el infierno musical
DESCRIPTION
grafica y textualTRANSCRIPT
EL INFIERNO MUSICAL - Escrito por Juan Esteban Ramírez Gil -
Los habitantes del purgatorio también tienen escalas y notas.
Invisibles conductos de comunicación, de armonías llenas de almas
que recorren la ciudad olvidada detrás de nuestra cotidianidad,
tolerando una congestión infinita de almas que llegan todos los días.
Sus gemidos pueden oírse en lugares donde estos caminos se
cruzan, a través de grietas ocasionadas por la maldad humana.
Estos caminos rotos permiten observar los últimos segundos de
maldad de cada alma, como aquellas escenas que deberían estar
escondidas en el inconsciente pero llegan con total claridad.
Afortunadamente la música controla este caos pues estos caminos
son limitados a la percepción humana, cercados con puentes y
vallas, con peajes e intersecciones a la razón.
En estas intersecciones en las que las multitudes de muertos se
mezclan y cruzan es donde esta autopista prohibida tiene más
posibilidades de desbordarse y penetrar en nuestro mundo. El
tráfico es denso en los cruces de caminos y las voces de los
muertos están en su momento más estridente, pero somos sordos,
así como con nuestras limitaciones al espectro visible de la luz nos
vuelve ciegos a estos fenómenos, y nuestras limitaciones del idioma
nos hacen mudos al carecer de símbolos que expresen lo aun no
nombrado.
Para alimentar su inventiva, escucho cuanto disco encontró en su
camino a las grandes bibliotecas en busca de rarezas en préstamo,
y pasajes comerciales subterráneos en busca de música que se
adoptaran a las descripciones de onda del sonido que hacía, pero
tanto los vendedores como los curiosos no entendían; las bodegas
de los coleccionistas terminaban entonces siendo abiertas para
solucionar sus dudas que parecieran ser de importancia
trascendental al no poder ser entendidas, pero transmitidas con
pasión, en busca de las soluciones a lo desconocido en martirio.
Una vieja canción, despojada del culto al que algún día fue centro.
Estaba rondando por su mente hacía una década o más, pero cada
vez que sonaba era un nuevo descubrimiento. En su infancia, sus
amigos se marcharon agradecidos con la vida a corta edad. Entre
ellos se construían lo que sería su mayor herencia, unas partituras
que hacía tiempo guardaba, la construcción de una música para
comunicarse con las autopistas donde transitan las almas que se
resignan al dolor de estar en la tierra recordando sus penas.
1 2
La canción que lo desataba todo era “Epitaph” de King Crimson, la
número trece de la lista de reproducción en su radio mp3, una
simple canción con fachadas de subjetividad y falso estilo ecléctico,
no tenía mucha calidad pero efectivamente, emitía esa frecuencia
de onda particular que movía todo.
La número trece era una canción buena, pero ya no podía poseerla
en la memoria como aquella primera vez, sonando en un LP que
imposibilitaba escucharlo mucho tiempo sin volverse loco y
olvidarse de la realidad.
Mientras la música salía de sus audífonos emitiendo estas
intersecciones, las barreras que separan una realidad de la otra se
desgastan con el paso de innumerables acordes que convierten al
individuo en legión.
En algún momento de su historia, un acto horrible se había
cometido con aquella canción. Nadie sabía por qué. Pero el
ambiente depresivo de su habitación, especialmente en el piso
inferior, resultaba transformar la realidad y abrir una intersección en
la autopista misma, donde esta canción hacia ecos. Había una
nostalgia y un pacto de sangre en la melodía del número trece, un
tono que convivía en las orejas y retumbaba en los tímpanos.
Las hormigas, las lagartijas, hasta las moscas desaparecían cuando
esto sucedía. Ninguna tórtola se quedaba en los arboles cercanos y
cualquier intento de vida sobre los cables de luz era confundido con
zapatos que colgaban por el barrio.
Existían vínculos entre estas partituras y los eventos extraños que
desencadenaron la muerte de cada uno, pruebas que respaldaban
esa creencia en el poder sobre la psiquis de aquellas notas
tomadas de la canción número trece.
Un ejemplo era la muerte de su vecino; se había ahorcado —o,
como creían los “creyentes”, había sido ahorcado— con una correa
mientras se encontraba acostado con sus audífonos. Sus ojos
desorbitados, rojos, con las venas reventadas, toda esta explosión
de miedo amerito que fuera sepultado con la debida extravagancia,
oraciones y ritos propios del caso de un alma condenada.
Sin importar que fuera lo que se originaba los efectos en el
ambiente, a través de la música se había abierto un portal, así como
el cuchillo quirúrgico corta el cordón umbilical; y a través de aquel
corte, de aquella herida en el mundo, los muertos se asomaban y
pedían la palabra, se llevaban la vida.
Tener acceso a todos los fragmentos de las partituras fue más una
perdida que una ganancia, la cual tardo cuatro años, que se
3 4
llevaron la mejor parte de su niñez entre velorios y muertes.
Los edificios cercanos estaban todos llenos de fantasmas
conocidos, y albergaban todas numerosas voces conformadas a
estar quietas y no tomar las autopistas. Quiso robarlas en un inicio,
pero al entrar a aquellos edificios donde vivían sus amigos, sentía el
fuego consumiéndolos, por lo que desplazarse por sus habitaciones
conformaba una agonía que no podía a tolerar.
Finalmente para iniciar su desafío, escogió la guitarra de su último
amigo para comenzar a practicar las partituras, originando a su vez
la construcción de la nueva partitura.
En la actualidad los audífonos no funcionarían pues generaban el
estruendo de ese tráfico que nunca cesaba de manera muy cerrada,
y necesitaba un espacio amplio para poder abrir la intersección de
las autopistas de los fantasmas.
Agrietaba la lucidez del lenguaje y deformaba los diálogos al escribir
las partituras, al tararear sus posibles, sacudía los marcos llenos de
fotos en el rincón más alejado de los recuerdos buscando imágenes
que evocaran lo que buscaba.
Pero no era la nostalgia lo que atraía, pero en mayor medida
alejaba sus dedos de la canción número trece. No era la escasez de
música ni el poco espacio para guardarla, ni el efecto autista de
escuchar con audífonos mientras se camina, que había provocado
varios vacios en la máscara socializadora que iba desde el saludo
hasta la despedida; era el miedo que se sentía.
Todo lo relacionado con esta meta afecto su vida normal. Sus
relaciones eran mucho más pobres, sus limitaciones más
complejas, la lógica más elaborada que la de ningún otro critico le
imposibilitaba valorar el mundo y disfrutar de sus errores.
En su habitación no había puertas, solo un pasillo claustrofóbico
que se suponía era un lazo familiar que unía las demás
habitaciones, también sin puertas.
Contemplaba su descomposición social con gran felicidad de poder
intentar terminar una etapa que desde sus primeros años de duelo
no había podido superar, terminar la partitura. Resulta innecesario
decir que en todas partes se lo tomó por loco. Otros conocidos que
había tenido durante años se negaron a relacionarse con él; perdió
varios de sus empleos cuando sus jefes se horrorizaron al leer los
informes de su demencia.
No le importó. Su plan no podía fallar.
5 6
Las partituras acabadas tenían un cierto aire similar a la canción
número trece, pero también contenían elementos que ninguna
mente habría imaginado, o al menos, nadie se había atrevido a
consignarlos sobre el papel. El sonido iba más allá del espectro de
onda captado por los humanos, lo que le daba un toque aun más
complejo de entender para quien quisiera intentar tocarlas.
Los fantasmas serian invocados y las soluciones dadas, aunque
sólo fuera por la curiosidad de ver nuevamente los rostros de
quienes pertenecía aquella música misteriosa.
De modo que solo, con su partitura en mano, se dedicó a tocarla en
intervalos más largos o más cortos y esperar en cada variación a
que algo sucediera. No tuvo que esperar demasiado. No había
pasado más de un minuto de haber iniciado a tocar, cuando
escucho ruidos desde las profundidades.
Lleno de curiosidad, siguió atento para identificar la fuente, pero
solo identifico sonidos diferentes en el ruido del día. Regreso a su
partitura y espero de nuevo. Volvió a oír ruidos; volvió a
concentrarse para encontrar su fuente, y nuevamente perdió su
tiempo en ruidos de los carros y la gente.
Pero las anormalidades continuaron. No pasaban más de cinco
minutos sin que oyeran ruidos de voces agresoras. Sabía que los
fantasmas estaban otra vez allí, no le cabía duda, pero trataba en
todo caso de evitar las sombras para no cometer algún error de
tropezar con un desconocido con malas intenciones.
Se dedicó a seguir tocando en intervalos cortos. Al fin y al cabo, era
su descubrimiento un traje de vanidades que nunca había tenido
para disfrutar. Debía participar en su propia obra.
Este era un reto de desgaste, persiguiendo lo desconocido sin tener
certeza absoluta de que existe. Se decía que debía tener paciencia.
El fantasma había acudido, ¿o no? ¿Acaso en el papel no había
dibujado ya su nombre y pintado su rostro con sangre?
¿Y sus garabatos de animales? Tarde o temprano el fantasma que
no lo dejaba vivir desde que escucho la canción número trece
revelaría su rostro y le escupiría a la cara.
Los sonidos de las cuerdas se perdían por el desierto pasillo sin
obtener respuesta, hasta que los dedos se le ampollaron de tanto
tocar su guitarra. En ese momento, siguió con su experimento de
forma silenciosa, esperando sorprender al fantasma que buscaba,
pero su imagen siempre huía de la memoria antes de que lograra
acercarse lo bastante como para verle. En los días solitarios de
7 8
encierro siguientes, se aburrió de jugar al escondite y comenzó a
exigirle a los fantasmas que se manifestaran.
Aquellos días mientras escuchaba aquel disco, parecía haber
convocado a los muertos y, a petición suya, ellos le habían
permitido producir abundantes muestras de su visita, escritos de
manos de diferentes épocas sobre cuadernos amarillos.
Escribían los espíritus usándolo como puente, según parecía,
dejando escrito lo primero que se les venía a la cabeza. Sus
nombres, por supuesto, y fechas de nacimiento y defunción. Frases
emotivas y deseos para sus familiares vivos, extrañas palabras
cripticas que insinuaban el dolor padecido y lamentos de lo perdido,
en un lenguaje extrañamente familiar, ya visto en sus sueños.
Era una diversidad de garabatos que crecía día tras día, como si
entre estos fantasmas perdidos se promocionara el salir de su
silencio para usar el puente en aquella habitación desolada cada
que la canción número trece sonaba y silenciaba los ecos.
Se derrumbó en la esquina de la habitación y observó en el techo
nuevamente como las llamas se propagaban a través de un agujero
diminuto. Se sentía encerrado, atrapado en aquel maldito cuadrado,
pero a pesar de ello sonrió para sí, aquella sonrisa triste de haber
descubierto lo que deseaba y no tener ahora metas.
El mundo de los muertos se estaba abriendo ante sus ojos que se
llenaban de éxtasis, pero una confusión de sentidos estimulaba el
miedo. De repente, era capaz de reconocer el mundo como un
sistema, no de políticas o religiones, sino como un sistema que se
extendía desde sus huesos hasta la madera del lápiz y el metal del
sacapuntas. Y más allá. Más allá de la madera, del metal.
Se abrió un agujero que llevaba a la autopista.
En su cabeza oía voces que no provenían de las bocas de los vivos.
Se encorvo para mirarse los pies y saber si era un sueño, trato de
mirar hacia arriba, movió su cabeza hacia atrás rápidamente y
revisó cuidadosamente el techo.
Estaba lleno de llamas, pero sentía un frío en los huesos.
Sin embargo, parecía estar sonriendo, lleno de vida, lucido.
Después de toda una vida a su lado, su madre estaba
acostumbrada a los escándalos y ruidos extraños de su habitación,
los cuales ya ignoraba de manera natural.
Casi resultaba incómodo defender su cordura cuando el mismo
decía tener la certeza de ver en un futuro que los fantasmas se
9 10
manifestarían a su favor. Ahora, enfrentada a un exilio y olvido,
ignora la escena ya familiar para ella y sale a la calle a tomar tinto
con la vecina, enfadada y confusa a la vez.
Los ruidos cesaron. Veía intermitentemente los rostros etéreos de
los muertos en frente, quienes miraban al suelo por no tener carne
que sujetara firmemente sus huesos para mirar al frente.
Podía ver la profundidad de su sufrimiento y simpatizar con sus
ansias de ser escuchados, más la misma música era impedimento
para oír claramente los mensajes, y en caso de dejar de tocarla ya
no podría verlos. Solo se podría esperar que alguno de estos lo
usara como puente para expresar algo, y contar con la suerte de
volver luego del trance con vida para intentarlo de nuevo, cada vez
con menos energía para resistir.
Pensó mientras tocaba de nuevo, con un nudo en el estómago, en
cómo todo acabaría al desatar el infierno musical.
Supo con certeza que las autopistas que se cruzaban esta música
especial no eran unas carreteras cualesquiera.
No estaba observando el tráfico feliz y despreocupado de los
muertos normales. No, aquella melodía se convertía en la ruta por
la que solo transitaban las víctimas y los autores de la violencia en
sus muertes. Le eran familiares los rostros de los hombres, mujeres
y niños que habían muerto tras sufrir el dolor que no se puede
imaginar para uno mismo, con las cuencas de los ojos marcadas
por las circunstancias de sus muertes.
Expresivos más allá de las palabras, sus ojos hablaban de agonía,
sus cuerpos fantasmales todavía mostraban las heridas que los
habían asesinado. También podía ver, mezclados libremente entre
los inocentes, a sus asesinos y torturadores. Aquellos monstruos,
carniceros enloquecidos de mentes podridas, se asomaban al
mundo: criaturas incomparables, incalificables, milagros prohibidos
de nuestra especie que charlaban y aullaban sus barboteos sin
sentido.
En aquel momento, al darse cuenta de que las voces que
escuchaba no eran voces de la televisión, los lamentos no eran de
vecinos ni conocidos.
De repente, era consciente de que había vivido en un diminuto
rincón del mundo y de que el resto de aquel portal a otra dimensión
presionaba su espalda como un peso muerto.
En ese momento estaba accediendo al mundo de los muertos como
siempre había deseado, pero no era un beneficio que uniera sus
sentidos, era un pánico creciente que no lo dejaba pensar.
11 12
Bajo las limitaciones, su miedo era total. La mirada de horror era
cegadora y su garganta se carraspeaba las mismas palabras como
una letanía simulando ser una oración.
Volvió a mirar las partituras, que parecían reescribirse después de
cada intento. Escrita en aquella inmóvil letra grotesca, las corcheas
como garabatos, y los ojos muy abiertos para diferenciarlas, pues
todas las notas contaban con aquel mismo tormento de parecerse.
Lo que antes era tinta negra comenzó a tornarse rojizo, y como si
fuera una pesadilla, el papel sangraba profusamente de las notas
escritas como si fueran cicatrices. Sería mucho más que una simple
página, sería un libro escrito con sangre.
Aquellos fantasmas habían desesperado en la autopista durante
años de aflicción, con las mismas heridas con las que murieran y
las mismas locuras con las que matarían si pudieran escapar.
Habían aguantado la frivolidad y la insolencia del chico, sus
idioteces, las invenciones que habían convertido en un juego todos
sus sufrimientos.
Se puso de pie y notó que sus cosas flotaban en el aire y se
arremolinaban encima de su cabeza, moviéndose con naturalidad
como si tuvieran vida. La realidad nadaba en un liquido invisible,
casi no quedaba nada que no se resistiera al a flotar por los aires.
Las tablas de la cama hacían ruidos tratando de salir debajo del
colchón, por debajo de ellas, una oscuridad latente respiraba y
acechaba. Miró por debajo sin dejar de sentirse observado, en todo
momento con un letargo muy difícil de combatir ante lo asombroso
de la escena.
Estaba claro que las presencias no querían volver al olvido, querían
permanecer allí en esa intersección de autopistas de fantasmas.
Quizá, pensó, puede que hasta me teman un poco. La idea le dio
fuerzas; ¿por qué iban a intentar intimidarlo solo por estar tocando
música, por haber logrado abrir aquel agujero en el mundo,
resultaba ahora una amenaza para ellos? La mano ampollada de
tanto tocar estaba también llena de sangre, tras ella, la realidad de
la música había sucumbido completamente al clamoroso caos de la
autopista que se abría con las imperceptibles notas musicales que
inundaban el aire y lo transformaban. Era mejor estar preparado
para lo peor y aprender a soportarlo antes de perder el aliento.
Estaba concentrado para no caer en dicho agujero, miraba la forma
en que sus pies trataban de dejar el suelo firme y flotar, aunque el
control sobre su cuerpo no podría compensarlo ya.
13 14
El fuego que se movía por el techo se volvió azul, dejando
presenciar dos caminos anchos y populosos, los muertos se
empujaban por todas partes para lograr llegar a la intersección de
caminos. Con la mirada trató de abrirse paso entre ellos, buscando
un rostro en particular como si estuviera en medio de una multitud
de personas vivas, mientras sus caras boquiabiertas e idiotas
devolvían la mirada, despertando en ellos una ira dormida.
El suelo había desaparecido. Ahora no pesaba nada; mientras
flotaba de manera errante, se limitaba cruzar los dedos y
entrecerrar los ojos, a moverse buscando algo que perteneciera a la
realidad y le sirviera de escalera para bajar.
Al verse desesperado, un grito surgió de la multitud.
No sabía si esa voz se reía de su torpeza o si gritaban una
advertencia al ver que había llegado tan lejos. Los muertos ya no
tenían ojos, ni siquiera nariz, pero aun tenían oídos que sentían el
mundo a través de sus notas. Estaban perdidos en la autopista, su
maldad condenada, sus rutas marcadas por las frecuencias de
sonidos que emitían las intersecciones.
El paisaje de la autopista se extendía hasta el horizonte. La visión lo
dejo paralizado al instante. Su mente se debilitaba tratando de
aceptar el panorama interminable, no podía controlar la sobrecarga
que corría por cada uno de sus nervios. Un escalofrió modifico el
orden de su sistema; le temblaron las piernas y se derrumbó como
si su cuerpo pesara toneladas.
Todo estaba consumado. Las notas habían sido tocadas y los
fantasmas, mortalmente hartos de tantas falsificaciones y burlas a la
música original que los liberaba, gritaban exigiendo saber el nombre
del responsable, del egoísta sin la compasión ni la sabiduría para
comprender su atrevimiento de abrir la puerta a los fantasmas. Era
el culpable de haber abierto esta fisura, y sin querer había mirado y
juzgado a sus habitantes, había abierto la barrera que los mantenía
seguros entre sus miserias.
Sus interminables pensamientos sobre los muertos que no
encontraba, su frustración, su ardor y el miedo ante aquel peligro
parecían alimentar más la fisura, haciéndola más grande.
Envuelto en una agonía de sentimientos que se había negado a sí
mismo, intentando creer que solo encontraría el fantasma que
buscaba y podría ser su intermediario, el inocente portador de los
mensajes. Pronto encontraría su rostro… detendría la mirada sobre
su cuerpo, con la voz cercana a las lágrimas por la patética emoción
15 16
de encontrar otra serie más de nombres y tonterías garabateados,
pero esta vez de alguien que necesitaba ser escuchado.
Sus ojos volvieron a enfocar a lo lejos otros rostros, buscando una
mirada elocuente, compartida tanto por el mundo de los muertos
como por el de los vivos, pasó entre ellos.
Y los muertos, temerosos de aquella mirada, volvieron la cabeza.
Las caras se apretaron como si la piel se estirara sobre el hueso, la
carne se oscureció hasta marchitarse y las voces se tornaron
melancólicas ante la perspectiva de la derrota. Estiro el brazo para
tratar de tocarlos, libre por fin de su parálisis inicial. Tenía el resto
de su tiempo contado por delante, y toda la melodía de la partitura,
resonaba ahora en su cabeza. Sólo oía las notas y veía la partitura
en su cabeza: los ecos, los gritos de dolor, los aullidos de rabia, los
silencios mortales. Todo se había combinado con aquella música de
una forma que ningún argumento racional podría justificar. Donde el
latido de su corazón era la ley, y el susurro de su sangre, la música.
Y entonces apareció: era el rostro de su vecino. Pálido como una
ostia de sacristía, con los rasgos juveniles demacrados, hinchados y
llenos de venas, una sonrisa franca como la de un niño pero un
gesto bizarro, mordiéndose el labio inferior con rabia. Tenía la
mandíbula llena de sangre y las encías casi negras. Pero no por ello
dejaba de ser un fantasma. Un fantasma inofensivo y patético. El
cuchillo en sus manos era lo único que no se correspondía con la
escena, daba a entender una fuerza superior para poder mover
objetos reales.
Aclarando cualquier duda, el fantasma realizó movimientos de
carnicero con el arma, la luz se reflejó en ella, y sus gritos se
intensificaron ante tanta diversión. La garganta del fantasma emitió
un sonido ensordecedor, y el cuchillo, flotando entre los aires, se
meció sobre su cabeza. En ese preciso instante la música que
parecía alegre se convirtió en un réquiem anticipado.
Una cobija en la habitación era la única barrera contra los
fantasmas. Pretendía esconderse y permanecer inmóvil sin ser
visto, pero no fue lo suficientemente elegante y su respiración lo
delato.
Los fantasmas reían contemplando tanta diversión. Tenían un
entretenimiento para toda la eternidad, un lienzo en blanco.
Del cuchillo se esperaba una faena imperdible, pues haría cortes
transversales y longitudinales, podría cortar en rodajas y amputar, y
además podía mantener vivo a aquel hombre si cortaba con astucia
17 18
evitando las arterias principales; un juguete vivo durante un buen
rato.
El cuchillo corto el aire cerca de su oreja, destrozándole parte de su
hombro en un intento fallido por atinarle en la oscuridad. El filo
seguía destrozándole el hueso y abriéndole la piel del brazo al
hacer más profundo el corte que por poco no le alcanzó sus arterias
principales. Su grito podría haberse oído por toda la cuadra, pero
ese líquido invisible en el que flotaba no conducía onda alguna, solo
las notas de aquella partitura. Nadie podía escuchar su voz de
auxilio y quitarle los fantasmas de encima.
Al final comprendió, al encontrarse con la mirada ausente de los
fantasmas en un ambiente ensangrentado, que había algo peor en
el mundo que el terror. Peor que la propia muerte.
Era el sufrimiento sin esperanza de salvación. Era la vida que se
negaba a acabar mucho después de que el cerebro le hubiera
pedido al cuerpo que dejara de existir. Y lo peor de todo: había
sueños que se hacían realidad.
El cuchillo, ansioso de acabar la faena, le estaba cortando el
hombro como si fuera plastilina. La fibrosa textura del musculo, el
hueso y los tendones estaban a la vista en profundos cortes.
A cada corte, el fantasma tiraba del cuchillo para deslizarlo
nuevamente, sacudiendo el cuerpo como una marioneta.
Todo termino al cesar la música, tiempo suficiente eran siete
minutos y treinta segundos para eliminar las miserias humanas.
Pasaron los días de vacaciones y al regreso de su familia, el olor
que emanaba la casa obligo a la policía a forzar su cerradura para
verificar lo que había en el interior.
Encontraron un cuerpo lleno de cicatrices que formaban letras,
acariciando los relieves de las cicatrices con la punta de los dedos
se tenía la sensación de estar leyendo braille.
Había diminutas palabras en cada milímetro, escritas con cortes
precisos en una multitud de ángulos y profundidades diferentes.
Incluso a través de la sangre seca, se podría identificar la
complicada forma en que las palabras cercanas a sus arterias lo
habían desangrado hasta dejarlo tirado en el suelo como un papel.
Era una prueba que no dejaba lugar a dudas la existencia de sus
pesadillas en la realidad, algo que hubiera nunca haber encontrado
hasta que fue demasiado tarde. Allí estaba: la revelación de la vida
después de la muerte, escrita en la misma carne.
19 20
El cadáver seria estudiado, eso estaba claro. La sangre ya
empezaba a secarse y se encajaba en las ranuras de las heridas
que no mostraban signos de descomposición alguna.
Había un daño físico irreparable en el interior, pero su piel
permanecía rojiza y con apariencia saludable. Desde aquel
momento y en el mejor de los casos, sería objeto de curiosidad; en
el peor, de repugnancia y horror que después de un tiempo, cuando
las palabras de su cuerpo se convirtieran en costras y cicatrices, y
el tabú hacia la muerte fuera erradicado, alguien leería e informaría
de todas, de cada sílaba que brillaba y rezumaba bajo la carne,
para que el mundo conociera las historias que contaban los
muertos.
Toda esta rareza mantendría distraídos a los investigadores y
protegería sus partituras del interés de otra víctima que la
aprendería, con el tiempo, permitiendo que nuevamente las
intersecciones se abran y los fantasmas se apoderen de otro lienzo
de carne. Él era ahora un Libro escrito con sangre, y la música su
único traductor. Era un hechizo a la espera de alguien que lo leyera,
y aprendiera a tocar sus partituras para devolverlo a la vida para
escribir en otro lienzo sus nuevas notas.
Conforme la gente olvidara aquella partitura de la oscuridad y
abriera el destello de la vida hacia diferentes caminos, pocos
tendrán que escucharla y morir de esta forma.
________________
+ Anexo: Ilustración de la caratula del álbum de King Crimson encontrado
en aquella habitación donde la canción “Epitaph” sonó por primera vez,
para instalarse en mi memoria que ahora la evoca.
21 22