocuparse; en ellos podéis confiar pocompleto.

Lamentamos mucho este cambio de plane pero no hemos podido evitarlo. Sin duda será undesilusión para vosotros, pero no os preocupéi

 pues todos nos encontramos en buen estado d

salud y ánimo, con la esperanza de que estempresa llegue a buen fin. Esperamos qucontinuéis siendo útiles y alegres; obedeced Muchas Palomas, a la señora Freeman, a Huye dlos Osos y a vuestro abuelo. Sobre todo

confiamos que cumpláis con las promesas que nohicisteis.Sed buenos y amaos el uno al otro. O

recordamos con afecto y con orgullo.Vuestros amantes padres,

Elizabeth Middleton Bonner 

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 Nathaniel Bonner 

Lily la leyó dos veces y luego una tercera, pero todostuvieron de acuerdo en que despertaba más preguntas das que respondía.

 —El resto habrá que saberlo por Tres Cuervos —omentó, algo intranquila por la expresión de Curiosity—

Ojo de Halcón nos dirá por qué están en el lago.La anciana emitió un gruñido grave, indicativo de que

nuevo retraso no le gustaba nada. Entonces entró Galileo, Lily tuvo que leer la carta en voz alta, una vez más.

Discutieron sobre qué podría haber causado aquambio de planes , si acaso los cazadores de recompensas lempedían llevar a Selah a Roca Bermeja y qué pensaría

hacer con ella, una vez que llegaran a la frontera con CanadDaisy iba y venía para servir la cena al tío Todd, mientraus padres hablaban en susurros, como si él pudiera oírlo

desde el comedor.Lily no entendía por qué tío Todd quería comer a sola

n ausencia de tía Todd y Ethan. Podía sentarse en la cocinon los demás... Pero al menos esa noche se alegró de quuviera esa costumbre, pues en su presencia Curiosity

Galileo no habrían hablado con tanta franqueza. —Simplemente se expresa de manera prudente —opin

Galileo, como si quisiera convencerse a sí mismo antes queos demás—, pero eso no significa que haya malas noticia

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o es conveniente decir demasiado en una carta; podría can malas manos.

 —Debo sentarme a escribir esa carta que Manny espe—dijo Curiosity.

 —No nos apresuremos. Veamos antes qué cuenta Ojde Halcón —dijo él en voz baja—. Ahí viene.Lily se alegró de que su abuelo cogiera un banquil

ara sentarse junto a ella. Galileo, Curiosity y Daisy scercaron más; el anciano, con los brazos cruzados contras rodillas; Curiosity y su hija, con los dedos fuertemenntrecruzados y los hombros juntos. Ojo de Halcón era bue

narrador, y nadie lo interrumpió, ni siquiera en las peoreartes, que arrancaron un fuerte suspiro a la anciana.

Al terminar guardó silencio durante un largo instantue ese tipo de silencio que se adueña de las casas cuand

e pone a alguien en un ataúd. Lily trató de imaginarlo: docersonas muertas en cinco días, jóvenes y viejas. Ella hab

visto muertos a su hermano y también a Atardecer, los domuy quietos en la caja de madera que su padre les habhecho, pero no lograba visualizar a doce muertos al mism

iempo. Si se contaba a todos los que vivían en ambaabañas de Lago de las Nubes, desde Sawatis a Ojo dHalcón, desde el menor al más viejo, eran justamente doc

ersonas.Una fiebre capaz de llevar a doce personas a la tumb

n una semana... No había enfermedad peor. Lily nunc

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había oído que su hermana Hannah la mencionara. Era peque la difteria y la fiebre amarilla.

Curiosity carraspeó; su voz sonó áspera y gruesa. —Que el Señor se apiade de sus almas.

 —Murieron libres —apuntó Daisy—. Al menos cabgradecer eso. —Si alguien puede llevar al resto hasta Canadá, ése e

athaniel. —Galileo lo dijo con su voz firme, la que empleabon los caballos, los bueyes y las bestias cuando deseabncaminarlos por un rumbo determinado.

 —No me gusta —dijo Lily. Porque en verdad no ustaba nada. Había pasado todo el día deseando recib

noticias y ahora lamentaba haberlas recibido. —Tus papas, juntos, pueden enfrentarse a cualqui

osa —dijo Curiosity—. No lo dudes.

Ojo de Halcón se inclinó y levantó a la niña con todacilidad, como si fuera un saco de maíz, y se la sentó en egazo, rodeada por la dureza de sus brazos bajo la pilanda de su cazadora. En cualquier otro momento, ella s

habría sentido insultada de verse tratada así, como si fue

un bebé, pero en esa ocasión le gustó; se alegró de tenerlllí, y también a Curiosity, a Galileo y a Daisy, todoentados en círculo.

 —Esta noche la llevaré a casa —anunció él, por encimde la cabeza de su nieta—. Daniel se s iente muy solo.

La anciana le dirigió una vaga sonrisa.

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 —De acuerdo —dijo—, pero no dejes que apoye eso en ese tobillo durante más de una hora diaria, mientra

yo no diga lo contrario.

Por lo general Ojo de Halcón iba a todas partes a piero esa vez había bajado a la aldea montado en Toby,

viejo caballo que prácticamente pertenecía a los niños, puera tranquilo y dócil como un viejo perro desdentado, ualquier hombre caminaba más deprisa que él. Para lo

kahnyen’kehàka caminar era un orgullo, pero Lily se alegrde verlo allí.

Galileo la sentó a horcajadas delante de su abuelnvuelta en una manta y con un cojín atado al tobill

Curiosity puso todas sus cosas en la alforja de la montura,e quedó allí, con los brazos fuertemente cruzados.

 —Tenerte aquí ha sido un placer, hija. Mañana por arde iré a verte.

Bump, que estaba de pie junto a la cerca del jardí

evantó una mano para saludarla, blanco como una sábann la creciente oscuridad. Lily le devolvió el gesto y lo llamero él guardó silencio. Más adelante se preguntaría si resencia de Bump allí no habría sido producto de s

maginación.

Galileo le tocó la mano y partieron. La niña se alegró d

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que Ojo de Halcón no le hablara, pues se sentía confusa: dolía partir de allí, aunque todo ese tiempo había deseadegresar a casa y dormir en su cama.

Se dirigieron a su hogar rodeando el extremo oeste d

ago de la Media Luna. Las largas patas de Toby susurrabantre la hierba alta, chapoteando en el barro del pantanLily se concentró para escuchar el sonido de las ranas quantaban en el pantano, vocingleras como niños jugando, l ritmo parejo de la respiración del caballo.

Aunque ya había oscurecido casi por completo, el lagtraía la luz de las estrellas y centelleaba como una moned

de cobre arrojada al cielo en pleno mediodía. Cuando la lubandonara el mundo, quedarían ciegos —«Como Lun

Partida», susurró para sus adentros— hasta que el saliera otra vez. Cerró los ojos y los abrió de nuevo, tratand

de imaginar esa pérdida: vivir en un mundo vacío de colode formas, de sombras.

Si forzaba la vista, llegaba a distinguir el contorno de montaña, allá delante; le era tan familiar como la cara de smadre, como la espalda de su padre.

 —Me alegro —dijo—. Me alegro de que hayas venidpor mí.Ojo de Halcón murmuró algo desde el fondo de

arganta; no hacía falta más.

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Capítulo 32

14 de junio de 1802

A las pocas semanas de casada, finalmente en posesióde todos los colchones de pluma, los platos de porcelanos cuchillos de plata, las velas de cera de abeja y las tina

de cobre que podía imaginar, Jemima Southern Kuick llegó

a conclusión de que la vida sería aún mejor si su esposo squedara huérfano. Cuando se le ocurrió esa idea, en unluviosa mañana de junio, se encontraba sentada en la salrente a su suegra. Ambas estaban solas, como solía suced

durante buena parte del día.

Los inconvenientes de verse convertida en esposa dsaiah Kuick comenzaban a hacerse notar, y el máorprendente era éste: el casamiento había hecho que

quedara libre de aquella sala y de la compañía materna, iempo que sentenciaba a Jemima a ocupar su lugar.

 —Los privilegiados tienen sus obligaciones, jovenci—dijo la viuda, agitando la barbilla erizada de vello—. Y tharás lo que corresponde: estarás junto a mi hijo...

 —Mi esposo —interrumpió ella, con voz monocorde.La viuda torció la boca.

 —Estarás junto a mi hijo cuando entierren a esmuchacho, a mediodía. Es lo que corresponde cuando mue

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uno de los esclavos. Toma nota. Lo que corresponde. Y torresponde a ti. —Apuntó la aguja en dirección a Jemim

—. A nosotros nos corresponde dar buen ejemplo a la aldeLa joven volvió las páginas del periódico que tenía en

egazo. Aunque era de hacía un mes, resultaba mucho mánteresante que un sermón de la viuda. —¿Y si no quiero mojarme los pies? —Si no asistes al entierro de Reuben, su madre s

nfadará. Y no sabes cómo es Cookie enfadada. Quemará laachas, te esconderá los zapatos, guardará mi cesto de lanan cualquier parte..., y así durante meses enteros. Losclavos son bestias ladinas cuando quieren desquitarso lo olvides, jovencita. Como representante mía deberá

decir algunas palabras de alabanza por el muchacho. —Cualquier cosa, con tal de ahorrarse la molestia d

bandonar esa silla. —¡Háblame con respeto!Las delgadas mejillas de la viuda se encendieron con u

olor tan intenso que parecía casi azul. Si la forzaba un pocmás, su mal genio surgiría a la vida y echaría mano de alg

ara arrojar. Primero la taza vacía y el plato que tenía en mesa, junto a su codo; luego, algún libro, pues no quedabuna sola estatuilla de porcelana en toda la casa. Si nncontraba nada mejor a mano, no tendría reparos en tirar lagujas de calceta como si fueran lanzas. Jemima sabía que s

uegra era capaz de arrojar los muebles, si tuviera fuerz

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uficiente para levantarlos.Volvió la página del periódico, sin dejar de observar a

viuda por el rabillo del ojo. Durante un tiempo la habdivertido ver a una señora refinada pataleando como u

niñito que exige un terrón de azúcar, pero ahora estaba listara huir si se presentaba la necesidad. —Es como vivir con un francotirador al que le escuec

l dedo en el gatillo —se quejó a su esposo, en una de laaras ocasiones en que pasaban algunos instantes a solas.

Isaiah, que en ese momento se disponía a salir parncontrarse con Dye en algún rincón oscuro, la escuchó co

una mezcla de impaciencia y diversión indiferente. No defendería contra su madre. Ni siquiera se molestaba eecordar su nombre de pila: la llamaba «señora Kuick», comi fueran dos ancianos con cincuenta años de casado

ferrados a las costumbres antiguas.Era preciso admitir que Jemima había sido demasiad

iberal en sus negociaciones. El trato que había cerrado cosaiah Kuick daba a éste más libertad de la que conveníasaba fuera de la casa más tiempo del que ella esperab

Hasta el momento no se le había ocurrido ninguna forma decobrar la ventaja, sin perjudicar tanto su propia cauomo la de él.

Aun así, le brindaba una gran satisfacción imaginarevelando a la viuda la verdad sobre su hijo y sus ausencia

Ahora su suegra se acomodó el chal sobre los hombro

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dando pequeños tirones. Con la boca fruncida, desvió mirada hacia Jemima.

 —Irás al entierro de ese muchacho, y te diré por qué: nerderás semejante oportunidad para exhibir tu anillo d

odas.La muchacha se tragó la irritación para mostrar sonrisa más dulce.

 —¿Y por qué debo exhibirlo, madre Kuick? No tengque demostrar nada a nadie.

 —¿Que no? ¿Tampoco a la señora Elizabeth Bonner y sa pagana que tiene por hijastra? —Lucy Kuick tenía unisa horrible, que mostraba todos los huecos entre la

muelas—. Tu cara lo dice todo, jovencita. Te he cogiddesprevenida, ¿no? Eso te pasa por pasarte el día sentadTe quedas dormida y las cosas se te vienen encima. Aye

or la noche regresaron todos, arrastrando consigo a mediudad.

 —¿Ha sido Georgia quien ha traído la noticia? —Jemimhabría querido morderse la lengua por mostrar interés.

 —Efectivamente. He de reconocer que vale el salar

que le pago. Hace más de lo que le corresponde y tiene buearácter. Sabe guardar su lugar y no pide más de lo que orresponde. Debería haber buscado criadas en Johnstow

desde el primer momento. Tendrías unas cuantas leccioneque aprender de Georgia, jovencita.

Jemima se preguntó qué haría la viuda si ella cogía u

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ibro y lo lanzaba por una de las ventanas de las que estaban orgullosa. Y lo habría hecho, a no ser porque ya corría

demasiados rumores en la aldea sobre lo que pasaba en esala. Pero había otras maneras de tratar con su suegr

emima cogió su taza intacta y volcó el té en la alfomburca, que la viuda había recibido de su difunto esposomo regalo de bodas.

Cuando era necesario, sabía moverse deprisa; aun asl primer libro golpeó contra la puerta con fuerza asombrosntes de que ella hubiera llegado a cerrarla del todo.

 —¡Así te pudras en el infierno! —chilló la señora KuicJemima iba ya por la mitad del pasillo, y aún no hab

esado la granizada de libros.Sólo pudo respirar tranquila cuando hubo cerrado co

lave la puerta de su dormitorio. Se detuvo en medio de

habitación en penumbra, con un puño apretado contra orazón y el otro contra la boca, tragando el pánico como uera agua caliente.

Hacía dos o tres días había regresado Nathaniel Bonnde los bosques; y ahora, Elizabeth y Hannah, de la ciuda

mucho antes de lo que ella esperaba. Todos los Bonneuntos en Lago de las Nubes: jóvenes y ancianos sentadolrededor de la mesa, conversando.

Jemima casi podía oír las preguntas. «Cuéntanos otvez cómo te torciste el tobillo, hija.» «Contadnos otra vez

de Liarn Kirby: ¿cuándo se marchó y qué fue, finalmente, l

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que lo impulsó a irse?» «Contadnos otra vez qué hacíaquel día en Eagle Rock, Daniel.»

Se pasó una mano por el vientre, aún plano y firmunque se le había retrasado la regla y le dolían los pecho

Liam Kirby había huido, pero no antes de hacerle ese hijo, iedra fundamental de lo que ella trataba de construir para sEse hijo era la única protección contra la viuda. En esos díae acudía a menudo a la cabeza un viejo dicho: «Dios ayudl que se ayuda.»

 —Yo me ayudé.Susurró esas palabras. Lo había planeado todo bie

Salvo el que los mellizos Bonner estuvieran en la montaña.Había llegado un punto en que aquellos niños se

parecían por todas partes, despierta o dormida, tal como lohabía visto en Eagle Rock: la cara pintada de Danie

ontraída por la ira, que hacía de él, no ya un niño, sino unversión joven de su padre, y su hermana, aullando como udemonio mientras rodaba por la cuesta. Jemima se cubría dudor al pensar en lo que habría sucedido si la niña

hubiera roto la cabeza en vez de torcerse el tobillo.

Pero había esperanza. Hasta el momento, parecía quos mellizos habían tomado sus amenazas en serio, puehabían guardado silencio. Aunque tal vez no; tal vez ya lhabían contado todo. Esa voz insistente al oído, esa voz quno la dejaba dormir en paz. Ésa era una de las píldoras má

margas: Jemima se había alzado con Liarn Kirby, derrotand

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Hannah Bonner, pero debía mantener esa victoria eecreto para no correr el peligro de ser descubierta.

Cosa que podía suceder, de cualquier modo, si Daniel Lily decidían confesar lo que había sucedido en Eagle Rock

Los niños tienen tendencia a olvidar. Por eso necesitauna mano firme y alguien que les recuerde, de vez euando, lo que se espera de ellos . El propio padre de Jemimolía usar para eso un látigo o una correa de arnés, pero el

no estaba tan desesperada como para olvidar a quiéertenecían aquellos niños. Si hiciera una marca a cualquie

de ellos, los hombres de la familia irían a por ella: de eso nabía ninguna duda. Pero había otras maneras de inculcar eas criaturas caprichosas el temor de Dios; Jemima habasado mucho tiempo meditando sobre eso. El problema e

que veía a esos niños muy rara vez.

Estarían presentes en el entierro: en eso la viuda tenazón. Jemima tendría que cambiarse de ropa y salir bajo luvia, después de todo.

Alguien llamó a la puerta. —¿Señora Kuick?

 —¿Qué pasa, Becca? —El señor Kuick le manda decir que ya está listo paral entierro. Todos los esclavos esperan en el cementerio.

Becca mantenía un tono tan neutro como le era posiblero la burla estaba allí, escondida detrás de la puert

emima estaba decidida a echarla en cuanto se pudie

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onseguir otra criada en Johnstown, pero de vez en cuandentía el impulso de hacerlo inmediatamente. Si eso n

hubiera significado desbaratar la casa y provocar el menio de la viuda, se habría concedido la satisfacción d

deshacerse de Becca. —Dile que iré directamente allá. —Sí, señora Kuick.Jemima llevaba puesto uno de los dos mejores vestido

de su madre, de feo verde oscuro con guarniciones rojas, yastado en el ruedo y los puños, estrecho de hombros emendado más de una vez en los codos y la cadera. El rest

de su ropa pendía de perchas contra la pared: dos vestidode tela basta que no se había puesto desde el casamiento que no volvería a usar, y otro heredado de su madre, de sed

ruesa color pardo oscuro, que usaba como gala d

domingo desde hacía un año. No había perdido tiempo en encargar ropa nueva.

rimero de los vestidos colgaba de la percha como unmariposa entre polillas: una seda pesada, con un diseñ

eométrico en rosado y verde. Era la única seda disponib

n la factoría, lo bastante buena como para que MatildKaes comenzara a coser, en tanto se encargaban otras telaJohnstown. Jemima tocó los adornos de encaje del cuello

as borlas que pendían de las mangas y que se balanceabal andar.

Cualquiera de sus vestidos viejos era más adecuad

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que ése para un entierro. Ponérselo sería enfurecer a suegra y escandalizar a la aldea. Ni Anna McGarrity ni la

viejas comadres irían a presenciar el entierro de un jovesclavo, pero se enterarían en menos de una hora y n

hablarían de otra cosa en toda la semana.Jemima descolgó el vestido de seda y comenzó lanificar el día.

Una semana después de su regreso, Elizabeth aún nhabía bajado a la aldea, sobre todo por miedo a la

reguntas que le harían y a la necesidad de mentir, algo qununca se le había dado bien. Nathaniel podía presentaron toda tranquilidad; a él nadie le preguntaría cuán

iempo había estado fuera o qué asuntos lo habían retenidLas únicas preguntas que le hacían se relacionaban con viaje de su hija, y ante eso podía responder con sinceridaería feliz cuando toda la familia estuviera nuevameneunida.

Día tras día, Elizabeth buscaba alguna excusa paquedarse en la montaña. Pasaba el tiempo con los niñoDaniel y Grajo Azul le contaban sus aventuras, a veceerminando uno las frases del otro con perfecincronización. También se sentaba con Lily durante hora

nteras a mirar el cuadernillo que ella le había hecho con

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speranza de alentarla a escribir.Cuando esperaba ver en las páginas la escritur

mpaciente de su hija, se había encontrado a cambio con udibujo tras otro. Algunos eran sólo ejercicios geométrico

obre formas, sombreados y perspectivas; otros, simbargo, eran retratos asombrosamente parecidos a la genque representaban. Los dibujos que más la conmovían eraos de objetos pequeños y extraños: un zapato (de Curiositácilmente reconocible), caído de lado junto a una mata d

hierba; una botella rota, un botón de perla tallada, quendía medio suelto contra la pechera de una camisa. Cad

dibujo estaba mejor logrado que el anterior. Y cada uno teníuna historia que Lily estaba deseosa de contar.

 —Mi madre también sabía dibujar muy bien —dijathaniel a su hija—. Pasaba horas enteras dibujándom

osas: la familia que había dejado en Escocia, la aldea en que se crió... Es un don que has heredado de ella.

Lily siempre había sido una niña inquieta, que saltabde una ocupación a la siguiente y se aburría con facilidad, ontrario que ahora. Elizabeth nunca la había visto ta

bsorta. La escuchaba con creciente sorpresa cuandhablaba de Gabriel Oak y de las cosas que él le habnseñado. La niña había escrito muchas de sus frases en

última página del cuadernillo. —Las apunté después de que lo enterráramos —

xplicó, con mucha seriedad—. Para no olvidarlo.

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 —Fue un buen amigo para ti —dijo Nathaniel—. Nodrías olvidarlo.

Elizabeth agregó: —Lamento no haber tenido oportunidad de agradecer

o que hizo por ti durante nuestra ausencia. —Puedes hablar con Bump —insinuó Lily—. Está muriste desde que murió el amigo Gabriel.

Aunque podía imaginarse conversando con Bump siningún problema, Elizabeth seguía sin bajar de la montañCuando no estaba con los niños, pasaba su tiempo coMuchas Palomas y Susurro de Pinos, o quitando hierbas el maizal y en la huerta, o sentada junto al hogar, con la

manos llenas de labores que la cansaban físicamente, perque no conseguían que borrara de la mente a Selah Voyagey a Liam Kirby.

Curiosity se presentaba allí todas las tardes a caballdespués de pasar por el molino para cambiar los vendajes oven Reuben. Iba para asegurarse de que su nieto siguierano y fuerte. Y también para estarse un rato sentada si

nada que hacer, con el bebé en el regazo y escuchando l

harla de las mujeres.Era una Curiosity que Elizabeth no conocía y nunchabía imaginado. Para los Freeman la muerte no era undesconocida: el primer esposo de Polly había muerplastado por un árbol; el segundo hijo de Daisy, hab

allecido a causa de un cólico; además de otras pérdidas má

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ntiguas de padres y hermanos, que aún ardían con fuerzPero la muerte de Selah parecía haber pillado desprevenidaCuriosity. Se había vuelto más introvertida y ausente. Amenudo volvía la cabeza hacia la puerta, como si esperara

lguien que habría debido llegar hacía mucho. Un forasterque, después de quitarse cortésmente el sombrero, les dirque todo había sido un error, que Selah estaba viva y alvo y les haría ver lo ridículos que habían sido todos ensar que una mujer tan fuerte, después de haber pasador tantas cosas, pudiera ahogarse por propia voluntad.

Cuando le hablaban, Curiosity respondía, esbozaba unonrisa, arrugaba la frente, tomaba decisiones y cumplía cou trabajo. Pero sólo parecía abrirse de verdad a los niños,o menos posible. Casi siempre tenía a su nieto en brazoon una mano cubriéndole la curva del cráneo. Lo mec

uando lloraba, le canturreaba por lo bajo y, cuando hacíorgoritos , como todos los bebés que comienzan a despertl mundo, ella le hablaba largamente del tiempo, de louervos que poblaban los árboles y de los días en que ente sabía volar.

Habría sido más lógico dejar al niño a cargo de Daisyque era su tía y estaba deseosa de hacerlo, pero Daisy habdejado de amamantar a su hijo menor dos años atrás y ya nenía leche; por eso, cuando caía la tarde, Curiosity dejabau nieto al cuidado de Muchas Palomas y bajaba la montañ

ara reunirse con su esposo.

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 —¿Cuánto tiempo dura el luto? —había preguntadDaniel a su madre, pues, después de tres días, a Curiosity sa veía más distante que nunca.

«Toda la eternidad», pensó decir ella, pero se contuv

athaniel intervino: —Es como cualquier herida profunda, hijo. Cicatriza col tiempo.

 —Creo que espera noticias de Manny —arriesgó Li—. Creo que Manny la haría sentir mejor, si viniera a cas

or su hijo y ella los viese juntos. —Pronto volverá Hannah —dijo su hermano—. Quiz

lla traiga de la ciudad algún remedio nuevo que cure laquemaduras de Reuben. Eso ayudaría mucho a Curiosity; yno estaría tan enfadada.

 Nathaniel buscó los ojos de su esposa por encima d

as cabezas de los niños, asombrado, complacido y algnquieto ante esa combinación de inocencia y sabiduría.

Más tarde Elizabeth pensó largamente en lo que Danihabía dicho con tanta desenvoltura: Curiosity estabnfadada, más enfadada que nunca. Fue en busca de Huy

de los Osos y lo encontró detrás del granero, reparando sa de la vieja tina. Allí los niños no oirían nada. —Cuéntame lo del accidente de Reuben —pidió.Huye de los Osos dejó el martillo y cogió un trozo d

lambre.

 —No estoy seguro de que fuera un accidente.

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Elizabeth se ciñó los brazos al cuerpo. A pesar de qura una tarde muy cálida, tenía la piel de gallina.

 —Cuéntame. —No hay mucho que contar —dijo Osos, con

erenidad de costumbre—. Dicen que el muchacho llevabun saco de cal viva al hombro y la costura cediubriéndolo de la cabeza a los pies. Cuando pudo saltar stanque, el daño ya estaba hecho. Se le desprendió caoda la piel.

Una quemadura de cal viva era tan grave como la duego; incluso peor, según decían algunos, pues,

diferencia de las llamas, sólo se la podía apagar con agua. Euna ocasión, Elizabeth había visto a un gatito caer en uaco de cal viva, en el granero de la vieja casa de su padr

Galileo, con un rápido golpe de hoz, había puesto fin

quellos alaridos ultraterrenos, pero no antes de que elvomitara.

Se obligó a concentrarse en el brillo del sol sobre el pescuro de Osos, veteado de gris. Cuando pudo volver

hablar, dijo:

 —¿Qué te hace pensar que pudo no haber sido uccidente?Huye de los Osos miró hacia el porche de su cabañ

donde su hija Kateri molía maíz y canturreaba a shermanito, que dormía plácidamente. Elizabeth volvió

ensar que, por muy poco que se parezcan físicamente lo

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hombres de distintas razas, todos tienden a mirar a sus hijoon la misma expresión: interés, un orgullo feroz y una torpernura.

 —Cuando sucedió, no había nadie, excepto el capata

El chico no puede o no quiere hablar, pero los hombres dmolino tienen sus sospechas.Esa noche, mientras se disponían a acostarse, Elizabe

volvió a sacar el tema con Nathaniel. —¿Tú lo sabías? —Sí. Me lo contó mi padre. Eso explica algunas cosas. —¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —Elizabet

penas podía contener su furia—. ¿Que eso explica algunaosas?

Entonces Nathaniel se volvió hacia ella. La serenidad du expresión la frenó en seco.

 —Puedo bajar ahora mismo y meterle a Dye una bala ea cabeza. Sería un placer, si es eso lo que deseas. No tiene

más que decirlo, Elizabeth. —No. —Ella se sentó a su lado, más calmada—. No e

que no lo merezca, pero... no. ¿Por qué Curiosity no dic

nada? ¿Ni Galileo? La ley prohíbe tratar a nadie así, aunquea un esclavo. Se le podría acusar y arrestar, ¿no? Nathaniel le deslizó una mano por el brazo y enlazó co

uerza sus dedos a los de ella. —En primer lugar, no hay pruebas de que Dye hay

enido nada que ver en lo que le sucedió al chico. Es un tip

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de nosotros, para protegernos, por si lo de Reuben motivaonsecuencias graves.

Esa idea sacudió a Elizabeth tanto como la imagen dmuchacho cubierto de cal viva.

 —¿Piensas que... que están pensando en... vengarse? —No sé si han planeado algo —la interrumpió él—ero no preguntaré. Y tú tampoco.

 —Si se toman la ley por su mano, Nathaniel, laepercusiones... —Se interrumpió—. Quiero que hables co

Galileo. Tú o tu padre. Alguien. Si no, yo hablaré coCuriosity.

 —No es Galileo quien debe preocuparnos. Ni CuriositSi a alguien se le ha metido en la cabeza vengarse de Dydebe de ser de la familia de Reuben.

Elizabeth no conocía bien a ninguno de los esclavos d

Kuick, simplemente porque no se les permitía ir a la aldeamenudo. Pero los conocía de vista y de oídas. Ezekiel y Leran hombres corpulentos, tranquilos y competentes, donrisa pronta; Reuben se parecía mucho a sus hermano

mayores. Pero la madre era otra cuestión. Elizabet

ecordaba con exactitud un comentario que le había hechCuriosity: «Es como un perro apaleado que esperara portunidad.»

 —Esto pinta muy mal, Nathaniel. —Debemos esperar —respondió él—. Curiosity dic

que el chico no vivirá mucho más. Y luego vendrá el entierr

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A la noche siguiente, cuando apenas se alzaba la lun

Hannah llegó a Lago de las Nubes. Como los perros ndieron aviso, ella los cogió por sorpresa al abrir la puerta.Daniel fue el primero en ver a su hermana mayor y dej

aer la cuerda que trenzaba para abalanzarse hacia ella coun grito de alegría. Lily aún no pisaba bien con el tobilesionado, pero fue tras él, y el cesto que tenía en el regazayó al suelo con repiqueteo de botones.

Los gemelos hacían tanto ruido y tantas preguntaanzaban tantas noticias a los oídos de Hannah, que Ojo d

Halcón se vio obligado a restaurar el orden, para lo que loferró por las camisas y los sostuvo en el aire, como

achorros nerviosos. —¡Parece que no hayáis recibido educación! Por

manera en que ladráis, cualquiera diría que vuestra hermans un mapache trepado a un árbol. Dejad que recupere liento.

Su tono irritado bastó para que los mellizos callaran dnmediato.Elizabeth también quería arrojarse hacia ella, pero

ontuvo mientras Hannah saludaba a su abuelo y luego athaniel. Primero habló en el idioma del pueblo materno

dijo todo lo que se esperaba de una buena hija. Se la ve

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eliz de estar en casa, feliz y agradecida, pero denotaba uansancio que iba más allá del que provoca un viaje larg

Hannah había dejado en la ciudad los últimos vestigios ddolescencia.

Elizabeth se preguntó si Nathaniel podría detectar eambio. Era de esperar que no. —Me alegra que hayas vuelto al hogar y a nosotros —

espondió su padre en el mismo idioma—. Me gusta qustemos otra vez todos juntos.

Daniel corrió a buscar a la gente de la otra cabañTodos se apiñaron en el porche, para escuchar los relatos dHannah a la luz de juncos impregnados de brea, par

mantener a raya a los mosquitos. Lily pensó que valía ena soportar el mal olor, si a cambio podían sentarse al aiibre, conversando, y ver el claro de luna bailando en laascadas.

Muchas Palomas llevó al bebé de Selah para qu

Hannah lo viera. Era un niño grande y sano, con pliegues drasa bajo el mentón, como un muñeco demasiado rellenHannah se sentó con el pequeño en su regazo mientraontestaba a todas las preguntas que le hacían: desd

Kateri, que ansiaba saber si habían visto algún monstru

marino, al abuelo, que preguntaba por el capitán del barco e

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mirada impaciente y se desplazó para hacerle espacio. —Calla —le susurró al oído—. Está llegando a la mej

arte.Las voces ascendían a rachas desde el porche, segú

as empujara la brisa, pero un niño con buen oído podaptarlo casi todo. —Podrías habérmelo dicho antes —susurró Lily—, e

vez de dejar que me metiera en problemas.Daniel se limitó a arrugar la frente y tiró de ella para qu

e sentara a escuchar.Así estuvieron mucho rato, mientras Hannah contab

nécdotas del hospital, de los pacientes y de los niñohuérfanos, cosas tan tristes y horribles que Daniel no podontener los suspiros, y Lily le daba codazos para recordar

que no les estaba permitido escuchar.

De pronto ascendió hasta ellos la voz de su padre, clay nítida:

 —Daniel. Lily. A la cama.

Lily se acostó, pero nadie podía ordenarle que durmiermientras estudiaba la sombras, lamentó no tener suficienvalor para regresar a la ventana.

 —Será mejor que no lo hagas —susurró Daniel desde

tro camastro, como si ella hubiera expresado sus ideas e

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voz alta.Lily se tumbó hacia su lado. Apenas distinguía

ontorno del hombro y la cabeza en la oscuridad, pero sabque él la estaba mirando.

 —No estaba muy enfadado —dijo—. Cuando lo es tá dverdad, me llama Mathilde.Pero se quedó en la cama. Y su hermano también

Pasado un rato ella dijo: —Creía que me gustaría mucho ir a la ciudad, pero h

ambiado de idea.Daniel lanzó un murmullo de asentimiento y luego ella

yó incorporarse. —¿Qué haremos con respecto a Jemima, Lily?Fue a meterse en su camastro, como hacía siempre qu

enían algo importante que discutir, y también cuand

staba preocupado; casi todas las noches había algo de quhablar.

 —No podemos hacer nada —respondió ella. Percibía esistencia de su hermano en la postura de los hombros qua tocaban.

 —Pero estaba invadiendo una propiedad privadDeberíamos decirlo. —Estaba con Liam Kirby; él también invadía un

ropiedad privada. ¿Quieres que todos vuelvan reocuparse por Liam Kirby, ahora que al fin se ha ido?

La cara de su hermano era un óvalo claro, tan famili

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omo la suya misma. Habría podido dibujarlo en scuridad. Habría podido dibujar a su hermano aun siendiega.

Daniel sacudió la cabeza, y su pelo despidió un olor

avia de pino. —Supongo que no. Pero no me gusta que JemimSouthern vague por esta montaña lanzando amenazas. Nstá bien.

 —Tenía mucho miedo de que habláramos —apuntLily.

Era una conversación que habían mantenido muchaveces, y siempre terminaba allí, pues ambos sabían quhabía algo importante en juego, algo que no comprendían. ampoco podían preguntar: se relacionaba con lo que pasabntre un hombre y una mujer, y ése era un tema del que n

e hablaba mucho. —Ella reaccionó como si pudiéramos quitarle algú

esoro —comentó Daniel, haciéndose eco de suensamientos.

 —Lo mejor será no acercarse a ella durante el resto d

verano —decidió Lily—. Si no nos cruzamos en su caminal vez se olvide de todo.

Lily se despertó más tarde, intranquila y confusa. S

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ían voces en el salón y susurros en la oscuridad. Su madmurmuraba y la voz de su padre le respondía, grave y algonca.

Se puso boca abajo y levantó la cabeza para mirar po

ncima de la barandilla.La única vela de la repisa arrojaba un óvalo de suave lumarilla contra la pared. En el borde del círculo estaba s

madre, apretada contra la pared, y su padre se inclinabhacia ella, con una mano apoyada en el muro y la otra en hombro de ella, con los dedos tan abiertos que el pulgdescansaba en el hueco del cuello; allí se había desprendidun botón.

Lily se frotó los ojos, pero ellos siguieron allí, eimetría perfecta: la línea del brazo de su padre; el ángu

donde su mano tocaba la pared; la curva de su espald

Todas esas líneas se unían para formar un espacio que sólu madre podía llenar. A la luz de la vela, ella giró hacia él lara en forma de corazón; unas hebras de pelo cayeroontra su cuello, en forma de rizo. Él dijo algo y ella rió. onido se cortó abruptamente cuando él bajó la cabeza.

Lily volvió a acostarse y cerró los ojos, con un brazruzado sobre la cara para atrapar la imagen que le habíarindado. La tendría para siempre en el ojo de su mente. Se ntojaba demasiado preciosa incluso para trasladarla apel.

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 —Aquí viene Curiosity a escuchar tus noticias —le diHannah—. Sube todos los días para ver al pequeñ

Galileo.Hannah la miró, sobresaltada.

 —Me sorprende que Kitty le permita venir. Con el beby todo lo que tiene que contar de ella y de Ethan..., y de nodriza. Por cierto, aún no te he hablado de ella.

 —Hija —murmuró Elizabeth, desconcertada por xtraña actitud de la muchacha—. Es sólo Curiosity. Nienes por qué agitarte.

Hannah asintió. Iba a decir algo, pero luego sacudió abeza y, después de secarse las manos en el delantal, salil encuentro de la anciana.

Elizabeth puso otra escudilla en la mesa y miró por vano de la puerta.

Estaban juntas allí, cogidas por los antebrazos: doiluetas oscuras y esbeltas, recortadas en oro contra el so

Durante un momento resultó difícil distinguir a la joven de nciana: el dolor les curvaba la espalda por igual e inclinabas dos cabezas.

Elizabeth dejó escapar el aliento y se apretó la boca coas manos. Cuando pudo confiar en su voz, la invitó: —¿No quieres entrar a desayunar con nosotros?Curiosity se apartó para acercarse a la puerta. Tenía

ara demacrada por el cansancio y el sufrimiento.

 —No puedo quedarme —dijo—. Sólo he venido pa

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edirle a Hannah que acudiera a echarme una mano. Reubeha muerto al amanecer y necesito que me ayude mortajarlo. Además, tenemos muchas cosas de que hablalla y yo.

Elizabeth las dejó ir, pues no soportaba la idea dmortajar a otro chico muerto y no quería tomar parte en onversación. Se quedó en casa para atender a la

necesidades de su propia familia, pero no pudo impedir quus pensamientos siguieran a Curiosity y a Hannah montañbajo. Mientras servía las gachas, charlaba con los niñoemendaba la cazadora de Ojo de Halcón y examinaba etrato de Nathaniel que había hecho Lily, iba creciendo e

lla la certeza de que habría debido ir. —Soy una cobarde —murmuró. Nathaniel apartó bruscamente la vista del molde pa

alas que tenía en la mesa de trabajo. Ella resopló. —Debería haber ido con ellas para ayudar. Y para esta

on Curios ity.Su marido la estudió un momento y luego volvió rabajo.

 —No tienes por qué cargar con todo, Botas. Y no ereobarde.

La garganta de Elizabeth chasqueó un poco. Nathani

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onocía muy bien ese ruido: era el de las palabras ásperaque tragaba, privándose de la discusión que deseabDespués de limpiar el molde para balas con un trapceitado, se levantó para guardarlo en el estante y tardó má

de lo necesario, para darse tiempo a componer la expresión. —Anda, di lo que estás pensando, Nathaniel —dijo elsu espalda—. Ya sé que te estás preparando.

 —Los chicos eran amigos, pero, tal como están laosas, prefiero que los gemelos no vayan al entierro.

Ella endureció un poco los hombros y Nathaniel sreparó para la inevitable discusión. Ella insistiría en llevaros niños al funeral, no por amistad, buenos modales

decoro, pues esas cosas le interesaban mucho menos queu llegada a Paradise, sino por el mismo motivo que él n

quería que fueran. Se trataba del único punto de fricció

ntre ellos: ella temía criar a los niños sobreprotegidoncerrados en s í mismos e ignorantes de cómo funcionaba

mundo; Nathaniel, en cambio, vivía para protegerlos nseñarles, antes que nada, cómo defenderse. En lo

momentos de más calma él reconocía que ambos formaba

una buena pareja con sus preocupaciones: cada untemperaba al otro. Por eso esperaba discutir con su esposEn cambio se encontró con algo que lo inquietó más que un

alabra áspera. —Sí —dijo Elizabeth, suavemente—. Me temo qu

ienes razón.

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Capítulo 33

Jemima se ciñó la cabeza y los hombros con el chauego golpeó el suelo con sus botas nuevas para librarse da humedad y contó otra vez: un ataúd de madera verd

mojado por la lluvia, tres indios, siete blancos, diecisénegros, algunos libres, y el resto esclavos. Y ni un solo niñn el grupo reunido en torno del agujero lodoso, en el sect

del cementerio donde se enterraba a los esclavos. Desde sugar, al pie de la tumba abierta, vio a los Bonner detrás dos deudos; pero de los gemelos no había señales.

 —Entregamos a la tierra el cuerpo de tu hijo —dijo eñor Gathercole con su voz de prédica, restallante, aguda

an agradable como un enjambre de moscardones—. Cenizalas cenizas, polvo al polvo.En primer término se encontraban el señor Gathercol

emima e Isaiah, y detrás de ellos, Ambrose Dye. Jemima lentía a su espalda, demasiado cerca. En otro momento y e

tro lugar le habría dicho algunas palabras para curarlo du impertinencia, pero por ahora debía soportarlo. Papartarse de él debería acercarse a su esposo; y no querorrer el riesgo de que Isaiah se apartara a su vez de ell

delante de Hannah Bonner.Estar atrapada de aquella manera entre su esposo y

mante de éste era en verdad extraño: extrañamen

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atisfactorio e incómodo; prefería no pensar en ello.A la cabecera de la tumba estaban Cookie y sus hijo

on todos los negros reunidos tras ellos. Allí sncontraban Curiosity y Galileo, Daisy y Joshua Henc

Hasta Jock Hindle había permitido que asistieran sus dosclavos. Todos ellos paseaban la mirada del predicador saiah, de éste al capataz. Y vuelta otra vez.

Corrían rumores por toda la aldea, susurros tancontenibles como las hojas que caen de los árboles omenzar el otoño. Los negros sospechaban que Ambros

Dye era un asesino, aunque nadie lo decía abiertamentadie, blanco o negro, podía hacer semejante acusación siruebas contundentes.

Jemima sabía que Dye era capaz de asesinar, pero nodía creer que hubiera matado al chico. No tenía sentid

En primer lugar, porque Reuben valía mucho dinero, y Dyra avaro; segundo, porque si un blanco mataba a usclavo y no podía aducir un motivo, se lo podía acusar dsesinato. Y según el juez que le tocara, podían ahorcarlo.

Aunque las cosas llegaran a eso y el juez se conforma

on multarlo por su mal genio, la viuda no toleraría a uapataz tan descuidado con sus pertenencias valiosas y siduda lo echaría. Para conseguir el mismo tipo de empleo, endría que mudarse a Johnstown o más lejos aún, dejandtrás a Isaiah. Por mucho que a Jemima le gustara la idea, n

e parecía posible que Dye se arriesgara a tanto.

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egura de que se arrojaría sobre el ataúd de su hijo. Levi poyó una mano en el hombro y el momento pasó, justuando el pastor llegaba al final del oficio.

 —¿Alguien quiere decir unas palabras? —El señ

Gathercole giró la cabeza a derecha e izquierda.Todos, excepto Cookie, pusieron los ojos en Jemima. Lviuda Kuick, como dueña de los esclavos, habría dichlgunas palabras sobre la insondable voluntad d

Todopoderoso. Cosas que Jemima debía decir en su lugar, s que lograba abrir la boca. Podía hacerlo cualquiera quuera los domingos a la iglesia o que leyera la Biblia. Persaiah la sorprendió dando un paso adelante, con un recarraspeo.

 —Reuben era un buen muchacho.Lo dijo con una voz clara y grave, que Jemima nunca

había oído. El sonido pareció llegar finalmente a Cookie; pu cara pasó una expresión confusa. Luego irguió lo

hombros y levantó la cabeza. —Era de carácter dulce y amable, rápido e inteligente,

abía respetar a sus mayores.

Isaiah hizo una pausa, apretando con fuerza lamandíbulas. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado stuviera a punto de hacerlo. Más aún: en su voz no sercibía rastro de burla, y su postura no expresaba otra cos

que un verdadero pesar. Jemima tuvo que hacer un esfuerz

ara disimular la sorpresa.

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 —Tenía un talento especial para la música —prosigul—. Si no podía tocar el violín, cantaba. Oírlo era un goz

Lo siento... —Se le quebró la voz y tuvo que carraspear dnuevo—. Nació en mi casa, y en mi casa iba camino d

onvertirse en un buen hombre. Lamento que se haya idOfrezco mi pésame, junto con el de mi madre y mi esposa,Cookie, su madre, que nos ha servido fielmente duranmuchos años, y a sus hermanos Ezekiel y Levi, que estáon nosotros desde que nacieron. Sentiremos la falta d

Reuben tanto como vosotros.Cookie parpadeó una y otra vez; abrió la boca y volvi

cerrarla. Ezekiel se inclinó para susurrarle algo al oído y elacudió enérgicamente la cabeza.

Isaiah añadió: —El señor Dye también tiene algunas palabras qu

decir.Muchos de los negros se mecían sobre los talones e

anto oraban o escuchaban, pero en ese instante todos squedaron tan inmóviles como el joven del ataúd. Entre elloaltó una chispa de sospecha e ira. Por la espalda de Jemim

orrió un escalofrío. ¡Cuánto odio concentrado había en hombre que estaba detrás de ella! —Señora Kuick —pidió Isaiah en voz baja—, por favo

deje usted pasar al señor Dye.Jemima obedeció, apartándose un poco del predicad

ara no perder de vista a Cookie, Isaiah y Ambrose Dye. Al

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e escondía un misterio que ella no había imaginado. Y llave para entenderlo estaba a su alcance.

Dye se irguió, con la cabeza rígida y las manos cruzadatrás. Miró a los negros como siempre: con los finos labio

pretados en un gesto ceñudo. Jemima nunca había tenidportunidad de verlo tan de cerca. Se había cortado feitarse y tenía un hilo de sangre seca justo sobre la nuez.

 —Reuben aprendía deprisa —dijo. Su voz tronó sobos presentes como si estuviera anunciando una pieza parailar—. No rehuía el trabajo ni contestaba. Era buerabajador y tenía ins tinto para la madera.

Hizo un movimiento como si quisiera apartarse de umba, pero Isaiah lo detuvo.

Más adelante Jemima se preguntaría cómo unos pocomovimientos, que vistos de uno en uno no decían nad

odían sumarse para formar algo tan grande. Vio que smarido alargaba la mano para apretar el hombro de Dye; vos dedos tensos, hundidos: un gesto común entre hombreque decía: «Espera, no te vayas todavía.»

La mano de Isaiah se apartó del hombro de su amante

ajó por el brazo. Dye dio un respingo; algo pasó entre ellourgente y veloz como el rayo. Nada relacionado con lanecesidades de la carne, nada de amor ni lujuria; era algmás profundo y complicado. Como si hubieran hecho algú

acto y le recordara al capataz su parte del trato.

El hombre carraspeó, y luego dijo:

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 —Lo extrañaremos en el molino. —Una larga pausa, que estiró más y más. Dye irguió la espalda y bajó la mirada taúd—. Nos entristece el tonto accidente que ha enviado

Reuben, tan temprano, a recibir su recompensa.

Entre la multitud corrió un murmullo como un golpe dviento. Las miradas pasaron del capataz a Isaiah, y de éstra vez al capataz, que en una ocasión había ajustaduentas con un fugitivo quebrándole todos los huesos die, sin siquiera pestañear. «Como si no oyera los gritos —

había dicho Cookie cuando se lo contó a Dolly—. Como uera sordo.» Y aquel hombre para quien los esclavos eraólo bienes muebles se declaraba entristecido.

Así, sin más, Jemima supo que los rumores eran ciertoAquel día, en el molino, había sucedido algo muy distinto do que se contaba. De algún modo, Dye había permitido qu

a ira lo dominara.Si cerraba los ojos, casi podía verlo.Reuben, pasando junto a una ventana por la que n

debería haber pasado, o entrando en un depósito donde no esperaban. Dye, que se ponía de pie con un bramid

saiah, que escondía la cara. Y la expresión del chicorimero, sorprendida y confusa; luego, aturdida omprender; por fin, trastornada de miedo.

Lo que había ocurrido después y el modo no importabLo que importaba era la mirada de Cookie. Ella sabía que

apataz había causado la muerte de su hijo, pero ¿conocía

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motivo?Todos esperaban que Cookie hablara. Ella podía pone

in a todo con un gesto, una palabra, un encogimiento dhombros; podía abrir la boca y dejar que la verdad manar

rdiente y agria. El poder era ahora suyo: podía echar pierra todo lo que Jemima había obtenido con tanto trabajo.O tal vez no dijera en voz alta lo que sabía; tal vez la i

visible en aquel mar de caras negras era demasiado ardienara un gesto tan razonable e inútil. Jemima pensugazmente en los alzamientos de las Indias Francesa

donde los negros habían derramado sangre blanca. Cabezalavadas en picas, mujeres violadas hasta que suplicaba

que se les diera muerte, niños despellejados a azotes. Vio osibilidad de sangre en la cara de Cookie, cuyos ojo

negros permanecían fijos en Dye, sin parpadear.

Cookie era la única esclava a la que se le permitía dormn la casa grande. Todas las noches afilaba cuchilloreparaba la masa del pan, dejaba avena o guisantes eemojo, y luego se acostaba a dormir en su jergón, frente

hogar. Las armas de que disponía eran muchas: el fuego,

cero, las hojas de ciertas plantas que, bien picadas, odían esparcir sobre una pierna de cordero como si fuerahierbas aromáticas. Quedaba por ver si ya no le importaba

año de sangre que seguiría.Los otros la tocaban, pero ella no apartaba la cara. Y e

anto sostenía la mirada de Dye, por su rostro pasaba

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osas terribles que causaban temor.Cuando abrió la boca, el sonido que brotó fu

xtrañamente, su voz de siempre, serena y firme. —Duros son los tiempos en que no hay lugar segur

ara la gente, salvo el otro mundo.Luego alargó un brazo rígido y abrió el puño. Una lluvde tierra cayó sobre el ataúd de su hijo menor. Después dmirar por última vez, primero a Isaiah y después a AmbrosDye, volvió la cara a un lado y escupió en el suelo. Luegchó a andar.

La muchedumbre se abrió para darle paso y luego iguió.

Jemima se oyó a sí misma respirar deprisa y codificultad. Si algo sospechaban, si algo sabían, no lo dirían voz alta. Todavía no. Por el momento estaba a salvo.

Mientras Hannah, Bump y los Freeman se alejaban dementerio hacia la casa de los Todd, la lluvia se desató co

uerza, tornando incómodo cualquier intento de conversaA Hannah no le desagradó tener quince minutos parensar. Una vez que se hubiera presentado ante Richar

Todd, no podría hacer otra cosa que responder a sureguntas. Y tenía mucho en que pensar.

Caminaba detrás de Curiosity, que iba cogida del braz

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de su esposo. Para la mayoría, ese gesto era sólo una amabostumbre en una pareja de muchos años. A Hannah lareció, sin embargo, que el hecho de que Galileo estuvieerdiendo la vista tenía mucho que ver; pero le gustab

verlos así, cualquiera que fuese el motivo. Tras lo qucababa de presenciar, esa familiaridad, el consuelo que srindaban mutuamente, le resultaba tranquilizador. No eror cierto, la primera vez que ayudaba a amortajar a unersona, pero rara vez había visto algo tan triste comquella madre que lavaba con ternura el cuerpo deshecho du hijo.

Durante el entierro la había abrumado una imagen dCookie, extraña pero persistente: la veía suspendida en ire por encima de los demás, sostenida allí por la pura fuer

de su ira, con las faldas sacudidas por el viento, mientra

scupía una maldición sobre la cabeza de Ambrose Dye.Todos creían que Dye era responsable de la muerte d

Reuben, hasta la misma Curiosity, a pesar de que no teníruebas, y lo decía abiertamente. En las largas horas qu

había pasado junto a la cama del chico, le había oído só

unas pocas palabras que llegaron con el delirio final: «Ven ailar conmigo, madre», «Dame ese violín» y «Que Dios mdeje ciego si no lo hago».

La verdad tenía dos caras. Primero: jamás habrruebas suficientes para acusar a Dye de nada, y eso

hacía inocente para la ley de los blancos. Segundo y má

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mportante: los esclavos de la viuda, la gente que mejor onocía, no podía ni quería imaginar al capataz inocente d

nada.La mitad kahnyen’kehàka de Hannah comprendía es

egunda verdad mejor que la primera. Cookie y sus hijoquerían venganza, sí. Por supuesto. Pero no podían tomarin causar tribulaciones tremendas, un derramamiento dangre que iría más allá, arrastrando a personas que ellostimaban.

Curiosity la miró por encima del hombro con unonrisa débil y fatigada.

 —Mañana por la noche convocaré una reunión en

actoría.Richard Todd no se molestó en apartar la vista de lo

apeles que tenía en el escritorio. Estaba leyendo por tercevez las notas que había tomado Hannah en el Instituto. Dvez en cuando, hacía anotaciones con su pluma y formulab

reguntas. A menudo eran cosas que ya había preguntadoHannah no sabía si lo hacía para poner a prueba su memor su paciencia.

Richard había ideado un plan para vacunar a toda ldea, y estaba tan entusiasmado que no le interesaba e

bsoluto cuanto Hannah pudiera decirle. Ella conocía a

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ente de Paradise, cautelosa y desconfiada. Muchos snegarían a recibir la vacuna, de la misma manera que snegarían a golpear a un oso en el hocico. Desde luegRichard también lo sabía, pero su intención era hacerles v

as cosas a su manera. Si revelaba sus planes a Hannah, nra para pedirle su opinión, sino porque pensaba en voz altMandaría a Bump a la factoría, la taberna, la iglesia y

herrería, para que hiciera correr la voz. Los hombres que a noche siguiente se presentaran en la factoría pascucharlo, acompañados de sus familias, recibiríaratuitamente un vaso de cerveza por la molestia.

Hannah bebió el resto del té frío y dejó la taza en andeja, junto con los restos del almuerzo. El estudio estableno de cajas que había llevado de la ciudad, libros que

doctor Simón le enviaba a su colega, presentes de Will

Amanda y todo lo que Richard había encargado.Un cesto lleno de frutas secas y dulces del Lejan

Oriente descansaba sobre la última edición del Dispensarde Thacher; las cajas de té, café y tabaco se disputaban spacio con seis docenas de frascos llenos de sustancia

químicas. Una bufanda de seda y lana fina que Amandhabía bordado con un diseño de hiedra estaba sobre unaja que contenía vacunas. Hannah sabía que si no uardaban pronto, Richard sería capaz de utilizarla paetirar un recipiente del fuego sin darse cuenta.

El más costoso de los artículos que él había pedido e

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una lente nueva para el precioso microscopio. Hannah había llevado consigo durante todo el viaje, envuelta emuchas capas de seda y muselina, dentro de un saco dona, como si fuera el más frágil y valioso de los huevos.

 —Ahora podría enviarte a Filadelfia, para que el doctRush te enseñe su tratamiento para la fiebre amarilla. Ya quhas hecho tan buen trabajo con el doctor Simón... Su carstá llena de alabanzas.

 —No sé por qué te muestras tan sorprendido —dijlla.

Él carraspeó, cosa que debía interpretarse como undmonición, pero Hannah prosiguió:

 —No tengo interés en ir a Filadelfia ni a ningún otugar. ¿No quieres hablar de Kitty?

Entonces él levantó la vista e inclinó la cabeza hacia u

ostado. —Tus cartas eran muy detalladas. Tengo toda

nformación necesaria. O tal vez quieras quejarte del doctEhrlich.

Ella se encogió de hombros.

 —No. Cuanto menos hablemos de él, mejor, pero mustaría hablar del tratamiento.Él entornó los ojos y bajó la barbilla contra el pech

ara mirar por encima de las gafas. —No hay tratamiento, y tú lo sabes. Sólo una buen

limentación, para fortalecerle la sangre, y ejercic

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moderado. —Y algo en que ocupar la mente —concluyó Hanna

—. No has dicho una palabra del bebé.Él lanzó un gruñido grave y despectivo, pero si

nfado. —Si la criatura la divierte, que se la quede.Hannah sintió un arranque de ira que la cogió p

orpresa; se había equivocado al pensar que Richard ya nodía escandalizarla.

 —No es un juguete, sino una niña.El médico parpadeó con sorpresa, no del tod

disgustado. —Tendrá todo lo que necesite —replicó sin alterarse—

menos la adopción. ¿Entendido? —¿A cuál de las dos te refieres, a Kitty o a la niña?

Él levantó las manos en un gesto de derrota. —A las dos, a las dos. Pero ya basta del tema. ¿Qué m

dices del plan de vacunación? ¿Cuándo te ocuparás de tamilia?

 —Esta noche —respondió ella—. He traído viru

uficiente para vacunar a todos los de Lago de las Nubeon excepción de Huye de los Osos y Susurro de Pinodesde luego, pues ambos son inmunes. Pero tú y ydebemos aclarar otra cosa con respecto a Kitty.

 —¿Sí? —Richard cambió de posición en la silla, mu

gitado—. ¿Cuál?

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 —Sería desastroso que ella quedara...Pese a sus mejores intenciones, le fallaron las palabra

que había ensayado con Curiosity una y otra vez. Pero nmportó, pues Richard ya sabía lo que intentaba decirl

Desapareció de su cara la habitual expresión desdeñosa mpaciente, reemplazada primero por pena y luego por unmezcla de miedo, azoro y simple vulnerabilidad, cosas qudía a día lograba ocultar al mundo.

 —No hay nada que temer —dijo—. No pondré eeligro la salud de mi esposa. Me sorprende que me creaapaz de una conducta tan irracional.

Hannah soltó un suspiro. —Todo el mundo es capaz de cualquier cosa e

ualquier momento. Ésta es otra lección que he aprendido ea ciudad, una de las menos agradables.

Richard le sostuvo la mirada un instante más de ldebido, y luego apartó la cara sin molestarse en pedxplicaciones.

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Capítulo 34

15 de junio; luna llena

 —Tengo la sensación de que no os veía juntos por aqdesde hace un año —dijo Anna McGarrity, y se inclinó poncima del mostrador para ofrecer sendas rosquillas

Elizabeth y Nathaniel.

 —Es asombroso que lleves el control de quién viene quién no —dijo él—. Recién casada como es tás ...

Anna miró con intención la mano libre de Nathaniel, qustaba firmemente plantada en la cintura de su esposa.

 —Por suerte, hay gente que nunca deja de comportars

omo si estuviera recién casada. Yo, por mi parte, agradezcl Señor estar con un hombre que sabe qué hacer con lamanos. ¿No es verdad, Elizabeth?

Era verdad: a ella le gustaba esa costumbre quathaniel tenía de tocarla. Aunque también era verdad qu

a desenvoltura de Anna para hablar de esas cosas la hacíentirse incómoda. Para ahorrarse la respuesta dio umordisco a la rosquilla. Como resultado, los dedos de smarido se curvaron contra su cintura.

 —Ya ves, Anna, no eres la única que aún se ruboriza —omentó él, riendo.

Ella tragó el bocado y dijo:

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 —Yo también puedo jugar a eso, Nathaniel BonneEspera y verás.

Eso los hizo reír a ambos. Elizabeth habría preferidlejarse, pero el lento goteo de gente que iba entrando lo

había ido empujando contra el mostrador y no había otritio a donde ir. Anna dijo: —No puedes escapar, mujer. Mira esta muchedumbr

Pocas veces se ve tanta gente aquí al mismo tiempo. —Empezó a apilar las rosquillas en pulcras pirámides—. Salvl día en que Charlie LeBlanc perdió una apuesta de tiro lanco y tuvo que dejar que el viejo Cameron le rasurara abeza. Ahora quedaos aquí y hacedme compañía mientra

doy de comer a esta gente. Nathaniel buscó la mirada de su esposa y le guiñó u

jo. A pesar de tantos motivos de preocupación como tení

staba de buen humor. Eso se debía a que Hannah estaba easa, se dijo Elizabeth, y por haber tenido noticias de Luk

Sus cuatro hijos estaban sanos y salvos, presentes o no. —¡Señora Bonner! —llamó desde el otro lado Mol

LeBlanc—. ¡Qué gusto verla otra vez! No veía la hora de qu

Willy volviera a clase. —No lo dudo —dijo Nathaniel en voz baja—. Cualquiosa, con tal de librarse unas horas de ese tunante.

Cuando se ponía así, lo mejor era no hacerle caso; eliguió atenta al salón. Era la primera vez que veía a mucho

de sus alumnos y a sus respectivas familias desde que hab

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errado la escuela. Todos la saludaban con tanta cordialidaque se sentía avergonzada por haberse resistido tanto

ajar a la aldea.En un aspecto, Nathaniel tenía razón: los que más s

legraban de verla eran los padres de sus alumnos máevoltosos. Jock Hindle se abrió paso hasta el mostradara decírselo.

 —Cuando no hay clases, mis chicos siempre andametidos en problemas. No entiendo cómo hace usted parmanejarlos sin un látigo o, al menos, sin llevar una escopel hombro. —Y alargó una mano para coger una rosquilla.

Anna le dio una palmada cordial en la mano, levantanduna nube de azúcar y canela.

 —Un momento, Hindle. Antes de llenarse la panzmuéstreme el dinero.

El hombre, con una mueca, sacó unas cuantas monedade la taleguilla que llevaba atada al cinturón.

 —Nunca pensé que serían tantos los que aceptarían nvitación del doctor. Aquí no puedes volverte sin que se tlene la boca de pelo.

Miró con el entrecejo fruncido las monedas que tenía ea palma y, después de removerlas con el grueso índicrrojó a Anna el importe con un movimiento del pulgar.

 —Pues no sé —dijo Nathaniel—. No creo que seamuchos los que dejen pasar algo así.

 —Con tanta clientela no me puedo quejar —observ

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Anna—, pero he de confesar que no me parece bien que udoctor soborne a la gente con cerveza. Ved allí al señoGathercole con mi Jed. Juraría que se muere por hallar manera de predicar contra la bebida sin decir nada qu

moleste a Richard. —¡Pobre señor Gathercole! —se compadeció Elizabetmirando de reojo a su marido—. Condenado al fracaso auntes de comenzar.

 No pudo evitar el pellizco, pero se las compuso paragarse el chillido. Aloisus Book les había vuelto la espaldathaniel aprovechó la oportunidad para decirle a su esposl oído:

 —Si no dejas de frotarte contra mí, Botas, tú y yrovocaremos un sermón del señor Gathercole delante doda la aldea.

 —Promesas vacuas —siseó ella, mientras le apartabas manos. Y agregó, dirigiéndose a Anna—: Es raro qu

haya venido la viuda.La posadera echó un vistazo al hogar, donde la señor

Kuick había ocupado la mecedora buena.

 —Ha dejado en casa a los criados y los negroTampoco hay rastro de su hijo, pero va a todas partes coemima. Como si fuera uno de esos perrillos que las mujereicas tienen s iempre en el regazo.

 —¿Será por la cerveza gratuita o por ver a Richard s

amisa por lo que se ha decidido a bajar y codearse co

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nosotros? —preguntó Nathaniel.Anna soltó una carcajada tan fuerte que la gente s

volvió a mirar. Elizabeth no pudo disimular una sonrisa, perdio un codazo a su marido en las costillas.

Era extraño ver a la viuda en la factoría. Elizabetasaba meses enteros sin verla más que en los servicios da iglesia; no recordaba que esa mujer hubiera pisadnteriormente la factoría. Y allí estaba ahora, con la señor

Gathercole sentada a su izquierda en un taburete, como uera su dama de compañía. La esposa del pastor, que ten

una rosquilla intacta en equilibrio sobre una rodilla, parecncómoda y acalorada en medio de la multitud. Según hab

mencionado Curiosity poco antes, esperaba otro hijo.Y también Jemima Southern. «Jemima Kuick», s

orrigió Elizabeth, mirando a la joven que en otros tiempo

n su escuela, había provocado infinitos problemas.Estaba sola en medio de la muchedumbre, con lo

echos casi fuera del fino vestido de seda. Dónde estaba ssposo era una pregunta que nadie se atrevía a hacerle. E

matrimonio no le había ablandado el carácter ni suavizado

xpresión. Elizabeth s intió pena por ella; habría querido vereliz, por su madre, pues Martha Southern había sido unuena mujer, tan dulce como agria era su hija. Al pareceemima había encontrado una suegra como ella: imposible domplacer y siempre dispuesta a encontrar defectos en tod

La viuda no reparaba en la amargura de Jemima ni en

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ncomodidad de la señora Gathercole. Allí estaba, con spalda recta y aire de desaprobación, como una reinnesperadamente arrojada entre los más míseros de suúbditos; su mirada iba de un espectáculo desagradable

tro.Mariah Greber se acercó, obligando a Nathaniel partarse. Tenía bajo un brazo al bebé y, montada sobre ladera, a la menor de sus hijas. La niña se presentaba

mundo como una gran maraña de pelo y una boca abierta eun aullido agudo.

 —¿Puedes cerrarle la boca a esta cría con una de tuosquillas, Anna? —Mariah plantó a la criatura sobre

mostrador—. Si no, tendré que ahogarla como a un gato pacallarla. Te pago en cuanto encuentre a Horace, que estor ahí, con Axel y los tramperos. Menos mal que el docto

Todd sólo pagará un vaso de cerveza por hombre.Anna levantó a la niña con un cloqueo solidari

mientras su madre desaparecía rumbo a los tramperos, quonversaban con las cabezas juntas y los hombroncorvados. Los que pasaban la vida en la espesura era

hombres solitarios, que rara vez iban a la aldea, pero nuncio de que habría cerveza gratis había corrido deprisor el bosque y era suficiente para que muchos de ellos s

decidieran a caminar diez kilómetros.Al separarse el grupo, Mariah vio en el centro a u

hombretón con cara de niño torpe, tonto y confuso.

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 —Santo Dios —dijo Elizabeth, realmente desconcertad—. Mira, Nathaniel. Ton, el holandés, pero con la cara limpi—Estiró el cuello para ver si el viejo trampero no era só

roducto de su imaginación—. Hace al menos tres o cuatr

ños que no venía por la aldea. Siempre olvido lo corpulenque es hasta que vuelvo a verlo. —Pues no estaría aquí si no hubiera aceptado lavars

on jabón y cepillo —aseguró Anna, mientras acercaba unaza de sidra a la boca mohína de Caridad Greber—. ¡Queste! Se le pega como el lodo al cerdo. Hubo que daruatro enjabonadas y emplear dos litros de trementina pa

quitarle toda la grasa de oso rancia que tenía en el pelo y ea barba. Yo le dije: «Mira, Ton: no es la grasa de oso la que ahuyenta los tábanos, sino este hedor.» Así se lo dijeon toda claridad. Y él se limitó a sonreír. Luego quemé su

opas y le vendí una muda nueva. Supongo que la usarhasta que esté hecha jirones. Y luego se envolverá en un

iel de oso hasta la próxima vez que se le ocurra venir. —¿Sabes si se ha presentado a la viuda? —pregunt

athaniel—. Con toda seguridad a ella le gustaría conocerl

Anna echó la cabeza atrás con una carcajada.Todas las ventanas y las puertas estaban abiertas a risa de la noche. Los niños entraban y salían, correteandntre las piernas de los mayores y por debajo de las mesa

Cornelius Bump, que había subido a un barril de pescad

alado para echar un vistazo a la habitación, saludó con

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mano a Elizabeth, bamboleando la cabeza redonda.Muchas Palomas y Huye de los Osos estaban cerca d

a puerta, y con ellos, Joshua, Daisy Hench, Curiosity Galileo. Parecía que no se atreviesen a acercarse más a

viuda Kuick. Elizabeth lo comentó con Nathaniel; en momento en que él levantaba la cabeza para mirar, loemelos se abrieron paso hasta ellos .

 —Aquí está casi todo el mundo —comentó Daniealtando de un pie a otro de puro entusiasmo—. Menos lo

Todd y Hannah. ¿Queréis que vaya a llamarlos? —No es necesario —dijo Anna, señalando la puert

on el mentón—. Ahí llegan.

Pese a lo que Hannah y Curiosity le habían comentadobre el estado de Kitty, Elizabeth se llevó una desagradabmpresión al verla. Su cuñada siempre había sido delgada álida, pero ahora parecía tan frágil como una anciana dchenta años. Sin embargo, tenía cierto aire alegre y bue

olor, ni amarillento ni demasiado encendido, y una sonrisálida; respondía a quienes la saludaban con verdadernterés. Cuando vio a Elizabeth, la llamó con una sonrisa.

 —¡Tienes que ir mañana mismo a ver a nuestra Meg!«Esa niña podría ser lo que le hacía falta para superar

nfermedad —había dicho Curiosity—. Mientras no vuelv

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quedarse embarazada...» Ninguna de las dos habxpresado en voz alta lo que pensaba: ¿cómo tomar

Richard Todd la perspectiva de que Kitty no lroporcionara los hijos que él deseaba? Frustrar a Richar

ra buscarse problemas; Elizabeth lo sabía por propxperiencia. Estudió su expresión, pero por el momento no sdetectaba en ella nada fuera de lo común.

Richard Todd se subió a un cajón que habían colocadn medio de la sala y la multitud calló súbitamente.

«Lo temen.» Elizabeth ya lo sabía, pero siempre sombraba ver nuevamente la prueba. No se podía neg

que el doctor era una figura impresionante. Siempre habido corpulento, pero los años y los hábitos sedentarios

habían agregado capas que le conferían un aspecto aun mámacizo; el whisky, además de curtirle la piel, le hab

mpeorado el carácter. «Será un viejo malhumorado», decCuriosity. Y Elizabeth comprendió que era cierto al ver lmanera en que miraba a la gente de Paradise, como si todoueran niños díscolos que se hubieran ganado uneprimenda.

Él levantó una mano para acallar los susurros que sían al fondo. —Me alegra ver que aún queda en Paradise suficien

entido común como para que la mayoría se hayresentado. Bien, nunca me ha gustado hablar mucho. —

Giró la cabeza de un lado a otro, como si buscara a u

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valiente capaz de desmentirlo. Una vez satisfecho, continu—: Comenzaré por apelar a la gente de más edad. Muchos dvosotros habéis sobrevivido a la viruela. La habéis vistmatar a familias enteras. Veo aquí caras que tienen marcas d

viruela desde hace cincuenta años. ¿Verdad, GoodCunningham?La anciana asintió con la cabeza.

 —Es verdad. La viruela se llevó a mis padres y luego mobó la poca hermosura que tenía.

Atrás, donde se habían reunido algunos de lomuchachos de más edad, se oyeron risas sofocadas. Richarchó una mirada severa en esa dirección y las voces spagaron abruptamente.

 —Hace mucho tiempo que no hay casos de viruela eParadise. Demasiado tiempo. Los jóvenes, como no

onocen, no le tienen miedo, y los mayores han olvidadómo era.

 —Yo no lo he olvidado. —Era Huye de los Osos; svoz grave llegó a todos los rincones—. Recuerdo que muatro hermanos ardieron de fiebre hasta morir.

Richard hizo una pausa. Elizabeth se alegró de que viuda estuviera a espaldas de él, donde no podía ver xpresión de escándalo, disgusto e incredulidad de la seño

Kuick. —El verano pasado —continuó él— hubo viruela e

ohnstown, y este verano bien podría llamar a nuest

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uerta. Pero ahora tenemos menos motivos para temerla, hacemos lo necesario.

»Todos vosotros conocéis a Hannah Bonner. Nació reció aquí mismo, en Paradise, y a todos os ha visitado e

lgún momento, bien para llevaros una tisana contra la fieb para atender a vuestros niños enfermos. Los adultoecordarán que sus dos abuelas eran curanderaxcepcionales. Hace cinco años que Hannah trabajonmigo. Tengo de ella tan buena opinión que la he enviadla ciudad para que se ponga al día de la vacunación cont

a viruela.»Ahora permitidme decir algo más; luego le pediré a el

que os lo explique todo. Prestadle atención, y despuéodréis hacerle preguntas, pero con educación; si no, os la

veréis conmigo. Cuando ella haya acabado, me subiré la

mangas de la camisa para permitirle que me vacune aqmismo, a la vista de todos. Hoy puede vacunar a cuatr

ersonas, para lo cual pediré voluntarios. Es menestvacunar a quienes nunca hayan tenido la viruela, sobre tod

los niños.

Una vez más recorrió el salón con la mirada, tan llena duego como la de un predicador. —Y os diré algo más: quien no permita que vacunemo

sus niños, por superstición o por cualquier otra tonteríargará con la culpa sobre su conciencia. Estáis advertidos

Hannah subió al cajón junto a Richard. Llevaba uno d

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os vestidos que Kitty le había comprado en la ciudad: calicde color azafrán con ramilletes de flores rojas y hojas dviña. El escote era recatado, pero aun así exhibía bien sigura. Allí, junto a Richard, se la veía alta, esbelta y seri

on las manos cruzadas contra la falda. Elizabeth se sintió orde de las lágrimas sin motivo alguno. Nathaniel tambiée estremeció tras ella, por la sorpresa de ver a su hionvertida en mujer ante sus ojos.

Entonces Hannah sonrió. Fue una sonrisa tan cálida incera que todos los presentes se aflojaron e imitaron esto, incluso el viejo Isaac Cameron, que era el hombre mágrio del mundo. Todos, salvo la viuda Kuick y Jemima.

Hannah dijo: —Me alegra estar de regreso... —¡Pues has tardado lo tuyo! —exclamó Lily, desd

trás.Hubo un murmullo de risas. Hannah continuó:

 —Ethan, ¿puedes subir, por favor?Richard bajó del cajón y el niño ocupó su lugar.

 —¡Dios mío, cómo se parece ese niño a su padre! —

omentó Anna—. Es como tener delante al mismo Juliánque Dios se apiade de su pobre alma.Hannah lo ayudó a quitarse la camisa, y el niño qued

nte ellos con el pecho desnudo, bronceado por el sol; erun niño musculoso, esbelto, desenvuelto y bello. Hannah

hizo girar en círculos para que todos lo vieran.

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 —Si miráis bien, veréis que Ethan tiene una ampolla eada brazo. Fue vacunado hace ocho días, la mañana en quniciamos el viaje de regreso desde la ciudad. Se requierecho días para que las ampollas entren en esta etap

momento en que se las puede abrir con una lanceta. Ahoretiraré el líquido de las ampollas, practicaré unos corteequeños en los brazos del doctor y le frotaré un poco cose líquido claro. Ethan, diles a todos cómo ha estado talud en estos ocho días.

El niño la miró como s i la pregunta lo desconcertara. —Pues muy buena, ya lo sabes, Hannah. —¿No has tenido fiebre?—preguntó Nancy McGarrityÉl sacudió la cabeza. Se adelantó Charlie LeBlanc.

 —Dinos, hijo: ¿te dolió cuando te hizo esos cortes y rotó el jugo de vaca?

Ethan alzó el mentón. —No es jugo de vaca. Lo habían cogido de las ampolla

de un tal señor Jonas, en la ciudad. Y no me cortó muchoue apenas un rasguño de nada. No es para asustarse.

Hubo bufidos de risa entre los tramperos.

 —Tom Book —dijo Richard—: si tienes algo que decdilo. —Pues bien —dijo el trampero. Llevaba un venda

ucio sobre un ojo, tenía una costra de sangre en la nariz arpadeaba como quien ha pasado demasiado tiemp

mirando el fondo de un vaso de cerveza. Comenzó a hablar

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a manera lenta y ardua de los muy intoxicados—. Veamos he entendido bien. Lo que dices es que le pusiste a eshico la viruela de las vacas y que ahora jamás enfermará. —

Resopló otra vez, y en sus fosas nasales apareció un

urbuja de sangre—. No tiene sentido. Las personas no sovacas. —Tal vez ahora parezca no tener sentido —reconoci

Hannah—, pero puedo asegurar una cosa: de entre quienehan recibido la vacunación con la viruela de las vacaninguno ha enfermado de viruela, aunque a su alreded

tros la hayan contraído. Tanto aquí como en Inglaterrentenares de personas han s ido vacunadas. La cuestión esí: la sangre prueba la viruela, del tipo que sea, y edelante ya tiene lo que necesita para rechazar nfermedad. Entre los aquí presentes, aquellos que sufriero

a viruela hace mucho tiempo no han vuelto a contraerlverdad?

Gertrude Dubonnet dijo: —En el año sesenta y nueve yo atendí a mis hermano

nfermos y me contagié. Después ya nunca volví a tenerla.

 —Por eso sólo es necesario vacunar a las personas quno la han padecido —explicó Hannah—. A mí me vacunaron cuanto llegué a la ciudad, porque no la había tenido.

Ahora había mucho desasosiego en la salmovimientos y voces de hombre, graves e intranquilas.

 —Basta de cháchara —dijo Richard—. Manos a la obr

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Quién quiere ponerse a mi lado? ¿Quién será tan valienomo este niño?

 —¡Yo! —dijeron los gemelos al unísono. Y se abrieroaso hasta el centro del salón, seguidos de cerca por Graj

Azul y Kateri. Detrás iban los cuatro hijos de los HencLuego se produjo un s ilencio absoluto, y nadie se movió.Richard se cruzó de brazos y miró a la muchedumb

on expresión sombría. —Horace Greber, ¿por qué no veo a tus hijas aqu

Acaso piensas que a la viruela no le gustará su aspecto? ¿ú, Charlie? ¿Jock? Jan Kaes, tú tienes nietos pequeños qu

necesitan la vacuna.Hubo murmullos y gestos de inquietud. Luego Greb

arraspeó. —Usted ha dicho que hoy vacunaría a cuatro, doct

Todd, y ya tiene más voluntarios de los que necesita. —Pues entonces traerás a tus hijos dentro de och

días, ¿de acuerdo?Greber inclinó la cabeza, bizqueando.

 —Puede ser. Siempre que los que ella pinche hoy n

aigan redondos ni les salgan cuernos y rabo...Se oyeron risas y Nathaniel se puso tenso; Elizabeth strechó la mano con fuerza para recordarle el trato qu

habían hecho: ése era trabajo de Hannah y debían dejarlor cuenta de ella.

Ethan fue el primero en hablar.

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 —Yo no he caído redondo, señor Greber. Y a sus niñaampoco les pasará nada. Y si quiere venir a echar u

vistazo, me bajaré los pantalones para demostrarle que nme ha salido ningún rabo.

Por encima de las risas se elevó una exclamacióndignada: la viuda Kuick se abría paso por entre la gendesde la parte posterior del salón, castigando con loalones las tablas del suelo. Con su chal negro y solvoriento vestido de seda, negro también, parecía uuervo agitado.

 —¡Tonto el niño, por hablar así a sus mayores! rresponsables los padres, por permitírselo! —Lanzó a Kit

Todd una mirada que podría haberle provocado udesmayo, a no ser porque, en ese momento, ella estabmirando a su esposo.

 —Verá, señora... —comenzó Richard.Pero ella lo interrumpió con un ademán cortante.

 —¡Primero permítame terminar! El señor Grebdemuestra tener más sentido común que usted, doctor Tod

inguna persona sensata de esta aldea permitirá que esa

sa... mohawk le meta un cuchillo, ni tampoco a sus hijoMe sorprende que usted proponga semejante cosa. ¡Infectla gente con porquerías cogidas de una vaca! ¿Qué clas

de locura impía es ésta?Un trampero, a quien Elizabeth no conocía, gritó:

 —¡Que dejen a los niños blancos fuera de esto! Los d

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olor pueden hacer lo que quieran; un poco de mierda dvaca no les hará daño, no.

Elizabeth mantenía la atención fija en Hannah, que nhabía pestañeado siquiera mientras la viuda hablaba. Se

veía serena, sin pizca de sorpresa, como si estuvierreparada para una escena así. Fue Richard quien pidilencio a gritos. Los demás obedecieron de mala gana.

 —Señora Kuick —dijo, conteniendo apenas la ira—, no quiere recibir la vacuna, apártese y deje que los demáhagamos lo que nos parezca correcto.

 —¡Nada de eso! —Ella había enrojecido con un tonan intenso que la punta de su nariz parecía casi azul—. N

me apartaré para que llevéis a cabo algo tan abominable anmis ojos. ¡Y no comerciaré con nadie que se deje seducir poste sacrilegio!

Miró a los presentes cara a cara, con pequeñaacudidas de cabeza que hacían temblar los blandoliegues de piel de su mentón. El silencio se prolongab

Poco a poco su expresión se fue calmando, reemplazada pierta satisfacción.

 —Comenzáis a entrar en razón —dijo, mientras se ceñl chal a los hombros—. Ya ve usted, doctor: las buenaentes de Paradise saben reconocer a una bruja. —Y miró

Hannah por encima del hombro, estremecida.Durante un momento Elizabeth temió que Nathaniel n

udiera contenerse. Con una extraña objetividad s

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reguntó quién llegaría primero a la viuda, si él o RicharPero entonces se elevó entre la multitud una voz fuerte egura.

 —Yo quiero que me vacune. Y mi hermana también. —

icholas Wilde había levantado la mano. El color qumpezaba a esfumarse en la cara de la viuda se encendió otvez.

 —Y yo también —gritó Axel Hauptmann. En sgitación volvió al alemán, su idioma materno—. Bei Go

und Himmel, escuchadme todos. Si la pequeña HannaBonner, que nunca ha hecho otra cosa que ayudar a l

ente, es una bruja, yo soy el presidente Jefferson.Se elevaron voces en toda la sala, unas más potente

que otras. Jed McGarrity dijo: —Mi Jane no ha tenido la viruela. Me gustaría que el

ambién se vacunara, aunque ya tiene catorce años y pueddecidir por sí sola.

Jane era la mayor de las alumnas de Elizabeth y la máebelde, pero estaba orgullosa de su cutis y cuidaba de selleza. Además, era una de las muchas jovencitas que

habían echado el ojo a Nicholas Wilde. —Sí, si mi padre quiere —dijo, inclinando la cabeza coun sonrojo muy favorecedor.

El viejo Isaac Cameron golpeó las tablas del suelo col bastón hasta concentrar la atención de todos. Luego s

brió paso hasta el centro de la habitación y se plantó ent

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Richard y la viuda. —Hace setenta años que dejé de ser niño —dij

levando su voz ronca y quebrada—. Nunca tuve la viruelero me he pasado la vida temiendo pillarla. He visto cóm

s y no quiero verla nunca más, mucho menos cuando cojun espejo. Ya sé que esta cara es bastante fea, pero es mía me gusta tal como es. —Después de frotarse con la mano alva pecosa, elevó hacia Hannah una gran sonrisa—. Baj

y rasgúñame, jovencita. Supongo que puedo recibir un pocde mierda de vaca sin desmayarme. —Luego estiró la cabezy miró a los tramperos—. Sois peores que las mujeres.

La viuda intervino: —Olvida usted, señor Cameron...El anciano apuntó el bastón hacia ella y la viuda dio u

aso atrás, con las manos apretadas contra el corazón.

 —¡No me levante la voz, Lucy Kuick, vieja arpía! Si esente le tiene tanto miedo que no se atreve a decirle lo quiensa, yo soy demasiado viejo para aguantar sus perreríaon molino o sin molino. Si se me antoja dejar que Hanna

Bonner me vascune, pues me dejaré vascunar . Y si a usted l

da un ataque y quiere arrojar cosas, allí dentro tiene umontón de bacinillas muy bonitas, con flores pintadas odo. ¡Veamos hasta dónde las puede lanzar! Podríamo

hacer unas buenas apuestas.A la viuda le temblaban los párpados enrojecidos, per

e las arregló para no perder la compostura.

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 —Señor Gathercole, ¿permitirá usted que este hombme hable así?

 —No pida ayuda al predicador. —Cameron movió abeza—. Si tiene algo que decirme, dígamelo a la cara.

 —Pues bien —exclamó la viuda—: Acabará en nfierno por esto que hace. —Aún podía manejar la voz, perno el color de su tez. Aunque se dirigía a Cameron, su miradstaba fija en Hannah.

 —Tal vez sí, tal vez no —dijo el anciano, con unonrisa tan ancha que mostraba tres dientes solitarios, dolor del roble—. Pero hay muchos motivos para irse nfierno, señora Lucy. Y cada uno busca el que más lonviene.

Al final tuvieron que echar a suertes quiénes eran lorimeros en recibir la vacuna. Nicholas Wilde, Jan

McGarrity y Solange Hench formaron fila con el doctomientras Hannah y Curiosity se ponían manos a la obra.

Muchas personas habían salido de la factoría detrás da viuda Kuick, dejando suficiente espacio libre para que lonteresados pudieran acercarse a observar.

Elizabeth y Nathaniel seguían junto al mostrador coAnna, que apenas podía disimular su expresión atribulada.

 —¿Y vosotros? —preguntó, al fin—. ¿No o

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vacunaréis?Elizabeth intercambió una mirada con su esposo y, an

u gesto de asentimiento, se bajó la manga por el hombrdejando al descubierto la parte superior del brazo.

 —Hannah trajo un poco de suero en una redoma dvidrio —explicó—. Como no estaba segura de que aún fuefectivo, lo usó para vacunarnos a todos. Si no funcionendrá que volver a hacerlo con suero fresco.

 —Pero los niños de Lago de las Nubes se han ofrecidvoluntarios —apuntó Anna—. ¿Hay que hacerlo más de unvez?

 —Si surte efecto, basta con una —dijo Nathaniel—ero nuestros gemelos saben más de lealtad que de sentidomún. Si Hannah dijera que puede coser cabezas y dejarlaomo nuevas, serían los primeros en ponerse bajo

uillotina. —Conque todos los de Lobo Escondido ya han sid

vacunados —comentó la mujerona, pensativa—. Eso explicor qué se han retirado tan pronto, detrás de la viuda.

 —¿Qué es lo que te preocupa, Anna? —pregunt

athaniel, inclinándose hacia ella por encima del mostrad—. ¿Que nos haya vacunado primero o que nos hayvacunado, simplemente?

Elizabeth sabía que Anna era tan sincera comonsiderada; resultaba inquietante que apenas pudiera mir

Nathaniel a los ojos. Por fin dijo:

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 —Supongo que es razonable que vuestros parientemohawk vengan a recibir la vacuna. No me interpretéis mas lógico, pues ellos pillan la viruela como cualquiera. Perstoy preocupada, porque la viuda Kuick está a la búsqued

de cualquier excusa para alborotar, desde lo de aquellsclava fugitiva... —Dejó la frase sin terminar. —¿Qué te han contado? —Nathaniel habló con calm

ero tenía la mandíbula tensa. —Dye ha estado hablando con los hombres en

aberna, dos o tres noches a la semana, aunque antes nuncsomaba por allí. —Su voz se apagó como si pidie

disculpas. —Dinos todo lo que sepas, Anna, por favor —pidi

Elizabeth en voz baja.Ella exhaló violentamente y respondió en susurros ca

naudibles. —No es mucho lo que sé, pero he oído algunas cosa

Se rumorea que en Lago de las Nubes hay otro niño. Uniño negro que ha salido de la nada.

Elizabeth respiró hondo un par de veces y echó un

mirada a Curiosity; ojalá no supiera, al menos por momento, que el hijo de Selah ya no estaba tan seguro. —¿Y si lo hubiera? —preguntó Nathaniel.Anna se encogió de hombros.

 —Dye no hace más que hablar de la fugitiva que nad

udo coger. ¿Recordáis a cuál me refiero? Aquí tuvimos

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artel durante un tiempo. Liam Kirby dijo que la habastreado hasta Lobo Escondido, pero allí sus perros erdieron la pista y se dio por vencido.

Vaciló. Después de echar un vistazo a Hannah, bajó

voz aún más, reduciéndola a un ronco susurro. —A mi modo de ver, si Kirby renunció fue porquvuestra muchacha se había ido a la ciudad. No soy ciega. vosotros tampoco. —Hizo una pausa para mirar otra vez a slrededor—. Pero lo cierto es que no atrapó a esa esclavSabéis que el dueño era cuñado de Dye? Ella lo mató, peregún la ley, ahora pertenece a su esposa, la hermana d

Dye. —Sí, así es —asintió Nathaniel.Elizabeth se extrañó de que pudiera hablar con tan

desenvoltura, como si Selah aún estuviera entre los vivos.

 —Y cuando ella huyó, estaba embarazada —terminAnna, lentamente.

 —¿Y Dye cree que la fugitiva dejó a su hijo en LobEscondido?

 —No. —La mujer miró a Nathaniel como a un niñ

nteligente que fingiera ignorancia—. El hecho es que xiste ese niño, no pertenece a la fugitiva, sino a la hermande Dye.

En la pausa que siguió se oyeron las voces de RicharTodd y de Hannah; no llegaba a ser una riña, pero casi: er

l habitual intercambio cortante que ambos parecía

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necesitar, si no disfrutar. Nathaniel deslizó una mano por razo de su esposa y enlazó los dedos a los de ella. Elizabetgradeció el contacto y se reclinó contra él.

 —Todo eso parece bastante difícil —comentó él.

 —Es lo que yo le dije —aseguró Anna, más ansiosa—Pero se ha empecinado. Busca cualquier excusa para ir husmear por la montaña. Por eso he preguntado si los indiorían a Lobo Escondido a vacunarse. Ya sabéis cómo es Dyon los pieles rojas. Y la viuda, aún peor.

 —Pero ¿de dónde has sacado la idea de que lomohawk vendrían a vacunarse? —preguntó Elizabethaciendo lo posible por mantener la calma.

La cara redonda y simple de la mujerona se alzó dúbito, con la frente arrugada en un gesto de confusión.

 —Pues por esos dos indios desconocidos que están e

l porche con Muchas Palomas y Osos. ¿No los habévisto?

Antes de que ella hubiera pronunciado las últimaalabras, Nathaniel ya iba hacia la puerta, con Elizabetisándole los talones.

Los médicos del asilo habían preparado bien a Hannaodía responder a todas las preguntas mientras efectuaba

noculación, sin perder la concentración ni la pacienci

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Ahora agradecía ese adiestramiento, pues Richard Todonía cada movimiento suyo en tela de juicio y exigespuestas completas sobre cada paso antes de permitirontinuar con el siguiente. Como ya conocía el proces

erfectamente, Hannah sabía que sus preguntas estabadestinadas a Nicholas Wilde y a los otros, que escuchabay observaban con atención. Si ellos comprendían ceptaban, el resto de la aldea también acudiría, tarde emprano.

Cuando llegó su turno, Nicholas se enrolló las mangay mantuvo la cara vuelta hacia otro lado mientras Hannarabajaba, pero el color le subía desde el cuello y tenía espiración acelerada. La muchacha sabía que eso no eonsecuencia del miedo, sino de otra cosa, pero no teniempo de preguntarse por qué el corazón del joven latía ta

deprisa.Cuando terminó con él, Nicholas le dio las gracia

ortésmente, sin mirarla a los ojos, y se retiró. JanMcGarrity lo siguió con una mirada que expresaba muchaosas a la vez: anhelo, desencanto, desganada resignació

Luego se desató en risitas impacientes hasta que Hannahubo terminado con ella.Solange fue la última y la más joven; ella también hiz

una pregunta tras otra, mientras observaba la lanceta coreciente aflicción.

 —Parloteas como las ardillas, hija —le dijo Curiosity

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El desconocido, de vestimenta séneca, era posiblemenl ser humano más terrorífico que Hannah había visto en s

vida. No lo era tanto por su tamaño (en su propia familia lohombres eran tan altos y fuertes como aquél) ni por su

acciones, bastante agradables, aunque nada llamativas. Eor la expresión de sus ojos, fría, penetrante, vivaz. «Comuna pantera cuando acecha una presa», pensó ella. Tenía labeza rasurada como los guerreros, con un largo mechón la coronilla, sujeta con una cinta de cuero de la quendía una pluma de halcón, que descansaba detrás de reja, perforada por tres clavos de plata.

El forastero sorprendió su mirada y se quedó inmóvon los músculos tensos.

Solange lanzó un hipo de inquietud, olvidado el escozde la lanceta.

 —Mira, abuela —susurró—, ¿verdad que parecmalísimo?

 —Calla, niña —dijo Curiosity—. El aspecto de uhombre no dice nada. No seas como esas personas qutentas a las espinas, no ven la rosa.

 —Pues yo no le veo cara de rosa —musitó la niñruñona—. Y Hannah tampoco, por el modo en que lo miraEntonces el forastero sonrió a Hannah, y eso lo camb

odo. —Míralo ahora —señaló la anciana en voz baja—. ¿Ha

visto?

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Ansiosos por saber más de los forasteros, Ethan

Solange salieron a la carrera, sin despedirse. Hannah Curiosity se quedaron a solas en la factoría. Desde fuera lelegaba la voz de Anna, que repartía las últimas rosquillantre quienes se habían quedado a debatir las ventajas

desventajas de hacerse inocular. Hannah limpió tres veces anceta antes de guardarla en la caja de instrumento

mientras oía frases de la conversación que se desarrollabn el porche.

 —¿A qué esperas? —Curiosity la empujó con suavida—. Anda, date prisa, antes de que vengan por ti.

 —¿Quiénes son?

 —Ese joven que te ha mirado desde la puerta, no lo s—respondió la anciana—. Pero deberías reconocer la otvoz, muchacha. Sé que han pasado unos cuantos años , perdeberías reconocer la voz de tu tío Otter.

Por una vez, Lily Bonner dejó sus dibujos de buerado para cumplir con sus recados. Corrió a casa con s

hermano y Grajo Azul a dar la buena noticia a Susurro d

Pinos; corrió a llevar agua y a atizar el fuego del hoga

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orrió del taller a la mesa, de la mesa al hogar, y de nuevo aller. Había que calentar la sopa para los viajeros y preparan y carne fría. Los niños se afanaban amontonando leñn el claro, entre las dos cabañas; esa noche harían un

ogata de verdad, una fogata kahnyen’kehàka. PorquPalabras Fuertes (Otter, de niño) había vuelto al hogar desdl oeste, acompañado de un amigo.

Muchas Palomas se alegró tanto de ver a su hermanmenor que lanzó un grito. Las mujeres no podían contenas lágrimas, ni siquiera la madre y la hermana de Lily. Lo

hombres carraspeaban, se palmeaban la espalda y hablaban voz alta s in decir casi nada.

Esa mañana (parecía haber pasado tanto tiempo desdntonces que apenas podía creerlo), Lily se había puesuriosa porque no le permitían ir al entierro de Reuben. S

mbargo, ahora apenas podía dejar de sonreír, pues teníaun retorno que celebrar. Se contarían anécdotas en torno da fogata, más de las que Hannah y Ethan habían llevado da ciudad. Después de tanto tiempo, Palabras Fuertes tendrque contarlo todo.

Lily había oído muchas cosas de ese tío misterioso. Smadre lo apreciaba mucho, pues la había ayudado cuandmás sola y desesperada estaba. Lily sabía que en aquelloiempos el abuelo había ido a Canadá, en busca de Palabra

Fuertes, sólo para acabar en la cárcel. Sabía que su tí

levado por su mal genio, se había metido en problemas,

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on él a todos los demás. Se susurraban cosas que ella ndebía oír: por ejemplo, que Palabras Fuertes había disparadontra tío Todd. Eso era algo que Lily no acababa dntender; tío Todd era gruñón y a veces malo, pero debía d

haber algo más, algo que nadie quería contarle, quizá porquhabía sucedido en los tiempos de las guerras.En cierta ocasión, Lily le preguntó a su padre cuánd

endría edad suficiente para que le contara todo eso, y él chó una mirada, a la vez pensativa e irritada, y le dijo qu

dentro de veinte años o algo así. No era la respuesta que eluscaba, pero insistir no serviría de nada.

Palabras Fuertes era conocido ante todo como buenarrador, tanto allí como en Buenos Pastos. Y con él iba suñado, un séneca llamado Golpea el Cielo, que habombatido a su lado en las guerras de la frontera occidenta

Quizá habían arrancado más de un cuero cabelludo; tal vhablaran de eso, algo que el padre y el abuelo de Lily nmencionaban jamás. Ella sabía que no era prudente hacer esipo de preguntas. Ni siquiera Daniel y Grajo Az

mencionaban el tema; cuando lo incluían en sus juego

uidaban de hacerlo donde los hombres no pudieran oírlosCuando Lily oyó la llamada familiar de su padre, la sopya estaba preparada. Los chicos salieron al encuentro de lohombres, corriendo con ella, mientras Susurro de Pinoguardaba en el porche, con los bebés. El grupo salió d

osque; Kateri iba en hombros de su padre y todo

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onreían.Llegaron al claro con la última luz del anochecer estiva

En el extremo del lago, bajo las cascadas, Palabras Fuertes sdetuvo con la escopeta en alto y soltó un grito agudo, qu

esonó en los barrancos y regresó a él.El pequeño Galileo, en brazos de Susurro de Pinoanzó un gemido y se echó a llorar.

 —No es nada —dijo Grajo Azul al bebé—. Es sóPalabras Fuertes. Anuncia al espíritu de la montaña que esde nuevo en casa.

Se preparó tanta comida como era posible en tan pociempo y encendieron una fogata más alta que una person

Había cuentos, risas y voces alzadas en amistosdesacuerdo. Lily se sentía tan feliz que no podía estarsquieta; pasaba del regazo de su madre al de su padre, dbuelo a Huye de los Osos, y comenzaba otra vez.

Golpea el Cielo comía en silencio. Si alguien le hacía un

regunta, respondía, pero en general se mantenía fuera de onversación familiar. Después de observarlo durante medhora, Lily ya sabía unas cuantas cosas, aunque todavía, nstuviera segura de los sentimientos que le inspiraba.

Lo primero era muy simple: Golpea el Cielo era el homb

más guapo que había visto en su vida, después de su prop

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adre. No habría sabido explicar por qué era tan guapo: or la nariz, por los ojos, la frente o el mentón, pero así er

Lo más extraño era que tenía dos caras: la sería, que usabomo máscara, y la verdadera, cuando sonreía. Las dos era

hermosas y también atemorizantes; la seria hacía ququisieras huir; la verdadera, que quisieras regresorriendo. Como una fogata demasiado ardiente en un

noche de frío, cuando uno necesita acercarse pero apenaoporta el calor.

Lo segundo era más complejo, pero igualmente fácil dver: Golpea el Cielo había ido por su hermana Hannah. Nno era exacto. Por su hermana Camina Adelante. Lily nabía bien cuándo se le había ocurrido esa idea; tal vez hab

hecho todo el viaje, desde el país de los sénecas, sólo paso. O tal vez acababa de comprender que era por Hanna

or lo que estaba allí.Desde luego, él no decía nada de eso; nadie decía nad

ero era cierto. Mientras comía, escuchaba o respondía a lareguntas, Golpea el Cielo observaba a Hannah. Lbservaba como tantos otros hombres, como si hubie

ncontrado un tesoro inesperado que pudiera desaparecer l apartaba la vista. La diferencia era que, en esta ocasiólla también lo observaba.

Hannah quería disimular, pero no podía; le era tamposible como arrebatar las estrellas del cielo pa

sconderlas en el bolsillo. Aquello brillaba en su cara, com

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una luna, y todo el mundo lo veía. Primero fueron lamujeres: intercambiaron miradas y sonrisas discretas; luegl abuelo y Palabras Fuertes; después, Huye de los Oso

que susurró algo a Muchas Palomas y recibió a cambio u

odazo. Finalmente, el padre de Lily, quien se puso muerio. —Ven, vamos a por agua. —Daniel tironeó del brazo d

u gemela. —Te toca a ti —protestó ella, para no apartar la vista d

Golpea el Cielo, que a su vez no quería apartarla de Hanna—. Ve tú.

 —Anda, vamos —insistió Daniel.Por fin Lily cedió y acompañó a su hermano en

scuridad. Grajo Azul los esperaba. —¿Qué pasa? —preguntó la niña, echando un vistazo

a fogata por encima del hombro. —Bien sabes qué pasa —protestó Daniel, impacien

—. ¿Has visto cómo mira a Hannah? —Puede mirar todo lo que quiera —murmuró ella, alg

eñuda. No sabía qué pensar de Golpea el Cielo y no

ustaba que la obligaran a tomar partido tan pronto—. ¿Qumporta que la mire?Su hermano frunció la boca, como cuando deseaba alg

y no sabía cómo conseguirlo. Así Lily supo que su hermany Grajo Azul llevaban ya un rato discutiendo por Golpea

Cielo. Daniel sólo había recurrido a ella porque Grajo n

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debía de estar de acuerdo con sus planes. —Se miran —dijo éste—. Y una vez que se comienza y

no se puede impedir. —Y encima, todo el mundo mira cómo se miran —

ñadió Lily. —Es como un rayo —explicó Grajo Azul al gemelo, que ponía más y más ceñudo a cada palabra—. Mi padre dic

que a veces pasa entre hombres y mujeres. Así fue entrvuestros padres.

Daniel lo miró con furia y se alejó a grandes pasos en scuridad. Regresaría sólo cuando hubiera encontrado urgumento mejor o cuando viera las cosas de otra maner

Lily no lo siguió. Se quedó con Grajo Azul, contemplando scena que se desarrollaba en torno de la fogata, eranquilo silencio. Observaban el movimiento de los adulto

y escuchaban las voces que llegaban hasta ellos por encimdel ruido de las cascadas, ya más serias, pues PalabraFuertes y Golpea el Cielo hablaban por turnos sobre la

uerras del oeste. —Avanzan —oyó Lily a Palabras Fuertes , con tod

laridad—. Jamás dejarán de avanzar.Grajo Azul escuchaba, expectante, con sus ojoscuros brillando en la sombra. Era como todos los varone

que Lily conocía: los relatos de guerra le arrancaban chispaomo a un pedernal, listo para encenderse, deseoso de arde

Ella no lo entendía.

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Capítulo 35

16 de junio

Justo antes del amanecer, Hannah se despertobresaltada, como si alguien la hubiera expulsado de suueños hacia el mundo de la vigilia. Con una mano contra orazón acelerado, buscó el sueño, pero ya hab

desaparecido. Como un amante, esperaría a que elegresara a la cama. Sacudió la cabeza para librarla de esmagen perturbadora.

Entonces recordó que Palabras Fuertes había retornadcasa. Aunque era tío suyo, de niña siempre lo había vist

más bien, como un hermano mayor. En aquel entonces slamaba Otter. Le enseñaba a zambullirse en el lago, bajo laascadas, y le mostraba los rincones secretos de la

montañas. La llevaba de cacería con él, cuando Hannapenas tenía edad para desollar un conejo. De él hab

prendido muchos de los cuentos kahnyen’kehàka que elnarraba ahora a los más pequeños.Palabras Fuertes había vuelto para contar cosa

nuevas: de los sénecas, de los shawnee y de la batalla de loLeños Caídos, donde había conocido a Golpea el Cielo, doños mayor y curtido en el combate. Cuando partió, bajo

nombre de Otter, no tenía otra cosa que sus armas, y ahor

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egresaba casado, padre y jefe de guerreros. Para ella era uxtraño, cosa que nunca habría imaginado cuando eequeña y su familia le parecía tan firme y constante como

misma montaña.

Y había llevado consigo a Golpea el Cielo, que la miraby le inspiraba deseos de mirarlo también.Ella estaba habituada a que los hombres blancos

miraran descaradamente; durante las largas semanas quhabía pasado en la ciudad se había resignado a vivir cosas miradas que ninguna blanca habría tolerado. Laasaba por alto, y cuando no le era posible, había aprendidresponder con palabras, ante las cuales la mayoría de ello

partaba la cara. Algunos tenían la decencia dvergonzarse, y otros se enfadaban para disimular s

malestar.

En Buenos Pastos, en el pueblo de su madre, lohombres también la observaban. Las miradas que le echabaran perturbadoras, le resultaban extrañamente gratas.

Los mozos de Buenos Pastos la deseaban, sí. Ldeseaban por su cuerpo, su cara y su voz, como los hombre

lancos, pero para los mohawk ella no era un misterio. Lonocían como curandera, como buena hija y hermanSabían que era la nieta de Atardecer y la bisnieta de Hechde Huesos. Tal vez quisieran tocarla, pero no se limitaban so: al mirarla no pensaban sólo en su contacto, sino en

stirpe de mujeres fuertes de la que provenía. Porque el

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vendería algunas pieles. Para alivio de la muchacha, su tía nhabló del tema con nadie de la casa, ni siquiera con Elizabeni Huye de los Osos. Hannah no tuvo necesidad de dxplicaciones ni de volver a pensar en el asunto. En verda

ya casi no recordaba cómo era Alce que Camina. Ni siquiera un día después de ver por primera vez Golpea el Cielo, ya estaba segura de que jamás olvidaría sara.

Podía recurrir a Muchas Palomas y preguntarle quhacer; así se hacían esas cosas. También podía consultaon Elizabeth, que la escucharía en silencio y le daría uuen consejo, pero la idea de explicar en voz alta suentimientos la ponía tan nerviosa que no pudo continuar ea cama.

Sobre la mesa, pulcramente apilados, estaban su diar

y los registros de inoculación que había iniciado la nochnterior; eso le recordó que esa mañana debía ayudar

doctor Todd en el laboratorio, leer las notas de la autopsde Gabriel Oak y revisar con el médico el resto de sunotaciones sobre el Instituto de la Viruela. Tenía hambr

ero Curiosity le daría de comer. Se vistió deprisa, se alisas trenzas y, después de meter en un cesto las cosas qunecesitaría, salió discretamente de la cabaña.

Otter y Golpea el Cielo habían tendido sus jergones el porche de Muchas Palomas, y Hannah no pudo dejar d

ver que ya no se encontraban allí. Estarían nadando bajo la

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ascadas, en las cuevas o en algún rincón de la montaña. Sragó la curiosidad y continuó hacia la aldea.

En la cocina de los Todd sólo encontró a Bump, qustaba terminando sus gachas. Al verla, el anciano sonrió d

reja a oreja y alzó una mano a manera de saludo. Asncaramado en el taburete, parecía un petirrojo, con shaleco rojo desteñido y la cabeza bamboleante.

 —Llega temprano, señorita Hannah. —Pues sí...Se le apagó la voz y se descubrió sonriend

ímidamente. No era por falta de palabras, sino porque sentl fuerte impulso de hablarle de Golpea el Cielo. Algo en nciano le inspiraba deseos de sincerarse, como si fuera uaúl con un buen candado, un lugar seguro donde ponodas las ideas peligrosas que buscaban brotar de su boca.

Él debió de notar su incomodidad. Como si quisiehacerla sentir a gusto, saltó al suelo, se quitó la gorra y se emetió bajo el ancho cinturón.

 —Voy a encender la caldera del laboratorio. El doctovendrá dentro de unos minutos. ¿Quiere acompañarme? A

menos que prefiera dar primero a la señora Freeman noticiade Lago de las Nubes.En la casa se oían los ruidos habituales de la prime

hora del día: Curiosity, hablando con Richard en el comedoDolly, canturreando mientras barría el vestíbulo; y fuera,

olpe de un hacha y el arrullo de una paloma, lento

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esado. En el piso alto la niñita lloró y fue acallada. MientrHannah escuchaba todo eso, Bump la observaba con ojo

ondadosos y aún agudos bajo la maraña de las cejas. —Veo que sabe que tenemos invitados —dijo ella.

 —Oh, sí, supongo que a estas horas se ha enteradodo el mundo. Las noticias crecen como los guisantes bajl sol de verano. En la taberna se dirá muy pronto que su t

ha venido con diez o doce guerreros, todos cargados dueros cabelludos y dispuestos a arrancar más. A lo

hombres adictos a la cerveza les gusta exagerar las cosas. —Sí, me temo que así será —dijo Hannah. Súbitamen

e sentía más a sus anchas de lo que habría podido imaginaBump cruzó la habitación hacia la puerta.

 —Así tendrán otra cosa de qué preocuparse, además dus vacunas contra la viruela, amiga Hannah.

Y salió hacia la huerta, seguido de la joven. El perfumdel espliego en flor pendía dulce en el aire, sereno y clarCuriosity entró en la cocina y enseguida se oyó uepiqueteo de platos y algunas palabras dirigidas a Dollreves y ásperas, algo raro en ella.

Hannah pensó en el entierro de Reuben por primera vedesde que había visto a Golpea el Cielo. Sintió vergüenzor haber permitido que aquel joven le quitara todo lo demá

de la mente. Entonces dejó que Bump se adelantara egresó a la cocina, a Curiosity.

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 —¿No has podido dormir?Hannah se detuvo frente a la anciana, al otro lado de

mesa. Tenía ojeras profundas y un cansancio en la expresióque iba más allá del dolor. —No mucho —admitió Curiosity—. Advertí a es

nodriza alemana que no debía comer coles en vinagre. ¿rees que me hizo caso?

 —Es que no habla nuestro idioma, Curiosity —apuntHannah. Lo había dicho varias veces, hasta entonces sixito.

La anciana descartó la explicación con un ademán. —Bah, me parece que entiende más de lo que de

raslucir. El caso es que se comió los restos de la col y se l

grió la leche, y ahora esa niña tiene dolor de estómagadie ha podido dormir gran cosa. Con excepción d

doctor, por supuesto. Ese hombre podría dormir en medidel Juicio Final.

Lo dijo sin malicia, como si admirara la capacidad d

Richard de abstraerse del mundo y no esperara otra cosa dl. —¿Y cómo ha despertado nuestro pequeño Leo? —

oncluyó, alegrándose un poco al cambiar de tema—. Clarquizá no lo sabes. Si has llegado antes de que Richar

erminara el desayuno, quiere decir que has bajado mu

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ronto de la montaña.Hannah cogió un bizcocho de la bandeja y lo partió p

a mitad. —No, no lo he visto, pero anoche estaba muy bien.

 —No importa. —Curiosity bostezó—. Ahora que ndebo atender a Reuben, puedo subir por las mañanas. Dualquier modo debo preparar a ese bebé para el viaje. A l

hora del almuerzo, Galileo ya podrá partir.Hannah tragó el bizcocho y cogió otro.

 —¿Para partir hacia dónde?Curiosity le había vuelto la espalda para echar leña

uego. La miró por encima del hombro, con más impaciencque otra cosa.

 —Debemos llevar al pequeño Leo lejos de aquí, cuantntes. A no ser por Reuben, ya lo habríamos hecho l

emana pasada. Lo llevaremos a Albany, a casa de Polly; elún está amamantando al menor. Y en una ciudad tarande, otro bebé negro no llamará la atención.

 —Es por Ambrose Dye, supongo.La anciana sacó un pañuelo de la manga y se limpió

ara. —Sí. Antes que permitirle tocar a ese niño lo mataré comis propias manos. En Lago de las Nubes ya no está segur

 —Curiosity... —Hannah se interrumpió. Cualquiromesa que pudiera hacer sonaría vacua y trivial; ni el

misma podía creérselo—. No había pensado en eso.

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La otra gruñó por lo bajo. —Me parece que ese visitante te ha sorbido el seso.Eso escoció, pero la muchacha trató de mantener

erenidad.

 —Eres injusta.Curiosity parpadeó con fuerza y luego lanzó un grauspiro.

 —Puede ser. Perdóname, Hannah. Estoy trastornada.La anciana se dejó caer pesadamente en un taburet

Hannah rodeó la mesa y le tocó la frente con el dorso de mano. Tenía la piel fría y húmeda; el pañuelo que le envolva cabeza estaba húmedo de sudor.

 —Te exiges demasiado —dijo la muchacha—. Acabaránfermando y tendremos que atarte a la cama.

Curiosity sonrió a medias.

 —A veces tengo la sensación de que todo se derrumbmi alrededor. Pero descansaré cuando ese niño esté

alvo del capataz de la viuda.A Hannah le acudió a la mente la imagen de Ambros

Dye, mirando el ataúd de Reuben con la cara vacía de tod

moción. Conocía al muchacho desde que había nacido, había visto crecer junto a su madre y sus hermanos, lo habído reír y cantar, pero su muerte parecía afectarlo meno

que la pérdida de un perro.«Nos entristece el tonto accidente que ha enviado

Reuben, tan temprano, a recibir su recompensa.» Recordó s

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voz, dura, áspera y pétrea, como si leyera una página escrin un idioma desconocido. Palabras destinadas a apagar uego, pero que en cambio lo habían avivado. Ahora larasas ardían alrededor de todos.

 —Debéis llevároslo, por supuesto —dijo Hannah—Cuándo regresaréis? —Dentro de una semana, a lo sumo. Hace mucho qu

no vemos a Polly y a sus hijos. Mientras tanto, Richard Kitty tendrán que arreglarse solos. A ella hay que vigilarlun poco, pero está mejor de lo que esperaba. Y él la cuida...

Se le apagó la voz. Era raro que Curiosity empleara esono vacilante.

 —Pídeme lo que quieras —dijo Hannah.La anciana parpadeó, como si hubiera olvidado dónd

staba.

 —La que más me preocupa es Cookie; si se le ha metidn la cabeza vengarse de Dye, nadie podrá hacer nada povitarlo. Galileo era el más indicado para hablarle, pero ella iquiera lo mira. —Meneó la cabeza—. Lo único que puede

hacer, supongo, es mantener los ojos bien abiertos y vigila

Si ves algo raro, avisa a tu padre o a tu abuelo. Y tú no tcerques a ese capataz. ¿Comprendes por qué te lo dighija?

 —Comprendo —asintió Hannah. —Pues bien, yo he hecho todo lo que podía. —

Curiosity se levantó, alisándose el delantal con las manos—

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Y ahora cuéntame cómo os fue anoche. Me alegró muchver al joven Otter, aunque reconozco que ha sido unorpresa verlo tan crecido. ¿Ya tiene familia?

Hannah le contó la historia de Palabras Fuertes lo mej

que pudo: desde sus primeros viajes por el oeste hasta mujer séneca que, tras escogerlo como esposo, le habdado cuatro hijos, el último justo antes de que él iniciara egreso hacia el este.

 —Ya veo por qué le han puesto ese nombre de adultPalabras Fuertes —comentó la anciana—. Pero aún muesta imaginar al niño que conocí con una familia a sargo. No ha cambiado tanto, por lo que dicen. Esa Agita

Viento debe de ser una mujer muy fuerte para vérselas coOtter..., con Palabras Fuertes, quiero decir..., y con cuatrniños, tres de ellos varones. —Soltó una mezcla de risa

ufido—. Me gustaría conocerla, algún día. Y ahorháblame de ese amigo que Palabras Fuertes ha traídonsigo. Su cuñado, creo. ¿Cómo se llama?

 —Golpea el Cielo. —A Hannah le falló la voz. —¿Y para qué ha venido?

Hannah se encogió de hombros. —No lo ha dicho; tampoco Palabras Fuertes . —Algunas cosas son obvias, aunque nadie las dig

Me parece que tu tío se ha metido a casamentero. Te hraído un esposo.

Hannah contuvo las palabras que trataban d

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scapársele, y en cambio dijo: —Si eso es lo que piensa, se llevará una desilusió

Pero... ¿por qué crees eso? No le gustó el tono de su propia voz, algo frenétic

ero aún menos le gustó la manera en que Curiosity miraba, como a una criatura que escondiera un trozo dastel y lo negara con la cara llena de migajas.

 —Espera un momento —dijo la negra en voz baja—. Nienes por qué enfadarte. Sólo digo que he visto algunaosas. He visto cómo te miraba ese hombre. Y cómo l

mirabas tú.El bizcocho se deshizo en el puño de Hannah y una

migas cayeron al suelo. Cuando pudo volver a hablar, dijo: —Eso son imaginaciones tuyas, Curiosity.La anciana inclinó la cabeza a un lado, con la boc

runcida. Era una expresión que la joven conocía bieignificaba que callaba algo. Por fin se acercó a Hannah y brazó con fuerza. Como siempre, Hannah se sorprendinte el vigor de aquellos brazos delgados y el consuelo qurindaban. Se relajó un poco contra ella. Aunque ya n

upiera en su regazo, también la reconfortaba estar allí, en socina, y recibir su calma. —Perdona —se disculpó—, no he debido responder

de esa manera. —Calla... —susurró Curiosity, apartándose un poc

ara mirarla a los ojos.

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 —Pero la verdad es que no tengo nada que decirobre Golpea el Cielo —añadió la muchacha, con máuavidad.

La otra sonrió.

 —Un agujero tampoco es nada, pero si caes en éuedes romperte la crisma.Hannah dejó brotar una risa débil, y la anciana añadió:

 —Dale una oportunidad a ese muchacho, ¿me oyes? Ne vuelvas la espalda s in escucharlo antes.

 —Está bien. Lo intentaré.Curiosity sacudió la cabeza con tanta fuerza que

añuelo se le deslizó por la cabeza. —Eres un hueso duro de roer, hija. No lo intente

hazlo. Y no hay motivo para avergonzarse. ¿O es que quiereasarte la vida atendiendo chichones y rasguños? H

legado el momento de que pienses en formar tu propamilia. A veces los hombres son un apoyo, cuando no sonen gruñones. —Y volvió a su vieja sonrisa, ancha nteligente.

 —Cuando Elizabeth llegó a esa conclusión, tenía di

ños más que yo ahora. —Hannah hizo una mueca dspanto al percibir lo petulante de su propia voz. PerCuriosity se limitó a reír.

 —La edad no tiene nada que ver, bien lo sabes. Elizabeth y tu padre se hubieran encontrado cuando el

enía quince años, se habrían juntado entonces. Pero tal v

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ratas de decirme que ese joven no es lo que buscas, y ese caso no necesitas excusas, niña. Dile que no. ¿Es eso l

que quieres?Hannah se apoyó contra la puerta, con los brazo

ruzados y el mentón contra el pecho, tratando de dominas lágrimas que amenazaban con brotar, súbitas ndeseadas.

 —Es un desconocido. En total he pasado seis horaon él, entre mucha otra gente. Aunque anoche Daniel mlevó aparte para decirme que me permitiría ir con Golpea

Cielo al oeste siempre que yo prometiera venir de visiodos los años. Mi hermanito ya me ha casado. Y yo aún n

he pasado una hora a solas con ese hombre. No entiendque pueda suceder algo así de la noche a la mañana.

 —¿Algo como qué? —preguntó la anciana en voz baja

Hannah sacudió la cabeza, porque no se atrevía hablar, y se escabulló por la puerta.

Apenas terminado el almuerzo, alguien llamó a la puerde la sala. Al abrir, Jemima Kuick vio allí a Ojo de Halcón e quedó atónita. Se le ocurrieron dos ideas, ninguna dllas grata. La primera fue que los gemelos habían contadinalmente lo ocurrido y el abuelo iba a por ella; la segund

mucho menos atemorizante, que él sabía cómo se hab

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quemado Reuben e iba a acusar a Dye de asesinato. A ellno le habría molestado que ahorcaran a Dye, a no s

orque, cuando se descubriera toda la verdad, Isaiah poderminar igual que él.

Ojo de Halcón dijo: —Y bien, Mima, ¿no piensas invitarme a pasar? —Nonreía, pero tampoco parecía enfadado. Eso significaba qu

no estaba allí por lo que había sucedido con los gemelos.Al oír su voz, la viuda levantó bruscamente la cabeza.

 —Señor Bonner —dijo, con su tono más altanero—qué significa esto de presentarse sin ser invitado?

Jemima no sentía mucho aprecio por ninguno de loBonner, pero jamás habría cometido la imprudencia de trat

Ojo de Halcón como a un mendigo con la mano extendidLa viuda lo subestimaba. Jemima decidió hacerse a un lado

ver cómo cosechaba lo sembrado. Si en la taberna se hubiepostado a cuál de los dos saldría triunfador en unfrentamiento de voluntades, ni el mismo Charlie LeBIan

habría sido tan estúpido como para arriesgar su dinero por viuda.

 —Señora Kuick. —Ojo de Halcón agachó la cabeza pantrar sin golpeársela en el marco de la puerta. Edemasiado corpulento para la habitación, para la casa mism

 —¿Qué desea, señor Bonner? —No he venido a tomar el té con usted, si eso es lo qu

iensa. Usted y yo tenemos que discutir un asunto.

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Y sin pedir permiso, sin esperar, sin siquiera mirar a lviuda, se sentó en el sillón del señor Kuick, una hond

oltrona tapizada de terciopelo pardo, con lienzos bordadon los brazos y la espalda; a nadie se le permitía siquier

ocarla, ni siquiera a Isaiah; la viuda la sacudersonalmente todos los días. Ojo de Halcón se sentó frenella, sin más reparos y sin prestar atención a la furios

xpresión de la mujer. —¿Cómo se atreve a...? —comenzó ella, tartamudeandPero él la cortó con un gesto de la mano.

 —No malgaste saliva —dijo, muy desenvuelto—. Siusted no le gusta recibirme, a mí tampoco me agrada estquí. Me explicaré directamente, para que podamos arreglste asunto y yo pueda seguir mi camino.

La viuda dejó escapar una exclamación estrangulada.

 —Si es inevitable, hable de una vez. —Pues sí, es inevitable. He venido a preguntarle si e

usted la que ordena a su empleado Dye entrar en LobEscondido, invadiendo una propiedad privada, o si él lhace por cuenta propia. Y quiero saberlo por un motivo mu

imple: para saber a cuántas personas debo incluir en denuncia, si sólo a él o a usted también. Haré que JeMcGarrity la redacte debidamente para que esté lista cuandvenga el juez del circuito. Desde luego, si mientras tanorprendo a Dye en mi propiedad, le dispararé por invadir

y permitiré que us ted dé al juez las explicaciones del caso.

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Hasta entonces Jemima nunca había visto a la viuda tademudada. El color desapareció de su cara y volvió con misma celeridad, tan intenso que parecía maquillada paalir a un escenario.

 —¡Cómo se atreve! —susurró—. Cómo se atreve menazarme a mí con la justicia.Había quienes se echaban a temblar cuando la viud

mpezaba a hablar en susurros; sin embargo, Ojo de Halcóe limitó a inclinarse hacia delante, con las manos en laodillas y el ceño adusto.

 —Pues claro que me atrevo. No le convienubestimarme, señora. Si una persona lanza acusacioneontra mí y contra mi familia y luego entra armada en mropiedad, lo primero que se me ocurre es recurrir a

usticia.

 —Retírese inmediatamente —dijo la viuda, señalando uerta con un dedo tembloroso—, antes de que llame a m

hijo y haga que lo echen a la calle. —Me retiraré cuando usted me haya dado un

espuesta —replicó él, reclinándose nuevamente en

oltrona—. Luego bajaré para presentar la denuncia anMcGarrity. A menos que podamos resolver la cuestión aquy ahora.

 —Sus acusaciones son ridículas —se defendió la viud—. Nunca he ordenado al señor Dye que hiciera nada ilega

Y tampoco creo que haya hecho semejante cosa. Presentar

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una demanda contra usted, señor. Por injurias contra muen nombre y mi persona.

Ojo de Halcón dejó escapar un profundo suspiro. —Antes de quejarse de mis modales, ¿por qué no s

segura de saber lo que está diciendo? Haga venir a eshombre e interróguelo, si cree que dirá la verdad.Era un paso audaz y Jemima no pudo menos qu

dmirarlo. Si la viuda se negaba a convocar a Dye, daría mpresión de que no confiaba en él o, peor aún, de que tenlgo que ver con la violación de una propiedad privada y nodía arriesgarse a que él prestara testimonio. Eso la pondrmerced de Ojo de Halcón.

Pero si lo llamaba, no tendría más alternativa qupoyarlo en las mentiras que él dijera o dar a entender qu

no tenía control sobre sus empleados. Si el capataz decía

verdad y reconocía haber estado en la montaña (la mismemima lo había visto dos veces salir de los bosques, lejo

de la propiedad de los Kuick), debería despedirnmediatamente.

El problema era simple: a la viuda le interesaba tener

Dye, pues le hacía ganar dinero y sabía manejar el molino yos esclavos. Eso le permitía vivir a sus anchas, que era que a ella le gustaba. Para la viuda todo estaba bien s i podstarse sentada allí, como una reina, y dejar todo en mano

de hombres como Dye, que le era leal, o eso al menos cre

lla. Si supiera la verdad... Jemima se mordió el labio inferi

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ara no sonreír.La expresión de la viuda reveló que comprendía

rampa que le había tendido Ojo de Halcón y estabdispuesta a dejarle ganar ese primer combate. Tiró de

ampanilla con tanta fuerza que habría podido arrancarla da pared. Se oyó el lejano tintineo en la cocina. —Haré que venga mi capataz —dijo, muy fría—,

erminaremos esta conversación en cuanto él llegue. Pero erminaremos en la cocina. —Miró a su visitante de pies abeza, demorándose intencionadamente en los mocasine

—. Éste no es asunto para tratar en mi salón.Ojo de Halcón esbozó una sonrisa terrorífica.

 —No me importa dónde lo discutamos —dijdesplegando su larga estructura—. Pero le aseguro que nme iré sin haber llegado al fondo de este asunto.

Jemima huyó de la sala detrás de Ojo de Halcósquivando a Georgia, que respondía a la campanilla. N

enía intenciones de quedarse a oír cómo despotricaba suegra hasta que llegara el capataz.En cuanto dejó atrás al visitante, la viuda chilló hacia

vestíbulo: —¡Cuida que ese hombre vaya directamente a la cocin

in pisar otro sitio! ¿Me has oído, Jemima?

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Ojo de Halcón le guiñó el ojo. —Tiene miedo de que me lleve alguno de sus objeto

de plata. Sería mejor que me ataras las manos y me llevarasunta de mosquete.

Jemima no se molestó en responderle, pero tampochizo lo que se le indicaba. Mientras el hombre se dirigía a ocina, ella caminó en dirección opuesta: cruzó el vestíbull estudio desierto de Isaiah y luego el pasillo trasero, querminaba en la puerta del sótano donde se guardaban laatatas.

A esas alturas del año, como aún no se había iniciado nueva cosecha, el sótano estaba casi vacío. Sólo habestos, barriles y sacos plegados. Se detuvo a escuchar, poi oía pisadas. Una vez segura de que nadie la habeguido, apartó la tabla que había apoyada contra la pared

e agachó para entrar en un corto pasadizo, que terminabn una maraña de matas y zarzamoras.

La viuda, temerosa de que se produjera otro alzamientndio, había hecho construir una salida secreta, por si algunvez hacía falta. Aunque de secreta no tenía nada: despué

de todo, la casa había sido construida por hombres quvivían en la aldea, y por ese pasadizo transitaba tanta genomo por la puerta de la cocina. Por allí se escapaba Isaiaor la noche para reunirse con Dye, y Jemima sospechab

que las criadas también se escabullían por allí cuando la

zuzaba el deseo. Ella, por su parte, lo utilizaba sólo por

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día, simplemente porque no le gustaba que Georgia siguieodos sus pasos e informara a la viuda.

El pasadizo la llevó hasta el otro extremo de la huertras un grupo de arbustos de follaje perenne. Desde a

odía ir a donde quisiera: montaña arriba, donde no serien recibida; hacia la aldea, donde no la querían; al molinque le estaba prohibido. O podía quedarse allí mismo studiar la situación en la que se encontraba. Georgia habdo corriendo al molino, en busca de Dye. Aunque Isaiah nstuviera presente cuando ella entregara el mensaje apataz, sin duda estaría cerca y se enteraría de lacusaciones de Ojo de Halcón. Quedaba por saber si dejar

que Dye se las arreglara solo o si trataría de calmar las aguante Bonner, como había hecho en el cementerio.

De un modo u otro, Jemima estaría en la cocina pa

scuchar lo que Dye declarara. Se sentó en cuclillas sperar.

Más abajo, el Sacandaga corría hacia el este, separanda montaña del resto de Paradise. Desde allí se veía casi toda aldea, incluida la cabaña donde ella había nacido

recido. En aquellos tiempos la parcela en la que evantaba era del viejo juez Middleton; ahora pertenecía a snieto Ethan y sobre ella mandaba el doctor Todd, que había alquilado al herrero, el cual acababa de casarse coDaisy Freeman; ellos le habían agregado otro cuarto y u

orche; la huerta ocupaba el doble de espacio.

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Allí estaba ahora Daisy, quitándoles las malas hierbas os guisantes; dos de sus hijas jugaban cerca, con el pel

negro y lanudo brillante bajo el sol. Por entre el rumor dgua, Jemima creyó oír las risas de las niñas.

Su padre no habría tolerado que en la aldea vivieranegros libertos, y mucho menos en una cabaña construidor un blanco para su familia. En aquellos tiempos pasaba

hambre, pero sabían distinguir lo bueno de lo malo.La voz de Georgia arrancó a Jemima de su

nsoñaciones y se acurrucó para no correr el peligro de svista por Dye, que pasaba a grandes pasos, con Georgorriendo tras él. La muchacha contó hasta veinte; cuande incorporaba para regresar a la casa, un ruido de cascos el puente hizo que se volviera.

Eran jinetes que bajaban de la montaña a toda prisa. T

vez fuera Nathaniel, que iba a prestar apoyo a su padrontra la viuda. O tal vez tenía en la mente otra cosa distint

Jemima esperó a que los caballos surgieran a la vista. Aver a los jinetes quedó tan sorprendida que necesitó mirdos veces para convencerse de que no era su imaginación.

Curiosity y Galileo Freeman cruzaban la aldea al trote,omos de un caballo, ambos vestidos como para un viajargo. El llevaba la escopeta a la espalda, a pesar de qu

medio ciego como estaba, de nada habría de servirle. Lalforjas estaban llenas a reventar, pero había algo má

xtraño: Curiosity llevaba atado al pecho con un chal u

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ulto que se retorcía. El puño de un bebé surgió de entre lanvolturas. Un bebé negro.

Daisy, que se había puesto de pie entre los guisantelzó una mano para despedir a sus padres. No parec

orprendida. —¡Adiós! ¡Adiós! —gritaron las niñas.Daisy las hizo callar, al tiempo que echaba una mirad

de preocupación hacia el molino. Jemima estaba fuera de svista, pero aun así dio un paso atrás, rasguñándose lo

razos desnudos con las zarzamoras.Los caballos no aminoraron el paso. Los Freema

ruzaron Paradise a plena luz del día, sin que nadie levantaun dedo para detenerlos, y desaparecieron por la sendhacia Johstown sin volver la vista atrás.

Jemima esperó a que el polvo se asentara y los Freema

hubieran desaparecido, y luego repasó las cosas que sabíaPrimero: los rumores que corrían por la aldea sobre

ugitiva y su hijo eran ciertos. Los Bonner estabarasladando esclavos junto con los Freeman. Eso significab

que eran ladrones, todos ellos. Ladrones, mentirosos

hipócritas, y en ese momento Ojo de Halcón estaba en ocina con Dye, profiriendo amenazas e insultos, exigiendosas.

Segundo: estaban bien organizados. Cookie debía dstar involucrada; sin duda en ese momento vigilaba desd

a puerta, disimulando su satisfacción. Tal vez había hech

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Capítulo 36

17 de junio

Hannah estaba tan ocupada que no debería habenido tiempo ni para pensar en Golpea el Cielo; pero, psa misma causa, se decía ella, no podía pensar en otra cos

Mientras trabajaba en el laboratorio con Richard Todd

onversaba con Bump, mientras molía corteza de sauce xaminaba un rasguño infectado en la pierna de Doll

mientras comía, caminaba o respondía preguntas, una parde su mente analizaba a Golpea el Cielo.

El modo en que su expresión pasaba tan súbitamente d

a arrogancia a la curiosidad y luego volvía atrás, el sonidde su voz y las peculiaridades de su lenguaje, su manera dostener la taza cuando bebía, cómo se reía con los cuento

de Lily y el tono que usaba con los niños varones: serio directo, interesado en sus juegos y sus opiniones. La

ocas palabras que le había dicho habían sido: «GraciasPor favor» y «En el oeste se habla de tu habilidad parurar».

Los dos hombres se habían conocido en la batalla dos Leños Caídos. Cuando lo dijeron, Ojo de Halcón

mostró sumamente interesado. Deseaba saber cómo habíahecho para escapar con el pellejo intacto y cómo era que do

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uerreros hodenosaunee habían acabado combatiendo tal oeste.

Otter y Golpea el Cielo intercambiaron una miradLuego el segundo dijo:

 —Por entonces Tortuguita y los hawnees controlabaOhio. Fui porque estaba convencido de que era nuestúltima oportunidad de mantener a los blancos a raya.

 —¿Y qué piensas hacer ahora que Tortuguita henunciado a la lucha? —Quien hizo esa pregunta fue Huy

de los Osos, pasando por alto las miradas duras que disparaba su esposa.

 —Pues iré a combatir junto a Tecumseh, que es máoven y no ha olvidado cómo se pelea —respondiranquilamente el guerrero.

 —¿Tú también irás a combatir junto a Tecumseh? —

reguntó Muchas Palomas a su hermano menor. —Por supuesto —respondió él—. Prometí a mi espos

uidar de que su hermano no pierda el cuero cabelludo.Su tono juguetón no suavizó la expresión ceñuda de s

hermana. Ella dijo:

 —Harías mejor quedándote en casa con tu esposa. Nntiendo cómo puede soportarte. Y tú... —Clavó una miradenetrante en Golpea el Cielo—. Tú no eres mejor que él.

 —Nunca he dicho que lo fuera —objetó el visitantordialmente—. Y antes de que me lo preguntes , te diré qu

a esposa de tu hermano sólo me soporta porque me cas

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on su hermana y se siente obligada.Ya habían hablado de su esposa, que había muerto tre

ños atrás. Se llamaba Mujer Alta, por su estatura y porquabía plantarse ante los problemas. Cuando lo comentaro

ya avanzada la noche de su llegada, Hannah formuló rimera pregunta: —¿Cómo murió Mujer Alta?Golpea el Cielo la miró a los ojos.

 —Estaba en los comienzos de un embarazo y sintdolor de barriga. —Se tocó el plano duro del vientre, cercdel ombligo—. Tenía fiebre y fuertes dolores. Nuestrouranderos no pudieron hacer nada por ella.

«Yo tampoco habría podido», pensó ella, aunque no ldijo. Había visto por dentro el cuerpo de una mujer quhabía muerto así. El niño se había formado fuera del vientr

rovocando una ruptura. Pero tampoco lo dijo, por numentar el dolor del guerrero.

Repasaba una y otra vez aquella conversación en tornde la fogata, pese a su enérgica resolución de concentrarsn otras cosas. Cuando ya comenzaba a impacientarse co

us pensamientos caprichosos, Charlie LeBlanc entró en aboratorio para hablar con ella. Molly se había puesto darto y estaba lista para traer a su quinto hijo al mundpodría ir, por favor, ya que Curiosity no estaba? No tení

mucho con que pagarle, pero le agradecería su ayuda.

Después de la primera oleada de alivio —Charlie

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había dado un motivo para seguir lejos de su casa y de lovisitantes—, se irritó consigo misma por semejante cobardí

Molly tenía buen carácter y se mostraba siempnimosa, pese a haberse casado con un hombre muy pobre

ener más hijos varones y más trabajo del que merecninguna mujer. Durante el parto, era igual: parloteabegañaba a los niños, organizaba las tareas y, entrontracción y contracción, incitaba a Hannah al cotilleo.

Aunque ella no lo dijera, para Hannah resultabvidente que era la esperanza de tener una niña lo que

daba fuerzas.La primera hija de los LeBlanc no hizo su aparició

hasta después del amanecer. Sus cuatro hermanos varonede uno a cinco años, la saludaron con no menostupefacción que Charlie. Todos habían llegado a l

onclusión de que Molly no era capaz de tener otra cosa quvarones, por lo que nadie sabía qué hacer ahora con esniñita de cara roja que los miraba con los ojos muy abiertoCharlie, que a menudo cargaba a sus cuatro hijos al mismiempo, tenía miedo de alzar a la pequeña. Cuando por fin

hizo, la cara se le partió en una sonrisa. —Esa es la cara que ponen los hombres cuando snamoran —comentó su esposa con satisfacción.

Hannah respondió con un murmullo que no significabnada.

Si hubiera habido suficiente espacio en la cabañ

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habría descansado allí, cerca de la madre y la recién nacidni siquiera los bulliciosos niños LeBlanc habrían podidmantenerla despierta. Sin embargo, se obligó a caminar lodiez minutos que la separaban de la casa de los Todd y s

costó a dormir en el catre de la pequeña habitacióontigua a la cocina, la que Curiosity utilizaba para atenderos enfermos y para aislar a los niños malhumorados.

Se detuvo apenas el tiempo suficiente para quitarse lomocasines y pedir a Ethan que fuera a Lago de las Nubeon el mensaje de que volvería lo antes posible, aunque t

vez no pudiera hasta el día siguiente.Despertó desorientada y sin saber dónde estaba ni qu

hora era. Por fin vio a Dolly a los pies de su cama con unandeja de comida.

 —Me han dicho que los LeBlanc han tenido por f

uenas noticias —dijo la negra, a modo de saludo—. Moldebe de estar feliz con su niña. Se llamará Maddy, como lmadre de Charlie. ¿Es cierto que es grande?

 —Bastante grandecita, s í. —Hannah aceptó el tazón daldo y lo bebió en tres largos tragos—. ¿Qué hora es?

 —Cerca de mediodía —respondió Dolly. Y al ver lxpresión asombrada de la muchacha, prosiguió—: No cabará el mundo porque hayas dormido unas pocas hora

Hannah Bonner.Hannah logró sonreír, aunque con dificultad. Querí

visitar a las cuatro personas que había inoculado, para v

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ómo marchaban las incisiones; además, el doctor Todd había dado una lista de pacientes que visitar. A MarGathercole le dolía la garganta, y a su madre le había salidun sarpullido; Jed McGarrity se quejaba de otro de su

dolores de muelas; Ben Cameron se había cortado un deddel pie con el hacha y había que cambiarle los vendajeMatilda Kaes sufría mucho de la espalda. Aunque Curiositstaría ausente durante varios días, Richard Todd no teníntención de abandonar su laboratorio mientras Hannastuviera allí para atender los casos menos interesantes.

 —Si he venido a molestarte es sólo porque tu hermane espera en la cocina desde hace una hora —explicó Doll

—. Ya se ha comido casi todo el pan de jengibre, y si no varonto a ver qué quiere, acabará por estallar. Tiene algo qu

ver con ese visitante que tenéis en la montaña, pero no h

querido decirme nada más. —Golpea el Cielo —especificó Hannah—. Se llam

Golpea el Cielo. —Mi madre me puso al tanto de todo cuand

erminasteis con las inoculaciones.

 —Toda la aldea debe de estar comentándolo.Dolly cogió la manta que había caído al suelo y endió en la ventana abierta para ventilarla. Luego miró a

muchacha por encima del hombro, pensativa. —Nadie tiene nada contra ti, Hannah. Ya lo sabes.

La joven, en su sorpresa, no encontró qué decir, y Dol

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e sintió alentada por el silencio. —Una vez que hayas terminado con la primera tanda d

noculaciones, ya verás cómo se calman todos.Hannah se alegró de no haber dicho nada, pues hab

ensado que se refería a Golpea el Cielo. Para ocultar la care agachó en busca de sus mocasines y permaneció ahasta que Dolly hubo salido.

 —Yo no le pedí a Molly LeBlanc que tuviera a su bebnoche, ¿sabes? —le dijo Hannah a Lily.

Estaban sentadas al sol en el banco del jardín. El día eya tan caluroso que sentía la tentación de desabrocharse lo

rimeros botones del corpiño. Su hermanita, que pod

provecharse de su poca edad, se había recogido las faldaara liberar las piernas a la brisa. Hannah observomplacida, que no le había quedado en el tobillo ningunumefacción ni deformidad que lo distinguiera del otro.

 —Pues yo no estoy tan segura de eso —dijo Lil

evera. —Cualquiera diría que he encargado el nacimiento ropósito para evitar a los visitantes.

La niña la miró de soslayo. —Anoche, cuando nos sentamos alrededor del fueg

ara Golpea el Cielo fue una desilusión que no estuviera

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llí.Hannah se apretó el estómago con una mano par

almar el mariposeo que sentía allí. —Supongo que te lo dijo él mismo, ¿no? Sin duda,

nunció al mundo entero.Lily la miró con disgusto. —Puedo darme cuenta de las cosas sin que nadie m

diga nada. Lo que me gustaría saber es por qué te empeñan evitarlo. Ese hombre es estupendo.

 —Apenas lo conoces, Lily Bonner —dijo Hannandecisa entre la diversión y el fastidio.

 —Sí que lo conozco —insistió su hermana—. Sé cóms por su manera de contar las cosas, y, además, es guapo

Toma.De la bolsita que llevaba atada a la cintura extrajo u

equeño rollo de papel; después de quitarle el cordel que taba, lo puso sobre el banco y lo alisó. Era un retrato d

Golpea el Cielo. —He tenido que empezarlo tres veces, pero creo que

in he logrado el parecido.

 —Dios mío —susurró Hannah, sorprendida. —¿Te gusta? —La niña, muy complacida, reemplazó etulancia por una sonrisa tímida.

El dibujo era sencillo, pero tenía algo especial. Shermana había captado la seguridad del modelo, que se ve

n el papel tan real como la línea de la mandíbula o la curv

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de la oreja. Y era guapo, innegablemente. —Está muy bien hecho —comentó ella, simplemente—

Qué ha dicho Elizabeth?Lily sacudió la cabeza.

 —Todavía no lo ha visto. Lo he hecho para ti.Hannah deslizó un dedo por el papel. —No necesitas mostrarme que sabes dibujar, hermanit

Veo las pruebas todos los días. —No quería mostrarte que sé dibujar —balbuceó Lil

astidiada—. Quería mostrártelo a él. A Golpea el Cielo.En verdad, Hannah apenas podía apartar la vista d

dibujo, pero no sabía qué más debía ver, aparte de la carque ya conocía.

 —¿Qué quieres mostrarme de él? —Que es fuerte y bueno, que sabe cuentos excelente

Y que no te tiene miedo, como la mayoría de los hombres. Eerfecto para ti.

Al oír eso, Hannah rió para disimular su inquietud. —Sabes que nadie es perfecto.Lily movió la cabeza en un gesto de decepción, como

u hermana se fingiera tonta a propósito. —Es perfecto para ti. Yo misma me casaría con él, uera mayor, pero eso no estaría bien. Es tuyo. Y Grajo Azus mío.

 —Lily —empezó Hannah, lentamente—, no sé d

dónde has sacado esa idea, pero no debes hablar de un se

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humano como si fuera un libro o un pañuelo. Cuando seamayor, sabrás si Grajo Azul es el hombre que te conviene no. Mientras tanto, Golpea el Cielo no pertenece a nadie.

La expresión de la niña era una extraña mezcla d

erquedad y preocupación. —No puedes ver lo que es obvio para todo el mundorque tienes miedo. No estás habituada a querer. Eso tsusta.

La verdad de ese comentario fue un fuerte golpe parHannah. Durante un momento guardó silencio, mientra

rdenaba sus ideas. —¿Por qué tienes tanta prisa por casarme? —Porque vas camino de ser una solterona —dijo Lil

on su habitual franqueza—. Y tú misma me dijiste quningún hombre blanco pediría tu mano. En es ta aldea no ha

nadie a quien respetes tanto como para enamorarte. PalabraFuertes te ha traído el esposo perfecto...

 —Dudo que haya sido ésa su intención —nterrumpió Hannah.

 —... y tú ni siquiera le hablas. Peor aún: huyes cada v

que puedes, como si fuera un monstruo. —¿Qué pretendes, exactamente? —preguntó elldejándose dominar por la irritación—. ¿Que me siente en segazo a la hora de cenar?

Lily frunció los labios, pensativa.

 —Ahora te burlas.

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 —¡Oh, por favor! —Hannah alzó las manos en un gestde derrota y disgusto. Luego se levantó e hizo un esfuerz

or sonreír a su hermana—. Basta de tonterías. Tengo qurabajar.

 —¿Prometes que esta noche vendrás a la fogata?Estaba a punto de entrar en la casa, cuando Lily gritó: —¡Si me prometes eso, no volveré a molestarte!Hannah le echó una mirada por encima del hombro.

 —No hagas promesas que no puedes cumplhermanita.

 —¡Veo que te has llevado el retrato! —Y la risa de Liliguió a Hannah hasta el interior de la casa.

Al caer la tarde hacía tanto calor que el mundo parecumbar; cada bocanada de aire parecía aspirada a través d

una toalla mojada.Los tábanos y el calor bastaron para que Hanna

bandonara cualquier idea de volver a casa por el camin

más largo; por añadidura, se avecinaba una tormenta. Se veía a distancia, curvándose sin ruido bajo gruesas capas dnubes.

Ensayó algunas excusas para encerrarse en shabitación. El diario, remedios que preparar, cartas qu

scribir. Ninguna de ellas resultaba creíble en absoluto. S

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adre clavaría sus ojos en ella de manera interrogadora, Elizabeth la miraría con preocupación. Pero no la obligaríanstar con los visitantes ni tratarían de hacer que se sintieulpable. Lily, por sí sola, se ocuparía de eso.

Estaban terminando de cenar cuando estalló la tormenobre Lobo Escondido. Como no podían sentarse con lovisitantes junto a la fogata que los niños habían encendidodos se vieron obligados a amontonarse frente a un so

hogar. Hannah se encontró sentada delante de Golpea Cielo, tan cerca que podía tocarlo si quisiera. Se sacudió dea y fijó la mirada en la camisa que remendaba.

Conversaron un rato sobre los partidos de baggatawaque en otros tiempos disputaban los mohawks y loénecas; los varones escuchaban casi brincando dntusiasmo. Daniel quería coger sus palos, que estaba

olgados en la pared, para mostrar a Palabras Fuertes y Golpea el Cielo el ala seca de murciélago que había atado mango, pero Ojo de Halcón se lo impidió enarcando uneja. Daniel, agitado y con un palo de baggataway en un

habitación atestada, no era lo más deseable.

 —Recuerdo bien a tu hermano mayor —dijo NathanielGolpea el Cielo—. Era un jugador temible. Una vez lo altar limpiamente por encima de un hombre para alcanzar

meta. —¿Has oído, Camina Adelante? —preguntó Danie

zuzando a su hermana mayor con un dedo ansioso—

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Nuestro padre jugó al baggataway contra el hermano dGolpea el Cielo!

 —Y yo también —añadió Huye de los Osos—. Yambién jugué ese día. Éramos casi doscientos en el campo

 —El año pasado, en la aldea, jugamos dos veces —dijGrajo Azul—. Pero éramos sólo veinte. Nicholas Wilde emuy bueno, y también los Cameron. Tal vez podamos jug

tra vez antes de que os vayáis.Hannah percibió que su padre y su abuel

ntercambiaban una mirada; sabía perfectamente lo qustaban pensando: un partido de baggataway pod

desactivar las tensiones de la aldea o atizarlas aún más. —Ya jugaréis en Buenos Pastos —dijo Mucha

Palomas a su hijo—, cuando hayáis recogido el maíz.Ese anuncio provocó el clamor familiar entre los niño

Todos los otoños Huye de los Osos llevaba a sus hijomayores a Buenos Pastos, para que pasaran dos meses entu propio pueblo, y todos los años Daniel y Lily pedían sncluidos.

 —Hay cosas más alegres para conversar, sin duda —

dijo Elizabeth—. Palabras Fuertes, no nos has contado graosa de ese Lago Hermoso que mencionaste. Parece que eun hombre sensato y con buenas ideas.

 —En general ha actuado bien —comentó Otter, aunquno se le veía del todo convencido. Hannah tomó nota par

nterrogarlo al respecto, más tarde.

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 —Gracias a él, su aldea ha abandonado la bebida —ñadió Golpea el Cielo.

 —¿Y la vuestra no? —preguntó Muchas Palomas. —No del todo —reconoció Palabras Fuertes—, per

hemos avanzado. El que los Prepara dice que para conservas costumbres antiguas, debemos renunciar a las cosas quos blancos trajeron consigo, incluido el alcohol.

 —Hum... —murmuró su hermana, como si eso no mereciera muy buena opinión—. Si Plantador de Maíz pued

rohibir las bebidas fuertes , El que los Prepara tambiéodría hacerlo. A menos que no tenga el respaldo de la

madres del clan.Palabras Fuertes vaciló antes de contestar:

 —A algunos les resulta difícil regresar a las costumbrentiguas. Veo que coses con agujas de acero, hermana. Y l

zada que usas para desmalezar el maizal también es dcero, ¿verdad?

Ante eso Muchas Palomas se limitó a sonreír. A shermano menor le encantaba reavivar la antigua discusióSiempre empezaba igual: decía que las naciones india

starían mejor si los blancos no hubieran pisado ontinente; Huye de los Osos disentía. Y luego pasabahoras enteras discutiendo sus respectivas posiciones ante amilia reunida.

Uno a uno, todos los adultos tomaban partido. Ojo d

Halcón y Muchas Palomas siempre acababan por declarars

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de acuerdo con Palabras Fuertes, y Nathaniel, con Huye dos Osos. Elizabeth se negaba a adoptar una de las doosturas, a pesar de las burlas.

En vida, ambas abuelas se habían aliado con Nathanie

o cual irritaba a Palabras Fuertes, que no podía convenceru propia madre con sus argumentos. Atardecer siempronía fin a la discusión diciendo: «Si descartáramos a lartigas porque producen picor, no tendríamos el remedi

que nos brindan para calmar las heridas. Se coge lo útil y sdeja el resto.»

Para los niños esa antigua discusión era algo nuevTumbados en el suelo, con los ojos bien abiertoscuchaban sin el nerviosismo de costumbre, tal com

Hannah había escuchado en otro tiempo, atenta a las carade los adultos, buscando puntos débiles en los argumento

ara guardarlos y reflexionar más tarde.Ahora tenía edad suficiente para tomar partido, siemp

que estuviera dispuesta a defender su posición. Y allí habídesde luego, otras personas para quienes el juego ernuevo: Susurro de Pinos y Golpea el Cielo. Echó una mirad

l visitante, pero luego recordó que no quería hacerlo. descubrió que, por una vez, él no la miraba; estaba atentoPalabras Fuertes, con una expresión que ella no pudnterpretar.

 —Creemos que es imposible vivir s in acero —dijo és

—, pero sólo porque la imaginación se nos ha ablandad

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anto como la memoria. En los Bosques Interminables, rco y las flechas son mejores para el cazador que las arma

de fuego. Si no fuéramos tan perezosos, podríamos volveras costumbres antiguas.

 —Antes de hablar de pereza, prueba a limpiar un cuerrudo con pedernal en vez de usar un cuchillo bien afilad—objetó Huye de los Osos—. Y ya puestos, derriba un pade árboles a la manera antigua, con el fuego; luego me dicei estás dispuesto a abandonar el hacha y el serrucho. Por marte, no quisiera estar en el bosque s in cuchillo. Y tampocambiaría la escopeta por un arco y flechas, teniend

mujeres y niños que defender.Otter sacudió la cabeza.

 —Eso significa tan sólo que el acero es veloz. Máveloz que las costumbres antiguas; nadie puede negarl

adie negaría que a caballo se viaja más rápido que a pie, que lleva menos tiempo comprar una pieza de paño quurtir el cuero para hacer una camisa. Lo que digo es que niempre hacer las cosas con rapidez es mejor, al menos par

nuestra gente.

 —Ándate con cuidado —recomendó Huye de los Ososu esposa—. Este hermano tuyo no sólo quiere quitarmos cuchillos , sino que también te dejará sin calicó.

Muchas Palomas se encogió de hombros y no dijnada; no quería participar de la discusión, o simplemente n

staba preparada para eso.

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 —Por mi parte, cuando se trata de rasurarme, prefiero navaja a la concha de almeja —intervino Nathanierotándose el mentón con una mano—. Y no es cuestión dapidez, sino de conservar el pellejo.

Hubo risas suaves en la habitación; hasta PalabraFuertes se unió a ellas. Nadie mencionó que si los blancono hubieran llegado al continente, Ojo de Halcón y el restde su familia no estarían allí.

 —Podrías dejar de rasurarte, papá —sugirió Lily. —Oh, no —protestó Elizabeth—. Nada de eso, p

avor. Se pasaría la vida rascándose, mirándose al espejo quejándose de su cara ajada. Se envanece de mantener lamejillas y el pecho lampiños, como cualquier guerrerkahnyen’kehàka.

 —¡Escuchadla! —rió Nathaniel—. ¡Lo atribuye todo

mi vanidad, cuando es ella la que no quiere que la irrite coa barba!

Elizabeth, aunque ruborizada, continuó, decidida: —Eso trae a colación una pregunta —dijo, mirand

lternativamente a Golpea el Cielo y a Palabras Fuertes—

Os rasuráis el cuero cabelludo u os arrancáis los cabellos?Golpea el Cielo dejó escapar una risa breve y grave. —Yo me lo rasuro, y Palabras Fuertes deja que su muj

o depile hasta que la impaciencia lo vence.Otter alzó una mano para cortar las risas.

 —Soy tan débil como cualquiera —reconoció—. Per

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odríamos aprender a vivir otra vez a la usanza antigua. —Esto no sería problema si no estuvieras ta

mpecinado por volver al combate —observó MuchaPalomas, con una mirada cargada de intención al cráneo d

u hermano menor.Él no le prestó atención. —Nombrad una cosa de las que nos han traído lo

'seronni de la cual no podríais prescindir —dijo—. Una soosa. Uno a uno. Comienza tú, hermana.

Ella dejó un momento la costura e inclinó la cabezensativa.

 —Me gustan las agujas de coser —dijo—. Y tambiéas cacerolas. Aun conservo las de nuestra madre. Cada ve

que las friego con arena, pienso en ella. —Podrías hacer cacharros de arcilla, como nuest

buela Hecha de Huesos.Ella se encogió de hombros.

 —Si viviera entre los nuestros, tal vez sí. En la casomunal éramos cincuenta. Pero tal como vivimos ahora, no

Durante un momento, Hannah se preguntó si Palabra

Fuertes aduciría que todos debían vivir en casas comunalese era el único argumento que podía acabar en discusióviolenta. Muchas Palomas y Huye de los Osos habíadecidido criar a sus hijos en los antiguos territoriokahnyen’kehàka, aunque para eso debían vivir separados d

u pueblo. La mayoría de los kahnyen’kehàka, los qu

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habían sobrevivido a las epidemias, las guerras y la bebidhabían sido desplazados hacia Canadá. Hasta Árboles eAgua se había ido. Pero Muchas Palomas estaba decididaquedarse allí, el sitio que su madre había escogido para viv

y morir, y Huye de los Osos no la contrariaría en ese puntoOjo de Halcón carraspeó. —En líneas generales estoy de tu lado, Palabras Fuerte

—dijo—, pero a decir verdad, no estoy dispuesto enunciar a mi cuchillo de caza ni a mi tomahawk, aunquonservo la porra de combate de mi padre, y de ella tampocodría prescindir.

 —¿Renunciarías a tu escopeta? —preguntó Daniel.Ojo de Halcón se encogió de hombros.

 —Si no existieran las escopetas ni los mosquetes, yo nabría qué me estaba perdiendo, ¿verdad?

Uno a uno fueron hablando. Susurro de Pinos admitino poder privarse del buen hilo que le daba la señora Kaesambio de cuero curtido para mocasines. Grajo Azueconoció que el azúcar de caña le gustaba aun más que

miel de arce.

De pronto se levantó Kateri, una niña callada a quien ne gustaba hablar ante tanta gente. Todos guardaroilencio.

 —Si mi madre nos permitiera llevar el maíz al molino, ess algo que me gustaría. Doy gracias por tener tre

hermanas... —Y desvió hacia su madre una mirada de sord

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ni a ninguno de los Todd —dijo.Lily echó una mirada significativa a su hermano, que n

asó desapercibida a nadie. Los niños deseaban conocer lodetalles de la antigua pelea entre Palabras Fuertes y Richar

Todd; esa nueva información los mantendría ocupadodurante bastante tiempo. —¿Y tú, Golpea el Cielo? —preguntó Ojo de Halcón—

Hay algo de los blancos que no querrías devolverles, mañana hicieran su equipaje para cruzar de nuevo las aguas

A Hannah le costó un gran esfuerzo no levantar labeza. Casi podía oírlo pensar, de la misma manera que oíaos presentes concentrar su atención en él.

 —El beso —dijo al fin.Las risas sorprendidas resonaron en las vigas. Aunqu

lla no alzó la vista, sospechaba que todo el mundo la estab

mirando. —¿Piensas que el beso es un invento de los blancos

—inquirió Huye de los Osos, aún riendo. —Sí. Mi madre dice que esa costumbre de los blanco

de juntar las bocas es antinatural. Dice que antes no s

hacían esas cosas, que se copiaron de los blancos. Y el viejCargador de Pescado asegura que la gente de verdad jamáabrá besar bien.

Elizabeth había dejado su labor de calceta. —No sé quién es ese Cargador de Pescado, pero deb

oner en duda su sabiduría. No puede ser. Yo diría que e

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eso es tan universal como...Se interrumpió abruptamente. Esa vez las risas s

rolongaron tanto que Hannah se aventuró a apartar la visde su bordado. Golpea el Cielo no reía en absoluto: la mirab

Ella le sostuvo la mirada con aire desafiante, con lo que sóanó una enorme sonrisa. Luego Ojo de Halcón dijo: —A decir verdad, cuando yo era niño, la gente no s

esaba mucho. —Tal vez no a la vista, pero sí en privado —sugir

Lily, y dirigió una mirada significativa a sus padreathaniel alargó una mano para revolverle el pelo.

 —Ya verás cuando seas grande y aparezca el hombrde tu vida —dijo—. Cuando desees besarlo, no te importamucho hacerlo en privado o no.

 —Tiene razón, Nathaniel —intervino Elizabeth—. Ha

osas que deben mantenerse en privado. —Pues entonces, ¿por qué tú y el tío estáis siemp

esándoos? —gorjeó Kateri. —Es una pregunta razonable. Supongo que deb

dmitir cierta falta de... —Vaciló. Nathaniel le deslizó un

mano por la espalda. —No te preocupes, Botas. Admito que es culpa mía. The conducido por mal camino, pero no me arrepiento.

Ella clavó una mirada firme en Palabras Fuertes . —Yo diría que es esta conversación la que va por m

amino.

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El joven carraspeó, tratando de dominar la expresión. —Gracias, hermano —le dijo a Golpea el Cielo, con s

voz más solemne—. En tantos años como llevamohablando de este tema, nadie había logrado descubrir alg

raído por los blancos que yo quisiera conservar. Hasthora. Creo que esto es lo único en que todos estaremoinalmente de acuerdo. ¿Qué opinas tú, Hannah?

Todos la miraban: las mujeres, con simpatía y diversiónos hombres, más cautos y curiosos. Lily parecía a punto dstallar de expectación; Daniel apartó la cara, disgustado.

La joven dijo: —Sobre este punto en particular, me reservo la opiniónY se preguntó de dónde habían surgido las palabras.

Después de un día tan largo y lleno de acontecimientoo lógico era que Elizabeth hubiera conciliado el sueñnmediatamente, pero en medio de la noche, perdidas lasperanzas, se levantó.

Su piel húmeda de sudor recibió con gusto la brisnocturna que entraba por la ventana abierta. Los perroendidos junto al hogar, levantaron la cabeza para mirarlero volvieron a dormirse sin esfuerzo. Una brasa s

derrumbó con un suspiro.

En el centro de la cabaña se detuvo a escuchar lo

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uidos del altillo donde dormían los niños. Daniel murmuraby daba vueltas, combatiendo con la manta, la almohada y mismo sueño. Lily estaba hecha de otra pasta: dormía couriosa concentración, enroscada sobre sí misma y con lo

uños contra la barbilla, siempre lista para la batalla.Elizabeth sabía que, si subía la escalerilla, encontraríaos gemelos en la misma cama, espalda contra espalda. Podr a separarlos, pero por la mañana los encontrar

nuevamente juntos. Aunque durante el día riñeranterminablemente, en las horas de sueño no podían negar vínculo que se había forjado en las aguas calientes

scuras de su vientre. Algún día, las circunstancias, la eda ambas cosas los separarían para siempre, pero ellos nenían prisa por ver llegar ese día, y Elizabeth tampoco.

Sin embargo, no eran los gemelos los que le robaban

ueño esa noche, sino Hannah. Vaciló ante el taller, con unmano en la puerta. En los últimos años, esa habitación, e

tros tiempos utilizada para trabajar y para almacenrastos, se había ido convirtiendo en el reducto de su hij

mayor, que ahora guardaba allí sus remedios, sus libros

notaciones; una cama estrecha ocupaba un rincón, como hubiera sido añadida en el último momento.Cora Munro había seguido a Ojo de Halcón hasta lo

Bosques Interminables para hacerse cargo del trabajdoméstico, pero no sin imponer algunas condiciones. E

abaña era una copia de la primera, más grande que

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mayoría y con suelo de tablas, pero lo que la distinguía das demás era la abundancia de ventanas. El taller era largstrecho y muy luminoso durante el día. Aun por la noch

nunca estaba completamente a oscuras, a menos que n

hubiera luna.Al abrir la puerta, Elizabeth vio a Hannah sentada en orde de la cama, con las manos cruzadas en el regazo.

 —Te he oído venir —dijo—. Yo también estodesvelada. —Y se apartó para dejarle espacio.

Podrían haber hablado de muchas cosas, pero ningunde ellas parecía dispuesta ni capaz de comenzar. Elizabeth nnecesitaba cerrar los ojos para ver las caras de CookiCuriosity y Ambrose Dye; el ataúd de madera verde; írculo de caras iracundas, distorsionadas por el doloambiadas para siempre; Golpea el Cielo, con sus ojo

negros y su intensa decisión.Miró a Hannah, cuya piel relumbraba como ópal

scuro bajo el claro de luna: la frente ancha, los pómuloomo alas desplegadas, el contorno fuerte de la mandíbula curva de la boca. Sin esfuerzo alguno, con sólo parpadea

odía verla nuevamente como cuando era pequeña. Pero niña había desaparecido.Cuando Golpea el Cielo miraba a Hannah, veía a un

oven de espalda erguida y manos fuertes, ojos denetrante inteligencia, belleza simple e innegable.

 —Habría sido mejor que mi tío hubiera venido solo.

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Lo dijo con claridad, pero no era cierto y ambas abían. Elizabeth le cubrió las manos con las suyas.

 —Nunca te he oído decir cosas injustas.Hannah se puso tiesa, como si se sintiera en

bligación de protestar, pero se detuvo y comenzó otra veon voz ronca: —No es razonable dar tanta importancia a u

desconocido que se irá pronto. —Pues entonces no se la des, si eso es lo que sientes. —Es lo único razonable. —Lo dijo como si fuera

menos razonable del mundo.Elizabeth volvió a darle una palmadita en la mano. L

esultó muy difícil mantener la voz serena. —Escucha: cuando vine de Inglaterra, yo también ten

un plan, un plan muy meditado. Quería instalar una escue

n el páramo y dedicar mi vida a la enseñanza, sobre todonseñar a las niñas. No quería otra cosa y estaba decidida

no dejarme apartar de esa meta. Pero entonces conocí a tadre. Al principio me enfadé con él, pues me complicaba lolanes.

Hannah no se levantó ni apartó la cara, pero todo suerpo zumbaba a manera de negación. —He hecho mal en entrometerme —dijo su madrastr

inalmente—. Perdona.Toda la furia de la joven desapareció al momento y s

xpresión se ablandó.

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 —Todo esto va demasiado rápido —dijo.Elizabeth hizo una pausa.

 —Rápido o lento, depende de ti. Si es que hay algo. —Pues claro que hay algo. ¿Qué pensabas?

Cuando Elizabeth volvió a la cama, Nathaniel estabdespierto, esperándola. Ella lo notó por la curva de sspalda y la tensión de sus hombros. Se metió bajo laábanas y frotó la cara contra su pelo. Él dijo:

 —Mi padre me advirtió que ocurriría esto, pero yo no reí. Supongo que no quería creerlo.

 —Puede que Golpea el Cielo no sea el hombre de svida. Es demasiado pronto para saberlo.

Él se volvió para mirarla. Para ella fue un alivio ver quún podía sonreír.

 —Si no es él, será otro. Y no pasará mucho tiempoicholas Wilde pedirá su mano antes de que termine

verano. Ella está lista, aunque todavía no lo sepa.

 —Lo sabe, sí. Creo... creo que puede ser Golpea Cielo. Y ella también lo sabe. Pero tiene miedo. —Supongo que se trata de algo más que miedo. —Sí —reconoció ella en voz baja—, pero ella no sab

xpresar con palabras lo que siente. Mejor dicho, no es

dispuesta a usarlas. Todavía no.

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 —No me gusta nada que se vaya tan lejos.Elizabeth le apoyó una mano en el pecho.

 —Eso debió de pensar tu madre cuando te fuiste norte, a vivir en la casa comunal de Sarah.

 —Tal vez. ¿Qué le has dicho? —Le he contado cómo fueron las cosas para mí cuandlegué a Paradise. Que tú te las arreglaste para desbaratar mulcros planes. Y lo mucho que me irrité.

Una mano serpenteó bajo las sábanas para rodearle intura y estrecharla contra él.

 —Al principio —incitó. —Al principio —reconoció ella, conteniendo la risa.

partó de una palmada la otra mano, que se abría paso bajl camisón, fuertes los dedos en la curva de su cadera.

 —Pero luego viste la luz —añadió él, severo.

 —Luego vi... ¡Nathaniel!Elizabeth trató de escabullirse, pero él rod

nmovilizándola bajo su cuerpo. Después de sujetarle lamanos por encima de la cabeza, la besó con violencia.

 —Luego viste la luz —insistió.

 —Luego vi la luz —susurró ella. —Y ya no pudiste ofrecer resistencia.Ella no logró contener una risa estrangulada.

 —Oh, por favor.Su risa dejó paso a un jadeo. Más tarde, a un suspiro.

Mucho después, tras reducirla a besos, él dijo:

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 —Será mejor que te des por vencida, Botas. De unmanera u otra, antes de la mañana te lo haré confesar todo.

 —¿De veras? Pues bien, señor. Adelante.

Como tras la visita de Elizabeth no podía dormiHannah salió para ir a las cascadas. Porque no podía dormy porque no volvería a dormir mientras no fuera a comprobo que el corazón le decía: que él estaba sentado allí, solo,a luz de la luna menguante. Esperándola. Había estad

nadando y el agua formaba cuentas en la cabeza y en spalda, y le corría por el pecho.

Ella se acercó y no dijo nada hasta que el guerrerdescruzó las piernas y se levantó.

 —Dime qué quieres —pidió Hannah.Hubo un largo silencio, pero no fue incómodo. Por fin

dijo: —Quiero paz para mi pueblo. Que los blancos dejen d

desplazarnos hacia el oeste.

 —Eso es bueno. —Hannah no lo miraba, pero percibu calor, como si él estuviera poseído por una fiebre terrib—. Y ahora dime a qué has venido. Qué quieres de mí.

Sintió que él se encogía de hombros. Desde suntrañas se disparó una inesperada ola de enfado

ochorno, penetrante y ardiente. Quiso darle la espald

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ero Golpea el Cielo la sujetó por el brazo y utilizó la fuerde su cólera para hacer que la muchacha se volviera hacia é

Entonces ella vio que sonreía. Era una sonrisa franca incera, sin burla alguna, una sonrisa bondadosa en un

ara atemorizante. La cogió por sorpresa y le robó el enfado —Eres tú quien debe decir lo que desea, CaminAdelante. Lo que yo deseo debe esperar a que llegue momento.

 —Estoy cansada —dijo ella, nerviosa—. Quiero ir dormir.

 —Pero estás aquí, conmigo.Él la tironeó del brazo con dedos fuertes, hasta logr

que se sentara. Hannah apoyó las manos en las rocarescas, cubiertas de musgo, y pensó en bañarse bajo laascadas. Si hubiera llegado un poco antes, habría podid

verlo nadar. Debía de ser buen nadador, fuerte y seguro. Slla se zambullía, Golpea el Cielo no dejaría de seguirla.

 —No me acostaré contigo —dijo. Las palabras salierode su boca fuertes y veraces; aun así habría queridetirarlas.

Él permaneció callado durante tanto rato que Hannacabó por mirarlo. Su expresión no era hermética ni francólo había estado esperando con paciencia a que ella l

mirara. —¿Jamás?

La risa surgió de Hannah sin aviso previo, lenta

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rave, hasta que se tapó la boca con la mano. Al retirarldijo:

 —No ahora. No esta noche. Y tal vez nunca. —Ah... Ese tal vez me gusta. Pero ¿por qué has venid

mí? ¿Ha sido por esa conversación sobre los besos?Se había acercado tanto que su brazo la tocaba. Erxtrañamente consolador e inquietante a la vez sentir sontacto cálido, suave y duro a través del vestido. Hannaintió un hilo de sudor en el cuello y se estremeció.

 —Estabas provocándome —dijo—. Tratabas delamar mi atención sobre ti.

 —Es que estabas muy seria, Camina Adelante. Pero mlan ha resultado. Estás aquí.

 —No ha resultado. El hecho de que esté aquí nignifica que esta noche haya besos, Golpea el Cielo.

 —Con soñar nada se pierde. —Él se apoyó un pocmás contra ella. Despedía un vago olor a agua del lago, savde pino, grasa de oso... y otras cosas cuyos nombres ella nonocía—. De cualquier manera, tal vez seas tú quien bese.

Todo el nerviosismo, los extraños e indeseable

nhelos que habían perseguido a Hannah en los dos últimodías, habían desaparecido sin más; entre ellos había aholgo sereno, una especie de conocimiento. Ella no ntendía, pero agradeció el alivio que le brindaba. «Como aciente que sólo descubre lo agudo que era el dol

uando ha desaparecido —pensó—. Pero ¿qué extrañ

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emedio es éste?» —¿Crees que nunca he besado a un hombre? —

nquirió. —Para esa pregunta no hay una respuesta correcta.

digo que nunca has besado a un hombre, te enfadaráorque te tomo por una niña. Si digo que has besado muchos, te ofenderás porque te creo demasiado ligera.

 —He besado a cinco hombres —dijo ella, codemasiada precipitación—. ¿Qué opinas de eso?

 —Ahora que al fin hemos comenzado, creo qunecesitaremos muchos días para terminar esta conversacióCreo que deberías irte a la cama y dormir.

 —¿Ahora que hemos comenzado a qué? —nterrumpió ella.

Golpea el Cielo parpadeó como en reproche.

 —Creo que deberías irte a la cama a dormir. Y que antedeberías besarme una o dos veces. ¿Crees ser lo bastanvaliente?

Ella se volvió hacia él. —Ahora eres tú el que formula preguntas sin respues

orrecta. Debo besarte o pasar por cobarde. Pisas demasiaduerte para ser un buen cazador.Él inclinó la cabeza, sonriente, y la pluma de halcón roz

l hombro de Hannah. —No me pareces cobarde, Camina Adelante.

 —Es cierto. No tengo miedo... —aseguró, inclinándos

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hasta acercar la boca a la de él— de que me crean cobarde.Y se puso de pie de un brinco, antes de que Golpea

Cielo pudiera detenerla.Él torció la cabeza y la miró por encima del hombro. S

spalda, perfectamente erguida, aún estaba mojada bajo laro de luna. —Que duermas bien, Camina Adelante.Mientras lo miraba desde arriba, ella pensó súbitamen

n el dibujo de Lily. —Mi hermana opina que eres el hombre perfecto

—«Para mí», habría podido añadir, pero no lo hizo. Su valono llegaba a tanto.

Él sonrió, sorprendido. —Al menos he hecho una conquista.Hannah se agachó hacia él y apretó sus labios contr

os suyos. Los dedos de Golpea el Cielo se enredaron en velo oscuro de su cabellera; las palmas, duras y calientes, ncerraron la cara. Así, sencillamente, conoció el sabor dquel hombre, dulce y penetrante.

Luego la muchacha se apartó, escurriéndose el pel

ntre las manos de él. —Buenas noches —dijo.Y regresó a la cabaña sin mirar atrás ni una sola vez, po

no regresar a él y pasar por mentirosa.

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Su padre la cogió por los hombros y la miró a los ojos. —¿De dónde has sacado esa idea? —Del señor Gathercole. Un día estábamos discutiend

or... algo, y él se nos acercó y nos dijo que deberíamos d

racias por tenernos mutuamente, que pelear era un pecado Nathaniel se puso muy pensativo y después de un ratdijo:

 —El señor Gathercole tiene buenas intenciones, perno siempre lo que dice es acertado. Escucha, hija: cuandengas que arreglártelas sola en este mundo, deberántenderte con todo tipo de personas..., y no me digas que quedarás siempre con nosotros. Escucha. Algunougarán limpio; otros, no. Lo que sucede entre tú y hermano es una manera de aprender a diferenciar. Sabes quDaniel nunca te haría daño de verdad, que arriesgaría la vid

or ti, y tú harías lo mismo por él. No era una pregunta, pero Lily asintió. Al recordar

ara pintada de su hermano en Eagle Rock, sintió una oleadde afecto.

 —No prestes atención al señor Gathercole. Recuerd

que, por ahora, en cualquier discusión con tu hermano tmejor arma es la mente. Algún día él caerá en la cuenta dque debe usar la cabeza antes que los músculos, pero pohora tú le llevas esa ventaja. ¿Has comprendido?

Lo curioso de los consejos era que, si eran realmen

uenos, resultaban muy difíciles de recordar cuando más s

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necesitaban.Lily le dijo a su hermano:

 —Si vas siempre tú, sospechará. Está habituada a quea yo quien la acompañe por la aldea.

Daniel frunció el entrecejo, pues no le gustaba rgumento, pero tampoco pudo desmentirlo. —Podría decirle que me interesa la medicina. —¿Te interesa?Él se encogió de hombros, distraído.

 —Podría interesarme. —Hoy la acompañaré yo —resolvió Lily—. Si quiere

venir, no puedo impedírtelo, pero le parecerá extraño que compañes también mañana, cuando te toque el turn

Decide tú.

En realidad, no hizo falta engañar a Hannah para quermitiera a Lily acompañarla a visitar a sus pacientes: ercer día, la gente había comenzado a preguntar por ell

Corría el rumor de que Lily lograba muy bien los parecidos.or lo visto, en Paradise todo el mundo quería verse en apel.

Su madre le hizo otro librillo de bocetos, encuadernadde modo que se mantuviera plano mientras dibujaba; s

adre le regaló un cortaplumas y le enseñó a afilar lo

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ápices que Gabriel Oak le había dejado, sin malgastar ni urocito del precioso grafito.

Todo esto, sumado al hecho de que Hannah pasabada vez más tiempo conversando con Golpea el Cielo, pus

Daniel de mal humor; no había palabras que pudieraalmarlo. Entonces Huye de los Osos decidió adentrarse coos niños varones en el bosque, donde pasarían una semaniguiendo rastros.

 —¿Y Jemima? —le preguntó Lily, cuando Daniel sdisponía a partir—. ¿No era responsabilidad tuya protegerHannah de Jemima Kuick?

La cara de confusión, culpa y enfado de su hermanhizo que la niña se arrepintiera de haber hablado.

 —Para eso está Golpea el Cielo —respondió éastidiado—. Ella ya no me necesita.

Tras lo cual Lily se sintió aún peor, pues en eso habíuna parte de verdad. Ocupada como estaba con lonfermos, las inoculaciones y Golpea el Cielo, Hannaarecía ir alejándose, aun cuando removía la sopa frente

hogar o conversaba con las otras mujeres.

Entre sus propias tareas, los paseos por la aldea y resencia del tío Palabras Fuertes , Lily no habría debidener tiempo de sentirse sola. Pero no había imaginado cómerían las cosas con los niños ausentes y Curiosity y Galilen Albany. Cuando lo comentó con su padre, él dejó l

rampa que estaba reparando y se la sentó en el regazo.

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 —Este verano no ha habido sosiego —dijo.Ella se acurrucó y apoyó la cara contra la camisa de pi

de ante, mejor que cualquier seda. De pequeña solía sentarsn su regazo y, si su madre no miraba, le mordisqueaba

uello de la camisa. En ese momento lamentó ser demasiadmayor para esas cosas. —No me extraña que estés nerviosa —continuó él—

Yo también lo estoy.Aunque no le había prometido que todo el mund

volvería a casa pronto, sano y salvo, ella se sintió mejor. —Ayer dibujé un retrato de la señora Cunningham qu

a hizo reír a carcajadas.Cuando su padre estaba de buen humor, arqueaba l

eja izquierda en ángulo, como ahora. Él se inclinó pahacerle cosquillas con la barba, hasta que Lily chilló.

 —¿La dibujaste como si fuera una reina, con rubíes diamantes en el pelo?

 —No. —Lily forcejeó por escapar, pero sin éxito—. Ldibujé tal como es, tal como la veo.

 —¿Incluido el lunar de la barbilla, con esos tres pelo

argos como bigotes de gato?La niña entornó los ojos. —Pues... quizá no los hice tan largos como son, pero

lla le gustó. Dijo que se parece a su madre mucho más de que pensaba. Y me dio un trozo de azúcar de arce, grand

omo tu pulgar.

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 —¡Vaya! —exclamó su padre—. Tendré que echar uvistazo a ese dibujo tuyo.

 —Espera —dijo Lily—. Quiero preguntarte algo más. —Reunió las palabras y luego las soltó en un torrente—. ¿P

qué Hannah discute tanto con Golpea el Cielo? Yo creía qumpezaba a quererlo siquiera un poco, pero se pasan el ddiscutiendo. Todo parece ir bien, pero al minuto siguienlla se enfada y se va, hecha una furia, como hace u

momento. —Supongo que no sabes por qué han reñido ahora. —Por la ropa. —Ah. —Te explicaré —dijo la niña, con gran seriedad—

Golpea el Cielo opina que Hannah nunca debería usar ropade o'seronni, ni siquiera cuando va a visitar a gente como lo

Gathercole. Dice que quien quiera su ayuda deberceptarla por lo que es .

 —Y tu hermana ¿qué ha respondido? —Que no es asunto de él si ella se viste de piel o d

alicó o si se le antoja andar en cueros. Lo ha dicho así, d

verdad. Y que por más que él intentara avergonzarla, ella svestiría como quisiera. Que él discutía por discutir, y si nues entonces era más estúpido de lo que ella pensab

Luego lo ha insultado y le ha cerrado la puerta en lanarices.

 —¿De verdad? ¿Y qué insulto ha sido ése?

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Lily entornó los ojos. —Estúpido obcecado. Tal como lo oyes. —¡Qué barbaridad! —Con una sonrisa agria, su pad

a bajó de su regazo—. En el caso de tu hermana, ese tipo d

enguaje se llama «cortejo». —Es lo que ha dicho mamá cuando le he preguntado. —Y ella es experta en el tema. Puedes creerla. —Creo que me convendría prestar atención pa

uando sea grande —arriesgó Lily. Luego hizo otra pausa—Es posible que Hannah tuviera razón? ¿Que él discutieólo por discutir? ¿Para hacerla enfadar?

 —Yo diría que él discutía para cortejarla —aclaró sadre—. Pero veamos, ¿dónde está ese dibujo que ibas

mostrarme?

En sus rondas, Hannah visitaba la finca de los Wilde,in de inspeccionar las ampollas de Nicholas y cambiar lo

vendajes a su hermana. Eulalia se había lastimado el braz

on un clavo y la herida no cicatrizaba bien. Hannareocupada, se lo dijo a Richard Todd.Mientras le enumeraba los tratamientos que hab

ntentado sin éxito, se preguntó si él se enteraría de algues estaba concentrado en ajustar el tiraje de la caldera. P

in el doctor le dirigió una mirada de impaciencia.

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 —¿Adonde iremos primero? —preguntó, mientrauardaba el cuaderno y el lápiz en la bolsita que le pend

del cuello. Se lo había cosido Muchas Palomas, con piel pamocasines, y Susurro de Pinos lo había decorado co

uentas. Nunca se había visto a una criatura tan feliz con uegalo. —A casa de los Wilde —respondió Hannah. —¡Pero si ya los he dibujado a los dos! —recordó Lil

Y luego—: Bueno, queda ese perro viejo que tienen, tuerto on el rabo comido.

 —¿Alguna vez te cansarás de dibujar? —preguntó shermana. Y contuvo la risa al ver su expresión, a la veesentida y cavilosa.

 —¿Alguna vez te cansarás de la medicina? —Espero que no.

Lily asintió como si hubiera demostrado algo. —Ni tú ni yo nos cansaremos. Así como Daniel no s

ansará jamás de los Bosques Interminables, de cazar y todso.

La puerta de los Wilde estaba abierta, pero nadi

espondió a la llamada. —Están allí —señaló Lily—. En el huerto.

Salvo unas pocas excepciones —las más obvias, las d

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doctor, el predicador y Axel Metzler, que atendía la tabern—, los hombres de Paradise se ganaban la vida comazadores y tramperos; por cuenta de las mujeres quedaba rianza de los niños y los animales: cerdos, pollos, cabras

lguna vaca. En ese aspecto, como solía señalar Elizabeton acritud, todos los hombres, de cualquier color, eraguales. En la frontera había una sola manera de repartir laareas: los hombres trabajaban en los bosques, en loantanos o en los lagos; las mujeres plantaban maíuisantes, calabazas y coles en la rica tierra cercana al ríotendían los cultivos mientras los bebés dormían a ombra.

Pero Nicholas Wilde parecía estar hecho de otra pastCazaba para tener carne y las pieles que necesitaban en sasa, pero luego se dedicaba a cuidar su huerto, que hab

lantado hacía cinco años, cuando llegó a Paradise con unarreta cargada de manzanos tiernos. Los hombres de ldea se le habían reído en las barbas, pero los Wildcabaron instalando un pequeño molino para producguardiente de manzana. Así cesaron las bromas, lo

omentarios y las dudas sobre la virilidad de NicholaWilde. Axel Metzler lo había dicho por todos: si era capaz dultivar manzanas con que destilar un aguardiente taueno, merecía algún respeto.

A partir de entonces todos escucharon con simpatía

icholas, cuando informó de que había logrado la manzan

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erfecta para comer. Todo el mundo sabía que las manzanaran para exprimir, pero si Wilde quería comerlas, nadie spondría, siempre que supiera cuáles eran las prioridades.

Hannah y Lily lo encontraron con su hermana en

huerto, entre pulcros surcos de árboles jóvenes. Las ramaorcidas estaban cargadas de fruta que estaba comenzandointar. Los hermanos, concentrados como estaban examinar las manzanas de un árbol, no desviaron la vista.

 —¿Cómo se llama ésta? —preguntó Lily. —Proviene de un injerto de Snow con Seek-No-Furth

—informó Nicholas.Como trabajaba remangado, Hannah vio desde lejo

que las ampollas producidas por la inoculación habíalcanzado el punto máximo. Ojalá no se le reventaraccidentalmente, como sucedía con más frecuencia de la qu

lla habría querido. Él continuó hablando de manzanas coa niña, sin percatarse del examen.

 —Aún no tiene nombre. Y lo más probable es que no lenga. Me parece que va a ser un fracaso.

 —Es demasiado dura y agria para comer y para prens

—explicó Lily a su hermana, con gran seriedad. En el otoñodos los niños pasaban mucho tiempo en el huerto dicholas, que hablaba de sus árboles con quien quisiescucharlo.

Eulalia dijo:

 —¿Podéis esperarnos diez minutos? Os

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gradeceríamos.Tenía la cara encendida y un brillo de transpiración e

a frente y en el labio superior. Hannah temía que no fueror el sol, sino por la fiebre, pero asintió.

 —Os esperaremos en la cabaña.En el trayecto, Lily fue señalándole los distintorboles.

 —Esta se llama Spitzenburg; es la favorita dresidente Jefferson. Ésas otras son Ribston Pippinicholas las cultiva para hacer sidra. Ésta es Maiden Blus

a más temprana; también es sabrosa. —Y ésas, las amarillas... —El otoño pasado Eulalia nos trajo algunas. Son mu

uenas. ¿Ves ese árbol jorobado? Es Duchess, mi favoritaas manzanas son de color amarillo verdoso con banda

ojas. Y todos aquellos que ves allí... —añadió con un grademán de brazo— son árboles tal-vez.

Habían llegado a la cabaña. Hannah se sentó en scalón del porche, con su hermana al lado.

 —Supongo que debo preguntarte qué son los árbole

al-vez.Lily se cruzó de brazos para mecerse, complacida duperar en conocimientos a su formidable hermana mayoor una vez, y de poder compartirlos con ella.

 —Esos manzanos nunca se reproducen igual. Cuand

lantas una semilla, nunca sabes qué resultará de ella;

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único seguro es que no será una copia del árbol del quroviene.

 —Como la gente —dijo Hannah.La niña inclinó la cabeza a un lado, sorprendida. Lueg

e rió. —Como la gente, sí. Tal vez ese árbol sólo producidiminutos fracasos, no más grandes que una nuez. O tal vdé grandes manzanas rojas, mejores que las Duchess y laSpitzenburg. Por eso los llamo árboles tal-vez: tal vez uno dllos dé la manzana perfecta con la que los Wilde ganará

una fortuna. Cuando la logren, la llamarán Paradise. Mirquí viene Eulalia. Tiene mala cara.

 —Sí. —Inmediatamente se desvanecieron los árboleal-vez y las manzanas perfectas—. Es cierto.

La herida que Eulalia Wilde tenía en el brazo derechdesde hacía cuatro días estaba inflamada; la rodeaba un haojo intenso, que había duplicado su tamaño en los do

últimos días. Peor aún; de allí partían líneas rojas hacia mano y hacia el hombro. —Deberías haberme mandado llamar —dijo Hannah co

uavidad, por no empeorar las cosas expresando su alarm—. O ir directamente a casa del doctor Todd.

Eulalia se había puesto muy pálida, a pesar de qu

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staba muy bronceada por trabajar al sol. —La he lavado todos los días con ese remedio que m

diste —dijo—, pero no ha servido de mucho.Ahogó una exclamación al sentir los dedos de

muchacha, que palpaban suavemente la herida. Su hermane apoyó una mano en el otro hombro y clavó en Hannauna mirada interrogadora. Ella dijo, sin mirar a Eulalia a lo

jos: —El doctor me ha dicho que pensaba examinarte es

noche, en la factoría, pero le pediré que venga esta mismarde. Debes guardar cama, pues tienes fiebre. Te dejaré ué de corteza de sauce para que bebas una taza cada hora.

 —Pero hay mucho que hacer —comenzó Eulalia.Su hermano la acalló apretándole el hombro.

 —Se irá a la cama —dijo con firmeza—. Y esperaremo

l doctor. —¿Vendrás tú con él? —preguntó la enferma—. M

entiría mejor. —Te lo prometo. Y ahora deja que haga por ti lo qu

ueda.

Cuando los Wilde ya no podían oírlas, Lily comentó: —Es grave, ¿no? Ese olor significa que la herida se huesto mala.

 —Sí —confirmó Hannah—. Es muy grave. —¿Y tío Todd tendrá que cortarle el brazo?

Hannah soltó un hondo suspiro.

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 —Tal vez. Si de eso depende su vida. Pero tal veomience por cauterizar.

Podría haber añadido: «Aunque lo dudo.» Si hubiedependido de ella, le habría explicado a Eulalia que e

reciso amputar el brazo para darle una oportunidad dalvarse. Siempre que la infección no estuviera ya en angre.

De pronto se alegró de no tener que practicar medicina ella sola en Paradise. Pese a su carácter intratablRichard Todd era un cirujano excelente y seguro de mismo; hasta entonces, Hannah nunca había tenido qufectuar una amputación sola.

 —Yo preferiría morir antes que perder la mano con que dibujo —exclamó Lily, con súbita fiereza.

A la garganta de Hannah subieron palabras duras, per

e las tragó al ver el miedo que reflejaba la cara de shermana.

 —Cuando vuelvas con el doctor, no podrcompañarte, ¿verdad? —preguntó la niña.

 —No, esta vez no.

Ya avanzada la tarde, Hannah se zambulló en el lagajo las cascadas, y permaneció sumergida en las agua

heladas y revueltas hasta que empezó a sentirse limpia. Pa

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ntonces sus pulmones pedían misericordia a gritos; cuandalió a la superficie, de su vientre brotó un grito drus tración y cólera.

Elizabeth estaba sentada en las rocas, descalza

brazada a sus rodillas. —Comenzaba a preocuparme —dijo—. Ven, siéntatonmigo.

Al ver allí a su madrastra, comprendió cuánnecesitaba de su voz serena y fiable, de aquellos ojos claroque veían tanto, de su sonrisa tímida. Trepó a las rocaalientes por el sol, y se tendió en ellas para que la piel dnte de su vestido pudiera secarse un poco.

 —Te has quitado la ropa con la que vas a la aldea —bservó Elizabeth.

La muchacha respondió, tapándose los ojos con u

razo: —Esta tarde hemos... Esta tarde le he amputado el braz

zquierdo a Eulalia Wilde, por encima del codo, bajo upervisión de Richard.

El silencio se prolongó durante largo rato. Para Hanna

ue un alivio que Elizabeth no hiciera preguntas. Por fin dijo —Ha sido más fácil de lo que esperaba. Pero, erminar, ha s ido más difícil de lo que había imaginado.

 —¿Porque Eulalia es tu amiga? —Sí. Y porque no bastará. —La joven se incorpor

ruscamente para secarse la cara—. Dice Curiosity que

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veces uno sabe si una herida está dispuesta a ceder o si empecinada. A Richard no le gusta esa manera de hablaero Curiosity tiene razón. Y esta herida es empecinada.

Su madrastra se esforzó por disimular la sorpresa y

nquietud que sentía. A menos que hubiera entendido maEulalia Wilde no sobreviviría a un simple rasguño. Antes dque hallara la manera de preguntar si era así, Hannaacudió la cabeza, haciendo volar el agua de su cabello e

un halo. Luego dijo: —Cuando volvía a casa, me ha detenido Cookie. —¿Cookie? ¿La de la casa del molino? —Sí. Creo que ha corrido un gran riesgo. Me esperab

ntre los árboles, justo después del camino que lleva antano. Quería agradecerme que hubiera ayudado mortajar a Reuben. Y luego me ha preguntado si estab

dispuesta a vacunarlos, a ella y a los otros esclavos. Aspaldas de la viuda, desde luego.

Elizabeth notó que estaba conteniendo el aliento y dejó escapar ruidosamente.

 —¿Y qué le has dicho?

Su hijastra le lanzó una mirada llena de irritación desconcierto. —Que los vacunaría, por supuesto, si así lo deseaba

Acaso podía negarme? ¿Qué opción tenía? —Ninguna —reconoció Elizabeth en voz baja—

aturalmente, si ellos te lo piden, debes vacunarlos.

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Hannah se apretó los ojos con las muñecas. Luego sas compuso para hallar una sonrisa pequeña y desolada elgún rincón interior.

 —Debes olvidar lo que te he dicho. No quiero enredar

n este nuevo problema. No sé cómo terminará. —¡Hannah Bonner! —exclamó su madrastra, cortan—. ¿Quieres prescindir de tu familia cuando más necesitas? —Luego le rodeó los hombros con un brazo y strechó contra sí. Estaba mojada y temblorosa, pero a el

no le importó. Con la boca apoyada contra su sien, dijo—Por testaruda que seas, y Dios sabe que lo eres por herencino podrías desprenderte de nosotros. Hagas lo que hagas vayas a donde vayas, Hannah, seremos tu familia. Realmendebes de estar muy alterada si necesitas que te lo recuerde.

Durante algunos minutos se mecieron juntas bajo

álido sol de la tarde. Luego Hannah dijo: —No sé qué hacer con Golpea el Cielo.Elizabeth murmuró algo que pudiera sonar alentador. E

os días que llevaba observándola había visto muchas cosanuevas en la cara de la muchacha: exaltación, desconciert

nsias, dudas. Observaba y aguardaba a que ella sdecidiera a hablar. Que estaba enamorada, o en el proceso dnamorarse, era evidente. Lo que no sabía era cómo ofrecerl consuelo necesario sin entrometerse en su intimidad,

mismo que había hecho Curiosity por ella cuando

descubrió capaz de amar a Nathaniel.

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 —Si dependiera de Palabras Fuertes y de MuchaPalomas, me iría al oeste con él —continuó la muchacha—Los dos creen que es un buen partido para mí. Hasta Lilstá convencida.

 —Perdona, hija, pero no se trata de lo que crean lodemás, sino de lo que tú sientes.Hannah sintió un escalofrío, a pesar del calor.

 —No quiero ir al oeste.Eso no respondía a la pregunta, pero su madrastra n

dijo nada. —A mi padre también le gusta —añadió. —Sí. Parece que Golpea el Cielo les gusta a todos. —Y tú, ¿qué piensas de él?Elizabeth vaciló. No era buen momento para frase

huecas ni para vanos consuelos. Hannah necesitaba oír

verdad. —Creo que tiene un corazón valiente y bondados

unque a veces necesita ayuda para controlar su carácteero jamás lo dirigirá contra ti. En su cara veo que ya te amunque ha pasado poco tiempo.

Hizo una pausa, pero la joven no la interrumpió. —La vida en el oeste no será fácil, pero creo que, decides acompañarlo, será un buen esposo.

 —Eso pienso yo también —dijo Hannah. Su tonozaba el enfado.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, brillante

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intocables como las libélulas que revoloteaban sobre ago. De pronto sonó una voz en el bosque, un largelincho de saludo.

 —Es Otter —dijo Elizabeth—. Y Golpea el Cielo vien

on él. Debo ir a ocuparme de la cena para que podamostar en la factoría a las siete.

Golpea el Cielo tenía un corte sobre el ojo izquierdo, qumantenía cerrado con un puñado de hojas de milenrama. Sentó en un banco del porche para que Hannah le examinaa herida, con la vista firmemente clavada en el vacío y la

manos apoyadas en las rodillas. Su respiración era profundy rítmica.

 —¡Mira que dejarte golpear en la cara por una rama! —o regañó ella, mientras retiraba las delicadas hojas d

milenrama—. Irías soñando despierto.Golpea el Cielo gruñó y no dijo nada.

 —Podrías haber perdido el ojo.

 —Pero no lo he perdido. Veo muy bien, CaminAdelante. Y lo que veo es que hoy estás de mal humoProblemas en la aldea?

Mientras lo curaba, le habló de Eulalia Wilde, sin omitdetalle. Cuando hubo terminado, él guardó silencio duran

un rato. Luego dijo:

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 —Esta noche quemaré un poco de tabaco por ella. Pauiarla a la tierra de las sombras.

¡Qué alivio, no oír falsas esperanzas y promesas duración a través de rezos! Hannah habría querido darle la

racias, pero no confiaba en su propia voz. A cambio dijo: —Necesitas tres puntos de sutura, tal vez cuatrDolerá.

 —Se diría que la idea te agrada —dijo Golpea el Cielmuy sonriente, sin mover la cabeza para mirarla.

 —Por supuesto que no. Eso sería... —¿Mezquino? ¿Incorrecto? ¿Indecoroso?Ella lo acalló con una mirada impaciente y obtuvo un

ran sonrisa por respuesta.«Indecoroso.» La palabra le golpeaba un punt

ensible, pues la ponía nerviosa encontrarse tan cerca de é

on las piernas descubiertas y un vestido indio mojado. Po general, él sólo la veía con ropas o'seronni. ¡Cuánta

veces habían discutido por el calicó, el brocado y la seda! ómo disfrutaba él provocándola! ¡Y qué poco resistía elus provocaciones!

Ahora estaba junto a él, con ropas kahnyen’kehàka porimera vez, y Golpea el Cielo no decía nada. Era lo que eldeseaba, por supuesto.

Estaba tan cerca que, mientras lo curaba, sentía sliento cálido contra la piel húmeda. Sabía muy bien qu

ignificaba ese nudo en las entrañas: que su cuerp

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espondía, aunque su corazón y su mente aún no estuvieraistos. Miró a su alrededor, en busca de Palabras Fuertes

de su padre, pero no había nadie que pudiera rescatarla dus sentimientos.

Estaban solos en el porche, aunque la puerta de abaña estaba abierta; en el interior, Elizabeth iba de la mesl hogar y del hogar a la mesa; se oían los ruidos del cuchilontra la tabla de picar y gorgoteos de agua. Desde el maiza

donde trabajaban las mujeres y los niños, les llegaban vocey cantos. Durante un instante Hannah pensó llamar a Li

ara que la ayudara pasándole los instrumentos.«Cobarde», se dijo.Se concentró en el contenido de su caja de remedios

acó un frasco, una aguja para suturas e hilo fuerte. —Inclina la cabeza hacia atrás todo lo que puedas. Y n

e muevas hasta que yo te lo diga. Voy a lavar la herida.Cuando el preparado de zarzamora y hamamelis entró e

a herida, él torció una comisura de la boca hacia abajo; po demás, obedeció dócilmente, sin quejas ni preguntas.

 —Listo —dijo ella, mientras ataba el último punto.

Como si le hubiera dado la orden de salida, él le apoyas manos en las caderas. Era la primera vez que la tocabdesde aquella noche, a la orilla del lago. Era la primera vque un hombre la tocaba de ese modo. Hannah contuvo liento.

 —Camina Adelante —dijo él, con suavidad—, teng

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lgo importante que decirte.Ella temblaba. Y sin duda él lo percibía. Golpea el Ciel

a obligó a sentarse en el banco, a su lado, y volvió a posas manos en las rodillas. Hannah descubrió que no pod

partar los ojos de ellas. —Hoy, en lo profundo del bosque, nos hemoncontrado con un amigo tuyo. No puede permitir que

vean, pero te envía un mensaje.Hannah parpadeó, sorprendida.

 —¿Un amigo mío? —Almanzo Freeman. —¿Manny? —repitió ella. Su voz sonó enronquecida

xtraña—. ¿Manny está escondido en el bosque? Pero ¿pqué?

 —He aquí el mensaje. Esta noche todos los negros de

ldea, libres o esclavos, irán a la factoría para que lovacunes. Debes asegurarte de que toda tu familia esambién allí. Todos. Vacuna primero a los negros; loetendrás allí hasta que oigas dos disparos, uno detrás dtro. Haz lo que sea necesario para que ninguno de lo

negros y ninguno de los tuyos salga de allí antes de quuenen esos disparos. Quien no esté en la factoría en esmomento podría ser acusado de lo que va a suceder. —Recitaba el mensaje en tono desenvuelto, pero sin apartos ojos de los de Hannah—. ¿Has comprendido, Camin

Adelante?

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 —He comprendido, sí. ¿Hay alguna manera de impedo que se avecina?

 —No. Y si la hubiera, yo no te la diría.En silencio, ella limpió la aguja de suturar y orden

nuevamente su caja de remedios. Una parte de ella quernfadarse con Golpea el Cielo, pero otra, la más grande, gradecía la ayuda y el cauteloso silencio.

Si Manny estaba cerca, debía de saber lo de Selah Reuben. Y querría lo único que jamás le sería concedidousticia; pero tendría que conformarse con la venganza. El tipo de razonamiento que, no mucho tiempo atrás, habr

horrorizado a Elizabeth.Ya no; después de lo de Selah, ya no.Hannah apartó la vista de su estuche de instrumentos

descubrió que él la estaba observando.

 —Haré lo que pueda —prometió—. Supongo que también irás esta noche a la factoría.

Él torció la cabeza. —Sí. Y cuando hayas terminado, te acompañaré a casa —Puedo volver sola, gracias. —La voz de Hannah son

azmoña y remilgada a sus propios oídos. —Ya no —dijo—. Esta noche no debes ir sola a ningúugar.

 —Debo hablar con Manny. Díselo —pidió ella—. Dique necesito hablar con él.

Golpea el Cielo asintió con la cabeza y le volvió

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spalda, pero no sin que Hannah hubiera visto la duda fugaque le cruzaba la cara.

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Capítulo 38

Como ni Otter ni Golpea el Cielo se presentaron a cenaHannah le tocó informar de aquello, algo que no hizo d

uen grado, por lo que Nathaniel podía ver.Cuando hubo terminado, se produjo un breve silenci

Luego habló Lily, poniendo en palabras lo que todo mundo estaba pensando y no quería decir.

 —Pero ¿cómo diablos...? —¡Lily! —Perdona, mamá. Pero ¿cómo harás para que todo

vayan a la factoría, hermana? —Supongo que eso ya está arreglado —dijo Nathanie

ranquilamente—. Manny no dejaría algo así al azar, cuands tanto lo que se arriesga.Lily se echó hacia atrás; una expresión de súbi

ntendimiento le cruzó la cara, borrada enseguida por otra dreocupación.

 —¿Creéis que... Palabras Fuertes lo está ayudando? —Puede ser —replicó Hannah, con demasiada ligerez—. Tendría sentido.

Elizabeth tamborileó en la mesa con un solo dedo y misu esposo y a su suegro con los ojos entornados.

 —No sé por qué, pero tengo la sensación de que estno os coge por sorpresa a vosotros dos.

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Ojo de Halcón gruñó por lo bajo. —Por las huellas que he visto, Manny lleva tres

uatro días en la zona. Supusimos que aparecería cuandstuviera dispuesto.

 —Pero ¿por qué se esconde? —preguntó la niñmirando sucesivamente todas las caras—. ¿Por qué nviene?

 —Han puesto precio a su cabeza —respondió Hanna—. Por eso.

 —¿Está solo?Era la pregunta que Nathaniel temía y fue Elizabet

quien la hizo. Él la miró a los ojos y mintió. —Por lo que he visto, sí.Lily dijo:

 —Detesto que la gente no diga directamente lo qu

iensa. ¿Qué pasa, papá?Elizabeth lanzó a su esposo una mirada de irritación.

 —Pues sí, estoy de acuerdo. Por nuestra propeguridad, debemos saber exactamente qué es lo que estálaneando.

 Nathaniel apartó el plato vacío y se reclinó en la silla. Ssposa y sus hijas estaban furiosas y asustadas, y no serácil calmar sus miedos... ni el propio.

 —Pues bien, Botas, la pura verdad es que yo no tengnada planeado, salvo cuidar de que todos estemos fuera d

eligro. Por eso quiero que me escuchéis con atención. En

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amino hacia la factoría, ninguno de vosotros debe alejarsmás de tres pasos de mí o de Ojo de Halcón. Se avecinadisturbios, pero si os mantenéis juntos, no os pasará nadElizabeth, créeme, no sé qué es lo que Manny tien

laneado, y tampoco pienso sentarme a adivinarlo.Hizo una pausa. Como Elizabeth no decía nadarraspeó.

 —Bajaremos a la aldea —continuó— y dejaremos quHannah coja el virus de estas bonitas ampollas que tenemon los brazos. Y cuando haya acabado con lanoculaciones, pues volveremos a casa. Por el momento éss el plan... Ahora debo ir a hablar con Muchas Palomas

Susurro de Pinos. Preparaos para partir dentro de dieminutos.

El primer temor de Hannah era que nadie se presentaara recibir la vacuna, pero aun antes de que tuvieran actoría a la vista, un sonido de voces acabó con es

reocupación. El lugar estaba atestado, lo cual no se sabía ra buena o mala noticia. Algunos parecían no querer mirarlos ojos, y otros la saludaban en voz demasiado alta

ordial. Ella se abrió paso entre el gentío, saludando con abeza e intercambiando algunas palabras aquí y allá. En

ire zumbaba la tensión, como un enjambre de abejas

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distancia, pero no vio el motivo hasta que llegó al centro da habitación.

Allí estaban todos los negros de la aldea, esclavos ibres, tal como había prometido Golpea el Cielo. Todos,

xcepción de Curiosity y Galileo. ¡Qué extraño, echar tande menos a alguien y, aun as í, alegrarse de que estuviera etro sitio!

Entre los negros no había conversaciones ni risas; laxpresiones variaban entre el miedo y una cautentumecida. Cookie la saludó con un vigoroso movimien

de cabeza y los otros siguieron su ejemplo.Richard Todd ya había llegado, pero no se veía

eñales de Kitty ni de Ethan. De espaldas a Hannah, doctor tomaba notas en el libro de registros sobre un barrde carne salada. Los instrumentos ya estaban pulcramen

dispuestos en una bandeja, y Bump alineaba lonoculadores de marfil. El anciano hizo una pausa paonreírle.

Por fin, Richard irguió la espalda y, después de saludaHannah con un gruñido, se limpió los dedos manchado

de tinta en un trozo de lienzo que llevaba al hombro. —¡Es hora de comenzar! —anunció, en voz lo bastanlta como para hacerse oír desde el porche y también desda taberna—. Los que tenéis ampollas de ocho días, acercaoquí y arremangaos. Los que esperáis para que se o

nocule, quedaos detrás hasta que os llámenos. Tú tambié

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Cookie, todos vosotros. Esperad allí, aún faltan algunominutos para que podamos empezar.

Con tanta gente como había allí, pasaron algunominutos antes de que los inoculados de ocho días pudiera

delantarse hasta donde estaba Richard: siete personas dLago de las Nubes, Jane McGarrity, Solange Hench icholas Wilde. Nicholas estaba pálido y ojeroso, pero par

Hannah fue una sorpresa verlo allí. Al sorprender su miradl dijo:

 —La señora Cunningham se ha quedado con mhermana. Le agradecería que me atendiera enseguideñorita Bonner; así podré volver junto a ella. —Su tono eran suave y cortés como siempre; no había rastros dcusación en su voz ni en su expresión, pero el dolor s

había adentrado en él. Como Richard no era partidario de d

alsas esperanzas a los parientes , desde el primer momento había dicho que su hermana tenía muy pocas posibilidades

Hannah hizo lo que se le pedía; mientras tanto, escuchque Richard respondía una pregunta de Jed McGarrityeferida a los inoculadores. Por una vez cabía agradecer qu

a actitud hosca y eficiente del médico abreviara el pesadrabajo. Sobre todo, agradecía no encontrarse sola equella habitación, llena de gente vacilante y preocupada.

Mientras recogía el líquido claro de la ampolla que sadre tenía en el brazo derecho, Richard levantó nuevamen

a vista.

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 —Esto ya está casi terminado. Remangaos amborazos todo lo que podáis y formad una fila. Cookiomenzaremos con vosotros, para que podáis regresar rabajo.

Desde el fondo de la habitación surgió una voz irritada —¡Doctor Todd! ¿Piensa usted vacunar a esos negroin permiso de la viuda? ¿Por qué diablos no han venido col capataz Dye? Aquí hay algo que no está bien.

Hannah sintió que su padre le estrechaba un hombro. —Tranquila —dijo en voz baja—. Deja que Richard s

cupe de esto. —¿Eres tú quien habla, Tim Courtney?—espet

Richard.Un hombre alto, flaco y nudoso como una cuerda viej

e separó de la multitud.

 —Soy yo, sí. Y vuelvo a preguntar: ¿qué derecho tienestos esclavos a estar aquí, si no los ha enviado su legítimropietaria? Reconocerá usted que eso no parece mu

ógico. —¿Has venido a que te vacunemos, Courtney?

La cara larga se puso tensa. —Puede que sí, puede que no. ¿Qué tiene eso que von estos esclavos?

 —Te lo diré. Todos los que quieran vacunarse seráien recibidos aquí. Todos. Si no piensas remangarte, ser

mejor que cierres el pico y te largues. Si te crees en

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bligación de ir a hablar con la viuda, ve y hazlo. Pero si havenido a que te vacunemos, entonces cállate y no ntrometas en lo que no te importa, o yo mismo te arrojaréa calle.

Entre murmullos intranquilos, los presentes aguardaroa reacción de Tim Courtney. Era muy posible que aceptara desafío por pura diversión, pues era amigo de las riñaunque, por otra parte, como aún no estaba del todorracho, podía suceder que se impusiera el sentido comú

Por malo que fuera Courtney, Richard Todd pesaba veintkilos más y todo el mundo sabía que, puesto a pelear, erún peor que él.

Levi carraspeó, nervioso. —¿Doctor Todd? —¿Sí? —Richard se volvió hacia él, todavía ceñudo.

El negro habló con la mirada fija en el suelo. —Ha sido el señor Dye quien nos ha ordenado baj

ara que nos vacunen. Dice que no quiere perder esclavovaliosos por culpa de la viruela. Si el señor Courtney quie

reguntar, el señor Dye se lo dirá. La última vez que

hemos visto estaba en sus habitaciones del molino, comodas las noches después de cenar.Se hizo un momentáneo silencio y después Richard s

volvió nuevamente hacia Courtney. —¿Quedas conforme o quieres subir al molino

reguntar?

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El otro vaciló durante tres latidos del corazón dHannah. Luego levantó una mano como reconociendo derrota y, abriéndose paso a golpes de hombro, retrocedintre la muchedumbre.

 —Pues bien, démonos prisa —dijo Richard—, que aqhay unas cuarenta personas.La muchacha se quedó sorprendida. No se hab

omado el trabajo de contar, pero allí había ese número, si nmás; la tercera parte eran niños. Y todos se habíaemangado; todos estaban allí para recibir la vacuna. Detrá

de ella Elizabeth dijo: —Ya ves: los has convencido.Y su padre:

 —Han venido porque confían en ti, hija. Será mejor quomiences.

Hannah llamó a Cookie con un gesto y cogió unanceta.

Esa noche, mientras la mayor parte de Paradisdesfilaba por la factoría, Jemima Southern Kuick aprendió rimera lección, simple pero amarga: por máuidadosamente que trace uno los planes, siempre hay alg

que se interpone. Como su madre solía decir, el hombr

ropone y Dios dispone.

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Tras haber llegado tan lejos y logrado tanto, allí estabhora, sentada en la maldita alfombra turca de su suegrtada de pies y manos. Si algo impedía que el miedo spoderara de ella, ese algo era la ira. La ira y el orgullo. L

viuda Kuick podía gimotear y aullar; ella, no.A su derecha tenía a su esposo, pálido, desaliñado on un corte en el pómulo que sangraba en abundancia; a zquierda, su suegra se balanceaba, gemebunda y repitiendversículos de la Biblia. Un poco más allá, Becca y Georgimbas rígidas y frías como la piedra.

Y frente a ellos , sentado en la mecedora de la viuda, coun mosquete cebado en una mano y un tomahawk en la otros vigilaba un hombre negro como la brea, al que Jemim

nunca había visto. Era joven, alto y de hombros anchos; ibien armado, vestía como los guerreros mohawk y llevaba

uero cabelludo afeitado. Debajo de los ojos brillaban unaandas rojas.

 —Háblale en francés —siseó la viuda a su hijo—Prueba con el francés. Ofrécele lo que quiera. —Echó unmirada de reojo a Jemima y se humedeció los labios con

engua—. Dile que le mostrarás dónde está la caja fuerte.Eso último fue dicho en un ronco susurro. Jemima sabxactamente por qué: esa caja contenía hasta el últimenique de los Kuick y estaba escondida en algún sitio qu

ni ella misma había podido encontrar.

 —Ya lo he intentado en francés, madre —replicó s

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hijo, con sereno cansancio—. También en inglés y elemán. Si domina alguno de esos idiomas, no se ha dignadesponderme.

Los ojos negros los observaban sin demostrar interé

lguno por la conversación. Aun así Jemima no estabegura de que no entendiera. La viuda dijo: —Pues entonces debes tratar de atacarlo, Isaiah.

Señor guiará tu mano.Por la espalda de la joven corrió un escalofrío.

 —No sea estúpida. ¿No ve que él también está atadoo empeore las cosas.

La viuda lanzó un gruñido. A modo de respuesta, endio negro inclinó la cabeza y apuntó el mosquemartillado directamente contra su cara pequeña y blanc

Después de tres segundos lo bajó otra vez.

 —¿Ha visto? —señaló Jemima.Su suegra sollozó.

 —Pero ¿qué quiere? —preguntó Georgia, como hacada pocos minutos, sin fallar una sola vez—. ¿Qué es l

que quiere? —Su voz ascendió en espiral hasta quebrars

omo la de un niño—. ¿Por qué no coge lo que quiere y sva?Según el reloj de la repisa, llevaban casi dos hora

ormulándose esa pregunta.Apenas habían terminado de cenar, cuando el mohaw

negro había entrado en el comedor azuzando a los criado

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delante de él y con el mosquete clavado bajo el omóplato dGeorgia. La viuda le echó un vistazo y se desmayó en cto. Cuando volvió en sí, se encontraban todos en la salau precioso hijo estaba atándole las muñecas bajo

strecha supervisión de una bestia que ella no esperaba vuera de sus pesadillas.Mientras los otros lloraban, rezaban y se mecía

emima reflexionó. En la habitación había muy pocas cosaque pudieran servir de arma: agujas de calceta, el atizador dhogar, un pesado cuenco de cristal que había sobrevivido os ataques de la viuda.., pero todas esas cosas había

desaparecido ya: el indio negro se las había señalado Becca, una a una, y después su dedo había apuntado hacl pasillo. Una vez que las hubo retirado, el hombre cerró uerta, giró la llave y se la guardó en una taleguilla que

olgaba del cuello.Como no había manera de luchar contra él, Jemima hiz

o único que estaba a su alcance: realizó un estudio de sersona. Memorizó el ángulo donde la nariz ancha se unía

a frente, la forma del cráneo, el contorno de la boca ancha

ruesa; contó las bandas que llevaba pintadas en la cara n los brazos, estudió los tres puntos tatuados bajo el ojzquierdo. Y continuó descendiendo por la cara, el cuello, echo, hasta desaparecer dentro del taparrabo.

Tenía adornos de plumas en el saquito de las balas y e

os mocasines, un pendiente en una oreja y varios abalorio

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olgados de cintas de cuero: un bolsillo de piel, un collque parecía hecho de dientes de oso, algunas cuentas, unmoneda de plata con un agujero y un disco de madera couna piedra engarzada en el centro y diseños geométricos e

l borde. —Necesito ir a la letrina —siseó Georgia; el miedo cednte la desesperación—. ¿No comprende este paganalvaje? ¡La letrina!

 —No le importa —le espetó Jemima—. Méate encima alla.

 —¿Por qué no viene nadie? —susurró Becca—. ¿Dóndstá el señor Dye? ¿Y Cookie? ¿Es posible que este hombros haya matado? ¿Que todos en la aldea hayan muertoOh, madre mía!

Isaiah se mecía levemente, con las manos atadas sob

as rodillas y la cabeza inclinada. Temía por su amante; temmás por Ambrose Dye que por su madre, su esposmbarazada y hasta por sí mismo. Un sabor amargo llenó oca de Jemima: palabras que no podía decir.

Se oyó un ruido al otro lado de la puerta y todos s

quedaron inmóviles. —¡Socorro! —chilló la viuda—. ¡Ayúdeme, ayúdeme!El indio se levantó lentamente de la silla y se acercó

lla. Tenía la cara contraída de furia y disgusto. La mujgachó la cabeza, gimoteando, y alzó las manos atadas com

ara protegerse.

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«Anda, mátala —pensó Jemima—. Comienza por ellhazme ese favor.»

Pero el hombre se limitó a escupir sobre la cabeza gachde la viuda.

Ella lanzó un alarido al sentir la saliva en la nuca, dio uespingo convulso y se desmayó.El indio negro metió el mosquete en el ancho cinturó

de piel, junto a la vaina de su cuchillo, y tocó la taleguilque le colgaba del cuello. Una vez en la puerta, se volvhacia ellos. La cara, de boca ancha y nariz aplanada, parecompletamente vacía de cualquier cosa que pudiera llamars

humana. —Quedaos aquí hasta que oigáis dos disparos —dij

Hablaba con el fuerte acento de los indios, cortando laalabras—. Si tratáis de abandonar esta habitación antes d

ír esos disparos, los hombres que montan guardia fuera omatarán y prenderán fuego a la casa. Si hacéis lo que odigo, no sufriréis ningún daño.

Cuando hubo cerrado la puerta tras de sí, Becca dejscapar un suspiro trémulo y rompió a llorar.

 —Cálmate —ordenó Isaiah—. Debes calmarte.Jemima le lanzó una mirada desdeñosa y se acercó dodillas a la ventana, poco a poco.

 —¡No! —gritó Georgia—. ¡Nos matarán! —Cállate, gallina —le espetó ella—. Que alguie

pague las luces para que yo pueda ver.

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Fue Becca quien obedeció, avanzando a pequeñorincos. Una vez apagadas las velas, Jemima apoyó la caontra el vidrio y se concentró. Aunque el sol se habíuesto apenas hacía una hora, no había luna y se veía mu

oco.Él estaba allí, justo debajo de la casa, mirando hacia ldea, donde la factoría estaba completamente iluminada; ente iba y venía en el porche. El indio no estaba solo. Eso había dicho la verdad.

Lo acompañaban dos hombres, de los que ella puddistinguir muy poco, salvo que eran indios. «Los mohawkde Bonner», se dijo. Tal vez de esa noche resultara alg

ueno, a fin de cuentas, si servía para expulsar a lomohawks de Lobo Escondido, de una vez por todas. Esgradable pensamiento se interrumpió al aparecer otr

menos grato.¿Qué había pasado en las dos horas que ellos llevaba

ncerrados en la habitación?Dos de los hombres que estaban bajo la ventan

lzaron los brazos por encima de la cabeza y dispararon, un

ras otro; los fogonazos de las dos bocas resultaron caegadores. Casi, pues Jemima los vio con mucha claridaran tres hombres; dos de ellos, negros; el tercero, blancu pelo era tan intensamente rojo que era imposibonfundirlo con otro.

Jemima parpadeó. Liam Kirby y los indio

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desaparecieron.

Hannah acababa de usar el último resto de virus frescara inocular a Anna McGarrity, cuando resonaron dodisparos en la noche.

 —¡Dios Todopoderoso! —gritó Axel Metzler—. ¿Quha sido eso?

El inoculador se deslizó entre los dedos de la muchachsparciendo el precioso líquido por el suelo. Pero nmportaba: Anna ya corría con el resto de la muchedumbrgitando una mano por encima del hombro como para ped

disculpas: —¡Siempre será mejor un brazo que ninguno!

Hannah buscó los ojos de su padre, los de su abuelo uego los de Golpea el Cielo, que estaba de pie cerca de uerta, con Palabras Fuertes , mientras los demás salían mpellones hacia la noche. Él le hizo un gesto camperceptible, como de aprobación.

Lily se acercó a ella; estaba temblando. Hannah la cogde la mano, mientras Elizabeth, Muchas Palomas y Susurrde Pinos rodeaban a la niña por el otro lado. Las mujereuntas; los hombres, con las armas listas, como debía ser.

 —¿Señorita Bonner? ¿Doctor Todd? —Ezekiel hablab

n voz baja. Se había acercado a la vanguardia del pequeñ

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rupo de negros—. ¿Podemos regresar ya al molino?El médico paseó una mirada suspicaz entre él, Hannah

Golpea el Cielo. —Puedes irte, Zeke. Podéis marchar todos.

 —Os agradecemos profundamente la ayuda, doctoTodd, señorita Bonner. —Cookie esbozó una sonrisa ferozTriunfal», pensó la muchacha—. Hacía mucho que nasaba un rato tan agradable.

 —¿Y ahora? —preguntó Lily. —Ahora esperaremos a que llegue alguna noticia —dij

athaniel. Elizabeth le buscó los ojos. Él señaló con mentón las mecedoras y los taburetes que rodeaban el hog

pagado—. Será mejor que nos pongamos cómodos, BotasLo que deseaba —Elizabeth lo comprendi

erfectamente— era que todos se retiraran al fondo de habitación, donde estarían más protegidos contra cualquiosa que entrara por la puerta. Ella había visto a Nathani

n todo tipo de situaciones, salvo en combate: en esmomento tuvo la inquietante sensación de que así era como veía ahora.

Sobre él había descendido una calma sobrenaturauando se movía, todo su ser parecía despedir energ

oncentrada, fría y dura como el acero. Con los otro

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ucedía lo mismo: Ojo de Halcón, Palabras Fuertes y Golpel Cielo. Por una vez Richard Todd parecía alerta, como si in lo hubieran arrancado de la caparazón de aburrimientorritación que empleaba para mantenerse apartado de todos

 —¿Qué está ocurriendo, Bonner? —preguntó.Fue Ojo de Halcón quien respondió: —No lo sabemos. Al parecer, ha sucedido algo en

molino. Pero supongo que no se ha derramado sangruesto que nadie viene a buscarte.

Hannah se puso tensa. Elizabeth sentó a Lily en segazo, pensando en Daniel, que estaba a salvo en lo

Bosques Interminables, con Huye de los Osos y Grajo Azul —Ahora me alegro de que Curiosity y Galileo no haya

egresado —dijo Lily en voz baja—. Ella siempre dice qustá muy vieja para estos alborotos.

Elizabeth la miró, sorprendida. Su hija vibraba con unnergía demasiado grande e intensa para un ser taequeño. La niña no tenía miedo. ¿Por qué temer? Allí, erazos de su madre, con aquellos hombres que snterponían entre ellas y lo que hubiese fuera, en

scuridad, estaba perfectamente a salvo. Ella la estrechontra sí.Muy lejos se oyeron voces de hombre; no expresaba

ra, sino alarma y agitación, y reían con rudeza. Enerviosismo general cedió un poco. Pasaron cinco minuto

más; luego, diez, hasta que oyeron que la puerta de

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aberna se abría y se cerraba. —¿Axel? —llamó Ojo de Halcón—. ¿Eres tú?Charlie LeBlanc asomó la cabeza por la puerta.

 —Todavía está en el molino. Nathaniel, Ojo de Halcó

qué hacéis aún aquí? Os habéis perdido la farra. Unondios han atado a la viuda Kuick y la han dejado como a uerdo en el suelo de su propio salón.

Todos los hombres soltaron un suspiro; la tensión sdesprendía como agua de lluvia.

 —¿Qué indios? —preguntó Ojo de Halcón.Charlie hizo una pausa para echar un buen trago de

arra que tenía en la mano. —Indios de piel negra, según dicen los Kuick. Jemim

segura que nunca los había visto, y Becca tampoco los heconocido. En estos momentos la viuda está dando lo

detalles a Jed McGarrity. —¿Cuántos eran? —preguntó Richard Todd

nteresado. —Tres o cuatro, pero nadie los ha visto bien. Uno h

ermanecido con ellos en la sala mientras los otros recorría

a casa. Al parecer, sólo se han llevado la caja fuerte y uuchillo de trinchar con mango de marfil. —Por su cara smalicia pasó una expresión reflexiva—. Mala suerte para viuda, que sus esclavos estuvieran todos vacunándose.

 —Mala suerte, sí —dijo Richard Todd, ceñudo. Y lanz

Nathaniel una mirada penetrante—. Pero ¿dónde estaba

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eñor Dye mientras sucedía todo esto? —Esa es otra cosa extraña —comentó Charli

ascándose el mentón—. Lo han buscado por toda la casaor el molino, e incluso algunos hombres han salido co

ntorchas, pero no han encontrado huellas suyas ampoco señales de lucha. Es como s i hubiera desaparecidOíd...—Miró por turnos a los hombres—. ¿Creéis qu

udiera estar de acuerdo con los indios? Quizá haya sidDye quien se ha llevado la caja fuerte.

La mente de Elizabeth funcionaba a toda prisa. Llevabdías sin pensar en Jode, pero ahora lo tenía ante sí como había visto la última vez, poco antes de que Selah murierUn mohawk de piel negra. Debía de ser Jode, pero ¿cómoAcaso la gente de Roca Bermeja estaba allí, con MannyPor qué? Se concentró tanto en hallar sentido a esos dato

xtraños que no oyó la pregunta de su hija hasta que ésta ellizcó la mejilla.

Con la boca contra la oreja de su madre, la niña dijo: —Se han llevado a Dye, ¿verdad, mamá? N

volveremos a verlo.

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Capítulo 39

Por la mañana Cookie estaba ante el hogar, como si nhubiera sucedido nada. Durante largos minutos, Jemima vio remover el contenido de las ollas y vigilar los bizcochoque estaba horneando. Era una mujer taimada y Jemima había subestimado; eso, al menos, debía admitirlo, siquiente sí misma.

Esa mañana todo el trabajo recaía sobre Cookie. George había marchado al rayar el día, con sus cosas en u

hatillo, dispuesta a llegar caminando hasta Johnstown, si nhabía otra manera de dejar Paradise atrás; Becca cuidaba da viuda, que se había quedado en cama con una botella d

áudano al alcance de la mano. Pero a Cookie no parecmolestarle cargar con el trabajo adicional; en verdad se veía fatigada pero satisfecha. Tarareaba para sus adentrouna melodía que Jemima no reconoció.

Isaiah había pasado toda la noche fuera, con el grup

que rastreaba a los ladrones. Desde luego, él no iba a esLo único que le interesaba era hallar a Ambrose Dye, quhabía desaparecido tan absoluta y calladamente.

Abajo, en el molino, los esclavos permanecían ociosoe pasarían el día de brazos cruzados hasta que regresar

Dye o hasta que Isaiah recobrara el juicio y recordara qunecesitaban órdenes. Jemima los imaginó sentados e

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írculo, sonriéndose unos a otros. ¡Qué dulce debía de ser venganza! Doblemente dulce, puesto que les había costadan poco. Dye, desaparecido; los Kuick, despojados has

del último céntimo. Y ninguno de ellos sería ahorcado.

Cada vez que pensaba en la caja fuerte, a Jemima se etorcían las entrañas a tal punto que le subían las náuseasa garganta. Se había pasado la noche con la vista clavadn el techo, preguntándose cómo lo habrían logrado. Lespuesta llegaba siempre como un eco: «Con la ayuda d

Liam Kirby.» ¡Cuánto le habría gustado verlo en la horcaPero eso no sucedería jamás, a menos que el grupo d

úsqueda lo alcanzara. Y entonces, ¿qué diría para salvarseQué mentiras contaría? Descompuesta de ira, hab

hundido la cara en la almohada y arrancado con los dienteun trozo de la funda.

Ahora, de pie en el vano de la puerta, preguntó: —¿Qué piensas hacer con todo ese dinero, Cookie

Vas a comprarte uno o dos pañuelos nuevos para labeza?

 No hubo la menor respuesta; era como si la mujer s

hubiera quedado sorda de la noche a la mañana. Como shabía propuesto dominar el mal genio, envolvió las manon la falda y continuó allí.

 —Debo reconocer que ha sido un plan magistral. Lmejor, en mi opinión, fue lo de que todos bajasteis a

actoría por orden de Dye. Todo el mundo os vio allí, d

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manera que no se os puede acusar de haber participado. Dye no está aquí para descubrir la mentira, ni creo que lncuentren jamás...

Hizo una pausa. Al pensar en Liam Kirby sintió qu

nrojecía. Cookie la miró por encima del hombro. Aunqumantenía la cara inexpresiva, sus ojos centelleaban. Triunfmargo, agria satisfacción. Qué pena.

 —Te alegras de haberte librado de Dye, ¿verdad?Bajo el corpiño de Jemima, el corazón brincó tan depris

que despertó ecos en sus muñecas y en la base del cuelldonde corría un hilo de sudor. Y la expresión de Cookierdorosa y sapiente... Su propia voz, como si provinie

desde muy lejos: —Me preguntaba si... —Pero se interrumpió. —¿Te preguntabas si yo lo sabía?

Durante largo rato no hubo ninguna respuesta. Por fia negra irguió la espalda y se secó las manos en el delantaiempre estudiando a Jemima.

 —Vivo con la viuda desde que ella tenía dieciséis añoy yo, sólo unos pocos menos —dijo, con voz fuerte y firm

—. Todos los días, desde hace casi cincuenta años, hocinado para esa mujer y he cuidado de ella. Cuando nacsaiah, fui yo la que se lo puso al pecho, junto con m

Ezekiel. Y tuve que callarme y escuchar cómo regateabuando vendió a mi marido. Reuben aún no tenía un mes. ¿

abes por qué vendió a mi Samuel? Porque no quería que y

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uviera más hijos. Yo era demasiado vieja, según ella. No erdecoroso. Me lo dijo a la cara.

»Fui yo quien cuidó del anciano señor Kuick cuanduvo la gota y quien le lavaba todos los días el traser

mientras él agonizaba por el mal francés, susurrando cosaÉl la odiaba aún más que yo, pero lo disimulaba bien. El viejKuick y yo teníamos eso en común.

»Yo vi a Isaiah crecer y hacerse un hombre. Y voy decirte algo, señora Jemima Kuick: no hay nada de esamilia que yo no sepa. Nada.

Sus grandes ojos, completamente negros, parpadearovarias veces, hasta que por fin se posaron en la cintura demima.

 —Te diré una sola cosa más, y luego callaré. El señoDye ordenó que todos los esclavos bajáramos a la factor

ara que nos vacunaran contra la viruela, y nosotrobedecimos, como buenos negros que somos. Qué pasquí mientras no estábamos, adonde fue el capataz, quiéneran esos indios, quién se llevó la caja fuerte... De todo es

no sé nada. —Luego le volvió la espalda a Jemima y cog

una cuchara.La muchacha explotó, incapaz de contener la rabia quentía:

 —Aunque las leyes digan que no podemos ahorcarin pruebas, aunque no podamos siquiera venderte en

Sur, como merecerías, podemos venderte, sí. Y hay lugare

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eores que el estado de Nueva York; lo comprobarás poropia experiencia.

Cookie le dirigió una sonrisa fría por encima el hombro —Niña, niña... —dijo en voz baja—, ¡cuánto te qued

ún por aprender! No te conviene forzar a la viuda a que elintre tú y yo. El resultado no te gustaría. —Otra mirada a arriga de la muchacha—. No te gustaría nada.

Le palpitaba la cabeza como si la hubieran golpeado couna piedra, pero no se acostó. En cambio, fue al despacho e detuvo en el vano de la puerta, que siempre había estaderrada para ella.

En las paredes se alineaban estantes cargados de libro

de contabilidad y cajas rotuladas: correspondencia, maderauentas pendientes , compra del molino. Esparció los papele

de esa última caja sobre el escritorio, después de apartar lalumas, el tintero bien tapado, una barra de lacre sobre uuadrado de cristal, una caja de velas, el pedernal, un

otella de brandy medio vacía con una copa sucia al lado unas hebras de tabaco.A Jemima no se le permitía entrar en aquella habitació

ni siquiera para limpiar. El marco de la puerta estaba muucio, en los estantes había dos centímetros de polvo y

nterior hedía a rata muerta.

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Cartas, contratos, la firma del viejo John Glovndulando al pie de una escritura, un recorte del periódic

de Albany.

EN VENTA en la aldea de Paradise, sobre la orilla oestdel Sacandaga. Tres acres, uno de bosque, casa y molinon dependencias. Molino construido con madera imientos de piedra, dos ruedas de roble sobre rápido arroy

de montaña y tres pares de muelas. Buen estado; horno diedra nuevo. Excelente oportunidad comercial en aldea erecimiento. Pregúntese por Sr. Glove, Molino Paradise.

La alfombra había sido apartada a un lado, y debajo dlla se veía una tapa de tablas que cubría parcialmente ugujero del tamaño de una caja fuerte. Un agujero vacío.

Muchas veces Ambrose Dye se había sentado equella silla de respaldo recto, junto al escritorio. Oh, sí. Llave giraba en la cerradura para que no entrara nadie más e oían tintineos de monedas, susurros de billetes. En aberna, mientras bebían, los hombres no se cansaban d

alcular las riquezas de la viuda. Cuánto tendría escondiduánto ganaría con el molino y con el trabajo de los esclavoque alquilaba durante el invierno. ¿Era tan rica como difunto juez Middleton? ¿Como el doctor Todd? ¿Como

obernador, el presidente, el maldito rey Jorge? Nunca s

onían de acuerdo, pero a menudo abordaban el tema. Y l

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que más les intrigaba de todo era que una mujer con tantdinero no confiara en los bancos. ¿Era sabiduría o locura?

Esa pregunta quedaba respondida. El dinero habdesaparecido; no quedaba nada, salvo la casa, el molino

as tierras en que se levantaban; un poco de madera y algde plata bruñida. Y los bordados en cojines, bolsillos ampanillas, de colores demasiado intensos para esa casada vez más penumbrosa.

Y los esclavos , por supuesto. —Ladrón —murmuraba la viuda en sueños, en

habitación vecina—. Víbora.Había declarado culpable a Dye. No aceptaría otr

xplicación y nadie se la daría. ¿Quién, si no, sabía que aja fuerte estaba escondida bajo las tablas del suelo? Peremima sabía que no había sido Dye. Y también Isaiah, qu

ba de un lado a otro, pálido y con los ojos vacíos. Ahorstaba en la montaña, en busca de ese hombre, no parhorcarlo, sino para darle sepultura.

Isaiah sabía que Ambrose Dye no tenía motivos parobar a la viuda, pues disponía de todo a su antojo. Tarde

emprano, ella habría terminado pidiendo al capataz dinerara sus gastos.Se preguntó si lo habrían matado de inmediato o si

habrían conducido a algún rincón del bosque dondudieran tomarse su tiempo. Los indios sabían cómo sacar

máximo provecho de un hombre; por una vez, esa idea

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esultó placentera.La imagen de Liam se encendió frente a sus ojo

alpitantes: Liam, bajo la ventana, junto al indio negro. Lara de Liam, blanca de furia al vaciarse en ella. Liam

athaniel Bonner, conspirando. Liam y Hannah. «Lo máhermoso que Paradise puede ofrecer.»Jemima parpadeó, borrándolo todo en un arrebato d

ágrimas furiosas. Luego respiró hondo y se sentó scritorio. Cogió una hoja de papel, destapó el tintero omenzó a redactar una carta.

Los Bonner habían salido con el grupo de búsquedPalabras Fuertes y Golpea el Cielo no podían presentarse e

a aldea, no fuera a ser que algún trampero nervioso ledisparara sin mirar. Pero como Hannah se negaba

ermanecer en la casa, Elizabeth la acompañó en sus rondadiarias. Dejaron en la montaña a Lily, furiosa, y advirtieron os hombres que, si no la vigilaban, tal vez intentara escap

ara seguirlas.Al mirar hacia atrás desde el límite del claro, Elizabevio que Lily y Kateri guiaban a Golpea el Cielo montañrriba; por fin cumplían su promesa de mostrarle las cuevaajo las cascadas. Ella s intió un arrebato de gratitud hacia

uerrero, pero calló por no alabarlo delante de Hannah: n

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orque no le gustara, al contrario, sino porque su hijastarecía estar muy cerca de tomar una decisión y prefería njercer ninguna influencia. En el trayecto a la aldeonversaron de cosas sin importancia, hasta que entr

mbas se produjo un silencio incómodo.Por fin Elizabeth dijo: —Hace mucho tiempo que no veo a Manny. Tú, que l

onoces mucho mejor, ¿lo crees capaz de...? —Y snterrumpió para ordenar sus pensamientos.

 —¿Quieres saber si se ha convertido en renegadomo ese Merodeador de los Pantanos que mencionan loeriódicos de la ciudad? —dijo Hannah.

 —Estaba pensando, más bien, en Roberd Hude, onde de Huntington. ¿Recuerdas aquel poema que leímos?

 —Sí. Eso significa que no puedes imaginarlo matando

nocentes, pero sí robando a los ricos. ¿Crees que pudoger la caja fuerte de la viuda para comprar armas rovisiones para sus forajidos?

Pese a la gravedad de la situación, Hannah sonreíElizabeth no pudo dejar de imitarla.

 —Dicho de ese modo suena ridículo. Y debo admitque tu padre también descartó ayer la idea. Pero no creo que tomaran tanto trabajo sólo para que los negros pudiera

vacunarse. —No, eso fue una coincidencia —dijo la muchacha—

Afortunada, pero coincidencia. Lo que sucedió anoche fu

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una venganza de sangre, pero inteligente y minuciosamenlaneada, como cabría esperar de Manny.

 —Y robaron la caja fuerte sólo para desviar la atenciónEs eso lo que quieres decir?

Hannah se encogió de hombros. —De todos modos, darán buen uso al dinero, sin dudaLargo rato después Elizabeth dijo algo que no hab

odido expresar ante Nathaniel, por miedo a oírse pronuncisas palabras.

 —El cadáver de Dye jamás aparecerá. —No —confirmó Hannah, lentamente—. De es

uedes estar segura. —¿Y los... otros que están con Manny? —Pens

nuevamente en Jode y volvió a descartar la idea. Jode estabano y salvo en Canadá: ella no aceptaría ninguna ot

osibilidad. ¿Para qué, si no, habían viajado y perdido tantoSu hijastra se detuvo. En su cara se leían muchas cosa

autela, preocupación, resignación. —No lo sé todo —dijo—, pero te contaré lo que me dij

Golpea el Cielo, si quieres saberlo.

Elizabeth la imaginó sentada en las rocas bajo laascadas, en el calor de una noche estival, sumida erofunda conversación con Golpea el Cielo. La nochnterior él había salido el primero de la factoría; cuandlegaron a casa, él la estaba esperando. Hannah se le hab

cercado sin volver la vista atrás, sin ofrecer disculpas

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xplicaciones. Una hora después, cuando salió al porche, lovio en la misma posición; conversaban sin tocarse, siquiera mirarse, pero era obvio que entre ellos había crecid

un fuerte vínculo.

Después Hannah había ido a acostarse. Golpea el Ciey Palabras Fuertes montaron guardia toda la noche, mientraathaniel y Ojo de Halcón rastreaban a los hombres qu

habían robado a la viuda. Que esos hombres jamás seríahallados era una certeza que nadie expresaba en voz alta.

Por fin Elizabeth sacudió la cabeza. —No —dijo con decisión—. No necesito conocer lo

detalles, al menos por ahora.

Cuando abrió la puerta de la cocina, Hannah encontróRichard, que la estaba esperando; eso era algo que sucedan rara vez que se alarmó.

Tenía aspecto de no haber dormido: los ojos rojos y elo erizado en un halo salvaje alrededor de la cabez

Parecía que un niño le hubiera puesto un dedo sucio dmasa de pan en la carne blanda de los párpados. Sostenuna taza en las manos y había una botella junto a su codo.

 —Estaba a punto de mandar a buscarte.La sorpresa puso tensa a Elizabeth, pero Hannah s

mantuvo tranquila.

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 —¿Cómo está la señorita Wilde?Él vació la taza de un solo trago.

 —Nada bien. Si la creyera en condiciones de resistir peración, le amputaría el resto del brazo.

 —Iré a verla. —No —dijo Richard, más sereno. Y se pasó una manor la cara, conteniendo un bostezo—. Iré yo, en cuanto m

haya lavado. Ve a mediodía; con eso bastará. Pero hay otravisitas que atender. Hace una hora ha venido Gathercoldespertando a toda la casa, para que fuera a ver a su esposDice que le duele la garganta... Elizabeth.

Giró bruscamente la cabeza, como si acabara dercatarse de que la muchacha no estaba sola. «Como erro cuando olfatea a un gato», pensó Hannah. La simp

verdad era que cuando Elizabeth y él se encontraban cara

ara, las antiguas animosidades afloraban a la superficie. doctor, abrupto siempre, pasaba a grosero; Elizabeth, por s

arte, se tornaba cortante como el pedernal. Sólo ssforzaban por contenerse cuando los hijos estabaresentes.

 —Kitty ha estado preguntando por ti —dijo él—Podrías subir a verla mientras repaso esta lista de visitas coHannah. Aquí no me sirves de nada.

Ella arrugó la frente en un gesto despectivo. —Una vez más, doctor Todd, no sé si ofenderme por l

rosero de sus modales o someterme a lo inevitable

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dmirar su persistencia. Después de todo, creo que es súnica virtud.

 —Haz lo que quieras, Elizabeth —concluyó évolviéndole la espalda. A veces Hannah tenía la sensació

de que reñía con ella conteniendo una carcajada, pero edía no.Kitty aún estaba en la cama, con la bandeja d

desayuno a un lado, y Meg, la pequeña, al otro. Al ver a suñada se incorporó, con una gran sonrisa.

 —Empezaba a preguntarme si estarías enfadadonmigo. Hace tanto tiempo que no vienes...

Elizabeth acercó una silla y estrechó la mano que ella endía.

 —¿Te sientes mal? —No, en absoluto. Pero Richard quiere que me qued

n la cama hasta las diez de la mañana o hasta que termine desayuno, lo que suceda primero. Me alegra verte aquí; haciempo que quiero hacerte una pregunta...

 —Si quieres saber cuándo regresará Huye de los Osoon los niños, supongo que verás a Ethan hacia el fin d

emana.Kitty pareció algo confusa; luego se echó a reír. —No estoy preocupada por Ethan. Sé que Huye de lo

Osos lo cuida bien. Nunca es tan feliz como cuando correteor el bosque con los otros niños. Lo que quería preguntar

ra esto —dijo, y alzó en brazos a la pequeña para someter

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su inspección. En medio de una vasta expansión de encajiqué y batista asomaba una cara pequeña, rosada como uimpollo de primavera, con grandes ojos redondos—Verdad que es bonitísima?

 —Es preciosa —reconoció Elizabeth—. Y ha hechmilagros contigo. Estás mucho mejor, Kitty; verte así mlegra el corazón.

Su cuñada arrugó la nariz. —No entiendo por qué la gente armaba tanto alborot

or mí. El doctor Ehrlich me curó, tal como yo esperaba.Hannah había hablado mucho de ese doctor Ehrlich,

se tema de conversación sabía que no acabaría bieMientras Elizabeth buscaba algo que decir, la otra añadió eun susurro conspirador:

 —No tienes por qué decírselo a Hannah; ella ha sid

muy amable y servicial conmigo. Además, fue ella quien mrajo a Meg. —Miró a la pequeña con una sonrisa—. Lstoy muy agradecida y no quisiera ofenderla por nada d

mundo. ¡Qué muchacha tan buena! Si le alegra atribuirse mecuperación, pues que lo haga, al menos aquí, en Paradis

—Luego bajó la voz un poco más—. Debo decirte, Elizabetque Hannah no es muy razonable cuando se trata del doctoEhrlich. Tal vez sean los celos profesionales; entre lomédicos suele suceder.

 —¿Y qué tal la nodriza que trajiste de la ciudad? ¿Está

atisfecha con ella?

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Otra vez la nariz arrugada. —No es muy simpática, pero en general cuida bien d

Meg. Desde luego, siempre está dispuesta a quejarse, comucede con la mayoría de los alemanes, como sin duda ha

notado. Es increíble cómo mejora su dominio del idiomuando le duele algo o se considera insultada. Es gente muusceptible, a pesar de lo brusco de sus modales. Ahora s

queja de dolor de garganta, aunque Richard la atendiersonalmente.

Hizo una pausa antes de continuar: —Me gustaría que Curiosity regresara de una vez. El

e entiende con esa nodriza mucho mejor que yo. No mxplico qué la retiene tanto tiempo en Albany.

Por lo general bastaban diez minutos en compañía dKitty para que a Elizabeth le rechinaran los dientes, pero es

mañana logró hacerlo en sólo cinco. —Llevaban mucho tiempo sin visitar a su hija Polly. N

uedes reprocharles que se queden unos cuantos día—«Y dediquen algún tiempo a su nieto», añadió para sí.

Pero Kitty ya estaba pensando en otra cosa.

 —Mira —dijo, estrechando a su pequeña—. Mira coqué fuerza se aferra a mi dedo. Es una niñita muy fuerte vigorosa.

Alguien golpeó en la puerta, que se abrió apenas uficiente para que Daisy asomara la cabeza.

 —¿Ha terminado el desayuno, señora Todd? Elizabeth

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Hannah dice que te espera abajo.La enferma irguió la espalda.

 —Pensaba que pasarías la mañana conmigo, ElizabetMe aburro mucho, ahora que Curiosity se ha ido y Richar

stá siempre ocupado con sus investigaciones y con lavacunas. ¿No puedes quedarte siquiera un rato? Aún no havisto los vestidos nuevos que he traído de la ciudad. ¡Y es

onito chal de la India! —He prometido ayudar a Hannah —dijo Elizabet

mientras se levantaba—. Por hoy, al menos, tendrás qurescindir de mí.

 —¿Ayudar a Hannah? ¿Y qué ayuda necesita Hannade ti? —De inmediato Kitty suavizó la expresión—. Supongque es por esos indios que robaron la caja fuerte de la viudKuick, ¿no? Siempre te sientes obligada a interponerte an

ualquier dificultad que se presenta. Es tu único defecto, eealidad.

 —Puede que algún día aprenda de tu excelente ejemp—dijo Elizabeth, inclinándose para darle un beso en la fren—. Todavía puedo cambiar.

Resultó que el dolor de garganta de la señoGathercole era mucho menos grave de lo que su espos

había dado a entender al doctor, según Hannah descubri

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on alivio. La mujer dijo desde la cama: —Mi esposo se preocupa demasiado, señorita Bonne

Gracias por venir a verme; eso lo tranquilizará. Pero ya quha venido, podría examinarle la garganta a él. He notado qu

desde hace un par de días le cuesta tragar, aunque no leconoce.La señora Gathercole provenía de una familia adinerad

de Boston y no había perdido su acento; se tragaba las erreomo los ingleses y su voz tenía el sonsonete del nortfectado y tímido a la vez. Entre la gente de la aldea se sentgusto con muy pocas personas, y Elizabeth era una d

llas.Mientras ésta le contaba las noticias que la enferm

quería —lo poco que sabía sobre lo sucedido en el molin—, Hannah examinaba al señor Gathercole en la cocina, e

resencia del ama de llaves. Missy Parker, mujer de edandeterminada pero de opiniones firmes, permanecgachada sobre la mantequera, sin apartar los ojos de smo, que se había puesto en manos de una piel roja.

El alivio que Hannah había sentido al encontr

epuesta a la señora Gathercole desapareció al ver arganta de su esposo. Los síntomas que él admitía eran ylarmantes, pero lo que tenía ante sus ojos resultaba aúeor. Apenas pudo contener un respingo al verle la lengu

hinchada y muy roja.

En respuesta a su cuidadoso interrogatorio, el past

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dmitió que le dolía la cabeza y la garganta y que habasado la noche con fiebre. Sólo quedaba una pregunta p

hacer, aunque aun antes de formularla Hannah ya sabía cuería la respuesta.

 —Disculpe si lo importuno con asuntos íntimos, señoero ¿tiene algún sarpullido en su persona?El señor Gathercole la miró por debajo del flequillo rub

y ralo, enrojecido por el bochorno. Luego se tocó el cuellque mantenía oculto bajo una nívea corbata.

 —Sí. En el cuello... y en los brazos. —Anoche mi padre vomitó la cena —dijo Mary.Él enrojeció aún más. Al parecer los caballeros n

odían padecer indigestiones. —¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Algo peligroso? —

Y echó una mirada a su hija.

 —Fiebre escarlata, así la llaman —dijo Missy Parkepartando la vista de la mantequera.

Ante la expresión confusa y desconcertada del pastoHannah aclaró:

 —No hay por qué alarmarse. Ya ve usted que su espos

ha comenzado a recuperarse. Ahora le toca a usted el papde paciente. Señora Parker, ¿podrá quedarse un rato despuéde terminar la faena? Voy a dejarle un té; el señor deber

eber un buen trago cada hora.Mary Gathercole, rubia y sincera como sus padres, s

delantó para olfatear el frasco abierto.

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 —¿Qué contiene? —Es una mezcla de regaliz y olmo —explicó ell

mientras tocaba la frente de la niña, demasiado caliente—on un poco de hisopo y salvia. También lleva corteza d

auce para la fiebre. —¿No tiene melaza? —Puedo agregarle melaza. Pero debes prometerme qu

ú también beberás el té cada hora. Y mientras tu padre estn cama, tú te quedarás en la tuya.

El señor Gathercole se cubrió la cara con las manos anzó una exclamación grave.

 —Espero que tenga mucho té de ése —dijo Missy, coúgubre satisfacción—, pues cuando la fiebre escarlata sone en marcha, es capaz de llevarse a media aldea.

Hacia mediodía, Hannah ya no tenía esperanzas de qul de los Gathercole fuera un caso aislado.

Visitaron a seis pacientes: dos, con heridas infectada

uatro, con fiebre y dolor de garganta. En la casa de loLeBlanc ya se había cumplido la predicción de Missy ParkeHannah tuvo que enviar al hijo mayor al dispensario ddoctor Todd, en busca de más ingredientes para el tmedicinal.

El chico regresó con la inquietante noticia de que Dais

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no estaba en casa de los Todd, sino en la suya, atendiendous propios hijos, que estaban enfermos. Margit Hindnviaba sus disculpas por no haber podido hallar el olmo l regaliz, al igual que Dolly. El niño fue por segunda ve

compañado por Elizabeth y con instrucciones precisas padar con lo que Hannah requería.De cualquier modo, necesitaba tiempo para estudiar

os varones LeBlanc. No tenía tiempo para tomar notas , peras registró mentalmente, como le habían enseñado.

Los dos menores tenían sarpullidos en el cuello y en lamejillas, bajo los brazos y en la cara posterior de las rodillaCon los ojos encendidos por la fiebre, gemebundos por dolor de cabeza, dejaron que ella deslizara los dedouavemente por el sarpullido; parecía arena fina, algo áspel tacto. Los dos tenían la lengua hinchada, aunque la d

Peter tenía el color de las frutas silvestres, mientras que la dSimón estaba recubierta de blanco. Hannah tomó muestrade las lenguas y los sarpullidos para observarlas más tard

ajo el microscopio.La fiebre escarlata afectaba más a los niños, per

ambién había motivos para preocuparse por Molly. Se habevantado para atender a los niños, inmediatamente despuédel parto, y deambulaba por la cabaña con las piernanseguras, envuelta en todos los edredones y los chales d

que podía echar mano. Cuando Hannah insistió e

xaminarla, descubrió que tenía el vientre dolorido. Era

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eñal más alarmante de cuantas había visto en el díDurante un instante deseó fervorosamente ver aparecer Curiosity en la puerta.

 —Mandaré a Willy a por su abuela Kaes —dij

Elizabeth, cuando Hannah la llevó aparte para revelarle suemores—. Charlie no puede arreglárselas solo.Hannah hirvió una taza de agua sobre el hogar y vert

arte de su preciosa provisión de calambuco negro, quhabía comprado en la ciudad a un precio considerablLuego añadió una buena cantidad de jarabe de arce padisimular el sabor amargo. Charlie las acompañó hasta

orche, con su hija recién nacida en el hueco del brazo. —Cuando llegue Matilda, lo pondrá todo en orden —

dijo—. Esa suegra mía es un demonio y los niños le tienemiedo, pero así Molly podrá descansar un poco.

Quería hacer una pregunta, pero no se atrevía. Hannaa leyó con claridad en su cara atribulada. Aquel hombremía oír lo que ella pudiera decirle. Elizabeth tambiésperaba y también tenía miedo, pero ella iría en busca de

verdad, por mucho que la intimidara.

Cuando Charlie LeBlanc ya no pudo oírlas, Hannah sdetuvo, dejó la bolsa en el suelo, apoyó las dos manos eos hombros de su madrastra y la miró a los ojos. Vio qustaba perdida en sus pensamientos, con Robbie, aquel

noche de verano en que había muerto. «Difteria —hab

scrito Richard Todd en el registro—. Robert Middleto

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Bonner, dos años de edad. —Y debajo—: Atardecer, delan Lobo de Buenos Pastos, sesenta y dos años.»

 —No es difteria.La tez de su madrastra, siempre pálida, tomó el tono d

a leche aguada. —¿Estás segura? —Ya sabes que la difteria se presenta con tumefacció

n el cuello... —Elizabeth hizo una mueca de dolor, pero muchacha continuó—: No he visto esa tumefacción eninguno de los enfermos que hemos visitado. Los síntomaon fiebre, dolor de cabeza, dolor de garganta, lengua roja arpullidos. Tú misma lo has visto: parecen quemaduras dol. Los doctores del asilo la llamaban fiebre escarlata. No e

difteria —concluyó con firmeza.Elizabeth asintió.

 —Sí, he visto los sarpullidos.Tenía un tic en los músculos de la mandíbula, como si

miedo a la enfermedad que había matado a su hijo menviviera bajo su propia piel. Después de un momento, Hannaecogió su bolsa y continuaron caminando.

 —¿Has visto antes esta fiebre escarlata? —La voz de smadrastra sonaba algo ronca; ella comprendió que se habbligado a formular la pregunta.

 —Tres casos, en la ciudad.«Niñitas —habría podido añadir—. Murieron las tres,

in duda también sus hermanos varones.» El doctor Savar

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e había pedido ayuda y ella lo siguió por callejuelaerpenteantes hasta las ruinosas casas próximas al Ea

River, barrio de inmigrantes. Entraron en un sótano húmedde agua, sudor y orina, tan atestado que muchos dormía

entados. Los niños enfermos habían sido relegados a uincón oscuro: eran dos niñas y un varón, con la cara sucavada en bandas por los sudores de la fiebre. A poc

distancia estaba acurrucada la madre, con los otros hijopretados contra ella. El doctor Savard le habló en un

mezcla de francés, alemán e inglés, pero no hubo manera dhacerle comprender lo que quería decirle.

Hacía mucho que Hannah no pensaba en aquelloniños; eso la preocupó casi tanto como la certeza de quninguno de ellos había sobrevivido. ¿Qué significaba quhubiera podido quitarse a tal punto aquellas caras de

mente?Después de un rato, su madrastra dijo:

 —¿Te has dado cuenta de que ninguno de los enfermoque hemos visto estaba vacunado contra la viruela?

 —Sí.

 Ninguna de las dos podía decir en voz alta lo quensaba: si a alguno de los aldeanos se le metía en la cabezque las inoculaciones para evitar la viruela había

rovocado la escarlatina, tendrían que enfrentarse al pánicy a algo peor. Hannah debería estar tranquila, pues, hasta

momento, la fiebre escarlata sólo había afectado a persona

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no vacunadas, pero sólo experimentaba un profunddesasosiego.

 —Las dos cosas no están relacionadas —dijo, paonsuelo suyo tanto como de Elizabeth—. Pero supong

que eso no será obvio hasta que alguno de los inoculadoontraiga también la escarlatina. Es muy extraño desear algsí.

Habían llegado al huerto que rodeaba la cabaña de loWilde. Mientras pasaban por entre las pulcras hileras drboles, un pequeño rebaño de ovejas se alejó, asustadara continuar pastando a distancia segura. Las abejaumbaban perezosamente en torno de ellas. A Hannah l

habría gustado sentarse allí mismo para echarse a dormir.Pero ya veía a Nicholas, que las esperaba sentado en

orche. Mientras se acercaba observó los signo

nnegables: cara arrebolada de fiebre, un sarpullido qusomaba por el cuello de la camisa y un dolor insoportabl

Cuando las visitantes se detuvieron frente a él, el joveragó saliva y los músculos de su cuello se contrajeron.

 —¿Y su hermana? —preguntó Elizabeth en voz baja.

Él parpadeó con fuerza. —Ha dicho el doctor que pase usted de inmediateñorita Bonner. —Su voz sonaba ronca por el esfuerzo d

hablar—. Ha dicho que no puede comenzar la autopsia susted.

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«Gracias a Dios —se repetía Elizabeth, una y otra vez—racias a Dios que Lily se ha quedado en la montaña y lo

niños están lejos . Debo avisar a Muchas Palomas.»A Nicholas Wilde, que sufría la pérdida reciente staba en los primeros estadios de la escarlatina, no le hab

de eso, naturalmente. Le preguntó cómo habían sido laúltimas horas de Eulalia y lo escuchó hablar entre llantoPensó darle corteza de sauce para la fiebre, de la que llevabHannah en la bolsa, pero no lo hizo, pues sabía que, en esomomentos, él sólo quería ser escuchado.

Y Elizabeth quería a Nathaniel. El impulso de levantarsara ir en su busca era tan fuerte que le temblaban laiernas; se requería una gran fuerza de voluntad pa

ermanecer sentada en el porche, recién barrido. Eulalhabía plantado espliego a lo largo del camino, le inform

icholas; se entretenía mucho con los corderos... Y nuncensaba en sí misma.

Después de verter las primeras lágrimas de furia, s

njugó la cara con la manga y miró a la visitante con los ojonyectados en sangre. —¿Cuánto tiempo tardarán?Fuera, en el huerto, los manzanos se inclinaban

mpulsos del viento. Ella habría querido decirle: «Teng

hijos. No puedo consolarte como tú necesitas. Ni siquie

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debería estar sentada aquí, contigo.» En cambio arriesgó: —Una hora o poco más. —Y luego—: Usted deber

star en cama; tiene fiebre. Y ha de tomar una tisana para esarganta. Puedo preparársela mientras los otros... —S

nterrumpió—. Venga, que me ocuparé de usted. ¿Cuánthace que no come?Él la miró con sorpresa y se tocó la frente, pensativo.

 —Bump me ha traído un poco de caldo. Me ha dichque me acostase en el granero hasta que él fuera a por mí. —Se levantó y tuvo que apoyarse en el poste—. Pero debavar su tumba. La tumba para mi hermana.

Elizabeth también se levantó, lista para prestarle apoyi caía y con la ferviente esperanza de que no sucediera.

 —Hay vecinos que pueden ayudarlo, señor Wilde —dijo—. Lo que debe hacer ahora es seguir las órdenes d

doctor Todd y acostarse a descansar.

 Nicholas Wilde no podía quedarse solo. Y Hanna

upo, sin necesidad de preguntar, que Elizabeth no squedaría con él. En cuanto pudiera correría montaña arribara informar a Muchas Palomas de que debía retener a lo

niños en Lago de las Nubes.Tal vez Bump también comprendió, pues se ofreció par

quedarse a atender a Nicholas. Hannah no habría aceptad

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in explicarle que la fiebre escarlata era contagiosa, perRichard Todd no se preocupó.

 —Mandaré a alguien para que cave la sepultura —dijo a Bump—. Y lo más probable es que Anna McGarrity s

cupe de amortajarla. —Luego se volvió hacia Elizabeth—Tú no servirás de nada aquí. Hannah y yo tenemos muchque hacer. Ve a reunirte con tu familia.

Hasta Richard había comprendido. Elizabeth se volvhacia Hannah.

 —Cuando puedas regresar a casa, avísanos antes paque vengamos a buscarte. ¿Me has entendido?

Hannah tardó un momento en comprender el sentido da advertencia. «El molino —recordó súbitamente—. El robManny Freeman. Ambrose Dye.»

 —Os avisaré.

Richard, con un gesto impaciente, añadió: —Tenemos que visitar a todas las familias de Paradis

Sólo Dios sabe hasta dónde se ha extendido. Tal vez ncabemos hasta después de anochecer. Ella dormirá en cas

donde esté a mi disposición, por si la necesito.

En los ojos de Elizabeth hubo chispas de indignación nfado. Hannah casi se alegró de ver que no estabompletamente abrumada por el miedo.

 —Hannah vendrá a casa, a dormir en su cama —dijmirando a Richard a los ojos—, a menos que ella prefie

dormir aquí, en la aldea. No ha firmado ningún contrato d

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ervidumbre que la ponga a su disposición, doctor, y gradeceré que lo recuerde.

 —Dios me libre de las mujeres Bonner —murmurRichard, volviéndole la espalda—. Lo que no me explico e

ómo hace Nathaniel para soportar a más de una.

Cuando Elizabeth llegó a casa, sofocada y tan afligidque parecía incapaz de hablar, los hombres se encontrabaeunidos en torno a la fogata apagada, entre las cabaña

Estaban todos ellos: Palabras Fuertes, Golpea el Cielo, Ojde Halcón, con Lily en el regazo, Huye de los Osos, con lodos pequeños, Ethan, Grajo Azul, Daniel y Nathaniel.

Con regocijo y temor al mismo tiempo, Elizabeth

reguntó si era posible que el corazón se quebrase como uristal frío arrojado en agua hirviendo. Lo que más deseabn el mundo y lo que más temía: toda su gente reunida al

mientras la enfermedad se apoderaba de la aldea. Una vemás. Como una serpiente que saliera de su nido invernal. E

sta ocasión tenía otro nombre (dos diferentes, se corrigiiebre escarlata y escarlatina), pero ella no se dejabngañar.

El primero en acercarse fue Daniel, cuya expresión dúbilo dio paso a otra de contrariedad al ver que su madr

vitaba sus brazos extendidos. Había pasado el día dedicad

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consolar a niños enfermos, a limpiarles la cara y a echucharadas de caldo y té en lenguas rojas e hinchadasCómo podía abrazar a su hijo? Pero él no entendía de esaosas. Aún era lo bastante pequeño como para necesitar lo

razos de su madre. Al verse obligada a rechazarlo, Elizabetintió que algo pequeño y tierno se rompía en ella. Nathaniel acudió a la carrera para alzarlo, aunque e

demasiado alto para estar en brazos. —Deja que tu madre vaya a lavarse —dijo—. Lueg

nos sentaremos a conversar.

 Nathaniel siguió a su esposa al interior de la cabaña; loniños fueron en busca de agua para ella. Mientras los cubo

ban y venían, y el agua fría iba llenando la tina de asientlla se paseaba de un lado a otro; no quiso esperar a que salentara y se negó a hablar siquiera, hasta que la tarestuvo terminada y la puerta cerrada tras ellos .

 —Sea lo que sea, Botas, escúpelo antes de que estalle

Por lo general Elizabeth tendía a moderar sureocupaciones, sobre todo por el convencimiento de qui podía convencer a otros de que las cosas no estaban ta

mal, ella misma comenzaría a creerlo. Pero estaba asustada us recursos para calmarse no servían de nada. El relat

urgió a torrentes, mientras se desnudaba y se metía en

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gua fría. La muerte de la joven Eulalia Wilde, la fiebruerperal de Molly LeBlanc, los nombres de los niñonfermos de escarlatina: Joseph, Solange, Emmanuel, Lucy

Peter, Simón, Mary, Faith.

 No era difteria. Lo dijo tan a menudo que él se pregunti se oía a sí misma.Temblaba y se estremecía, pese al calor del verano

enía la piel erizada en el pecho y en los brazos. Cuandidió el jabón, él le entregó una de las barras perfumadas dspliego que su prima le había enviado desde la ciudad. Se scurrió entre los dedos una y otra vez, hasta que Nathania cogió.

Mientras él le frotaba la espalda con jabón, Elizabearloteaba sin cesar. Cuando al fin hubo utilizado todas laalabras de que disponía, Nathaniel la enjuagó con el agu

ría. Después de ayudarla a levantarse, la envolvió en unmanta para llevarla a la cama.

Lo último que ella murmuró, antes de quedarse dormidra lo que él más temía.

 —Debemos abandonar este lugar —dijo—. Debemo

lejar a los niños de aquí. Lo siento, Nathaniel, lo sienmucho, pero no puedo, no puedo, no puedo.

En todos esos años, desde que Elizabeth hab

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ceptado ser su esposa y criar a su familia en Lago de laubes, Nathaniel había esperado que algún día se declara

harta de aquella vida tan dura. En ocasiones no podallárselo, pero ella lo tranquilizaba con besos, o

espondía irritada o lo ridiculizaba con suavidad. Nxtrañaba en absoluto Inglaterra ni la casa señorial en la quhabía crecido; no quería carruajes ni ropa lujosa; sus libroran mejores que el teatro o la ópera. Tenía a su familia, sumigos, su escuela: más de lo que nunca había imaginadQué otro lugar podía ofrecerle más? La única persona eodo Paradise capaz de discutir sobre eso con ella era Kit

Todd.Aun así, en ocasiones él le veía en la cara algo para

que no hallaba explicación. Un anhelo, una curiosidad sobl mundo. Cuando Ojo de Halcón hablaba de ir al oeste, el

o escuchaba con ojos ansiosos; por las noches, cuando leeía los periódicos de la ciudad, en su cara asomaba una lu

nueva. Nathaniel no era el único que lo veía y se lo señalabero ella siempre reaccionaba con auténtica sorpresa. Palla los Bosques Interminables eran frontera suficiente; n

enía prisa por llevar a los niños hacia el oeste ni a ningútro lugar. Todos ellos habían nacido en Lago de las Nubesllí estaba enterrado su hijo menor. Ése era el lugar dondenían sus raíces.

Ahora Hannah estaba a punto de abandonarlos y Oj

de Halcón aprovecharía la oportunidad para partir tambié

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Seguiría a su nieta hacia el oeste, pero en cuanto ella ssentara con los sénecas, él continuaría caminando haslegar al fin del mundo. «Un escozor en el fondo de lo

huesos —lo había descrito él hacía poco—. Caminar

morir.» Lo había dicho en el idioma de su infancia, el quhora sólo utilizaba para revelar cosas de la maymportancia.

 Nathaniel había consultado a Muchas Palomas, comntes a su madre cuando necesitaba su consejo. En otriempo, Muchas Palomas había sido su cuñada, pero siempería la hija de Atardecer y la nieta de Hecha de Huesos;

hubiera decidido abandonar esa montaña para vivir entre lokahnyen’kehàka que se habían instalado en Canadá, a esahoras sería madre de clan; una mujer con visión, como habrdicho la madre de Nathaniel.

Tenía treinta años y seguía siendo hermosa, taarecida a la primera esposa de Nathaniel que, cuando

veía inesperadamente, sentía una punzada en el vientre. «Sarah no hubiera muerto...» A veces la frase llegaba sola

ero él no podía pensar más allá de esas pocas palabras. N

odía eliminar con la mente la vida que llevaba ahora, pueno deseaba otra.Después de escuchar sus temores, Muchas Paloma

había cogido un poco de tabaco de la taleguilla que olgaba del cuello y lo había arrojado al fuego. Mientras

miraba arder había dicho:

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 —Se irán. Y en el fondo, tú no quieres detenerlos. Hlegado el momento.

Una verdad tan dura como una nuez. Y ahora otrapidemia en la aldea. Y Elizabeth, en un sueño sin sosiego

n el que buscaba un lugar seguro para criar a sus hijos. Uugar que debía existir; era preciso. Como ella le tenía tane, Nathaniel debía hallar ese sitio.

La despertaron las risas de los niños en el crepúsculElizabeth se puso un vestido y salió al porche, con la

iernas desnudas, para verlos jugar bajo las cascadaComenzaba a ceder el calor del día, y el roce de la brisontra la piel era un gozo.

Los niños —sus hijos, los de Muchas Palomas y Etha— gritaban por encima del ruido del agua, desafiándosmutuamente en dos idiomas. Su alegría era tan clara

alpable como el aire frío que desprendía el salto de agua.Los hombres conversaban seriamente, sentados e

orno de la fogata. Todos vigilaban a los niños, y de vez euando los alentaban con palabras. Otros hombres —lolancos, se corrigió—, les habrían gritado advertencia

ndicaciones, órdenes. Ella misma solía hacerlo en otroiempos. Pero por fin había llegado a comprender que con

miedo no evitaba nada ni lograba nada útil.

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Ethan trepó al peñasco que los niños llamaban Nariz doroba, el punto más alto del que se les permitía zambullirs

Allí agitó frenéticamente las dos manos hasta que Elizabee respondió con un brazo en alto. El niño se arrojó al agu

desnudo y esbelto como un visón, con la piel bronceada y elo oscurecido por el agua. Lo siguió Grajo Azul, con uhillido, y su hermanita después. Luego le tocó el turno

Lily; el pelo era una furia salvaje en torno de la cabeza obre los hombros, hasta la cintura. Daniel se detuvo allí

mirar, vestido con un taparrabos, con los puños contra laaderas, inspeccionando su reino.

Lo que Elizabeth veía ahora era la cara de Nathanielzada para observar a su hijo, incapaz de disimular ssombro, como si viera salir la luna.

Él pareció oír sus pensamientos, pues se apartó de

ogata para sentarse en el porche tras ella, la envolvió coos brazos y le apoyó el mentón en el hombro. Así ella nodía verle la cara, pero no importaba, mientras oyera su vol oído, grave y segura.

 —¿Has descansado, Botas?

 —Sobre lo que te he dicho antes, Nathaniel...Él la acalló sacudiendo la cabeza. —Mira a Lily; ha decidido que su zambullida sea la má

uidosa.Su diminuta hija se había enroscado como una bala d

añón humana, con los brazos ciñendo las rodilla

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lexionadas, y se dejó caer. El agua se elevó en halo en tornde ella, mientras los varones emitían un aullido dprobación. Elizabeth soltó un suspiro.

 —¿Por qué tiene que convertirlo todo en una batalla?

 —Porque es tu hija. —Nathaniel se meció un pocunto con ella—. Es su manera de ser. —Sobre lo que te he dicho antes...Él sacudió otra vez la cabeza, con más potencia.

 —Espera, Botas. Escúchame. —Le frotó la cara contl pelo—. Sé que tienes miedo. Yo también. Ojalá pudierrometerte que nadie sufrirá daño, pero no puedo. Ni aquí n lugar alguno podría prometerte eso. Pero estoy dispuestabandonar Lobo Escondido, si eso te permite descansar eaz. Podríamos adentrarnos en los bosques o reunirnos co

os mohawk. Probablemente pudiéramos reunir suficien

dinero para comprar una pequeña finca, cerca de GermaFlats o río abajo, más allá de Albany. De cualquier modMuchas Palomas y Osos se quedarán en Lago de las Nubeiempre será posible volver, si el sitio donde acabemos no grada.

Sus brazos zumbaban de tensión, como si temiera qulla tratara de apartarse. Elizabeth abrió la boca, pero nurgió ninguna palabra. En realidad no encontraba sentido

nada, ni a la calma de Nathaniel ni a lo que decía. —Oye...

 —Por ahora calla, Botas. Piénsalo. Cuando haya

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decidido lo que deseas, házmelo saber.Iba a dejarla, pero ella lo cogió por el brazo.

 —Nathaniel, ¿qué sabes de Manny? ¿Está a salvo? —Por el momento, sí.

Y ella comprendió que no recibiría más información, pomuchas preguntas que hiciera. Él le ocultaba lo peor. Quhabía sido de Ambrose Dye y qué planeaba Manny. Eso ndeseaba decírselo.

Pero Elizabeth tenía algo que preguntar, y se sorprendsí misma cuando lo hizo.

 —No confías en mí, ¿verdad? —Te confiaría mi vida, Botas. Bien lo sabes. —Crees que soy demasiado inestable como pa

evelarme la verdad sobre Manny.Por la cara de Nathaniel pasó una expresión irritada.

 —No me hagas decir lo que no he dicho, mujer. —Hablame de Jode —pidió ella. —¡Maldita sea! —Él se pasó una mano por los ojos—

Qué puedo decirte que no hayas adivinado ya? —¿Qué puedes decirme? Para empezar, permítem

reguntar qué hace aquí Jode. Manny debe de haber viajadhacia el norte en busca del grupo de Roca Bermeja. Es única explicación que encuentro.

 —Pues bien, has adivinado —respondió él, s in rodeo—. Manny llegó a Buenos Pastos buscando a su espos

Fue Elijah quien le contó lo de Selah. Cuando venía hac

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quí, Jode lo s iguió. —¿Has hablado con ellos? —Con todos. Pronto partirán hacia el oeste, con lo qu

e acabarán nuestras preocupaciones. —De pronto s

partó y gritó sobre el ruido de las cascadas—. ¡Niños! Haareas que hacer antes de que oscurezca.Dejó a Elizabeth para reunirse con los hombres qu

staba sentados en torno al fuego; ni siquiera se volvió mirarla. Temía hacerlo, por si ella le leía en la cara lo que él sreía en la obligación de ocultarle: el resto del asunto. Eensamiento trepó como hielo por la columna de Elizabeth.

La mayoría de los hombres estaba aún fuera, con

rupo de búsqueda. Hannah lo descubrió mientras iban duna familia a otra. Todas las mujeres querían saber qué hab

asado en el molino. Richard, a quien sólo interesaba buscíntomas de fiebre escarlata, se impacientaba más y más coada visita.

 —¡Por Dios, mujer! —rugió cuando la señora Hindle reguntó sobre la búsqueda—. ¡Tenemos ocho casos dscarlatina en esta aldea! ¡Y uno de ellos es ese niño qu

usted tiene en el regazo, ardiendo de fiebre!Laura Hindle, que normalmente no tenía pelos en

engua, comenzó por enrojecer de indignación; luego estal

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n lágrimas y abrazó al niño con tanta fuerza que Hannadebió quitárselo, antes de que se agravara en manos de smadre.

Cuando salieron de la pequeña vivienda, Hanna

speró a dominar por completo la voz. Luego dijo: —Si me permite la observación, doctor Todd, es ustean delicado como un buey. La señora Hindle se ahoga d

miedo, pensando que su esposo puede estar en la espesurdegollado y sin cuero cabelludo... No me interrumpa. Usteabe que tengo razón. En todas esas cabañas, las mujeres os niños escuchan el viento entre los árboles y sreguntan si serán capaces de disparar una escopeta corontitud cuando llegue el siguiente grupo de guerreros. Mío no puede bajar de la montaña por miedo a que alguien songa nervioso y le dispare.

 —No hay ningún grupo de guerreros en ochocientokilómetros a la redonda, Hannah Bonner.

 —Ya lo sé. Pero ellas no lo creerán mientras no tenganus hombres en casa, sanos y salvos. Gritarles es unontería. Peor aún: eso sólo aumenta su pánico.

Richard se detuvo en seco y se volvió hacia ella. —¿Debemos dejar que los niños con fiebre se atiendaolos, mientras las madres apuntan un mosquete contra laombras? No tengo paciencia para esas sandeces.

 —Permita que yo me ocupe de las madres —propus

lla, y lo vio retorcerse ante su tono—. Usted está haciend

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más mal que bien. —En cualquier momento me pedirás que me una

rupo de búsqueda —barbotó el médico, aunque con muchmenos energía.

 —Es una excelente idea. ¿Por qué no lo hace? —Quizá lo haga —contraatacó Richard—. Pero la últimasa que debemos visitar es el molino. Y si alguien pued

disparar aquí, es uno de los Kuick. A decir verdad, en estmomento me gustaría hacerme a un lado y presenciar scena.

Tras haber oído contar tantas cosas sobre la casa de lviuda Kuick, cuando Hannah entró en la cocina esperab

ncontrar a criados y esclavos trabajando frenéticamentuces encendidas en todas las habitaciones y pasillo

vibrantes de gritos e indignación. En cambio, la casa parecdesierta, extrañamente fresca y tan vacía que la voz suave dBecca despertaba ecos en los corredores. El doctor

reguntaba por su ama y la muchacha hacía lo posible pesponder.De Cookie no había señales. Anna McGarrity hab

divulgado que la criada nueva había partido al rayar el díin previo aviso. En la mesa había una pila de platos sucio

n el hogar, se consumían las últimas brasas; un gato s

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rotó contra las faldas de Hannah, maullando una pregunta —No sé adónde han ido todos —le respondió ella. E

un macho del tamaño de un mapache gordo—. Tal vez estén la barraca de los esclavos. ¿Quieres que vayamos a ver?

Lo cierto era que estaba deseosa de abandonar la casY el gato, encantado con la propuesta, trotó a su lado comun perro, con la cola levantada hacia el cielo.

El ruido del arroyo que alimentaba el molino se fuhaciendo más fuerte. Por fin Hannah viró en un recodo y lvio ante sí, oscuro y silencioso como la casa. El gato sdelantó a la carrera para rodear la esquina; ahora le tocaballa seguirlo, más renuente.

El edificio que servía como almacén y alojamiento paos esclavos se levantaba en un pequeño claro, entre

molino y la casa del capataz; era una construcció

chaparrada, donde aún se veían luces. Una vez en el porchHannah vaciló. Dentro se oían retazos de conversacione... más de esas hortalizas...», «... quieres darme mi...¿Cuánto creéis que tardará el doctor en...?» y «Tomdónde has estado?» El aire estaba cargado de olore

abrosos: trucha frita, pan de maíz, leche caliente.De pronto Hannah no pudo recordar por qué había idllí, a menos que fuera, simplemente, para huir de la cocinría de la casa. Pensó en desandar el trayecto y golpeuertas hasta dar con Richard, Becca o Jemima. Tambié

ensó en volver a su casa sola por el bosque, a pesar de

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que había prometido a Elizabeth.La puerta se abrió. Allí estaba Cookie. Su expresió

auta cedió paso a una sonrisa. —Señorita Bonner —dijo, mientras daba un paso atrá

ara abrir del todo la puerta—. Qué gusto verla. Pase, paseiéntese a cenar con nosotros. Hay comida de sobra.

 —Aquí no hay dolores de garganta —aseguró Levuando Hannah hubo acabado de contarles los sucesos d

día. El ambiente alegre de la mesa se había ensombrecidero no del todo.

Ezekiel le guiñó un ojo. —Ni lenguas del color de las frutas silvestres , aunqu

yer Moses se quejaba de que le dolía la cabeza. —Porque Malachi se la pisó al levantarse —explic

Shadrach, un hombrón corpulento, pero de voz sumamenuave.

Los siete esclavos de la viuda, sentados en torno d

una tabla apoyada en dos toneles que servía de mesmiraban a Hannah con franca curiosidad y buen talante. Si scarlatina los preocupaba, lo disimulaban bien.

 —Pues entonces haríais bien en no bajar a la aldea —es dijo ella—. Es una enfermedad contagiosa. Os dejaré u

oco de té para el dolor de garganta, por si acaso, y tambié

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orteza de sauce para la fiebre. —Es muy amable —musitó Cookie—, pero ya sabe qu

uando necesitamos atención médica, suelen venir Curiosi Daisy.

 —En los próximos días, Daisy estará muy ocupada coos enfermos de la aldea —explicó la muchacha—. Curiosity aún no ha regresado. Si os parece que alguien h

illado la fiebre escarlata, mandad a buscarme.De inmediato cayó en la cuenta de que ellos no podía

ceptar la ayuda ofrecida: la viuda no lo permitiría. —Eso que oigo es el caballo del señor Kuick. —Cook

e volvió hacia la ventana. Su tono era suave, pero sxpresión revelaba más—. No se ha detenido en la casa.

 —Viene hacia aquí. Y deprisa —añadió Levi.Todos los hombres se levantaron a la vez par

cercarse a las ventanas. —Parece que ha regresado toda la partida de búsqued

—murmuró alguien—. Hay mucho alboroto en la aldea. —¿Viene alguien con el señor Kuick? —Hanna

ormuló la pregunta que nadie más se atrevía a expresar.

Cookie se volvió hacia ella. —Viene solo —dijo, sin hacer nada por disimular slivio—. Y con las manos vacías.

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El caballo de Isaiah Kuick se detuvo frente al molinhorreando espuma y con la cabeza colgando. Por primer

vez Hannah vio cierta preocupación en la cara de Cookiero no habría podido decir si era por el animal o por

hombre. —¿Señor Isaiah? —llamó la negra, desde el vano de uerta—. ¿Señor Isaiah? Pase, por favor.

El umbral estaba mojado. Hannah se agachó paonvencerse de que era agua y no sangre lo que chorreab

de Isaiah Kuick.El edificio estaba lleno de resonancias: el ruido d

rroyo que corría montaña abajo, hacia el Sacandaga; matraqueo rítmico del canal contra las abrazaderas, lorujidos y gemidos de las paredes de madera, el silbar d

viento.

 —Señor Isaiah, ¿por qué no entra? Dígale algo, señoriBonner. Puede que a usted la escuche.

 —Soy Hannah Bonner, señor Kuick. ¿Está usteherido?

El óvalo pálido que era su cara se volvió hacia ello

amboleándose como si estuviera ebrio. —Buscaré otra vez —respondió con voz ronca—. Unvez más.

Y se apartó nuevamente entre las sombras. —¿Busca al capataz? —le preguntó Hannah, alzando

voz—. Hoy el señor Dye no ha aparecido por aquí, ¿verda

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Cookie?La mujer había cruzado los brazos contra la cintura.

 —No, no ha aparecido —dijo.Hannah continuó.

 —Usted no se encuentra bien, señor Kuick. ¿Por qué nntra para que el doctor Todd lo atienda? Está en la cason su madre.

La única respuesta fue una risa ronca, tan cerca que eldio un respingo.

Isaiah tenía el manto empapado y el pelo chorreanegado a las mejillas sin rasurar. Su cara parecía relumbrara luz nocturna, con los ojos enrojecidos y vidrioso

Oscilaba un poco, fija su atención en Cookie.De pronto dio un paso adelante y la rodeó con lo

razos para esconder la cara en la curva de su hombro. Tod

u cuerpo se estremecía. —Se ha ido, Cookie —susurró—. Se ha ido pa

iempre.Ella lo meció y le dio unas palmaditas en la espalda.

 —Todo se arreglará, señor Isaiah —dijo en voz baja—

Todo se arreglará. Ahora le buscaremos ropa seca y algaliente para beber. Está congelado hasta los huesos. —miró a Hannah por encima de los hombros convulsos dKuick, con los ojos fríos como el agua que goteaba de loabellos del hombre sobre su cara—. Ya verá cóm

ncuentran al señor Dye y lo traen a casa, más sano qu

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nunca. Ya lo verá.

Mucho después de medianoche, Hannah regresó a ocina de la casa, perdida, desalentada y sin poder recordo que necesitaba.

Becca Kaes se incorporó súbitamente en un jergón quhabía tendido junto al hogar. La muchacha dio un pastrás, con una exclamación de sorpresa y espanto.

 —Becca —tartamudeó, llevándose una mano al cuel—, qué susto me has dado.

Habían sido compañeras de escuela. Era una chica duen corazón, que había heredado la actitud cordial de s

madre y la risa de su padre. En esos momentos su cara só

xpresaba preocupación y miedo. —Hannah —dijo, mientras se adelantaba envuelta e

una maraña de mantas—. ¿Es cierto lo de Eulalia Wilde?¡Qué extraño, haber olvidado a Eulalia en tan poc

iempo! Hannah parpadeó varias veces, pero la sensación d

ener arena tras los párpados siguió allí. Asintió con abeza. —Sí. Tenía una infección grave que pasó a la sangre.La otra lanzó una exclamación y un suspiro.

 —Que Dios la tenga en su gloria. Éramos muy amiga

Y Nicholas?

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 —Tiene escarlatina. Pero es fuerte. Creo quobrevivirá.

Becca se dejó caer en un banco, junto a la mesa daballetes. Pasado un momento pareció reaccionar y s

partó el pelo de la cara. —Me da miedo preguntar por mi hermana y sus niños.Hannah se sentó junto a ella.

 —Molly está mal, pero los niños son fuertes y creo qualdrán adelante.

 —Iría a ayudarla, si la viuda...Ella la interrumpió con un gesto de cabeza.

 —No te preocupes. Tu madre está con ella.Becca sacó un pañuelo de la manga y se sonó la nariz.

 —Supongo que debería ir a ver cómo está la viuda —dijo, en el mismo tono de voz que podría haber utilizado pa

nunciar que iba a limpiar el establo. —El doctor ha dicho que dormirá hasta mañana —

ecordó Hannah—. No creo que haga falta.Al oír eso la criada pareció sentir alivio.

 —¿Quieres un poco de té o algo para comer? Hac

mucho tiempo que no conversamos, tú y yo. La viuda... —ñadió bajando la voz—, ya sabes cómo es. —Ya lo sé, sí. Gracias por ofrecerme té, pero en realida

ólo quiero ir a casa. ¿Crees que algún hombre del molinodría acompañarme montaña arriba?

Becca se levantó tan súbitamente que hizo repiquete

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os platos. —Oh, cielos, lo había olvidado. Hay alguien que

spera hace horas. Un indio. No el que... —Hizo una pausSu tono sonaba algo irritado, como si detestara tener qu

ensar en lo que había sucedido la noche anterior—. Es umigo de tu familia. Me he olvidado de decírtelo.Hannah se espabiló de nuevo y cayó en la cuenta d

que ésa era la noticia que esperaba oír. —En ese caso, me despido. —¡Espera! —La muchacha se adelantó—. ¿Qué pasa

on el señor Kuick? —Cookie está con él. —¿Es la fiebre escarlata? ¿Está muy malo? —Es la fiebre escarlata, pero también tiene pulmoní

Está muy mal, sí.

Hannah estaba demasiado cansada como parobresaltarse cuando Golpea el Cielo salió de entre la

ombras del establo y echó a andar junto a ella; apenas miró. Se alegraba de poder andar a oscuras y de que el clarde luna hiciera innecesario llevar lámpara. También slegraba de contar con Golpea el Cielo, pues él le brindabas cosas que más necesitaba: consuelo, compañía

rotección, sin hacer preguntas ni pedir explicaciones.

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Mientras caminaban, sintió que la jornada se ibdesprendiendo de ella, capa a capa. Niños con fiebre, madreemerosas. Isaac Cameron, desorbitado y balbuceando algobre las emboscadas de los indios, mientras ella le cortab

a carne infectada de una quemadura en la mano. La delgadapa de lo que había sido Eulalia Wilde. La cara bondadosde Bump y la furiosa del doctor, con un escalpelnsangrentado en la mano. La osadía de la muerte. Nichola

Wilde, desgarrado por el dolor. Daisy Hench, estrujando uaño frío para calmar la fiebre que ardía en tres de sus cuatr

hijos, con los ojos clavados en el único sano, esperandTodos ellos esperaban.

Golpea el Cielo caminaba junto a ella y, cuando endero era estrecho, delante. Hannah lo observaba; elto, fuerte y reunía todas las cualidades que le había

nseñado a admirar en un hombre. Su piel tenía un tonobrizo intenso, más intenso y más real que el suyo.

Como si hubiera pronunciado su nombre, él volvió abeza y la miró por encima del hombro; las plumas darceta que llevaba entretejidas al mechón de la coronilla

lzaron y giraron, impulsadas por la brisa. Ella formuló regunta que más temía: —¿Hay algún enfermo en Lago de las Nubes? —No —respondió él.Habría podido decir: «Todavía no», pero no lo hiz

Sabía que esas palabras la disgustarían. La satisfacción y

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iquiera lo había intentado ni había mencionado el temHannah lo agradecía; de esa manera ahora todo resultabmás fácil.

Cuando ella pasó a su lado, el guerrero la llamó por s

nombre. —Camina Adelante. —Y de inmediato añadió esalabra que ella esperaba oírle, que temía no oírle jamás—

Hannah.Se detuvo, con los brazos ceñidos al cuerpo, y s

volvió hacia él.Golpea el Cielo estaba de pie, pero ella no llegaba

distinguir sus facciones. —Te conozco —dijo. —Sí —respondió ella, aferrándose a la certidumbre qu

había llegado tan de súbito, sólo para abandonarla otra v

—. Comprendo que es así.

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Capítulo 40

Hannah soñó con árboles cargados de ciruelas, peras acimos de cerezas color sangre, melocotones pesados landos como la luna que ella imaginaba de niña. Has

donde podía ver en sus sueños, había árboles cargados druta.

Como suele suceder en los sueños, Eulalia Wild

pareció de pronto; caminaba a su lado, señalando un árbras otro.

 —Bajo un peral, tu prima Isabel; bajo un membrillo, buela Atardecer; para Selah Voyager, ciruelas dulces. —

Cuando llegaron a los manzanos, Eulalia se detuvo y se ciñ

os brazos al cuerpo—. Aquí es donde yo me acuesto dormir —dijo con una sonrisa—. Bajo la nieve.Más allá se veían cien, mil árboles, con las ramas baja

nclinadas por el peso de las manzanas. —¿Quién descansará bajo estos árboles? —pregunt

Hannah.La muchacha elevó las manos y canturreó: —Grabenstein, Niños Esperando en Fila, No Busque

Más.Hannah se despertó sobresaltada.Había epidemia en la aldea. Richard necesitaría ayud

ero el impulso la llevó primero al jardín de Elizabeth.

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Cuando los gemelos eran muy pequeños, los Bonnhabían debido hacer un inesperado y desagradable viaje Escocia; cuando volvieron, llevaron consigo varios árbolerutales en tinas, regalo del conde de Carryck, proveniente

de su invernáculo. Elizabeth, entusiasmada por la idea dultivar ciruelas, peras y cerezas en Lago de las Nubes, había declarado dispuesta a aceptar el desafío. Si Carryc

odía cultivar melocotones en Escocia, bien podría eluidar de unos cuantos árboles más resistentes durante nvierno de Lobo Escondido.

Pese al empeño de Elizabeth, que consultó con todoos agricultores de la aldea e intercambió cartas con Escociese a los abonos, el riego cuidadoso y las capas de arpilleon que los envolvieron durante los meses fríos, tres de lorboles no sobrevivieron al primer invierno. El siguien

mató a otros dos. Sólo un cerezo sobrevivió. En ese árbolantado en un sitio soleado entre la cabaña y el establ

donde estaba protegido contra el viento, Elizabeth aplicodos sus esfuerzos. Desde entonces, todos los comienzo

de verano recibía su recompensa en especies.

El árbol era como una vieja seca, de espalda torcida, quferra sus galas entre las garras flacas. Hannah llenó uestillo y entró en el granero a clasificar la fruta. El lugar olheno seco, a serrín mojado y al viejo Toby, que roncab

uavemente en su caballeriza; sólo despertaría cuand

lguien se acordara de sacarlo a pastar. Hannah dej

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ntreabierta la puerta para que entraran la brisa y el rumor das cascadas, melodía familiar y consoladora.

Una sombra cayó sobre la mesa, y ella contuvo liento.

En el vano de la puerta se erguía Golpea el Cielo; upo sin levantar la cabeza. Lo conocía por su forma y samaño, por su manera de respirar y porque su propiorazón le desobedecía: galopaba hacia delante, hacia alg

que ella no quería. Hoy no, ahora no.Continuó trabajando mientras él la observaba; su

dedos escogían la fruta como por voluntad propia. Hannae prometió que no sería la primera en hablar, aunque algn ella protestaba por esa conducta infantil. Pero él la hablamado por su nombre inglés, y eso la inquietaba. Era comi hubiese visto el secreto que ella conservaba, desde hac

anto tiempo, escrito en la frente: que se llamaba a sí mismHannah, ante todo y siempre. El nombre adulto que sbuela le había puesto, Camina Adelante, nunca hablegado a arraigar en su mente. Era un buen nombre y se l

había ganado, pero respondía a él como si la llamaran: «Oy

muchacha...» —Cuando está Golpea el Cielo, tú cambias —le habdicho Daniel. No podía convencer a nadie, ni siquiera a misma, de que sólo sentía amistad por el hombre que estabde pie en el vano de la puerta, observándola.

Levantó la vista, enrojecida y agitada como sí hubie

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orrido un par de kilómetros. —¿Qué miras? ¿En estas pocas horas has olvidad

ómo soy?Su tono pareció no preocuparlo.

 —Me gusta cómo eres, Camina Adelante.Entró a la sombra fresca, con el sol a la espalda. Hannano podía ver su expresión, de lo cual se alegraba. Por smente pasaron un sinfín de cosas que podría decirle, pero inal habló sólo por oír el sonido de su propia voz.

 —Estoy muy ocupada, como puedes ver. Debo bajar a aldea; el doctor me estará esperando.

 —Tus manos están ocupadas, sí, pero tu boca no.Ella ardía en deseos de arrojarle algo a la cabeza, pero s

bligó a respirar hondo hasta que el impulso hubo pasado. —¿Es que no tienes nada que hacer?

 —Nada tan importante como lo que estoy haciendo.Esas palabras le corrieron por la columna como lo

scalofríos de la fiebre. —Basta de bromas. ¿Qué quieres?La miraba con tanta franqueza, era tan fácil leer en su

jos, que Hannah no pudo soportarlo y bajó la cabeza. Nonfiaba en su propia expresión ni quería ver la de él. Poncima de todo, no quería que él respondiera a su pregunt¿Qué quieres?», que pendía en el aire entre los dos, talena y madura como la fruta que tenía en las manos. Habr

querido arrebatarla y tragársela entera.

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 —Estas cerezas están maduras —dijo, sin levantar vista—. Si tienes hambre...

Una vez que pudo confiar nuevamente en sí mismrguió la espalda y, mirándolo a los ojos, le alargó una

uantas cerezas en la palma de la mano. Su color era tantenso y oscuro que ocultaban en su hondura los otroolores del mundo. No eran negras ni rojas, sino ambaosas y ninguna de las dos. Un color tan intenso y complejomo el de los ojos de aquel hombre, que la miraba con u

deseo desembozado e impenitente.Él alargó la mano para cogerlas, pero su palma quedó e

uspenso, vacilante. Luego sus dedos se curvaron sobre ruta y le rozaron la muñeca.

 —Te hago temblar, Camina Adelante. —Me impides trabajar; eso es todo.

 —No es la primera mentira que me dices, pero es de laque duelen.

Ella habría podido apartarse, pero siguió allí, mientraGolpea el Cielo le recorría la muñeca con los dedos, ya comás decisión, de modo que las cerezas rodaban entre amba

almas. Su contacto era ligero; sus dedos, fuertes , ásperos rescos. Cuando Hannah levantó la vista, lo encontronriente. Él apartó la mano, llevándose la fruta.

 —Anoche huiste de mí —dijo. —Estaba cansada.

Era extraño que una verdad pudiera ser al mismo tiemp

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una falsedad. Hannah esperaba que él se fuera, pero Golpel Cielo se limitó a volverse de perfil, para contemplar la lu

matinal mientras se comía las cerezas. El jugo le corría comangre por la comisura de la boca. Ella, al verlo, dio u

espingo y envolvió los dedos en la falda, para no tocarlo.Golpea el Cielo se limpió con el dorso de la mano y dijin mirarla:

 —Ven conmigo al oeste, Camina Adelante. Ven a vivionmigo, entre mi gente. Allá, entre los sénecas, hay trabajara ti.

De Hannah escapó un sonido, como si todo el aietenido en sus pulmones saliera de súbito. Para que no emblaran las manos las apoyó en la tosca mesa.

 —¿No tienes nada que decir? —Él se volvió hacia ellmpasible, como si le hubiera preguntado si iba a llover

sperara tan sólo esa respuesta. —Quieres que vaya al oeste porque los séneca

necesitan otra curandera. —No era tanto una pregunta comuna acusación; ella lo percibió en su propia voz. Y éambién; cuando sonrió, los surcos largos de sus mejillas

dieron el aspecto de un hombre libre de temores, seguro dí y de su lugar en el mundo. —En los viejos tiempos nuestras madres se hubiera

ncargado de acordar esto —dijo—, pero ahora debemoctuar por nuestra cuenta. Escucha, Camina Adelante: ser

un buen esposo para ti. Estaremos juntos, codo con cod

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ntre gente de verdad.Hannah parpadeó, herida por un recuerdo involuntari

enetrante como el hielo. Mucho tiempo atrás, había estadn aquel mismo sitio con Liam Kirby, en pleno invierno. Y é

mirándola como ahora la miraba Golpea el Cielo, le habedido una promesa que ella no podía hacer. Aún lo veía: nieve pegada a las cejas y a su pelo rojo, allí donde asomab

or debajo de la gorra, tan pálido que se veía palpitar angre en las venas de sus sienes.

«Para mí eres blanca.» Él había dicho esas palabras, on ellas había alzado la primera barrera entre los dos. Lrimera de muchas, aunque entonces ella no lo sabí

durante su niñez, Liam formaba parte de su vida, tanto comLobo Escondido. Pero se había ido, para siempre.

Aquel día ella habría querido pegarle, escupir

negación que tan amarga sabía en su lengua: «No solanca.» Pero no podía decirlo, pues era verdad sólo earte. Ella era blanca y también piel roja, y todo ntermedio, y nada de eso. Pero entonces era una niñ

Ahora, ya mujer, tenía palabras mejores que no tem

ronunciar. —Mi gente es gente de verdad —le dijo a Golpea Cielo. Tuvo que tragar saliva para que la voz le obedecier—. Toda mi gente, blanca o mohawk, es gente de verdad.

Él levantó la cabeza y encontró su mirada, firme, segu

y concentrada; la miró como si no hubiera otra cosa que v

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n el mundo. La estudió como si fuera el mapa de la montañque Daniel le había dibujado: para conquistar sus secreto

ara hacerla suya. —Toda tu gente es gente de verdad —dijo—. Hace

ien en corregirme.Era lo único que podía decir para abrir la puerta entmbos. Hannah se sorprendió tanto al oírlo que no se currió ninguna respuesta; todas sonaban tontas. A él nareció molestarlo su silencio.

 —En mi aldea habría tiempo —continuó él—. Todas lanoches bailaríamos con los otros junto a la gran fogata, cou bufanda entre las manos. Y una noche, cuando es tuviera

dispuesta, me pondrías la bufanda sobre los hombros, ntonces yo abandonaría la fogata de mi madre para vivontigo.

 No se acercó, pero Hannah sentía su fuerza, svoluntad, la más potente que ella había conocido. «Tantomo la mía.» Cerró los ojos, y cuando tornó a abrirlos, ún estaba allí. Se preguntó si su piel sería tan dulce como

había sido su boca en aquel breve instante. Apartó la vista

volvió a mirarlo.«Un buen hombre —diría su tío, si ella lo interrogaba—Fue un buen marido para la hermana de mi esposa. Cualquimujer se alegraría de tenerlo por esposo.»

 —¿Fue así como se acordó tu matrimonio con Muj

Alta?

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Vio la chispa de dolor en sus ojos al oír el nombre de ssposa, fallecida tres años atrás. «Es bueno ver que sorazón es leal», se dijo. Y entonces se le ocurrireguntarse si su tío Palabras Fuertes le habría hablado d

lla. Tal vez había llevado a su amigo aparte para decirle: «Lhija de mi hermana es una buena mujer», o «Será una buenompañera», o «Ya es tiempo de que tomes otra esposa».

 —No —respondió él—. En la aldea hubo unnfermedad que mató a muchos ancianos y niños. Su madralleció tres días después que la mía. No era tiempo pa

danzas. —Hizo una pausa, pero no apartó la vista—. MujAlta fue a mí en la noche, para darme consuelo. Paecibirlo.

Entre ellos se produjo un largo silencio, mientras ecordaba y ella imaginaba. Por fin Hannah dijo:

 —En el oeste hay guerra. —Sí, y aquí también, aunque de otro tipo. Tú luchas e

sta guerra todos los días. Dentro de pocos minutos irátra vez a combatir.

De pronto a la joven le acudió a la mente la imagen de

viuda Kuick, con la cara contraída por el disgusto. Y la de shijo, con los ojos atormentados por la fiebre y la pérdida. —¿Quiere que llame a su esposa? —le hab

reguntado ella.La respuesta de Isaiah había sido:

 —No tengo esposa.

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 —¿Por qué hiciste que Mujer Alta fuese a ti? —reguntó a Golpea el Cielo.

Él parpadeó, como si hubiera oído algo en un idiomque no reconocía.

 —Fue ella quien lo decidió, Camina Adelante. Tal comhora decidirás tú.Hannah dijo, muy lentamente:

 —No tenemos por qué desechar todas las costumbrentiguas. Podrías abandonar la fogata de tu madre para venvivir entre los míos .

Golpea el Cielo se quedó tan quieto que la muchacha sustó: ahora él le volvería la espalda. Supo entonces qu

no quería perderlo. Pero tampoco podía retirar lo dicho: era verdad y no se avergonzaba.

 —Debo reunirme con mi pueblo —dijo Golpea el Cielo

Hannah sintió una oleada de sangre que la dejmareada. Se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en mesa.

 —No trataré de convencerte de lo contrario. —Camina Adelante... —Su tono tenía una súbit

urgencia—. No te equivoques: serás tú quien decida, perdeberás hacerlo.Lo miró directamente a los ojos. Él no parpadeó, pero s

ire sereno había desaparecido, reemplazado por el deseurgente que ella esperaba.

 —No estoy lista para decidir.

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Golpea el Cielo dio un paso hacia ella y le cogió mano. Tenía la respiración tan agitada como Hannah, pero simitó a cogerle la mano.

 —Todavía no estás lista, Camina Adelante. Pero pront

o estarás.Para su propia sorpresa, Hannah le retuvo la manuando él quiso retirarla.

 —De vez en cuando debes llamarme Hannah, pues ésambién es mi nombre —dijo.

 —De vez en cuando te llamaré Hannah. —Por fin onreía de verdad—. Pero, sobre todo, espero poder llamarsposa.

Era un gran alivio tener a Daniel nuevamente en casAun así, por la mañana, las preocupaciones de Lily eran ta

randes que no bastaban los dos para sobrellevarlas.Él le había pedido inmediatamente un informe sob

emima Kuick, y cuando Lily le dijo que Jemima parec

haber olvidado por completo lo sucedido en Eagle Rock, miró como si en ese momento le estuvieran saliendo a shermana un par de cuernos.

 —Lo más probable es que no hayas prestado atencióor andar con la nariz metida en tus dibujos. —De inmediat

l ver la expresión de su gemela, se le llenaron los ojos d

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gua. Lily comprendió que estaba tan afligido como puedstarlo un niño.

Juntos fueron al taller, en busca de Hannah. Ella estabecogiendo lo que debía llevar a la aldea. Entre sus ceja

había una arruga, señal de que estaba muy preocupaddistraída o ambas cosas a la vez, de manera que esperaroEn realidad, Lily no sabía qué iba a decir, pero le gustabstar allí: los tres juntos.

Hannah echó un vistazo a Daniel. —¿Me traes ese montón de trapos, por favor? ¿Habé

venido a preguntarme por Eulalia Wilde?Decididamente, la niña no quería oír una palabra má

obre su amiga Eulalia, que se había ido al país de laombras sin previo aviso. Perder un brazo no parecía ahoran terrible, al menos en su caso: aún hubiera podido cuid

de los árboles y bailar con Martin Gathercole, que ahordebería casarse con otra. Daniel dijo:

 —Su hermano ya no tiene quien lo cuide.En ese momento Hannah dejó lo que tenía entre la

manos y fue a abrazarlo. Apoyó la cabeza sobre el hombr

de Daniel, que no era mucho más bajo que ella, y permanecde esa manera durante un largo minuto. Por fin se apartó dijo:

 —No te preocupes por mí, Daniel. Yo sé cuidarme. —¿Cómo puedes cuidarte, si siempre andas ent

nfermos? —objetó Lily.

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 —Esta enfermedad no es como la del verano pasado. —No es difteria, ya lo sé. Nos lo dijo mamá. Pero podr

er igualmente grave.La verdadera pregunta encerraba palabras más audace

cuántos morirán? ¿Enfermaré yo también? ¿Y si enfermamoodos? ¿No puedes quedarte aquí con nosotros?Hannah comprendió, como siempre, e interrumpió

que estaba haciendo para sentarse en la cama, con shermana a un lado y el niño al otro. A Lily le gustaba estallí con ella, por los olores reconfortantes del taller y ntimidad; sin embargo, lo que Hannah iba a decir le dabanto miedo que habría querido huir.

 —Algunos morirán —dijo su hermana—. ¿CuántosEso depende de la potencia y la rapidez con que se extienda enfermedad.

 —Mamá tiene miedo. Por lo de Robbie. —Era raro quDaniel pronunciara el nombre del hermano menor. Lily sabo que le costaba.

 —Por supuesto —explicó Hannah—. No hace aún uño que lo perdimos. Creo que todos tenemos miedo. Eso e

eñal de sentido común, siempre que el miedo no nos impidhacer lo que es preciso.Veía los pensamientos que pasaban tras los ojos de s

hermanita: un revoloteo de polillas contra una ventanluminada al anochecer. En Daniel la preocupación s

xpresaba en su resistencia a mirarla a los ojos. Los niños n

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omprendían. Y no había manera de hacerles comprenderues todo era un misterio: de dónde provenía la enfermedaómo pasaba de persona a persona, por qué mataba a uno

y a otros no. ¿Cómo prometerles que ella no caería enferm

que no moriría?La noche anterior, insomne, había repasado a la luz de vela todas sus notas, libros y extractos. Esperaba halllgún dato que cambiara las cosas. Lo que leyó no er

mucho más de lo que sabía por Richard, quien había tratada escarlatina cuando era cirujano del Ejército y también e

Albany. Podía consultar todos los textos escritos, hablon todos los médicos y todos los curanderos, pero nadie

diría lo que esos niños , lo que todos, deseaban saber: cómdetenerla.

Hannah pasaría el día entero en la aldea, haciendo l

osible por calmar temores, aliviar fiebres y fortalecer a loque aún estaban sanos, pero no dudaba de que algunomorirían. Niños, en su mayoría. No podía prometer siquieque la enfermedad no llegara a Lago de las Nubes, aunque pusieran en cuarentena.

Lily suspiró, como si le hubiera oído decir todo eso evoz alta.

Cuando Lily y Daniel salieron, Golpea el Cielo estaba e

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l porche. Tenía la boca roja de jugo de cerezas. El niño dijo —Podrías persuadirla para que no fuera a la aldea.Lily le dio un codazo, y Daniel se apartó, ceñudo. Lueg

miró al guerrero de arriba abajo.

 —A nosotros no nos permiten acompañarla.Golpea el Cielo gruñó: —Cuando no podáis cuidar de vuestra hermana, lo ha

yo. —A ella no le gustará —objetó Lily. —Yo en tu lugar me mantendría a distancia —añadió s

hermano.Él los miró a ambos, con una comisura de la boca hac

rriba y la ceja opuesta enarcada en ángulo. Eso quería suna sonrisa, pero expresaba más que eso. Daniel nterpretó como señal de algo completamente distinto.

 —En eso, al menos, veo que estáis de acuerdo.Daniel, tras largas discusiones con su padre y s

buelo, había decidido que el séneca del oeste era casi dignde su hermana, pero ella jamás aceptaría ninguna decisióque la apartara de ellos .

 —Todavía no —dijo Golpea el Cielo, como si hubierdivinado sus pensamientos—, pero será pronto. —Con tantos enfermos en la aldea no tendrá tiemp

ara ti. —Lily se avergonzó del mal humor que expresaba sropia voz, pero a Golpea el Cielo pareció no importarle.

 —Tenemos muchos años por delante. Unos pocos día

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más no importan.Daniel, que tenía tareas pendientes, se alejó de ma

ana; tal vez sabía que su gemela estaba decidida a formulaquel hombre preguntas muy concretas sobre lo qu

laneaba para su hermana. Cuando Lily logró reunir el valnecesario para comenzar, Joshua Hench entró al galope en laro, a lomos del potro gris de tío Todd, al que a nadermitía siquiera ensillar, y mucho menos montar. Fue rimera señal de que sucedía algo malo, pero si hacía faltra, bastaba con ver la expresión del herrero. Joshua Hencra el hombre más tranquilo que Lily había conocido, máún que su abuelo; debía de suceder algo grave para qustuviera tan alterado.

Hannah también debió de oírlo, pues salió al porchusto en el momento en que él se detenía frente a la cabaña.

 —Me ha enviado el doctor. ¡Quieto, Júpiter! —El potrailaba en círculos. Joshua tiró bruscamente de las rienda

mientras seguía hablando por encima del hombro—. Lnodriza alemana ha pillado la escarlatina. Y la pequeñambién. Dice que es grave y quiere que vaya

nmediatamente. Te llevaré a la grupa, si te atreves. Júpitstá hoy de muy mal humor. —¡La niña! —dijo Lily, s in dirigirse a nadie en especi

—. ¡Qué triste debe de estar tía Todd!Hannah no encontró respuesta, pero le apoyó un

mano en la nuca. Luego, en tres pasos, saltó del porch

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hacia el ancho lomo del potro, detrás de Joshua Hench.Golpea el Cielo se acercó para entregarle la bolsa

Hannah. Era la primera vez que tenía que levantar la caara mirarla a los ojos. La expresión de la muchacha e

xtraña. Parecía como si tuviera muchas cosas que decir y nncontrara las palabras.Sólo cuando ambos desaparecieron, en un torbellino d

ascos al galope, Lily lo supo. Y lo que supo la asustó tantoque tuvo que decirlo en voz alta.

 —Hannah no está segura de volver a casa.Golpea el Cielo le apoyó una mano en el hombro.

 —Yo cuidaré de que vuelva —dijo—. Eso puedrometértelo.

 —He hecho todo lo que me dijo el doctor Todd —seguró Dolly Smythe a Hannah—. Pero no ha servido d

nada. ¡Ojalá volviera Curiosity! ¿Cómo se lo diré a la señoTodd?

Ambas estaban de pie junto a la cama, en la pequeñlcoba contigua a la habitación de la niña, donde dormía nodriza. «Esther, se llamaba Esther», recordó Hannah. Eruna muchacha hosca, y tenía sus motivos: haber viajadanto, perder en el camino a su esposo y a su hijo, sólo par

vivir y morir en el límite del páramo.

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Hannah se sentó con pesadez, cambiando a Meg dosición entre sus brazos. La pequeña tenía la carita cubier

de sarpullido. Bastaba su calor (era como sostener un hatilde brasas vivas) para saber que había pocas esperanzas,

menos que le bajara la fiebre. —No te preocupes por Kitty. Se lo diré yo. Repítemómo fue el final.

Dolly, muy perturbada, asintió. Su relato fue sencillEsther había despertado súbitamente de un sueño inquietoebril. De pronto se había incorporado, quejándose de uerrible dolor de cabeza, o al menos eso creía Dolly, pues spretaba la cabeza entre las manos. Luego había caídontra la almohada, muerta. Hacía apenas media hora.

Había noticias del doctor, que la muchacha le transmition voz sofocada, mientras Hannah dejaba caer gotas d

gua sobre la lengua de la niña, roja como un amanecer. Lequeña tragaba. Eso era una buena señal.

Y había otra: ninguno de los casos de escarlatina que shabían dado en la aldea, doce en total, parecía tan gravomo los dos que el médico tenía en su propia casa, co

xcepción de Isaiah Kuick. El doctor estaba con MollLeBlanc, y cuando pudiera dejarla, visitaría a Isaac Camerouya quemadura parecía gangrenada.

 —¿La gangrena es contagiosa? —preguntó Dolly—. Yreía que no, pero ayer la pobre Eulalia, ahora el señ

Cameron...

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 —Es una triste coincidencia —aseguró Hannah en voaja.

A decir verdad, ella también lo había pensado. Nonvenía que en la aldea comenzaran a preocuparse p

lgún tipo de gangrena contagiosa mientras luchaban conta fiebre escarlata. Por eso prefirió no decir nada. —El doctor ha pedido que vayas directamente a casa d

os Kuick, cuando acabes aquí.Antes de que Hannah pudiera expresar su sorpresa po

sa extraña orden —pues ella era la última persona que viuda querría ver—, Dolly le volvió la espalda.

 —Si me disculpas... —dijo, mirando a Meg casi coenuencia, vacilante. Entonces Hannah comprendió: y

había decidido que la niña no viviría. No era la primera vque ella veía algo así: una mujer que se obligaba a apartars

de quien aún vivía para ahorrarse el dolor de otra pérdida. —Debo bañarla en agua fría. Antes de partir te la lleva

la cocina. ¿La señora Todd aún duerme? —Estoy aquí.Desde el otro lado de la puerta, llegó la voz de Kitt

argada de impaciencia. Pasó rozando a Dolly, con la batlameando hacia atrás, y se detuvo frente a la cama. Despuéde mirar durante un largo instante a la nodriza, se tocó uello con un dedo.

 —Dolly, llama a Anna Hauptmann o a alguna otra muje

ara que se ocupen de amortajarla. Y pide a Bump que cav

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tra tumba, por favor. Espero que Elizabeth sepa bastantlemán como para escribir a la familia de esta pob

muchacha. —De pronto levantó la cabeza y alargó lorazos hacia Meg, agitando los dedos—. Yo pued

tenderla, si me dices qué debo hacer. —Kitty... —empezó Hannah, despacio.Dolly emitió un grave gemido:

 —Ha dicho el doctor... No era frecuente que Hannah viera realmente furiosa

Kitty, pero la manera en que parecían brillar los huesos de sara no admitía dudas.

 —Si mi esposo tiene algo que objetar, lo arreglardirectamente con él cuando regrese. Ahora dame a la niñ

ara que pueda atenderla. Y no me hables de mi saludHannah. Nunca en mi vida me he sentido mejor.

Tenía dos manchas de intenso color en las flácidamejillas, pero sus ojos desafiaban a la muchacha a quhiciera mención sobre ellas. Ella asintió.

 —Vamos a tu alcoba. Te explicaré lo que debes hacer. —No. —Kitty arropó a la niña contra su pecho—

Déjala por mi cuenta. Tú tienes cosas que hacer. Creo que eñor Kuick ha pedido que lo atiendas personalmente.

Esta vez Cookie estaba en la cocina. Hannah se alegr

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de verla, y aún más de enterarse de que no debería tratar coemima.

 —Cuando no está en la oficina, baja al molino —dijo sclava, en tono seco—. Trata de reemplazar al capataz. —

La pequeña boca se frunció como si tuviera algo agridulcn la lengua. —¿Y el señor Kuick?Cookie vaciló.

 —Becca está con él. Está muy mal, pero ya lo verás tmisma.

 —El doctor dice que ha preguntado por mí. —Así es. —Sacudió los dedos enharinados sobre

masa—. Pero no me preguntes por qué. No lo sé. —¿Y su madre?Cookie sonrió.

 —No tienes nada que temer de la viuda. Está tatiborrada de láudano que podría encontrarse a otro indcostado con ella en la cama y se quedaría tan tranquila.

Becca la recibió a la puerta de la alcoba con tal cara dlivio, que Hannah se arrepintió de haber tardado tanto.

 —Está un poco mejor —susurró—. Al menos parecque la fiebre ha cedido un poco. Las sábanas están otra vempapadas de sudor. Tendré que ir a por otras. —Y sscabulló al trote por el pasillo.

Desde la cama, Isaiah Kuick dijo:

 —Señorita Bonner, muchas gracias por venir.

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Su voz sonaba ronca de fiebre, pero hizo un esfuerzor sonreírle. Hannah se sentó a su lado, en una silla despaldo curvo. Pese a la gruesa carga de mantas, Isaiaemblaba tanto que sacudía la cama. Tenía el pelo empapad

de sudor; cuando Hannah le tocó la frente, tuvo quontenerse para no retirarla, sorprendida. —No sabía que un ser humano podía calentarse tant

—graznó él. Su respiración era superficial y sibilante; esignificaba que los pulmones no podían trabajaNeumonía», había informado Richard Todd. Hannah n

necesitaba apoyarle el oído contra el pecho para saber cómonaba.

 —Sería mejor que no forzara la voz —recomendmientras cogía un paño del cuenco de agua que había en mesita de noche para refrescarle la cara.

 —¿Qué no fuerce la voz? —Sus ojos desteñidoarpadearon—. Es que debo hablar, señorita Bonner. La hlamado para que escuche mi confesión. Usted es católicverdad? Tengo entendido que los católicos creen que lonfesión hace bien al alma.

Hannah se quedó tan sorprendida que durante umomento no supo cómo responder. —Fui bautizada por un sacerdote católico —dijo—

ero nunca he practicado ese credo. Yo lo que puedo haces...

 —Usted no puede hacer nada —la interrumpió él, en u

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usurro ahogado—. Me queda un día de vida. Menos, Dios tiene algo de piedad.

Hannah apartó la manta y le humedeció el cuello, ásperde sarpullido; luego le levantó un poco la cabeza pa

studiarle la cara: ojos ribeteados de rojo y algo hundidoor la pérdida de fluidos. Después de ayudarlo a beber uoco de agua, se volvió a coger las cosas que necesitaba.

 —¿Qué hace? —Le prepararé una tisana para aliviar las molestias. —No malgaste remedios en mí, señorita Bonner.Hannah volvió a sentarse; los frascos que tenía en

mano tintineaban. —No me quedaré cruzada de brazos mientras usted s

muere, señor Kuick. Si no me permite que lo trate, iré tender a otros . En la aldea hay muchos enfermos.

Él la miró con intensidad; luego, los ojos rodaron hactrás lentamente y entró en convulsión.

Las convulsiones por fiebre no eran raras, pero Hannanunca había tenido que atenderlas sola. Cuando remitierolla también estaba empapada en sudor. Luego Isaiah cay

n un sueño tan profundo que ella tuvo que comprobar ún vivía. Su pecho subía y bajaba a un ritmo intranquilHannah lo observó durante un rato, mientras le tomaba

ulso.Cuando Becca regresó al fin, ambas cambiaron la

ábanas sin pronunciar palabra.

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Inesperadamente, Isaiah Kuick volvió en sí y dijo: —Ve a acompañar a mi madre, Becca. Tengo cosas qu

discutir con la señorita Bonner.

 —¿Cuántos enfermos hay en la aldea?Hannah lo estudió durante un momento. El sonido d

u respiración era con mucho el peor de los síntomacuoso y jadeante. Él no era un hombre robusto, pero astante sano; de no ser por la inflamación de los pulmone

habría tenido muchas posibilidades de sobrevivir. —Doce, de escarlatina —respondió—. Pero tambié

hay otros pacientes. Beba un poco de esto.Le levantó la cabeza para ayudarlo a tragar el té aguad

Luego, Isaiah se limpió la boca con la mano e hizo unmueca:

 —Sabe horrible. —Pero suele ser muy efectivo. —Bien, ahora que he bebido su pócima, ¿quie

scuchar mi confesión?Hannah contuvo una réplica impaciente. —No se exija tanto a sí mismo —recomendó—

ecesita de todas sus fuerzas para luchar contra la fiebre.Sin previo aviso, él le cogió la muñeca; el círculo de su

dedos era como hierro al fuego.

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 —Quiero que me escuche, por su propio bien, señoriBonner. ¿No quiere concederme este último deseo?

Hannah comenzaba a pensar que había vuelto quedarse dormido, pero de pronto él comenzó, con su vo

ibilante: —Como usted sabe, mi esposa tiene miedo de usted.Hannah asintió con cautela.

 —Yo diría que me odia. Lo sé, sí. —Cuídese de ella, señorita Bonner. Una vez que yo m

vaya, no habrá nadie que la contenga. Creo que ya homenzado.

 —¿Que ya ha comenzado? ¿Con qué? —A Hannah se rizó la piel de la espalda—. No comprendo.

 —Esta mañana, a primera hora, ha mandado a Becca a ldea con dos cartas para enviar a Johnstown. Van dirigida

l juez del circuito y al magistrado del condado. Mañanmismo ambos recibirán esas cartas.

Hannah se echó atrás en la silla, sin poder disimular sorpresa. Él continuó:

 —Becca se ha comportado conmigo como una buen

miga. A veces me cuenta cosas de su familia y de unbuela suya..., no recuerdo su nombre... —La llamaban Froma Anje —apuntó la muchacha. —Tuvo suerte de nacer en esa familia. —Todavía la tiene. —Demasiado tarde, Hannah record

la hermana de Becca.

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 —Es un alma buena, aunque simple. —La respiraciódel enfermo se hizo más dificultosa. Ella lo ayudó ncorporarse.

 —Me decía que esas cartas ...

Él hizo un gesto afirmativo. —No sé qué escribió, pero temo que le traerán mádificultades, señorita.

 —Pero qué... —Permítame hablar. No sé cuánto me durarán la

uerzas. Como usted sabe, la caja fuerte ha desaparecido coodo el dinero.

A mi muerte, Jemima se quedará aquí con mi madre, simanera de escapar de ella. —Esbozó una sonrisa—. Eomprensible que esté desesperada.

 —Pero tendrá a su hijo —objetó ella—. Un hijo d

usted.Él apartó la cara durante un largo minuto, y lueg

ontinuó hablando, en voz muy baja. —Usted sólo sabe lo peor de Ambrose Dye. Despué

de lo que le ha visto hacer, no tiene motivos para creerm

ero en otros tiempos él no tenía el corazón tan duro.Se produjo un silencio más largo, hasta que por fiHannah dijo:

 —Ustedes eran amigos.Isaiah emitió un sonido ronco, algo que podía pasar po

isa.

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 —Sí, en efecto. Ahora escúcheme con atención. Lo quucedió con Reuben fue culpa mía. Debo asumir esesponsabilidad antes de morir.

Isahiah recorría la cara de Hannah con los ojos, com

uscando una respuesta: perdón, comprensión, quizuriosidad; algo, ahora que lo había dicho. Hannah adivino que necesitaba, pero no podía dárselo.

 —Continúe —dijo en voz baja.Él lanzó un profundo suspiro, que le estremeció todo

uerpo. —Sucedió en un acceso de ira. Ambrose arrojó el sac

que se rompió sobre el muchacho... —Se tapó los ojos con mano—. Todo fue muy rápido... No lo digo como excus

ues no hay excusa alguna —agregó, fatigado—. Y luegyo empeoré las cosas. Habría debido llamar a la policí

Después de todo fue un accidente. Pero tuve miedo.Se echó a llorar como un niño cansado. Hannah no s

movió; tenía la sensación de que, si hacía el menor ruido, rataba de llegar a él, Kuick no podría continuar. Y ell

necesitaba oírlo todo: por el bien de Cookie, por el de todos

 —Usted debe de pensar que yo temía por Ambrose, poo que pudiera sucederle a él. Pues no, temía por mí mismSiempre por mí, desde el principio al fin. —De prontacudió la cabeza como para despejarse, se incorporó sobas almohadas y señaló una pequeña caja de marfil que hab

obre el tocador—. Ahí hay una carta que escribí el día d

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ntierro de Reuben. —¿Qué dice? —Muchas cosas, pero la más importante es ést

ualquiera que sea el castigo que Ambrose haya recibido,

merecía. No deberían ahorcarlos por lo que hicieron. —Ahorcarlos... —Hannah repitió esa palabra, quonaba hueca y dura—. ¿Cree usted que Jemima...?

 —Probablemente no —respondió él, bajando otra vez abeza—. Ella no malgastaría tanto capital, ni siquiera pa

vengarse de usted. Me siento muy débil, señorita BonneEscuche, por favor. He hecho un mal enorme a Cookie y os otros, pero de esta manera tal vez pueda redimirme uoco, al menos ante ellos. No deben sufrir ningún daño.

lega el caso, ¿usará usted esa carta? —Sí —prometió Hannah—. Si es preciso, la usaré.

Eran muchas las cosas que no comprendía, pero anodo era médico; al ver el pulso vacilante en el cuello dnfermo, comprendió que no resistiría más tensiones. Ausí, Kuick la llamó con un dedo hasta que ella acercó abeza. Olía a sudor caliente, a corrupción dulzona.

 —Aún no sabe por qué le pido esto —susurró él—Cookie no fue la única persona perjudicada por AmbrosDye. —Su voz se apagaba—. Si no me equivoco, snterarán muy pronto.

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La carta se componía de dos hojas plegadas y selladaon lacre; bajo el sello, con letra pulcra, había escrito: «Ysaiah Simple Kuick, sano de cuerpo y espíritu, juro por Dio

Todopoderoso y todo lo que es sagrado que cuanto hscrito en estas páginas es la verdad. Testigo de mi firmRebecca Kaes, de Paradise, el 24 de abril de 1802.»

Becca había firmado con escritura redondeada. En tra cara, donde habría debido ir la dirección, Kuick habopiado unas líneas:

 La luz no tiene lengua: es toda ojos.

Si pudiera hablar, además de ver ,esto sería lo peor que diría:

que estando bien, bueno debería haber sido y que amé tanto mi corazón y honor 

que no pude separarme de quien los poseía.

Una hora después, cuando Hannah abandonó la alcobde Isaiah con la carta sin abrir en el bolsillo, su pacienhabía caído en un sueño profundo y puro. La muchachlevó a Becca aparte para advertirle lo que iba a suceder. A lriada se le enrojecieron los ojos y su cara se inundó de unerrible tristeza. Hannah sintió un profundo afecto p

quella joven que había hallado la manera de consolar co

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u amistad a un hombre difícil y atormentado. —¿No debería despertar a la viuda? —Se tironeaba

manga en un gesto nervioso—. Querrá despedirse de shijo.

 —Haz lo que te parezca —dijo Hannah—, pero no creque él vuelva a despertar. Si sabes dónde está su esposa—Dejó la frase sin acabar.

Becca parpadeó como una niña confundida. Parechaber olvidado que su amo tenía esposa.

 —Jemima —aclaró ella—. Jemima debería estar con él.Hannah asintió con la cabeza y la dejó allí, en el umbr

de la puerta.

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Capítulo 41

La tormenta de verano envolvió a la aldea de Paradisomo a un recién nacido nervioso. La lluvia, tibia y suavavaba el polvo depositado en las hojas de los manzanos dicholas Wilde y mojaba la cabeza a los deudos que estaba

eunidos junto a la tumba de su hermana. El agua iblenando los senderos de lodo, que se adhería a los zapato

y pesaba en los ruedos de las faldas. Las puertas de toda ldea, que normalmente permanecían abiertas durante lo

meses cálidos, se habían cerrado herméticamente para deja lluvia fuera.

Incluso las madres indulgentes, dispuestas a permit

que sus hijos jugaran bajo el agua tibia para ahorrarse avado semanal, cerraban los oídos a las quejas de los niñoburridos. Los hombres de la aldea repartían sureocupaciones entre la escarlatina y los ataques de londios; para ellos, la lluvia era una señal de Dios que le

rdenaba mantener a los vástagos bajo el ala.En los hogares donde había entrado la fiebre escarlatas madres atendían a los niños febriles, mientras esperabaa siguiente visita del doctor Todd o de Hannah Bonneualquier ruido de pisadas humanas las sobresaltaba, comi fueran alas de ángel. Hacia el tercer día de fiebre, cuand

ya fue evidente quiénes sobrevivirían y quiénes tal vez n

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ambió el ritmo de las visitas. Los dos doctores dividían siempo entre cuatro familias: los Cameron, donde el viejsaac trataba de aferrarse a la vida y sus hijos adultos bebíaara alejar el miedo, y aquellos hogares donde la fieb

scarlata había ahondado sus raíces: los de LeBlanc, Ratz Hindle.Los LeBlanc eran la familia más afectada. La recié

nacida había muerto al segundo día; Molly, siempre tenaz eacia a abandonar a sus niños, se rehizo una vez más, peruego cayó en un delirio que parecía no tener fin. Lequeña cabaña hedía a fiebre puerperal; era imposibetener dentro a los varones, ni siquiera a los dos máequeños, que aún estaban febriles por la escarlatinscapaban por la ventana y se quedaban llorando bajo luvia, sin prestar atención a las súplicas y las amenazas d

u abuela.En Lago de las Nubes se instaló una llovizna tenue qu

e enhebraba a los árboles y convertía los rinconeamiliares en cuevas que explorar. Elizabeth parecía hab

utilizado algún hechizo para convocar la lluvia y la bruma,

in de mantener a todos los suyos atados a la montañAislados de la aldea como estaban, sólo recibían noticiauando Hannah regresaba a casa, en una de sus rara

visitas. Por ella sabían los nombres de los muertos: IsaiaKuick, Esther Greber, Prudence Ratz e Isaac Cameron.

Lily seguía a su madre a todas partes; parloteab

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dibujaba y estudiaba sus lecciones de Historia y Aritméticin quejarse, cuando no podía evitarlo. Hasta practicaba unto de calceta y fingía disfrutar. Aun así, Elizabeth narecía notar que ella se estaba comportando muy bien. Es

rritaba a Lily, pero al mismo tiempo la asustaba que smadre fuera todo el día como sonámbula. Su padre onsolaba, pero era Muchas Palomas quien parecomprender mejor lo que sucedía y calmaba sus temores.

 —En estos momentos tu hermanito le pesa en el regaz—le explicó—. No sabe qué hacer con su dolor; ha permitidque su ira vaya hacia dentro y se ulcere allí.

La pregunta que formuló la niña fue la misma que máarde le haría Daniel cuando se lo contó:

 —¿Mejorará cuando haya pasado la epidemia? —No —dijo Muchas Palomas, interrumpiendo s

rabajo para mirarla directamente a los ojos—. Eso será sól principio.

 Nathaniel dedicaba los días lóbregos y lluviosos de pidemia a arreglar herramientas rotas, fabricar un telnuevo para Muchas Palomas, vigilar con preocupación a ssposa y esperar la siguiente visita de su hija mayor. Por

noche abrazaba a Elizabeth, que no podía dormir, y ambo

hablaban de cosas sin importancia. Cuando él trataba d

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ocar otros temas, ella se ponía rígida. —Una cuarentena no tiene nada de extraño, Nathanie

unque sea autoimpuesta. Es lo más sensato. —Mira, Botas —dijo él, tratando de disimular s

rustración con un tono desenfadado—, que tú creas quea sensato no quiere decir que lo sea.Ella se incorporó en la oscuridad; cuando Nathani

largó la mano, se apartó. —Por lo que Hannah dice, el brote no es muy grave —

rgumentó ella—. Durará sólo unos pocos días más, después podremos continuar con la vida de siempre.

 —Entonces, ¿por qué mandas a los niños a la camuando viene su hermana? Sabes que, si fuera peligroso, el

no se nos acercaría. —Es sólo una precaución —explicó ella, cansada—

ada más.

En la mañana del cuarto día, cuando apenas asomaba

ol, Jed McGarrity subió la montaña. Elizabeth se quednmóvil al oír su «¡Hola!» allá fuera, pero en esa ocasión nue la única: Nathaniel salió a recibirlo con la certeza de qul hombre iba a decirles que Hannah había enfermado dscarlatina. Pero la sonrisa desenvuelta de McGarrity disip

us temores. Después de lanzar un profundo suspir

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reguntó: —¿Traes noticias, Jed, o has salido sólo a caminar? —Traigo algunas noticias. —El visitante parpadeó—

Pero vengo sobre todo por un asunto. Será mejor que no

entemos con Ojo de Halcón y Huye de los Osos. Así nendré que contarlo todo otra vez.

 —Ayer por la noche llegó un mensajero de Johnstow—comenzó Jed, cuando estuvieron reunidos en torno de mesa—. Lo enviaba el juez de distrito.

De todo lo que Nathaniel esperaba oír, eso era lo últimque había imaginado. Los hombres intercambiaron unmirada; por fin habló Ojo de Halcón:

 —Aún no es tiempo de que venga O'Brien, ¿verdadQué quiere, Jed?

McGarrity tenía la cara alargada y parecía siempfligido, aun cuando sonreía. «Adusto —habría dicho

madre de Nathaniel—, como buen escocés.» Lo habría dich

on un guiño, como buena escocesa. —Esto no os agradará mucho. Al parecer, las viudaKuick han presentado una demanda contra Hannah, l

astante grave como para que él haya adelantado su visitLlegará hoy mismo para realizar una investigación antes d

roseguir con los cargos.

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Elizabeth ahogó una exclamación. Escuchaba desde vano de la puerta, con los brazos ceñidos al cuerpo.

 —¿De qué se la acusa? —preguntó Ojo de Halcóereno como siempre, pero con un fuego en la mirada que

ninguno de los presentes podía pasarle desapercibido. —No lo dijo con exactitud. —Jed se miraba las manoxtendidas contra la mesa—. Pero creo que tiene algo qu

ver con el robo del molino. —Eso fue obra de unos indios. —Huye de los Osos

dijo sin dirigirse a nadie en especial—. Probablemente noondrán a todos frente a O'Brien. Poco importa que, cuande produjo el robo, estuviéramos todos en la factoría.

 —Por el momento los cargos son sólo contra Hanna—aclaró Jed—. No lo interpretes mal, Osos, pero quer

reguntar...

 —Los hombres que irrumpieron en la casa del molinno eran mohawk, aunque por las huellas no puedo decirtequé tribu pertenecían. Y no me ofendo, Jed; es una preguntazonable.

McGarrity parecía confundido, como si le satisficiera

espuesta de Huye de los Osos, pero no estuviera seguro dque correspondiera a su pregunta. Nathaniel preguntó: —¿Tienes órdenes de O'Brien de detener a Hannah?Jed lo miró a los ojos y asintió con la cabeza.

 —¿Y qué piensas hacer?

 —Pues nada. —El alguacil se reclinó en la silla has

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hacerla crujir—. Diré que no comprendí bien al mensajerCon este asunto de la escarlatina y Hannah corriendo de unfermo a otro... Y si a O'Brien no le gusta, pues que susque otro alguacil. Después de todo, yo no quería es

maldito cargo.Después de un largo silencio, Huye de los Osos dijo: —¿Qué crees que hay detrás de todo esto, Jed?McGarrity se pasó las manos por el pelo, en un gest

udo. —Es lo que he estado preguntándome toda la noche. A

decir verdad, me parece que todo esto se debe al mal genide Jemima, y la viuda se ha dejado arrastrar de buen gradEsa mujer sería capaz de pelearse con un turón. Pero esto e

bra de Jemima. Nunca he entendido qué tiene contHannah, pero sea lo que sea, ha acabado por desbordarse.

En el altillo, los niños empezaron a discutir en susurroSe los podía oír en todos los rincones de la cabaña. Elizabetlzó la voz.

 —Lily, Daniel, Ethan. Si queréis escuchar, hacedlo eilencio. Si no, os mandaré a casa de Muchas Palomas.

Daniel asomó la cabeza sobre la barandilla, con lamejillas encendidas. —Perdona, mamá, pero ya no podemos callarno

Tenemos algo que deciros sobre Jemima Southern. —Jemima Kuick —corrigió Lily, de pie junto a s

hermano.

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Los hombres intercambiaron una mirada. Luegathaniel dijo:

 —Bajad, pues, y decid lo que sea.

Ethan permaneció junto a Elizabeth, mientras loemelos contaban su historia, en posición de firmes frenteos hombres reunidos. Más de una vez Elizabeth dejscapar un suspiro. Cuando su mirada se cruzó con la dathamel, vio que ambos se formulaban la misma preguntcómo no se habían percatado, en todas aquellas semana

de que sus hijos soportaban semejante carga? —Veamos si he entendido bien —dijo Ojo de Halcón

os mellizos esperaron, inmóviles—. Jemima os amenazó co

tacar a vuestra hermana si contabais lo que habíais vistse día en Eagle Rock.

Ellos asintieron con la cabeza. —¿Y se lo dijisteis a alguien? —No. —Lily se mordió el labio—. Nunca. Sé que estab

n nuestro territorio y que debimos haberlo dicho...Ojo de Halcón alzó una mano para interrumpirla. —No es eso lo que me preocupa. Lo que no entiendo e

or qué Jemima ha atacado, si vosotros no habéis habladUn robo no parece motivo suficiente, a menos que lo hubie

hecho Hannah. Y sabemos que no es así.

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Elizabeth dijo, desde la puerta: —Es porque ha perdido el dinero. Porque ha perdido

dinero y a su esposo, todo a la vez... —Pero vacilathaniel vio en su cara que comenzaba a entender—. No —

e corrigió—. Es sólo por el dinero. A Jemima nunca lmportará otra cosa. Además, esto no tiene ninguna relacióon Isaiah Kuick.

 —¿Con qué, pues? —preguntó McGarrity.Ella se encogió de hombros.

 —No sé por qué, pero me da la sensación de que eststá relacionado con Liam Kirby.

Jed echó una mirada inquieta hacia los gemelos. —Me parece que Jemima ya obtuvo lo que necesitab

de Liam Kirby. —Su voz se perdió en una tos violenta—Supongo que ese hombre podría estar rondando todavía po

quí, sin dejarse ver. ¿Sabéis si Hannah lo ha visto?Elizabeth dirigió una mirada interrogadora a su espos

ero él estaba muy atento a un callo que tenía en el canto da mano y mantenía la boca muy apretada. En realida

ninguno de los hombres parecía muy dispuesto a hablar d

Liam. —No —dijo ella—. Puedo asegurar que Hannah no hvisto a Liam ni ha sabido de él desde vuestra boda, en

rimavera. Debo de estar equivocada. Pronto sabremos quha impulsado a Jemima a presentar esa demanda.

Jed McGarrity se levantó sin prisa.

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 —Esto no me gusta nada —dijo—, pero O'Brien vienhacia aquí y vuestra Hannah tendrá que responder a su

reguntas. No veo manera de evitarlo. Y antes de que llvide: hay algo más que debo decir. Si me permite un

alabra a solas, señora Bonner, se lo agradecería.

Cuando Nathaniel fue en busca de Elizabeth, ibreparado para una discusión o, cuando menos, paesponder a algunas preguntas precisas sobre Liam Kirby

Ella estaba muy cerca de adivinar por sí sola lo que él y sadre habían acordado no decirle todavía: que Liam estab

nuevamente escondido en la montaña, pero no en busca dugitivos, sino todo lo contrario. De un modo u otro, s

había asociado con Manny para tomar en sus manos sunto de Ambrose Dye.

La pregunta que ella formularía primero era la más durpor qué Manny operaba junto al hombre que era, siquiern parte, responsable de la muerte de su esposa? L

espuesta era, desde luego, que Liam no había tenidninguna responsabilidad; antes bien, todo lo contrario. ien no había podido salvar a Selah, sí había protegido a lotros fugitivos por el solo hecho de no abrir la boca mientra

Cobb examinaba sus documentos.

Si Nathaniel revelaba todo esto a Elizabeth, era probab

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que ella cogiera un mosquete y saliera en busca de Liam pabtener todas las respuestas que deseaba. La únicsperanza era que no descubriera las cosas por sí sola ante

de que él hallara la manera de abordar el tema.

Cuando vio a Ethan de pie junto a la ventandemudado, se olvidó por completo de Liam Kirby. —Serás tú quien decida —le decía Elizabeth—.

quieres ir con ella, puedes hacerlo, Ethan, pero por tu propien espero que te quedes aquí.

 —¿De qué se trata?Ella dio un respingo al oírlo y le dirigió una mirad

ngustiada. —Kitty ha pillado la fiebre escarlata —explicó—

Richard nos ha enviado recado con el señor McGarrity. —Eu cara, Nathaniel leyó lo que no se atrevía a decir delan

del niño: que Richard temía por la vida de su mujer y opinabque debía tener consigo a su hijo.

 —Te llevaré a tu casa —dijo Nathaniel. —Pero... —objetó ella. —Recoge tus cosas y espérame en el porche —orden

athaniel a Ethan con tanta suavidad como pudo. Una vque el niño hubo salido, agregó—: Has ido demasiado lejoElizabeth. No puedes retener al niño si su madre lo reclama.

Ella se incorporó súbitamente; un relámpago de ira ruzó la cara.

 —Lo he intentado por su propio bien. Y si no t

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hubieras entrometido, quizá habría podido convencerlo.Él se obligó a respirar hondo una y otra vez. Elizabet

emblaba, como si temiera que él fuera a levantarle la mann algún rincón de su mente, Nathaniel comprendió que s

xpresión de cólera debía de justificar esa idea. —Deja que vaya yo por él —dijo su esposa—. Es hijo de mi hermano, Nathaniel. No puedo permitir que sxponga a semejante peligro.

 —No te corresponde decidir a ti, Botas —concluyathaniel, y se fue, antes de decir nada más.

Elizabeth corrió hasta la puerta, con la cara surcada dágrimas, y lo vio alejarse desde el porche, con Ethan a sado.

Después de pasar tanto tiempo durmiendo pocHannah no se sorprendió al descubrir que había perdido ostumbre. Cuando Richard le ordenaba que descansara, scostaba en el cuarto contiguo a la cocina y dormía una

horas. La cabeza le daba vueltas de puro agotamiento, perl sueño la esquivaba.Arriba, sentado junto a la cama de su madre, estab

Ethan. Se quedaba con ella incluso cuando le dabaonvulsiones y sufría delirios. Lo hacía porque, de vez e

uando, Kitty reaccionaba lo suficiente como pa

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econocerlo y decirle algunas palabras, antes de caer otvez en sus sueños febriles.

Hannah quería volver a Lago de las Nubes. En realidara muy sencillo: iría al establo, donde la esperaba Golpea

Cielo, montando guardia, y le pediría que la llevara a casa. mpulso era tan fuerte que se descubrió de pie, junto a uerta; luego recordó que estaba sola en esa casa, con un

niña muerta, una moribunda y un niño.Richard estaba con los LeBlanc o con los Hindle; si la

osas habían empeorado, tal vez junto a algún otro pacientBump estaría a su lado, cuidando del doctor mientras doctor cuidaba de los enfermos. Dolly Smythe, a la que doctor había cogido a su servicio, había salido para servir dnfermera a la familia que más la necesitara.

De pie en el vano de la puerta, Hannah miró el catre e

l que habría debido dormir, y luego la mesa de la cocina. El centro, un ratón devoraba con diligencia un trozo docino. Ella se percató de que también su estómago rugía; y

no recordaba desde cuándo no comía ni si alguien le habfrecido algún bocado.

Entonces la puerta de la cocina se abrió con un crujidAllí estaba Curiosity. Miró el ratón de la mesa y luego Hannah, con la cara floja de sorpresa y algo más, alg

arecido al miedo.¿Curiosity Freeman con miedo de un ratón? Debía d

star dormida y caminando en sueños. Hannah fue

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costarse al catre; el sueño que tanto había buscado ncontró.

 —Hannah. —Oyó la voz de Ethan cerca de su oído—Despierta, Hannah, por favor. Mamá pregunta por ti.

El sueño la abandonó tan de súbito como había llegadDio tal respingo que el niño saltó hacia atrás.

 —No quería sobresaltarte —se disculpó, medofocado—. Pero mamá pregunta por ti. Curiosity me h

mandado a decírtelo.Hannah se frotó los ojos una y otra vez. No sabía qu

hora era ni dónde se encontraba. Por fin entendió lo quEthan había dicho.

 —¿Curiosity está aquí? —Desde hace horas. Ha dicho que te dejara dorm

ero ahora mamá pregunta por ti. —¿Y Galileo? —preguntó ella, mientras subían

scalera.

 —También está. Y Daisy.En la cara de Ethan había más color y un airsperanzado. Sólo durante un momento Hannah se pregunti Kitty no habría mejorado, simplemente, porque tenía d

nuevo a Curiosity con ella.

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 —Creía que eras un sueño —dijo. Y marchdirectamente a los brazos de su amiga, delgados y fibroso

an consoladores que las lágrimas le llenaron los ojos y volcaron en un torrente súbito.Curiosity se apartó para mirarla y apretó los labio

Luego le pasó la mano por la frente y le tocó la barbilla coun dedo largo.

 —Abre.Después de estudiarle la lengua dio un paso atrás y

pretó los brazos. —No tienes escarlatina, gracias a Dios. Pero dime, hij

qué ayuda podrás prestar a los enfermos si te matarabajando?

 —No es para tanto. Oye, Curiosity, tu Daisy...La negra la acalló con una mano en alto.

 —En cuanto he visto cómo pintaban las cosas, hnviado a Galileo. Los niños se están recuperando. Y coanto quejarse por tener que guardar cama, acabarán p

mpujar a su madre a la bebida. —Kitty...Curiosity sacudió la cabeza. Ese único gesto reveló

Hannah lo peor. —Será mejor que entres inmediatamente. No hay tiemp

que perder.

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ruzó una mirada con Curiosity, que estaba al otro lado de ama.

 —¿Puedes darle a Elizabeth un mensaje? —Kittarecía a punto de perder la batalla por mantener los ojo

biertos. —Por supuesto. —Sé que ahora no querrá venir a la aldea, por es

nfermedad. —Hizo una pausa para tragar saliva—. Persto es muy importante. Por favor, Hannah, prométeme que harás comprender.

 —Lo prometo. Continúa, Kitty. —Dile que Ethan debe quedarse aquí para que Richar

o eduque, con la ayuda de Curiosity y Galileo. Elizabeth ndebe apartarlo de Richard. Él no soportaría perdernos a lodos al mismo tiempo. —Sus manos se movieron hac

Hannah por encima de las mantas—. Tú crees que es duronsensible, pero te equivocas, Hannah, y Elizabeth tambiéecesita a Ethan, y el niño a él.

 —Sí. —La joven la miró a los ojos—. Comprendo. —Tú eres testigo, Curiosity. —La voz de la enferma er

ya tan débil que Hannah tuvo que inclinarse para oír. —Iré ahora mismo a Lago de las Nubes para transmitiru mensaje.

Kitty abrió los ojos. —¿Volverás? ¿Me prometes que volverás? Descansar

más tranquila si sé que estás cerca.

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 —Volveré al anochecer. Lo prometo. ¿Deseas alguntra cosa?

Ella sonrió con aire soñador. —Sólo a Richard. Quiero que venga Richard.

 —Si no estuviera moribunda, creo que le retorcería escuezo —dijo Curiosity, limpiándose las lágrimas con uesto impaciente. Hannah, que nunca la había visto tariste y furiosa, tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse suropias lágrimas—. ¡Preocuparse porque Richard Todd va

quedarse solo, mientras ese niño espera unas palabras de smadre, con el alma en la cara! Te juro que...

Se le quebró la voz y tuvo que esforzarse por control

l llanto. Por fin irguió los hombros con visible dificultad. —Has hecho una promesa, Hannah, y sé que no pod

disuadirte. Anda, ponte en camino y lleva a Elizabeth esmiserable mensaje.

 —Regresaré con Elizabeth, si puedo traerla —dijo

muchacha—. Ella es la única que podría hacerla entrar eazón.Curiosity exhaló un suspiro largo y trémulo.

 —Me parece difícil. Supongo que tu madrastra debe dstar en esa montaña, muerta de pena. Anda, ve a tu casa

quédate una hora con tu familia, hasta que recuperes

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liento. Y come algo que no hayan roído los ratones. —Echuna mirada de asco a la mesa de la cocina—. Cuando estéista, vuelve y siéntate con ella. En un momento como és

necesito siquiera a una mujer cuerda a mi lado.

Luego rió con un sonido ronco, moviendo la cabezCuando volvió a mirarla, había recobrado un poco normalidad.

 —Al llegar he visto a Golpea el Cielo —dijo—. Creo quenemos mucho de que hablar, tú y yo. Pero será cuandegreses.

Golpea el Cielo y Palabras Fuertes la esperaban. Averles la cara Hannah comprendió que las tribulaciones d

se día aún no habían acabado. —Debo ir a casa —dijo.Los dos intercambiaron una mirada.

 —Ha venido un hombre de Johnstown —dijo el sénec—. Se llama O'Brien. Ahora va hacia Lago de las Nubes co

una citación para ti.Al principio ella creyó haber entendido mal, pero mirarlos a los ojos comprendió que no era así. La ira, rustración y el dolor de ese día se unieron en algo ardien

y agudo, que partía de su vientre y trepaba hasta escocer

n las manos y dar un temblor a su voz.

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 —¿Y vosotros, dos guerreros, tenéis miedo a un blancviejo que lleva un papel en la mano?

Después de echarles una mirada furiosa, partió deprisYa estaba más allá del establo cuando ellos salieron de s

stupefacción y la alcanzaron. Palabras Fuertes se adelantn tanto Golpea el Cielo se ponía detrás, de modo que ella sncontró precedida por uno y seguida por el otro, sin sab

qué pensar de eso.Apretó el paso hasta que el aliento le quemó en lo

ulmones. Aun así no podía quitarse esas palabras de abeza: el juez O'Brien con una citación para ella. Se enjugl sudor de los ojos y, después de recogerse la falda en inturón para dar libertad a las piernas, continuó trepando

montaña. ¿Quién podía haber presentado una demandontra ella, salvo Jemima Kuick? Eso era obvio sin que nad

e lo dijera.«La furia es el combustible más potente», le habr

dicho su abuela Atardecer. Y ella lo estaba descubriendo.Algo se movió en las ramas de un arce, y una ardil

mitió un chillido agudo. Hannah se detuvo como si alguie

a hubiera llamado por su nombre. Sabía lo que iba a vntes de que apareciera: la silueta de un hombre.Manny apareció delante de ellos, seguido por un jove

negro que ella nunca había visto. Ambos vestían ropa diel de ante, calzaban mocasines y cargaban mosquetes, y

miraban con una sonrisa cautelosa. En vez de sorpresa el

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ólo experimentó otro arrebato de ira. ¿Por qué escogían esmomento para enredarla en sus planes?

 —Manny Freeman —dijo, sin aliento—, ya mreguntaba cuándo aparecerías. Tengo sólo tres cosas qu

decirte. Lamento lo de Selah —empezó, y él asintió con abeza, apartando la vista—, me alegro de que estés a salvy llegas en el peor momento posible. No puedo quedarmentercambiar noticias contigo.

Manny se rió, sorprendido; luego inclinó el cuello y socó la frente con dos dedos.

 —Yo también me alegro de verte, Camina Adelante. —¿Saben tus padres que estás aquí? —Lo saben, sí.Detrás de ella, Palabras Fuertes dijo:

 —Íbamos a decírtelo, pero no nos has dado

portunidad, Camina Adelante.Hannah, sin prestarle atención, miró al muchacho.

 —Tú debes de ser Jode. Mi padre y mi madrastra mhan hablado de ti. ¿No estabas en Canadá?

 —Aquí hay mucho que hacer —replicó el muchacho e

erfecto kahnyen’kehàka. —Aquí hay muchos problemas —corrigió ella—. Y ess obra vuestra. —Se enjugó el sudor de la frente, mientraespiraba hondo—. Si tenéis algo que arreglar conmigo, nerdáis tiempo. Necesito llegar a casa.

 —No puedes ir a tu casa —dijo Manny—. En es

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momento no puedes ir a ningún lugar de Paradise. Edemasiado peligroso; O'Brien te busca.

Ella soltó una risa extraña y áspera. —En Paradise todo el mundo está en peligro. Si habé

stado observando, ya debéis de saber que tenemos fiebrscarlata en una de cada tres cabañas. —O'Brien ha venido a arrestarte —explicó su tío. —No tiene motivos. —¿Acaso crees que necesita un motivo? —aduj

Manny—. Sabes muy bien que no, Hannah. Tú viste lo quucedió en la ciudad.

La muchacha se acercó a él, furiosa, pero Manny nedió terreno.

 —Si devolvieras la caja fuerte que robaste —dijHannah, con acritud—, la viuda retiraría las acusacione

ualesquiera que sean. Sería mejor solución que obligarmehuir, dejando a los niños enfermos sin atención.

Él y el muchacho intercambiaron una mirada. —No podemos devolver ese dinero —arguyo Mann

—. Nosotros lo emplearemos mejor que ellos.

 —Conque sí, ¿eh? —Hannah apenas podía dominar suria—. ¿Y en qué lo emplearéis?Él hundió la mano en la bolsita que le colgaba del cuel

y sacó una moneda. —La mitad, al menos, no les perteneció nunc

ustamente vamos a devolverlo a sus legítimos propietarios

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Al ver la moneda que tenía en la mano, Hannah squedó petrificada, tal como él esperaba. Era una pieza de orde cinco guineas, con el perfil del viejo rey Jorge.

 —El oro de los tories —susurró ella—. ¿La viuda ten

l oro de los tories? —Una buena parte, al menos —especificó Manny—Cerca de ochocientas monedas.

 —Pero... —Hannah sacudió la cabeza para despejar—. ¿Cómo? ¿Dye?

Él asintió. —Como sabes, Dye estaba aquí cuando regresasteis d

Escocia, en el noventa y cuatro, el verano en que Liam huySupongo que fueron los rumores sobre el oro lo que atrajoDye hasta aquí. Aprovechó la oportunidad para buscar poLobo Escondido hasta que lo halló. Luego hizo un trato co

a viuda. Un socio secreto, como él dijo. Al parecer ella habnvertido hasta el último penique en el molino y no

quedaba capital propio. —¿Y cómo sabéis vosotros todo eso? Dios mío —

reguntó Hannah—. ¿Lo sabe ya mi abuelo?

 —Hace algunos días tuvimos oportunidad de hablon él. Supongo que él esperaba el momento adecuado pardecírtelo.

 —Os llevasteis la caja fuerte para que Dye pasara padrón.

Entonces Jode sonrió por primera vez. Todos sonreían

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muy complacidos por los resultados de su plan. Manny dijo —Parecía la única manera de ajustar cuentas con él s

que ahorcaran a nadie. —¿Y el resto del dinero que había en la caja fuerte?

 —Te doy mi palabra de que no lo gastaremos emujerzuelas y licores. Y con toda seguridad no ldevolveremos a las Kuick. Lo cual nos lleva nuevamenteO'Brien.

 —¿Creéis que va a acusarme del robo? Cuando srodujo, yo estaba en la factoría. A menos que me acusambién de brujería, por haber estado en dos lugares a la ve

 —Ese hombre ha hecho cosas peores —asegurManny—. Por eso pensamos que debes partir ahora mismon nosotros, antes de que él pueda ponerte los grillos.

Palabras Fuertes insistió:

 —Salva la vida. Ven con nosotros.Hannah, sin prestarle atención, se volvió hacia Golpe

l Cielo: —¿Tú también crees que debería huir despavorida an

un hombre como O'Brien?

Él inclinó la cabeza. —Creo que debes aclarar tus propios pensamientoCamina Adelante.

 —Serías buen diplomático —comentó ella, en toneco.

Durante un momento perdió la vista entre los árbole

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ratando de ordenar las ideas. Fiebre escarlata en la aldeKitty en su lecho de muerte y O'Brien con una orden drresto. La ira que la había impulsado montaña arriba segullí; no soportaba que un hombre como aquél la apartara d

os niños enfermos. Ni que la viuda Kuick, una verdadeadrona, la alejara de su hogar. —Iré a casa, a Lago de las Nubes —dijo Hannah—,

uego regresaré a la aldea. Huid hacia el oeste, si os parecA menos que planeéis llevarme por la fuerza, como hicisteon Dye.

Por la cara de Manny pasó una chispa de inquietuLos hombres se miraron. Luego Almanzo y Palabras Fuertedieron unos pasos atrás.

Hannah continuó su marcha, seguida por los cuatrhombres.

Esperaron escondidos en el bosque hasta que vieroque O'Brien se alejaba deprisa, chillando amenazas a lo

hombres que estaban en el porche. —¡Si no responde a la citación, pondré precio a sabeza!

El disparo de escopeta resonó con claridaroduciendo ecos en los barrancos y ahogando la

maldiciones del juez.

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 —Ya veis —dijo Hannah a los hombres que la rodeaba—: Mi abuelo sabe cómo tratar a O'Brien. Deberíais aprendde él.

Mientras hablaba de Kitty con Elizabeth y los niñoHannah tenía un oído atento a la discusión que sdesarrollaba en la sala, donde se habían reunido lohombres. Cuando hubo acabado, Elizabeth guardó silencdurante un rato.

 —¿Enviarás un mensaje a tía Kitty? —preguntó Danin voz baja.

Su madre lo miró como si hubiera olvidado que establlí.

 —Sí, por supuesto.Lily, al borde del llanto, apoyó la cabeza en el regazo d

u madre y se estremeció. Elizabeth la acarició. —Esta noche rezaremos una oración por tu tía. —Pero ¿no podemos ir a verla? —gimió la niñ

ncorporándose súbitamente—. ¿No deberíamos estar allon ellos?Su madre sacudió la cabeza, con los ojos cerrados.

 —Hannah, dile a Kitty que respetaré su voluntad, pupuesto.

Lily se arrojó al regazo de su hermana, llorando como

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uviera el corazón hecho trizas. Hannah la meció en silencion una mano apoyada en el hombro de su madrastra. Dlguna manera, en ese momento Elizabeth era tan frágil com

Kitty.

 —Se lo diré —prometió. —¿Y O'Brien, qué? —preguntó Daniel—. ¿Y la citaciónÉl te esperará en la aldea. El tío quiere que partas esta mismnoche.

 —Aún no estoy lista para partir —dijo Hannah—Además, Baldy O'Brien no me preocupa. Lo más probable eque ya esté lleno de cerveza hasta las rodillas. —Movió lodedos en un gesto despreocupado—. Me río de él y de sitación.

Ante eso Daniel logró sonreír y los sollozos de Liedieron un poco. Elizabeth miraba por la ventana, como

no hubiera oído nada.

 —Partiremos esta misma noche —dijo Palabras Fuerte

—. Partiremos ahora mismo, antes que permitir que O'Brien rreste.Hannah entró en el círculo de los hombres y se detuvo

 —¿Por qué habláis de mí como si fuera una criatura? —dijo, con su voz más firme—. Puedo decidir por mí misma.

no pienso huir de O'Brien ni de nadie.

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Ojo de Halcón inclinó tanto la cabeza que el pelo ayó sobre el hombro. Con cierta inquietud, Hannah not

que lo tenía muy blanco, sin rastros de negro. —Ya sabemos que no tienes miedo, nieta. Aquí nad

one en duda tu valor. —Su mirada pasó de Nathaniel Palabras Fuertes , y luego se detuvo en Golpea el Cielo—. Euna mujer adulta. Debe hablar por sí sola.

Hannah respiró profundamente, estremecida, y los miruno a uno; Palabras Fuertes, Manny y Jode tenían la mismxpresión: sus caras estaban tan llenas de miedo e ira que n

quedaba espacio para nada más. Luego miró a Huye de loOsos y a su padre, vigilantes, serenos y pacientes, poncima de todo. Aunque preocupados por ella, manteníasa preocupación en un puño y no la expresarían a meno

que ella se lo permitiera.

Miró a Golpea el Cielo, que se contenía porqumientras ella no hubiera tomado una decisión, su papel encierto. Por fin se volvió hacia su abuelo.

 —Iré a sentarme junto a Kitty, tal como he prometid—Habría querido que su voz no temblara, pero al meno

mantenía la cabeza alta y hablaba con claridad—. Se lo hrometido a ella y también a Curiosity, a quien quiero tantomo a mi madre, mi abuela o mi madrastra. Me quedaré co

Kitty hasta que ya no me necesite.«Hasta que haya muerto.» Aún no podía decirlo en vo

lta, pero los hombres que la rodeaban comprendieron.

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 —Nadie impedirá que la atienda, ni siquiera O'Brien —oncluyó.

Otter estalló de frustración: —Nos pones a todos en peligro.

 —Me quedaré con Kitty hasta que ya no me necesi—repitió Hannah con calma—. Tal como me enseñAtardecer, mi abuela, tu madre.

Él levantó las manos, disgustado. —Hazle entender, Golpea el Cielo. Dile cómo es la cárc

de los blancos para una mujer piel roja. —¡Tío!Su furia fue tan cortante que Palabras Fuertes s

nterrumpió, tartamudeando. —Te has dejado dominar por la ira —dijo ella—. Bien

Golpea el Cielo, ¿tienes algo que decirme?

 —No tengo nada que decir. Te has expresado con todlaridad, Hannah Bonner.

Fue entonces cuando ella supo que ya podía tomar undecisión.

Hannah no los oyó discutir sobre quién la acompañarla aldea, pero cuando salió al porche, Golpea el Cielo

speraba allí, con la escopeta en los brazos cruzados. A l

uz de la puerta parecía tallado en piedra, inamovible como

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montaña. No llevaron antorchas ni lámparas, pues no sabían co

erteza dónde estaba O'Brien; por suerte, el cielo estabdespejado y faltaban pocos días para el plenilunio.

Golpea el Cielo se movía tan en silencio como si fueun fantasma. Y Hannah, como su sombra que lo seguíCuando él se detenía, ella lo imitaba; cuando él volvía abeza para escuchar, ella también. La diferencia estaba e

que él proyectaba todos sus sentidos hacia la noche, eusca de cualquier amenaza que los acechara en scuridad, mientras que ella sólo se esforzaba por oír onido de su respiración. Así bajaron la montañ

deteniéndose de vez en cuando a escuchar y observar antede proseguir la marcha.

Allí donde terminaba el bosque y comenzaban lo

resales, Golpea el Cielo volvió a detenerse para recorrer coa vista el amplio espacio despejado. El olor de las últimaayas pendía en el aire nocturno, muy dulce. Pero había otrlor, más salado y penetrante: a sangre derramada.

 —Una pantera. —Él señaló hacia el otro lado del clar

l felino se había tendido entre las fresas, dorado oscurlexibles los músculos bajo el claro de luna. La blanca pade un venado se proyectó hacia arriba, en una sacudida—Una señal —dijo.

Una señal, sí, pero ¿cómo interpretarla? Hannah se frot

os brazos para calmar la piel erizada. Continuaron la march

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Ahora él caminaba más deprisa. Sólo se pararon al llegar a ldea, a la sombra de la iglesia. Oyeron el reclamo de uhotacabras; luego un lobo subió corriendo desde la ribere detuvo a olfatear y retrocedió entre los árboles, jus

uando el perro del molino empezaba a ladrar ferozmentolina arriba.En la aldea no había más luz que la lámpara colgada a

uerta de la taberna. —Bien —dijo Golpea el Cielo—. O'Brien beberá tan

omo Metzler le permita. —Pues entonces beberá toda la noche —replicó ella.Cuando volvió la cabeza hacia él, lo encontró much

más cerca de lo que imaginaba. Él emitió un sonido grave udo, que ella ya reconocía como expresión de duda, y uso una mano en el hombro para girarla hacia él.

«Como si bailáramos», pensó Hannah, mientras segua suave presión de su mano. Los dedos del séneca se nhebraron en el pelo. Y ella levantó la cara para mirarlo

Golpea el Cielo le recorrió la cara con los ojos; luego, con dedo, siguiendo la línea del labio inferior y la mandíbul

mientras le cubría la espalda con la otra mano. —Estás temblando —dijo—. ¿Tienes frío? —No, no tengo frío. Y tampoco tengo bufanda par

onerte sobre los hombros, Golpea el Cielo.Qué extrañas sonaban aquellas palabras, susurrada

or su propia voz. Lo bastante potentes como para reson

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n la montaña y en el valle del río. Lo bastante potenteomo para llenar el mundo.

 —Pero tienes brazos —replicó él, ya sonriente—Servirán para el caso.

Habría debido ser incómodo es tar así con él, de pie en scuridad, con los brazos en torno de su cuello. Toda sncertidumbre había desaparecido, reemplazada por unerena aceptación y, más aún, el comienzo de algo que poder gozo.

Su olor ya le resultaba familiar, fuerte y penetrante; svoz se le metía adentro, se le deslizaba por la gargantuave y densa, hasta despertar un pulso dentro de suerpo, en sitios aún ignorados e ignorantes.

Apoyó la cara contra la curva de su cuello para inhalamodo de respuesta, él la estrechó más.

 —La última vez me tendiste una trampa para que esara. —Su propia voz, alta y lejana.

Él tensó las manos contra su espalda y la elevó sobre unta de los pies para acercarle la boca.

 —A mi juicio, hiciste que me esforzara mucho par

onseguir ese beso.Ella cerró el puño y le golpeó el hombro, pero la boca dl no seguía acercándose.

 —¿Eso significa que me obligarás a esforzarme ponseguir éste?

 —No. —El aliento del séneca se movió por su piel—

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Esta vez yo mismo lo haré todo. Hasta que tú me pidas quare.

Quería hacerla reír, escandalizarla, atraerla. Y lo hizodo con las palabras y la boca, con el calor de sus labio

on las manos que le rodeaban la cabeza. La besó hasdejarla sin aliento; luego, sin darle tiempo a recuperarsvolvió a besarla, estrechándola contra sí hasta convertir suerpo en algo extraño y maleable, capaz de enroscarse a omo una enredadera a un roble, siempre hacia arriba.

Golpea el Cielo interrumpió el beso y la apartó de sí, couna expresión tan feroz que habría debido asustarla.

 —¿Vendrás conmigo? ¿Vendrás al oeste?Y la besó otra vez antes de que respondiera. La besarí

hasta que ella hubiera aceptado vivir con él en una nube n el fondo de un lago. En cualquier sitio, siempre qu

udiera estar con él, tener su boca y su manera de mirarlentirlo. La abrazaba como si ella fuera la tierra, el cielo odas las estrellas, como si necesitara metérsela bajo la piara sentirse entero. A Hannah le dolía el cuerpo.

 —¿Vendrás? —Las manos en sus hombros, los dedo

xtendidos que la impulsaban hacia arriba para mirarla a lojos. Ella parpadeó, enmudecida por las cosas que él despertaba, sorprendida por lo simple que era la verdad—Vendrás al oeste conmigo? ¿Serás mi esposa?

La respuesta que él deseaba quería brotarle del vientr

e llenaba la garganta. Por fin brotó en un susurro.

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 —Sí. Iré contigo.Golpea el Cielo se quedó inmóvil un momento. Luego

pretó los labios contra la frente y dio un paso atráosteniéndola hasta que ella recuperó el equilibrio.

 —Ya habrá tiempo para hacer planes —dijo—, cuandhayas terminado tu trabajo aquí. —¿Tú no crees que debo huir? —En ese caso no serías la mujer que eres.

Cuando Hannah entró en la habitación, todos dormíaEthan, acurrucado a los pies de su madre; Richard, con abeza caída hacia atrás y aferrado a los apoyabrazos de illa, demasiado pequeña para él; Curiosity, con la mejil

ontra el hombro.Ver a Curiosity sin hacer nada era extraño y a la ve

onsolador: saber que incluso ella necesitaba descansTenía las manos en el regazo, con los dedos cruzados, comi aun en el sueño tuviera que contenerlos. El pañuelo que

ubría la cabeza se le había deslizado; el pelo brillaba, negry plata a la luz de la lámpara. En los últimos meses se habían acentuado las suaves arrugas que le rodeaban lo

jos y la boca. Era como si, al fin, los años la hubieralcanzado. En ese estado de reposo representaba la eda

que tenía y aún más.

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Kitty también dormía, tan profundamente que Hannaguardó, inmóvil, hasta detectar el vacilante movimiento decho. Su piel se veía transparente a la suave luz de ámpara, frágil y seca como la seda. Las venas, como vago

íos azules, grababan su paso por la frente y los pómulos, lo largo del cuello. El mismo azul tenía los labios, loárpados y las uñas de la mano curvada sobre la manta.

 — Ubi est morbos? —susurró.La respiración de Kitty se detuvo, continuó, y volvió

nterrumpirse.Curiosity y Richard despertaron al momento. Ethan s

emovió con más lentitud, pero luego se incorporó como uayo. Sus ojos, grandes y redondos, parecían los del conej

que siente el aliento del lobo: el tiempo del miedo habasado; sólo quedaba una plácida aceptación.

Los párpados de Kitty se agitaron un poco, antes dbrirse.

 —Curiosity. —Su voz sonaba notablemente clara, permuy suave.

 —Estoy aquí, pequeña.

 —¿Richard? —Aquí, amor mío. —Su marido se sentó en el borde da cama y le cogió la mano.

Ella trató de levantar la cabeza. Curiosity se inclinó paostenérsela con una mano.

 —Estás ahí, Ethan. Acércate.

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El niño dirigió una mirada interrogante al doctor, que llentó con un gesto. Entonces se sentó junto a su madre poyó la cabeza junto a la de ella. Kitty suspiró a modo dienvenida, satisfecha, y levantó un brazo para rodearlo. S

mirada pasó de una cara a la siguiente. —Hannah, has vuelto. —Como te había prometido. —¿No hay nadie enfermo en Lago de las Nubes? —No. Todos están sanos. —Bien. ¿Has dado mi mensaje a Elizabeth? —Sí. —Bien —repitió Kitty. Y luego—: Estoy muy cansada

Richard. —Sí —dijo él—. Ya lo sé.Con los ojos cerrados, apoyó una mano contra el pech

de su esposa. Hannah lo vio todo reflejado en su cara: evoloteo del músculo bajo la curva de su palma, los últimoatidos de un corazón tierno e imperfecto.

 —Mi dulce niñito —murmuró Kitty, mientras recorron los dedos la cara de Ethan—. Quédate conmigo mientra

me duermo.

Ya casi amanecía; Hannah y Curiosity se sentaron a

mesa de la cocina, mudas en aquella casa muda dond

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Richard Todd velaba la forma inerte de su esposa.Hannah apoyó la cabeza en los brazos, tratando d

rdenar los pensamientos que se le presentaban revueltos zar. Bump cavaría ese día dos tumbas: una para Moll

LeBlanc y otra para Kitty. Al día siguiente quizá cavara un dos más, pero al parecer la fiebre escarlata ya haberminado su obra en Paradise, al menos por esa vez. Dualquier modo, ella no estaría allí para acompañar a má

vecinos a sus sepulturas. Iba a separarse de su padre, de samilia y de su hogar para ir al oeste con Golpea el Cielo.

O tal vez, si Jemima Kuick y el juez O'Brien se salían coa suya, iría a Johnstown y al patíbulo.

Curiosity le apoyó una mano en la cabeza y ella dio uespingo. La anciana le sonrió con mucha bondad. Una camada. Hannah sólo cayó en la cuenta de que había estad

lorando cuando Curiosity le enjugó suavemente las lágrimaon el pulgar.

 —En verdad, aún no conozco a Golpea el Cielo —le dij—. Se ha pasado la noche esperando fuera. ¿Por qué no haces pasar? Le daré de comer. Un poco de distracción m

vendrá bien. —Me iré con él —dijo ella—. Me voy al oeste coGolpea el Cielo. Voy... voy a casarme con él.

 —Ya lo sé. —Después de sentarse, Curiosity cogió lamanos de la muchacha—. Lo sé, hija. Extrañaré mucho t

ara luminosa, pero ya es hora, ¿no? ¿Es buen hombre?

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 —Sí —susurró Hannah. —Pues bien, algún día vendrás a mostrarnos tus bebé

Y qué alegría nos darás!Las lágrimas se deslizaron por su cara hasta caer en lo

dedos entrelazados. —No sé —dijo. Inclinó la cabeza—. No sé cómepararme de vosotros.

 —¡Pues claro que lo sabes! Lo harás como has hechodas las cosas difíciles que te han tocado: un pie delan

del otro y la mirada al frente. Tú sabes que eres capaz. —Después de un rato, Hannah asintió—. Pensarás que souna vieja egoísta, pero hay un motivo por el que me alegrade que te vayas: ya no me preocuparé tanto por Mannyabiendo que Hannah Bonner está allí para vigilarlo.

Ella se las compuso para sonreír.

 —Haré lo que pueda, pero es muy terco.Curiosity se meció hacia delante, riendo por lo bajo, y

dio un beso en la cabeza.

Bump entró con Golpea el Cielo y los cuatro se sentarola mesa a comer pan de maíz y beber café fuerte con azúca

El anciano les dio las noticias que ansiaban: no habnuevos casos de fiebre ni más muertes que la que acababa

de presenciar.

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 —¿Y Baldy O'Brien? —preguntó Curiosity, mientravolvía a llenarle la taza—. ¿Hay noticias de él?

Golpea el Cielo sacudió la cabeza. —Por lo que sé, ha dormido en la taberna.

Para Hannah fue una revelación oírlo hablar tan bien dioma del país. Se preguntó qué otros talentos le habrcultado.

Curiosity deslizó pensativamente las manos por la mesy luego miró a la muchacha, con los labios apretados.

 —¿Piensas huir de ese pequeño patán, hija, o quedarás a pelear?

 —No voy a huir de él —aseguró ella, con un gesto dorpresa.

 —Pues es lo que parece. No sabes siquiera qumentiras ha dicho Jemima, y ya estás dispuesta a escapar.

Parecía a punto de escupir. Hannah dirigió a Golpea Cielo una mirada interrogadora, pero su expresión enescrutable.

 —No voy a huir de Jemima Southern —insistió ella—i de nadie. No tengo motivos para escapar. No he hech

nada malo. Nunca he pensado en escapar. La idea ha s ido du hijo.Dirigió la mirada a Bump, pero si esa revelación

omaba por sorpresa, no se notó. Tampoco sirvió paralmar a Curiosity.

 —Aunque sea mi hijo, Manny también pued

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omportarse como un imbécil de vez en cuando. Mira todoos problemas que ha causado durante mi ausenciscondido por ahí, amarrando a la gente y provocando emima Southern hasta hacerle perder el poco seso qu

enía. Si estuviera aquí, me sentiría muy tentada de calentarl trasero. No hagas caso de estos botarates, hija. Quédateelear.

Esa había sido su intención, pero la súbita insistencde Curiosity le erizó el pelo de la nuca.

 —¿Por qué he de hacerlo? —contraatacó—. ¿Por quhe de dar esa satisfacción a O'Brien? Es mejor que me vayhora mismo.

 —¡Mira que eres lenta de entendederas algunas veceNo te das cuenta, hija? Si huyes, Jemima se saldrá con uya: no podrás volver jamás, como no sea a escondidas

emiendo que ella vuelva a echarte la policía encima. ¿Vas ermitir que tenga ese poder sobre ti? —Y agregó con máuavidad, mientras le estrechaba la mano—: No se ermitas, Hannah Bonner. No huyas.

Alguien llamó a la puerta con insistencia.

 —Debe de ser O'Brien —aventuró la ancianevantándose con la energía de una joven—. ¡Venir a unasa que está de duelo para hacerle el trabajo sucio a Jemim

Southern!Golpea el Cielo se levantó para seguirla por el pasill

ero Hannah lo detuvo apoyándole una mano en el brazo.

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 —No empeores las cosas —le dijo—. No le des unxcusa para que te arreste a ti también. Deja que hab

Curiosity. —Nunca me cruzo en el camino de la osa que protege

u cría, Camina Adelante.Como para demostrarlo, en el vestíbulo se alzó la voz dCuriosity, penetrante como una zarpa.

 —Será mejor que vayamos a rescatar al pobre señoO'Brien —dijo Bump—, antes de que se lance de verdad.

El juez O'Brien era un hombrecito blando y amorfo; sara era un pequeño círculo rosado en medio de un laberint

de pelo blanco y gris que la envolvía. Estaba rojo de ira. P

o que Hannah sabía de él, no le gustaba que lo desafiaran,mucho menos una mujer. Un hombre pequeño que tenía u

ran concepto de sí mismo, tenaz como una mula e inflexibomo una roca.

Una roca que parecía haber topado con Curiosit

Freeman, encolerizada por primera vez. —Usted no tiene nada que hacer aquí —le dijo nciana en un susurro áspero—. Si quiere hablar con eñorita Bonner, tendrá que aguardar a que ella tenga tiempara ir a verlo.

 —Hablaré con Hannah Bonner ahora mismo —buf

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O'Brien, aunque retrocedía frente al avance de la ancianon el sombrero apretado contra el pecho—. Y si e

necesario, la llevaré conmigo a Johnstown para que seometida a juicio. Usted no puede burlar a la justicia, señor

En ese momento vio a Hannah, con Golpea el Ciedetrás. A la joven habría podido darle por reírse al ver la cardel hombre, donde la satisfacción cedió rápidamente pasoa sorpresa y al miedo, pero la situación era demasiad

horrible. —Señorita Bonner —dijo él. Mientras se erguía, echó

Curiosity una mirada triunfal—. En mi condición de juez ddistrito...

 —Ella no irá a ninguna parte, O'Brien. —La voz dRichard tronó desde la escalera, tan inesperada que tododieron un respingo.

 —Doctor Todd —saludó el hombrecito, sacando echo todo lo que podía. Luego miró con nerviosismo a nciana y después al séneca—. He venido por un asuntficial, pero no era mi intención molestarlo.

 —Entonces, ¿por qué demonios viene a aporrear m

uerta a estas horas? —bramó Richard.Palidecieron las mejillas de O'Brien; su nariz, en cambisumió un rojo más intenso.

 —Esta joven está evadiendo la justicia. —Señaló Hannah con la cabeza—. Se ha presentado una demand

ontra ella y no puede esquivarla así como así.

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Richard bajó lentamente, con una calma tan mortífeque a Hannah se le erizó el pelo de la nuca. O'Brien debía dentir lo mismo, pues dio otro paso atrás y chocó contra uerta.

 —¿Que ella está evitando a la justicia? —dijo el médicn voz baja.El juez de distrito tragó saliva visiblemente.

 —Sabe que la he estado buscando. ¿Acaso no entreguyer una citación en tiempo y forma? La llevé a su mismuerta, ¿y acaso se molestó en aparecer? No sólo esdemás, casi recibí un disparo como pago por la molestiadie está por encima de la justicia, doctor Todd.

 —Miserable gusano —comenzó Richard, en tonoloquial.

Bump ahogó una exclamación y Curiosity ocultó un

onrisa con la mano. Pero O'Brien no vio nada de eso; svista estaba clavada en el doctor.

 —Imbécil, miope, insignificante y presumido. ¿Acasiensa que ella había salido a bailar? ¿Nadie le ha dicho qun esta aldea hay una epidemia?

El visitante hizo una mueca dolorida. —Pues... sí. —¿Y sabe usted que la señorita Bonner es médico?El hombrecito frunció el entrecejo.

 —Sé que se presenta con ese título.

 —¿Duda de mi palabra y mi opinión en cuestiones d

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medicina, señor O'Brien? —No, creo que no —reconoció. —Cree que no. —No. Eso no se lo discutiré.

 —Escúcheme. La fiebre escarlata ha matado a cincersonas en estos cinco días. Sin la debida atención médichabrían muerto muchas más. El peligro aún existe. Y usteviene a proclamar que, según su entendida opinión, unitación —siseó como si tuviera deseos de escupir— es mámportante que la vida de los habitantes de Paradise. ¿Hntendido correctamente?

A la cara de O'Brien volvió el color. —Anoche... —Pero se interrumpió, pues Richard d

tro paso hacia él. —Anoche, mientras usted vaciaba toneles de cervez

n la taberna, la señorita Bonner estaba aquí, velando... —Richard se le quebró la voz, limpia y simplemente, como unáscara de huevo—. Junto al lecho de muerte de mi esposa

Sus hombros se encorvaron. Mientras le volvía spalda, concluyó:

 —Lárguese. Lárguese ahora mismo.O'Brien parpadeó convulsivamente, pero no se movhasta que el ruido de un portazo llegó hasta ellos. Entonce

areció desinflarse; sus ojos pasaban, nerviosos, de Golpel Cielo a Curiosity. Ésta dijo:

 —Permítame que le dé un consejo, juez O'Brien: n

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 —Tú te callas —le ordenó la anciana—. Esto es entre thombre y yo. Ahora escucha lo que debes hacer, Golpea eCielo: llévate a Hannah y busca un lugar donde pueddescansar. No la lleves a Lago de las Nubes, ¿me has oído

o quiero que Manny o los otros la molesten. Y será mejoque no se acerque por ahora a Elizabeth, que sin duda smesará los cabellos hasta quedar calva.

Por mucho que Hannah quisiera protestar, esa imagen hizo sonreír.

 —Hace buen tiempo. Llévala a la montaña, a algún lugonito, y cuida de que no corra a atender a nadie, aunquea un día. ¿Comprendes lo que te digo?

 —Comprendo, sí —dijo Golpea el Cielo. —Bien. Esta niña necesita descansar para poder ajust

uentas con Jemima Southern, de una vez por toda

Además, los dos tenéis un largo viaje por delante.Hannah se acercó para apoyar la cabeza en el hombr

de la anciana. —Hoy no —murmuró—. Todavía no. —Todavía no —confirmó Curiosity, en tanto le dab

almaditas en la espalda.Hannah sintió la súbita necesidad de sentarse allí, equella cocina acogedora, y no salir nunca más.

 —¿Y Richard? ¿Y Ethan? —Debemos permitir que pasen un rato con ella. Ya l

abes . Hasta mañana no podrán dejarla ir.

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 —Los LeBlanc —recordó Hannah, furiosa por sentirsl borde del llanto—. Y las niñas Ratz. Prometí ir a verlos.

 —En este momento no hay nadie que esté a las puertade la muerte. —Curiosity la apartó para mirarla a la cara—

Deja que yo me encargue de todo, niña. Tú tienes qucuparte de tu propia vida.

En una pradera alta, desde donde podían ver el mundntero, el cansancio y el dolor vencieron a Hannah. Se dejaer pesadamente en un saliente rocoso, con un brazontra los ojos. Las lágrimas brotaron, calientes, y orrieron por la cara como lluvia.

Golpea el Cielo se sentó a poca distancia. No ten

alabras que ofrecerle, pero Hannah agradecía su meresencia, aunque la mortificaba estar así frente a él.

Cuando no le quedaron más lágrimas, se llenó loulmones de aire y lo retuvo cuanto pudo, estremecid

hasta que su cuerpo se aquietó. Entonces le fue posible o

l mundo que la rodeaba. En los pinos cercanos había uniña de pinzones; algo más abajo, se oía el lejano sonido das cascadas. Golpea el Cielo no hacía ruido alguno. Dronto Hannah tuvo la convicción de que la había dejadara que llorara a solas.

Se incorporó, dispuesta a sentirse furiosa, ofendida

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mbas cosas, pero él estaba allí, sentado frente a ella con laiernas cruzadas.

 —Come algo —dijo, ofreciéndole un poco de pan.Hannah no tenía conciencia de su hambre ni de lo ric

que era el pan fresco en un día caluroso. Comió todo lo qul le fue dando: carne fría y nabos de la huerta, de saboenetrante.

 —¿Qué es esto? —preguntó él, con cara de duda, anun manojo de perejil.

 —Máscalo —aconsejó Hannah—. Limpia la boca urifica el aliento.

Y se ruborizó al comprender que ese perejil era unroma provocativa de Curiosity. Golpea el Cielo no entend prefirió no entender, pero hizo lo que ella sugería.

 —Allí hay un arroyo —señaló Hannah—. Y sombr

ara dormir.Se adelantó corriendo; de pronto se sentía incómod

unto a aquel desconocido, aquel hombre al que había dadalabra de casamiento. Él la siguió, veloz y silencioserpenteando entre los pinos hasta llegar al arroyo. Ambo

ebieron de él. Era un s itio fresco, donde la luz se filtraba pntre los pinos y los abetos para jugar en el agua. Habocas cubiertas de musgo, hondos lechos de pinaza y, en llto, el parloteo sordo de las ardillas.

 —Buen lugar —comentó Golpea el Cielo, mientra

dejaba cuidadosamente la escopeta sobre la hierba. Junto

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rma depositó el cuerno de pólvora, el saco de balas, aleguilla que le colgaba del cuello y la vaina del puñal, has

quedar desarmado. Luego comenzó a quitarse la camisa dazador por encima de la cabeza.

 —¿Qué haces? —inquirió ella, en voz tan cortante qul se detuvo a mirarla. —Voy a dormir aquí mismo. —Él señaló el suelo con

mentón—. He pasado la noche montando guardia. Y también deberías dormir, a menos que tengas pensada otrosa.

Enfurecida por su enorme sonrisa, Hannah le volvió spalda y se acostó, con las rodillas recogidas y los brazoeñidos al cuerpo.

Ya le enseñaría que no podía tomarla a la ligerDespués de hacerse esa promesa, se quedó dormida.

Despertó cuando el sol ya estaba alto y el bosqueverberaba de calor, aun allí, junto al agua.

 —Tu familia querrá verte antes de que llegue la hora dresentarte ante O'Brien. —Él estaba en cuclillas a su ladon la camisa en una mano y el pecho húmedo de sudor.

Hannah se obligó a apartar la vista, pero no podía pasor alto su olor ni las sensaciones que le despertaba en

vientre. Se incorporó.

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 —Sí. Está bien.Sin embargo, permanecieron así, tan cerca que habría

odido tocarse, pero sin hacerlo. Hasta que él alargó dodedos y le rozó el pelo.

 —Pinaza —dijo. Y ella vio cómo se movían lomúsculos de su garganta al tragar saliva.Golpea el Cielo se acercó un poco más para quitarle

olvo y la pinaza de la cabellera. Ella se lo permitió. Habrodido apartarle la mano, pero no quería hacerlo. Lo que

quería, tanto que el impulso era casi irresistible, era apoyar ara en la curva donde el hombro se encontraba con uello, para poder aspirar sus olores.

 —Camina Adelante —murmuró él, ya tan cerca que sliento le movió el pelo.

Ella volvió la cara y abrió la boca para preguntarl

¿Qué?», y él la besó, tal como esperaba, como deseaba. Ueso dulce, suave, más suave aún. Nada parecido a loudos besos de la noche anterior, pero tenían un poderopio. Hannah apoyó las manos en su pecho, y lo

músculos, suaves y duros, aletearon bajo sus palmas. Él

ncerró entre sus brazos.Pasaron largo rato así, arrodillados en el suelo dosque; él la acunaba contra el cuerpo y la besaba en oca; ella, al responder, aprendía su forma, su sabor, ontacto de su lengua. Nunca habría imaginado que un bes

udiera ser algo tan potente como para arrancarla de

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misma a tal punto. Le despertaba deseos tan furiosos quor mucho que se apretara contra él, no era suficiente.

Le pasó los dedos por la cara, trazó el contorno de surejas, le abarcó la nuca entre las manos. Y entre besos l

dijo: —Te está creciendo el pelo. Me gustaría ver cómo ereuando no te lo rasuras. ¿Te lo dejarás crecer?

 —Sí —aceptó él, sonriendo contra su boca—. Si tquieres, esposa mía.

Hannah volvió a apartarse. —¿Ya soy tu esposa? —Al oírse decir eso, sintió u

nudo en el pecho.Él inclinó la cabeza y torció una comisura de la boca.

 —Sólo tú puedes responder a esa pregunta, CaminAdelante, Hannah. ¿Eres mi esposa?

A pesar de que hacía un día caluroso, la muchachemblaba como si se hubiera apoderado de ella alguna fiebr

Él esperaba, sin dejar de mirarla. Un desconocido, todavía, in embargo, no era desconocido en absoluto. Nunca habentido tanto miedo ni tanta felicidad; nunca había estad

an segura de lo que deseaba. —Sí —dijo—. Soy tu esposa.Bastó una sonrisa de Golpea el Cielo para calmar su

emblores. Pero entonces él recomenzó: sus manos, su boca fuerza de sus brazos , todo para ella. Cuando la atrajo hac

l suelo del bosque, ella lo dejó hacer de buena gana,

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uando él le tocó el pecho, la muchacha se arqueó contra smano.

 —¿Hay tiempo? —le preguntó, sorda y ronca la vozus propios oídos—. ¿Hay tiempo suficiente?

Él puso su boca contra la oreja, cálida y suave, de muchacha. —Hay tiempo. Si me deseas, hay tiempo.La lengua de Golpea el Cielo se movió contra el puls

del cuello, a lo largo de la mandíbula, hasta llegar a la bocOtro tipo de beso, una promesa de lo que seguiría. Su man

ajo la falda, trepando por el muslo hasta tocar eso que dolntre las piernas. Un toque leve, una pregunta sin palabras

 —Sí —susurró Hannah—. Sí.

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Capítulo 42

Por la mañana, Elizabeth se despertó pensando en Kittero fue en busca de Manny y Jode, decidida a manten

una franca conversación con ellos sobre sus actividadeecientes y sus planes para el futuro inmediato. Si Curiosistaba demasiado atareada como para ir a hablar con su hij

y hacerlo entrar en razones, lo haría ella. Además, deb

esolver el misterio de Liam Kirby. Y estaba segura de quManny podía proporcionarle también esa respuesta, una veque lo tuviera acorralado.

Pero habían desaparecido. Después de comer en hogar de Muchas Palomas y darle cortésmente las gracia

habían vuelto a fundirse con el bosque. —Esperarán a que los otros estén listos para viajhacia el oeste —informó Grajo Azul, con la expresiódesolada y melancólica de los niños que quieren participde una aventura y saben que no serán incluidos.

Muchas Palomas dijo: —Temen que te enfades, y con razón.Elizabeth volvió a su cabaña, y allí encontró a Bum

entado con Nathaniel en el porche. Tenía malas noticias l buen pan de Curiosity para ayudarlos a tragarlas.

Se sentaron a escuchar, bajo la fuerte luz de la perfectmañana estival. Elizabeth, aunque exteriormente conservab

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a calma, habría querido huir a toda carrera, cerrar los oídoomo un niño malcriado y dejar fuera esas palabras quemía.

Pero Bump, a pesar de su espalda deforme y de s

xtraña vestimenta, era la más dulce y bondadosa de laersonas. Describió las últimas horas de Kitty de unmanera tan directa y sencilla que Elizabeth encontró en ellalgún consuelo. La había conocido cuando era un

muchacha infeliz, solitaria y desesperada de amor, pero habmuerto con su esposo al lado y su hijo entre los brazos.

 —Su muerte fue tranquila —concluyó Bump—Curiosity me ha encomendado deciros que sonreía.

 Nathaniel le frotó la espalda a Elizabeth y la estrechontra sí. Ésta notó que su esposo contenía el aliento omprendió que estaba muy cerca de las lágrimas. Dentro d

lla, en cambio, ya no las había. —¿Y lo demás? —La voz de Nathaniel sonó ronca po

a pena.Bump torció los hombros, como para aliviar un calamb

n la espalda, y prosiguió su relato, sin dejar de observar

ara de Nathaniel. —Entre el doctor y Curiosity, O'Brien no tenía ningunportunidad —comentó, con expresión satisfecha. Lueg

más cauteloso, dijo—: Normalmente el doctor es un hombduro y avaro con los elogios. Muchas veces lo he vist

rritar a la señorita Hannah con sus exigencias y su

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sperezas. Pero esta mañana la ha defendido como si eluera alguien de su familia, a pesar de que temblaba de dolomo un arbolillo en la tormenta. He pensado que oustaría saberlo.

 —Sí —respondió Nathaniel—. Gracias por decírnoslo.La cara de Elizabeth delataba el esfuerzo que estabhaciendo para conceder a Richard Todd el mérito que orrespondía. Los enfrentamientos que habían tenido en asado debían quedar atrás . Con su lealtad y su defensa d

Hannah, Richard se había ganado el respeto de todos. Elizabeth debía confiar en que sabría educar a su sobrin

ues Kitty le había arrancado esa promesa. —Ya sé que no bajáis a la aldea por temor a

scarlatina, pero... —comenzó a decir Bump. —Nathaniel estará allí a las siete para escuchar lo

argos de O'Brien —lo interrumpió Elizabeth, casi rozando rosería. Se le había acentuado el color y mantenía lo

dientes apretados. Era efecto del miedo. Sin embargo, pse único segundo que duró demasiado, él la odió permitir que el miedo la dominara.

 —Lo que iba a decir —continuó Bump, sin alterarse—s que Ethan os envía un mensaje. Confía en que mañanodréis ir al entierro de su madre, y me ha encargado deciro

que, si vais, como Kitty habría querido, no se acercará vosotros, aunque no tiene sarpullido ni síntoma alguno.

De súbito Elizabeth palideció como si fuera

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desmayarse. Luego, sacudida por un estremecimiento, slevó las manos a la cara, y un sollozo le desgarró arganta.

Bump cruzó una mirada con Nathaniel. En sus ojo

había algo sapiente, una comprensión que estaba más allá doda crítica. —También traigo mensajes para los niños Lily y Dani

—agregó. Nathaniel hizo un gesto de asentimiento y estrechó

Elizabeth contra sí. —Ahora mismo iré a llamarlos —dijo.

Cuando hubo llorado tanto como puede llorar un

mujer, Elizabeth miró a su esposo como lo había hechdespués de dar a luz: vaciada de todo, reducida a su pursencia.

 —¿Aún está aquí? —preguntó. —Sí, está en el porche, con Lily.

Durante un momento, él temió que el llanecomenzara, pero sólo hubo un suspiro profundo y trémulElla se levantó.

 —Me arrepiento de no haber ido a acompañar a Kitt—dijo, apartando la cara—. Pero sobre todo sient

vergüenza.

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 —Elizabeth... —Déjame terminar. Me avergüenza que hiciera falta

dolor de un niño para comprender lo que os he hecho. A más que a nadie. Lo siento, Nathaniel, lo siento de verdad.

Las lágrimas se acumularon en sus ojos hinchados, partó la mano de su esposo, que se alargaba hacia ella. —He permitido que el miedo decidiera por mí. P

nosotros. Ojalá encuentre la manera de compensaros. —Elizabeth... —Él la cogió por las muñecas pa

bligarla a sentarse a su lado, en la cama. Como elorcejeara, la envolvió entre sus brazos y la retuvo hasta quintió que cedía—. Escucha, escúchame. Soy tu esposo. N

me debes disculpas ni explicaciones. Todo lo que tú sienteo siento yo también. Cada vez que uno de los niño

desaparece en un recodo del camino, hay un puño que m

prieta las entrañas hasta que vuelvo a verlos. Cuando unde ellos estornuda o tose, cuando su sueño es demasiad

rofundo o tardan demasiado en despertarse, pienso eRobbie y el miedo me estrangula.

Los dedos de Elizabeth se curvaron contra la tela de s

amisa. Luego quedaron laxos. —Él era también mi hijo. Lo extraño todos y cada unde los días, pero no permitiré que su falta me impida brind

los vivos lo que les corresponde. Y tú tampoco deberíaermitirlo.

 —Quiero hablar con Bump —dijo ella, contra su camis

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—. Quiero enviar un mensaje a Ethan.

Bump seguía sentado en el porche con Lily, hojeando ibro de Gabriel Oak. Desde la puerta, Elizabeth los observmientras volvían las páginas.

 —Y este A. Montgomery, ¿quién es? —Ah —respondió él, con una gran sonrisa—, el amig

Gabriel lo dibujó en Carolina del Sur. Es el viejo Archie, uoronel; ya ves su uniforme.

 —Dice mil setecientos sesenta —señaló la niña. —Hum, debió de ser cuando los cherokees liquidaron

a milicia, allá en Echoe. Fue entonces cuando Gabridecidió que estaba harto de guerras y se le metió en

abeza venir al norte. —¿Y vino aquí? —Sí, en la primavera siguiente. Seguro que aq

ncontrarás dibujos de gente que conoces. Mira, aquí está ago de la Media Luna, cuando tu abuelo y los colono

vivían felices en la orilla. —Antes de que los kahnyen’kehàka incendiaran ldea —apuntó Lily—. Y mira lo que hay escrito aquí, en

margen: «Alfred M.» Ése debe de ser mi abuelo Middleton. —¿Puedo mirar? —A Elizabeth se le quebró la vo

uando ambos giraron hacia ella una sonrisa de bienvenida

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Le hicieron sitio entre ellos. Lily no dejó el viejo libro eaz hasta verlo bien afirmado en el regazo de su madre.

 —Sí —dijo ella—, es tu abuelo. Aquí se le ve muoven. ¡Cielos, Axel Metzler! —Tuvo que contener la risa—

Casi no lo reconozco. No conocí a su esposa, pero supongque ésta debe de ser ella, ¿verdad?La pregunta iba dirigida a Bump. Él asintió.

 —En efecto. —Mira —dijo Lily, cada vez más entusiasmada—: lo

adres de tío Todd, dice aquí. —Debes mostrarle esto, hija. Le interesará mucho.Pero la niña, en su emoción, apenas la oyó. Al girar l

ágina se detuvo con una suave exclamación: —Oh, mamá, mira. —Sí. —Elizabeth parpadeó a la luz del sol—. Es m

madre.El retrato parecía refulgir en la página. El pelo oscur

ubierto por una simple cofia de cuáquera; la cara en formde corazón, los ojos bien separados, el mentón hendido una sonrisa tímida. Según la fecha, tenía sólo diecisie

ños. Estaba recién casada y se había separado de su familara seguir a su esposo a territorios salvajes. —Te pareces mucho a ella —observó la niña—

Verdad, Bump, que se parece a su madre?Él susurró:

 —Es cierto, tanto como tú a ella.

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 —¿Estabas presente cuando Gabriel dibujó esto? ¿Tcuerdas de mi abuela Middleton?

 —Por supuesto. No podría olvidar a Maddy, de misma manera que no podría olvidar a mi propia madre. E

un espíritu fuerte, lleno de vida. Cuando se marchó, Paradisya no fue el mismo. —¿Por qué se fue a Inglaterra? —preguntó Lil

ocando el labio de su abuela como si, de algún modo, etrato pudiera darle una respuesta. Y luego, a Bump—: ¿To dijo?

El anciano pareció sobresaltarse ante la idea. —Pues no. Una primavera, al volver a Paradise, no

nteramos de que se había ido y ya no volvimos a verla. Dvez en cuando me pregunto qué la impulsaría.

 —¿Qué es esto que Gabriel escribió bajo su nombre? —

Lily acercó la nariz a la página y leyó en voz alta—McB4,2,1,3.»

 —Una cita —respondió Elizabeth—. Supongo que ede MacBeth.

La niña se levantó de un brinco para correr al interior d

a casa, anunciando: —¡Esperad! ¡Sé dónde está!Antes de que pudieran detenerla, ya estaba de regres

Plantó el libro en manos de su madre y esperó, entre risillampacientes, a que Elizabeth hallara esas líneas:

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Su huida fue locura: cuando no nuestro

actos,nuestros miedos nos convierten en traidores

Lily estaba tan concentrada que Elizabeth no podpartar la vista de ella.

 —¿Sabéis qué significa eso? —preguntó la niñmirándolos a ambos.

 —No estoy segura —reconoció su madre, aunque ten

a inquietante sensación de que encontraría la respuesta aln la página, si observaba el retrato a fondo—. Pero lensaré.

Bump le sonrió, con sus brillantes ojos azules perdidon un mar de arrugas.

 —El amigo Gabriel se sentiría muy complacido —dijo—Estoy seguro.

Durante el resto del día Elizabeth no pudo pensar etra cosa que en el retrato de su madre. Una parte de smente comprendía que la conversación en el porche no eruna casualidad: Bump lo había dispuesto exactamente as

ara proporcionarle algo que la distrajera. Con la mencupada en su madre, le quedaba poco tiempo para pensn Kitty, en los problemas de Hannah con el juez O'Brien, e

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Manny y Jode, ni siquiera en la fiebre escarlata.Cuando habló de aquello con Nathaniel, él no s

ntusiasmó demasiado: —Yo no trataría de buscar mucho en un dibujo hech

hace más de cuarenta años —dijo. Le dio un beso, por si elnterpretaba su comentario como falta de interés—. Perigue dando vueltas a esa cita, Botas, si eso te hace feliz.

A continuación, Elizabeth recurrió a Muchas Palomaon la esperanza de que otra mujer viera lo mismo que ellreguntas pendientes que necesitaban respuesta. Lncontró en el maizal. Elizabeth cogió una azada y le sacó ema mientras ambas arrancaban hierbas entre las plantas d

maíz. Muchas Palomas la escuchó, reflexiva como siemprLuego dijo:

 —Gabriel Oak era cuáquero. Y tu madre también. Tal v

sa cita haga referencia a alguna conversación entre elloEs lo mismo que ahora hace tu hija. Ella también apundichos y palabras extrañas al pie de cada dibujo.

Era cierto. Elizabeth se quedó pensativa. —¿Qué esperabas? —preguntó la kahnyen’kehàka.

 —No sé —reconoció ella—. Entender de algún modomi madre. Cuando murió, yo era muy pequeña. Nunca se mcurrió formularle las preguntas que me formulo ahora.

Muchas Palomas sonrió y alzó la vista, protegiéndosos ojos del sol con la mano.

 —Camina Adelante nos trae a su flamante espos

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Mira.Elizabeth casi tenía miedo de volverse, pero no pud

esistirlo. Y se quedó inmóvil entre las espigas ondulantempresionada por lo que veía.

 —Así la recordaré cuando nos haya dejado —dijo evoz alta, y Muchas Palomas asintió—. Él será un buesposo —agregó, porque era lo que necesitaba oír, la únic

manera de tornar soportable la inminente separación.Muchas Palomas permaneció callada, limitándose

eguirlos con la vista. —Él es lo bastante fuerte para ella —dijo al fin. Tocab

a verdad para la que Elizabeth no había podido hallalabras. En verdad Golpea el Cielo era fuerte de cuerplma y fuerza de voluntad, lo suficiente para ser el esposo d

Camina Adelante.

Hannah, al verlas, alzó una mano para saludarlas. En sara bienamada refulgía toda la felicidad del mundo.

 —Lo haremos así —dijo Nathaniel durante la comidmirándolos uno a uno—. Cuando O'Brien lea los cargoontra ella, no haréis ni un comentario, ¿me habéntendido, Lily y Daniel?

Los gemelos asintieron, con la vista clavada en el plato

 —Luego Jemima tendrá algo que decir, sin duda,

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ambién la viuda. Es probable que O'Brien les haga algunareguntas. Como no se trata de un juicio, no tiene obligació

de escuchar por turnos a ambas partes. Se trata de unnvestigación, según me ha explicado Jed, y eso signific

que O'Brien puede hacer prácticamente lo que le venga eana.La expresión de Ojo de Halcón era tranquila, pens

Elizabeth, sin duda porque tenía sus propios planes. Si laosas no marchaban bien, antes de que el juez tocara

Hannah, él lo mataría. Por proteger a su nieta, era capaz dso y más, sin vacilaciones ni remordimientos.

 Nathaniel, sin embargo, tenía otro enfoque de las cosa —Cuando te toque el turno de hablar, hija, di lo qu

debas decir en tan pocas palabras como puedas. Respondon sencillez a sus preguntas. —Hizo una pausa y bajó

vista al plato. Cuando volvió a levantar la cabeza, en sujos había una furia callada—. No sabemos con exactitu

qué le ha dicho Jemima, pero, sea lo que fuere, allí estaRichard para respaldarte.

Elizabeth había estado observando a Hannah, en busc

de alguna señal de temor o confusión, pero sólo veía en eluna serena aceptación y un ensimismamiento que eleconoció: por la manera en que Golpea el Cielo y ella

miraban, no cabían dudas de cómo estaban las cosas entrmbos.

 —¿Has oído algo de lo que he dicho, Hannah? —

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reguntó Nathaniel, con el entrecejo fruncido.Y a cambio recibió una sonrisa.

 —He oído todas y cada una de tus palabras. —Pues me alegra ver que conservas el sentido comú

—manifestó su padre—. Ojalá todos podamos hacer mismo.

Jed McGarrity nunca quiso ser alguacil, pero tras muerte del juez Middleton, sin poder evitarlo, acabsumiendo el cargo y las tribulaciones que llevabparejadas. Desde ese día, se habían hecho realidad todous miedos y algunas cosas más. No había nada peor qu

verse obligado a llamar a la puerta de alguien para hacer

reguntas penosas, cuando uno ya sabía casi todas laespuestas. Ya no podía hacer la vista gorda cuando algúrampero se servía de las trampas ajenas, ni regañar a Axon unos pocos gruñidos si Ben Cameron se emborrachab

hasta romper la puerta de la taberna. Cuando el viej

Dubonnet, el hombre más malvado que Dios hubiera puestobre la tierra, salió con un garrote para romperle la cabezau mujer y se encontró con una cuchillada en el vientre, fued quien hubo de aclarar las cosas. El primer año había sid

malo, pero la cosa empeoró aún más cuando Sam Beck —u

hombre con sentido del humor y que sabía cóm

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uncionaban las cosas en la frontera— abandonó el puestde juez de distrito para mudarse al oeste. Entonces BaldO'Brien, universalmente odiado por haber sido recaudadde impuestos durante mucho tiempo, abandonó ese oficio

ompró el cargo de juez, más o menos cuando la viuda Kuice instaló en Paradise. Ese fue el fin de cualquier esperanzque Jed tuviera de llevar una vida tranquila.

La viuda se pasaba la vida presentando demandas ohnstown por lindes de fincas, explotación de maderas ualquier otra violación a la ley que soñaba por la noche;uando no, espiaba a la gente desde la ventana y causabroblemas. Hasta el momento, ninguna de las denuncia

había sido muy seria, nada que Jed debiera poner en manode la verdadera justicia. Tal como Sam Beck había dicho eus narices a la viuda —en una ocasión en que ella se quej

or las juergas de los chicos Cameron—, si los tribunales dueva York dieran en juzgar a fornicadores y borrachos, lrimero que deberían hacer sería meter en el calabozo odos los jueces.

Por mucho que Jed quisiera creer que esa nuev

demanda seguiría el camino de las otras, se sentía inquiehasta los huesos. Allí estaba Jemima Southern para azuzara viuda; a su modo de ver, esas dos juntas eran peor quodos los perros del infierno. Por añadidura, no podía pasor alto lo que ellas aducían, por la simple razón de que s

había cometido cuando menos un delito: la caja fuerte hab

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ondría nervioso al verlos allí, pero Jed se alegraba dontar con apoyo, por si surgía la necesidad.

Hannah entró la última, y hasta los niños enmudecierono por miedo, ni preocupación, ni porque tuvieran malo

resentimientos, sino porque Hannah Bonner, a la ludorada del atardecer, dejaba a cualquiera sin palabras. Y esar del motivo por el que estaba allí y del hecho de qu

Baldy O'Brien la miraba con labios apretados, se la veía taerena y feliz como siempre; recorrió el pasillo con unonrisa, intercambiando palabras con la gente.

Cuando Jemima Kuick volvió la cabeza para mirarla, ed le corrió un escalofrío por la espalda. Sin saber decir po

qué, le recordó a Jamie McGregor, un veterano de la guerrdel rey Jorge que se pasó el resto de sus días hablando dequién faltaba matar y con cuánto gusto él se haría cargo d

a tarea.Cuando los Bonner estuvieron sentados —Hanna

ntre su padre y su abuelo, y el resto de la familia a los lado—, O'Brien carraspeó.

 —Leeré la demanda por partes, puesto que han sid

resentados dos cargos diferentes. —Bramaba en voz talta que la gente que no había podido entrar en la iglesodía oírlo sin problemas—. Si alguien me interrumpe rovoca disturbios, ordenaré al alguacil que lo arroje fuer

Cuando haya terminado, haré algunas preguntas a la

demandantes, que son las señoras Kuick, aquí presente

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Luego interrogaré a la demandada.Carraspeó una vez más y, después de sacudir el pap

que tenía en la mano, lo alejó hasta la distancia del brazo. —Durante meses, quizá más, Hannah Bonner, vecina d

sta aldea, mestiza de dieciocho años de edad, harticipado en el tránsito ilegal de fugitivos, por el que sncita y ayuda a los esclavos del Sur a escapar de suegítimos propietarios. La parte que Hannah Bonn

desempeña en esta conspiración es guiarlos por loosques, donde sus parientes mohawk los reciben onducen hacia el norte, a Canadá, donde pueden pasar po

negros libertos y evadir la justicia.»Testigo de todo esto es Liam Kirby, de Manhattan

quien rastreó a una fugitiva hasta las tierras de los Bonnedonde Hannah Bonner obstaculizó su empresa. Más aú

uando Ambrose Dye, empleado de nuestro molino, tommedidas para impedir ese delito, Hannah Bonner emplengaños y mentiras para soliviantar a nuestros esclavorovocándoles un estado de ira salvaje contra el señor Dy

Los esclavos, junto con Hannah Bonner y otros miembro

de su familia mohawk, conspiraron para secuestrar al señDye. Creemos, como creía nuestro hijo y esposo, qunuestros esclavos, junto con Hannah Bonner, soesponsables de la muerte del capataz.

»Durante el secuestro del señor Dye, los mohawks no

omaron prisioneros y saquearon la casa. Los indio

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ecuestradores se apoderaron de una caja fuerte quontenía una gran suma de dinero, sin duda para financi

nuevas actividades ilegales.O'Brien levantó la vista hacia las casi cien caras que l

miraban, absortas. El mismo Jed estaba atónitreguntándose s i sus oídos no le estarían jugando una maasada, si había oído bien, si realmente las Kuick estabacusando a Hannah Bonner de todo aquello, desde la fug

de los esclavos hasta el asesinato. Se preguntaba tambiéor qué ni Nathaniel ni Ojo de Halcón se habían levantadún, cuando él mismo tenía que contenerse para ncercarse a O'Brien y romperle la cara de un tortazo.

El juez comenzó a perder en parte su expresión ufana, tvez porque las reacciones que veía lo sorprendían tantomo a Jed. Tornó a carraspear.

 —Esta primera serie de cargos son: fuga de esclavoobo con violencia y complicidad en asesinato. Pasaré a egunda serie...

Desde un rincón en penumbra, al fondo de la iglesia, slevó una voz:

 —Antes de continuar, juez O'Brien, me gustaresponder a esos primeros cargos.Todas las cabezas se volvieron hacia la voz, mientra

Liam Kirby se adelantaba hacia un rayo de luz. El gritstrangulado de una mujer atravesó los murmullos: Jemim

Southern, la última persona de la tierra que Jed habría creíd

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apaz de desmayarse, estaba a punto de hacerlo. —¿Qué ocurre? —barbotó O'Brien—. ¿Quién es uste

eñor, para interrumpir estos procedimientos? —Cualquiera de los presentes podrá decirle mi nombr

Soy Liam Kirby, a quien las Kuick nombran como testigo esa demanda.Si Liam Kirby hubiera afirmado ser el presiden

efferson, O'Brien no se habría mostrado más sorprendido. —Tenía entendido que usted se encontraba en

iudad, señor Kirby. —No sé de dónde ha sacado esa idea, como no sea d

as mismas personas que le han dicho esa sarta de mentiraas que usted acaba de leer.

Jemima Southern se sentó con pesadez, inclinada hacdelante, como si estuviera a punto de vomitar la cena sob

us zapatos.

Liam Kirby.

La última persona que Hannah esperaba o quería vePero allí estaba, con la gorra entre las manos, tan tranquilomo si nunca se hubiera ido. Detrás de él, Palabras Fuerte

y Golpea el Cielo custodiaban la puerta, ambos armados coscopetas. Sintió que le zumbaban los oídos, pero se pellizc

os pómulos hasta que se le aclaró la vista y pudo segu

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scuchando.O'Brien estaba enrojecido, casi bailaba de agitación.

 —Explíquese, señor.Liam dio un paso hacia delante y miró a su alrededo

Hannah, al sentir la mano de su padre en el hombro, spoyó contra él. Liam dijo: —Si en Paradise ha habido tránsito de esclavos, yo n

he encontrado ninguna señal de eso, ni en Lobo Escondidni en ningún otro sitio. No puedo negar que llegué hasquí siguiendo a una fugitiva, y es posible que la mujer hayasado por esta aldea, mis perros, al menos, así lo creíaero no pude hallar de nuevo su rastro, y desde luego nue porque Hannah Bonner me lo impidiera.

La viuda se levantó como un resorte, convulsa emblando. Tenía mal color y los ojos rojos; el médico qu

había en Hannah imaginó el nido de venas y arterias qualpitaba en el fondo de su cráneo.

 —Juez O'Brien —dijo la mujer—, aunque eso fueierto, aún queda lo del secuestro y el asesinato de Ambros

Dye.

Liam rió en un ladrido que hizo brincar a Hannah. —Hace dos días vi a Ambrose Dye camino de CanadEstaba bien vivo y gastando dinero a manos llenas. Si tien

tras acusaciones contra la señorita Bonner, será mejor quas lea de una vez, señor juez.

Se alzó un aullido ondulante, tan parecido a un grito d

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uerra que a Hannah se le erizó el vello de los brazoemima estaba nuevamente de pie y señalaba a Liam Kirbon un dedo.

 —Él también estaba allí —gritó—. Estaba bajo

ventana, con los mohawk que nos asaltaron. Lo vi con todlaridad. Te vi, Liam Kirby. Ambrose Dye ha muerto y tú lmataste; fuiste tú quien se llevó la caja fuerte.

Hannah miró a su padre y vio en él dos cosas: que que Jemima decía era cierto —inexplicable sombrosamente cierto— y que no lo cogía por sorpres

Los dedos de él le apretaron el hombro. —Después... Guarda las preguntas para después —

dijo en el idioma de su madre.

Un rugir de voces inundaba la iglesia; la genncrepaba a gritos a Jemima, a Liam y a nadie en especialandiendo los puños en el aire. O'Brien cogió una Biblia da mesa que tenía frente a sí y la descargó tres veces cont

l tablero, con tal fuerza que se hizo el silencio. —¡Señor! —observó el pastor Gathercole, en tono ddisculpa—. Son las Santas Escrituras.

 —¡Pues deben servir para algo! —bramó O'Brien.Jed disimuló una sonrisa detrás de la mano, con

abeza inclinada.

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 —¡Atención, chusma! —bufó el juez—. ¡Si no mostrámás respeto, os haré expulsar a todos! —Una vez recobradl aliento, dijo—: Señora Kuick, ¿es cierto que vio al señ

Kirby bajo la ventana, después del asalto a su casa?

Ella asintió, apretándose el cuello con ambas manos. —Sí, señor. Estaba allí, con los mohawks negros. —Pues entonces —continuó O'Brien, en tono de fatig

— deberá usted explicarme por qué en su demanda nombraKirby como testigo contra Hannah Bonner por ese mismdelito.

 —¿Y por qué no dijiste que él estaba allí cuanducedió? —chilló Axel Metzler—. No dijiste ni una palabrobre Liam Kirby, jovencita. ¡Bien lo sabes!

La muchedumbre volvió a agitarse y a murmurar, y OBrien paseó una mirada feroz por encima de las cabezas.

 —¡Guardad silencio o habréis de véroslas con mi var—Se giró hacia Jed—. Alguacil McGarrity, ¿alguna de laeñoras Kuick le dijo algo de que el señor Liam Kirb

hubiera estado en las cercanías del molino en momentlguno de la noche del asalto y el secuestro?

Jed sintió la mirada de Ojo de Halcón fija en él; no habllí ira, sino simple interés, como si supiera lo que Jed ibadecir, aunque no cómo lo diría.

 —Ninguna de las dos me dijo una palabra sobre Kirbi tampoco los otros que estaban presentes durante lo

ucesos. Becca Kaes se encuentra entre nosotros. Pued

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reguntárselo a ella misma.O'Brien giró sobre sus talones.

 —¿Señorita Kaes?Becca se levantó, desviando una mirada tembloros

hacia su patrona. —Sí, señor. —¿Se encontraba usted en la casa del molino cuand

legó el intruso? —Sí, señor. —¿Estuvo usted en la sala con el intruso, junto con la

dos señoras Kuick y el resto? —Sí, señor. —¿Y vio usted al intruso con claridad? —Sí, señor. —¿Cómo lo describiría?

 —Con toda seguridad, no era Liam Kirby, señoría. Ernegro como la pez. Y Liam es más rojo que el diablo, comualquiera puede ver.

En el último banco se oyó un bufido burlón, seguido disas: eran los muchachos Cameron, ebrios, pero no tant

odavía no. —¿Vio usted al señor Kirby en algún momento de esnoche?

 —No, señor, ni lo oí mencionar en ningún momento.O'Brien apuntó una mirada penetrante hacia el banc

donde se sentaban las viudas Kuick, inmóviles y blanca

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omo piedras. —Señorita Bonner.Hannah se levantó, con las manos cruzadas frente a

alda.

 —Sí, señor. —¿Conspiró usted con Liam Kirby para secuestrar eñor Ambrose Dye y robar la caja fuerte de los Kuick?

 —No, no lo hice —respondió ella, serena. —¡Pregúntele por esos paganos que están allí atrás! —

stalló la voz de Lucy Kuick, en un chillido inestable—Pregúntele si no conspiró con ellos!

 —Conduciré la audiencia a mi modo, señora Kuick —manifestó el juez, con aspereza. Luego se tironeó del cuellomo si de pronto le apretara demasiado—. ¿Conspiró usteon Liam Kirby o con alguna otra persona para secuestrar

Ambrose Dye y robar la caja fuerte? —No. —¿Qué tipo de vínculo la une al señor Kirby?Hannah bajó la vista a sus manos.

 —Fuimos amigos durante la niñez —dijo—. Nada más

 —¿Conspiró usted con alguna otra persona que puedarecerse a Liam Kirby?Ella sacudió la cabeza.

 —No, señor. —¿Sabe usted dónde está ahora el señor Dye?

 —No, aunque tampoco me interesa mucho, señor; e

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ruel y sólo puedo esperar que no regrese jamás.Jed se removió, inquieto, pero O'Brien pasó por alto

udaz opinión de Hannah. —Considerando la falta de testigos, los testimonio

ontradictorios de las personas que han presentado demanda y la ausencia de pruebas, no veo motivos parlevar adelante estos cargos.

Se oyó una exclamación ahogada de la viuda Kuicero era Jemima quien más preocupaba a Jed. La creía capa

de cualquier cosa. Por suerte, tendría que pasar por encimde Ojo de Halcón y de Nathaniel para llegar a Hannah.

 —Pasaré a la segunda serie de cargos. —O'Brieevantó el escrito, ya muy arrugado, y alzó la voz—: L

mencionada Hannah Bonner, mestiza de sexo femenino, trahaber tenido la temeridad de presentarse como doctor

onvenció a muchos de los ciudadanos de Paradise para que sometieran a una supuesta vacuna contra la viruel

Pocos días más tarde se desató sobre nosotros una epidemuyos síntomas son: fiebre, dolores de cabeza y sarpullidn el cuerpo. Más aún: cuando Isaiah Kuic

espectivamente hijo y esposo de las demandantes, regresde buscar a los intrusos que habían asaltado nuestra casn muy mal estado de salud, Hannah Bonner se introdujo e

nuestro hogar sin razón ni permiso. Mientras ella estaba eu alcoba, sola con él, Isaiah Kuick empeoró y murió poca

horas después. Acusamos a Hannah Bonner de asesinar

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Hannah Bonner para atender a un enfermo o a un herido.En un movimiento rápido, todos los presentes s

usieron de pie, incluidos los Bonner. Sólo las Kuiceguían sentadas. Richard clavó la mirada en Jemima.

 —Creo que usted también debería levantarse, señorita —No quiero —siseó ella. —Pediré ahora que se sienten quienes tengan algun

queja sobre la atención que recibieron de Hannah Bonner. Nadie se movió. No hubo risas burlonas ni murmullo

Todos seguían en pie. —Ratz —continuó él—, ayer perdiste a una hija, víctim

de la fiebre escarlata.Horace Ratz carraspeó.

 —Así es. —¿Y por qué sigues de pie? Me parece que tiene

motivos para quejarte de la medicina que practica HannaBonner.

El hombre tragó saliva con tanta dificultad que yeron todos los presentes.

 —Es que ella salvó a los otros cinco. Cuatro de la

niñas y el varón van camino de curarse. No sería justulparla por la única que no pudo salvar. —¿Alguno de sus niños había sido inoculado contra

viruela por Hannah Bonner o por alguna otra persona? —No, señor —respondió Ratz, agachando la cabeza—

Me avergüenza reconocer que al principio dudé de ell

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Estaba equivocado. Quiero pedirle disculpas ahora mismo, l juez me lo permite.

 —¿Alguna otra persona quiere hablar de la destreza dHannah Bonner como doctora?

 —Yo —anunció Nicholas Wilde, y una multitud dvoces lo imitó por toda la iglesia, hasta que Richard alzó lamanos para acallarlas. Luego se volvió hacia O'Brien.

 —Creo que eso aclara el tema de la preparación médicde Hannah Bonner, señor juez. ¿Está usted de acuerdo?

El hombrecito se encogió de hombros en un gesto dderrota.

 —Sólo queda por ver cómo murió Isaiah Kuick. Podéentaros todos, salvo Becca Kaes.

Cuando cesaron los ruidos y los murmullos, sólo Beccermanecía de pie. Richard preguntó:

 —Trabajas como criada en la casa del molino, ¿verdadElla asintió con un bamboleo de cabeza.

 —Sí, señor, desde que la viuda llegó a Paradise. —¿Estabas en la casa la noche en que murió el señ

Kuick?

Otro gesto afirmativo. —¿Y quién estaba con él?Ella puso cara de no entender.

 —¿Pregunta usted quién estaba con él antes de mormientras tanto o después?

Richard respiró hondo.

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 —En las tres ocasiones, Becca. Comienza por rincipio.

La muchacha bajó la mirada, y después de un momentvolvió a alzarla.

 —Primero estuvo Hannah Bonner. Llegó al caer el soEl señor Kuick había mandado llamarla. —Por lo tanto, fue invitada. —Sí, señor. Él me pidió que la hiciera llamar y m

ncomendó no decir nada a su madre ni a su esposa. —¿Y eso por qué?Becca se encogió de hombros.

 —Porque a ellas no les gustaría mucho verla alupongo. Hannah y Jemima no se aprecian; todo el mundo sabe.

 —Pero tú hiciste lo que él te pidió.

 —Sí, señor. Usted mismo me había dicho por la tardque el señor estaba a punto de morir, y no puede negárselu último deseo a un moribundo.

 —¿Cuánto tiempo estuvo la señorita Bonner con él? —Más o menos una hora, señor. Le preparó una tisan

ara la fiebre. No oí todo lo que conversaron, pues tenía qutender a la viuda.Jemima se volvió hacia Richard, radiante d

atisfacción, y preguntó: —¿Bebió mi esposo esa tisana, Becca?

 —Sí. Yo misma lo ayudé a tomar unos cuantos sorbos

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Richard continuó: —Después de que la señorita Hannah se retirara, ¿quié

ntró en la habitación? —Yo iba cuando podía, pero estuvo mucho tiemp

olo. La viuda no dejaba de llamarme; se quejaba de que dolía la cabeza y decía que iba a pillar la escarlatina. Pero nnfermó. Le pedí a Cookie que fuera a buscar a la seño

Kuick y ella se sentó un rato con el señor, pero luego se fuues él dijo que no la quería allí.

 —¿Y el señor Kuick se quedó solo? ¿Su madre no fue verlo?

 —No, señor. Estaba muy alterada. Yo le di el resto de lisana que Hannah había dejado para el señor, junto con áudano, y eso la calmó. Pasó el resto de la noch

durmiendo. —A Becca le tembló la voz—. Desde entonce

engo remordimientos; debería haberla despertado para quhubiera podido acompañarlo en sus últimos momentos, perue tan rápido...

 —Veamos si he entendido bien, Becca. Le diste a viuda el resto de la tisana que había preparado Hanna

Bonner... —Dirigió una mirada llena de intención a la viudque permanecía en el primer banco, muy pálida. Luego, otmás larga a Jemima—. Y luego te sentaste junto al señoKuick hasta que murió.

 —Sí, señor.

 —Y la viuda está sentada aquí mismo, ¿verdad?, sana

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alva. —Aquí está, señor. —Entonces..., la tisana no la mató. —Que yo sepa, no, señor.

Risas sordas, apagadas por un golpe de Biblia. —Y el señor Kuick, en esas horas finales, ¿dijo algo? —¿A qué se refiere, doctor? —¿Acusó a alguien de su muerte? ¿A su esposa? ¿A s

madre? —¡Doctor Todd! —tronó O'Brien. La iglesia entera s

uso de pie. Después de acallar a todos con golpes dBiblia, le apuntó con el índice—. ¿Cómo se atreve a formulemejante insinuación, señor?

Richard lo miró, arrugando las cejas. —Ellas tuvieron tanta oportunidad como Hanna

Bonner de hacerle daño, señor juez. ¿No es cierto que nocente no tiene nada que temer de una investigación?

Sin aguardar respuesta, se volvió hacia Becca, quhabía empezado a temblar.

 —¿Acusó él a alguien de haberlo asesinado?

 —No, señor. Al menos a mí no me dijo una palabra dso. —Echó un nervioso vistazo a sus manos y luego mirtra vez a Richard—: Pero había una carta.

Por primera vez desde que se había iniciado nterrogatorio, Richard Todd se mostró inseguro. Jemim

Kuick tenía una expresión como si hubiera recibido un

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atada en pleno vientre. La viuda, sin embargo, pareceanimarse.

 —¿Qué carta? —preguntó, levantándose poco a poc—. ¿Mi hijo dejó una carta, Becca? ¿Por qué no me la ha

dado? —Lo siento, señora Kuick —explicó la muchachajando la cabeza—, la carta no era para usted.

 —¿Y tú cómo lo sabes? —La viuda irguió la espaldlgo de su antiguo tono fue a llenar la iglesia—. ¿Acaso haobado esa carta, muchacha?

 —No, señora, no la he robado. —Jed nunca había vistBecca tan enfadada—. Lo sé porque él la selló con lacre

irmó bajo el sello, y luego me pidió que yo firmara tambiéomo..., ¿qué dijo?, como...

 —Como testigo —acabó el juez.

 —Sí, como testigo de que era él quien firmaba. —Becclzó el mentón—. El papel no tenía más nombres que el suy

y el mío. Y ésa fue la última vez que vi la carta. No sé quontenía ni dónde fue a parar. Pregúntele usted a Jemim

Tal vez la tenga ella.

 —Yo no tengo ninguna carta —aseguró, muy tiesa. Ibdecir algo, pero hizo una pausa—. ¿Podemos continuar duna vez?

Richard Todd la observó durante un largo minuto, sique ella lo mirara a los ojos.

 —Muy bien —dijo por fin el doctor—. Puesto que n

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abemos dónde buscar esa carta misteriosa, continuemoon el caso. Aunque es una pena, creo que habría aclarad

muchos misterios. —De pronto se volvió hacia Becca, couna gran sonrisa—: Bien, estabas diciendo que el señ

Kuick no te dijo nada de asesinatos, no hizo acusaciones dio nombres. —No, señor. —Ni habló de su madre ni de su esposa. —No, señor. Tampoco de Hannah ni de usted. D

nadie. Simplemente, cogió aire y no lo soltó nunca más. —¿Y luego? —Luego mandé llamarlo a usted, doctor. Y uste

cudió. —¿Y qué te dije? —Que el señor Kuick había muerto de fiebre pulmon

omplicada con escarlatina. Y que mi hermana Molly habímuerto de fiebre puerperal.

 —Todos lamentamos mucho lo de Molly. Gracias por tyuda, Becca.

Richard buscó la mirada de Hannah Bonner y le hiz

una breve reverencia; después salió de la iglesia y se perdn la noche, sin detenerse ni volver la mirada atrás. Sóntonces notó Jed que Liam Kirby también se había ido.

Después de un momento de silencio, Axel Metzler sevantó. El pelo blanco formaba una nube en torno de s

abeza y sus ojos despedían llamas.

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 —Tengo algo que decir.O'Brien movió una mano en un gesto de aceptació

omo si el esfuerzo de hablar fuera excesivo. Axel paseó mirada por la iglesia.

 —En primer lugar, quiero decir, Jemima Kuick, qudeberías avergonzarte de lo que has tratado de hacer coHannah Bonner. Que la vergüenza caiga sobre ti y tambiéobre tu suegra. Pediré al juez aquí presente que os castigu

de algún modo, aunque me parece que con soportaromutuamente ya tenéis bastante pena.

La viuda Kuick se levantó con mucha lentitud. Paseó smirada por toda la iglesia, hasta que la detuvo en HannaBonner. Durante un largo instante, movió la boca corabajo y luego se derrumbó, lenta y grandiosa como urbol en medio de la tempestad, sin parpadear, sin alargar u

razo para sostenerse.Media iglesia se precipitó hacia ella, mientras los demá

huían en estampida. Jed se abrió paso por entre la multituque rodeaba a la viuda y empujó hasta llegar al centro.

Se la veía muy anciana y pequeña, como un beb

nvuelto en mantillas negras, que alguien hubiebandonado en el suelo de la iglesia. —Está viva —dijo alguien—. Mirad eso. Está viva.En la cara de la viuda, la mitad de la boca se mov

onvulsivamente, mientras que la otra mitad caía como u

aco vacío.

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Hannah, de pie junto a ella, la miró con las manoolgando a los lados .

 —Jemima —dijo con voz clara—, tu suegra ha sufriduna crisis nerviosa. Puedo atenderla, si quieres. Si no, se

mejor que mandes a buscar al doctor Todd.Jemima levantó la cabeza. Hannah se queddesconcertada: durante ese único instante en que snemiga la miró directamente a los ojos, los antiguos celo

desaparecieron, dejando al descubierto a una mujer que elnunca había imaginado. Ante ella estaba Jemima Souther

ero también aquella india anónima con el niño muerto atadl pecho, y todas las mujeres desesperadas que ella hab

visto, abiertas al mundo, sin esperanzas.Tan de repente como se había presentado, esa muje

desapareció en un parpadeo. Jemima giró sobre sus talone

y salió de la iglesia. Nathaniel dijo en voz baja: —Será mejor que hagas por ella lo que puedas, hija,

menos hasta que podamos traer a Richard. Juez O'Brien, ne mueva de aquí y observe bien todo. No quiero qu

emima Southern acuse a Hannah de haber matado a suegra.El hombrecillo gruñó en voz baja:

 —No daría crédito a Jemima Southern, así me juraobre una pila de Biblias que los cerdos no vuelan. Alguac

McGarrity, hágase us ted cargo.

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Después de alisar la tela de su chaqueta, se alejó de aon la espalda muy recta.

Hannah se arrodilló. Elizabeth había plegado su capa a estaba poniendo bajo la cabeza de la viuda. Amba

ruzaron una mirada. —¿Lo sabías? —preguntó la muchacha—. Lo de Liam. —No. —Elizabeth apretó los labios—. No lo sabía, per

sta misma noche hablaré con él. Hay algunas preguntaara las que quiero respuesta.

Lily, que había guardado silencio mientras ellarabajaban, alzó la voz.

 —Pero ¿es que no habéis visto que se ha ido? LiaKirby se ha ido, y tus respuestas, con él.

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Capítulo 43

 —Botas —rezongó Nathaniel, soñoliento, mientras subría la cabeza con la almohada—, hemos repasado todsto veinte veces, al menos. Si te digo que tienes razón, quiempre tendrás la razón en todo, por siempre jamás, ¿m

dejarás dormir?Elizabeth, con las piernas cruzadas a la luz de la vela,

nclinó para darle un pellizco. Él dio un respingo y sncorporó, ceñudo. Luego bostezó.

 —Supongo que eso significa «no». —¡Qué percepción la tuya! —dijo ella—. Es preciso qu

claremos este asunto antes de que acabe la noch

athaniel Bonner. ¿No querrás que tu hija mayor inicie snueva vida con las manos vacías? —¡Mujer! ¿No tienes bastante con todo lo que h

asado hoy? ¡Un entierro y una boda! Hasta para ti deberer suficiente. Y lamento recordarte que mañana tenemo

una despedida.Contempló las emociones que pasaban por la cara dElizabeth: dolor, resignación y luego una suave alegría. PoHannah, que esa misma tarde se había casado en unencilla ceremonia, más parecida a las de su pueblo matern

que a las de ellos. Al anochecer había ido con su esposo as cuevas de las cascadas para pasar allí su última noche e

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Lago de las Nubes..., pero eso era algo en lo que Nathanirefería no pensar.

 —Ha sido una fiesta deliciosa, ¿verdad? Creo que Kitty le habría gustado.

Era algo que había repetido muchas veces, sobre todara convencerse. Nathaniel, que era consciente de esdijo:

 —Desde luego. ¿Cuándo dejó ella pasar unportunidad de bailar?

Elizabeth asintió: —Muy bien, dejaré de preocuparme por ese motivo,

menos. Pero aún debemos resolver qué regalaremos Hannah.

Él bostezó otra vez. —Si fuera por ti, Botas, todos ellos partirían cargado

omo mulas. Ella ya ha convencido a Palabras Fuertes dque se eche a la espalda veinticinco kilos, entre libros material médico.

 —Pues entonces podríamos regalarles a Toby. —Ese caballo viejo no llegaría ni a Canajoharee.

Elizabeth asintió de mala gana. —¡Si al menos tuviéramos algo de dinero para darleNo te preocupa que partan sin nada?

 Nathaniel se recostó contra las almohadas y se cubros ojos con un brazo. Estaba demasiado cansado pa

cultarle lo que estaba pensando. Aunque habría preferid

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vitar el tema por el momento, debía decirle lo del oro de loories.

Entonces ella le clavó un dedo, obligándolo ncorporarse.

 —Nathaniel Bonner, tienes tanta cara de culpable comu hijo cuando ha robado la miel de arce. ¡Y no suspireomo si esto fuera un castigo! Quiero que te expliques aho

mismo. ¿Por qué has puesto esa cara cuando te he dicho quno teníamos dinero para Hannah y Golpea el Cielo?

 —Si quieres que te lo diga, Botas, dame un beso. —Él ironeó de la manga del camisón y ella apartó el brazo.

 —¿Por qué cambias siempre de tema? —Porque cuando acabe de hablar, no querrás besarm

durante mucho tiempo. —¿Quieres explicarte, por favor? Es demasiado tard

ara estos juegos, Nathaniel. ¿Qué quieres decir con...? —Botas. —¿Qué? —Podemos. —¿Qué es lo que podemos? ¿Regalarles a Toby?

 —Podemos darles dinero —especificó Nathanieatigado—. Para ser exactos, podemos darles ochocientauineas de oro, si te sientes muy generosa.

Elizabeth palideció. El color volvió a su cara omprender, y palideció de nuevo.

 —¿Qué?

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 —Ya me has oído. Guineas de oro. El oro de los tories. —¿El oro de los tories? —Su voz subió en espiral, has

que se quebró cuando él la inmovilizó contra el colchón. —Escúchame, Botas —susurró contra su boca—

Escúchame antes de decir nada. El oro está aquí. RecobradEncontrado. Desde hace apenas un día. No me he pasados últimos ocho años sentado sobre él.

Se miraron a los ojos. Al cabo de un momento elarpadeó.

 —¿Y cómo ha venido hasta aquí? ¿Caminando coiececitos dorados? ¿Ha retornado al hogar como u

montón de hijos pródigos?Él, aliviado, contrajo una comisura de la boca.

 —Temía que quisieras despellejarme vivo. Jamádejarás de sorprenderme.

 —¿Y por qué había de enfadarme? —Ella se desasiara sentarse en la cama—. Lo que siento es curiosidad.

mucha confusión.Él gimió.

 —Por eso quería dejar esta conversación para mañan

uando hubiera dormido un poco. —Sobre todo —continuó ella, como si no lo hubieído—, sobre todo siento alivio. No sabes cuánto me aflig

que se fueran sin ningún regalo nuestro. Nathaniel se rió, se rió con el cuerpo entero, per

ambién con una alegre desesperación.

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 —Estupendo. Y ahora ¿podemos dormir? —Aún queda por ver lo de Liam Kirby.Él la acostó firmemente a su lado.

 —No. Ahora no. Y mañana tampoco. Puede que jamás

Estaba tensa entre sus brazos; le vibraban todos lomúsculos. No estaría tranquila hasta que hubiera resueltou entera satisfacción el misterio que rodeaba a Liam Kirb

Y eso significaba, admitió Nathaniel para sus adentros, quamás estaría tranquila. Liam había abandonado Paradiara no volver; se lo decían las entrañas.

Poco a poco, ella se fue relajando, acurrucada en urva de su cuerpo. No pasaría así mucho tiempndependiente como era, se apartaría en sueñobandonando las mantas y la protección de sus brazos paonquistar las horas nocturnas a su modo. Por la mañan

staría otra vez allí, con la cabeza apoyada en su hombro.Los ruidos familiares de la noche estival se elevaro

omo si ella los hubiera convocado: los grillos , el agua de laascadas, el crujido reconfortante de los maderos, que urvaban como huesos viejos. Si escuchaba con atenció

odía oír a sus hijos: el ritmo de su respiración, hasta el lade sus corazones. Ahora sólo dos, donde la noche anteriohabía tres. Su hija mayor ya no estaba. Y él aún podíonvocarla con sólo cerrar los ojos: Hannah recién nacidisueña a los tres años, solemne a los nueve, y ya muje

unto al hombre al que ahora llamaba esposo.

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 —¿Nathaniel? —le susurró Elizabeth al oído. —¿Hum? —Él la cuidará bien. Y ella a él. Nathaniel le acarició el brazo hacia arriba, has

barcarle la cara. —De eso no tengo ninguna duda, Botas.

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Epílogo

Queridísima hija Hannah:Han pasado seis semanas desde que no

dejaste para viajar al oeste. Confiamos en qu

hayáis llegado sanos y salvos. Te enviamos est paquete a la factoría de Fort Erie, segúacordamos. Encontrarás en él cartas de Escocia, dlos Spencer y de tu amigo Hakim Ibrahim. Tambiéha llegado para ti una carta del secretario d

 presidente, lo que provocó gran entusiasmo en aldea. Tu padre no considera prudente remitirtesa carta mientras estés en Canadá, por motivoobvios, en estos tiempos de inseguridad. Tuhermanos te han escrito sendas cartas, tarea quabordan con gran seriedad. Lo sé porque Danieme ha preguntado si, ahora que eres una mujecasada, debía llamarte «señora». Le he recordadque eres, y serás siempre, su amada hermana, lque ha sido un gran alivio para él.

Los gemelos te extrañan muchísimo, com

todos nosotros, pero todas las noches no

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reunimos a imaginaros: tu abuelo, en primer lugay Jode, cerrando la marcha. Has comenzado tu vidmatrimonial con un verdadero escuadrón dhombres a los que cuidar, pero si alguien pued

con la tarea, ésa eres tú. Curiosity me encargdecirte que tienes permiso para zurrarlos cuandhaga falta. El doctor Todd te envía sus mácordiales saludos y te recuerda que debes llevar eregistro de las vacunaciones que realices en tmarcha hacia el oeste.

En la aldea hay noticias en abundancia y ddiversa naturaleza. Muchas Palomas ha decididque mañana deberemos iniciar la cosecha de maíz que Lily debe cantar en tu lugar. Tu hermanobservó, con bastante razón, que todo lo qu

hacemos es la primera vez que lo hacemos sin ti. Alo cual Muchas Palomas respondió que, comtodas las cosas, esto también pasará.

He visitado a Nicholas Wilde para comprarldos arbolillos, que plantaré a cada lado del cerezo

Espero que cuando vengas de visita, haymanzanas con que hacer un pastel para tu esposoHemos tenido dos bodas más, después de l

tuya. Dolly Smythe se casó con Nicholas Wildecomo puedes haber adivinado. Y Becca Kaes, qu

te prestó tan buen servicio en la audiencia, se h

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casado con Charlie LeBlanc, para criar con él a susobrinos, los hijos de la pobre Molly. Esto hdejado a las viudas Kuick sin criada alguna, y nhan tenido éxito en sus intentos de contratar

otras, cosa que a nadie puede sorprender.Lo que sí nos sorprendió a todos fue quehace dos semanas, el señor Gathercole visitó a lviuda Kuick, llevando una bolsa llena de monedacerca de mil dólares en efectivo. Según dijo —y ntenemos motivos para dudar de su relato—, lencontró en el umbral de la iglesia con una notsin firma, donde se le indicaba que utilizara dinero para comprar la libertad de todos loesclavos de Paradise.

 No sé qué pensaría la viuda, pues desde s

ataque no ha recobrado el habla ni puedlevantarse, pero Jemima expresó su disgusto evoz tan alta que Anna asegura haberla oído desdla factoría. Jemima dice que ese dinero es, erealidad, el que había en la caja fuerte robada y qu

no se dejará convencer de lo contrario. El señoGathercole ha declarado que no cederá a sudemandas sin pruebas creíbles, que ella no parecofrecer. Jemima presentó una denuncia al señoMcGarrity, pero él no se mostró muy dispuesto

escucharla, como puedes imaginar; sólo l

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aconsejó que escribiera al juez O'Brien, quien siduda se alegraría de tener noticias suyas.

Tu padre, que está sentado a mi lado, mrecuerda lo que dice Curiosity: si Jemima continú

dando rienda suelta a sus emociones de esmanera, su bebé tendrá el carácter de una mulatacada por los tábanos, es decir: muy parecido de su madre. Me temo que la edad me vuelve algcruel, pero al leer estas líneas no puedo por menoque reír para mis adentros. A veces me preguntoqué acabará haciendo Jemima.

Tu padre cree que terminará por vender loesclavos, no sólo porque necesitan dinero, sintambién porque el molino no marcha bien. Debadmitir que eso es cierto; los esclavos dejan que l

empresa se hunda sin mover un dedo. CharliLeBlanc le ha ofrecido comprar el establecimientcon el dinero que Isaiah le dejó a Becca —otrescándalo de primera, por supuesto—, perJemima dice públicamente que antes preferirí

tragarse la rueda hidráulica principal. Es probablque eso también suceda.Como supongo que esto te interesará, deb

decirte que no se ha sabido nada de Liam Kirbdesde que desapareció de la iglesia, aquella noch

de julio. A decir verdad, aún no sé qué pensar d

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él. A veces me parece que sus actos de aquellaúltimas semanas estaban destinados a comprar sredención o, al menos, algún grado de perdón poel papel que desempeñó en la muerte de nuestr

común amiga. Otras veces pienso que en todo estasunto hay más de lo que sabemos y de lo qusabremos jamás, a menos que algún día larranques a Manny la verdadera historia. Dcualquier modo no sé qué pensar ni qué sentir.

Para pasar a cosas más alegres, has de sabeque Ethan mejora. Día a día vuelve a ser el de antey tiene menos dolores. Curiosity dice que Richardedica menos tiempo a su laboratorio y más aniño, y que eso los beneficia a ambos. Después dtodo, parece que Kitty conocía a sus seres amado

mejor que ninguno de nosotros.A pesar de lo extensa que es la carta, aún n

he mencionado a tu esposo. Debo confesar que mresulta imposible escribir pensamiento alguno quno parezca excesivamente sentimental. Así qu

será tu padre, que insiste en dejar por mi cuenta redacción de las cartas, quien tenga la últim palabra. Te envía todo su afecto y, para Golpea eCielo, este mensaje: que sus esfuerzos lo hagadigno de ti.

Con nuestros mejores deseos y nuestro amo

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de siempre, tu madrastra,Elizabeth Middleton Bonner 

* * *

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Notas y agradecimientos de la autora

Mi relación con la ciudad de Nueva York —y por lanto, este relato— se inicia con Theunis y Belitjegen Quic

mis primeros antecesores conocidos, que partieron dHolanda hacia Nueva Amsterdam antes de 1640. Vivían en lque es actualmente la calle Whitehall, donde los Spencer d

sta novela tienen su hogar (ficticio). Casi trescientos añodespués, mi abuelo paterno llegó de Italia, pasó por Ellsland y, unos años más tarde, se casó con una muchachtaliana, huérfana, criada en el orfanato de la Madre Cabrin

que por aquel entonces todavía estaba en Manhattan. P

stos motivos y algunos otros, mi curiosidad y mi afecto pa ciudad son infinitos.

La primera misión de todo novelista es narrar una buenhistoria, cosa que espero haber hecho. Mi objetivecundario es que el lector desprevenido, atrapado en

vida de los personajes, absorba sin darse cuenta algo dhistoria, junto con un nuevo aprecio por la ciudad y sente, en toda su complejidad.

Como asegura la famosa sentencia: «La realidad supela ficción.» Por eso a veces me ha parecido necesari

ambiar algunos datos del relato para tornarlos menoncreíbles. Por ejemplo, existió realmente un señor Cock, qu

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ue contador del asilo de Nueva York en los primeros añodel siglo XIX, y también cierto doctor Valentine Seaman. Hmodificado algunos nombres al ver que los auténtico

rovocaban inquietud en los lectores de mis primero

orradores. Así, el señor Cock se convirtió en Cox y doctor Seaman, en Simon. Con todos los personajehistóricos que he tomado prestados para narrar esta historhe procedido así: he comenzado con los hechos disponibley luego he inventado el resto. A fin de cuentas, esto es unnovela.

Muchos de los acontecimientos aquí descritoucedieron en realidad, aunque a veces me he tomado scandalosa libertad de acomodarlos (muy levemente) en iempo. El doctor Seaman (o Simon) fundó de verdad nstituto de la Viruela dentro del asilo. Hubo una revuelta d

negros libertos delante de la casa de una rica expatriadrancesa que trataba de evadir la Ley de Manumisió

Gradual. Asimismo, dos irlandeses se enfrentaron a uoncejal y acabaron en la cárcel, lo que provocó uscándalo del que se ocuparon ampliamente los periódico

La apropiación por parte de la Tammany Society de laostumbres y los atuendos indios, en su celebración anu

del 12 de junio, duró muchos años.La Ley de Manumisión Gradual fue promulgada e

799; a partir de entonces, en el estado de Nueva York l

sclavitud fue perdiendo terreno poco a poco. No obstant

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os esclavos continuaron arriesgándose a huir hacia ibertad, mientras que los propietarios intentabaecuperarlos, muchas veces por medio del recurso de pagecompensas a los cazanegros. La comunidad de Roc

Bermeja y la obra de Manny están basadas en laociedades cimarronas de aquel período.La Sociedad de Manumisión fundó en verdad la Escue

Libre Africana, pero la Sociedad Libertas pertenece a icción. Para quienes estén interesados en la historia de sclavitud, la resistencia a ella y las comunidades negras d

norte, recomiendo la excelente obra de Shane Whiomewhat More Independent: The End of Slavery in Ne

York City 1770-1810 ; The Price of Freedom, de T. StepheWhitman, y Breaking Ground Breaking Silence: The Stor

f New York's African Burial Ground , de Joyce Hansen

Gary McGowan.Michael Howe es un personaje híbrido, basado e

ames Cheetum (editor del American Citizen) y en JameKeltetas, abogado que escribía anónimamente para ournal de Thomas Greenleaf. Keltetas fue realmente a

árcel por defender en sus artículos a los irlandeseentenciados a trabajos forzados por haber contestado a uoncejal autoritario.

La mayoría de los recursos médicos, los tratamientos as creencias descritos en esta novela se basan e

documentos de la época. Los debates sobre la causa y

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ratamiento de la viruela, la fiebre amarilla, la tuberculosistras enfermedades provienen de diversas fuente

históricas. Por ejemplo: los facultativos médicos de aquelpoca estaban sumidos en un profundo debate sobre

elación entre la s ífilis y la gonorrea; muchos creían que eradiferentes manifestaciones de una misma enfermedad. Coespecto a las enfermedades causadas por lostreptococos, dominaba la idea opuesta. Los médicos de poca no reconocían la relación entre las infecciones darto y el puerperio, las infecciones de garganta, la fiebscarlata, ciertas infecciones epidérmicas y focales, taleomo la neumonía, la sepsis y el síndrome de choque tóxicor estreptococos, y la fascitis necrotizante.

 No siempre es fácil conseguir información, pero entas fuentes más útiles figuran el New America

ispensatory, de Thacher, Seats and Causes of Diseasnvestigated by Anatomy, de Morgagni, y el excelen

Cambridge World History of Human Disease , publicado poKenneth F. Kiple.

He tratado de ser tan fiel a la geografía de Manhattan e

802 como lo permiten los registros. Todas las ins titucionedificios y lugares (el asilo, los teatros, las tiendas, dispensario, la Escuela Libre Africana, las tabernas, laglesias, los muelles, etcétera) han quedado en sus sitioriginales, hasta donde existía información disponible. Lo

dificios de lo que ahora conocemos como parqu

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Adirondack están menos documentados; las referencias se lugar se basan sobre todo en deducciones proximación. La aldea de Paradise es ficticia, pero la hituado en un lugar al oeste del Sacandaga, donde existe

iertas ruinas llamadas «Casa blanca», que pueden haborrespondido a una sola vivienda o a una aldea pequeña.Agradezco especialmente la ayuda de historiadores

ibliotecarios: Dan Prosterman pasó horas rebuscando eos Archivos Municipales de Nueva York; el personal de l

Sociedad Histórica de Nueva York y el de la BibliotecPública me prestaron una gran ayuda en la localización ddocumentos. Steven Lopata me facilitó abundancia de datoobre los laboratorios químicos; Adrienne Mayor colaborn el rastreo de informaciones sobre fósiles y mitos en

valle del Hudson; Jim y Janet Gilsdorf continúa

roporcionándome excelentes datos médicos.A mis lectores y amigos, siempre receptivos, atentos

ieles —Suzanne Paola, Patricia Bolton y Quienes No DebeSer Mencionados—, mi infinita gratitud. También agradezc

la UCross Foundation por permitirme un mes de reclusió

n el desierto de Wyoming para escribir. A Harmony y LoreKellogg, por su respaldo, su amistad y el regalo de uefugio con buenas vistas. Tamar Groffman me proporciontro tipo de espacio apacible y una guía serena que mirvió de mucho en los momentos más difíciles.

Como siempre, agradezco a mi agente y amiga J

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Grinberg, a mi estupenda correctora Wendy McCurdy y ita Taublib, el aliento y el entusiasmo que me brindaron.

Y, por supuesto, están Tuck, Bill y Beth, ahora iempre.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA