el imperialismo romano-libre

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8/10/2019 El Imperialismo Romano-libre http://slidepdf.com/reader/full/el-imperialismo-romano-libre 1/147  JosŽ Manuel Rold‡n Herv‡s  EL IMPERIALISMO ROMANO ROMA Y LA CONQUISTA DEL MUNDO MEDITERRANEO (264-133 A.C.) Editorial SINTESIS Madrid  

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  JosŽ Manuel Rold‡n Herv‡s

  EL IMPERIALISMO ROMANO

ROMA Y LA CONQUISTA DEL MUNDOMEDITERRANEO (264-133 A.C.)

Editorial SINTESISMadrid

 

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INDICE

INTRODUCCION

1. EL PROBLEMA DEL IMPERIALISMO ROMANO

1.1. Los conceptos de imperialismo y hegemon’a1.2. El problema del imperialismo romano1.3. El problema de las causas del imperialismo romano

ROMA Y CARTAGO

1. LA PRIMERA GUERRA PUNICA

1.1. El Mediterr‡neo occidental a comienzos del siglo III a. C.1.1.1. Cartagineses, griegos y etruscos en el Mediterr‡neo 1.1.2. La inclusi—n de Roma como factor de poder. Los tratados romano-pœnicos

1.2. Los or’genes del conßicto1.2.1. Las fuentes de documentaci—n: Polibio 1.2.2. El casus belli: la cuesti—n de Messana1.2.3. Cr’tica de Polibio. Las causas de la guerra

1.3. Las operaciones militares1.3.1. La campa–a de Messana y la alianza pœnico-cartaginesa 1.3.2. La expedici—n contra Siracusa y la ocupaci—n de Agrigento1.3.3. La guerra en el mar: Mylae1.3.4. Las expediciones a Africa. Conquista de Panormo1.3.5. La guerra de posiciones de Sicilia1.3.6. Am’lcar Barca1.3.7. La victoria romana

2. EL PERIODO DE ENTREGUERRAS

2.1. Las consecuencias de la primera guerra pœnica

2.2. La pol’tica exterior romana en el per’odo de entreguerras2.2.1. El Tirreno 2.2.1.1. La rebeli—n de los mercenarios y la conquista de Cerde–a y C—rcega2.2.2. Italia: las fronteras septentrionales 2.2.3. El Adri‡tico2.2.3.1. El reino pirata de Agr—n2.2.3.2. La primera guerra iliria2.2.3.3. La segunda guerra iliria2.2.4. El alcance de la pol’tica exterior romana en el per’odo de entreguerras 

2.3. Cartago y la conquista de la pen’nsula ibŽrica

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2.4. Las causas de la segunda guerra pœnica2.4.4. El casus belli de Sagunto2.4.2. El problema de la responsabilidad de la guerra2.4.2.1. La pol’tica agresiva de los Barca2.4.2.2. El problema de Sagunto2.4.2.3. El problema de la violaci—n del tratado del Ebro

3. LA SEGUNDA GUERRA PUNICA3.1. La guerra en Italia3.1.1. Las estrategias 3.1.2. La marcha de An’bal: Tesino, Trebia y Trasimeno3.1.3. Cannae3.1.4. Las operaciones en Campania: Capua3.1.5. La lucha en el sur de Italia 

3.2. La guerra en el Tirreno

3.3. La guerra en el Adri‡tico

3.4. La guerra en Hispania3.4.1. Cneo y Publio Cornelio Escipi—n 3.4.2. Escipi—n el Africano: la conquista de Cartago nova3.4.3. La conquista del valle del Guadalquivir y la expulsi—n de los pœnicos

3.5. La guerra en Africa3.5.1. El plan de Escipi—n 3.5.2. La campa–a de Africa3.5.3. El Þn de la guerra: Zama

LA EXPANSION ROMANA EN EL MEDITERRANEO

1. ROMA EN EL MEDITERRANEO ORIENTAL: LA SEGUNDA GUERRA MACEDONICA

1.1. Los estados helen’sticos

1.2. La Grecia continental a Þnales del siglo III a. C. y la intervenci—n macedonia1.2.1. La guerra cleomŽnica. Ant’gono Dos—n 1.2.2. Filipo V: la "guerra de los aliados" y el tratado con An’bal

1.3. La primera guerra maced—nica

1.4. Los or’genes de la segunda guerra maced—nica1.4.1. El pacto sirio-macedonio 1.4.2. La solicitud de ayuda a Roma de Rodas y PŽrgamo1.4.3. Los dictados de Atenas y Abid—s1.4.4. La declaraci—n de guerra a Filipo y la cuesti—n del imperialismo romano

1.5. La segunda guerra maced—nica

1.6. La "liberaci—n" de Grecia

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1.7. La guerra contra Nabis de Esparta y la evacuaci—n romana de Grecia

2. ROMA EN EL MEDITERRANEO ORIENTAL: LA GUERRA CON ANTIOCO Y ELSOMETIMIENTO DE GRECIA

2.1. Los or’genes del conßicto con Ant’oco III

2.2. Las intrigas de la liga etolia y la intervenci—n romana.

2.3. La guerra contra Ant’oco.

2.4. La paz de Apamea

2.5. El Oriente tras la paz de Apamea.2.5.1. La hegemon’a romana sobre Oriente2.5.2. Los estados de Asia Menor: PŽrgamo y Rodas 2.5.3. La Grecia continental y Macedonia 

2.6. La tercera guerra maced—nica

2.6.1. Perseo de Macedonia 2.6.2. El desarrollo de la guerra: Pidna 

2.7. La reorganizaci—n de Oriente tras Pidna2.7.1. Macedonia y Grecia 2.7.2. Rodas y PŽrgamo 2.7.3. El reino selŽucida 

2.8. La provincializaci—n de Macedonia y el Þn de la independencia griega

3. ROMA EN EL MEDITERRANEO OCCIDENTAL

3.1. Las fronteras septentrionales de Italia.3.1.1. La conquista de la Galia cisalpina 3.1.2 La colonizaci—n de la Cispadana 

3.2. La conquista de la pen’nsula ibŽrica.3.2.1. Las causas de la conquista 3.2.2. La provincializaci—n de Hispania 3.2.3. La bœsqueda de fronteras. Cat—n y Graco 3.2.4. Las guerras celt’bero-lusitanas.3.2.4.1. Las guerras celt’beras. Numancia

3.2.4.2. Las guerras contra los lusitanos. Viriato3.2.4.3. La anexi—n de la Meseta. Conquista de las Baleares

3.3. La tercera guerra pœnica3.3.1. Cartago tras la segunda guerra pœnica: los problemas con Numidia 3.3.2. La tercera guerra pœnica 

SOCIEDAD Y ESTADO EN LA ƒPOCA DE EXPANSION

1. LOS CAMBIOS ECONOMICOS Y SUS REPERCUSIONES SOCIALES

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1.1. La agricultura1.1.1. Peque–a y gran propiedad 1.1.2. Las consecuencias de la segunda guerra pœnica: la extensi—n dellatifundio 1.1.3. La pol’tica de colonizaci—n posterior a la guerra anib‡lica 1.1.4. Latifundio e inversi—n de capitales 1.1.5. El ager publicus1.1.6. La econom’a agr’cola de las villae

1.2. Manufactura y comercio1.2.1. El artesanado 1.2.2. El comercio 1.2.2.1. Los publicani 

1.3. El desarrollo de la esclavitud

1.4. La formaci—n del proletariado rural y urbano1.4.1. La plebs urbana

1.5. La diferenciaci—n de las capas altas de la sociedad romana1.5.1. Proceso de exclusividad del ordo senatorial: la lex Claudia y laformaci—n del ordo equester1.5.2. Recursos econ—micos de senadores y caballeros 

2. EL ESTADO ROMANO EN LA EPOCA DE EXPANSION

2.1. El sistema constitucional romano2.1.1. Car‡cter aristocr‡tico de la sociedad y del estado 2.1.2. La clientela2.1.3. La pr‡ctica pol’tica 

2.1.4. El senado 2.1.5. Las asambleas 2.1.6. Las transformaciones de la segunda guerra pœnica: el aumento de laautoridad del senado 2.1.7. Debilitamiento de las asambleas 2.1.8. Absorci—n del tribunado de la plebe 2.1.9. El aislamiento exclusivista del senado: la nobilitas2.1.9.1. Los ideales de la nobilitas 2.1.9.2. Medidas de control internas

2.2. El sistema de gobierno provincial

2.2.1. Las tareas de la administraci—n 2.2.2. El equipo de gobierno 2.2.3. Las deÞciencias del gobierno provincial 

2.3. La situaci—n de los aliados it‡licos2.3.1. La organizaci—n de Italia 2.3.2. Ager Romanus, sociilatinos y aliados it‡licos2.3.3. Las transformaciones del siglo II a. C.

2.4. El ejŽrcito en la Žpoca de la expansi—n2.4.1. El ejŽrcito romano de Žpoca arcaica 

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2.4.2. La organizaci—n manipular 2.4.3. El dilectus2.4.4. Los problemas de reclutamiento tras la segunda guerra pœnica 2.4.5. Aliados y auxilia2.4.6. El ejŽrcito en la Žpoca de expansi—n: el soldado 2.4.7. El ejŽrcito en la Žpoca de expansi—n: los mandos 

3. LA REPERCUSION DE LOS PROBLEMAS DE ESTADO EN LA SOCIEDAD: LA

ƒPOCA DE ESCIPION EMILIANO3.1. Los problemas del reclutamiento

3.2. Las revueltas serviles3.2.1. La rebeli—n de Euno en Sicilia 3.2.2. El car‡cter de las guerras serviles 

3.3. La crisis urbana.3.3.1. El crecimiento urbano en la Žpoca de expansi—n 3.3.2. La recesi—n econ—mica y su reßejo urbano 

3.4. Las facciones nobiliarias y la lucha pol’tica3.4.1. La emancipaci—n del tribunado de la plebe y su instrumentaci—npol’tica  ApŽndice: Selecci—n de textos

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  INTRODUCCION 1. EL PROBLEMA DEL IMPERIALISMO ROMANO.

 

Objeto de este libro es la descripci—n y el an‡lisis del procesoque conduce a la repœblica romana -cabeza de una confederaci—n que hab’a completado launiÞcaci—n de Italia bajo su hegemon’a, en el primer tercio del siglo III a. C.-, a extender sudominio sobre el Mediterr‡neo, despuŽs de una centenaria guerra con Cartago, que decidi—,a Þnales del mismo siglo, la supremac’a de Roma sobre el Mediterr‡neo occidental.  Para su redacci—n, hemos utilizado como base los cap’tulos correspondientes de nuestraHistoria de Roma, I: La repœblica romana , 3» edici—n, Madrid, 1991, reestructurados deacuerdo con el t’tulo de la obra, para ofrecer una s’ntesis global y detallada de los muchosaspectos que el tema incluye.

El espacio de tiempo relativamente corto y la concatenaci—n de los acontecimientos quellevan al dominio de Roma sobre el Mediterr‡neo, justiÞcan el car‡cter de Žpoca que se

conÞere a esta parcela de la historia romana, en la que, l—gicamente, subyace comoproblema de fondo la determinaci—n de las causas, medios y Þnes que conducen al resultadoconcreto de la uniÞcaci—n pol’tica del Mediterr‡neo, que la investigaci—n engloba en suconjunto bajo la llamada cuesti—n del imperialismo romano. 

Si no existe duda, no ya en la actual investigaci—n, sino en una tradici—n que tiene suspropios or’genes en la historiograf’a contempor‡nea del siglo II a. C., de la formaci—n de unimperio, que recibe su sanci—n jur’dica y su justiÞcaci—n ideol—gica en Žpoca de Augusto, laexplicaci—n de los motivos que a Žl conducen se cuenta entre uno de los m‡s debatidosproblemas de la historia romana, que ha dado origen a una ingente bibliograf’a, propulsadatodav’a por la proyecci—n sobre la historia romana de una de las cuestiones m‡s candentesde nuestro propio mundo contempor‡neo.

1.1. Los conceptos de imperialismo y hegemon’a.  La abusiva utilizaci—n del tŽrmino "imperialismo" para deÞnir la esencia de esta expansi—nromana a partir de la segunda guera pœnica, trasponiendo tŽrminos que tienen su origen enconceptos decantados a partir de la segunda mitad del siglo XIX, exigen, para evitaranacronismos generalizadores, la clariÞcaci—n inicial del propio concepto, antes de intentar suaplicaci—n a otros ‡mbitos hist—ricos y, concretamente, al de la repœblica romana.  Como presupuesto previo, debe descartarse para nuestro prop—sito el concepto leninistade imperialismo como œltima y m‡s alta forma de capitalismo, con las connotacionesecon—micas y Žticas que conlleva, por la imposibilidad de aplicarlo a una formaci—n socialintegrada, segœn la formulaci—n del materialismo hist—rico, en una fase esclavista. Partiremos,

por tanto, de las realidades pol’ticas que se desarrollan en distintos estados europeos, apartir del siglo XIX, bajo la forma de colonialismo. En este sentido, podr’a subrayarse comoesencia del imperialismo la voluntad de extensi—n, sin l’mites fronterizos precisos, de unestado mediante el uso de la fuerza, con el prop—sito de una pol’tica de expansi—necon—mica, Žtnica y pol’tica, que permita incorporar, aun contra su voluntad, a otros gruposde poblaci—n, territorios o sistemas econ—micos ajenos a dicho estado. Esta esencia englobados componentes, uno material, el de la propia creaci—n de un imperio, es decir, la inclusi—npor la fuerza de los pueblos ajenos en un sistema estatal nacional; otro, ideol—gico, quepresupone la existencia de un pensamiento imperial como soporte de acci—n de ese puebloimperialista. As’ podemos llegar con Werner a la deÞnici—n del imperialismo como ladisposici—n consciente y program‡tica de un estado a una pol’tica expansiva, basada en

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causas complejas y no ligada a un objeto determinado, con la meta de la creaci—n yestabilizaci—n de un imperio y, por consiguiente, de la dominaci—n de grupos, pueblos yterritorios, sometidos, juntamente con sus instituciones, con la tendencia, en caso —ptimo, auna dominaci—n universal.  Cercano al concepto de imperialismo, pero con un matiz distinto, habr’a que distinguir eltŽrmino de "hegemon’a", como la posici—n pol’tica directora de un estado en un sistema deestados o liga, mediante la utilizaci—n de una inßuencia dominadora en los otros estados delsistema. La diferencia de matiz con el imperialismo se encuentra en que el poder hegem—nico

prescinde, conscientemente u obligado por las circunstancias, de la total incorporaci—n deterritorios estatales ajenos en el propio. Es, por ello, una forma indirecta de predominio sobreotros estados.  Con esta base te—rica podemos intentar acercarnos al problema concreto delimperialismo romano. Presupuesta la existencia de un imperio, que, como hemos dicho, aÞnales del siglo I a. C., incorpora todos los componentes esenciales incluidos en la deÞnici—nde imperialismo arriba expuesta, la cuesti—n fundamental se plantea -y as’ ha sido expuestapor la investigaci—n-, tanto en el origen, como en los supuestos motivos que conducen a esteresultado, pero tambiŽn engloba otros componentes complejos y mœltiples, como ser’an,entre otros, el conocimiento de las etapas, actores, intereses, medios y Þnes insertos en Žl.

1.2. El problema del origen del imperialismo romano. 

Respecto al origen, es signiÞcativo que la mayor parte de la investigaci—n se plantea elproblema del imperialismo cuando, una vez superada la centenaria pugna con Cartago, elestado romano se lanza a una pol’tica activa en Oriente, que tiene su comienzo en lasegunda guerra maced—nica. Pero -y as’ lo han subrayado algunos autores- existen otrosmomentos en la historia de Roma que no descartan emplazar este origen en Žpocasanteriores: entre ellos, podr’a citarse la expansi—n romana por Italia posterior a la guerralatina, la intervenci—n en Sicilia en apoyo de los mamertinos, o el controvertido caso deSagunto, que abre la segunda guerra pœnica. Sin embargo, si estos momentos cruciales de lahistoria romana no descartan rasgos imperialistas, tambiŽn incluyen otros que desdibujan oproblematizan su consideraci—n como guerras o impulsos propiamente imperialistas,

especialmente por la pluralidad de factores pol’ticos y econ—micos ligados a su largaextensi—n temporal, que, dif’cilmente, permiten considerarlos como una pol’tica consciente yunitaria desde el punto de vista de nuestra deÞnici—n de imperialismo.  Pero la elecci—n del comienzo de la segunda guera maced—nica como punto de arranquedel imperialismo romano tampoco est‡ exenta de problemas, que han llevado a una parte dela investigaci—n a moverlo hacia otras Žpocas o circunstancias, como ser’an, por ejemplo, laexpansi—n paralela a la crisis de la repœblica, a partir de 133 a. C., con la destrucci—n deNumancia y la anexi—n de la provincia de Asia; las conquistas de los œltimos decenios de larepœblica, bajo Pompeyo o CŽsar, e, incluso, las expediciones conquistadoras de Augusto oTrajano.  Si el origen del imperialismo romano es problem‡tico, no lo parece menos la explicaci—n

de los motivos que conducen a esta pol’tica, que conferir’an a las guerras de conquista,mediante un hipotŽtico hilo conductor conscientemente perseguido, su car‡cter propiamenteimperialista. En este sentido, el espectro de hip—tesis se extiende en un arco que incluye,desde la conocida tesis de Mommsen de un "imperialismo defensivo", segœn el cual el estadoromano, ajeno a un plan consciente de expansi—n, se vio, por as’ decirlo y contra su voluntad,obligado a una conquista mundial exclusivamente por exigencias de seguridad, hasta lospuntos de vista que consideran la pol’tica romana, desde los comienzos de la confrontaci—ncon Cartago, abierta a una expansi—n consciente y, por tanto, al imperialismo.

1.3. El problema de las causas del imperialismo romano.

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  Ligado y, en ocasiones, dif’cilmente separable del problema anterior, se encuentraÞnalmente el conjunto de cuestiones en relaci—n con la deÞnici—n de los impulsos motores yÞnes de este imperialismo. Quiz‡s y en un intento por simpliÞcar la riqueza de matices que eneste punto ha aportado la investigaci—n, podr’amos distinguir entre los intentos de explicaci—nque subrayan, como fundamentales, impulsos y razones sociales o pol’ticas, y los que ponenel acento en los aspectos econ—micos.  Los primeros presentan como impulsos determinantes, si no exclusivos, de la expansi—nromana y como fuerza motriz de la misma, la mentalidad, actitudes e idiosincrasia de la

oligarqu’a dirigente senatorial, que, con esta actividad de pol’tica exterior, pretende, por unaparte, materializar los ideales Žticos de la nobilitas  -dignitas , virtus , gloria - y, por otra, ganar yfortalecer un prestigio social necesario. Esta misma oligarqu’a, responsable de la direcci—ndel estado, habr’a conducido la pol’tica de anexi—n como consecuencia de profundas ra’cesde pr‡ctica pol’tica ligadas a su propia trayectoria hist—rica: el estado romano, frente a laÞlosof’a pol’tica del mundo oriental helen’stico, no conoce ni comprende la noci—n deequilibrio, sometimiento de una pluralidad de estados al juego cambiante de relacionesdiplom‡ticas, sino que basa su tranquilidad y seguridad en el control o la liquidaci—n delenemigo. Roma habr’a sometido el Mediterr‡neo para encontrarse sola y alcanzar as’ laabsoluta seguridad, en lo que Veyne deÞne como "una especie arcaica de aislacionismo". 

Frente a estas razones, un segundo grupo resalta los motivos econ—micos y comerciales:

el bot’n y las indemnizaciones de guerra, tributos y extorsiones, explotaci—n de riquezas y,especialmente, la presi—n de grupos Þnancieros y mercantiles, son los motoresfundamentales del imperialismo romano.  En resumen, la cuesti—n del imperialismo se presenta con una enorme riqueza dematices, pero, sobre todo, con una serie de diÞcultades, a veces insuperables, para descubrirsu esencia, que la falta de estudios monogr‡Þcos detallados contribuye a aumentar. Sinembargo, una serie de puntualizaciones pueden contribuir a comprender, si no a resolver, elproblema.  En primer lugar y en cuanto al origen, habr’a que constatar que el imperialismo no es enabsoluto identiÞcable con una l’nea fundamental de la historia romana. Si su existencia en unmomento dado de la misma apenas se puede negar, es, en cambio, problem‡tico intentar

aislar y determinar el punto concreto de arranque; por este motivo, parece m‡s convenientesustituir la cuesti—n abstracta de su origen por la concreta de su formaci—n, a travŽs delan‡lisis detallado de la pol’tica exterior romana a lo largo de su historia y, en ello, nos puedenayudar las propias fuentes antiguas que se plantearon el problema de analizar y describireste proceso.

Aunque el tŽrmino "imperialismo" es moderno, el tema, efectivamente, surgi—, en la faseÞnal del proceso hist—rico de expansi—n, de la mano del historiador Polibio, que hizo de Žl elobjeto de su investigaci—n historiogr‡Þca. Convencido del car‡cter unitario de la conquistaromana del Mediterr‡neo, para Žl cumplida en los cincuenta y tres a–os que corren entre elcomienzo de la segunda guerra pœnica (220) y la destrucci—n del reino de Macedonia (167),dedic— el objeto de su estudio a analizar y describir las razones, los mecanismos y las formas

de un acontecimiento como Žste, œnico en la historia de la humanidad [Texto 1]. 

Fuente fundamental, por ello, de este per’odo de la historia de Roma es el historiadorgriego, l’der pol’tico de la liga aquea, que, en la œltima fase de la lucha por la independenciade Grecia, sospechoso a los romanos, fue deportado a Italia, en 167 a. C. El destino quisoque entrara en contacto con el c’rculo cultural de la personalidad pol’tica m‡s acusada de laŽpoca, Escipi—n Emiliano, y, con Žl, tanto en la apertura a horizontes de pensamiento m‡samplios, como en el acceso directo a un material informativo de primera mano, que lepermiti— llevar a la pr‡ctica su proyecto -desde los ojos de un vencido y, en cierto modo,colaborador, no exento de cr’tica- de demostrar c—mo, cu‡ndo y por quŽ Roma se convirti—en la due–a del mundo habitado. Pero este proceso se inscribe para Polibio en una historiapol’tica general del Mediterr‡neo desde el 264 hasta sus d’as, una historia universal, unitaria

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como consecuencia precisamente de la unidad introducida por Roma en un mundo bajo sucontrol, que tiene su punto de arranque en la confrontaci—n con Cartago.

Para los a–os que discurren entre 220 y 167, contamos tambiŽn con el relatoininterrumpido de Tito Livio, que, en el esp’ritu conservador y patriota de la reforma augœstea,se propuso, no tanto la pormenorizada descripci—n de acontecimientos pasados de la historiade Roma, como su utilizaci—n para resaltar las virtudes tradicionales romanas.  Polibio y Livio son, pues, nuestras fuentes fundamentales de documentaci—n, a las quese a–ade un material complejo y heterogŽneo de car‡cter literario -desde los escasos

fragmentos de los primeros cultivadores romanos del gŽnero hist—rico, los analistas , a laplŽyade de historiadores menores del c’rculo cultural griego- , epigr‡Þco, numism‡tico yarqueol—gico, que permiten no s—lo trazar en sus l’neas esenciales la trayectoria de esteper’odo hist—rico, sino profundizar en el trasfondo pol’tico, econ—mico, social y cultural que leda coherencia y lo justiÞca como tal. 

As’ pues, con Polibio, consideraremos en esta obra como una unidad el per’odo de lahistoria romana que se extiende entre el estallido de la primera guerra pœnica (264) y elsegundo tercio del siglo II, cuando pr‡cticamente todo el ‡mbito mediterr‡neo se encuentrasometido a la autoridad del estado romano o bajo su inßuencia, tras la destrucci—n simb—licade Corinto y Cartago (146) y la conquista de Numancia (133).

En segundo lugar, por lo que respecta a las causas y motivaciones, habr’a que advertir

sobre los peligros del simplismo y la generalizaci—n, que convierten en igualmenteinsatisfactorias las explicaciones, tanto puramente pol’ticas, como exclusivamenteecon—micas. En la trayectoria pol’tica que sigue el estado romano desde que, due–o de lapen’nsula italiana, se asoma al Tirreno en pugna contra el estado m‡s activo en elMediterr‡neo occidental, Cartago, se tejen una serie de elementos complejos y mœltiples,que, en muchos casos, no es posible determinar si actœan como motivaciones o comosimples consecuencias. Si a ello a–adimos el desconocimiento, por insuÞciencia de datos opor falta de estudios, de muchos de ellos, su an‡lisis aislado e incompleto abocar’a ageneralizaciones o hip—tesis indemostrables. Dado el car‡cter limitado de esta exposici—n,parece m‡s segura y positiva la comprensi—n de estos elementos a travŽs de su incidenciaen el cuerpo social romano contempor‡neo a esta fase de expansi—n.

Es cierto que existe, a lo largo de este espacio de tiempo, un balance favorable en elpeso de la pol’tica exterior sobre la evoluci—n interna, aunque s—lo sea en acontecimientoshistoriables que sirvan de gu’a. Estos, sin embargo, no son tan claros como para quepermitan perseguir las relaciones mediterr‡neas de Roma con una ilaci—n l—gica espacio-temporal. Decidirse por una narraci—n que tenga en cuenta anal’ticamente los interesessimult‡neos de Roma en diversos espacios mediterr‡neos o, por el contrario, analizarseparadamente cada uno de ellos, signiÞca tantas ventajas como inconvenientes y, por ello,tenemos abundantes ejemplos de ambas tendencias en la historiograf’a. No es, sin embargo,imposible aunar ambos criterios con concesiones mutuas. Hasta Þnales del siglo III es, sinduda, la confrontaci—n romano-pœnica el hecho que priva la atenci—n en las relaciones deRoma con otros espacios geogr‡Þcos. Este conßicto, adem‡s, mediatiza otros

acontecimientos, como los comienzos de la conquista de la pen’nsula ibŽrica o la primeraguerra con Macedonia.La victoria de Escipi—n en Zama signiÞc— la superaci—n de un peligro, en ciertos

momentos, vital, y, si no la dominaci—n de Occidente, por lo menos la relegaci—n de losconßictos en este ‡mbito a simples niveles de guerra colonial. En la segunda guerra pœnica,incidentalmente, Roma hab’a rozado el Oriente helen’stico y, una vez vencida Cartago,durante la primera mitad del siglo II, el peso de la pol’tica internacional romana se trasladar‡a Oriente, donde las intervenciones ser‡n paulatinamente mayores y abarcar‡n espacioscada vez m‡s amplios, hasta terminar con la anexi—n de Macedonia como provincia. Losœltimos a–os de esta Ostpolitik  coinciden con una activaci—n de las empresas en Occidente,cuyos polos est‡n representados por la guerra en el interior de Iberia y el sacriÞcio Þnal de

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Cartago. La destrucci—n contempor‡nea de Cartago y Corinto y la posterior en trece a–os deNumancia son, en muchos aspectos, los acontecimientos que anuncian el Þnal de una etapa;la superaci—n por Roma de una fase internacional de autŽntico peligro, aunque no, pordescontado, el Þnal de una pol’tica. S—lo desde este punto de vista podemos considerarcumplida esta etapa hist—rica, cuyo eje de atenci—n lo constituye la presencia de Roma en elMediterr‡neo, que, si bien seguir‡ vigente hasta la consumaci—n de su propia historia, noser‡ ya, sin embargo, el punto de interŽs crucial. 

Por tanto, nuestra exposici—n del per’odo se apoyar‡ en dos ejes sucesivos, Cartago y la

expansi—n en el Mediterr‡neo, como entramados en los que se integran otrosacontecimientos simult‡neos en espacios distintos, que, o bien est‡n incardinados enrelaci—n causa-consecuencia con aquŽllos o, simplemente, son contempor‡neos.  Pero aunque la pol’tica exterior de Roma sea el hilo conductor, no puede olvidarse que,en œltima instancia, est‡ mediatizada por un estado y una sociedad que la hicieron posible. Sibien la evoluci—n interna del estado romano en este per’odo cede su interŽs a losacontecimientos exteriores, no puede presuponerse en absoluto un divorcio entre pol’ticainterior y exterior. Todav’a m‡s, existe entre ambas una ’ntima incidencia mutua. Laconsecuencia m‡s grave para el estado romano de su pol’tica exterior, que, en el espacio dedos generaciones, elimin— a la mayor potencia del Mediterr‡neo occidental y, a lo largo deotras dos, cre— un imperio en ambos conÞnes de este mar, es la profunda huella que, en el

sistema econ—mico-social, imprimieron las nuevas condiciones, producto de las conquistas,cuya incidencia en una sociedad todav’a inmadura para asimilarlas, desatar’a una crisisgeneral del estado. Por ello, en una segunda parte, analizaremos la incidencia, en las dosdirecciones de causa-efecto, que esta experiencia pol’tica exterior tuvo en las instituciones yen el cuerpo social del estado romano. S—lo as’ quedar’a justiÞcado el t’tulo general quehemos dado a esta parcela de la historia romana, que, sin prejuicios te—ricos aprior’sticos,intenta recoger los elementos sobre los que se ha construido el tema y el problema delimperialismo romano.

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  ROMA Y CARTAGO

1. LA PRIMERA GUERRA PUNICA

1.1. El Mediterr‡neo occidental a comienzos del siglo III a. C.

1.1.1. Cartagineses, griegos y etruscos en el Mediterr‡neo. 

Cartago fue fundada en las proximidades de la actual Tœnez, a Þnales del siglo IX, por la

ciudad fenicia de Tiro, como un eslab—n m‡s de una cadena de establecimientos quebuscaban un prop—sito determinado: el acercamiento a las riquezas metalœrgicas del lejanoOccidente, que ten’an en Tartessos, en la costa meridional de la pen’nsula ibŽrica, susemilegendario El Dorado, y el fortalecimiento de esa ruta mar’tima con una serie de factor’asy puntos de apoyo a lo largo de la costa africana. Pero su magn’Þca posici—n acab— por hacerde la ciudad el m‡s importante de los establecimientos fenicios en el Mediterr‡neo. 

El comercio de metales, principal recurso econ—mico de estas colonias, era, sin embargo,demasiado rentable para no atraer pronto la atenci—n de otro pueblo colonizador, los griegos,y, en concreto, de los habitantes de la ciudad de Focea, que se establecieron en las bocasdel R—dano, en Marsella, para aproximarse desde all’, a lo largo de la costa levantinahispana, a las mismas fuentes de aprovisionamiento fenicio del metal de Tartessos.

 

Esta fuerte competencia griega vino a coincidir con un per’odo pol’tico grave para lasmetr—polis fenicias de Levante, que terminaron sucumbiendo a las ambiciones delimperialismo asirio y debilitaron los lazos que manten’an con sus colonias de Occidente. Eneste contexto, fue Cartago, fortalecida por su posici—n y por su vigorosa energ’a comercial, laque aglutin— al resto de los establecimientos de la zona para plantar cara a los griegos yparalizar su competencia en ‡reas tradicionalmente pœnicas.

Pero en la pol’tica internacional de la zona, se insertaba un tercer elemento, los etruscos,que, desde la Toscana, a partir del siglo VII a. C., hab’an extendido sus intereses a la Italiacentral y se iban dibujando como la tercera fuerza mar’tima del Mediterr‡neo occidental.

Era l—gico que las diversas potencias implicadas en este ‡mbito entraran en el juego dela diplomacia y del equilibrio de fuerzas, lo que condujo fatalmente al entendimiento de

cartagineses y etruscos, los dos pueblos con menos intereses comunes, frente a los griegos,cuyos ‡mbitos de actividad colisionaban tanto con pœnicos como con griegos. Una batalla, enaguas de Cerde–a, la de Alal’a, hacia 540 a. C., en la que se enfrentaron una ßota etrusco-cartaginesa con otra griega, decidi— las diferentes esferas de intereses de las tres potencias:los griegos quedaron circunscritos a sus establecimientos en el sur de Italia y parte de Sicilia,separados de la zona de Marsella, que continu— controlando la costa catalana y levantina dela pen’nsula ibŽrica, por el ‡rea de inßuencia etrusca. Mientras, en el sur de la pen’nsulaibŽrica, qued— cerrado a los griegos el acceso directo a los metales de Occidente, quevolvieron a manos exclusivamente pœnicas y reforzaron la posici—n directora de Cartago. Porsu parte, los dos enemigos de los griegos, cartagineses y etruscos, cimentaron una alianzaofensiva y defensiva, con el reconocimiento y respeto mutuo de sus respectivas zonas de

actividad, que dejaba el sur del Mediterr‡neo en manos pœnicas, plasmado en uncontrovertido tratado del a–o 509, que las fuentes prorromanas consideran Þrmado porCartago y Roma, en ese momento apenas una colonia etrusca que intentaba sacudirse elyugo de sus dominadores. 1.1.2. La inclusi—n de Roma como factor de poder. Los tratados romano- pœnicos. 

El equilibrio de fuerzas logrado en el œltimo tercio del siglo VI a. C. iba a sufrir unaimportante conmoci—n por dos causas principales: una, el r‡pido declinar del poder etruscoen el mar Tirreno y en la Italia central, donde se cimentar‡ una nueva fuerza, la repœblicaromana; otra, el despertar pol’tico de las ciudades griegas de Sicilia, bajo la hegemon’a de

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Siracusa, que plant— cara a los cartagineses, en una centenaria lucha que termin— con lalimitaci—n del territorio controlado por los pœnicos al tercio occidental de la isla.

En efecto, a Þnales del siglo VI, el declinar de la hegemon’a etrusca sobre el Lacio abri—un vac’o de poder que, en un plazo muy corto, cambi— el mapa pol’tico de la zona: Roma yotras ciudades latinas, incluidas en la zona de inßuencia de Etruria, se sacudieron el yugoetrusco y, sin modiÞcar el marco pol’tico de la ciudad, introducido o perfeccionado por losdominadores, dieron vida a una antigua liga, el nomen Latinum , gracias al cual pudieronenfrentarse con Žxito a los pueblos monta–eses que rodeaban, amenazadores, la llanura

lacial. Pero, mientras tanto, Roma, conduc’a con Žxito una pol’tica independiente deconquistas en su l’mite septentrional, que, a comienzos del siglo V, di— como resultado laduplicaci—n de su territorio, el robustecimiento de su potencial bŽlico y la aÞrmaci—n de supersonalidad en la liga latina, con claras apetencias hegem—nicas sobre ella. La invasi—n galay el saqueo de la ciudad en 390 pusieron en entredicho esta pol’tica y obligaron a Roma a labœsqueda de aliados en su intento de aÞrmarse en la Italia central frente a la liga latina. Porsu parte, Cartago, una vez derrumbada la potencia etrusca, necesitaba tambiŽn un aliadoque, como antes los etruscos, sirviera de contrapeso a Siracusa en el Mediterr‡neooccidental. Este aliado s—lo pod’a ser Roma, para quien la amenaza siracusana tambiŽninterfer’a en sus intereses mar’timos sobre las costas del Lacio y Campania. La consecuenciafue la Þrma de, al menos, dos tratados, en 348 y 343, en los que, al tiempo que Cartago

reaÞrmaba su zona mar’tima exclusiva, se conten’an cl‡usulas que reconoc’an los interesesde Roma en el Lacio.  A comienzos del siglo III a. C., Roma hab’a consolidado su posici—n en la pen’nsulait‡lica y se aprestaba a cumplir el œltimo cap’tulo de la anexi—n de Italia en lucha contraTarento, la m‡s fuerte de las ciudades griegas del sur, que, en su deseperado intento porresistir, llam— a un rey griego, Pirro de Epiro, a combatir por su causa. Pirro, educado en elesp’ritu conquistador y aventurero que Alejandro Magno dej— como herencia en el mundogriego, vio en la petici—n una ocasi—n de crear un imperio occidental que incluyera el sur deItalia y Sicilia, donde, como sabemos, los pœnicos controlaban una parte del territorio insular.El enemigo comœn deb’a llevar forzosamente a una nueva alianza romano-pœnica, que seÞrm— en 279. La victoria de Roma sobre Pirro alej— este peligro del horizonte y dio Þnalmente

a la repœblica del T’ber la hegemon’a sobre toda Italia. Pero, de este modo, Cartago y Romaentraban en inmediata vecindad y, con ello, en la persecuci—n de intereses comunes, cuyacolisi—n dar’a lugar, no mucho despuŽs, en 264, a la primera confrontaci—n armada entre lasdos potencias, la llamada primera guerra pœnica.

1.2. Los or’genes del conßicto.

1.2.1. Las fuentes de documentaci—n: Polibio. 

El primer escollo que se presenta al historiador en el intento de ahondar en las causas deesta guerra y, con ellas, en el trasfondo pol’tico -plasmaci—n, a su vez, de tendencias ycondicionantes econ—micos y sociales- que empuj— al conßicto, por parte de uno y otro

contendientes, es la total ausencia de fuentes pœnicas. La infantil, despiadada y meticulosacensura con la que Roma, tras el incendio de Cartago en 146, quiso borrar cualquier huellade su centenaria enemiga, obliga al historiador a utilizar fuentes de documentaci—nexclusivamente romanas o prorromanas, que, l—gicamente, intentan justiÞcar la posturaromana ante la guerra. De ellas, la principal, por no decir irremplazable, es el ÞlorromanoPolibio, que remonta su exposici—n del tema de la transformaci—n de Roma en potenciamundial a los or’genes de este conßicto. Si, ciertamente, en la mejor tradici—n de lahistoriograf’a griega llevada a las m‡s altas cotas por Tuc’dides, Polibio va m‡s all‡ de lasimple narraci—n para resaltar el valor, la esencia y la necesaria objetividad de la Historia,mediante una confrontaci—n cr’tica con la documentaci—n utilizada, con un an‡lisis de losantecedentes y causas y con un relato cr’tico de los acontecimientos, no puede escapar a

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una serie de condicionantes que obligan al historiador a revisar sus puntos de vista,mediatizados por su dependencia del analista romano Fabio P’ctor, por su proximidad alc’rculo de los Escipiones y por la subconscinete carga de asombro y admiraci—n por Romaque constituye el eje mismo de su historia.

Con Polibio, escasos restos de escritores contempor‡neos romanos, como Nevio yEnnio, fragmentos de Livio y el relato de Diodoro de Sicilia, que utiliz— ciertas tradicionesprocartaginesas, como la perdida historia de Filino de Agrigento, completan el material apartir del cual hemos de tratar de establecer las circunstancias que condujeron a la primera

guerra pœnico-romana.1.2.2. El casus belli: la cuesti—n de Messana.  Pocos problemas presenta el casus belli  que desencaden— el conßicto, la cuesti—n de losmamertinos de Messana. Los mamertinos (de Mamers , nombre osco del dios de la guerra,Marte) eran bandas de mercenarios it‡licos que, bajo el comœn nombre de campanos, desdeÞnales del siglo V y especialmente en Sicilia, hab’an alquilado sus servicios, tanto a lasciudades griegas como a los cartagineses, en las interminables luchas que desde deceniosensangretaban el suelo de la isla. Procedentes de las tierras monta–osas, pobres ysuperpobladas, del interior de Italia y limitada su posibilidad de conseguir por medio delbandolerismo, una vez que Roma aÞrm— su presencia autoritaria en las fŽrtiles llanuras del

Lacio y Campania, lo que la tierra les negaba, encontraron como recurso de subsistencia ladedicaci—n a las armas bajo insignias extranjeras. Convertidos en ocasiones en verdaderosejŽrcitos, tras cumplir el servicio correspondiente con la ciudad que los hab’a contratado y, enocasiones, con su connivencia, continuaban la pr‡ctica de las armas en provecho propio,saqueando ciudades o, incluso, apoder‡ndose de ellas. As’ se hab’an ido formando "estadoscampanos" semib‡rbaros, autŽnticos nidos de bandoleros, que introdujeron un nuevoelemento de inestabilidad en el ya ca—tico panorama pol’tico de Sicilia. El tirano de Siracusa,Agatocles, en v’speras de la guerra contra Pirro, hab’a hecho frecuente recurso a esta fuerzamilitar para materializar sus ambiciosos planes de uniÞcaci—n de Sicilia bajo su hegemon’a.Pero su muerte, en 289, desparram— por la isla nuevas bandas de estos mercenarios y, entreellas, a un grupo de mamertinos campanos, que decidieron establecerse en Messana, en la

costa nordoriental siciliana, frente a la ciudad italiota de Region, al otro lado del estrecho deMesina. Conseguido su prop—sito y al amparo de la anarqu’a subsiguiente a la ca’da de lospoderes fuertes de la isla, los mamertinos de Messana extendieron su actividad guerrera porlas regiones vecinas, sembrando el terror entre las ciudades griegas de la zona, como Gela yCamarina.

Pero, sin duda, la ciudad m‡s perjudicada era Siracusa, que si, por un lado, ve’a conpreocupaci—n el renacer del pillaje it‡lico, por otro, contemplaba angustiada el reforzamientode la presencia de Cartago en la isla. De la mano de Hier—n, elegido como general de lossiracusanos, y tras su victoria sobre los mamertinos en el r’o Longano, en 270-269, Siracusavolvi— a fortalecer su posici—n en la isla, mientras el general era proclamado por susconciudadanos rey.

 

Cuenta Polibio que los mamertinos, tras la derrota, incapaces de resistir con sus solasfuerzas el empuje siracusano, se decidieron a solicitar ayuda exterior. S—lo dos estadosestaban en condiciones de ofrecerla, Roma y Cartago: mientras una parte de los mamertinosrecurr’a a la potencia africana, que no dud— en colocar de inmediato una guarnici—n en laciudadela de Messana, otro grupo acud’a a Roma para, con el pretexto de un comœn origenit‡lico, entregar la ciudad a su protecci—n.  Siempre segœn el relato de Polibio, el senado romano, desconcertado ante una decisi—nque, frente a la ventaja pol’tica de poner un freno a la creciente aÞrmaci—n cartaginesa enSicilia con una intervenci—n armada, supon’a convertirse en protectores de una cuadrilla debandoleros, remiti— el asunto a los comicios. Y Žstos votaron favorablemente la solicitud deayuda, ante la perspectiva de un f‡cil y sustancioso bot’n. El c—nsul Apio Claudio fue enviado

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a Sicilia, mientras los mamertinos se libraban de la guarnici—n cartaginesa. Pero la decisi—nromana ech— a los siracusanos en brazos de los cartagineses; aliados ambos, pusieron sitioa Messana, donde ya se hab’a instalado Claudio, y, con ello, desataron la declaraci—n deguerra por parte del c—nsul (264).

1.2.3. Cr’tica de Polibio. Las causas de la guerra.  M‡s all‡ del simple desarrollo de los hechos, un an‡lisis del autŽntico trasfondo de laconfrontaci—n descubre puntos oscuros y problem‡ticos que invalidan la falsa imagen de

claridad y objetividad del relato de Polibio, en concreto por lo que respecta a la noticia delhistoriador griego de una simult‡nea petici—n de auxilio por parte de los mamertinos, divididosen dos facciones, a Roma y Cartago.  Una tradici—n distinta a la prorromana de Polibio -la que recoge Diodoro de fuentesprocartaginesas- aÞrma que fue la derrota mamertina en el r’o Longano la que atrajo aMessana a la guarnici—n cartaginesa y, con ello, impidi— a Hier—n el siguiente paso l—gico,tras la victoria, de apoderarse de la ciudad. Pero, puesto que sabemos que esta batalla tuvolugar, al menos, cinco a–os antes del casus belli   que precipit— la declaraci—n de guerra,resulta claro que el relato de Polibio intenta sugerir una falsa conexi—n causal-temporal entrela batalla del r’o Longano y la prestaci—n de auxilio romana. Fue, sin duda alguna, Cartago,como centenario contrapeso de Siracusa en el equilibrio de fuerzas siciliano, el recurso

inmediato de los mamertinos. En esos cinco a–os, o bien la guarnici—n cartaginesa llev— suprotecci—n tan lejos que los mamertinos buscaron quien les librase de ella, o el propiogobierno romano, interesado en Sicilia, a travŽs de sus agentes, encontr— en el caso deMessana una oportunidad de intervenir en la isla, en todo caso, no del modo "circunstancial"e "involuntario" que Polibio trata de sugerir. 

La tradici—n prorromana presenta a Cartago como potencia agresiva, due–a de ungigantesco imperio, en trance de absorber tambiŽn ahora a Sicilia, romper con ello elequilibrio de fuerzas y amenazar a Italia a travŽs de la cabeza de puente de la isla. Peroolvida que Roma, con la reciente anexi—n del sur italiota, hab’a extendido sus intereses hastala punta meridional de Italia que da cara a la isla. La pol’tica mercantil, larga y tenazmenteperseguida a lo largo de varias generaciones por una facci—n de la nobilitas  gobernante, se

vio impulsada por la victoria sobre Pirro y por el ingreso de los italiotas meridionales en laconfederaci—n romana, para quienes la posibilidad de una intervenci—n en Sicilia, conintenci—n de ampliar las perspectivas y el campo del comercio, no era intrascendente. Elextraordinario empuje que Roma da a su pol’tica de expansi—n en Italia en el œltimo cuarto delsiglo IV, dirigido en gran parte hacia el sur, la posesi—n o control de los puertos de la costatirrena central y meridional y la creaci—n de una incipiente ßota, eran todas se–ales de undeseo y de un prop—sito de jugar un papel en el Mediterr‡neo y, con ello, disputar o limitar lainßuencia casi exclusiva de Cartago en amplias zonas de este mar. No parece que puedanegarse la existencia de una responsabilidad romana, si bien no con el prop—sito dedesencadenar una guerra total, de imprevisibles consecuencias, contra la principal potenciamar’tima del Mediterr‡neo occidental. La voluntad de intervenci—n, al principio, no parec’a ir

m‡s all‡ de establecer una cabeza de puente en Messana. Pero el precipitado discurso delos acontecimientos transformar‡ el limitado conßicto en una conßagraci—n que empujar‡ am‡s arriesgadas y ambiciosas metas. 

La tendenciosidad de Polibio todav’a se descubre en el curioso modo de presentar elpaso decisivo que lleva a Roma a la intervenci—n en Sicilia, que intenta, en una constantepreocupaci—n por prestigiar a la nobilitas , descargarla de cualquier decisi—n dudosa dehonorabilidad o buen juicio y achacar la responsabilidad al deseo de bot’n del ciudadanocomœn romano. Si no hay por quŽ dudar de que la votaci—n de ayuda a Messana sedecidiese por un plebiscito popular, no fueron escrœpulos morales los que embarraron alsenado hasta el punto de paralizarlo. Cualquiera que conozca, incluso superÞcialmente, eltrasfondo de la pol’tica interior romana es consciente del control decisivo que la oligarqu’a

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dirigente ejerc’a sobre el pueblo. Por ello, si el senado hizo recaer en los comitia tributa   ladecisi—n de prestar ayuda a Messana, s—lo puede explicarse como taimada manipulaci—n dela direcci—n pol’tica, que, aun estando segura de su desenlace, favorable a sus intenciones,dese— lavarse las manos ante la Historia y echar sobre otras espaldas la incongruencia, si nola terrible carga, de prestar ayuda a un estado pirata.  En resumen, pues, parece suÞcientemente justiÞcada una revisi—n de Polibio en loreferente a las causas inmediatas y remotas de la primera guerra pœnica. La historia de lasrelaciones bilaterales de ambas potencias; el nuevo rumbo que, al menos una facci—n de la

direcci—n pol’tica, hab’a impreso a las relaciones exteriores de Roma; el propio casus belli  deMessana, evidencian un trasfondo m‡s complejo que la elemental raz—n de Polibio de unlimitado raid en busca de un bot’n inmediato. En ese trasfondo juega un papel determinantela aproximaci—n de intereses de Cartago y Roma, causados, no lo olvidemos, por el giropol’tico romano impuesto por el grupo mercantil, al que le interesaba acceder alMediterr‡neo, pero tambiŽn la inercia de una pol’tica exterior, desde siglos encasillada en lasoluci—n bŽlica a cualquier conßicto de intereses con estados vecinos. As’ pues, si, endeÞnitiva, hubieran de buscarse responsabilidades de la primera guerra pœnica, en elimprobable caso de que puedan deslindarse, no hay duda de la iniciativa romana, conscienteen su gŽnesis, aunque, sin duda, no en cuanto al alcance previsto por el gobierno, en granparte producto de un fatalismo circunstancial.

1.3. Las operaciones militares  La primera guerra pœnica se extiende entre 264 y 241, en un per’odo, por tanto, deveintitrŽs a–os. Esta desmesurada extensi—n temporal con sus golpes de mano, batallascampales, enfrentamientos navales, asedios, campa–as y dem‡s operaciones militares quenuestras fuentes de documentaci—n describen, a veces, muy minuciosamente, exigen unasistematizaci—n de su desarrollo que mantenga continuadamente una visi—n de conjunto, yaque, por supuesto, no se trata de un conjunto de acciones bŽlicas armadas, sino de unaestrategia coherente de objetivos por parte de ambos contendientes, que es preciso conocer.

1.3.1.La campa–a de Messana y la alianza pœnico-siracusana.

 

Una vez decidida la ayuda a Messana, se puso en movimiento un peque–o contingentede tropas al mando de un tribuno militar, C. Claudio, probablemente pariente del c—nsul. Sesupone que, s—lo cuando los mamertinos estuvieron seguros de la ayuda romana, tomaron lagrave decisi—n de despedir, "con amenazas y enga–o", como dice Polibio, a la guarnici—ncartaginesa que controlaba la ciudad. La entrada de la guarnici—n romana, al mando de C.Claudio, en Messana, hizo comprender a Cartago la gravedad del asunto y, por ello, elgobierno decidi— enviar un autŽntico ejŽrcito para reforzar las tropas coloniales que, hasta elmomento, hab’an evitado intervenir, al mando del general Hann—n, hijo de An’bal. Hann—n,tras desembarcar en Lilibeo, una de las plazas fuertes pœnicas del noroeste de la isla, llev—su ejŽrcito, a travŽs de Selinunte y Agrigento, en donde logr— entrar una guarnici—n, al teatrode Messana.

 

Estos preparativos de guerra fueron acompa–ados, por parte del gobierno pœnico, conuna aproximaci—n diplom‡tica a la otra gran fuerza pol’tica de la isla, Siracusa. El rey Hier—nse dej— convencer de la necesidad de olvidar la centenaria enemistad entre siracusanos ypœnicos frente a la amenaza comœn procedente de Italia. La alianza preve’a una actuaci—nmilitar conjunta contra los romanos en el caso de que Žstos no abandonaran de inmediatoSicilia. Al ultim‡tum pœnico-siracusano, Roma contest— con el env’o del c—nsul Claudio, almando de dos legiones, a Messana. Claudio, gracias a un afortunado golpe de suerte,consigui— entrar con su ejŽrcito en la ciudad, que ya estaban sitiando desde puntos distintoslos ejŽrcitos pœnico y siracusano. 

Segœn Polibio, Claudio, una vez dentro de Messana y antes de tomar cualquier decisi—n,envi— emisarios a los comandantes de uno y otro ejŽrcito exigiŽndoles levantar el asedio de la

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ciudad. La porÞada actitud de los aliados decidi— a Claudio a la acci—n, tras declararsolemnemente la guerra a ambos, y logr— que ambos ejŽrcitos levantaran el sitio y seretiraran a sus respectivos territorios. El resto de la campa–a de Claudio parece que seredujo a limitadas acciones de castigo y guerra de depredaci—n tanto contra el territorio deSiracusa, como contra la epicracia cartaginesa, antes de regresar a Roma.

1.3.2.La expedici—n contra Siracusa y la ocupaci—n de Agrigento.El gobierno romano comprendi— que el conßicto requer’a una mayor inversi—n de medios

y, por ello, para la campa–a del a–o siguiente, 263, fueron enviados a Sicilia ambos c—nsules-Manio Otacilio y Manio Valerio- con unos 40.000 hombres. Mientras Otacilio permanec’a enMessana como reserva, Valerio tom— a su cargo la responsabilidad de la campa–a, quepasaba por deshacer la entente pœnico-siracusana. Comprendiendo que, de los dos aliados,Siracusa era el m‡s dŽbil, dirigi— su ejŽrcito contra la ciudad siciliana, sustrayendo a su pasociudades y pueblos, hasta el momento integrados en la confederaci—n siracusana, yreforzando su posici—n conforme se acercaba a sus muros. La intenci—n de Valerio no eratanto el asedio de Siracusa, dada su excelente posici—n frente al mar, como atemorizar aHier—n, aisl‡ndolo, para forzarle a la paz. De hecho, la alianza con Cartago estaba basada enunos fundamentos muy endebles: no s—lo apenas beneÞciaba a Siracusa, sino que ven’a adestruir una larga tradici—n, haciŽndola impopular a los griegos. No es, pues, extra–o que

Siracusa estuviese f‡cilmente dispuesta a sacudirse la enorme responsabilidad de unaguerra contra el poderoso vecino it‡lico, sobre todo, si Žste, como era el caso, avanzaba yacon un ejŽrcito sobre la ciudad. As’, las suspicacias con el reciente aliado y la presi—n romanaobraron conjuntamente en la resoluci—n de Hier—n de hacer una paz separada con losromanos, en principio, limitada a quince a–os. Por ella, contra el pago de una indemnizaci—n,Hier—n ve’a salvado su trono y la hegemon’a sobre un extenso territorio alrededor deSiracusa. Y, efectivamente, la prudente resoluci—n de Hier—n salv— a la ciudad de serdespedazada entre las presiones de ambos colosos y le proporcion— un œltimo per’odo depaz y prosperidad hasta la muerte del rey en 215. Por su parte, Roma pod’a contar desdeahora con un importante aliado en la isla, que hac’a sobre todo valioso el excelente puerto deque dispon’a la ciudad y la abundancia de trigo de sus campos, imprescindible para el

avituallamiento del ejŽrcito. 

Con la retirada de Siracusa, los dos verdaderos enemigos quedaban ahora frente afrente. Y la gravedad con la que el gobierno cartaginŽs consideraba la situaci—n se reßej— enel reclutamiento de un ejŽrcito mercenario durante el invierno para hacer frente a la campa–ade la siguiente primavera.

Fue Roma la que tom— la iniciativa, al reanudarse las hostilidades en 262, con lainversi—n de los dos ejŽrcitos consulares en el asedio de Agrigento, que los cartaginesesestaban utilizando como cuartel general. Tras cinco meses de sitio, en el que los defensoresllevaron al extremo sus posibilidades de resistencia, desembarc—, por Þn, el ejŽrcito reclutadoen Africa, al mando de Hann—n, que, inferior al romano, se content— con someter al enemigoa un contracerco con la intenci—n de cortarle las posibilidades de avituallamiento, procedente

de Siracusa. La estrategia fracas— y los pœnicos se vieron obligados a presentar batalla, dadala desesperada situaci—n de Agrigento, que al Þn cay— y fue sometida a saqueo por las tropasromanas. No puede decirse que los c—nsules responsables de la campa–a estuvieran a laaltura de las circunstancias: por una parte, dejaron escapar a Hann—n con la mayor parte delas fuerzas; por otra, fue quiz‡ m‡s grave que, al permitir todo tipo de desmanes en unaciudad indefensa y, por a–adidura, no cartaginesa, la aureola de libertadores, conseguidaentre los habitantes de la isla en la campa–a del a–o anterior, se transformara endesconÞanza, cuando no en abierto odio. No es de extra–ar, por ello, que, durante el a–o261, las fuerzas romanas apenas si lograran mantener sus posiciones, con el sentimiento deencontrarse en un callej—n sin salida. Pero, aunque Cartago pod’a resistir indeÞnidamente,atrincherada en sus magn’Þcas posiciones del noroeste de la isla, tampoco pod’a alargar la

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situaci—n indeÞnidamente, con la consiguiente paralizaci—n de sus actividades en unaimportante zona de inßuencia, y, por ello, tom— la decisi—n de utilizar su principal recursobŽlico, la armada, cuya inclusi—n en la guerra iba a dar un giro esencial a su desarrollo. Unaßota, al mando del almirante An’bal, cumpli— en repetidas ocasiones el objetivo de devastarlas costas de Italia, ante la impotencia romana, empe–ada, con su ejŽrcito de tierra, en unaguerra de posiciones.

1.3.3. La guerra en el mar: Mylae. 

Roma necesitaba una ßota que oponer a la nueva estrategia enemiga, y las historiastradicionales subrayan con cierta satisfacci—n, al llegar a este punto, el extraordinarioesfuerzo cumplido por la repœblica del T’ber a este respecto. Pero, si bien Cartago contabacon una experiencia varias veces centenaria en el dominio del mar, Roma no part’a de cero,si tenemos en cuenta el interŽs de Roma por el Tirreno desde la segunda mitad del siglo IV, lacontinua fundaci—n de colonias mar’timas, la creaci—n de los duoviri navales , la progresivaanexi—n de estados y ciudades para los que el mar era la principal fuente de recursos, y lareciente creaci—n de los cuatro quaestores classici , que presuponen la existencia de unaßota.  Es cierto que la existencia de barcos no supon’a que estuvieran preparados paraenfrentarse a la ßota pœnica. El peso de las fuerzas armadas romanas descansaba en la

magn’Þca infanter’a legionaria, cuya efectividad en tierra quedaba anulada en una guerra adistancia en el mar. Y, por ello, la veterana experiencia cartaginesa en el mar trat— decompensarse con la industria, al dotar cada barco de largos puentes m—viles, provistos deganchos, los corvi , "cuervos", que, al caer sobre la cubierta de un nav’o enemigo, loinmovilizaban, trab‡ndolo al correspondiente romano y permitiendo el abordaje de suinfanter’a, muy superior a la cartaginesa, con lo que el combate naval se transformaba enterrestre. 

El a–o 260 fue utilizado por vez primera este recurso por el c—nsul C. Duilio, queconsigui— as’ la primera victoria naval que recuerda la historia romana en Mylae, frente a lapunta nordoriental de la costa siciliana. Pero la batalla no tuvo car‡cter decisorio y, as’, en lossiguientes cuatro a–os, continuaron altern‡ndose combates navales de desigual desenlace

en el mar Tirreno, frente a las costas de Sicilia, Cerde–a y C—rcega, con movimientos deejŽrcitos de tierra en la guerra de posiciones de Sicilia. En este escenario, Roma hab’aconseguido para el a–o 257 mantener inmovilizados a los pœnicos en el noroeste de la isla,tras una l’nea que se extend’a de Heraclea a Panormo, Žxito bien pobre si tenemos encuenta las fuerzas desplegadas -cerca de 50.000 hombres- y la posici—n pr‡cticamenteinexpugnable de las plazas pœnicas.

1.3.4. Las expediciones a Africa. Conquista de Panormo. 

Era precisa una nueva iniciativa, que, en esta ocasi—n, fue emprendida por los romanosen la forma de una expedici—n a Africa, apuntando al coraz—n del propio enemigo.Cuidadosamente preparada, con fuerzas considerables -250 barcos de guerra, 80 naves de

transporte y una dotaci—n total de m‡s de 100.000 hombres- , el convoy se hizo a la mar en elverano de 256, al mando de los c—nsules L. Manlio Vulso y M. Atilio RŽgulo. Alertado elenemigo, una ßota cartaginesa, dirigida por Am’lcar y Hann—n, trat— de impedir la traves’a,enfrent‡ndose a la armada romana frente al cabo Ecnomo, en las costas meridionales deSicilia. Una vez m‡s, con el recurso de los corvi   y una estrategia envolvente, loscomandantes romanos lograron la victoria, hundiendo treinta naves pœnicas y capturandootras cincuenta, mientras el resto de la ßota pœnica regresaba a Africa para intentar reforzar ladefensa de su pa’s. 

Sin m‡s contratiempos, la armada romana desembarc— en Clypea (Aspis), al este deCartago, y se hizo fuerte en la ciudad, que, como base de operaciones, fue utilizada parallevar a cabo operaciones de castigo en la zona, mientras se esperaban nuevas —rdenes del

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senado. Teniendo en cuenta lo avanzado de la estaci—n, la diÞcultad de mantener sobreterritorio enemigo unas fuerzas tan considerables y la necesidad de disponer la defensa deItalia, el senado orden— que el grueso de la ßota regresara a Italia, dejado en Africa un cuerpode ejŽrcito de 15.000 hombres, al mando de uno de los c—nsules, hasta la primaverasiguiente, en la que se reactivar’a el plan con nuevos refuerzos.  Fue Atilio RŽgulo el c—nsul que qued— al frente de estas fuerzas, con las que continu— lasdepredaciones en territorio cartaginŽs y puso sitio a la fortaleza de Adis. Hasta all’ acudieronlas fuerzas cartaginesas para levantar el asedio, pero RŽgulo logr— derrotarlas y encontr— el

camino expedito para apoderarse de la propia Tœnez, donde estableci— sus cuarteles.  La proximidad del enemigo, a las puertas de Cartago, y una sublevaci—n de las tribusnœmidas, que, con sus devastaciones, compromet’an aœn m‡s la situaci—n de la capital,empujaron al gobierno a iniciar conversaciones de paz con el c—nsul, que fracasaronestrepitosamente por la dureza de las condiciones impuestas por RŽgulo. El desconocimientode la situaci—n real y la precipitaci—n del c—nsul en hacerse acreedor al triunfo con laobtenci—n de una rotunda victoria, antes de ser sustituido por su sucesor, explican estaactitud, que los acontecimientos siguientes demostrar’an suicida.  En efecto, la inaceptabilidad de las condiciones de RŽgulo empuj— a los cartagineses anuevos preparativos de guerra, con el concurso de un condottiero   espartano, un ciertoJantipo, que, al frente de un cuerpo de mercenarios griegos, fue encargado -segœn Polibio-

de la reorganizaci—n del ejŽrcito pœnico y de la conducci—n de la lucha. En la llanura delBagradas, el sistema griego de falanges desbarat— por completo la formaci—n manipularromana: la batalla acab— en una autŽntica matanza, de la que apenas escaparon dos millaresde romanos, que corrieron a refugiarse en Aspis. El propio c—nsul fue hecho prisionero.  La noticia del desastre no alter— en Roma los planes previstos de volver a intentar laaventura africana. Una nueva ßota, en la primavera de 255, logr— rescatar a los superviventesdel ejŽrcito de RŽgulo y aœn obtuvo la victoria sobre una ßota pœnica, a la altura delpromontorium Hermaeum   (Cap Bon), cerca de Aspis. Pero, en el viaje de regreso, en lascostas meridionales de Sicilia, frente a Camarina, un desgraciado temporal deshizo la mayorparte de la ßota en un desastre que Polibio caliÞca como la mayor cat‡strofe naval conocidade la Historia: contra las recortadas y rocosas costas sicilianas se estrellaron casi dos

centenares de barcos, arrastrando a la muerte a cerca de 100.000 hombres. 

La desgracia no debilit— la voluntad combativa romana, que, en 254, con una nuevaescuadra, eligi— como teatro de operaciones Sicilia. En este escenario, mientras el generalpœnico Cartalo llevaba a cabo una serie de operaciones por tierra que le permitieron reocupary destruir Agrigento, la ßota cartaginesa, reequipada, al mando de Asdrœbal, desembarcabaen Lilibeo. El objetivo romano elegido fue Panormo, el cuartel general cartaginŽs en Sicilia,que fue ocupado tras una h‡bil operaci—n combinada por mar y tierra. Varias ciudades de lazona -T’ndaris, Solunto, Petra, entre otras- se unieron a la causa romana, tras librarse de lascorrespondientes guarniciones pœnicas, no en peque–a medida como reacci—n a la actitudestœpidamente cruel de los cartagineses en Agrigento.  Pero la guerra de desgaste en Sicilia amenazaba con eternizar el conßicto, y, una vez

m‡s, el gobierno romano apost— por un nuevo golpe de efecto en Africa, donde hab’an vueltoa sublevarse las tribus nœmidas. En esta ocasi—n, no se consider— una estrategia frontalcontra Cartago, sino el hostigamiento de las plazas costeras siempre desde el mar, enimitaci—n de las incursiones pœnicas sobre el litoral de Italia. La empresa, una vez iniciada,hubo de abandonarse por el desconocimiento de las costas africanas, en las que quedaronencalladas varias naves. Pero m‡s tr‡gicas consecuencias tuvo el regreso: frente al caboPalinuro, en las costas de Lucania, un nuevo temporal diezm— por segunda vez la ßotaromana (253). Ya no volver’a a intentarse, en el curso de la guerra, la aventura ultramarina.

1.3.5. La guerra de posiciones de Sicilia.

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  Tras m‡s de diez a–os de creciente inversi—n de medios y aunque aœn las fuerzas deambos contendientes no estaban exhaustas, la guerra qued— estancada en limitadasoperaciones circunscritas a Sicilia. A un infructuoso ataque cartaginŽs contra la fortalezaromana de Panormo, que termin— con la derrota del general pœnico Asdrœbal y su posteriorcondena a muerte, decidida por el gobierno cartaginŽs como culpable del desastre (250),sigui— el bloqueo romano por mar del principal puerto pœnico en Sicilia, Lilibeo. Puesto quelos cartagineses, inutilizado Lilibeo por el bloqueo, hubieron de trasladar la base de su ßota alvecino puerto de DrŽpano, la direcci—n romana consider— que era un buen objetivo destruir la

ßota, anclada all’ en espera de refuerzos. La empresa, conÞada al c—nsul de 249, ClaudioPulquer, acab— en cat‡strofe ante la reacci—n del almirante pœnico AdŽrbal, que en lugar deesperar el ataque, sali— del puerto para ganar por la mano al enemigo. Claudio, acusado detemeridad, fue condenado al pago de una fuerte multa. Pero tampoco su colega, Junio Pulo,tuvo mejor suerte. Cuando, al mando de un gran convoy de transporte, se dirig’a a Lilibeo,fue sorprendido por la ßota pœnica de Cartalo frente a las costas de Camarina: la incapacidaddel comandante romano y los elementos naturales, del lado pœnico, se conjuntaron parainßigir un nuevo revŽs a los recursos mar’timos de Roma. DespuŽs de la pŽrdida de cuatroßotas en apenas cinco a–os, los romanos, como relata Polibio "renunciaron completamente ala marina y s—lo se atrevieron en campa–a", pero, aun conscientes de la inferioridad en que lafalta de ßota los pon’a, no abandonaron las posiciones sicilianas, y el conßicto continu— con

las caracter’sticas de eternizaci—n de toda guerra de posiciones. Apenas, como Žxitodiplom‡tico, se logr— la renovaci—n del tratado con Siracusa, que venc’a en 248.

1.3.6. Am’lcar Barca.  En Cartago, mientras tanto, se produc’an cambios pol’ticos, que, desgraciadamentenuestras fuentes de documentaci—n no permiten comprender con claridad. En la supuestaconfrontaci—n de la oligarqu’a pœnica entre una facci—n agricultora y continental, partidaria defortalecer la posici—n del estado en Africa, con una pol’tica de conquistas en el interior deNumidia, y otra comercial y mar’tima, dispuesta a seguir defendiendo, aun a costa de tangrandes sacriÞcios, la posici—n siciliana, habr’a llegado al poder Hann—n el Grande, l’der de laopci—n agricultora, dispuesto a negociar con el gobierno romano una posible paz.

 

Las conversaciones, en todo caso, no prosperaron, pero lo sorprendente en estacoyuntura es el nombramiento de Am’lcar Barca como general en jefe de las operacionescontra Roma. Las fuentes lo presentan como campe—n del partido cuyos intereses seencontraban en la tradicional actividad mar’tima y comercial que hab’a hecho la fortuna deCartago y, como tal, opuesto a la nobleza terrateniente dirigida por Hann—n. Es, por ello, m‡sprobable que, aun habiendo entre la oligarqu’a cartaginesa intereses distintos, se buscara laconciliaci—n entre una continuaci—n de la guerra con Roma, propuls‡ndola con el env’o deAm’lcar, y una enŽrgica pol’tica frente a las tribus nœmidas que sacud’an la estabilidadcartaginesa en el continente.  Am’lcar, en cualquier caso, al hacerse cargo de la responsabilidad de las operaciones en247, reemprendi— la t‡ctica, ya ensayada por An’bal a comienzos de la guerra, de utilizar la

superioridad pœnica en el mar como base de su estrategia, volviendo a castigar las costasitalianas con r‡pidos ataques, contra los que Roma s—lo pudo reaccionar reforzando lasciudades costeras con guarniciones y reemprendiendo la vieja pol’tica de colonizaci—n militarmar’tima, con la fundaci—n de nuevas colonias en el litorial tirreno.

1.3.7. La victoria romana.  Pero la energ’a de Am’lcar, que, al mismo tiempo, trataba de romper en Sicilia el bloqueode Lilibeo y DrŽpano, para procurarse un puerto donde establecer su cuartel general y susbases de aprovisionamiento, se estrell— contra la rutina de las instancias centrales deCartago, que, considerando sus recursos suÞcientes, dejaron consumirse el conßicto durantevarios a–os en su propia inercia, en lugar de aplicar la moment‡nea superioridad en una

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decisiva operaci—n. Y el tiempo trabaj— en provecho de Roma, donde la necesidad ineludiblede procurarse una nueva ßota impuls— al gobierno a un œltimo esfuerzo. As’, mientrasCartago dorm’a en la conÞanza de la absoluta incapacidad romana de reaccionar en el mar,el gobierno, echando mano al desesperado recurso de una gigantesca deuda pœblicarestituible tras la victoria, consigui—, gracias a la inversi—n privada, los medios suÞcientes deÞnanciaci—n para construir doscientas quinquerremes, que al mando del c—nsul C. LutacioCatulo se hicieron a la mar en el verano de 242. 

Lutacio puso rumbo a DrŽpano, donde, aprovechando el factor sorpresa, no s—lo logr—

apoderarse de la ciudad, sino de los fondeaderos cercanos a Lilibeo, puerto al que someti— aasedio. Cuando el gobierno pœnico reaccion—, con el env’o de la ßota al mando de Hann—n,ya Lutacio hab’a tenido tiempo suÞciente para escoger campo y disponer sus fuerzas frente aLilibeo, junto a las islas ƒgates. La victoria fue para Catulo, que hundi— 50 nav’os enemigos ycaptur— otros 70 (241). Las guarniciones cartaginesas, hambrientas, estaban ahora a mercedde los romanos, sin posibilidad de resistir hasta la construcci—n de una nueva ßota. Elgobierno pœnico, reconociendo este amargo hecho, dio plenos poderes a Am’lcar para ponerÞn a la guerra en las mejores condiciones posibles.  Las condiciones dictadas por Catulo preve’an la evacuaci—n de Sicilia, devoluci—n de losprisioneros sin rescate y pago de una indemnizaci—n de guerra de 2.200 talentos en veintea–os. Pero en Roma no se consideraron satisfactorias las condiciones y se envi— una

comisi—n de diez miembros para obtener tŽrminos m‡s favorables. Se redujo el plazo de ladeuda a diez a–os y se increment— su cantidad en 1.000 talentos m‡s, a pagar en el acto.Los nuevos tŽrminos fueron aceptados por el pueblo romano y, Þnalmente, se Þrm— la paz.

2. EL PERIODO DE ENTREGUERRAS

2.1. Las consecuencias de la primera guerra pœnica. Un conjunto de circunstancias, por encima de t—picos indemostrables, como la energ’a y

resoluci—n romanas o el patriotismo de las legiones ciudadanas frente a la indiferencia

mercenaria, decidieron la victoria de Roma y la consecuente derrota de Cartago. Pero essobre todo importante constatar el alcance de la confrontaci—n. Ni Cartago hab’a sidoaniquilada, ni Roma se alzaba ahora como indiscutible potencia hegem—nica delMeditarr‡neo occidental. Lo que s’ es cierto es que la huella de la guerra mediatizar‡ a partirde ahora no s—lo las relaciones entre Roma y Cartago, sino el propio discurso hist—ricoindependiente de ambos estados. El estado pœnico aœn dispon’a de enormes recursos y, porello, el desenlace de la guerra podr’a considerarse m‡s como una simple tregua, que eldesarrollo interno y exterior de Roma y Cartago iba a hacer cada vez m‡s dif’cil mantener,abocando, con ello, a una nueva confrontaci—n.

Por otra parte, el impacto de la guerra, tanto en Roma como en Cartago, repercuti— enbuen nœmero de ‡mbitos. Pero la distinta estructura econ—mica y la ordenaci—n pol’tico-social

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de uno y otro se tradujeron tambiŽn en consecuencias diferentes. Para el estado romano, laguerra de Sicilia fue la primera comprobaci—n seria de la cohesi—n y potencial de laconfederaci—n que dirig’a. Por otro lado, si las importantes pŽrdidas humanas del ladoromano repercutieron en el correspondiente potencial humano productivo, en especial, por loque respecta a la agricultura, tambiŽn es cierto que la victoria volc— sobre Roma una masa denumerario desconocida hasta entonces, y el sœbito enriquecimiento, irregularmentedistribuido, afect— al conjunto del cuerpo social romano, que, falto de tiempo para su sanaabsorci—n, producir’a signiÞcativas consecuencias. Cartago, por su parte, como principal

hipoteca de su derrota, se encontr— abocada a una grave crisis econ—mica, que si, a cortoplazo, origin— un grave peligro para la existencia del propio estado con la rebeli—n de losmercenarios, ante la impotencia de Cartago para liquidarles sus soldadas, a la larga suscit—la bœsqueda febril de soluciones, cuya consecuencia Þnal ser’a la conquista de la pen’nsulaibŽrica y, con ella, la segunda confrontaci—n con Roma. 

Pero, sin duda, la consecuencia m‡s radical se hallaba en la nueva constelaci—n pol’ticaque la victoria de Roma creaba en el Mediterr‡neo occidental: deÞnitivamente ahora elestado romano surg’a como factor esencial en sus aguas, pr‡cticamente en solitario frente ala potencia cartaginesa. Si este fatal corolario no parece haber sido advertido, en principio, nipor Roma ni por Cartago, no impide que inßuyera en el desarrollo de la pol’tica exterior deambas potencias, que, aun sin sospecharlo, estaban abocadas a un nuevo enfrentamiento, lo

que autoriza a etiquetar el lapso de tiempo que transcurre entre 241 y 218 a. C. como"per’odo de entreguerras".

2.2. La pol’tica exterior romana en el per’odo de entreguerras.  El nuevo rumbo que tomar‡ la pol’tica exterior romana tras la confrontaci—n con Cartagoha extendido la idea de que, con la anexi—n de Sicilia y luego de Cerde–a, Roma se habr’adesviado de su tradicional pol’tica, restringida al ‡mbito italiano, en la que hasta el momentohab’a perseguido la integraci—n de los pueblos it‡licos en una confederaci—n, no tanto conÞnes de dominaci—n como de uniÞcaci—n bajo su hegemon’a, para lanzarse decidida yconscientemente a una pol’tica imperialista de sometimiento y explotaci—n de territoriosultramarinos.

Los distintos ‡mbitos en los que, a partir de ahora, se mueve la pol’tica exterior romana -el Tirreno, la frontera septentrional y el mar Adri‡tico- no pueden contemplarse bajo eldenominador comœn de un programa coherente, planiÞcado y emprendido sistem‡ticamente,con el Þn primordial de aumentar los territorios sometidos a la explotaci—n del estado romano.Las respuestas que el estado ha dado a agresiones reales o, aunque Þcticias, sentidas comoun peligro para la seguridad de Roma y su confederaci—n, son el principal catalizador de lapol’tica exterior romana, cuyos ‡mbitos, motivaciones y discurso es preciso analizar. No cabeduda de que existe en esta pol’tica un componente de defensa, aunque, ciertamente, nodemasiado coherente, y tambiŽn resultados concretos y sustanciosos, como son la conquistade Sicilia, C—rcega y Cerde–a, en el oeste; la progresi—n de la frontera de la confederaci—nit‡lica, en el norte; en el oriente, el control de parte de la pen’nsula de Istria y el

establecimiento de una cabeza de puente al otro lado del Adri‡tico, sin contar la alianza conMarsella y la injerencia en la pen’nsula ibŽrica mediante el vidrioso pacto con Sagunto. Peroel tratamiento confuso y heterogŽneo que el estado romano ha dado a las distintas unidadespol’ticas y geogr‡Þcas de estos ‡mbitos es quiz‡ la mejor prueba de esa falta de pol’ticacoherente y de determinaci—n a largo plazo, que exige, para su exacta comprensi—n y, enœltima instancia, para profundizar en su car‡cter, un an‡lisis pormenorizado de cada uno deellos.

2.2.1. El Tirreno. 

La consecuencia inmediata de la primera guerra pœnica hab’a sido la expulsi—n de loscartagineses de Sicilia, y es l—gico que la isla atrajera la atenci—n en los primeros a–os de la

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postguerra. La seguridad en el Tirreno, escenario de la guerra con Cartago, constituir‡ en eldecenio entre 240 y 230 un objetivo prioritario del gobierno romano. Si las conversaciones depaz con Cartago se hab’an centrado en el ‡mbito suroccidental del Tirreno y, en concreto, enSicilia y las islas adyacentes, escenario principal de la guerra, el balance Þnal del resultadode la confrontaci—n hizo surgir un nuevo campo de interŽs, que la euforia de la victoria hab’amantenido en la penumbra. Era Žste las islas de Cerde–a y C—rcega. La recapacitaci—n sobrela situaci—n pol’tica del Tirreno y el curso de los acontecimientos en Cartago en losinmediatos a–os de la postguerra impulsaron a Roma a recoser los jirones que se hab’an

escapado antes. En el primer caso, se trataba de la l—gica pero olvidada importancia quepara la defensa efectiva de Italia ten’an las islas de C—rcega y Cerde–a, desde las queCartago hab’a emprendido acciones pir‡ticas de guerra, y que, en un nuevo conßicto, podr’anservir otra vez de bases pœnicas. El segundo y m‡s decisivo fue la suspicacia romana ante laenŽrgica recuperaci—n de Cartago en circunstancias especialmente dram‡ticas como fueronla rebeli—n de los mercenarios pœnicos.

2.2.1.1. La rebeli—n de los mercenarios y la conquista de Cerde–a y C—rcega.  Cartago iba a sufrir el primer amargo corolario de la derrota frente a Roma, no bienÞnalizada la contienda, como consecuencia de la depauperaci—n econ—mica que la costosaguerra y la dureza de las condiciones impuestas por Roma hab’a acarreado y tambiŽn de la

desorientaci—n en que qued— sumergida la direcci—n pol’tica del estado.Una vez Þrmada la paz, se plante— al gobierno pœnico el grave problema de licenciar elejŽrcito utilizado en la guerra, formado en su mayor parte por mercenarios de las m‡sdistintas procedencias. Pero el licenciamiento obligaba primero a pagar los atrasos que se lesdeb’an por sus servicios. A las enormes pŽrdidas en material durante m‡s de veinte a–os delucha y a la desastrosa hipoteca que representaba pagar a Roma las deudas de guerra,ven’a as’ a sumarse un nuevo sacriÞcio econ—mico, del que el gobierno intent— zafarse conuna miope pol’tica que desat— el nuevo desastre. Desde Lilibeo, a donde hab’an sidollevados los mercenarios que bajo el mando de Am’lcar hab’an defendido el œltimo baluartesiciliano, el comandante de la fortaleza, Gisc—n, se encarg— de enviar a los soldados aCartago. Prudentemente pens— que ser’a m‡s f‡cil el licenciamiento y menores los

problemas de concentraci—n de tropas si este traslado se efectuaba en tandas peque–as.Pero el plan tropez— con los puntos de vista desafortunados del gobierno cartaginŽs, quepens— le ser’a m‡s f‡cil convencer a los mercenarios de renunciar a lo prometido si losreun’a a todos. De este modo, se concentraron en la capital unas fuerzas considerables,inquietas, que no tardaron en provocar des—rdenes. El gobierno consigui— trasladarlos a unpunto del suroeste del pa’s, Sicca, donde la espera exalt— aœn m‡s los ‡nimos, queterminaron por estallar cuando Hann—n, representante del partido en aquel momento en elpoder, intent— convencerles de que renunciaran a parte de sus pretensiones so pretexto de lagrave crisis econ—mica que atravesaba en esos momentos el estado. La consecuenciainmediata fue una sublevaci—n, que pronto alcanz— gigantescas proporciones y contra la quefue necesario aunar todas las energ’as y renunciar incluso a las divergencias entre las

facciones de la oligarqu’a gobernante, cuyos dos m‡ximos l’deres eran Hann—n, por un lado,y Am’lcar, por el otro. 

El caos alcanz— no s—lo al territorio africano de Cartago, sino que hizo prender la llamade la rebeli—n entre los mercenarios que aœn quedaban en Cerde–a, a los que se unieron losind’genas de la isla, que llegaron al extremo de asesinar al comandante cartaginŽs. Elgobierno se vio obligado a luchar en todos los frentes, y un primer socorro enviado paramantener la tranquilidad en la isla fue vencido y aniquilado. Sin embargo, la energ’a conjuntade Hann—n y Am’lcar comenz— a dar frutos en Africa, donde, poco a poco, fueron reducidoslos focos de sublevaci—n, por lo que los insurrectos de Cerde–a creyeron encontrar susalvaci—n apelando a Roma.

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  La situaci—n llevaba el camino de aproximarse peligrosamente al mismo casus belli  quehab’a hecho estallar la primera guera pœnica. Pero las condiciones no eran las mismas. Elgobierno romano rechaz— la propuesta de intervenci—n en la isla; aœn m‡s, prohibi— avituallara los rebeldes, hizo caso omiso a las propuestas de otras ciudades, como Utica, en Africa, deacogerse a la protecci—n romana e incluso permiti— al gobierno cartaginŽs reclutarmercenarios en Italia. Las causas de esta actitud favorable al restablecimiento del orden enCartago han llamado la atenci—n de los historiadores, que han aducido diversas razones,todas ellas igualmente hipotŽticas por el gran desconocimiento que tenemos sobre la

situaci—n interna socioecon—mica y pol’tica del estado romano. Podr’a pensarse en una faltade interŽs en ver destruido un estado del que esperaba al menos exprimir unos beneÞciosganados por derecho de guerra; se ha aducido tambiŽn la instintiva repugnancia a actuar afavor de grupos cuya meta era la anarqu’a, y no han faltado explicaciones sobre el miedo arecomenzar una guerra que, s—lo despuŽs de tan ’mprobos esfuerzos, hab’a conseguidoresolver en su favor. 

Sea cual fuere la explicaci—n, es sorprendente que s—lo tres a–os despuŽs de estosincidentes, cuando Cartago ya hab’a reducido a los soldados sublevados con castigosejemplares, ante una nueva apelaci—n de los mercenarios e ind’genas de Cerde–a, elgobierno romano decidi— enviar tropas y hacerse cargo de la isla (238-237 a. C.). Eldesvergonzado chantage de Roma conmovi— al gobierno cartaginŽs, que protest—

enŽrgicamente por este acto de pirater’a y se apresur— a alistar una ßota para socorrer la isla.Roma entonces hizo caer todo el peso de su fuerza sobre el exhausto estado pœnico: lasintenciones de recuperar Cerde–a fueron consideradas como una acci—n hostil contra larepœblica y, en consecuencia, se present— un ultim‡tum a Cartago: o ced’a Cerde–a, con unaindemnizaci—n suplementaria de 1.200 talentos a a–adir a los 3.200 del tratado de 241, oaceptaba de nuevo la guerra. Cartago hubo de ceder. De un golpe quedaban liquidados losœltimos restos de su, en otro tiempo, hegemon’a en el Mediterr‡neo occidental, mientras, porel contrario, crec’a la dura hipoteca de su derrota.  La renuncia de Cartago no signiÞc— para Roma la autom‡tica anexi—n de las islas, quehubieron de ganarse a los ind’genas a golpes de espada tras varios a–os de extenuanteguerra de guerrillas, en los que los no infrecuentes triunfos de los comandantes romanos

documentan la dureza de los combates (236-231 a. C.).Mientras tanto, Cartago, de la mano de Am’lcar Barca hab’a comenzado con Žxito laconquista del sur y levante de la pen’nsula ibŽrica. Ello s—lo pod’a aumentar las suspicaciasde Roma sobre las intenciones a largo plazo del general cartaginŽs, mientras se oscurec’a elhorizonte en el norte de Italia, en territorio galo. Para vigilar al potencial enemigo, aunque lazona donde operaba -Iberia- aœn estuviese demasiado lejos para un control directo efectivo,los hilos de la diplomacia romana se movieron con habilidad y fortuna al cerrar con Massal’a,cuyos intereses mar’timos alcanzaban hasta la costa septentrional levantina de la pen’nsulaibŽrica y pod’an interferir con Cartago, un tratado, Þrmado entre 228 y 226, que convert’a a laciudad griega en observadora para Roma de los movimientos y operaciones cartaginesas enla zona.

 

As’, parece claro que la pol’tica romana en el Tirreno en el per’odo de entreguerras seencuentra propulsada por un af‡n de defensa, que, en ocasiones, como en Cerde–a, toma laforma de una brutal agresi—n, para aislar Italia, mediante la barrera de las islas, del siempretemido ataque pœnico. Pero aunque los motivos econ—micos de esta pol’tica, al menosdirectos y prioritarios, no aparezcan suÞcientemente claros, Roma se encontraba ahora conlos primeros territorios extrait‡licos ganados por derecho de conquista, que era precisoregular en su nueva relaci—n de subordinaci—n a la potencia conquistadora. La anexi—n deSicilia, C—rcega y Cerde–a y la Þjaci—n de sus relaciones con Roma a travŽs del sistemaprovincial, ensayado por primera vez en estos territorios con inÞnitas vacilaciones, constituyeun momento crucial en la organizaci—n del imperio, que mediatizar’a la historia delMediterr‡neo en los pr—ximos siglos. Volveremos sobre este sistema m‡s adelante.

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2.2.2. Italia: las fronteras septentrionales. 

En Italia, la victoria sobre Cartago signiÞc— para Roma su deÞnitiva aÞrmaci—n al frentede la confederaci—n y un paso decisivo en el largo camino de la uniÞcaci—n de la pen’nsulabajo su hegemon’a. Apenas si algœn episodio aislado y, por as’ decirlo, casi anacr—nico, comola rebeli—n de la ciudad etrusca de Falerii, en 241, reprimida ejemplarmente en seis d’as,pod’a cambiar la obra de Roma en Italia, que ya no se estaba en la anexi—n por las armas,sino en una labor de organizaci—n y administraci—n. Todav’a durante la guerra, se hab’a

reemprendido la colonizaci—n con la fundaci—n de nuevos centros latinos. Una vez terminada,se continu— con la fundaci—n de Spoletium, en la calzada a Ariminium (R’mini), en un ‡mbitoparticularmente estratŽgico, en la frontera con los galos. TambiŽn se ampli— por œltima vez elager Romanus , con la inclusi—n del territorio de los sabinos y picentes, que, a partir de ahora,constituir‡n las tribus Quirina y Velina, las œltimas de la historia de Roma, que alcanzar‡n as’su nœmero deÞnitivo de treinta y cinco. La historia de la pen’nsula va a desarrollarse por loscauces de una progresiva romanizaci—n, extensi—n y desarrollo del rŽgimen municipal, s—loenturbiados por el episodio de An’bal y la guerra social, pre‡mbulo de la uniÞcaci—n de Italia.

S—lo en la periferia norte de Italia continuar’an activas las armas romanas tras 241, tantoen la frontera occidental, a lo largo del r’o Arno, como en el complejo mundo galo, en ambasriberas del Po. En el primer caso, los adversarios eran los monta–eses ligures. Las campa–as

que nos documentan las fuentes durante varios a–os -entre 238 y 230-, no parece que hayansido consecuencia de un plan unitario, sino apenas operaciones de castigo destinadas aliberar las orillas del Arno de estos primitivos pueblos, a los que no se ten’a la intenci—n deintegrar en la confederaci—n, y limpiar de piratas sus costas. Los resultados positivos fueronla recuperaci—n de la orilla derecha del r’o y la ocupaci—n de las ciudades de Pisa y Luna. 

Mucho m‡s inquietante y decisivo era el otro campo de armas que se ven’a gestando enterritorio g‡lico. Los galos, despuŽs de un largo per’odo de no beligerancia, retomaronirracionalmente la pol’tica antirromana, con el apoyo de tribus transalpinas. En 232, tuvo lugarun gran esfuerzo ofensivo de los galos contra Ariminium, que pudo ser rechazado. Pocotiempo despuŽs de este fracasado asalto, se emprend’a en el ager Gallicus  una ambiciosapol’tica de colonizaci—n, promovida, frente a la oposici—n de gran parte del senado, por el

tribuno de la plebe C. Flaminio, que proporcion— tierras de cultivo a agricultores romanos.No parece que estos asentamientos, frente a lo que opina la tradici—n literariaprosenatorial, fueran causa inmediata del desencadenamiento de la gran invasi—n de tribusgalas que caer’a sobre Italia en 225. En efecto, ya en el a–o anterior, 226, se preparaba entrelas tribus que habitaban el valle del Po una coalici—n con el prop—sito de invadir Italia.Estaban entre ellas, siguiendo el curso del r’o de oeste a este, los taurinos, ’nsubres, boyos ylingones, a los que se a–adieron otras procedentes de la ladera meridional de los Alpes,como los gesatos. La coalici—n, sin embargo, no fue general: los cenomanos del curso mediodel Po y otras tribus que hab’an pactado con Roma se mantuvieron al margen.  Como toda invasi—n procedente del norte, desde los amargos d’as de la derrota del Alia,la amenaza gala desat— en Roma el terror, pero tambiŽn puso en marcha su eÞciente

m‡quina militar, y la guerra se convirti— en una lucha decisiva no s—lo para Roma, sino paratodos los it‡licos: cerca de 150.000 hombres fueron dispuestos en pie de guerra para hacerfrente a la invasi—n, que, sin embargo, no llegaron a tiempo de impedir el avance delformidable ejŽrcito b‡rbaro a travŽs de los Apeninos, y su ca’da sobre Clusium, quesaquearon. Cargados de bot’n, los galos tomaron el rumbo de la costa tirrena, pero, en sumarcha hacia el norte, fueron alcanzados por los ejŽrcitos de ambos c—nsules en Telam—n.Segœn las fuentes, en el combate que sigui—, favorable a los romanos, perdieron la vida40.000 galos y fueron capturados otros 100.000. 

Pero el gobierno romano no se dio por satisfecho con la victoria de Telam—n. La amenazaseptentrional pesaba demasiado para no intentar una soluci—n m‡s duradera y enŽrgica alproblema galo. Este s—lo pod’a conseguirse con el sometimiento de las tribus al sur del Po y

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2.2.3.2. La primera guerra iliria. 

Las causas que la promovieron no son muy claras en las fuentes. Polibio culpa a lasactividades pir‡ticas ilirias y, en concreto, a las repetidas agresiones a mercantes it‡licos, dela intervenci—n romana, mientras Apiano indica como causa de la guerra la petici—n de ayudaque los isseos, asediados por Teuta, hicieron al gobierno romano. En uno u otro caso, locierto es que el senado envi— una embajada a la reina antes de lanzarse a una intervenci—nabierta. La muerte de uno de los embajadores, bien por orden de Teuta o fortuitamente, al ser

atacado el barco por lemboi  ilirios, suscitar’a el casus belli .  Fueron los c—nsules del 229 los encargados de conducir la guerra, mientras Teutacontinuaba con su pol’tica agresiva contra las ciudades griegas del canal de Otranto -Corcira,Epidamno y Apolonia- , que, indefensas ante el inminente peligro, pidieron ayuda a las ligasetolia y aquea. Pero las escasas fuerzas envidas por los griegos fueron vencidas por Teuta,que se apoder— de Corcira, donde puso una guarnici—n al mando de un griego de Faros,Demetrio, unido a la causa de la reina. Pero Demetrio, ante la proximidad de la ßota romana,traicionando a Teuta, entreg— la ciudad, que, lo mismo que Apolonia y Epidamno, se pusieronen manos de Roma mediante una deditio . El resto de la campa–a se limit— a rescatar demanos ilirias las ciudades griegas de la costa, mientras varias tribus del sur del reino sesomet’an a los romanos. A Teuta no le qued— otra salida que pedir la paz (228), por la que se

compromet’a a renunciar al trono a favor de su hijastro, pagar una contribuci—n de guerra,reconocer las conquistas y el protectorado romano y garantizar que los ilirios nosobrepasar’an la l’nea al sur de Lissos (Lezha), en la costa septentrional de Albania, ciudadque quedaba establecida como l’mite meridional de Iliria. De este modo, las ciudades griegasy las islas recuperaron su soberan’a, estableciendo con Roma relaciones de amicitia . Por suparte, la zona inmediata a la frontera iliria meridional qued— controlada indirectamente con laentronizaci—n de Demetrio como dinasta de su isla originaria, Faros, y de las islas y territoriosadyacentes.  Si los hechos, aun con las contradicciones de tradiciones distintas, pueden establecersecon relativa seguridad, no ocurre lo mismo con los m—viles que provocaron la intervenci—nromana, que signiÞcaba tambiŽn la primera toma de contacto pol’tico con el mundo griego.

La explicaci—n tradicional considera, siguiendo a Polibio, que, habida cuenta de laabsoluta falta de relaciones pol’ticas entre Roma y cualquier estado o ciudad griegaanteriores a la guerra iliria, fueron s—lo las provocaciones de los piratas ilirios losresponsables de la intervenci—n romana, desencadenada por la necesidad de defender losintereses de los comerciantes it‡licos, sin ningœn interŽs imperialista. El protectorado sobre lacosta adri‡tica, de Lissos al Epiro, que se arrogaron los romanos tras la guerra, habr’a sidos—lo una precauci—n necesaria. Pero contra esta tesis y de acuerdo con Apiano, se hansupuesto unas intenciones romanas m‡s complejas y ambiciosas. Partiendo de laimprobabilidad de una falta de interŽs romano por la otra cara del Adri‡tico, de donde hab’apartido cincuenta a–os antes uno de los peligros m‡s serios con los que hubo de enfrentarseRoma, la expedici—n de Pirro, la atenta y preocupada observaci—n con que los pol’ticos

romanos contemplaban el nacimiento de un estado fuerte frente a Italia y, posteriormente, elconvencimiento de que era necesario frenarlo, justiÞca la intervenci—n romana, que utilizar’acomo pretexto la petici—n de ayuda de la ciudad de Issa. 

Entre ambas teor’as, la investigaci—n m‡s reciente parece estar de acuerdo en noconsiderar las intenciones romanas como propiamente "imperialistas", en el sentido de undeseo consciente de expansi—n territorial al otro lado del Adri‡tico, lo que no implica un totaldesinterŽs por Oriente. La colonizaci—n de la costa italiana del Adri‡tico, intensiÞcada tras laprimera guerra pœnica, y el aumento del tr‡Þco mar’timo comercial en sus aguas, centralizadoen Brindisi, eran motivos suÞcientes para ver con preocupaci—n la posible amenaza querepresentaba para estos intereses la otra orilla del mar. La intervenci—n, pues, pretend’aasegurar Italia y su tr‡Þco mar’timo, que, tras la guerra, aœn se fortaleci— con la creaci—n de

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un cintur—n de protecci—n mediante el estado tap—n de Demetrio de Faros y el estrechamientode relaciones con las ciudades griegas de la costa nordoccidental griega.

2.2.3.3. La segunda guerra iliria.  El escaso alcance pol’tico de las medidas tomadas en Oriente quedar’a demostrado en laserie de acontecimientos que desembocan en la llamada segunda guerra iliria, en v’sperasdel nuevo enfrentamiento con Cartago. Roma, en su precaria ordenaci—n de los territorios enlos que hab’a intervenido, no tuvo en cuenta el factor de inestabilidad surgido en la persona

de Demetrio, el dinasta de Faros, que, con un golpe de suerte, logr— hacerse con el controldel reino ilirio. Sin preocuparse por la frontera mar’tima de Lissos, impuesta por Roma a lasacciones ilirias, y fortalecido en su posici—n a travŽs de una alianza con Macedonia, cuyo reyAnt’gono Dos—n aspiraba a convertir toda Grecia en un protectorado macedonio (223-222),Demetrio reemprendi— una pol’tica activa en el Adri‡tico. Sus razzias  alcanzaron no s—lo a lascostas occidentales griegas, sino incluso al mar Egeo, como preludio de un nuevorecrudecimiento de la pirater’a iliria. Pero sus ambiciones tambiŽn miraban en direcci—n norte,donde pretend’a potenciar el estado ilirio. Y esto le llev— a aliarse con los istrios, en una zonaespecialmente delicada para los intereses romanos, que, en los a–os anteriores, comohemos visto, hab’an procurado aÞrmar su frontera septentrional, de cuyo apŽndice oriental lapen’nsula de Istria formaba parte. El gobierno romano reaccion— con rapidez. En 221,

mientras la ßota limpiaba de piratas el fondo septentrional del Adri‡tico, los ejŽrcitos romanosinvadieron Istria y alcanzaron los Alpes, para crearse una zona de seguridad. La campa–asiguiente, en 219, se dirigi— directamente contra Demetrio, en un momento particularmenteinoportuno para el dinasta, ya que poco antes hab’a muerto su aliado macedonio, y su jovensucesor, Filipo, deb’a enfrentarse a los mœltiples problemas internos y exteriores que lasucesi—n planteaba. Tras la conquista de Dimallum, uno de los puntos fuertes ilirios en tierraÞrme, las fuerzas romanas se lanzaron contra Faros, la capital de la isla de origen deDemetrio, que no pudo resistir. La huida del dinasta a Acarnania y el desmantelamiento de laciudad puso Þn a esta segunda guerra, tras la que el gobierno romano, sin especialesmedidas que evitaran la repetici—n de sorpresas desagradables como la misma a la queacababan de poner Þn, se limit— a restaurar el "protectorado" en la extensi—n anterior al

conßicto.

2.2.4. El alcance de la pol’tica exterior romana en el per’odo de entreguerras.  Del an‡lisis de los ‡mbitos en que se mueve la pol’tica exterior romana entre 241 y 218en sus fronteras inmeditas del Tirreno, norte y Adri‡tico, se deduce que la victoria en laprimera guerra pœnica no ha lanzado a Roma a formular una precisa, consciente y met—dicaestrategia de expansi—n imperialista. Aun con las limitaciones impuestas por las fuentes dedocumentaci—n, parece claro que no hay una continuidad a largo plazo, sino s—loafrontamiento de situaciones concretas e inmediatas con recursos emp’ricos, que tienencomo constante preocupaci—n defender a ultranza los l’mites de seguridad del estado romanoy su confederaci—n it‡lica. A ello responde la conquista de Cerde–a y C—rcega, la fortiÞcaci—n

del Po y los protectorados del otro lado del Adri‡tico, que tratan de proteger Italia con unaenvoltura insular o ultramarina. Esto no impide, por supuesto, que Roma se beneÞcie de laguerra y utilice los nuevos territorios ganados con esta defensa agresiva para aumentar suinßuencia y poder, haciendo inservibles con el tiempo los nuevos ‡mbitos de seguridadcreados y obligando a buscar otros m‡s lejos, que determinan nuevas agresiones. Ello esparticularmente claro en el ‡mbito del Adri‡tico, en donde el protectorado sobre las costasnordoccidentales griegas arrastrar‡ al conßicto con Macedonia. Pero todav’a el horizonteoriental de Italia presenta un interŽs secundario frente al m‡s serio e inmediato de la caraoccidental, donde el antiguo enemigo cartaginŽs estaba llevando a cabo en sus conÞnes, conotros intereses y presupuestos, una activa y preocupante pol’tica similar a la romana. La

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fundamental importancia, tanto de esta pol’tica como de su desenlace, en una nueva guerracon Roma obligan a prestarle una atenci—n especial.

2.3. Cartago y la conquista de la pen’nsula ibŽrica.  La derrota de Cartago en 241 y el posterior chantage, subsiguiente a la rebeli—n de losmercenarios pœnicos, con el que Roma expuls— a los cartagineses de Cerde–a, dieron comoresultado que un estado, que hab’a fundamentado, en gran medida, su prosperidadecon—mica y su poder en el control y explotaci—n durante siglos de unas bases costeras en el

Tirreno, privilegiadamente situadas pra el acceso y el monopolio de los mercados y rutascomerciales del ‡rea en disputa, se viera as’ privado de golpe de los medios y posibilidadespara proseguir sus tradicionales actividades, ligadas al tr‡Þco mar’timo en la zona.  Cartago, vencida, endeudada y desmembrada en sus posesiones ultramarinas,necesitaba m‡s que nunca buscar nuevos rumbos a su pol’tica para intentar unaestabilizaci—n econ—mica. No eran muchas las posibilidades que se presentaban practicablesy, como en toda Žpoca de crisis, al Þnal quedaron polarizadas en una doble alternativa, cuyasopuestas soluciones respond’an a los encontrados intereses de los c’rculos dirigentes y delos circuitos econ—micos de donde extra’an su inßuencia. Frente a aquella parte de laoligarqu’a que ten’a sus intereses en la tierra, estaban todos aquellos que, en la viejatradici—n pœnica, apoyaban su fuerza econ—mica en la existencia de mercados y en el tr‡Þco

de mercanc’as. Estos c’rculos mercantiles, para salir de la angustiosa pŽrdida de mercados ydel cierre del Tirreno a sus actividades, volvieron sus ojos hacia el œnico ‡mbito, aœn libre,donde era posible renovar sus operaciones: el Mediterr‡neo meridional y, m‡sconcretamente, la pen’nsula ibŽrica.  Pero la reducci—n del ‡mbito comercial en extensi—n, impuesto a Cartago, s—lo pod’acompensarse con una ampliaci—n en profundidad: con una progresi—n, a partir de la costa, enel interior de la pen’nsula. Para ello era imprescindible contar con una fuerza militar quegarantizase el Žxito de la empresa. Am’lcar Barca, el general que hab’a dirigido la œltima fasede la guerra contra Roma, con fuerte prestigio en el ejŽrcito, a pesar de la derrota, y ligado,por otro lado, a intereses mercantiles, prest— toda su inßuencia para arrancar del senadocartaginŽs, con el apoyo popular, la aprobaci—n y, en consecuencia, respaldo a la conquista

de Iberia, que, efectivamente, comenz— con el desembarco en C‡diz, en 237 a. C., de uncuerpo expedicionario pœnico al mando del propio Am’lcar. 

Como sabemos, el interŽs de Cartago por la pen’nsula no era nuevo. Como heredera delos intereses comerciales fenicios, la potencia africana, desde comienzos del siglo VII, sehab’a establecido Þrmemente en las Baleares y aglutin— bajo su hegemon’a las viejasfactor’as fenicias del sur de la pen’nsula, a las que a–adi— nuevos centros comerciales, encompetencia con los griegos, que fueron expulsados de la zona en la segunda mitad del sigloVI a. C. Sin embargo, la inßuencia cartaginesa en Iberia, limitada a la franja costera, fuediluyŽndose, sin que sepamos con exactitud las razones ni la Žpoca en que tiene lugar,probablemente entre el comienzo y el Þnal de la primera guerra pœnica.  La conquista b‡rquida, desde el 237 a. C., convirti— el sur y sureste de la pen’nsula en

una verdadera colonia de explotaci—n de Cartago. Desde Gades (C‡diz), Am’lcar logr— lasumisi—n del valle del Guadalquivir, r’o arriba, es decir, la Turdetania , hasta alcanzar lacuenca alta, llave de acceso a la costa levantina, que fue englobada en el ‡rea de dominiopœnico por Am’lcar y su yerno Asdrœbal, cuando, tras la muerte de Am’lcar en un combate, en229, le sucedi— al frente del ejŽrcito pœnico de conquista. Asdrœbal coron— su obra con lafundaci—n de una ciudad sobre los cimientos de la antigua Mastia, con un magn’Þco puertonatural, en la cabeza de una regi—n con incontables recursos minerales, a la que bautiz— conel nombre de Qart Hadashat  o "ciudad nueva", la Cartago nova romana y actual Cartagena. 

El aÞanzamiento de las posesiones cartaginesas en Iberia y la extensi—n creciente de su‡mbito de inßuencia no pod’an dejar de suscitar en Roma una preocupada atenci—n,mediatizada por el miedo a la recuperaci—n excesiva de su rival, vencido apenas quince a–os

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atr‡s. Alertado por su aliada griega, Marsella, cuyos intereses en las costas mediterr‡neas deIberia se estaban resintiendo gravemente por la expansi—n pœnica hacia el norte, el gobiernoromano, mediante una embajada, impuso a Asdrœbal, en 226, un l’mite territorial a lasaspiraciones pœnicas sobre Iberia, que marcaba el curso del Ebro: se prohib’a a loscartagineses atravesarlo en armas y, en consecuencia, extender sus conquistas al norte delr’o. Este llamado tratado del Ebro   se convertir’a a–os despuŽs en casus belli   del nuevoconßicto entre Roma y Cartago, como consecuencia tanto de la actitud abiertamente belicistade An’bal -hijo de Am’lcar y sucesor de Asdrœbal, desde 221, en la direcci—n del ejŽrcito de

Iberia-, como de la equ’voca actitud de la diplomacia romana en un supuesto tratado deamistad Þrmado con la ciudad ibŽrica de Sagunto.  Si la pol’tica de Asdrœbal en Iberia se hab’a aplicado a la atracci—n y amistad con losreyezuelos ibŽricos, An’bal, partidario de m‡s expeditivos mŽtodos, se decidi— por unincremento de las actividades militares como medio de aumentar la inßuencia pœnica en lapen’nsula. En este giro pol’tico se enmarcan las campa–as realizadas, en 221-220, en elinterior de Iberia, contra los olcades -de situaci—n imprecisa entre el Tajo y el Guadalquivir- ylas ciudades vacceas de HelmantikŽ (Salamanca) y Arbucala (probablemente, Toro), as’como la extensi—n de la presencia cartaginesa en las costas levantinas hispanas,desarrollada con todos los caracteres de un abierto imperialismo. El tratado del Ebro no logr—frenar la ampliaci—n del radio de acci—n pœnico, y la expansi—n continu— hacia el norte con la

aÞrmaci—n de lazos de soberan’a con otras tribus ibŽricas. Y en esta pol’tica surgir’a para lospœnicos un tal—n de Aquiles en la ciudad de Sagunto.

2.4. Las causas de la segunda guerra pœnica.

2.4.1. El  casus belli de Sagunto. 

Sagunto era una ciudad costera ibŽrica, en territorio edetano, con un buen puerto y unhinterland rico, que manten’a activas relaciones comerciales con los griegos. En un momentoindeterminado, seguramente durante el caudillaje de Asdrœbal, la ciudad hab’a entrado enrelaci—n con Roma, como consecuencia de tensiones internas -el enfrentamiento de unafacci—n favorable a los pœnicos y de otra prorromana-, que decidieron a los saguntinos a

buscar un arbitraje exterior. Roma acept— el arbitraje, que, al parecer, condujo a la liquidaci—nde los elementos procartagineses. Sagunto era independiente; Roma no hab’a intervenido enla ciudad militarmente y tampoco hab’a cerrado con ella un acuerdo militar en regla. PeroSagunto no se encontraba en un espacio vac’o. Las tribus circundantes hab’an entrado degrado o por fuerza en alianza con Cartago, y Sagunto era una provocaci—n demasiadoevidente y un latente peligro para los intereses de Cartago. No era dif’cil para An’bal acosar ala ciudad recurriendo a los aliados vecinos, para precipitar una intervenci—n antes de queRoma se aÞrmara en la zona. Sagunto, ante la inminencia de una intervenci—n pœnica, se vioobligada a recurrir a Roma. A Þnales del 219, cuando An’bal ya se encontraba en Cartagonova tras su campa–a vaccea, una legaci—n romana vino a recordarle que respetase el pactodel Ebro y no actuara contra Sagunto, puesto que se encontraba bajo protecci—n romana.

Pero los embajadores hubieron de contentarse con oir la contrarrŽplica de An’bal sobre elparcial arbitraje romano en Sagunto y sobre la obligaci—n pœnica de defender a sus aliadoscontra las provocaciones de la ciudad, a la que puso sitio. 

La posici—n de Roma durante el largo asedio de Sagunto ha sido muy discutida, as’ comolas causas de la no intervenci—n directa con ayuda militar, que dejaba a la ciudad indefensaante la m‡quina de guerra lanzada por An’bal. Tras la advertencia al caudillo pœnico anterioral asedio, la embajada romana se traslad— a Cartago para protestar por el sitio llevado aefecto, bajo la presidencia de Valerio Flaco, sin ningœn resultado positivo. Finalmente, cuandofue conocida la ca’da de la ciudad, el gobierno romano decidi— el env’o de una nuevaembajada, que, bajo la presidencia de M. Fabio Bute—n, present— enŽrgicamente al senadocartaginŽs un ultim‡tum: o se entregaban a Roma los responsables del ataque a Sagunto o

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ser’a declarada la guerra. Las condiciones del ultim‡tum no dejaban elecci—n. Formalmentecomenzaba as’ la segunda guerra pœnica.

2.4.2. El problema de la responsabilidad de la guerra.  Si bien hemos tratado de simpliÞcar los eslabones de la cadena que conduce a la nuevaruptura de hostilidades entre Roma y Cartago, existen una serie de puntos oscuros sobre losque es preciso incidir. El car‡cter de conßagraci—n mundial que esta guerra tuvo en laAntigŸedad, a causa de la signiÞcaci—n en pol’tica internacional de los contendientes y de las

consecuencias para el mundo antiguo de la nueva victoria de Roma, justiÞcan el interŽs de lahistoriograf’a antigua por ahondar en las responsabilidades de la misma. Y este interŽs hasido renovado en la investigaci—n moderna, no s—lo por el reßejo mediatizado de ladocumentaci—n de las fuentes literarias, sino tambiŽn por paralelismos anacr—nicossuscitados por el deseo de los historiadores de Roma de encontrar respuesta a un problemaya planteado, como decimos, en las fuentes antiguas, pero tambiŽn subconscientementeespoleado por vivencias de la historia contempor‡nea, que, primero en 1914, y luego en1939, suscitaron el tema de la bœsqueda de responsabilidades a las dos œltimasconßagraciones mundiales. As’ naci— la Kriegsschuldfrage  o cuesti—n de la responsabilidadde la segunda guerra pœnica, sobre la que se han pronunciado con diferentes argumentos yresultados un elevado nœmero de historiadores de Roma. Volver a plantear y discutir estos

argumentos no tendr’a sentido, mientras no sea posible -lo que es poco probable- encontrarnuevos puntos de apoyo que aclaren el problema. Por ello nos limitaremos a resumir elestado de la cuesti—n y las observaciones al conjunto del tema.

Es indudable que el arranque de la Kriegsschuldfrage  procede de Polibio, que distingue,siguiendo el modelo de Tuc’dides, las causas verdaderas de la guerra, del pretexto inmediatoque precipit— su comienzo. Para Polibio, estas causas estaban ya en la intenci—n de Am’lcarde preparar una guerra de venganza contra Roma, mediante la conquista de Iberia, cuyosrecursos permitir’an Þnanciarla y alimentarla. El pretexto inmediato habr’a sido la cuesti—n deSagunto. Entre ambos se inserta el tratado de 226 que prohib’a a los cartagineses cruzar elEbro en armas [Texto 2].

2.4.2.1. La pol’tica agresiva de los Barca. 

El primer punto, es decir, las intenciones belicosas de los Barca, es indemostrable.Parece que esta idea procede de los enemigos cartagineses de los Barca, que, vencidaCartago, trataron de achacar toda la responsabilidad de la guerra a la familia de An’bal, quehabr’a actuado sin el consentimiento del gobierno. Hemos visto las poderosas razones quemovilizaron a los Barca a hacerse con el control de la pen’nsula, en cualquier caso, con plenoconocimiento y ratiÞcaci—n por parte del gobierno pœnico, pero, en la tradici—n literaria, seinsertan detalles, como el tantas veces repetido juramento de An’bal de odio eterno a losromanos, que han pesado sobre la consideraci—n posterior. La pŽrdida de fuentesprocartaginesas sobre la guerra hace que exista ya de entrada un prejuicio que ser’anecesario desechar, puesto que es mucho menos repetida la consideraci—n de que, antes de

la llegada de Am’lcar a Iberia, Roma hab’a emprendido con todas las consecuencias unapol’tica agresiva al anexionar, contra todo derecho, las posesiones pœnicas en las islas delTirreno despuŽs de la revuelta de los mercenarios. 

El problema del tratado del Ebro de 226 es, sobre todo, un problema de contenido, esdecir, si se trataba de una prohibici—n simple de cruzar el r’o en armas, como repite variasveces Polibio, o conten’a cl‡usulas mutuas sobre respeto a los aliados, como quiere latradici—n posterior. Tampoco en este aspecto es posible llegar a soluciones concretas. M‡sinteresante es preguntarse por quŽ Asdrœbal, a quien algœn analista romano, como FabioPictor, achaca la responsabilidad de la guerra, pact— con el gobierno romano, renunciando aintenciones bŽlicas. La iniciativa en este tratado fue romana -tanto si en ello actuabaprotegiendo los intereses de Marsella y las restantes colonias griegas o no-, y el conjunto del

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mismo no pasaba de ser un pacto de inmovilizaci—n tras una l’nea, que era suÞciente para laseguridad de Roma y que estaba muy lejos de los intereses del caudillo pœnico en esemomento para optar por una negativa. Ni los embajadores romanos ni Asdrœbal hac’anc‡balas sobre el posterior desarrollo de los acontecimientos. Correspond’a a los intereses delmomento, y as’ fue aceptado.

2.4.2.2. El problema de Sagunto. 

Mayores diÞcultades suscita la cuesti—n de Sagunto. La primera, que la narraci—n de

Polibio no permite desvelar si la aceptaci—n de Sagunto entre los aliados romanos es anterioro posterior al tratado del Ebro. Lo que s’ dejan traslucir las fuentes -y el desarrollo de losacontecimientos lo ratiÞca- es que estas relaciones entre Sagunto y Roma no se puedenseparar de los crecientes Žxitos pœnicos en la pen’nsula. Si, como parece m‡s probable, estaalianza fue posterior al tratado (no antes de 221-220), Roma conscientemente adoptaba yauna pol’tica peligrosa y maniÞestamente desaÞante, estuviera o no enmascarada conpretextos y tuviera o no car‡cter regular. Es maniÞesto que el ataque a Sagunto, de cualquiermodo, era ya un claro casus belli . Entonces surge otra cuesti—n: Àpor quŽ no actu— Romapara defender con las armas a la ciudad aliada y esper— a su destrucci—n para intervenirduramente declarando la guerra a Cartago? Las respuestas a ello se clasiÞcan en dos tipos.Para unos, Roma no estaba aœn preparada para esta guerra cuando An’bal atac— Sagunto, al

tener pendiente la resoluci—n del problema de Iliria contra Demetrio de Faros y temer unaguerra en dos frentes. Para otros, la dif’cil alternativa se retras— por disensiones internasdentro del gobierno romano, entre partidarios de una pol’tica it‡lica que prefer’a unrobustecimiento del estado dentro de las fronteras italianas, y seguidores de una pol’ticamundial, abiertamente imperialista. Pero la cuesti—n de Iliria s—lo requiri— algunas semanasen su resoluci—n, y la labor de la diplomacia romana, procurando evitar una guerra por elpretendido peso de una facci—n agraria it‡lica, no tiene apoyo alguno en la tradici—n. La tesisprocede de una fuente tard’a, Z—naras, para quien el desastre de Sagunto desat— unadiscusi—n en el senado sobre la conveniencia o no de declarar la guerra, resuelta con el env’ode una embajada, encargada de exigir responsabilidades. Pero esta embajada era de hechoya una declaraci—n de guerra, por el car‡cter de ultim‡tum, que ningœn gobierno cartaginŽs

pod’a aceptar. Por ello, que Roma presentara este ultim‡tum puede interpretarse en elsentido de que el gobierno no actu— antes en defensa de Sagunto porque buscaba un hechoconsumado que hiciera imposible dar marcha atr‡s y, para ello, sacriÞc— la ciudad a susintereses, lo cual no presupone que, con anterioridad, no hubiesen tenido lugar discusionesen el senado sobre una guerra contra Cartago.

2.4.2.3. El problema de la violaci—n del tratado del Ebro. 

Finalmente, el m‡s dif’cil de los muchos problemas que plantean los proleg—menos de lasegunda guerra pœnica es el hecho de que, cuando Roma declar— la guerra, lo hizoaduciendo la violaci—n del tratado del Ebro por el hecho de haber atacado An’bal a Sagunto ,lo que presupone admitir que Sagunto estaba al norte del Ebro. La absoluta imposibilidad de

lograr una explicaci—n satisfactoria ha llevado a la conocida e ingeniosa tesis de Carcopino,segœn la cual el Ebro del tratado de 226 no ser’a el r’o que los romanos posteriormentellamaron Hiberus  y que ha conservado el actual nombre de Ebro, sino otro m‡s al sur, cuyonombre vari— ya en la AntigŸedad, el Jœcar o Sucro   de las fuentes cl‡sicas. El problemaquedar’a totalmente solucionado al estar Sagunto al norte de este r’o, pero es dif’cil creer enun cambio de nombres, y, en segundo lugar, Polibio taxativamente cuenta que An’bal, tras latoma de Sagunto y ya declaradas las hostilidades, pas— el Ebro. Una segunda tesis, la deHoffmann, sostiene que la tradici—n de que la toma de Sagunto por An’bal fue contestada porRoma con un ultim‡tum, es falsa y que s—lo el paso del Ebro dio pie a la guerra. An’bal, altraspasarlo, no habr’a pensado en la consecuencias y œnicamente intentaba someter latotalidad de la pen’nsula. La tesis se rebate f‡cilmente, puesto que sabemos por Polibio que

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An’bal recibi— la noticia del ultim‡tum -y como consecuencia la declaraci—n de guerra-cuando aœn se encontraba en Cartago nova. El problema tratado del Ebro-Sagunto   jam‡spodr‡ resolverse intentando explicar conjuntamente ambas cosas. La conexi—n entre eltratado y la agresi—n a la ciudad s—lo est‡ en la cabeza de los romanos contempor‡neos a laguerra, para quienes no importaba que el paso del Ebro hubiera sido posterior a ladeclaraci—n de hostilidades, con tal de achacar a los cartagineses las responsabilidades de latransgresi—n maniÞesta de un pacto. 

No es extra–o, pues, que la diÞcultad de resolver los problemas expuestos hayan incidido

en la investigaci—n, al enfrentarse con las causas y responsabilidades de la segunda guerrapœnica, en una serie de opiniones heterogŽneas y dispares sobre las mismas. Las tesis deuna pol’tica imperialista romana, de una guerra de revancha cartaginesa largamentepreparada, de la inevitabilidad del conßicto por las dos grandes potencias y del deseo deambos estados de combatirse, se contraponen con las contrarias de una l’nea romana demantenimiento en sus l’mites bajo el principio de la seguridad y el honor, de la falta deintenci—n pœnica por provocar la guerra, de lo f‡cilmente que pudiera haberse evitado elconßicto y de la inexistencia de deseos, tanto por parte de Cartago como de Roma, deenfrentarse en el campo de batalla.  En los decenios anteriores, Cartago hab’a desarrollado su poder en la pen’nsula,mientras Roma segu’a un camino agresivo a partir de 237, con la anexi—n de Cerde–a y

C—rcega. No podemos entrar en la cuesti—n de si ambos caminos hac’an ya inevitable elconßicto, ni tampoco moralizar sobre la culpa de la guerra, porque no son cuestiones quecompeten a la Historia, en el improbable caso de que Žsta los pudiera resolver. El desarrolloecon—mico y los planteamientos pol’ticos que implicaba este desarrollo, de dos estados,terminaron interÞriŽndose mutuamente en sus intereses propios. Y en œltimo tŽrmino, Romacontest— a la destrucci—n de una ciudad bajo su protecci—n con un ultim‡tum y la declaraci—nde guerra.

3. LA SEGUNDA GUERRA PUNICA 

La segunda guerra pœnica representa, sin duda, uno de los momentos cruciales de lahistoria de Roma, que mediatizar‡ esencialmente su posterior curso. Pero esta importanciaha conducido con demasiada frecuencia a distorsionar su imagen en el contexto general deldesarrollo hist—rico, dej‡ndola aislada como un ejemplo cumbre que cae en el estereotipo, oconexion‡ndola con presupuestos y consecuencias falsos. En gran parte, son las fuentes lasque condicionan esta consideraci—n. Aunque no puede decirse que el conjunto de noticiaspara reconstruir la guerra sea escaso, el verdadero obst‡culo se encuentra en que estosdatos recogen el discurso de los acontecimientos con un criterio f‡ctico y anecd—tico, por unlado, y personalista, por otro, destacando el papel de los grandes caudillos -An’bal, FabioM‡ximo, Escipi—n- , mientras dejan en la penumbra la esencia hist—rica que condiciona la

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conßagraci—n, con sus mœltiples aspectos pol’ticos, econ—micos y sociales sobre los quehemos de conformarnos con lucubraciones o hipotŽticas reconstrucciones. La raz—n principalde esta apor’a es el car‡cter secundario de las fuentes -fundamentalmente el relato dePolibio y la tercera dŽcada de Tito Livio, a los que se a–aden autores como Apiano y Di—nCasio y fuentes m‡s fragmentarias y tard’as (Diodoro, Justino, Floro...)- , que, en su inmensamayor’a, han recurrido para documentarse a los datos proporcionados por la anal’sticaromana contempor‡nea de la guerra o de generaciones posteriores, con su mon—tonodiscurso y su parcialidad, no s—lo por lo que respecta a las continuas exaltaciones y

 justiÞcaciones del papel romano, sino a la consideraci—n de la guerra desde una —pticaaristocr‡tica y prosenatorial.  Por otro lado, la larga extensi—n temporal del conßicto, la pluralidad de frentes y laimplicaci—n de terceros estados diÞculta la tarea de exponer con claridad su desarrollo. Anteel dilema de optar por una s’ntesis simult‡nea, tal como hace la propia anal’stica, o por unan‡lisis de los respectivos teatros del conßicto, nos hemos decidido por esta segundaposibilidad, contemplando los cuatro frentes -m‡s el secundario del Adri‡tico- en los que sedesarrolla la confrontaci—n: Italia, el mar Tirreno, la pen’nsula ibŽrica y Africa.

3.1. La guerra en Italia.

3.1.1. Las estrategias  

La declaraci—n de guerra a Cartago, por parte romana, supon’a la existencia de un plan,que, mediante la iniciativa, inclinara desde el principio la balanza a favor de las armasromanas. La experiencia de la primera guerra pœnica y la situaci—n en el Mediter‡neooccidental contribuyeron a elaborarlo de un modo impecable desde el punto de vistaestratŽgico. Cada uno de los c—nsules del 218 se har’a cargo de un cuerpo de ejŽrcito. Ti.Sempronio Longo partir’a con una escuadra a Sicilia, desde donde esperar’a el momentooportuno para asestar el primer golpe en el coraz—n del estado cartaginŽs, en la propia Africa;mientras, el otro c—nsul, P. Cornelio Escipi—n, embarcar’a sus tropas hacia Marsella, la Þelaliada griega, para alcanzar desde aqu’ la pen’nsula ibŽrica, base principal de los recursosmateriales y humanos del estado pœnico. As’, mientras el gobierno cartaginŽs se ve’a

obligado a llamar a sus ejŽrcitos para defender el suelo africano, Escipi—n le sustraer’a laposibilidad de conseguir recursos. 

Pero estos planes quedar’an muy pronto inutilizadosgracis al genio t‡ctico de An’bal, que, por su parte, hab’a pensado tambiŽn en un plan deataque, arriesgado, pero de enorme impacto si consegu’a llevarlo a la pr‡ctica.  Una vez conocida la declaraci—n de guerra, An’bal se traslad— con su ejŽrcito desde labase de Cartago nova hacia el norte. Pensaba, en una marcha rel‡mpago, a travŽs de losAlpes, irrumpir en Italia por sorpesa llevando el teatro de guerra al campo enemigo y levantarcontra Roma, mediante la situaci—n l’mite bŽlica, a muchos de sus aliados, para obligar algobierno romano a pedir la paz. A comienzos del verano de 218, An’bal atravesaba el Ebro y,tras duros combates con las tribus al norte del r’o, el ejŽrcito pœnico alcanz— la cadenamonta–osa que abr’a el camino de la Galia. Pero antes de iniciar la empresa, An’bal dej—

asegurada la vital defensa de la pen’nsula en manos de su hermano Asdrœbal y de Hann—n.Mientras, otro ejŽrcito se aprestaba a la defensa de Africa. En total, Cartago hab’a movilizadoalrededor de 100.000 hombres, de los que una cuarta parte -20.000 infantes, 6.000 jinetes ytres docenas de elefantes- fueron invertidos en la campa–a italiana.

3.1.2. La marcha de An’bal: Tesino, Trebia y Trasimeno.  Mientras tanto, los c—nsules romanos hab’an conseguido poner en pr‡ctica los planest‡cticos previstos: Sempronio parti— para Sicilia, mientras Escipi—n se dirig’a a Marsella. Pero,a la altura de la desembocadura del R—dano, tuvo la desagradable sorpresa de que An’bal yahab’a cruzado los Pirineos. Escipi—n desembarc— sus tropas sin excesiva prisa, conÞado enuna detenci—n del ejŽrcito enemigo en la regi—n de la Galia meridional, cuando recibi— la

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noticia de que An’bal ya hab’a franqueado el R—dano. Era ahora evidente la intenci—n delpœnico de invadir Italia, que, dados los planes romanos, se encontraba desguarnecida.Escipi—n se vio obligado a volver sobre sus pasos y regresar a Italia para preparar la defensa.Pero, consciente del alto valor de la pen’nsula ibŽrica y de los recursos que pod’a ofrecer alenemigo, no renunci— del todo a sus primitivas intenciones: el grueso del ejŽrcito fue conÞadoa su hermano Cneo con la orden de embarcar rumbo a Iberia. El plan africano, por elcontrario, qued— pospuesto: el senado, ante las diÞcultades y la pŽrdida de tiempo querepresentar’a un nuevo reclutamiento para reforzar la defensa del Po, crey— m‡s efectivo

echar mano del ejŽrcito de Sempronio, orden‡ndole acudir al norte para unirse al deEscipi—n.  Pocas empresas han despertado tan febrilmente la imaginaci—n de antiguos y modernoscomo la aventura del paso de los Alpes por An’bal, cuando ya las primeras nieves cubr’an losestrechos pasos, aunque no estamos en condiciones de precisar ni siquiera el caminoseguido por el ejŽrcito pœnico. Lo importante es que An’bal consigui— su prop—sito a travŽs dealguno de los pasos occidentales y alcanz— as’ la llanura norte padana.  Era el Po la defensa m‡s segura para proteger Italia, teniendo en cuenta la inquietud delas tribus celtas del norte del r’o, donde Roma s—lo contaba con el apoyo de las recientescolonias de Placentia y Cremona. Por ello, Escipi—n, sin esperar a su colega, cruz— el r’o parair en busca del ejŽrcito pœnico a lo largo de su orilla septentrional y estableci— su

campamento en la margen occidental de uno de sus aßuentes, el Tesino. Mientras, An’ballogr— acercarse al lugar donde acampaban las fuerzas romanas, despuŽs de combatir a latribu de los taurinos, que le cerraba el paso, y destruir su capital.

Escipi—n, que hab’a atravesado el Tesino con la caballer’a y tropas ligeras para realizaruna labor de reconocimiento, se encontr— de improviso con la avanzadas montadas deAn’bal. Era demasiado tarde para rehuir el combate, que la superioridad de la caballer’apœnica, en terreno favorable, no tard— en dedidir a su favor. El propio c—nsul fue herido en elencuentro y a duras penas pudo retirarse al otro lado del r’o en espera de las legiones deSempronio. Pero, una vez fallado el intento de detener a An’bal y teniendo en cuenta lainseguridad del territorio, Escipi—n repas— el Po y vino a asentarse en las m‡rgenes delTrebia, aßuente meridional, donde la protecci—n de las colinas vecinas le ofrec’a mayores

garant’as de resistencia. 

En efecto, los temores de Escipi—n se conÞrmaron cuando los galos en masa acudieron aponerse al servicio de An’bal, mientras, a Þnales de a–o, Sempronio reun’a sus fuerzas conlas de su colega. El caudillo pœnico tambiŽn cruz— el Po, estableciendo su campamento cercadel de los romanos y apoder‡ndose de la fortaleza de Clastidium, donde Žstos ten’an susalmacenes. Si el descalabro de Escipi—n en el Tesino no hab’a pasado de ser unaescaramuza, el combate que enfrentar’a a An’bal con las tropas reunidas de los dos c—nsulesen el Trebia se convertir’a en el primer gran desastre bŽlico romano. Atra’dos a una trampa,los romanos cruzaron las aguas heladas del r’o para enfrentarse al ejŽrcito de An’bal,desplegado en la otra orilla: mientras la caballer’a pœnica deshac’a las alas de los ateridossoldados, un cuerpo de ejŽrcito al mando de Mag—n, emboscado desde la noche anterior, les

alcanzaba por la espalda. M‡s de 20.000 soldados romanos quedaron en el campo debatalla; s—lo unos 10.000 lograron abrirse camino, reganar el r’o y buscar refugio en Placentiay Cremona. 

La desafortunada campa–a del Po hizo ver a la direcci—n pol’tica romana el real alcancedel peligro y la necesidad de invertir mayores medios en una guerra que empezaba acomplicarse. A las cuatro legiones del Po y las dos de Hispania -a donde, tras las eleccionesconsulares de 217, fue enviado Escipi—n como proc—nsul para reunirse con su hermanoCneo-, vinieron a a–adirse otras cinco de reciente formaci—n, distribuidas estratŽgicamenteen los puntos cruciales que defend’an Italia: dos en Sicilia, una en Cerde–a y dos en la propiaRoma. Era An’bal el peligro m‡s inmediato, y a contrarrestarlo acudieron los nuevos c—nsules-el patricio Cneo Servilio GŽmino y el viejo l’der popular C. Flaminio-, decididos a impedir el

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acceso del enemigo a Italia central. Mientras Flaminio se situaba en Lucca, para cerrar lospasos del Apenino que desembocaban en la costa tirrena, Servilio dirig’a sus fuerzas aAriminium con la intenci—n de bloquear la marcha de An’bal hacia el Adri‡tico e impedir elacceso a Italia central por la v’a Flaminia. Quedaba, sin embargo, una tercera posibilidadpara An’bal: invadir Italia a travŽs de los pasos centrales del Apenino, al noroeste deFlorencia.  Era, sin duda, la m‡s impracticable, pero, jugando con los factores de rapidez y sorpresa,el caudillo pœnico la eligi—, a pesar de sus diÞcultades. Al conocer las intenciones de An’bal,

ambos c—nsules se movieron desde oriente y occidente hacia la Italia central. El juego deAn’bal consist’a en atraer al ejŽrcito m‡s pr—ximo al combate, antes de que la conjunci—n conel otro lo pusiese en desventaja numŽrica. Era el ejŽrcito de Flaminio el m‡s cercano, y,cuando el c—nsul vio avanzar al enemigo, aparentemente en direcci—n a Roma, sin esperar lallegada de Sempronio, lo sigui— hasta la fatal trampa que An’bal, bien informado de la regi—n,iba a prepararle entre Cortona y la ribera septentrional del lago Trasimeno, en un estrechopaso en el que, para no perder de vista al enemigo pœnico, el c—nsul se aventur— a entrar. Labatalla se convirti— en una autŽntica carnicer’a, en la que pereci— la mayor parte del ejŽrcitoromano con el propio c—nsul.

DespuŽs de Trasimeno, s—lo tres d’as de marcha separaban a An’bal de Roma. Pero niera Žsta la meta del pœnico, ni pod’a hacerse ilusiones de que alguna vez lo fuera. Su

intenci—n no era tanto inßigir un golpe directo sobre el coraz—n del enemigo, como aislarlo delgigantesco aparato que le prestaba toda su fuerza, sus aliados. Por ello, tras la batalla,esgrimi— su consigna de libertad para Italia con el gesto program‡tico de liberar a todos losprisioneros no romanos. Pero la Italia central no cedi—, y la victoria militar no tuvo sucorrespondencia en el terreno pol’tico. An’bal, que no pod’a permanecer en un territorio quehab’a cerrado Þlas en torno a Roma, se dirigi— hacia la costa adri‡tica, a travŽs del Piceno,para dar descanso a sus tropas, antes de tentar la misma suerte en la Italia meridional.

3.1.3. Cannae.  Roma intent— hacer frente con medios dr‡sticos a la apurada situaci—n creada con elnuevo desastre. Entre ellos, se decidi— resucitar la vieja instituci—n de salvaci—n pœblica de la

dictadura, es decir, la concentraci—n por tiempo limitado de todo el poder estatal en unassolas manos. La elecci—n recay— en el patricio Q. Fabio M‡ximo, pero su posici—n qued—debilitada con la imposici—n por parte de los comicios de su lugarteniente o magister equitum ,M. Minucio Rufo, que, con su posici—n independiente, aunque subordinada, iba a limitar lacapacidad de acci—n del dictador y su estrategia.

Fabio, consciente de la superioridad de An’bal en campo abierto tras la triple experienciade las derrotas romanas, consider— que el enemigo s—lo pod’a ser vencido con una pacientey larga guerra de nervios, en la que el invasor, obligado a vivir en terreno hostil, fueraconsumiŽndose, sin darle jam‡s la posibilidad de una victoria, siempre vigilado y acosadohasta que llegase el momento favorable para aniquilarlo. Si bien Italia contaba con recursossuÞcientes para poder soportar esta guerra de exterminio, de tierra quemada, la opini—n

pœblica no pod’a dejar de pensar que era un precio demasiado alto el que se pagaba por unat‡ctica cuya eÞcacia no encontraba una demostraci—n inmediata o a corto plazo, mientras seasist’a impotentemente a la devastaci—n de los propios campos. De ah’ el remoquete decunctator , "contemporizador", con el que Fabio pasar’a a la historia.  Tampoco en la costa adri‡tica hab’a conseguido An’bal, a pesar de algunos Žxitosespor‡dicos, levantar a sus poblaciones contra Roma. Aœn m‡s, la llegada de Fabio con suejŽrcito, atento a los movimientos del enemigo pero sin evidente intenci—n de dejarse atraer alcombate, debilit— su posici—n en la zona, agudizando, sobre todo, los problemas deabastecimiento. Hab’a que mover las fuerzas para alimentarlas, y An’bal, a travŽs delSamnio, desemboc— en la llanura campana, que someti— a saqueo, seguido por Fabio. Perocon la llegada del invierno, An’bal necesitaba salir de Campania, donde escaseaba el grano y

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era dif’cil obtener recursos. La vigilancia que Fabio hab’a establecido sobre las posiblesrutas, cerraban a An’bal el camino. No obstante, con una estratagema, el pœnico consigui—salir de la ratonera y dirigirse de nuevo hacia oriente. El fracaso de Fabio, al no poderimpedir la marcha de An’bal, termin— de deshacer la credibilidad sobre su estrategia deespera. Llamado a Roma con pretextos religiosos, el mando pas— a su lugarteniente Minucio,cuyo Žxito en una escaramuza contra An’bal, cerca de Geronium, llev— al contrasentido deconcederle poderes pares a los de Fabio, con lo que Roma se encontr— con el absurdo dedos dictadores. Minucio, impaciente por revalidar sus dotes de estratega, se dej— atraer a una

trampa, y s—lo la llegada de Fabio salv— a las armas romanas de una nueva masacre. PocodespuŽs, las elecciones consulares de 216 terminaban con la parad—jica codictadura, y losnuevos c—nsules -el arist—crata L. Emilio Paulo y un homo novus , C. Terencio Varr—n- ,abandonando la pol’tica de prudencia de Fabio, buscaban el enfrentamiento abierto. 

El choque se produjo frente a las ruinas de Cannae, en el bajo curso del Ofanto, enApulia, a comienzos de agosto. An’bal volvi— a mostrar su genio militar con un impecablemovimiento envolvente que cost— a los romanos la mayor parte de su ejŽrcito. S—lo Terencio,con un cuerpo de caballer’a, escap— a la matanza refugi‡ndose en la vecina Venusia.  Cannae constituye, sin duda, un punto de inßexi—n en la guerra. Tras la nueva victoria,An’bal comenzar’a a ver materializados sus prop—sitos estratŽgicos: separar de la obedienciaromana a un nœmero considerable de aliados. Gran parte del Samnio, as’ como el Bruttio, la

Lucania y muchas ciudades de Apulia se pasaron al enemigo, con algunas ciudadescampanas y, entre ellas y sobre todo, la rica y poderosa Capua. El inquietante panorama aœnse tornaba m‡s sombr’o por la pŽrdida, en el norte, de la Galia cisalpina, donde, a excepci—nde la colonias de Placentia y Cremona, toda la regi—n qued— fuera del control romano.  Pero, frente a la pŽrdida del norte y del sur, toda la Italia central resisti— y cerr— Þlas allado de Roma: el Lacio, Umbria y Etruria permanecieron Þeles y, lo que es m‡s importante,Roma sigui— contando con los centros de colonizaci—n, que, estratŽgicamente, a lo largo deltiempo, hab’a establecido como cobertura exterior en diferentes regiones de Italia,destruyendo la eÞcacia de lo que, a primera vista, pod’a parecer una amputaci—n importantede la unidad italiana. An’bal ahora, aun contando con nuevas fuentes de aprovisonamiento ymayores recursos humanos y materiales, deb’a atender las peticiones de apoyo de las

ciudades aliadas contra los ataques romanos, destruyendo con ello la cohesi—n del ejŽrcitopœnico y poniendo trabas a su libertad de movimientos.A los fulminantes golpes con los que hasta el momento An’bal hab’a demostrado su

superioridad militar, seguir’a ahora una guerra menos espectacular, pero, sin duda, muchom‡s dura e implacable, de posiciones, en la que resultar’a triunfante quien demostrara mayorcapacidad de resistencia, con la inclusi—n de superior cantidad de medios. Y en este punto,fatalmente para An’bal, vino a coincidir su posici—n, en deÞnitiva, m‡s dŽbil que la centralromana, con una inoportuna dispersi—n de los frentes de guerra. La internacionalizaci—n delconßicto sustrajo a An’bal los refuerzos que la estrategia de Italia hac’an imprescindibles.  En cuanto al estado romano, el desastre de Cannae no hizo sino concentrar las energ’asen un conjunto de medidas tan dr‡sticas como la situaci—n exig’a. La oligarqu’a senatorial

tom— fŽrreamente las riendas de la conducci—n de la guerra y de la direcci—n del estado,utilizando h‡bilmente las derrotas para eliminar durante mucho tiempo las aspiracionespopulares de verse representados en la alta magistratura por alguno de sus l’deres, comohab’a sido el caso de Flaminio, Minucio Rufo o Terencio Varr—n, el superviviente de Cannae.Las consignas de salvaci—n del estado, reconciliaci—n nacional y unidad de esfuerzos llevaronde nuevo al poder, sin condicionantes, a los arist—cratas y, entre ellos, al viejo Fabio M‡ximo,cuyas t‡cticas por Þn iban a seguirse a rajatabla.

Se atendi— a controlar las l—gicas reacciones populares de desesperaci—n y p‡nico y acanalizar la superstici—n y el sentimiento religioso con la celebraci—n de ceremonias piadosasy b‡rbaros ritos, casi olvidados, de sacriÞcios humanos, pero, sobre todo, la atenci—n de ladirecci—n pol’tica se concentr— en las medidas militares. Para ello era preciso sanear el

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lamentable estado de las Þnanzas pœblicas con medidas como la duplicaci—n del impuestosobre la propiedad (tributum ), la suscripci—n de emprŽstitos especiales o la inßaci—n. Con losmedios conseguidos as’, el estado consigui— poner en pie de guerra diecinueve legiones, queen los siguientes a–os aœn se incrementar’an hasta elevar la cifra de combatientes a casi uncuarto de mill—n de soldados, necesarios para atender a los mœltiples frentes no s—lo en elinterior deItalia, sino en los distintos teatros de la guerra en el Mediterr‡neo.

3.1.4. Las operaciones en Campania: Capua.  Si la posici—n central de Roma anulaba la posibilidad de conjunci—n de los rebeldesmeridionales con las tribus de la Galia cisalpina, la presencia de An’bal en el mediod’aitaliano y, en concreto, la defecci—n de ciudades campanas, como Capua, abr’a una peligrosabrecha de entrada al Lacio. Por ello, el primer objetivo romano deb’a atender a la defensa dela l’nea campana, que qued— establecida en tres frentes: uno meridional, entre Capua y Nola,en los castra Claudiana , vigilaba el Samnio; los otros dos proteg’an respectivamente losaccesos al Lacio, a travŽs de las v’as Latina y Appia.

Por su parte, An’bal contaba con que Campania, gracias a la ayuda de Capua, caer’acomo fruta madura, mientras en el sur quedaba por completar la obra de independizaci—n conla inclusi—n de las ciudades griegas de la Magna Grecia, aœn Þeles a Roma. Tras Cannae, en

el mismo 216, An’bal hab’a intentado infructuosamente apoderarse de N‡poles, paraconseguir la salida al mar. Con la nueva estaci—n se repetir’a el ataque, pero sin descuidarlas regiones meridionales, donde se trataba de someter a las ciudades griegas de la costa.An’bal, a pesar de ciertos limitados Žxitos, se estrell— contra las murallas de Cumas yN‡poles, mientras Nola, en el interior, resist’a Þel a Roma; en cambio, cay— en manoscartaginesas casi toda la pen’nsula del Bruttio, incluidas las ciudades griegas de Locroi,Crotona y Caulonia.

Pero esta ofensiva pœnica en Campania iba a ceder muy pronto su puesto a la defensacuando las tropas romanas, una vez estabilizado el frente de combate, se lanzaron a su vezal ataque, con un objetivo muy Þrme y preciso: Capua. La importante ciudad campana setransform—, hasta su ca’da en 211, en una cuesti—n de prestigio para ambos contendientes.

Los ejŽrcitos romanos, conducidos por el viejo Fabio, c—nsul sucesivamente en 215 y 214,fueron estrechando el cerco de la ciudad, y An’bal, invencible en campo abierto, hubo de verimpotente c—mo una y otra vez sus fuerzas se estrellaban infructuosamente en su prop—sitode prestar ayuda a Capua, que, Þnalmente, como la propia Campania, fue abandonada a sudestino. Con la marcha de An’bal de Campania, precedida de una victoria romana enBeneventum, quedaron abiertas para las fuerzas romanas las puertas del Samnio, desdedonde se pod’an lazar incursiones contra los territorios rebeldes de Lucania y Apulia. 

Los esfuerzos de An’bal se concentraron entonces en el sur, en la pen’nsula salentina,cuya principal ciudad, Tarento, pod’a ser un buen sustitutivo de Capua. Tras una serie denegociaciones, un grupo de tarentinos entreg— la ciudad, pero no pudo ser desalojada de laciudadela la guarnici—n romana. A Tarento seguir’an las ciudades griegas vecinas del golfo,

Metaponte y Thurioi, en el mismo a–o en el que, como veremos, M. Claudio Marcelo iniciabael asedio de Siracusa, en Sicilia (213). 

Pero, aun sin renunciar al hostigamiento en puntos del mediod’a, la directiva romanapreÞri— proceder con orden y avanzar barriendo desde Campania y el Samnio para aislar alenemigo en el sur. Capua fue sometida a asedio regular, mientras sus habitantes,aterrorizados, enviaban embajada tras embajada a An’bal, que, por conveniencia pol’tica, nopod’a sustraerse a la llamada de auxilio. Pero fracas—, tanto el intento de Hann—n poraprovisionar la ciudad, como la siguiente expedici—n al mando del propio An’bal, condenado,mientras no recibiera refuerzos, a mantenerse a la defensiva en los territorios ocupados.Mientras, en Hispania, los hermanos Escipi—n, que durante siete a–os se hab’an mantenido

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victoriosamente frente a los ejŽrcitos pœnicos, encontraban un tr‡gico Þn, que, pr‡cticamente,deshac’a su obra. 

El a–o 211 cay— Capua, sin que el œltimo y desesperado intento de An’bal por levantar elfŽrreo cerco tuviera Žxito. En efecto, ante el infructuoso intento de An’bal de romper el sitio, elcaudillo pœnico s—lo encontr— el recurso, espectacular e inœtil, de dirigirse hacia Roma. Peroni aœn as’ los generales romanos abandonaron sus posiciones, y An’bal, cuando comprob—que su a–agaza hab’a fracasado, regres— al Bruttio. Capua se rindi— incondicionalmente yRoma castig— con dureza los cinco a–os de deserci—n: condenas a muerte de los

responsables, esclavizaciones y deportaciones en masa, pŽrdida de todos los privilegios jur’dicos para sus habitantes y fuertes amputaciones de su territorio. Campania volv’a a estarbajo el control romano, y ya nada se opon’a al avance hacia el sur.

3.1.5. La lucha en el sur de Italia. 

El tremendo esfuerzo romano tras Cannae no pod’a dejar de reßejarse en un cansanciogeneral, que redujo la guerra en Italia a peque–as operaciones contra ciudades aisladas, auna guerra, en Þn, de pillajes, que, en su propia crueldad y endurecimiento, manifestaba estemismo cansancio. Doce ciudades latinas se negaron a seguir aportando sus contribucionesen hombres y dinero, alegando encontrarse exhaustas, mientras la falta de recursos obligabaa echar mano de uno de los œltimos expedientes, las reservas de los templos. En 210, mor’a

frente a las murallas de la ciudad apula de Herdonia uno de los c—nsules. El estado romanose aplic— de nuevo con energ’a a la guerra, eligiendo c—nsul para 209, por quinta vez, al viejoCunctator, mientras en Hispania, el joven Escipi—n, hijo del vencido en Tesino, lograba unespectacular Žxito con la conquista de Cartago nova.  La estrategia romana en el frente italiano intentaba arrojar a An’bal de la pen’nsulasalentina y, en especial, de la importante base mar’tima de Tarento, para aislarlo del resto deItalia en el apŽndice meridional, el Bruttio. El mismo Fabio M‡ximo se encarg— del asedio dela ciudad, que cay— antes de que An’bal pudiera acudir en su auxilio.  La guerra, sin embargo, todav’a estaba lejos de su Þnal. Lo demostr— la muerte de losdos c—nsules del 208 en un desafortundo encuentro con An’bal cerca de Venusia. Peromucho m‡s inquietante fue la noticia de que Asdrœbal, hermano de An’bal, tras burlar el cerco

al que Escipi—n le somet’a en Hispania, se encaminaba hacia Italia con un ejŽrcito de 20.000hombres. Perdida la Cisalpina, donde Asdrœbal, efectivamente, tras cruzar los Alpes, no tuvomayor diÞcultad en desembocar, eran los accesos a Italia central las l’neas que hab’a quedefender. Pero tampoco hab’a que descuidar el propio ejŽrcito de An’bal en el sur. Por ello,los c—nsules de 207 prepararon la defensa en dos frentes: M. Livio Salinator march— al nortepara controlar desde Sena G‡lica estos accesos, mientras Claudio Ner—n deb’a frenar aAn’bal, impidiendo la conjunci—n con su hermano. Asdrœbal, eligiendo la ruta del Adri‡tico,envi— correos a su hermano para dar cuenta de sus intenciones y preparar el encuentro. Peroestos correos, desgraciadamente, cayeron en manos de Claudio antes de que llegaran a sudestinatario. En una marcha rel‡mpago, el c—nsul acudi— en busca de su colega, Livio, alque, efectivamente, alcanz— en Sena. Asdrœbal entonces trat— de evitar el choque,

retir‡ndose por el curso del r’o Metauro hacia el interior. Pero los c—nsules no tuvierondiÞcultad en alcanzarle, y en la batalla del Metauro quedaron para siempre enterradas lasesperanzas de An’bal de revitalizar el frente italiano. 

El caudillo pœnico hubo de retirarse al Bruttio, donde era m‡s f‡cil la defensa, apoyado enlos puertos de la pen’nsula. All’ resistir’a cuatro a–os m‡s, en una guerra de posiciones ysitios, hasta que, en el oto–o de 203, fuera llamado a Africa para defender su patria contra elataque de Escipi—n. Italia quedaba as’, tras diecisŽis a–os de invasi—n, libre de tropasenemigas. Permaneci—, sin embargo, la pesada hipoteca de tantos a–os de desolaciones ymatanzas, que aßorar’a con toda su crudeza una vez alcanzada la paz.

3.2. La guerra en el Tirreno.

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  Si los planes estratŽgicos romanos, despuŽs de decididas las hostilidades contraCartago, consideraban la pen’nsula ibŽrica y Africa como objetivos prioritarios, para Cartagolas posiciones en el Tirreno eran vitales, aœn m‡s teniendo en cuenta los planes de An’bal enItalia. No hay que olvidar, por otra parte, que, aun sin necesidad de pensar en una guerra derevancha, las posiciones del Tirreno, perdidas tras la primera guerra pœnica, hab’anconstituido los puntales del expansionismo cartaginŽs en el Mediterr‡neo occidental. Por ello,no bien declarada la guerra, Cartago envi— dos expediciones navales con los objetivosprecisos de apoderarse de las islas L’pari y de Lilibeo, el puerto m‡s occidental de Sicilia,

cabeza de puente con Africa. Pero la llegada del c—nsul Sempronio con el ejŽrcito y la ßotadestinada a Africa dej— clara la superioridad naval romana, y el intento de apoderarse deLilibeo fracas—. Cuando el c—nsul, desde Lilibeo, se dispon’a a actuar en L’pari, sin embargo,y despuŽs de haber recuperado la isla de Malta, poco antes ocupada por los pœnicos, lleg— laorden de regresar inmediatamente a Italia ante la irrupci—n de An’bal en la llanura padana.Con ello, hubo de abandonarse el escenario siciliano, en buena medida, a la leal actitud delanciano rey Hier—n de Siracusa, que contribuy— a mantener la isla del lado romano.  TambiŽn en Cerde–a, donde la huella pœnica hab’a sido tan profunda y que hab’a sidoanexionada recientemente al precio de duras luchas con los ind’genas, los triunfos de An’balen Italia echaron a los sardos en brazos de los cartagineses. El gobierno romano actu— conenerg’a contra las fuerzas reunidas sardo-pœnicas y, en dos encuentros, en el a–o 215, se

decidi— el destino romano de Cerde–a, que qued— deÞnitivamente controlada durante el restode la guerra.  M‡s grave y complicado fue el reßejo de la guerra en Sicilia, donde las acciones bŽlicascartaginesas, desde el principio, estuvieron acompa–adas de intrigas diplom‡ticas destinadasa minar la actitud prorromana del rey Hier—n. Desafortunadamente, en 215, muri— el viejo reyy el trono qued— en las inexpertas manos de su nieto Jer—nimo, que, prestando o’dos a partede la corte, Þrm— una alianza con Cartago, Þado en la promesa de que, en caso de unavictoria pœnica, toda Sicilia quedar’a anexionada al reino siracusano. Un a–o despuŽs, sinembargo, una revoluci—n popular acababa con su vida y la de toda la casa real. La repœblica,reciŽn proclamada, se declar— tambiŽn en favor de Cartago y, conÞada en su magn’Þcaposici—n, se dispuso a resistir el ataque romano. Como era de esperar, fracas— el ataque por

tierra y mar, al mando del c—nsul M. Claudio Marcelo. M‡s aœn, una ßota pœnica, al mando deHimilc—n, logr— tambiŽn apoderarse de Agrigento, la segunda ciudad en importancia de laisla. Pero Marcelo actu— con energ’a, sometiendo a Siracusa a un sitio convencional,mientras trataba de sujetar o recuperar los centros que se hab’an declarado contra Roma, enocasiones con una falta de tacto que s—lo logr— extender la sublevaci—n a gran parte de laisla. El sitio de Siracusa se prolong— entre complicados movimientos estratŽgicos hasta que,en 211, Marcelo pudo entrar en la ciudad. Superado el obst‡culo, el resto de la campa–asiciliana no present— excesivas diÞcultades y, un a–o despuŽs, Valerio Levino se apoderabade Agrigento, acabando con la resistencia siciliana.

3.3. La guerra en el Adri‡tico.

 

Aunque la segunda guerra pœnica tiene como escenario principal el Mediterr‡neooccidental, es necesario considerar en su contexto la serie de operaciones que tienen lugaren el Adri‡tico, entre 215 y 205, como consecuencia de la llamada primera guerramaced—nica, m‡s por razones de orden cronol—gico que por la real incidencia que tuvo parael desarrollo del conßicto romano-pœnico.

El rey Filipo V de Macedonia, que, en seguimiento de una pol’tica tradicional, aspiraba adominar toda Grecia, vio la ocasi—n de aprovecharse de las diÞcultades en que la invasi—n deAn’bal hab’a puesto al estado romano, para ocupar el protectorado que la potencia italianamanten’a en Iliria. Para ello hizo un acercamiento a An’bal, que fructiÞc—, supuesto el interŽspœnico en extender al m‡ximo los frentes para debilitar la cohesi—n y la eÞcacia del enemigo,en un tratado, Þrmado en 215, por el que Filipo se compromet’a a prestar a An’bal ayuda

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militar a cambio de una garant’a diplom‡tica en Iliria. El gobierno romano conoci— lasintenciones de los nuevos aliados y actu— en consecuencia enviando al pretor Levino concincuenta nav’os a vigilar el canal de Otranto. De este modo, cuando el rey macedoniocomenz— las operaciones por mar contra algunas plazas costeras, Levino no tuvo diÞcultaden derrotarle. Pero el macedonio, en los a–os siguientes (213-212), encontr— la forma deatacar por tierra, poniendo en peligro la zona del "protectorado" romano en Iliria. El estadoromano, en el punto ‡lgido de la guerra contra Cartago y sin posibilidad de distraer parte desus efectivos en un teatro marginal, vio una soluci—n en el acercamiento a los enemigos de

Filipo en Grecia y, en concreto, a la liga etolia, que en ese momento encabezaba elsentimiento antimacedonio, latente en otras regiones griegas y del Mediterr‡neo oriental. AÞnales de 212, Roma Þrm— un tratado con la liga por la que los etolios se compromet’an aatacar a Filipo por tierra, mientras los romanos ofrec’an su apoyo naval. De este modo, elestado romano se vio envuelto en una brutal guerra de pillajes, sin conexi—n con el conßictopœnico, en la que acabaron involucrados el resto de los estados griegos. Pero, conpreocupaciones m‡s acuciantes, Roma dej— poco a poco de prestar interŽs al conßicto, hastadejar solos pr‡cticamente a sus aliados etolios frente a Filipo y sus estados satŽlites. Losetolios, sin el apoyo romano y acosados tanto por Filipo como por su tradicional enemiga, laliga aquea, terminaron por tratar en 206 con el rey macedonio. Cuando el gobierno romanocomprob— la inutilidad de sus esfuerzos por volver a incitar a la liga etolia a la guerra, preÞri—,

ante lo secundario del teatro adri‡tico, llegar a un acuerdo con el macedonio que le dejara lasmanos libres para el deÞnitivo asalto a Cartago. Este se materializ— en la paz de FŽnice, en205, por la que Roma perd’a parte de su protectorado ilirio, ya antes en manos macedonias.  Si, como hemos visto, la guerra con Filipo tiene para el conßicto con Cartago s—lo uncar‡cter marginal, es, en cambio, de fundamental importancia como polŽmico inicio de unaOstpolitik , que absorber‡ en buena parte la pol’tica exterior romana durante la primera mitaddel siglo II a. C. Pero su detenida consideraci—n exige el conocimiento previo de la situaci—npol’tica de la Grecia continental y del resto del mundo helen’stico, por lo que volveremos aincidir en ella m‡s adelante, en el contexto de la pol’tica oriental romana posterior aldesenlace de la guerra contra Cartago.

3.4. La guerra en Hispania.

3.4.1. Cneo y Publio Cornelio Escipi—n.  Ya sabemos c—mo la estrategia romana, una vez declarada la guerra, ten’a la intenci—nde aprovechar la iniciativa para asestar un doble golpe en la principal base de recursos delestado pœnico, Hispania, y en la propia Cartago. Pero el impecable plan no contaba con lafulminante reacci—n de An’bal, que, precisamente, trataba de hacer de Italia el escenario de laguerra y que, en una de las empresas militares m‡s asombrosas de la Historia, a comienzosdel verano de 218, cruz— el Ebro y, despuŽs de someter por la fuerza o por la diplomacia alas tribus del norte del r’o, se abri— camino hacia la Galia para caer sobre Italia de improviso.  La imprescindible base de Hispania no qued— desguarnecida con este traslado de las

fuerzas pœnicas a Italia. Los territorios dominados por Cartago en la pen’nsula, de acuerdocon las instrucciones de An’bal, fueron conÞados para su defensa en dos lugartenientes delcaudillo pœnico, Hann—n y su propio hermano, Asdrœbal, que se repartieron, respectivamente,la regi—n entre el Ebro y los Pirineos, de reciente conquista, y la que se extend’a al sur delr’o. Pero tampoco el gobierno romano, a pesar del imprevisto giro que la acci—n de An’balhab’a dado al curso de la guerra, abandon— del todo los primeros planes estratŽgicos. Si bienel c—nsul Escipi—n hubo de permanecer en Italia para preparar su defensa, dio la orden a suhermano Cneo de embarcar rumbo a la pen’nsula con el grueso de las tropas -dos legiones ylos correspondientes auxilia -, en principio destinadas a este objetivo. 

Fue Emporion (Ampurias), colonia griega de la costa catalana, la base del desembarco,que se realiz— a Þnales del verano de 218. Poco despuŽs, una vez aÞanzado el ejŽrcito

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romano en los alrededores, mediante acuerdos con las tribus o con el uso de la fuerza, selleg— al primer encuentro entre Cneo y las fuerzas pœnicas al mando de Hann—n, cerca de laciudad de Cesse, que result— favorable a las armas romanas. Cneo, con la toma delcampamento pœnico y del bot’n que los soldados de An’bal hab’an conÞado a Hann—n alpartir hacia Italia, logr— hacer de Cesse, convertida en Tarraco (Tarragona), con su magn’Þcopuerto, la principal base de operaciones del ejŽrcito romano en Hispania. Los l’mites deldominio pœnico en la pen’nsula volvieron a retraerse a la l’nea del 226, mientras Cneoextend’a su inßuencia al norte del Ebro combatiendo contra las tribus, como los ilergetas, que

hab’an tomado partido por la causa pœnica.  La importancia que el gobierno romano daba al campo de operaciones de Hispania,qued— demostrada por el env’o, en 217, de un nuevo ejŽrcito al mando del hermano de Cneo,Publio, con el t’tulo de proc—nsul, que permiti— reactivar la lucha. En un principio, los doshermanos se aplicaron a aÞanzar su posici—n al norte del Ebro, extendiendo los pactos dealianza con las tribus ind’genas, mientras, por su parte, Cartago, consciente tambiŽn de lanecesidad de las bases de Hispania, enviaba nuevas tropas. El primer gran choque de losdos ejŽrcitos enemigos tuvo lugar en Hibera, identiÞcable con la posterior Dertosa (Tortosa).El resultado, favorable a los romanos, permiti— no s—lo rebasar la l’nea del Ebro, sino tambiŽnimpedir que fueran enviados a Italia los refuerzos pœnicos preparados para acudir en socorrode An’bal. 

En los a–os siguientes, los hermanos Escipi—n intentaron minar los apoyos ind’genas conque contaban los pœnicos entre las tribus del alto Guadalquivir, en campa–as dif’ciles deprecisar en su autŽntico alcance y, sin duda, demasiado arriesgadas. S—lo conocemos conprecisi—n la reconquista de Sagunto en 213-212, que fue devuelta a sus antiguos pobladores.

El amplio teatro en que se desarrollaban las operaciones oblig— a los caudillos romanos adividir sus fuerzas para enfrentarse a las opuestas, tambiŽn en varios cuerpos de ejŽrcito, porlos pœnicos. Esta estrategia result— fatal para los romanos: Publio fue derrotado y muertofrente a la ciudad de Amtorgis; poco despuŽs, su hermano Cneo sufr’a el mismo destino enIlurci, seguramente identiÞcable con Lorca. Los supervivientes de la doble cat‡strofe de 211hubieron de replegarse de nuevo al norte del Ebro, en espera de un nuevo ejŽrcito, que elsenado envi— al mando de M. Claudio Ner—n. Bajo su mando, se consigui—, al menos,

mantener el territorio al norte del Ebro fuera del alcance pœnico, sin iniciativas, sin embargo,para revitalizar el frente creado en la pen’nsula.

3.4.2. Escipi—n el Africano: la conquista de Cartago nova.  En esta situaci—n, un giro decisivo signiÞc— la elecci—n, en circunstancias nosuÞcientemente aclaradas, de Publio Cornelio Escipi—n, hijo del Publio ca’do en Hispania,como caudillo de las fuerzas romanas en la pen’nsula. Con apenas veinticuatro a–os, sincualiÞcaci—n legal alguna, Publio fue investido por voto popular con un imperium  de rangoproconsular para llevar la direcci—n de la guerra de Hispania. Posiblemente obr— en estairregularidad la presi—n popular, manipulada por la propia facci—n y las clientelas de Escipi—n,que trataron de presentar al joven caudillo como el enŽrgico y audaz hombre de acci—n que

se necesitaba para este cometido, en un momento especialmente grave en el que se hizo jugar a la opini—n pœblica la baza del carisma personal, el recurso a lo sobrenatural, poniendode maniÞesto la m’stica de una predestinaci—n para acciones sobrehumanas. De este modo,Publio, a cuyo lado fue puesto como propretor, en sustituci—n de M. Claudio Ner—n, a M.Junio Silano, desembarc— en Ampurias con dos legiones a comienzos del ato–o de 210. ConŽl, la guerra en Hispania entrar’a en su decisiva y œltima fase.  Reagrupadas las fuerzas, Publio se puso en marcha hacia Tarraco, utilizando los mesesde forzosa inactividad, dado lo avanzado de la estaci—n, para estabilizar la situaci—n entre losPirineos y el Ebro. Esta estabilizaci—n pasaba por la necesidad de trabar relaciones deamistad y alianza con las tribus ind’genas, que, en su ßuctuante alternancia hacia uno y otrobando, hab’an decidido en no peque–a medida el curso de la guerra. Frente a las exigencias

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de los pœnicos, cuya pol’tica, sobre todo con An’bal, se hab’a basado en la fuerza paraconseguir recursos de los ind’genas, Publio se apresur— a utilizar las armas de la diplomaciapara atraerse a los hispanos, asegurando, como œnica raz—n de su presencia en la pen’nsula,el objetivo de expulsar a los pœnicos de ella, sin posteriores pretensiones sobre los territoriosliberados. Esta atracci—n era tanto m‡s importante por la propia debilidad romana derecursos, que hac’a imprescindible la ayuda ind’gena en la provisi—n de v’veres para unejŽrcito de 35.000 hombres, sin contar con el concurso de tropas auxiliares como las que lospœnicos utilizaban de los pueblos incluidos en su esfera de inßuencia. L—gicamente, por ello,

la necesidad de ayuda obligaba al caudillo romano a identiÞcar sus objetivos -la expulsi—n delos pœnicos- con los de los aliados ind’genas, como œnico medio de garantizar sucolaboraci—n.  El respiro que para los cartagineses hab’a signiÞcado el acorralamiento de los romanosal norte del Ebro, hab’a permitido un fortalecimiento de sus posiciones al sur del r’o y eldespliegue de sus fuerzas en tres frentes, a lo largo de la costa atl‡ntica y levantina y en elinterior, al norte de Sierra Morena. Frente a esta estrategia, Publio decidi— sorprender a lospœnicos con un audaz e imprevisto golpe de mano, cuyo objetivo no era otro que la baseprincipal cartaginesa en la pen’nsula: Cartago nova. En 209, en una operaci—n conjunta portierra y mar, Escipi—n logr— sorprender a la guarnici—n cartaginesa y apoderarse de la ciudad.Adem‡s del bot’n material, Escipi—n se hizo con los trescientos rehenes ind’genas que los

pœnicos manten’an en la ciudad para asegurarse la Þdelidad de sus tribus. La devoluci—n asus hogares de estos rehenes signiÞc— para el caudillo romano el reconocimiento de unapreciable nœmero de tribus, que se apresuraron a Þrmar pactos de amistad con Roma. Y, porotro lado, los romanos pudieron contar desde entonces con una magn’Þca base estratŽgica,reforzada con un nuevo amurallamiento, clave para el control de la zona, que, para Cartago,hab’a constituido el nœcleo de su imperio hispano y la principal fuente de recursos,especialmente por las ricas minas de plata de la regi—n.

3.4.3. La conquista del valle del Guadalquivir y la expulsi—n de los pœnicos.  Una vez ganada la zona levantina, el paso l—gico era la cabecera del Guadalquivir, llavedel valle y zona minera, para intentar una acci—n sistem‡tica que fuera arrinconando a las

fuerzas pœnicas desde la zona monta–osa de Sierra Morena, a lo largo del r’o, hasta la costaatl‡ntica meridional, donde se encontraba el otro basti—n cartaginŽs, el puerto de Gades. Elmovimiento de las armas romanas hacia la regi—n llev— a Asdrœbal, uno de los tres caudillospœnicos que defend’an la pen’nsula, a establecer su campamento en la regi—n de Castulo,cerca de Linares, principal nœcleo urbano y centro de la regi—n minera. El combate tuvo lugaren BŽcula, en los alrededores de BailŽn, y su resultado, favorable a las armas romanas,marc— un hito decisivo en el desarrolo de las operaciones de la guerra en Hispania. Quedabaas’ abierto el valle del Guadalquivir, pero adem‡s la victoria signiÞc— un nuevo paso positivoen la pol’tica diplom‡tica de Escipi—n frente a las tribus ind’genas. Segœn Polibio, tras labatalla, los rŽgulos de la zona, se apresuraron a ofrecer a Publio el t’tulo de rey , comoreconocimiento de su liderazgo y garant’a de protecci—n. El general romano rechaz— el

ofrecimiento y s—lo acept— su aclamaci—n como imperator , de acuerdo con las tradicionesromanas. En todo caso, se tej’an as’ nuevos lazos entre los ind’genas y el poder romano, notanto en la forma abstracta e institucional de pactos con el estado, sino en la concreta ypersonal, aunque tambiŽn m‡s imprecisa, del caudillo que lo representaba.  Constre–ido a la defensa, el mando pœnico hubo de replantearse la estrategia a seguir,teniendo en cuenta que no era tanto la pen’nsula el eje de la acci—n general, sino, endeÞnitiva, la lucha contra Roma. Tras la pŽrdida de posiciones en Hispania y de su utilizaci—ncomo fuente de recursos, reclamaban prioridad las operaciones de An’bal en Italia, quenecesitaba urgentemente de refuerzos. La disparidad de criterios de los tres comandantespœnicos responsables de la pen’nsula llev— Þnalmente a un compromiso: uno de ellos,Asdrœbal, partir’a con un ejŽrcito hacia Italia, donde ya conocemos su suerte en el Metauro;

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Mag—n intentar’a reclutar mercenarios en las Baleares para volver con nuevos refuerzos, y eltercero, Gisc—n, desde la Lusitania, tratar’a de defender las œltimas posiciones en lapen’nsula con el concurso de un nuevo general, enviado desde Cartago, Hann—n.

Las fuerzas cartaginesas se dividieron: mientras Hann—n y Mag—n, en el interior, tratabande reclutar mercenarios y atraer a los ind’genas a su causa en la Celtiberia, Gisc—n seaprestaba a la defensa del valle del Guadalquivir y de la costa atl‡ntica meridional. Publiohizo frente al doble enemigo, decidido a una acci—n enŽrgica que evitara la prolongaci—n de laguerra. Mientras enviaba al propretor Silano a la Celtiberia, Žl mismo avanz— a lo largo del

valle del Guadalquivir, con la intenci—n de someter el œltimo basti—n pœnico en Hispania,Gades. Silano consigui— neutralizar las fuerzas de Hann—n y Mag—n e incluso logr— hacerprisionero al segundo; Publio, por su parte, desde Castulo, donde se le unieron las fuerzas deSilano, prosigui— a lo largo del r’o buscando el encuentro con Gisc—n. Este se produjo en Ilipa(Alcal‡ del R’o), en 207, y de nuevo las armas romanas resultaron victoriosas, no en peque–amedida por el decidido apoyo que recibieron de las tribus ind’genas de la Turdetania, que, lomismo que antes hicieran las del alto Guadalquivir, tomaron partido por la causa romana.Gisc—n, a duras penas, consigui— escapar por mar a Gades, donde tambiŽn se hab’arefugiado Mag—n tras la derrota en la Celtiberia.  El a–o 206 se complet— el objetivo de expulsi—n de las œltimas fuerzas pœnicas en lapen’nsula. Gades, la vieja colonia fenicia, consciente de la inutilidad de la lucha, decidi— por

su cuenta entregarse. Mag—n, que hab’a intentado en un desesperado e infructuoso golpe demano reconquistar Cartago nova, encontr— a su regreso cerradas las puertas de la ciudad.Resignado, parti— hacia las Baleares para desembarcar Þnalmente en 205 en la costa ligur,cuando ya la estrella de An’bal declinaba en Italia. As’ acababan silenciosamente treinta a–osde presencia pœnica en la pen’nsula. Pero en ellos se hab’an echado las bases, en parteinvoluntarias, aunque no por ello menos efectivas, de la presencia romana en Hispania, quehabr’a de mantenerse, sin soluci—n de continuidad, durante toda la existencia pol’tica de lapropia Roma.

3.5. La guerra en Africa.

3.5.1. El plan de Escipi—n. 

Una vez reducidos los focos que durante varios a–os hab’an extendido la guerra aamplias zonas del Mediterr‡neo -Hispania, Sicilia, Cerde–a y el Adr’atico-, parec’a llegado elmomento de hacer realidad el primitivo plan estratŽgico de llevar la guerra a Africa, lo quepermitir’a concentrar las fuerzas romanas sobre territorio enemigo, obligando a Cartago acolocarse a la defensiva, con las consiguientes ventajas de acci—n. 

De todos modos, An’bal aœn se encontraba en Italia, aunque arrinconado en el Bruttio, y,por ello, los c’rculos pol’ticos m‡s prudentes -y, entre ellos, los que dirig’a el viejo FabioM‡ximo- consideraban prematura la aventura. En cambio, Escipi—n y el clan que lo apoyabadeseaban materializar el ambicioso proyecto, para el que se precisaba la elecci—n deEscipi—n como c—nsul.

 

La victoriosa conclusi—n de la guerra de Hispania era la mejor propaganda para lograrestos prop—sitos, y, efectivamente, una vez vencidas las previstas resistencias, el jovencaudillo logr— ser elegido c—nsul para el 205 en loor de multitud y recibi— Sicilia comoprovincia, para preparar desde ella la expedici—n a Africa. Bien es cierto que apenas le fueronconcedidos medios materiales suÞcientes para llevarla a cabo y s—lo la autorizaci—n dereclutar voluntarios. Pero, la amplia red de clientelas del clan y el entusiasmo que su nombresuscitaba, le permitieron concentrar un peque–o ejŽrcito, que aœn aumentar’a en Sicilia. As’,a Þnales de 205, se encontraban listos los preparativos para la empresa. 

El Žxito de la campa–a de Africa, no obstante, estaba supeditado en gran parte a laobtenci—n de un apoyo eÞcaz en el propio pa’s, utilizando para ello la inestable situaci—npol’tica de los reinos nœmidas, extendidos al occidente de Cartago. Eran dos las formaciones

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pol’ticas que, por reagrupaciones cambiantes de las tribus n—madas, se hab’an gestado en elterritorio de Numidia: la m‡s oriental, la de los maessyli , acaudillados por el rey Gaia y,posteriormente, por su hijo Massinisa; al occidente de Žsta, hasta Marruecos, la de losmassaesyli , cuyo pr’ncipe era Sifax. Las relaciones con Cartago sufr’an frecuentes ydr‡sticos cambios, y, por ello, es l—gico que, tanto por parte del gobierno africano, como delestado romano, se buscara entre estos dinastas una colaboraci—n. En un principio, Massinisahab’a prestado su apoyo a Cartago, mientras Sifax se lanzaba a la revuelta abierta paraaÞrmar la independencia de las tribus bajo su mando. Sifax no s—lo vio reconocida su

soberan’a, sino que, aprovechando las diÞcultades internas en el territorio de los maessyli ,consigi— apoderarse de buena parte de este reino, expulsando al pretendiente Massinisa. Elgobierno de Cartago vio en Sifax el aliado que necesitaba e intent— un acercamiento, queculmin— en una alianza con el rŽgulo nœmida. Pero la entente Sifax-Cartago arroj— en brazosde los romanos a Massinisa, que, aun en su condici—n de semiproscrito, representaba unavaliosa ayuda como cu–a a espaldas del enemigo.

3.5.2. La campa–a de Africa.  En la primavera de 204 part’a Escipi—n hacia Africa, provisto del t’tulo de proc—nsul, conuna ßota de cuarenta nav’os y un ejŽrcito de 25.000 hombres. El desembarco tuvo lugar enlas inmediaciones de Utica, donde Escipi—n, incapaz de apoderarse de la ciudad, levant— su

campamento, los castra Cornelia . Descartado el asalto de la vecina Cartago, pr‡cticamenteinexpugnable, la estrategia de Escipi—n se aplic— a aislar progresivamente la ciudad,arrasando la fŽrtil llanura del Bagradas con el valioso concurso de Massinisa.

Para Sifax, el desembarco romano trastornaba todos sus planes, al verse envuelto en lashostilidades a favor de una u otra potencia, que, a la larga, s—lo pod’a redundar en perjuiciode la fr‡gil unidad de sus dominios y en beneÞcio de su enemigo Massinisa, y, por ello,intent— lograr un acercamiento entre los dos contendientes, ofreciŽndose como mediador.Escipi—n, al que le interesaba ganar tiempo, acept— el armisticio y comenzaron as’ lasconversaciones, que permitieron al general romano introducir esp’as en el campamentonœmida, con los cuales tuvo perfecto conocimiento de la disposici—n de las fuerzas yemplazamientos del enemigo. Con la ventaja de estos datos, bruscamente, al inicio de la

campa–a de 203, en un ataque nocturno, Massinisa y Lelio, el Þel colaborador de Escipi—n,incendiaron el campamento de Sifax, mientras el propio proc—nsul atacaba los vecinosacuartelamientos pœnicos. La estratagema, qu cost— a Cartago 40.000 hombres, dejaba aEscipi—n due–o del territorio en torno a Utica.  Cartago necesitaba recuperar el terreno perdido y acudir en socorro de Utica, sitiada porEscipi—n, por lo que, con un nuevo esfuerzo, reorganiz— sus fuerzas, que se enfrentaron a lasromanas en las orillas del Bagradas, en los Campi Magni . El resultado fue una aplastantevictoria romana, en la que cay— prisionero el propio Sifax, mientras Massinisa lograbarecuperar su reino e incluso una de las principales fortalezas de su enemigo, Cirta.  Parec’a llegado el momento del œltimo asalto. A tal Þn, abandonando el asedio de Utica,Escipi—n concentr— sus fuerzas en Tœnez, a menos de 25 kil—metros de Cartago. El senado

pœnico crey— prudente iniciar los tanteos de una paz, aunque sin descuidar los œltimosmecanismos de defensa, caso de fracasar los tratos: se reforzaron los muros de la ciudad yse envi— a An’bal y Mag—n la orden de regresar de Italia.

3.5.3. El Þn de la guerra: Zama.  Efectivamente, An’bal segu’a manteniŽndose imbatido en la estrecha faja costera orientalde la pen’nsula del Bruttio, entre Locroi y Crotona, aunque sin esperanzas de lograr unarevitalizaci—n de la ofensiva con la llegada de nuevos refuerzos. Las fuerzas de su hermanoAsdrœbal hab’an sido aniquiladas en el Metauro, y Mag—n, que, desde las Baleares, hab’adesembarcado en la costa ligur, se ve’a impotente para penetrar en la Italia central. Todav’a,en 205, Escipi—n, desde Sicilia, en un afortunado golpe de mano, hab’a logrado apoderarse

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de la ciudad de Locroi, reduciendo el campo de operaciones de An’bal a la zona entreCrotona y los castra Hannibalis  (Rocella), en precario, estrechamente vigilado por las fuerzasromanas. Por ello, obedeciendo las —rdenes de su gobierno y tras una œltima devastaci—n delterritorio italiano donde se manten’a, An’bal regres— a Africa, seguido de Mag—n, que, heridopoco antes en combate, no llegar’a a ver las costas de su pa’s.  Mientras tanto, las conversaciones de paz parec’an progresar: el consejo pœnico acept—las condiciones impuestas por Escipi—n -abandono por parte de Cartago de toda pretensi—nsobre Hispania, pago de una fuerte contribuci—n de guerra, renuncia a la ßota y compromiso

de reconocer el estado de Massinisa-, y los comicios romanos ratiÞcaron la paz.Pero la llegada de los ejŽrcitos de Mag—n y Asdrœbal y un hecho fortuito -la ca’da enmanos de los hambrientos cartagineses de unas naves romanas empujadas hacia la bah’ade Tœnez por una tormenta y el asesinato de los embajadores romanos enviados para exigiruna explicaci—n- deshicieron las esperanzas de acabar con la ya larga guerra. DesdeHadrumetum, el ejŽrcito pœnico al mando de An’bal se puso en marcha hacia el oeste paraacampar en los alrededores de Zama, incapaz de impedir la conjunci—n de las fuerzas deMassinisa y Escipi—n. La dŽbil posici—n del ejŽrcito pœnico empuj— a An’bal a tratar conEscipi—n, en una entrevista que las fuentes resaltan en todo su imponente dramatismo y queno fructiÞc—. En el encuentro armado que sigui—, en octubre de 202, las legiones romanas,el‡sticamente dispuestas, no tuvieron diÞcultad en vencer a las heterogŽneas fuerzas de

An’bal, que dejaron en el campo de batalla 20.000 muertos, mientras An’bal hu’a aHadrumetum. El senado cartaginŽs se apresur— a pedir la paz.  L—gicamente, las condiciones romanas se endurecieron: el territorio cartaginŽs sedevolv’a a los l’mites anteriores a la primera guerra pœnica, con expresa condici—n desobrepasarlos; renuncia a cualquier acci—n pol’tica, no s—lo en el Mediterr‡neo, sino en lapropia Africa, en donde, en caso de conßicto, seria previa la consulta a Roma, y unacontribuci—n de guerra de 10.00 talentos, a pagar en 50 a–os, garantizada con la entrega decien rehenes. Por su parte, Massinisa cobraba su parte de la victoria al conseguir serreconocido como rey de todos los territorios que hab’an obedecido a su padre, a los quea–adir’a los arrebatados o por arebatar al antiguo reino de Sifax.  Desde Tœnez, donde se hab’an llevado a cabo las negociaciones, se enviaron a Roma

las condiciones de paz, que el senado ratiÞc— en la primavera de 201. Escipi—n regres— deAfrica para recibir en Roma entre un delirante triunfo el t’tulo de "Africano". 

As’ terminaba la segunda guerra pœnica, que convert’a al estado romano en potenciaindiscutida e indisputable del Mediterr‡neo occidental, con unos horizontes exterioresextendidos al antiguo ‡mbito de acci—n de la vencida Cartago, incluida la pen’nsula ibŽrica.Pero con la victoria sobre Cartago y, como consecuencia, con la eliminaci—n de la œnicapotencia del Mediterr‡neo occidental con suÞciente peso pol’tico para mantener un equilibriode fuerzas en este ‡mbito, el estado romano iniciar‡ una pol’tica de expansi—n, que no s—loalcanza a las zonas de interŽs pœnico, sino que se proyectar‡ sobre el Oriente helen’stico, alque acabar‡ por englobar en su sistema pol’tico, uniÞcando con ello la historia del mundomediterr‡neo.

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  LA EXPANSION ROMANA EN EL MEDITERRANEO

1. ROMA EN EL MEDITERRANEO ORIENTAL: LA SEGUNDA GUERRA MACEDONICA.

1.1. Los estados helen’sticos.  Hacia 280 a. C., una vez disipado el humo de las guerras que los generales de Alejandrosuscitaron para convertirse en herederos exclusivos de su so–ado imperio universal, la fugazunidad del mundo helen’stico se vio deÞnitivamente dividida en una serie de entidadespol’ticas, cuyos tres puntales fundamentales lo constitu’an Egipto, en donde se estableci— la

dinast’a de los Ptolomeos; la monarqu’a selŽucida, que englobaba los ‡mbitos m‡s orientalesde las conquistas de Alejandro y el nœcleo del antiguo imperio persa, y Macedonia, comoestado m‡s fuerte de Grecia continental.  De estos tres reinos, sin duda, Egipto parec’a el m‡s s—lido y compacto de los tres.Prolongado hacia occidente a lo largo de la Cirenaica hasta tocar el territorio de Cartago, seproyectaba hacia el Egeo, eje pol’tico y comercial del mundo helen’stico, gracias a laposesi—n de plazas importantes en las costas de Asia Menor, y manten’a su voluntad deestado mediterr‡neo con el control efectivo, en unos casos, o determinaci—n de anexi—n, enotros, de la Siria meridional, punto fundamental de roces y conßictos con el estado selŽucida.  Este reino, que hab’a recibido, como decimos, la herencia casi completa del antiguoimperio persa, nunca se resign— a convertirse en un estado oriental, al margen del

Mediterr‡neo. Para asomarse al mar necesitaba el control de las costas de levante y AsiaMenor, que, contestado por Egipto, acarrear’a una interminable serie de conßictos armados,las llamadas "guerras sirias", que debilitaron a ambos reinos sin conseguir nunca un deÞnitivoreparto de inßuencias.

En este juego de fuerzas, la competencia sirio-egipcia inclinar’a al tercer gran estado,Macedonia, del lado selŽucida, por la sencilla raz—n de que se trataba de dos reinos conmenores intereses comunes, ya que Macedonia, por su parte, contemplaba en Egipto a unrival, en la comœn aspiraci—n al control del Egeo y al acceso al mar Negro.

Pero el dif’cil equilibrio todav’a se complic— por la existencia, en las distintas ‡reas deinßuencia, de otros estados, cuya cambiante alineaci—n, al comp‡s de intereses propios uobligados por la potencia m‡s fuerte, convierte la historia pol’tica del mundo helen’stico, a lo

largo del siglo III a. C., en un apenas coherente relato de conßictos armados y juegosdiplom‡ticos, en los que, por evidentes razones de espacio, no podemos entrar. S—lo noslimitaremos a enumerar, de estos estados secundarios, los principales por su incidenciasobre la historia de Oriente cuando Roma hace efectiva su presencia en Žl.  En la Grecia continental, donde Macedonia ejerc’a una fuerte inßuencia, continuabanexistiendo de forma m‡s o menos precaria las tradicionales ciudades-estado, bien bajo elcontrol efectivo de otras potencias, o manteniendo su independencia bajo reg’menestir‡nicos, que, en su mayor parte, basaban su dominaci—n en el entretenimiento de buenasrelaciones con Macedonia, como era el caso de Argos, Megal—polis, ƒlide o Sici—n. S—loEsparta manten’a su pol’tica tradicional de hostilidad hacia Macedonia y, como consecuencia,hacia estos reg’menes tir‡nicos, con pretensiones de hegemon’a sobre el Peloponeso, que

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precipitar’an un buen nœmero de conßictos. Pero el rasgo m‡s signiÞcativo del mapa pol’ticode Grecia continental en Žpoca helen’stica lo constituye, sin duda, la presencia y el desarrollode estados que intentaron romper el viejo particularismo de la polis a travŽs de un rŽgimenfederal, de los que los dos m‡s importantes son las ligas etolia y aquea.  La primera, ya desde comienzos del siglo III, hab’a empezado a expandirse por Greciacentral, sedimentando su prestigio con el control del venerable santuario de Delfos. Hacia220, hab’a llegado a ser el mayor estado territorial de Grecia, con la inclusi—n de ƒlide,Mesenia, parte de Arcadia y el conjunto de la Grecia central, con una fuerza estimable a

travŽs de una creciente centralizaci—n, que pretend’a la formaci—n de un verdadero estadonacional.  Por su parte, la liga aquea, nacida mucho m‡s tarde, no tanto como un estado, sinocomo confederaci—n de ciudades aut—nomas, permaneci— como entidad insigniÞcante hastamitad de siglo. En esta Žpoca, gracias a la habilidad pol’tica de uno de sus estrategos, Aratode Sici—n, oportunista y taimado, comenz— una pol’tica de expansi—n que la convirti— en latercera fuerza de Grecia, que abarcaba, aparte de Acaya, las grandes comunidades delPeloponeso -Corinto, Sici—n, Argos y Megal—polis-, as’ como parte de Arcadia.

La l’nea program‡tica de hostilidad frente a Macedonia y los reg’menes tir‡nicos griegosmediatizaron el juego de fuerzas pol’ticas de Grecia, que llev— a la alineaci—n de la liga aqueacon Esparta, sostenida con subvenciones egipcias, frente a Macedonia y la liga etolia, que

consideraba fundamental para su desarrollo el entretenimiento de relaciones amistosas consu poderoso vecino septentrional.  Las ciudades insulares y costeras del Egeo, mar sometido al coincidente interŽs de lasgrandes monarqu’as, estuvieron supeditadas a un juego cambiante para mantener suprecaria independencia, mediante su alineaci—n con la potencia que, en cada momentodeterminado, controlaba el mar, y pasando as’ de manos selŽucidas a Egipto y viceversa,una y otra vez. S—lo las islas mayores, Creta y el estado mercantil de Rodas, due–o de unaestimable ßota, pudieron perseguir una pol’tica independiente. Esta precaria situaci—n eracompartida por las ciudades griegas de la costa nordoccidental de Asia Menor, de losEstrechos y mar de M‡rmara y de la ribera sur del mar Negro, sobre las que pesaba lapresi—n de los reinos con cuyos territorios limitaban.

 

Por œltimo, en Asia Menor, cuya mayor parte hab’a correspondido al estado selŽucida,fueron ciment‡ndose por diversas causas, a comienzos del siglo III a. C., una serie de reinosindependientes en el norte y en el interior, que, con las ciudades costeras griegas,convirtieron la zona en un complejo y fragmentado mundo pol’tico, en el que tambiŽn sehicieron presentes los juegos de fuerzas y las luchas de inßuencias de los principales reinoshelen’sticos. En el norte se individualizaron los reinos del Ponto, Bitinia y Capadocia,sometidos, por un lado, a las intromisiones selŽucidas, y, por otro, a las posibles agresionesde los g‡latas, los cuales, desde el interior de Asia Menor, donde Þnalmente se hab’anasentado tras sus mœltiples correr’as, amenazaban, tanto estos reinos, como las ciudades dela costa. Fue precisamente de esta lucha contra los g‡latas de donde surgi— y se estabiliz—un nuevo ente pol’tico, que, con su centro en PŽrgamo, cre— el estado m‡s fuerte de la

pen’nsula anat—lica, cuya pol’tica independiente adquiri— pronto tintes expansionistas y lapretensi—n de hacerse con el control de Asia Menor.

1.2. La Grecia continental a Þnales del siglo III a. C. y la intervenci—n macedonia.  Por el tiempo en que el estado romano tocaba tangencialmente por primera vez el orientehelen’stico, como consecuencia de la llamada primera guerra iliria (229-228 a. C.), en Greciacontinental se desarrollaban graves acontecimientos, que, a lo largo de los cinco a–ossiguientes, iban a desembocar en una reagrupaci—n nueva de las diversas fuerzas pol’ticas,cuya pugna, en œltima instancia, precipitar’a la presencia irreversible de Roma en suelogriego y, con ello, el encadenamiento de los dos ‡mbitos en los que hasta el momento sehab’a desarrollado de forma independiente la historia del Mediterr‡neo.

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1.2.1. La guerra cleomŽnica. Ant’gono Dos—n. 

La expansi—n de la liga aquea bajo la direcci—n de Arato de Sici—n s—lo pod’a despertarrecelos en el otro gran estado de la Grecia continental, la liga federal etolia, y, para frenarla,parec’a un buen recurso sostener a la otra fuerza pol’tica con entidad en el Peloponeso,Esparta. Bajo el caudillaje de su rey Cleomenes III, que hab’a accedido al trono en 235,Esparta hab’a emprendido un camino de potenciaci—n, con dos presupuestos fundamentales:la puesta en marcha de una revoluci—n social, impulsada desde el poder, que pretend’a

acabar con todos los males internos que debilitaban el estado, y la introducci—n en el ejŽrcitodel armamento y t‡cticas militares macedonios. Efectivamente, Esparta y la liga aqueaentraron en guerra, la llamada "guerra cleomŽnica", cuya meta Þnal no era otra que ladominaci—n del Peloponeso. La ayuda etolia a Esparta convert’a a los aqueos en la partem‡s dŽbil. En tal dif’cil trance, amenazada de aplastamiento entre etolios y espartanos, la ligaaquea no vio otra soluci—n, por mucha repugnancia que suscitase, que recurrir a Macedonia,cuyo monarca, Ant’gono Dos—n, aspiraba a una decisiva intervenci—n en los asuntos griegospara volver a ganar una inßuencia hac’a tiempo perdida. Arato pidi— a Dos—n su alianza, que,materializada en una efectiva ayuda militar, inclin— la balanza del lado aqueo (225 a. C.).Pero, de este modo, Macedonia volv’a a intervenir en Grecia, y su aspiraci—n de hegemon’aefectiva sobre los estados griegos en una "alianza helŽnica" , bajo el pretexto de la lucha

contra Esparta, fue un hecho en 224. Etolia, como consecuencia de esta nueva constelaci—n,que, con la protecci—n macedonia, convert’a a la liga aquea en el estado m‡s potente de laGrecia continental, vio comprometida su situaci—n bajo la doble presi—n aqueo-macedonia. YEsparta, frente al ejŽrcito federal, dirigido por Dos—n de Macedonia, se vio obligado arenunciar en 222, en Selassia, a sus pretensiones de control sobre el Peloponeso. 

Si bien Esparta hab’a sido la m‡s directamente perjudicada en la guerra federalacaudillada por Macedonia, los etolios ten’an, con raz—n, graves motivos de inquietud, ya quela liga griega, al tiempo que los aislaba, mejoraba las posiciones aqueas en el Peloponeso. Y,por ello, los etolios intentaron una expedici—n en el Peloponeso, destinada a levantar los‡nimos contra la liga aquea y a reagrupar a los estados antiaqueos de la zona. La reacci—naquea no se hizo esperar. Pero, cuando el ejŽrcito de la liga fue vencido, no qued— otra

soluci—n que repetir la llamada de auxilio a Macedonia.

1.2.2. Filipo V: la "guerra de los aliados" y el tratado con An’bal.  Dos—n, mientras tanto, hab’a muerto (221), y el trono macedonio recay— en un joven dediecisiete a–os, Filipo V, al frente de un estado que, como consecuencia de la energ’a deDos—n, se hab’a fortalecido y ocupaba otra vez, como hegem—n de la alianza helŽnica, unaposici—n directiva en los estados de la Grecia continental, que Filipo estaba dispuesto afortalecer con su intervenci—n. 

Como presidente de la liga helŽnica, Filipo V convoc— a los estados federados a unasesi—n en Corinto, en la que fue votada la guerra a los etolios. La llamada "guerra de losaliados" que sigui— (220-228), tras una serie de operaciones militares, no aport— soluci—n

pol’tica apreciable, ante la precipitaci—n de Filipo por llegar a un compromiso, materializadoen Naupacto (217), que le dejase las manos libres para problemas m‡s acuciantes, surgidosen la frontera norte de su reino y en su fachada adri‡tica, donde, como ya sabemos (p‡gs. 47y sigs.), Roma, despuŽs de dos cortas guerras, hab’a establecido un protectorado en lavecina Iliria. En este ‡mbito, la ocasi—n de redondear las fronteras de su reino a costade territorios protegidos por un estado, cuya estabilidad estaba comprometiendo seriamentela invasi—n de An’bal, parec’a particularmente favorable. Y as’, en 216, con una ßamanteßota, el rey macedonio puso proa hacia Apolonia, pero la aparici—n de una peque–a escuadraromana hizo desistir de sus prop—sitos al biso–o almirante. Un a–o despuŽs, el rey Þrmaba untratado con An’bal.

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  Este tratado, sobre cuyo alcance se ha exagerado, de acuerdo con la versi—n de TitoLivio, hasta convertirlo en un autŽntico reparto del mundo entre Macedonia y An’bal, noparece que fuera m‡s all‡ de un limitado acuerdo, promovido por Filipo, para conseguir, trasla desafortunada aventura de 216, la renuncia total y deÞnitiva de Roma sobre Iliria con laayuda de An’bal, al que, en contrapartida el rey macedonio promet’a apoyo militar.

1.3. La primera guerra maced—nica. 

Ya conocemos las acciones, confusas y de limitado alcance, de esta primera guerra

maced—nica (p‡gs. 76 y sigs.). Pero interesa analizar las relaciones diplom‡ticas que fueronencadenando paso a paso al estado romano con el Oriente griego, reßejadas en dosdocumentos: la alianza romano-etolia y la paz de FŽnice.  Ante las operaciones emprendidas a partir de 214 por Filipo en Iliria, el estado romano,en los a–os cruciales de la guerra contra An’bal, con frentes en Italia, Sicilia, el Tirreno y lapen’nsula ibŽrica, se vio obligado a buscar aliados en la propia Grecia, donde Macedoniasuscitaba suÞcientes odios. Sin duda, era la liga etolia la que m‡s concentraba estossentimientos y, por ello, sin que sepamos con seguridad las fechas ni las cl‡usulas concretas,la alianza romano-etolia se materializ—: en ella, los etolios se compromet’an a atacar a Filipopor tierra, con el apoyo naval romano; las posibles ganancias, fruto de la colaboraci—n, serepartir’an "como bot’n" entre ambas. Si bien es cierto que Roma se contentaba con el bot’n

mueble, al ceder las conquistas territoriales a la liga etolia, el tratado, en cualquier caso,representaba la primera inserci—n activa del estado it‡lico en los asuntos griegos.  Con relaci—n a la paz de FŽnice, que puso Þn a la guerra, tras la salida unilateral deEtolia, no nos interesan aqu’ tanto sus aspectos concretos de regulaci—n de fronteras, comola cl‡usula adicional, que conocemos por Livio, en la que, segœn el analista, un cierto nœmerode estados fueron incluidos en este tratado como foederi adscripti . El conocimiento de estosaliados y el car‡cter de sus relaciones con Roma tiene una gran importancia para lacomprensi—n de los problemas jur’dicos ligados a la posterior injerencia del estado romano enGrecia.  Mientras del lado de Filipo se inclu’an los miembros de la symmach’a  macedonia, del deRoma aparec’an los amici , que hab’an soportado las cargas militares de la guerra. Su

inclusi—n en el tratado era voluntaria y no presupon’a por parte de Roma un protectoradosobre Grecia, ni una obligaci—n jur’dica de intervenci—n en caso de ataque a estos adscripti .Estos amici   eran Atalo de PŽrgamo, Esparta, ƒlide y Mesenia -Etolia, al Þrmarindependientemente la paz con Macedonia, qued— excluida-, el pr’ncipe ilirio Pleuratos,Atenas e Ili—n. Aunque no expresamente determinada, quedaba abierta para el estadoromano la posibilidad, jur’dicamente justiÞcable, de intervenir en Grecia, en apoyo de estosamici . As’ ocurrir’a apenas cinco a–os despuŽs de FŽnice: las circunstancias y posiblesm—viles de esta intervenci—n se cuentan entre los problemas m‡s debatidos de la historiahelen’stico-romana.

1.4. Los or’genes de la segunda guerra maced—nica.

 

Tras la paz de FŽnice, pareci— por un momento que la historia de los dos ‡mbitosmediterr‡neos, oriental y occidental, volv’an a emprender su tradicional e independientedesarrollo. El estado romano, aparentemente satisfecho de la regulaci—n de la cuesti—n iliria,volc— de nuevo sus fuerzas en la liquidaci—n del problema pœnico, mientras en Oriente ten’anlugar una serie de graves acontecimientos, cuyas consecuencias probar’an lo ilusorio de estaindependencia.

1.4.1. El pacto sirio-macedonio. 

En el precario equilibrio de fuerza entre los tres grandes reinos surgidos del imperio deAlejandro, que, a lo largo del siglo III, hab’a presidido la historia helen’stica, ven’an a darsedos circunstancias, de signo contrario, pero coincidentes, que amenazaban con destruirlo: de

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una parte, la creciente debilidad de Egipto; de otra, las ambiciones de los monarcasmacedonio y selŽucida, Filipo y Ant’oco. 

A la muerte de Seleuco III (223), hab’a subido al trono selŽucida Ant’oco III, encondiciones comprometidas, puesto que, a una rebeli—n del gobernador general de lassatrap’as superiores de Mesopotamia e Ir‡n occidental, sigui— la separaci—n de Asia Menorpor obra de su primo Aqueo, investido del t’tulo de rey. Pero no era m‡s esperanzadora lasituaci—n en Egipto, donde tambiŽn, recientemente, en 221, el joven Ptolomeo IV Filop‡torhab’a sucedido a su padre, Ptolomeo III, en un reino que comenzaba a debilitarse por

continuas intrigas cortesanas, diÞcultades Þnancieras y primeras se–ales de surgimiento deun esp’ritu ind’gena, que intentaba revolverse contra una monarqu’a de corte griego. Ant’ocovio un momento oportuno para lograr un Žxito de pol’tica exterior, que contribuyera a aÞrmarsu presencia en el trono, en el ataque a la Celesiria, la regi—n que, del oeste del ƒufrates a lafrontera egipcia, constitu’a una vieja aspiraci—n selŽucida, y que hasta el momento hab’aestado en manos egipcias. Pero contra lo esperado, el ataque selŽucida fue fulminantementerechazado en RaÞa. Egipto mantuvo la Celesiria, y las fronteras entre los dos reinos volvierona su estado anterior.

En 204 muri— Ptolomeo IV, y el reino de Egipto, sometido a graves tensiones pol’ticas yecon—micas, recay— en un ni–o de apenas seis a–os, Ptolomeo V Ep’fanes. Mientras, Ant’ocoIII se hab’a fortalecido en el trono selŽucida, recuperando la unidad de su imperio y

emprendiendo una ambiciosa expedici—n hasta sus conÞnes orientales, en un "an‡basis", quele reportar’a, si no resultados pr‡cticos apreciables, un inmenso prestigio y el t’tulo de"Grande". Era evidente que, tras el contratiempo sufrido en RaÞa, el rey selŽucida aplicar’ade nuevo sus esfuerzos, con bases y circunstancias m‡s favorables, en resolver la cuesti—nde la Celesiria, que le volv’a a enfrentar con Egipto.

Por su parte, Filipo, superada la guerra en Grecia continental y con ventajosas gananciasen las fronteras occidentales de su reino, a las que pon’a l’mite la paz de FŽnice, no essorprendente que concentrara su atenci—n en el Egeo, espacio pol’tico confuso, sometido atensiones varias, que, inmediato por oriente al espacio macedonio, ofrec’a un terreno de

 juego de prometedores resultados. Controlado por Egipto, la actual debilidad l‡gida apoyabala oportunidad de intervenci—n en el ‡mbito egeo, en el que s—lo dos estados independientes,

pero secundarios -la repœblica de Rodas y el reino de PŽrgamo-, contaban con cierta fuerza. 

No debe, pues, extra–ar que, dada la coyuntura y las apetencias coincidentes de Filipo yAnt’oco sobre ‡mbitos distintos del reino ptolemaico, se concluyera entre ambos, en 202, untratado secreto, cuyo contenido no conocemos con precisi—n. En base al mismo, Ant’oco sedispuso a conquistar la Celesiria, mientras Filipo, con una ßota, se lanzaba a operar en ellitoral de Asia Menor. La suerte de ambas empresas fue muy distinta: si Ant’oco consigui—efectivamente, entre 202 y 200, su objetivo, el rey macedonio desatar’a con su pol’ticaanexionista la intervenci—n de Roma.

1.4.2. La solicitud de ayuda a Roma de Rodas y PŽrgamo.  Algunas de las ciudades elegidas por Filipo como objetivo de su campa–a en la zona

norte del mar Negro, Tracia y los Estrechos eran aliadas de los viejos adversarios griegos deFilipo, los etolios, quienes, sin medios para poder prestarles con sus propios recursos unaayuda militar efectiva, resolvieron acudir a Roma en 202. Pero el senado les despidi— con lasmanos vac’as, record‡ndoles su traici—n en 206, cuando, durante la primera guerramaced—nica, hab’an tratado unilateralmente con Filipo. Filipo continu— su actividad en elEgeo, que comenz— a inquietar a los estados de la zona y, en especial, a Rodas. En efecto, larepœblica rodia, que basaba su prosperidad en el tr‡Þco mar’timo, empez— a temer por sucomercio en el mar Negro, cuya entrada, con la conquista de los Estrechos, estabataponando Filipo. Y cuando, al a–o siguiente, el rey macedonio se lanz— contra las costas deAsia Menor poniendo asedio a la ciudad de Samos, ya no hubo duda para los rodios de lanecesidad de una reacci—n armada que pusiera freno a la ambici—n de Filipo. Los rodios

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fueron derrotados, pero consiguieron atraer contra Macedonia a otros estados y, entre ellos ysobre todo, a PŽrgamo, la potencia m‡s fuerte del Egeo, cuyo rey, Atalo I, ve’a tambiŽn conpreocupaci—n las intenciones expansionistas de Macedonia. 

Las ßotas reunidas de Rodas y PŽrgamo, tras un primer enfrentamiento victorioso contralos macedonios en aguas de Qu’os, consiguieron bloquear al enemigo en Caria, dondequed— atrapado el propio Filipo. Pero cuando el rey logr— romper el cerco y regresar aMacedonia, ya Rodas y PŽrgamo hab’an emprendido un paso diplom‡tico de incalculablesconsecuencias, al presentarse ante el senado romano para pedir ayuda militar contra Filipo. 

La embajada alcanz— Roma en oto–o de 201 y expuso ante el senado la grave situaci—ncreada en Oriente por las empresas expansionistas de Filipo y Ant’oco. El senado, sin decidiruna ayuda concreta, tranquiliz— a los enviados asegur‡ndoles "que se interesar’a en elproblema". Poco despuŽs, era elegido como c—nsul para el a–o 200 P. Sulpicio Galba, unhombre que, por haber dirigido la primera guerra contra Macedonia, pod’a ser considerado unexperto en cuestiones orientales, al tiempo que se enviaba una comisi—n de tres miembros aOriente.  La grave decisi—n de PŽrgamo y Rodas de acudir a Roma, sin duda, fue un pasolargamente meditado y s—lo aceptado cuando qued— claro que se trataba de la œnicaposibilidad de supervivencia. No exist’a en Oriente una fuerza capaz de frenar elexpansionismo macedonio, potenciado aœn por el acuerdo con Ant’oco. Para Rodas, la

campa–a de Filipo no s—lo hab’a cerrado los Estrechos y, con ello, la entrada al mar Negro delos nav’os rodios, sino que hab’a afectado a su propia integridad territorial, al caer en manosde Filipo los territorios continentales de la repœblica insular. Por su parte, el temor dePŽrgamo ante la expansi—n macedonia estaba sobradamente justiÞcado por la alianza deFilipo con un irreconciliable enemigo del estado anatolio, el vecino reino de Bitinia.

1.4.3. Los dictados de Atenas y Abid—s. 

Filipo, tras escapar al bloqueo en Caria, hab’a vuelto a emprender acciones militares, eneste caso, en Grecia, donde, en apoyo de sus aliados acarnanios, una escuadra y un cuerpode ejŽrcito de tierra macedonios operaban contra Atenas. Hasta aqu’ lleg— la comisi—nsenatorial, que dio el primer paso de intromisi—n en la situaci—n pol’tica griega al pedir al

estratega macedonio Nicanor que informara a su rey de que los romanos "le exhortaban a nocausar da–o a los griegos y a dar cuenta ante jueces equitativos de su injustocomportamiento con Atalo; que haciŽndolo as’, ser’an amigos de los romanos, y enemigos sino segu’an este consejo", en palabras de Polibio. Nicanor, de hecho, evacu— el Atica paratransmitir a Filipo el mensaje, mientras la comisi—n romana part’a hacia Rodas. Filipo,considerando el mensaje como una intimidaci—n, con consecuencias negativas para suposici—n en Grecia, reaccion— con una iniciativa que engarzar’a un nuevo eslab—n en lainminente cadena del conßicto: mientras ordenaba recrudecer el ataque contra el Atica, Žl,personalmente, reemprend’a las operaciones en el Egeo con una ofensiva sobre Tracia y losEstrechos, que le llev— ante los muros de Abid—s, ciudad a la que puso sitio.  Hasta la ciudad sitiada se desplaz— desde Rodas un miembro de la comisi—n senatorial

para volver a exponer a Filipo sus exigencias, ahora con un car‡cter m‡s tajante: se prohib’aal rey macedonio no s—lo atacar a los griegos, sino a las posesiones egipcias, al tiempo quese le ped’a someter a arbitraje los da–os ocasionados a PŽrgamo; su negativa a aceptarestas condiciones signiÞcar’a la guerra. Pero, si se tiene en cuenta la actitud de Filipo tras elultim‡tum de Atenas, sin duda, el propio senado era ya consciente de la inevitabilidad delconßicto. As’ parece probarlo el hecho de que, mientras Filipo escuchaba en Abid—s lasproposiciones romanas, un ejŽrcito al mando del c—nsul Sulpicio desembarcaba en Iliria.Firme en su actitud, el rey tom— al asalto la ciudad que sitiaba, para regresar acto seguido aMacedonia, donde recibi— la noticia del desembarco romano. De este modo comenzaba lasegunda guera maced—nica.

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  Su justiÞcaci—n jur’dica y su preparaci—n diplom‡tica hab’an sido cuidadosamenteconducidas por el senado [Texto 3]. Los dos mensajes, el de Atenas y el de Abid—s,conten’an dos cl‡usulas fundamentales. La primera -prohibici—n de hacer la guerra a losgriegos- s—lo ten’a un car‡cter program‡tico similar al de otros documentos del mundohelen’stico y a su imagen. En cambio, la segunda, la defensa de Atalo, ampliada luego enAbid—s a Rodas y a las posesiones egipcias, conten’a la autŽntica justiÞcaci—n jur’dica en laque Roma apoyaba su injerencia. En la paz de FoinikŽ, PŽrgamo hab’a sido incluido comoamicus y socius  del pueblo romano y, como tal, Roma estaba autorizada a prestarle ayuda

militar. Pero el aspecto diplom‡tico de la preparaci—n de la guerra ten’a un punto delicado ymuy importante, el de la actitud romana con respecto al monarca selŽucida Ant’oco, ocupadopor entonces en la conquista de la Celesiria. Una alianza con Filipo, en el caso de unconßicto, representaba para Roma una desventaja inicial, que era preciso evitar. Entre lasinstrucciones de la comisi—n senatorial se inclu’a, sin duda, la de neutralizar a Ant’oco, lo queconsigui— limit‡ndose, al parecer, a pedirle al rey que no atacase al propio Egipto, perocerrando los ojos a las anexiones de las posesiones ptolemaicas fuera de su territorionacional. Por otra parte, el conßicto Roma-Macedonia interesaba a Ant’oco, que pod’a contarcon las manos libres para atacar tambiŽn las posesiones egipcias de Asia Menor, sobre lasque Macedonia hab’a empezado a imponer su dominaci—n. En cualquier caso, el monarcaselŽucida se mantuvo al margen de la guerra, y Roma, cont— gracias a ello, con una posici—n

ventajosa de salida con respecto a Filipo: a la alianza con Rodas y PŽrgamo, se a–ad’a elapoyo de los pr’ncipes semib‡rbaros del norte, enemigos de Macedonia, y la neutralidadselŽucida. En cambio, Filipo no logr— atraer abiertamente a su causa a ninguno de losestados griegos, que se mantuvieron a la espectativa para ir lentamente, al comp‡s de losŽxitos romanos, basculando en la alianza con Roma.

1.4.4. La declaraci—n de guerra a Filipo y la cuesti—n del imperialismo romano.  Por encima de la preparaci—n diplom‡tica, de las justiÞcaciones jur’dicas y de los m—vilesoÞciales esgrimidos por el estado romano en la declaraci—n de guerra a Macedonia, subyaceuna pregunta clave que se proyecta sobre la propia comprensi—n de la historia romana: la

explicaci—n de los motivos que empujaron a Roma a involucrarse pol’ticamente en Oriente,en suma, la cuesti—n del imperialismo. 

La gravedad de esta decisi—n y las imprevisibles consecuencias que su puesta enpr‡ctica acarrear’a no s—lo para el estado romano, sino para la evoluci—n pol’tica del mundohelen’stico, explican la importancia que en la investigaci—n ha suscitado la cuesti—n, que seha intentado resolver con mœltiples explicaciones por encima de los motivos oÞcialesesgrimidos por Roma para justiÞcar su entrada en un nuevo compromiso bŽlico, cuando aœnno se hab’an apagado los rescoldos del conßicto pœnico. 

De todos modos, algunos investigadores (Mommsen, T. Frank) se han hecho eco deestos motivos oÞciales, al fundamentar la decisi—n romana en una "pol’tica sentimental": lascrueldades y arbitrariedades de Filipo y, sobre todo, el mantenimiento de la Þdes   con los

amici  del pueblo romano, o incluso motivos aœn m‡s idealistas, como la simpat’a hacia losgriegos y el ferviente deseo de entrar en el concierto de las potencias civilizadas y de adquirirprestigio a los ojos del mundo superior helŽnico. 

Muy extendida est‡ la tesis del "imperialismo preventivo" o "defensivo", sustentada porautores como Badian o Holleaux, segœn la cual el estado romano habr’a reaccionado ante untemor, aunque injustiÞcado, de ver peligrar la integridad de su territorio o su recientementeganada posici—n en el Mediterr‡neo a consecuencia de las tendencias expansionistasmanifestadas por Filipo o por la alianza Filipo-Ant’oco. 

Pero tambiŽn hay estudiosos (De Sanctis, M.A. Levi) que atribuyen al estado romano unapol’tica abiertamente imperialista, tratando de explicar el car‡cter ofensivo de la actitudromana en tendencias de la clase dirigente o del pueblo, encaminadas a la expansi—n: las

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ambiciones de poder, gloria, prestigio y riqueza de los dirigentes pol’ticos; el deseo de unbot’n inmediato; la tendencia de generales y soldados a hacer de la guerra una profesi—nlucrativa; la expansi—n de intereses Þnancieros y comerciales de grupos capitalistas... 

Sin duda, se trata en todos los casos de explicaciones parciales, que pretendenencontrar una raz—n unitaria y œltima a un conjunto complejo de determinantes: hay, sin duda,en la grave decisi—n romana de declarar la guerra a Macedonia componentes sentimentales,defensivos e imperialistas, pero ser’a ilusorio establecer en quŽ proporci—n. 

Hay que tener en cuenta que el estado romano acababa de salir de una guerra,

fortalecido por la victoria. Si el Mediterr‡neo occidental pod’a considerarse desde ahora unmar interior, en la cara adri‡tica de Italia, apenas cinco a–os antes, hab’a sido necesariotransigir con Macedonia para ganar la guerra vital que se dirim’a con Cartago. En esta caraadri‡tica, adem‡s, Roma hab’a ido tejiendo relaciones amistosas con una serie de estadosgriegos, dos de los cuales vienen a pedir ayuda al senado. Y el senado decide actuartomando todo gŽnero de precauciones. Primero, con una respuesta prudente a la embajadaoriental; a continuaci—n, con una paciente preparaci—n diplom‡tica; y, Þnalmente,concentrando selectivamente en Filipo el objetivo de esta diplomacia, que dosiÞca increscendo   hasta hacer la guerra inevitable. Pero, sin duda, existen otros componentes, m‡sall‡ de la raz—n pol’tica, cuya acumulativa coincidencia empujar‡ al desencadenamiento de laguerra. Existen intereses mar’timos y comerciales que presionan por una intervenci—n en

Oriente; existe un componente, de larga tradici—n en la aristocracia romana, que mira tanto alprestigio de una carrera militar brillante, como a la ganancia material y social que proporcionala guerra; y existen otros elementos, si se quiere, demag—gicos, encaminados a ganar lacolaboraci—n del pueblo y la simpat’a del mundo griego, como la supuesta amenaza de unnuevo An’bal sobre Italia o la protecci—n de Atenas contra el ataque de Filipo. Pero, porencima de todo, existe una concepci—n de pol’tica exterior que abarca en abanico elMediterr‡neo, cuya cara oriental gana ahora en interŽs, precisamente porque la occidental haempezado a perderlo. Y en este ‡mbito oriental, en el que Roma aspira a integrarse en elconcierto de estados culturalmente superiores, los pol’ticos romanos descubren, como fuentede hipotŽticos temores, la pol’tica expansionista de Filipo, que amenaza con poner enentredicho el tradicional equilibrio de Oriente, garant’a de la integridad romana y del libre

desarrollo de sus empresas econ—micas. El estado romano decide intervenir pararestablecerlo, pero esta intervenci—n, en un mundo con concepciones pol’ticasdiametralmente distintas, inclu’a peligros, en principio, desconocidos, cuya respuesta abocar‡al abismo del imperialismo.  La intervenci—n de Roma en el Mediterr‡neo oriental, para impedir la desestabilizaci—n deun equilibrio de fuerzas que, de rechazo, afectaba a su propia integridad, en un universoatomizado y sometido a tantas ambiciones y rencores, llevaba impl’cita la investidura, comogarante de ese equilibrio, de un papel hegem—nico. Y ser‡n la continua potenciaci—n de esahegemon’a, poco a poco sentida como necesidad y como aspiraci—n consciente, y el noreconocimiento de ese papel por parte de algunos estados orientales, los ra’les queconducir‡n a Roma por el camino del imperialismo.

1.5. La segunda guerra maced—nica. 

Ante la inminente confrontaci—n bŽlica, Filipo se encontraba en clara desventaja.Macedonia, aislada, no logr— encontrar ningœn aliado en Grecia, mientras las ßotas conjuntasde Rodas, PŽrgamo y Roma conced’an al enemigo una clara superioridad en el mar. Noobstante, en un principio, Filipo logr— resistir tanto el ataque desde el oeste, dirigido por elc—nsul Sulpicio, como la irrupci—n de grupos armados b‡rbaros desde la fronteraseptentrional, e incluso consigui— contener a los etolios, que, por su cuenta, sin Þrmar unaalianza con Roma, hab’an invadido Tesalia. Pero, puesto que el peligro m‡s amenazadorproced’a del enemigo it‡lico, el rey macedonio concentr— sus fuerzas en el Aoos, uno de losvalles que, por el oeste, daban acceso a Macedonia. Si en un principio, como consecuencia

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de la sustituci—n del c—nsul Sulpicio por un inepto sucesor, Filipo cont— con la esperanza defrenar la invasi—n, el nombramiento de T. Quincio Flaminino, el nuevo c—nsul del 198, comocomandante en jefe, cambiar’a el curso de la guerra. 

A comienzos del a–o, Flaminino lograba forzar el paso del Aoos y penetrar en Macedonia,mientras Filipo se retiraba a Tesalia, seguido del c—nsul, despuŽs de un fracasado intento deacercamiento entre ambos contendientes, a petici—n de los etolios. Sin contratiempos, elcomandante romano dirigi— sus tropas a lo largo de la Grecia central hacia el golfo deCorinto, mientras intentaba un acercamiento diplom‡tico a la liga aquea, la tradicional aliada

de Filipo, hasta el momento neutral como consecuencia de los problemas a que se ve’aenfrentada en el Peloponeso contra el tirano Nabis de Esparta. Aun con reticencias, la mayorparte de las ciudades de la liga rompieron con Filipo y suscribieron una alianza con Rodas yPŽrgamo y, poco despuŽs, con el propio estado romano. Filipo, a la defensiva y a pesar dealgœn Žxito parcial, consider— la oportunidad de reanudar las conversaciones, que tuvieronlugar en el oto–o del 198 en Nicea. Pero, a la dureza de las condiciones romanas, vinieron aa–adirse las reivindicaciones griegas, concentradas en la vieja aspiraci—n de expulsar a lastropas macedonias de los tres enclaves, "los hierros de Grecia", en los que Filipo apoyaba susupervisi—n de la pen’nsula: Demetria, Calcis y Corinto. Filipo no pod’a considerarlas y,aunque todos los frentes macedonios iban derrumb‡ndose uno tras otro, acept— el encuentrodecisivo, que se produjo, en junio del 197, en territorio de Tesalia, en la l’nea de colinas de

CinoscŽfalas ("Cabezas de Perro"). La victoria romana marcar’a el Þnal de Macedonia comopotencia griega. En las conversaciones de paz que siguieron a la batalla, Flaminino enumer—sus condiciones: evacuaci—n de todas las posesiones griegas de Europa y Asia y restituci—nde los prisioneros tanto romanos como aliados, adem‡s de una fuerte indemnizaci—n deguerra y de un dr‡stico recorte de la capacidad militar macedonia. Filipo acept— lascondiciones, que se reforzaron con la suscripci—n de una alianza con Roma.

1.6. La "liberaci—n" de Grecia.  La paz con Filipo entra–aba para Roma un corolario, que, esgrimido como consigna,desde el primer ultim‡tum, previo a la guerra y de contenido limitado, se hab’a desarrollado alo largo de la contienda hasta desembocar en un ambicioso plan: la liberaci—n de los griegos.

 

Por un senatusconsulto de 196, el senado daba instrucciones a una comisi—n de diezmiembros para que, de acuerdo con Flaminino, regulara los asuntos griegos en el marco dela libertad. Y el propio Flaminino, en los juegos ’stmicos del verano de 196, se encarg— deproclamar solemnemente esta liberaci—n de Grecia, en medio de un entusiasmo clamoroso,cuyos ecos nos ha transmitido muy pl‡sticamente Polibio [Texto 4].  El principio de la declaraci—n de "libertad" como arma diplom‡tica no era nuevo enGrecia. Desde comienzos de la Žpoca helen’stica hab’a sido esgrimido una y otra vez por lasprincipales potencias hasta quedar convertido en un simple ideal, vac’o de contenido, porquelas antiguas poleis, cuyo universo pol’tico se hab’a ido derrumbando a partir del siglo IV,presionadas entre los grandes estados territoriales, estaban condenadas a llevar unaexistencia precaria. Pero la asunci—n de esta consigna, en principio sin contenido Þjo, por el

estado romano y su evoluci—n paulatina hasta convertirse en un autŽntico programa pol’ticoiba a signiÞcar, en el contexto de la pol’tica exterior romana, un paso m‡s, irreversible, haciael camino del imperialismo. 

Y es as’ porque Roma no s—lo se constituy— en garante de la libertad griega frente aFilipo u otra potencia externa con intenciones anexionistas, sino -lo que tiene mucha m‡strascendencia- frente o sobre los propios griegos . Y decir sobre los propios griegos, en ununiverso pol’tico terriblemente desgastado por los violentos antagonismos entre ciudades ypor la inestabilidad pol’tico-social endŽmica en el interior de las mismas, no pod’a signiÞcarotra cosa que dar paso, entre la torpeza o el cinismo, a una pol’tica de intervencionismo, queinvalidaba ya la propia declaraci—n program‡tica.

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  Sin duda, Flaminino, movido por un sincero Þlhelenismo, crey— materializar en suproclamaci—n el ideal de libertad so–ado por los griegos, sin paliativos ni excepciones, quepasaba por la propia evacuaci—n de las tropas romanas de territorio griego. Vencido Filipo,esta libertad otorgada y garantizada por Roma, bastar’a para asegurar al estado it‡lico elreconocimiento y la gratitud de toda Grecia, una vez alcanzado de nuevo el equilibrio y laseguridad, que hab’an sido el motivo de la intervenci—n.  Pero el retorno de ese equilibrio era ilusorio. Abandonar Grecia de inmediato hubierasigniÞcado ver sometido de nuevo el continente a la anarqu’a. Hay que tener en cuenta que

los anexionismos no eran en Oriente privativos de los grandes reinos. TambiŽn los peones dela pol’tica helen’stica ambicionaban su parcela de expansi—n; muchos estados griegos hab’anentrado en la alianza romana pensando en la tajada que les reportar’a la victoria. Y as’,cuando el estado romano hizo ver sus intenciones de asegurar el respeto a la consigna delibertad, se hicieron presentes las primeras desilusiones, que habr’an de dar paso, primero, alrencor y, m‡s tarde, a un abierto odio.

La garant’a de paz parec’a exigir, pues, la presencia de una fuerza disuasoria romana,que, por supuesto, no se fundamentaba s—lo en los motivos idealistas proclamados enbeneÞcio exclusivo de los griegos, sino, sobre todo, en el interŽs exclusivo de la pol’ticaexterior romana. Y aqu’ es donde se manifestaba la contradicci—n, porque esta pol’tica no eraclara en sus prop—sitos, oscilante entre el equilibrio y la hegemon’a; entre el restablecimiento

de las relaciones pac’Þcas entre los estados griegos y la arrogaci—n de un papel policial paragarantizarlas.Por un lado, la libertad que proclamaba Roma y la concepci—n pol’tica que esta

proclamaci—n inclu’a, no era muy diferente de la que treinta a–os antes hab’a presidido suintervenci—n en Iliria. Aspiraba, sin m‡s, a crear un "protectorado", sin lazos jur’dicos niobligaciones concretas, que, respetando la autonom’a y libertad de los estados, lereconociera, por parte de los griegos, un papel de patronus , en un trasunto de concepciones,’ntimamente arraigadas en la mentalidad romana, al ‡mbito de la pol’tica exterior.  Pero esta inmersi—n de la pol’tica romana en el horizonte helen’stico tambiŽn laencadenaba a sus problemas, cuyos complejos mecanismos la mentalidad romana no pod’aentender: el concepto de equilibrio, como pol’tica de alianzas cambiantes y juegos

diplom‡ticos complicados para mantener fronteras, prestigio e inßuencias frente a otrosestados semejantes con los que hab’a que convivir, era para Roma desconocido. Laseguridad de las fronteras, para el estado romano, no estaba en el juego diplom‡tico, sino,simple y tajantemente, en la eliminaci—n o sometimiento del enemigo.

Roma hab’a entrado en la pol’tica oriental como aliada de otros estados en lucha contraMacedonia, esgrimiendo una serie de exigencias que la victoria hab’a posibilitado hacerrealidad. Y es de las propias contradicciones que implicaba esa realidad de donde surgir‡nlas complicaciones que mediatizar‡n el camino de Roma hacia la hegemon’a y, en suma,hacia el imperialismo.

1.7. La guerra contra Nabis de Esparta y la evacuaci—n romana de Grecia.

 

Estas complicaciones surgir’an aœn reciente la victoria sobre Filipo. El problema eraahora Esparta, dirigida por el tirano Nabis, que pretend’a resucitar y aœn radicalizar losproyectos de reforma social y robustecimiento de Cleomenes III. Durante la guerramaced—nica, el tirano se hab’a alineado con Filipo, que, para pagarle sus servicios, le hab’acedido el important’simo territorio de Argos. Pero Nabis supo, en el momento justo, cambiarde partido para unirse a la causa romana. Tras la victoria romana y la proclamaci—n delibertad para los griegos, l—gicamente surgi— el problema de Argos, expresi—n del rencoralimentado contra Esparta por muchos estados griegos, pero, sobre todo, por la liga aquea, lam‡s perjudicada por la posesi—n espartana de esta ciudad. Bajo presi—n griega, el estadoromano hubo de intervenir, en la persona de Flaminino, y, en un congreso panhelŽnicoconvocado por Žl en Corinto, se decidi— la guerra contra Esparta.

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  La integraci—n partidista de Roma en un conßicto puramente griego equival’a a dividirGrecia en dos campos, el de los aliados y protegidos de Roma y el de los enemigos ydescontentos, que forzar’a a nuevas intervenciones. Pero fue aœn peor que la derrota deEsparta no se acompa–ara de una regulaci—n de paz semejante a la declaraci—n de guerra,es decir, con la participaci—n de todos los estados griegos, sino decidida unilateralmente porel estado romano, que, tras liberar Argos, lo cedi— a la liga aquea. La impresi—n de partidismoy la dudosa signiÞcaci—n de la proclamada libertad quedaban con ello reforzadas. 

De todos modos, no parece que el estado romano haya variado los motivos y metas que

condujeron a su intervenci—n en Oriente, es decir, la restituci—n de un equilibrio que dierasatisfacci—n a su seguridad. Lo prueba el hecho de que, cuando los propios griegosempezaban a dudar de la sinceridad romana en sus prop—sitos oÞciales, en el verano de 194,se procedi— a la total evacuaci—n de las tropas romanas. La decisi—n, sin duda, se debi— a laimposici—n de los puntos de vista de Flaminino, convencido de que el mantenimiento de lasguarniciones hubiera signiÞcado una Grecia sometida y, en consecuencia, potencialmenteenemiga y de que, a la larga, la permanencia en Grecia supon’a la continua injerencia en losconßictos griegos, con el l—gico desgaste de las posiciones romanas ganadas tras la guerracon Filipo. Esta posici—n pol’tica, sin embargo, aunque correcta, llegaba demasiado tarde.Cuando las fuerzas romanas abandonaron la pen’nsula balc‡nica, las endŽmicas rencillas delos estados griegos, por un lado, y los errores romanos, por otro, ya hab’an sembrado la

semilla de nuevos conßictos, que exigir’an de nuevo su intervenci—n. El nuevo problema quese perÞlaba en el horizonte era ahora Ant’oco III, el monarca selŽucida.

2. ROMA EN EL MEDITERRANEO ORIENTAL: LA GUERRRA CON ANTIOCO Y ELSOMETIMIENTO DE GRECIA.

2.1. Los or’genes del conßicto con Ant’oco III.

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  Cuando Roma intervino en Grecia para restaurar en su beneÞcio el equilibrio queparec’an romper las intenciones anexionistas de Macedonia, el rey selŽucida, Ant’oco III,crey— ver en la presencia romana un inesperado aliado que ven’a a favorecer sus propiosplanes de restauraci—n del poderoso imperio, construido, de Asia Menor al Indo, por elfundador de la dinast’a, Seleuco I. En concreto, tras su "an‡basis" oriental y la conquista dela Celesiria, la pol’tica exterior de Ant’oco se encaminaba ahora a recuperar los territorios deAsia Menor y las posiciones de la ribera septentrional del Egeo, en la zona de los Estrechos,aprovechando la ocasi—n que la debilidad de Egipto y los apuros de Macedonia parec’an

favorecer. Pero las brillantes dotes militares del monarca sirio eran parejas a su infantilismopol’tico, que, en una larga serie de errores, provocar’an la propia eliminaci—n del reinoselŽucida como potencia mediterr‡nea. Y no fue uno de los menores, el falso c‡lculo de queel vac’o dejado por Macedonia en el Egeo, tras la derrota de Filipo, pod’a sin m‡s ser llenadopor Žl, conÞado en la tolerancia con la que la diplomacia romana parec’a haber asistido a suconquista de la Celesiria. As’, en 197, mediante una serie de operaciones conjuntas por tierray por mar, se apoder— de un buen nœmero de plazas costeras macedonias y ptolemaicas,para continuar luego en la regi—n de los Estrechos, donde la ciudad de Abid—s fue una de susprimeras presas. Por entonces, ya hab’a acabado la guerra con Filipo, y Roma se dispon’a aaplicar su consigna de "liberaci—n" de Grecia, en la que taxativamente se proclamabatambiŽn la libertad de "todos los otros griegos tanto de Asia como de Europa". Era la primera

vez que se mencionaba a los griegos de Asia, y no hay que descartar que esta alusi—ncontuviera una velada advertencia a Ant’oco de que Roma no aceptaba su obra dereconquista en Asia y Tracia.  Al menos, eso parece deducirse de la enŽrgica exigencia romana que los legadosenviados por Ant’oco recibieron en Corinto, en respuesta a sus testimonios de respeto yamistad para los vencedores de Filipo. El Diktat  romano prohib’a al rey selŽucida intentar laconquista de cualquier ciudad aut—noma de Asia, exigiŽndole al tiempo la liberaci—n deaquŽllas que ya hab’an ca’do en sus manos, as’ como la renuncia a cualquier empresa bŽlicaen Europa.

Ant’oco, que no ten’a intenciones agresivas ni contra Grecia, ni, por supuesto, contraRoma, considerando una provocaci—n la injerencia romana en cuestiones que ata–’an a

territorios en otro tiempo parte del imperio selŽucida, contest— al Diktat  pasando a Europa einstal‡ndose en la ciudad tracia de Lisimaquia, en la pen’nsula de Gelibolu. Hasta all’ lleg—una comisi—n senatorial para reiterar al rey las exigencias romanas, que Ant’oco rebati— conh‡biles contraargumentaciones. Y aunque las respectivas posiciones se endurecieron hastaconvertirse en una verdadera "guerra fr’a", no pareci— por el momento que Roma sepreparase para una intervenci—n armada, ni siquiera cuando, en 195, se supo que An’bal, elviejo enemigo pœnico, se hab’a instalado en la corte de Ant’oco. Por el contrario, al a–osiguiente, como sabemos, las fuerzas romanas abandonaban Grecia. La decisi—n, sinembargo, no signiÞcaba la renuncia o el abandono del contencioso con el rey sirio por partedel estado romano, que sigui— manteniendo con creciente dureza todas sus exigencias enuna deseperante guerra de nervios, hasta encontrar el momento oportuno a sus propios

intereses, que el desarrollo de los acontecimientos pol’ticos en Grecia iban a proporcionar.

2.2. Las intrigas de la liga etolia y la intervenci—n romana. 

En efecto, apenas evacuada Grecia, las insatisfacciones y equ’vocos que hab’asuscitado la reciente intervenci—n romana, se condensaron en la actitud de la liga etolia. En193, sus intrigantes dirigentes, descontentos de las condiciones de paz impuestas tras lavictoria sobre Filipo, en la que consideraban haber contribuido notablemente sin recibir acambio compensaci—n territorial alguna, se convirtieron en el exponente de los sentimientosantirromanos y en cabeza de una coalici—n, que intent— atraer a su causa a aquellos estadoscuyas relaciones con Roma hac’an pensar en una contestaci—n positiva: en Grecia, los dosvencidos, Nabis y Filipo; en Asia, Ant’oco. S—lo Nabis acept— pasar a la acci—n, no tanto

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contra Roma, sino contra su tradicional enemiga en el Peloponeso, la liga aquea, que, conapoyo romano, declar— la guerra al tirano. Filipo, en cambio, se mantuvo Þel a la alianzaromana y Ant’oco intent— aœn el camino de la negociaci—n. Una embajada siria se traslad— aRoma para ofrecer al senado la amistad y la alianza del rey, sin cl‡usulas humillantes en loreferente a la pol’tica siria en Asia, sobre la que los romanos no pod’an esgrimir derechoalguno. La contrapropuesta romana, presentada por Flaminino, pareci— abrir el camino de lanegociaci—n al ofrecer una alternativa a Ant’oco: o retirarse completamente de Europa y delos asuntos europeos, con lo que los romanos se desentender’an de los problemas de Asia, o

permanecer en Europa, en cuyo caso Roma entend’a tener derecho a mantener relacionesde amicitia   con las ciudades de Asia y, en consecuencia, intervenir en su defensa. Pero lasinceridad de esta propuesta qued— puesta en duda poco despuŽs cuando, encorrespondencia, una embajada romana se traslad— a Oriente, no tanto con la real intenci—nde llegar a un acuerdo con Ant’oco, como para conocer la disposici—n del rey. Los enviados,obviando la alternativa propuesta en Roma, insistieron en la injusticia de las pretensiones deAnt’oco sobre las ciudades asi‡ticas y en la determinaci—n romana de defenderlas.

El rey sirio comprendi— que la guerra era inevitable e intent— ganarla por la mano ensuelo griego, donde, por un lado, la apertura de hostilidades entre la liga aquea, aliada deRoma, y Nabis de Esparta parec’a ofrecer un terreno abonado, y, por otro, su propiapresencia, como liberador de Grecia contra la prepotencia romana, le atraer’a de inmediato

un buen nœmero de apoyos. En consecuencia, incit— a los etolios a entrar, a su vez, en laguerra, con la promesa de una sustancial ayuda.Nabis, sin embargo, fue f‡cilmente aplastado, y Ant’oco se encontr— preso en su propia

trampa, condenado a materializar la prometida ayuda a los etolios, cuando las fuerzasprorromanas, como consecuencia de la victoria sobre Esparta, se encontraban fortalecidasen sus posiciones. 

En cuanto a la equ’voca actitud del estado romano con respecto a Ant’oco, parecefundamentarse en una voluntad de permanecer como ‡rbitro en el oriente griego, donde elpatrocinio program‡tico y el‡stico, recientemente proclamado, le hab’a creado unosintereses, que hubiera sido ilusorio abandonar. Los conßictos de intereses surgidos en losl’mites orientales de este ‡mbito forzaban a Roma a intervenir, en concreto, contra el rey

selŽucida, que conduc’a su pol’tica exterior con unos mŽtodos, si bien fundamentados en latrayectoria hist—rica y diplom‡tica del mundo helen’stico, radicalmente distintos a laconcepci—n pol’tica romana. Los errores t‡cticos cometidos por Ant’oco como consecuenciade la falsa estimaci—n del horizonte romano, y su subsiguiente derrota signiÞcar’an un nuevopaso adelante en el camino imperialista romano.

2.3. La guerra contra Ant’oco. 

No bien desembarc— Ant’oco en el oto–o de 192 en Demetrias, cuando comprendi— elescaso eco que la pretendida coalici—n antirromana hab’a encontrado. Frente al poderosobloque compuesto por las fuerzas de la liga aquea y de Macedonia, la coalici—n sirio-etoliaapenas si logr— algunas modestas alianzas, cuya debilidad vino a poner aœn m‡s en

evidencia la llegada, a comienzos de 191, de un ejŽrcito consular, al mando de Manio AcilioGlabri—n. En el hist—rico paso de las TŽrmopilas, donde Ant’oco se hab’a hecho fuerte paraimpedir a los romanos la entrada en Grecia central, el ejŽrcito de Acilio demostr— susuperioridad, y el rey selŽucida, tras la derrota, tom— de nuevo el camino de Asia.  Era Ant’oco el principal objetivo y, por ello, la direcci—n romana, tras alcanzar un acuerdoprovisional con los ahora aislados etolios, se concentr— en los preparativos contra el rey,alentados por la facci—n m‡s agresiva del senado, que dirig’a Escipi—n el Africano. Si trabaslegales imped’an su reelecci—n como c—nsul, necesaria para dirigir la guerra, el clan logr— lamagistratura para su hermano Lucio y, con ella, la direcci—n de la expedici—n, en la que seincluy— el Africano como autŽntico jefe.

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  Dos encuentros navales, en Side y Mionesos, probaron la superioridad romana en el mar,no en peque–a medida gracias al concurso de Rodas y PŽrgamo, los dos principales aliadosromanos en Asia. Ant’oco se apresur— a pedir la paz bajo las condiciones de 196, pero ahoraRoma impuso nuevas exigencias: la renuncia del rey a Asia Menor y la retirada de lasfronteras sirias al otro lado del Tauro. La inaceptable propuesta empuj— al rey a unadesesperada decisi—n militar, que tuvo lugar, a comienzos de 189, en Magnesia de S’pilo. Lasfuerzas conjuntas de PŽrgamo y Roma batieron completamente a las heterogŽneas tropassirias, y el rey hubo de aceptar la rendici—n sin condiciones.

2.4. La paz de Apamea.  La paz se Þrm— en 188 en Apamea de Frigia y para Ant’oco signiÞcaba la renunciadeÞnitiva a recomponer el reino de Seleuco, pero, sobre todo, la desaparici—n de Siria comopotencia mediterr‡nea. Con la Þjaci—n de fronteras en el Tauro y el curso del Halis, Ant’ocoperd’a los territorios m‡s helenizados de su aœn gigantesco imperio [Texto 5]. Desde 188,Siria ser‡ cada vez m‡s un estado oriental, que languidecer‡ como ente pol’tico secundario.  Pero los territorios desgajados del reino selŽucida no pasaron, sin embargo, a lasoberan’a directa romana. Roma no estaba interesada en poner el pie en la zona y, por ello,no fue m‡s all‡ de organizarla en beneÞcio de sus aliados con intereses en ella, PŽrgamo yRodas. El Asia Menor tomada a Ant’oco fue dividida en dos, con el r’o Meandro como

frontera: el ‡mbito al sur de dicha l’nea, Licia y Caria, quedaba para Rodas, que vi— as’cuadruplicado su territorio nacional; el resto, para el reino de PŽrgamo. As’, la nuevaregulaci—n de Asia por el gobierno romano transformaba el mapa pol’tico de la pen’nsula. EraPŽrgamo el estado que m‡s se beneÞciaba de este cambio, convertido, de precario reinosecundario, en potencia mediterr‡nea, como autŽntico heredero selŽucida en Asia Menor ypuente entre Macedonia y Siria. Y a las ambiciones de su rey, Eumenes, incluso fueronsacriÞcadas en parte las ciudades griegas de la costa, con un compromiso del gobiernoromano que pon’a en entredicho la proclamaci—n de libertad de unos a–os atr‡s: las ciudadesque estaban sometidas a Ant’oco pasar’an ahora a pagar tributo a PŽrgamo; s—lo lasrestantes eran declaradas liberae et immunes , es decir, ciudades aut—nomas y no sometidasa tributo.

 

La paz de Apamea se–ala, sin duda, un hito fundamental en la historia del mundohelen’stico y de sus relaciones con Roma. Debilitado Egipto por problemas internos yvencidas Macedonia y Siria, las relaciones pol’ticas del Oriente mediterr‡neo, basadas en elequilibrio de estos tres grandes reinos, sobre los que basculaba el resto de los estados ycomunidades independientes, experimentaron un sustancial cambio con la multiplicaci—n deentes pol’ticos de potencial limitado, sin fuerza suÞciente como para crear un autŽnticopeligro a la pol’tica exterior romana. Con su pol’tica, Roma no s—lo hab’a superado las cotasde seguridad que hab’an movido su intervenci—n; adem‡s, plantaba, con los dictados deApamea, los fundamentos de su hegemon’a sobre Oriente. Al antiguo patrocinio sobreGrecia, el estado romano extend’a ahora su protecci—n y su generosidad a los estados"amigos" de Asia, Rodas y PŽrgamo. A la liberalidad de la primera declaraci—n de Corinto,

suced’a la intervenci—n directa y la regulaci—n partidaria en beneÞcio de sus "aliados", no otracosa que estados clientes . Sin cambiar de momento sus Þnes, la pol’tica romana inaugurabanuevos mŽtodos, de consecuencias imprevisibles.

2.5. El Oriente tras la paz de Apamea.

2.5.1. La hegemon’a romana sobre Oriente. 

Estos estados sobre los que Roma hab’a construido el nuevo equilibrio pluralista enOriente -PŽrgamo, Rodas y la liga aquea- no dudaron en utilizar o tratar de utilizar la ventajaque les ofrec’a su condici—n de protegidos del poderoso estado it‡lico para adquirir mayor

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fuerza y prestigio. Y, como primer corolario de Apamea, la pol’tica romana se vio acorraladaentre el dif’cil equilibrio de contentar las exigencias de sus criaturas y cumplir el papelprogram‡tico de patrono de Oriente, responsable del libre desarrollo aut—nomo de sus entespol’ticos. La ciudad de Roma se convirti— ahora en el verdadero centro del mundo helen’stico,y hacia ella se estableci— un sistem‡tico peregrinaje de embajadas, portadoras dereivindicaciones, quejas, denuncias y rumores, que el senado intent— atender con m‡s omenos imparcialidad y mejor o peor suerte.

Pero fue todav’a m‡s dram‡tico que Roma hubiera de cumplir, entre errores e injusticias,

su papel hegem—nico sobre un mundo azotado por graves inestibilidades internas, quepotenciaban aœn el cada vez m‡s dif’cil equilibrio exterior. En efecto, la crisis pol’tica delmundo helen’stico hab’a ido acompa–ada de otra todav’a m‡s grave socio-econ—mica, cuyosnegros tintes han sido magistralmente expuestos por Rostovtzeff. La intervenci—n romana, enaquellos casos en que se exig’a su decisi—n en asuntos domŽsticos de cualquier estadogriego -y las ocasiones eran harto frecuentes-, se inclinaba invariablemente hacia laprotecci—n y el favorecimiento de la burgues’a acomodada en el poder, en perjuicio de lasclases m‡s dŽbiles, contribuyendo a abrir m‡s profundamente el abismo entre ricos y pobres.Al ya inestable papel de moderador entre estados, vino a a–adirse esta pesada hipoteca, quefacilit— a la oposici—n antirromana unos argumentos demag—gicos, que hac’an responsablesde la miseria social no s—lo a las clases acomodadas asentadas en el poder, sino tambiŽn a

sus protectores romanos. As’ se fue creando una explosiva mezcla de nacionalismo yreivindicaciones sociales contra Roma, en la que se enmarca la agon’a del mundohelen’stico. No debe extra–ar, pues, que, entre la conciencia de un fracaso y la necesidad dereconducir las relaciones exteriores, la pol’tica romana cambiara el curso, en cierta medida,liberal de los primeros tiempos por una m‡s opresiva injerencia, entre temores y suspicacias,que abocar‡ a un abierto imperialismo.

2.5.2.Los estados de Asia Menor: PŽrgamo y Rodas.  Las nuevas fronteras de Asia Menor trazadas en Apamea pronto iban a resentirse en suestabilidad como consecuencia de las ambiciones de PŽrgamo, las insatisfacciones de laregulaci—n impuesta por Roma y los impulsos expansionistas de otros estados de la zona. En

186, estall— un primer conßicto entre PŽrgamo y el reino de Bitinia por la posesi—n de unaparte de Frigia. Los contendientes buscaron el arbitraje de Roma, que resolvi— a favor de suprotegido. Pero cuando, no mucho tiempo despuŽs, PŽrgamo hubo de enfrentarse a laagresi—n del vecino reino del Ponto, que pretend’a una pol’tica de expansi—n en Anatolia,Roma ignor— la correspondiente petici—n de ayuda de Eumenes. Todav’a m‡s, la victoria delrey de PŽrgamo no hizo sino atraer la suspicacia del gobierno de Roma, temeroso de que lapol’tica de equilibrio instaurada en Asia pudiera sufrir en su estabilidad con un excesivoengrandecimiento de PŽrgamo. 

Tampoco Rodas, el otro gran beneÞciado de la intervenci—n romana en Asia Menor, iba averse libre de estas suspicacias, que enfriar’an su entusiasmo por la causa de Roma. EnApamea, la repœblica insular hab’a recibido la regi—n de Licia, que anexion— simple y

brutalmente. El arbitraje romano ante la protesta licia se resolvi— a favor de los sometidos,echando un jarro de agua fr’a en las hasta ahora c‡lidas relaciones con Rodas. En estaocasi—n, la sorprendente actitud no era tanto debida al temor romano por un excesivoengrandecimiento del estado insular, como a la desconÞanza suscitada por su pol’tica deentendimiento y buenas relaciones con los dos enemigos vencidos, Macedonia y Siria,necesaria a sus intereses mercantiles. As’, el arbitraje pod’a interpretarse como un avisosobre los inconvenientes de desarrollar una pol’tica exterior en desacuerdo con la l’nea -aveces dif’cil de adivinar- exigida por Roma. 

2.5.3. La Grecia continental y Macedonia.

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  Sin duda, era en Grecia continental donde la situaci—n ofrec’a mayores motivos depreocupaci—n. Si la guerra hab’a tenido como principal escenario Asia, aœn quedaban enGrecia rescoldos que apagar, y el principal de ellos, el de la liga etolia, problemaprecariamente resuelto. Por el tiempo de la batalla de Magnesia, desembarcaba en Apoloniael c—nsul Fulvio Nobilior, que reemprendi—, en concierto con Macedonia y la liga aquea, lalucha contra la confederaci—n. ƒsta, Þnalmente, hubo de someterse a las condiciones de pazimpuestas por el c—nsul: un foedus iniquum  subordinaba a los etolios a Roma, priv‡ndoles delibertad en materia de pol’tica exterior, aunque conservaban su autonom’a interna y la mayor

parte de su extensi—n territorial.Su derrota s—lo pod’a favorecer a la liga aquea, que, convertida ahora, bajo labenevolencia de Roma, en el estado m‡s poderoso de Grecia continental, aprovech— lacoyuntura para incluir en su confederaci—n a todo el Peloponeso, bajo la enŽrgica acci—n desu dirigente FilopemŽn. Hab’a estados que no pod’an aceptar sin m‡s esta inclusi—n y, entreellos y sobre todo, el m‡s encarnizado enemigo de los aqueos, Esparta, que denunci— ante elsenado romano su forzada inclusi—n en la liga. Pero la indecisi—n del m‡s alto organismopol’tico romano entre las partes interesadas fue fulminantemente resuelto por los aqueos,que, en un golpe de fuerza, asaltaron Esparta y terminaron con los pocos jirones que aœnquedaban del viejo estado peloponesio. TambiŽn y poco despuŽs, la insurrecci—n de losmesenios fue resuelta del mismo brutal modo, mientras el gobierno romano contemplaba

impotente, entre embajadas y comisiones, el fortalecimiento aqueo y la ineÞcacia del ordenque hab’a intentado imponer en la Grecia continental.Mientras, en el norte, Macedonia intentaba una lenta recuperaci—n, tras la derrota de

CinoscŽfalas. Bajo la direcci—n de Filipo, las energ’as del estado se concentraron en unarestauraci—n interna, en el marco de la m‡s escrupulosa Þdelidad a su alianza con Roma. Yesta Þdelidad produjo sus primeros frutos cuando le fue autorizado al rey macedonioanexionar, como pago de su colaboraci—n, ciertos territorios de la Grecia septentrional. PeroFilipo, conÞado en la benevolente actitud romana, decidi— adem‡s a–adir a su estado losœltimos restos del dominio selŽucida en Tracia, las plazas de Ainos y Maroneia, lo que leenfrent— con Eumenes de PŽrgamo. En su calidad de Þel aliado de Roma, Eumenes, dirigir’aenŽrgica e incansablemente la atenci—n del estado romano hacia Macedonia, con sospechas

y acusaciones que, Þnalmente, engendrar‡n la chispa de una nueva intervenci—n armada deRoma en Oriente.

2.6. La tercera guerra maced—nica.

2.6.1. Perseo de Macedonia. 

Cuando Filipo muri— en 179, el trono de Macedonia recay— sobre su hijo Perseo, que seapresur—, como primer acto de gobierno, a pedir el reconocimiento de Roma y la renovaci—nde la alianza con su padre. Si bien el senado no se opuso o no encontr— razones suÞcientespara oponerse, el nuevo rey no agradaba a la alta c‡mara, al hacerle responsable de lasintrigas que hab’an conducido al asesinato de Demetrio, su hermano, educado en Roma,

donde hab’a tejido s—lidos lazos de amistad, y donde, por ello, era contemplado conbenevolencia como el sucesor de Filipo. Pero fue sobre todo su pol’tica la que, desde unprincipio, atrajo la animadversi—n romana hasta derivar, en medio de complejascircunstancias, en enemistad abierta. En efecto, Perseo se propuso reaÞrmar el prestigio deMacedonia en Grecia con mŽtodos conciliadores y abiertos, que pronto le granjeraron unbuen nœmero de simpat’as. La ca—tica situaci—n de la pen’nsula, con sus dram‡ticastensiones internas, fruto de la profunda crisis socio-econ—mica, le ofrecieron un vasto campode acci—n como campe—n de las reivindicaciones de los dŽbiles contra las clasesacomodadas en el poder. Pero el hecho de que estas clases fueran Þlorromanas, empujabaal rey a un terreno resbaladizo, y, aun contra su voluntad, se convirti— en un representante dela creciente opini—n antirromana, que ganaba de d’a en d’a en Grecia nuevos partidarios. La

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desconÞanza que Roma abrigaba contra Perseo s—lo necesitaba ya de un pretexto, que iba aofrecer en bandeja el antiguo enemigo de Filipo y de cualquier intento de robustecimiento deMacedonia, Eumenes de PŽrgamo.

Eumenes ve’a todav’a con mayor preocupaci—n el restablecimiento del prestigio deMacedonia, que Perseo, con una s—lida red diplom‡tica, estaba ampliando tambiŽn fuera deGrecia: a una h‡bil pol’tica matrimonial, que le ligaba al reino selŽucida y a la casa real deBitinia, contra al que Eumenes hab’a entrado recientemente en conßicto abierto, se un’a elmantenimiento de cordiales relaciones con los rodios, enfrentados con PŽrgamo en la

pen’nsula anatolia. Y fue el propio Eumenes quien, en 172, expuso ante el senado romano lalarga lista de cargos contra Perseo, buscando motivaciones antirromanas, reales o Þcticias, asus actos de pol’tica interna y exterior, contra los que poco pudieron las protestas de Þdelidadde los embajadores macedonios y los buenos oÞcios conciliadores de Rodas. 

En realidad, la guerra ya estaba decidida, pero los romanos preÞrieron asegurarlaprimero con una ofensiva diplom‡tica y con tratativas Þngidas, destinadas a enga–ar aPerseo y a hacerle conÞar hasta el œltimo momento en la posibilidad de un acuerdo, paraevitar que se encontrase preparado cuando los ejŽrcitos romanos decidiesen iniciar lashostilidades.

2.6.2. El desarrollo de la guerra: Pidna. 

Las razones esgrimidas por Roma en la declaraci—n de guerra a Perseo -el ataque delrey contra aliados del pueblo romano (?) y la decisi—n de preparar la guerra contra Roma conun supuesto rearme- no eran sino dŽbiles pretextos para una grave decisi—n, que no puedeencontrar explicaci—n si no es en el nuevo rumbo emprendido por la pol’tica exterior romanaen Oriente, como alternativa al fracaso de la concepci—n liberal que hab’a presidido los iniciosde esta pol’tica. Macedonia era, en este caso, la v’ctima visible, pero, tras ella, estaba lavoluntad de hacer sentir a todo el Oriente el peso de una presencia m‡s activa, que elgobierno romano pondr‡ en pr‡ctica no bien eliminado el dŽbil obst‡culo macedonio.

Y esta determinaci—n de eliminar a Macedonia se hizo evidente desde el comienzo de laguerra. Las tropas con las que Roma inici— la ofensiva, en la primavera de 171, fueronf‡cilmente vencidas por Perseo, que se apresur— a iniciar tratos de paz, sobre condiciones

m‡s propias de un vencido que de un vencedor. Las conversaciones, sin embargo, fueronabortadas en su inicio, mientras el rey macedonio se limitaba a mantenerse a la defensiva.Sin embargo, la parad—jica situaci—n llev— a otros estados, como Epiro y el reino de Iliria, aabrazar la causa macedonia o a mantener una equ’voca postura en espera de losacontecimientos siguientes. Ni siquiera Rodas y PŽrgamo pudieron sustraerse a estacompleja constelaci—n y, ante el punto muerto que hab’a creado la incompetencia militarromana y la pusil‡nime actitud defensiva del rey macedonio, intentaron pasos dereconciliaci—n entre ambos contendientes, que el estado romano caliÞc— de abierta traici—n.

Naturalmente, bast— que Roma aplicara con energ’a sus ingentes recursos bŽlicos paradespejar la inc—gnita. Mientras un cuerpo de ejŽrcito somet’a, en la primavera de 168, a losilirios, el grueso de la fuerzas romanas, al mando del c—nsul L. Emilio Paulo, desembarcaba

en Grecia. El avance romano desde el sur de Macedonia oblig— a Perseo a retirarse hacia elnorte, tras la l’nea de fortiÞcaciones con las que esperaba frenar el avance enemigo. Elc—nsul logr— forzarlas, y, Þnalmente, en Pidna, se produjo el choque, en el que qued—aplastado el ejŽrcito macedonio.

2.7. La reorganizaci—n de Oriente tras Pidna.  La victoria sobre Perseo enfrentaba al estado romano con una nueva organizaci—n deOriente. Pero, sin un plan de recambio ante el fracaso de los mŽtodos utilizados hasta elmomento, s—lo una mayor dureza y una fuerte desconÞanza hacia amigos y enemigossuplir’a la inexistencia de un sistema eÞciente. Por ello, las medidas, tras Pidna, apenasfueron constructivas y contribuyeron a hacer m‡s grande el abismo ca—tico que se hab’a

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empezado a abrir desde la crisis del sistema helen’stico de equilibrio. Este sistema, desdeApamea, hab’a dado paso a un equilibrio pluriestatal, al que seguir‡ ahora un ensayo deatomizaci—n pol’tica. La victoria sobre Perseo facilitaba esta tarea en Macedonia, perotambiŽn se llevar’a a cabo en los otros estados medios del anterior sistema -Rodas,PŽrgamo, la liga aquea-, si bien solapadamente y con mŽtodos equ’vocos e indirectos. Pidnarepresenta, sin duda, otro momento crucial en la pol’tica exterior romana, porque es, a partirde ahora, cuando el antiguo patronazgo se convierte en intervenci—n directa, con el exclusivoÞn de servir a los intereses romanos. Si no parangonable a los imperialismos modernos, la

utilizaci—n de mŽtodos imperialistas es evidente y conduce, al menos, a la creaci—n de unimperio, que en los siguientes a–os se materializar‡ con la progresiva provincializaci—n delOriente.

2.7.1. Macedonia y Grecia. 

Las consecuencias de Pidna, l—gicamente, deb’an alcanzar, ante todo, con especialdureza a la vencida Macedonia. La monarqu’a fue eliminada y se suprimi— incluso la propiaintegridad nacional del reino. Declarada repœblica, es decir, "libre", su territorio se dividi— encuatro cantones, no s—lo independientes, sino forzados a ignorarse entre s’ por unaprohibici—n expresa de cualquier relaci—n jur’dica y pol’tica mutua. Sin el tradicionalaglutinante de la monarqu’a, el pueblo macedonio se ver‡ abocado a un abismo pol’tico de

graves consecuencias sociales, que trasplant— al antiguo estado mon‡rquico la ya endŽmicainestabilidad interna de los otros estados griegos "libres", en la elemental forma de una pugnaentre ricos y pobres.

TambiŽn los estados vecinos que se hab’an pronunciado directamente contra Roma,compartieron el duro destino de Macedonia: en Iliria, suprimida la monarqu’a, se dividi— elterritorio en tres repœblicas independientes; en el Epiro, donde una fracci—n se hab’a unido aMacedonia, setenta comunidades de la regi—n antirromana fueron, en el mismo d’a y a lamisma hora, incendiadas, y 150.000 epirotas vendidos como esclavos.  En cuanto a Grecia, la guerra de Macedonia hab’a mostrado claramente la existencia, enel interior de los estados griegos, de una fuerte opini—n antirromana. Con la victoria,emergieron los elementos prorromanos, que viendo llegada la hora del desquite y del

enriquecimiento, se arrogaron el papel de verdugos de sus propios conciudadanos. Una olade denuncias se extendi— sobre Grecia, como consecuencia de la cual se multiplicaron loscr’menes y las deportaciones contra las fuerzas pol’ticas convictas o sospechosas de uncurso antirromano. As’, un millar de pol’ticos aqueos, sospechosos de tendenciaspromacedonias o partidarios de la neutralidad, hubieron de emprender el camino de Italia,entre ellos, el historiador Polibio, mientras en Etolia se recurr’a, m‡s expeditivamente, alajusticiamiento puro y simple de los adversarios. Aunque, en ciertos casos, como en Beocia yAcarnania, el gobierno romano procedi— a la amputaci—n de territorios, en general, se sinti—satisfecho con la utilizaci—n de gobiernos t’teres, que, con sus estrechos horizontes egoistas,precipitaron el caos de Grecia.

2.7.2. Rodas y PŽrgamo. 

Si contra Rodas y PŽrgamo, los dos Þeles aliados anatolios del estado romano, nopod’an esgrimirse motivos de represalia, no por ello escaparon a la brutal pol’tica dedebilitamiento decidida tras Pidna. El estado romano no pod’a perdonar a los rodios susintentos de mediaci—n en el conßicto con Macedonia, impulsados por el temor de la repœblicaa ver peligrar su actividad comercial y, con ello, su prosperidad. Y ser’a precisamente en este‡mbito donde Roma aplicar’a el peso de su venganza: al desmembramiento de los territorioscontinentales de Rodas, se a–adi— la decisi—n de declarar Delos, cedido previamente aAtenas, puerto franco. La consecuencia fue que el comercio rodio se vio privado de loselevados recursos de su propio puerto, lo que precipit— su eliminaci—n como primera potenciamar’tima del Egeo.

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  En cuanto a Eumenes, apenas si pod’a achac‡rsele, en su larga trayectoria de Þelservidor de los intereses romanos en Asia, un t’mido, abortado e indirecto intento demediador de Macedonia. Pero no eran necesario pretextos en esta pol’tica general dedebilitamiento, toda vez que sus servicios ya no se consideraban necesarios. Con un irritantecinismo, cuando Eumenes envi— a su hermano Atalo a Roma en solicitud de ayuda contra lastribus g‡latas, que se hab’an sublevado, el gobierno romano, no contento con neg‡rsela,incit— a Atalo, aunque en vano, a llevar a cabo un golpe de estado contra Eumenes. Lapol’tica exterior pergamŽnea hubo de moverse, pues, a partir de entonces entre el rencor y el

temor inspirado por Roma.2.7.3. El reino selŽucida.  Aunuqe al margen de los acontecimientos que hab’an precipitado la œltima intervenci—nromana, tampoco el reino de Siria se libr— del nuevo rumbo pol’tico decidido por Roma enOriente. Su rey, Ant’oco IV, que hab’a subido al trono en 175, parec’a contar con labenevolencia romana, al haberse educado en Roma como rehŽn. En los a–os en que ten’alugar la guerra contra Perseo y por complejas circunstancias que no vienen al caso, Siria seencontraba enfrentada a Egipto en una guerra, que llev— a Ant’oco, en 168, hasta las puertasde la propia capital del reino ptolemaico, Alejandr’a. Ambos contendientes trataron de atraerpara su causa la benevolencia romana, pero el senado, en plena guerra con Macedonia,

procur— soslayar su respuesta. Finalmente, la insistencia egipcia, ante la apurada situaci—ncreada por Ant’oco, decidi— al gobierno romano a enviar una misi—n diplom‡tica, dirigida porel consular C. Popilio Lenas, amigo de Ant’oco durante su Žpoca de rehŽn en Roma. Laentrevista entre Ant’oco y Popilio en un suburbio de Alejandr’a ser’a famosa: ante lasexigencias romanas -cese de las hostilidades, devoluci—n de las conquistas e inmediatoabandono de suelo egipcio-, el rey solicit— una reuni—n de su consejo antes de tomar unadecisi—n. Popilio, entonces, trazando un c’rculo en el suelo en torno al rey, exigi— unarespuesta antes de que lo traspasara. Y Ant’oco no dud— en plegarse al ultim‡tum.  Con la expeditiva intervenci—n a favor de Egipto -el estado m‡s dŽbil y, por ello, menospeligroso-, Roma extend’a as’ sus intereses al conjunto del mundo helen’stico. Egiptolanguidecer‡ bajo la protecci—n romana, mientras el reino selŽucida, corro’do por las

contradicciones de su propia composici—n interna, iniciar‡ una lenta agon’a, a la que pondr‡Þn Pompeyo, en el a–o 93, asestando el golpe Þnal.

2.8. La provincializaci—n de Macedonia y el Þn de la independencia griega.  La falta de un programa constructivo por parte del estado romano en la reorganizaci—npol’tica de Grecia y Macedonia s—lo produjo un caos, en el que salieron aœn m‡s virulentas ala luz las profundas contradicciones internas, aumentadas por el desastroso gobierno de lost’teres prorromanos. No pod’a evitarse la identiÞcaci—n de la miseria social con estedesgobierno, imputable a Roma, y, como consecuencia, la aparici—n de un sentimientonacionalista que, en su desesperaci—n, lleg— incluso a tomar formas grotescas.

En Macedonia, el descontento contra los oligarcas Þlorromanos fue aprovechado por un

aventurero, Andrisco, supuesto hijo natural de Perseo, que, bajo el nombre de Filipo y con laayuda de un rŽgulo tracio, intent— sublevar el viejo reino. Y efectivamente, tras unainfructuosa tentativa, venci— al ejŽrcito de las repœblicas macedonias y fue reconocido rey detodo el pa’s. El estado romano, infravalorando al nuevo enemigo y atado por compromisosbŽlicos m‡s graves en Espa–a y Africa, se content— con el env’o de una legi—n, que fuedestruida. Bast—, naturalmente, la aplicaci—n de suÞcientes recursos para poner Þn a laaventura del PseudoÞlipo, en el mismo escenario donde fuera vencido Perseo, Pidna (148 a.C.). Pero Roma, considerando demasiado peligroso e inseguro el recurso a estados vasallospara dominar la regi—n, preÞri— la ocupaci—n militar permanente, y, en consecuencia,Macedonia fue declarada provincia romana, la primera de Oriente.

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  No eran mucho mejores las condiciones pol’ticas y sociales en Grecia, donde los perrosguardianes de los intereses romanos, la oligarqu’a en el poder, ofrec’a un triste espect‡culode adulaci—n y avidez, de envidias y suspicacias. Su propia incapacidad ser’a el instrumentocon el que se dar’a Þn a la historia griega. La ocasi—n fue uno m‡s de los estŽriles conßictosde fronteras en el Peloponeso, surgido en esta ocasi—n entre Esparta y Megal—polis, ambasincluidas en la liga aquea. Roma, preocupada en otros frentes, dej— la decisi—n en manos deun dirigente de la liga aquea, Cal’crates, servil adulador y Þel ejecutor de las —rdenesromanas. Cal’crates resolvi— a favor de Megal—polis, pero, poco despuŽs, era elegido

estratega de la liga un espartano, Men‡lcidas, que contest— la decisi—n y, con ello, suscit— enEsparta el viejo deseo de abandonar la confederaci—n y recuperar la independencia. Elacostumbrado recurso al arbitraje romano s—lo obtuvo resultados lentos y equ’vocos, ante elcontempor‡neo problema, m‡s urgente, de la rebeli—n de Andrisco. La liga aquea,creyŽndose con el apoyo romano, llev— sus armas con Žxito contra Esparta. Pero cuando elgobierno romano Þnalmente intervino, en 147, una vez libres las manos en Macedonia, ladecisi—n, leida en Corinto por el enviado del senado, llen— de estupor y rabia a losrepresentantes de la liga: eran declaradas "libres" y, en consecuencia, independientes de laconfederaci—n, no s—lo Esparta, sino tambiŽn Corinto, Argos y Orc—menos, entre otras.TambiŽn en Grecia, pues, Roma prescind’a de su Þel aliado en aras de la atomizaci—n, quepretend’a abatir el œnico organismo aœn coherente y con cierta fuerza en Grecia.

La reacci—n de los encolerizados ciudadanos de Corinto, si bien descarg— contra losespartanos, no estaba menos dirigida contra el estado romano, aunque aœn no se tradujo enguerra abierta: por un lado, los aqueos todav’a conÞaban en tratar con Roma; el senado, porsu parte, intent— ganar tiempo con una actitud en apariencia conciliadora, teniendo en cuentalos frentes de guerra en los que estaba empe–ado, que los dirigentes de la liga, Dieo yCritolao, interpretaron como debilidad. En consecuencia, la liga, en la primavera de 146,declar— la guerra a Esparta, y el gobierno romano, en contestaci—n, se decidi— a intervenirmilitarmente.

Como era inevitable, la guerra se concluy— con la derrota de los griegos. Q. CecilioMetelo, el vencedor de Andrisco, acab— con el ejŽrcito de Critolao; poco despuŽs, el c—nsul L.Mummio, tras vencer a Dieo, entraba en Corinto, el cuartel general de la liga. El gobierno

romano crey— que era necesario un "ejemplo" para convencer a los griegos de que losdictados de Roma eran inapelables y decidi— la destrucci—n de la venerable ciudad del istmohasta sus cimientos. Pero en Grecia no se atrevi— a dar el paso deÞnitivo de Macedonia. S—lolos estados que hab’an luchado al lado de la confederaci—n -Beocia, Eubea, F—cide y L—cride,entre otros- fueron colocados bajo la autoridad de un gobernador. Los dem‡s permanecer’an

 jur’dicamente libres, aunque, en la realidad, no menos sometidos a la direcci—n romana.La destrucci—n de Corinto, el mismo a–o en que era arrasada, en el otro extremo del

Mediterr‡neo, Cartago, tiene el valor de un punto Þnal en la trayectoria pol’tica exteriorromana en Oriente. Los dudosos motivos que hab’an suscitado la primera intervenci—n, aÞnales del siglo III, cristalizaron Þnalmente en las primeras anexiones y en una presenciaarmada permanente. As’, el pretendido patronazgo, sobre los rieles de una fracasada

hegemon’a pol’tica, desemboc— Þnalmente en abierto imperialismo.

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3. ROMA EN EL MEDITERRANEO OCCIDENTAL  El Oriente mediterr‡neo no es el œnico ‡mbito en que se despliega la pol’tica exteriorromana tras la victoria sobre An’bal. Con mayor raz—n, el escenario en el que se hab’adesarrollado la segunda guerra pœnica seguir’a manteniendo la atenci—n del estado romano,

como consecuencia tanto de las secuelas dejadas por el conßicto, como de los nuevosintereses surgidos durante su desarrollo. Por un lado, la guerra hab’a puesto al descubierto ladebilidad de las fronteras septentrionales de Italia; por otro, los lazos tejidos en el importanteteatro de operaciones de la pen’nsula ibŽrica, una vez expulsados los cartagineses,decidieron al estado romano a permanecer durablemente en su territorio. Pero, adem‡s, en ell’mite sur de este ‡mbito, aunque vencido, el estado cartaginŽs aœn contaba como factorpol’tico y, como tal, aunque secundariamente, no escapaba a la atenci—n de los pol’ticosromanos.  Pero, frente a la unidad pol’tica y cultural del mundo helen’stico, que permite unacomprensi—n global de las relaciones exteriores romanas en Oriente, la presencia de Romaen Occidente tiene unos presupuestos, m—viles y objetivos heterogŽneos, que obligan a

contemplar por separado los ‡mbitos en los que se desenvuelve.

3.1. Las fronteras septentrionales de Italia.

3.1.1. La conquista de la Galia cisalpina.  Fue la debilidad de la frontera septentrional, sin duda, una de las causas determinantesdel Žxito de An’bal al invadir Italia. El traslado del peso de la guerra al sur de la pen’nsulaoblig— a abandonar, en manos de los colonos de Placentia y Cremona y de las tribus Þeles, ladefensa de este gigantesco arco entre los Alpes Mar’timos y el Adri‡tico. Pero otras tribuspadanas, como los boyos e ’nsubres, siguieron causando problemas en Žste ‡mbito, hasta elpunto que, en las postrimer’as de la guerra y, sin duda, instigados por agentes cartagineses,

boyos e ’nsubres, hacia 200, incendiaron la colonia romana de Placentia, y s—lo a duraspenas pudieron ser contenidos frente a Cremona. 

S—lo en 197, acabado el conßicto con Macedonia, se decidi— una enŽrgica intervenci—nen el valle medio del Po. Las victorias romanas en los alrededores de Mantua y cerca deComo, obligaron a los ’nsubres a Þrmar un tratado, que permiti— una incipiente colonizaci—nde la regi—n transpadana en torno a Mediolanum (Mil‡n). P. Cornelio Escipi—n Nasica, por suparte, logr— en 191 , la sumisi—n de los boyos y, con ello, la eliminaci—n del peligro galo en laribera derecha del Po.

El territorio de la Galia cisalpina, al sur del Po, una vez paciÞcado, fue sometido a unaintensa obra de organizaci—n, con la creaci—n de estructuras que permitieran su posteriorromanizaci—n, en especial, mediante la fundaci—n de colonias y el tendido de v’as de

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comunicaci—n. Las viejas colonias de Placentia y Cremona se revitalizaron con nuevoscolonos y se fundaron otras nuevas -Bononia (Bolonia), en 190, y Mutina (M—dena) y Parma,en 183-, a lo largo de la comunicaci—n natural entre el valle medio del Po y la costa adri‡tica.El estado romano ganaba as’ una fŽrtil llanura, extendida en tri‡ngulo entre el Po, losApeninos y el Adri‡tico, donde encontraron asentamiento y tierras gran nœmero deagricultores.  Estrechamente conexionadas con estas campa–as militares en el valle medio del Po,est‡n las guerras contra las rudas tribus ligures, que, al otro lado del Arno, se extend’an

hasta los Alpes Mar’timos, a lo largo de la costa genovesa y de las monta–as del interior. Laconquista de este territorio era vital para Roma, que necesitaba proteger el l’mite occidentalde su frontera norte contra las amenazas ind’genas sobre la regi—n de Etruria y de la propiallanura padana, pero tambiŽn asegurar el desarrollo de la actividad portuaria del norte delTirreno y del comercio con Marsella. La ofensiva romana en repetidas campa–as contra lasdos condederaciones tribales m‡s importantes de la zona, los apuanos y los ingaunos, s—lologr— los primeros resultados positivos a partir de la victoria de Emilio Paulo sobre lossegundos en 181. Poco despuŽs se fundaban, en territorio apuano, las colonias de Lucca yLuna (177), que aÞrmaban la presencia romana en la regi—n. Pero las medidas no fueronsuÞcientes para lograr el deÞnitivo sometimiento de estas tribus, que s—lo Cat—n, a Þnales dela dŽcada, consigui— con una sistem‡tica pol’tica de paciÞcaci—n por v’a diplom‡tica.

Finalmente, en el valle bajo del Po, la protecci—n que, sobre la el extremo oriental de lafrontera norte, cumpl’an las tribus amigas de los vŽnetos contra las presiones celtas e iliriasprocedentes de los Alpes orientales, recibi— un notable fortalecimiento con la fundaci—n, en181, de la colonia latina de Aquileya, en pleno territorio vŽneto, frente a la pen’nsula de Istria.

3.1.2 La colonizaci—n de la Cispadana. 

La acci—n romana, en la primera mitad del siglo II, sobre los l’mites septentrionales, malprecisados e inseguros, de su esfera de intereses italiana, condujo Þnalmente al deÞnitivodominio sobre la Galia cispadana. S—lo al norte del Po, en la Transpadana, el gobiernoromano hubo de contentarse con crear un aceptable margen de seguridad, mediante lasuscripci—n de tratados con las tribus galas vencidas, que inclu’an la Þjaci—n de sus l’mites

tribales, la limitaci—n de su pol’tica exterior y, sin duda, tambiŽn, la obligaci—n de proporcionarcontingentes de auxiliares y, en ciertos casos, el pago de un tributum . Pero la intrindadageograf’a alpina sigui— constituyendo un factor de inseguridad, que obligaba a un continuoavance en territorio galo, cuya œltima consecuencia ser‡n las campa–as de CŽsar.

Si el avance militar romano y la conquista hab’an correspondido en principio a exigenciasde defensa, pronto se convirti— en una pol’tica consciente de expansi—n. La pol’ticacolonizadora del gobierno romano correspondi— a este impulso, no s—lo con fundacionesoÞciales, sino con una emigraci—n espont‡nea y numerosa. Y de ah’ la rapidez y la extensi—ndel proceso de romanizaci—n en la Galia cispadana. De todos modos, la l’nea divisoriarepresentada por el Po no impidi— que los efectos de la profunda romanizaci—n al sur del r’oalcanzaran tambiŽn a la Transpadana, favorecidos por los contactos comerciales, la

presencia de agricultores romanos y el servicio de auxiliares galos en el ejŽrcito romano,entre otros.

3.2. La conquista de la pen’nsula ibŽrica.

3.2.1. Las causas de la conquista. Como sabemos, la pen’nsula ibŽrica hab’a constituido uno de los principales escenarios

de la segunda guerra pœnica. Fundamental fuente de reserva para los cartagineses, laacci—n, sobre todo, de Escipi—n consigui— liberar su territorio de la presencia pœnica. En esteresultado hab’a jugado un papel determinante la actitud de las tribus ind’genas, que, aunqueno de forma un‡nime, hab’an apoyado la causa romana, al presentarse como fuerza

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desinteresada con el œnico objeto de arrojar a los cartagineses del suelo hispano, sinpretensiones de ocupar su lugar.

 

La identiÞcaci—n de los objetivos romanos con los desus aliados ind’genas hab’a sido una premisa necesaria en una estrategia basada en lacolaboraci—n con las tribus peninsulares. Y, en efecto, mientras existieron objetivos queliberar, aun con roces m‡s o menos graves, esta identiÞcaci—n y, en consecuencia,colaboraci—n logr— mantenerse.  El desenlace de la batalla de Ilipa y la expulsi—n cartaginesa dieron un giro radical a lasrelaciones tejidas con los pueblos de la pen’nsula por los responsables romanos de la guerra.

La causa no fue tanto un cambio romano de actitud en los territorios liberados o ante losrecientes aliados, como la incomprensi—n por parte ind’gena de la imposibilidad romana deretirar su presencia de Hispania, una vez cumplida la expulsi—n pœnica, ya que se preparabauna invasi—n de la costa africana, en la que Hispania jugaba un importante papel estratŽgico. 

Pero, aunque pueda dudarse de una voluntad, al menos consciente, de anexi—n romana,la actitud de los vencedores no fue tan intachable como para no ofrecer a los ind’genassuÞcientes sospechas o temores de encontrarse, pura y simplemente, ante un cambio deamo. Las necesidades l’mites de una guerra en su fase decisiva y el recurso obligado acualquier ayuda Þnanciera o humana aclaran, si no justiÞcan, la actitud romana tras Ilipa.  Cuando algunas ciudades del alto Guadalquivir, como Castulo e Iliturgi (Menj’bar),protegidas por sus fortiÞcaciones, intentaron desentenderse de esta guerra que ya no era la

suya, Escipi—n hubo de reaccionar, aœn m‡s enŽrgicamente cuanto que el ejemplo seextendi— a otros nœcleos del Guadalquivir, como Astapa (Estepa) y las tribus de la regi—n delEbro, nunca demasiado seguras.  Las brechas fueron transitoriamente taponadas, y el caudillo romano pudo abandonar lapen’nsula. Pero en Hispania el abismo ya estaba abierto. La imposibilidad de renunciar a losingentes y valiosos recursos peninsulares decidi— al gobierno romano a volver las armascontra los antiguos aliados y a exigir por la fuerza lo que ya era imposible solicitar por pactosde alianza, asegur‡ndolo aœn con una presencia militar constante. Esta confusa pol’tica,explicable en una situaci—n de guerra, en cualquier caso, iba tejiendo lazos entre Roma y losterritorios ind’genas, cuya disoluci—n, Þnalizada la contienda, super— el ‡mbito de lo posible.

As’ se inici— la conquista de Hispania, cuyos comienzos ofrecen un lamentable ejemplo

de falta de iniciativa pol’tica de los c’rculos dirigentes romanos, desde un principio privada deun m’nimo de coherencia y de cualquier rudimento de construcci—n de un orden pol’tico y jur’dico. Su consecuencia ser‡ un casi continuo estado de guerra, confuso y sangriento, cuyaœnica salida posible se crey— ver en el total aplastamiento de la resistencia y en elaniquilamiento f’sico del enemigo, sobre cuyas cenizas, tras m‡s de medio siglo deenfrentamientos, se levantar‡ el precario ediÞcio de una rudimentaria organizaci—n provincial.

3.2.2. La provincializaci—n de Hispania. 

La decisi—n de controlar permanentemente los territorios peninsulares arrebatados aCartago no signiÞcaba que Roma hubiese reaccionado con precisi—n sobre su destino,condicionado en todo caso a un sometimiento efectivo y duradero. El sistema de alianzas y

pactos que garantizaran esta hegemon’a de Roma sin un despliegue importante de aparatomilitar, se manifest— muy pronto como impracticable, aœn m‡s por las complejas y atomizadasrealidades pol’ticas ind’genas. Y, por ello, despuŽs de tres a–os de estŽriles campa–as, elsenado se vio obligado, en contra de una l’nea continua de pensamiento, a provincializar losterritorios hispanos, de una u otra manera ya incluidos en el horizonte de intereses romano.Su peculiar distribuci—n geogr‡Þca en una larga y estrecha franja costera con acceso al valledel Guadalquivir, decidi— desde un principio dividirlos en dos circunscripciones distintas,encomendadas a sendos pretores desde 197, la Hispania Citerior , al norte, y la Ulterior , alsur. 

Esta ya inequ’voca manifestaci—n de una decidida voluntad de dominio fue contestadapor parte hispana, de inmediato, con una rebeli—n generalizada, en la que participaron no

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s—lo las tribus ibŽricas, sino, lo que parece menos obvio, tambiŽn las ciudades feniciascosteras, para las que, en principio, podr’a suponerse mayor interŽs por conservar buenasrelaciones con la potencia it‡lica que incluirse en el incierto destino de una guerra comoaliados de pueblos b‡rbaros. La explicaci—n se encuentra, sin duda, en la brutal decisi—nromana de asegurar los ‡mbitos provinciales hispanos, aun lesionando anterioresautolimitaciones legales. Pero seguridad no signiÞcaba para la direcci—n romana uniformidadni sistematizaci—n, ni tampoco seguramente, en un principio, continuidad espacial del ‡mbitode dominio. Los territorios arrebatados a Cartago y reganados por la fuerza a los propios

ind’genas, no eran sino un heterogŽneo conglomerado de realidades pol’ticas, tan distintasentre s’ como en su relaci—n jur’dica con la potencia romana. En ellos, se inclu’an lasciudades costeras aliadas, como C‡diz o Sagunto, los principados ind’genas, ligados porpactos de amistad, y las tribus sometidas jur’dicamente a Roma como consecuencia de suconquista o entrega sin condiciones. De ello se deduce que la pol’tica romana en Hispania,en los primeros a–os, no tendi— al sometimiento de un territorio compacto, conform‡ndosecon asegurar su autoridad sobre el ‡mbito incluido en su esfera de intereses al Þnalizar lasegunda guerra pœnica, en lo posible, de modo indirecto, mediante relaciones ligadas con lospropios ind’genas. S—lo la autoridad del pretor serv’a de amalgama a este mosaico, con lamisi—n de mantener la seguridad de las fronteras hacia el exterior del ‡mbito provincial eimponer en su interior la autoridad romana, en la doble forma de respeto a los pactos para las

ciudades y tribus aliadas o amigas y cumplimiento de las obligaciones Þscales en losterritorios sometidos.

3.2.3.La bœsqueda de fronteras. Cat—n y Graco .  Este sistema provincial, aparentemente sencillo y modesto, iba, sin embargo, a naufragarcomo consecuencia de la propia debilidad de sus presupuestos b‡sicos y, sin duda, delfundamental, la estabilidad de las fronteras. La ausencia, por una parte, de fronterasnaturales - puesto que la direcci—n este-oeste de los grandes r’os sirve m‡s de v’a de accesoque de obst‡culo -; la estrecha colaboraci—n, por otra, entre las tribus de uno y otro lado dell’mite artiÞcial impuesto por Roma, era ya un primer obst‡culo a la necesaria tarea de limitarcon precisi—n el espacio provincial. Pero a esta diÞcultad objetiva vino a sumarse

negativamente la incapacidad del m‡ximo —rgano responsable de la pol’tica romana, elsenado, para organizar con capacidad creadora la construcci—n de una administraci—nconsecuente y estabilizadora, no tanto por comisi—n de medidas inadecuadas, como por elabandono de toda iniciativa de gobierno en manos del pretor provincial. Su funci—n apenaspod’a superar el simple y brutal estadio de exprimir al m‡ximo los recursos provinciales paraenriquecimiento propio y del estado y contestar a las resistencias ind’genas con el uso de lafuerza como medio de conseguir los honores del triunfo. 

La suma de todos estos factores - falta de fronteras naturales, frecuentes contactos delas tribus en coaliciones, explotaci—n y desnudo uso de la fuerza - explican que los primerosveinte a–os de dominio provincial romano en Hispania apenas sean otra cosa que unamon—tona serie de campa–as, en las que el estado romano invirti— un gigantesco e inœtil

cœmulo de energ’as para lograr, como soluciones œltimas y elementales, el sometimiento totalen el interior de las provincias y una aceptable seguridad al otro lado de unas fronteras, engran medida, convencionales, si tenemos en cuenta la debilidad del criterio Žtnico comofactor de separaci—n. Si la primera meta era simplemente una cuesti—n de inversi—n demedios, la segunda fue una muralla en la que se estrellaron una y otra vez los esfuerzosromanos, incapaces de encontrar fronteras estables y condenados a prolongar eternamentela guerra. Es, sin duda, el c—nsul Cat—n, en 195, quien mejor traduce los caracteres de estapol’tica provincial brutal y estŽril, con mŽtodos de gobierno basados en la destrucci—n y elexpolio. 

La peligrosa cadena de sublevaciones y represiones, que llevaba el camino detransformarse en un levantamiento general, aconsejaron al senado a enviar a Hispania, en

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195, a uno de los c—nsules, Cat—n. Cuando, apenas un a–o antes, Flaminino hab’aemocionado a la opini—n pœblica griega con su probablemente sincera declaraci—n de libertad,en el lado opuesto del Mediterr‡neo, otro alto representante de la pol’tica romana iba ademostrar quŽ duras consecuencias pod’a tener cualquier veleidad de oposici—n al estadoromano. Su conocida "ordenaci—n" de las provincias hispanas iba a servir de lastimosa pautaa los pr—ximos gobernadores de la pen’nsula. En efecto, el c—nsul, tras una serie dedemostraciones militares, impuso en los territorios conquistados unas directrices que apenasvariar’an en los siguientes cincuenta a–os. Eran Žstas el control absoluto, impuesto bajo la

paz armada, de los territorios sometidos al ‡mbito de acci—n romana; la organizaci—n yexplotaci—n econ—mica sistem‡tica y despiadada de los mismos, y su defensa, concebidamediante la creaci—n de un glacis protector, con la paciÞcaci—n de las tribus perifŽricas, comobarrera a las posibles veleidades depredadoras de los pueblos exteriores. Que estas tribusfueran precisamente los celt’beros y lusitanos, con sus contradicciones econ—micas y elmantenimiento de un esp’ritu guerrero, ser’a decisivo en los decenios siguientes. La continuae infructuosa bœsqueda de fronteras estables y el fragmentario y turbulento mundo pol’tico alotro lado de las mismas, constituir‡n, pues, los cauces por donde discurrir‡ la historia de lapen’nsula ibŽrica a lo largo de toda la repœblica.  La falta de eÞcacia de las medidas de Cat—n quedaron patentes muy pronto. En 194,bandas de lusitanos se lanzaron a efectuar razzias productivas sobre las ricas y

desguarnecidas tierras del Guadalquivir, y, a–os despuŽs, a la actividad lusitana, se uni— larebeld’a de algunas ciudades de la orilla izquierda del Betis, como Hasta (cerca de Jerez),que fue sometida por Emilio Paulo. Por otro lado, en el norte, los celt’beros de la regi—n deCalagurris ya comenzaban a plantear serios problemas a la estabilidad de las fronterasromanas. Las campa–as victoriosas, sin embargo, de Fulvio Flaco, en 182-181, contra loscelt’beros de la comarca entre el Jal—n y el Jiloca propiciaron un replanteamiento de lapol’tica hispana en Roma, basada en la renuncia a una mayor expansi—n en beneÞcio de unaconcentraci—n de la actividad econ—mica en los l’mites de unas fronteras deÞnidas, pol’ticaque aplicar’a Ti. Sempronio Graco durante los dos a–os de su mandato (180-179) enHispania.

En colaboraci—n con su colega A. Postumio Albino, Graco logr—, en una serie de

campa–as, acabar con la resistencia de los celt’beros para poder dedicarse a la organizaci—nde las fronteras, que trat— de aÞrmar mediante una sabia pol’tica de subscripci—n de pactos yalianzas con las nuevas tribus anexionadas. Sus cl‡usulas establec’an claramente lasobligaciones para con Roma: prestaci—n de servicio militar como auxiliares de los ejŽrcitosromanos, Þjaci—n de un tributo anual y prohibici—n de fortiÞcar ciudades, que contrabalance—con un m‡s equitativo reparto de la propiedad, distribuyendo parcelas de tierra cultivableentre los ind’genas. La Hispania dominada por Roma quedaba establecida al este de unal’nea imaginaria, que, desde los Pirineos occidentales, cortaba el Ebro por Alfaro - dondeGraco fund— la ciudad de Gracchurris -, para avanzar, englobando el alto curso del Duero, enl’nea recta hasta el Tajo, que superaba al oeste de Toledo, continuando hacia el sur por elcurso medio del Guadiana hasta su desembocadura.

 

Las bases de paciÞcaci—n de Graco se sustentaban en el aislamiento de los territorios,incluidos entre las fronteras provinciales, de las tribus exteriores - v‡rdulos, al norte del Ebro;vacceos, entre el Ebro y el Duero; vettones, desde el Duero al Guadiana, y lusitanos, al nortede este œltimo r’o -, mediante la aceptaci—n por parte de Žstas de un statu quo , que,fundamentado en un conjunto de pactos, hiciese imposible la formaci—n de grandescoaliciones. Pero esta tregua paciÞcadora de Graco, cuyo Žxito no se basaba tanto en lacalidad de las iniciativas como en su aceptaci—n por ambas partes y que no conten’a unautŽntico programa de reeorganizaci—n en profundidad, se manifest— todav’a m‡s precariapor la inercia del desafortunado sistema provincial, cuya falta de capacidad creadora vino aconjugarse negativamente con las tendencias estrechas y egoistas de la oligarqu’a romanaen el poder. Las provincias hispanas continuaron siendo un campo de enriquecimiento para

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los gobernadores, que pasaron sobre pactos y tratados, escudados en una impunidad ques—lo de tarde en tarde el senado pretend’a frenar. Ello s—lo pod’a llevar a un deterioroprogresivo de los presupuestos de Graco, que se enfriaron en los intereses divergentes degobernantes y sœbditos hasta el peligroso l’mite de la confrontaci—n armada.  Con todo, los problemas no fueron, en los treinta a–os siguientes a la pretura de Graco,lo suÞcientemente graves para considerar la pen’nsula en guerra y, por ello, las fuentes sobreHispania en estos a–os son muy escasas. Pero el caldo de cultivo, constituido por ununiverso pol’tico ind’gena atomizado, con graves problemas econ—micos, sobre el que incid’a

la avaricia o el desinterŽs de los gobernadores romanos, estallar’a en los dos ‡mbitosprovinciales de Hispania, simult‡neamente, en 154, dando comienzo al largo y sangrientoper’odo conocido como guerras celt’bero-lusitanas.

3.2.4. Las guerras celt’bero-lusitanas.

3.2.4.1. Las guerras celt’beras. Numancia  El caso de la ciudad de Segeda (Belmonte, cerca de Calatayud), en la Celtiberia,decidida a ampliar su territorio y, en consecuencia, sus fortiÞcaciones, para incluir a losnœcleos de poblaci—n vecinos, como reßejo de un desarrollo pol’tico y cultural, tom— a los ojosdel senado la proporci—n de una gigantesca coalici—n de fuerzas antirromanas, en los l’mites

precisamente de su dominio provincial. Pero que adem‡s, por la misma Žpoca, aunque alparecer sin relaci—n directa, bandas de lusitanos eligieran como objetivo de sus endŽmicosraids el territorio de la Hispania Ulterior, decidi— al senado a poner en pr‡ctica elconvencimiento de que el œnico medio eÞcaz de lograr la paciÞcaci—n provincial pasaba por elaniquilamiento de las tribus aœn dispuestas a defender su libertad con las armas. 

El endurecimiento que experimenta la pol’tica exterior romana en todos sus frentes deintereses - Grecia, Cartago y el Oriente helen’stico -, como œnico camino viable a losproblemas planteados por su propia incapacidad en dar soluciones valederas pol’ticas,traer’a as’, como consecuencia para la pen’nsula, a partir de 154, un casi continuo estado deguerra, cuya meta s—lo pod’a ser ya la destrucci—n f’sica del enemigo.  Esta decisi—n, en un fragmentario mosaico de tribus, sin fronteras naturales

suÞcientemente deÞnidas, independientes, pero interrelacionadas, y, aun en ocasiones,coordinadas frente al comœn enemigo, extendi— los objetivos de una guerra colonial limitada aespacios cada vez m‡s grandes, que amenazaron con desbordar la capacidad militarromana. El alejamiento del teatro de la guerra, las extremas condiciones atmosfŽricas, elhostil entorno de un paisaje mon—tono y m’sero y, no en œltimo lugar, la ferocidad de quienessab’an que su resistencia a ultranza era la œltima posibilidad de sobrevivir, dieron a la guerrade Hispania, en los a–os centrales del siglo II a. C., la categor’a de t—pico temible y temido. 

La aparici—n en 154 del c—nsul Nobilior ante Segeda oblig— a los ind’genas a abandonarla ciudad y buscar refugio en la Celtiberia ulterior, cuya capital era Numancia. Sin resultadospositivos, el c—nsul hubo de ceder el puesto a M. Claudio Marcelo, que, con la h‡bilcombinaci—n de fuerza y clemencia, logr— que los numantinos pidieran la paz, en uni—n de

otras tribus celt’beras (152 a. C.). Pero, si los celt’beros se hallaban sujetos por pactos, nadaimped’a llevar las armas sobre sus fronteras hacia occidente, contra los pueblos exteriores,cuya conquista ampliar’a el glacis protector de la Citerior, en concreto, los vacceos,extendidos a ambos lados del Duero medio, sobre fŽrtiles llanuras cerealistas, que tend’an elpuente entre la Celtiberia, en la Citerior, y los vettones y lusitanos, en la Ulterior. Fue elc—nsul de 151, Lœculo, quien emprendi— la empresa, atractiva, pero temeraria, al no estarapoyada por puntos seguros en la retaguardia, y, as’, la campa–a s—lo consigui— cristalizarun‡nimes sentimientos de odio en las tribus vacceas, que se vieron empujadas a laresistencia contra el intruso y ampliaron el escenario de la guerra en la Meseta [Texto 7].

Todos los problemas concentrados durante sesenta a–os de equivocaciones y fracasosparecieron explotar al mismo tiempo. Tras unos a–os de tregua, en 143, las tribus celt’beras,

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acaudilladas por Numancia, volvieron a sublevarse, como consecuencia de las accionesvictoriosas que, en la Ulterior, llevaba a cabo Viriato y, seguramente, a instancias suyas. Estaguerra, que del 143 al 133, enfrentar’a, sin respiro apenas, a los ejŽrcitos romanos con uninsigniÞcante nœcleo b‡rbaro en los conÞnes de Occidente, puede parecer - y as’ lo considerala historiograf’a tradicional - un episodio sobrehumano y de valor ejemplar si no se tiene encuenta una serie de circunstancias que, si no minimizan la desigual resistencia, la explican.  Hay que destacar el hecho de que la guerra de Numancia se produce al Þnal delgigantesco proceso que estaba transformando la elemental ciudad-estado de Roma en un

imperio mundial, sin una arm—nica y paralela acomodaci—n de sus estructuras pol’ticas ysocioecon—micas. Esta falta de adecuaci—n s—lo pod’a generar una grave crisis, de la que,para nuestros prop—sitos, incidiremos en s—lo dos aspectos, el social y el pol’tico.  El primero se maniÞesta en la creciente depauperaci—n de las clases medias, que, en unsistema de ejŽrcito como el romano, donde la milicia estaba ligada a la propiedad, se tradujoen una angustiosa disminuci—n de la cantera de soldados, precisamente en una Žpoca enque la pol’tica exterior exig’a levas progresivas. Las medidas excepcionales que hubo dearbitrar el estado para hacer frente a estas necesidades, s—lo pod’an redundar en unadisminuci—n de la calidad de las tropas y, por tanto, de su eÞcacia. Paralelamente, la crisispol’tica se aprecia en el resquebrajamiento de la unidad de la oligarqu’a senatorial, escindidaen varias facciones enfrentadas, que amenazaban con anularse en la conducci—n de los

asuntos pœblicos. 

Estas incongruencias se maniÞestan abiertamente en la guerra de Numancia. Mientraslos ejŽrcitos, biso–os y mal entrenados, que luchan contra los celt’beros se debaten entre elmiedo y la indisciplina, la unidad y coherencia de objetivos del mando se rompen en criterios,a veces contradictorios, como consecuencia del cambio anual de comandantes, fruto de lasluchas pol’ticas en Roma. 

La rebeli—n, en 143, de las tribus celt’beras, precariamente paciÞcadas por Marcelo, fueconsiderada tan grave en Roma que se decidi— el env’o de uno de los c—nsules, MeteloMaced—nico. Metelo, con mŽtodo y disciplina, comenz— su campa–a con el progresivosometimiento de las distintas tribus, de oriente a occidente, antes de dirigirse contra el nœcleoprincipal, Numancia, cuando ya Þnalizaba su per’odo de mandato. Las agudas luchas

pol’ticas en Roma impidieron la pr—rroga de su gesti—n, y su lugar fue ocupado por Q.Pompeyo, que, al frente de las fuerzas romanas durante los dos a–os siguientes, fracas— ensu intento de sitiar la ciudad. Fue reemplazado por el c—nsul de 139, M. Popilio Lenas, con lamisma adversa suerte. Pero la ineptitud de la direcci—n romana quedar’a coronada por elc—nsul de 138, C. Hostilio Mancino: no s—lo no consigui— poner sitio a la ciudad, sino que,bloqueado por los numantinos, fue arrastrado a una capitulaci—n. El senado no pod’a aceptarla humillante paz y oblig— al deshonrado c—nsul a rendirse personalmente a los numantinos.Transcurrieron los a–os siguientes sin que los sucesivos responsables de la guerra volvierana intentar un golpe directo contra Numancia, que, mientras tanto, se hab’a convertido para laopini—n pœblica romana en un autŽntico insulto. El clima era propicio para suscitar unareacci—n popular, que exigi— la elecci—n como c—nsul por segunda vez de P. Cornelio Escipi—n

Emiliano, el vencedor de Cartago.Escipi—n, llegado al teatro de operaciones, se aplic— previamente a restablecer conmŽtodos expeditivos la disciplina del ejŽrcito [Texto 10] y, en el verano de 134, con unejŽrcito entrenado, comenz— la campa–a. Con operaciones de castigo en territorio vacceo, aespaldas de los numantinos, sustrajo a la ciudad los v’veres necesarios para resistir y, acontinuaci—n, inici—, paciente y escrupulosamente, su asedio. Tras quince meses de sitio, lastropas romanas lograron Þnalmente entrar en una ciudad donde ya s—lo quedaban cad‡veresy espectros. Numancia fue incendiada, y su territorio, repartido entre las tribus vecinascolaboradoras. 

3.2.4.2. Las guerras contra los lusitanos. Viriato

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  En cuanto a la lucha contempor‡nea en la Ulterior, fueron los lusitanos, con grupos desus vecinos orientales, los vettones, los que, invadiendo el territorio de la provincia, oblligarona la intervenci—n militar romana. Las razzias lusitanas, que de tiempo en tiempo sedescolgaban hacia las ricas tierras del sur, tienen su explicaci—n en las desfavorablescondiciones socio-econ—micas del territorio. Tribus semin—madas, dedicadasfundamentalmente al pastoreo, en tierras pobres, de desigual reparto social y con continuosaumentos de la poblaci—n, no extra–a que mantuviesen tradiciones guerreras, que, mediantenuevos asentamientos o simple pillaje, intentaban meejorar de esta forma elemental sus

condiciones de vida. Pero estas razzias no eran dirigidas contra las propiedades de loscomponentes socialmente privilegiados de la poblaci—n, sino que ten’an como meta territoriosal otro lado de sus fronteras Žtnicas. Ni quŽ decir tiene que una situaci—n tal s—lo pod’asolucionarse con una intervenci—n en las condiciones socio-econ—micas del territorio. Si bienel gobierno romano pareci— tempranamente captar el problema e intent— soluciones parcialesde repartos de tierras, asentamientos y traslados de poblaci—n a territorios m‡s fŽrtiles,pronto hubo de chocar en su pol’tica contra la protesta de los privilegiados, individuos ocolectividades, a cuya costa se pretend’a la reestructuraci—n socio-econ—mica, precisamentelos m‡s Þrmes soportes de la dominaci—n. Una revoluci—n social estaba fuera del alcance yde la propia mentalidad romana, y, como ocurre siempre que faltan las soluciones pol’ticas,qued— s—lo el recurso de la fuerza, con la represi—n violenta de este bandolerismo social de

gran alcance. 

Las campa–as que, en la represi—n de este bandolerismo, fueron conducidas por losresponsables romanos de la Citerior hasta el interior de Lusitania, no consiguieron resultadosdurables, sobre todo, por la brutal conducta de uno de ellos, el pretor de 151, Galba: cuandolos lusitanos, tras operaciones victoriosas de los romanos, se avinieron a pedir la paz, Galba,con el se–uelo de un reparto de tierras de cultivo, concentr— a los ind’genas en un punto y,una vez desarmados, dio la orden de exterminio. Muy pocos escaparon a la matanza y, entreellos, segœn la tradici—n, Viriato, que, a partir de entonces y durante m‡s de diez a–os,acaudillar’a una guerra sin cuartel contra los romanos [Texto 7].  Apenas sabemos nada seguro sobre la ascendencia, relaciones familiares y detallesbiogr‡Þcos del caudillo lusitano, que las fuentes hacen pastor, cazador y bandolero. Lo cierto

es que en 147 volvieron las correr’as lusitanas sobre el sur peninsular, con expedicionesvictoriosas de Viriato, como dirigente de un grupo escogido de guerreros lusitanos, al que sesumaron otras bandas y peque–os grupos por extensas regiones de las dos provinciashispanas. Si bien el env’o del c—nsul Q. Fabio M‡ximo, en 145, logr— reducir transitoriamenteel ‡rea de los movimientos ind’genas, en los a–os siguientes las campa–as continuaron endiferentes teatros de la Ulterior sin resultados apreciables, aunque, sin duda, con un crecientesentimiento de agotamiento por parte lusitana, que llev— Þnalmente a Viriato a iniciarconversaciones con Servilio Cepi—n, el gobernador de la Ulterior en 140. Cepi—n trat— contres miembros del consejo del caudillo lusitano y, con su connivencia, se decidi— laeliminaci—n de Viriato, que fue asesinado mientras dorm’a (139). El crimen elev— la Þgura deViriato a la categor’a de mito y contribuy— a Þjar su leyenda ya en la AntigŸedad, que nos vela

los rasgos autŽnticos de su personalidad, sustituidos por anŽcdotas, sin duda, en muchoscasos, inventadas. Los motivos que llevaron a los lugartenientes de Viriato a la traici—n sondesconocidos, aunque parece plausible encuadrarlos en las agudas tensiones socio-econ—micas lusitanas. La muerte del caudillo no signiÞc— el Þn inmediato de las guerraslusitanas, aunque su virulencia qued— fuertemente reducida y permiti— concentrar la atenci—nen la Citerior, donde Numancia llevaba ya resistiendo imbatida cuatro a–os.  En conexi—n y como colof—n de las campa–as lusitanas, hay que mencionar lapenetraci—n de las armas romanas en el noroeste peninsular, en los a–os posteriores a lamuerte de Viriato, 138-137. Fue su gu’a DŽcimo Junio Bruto, que, tras franquear el Duero,alcanz— el valle del Mi–o, sometiendo varias ciudades y ganando, con ellas, el sobrenombrede Galaico y el triunfo en Roma.

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3.2.4.3. La anexi—n de la Meseta. Conquista de las Baleares 

De todos modos, la ca’da de Numancia no signiÞca un hito, como la destrucci—n deCorinto o Cartago, de un camino pol’tico emprendido por la oligarqu’a romana con tantaseguridad como ceguera, sino a lo sumo un ejemplo de la brutalidad de sus mŽtodos. Porm‡s que una comisi—n senatorial viniera a bendecir los resultados alcanzados por Escipi—n,las fuentes documentales permiten deducir, aun en su parquedad, claramente el pobrealcance de la acci—n militar romana en Celtiberia y Lusitania. Aunque desde 133 el gobierno

romano sustituy— en la frontera provincial su pol’tica de pactos y de autonom’a pol’tica porotra de sometimiento y de administraci—n directa, las fuentes prueban que esta pol’tica eram‡s program‡tica que real. Aunque de modo menos espectacular por lo que hace a sureßejo documental, continuar‡ una segunda guerra en la Meseta, hasta el a–o 93, que, comola anterior, incluye derrotas romanas y victorias con suÞciente entidad como para autorizar lacelebraci—n de triunfos: su volumen era, por consiguiente, respetable, y no se trataba de unasimple acci—n policial de represi—n del bandolerismo o de apaciguamiento social. En todocaso, de todas estas campa–as, parece poder concluirse que la penetraci—n romana pudoestablecerse Þrmemente en la l’nea del Duero y Þjar en este l’mite natural las fronteras de lasprovincias. Al otro lado, hacia el norte, continuar‡n viviendo independientes pueblosculturalmente muy poco evolucionados, esperando el golpe deÞnitivo de la potencia

dominadora, que aœn tardar‡ en llegar. 

La paciÞcaci—n Þnal no signiÞc—, sin embargo, organizaci—n o, por lo menos, nodirectamente. De nuevo, la esperada organizaci—n de Hispania fue sacriÞcada a la falta de unmodelo v‡lido, descartado el sentido creador de la direcci—n pol’tica. Pero, al menos, la pazde cementerio que la conquista de la Meseta engendra, constituye un presupuesto para que,sin directrices conscientes, por simple inercia, el concepto provincia , aplicado hasta ahora porel senado romano como el ‡mbito de acci—n militar en la pen’nsula, se comience atransformar en el m‡s fecundo de provincias , es decir, las dos unidades de administraci—n enque se articula el dominio romano en Hispania. El pretor, œnico elemento de cohesi—n entre elestado administrador y victorioso y las heterogŽneas unidades pol’tico-sociales vencidas, conel cumplimiento de unas tareas, cada vez menos militares y m‡s tŽcnico-administrativas,

fomenta las condiciones en las que, por Þn, cristaliza el elemento esencial e imprescindiblepara una autŽntica organizaci—n provincial: la urbanizaci—n. 

Junto a las necesidades administrativas de una provincia paciÞcada, que exige laconcentraci—n urbana, la tranquilidad implantada por la fuerza de las armas abre a los ojos deromanos e it‡licos, sacudidos por una profunda crisis econ—mica, las riquezas y posibilidadesde unas provincias v’rgenes y pr—digas en recursos, y, como consecuencia, se desencadenauna amplia emigraci—n, que plantar‡ los presupuestos de transformaci—n de las tradicionalesy primitivas estructuras socio-econ—micas ind’genas en modos de vida romanos, en unprogresivo proceso de romanizaci—n.

3.3. La tercera guerra pœnica.

 

El endurecimiento de la pol’tica exterior romana romana posterior a Pidna afectar’atambiŽn al viejo enemigo africano, que, desde Zama, se manten’a, observandocuidadosamente los pactos, al margen de los asuntos internacionales, que, en el medio sigloposterior a su derrota, estaban cambiando la faz del Mediterr‡neo. La tercera guerra pœnica,que eliminar‡ a Cartago del mapa pol’tico de la AntigŸedad, no es un hecho aislado. Secumple en el contexto de una pol’tica exterior que contempla todo el ‡mbito del Mediterr‡neocomo un solo horizonte. Y es en esa pol’tica, en su doble proyecci—n espacial y temporal,donde se inscribe el œltimo acto de la centenaria pugna con Cartago.

3.3.1. Cartago tras la segunda guerra pœnica: los problemas con Numidia.

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  Como consecuencia de la paz de 201, el antes poderoso estado pœnico hab’a quedadoreducido a su territorio originario africano e hipotecado con una gigantesca deuda de guerra,cuyo pago garantizaban rehenes, que deb’an ser renovados hasta su liquidaci—n. Enconsecuencia, el estado romano pod’a considerar liquidado el viejo problema cartaginŽs conuna soluci—n deÞnitiva. Pero la paz de 201 inclu’a tambiŽn a otro estado africano, Numidia,cuyo rey Massinisa hab’a sabido colocarse a tiempo al lado del vencedor. El gobierno romanoutiliz— adicionalmente este reino como pieza clave de la pol’tica africana, ya que suirreversible enemistad con Cartago, lo convert’a en la mejor garant’a de que el estado

vencido permanecer’a vigilado y sujeto a control en los m‡rgenes de su espacio vital.  Por su parte, el estado pœnico, tras la derrota romana, se enfrentaba a dos gravesproblemas: la reconstrucci—n interior y la preservaci—n de su integridad territorial frente a lasapetencias anexionistas de Massinisa. Si el primero pudo ser f‡cilmente superado con elconcurso de su pr—spera agricultura y con la reanudaci—n de la actividad mar’tima, delsegundo, en cambio, iban a surgir diÞcultades como consecuencia de las restricciones quelos pactos con Roma hab’an impuesto al desarrollo de su pol’tica exterior. En efecto, eltratado con Roma prohib’a expresamente a Cartago cualquier iniciativa bŽlica, aun enleg’mitima defensa, contra el estado vecino y lo obligaba a someter todas sus diferencias conNumidia al arbitraje romano. 

La oligarqu’a aristocr‡tica, paciÞsta, que, tras el fracaso de la pol’tica b‡rquida, tom— el

poder en Cartago se pleg— a estas exigencias. Y as’, cuando surgieron los primerosproblemas de fronteras con Numidia, Cartago, en base a los acuerdos de paz, puso ladecisi—n en manos romanas. Si en 181, el gobierno romano decidi— en favor de Massinisa,diez a–os despuŽs, el arbitraje se inclin— del lado de Cartago. Parec’a clara la decisi—nromana de mantener la pol’tica africana en los cauces, establecidos en 201, de un equilibriode fuerzas, semejantes a los impuestos en Oriente tras la paz de Apamea.

Ya sabemos c—mo el fracaso de esta pol’tica en el ‡mbito helen’stico llev— a unendurecimiento y progresivo deterioro de las relaciones romanas no s—lo con sus enemigos,sino incluso con sus propios aliados. La creciente desconÞanza y sentimiento de fracaso trasPidna suscitaron la atenci—n romana tambiŽn sobre Africa, donde, a mitad de los a–ossesenta del siglo II, hab’a surgido un nuevo conßicto entre Cartago y Numidia. En esta

ocasi—n y contra toda raz—n, el gobierno romano decidi— por Numidia, que adivinaba la partem‡s dŽbil, a pesar de su agresividad. El nuevo estilo pol’tico romano, ignorante de susobligaciones jur’dicas, empezaba a aplicar simplemente, sin escrœpulos, una voluntad atentaa su propio interŽs, que exig’a, en este ‡mbito concreto, el debilitamiento del m‡s fuerte. Lac’nica decisi—n no hizo sino deteriorar las relaciones romano-pœnicas: por un lado y comohab’a ocurrido en Grecia, las facciones prorromanas que se manten’an en el poder enCartago perdieron terreno frente a una oposici—n, que volvi— a renacer con nuevas fuerzas;por otra, el estado romano comenz— a contemplar con desasosiego los aires antirromanosque en la ciudad africana se respiraban. Una facci—n senatorial, encabezada por Cat—n,volvi— a resucitar los viejos miedos contra el centenario enemigo, exigiendo la destrucci—n deCartago [Texto 6]. Y, aunque otros grupos del senado, m‡s ecu‡nimes, intentaron frenar

estos ardores belicistas, la precipitaci—n de los acontecimientos en la propia Africa ofrecer’ana la facci—n de Cat—n Þnalmente el pretexto necesario para declarar la guerra.

3.3.2. La tercera guerra pœnica.  En 150 y por enŽsima vez, el viejo rey nœmida Massinisa hab’a vuelto a invadir elterritorio cartaginŽs. Pero en esta ocasi—n, al consabido e incierto arbitraje romano, loscartagineses opusieron sus propias fuerzas, que, sin embargo, fueron derrotadas, obligandoal estado pœnico a la capitulaci—n. S—lo entonces se comprendi— en Cartago la gravedad delcaso, y, en tard’a marcha atr‡s, se envi— una legaci—n a Roma, mientras se condenaba amuerte a los responsables de la inoportuna guerra.

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  Pero el estado romano ya ten’a el pretexto para intervenir militarmente, y, en 149, unejŽrcito, bajo el mando de los propios c—nsules, se embarc— rumbo a Africa. Cartago, paraevitar el desigual enfrentamiento, vio como œnica soluci—n la rendici—n incondicional, que unalegaci—n pœnica expuso ante el senado en Roma. La c‡mara exigi—, como primera medida, laentrega de trescientos rehenes nobles y remiti— a las condiciones que los c—nsules, yainstalados en Africa, portaban consigo. Era la primera el desarme previo de la ciudad, que lospœnicos sde apresuraron a cumplir. S—lo entonces descubrieron los c—nsules la condici—nprincipal: los habitantes de Cartago deb’an abandonar la ciudad, que ser’a destruida, e

instalarse en cualquier punto a no menos de quince kil—metros tierra adentro.  Como no pod’a ser de otra manera, la terrible decisi—n desat— en Cartago la ira y, conella, la decidida voluntad de resistir hasta el l’mite. Y as’, cuando el ejŽrcito romano, conÞadoen el anterior desarme, lleg— ante los muros de Cartago, tras treinta d’as de armisticio,comprob— con estupor que la ciudad pod’a resistir el sitio. 

Conocemos bien, gracias al colorista relato del historiador Apiano, los particulares deeste asedio, que la magn’Þca posici—n de Cartago, sus fortiÞcaciones y las medidasextraordinarias dictadas por la desesperaci—n, prolongar’an durante tres a–os.  La campa–a de 149 fue infructuosa: mientras la ciudad rechazaba el ataque romano, unejŽrcito pœnico tomaba posiciones al sureste de Cartago, en Neferis. Tampoco tuvieron mejorsuerte las operaciones combinadas por tierra y por mar que los nuevos responsables

romanos de la guerra emprendieron el a–o siguiente. Y la comprometida situaci—n en Africa,que el oscurecimiento de la pol’tica exterior en otros frentes agravaba, fue aprovechada porun joven pol’tico, tan lleno de ambici—n como dotado de talento militar. Se trataba de PublioCornelio Escipi—n Emiliano, que, con los inagotables medios de su facci—n y el carisma de suascendencia -hijo de Emilio Paulo, el vencedor de Perseo, y nieto por adopci—n del Africano,el vencedor de An’bal- logr— ser relegido c—nsul y recibir como mandato la provincia de Africa.

Como unos a–os despuŽs har’a en Numancia, Escipi—n, tras desembarcar en Utica en laprimavera de 147, someti— a Cartago, con gigantescos trabajos de fortiÞcaci—n, a un fŽrreoasedio. Lentamente, los cartagineses fueron perdiendo los pocos recursos con los que aœncontaban para resistir: la ßota y el ejŽrcito de Neferis, vencido por el Þel colaborador deEscipi—n, C. Lelio. Por Þn, en abril de 146, se decidi— el asalto, que, tras seis d’as de

encarnizados combates en las calles, acab— con la capitulaci—n de la ciudad. Cartago fuedestruida y se maldijo el suelo donde se hab’a levantado. Y, como hab’a ocurrido enMacedonia tras la rebeli—n de Andrisco, el gobierno romano opt— por someter el territorio deCartago a una administraci—n directa, convirtiŽndolo en la nueva provincia de Africa.

Un juicio excesivamente generalizador podr’a estar tentado a contemplar, en losejemplos de Macedonia y Cartago, un giro fundamental de la pol’tica romana, que sustituyeun dominio "indirecto" por otro "directo". El an‡lisis que hemos llevado a cabo de lascircunstancias que concurren en esta decisi—n, permite aÞrmar m‡s bien que la novedad noreside tanto en las consecuencias resultantes de la trayectoria romana en su pol’tica exterior-es decir, en la provincializaci—n-, como en la misma esencia de esa pol’tica, que, con lacreaci—n de un vac’o, se vio empujada a llenarlo con su propia presencia estable. Sin duda,

esta explicaci—n de la pol’tica exterior romana en la primera mitad del siglo II a. C. no puederesultar completamente satisfactoria, por el simple hecho de que no existe pol’tica "pura".Esta pol’tica exterior no la lleva a cabo el ente abstracto del estado romano, ni siquiera laan—nima corporaci—n del senado. Tras estos tŽrminos se esconden individuos concretos, querepresentan intereses propios o de sus grupos, movidos por motivaciones econ—micas o porambiciones de poder, que se insertan en la compleja din‡mica de una sociedad que imponeunas necesidades y traza unas directrices determinadas. S—lo, por consiguiente, el an‡lisisde esa sociedad permitir‡ descubrir el trasfondo de la pol’tica exterior que hasta ahora hemosdescrito.

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  SOCIEDAD Y ESTADO EN LA ƒPOCA DE EXPANSION 

Los profundos cambios experimentados por la sociedad romana como consecuencia del

brutal impacto que, sobre sus estructuras, signiÞcaron las guerras contra Cartago, nocondujeron a una evoluci—n ßu’da y arm—mica, sino, por el contrario, a una agudizaci—n de lasdiferencias y contradicciones existentes en su seno. De modo similar, la expansi—n romanaen el Mediterr‡neo y la aceptaci—n de nuevos compromisos pol’ticos no signiÞcaron laadecuaci—n de la constituci—n, limitada a una ciudad-estado, a los compromisos de unimperio universal. Pol’tica y econom’a, confundidas e interconexionadas en las manos de ungrupo social restringido, no evolucionaron conforme a las exigencias de estos cambios; por elcontrario, quedaron paralizadas en las manos de un rŽgimen, que, al controlar el estado, nos—lo entorpec’a cualquier v’a de soluci—n, sino que la hac’a imposible. Tras la brillantefachada de una pol’tica exterior que, en medio siglo, elimina a la otra gran potencia delMediterr‡neo occidental y, en otro medio, torna irreversible el proceso de inclusi—n en la

esfera de Roma de los pueblos que circundan el Mediterr‡neo, empezaron a aßorar en elinterior los complejos ‡mbitos de inadecuaci—n del sistema pol’tico-social vigente ycontribuyeron a crear una nueva constelaci—n en todos los ‡mbitos de la vida pœblica yprivada. Sus manifestaciones, entre las que se cuentan el desarrollo del latifundio con manode obra servil, la decadencia de la peque–a propiedad, la proletarizaci—n agraria y urbana, elexclusivismo senatorial en la direcci—n pol’tica y tantos otros, muestran una tal complejidaden su mutua interrelaci—n que hacen muy dif’cil su ordenaci—n en el conjunto de los procesosindicados, segœn un criterio l—gico de causa a efecto. Por ello, en su estudio, distinguiremosentre factores econ—micos, factores sociales y reßejo de ambos en los ‡mbitos decompetencia del estado, aun a sabiendas de desligar con ello los elementos constitutivos deun proceso œnico y cohesionado, que s—lo criterios did‡cticos autorizan a dividir.

1. LOS CAMBIOS ECONOMICOS Y SUS REPERCUSIONES SOCIALES

  Si las dos primeras guerras pœnicas no son la causa determinante de los cambiosecon—micos que repercutir‡n gravemente en las tradicionales estructuras sobre las que seapoyaba la sociedad romana, no por ello dejaron de contribuir menos a la destrucci—n deelementos esenciales de esas estructuras y a la conÞguraci—n de otros nuevos, al acelerarprecipitadamente procesos ya iniciados desde la salida de Roma al Mediterr‡neo.

Sobre una estructura agraria primitiva, la primera guerra pœnica hab’a extendido unaeconom’a monetaria y un contacto m‡s directo con las formas econ—micas evolucionadas deloriente helen’stico, que Roma ya conoc’a desde su toma de contacto con Campania en el

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siglo IV. Aun sin afectar sustancialmente a las estructuras tradicionales, las nuevastendencias, a las que el estado romano no pod’a sustraerse, empezaron a hacerse presentesen la econom’a, ofreciendo puntos de reßexi—n a los pol’ticos romanos en los a–osinmediatamente anteriores a la segunda guerra pœnica. Su terminaci—n y la afortunadapol’tica exterior de los decenios siguientes tuvieron una primera y evidente consecuenciapara la econom’a romana en una masiva aßuencia de riquezas procedentes deindemnizaciones de guerra, rescate de prisioneros y botines, que, si enriquecieron en primertŽrmino al estado, no dejaron tampoco de proporcionar sustanciosos beneÞcios a la

aristocracia senatorial, que conduc’a las campa–as, y a los estratos acomodados, a quieneslas irregularidades de todo tiempo de guerra ofrecieron magn’Þcas posibilidades de inversi—n.Este capital, si, en parte, fue encauzado por v’as extraecon—micas al sostenimiento de la

pol’tica y de los pol’ticos, mediante gastos improductivos ligados al lujo y la propaganda, enparte tambiŽn fue invertido de acuerdo con las directrices y tendencias de la econom’a m‡sevolucionada, compleja y productiva del oriente helen’stico, con el que Roma se encontrabaahora en estrecho contacto.

El orden social tradicional, sin embargo, ligado a las viejas estructuras, fue incapaz deacomodarse paralelamente al nuevo desarrollo de la econom’a. Y, por ello, el salto en elvac’o de una econom’a de subsistencia a otra de mercado, no como producto de undesarrollo arm—nico de la sociedad correspondiente, sino precipitado por la inclusi—n violenta

de factores pol’ticos y militares en el proceso de evoluci—n econ—mico-social, tendr‡ comoconsecuencia determinante una conmoci—n profunda de las sociedad, que, afectada porestos cambios, ya nunca m‡s podr‡ recuperar las estructuras econ—micas anteriores en lasque se apoyaba. Y este impotente divorcio entre unas formas econ—micas, que suproductividad obligaba a seguir desarrollando, y una estructura social, a la que estaeconom’a debilitaba y deshac’a, precipitar’an una mœltiple crisis, cuyos primeros s’ntomaspreocupantes comenzaron a hacerse presentes desde mediados del siglo II a. C.

1.1. La agricultura

1.1.1. Peque–a y gran propiedad.

 

La agricultura constitu’a la base econ—mica de la sociedad romana. Desde muytemprano, la propiedad jug— un extraordinario papel en la evoluci—n de esta sociedad, aldestacar a un grupo privilegiado sobre los dem‡s. En un estado agricultor como el romano, latierra era necesariamente no s—lo la medida de diferenciaci—n econ—mica, sino, sobre todo,social. La agricultura siempre constituy— el ideal preferido sobre cualquier otra actividadespeculadora, porque, a sus motivos econ—micos de ganancia -no excesivamente grandes, sise piensa en las condiciones de producci—n antiguas- se un’an otros, de tipo moral,tradicional y pol’tico, quiz‡ dif’ciles de comprender para una mentalidad moderna, pero no,por ello, menos determinantes. As’, desde muy pronto, est‡ fuera de discusi—n la formaci—nde grandes propiedades que, adem‡s de contribuir, como fuente de ganancia, al aumento delpoder econ—mico, permit’an contar con los presupuestos necesarios para detentar el poder

pol’tico y fundamentar una relevante consideraci—n social. 

Pero, hasta comienzos del siglo III a. C., esta gran propiedad coexisti— con un numerosocampesinado, que, asentados en campos de labranza de reducida extensi—n, constitu’an elnervio de la sociedad y del propio estado, ya que su cualiÞcaci—n como propietarios era elelemento imprescindible para su integraci—n en el ejŽrcito de base ciudadana, las legiones.

Peque–a y gran propiedad, sin embargo, si bien distintas por su extensi—n, apenas sediferenciaban en lo que respecta a las formas de cultivo: en ambos casos, se trataba de unaeconom’a de consumo, orientada al sostenimiento de la propia familia, que, mediante lafabricaci—n de sus propios vestidos e instrumentos, intentaba ser, en la medida de lo posible,autosuÞciente. La falta de grandes mercados suprarregionales y la extensi—n limitada de lamoneda imped’an que la gran propiedad sacara excesivas ventajas econ—micas de su

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posici—n. Por ello, el excedente era, en gran parte, invertido socialmente, como medio para elrico de extender sus clientelas, su inßuencia y, en deÞnitiva, su poder. Para el peque–ocampesino, el trabajo como jornalero o arrendatario en las grandes haciendas constitu’a unanecesidad, si se tiene en cuenta no s—lo la extensi—n media de las parcelas -de dos a dieziugera  (segœn Plinio, el iugum  era la extensi—n de tierra que pod’a ararse en un d’a con unayunta [iugum ] de bueyes y equival’a a algo m‡s de un cuarto de hect‡rea)-, sino tambiŽn losmŽtodos primitivos, que arruinaban con excesiva rapidez el suelo, y las eventuales malascosechas en circunstancias clim‡ticas adversas. Se supone que una familia de cuatro

personas necesitaba para su manutenci—n, con una calidad de suelo normal, un m’nimo desiete a diez iugera ; es evidente, por tanto, la situaci—n inestable y precaria en la que sedesenvolv’a la existencia de una gran parte del campesinado, que los grandes propietariosno ten’an excesivo interŽs en mejorar, por el temor a perder, con la estabilizaci—n de unapeque–a y mediana propiedad independiente, fuerte y segura, sus bases de poderecon—mico y social. Pero, con el empleo en las tierras de los propietarios ricos, la simult‡neautilizaci—n de las tierras comunales -ager publicus - para forraje y pastos ofrec’an una ayudacomplementaria que permit’a a estos modestos agricultores redondear su situaci—necon—mica.

En comparaci—n con el oriente helen’stico o Cartago, el grado de desarrollo de laagricultura italiana puede caliÞcarse de atrasado. Esta situaci—n comenz— a cambiar cuando

el estado romano, como consecuencia de su expansi—n hacia el sur, a partir de 320, se pusoen contacto con la econom’a m‡s evolucionada de Campania y de la Magna Grecia, basadaen la econom’a monetaria y en una orientaci—n hacia la producci—n y el mercado y no,simplemente, hacia el consumo; a su imagen, la agricultura italiana fue acomodando susestructuras al modelo extendido en el Meditarr‡neo oriental y meridional. Presupuestofundamental fue la creaci—n de un sistema monetario romano, que las crecientes y cada vezm‡s estrechas relaciones con las ciudades griegas del sur permitieron desarrollar. S—lo losricos propietarios estaban en condiciones de aplicar en sus tierras los nuevos mŽtodos,perjudiciales para el peque–o campesino, que hubo de asistir impotente a la transformaci—ndel sistema de explotaci—n de la tierra. La producci—n orientada hacia el mercado desarroll—la capitalizaci—n, es decir, una ganancia monetaria, que tend’a a reintroducirse en la

agricultura mediante inversiones destinadas a aumentar tanto la extensi—n como la calidad delas propiedades. Para el peque–o propietario, la situaci—n se volvi— cada vez m‡s precariapor su imposibilidad de competir con la superioridad de medios del latifundio y por elencarecimiento de las condiciones de vida inherentes a todo progreso econ—mico: mientrassus productos se depreciaban, dada la competencia del latifundio, los objetos que ten’a quecomprar en la ciudad le resultaban m‡s caros, con el subsiguiente endeudamiento. Pero suprincipal enemigo era el nuevo tipo de propiedad, que aspiraba a aumentar de extensi—n, nos—lo con la compra continua de tierras, sino tambiŽn con la ocupaci—n indebida de lascomunales. Si a ello a–adimos que el campesino se ve’a obligado a la prestaci—n de unservicio militar, que le separaba durante un tiempo del cultivo de sus tierras, y que lascondiciones normales de producci—n se agravaban en tiempos de guerra, pr‡cticamente

ininterrumpida desde mitad del siglo IV, por devastaciones, requisas y encarecimientos, estapeque–a propiedad estaba abocada a la ruina total. 

Sin embargo, antes de la segunda guerra pœnica, no se lleg— a una situaci—n l’miteporque la Žpoca fue tambiŽn de continua expansi—n territorial del estado romano, que, aldisponer de un ager publicus  cada vez m‡s extenso, pudo emprender una pol’tica sistem‡ticade colonizaci—n con el establecimiento de campesinos en nuevas tierras, que enjugaba enparte las desventajas y agresiones sufridas por la peque–a propiedad. La pol’tica agraria decolonizaci—n se encamin— a Þnalidades pol’tico-militares y econ—mico-sociales. Por un lado,las colonias trataban de crear puntos estratŽgicos en las regiones de Italia donde se aÞrmabael poder romano; por otro, buscaban aligerar la presi—n demogr‡Þca, con el establecimientode campesinos, a los que se convert’a en propietarios con la asignaci—n de tierra por lotes de

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propiedad privada. Era el senado la instancia que decid’a sobre los programas decolonizaci—n, al tener reservada la facultad de disponer del suelo conquistado, facultad queintent— mantener celosamente en sus manos. Pero, cuando se produjeron iniciativasencaminadas a la distribuci—n del ager publicus , al margen de los mŽtodos tradicionales y sinintervenci—n del senado, tuvieron lugar los primeros enfrentamientos. La extensi—n dellatifundio y su insaciable anexi—n de tierras pœblicas y privadas deb’a chocar con el deseo porparte de la plebe de distribuci—n de las tierras conquistadas, que, dirigido por l’derespopulares, intent— sustraer al senado la disponibilidad del ager publicus . As’ ocurri— en 232

con C. Flaminio, que, como tribuno de la plebe, propuso distribuir en asignaciones viritanas,es decir, individuales, las tierras reciŽn conquistadas en el ager Gallicus . La propuestaencontr— una fuerte oposici—n por parte de la nobleza, que, sin embargo, no logr— que serechazase. Y, aunque pudieran esgrimirse como razones de esta oposici—n principiosconstitucionales -el temor a alterar la estructura del estado ciudadano con una ampliaci—nexcesiva del territorio romano, que pudiera alterar el esquema tradicional de la ciudad-estado- , no cabe duda de que exist’an poderosos intereses de orden econ—mico, ya que laasignaci—n, por iniciativa popular, de lotes del ager publicus   privaba a los nobles de unadisponibilidad de ocupaci—n de la tierra, que hab’a sido para ellos un privilegio tradicional.

1.1.2. Las consecuencias de la segunda guerra pœnica: la extensi—n del latifundio  

En esta evoluci—n, la segunda guerra pœnica, con su brutal incidencia, acelerar’a losinquietantes procesos que ya se hab’an manifestado en la agricultura italiana para conducir aldeÞnitivo triunfo del latifundio y a la paralela ruina y desaparici—n, en amplias regiones deItalia, de la peque–a propiedad.

El paso de los ejŽrcitos de An’bal y la sistem‡tica devastaci—n a que fue sometidodurante casi dos decenios el territorio italiano, tuvieron una primera consecuencia desastrosasobre la agricultura, en la ruina de muchas parcelas agr’colas y en la desaparici—n de uningente nœmero de campesinos, muertos en la guerra, que, segœn estimaciones prudentes,se calcula en unos 50.000 hombres. Fue, sobre todo, la mitad meridional la que m‡sduramente sufri— las consecuencias de la larga guerra. Hay que tener en cuenta que la mayorparte de la contienda se desarroll— en este escenario, que qued— devastado como

consecuencia de la t‡ctica de la "tierra quemada" aplicada por el estado romano segœn laestrategia de Fabio M‡ximo. El sur, que ya hab’a sufrido las consecuencias de las guerrassamnitas y de la lucha contra Pirro, no pudo recuperarse de este nuevo golpe. Pero adem‡s,muchas de sus comunidades se hab’an pasado a An’bal en el curso de la guerra, y Romaaplic— a su tŽrmino la dura ley del vencedor con ingentes conÞscaciones de tierra. Ciudadesantes ßorecientes declinaron y amplias extensiones de tierras de cultivo ya no volvieron a sertrabajadas. La dureza desplegada por Roma en su determinaci—n de castigar ejemplarmentela defecci—n, impidi— la reconstrucci—n de la agricultura meridional no s—lo por la falta derecursos humanos que pudieran emprender la ambiciosa obra de colonizaci—n requerida porla lastimosa situaci—n, sino porque sobre gran parte de sus tierras, convertidas en agerpublicus   o abandonadas, se concentr— la atenci—n expansiva de los grandes propietarios

romanos, que dispon’an de los medios Þnancieros necesarios para explotarlas mediante elempleo de esclavos, con cultivos de cereales de tipo extensivo o con la cr’a de ganado. Deeste modo, los campos sustituyeron a los cultivos y muchas tierras quedaron desiertas,mientras la poblaci—n se iba concentrando en unas cuantas ciudades ßorecientes de la costa.

1.1.3. La pol’tica de colonizaci—n posterior a la guerra anib‡lica   De todos modos, a partir de los œltimos a–os de la guerra, se inici— una pol’tica derecuperaci—n, que pretendi— paliar la angustiosa situaci—n de amplias masas campesinas yque se continu— en los decenios siguientes, apoyada en las nuevas posibilidades que ofrec’ala existencia de tierras pœblicas, producto de las conÞscaciones a las comunidades it‡licasprocartaginesas y de las nuevas anexiones en el valle del Po.

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  En la Italia meridional, donde mayor era la disponibilidad de ager publicus , se dedujeronalgunas colonias en el primer decenio del siglo II. En 199, se fund— la colonia de CastrumHannibalis en el litoral calabrŽs, y, en 194, dos colonias latinas en Turii y Vibo, tambiŽn en laCalabria. El mismo a–o, un poco antes, se constitu’an otras cinco colonias en las costastirrenas de la Campania (Puteoli, Volturno, Literno, Salerno y Buxento). Estosestablecimientos sirvieron para asentar a militares veteranos de la segunda guerra pœnica,pero, despuŽs de 192, no tenemos noticia de otras fundaciones en el sur de Italia,probablemente, por la resistencia de los grandes propietarios, que hab’an encontrado en

estas tierras un amplio horizonte para las nuevas formas de explotaci—n agr’cola de car‡cterextensivo y ganadero.  M‡s importante fue la colonizaci—n de la Italia septentrional, en el territorio arrebatado alos galos en la llanura padana. En 190, se refundaron las colonias semidesiertas de Plasentiay Cremona con 6.000 familias y se cre— la nueva de Bononia (Bolonia), y siete a–os despuŽs,en 183, las de M—dena y Parma. Otras colonias fueron enviadas, en torno al 180, a las fŽrtilestierras arrebatadas a los ligures, en Lucca y Luna, y tambiŽn se fundaron algunosestablecimientos en las costas tirrena y adri‡tica de la Italia central. Todav’a, en 173, en losterritorios galo y ligur, el ager publicus   aœn no asignado fue puesto a disposici—n de losciudadanos romanos y latinos que lo pidieran, en peque–os lotes, pero sin constituir coloniasorganizadas.

A primera vista, esta colonizaci—n, que, en el primer cuarto del siglo II a. C., proporcion—tierra a unas 50.000 familias, podr’a parecer una medida sociopol’tica de largo alcance. Pero,en realidad, la pol’tica colonizadora estatal no s—lo fue avara -con una extensi—n individual delas parcelas entre cinco y ocho iugera , a todas luces insuÞciente-, sino limitada en el espacio,ya que, con la excepci—n de las colonias citadas, dej— intactos los ricos territorios de Italiameridional, y en el tiempo, al cesar en los a–os 70 del siglo II. En conjunto, pues, se trat— deuna colonizaci—n de importancia bastante modesta, que dej— la mayor’a de las tierras sinparcelar.

1.1.4. Latifundio e inversi—n de capitales   Las razones de esta pobre pol’tica son suÞcientemente claras: la presi—n del capital, que

detentaban, como principales beneÞciarios, los c’rculos pol’ticos dirigentes. En efecto, laconsecuencia m‡s evidente a la terminaci—n de la guerra fue la enorme aßuencia de riquezasen manos, precisamente, de la oligarqu’a propietaria, que, si, como hemos visto, hab’aestado siempre orientada a aumentar sus campos, ahora no s—lo pose’a ingentes mediospara invertir en tierras, sino tambiŽn circunstancias especialmente favorables. Adem‡s, parasu nœcleo m‡s inßuyente -el detentador del poder pol’tico, el ordo senatorius -, elacaparamiento de tierras se convert’a en una necesidad, al haber sido apartado legalmente,un poco antes de la guerra, de otras fuentes de enriquecimiento que no fuera la agricultura(vid. p‡g. 182). Pero hab’a tambiŽn otros factores que conduc’an en esa direcci—n: en primerlugar, una vez acabada la guerra, la activa pol’tica exterior emprendida por Roma, con lasubsiguiente acumulaci—n de bienes materiales conseguidos mediante bot’n, saqueos,

imposiciones y explotaci—n de territorios extrait‡licos; en segundo tŽrmino, la m‡s estrechacomunicaci—n con las formas econ—micas procedentes del oriente helen’stico y de Cartago,que, si ya eran conocidas desde la segunda mitad del siglo IV, ahora pod’an desarrollarsecon las nuevas disponibilades de medios y la favorable coyuntura pol’tica; Þnalmente, elimpulso urbanizador emprendido en Italia y la ampliaci—n del horizonte econ—mico y de losmercados a pr‡cticamente el conjunto del Mediterr‡neo en provecho de empresarios it‡licos.Eran razones m‡s que suÞcientes para justiÞcar esta inversi—n de capital en la agricultura, as’como su deÞnitiva orientaci—n hacia las formas evolucionadas helen’sticas, basadas en eltrabajo servil y orientadas hacia el mercado, con la consiguiente ruina de la peque–apropiedad.

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  Es cierto que la aspiraci—n por a–adir nuevas tierras a las propiedades ya existentes noera nueva en la historia romana, pero, tras la segunda guerra pœnica, se incrementaron losmedios y las posibilidades de acceder a ellas. Por una parte, la represi—n de las comunidadesit‡licas que durante la guerra hab’an hecho defecci—n de la causa romana, se materializ— enla conÞscaci—n de territorios, que pasaron a engrosar el ager publicus . El territorio romano,

que alcanzaba una extensi—n de 24.000 km2 antes de la guerra, pas— en 180 a. C. a 55.000,despuŽs de la la amputaci—n de tierras que sufrieron las comunidades it‡licasprocartaginesas y de la anexi—n del valle padano. Por otra, las tierras privadas que se

encontraban en manos de peque–os propietarios, durante la guerra contra An’bal, perdieronen muchos casos a sus due–os, muertos en cualquiera de los escenarios de la contienda.Pero, incluso en caso de supervivencia, el campesino que se dispon’a a rehacer su vida yhacienda, deb’a superar los obst‡culos de tierras devastadas o abandonadas durante muchotiempo, que requer’an la inversi—n de un capital, por otro lado, inexistente, y de lacompetencia con la gran propiedad, que pon’a en peligro incluso la misma subsistencia. Escierto que, en contrapartida, los grandes propietarios estaban dispuestos a comprar losterrenos y permitir al campesino una emigraci—n a la ciudad, rica en posibilidades por laaßuencia de riquezas y la revitalizaci—n de las empresas pœblicas y privadas. La resistenciade muchos campesinos a abandonar sus tradicionales formas de vida y sus tierras apenaspod’an representar un obst‡culo serio para la extensi—n de la gran propiedad, que, con la

utilizaci—n de mŽtodos persuasivos o violentos o, todav’a m‡s simplemente, dejando actuarlas propias leyes econ—micas, produc’a el endeudamiento y, Þnalmente, la expulsi—n delantiguo propietario.

1.1.5. El ager publicus  Pero adem‡s de las tierras privadas, se ofrec’a a la empresa capitalista agraria unaingente posibilidad de expansi—n en el ager publicus , las tierras propiedad del estado,abiertas a la explotaci—n privada con dos limitaciones: que el estado manten’a el derecho,apenas respetado, de disponer del territorio para otros Þnes y que la tierra tomada enusufructo deb’a cultivarse en toda su extensi—n, restricci—n que, naturalmente, favorec’a aaquel que dispusiera de mayores medios. En contrapartida, el estado apenas exig’a el pago

de un canon, el vectigal , y de una tasa por cabeza de ganado, la scriptura , en caso de terrenode pastos. Aunque no conocemos con exactitud las modalidades y criterios de ocupaci—ndesde el punto de vista legal y formal, es claro que el ager publicus   fue el ‡mbito deexpansi—n natural para la tendencia romana a la gran propiedad, que se maniÞesta, porrazones econ—micas, pol’ticas y sociales, desde muy temprano. 

En un primer momento, cada individuo pod’a ocupar todo el ager publicus  que estuvieraen condiciones de cultivar. Pero luego, para evitar abusos, se impuso un l’mite m‡ximo, queprohib’a poseer m‡s de 500 iugera  de terreno por persona. La tradici—n hace remontar estarestricci—n a las leyes Licinio-Sextias de 367 a. C., lo que no parece probable, si tenemos encuenta la extensi—n del territorio romano en esta Žpoca. En todo caso y aunque quiz‡ no conesta amplitud, a Þnales del siglo IV, exist’a ya una ley que limitaba la ocupaci—n de ager

publicus , cuya extensi—n m‡xima fue determinada, por una nueva ley de fecha desconocidapero anterior al a–o 168 a. C., en 500 iugera   de tierra cultivable, m‡s la precisa para quepastase un nœmero no superior a 500 cabezas de ganado menor y 100 de mayor. No esnecesario subrayar que, por m‡s que no conozcamos las modalidades formales para laasignaci—n del ager publicus , eran los propietarios ricos los principales beneÞciarios, tantoporque pod’an ofrecer mayores garant’as de explotar el terreno y de pagar el correspondientecanon, como por las l—gicas connivencias con la autoridad responsable de la asignaci—n. Elloexplica la oposici—n de los nobles a la colonizaci—n antes mencionada del ager Gallicus ,propuesta en el a–o 232 a. C. por C. Flaminio, que privaba a los grandes propietarios detierras usufructuadas durante cincuenta a–os.

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  Hasta la segunda guerra pœnica, en todo caso, lograron prevalecer las necesidades delestado y de la comunidad, que exig’an el reparto en lotes del ager publicus  y la asignaci—n acolonos para poder aumentar el nœmero de ciudadanos aptos para el servicio militar. Pero,tras la guerra, se incrementaron los medios y las posibilidades de acceder al ager publicus  por parte de los grandes propietarios que ambicionaban extender sus tierras. Como hemosvisto, la atenci—n expansiva de los grandes propietarios se centr— en los territoriosconÞscados a las ciudades de la confederaci—n it‡lica que hab’an defeccionado, ciudades, ensu mayor parte, localizadas en la Italia meridional, en Lucania, Apulia y el Bruttio. Si, en Italia

central, la gran propiedad que logr— reducir el espacio vital del peque–o campesinado, fue elcampo de experimentaci—n y ßorecimiento de la nueva agricultura capitalista, basada en larentabilidad de los productos cultivados, el ager publicus  de Italia meridional, sustraido en sumayor parte a la pol’tica de colonizaci—n inmediata a la guerra, fue convertido en terrenosagr’colas dedicados a la agricultura extensiva de cereales o a pastos, con los mismos puntosde vista de explotaci—n capitalista que la nueva agricultura y, naturalmente, con idŽnticos osemejantes beneÞciarios, procedentes de las capas m‡s acomodadas.

Sin embargo, ser’a exagerado aÞrmar la desaparici—n de la peque–a propiedad. Si ya nofue como hasta entonces el tipo predominante en la agricultura, continu— vegetando en lasregiones monta–osas del interior, que su bajo rendimiento y las diÞcultades de comunicaci—nhac’an poco apetecibles para el latifundio, y en las colonias fundadas en el norte de Italia,

pr‡cticamente a lo largo de todo el valle del Po.1.1.6. La econom’a agr’cola de las villae  Tras la segunda guerra pœnica, pues, la disponibilidad de grandes capitales y laposibilidad de ocupar o adquirir terrenos a bajo precio por parte de los grandes propietarios,transform— el sistema econ—mico, que, si, como antes, sigui— teniendo como base laagricultura, experiment— en este fundamental ‡mbito algunos importantes cambios. En lugarde una econom’a de subsistencia, que trataba de producir en los l’mites de lo posible todo lonecesario para el agricultor, se extendi— ahora el nuevo tipo de econom’a agraria latifundista,destinada a la comercializaci—n de la producci—n en el mercado y, en consecuencia, a unatransformaci—n radical de los cultivos, de acuerdo con la ley de la rentabilidad. Surgi— as’ la

empresa agraria racional, que conocemos por el tratado De agricultura   de Cat—n, untestimonio hist—rico de valor incalculable que nos informa sobre el tipo de hacienda queempezaba a difundirse en la agricultura italiana del siglo II a. C., la villa , basado en laespecializaci—n del producto y en el trabajo servil [Texto 9].  La hacienda catoniana, que, en el siglo II, se opone a la peque–a propiedad, no tiene, porlo general, la gran extensi—n que conocemos desde Þnales de la repœblica y, sobre todo, en elsiglo I d. C., tal como la ha caricaturizado el Satiric—n  de Petronio, y tampoco excluye otrostipos de explotaci—n, como el latifundio de cultivos extensivos o los grandes pastizales,predominantes en el sur de Italia. Por lo general, cada unidad tiene una extensi—n mediaentre 80 y 500 iugera  (20 a 125 Ha.), aunque lo corriente es que oscile entre 100 y 300. Si supropietario puede caliÞcarse de latifundista, lo es por el hecho de que posee varias de estas

villae , repartidas en distintos puntos de Italia, cuya suma puede alcanzar una considerableextensi—n, pero, sobre todo, porque precisamente esta dispersi—n le impide cuidardirectamente de ellas, convirtiŽndolo en propietario absentista, dedicado en la Urbe a laactividad pol’tica o a otras empresas, y obligado a descargar la responsabilidad de la efectivadirecci—n de cada Þnca en una tercera persona, por lo general, un esclavo de conÞanza, elvillicus .

Pero, especialmente, la agricultura de las villae   se caracteriza y se deÞne, frente a lapeque–a propiedad, porque el Þn de la producci—n agr’cola no es la producci—n en s’, sino laproducci—n encaminada hacia la venta. El precepto ‡ureo del buen propietario de tierras esque ha de ser vendedor, no comprador (pater familias vendacem, non emacem esse oportet ).Ello supone una organizaci—n racionalizada del trabajo y una especializaci—n en productos

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determinados y rentables, teniendo en cuenta las necesidades del mercado y lasposibilidades de ganancia. Por ello, una de las condiciones esenciales de la villa  deb’a ser susituaci—n geogr‡Þca, cerca de las grandes urbanizaciones o de las principales v’as decomunicaci—n terrestres y, sobre todo, mar’timas. Pero, sobre todo, es el trabajo esclavo elque caracteriza el modo de producci—n en estas propiedades, de acuerdo con los criteriosracionales procedentes del Oriente helen’stico, completado en Žpocas de especial actividad -siembra y cosecha-, por jornaleros libres. 

El nuevo tipo de econom’a de mercado lleva a una radical transformaci—n de los cultivos,

en los que se busca la ley de la ganancia, no s—lo en cuanto al valor de los productos, sino ensu relaci—n con los gastos ocasionados, es decir, con la mano de obra esclava, a la que seprocura sacar la mayor rentabilidad posible, explot‡ndola hasta extremos insospechados. EllosigniÞca especializaci—n y cultivo intensivo, si bien la Þnca deb’a ser autosuÞciente para elpropietario y para la mano de obra que trabajaba en ella: en cierto sentido, se trata de unaeconom’a mixta, de mercado y de subsistencia.

 

Es al propio Cat—n a quien debemos la ordenaci—n de los criterios econ—micos de losprincipales productos de esta agricultura, en la que el olivar y la vi–a ocupan un lugar depreferencia frente a los cereales. Pero esto no supone una orientaci—n agr’cola hacia elmonocultivo: a los cultivos fundamentales, segœn los tipos de tierra, se a–aden cereales yforraje para el propio consumo, puesto que la orientaci—n hacia la ganancia, en un tipo de

empresa, como la agr’cola, de baja rentabilidad, s—lo puede conseguirse mediante dr‡sticasreducciones de gastos. No es mediante un aumento de la producci—n, sino con la baja de loscostes como se intenta corregir esta rentabilidad, cuya meta es el incremento del capital, enparte, reintegrado en el c’rculo econ—mico con la compra de nuevas tierras, y, en parte,improductivo, para gastos de lujo o para las necesidades de la vida pol’tica. 

De todos modos, la Þnca que produce para la venta, descrita en el De agricultura , no seencuentra en contradicci—n, desde el punto de vista social y pol’tico, con la peque–apropiedad agr’cola, ni tiene intenci—n de suplantarla. S—lo es un ’ndice de la nueva direcci—nseguida por la agricultura en ciertas regiones de Italia, en concreto, en el Lacio y Campania.La pol’tica de colonizaci—n romana del primer cuarto del siglo II a. C., predominantementedirigida al norte de Italia, continu—, en cambio, implantantando los modelos sociales y

econ—micos tradicionales en ‡reas donde era necesario reorganizar completamente loscontextos agrarios. En otras regiones de la Italia centro-meridional, continuaron dominandolas formas tradicionales de explotaci—n de terreno hasta que la nueva utilizaci—n a granescala del ager publicus   para el pastoreo comprometi— la supervivencia de la peque–apropiedad. Esa disponibilidad de ager publicus , fue, como hemos visto, consecuencia de lasconÞscaciones tras la guerra anib‡lica. Pero tambiŽn las destrucciones de la guerra debenhaber vaciado grandes zonas del sur, que ya antes no estaban muy pobladas. Esteprogresivo despoblamiento debe haber facilitado la adquisici—n de muchas Þncas peque–asagr’colas en v’as de abandono y, de ah’, la expansi—n latifundista de las clases ricas romanase it‡licas. Donde la poblaci—n es menos densa, predomina naturalmente una agricultura decar‡cter extensivo. As’, despoblamiento y disponibilidad de ager publicus  han debido actuar

conjuntamente para favorecer en estas regiones el desarrollo de la agricultura de tipoextensivo y, sobre todo, del pastoreo y de la ganader’a.Pero, en cualquier caso, las ventajas econ—micas de las nuevas orientaciones de la

agricultura tuvieron un desastroso reßejo en el desarrollo social y, con su negativa incidenciaen la consistencia del peque–o campesinado, contribuyeron a la creaci—n de amplias masasde proletariado rœstico y urbano, constante desestabilizadora de la sociedad del œltimo siglode la repœblica.

1.2. Manufactura y comercio. 

TambiŽn las otras ramas de la actividad econ—mica, manufactura y comercio,experimentaron importantes modiÞcaciones como consecuencia de la apertura de Roma

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hacia el Mediterr‡neo, aunque con consecuencias menos trascendentales para el desarrollode la sociedad que las contempladas en el sector agrario.

1.2.1. El artesanado   Las guerras pœnicas desarrollaron extraordinariamente el artesanado. Las necesidadesligadas a la actividad bŽlica, construcciones navales y armamento, dieron un gran impulso alsector artesanal, que, posteriormente, con la progresiva inclusi—n de Roma en Oriente, sebeneÞci— de la corriente de riquezas dirigida hacia la Urbe, presupuesto para una mayor

especializaci—n y reÞnamiento, no s—lo en el sector privado, con demanda de mayor cantidady calidad de productos manufacturados, sino en el pœblico, en donde el saneamiento delerario permiti— una pol’tica de construcciones: templos, ediÞcios pœblicos, urbanizaci—n,puentes, acueductos... Ello exigi— una gran demanda de artesanos y, consecuentemente,actu— como polo de atracci—n para muchas familias a las que la crisis de la peque–apropiedad expulsaba del sector agrario.

Pero esta explosi—n, ligada a la afortunada pol’tica exterior romana, no debe enga–arsobre el verdadero alcance de la actividad econ—mica ligada a la manufactura. Si ocupa a unnœmero importante de trabajadores, libres y esclavos, jam‡s super— el estadio preindustrialdel taller, con unidades de producci—n, por lo general, modestas en cuanto al nœmero deoperarios y volumen de las manufacturas, distribuidas a lo largo de Italia y no centralizadas

en Roma, como gran capital de la industria. No fue, pues, tanto una transformaci—n de laproducci—n, sino un mayor volumen de la misma el rasgo caracter’stico del artesanado en elsiglo II a. C., en el que, por otra parte, apenas se interes— el gran capital, orientado hacia laagricultura o a los arrendamientos pœblicos.

1.2.2. El comercio  

El Þnal de la guerra anib‡lica y la intervenci—n romana en Oriente tambiŽn abrieron alcomercio it‡lico nuevas posibilidades de desarrollo. El Mediterr‡neo, convertido en un ‡mbitoecon—mico unitario, ofreci— a los empresarios procedentes de la pen’nsula it‡lica, losnegotiatores , un amplio campo de negocios, ligado al tr‡Þco de mercanc’as, productos

agrarios, materias primas y manufacturas, en especial, art’culos de lujo, de los que se hab’acreado en Roma una fuerte demanda; pero tambiŽn a los negocios monetarios -banca,Þnanzas, usura-, o a otras actividades conexionadas con el capital mueble, de las que es lam‡s importante la ejercida por los publicani.

Sus mŽtodos y caracter’sticas, por otra parte, poco conocidos por la escasa atenci—n queles prestan las fuentes, apenas diÞeren de los utilizados en el oriente helen’stico, a cuyaimitaci—n se desarrollan. Lo œnico que interesa es su creciente volumen, que, para el siglo I a.C., alcanza cifras enormes, dispersas por todas las plazas de mercado mediterr‡neo; suprocedencia, no tanto romana estrictamente, sino it‡lica, de la costa campana y de Italiameridional, en seguimiento de una tradici—n centenaria heredada de la Magna Grecia; en Þn,su incidencia en la vida provincial, que, si en Oriente se integra en modos de especulaci—n ya

conocidos y es su volumen lo que llama la atenci—n, en el Occidente constituye un elementofundamental, aunque de dif’cil valoraci—n, en la transformaci—n de las estructuras econ—mico-sociales primitivas ind’genas en modos de vida m‡s evolucionados, pertenecientes a estecircuito helen’stico-romano.

1.2.2.1. Los publicani   Las actividades econ—micas subsidiarias del estado, cuyo presupuesto fundamental es laexpansi—n pol’tica de Roma en el Mediterr‡neo, son, sin duda, el elemento m‡s importantedel sector ligado al capital mueble. Roma, como muchos otros estados antiguos, nodesarroll— un aparato de funcionarios que cuidara de la gesti—n de los intereses econ—micos yservicios pœblicos, manteniŽndose al margen de cualquier actividad empresarial ligada al

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mundo de los negocios. ƒste ser‡ el presupuesto para el nacimiento y desarrollo deempresarios -individuos y colectividades-, cuya actividad fundamental consiste en recibir enarriendo del estado las tareas pœblicas -ingresos, explotaci—n de propiedades estatales,contratas oÞciales- con posibilidad de lucro. De ah’ el nombre de publicani , bajo el que seagrupan actividades muy variadas, que interesan a distintos grupos sociales, en dosvertientes principales: por un lado, las contratas de servicios estatales, como proveedores delejŽrcito -armas, abastecimiento de v’veres y uniformes- y ejecutores de obras -reparaci—n yconstrucci—n de ediÞcios pœblicos-; por otro, los arrendamientos, tanto de propiedades como

de ingresos pœblicos. Entre estas propiedades podemos citar caladeros de mares y r’os,arrendamiento de locales (ba–os, tiendas, cloacas, puentes, acueductos, minas),propiedades agrarias del estado (ager publicus ), minas, batanes, salinas... Los ingresosabarcan el cap’tulo de derechos e impuestos estatales, como aduanas y tributos, que elestado renuncia a cobrar directamente, sirviŽndose del sistema de administraci—n indirectapor medio de particulares, los cuales arriendan estos ingresos a los censores para un per’odode cinco a–os, el lustrum , contra el pago previo al aerarium  de una suma global, establecidamediante subasta, y un adelanto sobre el total. Se entiende que estos empresarios, al hacerefectivos los derechos arrendados, procuraban por todos los medios no s—lo reunir lacantidad estipulada, sino a–adirle una buena ganancia, para la que no se renunciaba aningœn medio de extorsi—n. 

Aunque el mŽtodo de arrendamiento a particulares de los ingresos del estado parecemuy antiguo, s—lo alcanza un gran volumen a partir de la segunda guerra pœnica, en la quetenemos por primera vez evidencia de societates , es decir, empresas formadas por variosindividuos que responden solidariamente de los arrendamientos. As’, tras la derrota deCannae, los apuros del aerarium  obligaron al pretor Fulvio a pedir a los proveedores pœblicosatender al aprovisionamiento de los ejŽrcitos de Hispania a crŽdito, con la promesa de unpago de la deuda con los primeros ingresos del tesoro pœblico. Sabemos que en tal ocasi—ntres societates , con veintiœn miembros, se prestaron a colaborar, resign‡ndose a esperar elpago despuŽs de la guerra. Naturalmente, la victoria sobre Cartago y la expansi—nmediterr‡nea incrementaron estas empresas, con un volumen de negocios creciente. Estaextensi—n trajo consigo la necesidad de una colaboraci—n entre varios socii , puesto que una

sola persona no pod’a ya bastar a dirigir el negocio, aportar el capital y personal necesario yla garant’a para el aerarium . As’ fueron form‡ndose societates  para las grandes actividadesecon—micas estatales, aunque las societates publicanorum , propiamente dichas, son las quese crean para el arriendo de todos los ingresos pœblicos de una provincia en su conjunto. Enellas, se separa claramente el capital, de la empresa. Los socii  o capitalistas de Žsta -en laque tambiŽn se admit’an peque–as participaciones (partes ) de diversos accionistas (adÞnes  oparticipes )- pon’an en las manos de un manceps   o director la gesti—n del arriendo ante elmagistrado, que el estado consideraba como contratante directo, hasta el punto que sueventual muerte deshac’a la societas . Para su actividad, las societates   se serv’an de unnumeroso personal especializado, tanto libre como esclavo, y en las provincias, en granparte, ind’gena, a los que se llama tambiŽn publicani , de cuya mala fama tenemos eco en el

Nuevo Testamento, donde es alineado con los pecadores. L—gicamente, hab’a un abismoentre los socii  propiamente dichos, los verdaderos publicani , y este personal asalariado. Dehecho, los socii publicani , detentadores del gran capital e imprescindibles para la regularmarcha del aparato de estado en su fundamental fuente de ingresos, las provincias, prontoganaron un poder e inßuencia considerables en el seno del estado, hasta el punto deatreverse a choques, por comprensibles razones de intereses contrapuestos, con lamagistratura, en especial, los censores, que eran los encargados de cerrar las contratas,choques en los que, a menudo, resultaron vencedores.

Las societates publicanorum   representaron ventajas para el estado, entre ellas, ladisposici—n para el aerarium  de ingresos Þjos, procedentes de las sumas entregadas por loscontratistas, que el sistema de adjudicaci—n por subasta hac’a m‡s altos. Pero, sobre todo,

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cumplieron un servicio esencial, para el que el estado no se hallaba preparado ni dispon’a deuna burocracia cualiÞcada, dada, por una parte, la repugnancia instintiva a la actividadecon—mica directa y, por otra, el explosivo crecimiento de estos ingresos con la prolongaci—ndel estado a las provincias. Pero estas ventajas no pueden esconder los gravesinconvenientes del sistema, entre los que son los m‡s evidentes la ganancia hacia la queestaban orientadas estas empresas, que llevaban con excesiva frecuencia a la extorsi—n y,como consecuencia, al odio de los provinciales, y los intereses comunes de un grupo, comolos publicani , con un fuerte potencial econ—mico, que, en cualquier momento, pod’a

interesarse o ser interesado en la vida pol’tica activa, rompiendo la tradicional cohesi—n delpoder, e introduciendo, como as’ fue, un fuerte elemento de desestabilizaci—n en el Estado.

1.3. El desarrollo de la esclavitud. 

La esclavitud, como en casi todas las sociedades antiguas, era conocida en Roma desdeŽpoca muy temprana, pero su signiÞcaci—n se mantuvo limitada mientras la rama econ—micab‡sica, la agricultura, cont—, como fuerza de trabajo, con un campesinado libre que labrabasus parcelas en rŽgimen familiar; aunque exist’a en las grandes propiedades, compart’a con

 jornaleros libres las tareas agr’colas. Su desarrollo, hasta alcanzar tal proporci—n en nœmeroy funciones que autorizan a considerarla como el elemento caracter’stico de la producci—n, esconsecuencia de los cambios que sufre la primitiva econom’a romana al entrar en contacto

con la m‡s evolucionada del Oriente helen’stico, en especial, cuando, al salir del horizonteitaliano con la primera guerra pœnica, estos contactos se hacen m‡s directos y profundos.Ya en la segunda mitad del siglo III a. C., una serie de datos permiten aÞrmar la

signiÞcaci—n del trabajo servil, en conexi—n, sobre todo, con la extensi—n de la granpropiedad. Y esta tendencia a sustituir el trabajo libre por el esclavo todav’a aumenta tras lasegunda guerra pœnica. Las razones son evidentes. La orientaci—n de la agricultura, enmanos de las clases altas, hacia una econom’a de mercado mediante la extensi—n dellatifundio, exig’a la disposici—n de una mano de obra barata, que, limitando los costes deproducci—n, aumentara la ganancia. A la demanda de esta mano de obra ven’a a coincidiruna oferta igualmente grande, como consecuencia, sobre todo, de la aßuencia a Roma deenormes cantidades de prisioneros de guerra, vendidos como esclavos, sobre la que

tenemos abundante documentaci—n en las fuentes. Su nœmero se ha calculado, s—lo para laprimera mitad del siglo II a. C., en cerca de un cuarto de mill—n de personas. La abundanciade esta mano de obra, cuya consideraci—n legal como simple objeto de derecho ( instrumentigenus vocale , segœn la deÞnici—n de Varr—n), desprovisto de personalidad jur’dica yperteneciente en su corporalidad y en su fuerza de trabajo a otro individuo, la convert’an enun elemento ideal de explotaci—n m‡s rentable que el trabajador libre, extendi— su utilizaci—nno s—lo a la agricultura, sino tambiŽn a las otras ramas de la econom’a, sin, por ello, sustituiren su totalidad a la mano de obra libre. 

Las fuentes de la esclavitud no se reduc’an a los prisioneros de guerra; se completabancon otras de mayor o menor importancia, como la propia reproducci—n (vernae  o esclavosnacidos en la casa), la esclavitud por deudas, la pirater’a, la venta de ni–os..., pero, sobre

todo, con mercados regulares, cuyos centros estaban distribuidos a lo largo del Mediterr‡neoy de los que eran los principales Rodas, Puteoli en Campania, Aquileya y, en especial, Delos,donde, segœn Estrab—n, llegaban a venderse hasta 10.000 esclavos al d’a. Si la estimaci—ntotal del nœmero de esclavos es un problema pr‡cticamente insoluble, como, en general, todalas cuestiones demogr‡Þcas de la AntigŸedad, puede establecerse un porcentaje con relaci—nal resto de la poblaci—n, que oscila entre un 32 y un 70 por ciento, con una curva decrecimiento que comienza a ascender a partir del siglo II a. C. para culminar hacia Þnales delsiglo I d. C., fecha a partir de la cual viene a ser, en parte, sustituido, sobre todo en laagricultura, por otras formas de explotaci—n, como el colonato. 

La utilizaci—n de la fuerza de trabajo esclava no qued— limitada a la agricultura; tambiŽnotras ramas de la producci—n se sirvieron en mayor o menor grado del trabajo servil, como es

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l—gico, en condiciones diferentes, que no permiten generalizar el fen—meno de la esclavitudcon la consideraci—n simplista de "clase social" solidaria, enfrentada a los "esclavistas" libres. 

Sin duda, es en las minas donde la esclavitud reviste sus caracteres m‡s sombr’os; enellas, las ingentes masas de esclavos necesarias (Polibio calcula s—lo para las minas de platade Cartago nova la ocupaci—n de 40.000 esclavos) pod’an contar, en condiciones de trabajomuy duras, con una esperanza de vida extraordinariamente corta. Cat—n, por su parte, nos dauna serie de precisiones muy interesantes sobre el rŽgimen de trabajo y el modo deexplotaci—n del esclavo en la econom’a agraria, como campesino o pastor, en las que llama

la atenci—n el fr’o c‡lculo del siervo como instrumento de explotaci—n, que mira s—lo aalcanzar el m‡ximo provecho con el m’nimo gasto: se mide, por ello, con exactitud, no s—lo elalimento, vestido y calzado del esclavo, sino tambiŽn su edad, el tiempo de descanso y lasdiferentes tareas para mantenerlo ocupado y, por tanto, rentable en cada momento, sinsobrecargarlo en exceso para evitar su r‡pido desgaste y, con Žl, la pŽrdida de rentabilidad alargo plazo. Por el mismo Cat—n sabemos que una propiedad dedicada a olivar, con unaextensi—n de unas 50 Has., ocupaba por tŽrmino medio a trece esclavos; una vi–a de 25Has., a diecisŽis. En la ganader’a, un reba–o de 7.000 a 10.000 cabezas exig’a el cuidado dequince pastores. En Žpocas determinadas, de mayor intensidad en las faenas agr’colas, lamano de obra necesaria se completaba con jornaleros libres. Un esclavo cualiÞcado y deconÞanza, el vilicus , administraba la hacienda y, por tanto, era el responsable de los esclavos

al servicio de la misma [Texto 9]. 

El artesanado y el comercio se sirvieron tambiŽn de esclavos, en competencia o, quiz‡smejor, en concurso con la mano de obra libre. Su condici—n era tan variada como amplio elespectro de ocupaciones en el ramo, desde el pe—n de la construcci—n sin cualiÞcar al orfebreo escultor. Por ello, tambiŽn eran superiores sus posibilidades de mejorar de situaci—n y, enmuchas ocasiones, de alcanzar la libertad, compr‡ndola con su trabajo. 

Finalmente y en seguimento de la tradici—n, la esclavitud domŽstica vino a incrementarseen nœmero y especializaci—n con la tendencia de la sociedad romana y, sobre todo, de laaristocracia al lujo y la ostentaci—n. La gama alcanzaba desde el trabajo manual necesario enuna mansi—n -porteros, cocineros, servidores, jardineros-, al art’stico e intelectual, comomœsicos, bailarines, secretarios y pedagogos, que, en ciertos casos, pod’an alcanzar precios

astron—micos. El precio de los esclavos variaba, como es l—gico, no s—lo segœn sus aptitudes,sino segœn Žpocas, siguiendo la ley de la oferta y la demanda. Por tŽrmino medio, el valor deun esclavo sano, sin conocimientos especiales, para el trabajo agr’cola estaba entre 300 y500 denarios (la paga de un legionario representaba 120 denarios anuales), pero pod’allegar, como en el caso del gram‡tico Lutacio Dafnia, a 700.000 sestercios, es decir, 170.000denarios, la suma m‡s alta ofrecida por un esclavo durante la repœblica. Naturalmente, estossiervos especializados contaban con un trato muy distinto a los esclavos agr’colas y conmuchas m‡s posibilidades de mejorar su situaci—n servil, a travŽs de un servicio de mayorcontacto y conÞanza con sus amos.  Pero no es Žste el rasgo fundamental de la esclavitud en su Žpoca de expansi—n, aunqueno sea demasiado infrecuente. Su car‡cter de meros instrumentos de producci—n, que era

necesario explotar al m‡ximo, deb’a conducir a una deshumanizaci—n del trato reservado alos esclavos y a medidas de control y vigilancia contra las l—gicas reacciones de resistencia yrebeli—n, que inclu’an el encadenamiento y alojamiento en prisiones especiales (ergastula ),los castigos corporales y, en Þn, la muerte por cruciÞxi—n. El odio del esclavo no pod’a pasardesapercibido a su amo: as’, Cat—n, procuraba sembrar la discordia entre sus siervos, ante eltemor de que se uniesen para la revuelta. No es de extra–ar, pues, que surgieran de tiempoen tiempo brotes de rebeli—n, algunos de importancia. En 198, en Setia, una peque–a ciudaddel Lacio, se desencaden— una primera revuelta de esclavos, la mayor’a prisioneros de lasegunda guerra pœnica, que estuvo a punto de extenderse a la ciudad vecina de Preneste yque termin— con el ajusticiamiento de medio millar de rebeldes. M‡s serios fueron una ciertaconiuratio servorum   en Etruria, en el a–o 198, contra la que hubo que utilizar una legi—n

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romana, o el magnus moyus servilis , documentado por Tito Livio, que, en los a–os 185-184,encendi— en Apulia una guerra de guerrillas que concluy— con la condena de 7.000 de losimplicados. Si, teniendo en cuenta la fuerza del estado romano, las posibilidades deresistencia de los esclavos contra su amo eran muy reducidas y, por consiguiente, no pod’anhacer peligrar el sistema, al menos, ofrec’an puntos de reßexi—n sobre su idoneidad y, encualquier caso, constituyen uno de los ‡mbitos conßictivos de la crisis de la repœblica.

1.4. La formaci—n del proletariado rural y urbano. 

Las nuevas condiciones del campo italiano, con el desarrollo de la gran propiedad y de laagricultura racional con mano de obra esclava, condujo a muchos campesinos, que nodispon’an del capital necesario para reconvertir sus haciendas, a una situaci—n precaria, quelos afectados trataron de resolver segœn sus disponibilidades e iniciativas. Sin duda, junto a lagran propiedad, como hemos observado, continu—, entre grandes diÞcultades, la peque–a,pero su perviviencia es irrelevante para la constataci—n del triunfo del latifundio como modode producci—n dominante en la tierra. Por consiguiente, el campesino que sigui— aferr‡ndosea su modo de vida tradicional, se vio condenado a una desigual lucha por la supervivencia ensu propiedad o intent— encontrar trabajo como jornalero en las villae , en competencia con lamano de obra esclava.

Pero, sobre todo, se produjo un Žxodo hacia la ciudad, en primer lugar, a Roma y,

secundariamente, a otros centros urbanos, en especial, de Italia central, que experimentar‡nen el siglo II a. C. un gran ßorecimiento, precisamente como consecuencia de la extensi—n dellatifundio, que, con su distinto modo de producci—n, se hizo dependiente del artesanadourbano para muchas de sus necesidades de mantenimiento. La emigraci—n a Roma, quecomienza tras la segunda guerra pœnica a alcanzar grandes proporciones, no cesar‡ a lolargo de la repœblica y, sobre ella, tenemos testimonios suÞcientes de Salustio y Cicer—n. Lasposibilidades de vida que ofrec’a la Urbe, desde el punto de vista puramente econ—mico,eran, sin embargo, limitadas, puesto que nunca fue una gran ciudad industrial, al no disponerde materias primas y con una salida al mar poco apropiada. Pero, frente a ello, su car‡cter deciudad-estado, como cabeza de un imperio mundial, la convert’an en la capital pol’tica delMediterr‡neo y, secundariamente, en centro de negocios no s—lo pœblicos, sino privados. La

concentraci—n humana que estas actividadees impon’an exig’a un nœmero considerable deempleados en el sector servicios, para el abastecimiento de la ciudad. Pero adem‡s, losprimeros decenios del siglo II a. C. contemplaron en Roma un extraordinario desarrollo de laconstrucci—n, como consecuencia de las riquezas acumuladas en el aerarium , quepermitieron una pol’tica de embellecimiento y mejoras urbanas -templos y otros ediÞciospœblicos, acueductos, puentes y calzadas- y de particulares, en un momento en que el lujo yla ostentaci—n se convert’an para los senadores -los principales enriquecidos- en unanecesidad social.

1.4.1. La plebs urbana

 

Las posibilidades de trabajo no pod’an, sin embargo, absorber la oferta continuamenteaßuyente, no s—lo de campesinos romanos despose’dos o arruinados, sino tambiŽn dealiados it‡licos, en cuyos territorios se ven’a produciendo paralelamente el mismo proceso detransformaci—n de la agricultura. Su emigraci—n a Roma representaba, adem‡s de mejorasecon—micas, tambiŽn ventajas pol’ticas, la principal, el otorgamiento de la ciudadan’a romanaal it‡lico residente en la Urbe. La consecuencia necesaria s—lo pod’a ser la formaci—n de unproletariado urbano, la plebs urbana , cuando se empezaron a hacer presentes los muchosproblemas de este crecimiento demogr‡Þco irracional: escasez de la oferta de trabajo,inßaci—n, diÞcultades de abastecimiento y alojamiento.

Sin embargo, la constituci—n romana tradicional de ciudad-estado y, con ello, laconcentraci—n en Roma de la vida pol’tica ofrec’an un paliativo, bien pobre y problem‡tico,

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pero no por ello menos apetecido, a la miseria creciente que se adue–aba de grandes gruposde ciudadanos. Te—ricamente, el poder se repart’a entre senado y asambleas, quecontinuaban siendo un organismo vital dentro del mecanismo pol’tico. Los comicios, comosabemos, eleg’an a los magistrados, declaraban la guerra y votaban las leyes. Durantemucho tiempo existi— un equilibrio, e incluso un predominio, en los comicios por tribus, delcampo sobre la ciudad, ya que, en ellos, se opon’an treinta y una tribus rœsticas, donde sehallaban los propietarios, a las cuatro urbanas. Pero la extensi—n creciente de la ciudadan’a ydel ager Romanus , con la fundaci—n de colonias o a lo largo de Italia, hizo cada vez m‡s

dif’cil al propietario rœstico -supuesto el desconocimiento de un sistema representativo y laobligatoria presencia f’sica del votante en las asambleas- el desplazamiento a Roma, altiempo que disminu’a en nœmero e importancia con las nuevas tendencias econ—micas. Porel contrario, se produjo un proceso, sin duda, espoleado por intereses econ—micos concretos,de inclusi—n en las tribus rœsticas de ciudadanos con capital mueble y, por tanto, residentesen la ciudad. La consecuencia Þnal de este proceso fue la transformaci—n de lasasambleas ciudadanas en reuniones, en su mayor parte, constituidas por habitantes de laUrbe, cuya inmensa mayor’a puede caliÞcarse de proletariado desclasado. Por m‡s que supeso pol’tico no fuera en absoluto signiÞcativo -la aristocracia contaba con resortes de podersuÞcientes para imponer su voluntad-, su concurso era, en cambio, necesario para eldesarrollo de la vida pol’tica segœn los cauces constitucionales. Si enfrente consideramos a la

nobleza senatorial, obligada por la carrera de las magistraturas y por necesidades sociales ypol’ticas a un continuo aumento de prestigio y clientelas, ambos elementos vienen a conßuiren el hecho de la utilizaci—n, por parte de la clase pol’tica, los senadores, de los m‡s diversosmedios para aumentar su popularidad sobre amplias masas de la plebs urbana : repartos detrigo y aceite, Þestas y juegos, regalos y donaciones y, en suma, cualquier tipo de corrupci—npol’tica. Con ello, la extensi—n de la plebs urbana  trasciende su signiÞcaci—n econ—mica, yade s’ importante, para convertirse en un elemento fundamental de la realidad pol’tica y socialdel œltimo siglo de la repœblica.

1.5. La diferenciaci—n de las capas altas de la sociedad romana.  La aÞrmaci—n del poder pol’tico y social de las capas altas de la sociedad se deb’a

fundamentalmente a que eran ellas las portadoras del desarrollo econ—mico, teniendo encuenta que Žste se cumpl’a, ante todo, en la agricultura, en la que su posici—n desde siemprehab’a sido dominante. Pero, al mismo tiempo, con la aÞrmaci—n en el poder, la oligarqu’aconsigui— un mayor beneÞcio econ—mico, al disponer de todos los medios necesarios paraorientar la econom’a de forma que revirtiera en su provecho, y su consecuencia fue elproceso de acumulaci—n capitalista en la propiedad inmueble y en los negocios. Pol’tica yeconom’a, pues, complementadas, condujeron a un monopolio del poder, por una parte, y auna orientaci—n econ—mica segœn las directrices y los intereses de estas clases posesoras,por otro. Pero esta oligarqu’a se vio muy pronto sometida a un proceso de diferenciaci—n, quereserv— el poder pol’tico a una minor’a, el grupo senatorial, o, aœn m‡s restringidamente, alas familias de la nobilitas , los senadores dirigentes; por lo general, los titulares del consulado

-la m‡s alta magistratura- y sus descendientes. Permaneci—, en cambio, intacta la extensi—ndel poder econ—mico y, en consecuencia, los intereses materiales tanto del grupo minoritariomonopolizador del poder, como del resto de las clases acomodadas.

1.5.1. Proceso de exclusividad del ordo senatorial: la lex Claudia y la formaci—n del ordoequester  Sin embargo, necesidades e intereses, no s—lo de la propia oligarqu’a pol’tica, sinotambiŽn de la econ—mica o, m‡s concretamente, de la parte que no ostentaba el poderpol’tico, condujeron a encasillar a la primera como aristocracia de propietarios inmuebles. Enel a–o 219, un tribuno de la plebe, Q. Claudio, logr— la aprobaci—n de un plebiscito queprohib’a a los senadores y a sus hijos la posesi—n de barcos de capacidad superior a ocho

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toneladas. Segœn Livio, esta prohibici—n estaba fundamentada en la consideraci—n de que laadquisici—n de ganancias iba en contra de la dignitas   senatorial. Si no conocemosexactamente las motivaciones de esta lex Claudia de nave senatorum , al menos, esindudable que su aprobaci—n cumpli— el paso decisivo para una diferenciaci—n econ—mica dela oligarqu’a y, subsidiariamente tambiŽn, para la distinci—n entre clase pol’tica y clase denegociantes. Precedentemente, la oligarqu’a romana hab’a estado constituida por losequites , es decir, los ciudadanos que serv’an en el ejŽrcito como jinetes y a cuya disposici—npon’a el estado el caballo necesario (equites equo publico ). Su manutenci—n presupon’a el

disfrute de unos medios econ—micos superiores a los del conjunto de la base social y, porello, el status  de estos equites  estaba ligado al censo, es decir, a la valoraci—n, cumplida porlos censores, de la renta anual del individuo. Las necesidades militares obligaron a ampliar elnœmero de equites   a aquellos individuos que por sus bienes estuvieran en condiciones deservir como jinetes, pero con sus propios medios, a los que, en contrapartida, se lesconcedieron derechos y privilegios concretos con respecto al resto del cuerpo ciudadano(equites equo privato ). Ya en el siglo III, este ordo equester   hab’a sido reconocidooÞcialmente como el grupo de los m‡s ricos, e incluido como tal en las listas del censo, queformaban la base del orden centuriado: los equites  constitu’an, as’, las dieciocho centurias decaballeros, por encima de la primera clase de propietarios.

Sin embargo, las tendencias olig‡rquicas en la estructura de la repœblica condicionaron

que la investidura de magistraturas y la pertenencia al senado quedaran circunscritasnormalmente a los miembros de las familias de la nobilitas , la aristocracia patricio-plebeyaformada tras el equiparamiento de los —rdenes, que inclu’a un c’rculo m‡s o menos cerradode familias, cuyos miembros, al formar parte del senado, constitu’an, por tanto, el ordosenatorius   propiamente dicho. Pero, puesto que el orden ecuestre inclu’a en general a lasclases m‡s acomodadas de la sociedad romana, tambiŽn los senadores pertenec’an almismo, de forma tan estrecha que estaban incluidos normalmente en las dieciocho centuriasde caballeros y s—lo se distingu’an de Žstos por el ejercicio del poder pol’tico, en cuantomagistrados y miembros del reducido grupo del senado.

La lex Claudia , que prohib’a a los senadores y a sus hijos las actividades ligadas alcomercio mar’timo, Þj‡ndolos as’ a la econom’a agraria, constituy— un paso decisivo para

materializar una diferenciaci—n econ—mica en el estrato m‡s alto de la sociedad. Todosaquellos de sus miembros cuyos recursos procedieran del capital mueble quedabanautom‡ticamente excluidos del senado. Pero precisamente era Žste el ‡mbito de la econom’aque m‡s se hab’a desarrollado a partir de la salida de Roma del horizonte italiano, no s—lopor el incremento del comercio mar’timo y de los negocios ligados a la econom’a monetaria,sino tambiŽn por la inversi—n de capital mueble en los negocios pœblicos, contratas yarrendamientos a que obligaban las elementales infraestructuras administrativas del estado.La lex Claudia   signiÞcaba que un elevado nœmero de estos "nuevos ricos" quedabanexcluidos legalmente, so pena de renunciar a sus sustanciosas ganancias, de una posibleinclusi—n en el senado, cuyos miembros -y no es necesario subrayarlo-, por el contrario,ten’an sus intereses econ—micos invertidos fundamentalmente en la tierra. Si la ley fue

propuesta a beneÞcio o en perjuicio del orden senatorial, no es f‡cil decirlo; pero es claroque, mientras para los equites , ligados al capital mueble, signiÞcaba la pŽrdida de cualquieresperanza de ser incluidos en el senado, para los senadores apenas signiÞcaba otra cosaque renunciar a las empresas mar’timas de modo directo, poniendo a su cuidado a terceros.

Pero el senado aœn procur— subrayar m‡s este proceso de exclusividad como œnica clasepol’tica frente a los otros estratos superiores de la sociedad, al romper deÞnitivamente la viejatradici—n que inclu’a a sus miembros en el orden de los equites . En el curso del siglo II a. C.qued— determinada la incompatibilidad de un asiento en el senado con el disfrute del car‡cterde eques equo publico , deslig‡ndose as’ la antigua correlaci—n entre censo y rango pol’tico-social y la conexi—n pol’tica entre orden centuriado y clase dirigente. Con ello, la entrada en elsenado obligaba a renunciar a la categor’a de eques , lo que tŽcnicamente se conoc’a como

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"entregar el caballo". As’, los miembros del senado, la corporaci—n monopolizadora del poderpol’tico, se distingu’a de los equites . Por el contrario, y esto es lo importante, se limitaba a loscaballeros la posibilidad de participaci—n pol’tica en la direcci—n del estado, convirtiŽndolos enel grupo m‡s acomodado de la sociedad sin funci—n pol’tica, ya que la investidura de unamagistratura garantizaba autom‡ticamente el asiento en el senado.

Por supuesto, esta determinaci—n del orden senatorial como nobleza agraria no prsuponela identiÞcaci—n de los equites  como nueva clase capitalista con una base econ—mica ligadaexclusivamente al capital mueble, ya que muchos caballeros, antes como ahora, invirtieron

sus bienes en la agricultura. Pero signiÞc—, en cambio, que la exclusi—n de los senadores delos negocios pœblicos, los m‡s rentables, revirtieran en muchos miembros de esta claseacomodada, que, sin esperanza ni seguramente interŽs en la direcci—n pol’tica, comopublicani , constituyeron el principal soporte econ—mico de la estructura del estado. Por ello, loque, en principio, pod’a parecer como una confrontaci—n entre senadores y caballeros -m‡sformal que real, dado que, de hecho, la nobilitas   desde mucho antes ya monopolizaba ladirecci—n pol’tica- fue, en realidad, indirectamente, un reconocimiento de los equites   comoestamento privilegiado frente al resto del cuerpo ciudadano, subrayado todav’a con ventajasde tipo econ—mico.  As’, el ordo senatorius  se destac— netamente, por encima y al margen, no s—lo del restode la sociedad romana, sino de la antigua oligarqu’a posesora, con rasgos t’picos -el

monopolio del poder pol’tico y la limitaci—n de la actividad econ—mica a la propiedadinmueble-, que aœn se subrayar‡n, a comienzos del siglo II a. C., con signos externoscaracter’sticos: tœnica orlada con la faja ancha de pœrpura (laticlavius ), sandalias doradas,anillo de oro, ius imaginum , asientos especiales en los teatros...Pero la diferenciaci—n delorden senatorial cumpli— al mismo tiempo el indirecto proceso de singularizar, del conjunto dela sociedad, al resto de la oligarqu’a posesora, incluida hasta ahora, como hemos visto, en elcenso en las centurias de caballeros o equites . Si la exclusi—n del poder pol’tico les separabanetamente del orden senatorial, los intereses econ—micos continuaban siendo los mismos, sinlas limitaciones impuestas a los senadores en este ‡mbito.

1.5.2. Recursos econ—micos de senadores y caballeros 

 

El fundamento econ—mico de la posici—n social de ambos grupos era el latifundio, con lascaracter’sticas que ya conocemos. Pero no era, por supuesto, ni la œnica fuente de ingresospara los senadores, ni tampoco la m‡s rentable. Sin embargo, la consideraci—n de la tierracomo base y medida de importancia social y como inversi—n segura, dirig’a los capitalesconseguidos con otras actividades hacia la agricultura. Estas otras actividades, por lo querespecta a los senadores, en casi su totalidad -si hacemos excepci—n de los recursosobtenidos indirectamente por el ejercicio del poder pol’tico- son extensibles a los caballeros.Entre ellas, eran las principales las obtenidas por la explotaci—n de propiedades inmuebles noagrarias, como fuentes termales, viveros, batanes, instalaciones de producci—n de brea,minas...y, sobre todo, alquiler de viviendas y especulaci—n del suelo, especialmente en Roma.En el aumento de capital jugaban tambiŽn un papel las eventuales dotes y herencias y los

honorarios cobrados a los clientes por la defensa ante los tribunales, que, a veces,alcanzaban sumas importantes. Las actividades mercantiles y comerciales y la especulaci—nmonetaria (banca y usura) eran otros medios de inversi—n, libres para los caballeros, pero nodel todo vedados a los senadores, que sabemos las practicaron a travŽs de intermediarios -clientes o libertos-, aunque, naturalmente, han dejado en las fuentes, por su propio car‡cterilegal, poca huella, por lo que desconocemos en gran parte su volumen e importancia.  Pero, indudablemente, fueron los ingresos procedentes de la pol’tica exterior los que conmayor fuerza contribuyeron a la explosi—n econ—mica que experimenta Roma en la primeramitad del siglo II a. C. y, naturalmente, al enriquecimiento de la oligarqu’a. En este ‡mbito,hab’a muchos medios de ganancia para los senadores, como detentadores del poder pol’ticoy como fuente exclusiva de los comandos militares y de las promagistraturas en las

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provincias. En primer lugar, los botines de guerra, sobre los que los auspicios daban derechoal magistrado conductor de la campa–a a determinar libremente, quedaban en unasustanciosa parte (manubiae ) en sus manos o en las de sus amigos; a continuaci—n, losnumerosos medios de extorsi—n de los provinciales; Þnalmente, los ingresos, m‡s o menoslegales, procedentes de las provincias. Entre ellos, se contaban las sumas proporcionadaspor el senado al gobernador para la gesti—n de su cargo; la Þnanciaci—n de gastos pol’ticoscon dinero provincial, como juegos pœblicos; los prŽstamos a los provinciales de masas denumerario muy importantes; y, por supuesto, cualquier medio de corrupci—n, para la que se

ofrec’an suÞcientes ocasiones, y entre las que era la principal el soborno de los senadorespara inclinar en favor de una u otra causa las decisiones de pol’tica exterior del senado. PerotambiŽn, para los caballeros, estaban abiertos los recursos econ—micos de las provincias, nos—lo por la posibilidad de colocar sus capitales en ellas mediante el emprendimiento deactividades comerciales y de transporte mar’timo, sino, sobre todo, por el arrendamiento de larecuadaci—n de los ingresos e impuestos estatales, actividad en la que tampoco lossenadores quedaban al margen, mediante su participaci—n en las societates   a travŽs deterceros, a pesar de la expresa prohibici—n en contra.  En resumen, si existe una diferenciaci—n en la cœspide de la sociedad romana -senadorescomo ordo  concreto y determinado, y caballeros, como ordo  tambiŽn, pero como grupo socialcon m‡s difusos intereses econ—micos y menor cohesi—n pol’tica-, son, en principio, m‡s

numerosos los intereses que los unen que aquŽllos que los distinguen, frente al abismo quesepara a ambos del resto de la sociedad. Esta coincidencia de intereses no cesa durante larepœblica, como realidad y como programa, que Cicer—n deÞnir‡ con la expresi—n concordiaordinum . Pero se enturbiar‡, sin embargo, por la inßexibilidad del sistema pol’tico implantadopor el senado y por la falta de mecanismos para la superaci—n de eventuales conßictos entreambos grupos, especialmente, en dos ‡mbitos concretos: el sistema de adjudicaci—n de losarriendos pœblicos, en manos de los senadores, que subordinaba en una fundamental fuentede ingresos a los caballeros, y la estructura del ‡mbito judicial, cuyos miembros se reclutabanexclusivamente de entre los senadores, lo que aumentaba esta dependencia. Amboselementos ser‡n los principales responsables de que los intereses comunes de senadores ycaballeros, que difuminan las desigualdades entre los dos grupos, se acentœen, abriendo el

camino a un proceso de diferenciaci—n pol’tica, primero, y de deterioro de relaciones yenfrentamiento abierto, despuŽs.

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2. EL ESTADO ROMANO EN LA EPOCA DE EXPANSION2.1. El sistema constitucional romano.  El estado romano, como otros estados de la AntigŸedad, era una comunidad deciudadanos libres, el populus Romanus . Pero hay una caracter’stica que lo individualizarespecto a otros entes pol’ticos: comunidad y estado no se identiÞcan, porque a estacomunidad concreta se superpone el concepto abstracto de res publica , el conjunto de losintereses del populus . Ello signiÞca que el pueblo no dirige directamente los asuntos deestado; Žstos son puestos en las manos de individuos concretos, los magistrados. El tŽrminoromano magistratus   no s—lo designa al funcionario, sino a la propia funci—n: es el titular yportavoz œnico del poder del estado, lo que presupone la unidad de mando civil y militar. 

La concreci—n del estado romano como comunidad de ciudadanos se realiza en laciudad, todav’a con mayor fuerza que en otras ciudades-estado antiguas, puesto que elcasco urbano -el ‡mbito ciudadano comprendido dentro del recinto sagrado del pomoerium -goza de una condici—n jur’dica privilegiada frente al resto del territorio estatal no urbano. Elloobliga a concentrar toda la vida estatal en el recinto urbano de la ciudad, donde tienen suasiento las instituciones pœblicas y se celebran los actos que afectan a la vida de lacomunidad en su conjunto. En este recinto tienen total y plena vigencia las garant’asciudadanas, es el ‡mbito por excelencia de la magistratura y el centro de la religi—n y elderecho. Pero ello no presupone una identiÞcaci—n de comunidad y territorio. Por el contrario,la comunidad de ciudadanos es independiente del domicilio de sus miembros, que puedenÞjar libremente sin ver afectado su status , unido al ‡mbito personal y no al territorio. Ello

signiÞca, en un estado expansivo que continuamente ha ampliado su territorio, un primerdesfase de incalculables consecuencias: mientras que el ciudadano puede establecerlibremente su domicilio en cualquier punto por alejado que se encuentre de Roma sin perdersus derechos pol’ticos, Žstos, en cambio, s—lo pueden ejercerse plenamente dentro del cascourbano. Puesto que Roma, a pesar de las continuas ampliaciones de su territorio, nunca haperdido formalmente su car‡cter de ciudad-estado, viene a signiÞcar que todos los derechosde soberan’a del pueblo quedan de facto  restringidos a un nœmero de ciudadanos cada vezm‡s estrecho con relaci—n al conjunto, aquellos que tienen Þjada su residencia en la propiaRoma o en sus inmediatos alrededores, lo que les permite desplazarse al punto de reuni—nen el que sus derechos pol’ticos les son solicitados o permitidos.  La res publica  est‡ por encima del individuo, del ciudadano, que ha de ordenarse bajo la

superioridad del conjunto del estado, es decir, del total de los intereses y asuntos del puebloen cuanto afectan globalmente a la comunidad. Una primera consecuencia es la falta deinterŽs del poder estatal por los asuntos privados de los ciudadanos, que, al no pertenecer asu esfera, son abandonados, en una sociedad fuertemente patriarcal, a los cabezas defamilia detentadores de la patria potestas . Aœn m‡s importante es que el car‡cter abstractodel concepto de estado no impide limitaciones Žtnicas ni espaciales a sus miembros, capazde absorber e incluir en su seno nuevos grupos e individuos y aumentar as’, ilimitadamente,su volumen. Pero tambiŽn este car‡cter abstracto del estado es fundamento de que, una vezreconocidos los intereses del populus , queda al margen el modo en que puede producirse sudefensa y administraci—n, es decir, la forma concreta de estado y de su constituci—n.

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  En cuanto a la primera, se considera que s—lo existe estado donde la comunidad deciudadanos se rige a s’ misma directamente. Excluye, por tanto, el concepto de monarqu’a,identiÞcable con la tiran’a, el gobierno arbitrario de un individuo sobre la comunidad. Pero, alpropio tiempo, la consideraci—n abstracta de estado como res publica , esfera de intereses delpueblo, al no identiÞcar, frente al caso, por ejemplo, de Atenas, directamente al estado con lacomunidad concreta de ciudadanos, impide que sea el pueblo de inmediato y en exclusiva elque tome en sus manos los negocios de estado, que se reparten en tres ‡mbitos:magistrados, senado y asambleas de ciudadanos [Texto 8]. Sin embargo, la limitaci—n ya

observada de que sea de facto  s—lo la poblaci—n urbana de Roma la que juegue el papel depopulus Romanus   en su totalidad, s—lo pod’a conducir a rebajar el papel pol’tico de lasasambleas en el conjunto del estado. Frente o sobre ellas, se destacaron los otros doselementos como c’rculo restringido por tradici—n, experiencia y prestigio, capacitados yllamados a cumplir las funciones del estado. As’, aunque el concepto de estado parte delpueblo y aunque su designaci—n es la de libera res publica , la forma de gobierno no puedecaliÞcarse como otra cosa que una extremada oligarqu’a. Libera   no signiÞca sino que lacomunidad de ciudadanos obedece a sus propias leyes sin interferencias ni intromisiones deun poder ajeno, pero, en cambio, los asuntos de este pueblo soberano no son administradospor un colectivo irresponsable, sino exclusivamente por administradores personales,encargados por el pueblo, los magistrados, a los que aconseja un organismo colectivo

restringido, el senado. En el pensamiento romano -y esto es muy importante de comprender-es irrelevante la contraposici—n oligarqu’a-democracia , puesto que al menos te—ricamente lacomunidad, libre y democr‡ticamente, elige, a travŽs de las asambleas, a los titulares yportadores del poder estatal, independientemente de que Žstos, por distintas razones quecontemplaremos, se perpetœen como elemento olig‡rquico. En resumen y subrayando, no haexistido jam‡s en Roma nada semejante a un movimiento democr‡tico, porque para elpensamiento romano ha sido accesorio d—nde ha residido el autŽntico poder y la decisi—ndentro del estado, una vez reconocido como fundamento estatal la te—rica soberan’a delpueblo.  La constituci—n, por su parte, en la que se apoya el estado, parad—jicamente, no existe o,al menos, no es una constituci—n escrita. Su falta se suple con el recurso a la tradici—n, el

mos maiorum , que a lo largo del tiempo ha regulado en la pr‡ctica, a travŽs de casosconcretos, la vida estatal. Presupuestos el concepto y las formas del derecho pœblico, portanto, las leyes escritas, que en el curso de la historia de la repœblica han guiado lasdirectrices de la administraci—n estatal, se dirigen a prescripciones concretas, pero nuncatocan principios fundamentales. El mos maiorum , sin embargo, no signiÞca unconservadurismo a ultranza en la pr‡ctica pol’tica: por el contrario, al no estar Þjado porescrito, permite adaptar el estado a nuevas contingencias y situaciones, al precio, porsupuesto, no muy elevado frente a las maniÞestas ventajas, de roces de competencia ydudas en la aplicaci—n de la tradici—n, en gran parte solventadas por la estabilidad de unadirecci—n de estado que, a lo largo de los siglos, se ha perpetuado en muy pocas manos.

2.1.1. Car‡cter aristocr‡tico de la sociedad y del estado  

Forma de estado y peculiaridad de la constituci—n s—lo pueden signiÞcar un gobiernofuertemente aristocr‡tico, que coincide con el propio car‡cter aristocr‡tico de la sociedad,acu–ado a lo largo del tiempo oscuro que ha modelado el propio estado y sus institucionesesenciales. En la larga noche del siglo V, el enfrentamiento entre los dos estratos de lasociedad romana, patricios y plebeyos, en su punto de partida fuertemente diferenciados porderechos pol’ticos, tipo de econom’a y estructura familiar, conduce, en el segundo tercio delsiglo IV, a una pariÞcaci—n de ambos y al nacimiento de un nuevo orden social, el estadopatricio-plebeyo, cuyos principios se ir‡n precisando y desarrollando en el siglo que precedea la primera confrontaci—n del estado romano con la otra gran potencia del Mediterr‡neooccidental, Cartago.

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que la norma legal no alcanza de obligaci—n moral. As’, tanto en el derecho como en la vidapœblica, las determinaciones legales y jur’dicas se completan con la apelaci—n a la lealtad y ala conducta respetable, a la conÞanza de que aquŽl de quien se espera algo va a cumplirlohonradamente. Si la clientela nunca ha perdido el car‡cter de relaci—n personal, a lo largo deltiempo ha variado su contenido o m‡s bien el peso del mismo, que, en su origen,fundamentalmente econ—mico -el pobre que necesita el apoyo del rico-, se ha hecho m‡ssocial, masiÞc‡ndose. Ello ha conducido a la formaci—n de lo que podr’amos llamar "clientelapol’tica", que no interesa personalmente a un patrono con un cliente, sino, a veces, a grupos,

comunidades enteras y ciudades. La masiÞcaci—n, como es l—gico, deb’a debilitar el elementopersonal del lazo, ya no simplemente dependiente de la voluntad del patrono, puesto que noestaba fundamentado en una dependencia econ—mica o en otros factores reales desometimiento: as’, por ejemplo, el tipo de clientela-patronato que ligaba al individuo ocomunidad extrarromanos con el necesario patronus   para ver lograda la aspiraci—n delderecho de ciudadan’a. Esta debilitaci—n de los lazos personales obligaba cada vez m‡s alpatrono que deseaba mantener o ampliar su clientela a tener en cuenta la voluntad y losdeseos de sus clientes, introduciendo as’ en la instituci—n el factor pol’tico se–alado, sin queespec’Þcamente exista una clientela pol’tica. Pero la relaci—n de dependencia establecida ofundamentada en el interŽs pol’tico, de hecho, coexiste con la tradicional. El patrono deb’aactuar pol’ticamente, es decir, atraerse a sus clientes y preocuparse por cumplir sus deseos.

Esta atracci—n de clientes que asegura el prestigio social del patrono y le proporciona votos,es para la aristocracia romana y para cada noble en concreto el presupuesto de su poderpol’tico. Y, en correspondencia, a travŽs del noble, activo en la pol’tica, el ciudadano se sienteintegrado en la vida pœblica, al contribuir con su voto en las asambleas al mantenimiento yaumento de prestigio social y pol’tico, de la dignitas , de su patrono.

2.1.3. La pr‡ctica pol’tica  

En el interior de la aristocracia, el mantenimiento del control pol’tico se basafundamentalmente en la formaci—n de una voluntad de grupo y en la conducci—n efectiva dedicha voluntad, incluso frente a eventuales minor’as o individualismos. Es necesaria lacreaci—n y escrupulosa aceptaci—n de unas reglas de juego en las que no s—lo se maniÞesta

la voluntad del grupo, sino la soluci—n a las posibles discusiones internas que puedeneventualmente amenazar la exclusividad nobiliaria de gobierno. Estas reglas de juego est‡ndeterminadas por las formas de comunicaci—n de los nobiles   entre s’, cuya cŽlula pol’ticaelemental se conoce tŽcnicamente con el nombre de amicitia  o necessitudo . La amicitia  es laasociaci—n de individuos o familias nobiliarias para una ocasi—n pol’tica determinada, lavotaci—n de una ley, la candidatura a una magistratura, el conferimiento de una misi—n oÞcial.Estas uniones pol’ticas est‡n reguladas por presupuestos Þjos, por tradici—n y categor’as,que, segœn su importancia, suponen la extensi—n de redes m‡s amplias, es decir, labœsqueda de mayor nœmero de amici . Pero puesto que no toda la aristocracia es un‡nime encada ocasi—n pol’tica, se produce la formaci—n de factiones  o partidos nobiliarios en su seno,cuyos intereses, si chocan entre s’, producen el efecto contrario a la amicitia , es decir, la

inimicitia . Pero las previsibles tensiones nacidas del choque de opiniones, metas, fuerzas en juego o intereses distintos, procuraban mantenerse dentro del grupo aristocr‡tico sintrascendencia al exterior, mediante discusiones privadas en las que, sopesadas lasrelaciones de poder, se cerraban compromisos y se preve’an eventualidades, antes deproducirse la decisi—n oÞcial y pœblica. De ah’ la importancia de mantener y ampliar el c’rculode amici , para alcanzar un mayor peso pol’tico que asegurase la realizaci—n de las propiasmetas.

Pero estas agrupaciones no signiÞcan la formaci—n de partidos pol’ticos en el sentidomoderno del tŽrmino, porque no estaban basadas en un programa o ideario pol’tico, sino encriterios fundamentalmente personales, que eran los que decid’an su formaci—n o disoluci—n,y con orientaci—n de naturaleza m‡s personal que pr‡ctica. Estas agrupaciones o coaliciones

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eran, sobre todo, un conglomerado de familias que aspiraban m‡s a mantener y ampliar susbases de poder en el interior del grupo aristocr‡tico que en la puesta en pr‡ctica de unprograma pol’tico.

2.1.4. El senado   Era el senado la instituci—n que agrupaba a esta aristocracia detentadora del poderpol’tico. Originariamente compuesto de los jefes de los clanes, el senado fue desarroll‡ndosea lo largo de la repœblica como un consejo supremo destinado a asesorar a los magistrados.

En 216, la instituci—n acab— por convertirse en la reuni—n de todos los exmagistrados. Elnombramiento era vitalicio, salvo expulsi—n, y el nœmero de trescientos se mantuvo invariablehasta Sila.

Frente a la magistratura y las asambleas ciudadanas, la signiÞcaci—n del senado en lavida pœblica se elev— muy por encima de su real funci—n jur’dica. Como reuni—n de ex-magistrados, el senado personiÞcaba la tradici—n pœblica romana y toda la experiencia degobierno y administraci—n de sus componentes, pero tambiŽn el prestigio de los miembros deaquellas familias que, a menudo a lo largo de generaciones y siglos, hab’an dirigido la vidapœblica romana. Frente a los magistrados anuales, el senado se destaca como el nœcleopermanente del estado, el elemento que otorgaba a la pol’tica romana su solidez ycontinuidad. No es extra–o, por tanto, que a pesar de su funci—n puramente consultiva, sobre

la magistratura y sobre las asambleas, se superpusiera el senado como el autŽnticogobierno, ante cuya experiencia y prestigio aquŽllos se plegaban.

2.1.5. Las asambleas  

No obstante, aœn durante el siglo III, este poder del senado hubo de contar con lasasambleas del pueblo y, en especial, con los comicios por tribus, que, en ocasiones, pod’anincluso imponer su voluntad sobre la del —rgano aristocr‡tico de gobierno. Comicioscenturiados y por tribus constitu’an, al menos jur’dicamente, una pieza imprescindible delmecanismo del estado, al cumplir con una serie de funciones vitales para el desarrollo de lavida pol’tica en el triple ‡mbito electivo, legislativo y judicial, en los que se repart’an sus

competencias. Los centuriados eleg’an a los magistrados con imperium , votaban las grandesdecisiones de guerra y paz y entend’an, como œltimo tribunal de apelaci—n, en los juicios queentra–aban la pena capital del acusado; los comicios por tribus, por su parte, eleg’an al restode los magistrados, votaban la gran mayor’a de las leyes y escuchaban la apelaci—n en loscasos de condenas pecuniarias.  Esta soberan’a, sin embargo, estaba estrechamente limitada por preceptos y cortapisasque la hac’an m‡s te—rica que pr‡ctica, m‡s formal que real. Prescripciones religiosas,

 jur’dicas y de procedimiento contribu’an a ello, entre las que se pueden contar la necesidadde convocatoria por un magistrado con potestad para ello, la elecci—n de d’as h‡biles -loscomitiales , menos de 200 al a–o-, el cumplimiento de complicadas ceremonias religiosas y lalimitaci—n a expresar simplemente la voluntad aÞrmativa o negativa ante la propuesta

concreta de un magistrado, sin posibilidad de discutirla o matizarla. A–‡dase a ello el sistemade voto, que favorec’a a los propietarios terratenientes y a las familias opulentas, su car‡cterpœblico, proclive a todas las mediatizaciones, y el derecho de ratiÞcaci—n del senado sobretoda decisi—n comicial antes de su entrada en vigor, y se comprender‡ que, en el reparto dela funci—n estatal, no era ni pod’a ser precisamente el populus  el —rgano m‡s adecuado dedecisi—n, menos aœn por la inexistencia de un sistema de representaci—n que hubieseadaptado la participaci—n en las asambleas a la creciente extensi—n de la ciudadan’a romanapor territorios en ocasiones muy alejados de la Urbe. Con el tiempo habr’a de producirse undivorcio entre cuerpo ciudadano y asambleas populares, que terminaron por convertirse,como vimos, en la simple reuni—n de la plebs urbana , es decir, de los ciudadanos residentes

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en Roma, con todas sus graves consecuencias para el grado de salud y vitalidad del cuerpoc’vico. 

Eran, por tanto, magistrados y senado quienes soportaban el peso de esta funci—nestatal, m‡s por convenci—n pr‡ctica que por norma constitucional. El populus , subordinado ala aristocracia a travŽs del sistema de clientelas y satisfecho de la direcci—n del senado,participaba as’ en cierta medida, provisto de derechos constitucionales, en la pol’tica. Pero,entre magistrados y senado, cumpl’a una funci—n no desde–able de v‡lvula de seguridadcontra posibles abusos de cualquiera de ambos, contribuyendo a superar o debilitar crisis y

problemas de estado antes de que pudiesen convertirse en peligrosos callejones sin salida,que pusiesen en entredicho la continuidad del orden constituido. Contrapeso entre tendenciasdemasiado progresistas o excesivamente conservadoras, las asambleas populares eran lamejor garant’a de este orden, por supuesto, mientras no se pusiese en entredicho laconvenci—n aristocr‡tica -la solidaridad de la clase nobiliaria- en la que descansaba todo elsistema.

2.1.6. Las transformaciones de la segunda guerra pœnica: el aumento de la autoridad delsenado   En el estado agrario que todav’a era Roma en el siglo III, con una amplia y robusta basede propietarios agrarios y con limitados conßictos de intereses, los comicios contribuyeron a

limar los eventuales choques de competencias y, sobre todo, a mantener ligada la direcci—npol’tica a su base social, incluso en el contexto de un contraste de pareceres que creaban lasdistintas tendencias e intereses econ—micos en el seno de la sociedad. Este equilibrio fuepuesto en entredicho como consecuencia de la profunda conmoci—n causada por la segundaguerra pœnica, cuyo desenlace signiÞc— su rotura en beneÞcio del senado, que logr— asegurarel monopolio de poder al eliminar toda traba legal que permitiera cualquier acci—n pol’tica ensu contra. Durante los terribles diecisŽis a–os de la invasi—n de An’bal, el senado,personiÞcado en la Þgura de Q. Fabio M‡ximo, represent— la continuidad del estado en ladiÞcultad, la serenidad en la desgracia, la direcci—n resuelta en la confusi—n. La victoria Þnals—lo pod’a signiÞcar un incremento inevitable de su papel, que las condiciones de lapostguerra hicieron todav’a deseable.

En efecto, no bien acabada la contienda, como sabemos, el estado se lanz— a unapol’tica de expansi—n en el Mediterr‡neo para la que no contaba con una infraestructuraid—nea. La falta de una burocracia competente, de un funcionariado permanente quepermitiera dar estabilidad a la complicada pol’tica exterior, fue suplida por este consejoaristocr‡tico, que, gracias a su afortunada gesti—n, consigui— ampliar sus competencias atodos los ‡mbitos de la pol’tica interior y exterior, as’ como al decisivo campo de las Þnanzas.El senado, pues, no s—lo aument— tras la guerra su prestigio, su auctoritas , tanto colectiva, alservir de consejo permanente a un estado que se engrandec’a y enriquec’a cada vez m‡s,como individualmente, puesto que de sus miembros, magistrados y promagistrados, sal’anlos caudillos victoriosos y los expertos en diplomacia, sino que con la base de este prestigioampli— sus iniciativas. Convertida en un estado mundial, la ciudad-estado cuyo orden

constitucional hab’a quedado a todas luces estrecho y periclitado, pudo, gracias a la altac‡mara senatorial, llenar, sin necesidad de tocar a las estructuras b‡sicas, las nuevasnecesidades del reciŽn ganado car‡cter de potencia mediterr‡nea. Con ello la posici—n delsenado todav’a se torn— en imprescindible, y la consecuencia l—gica fue que, a partir deahora, la pol’tica se hizo desde el senado. Sin que ninguna ley modiÞcara los derechos desoberan’a del populus   y su capacidad legislativa y electiva, sin que jur’dicamente fueseaumentado el poder del senado, pues, Žste se elev— sobre asambleas y magistraturas,dominando a las primeras y poniendo a su servicio a las segundas.

2.1.7. Debilitamiento de las asambleas 

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  En cuanto a las asambleas, exist’an ya fuertes limitaciones, impuestas por v’a legal o porla costumbre, al ejercicio de su efectiva soberan’a. El voto no secreto, la dispersi—nciudadana en un rŽgimen no representativo, los medios de corrupci—n electoral, la auctoritas  ejercida por el senado y el control sacerdotal que permit’a anular las votaciones con pretextosreligiosos, eran otros tantos medios con que contaba la aristocracia para hacerlas d—cilesinstrumentos de su poder. Aœn vinieron a a–adirse, durante la censura de M. Emilio LŽpido yM. Fulvio Nobilior, en 179, dos reformas de los comicios, que prueban bien claramente lanueva direcci—n de la aristocracia, opuesta a la tradicional, que consideraba el estado como

una comunidad rural basada en una amplia participaci—n en la vida pœblica de losciudadanos-agricultores-soldados y, en consecuencia, encaminara sus esfuerzos a laprotecci—n de los intereses de los peque–os propietarios rurales, como todav’a se hizoevidente en el per’odo de entreguerras con la actividad de Flaminio (p‡g. 159). Una de ellasautorizaba a los ciudadanos cuyos bienes fueran s—lo de naturaleza mueble, en ciertascondiciones, a inscribirse en cualquiera de las treinta y una tribus rœsticas; la otra permit’a lomismo a los hijos de los libertos, antes obligatoriamente circunscritos a las tribus urbanas,con lo que se debilitaba todav’a m‡s el peso de la peque–a propiedad rural.

2.1.8. Absorci—n del tribunado de la plebe  Por lo que respecta a la magistratura desde mucho antes se encontraba integrada para

no esperarse resistencia por su parte. A consecuencia de las fuertes pŽrdidas de la guerracontra An’bal, en 216, se hizo una lectio senatus   extraordinaria en la que fueron incluidostodos los magistrados, y este expediente se convirti— en regla hasta que, posteriormente, Silalo constituy— en ley. Apenas si exist’a una magistratura cuyo especial car‡cter podr’a haberconstituido una excepci—n, que tampoco se materializ—. Se trataba de una magistratura deor’genes revolucionarios, el tribunado de la plebe. 

Creado durante la lucha de estamentos y compuesto deÞnitivamente por diez miembros,el tribunado de la plebe hab’a constituido un apreciable instrumento de presi—n plebeya, quela deÞnitiva pariÞcaci—n torn— innecesario. Pero, como hab’a ocurrido con otras institucionesextraordinarias, el nuevo estado patricio-plebeyo no elimin— la magistratura, sino que laconvirti— en pœblica. El papel, pues, originario de defensor de la plebe fue ampliado al

conjunto del populus , manteniŽndosele para su cumplimiento las especiales caracter’sticasde que hab’a estado investido, la sacrosactitas   -inclusi—n de la persona del tribuno de laplebe en la esfera de lo sagrado, que tornaba sacer , es decir, maldito y punible de muerte atodo aquel que atentara contra su persona-, el derecho de auxilium  o posibilidad de acudir enayuda de cualquier ciudadano que lo solicitase, y el de intercessio  o veto a la acci—n pœblicade cualquier magistrado considerada como abusiva o inconstitucional. Este car‡cter deprotector del pueblo desarroll— en la magistratura la tribunicia potestas , es decir, la funci—n develar por el propio estado, res publica , y, por tanto, competencia del pueblo, entendiendo enprocesos para juzgar acciones que hubiesen supuestamente da–ado los intereses del estado,como los casos de alta traici—n (perduellio ) y los que atentasen a la dignidad del puebloromano (maiestas ).

Su relevante papel en el conjunto del estado proced’a, sin embargo, de su capacidad,como magistrado espec’Þco de la plebe, de convocar y presidir las asambleas plebeyas, losconcilia plebis , en donde, por medio de los plebiscitos, se desarrollaba fundamentalmente latarea legislativa del estado. De algœn modo, esta prerrogativa pod’a signiÞcar el control deuna de las instituciones claves del estado, precisamente aquella en la que, al menoste—ricamente, resid’a la soberan’a. Sin los tribunos de la plebe, las asambleas pod’an ya sermanipuladas f‡cilmente por la aristocracia o, concretamente, por el senado, pero es queadem‡s el propio tribuno de la plebe vino a convertirse en instrumento de la alta c‡mara y noen uno de los menores recursos con que cont— para aÞrmar su poder. De hecho, una vezterminada la confrontaci—n patricio-plebeya, el tribunado de la plebe hab’a perdido su raz—nde ser. Los plebeyos ricos hab’an conseguido el derecho a integrarse en la nueva aristocracia

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a travŽs de la investidura de una magistratura; la masa logr— ver satisfechas sus aspiracionesecon—micas y rotas las cortapisas legales sobre las que fundamentaba el estado patricio suopresi—n. Al ser integrada en el estado, por fuerza deb’a pasar a ser uno de sus instrumentos,utilizado por los mismos que detentaran el poder sobre Žl. Desde entonces, como —rgano delestado constitucional, la magistratura tribunicia fue una etapa m‡s de la carrera pol’tica,monopolizada por la aristocracia, y paso obligado de cualquier joven noble, que aspiraba aseguir el cursus honorum . Puesto que esta carrera era controlada por el senado, en quiendescansaba la potestad de otorgar las magistraturas superiores, no s—lo indirectamente,

mediante el control de las asambleas electivas, sino directamente al decidir la acci—nconcreta de las mismas -al menos para las m‡s rentables, esto es, las promagistraturas enlas provincias-, era dif’cil que algœn aspirante se arriesgara a comprometer su futuro pol’ticocon una gesti—n en desacuerdo con el senado. Pero por encima de su control, el senadotransform— esta magistratura en un instrumento m‡s del poder, aprovechando sus especialescaracter’sticas en cuanto a capacidad legislativa, derecho de apelaci—n y veto, no s—lo parausarlas contra o sobre el resto de las magistraturas y, en especial, de la ejecutiva, elconsulado, sino incluso para manejar m‡s c—modamente las propias asambleas.

Paulatinamente los tribunos de la plebe fueron admitidos a los debates del senado y,como integrantes del mismo y de sus intereses, no tuvieron inconveniente en utilizar laspoderosas prerrogativas de la magistratura a su servicio, introduciendo propuestas

legislativas en los concilia plebis   y coartando la acci—n de aquellos magistrados que seatreviesen a emprender una pol’tica contraria o ajena a la l’nea determinada por la mayor’asenatorial. No hay que olvidar, sin embargo, que esta acci—n tribunicia prosenatorial, establesin excepci—n a lo largo de la Žpoca de expansi—n, no era sino un acuerdo t‡cito, unasumisi—n voluntaria de la magistratura a la autoridad del senado, que manten’a latentesiempre la amenaza de utilizar sus excepcionales prerrogativas aœn en contra de la altac‡mara.

2.1.9. El aislamiento exclusivista del senado: la nobilitas  La rotura de equilibrio entre las tres instituciones b‡sicas de la res publica  en beneÞcio deuna de ellas no hubiera sido grave, ni afectado probablemente a la estabilidad del estado -de

hecho, hac’a mucho tiempo que el senado jugaba ya este papel determinante en la direcci—npol’tica- si no hubiera tenido lugar paralelamente una verdadera conmoci—n socioecon—micaa la que el sistema no supo o pudo adaptarse, que signiÞc— un aislamiento exclusivista delsenado frente al resto del cuerpo social. Se trata del proceso de transformaci—n de Romaconsecuente a la segunda guerra pœnica, que ya hemos analizado in extenso  y que interesaaqu’ recordar en dos de sus fen—menos. 

El primero es el de la ruina de la peque–a propiedad y la consecuente formaci—n dellatifundio. Vimos c—mo poco antes de comenzar la segunda guerra pœnica, en 219, la lexClaudia de nave senatorum   cumpli— la obra de deÞnir a la aristocracia senatorialecon—micamente como grupo de propietarios agrarios. Al restringir el campo de actividadecon—mica senatorial a la agricultura, al menos legalmente, dirigi— los capitales de la clase

pol’tica a la adquisici—n y puesta en explotaci—n de tierras de cultivo. Ello s—lo pod’a signiÞcarque el poder pol’tico que el senado disfrutaba ser’a utilizado para materializar los interesesecon—micos de esta clase de propietarios. En su seno adem‡s, como sabemos, seencontraban los principales beneÞciarios de la pol’tica de expansi—n, que aplicar’an, portanto, las desorbitadas ganancias acumuladas con el bot’n, saqueos, imposiciones yexplotaci—n de los territorios extrait‡licos, en la compra de tierras. As’, tras el parŽntesis de laguerra, retornaba el proceso de concentraci—n de propiedad, potenciado todav’a por elaumento de capital disponible y por el encauzamiento necesario de Žste, al menos en cuantoa la nobleza senatorial, hacia la tierra. Los intereses econ—micos de la aristocraciasustrajeron el ager publicus   de Italia central y meridional a la pol’tica de colonizaci—n paraconvertirse en un terreno abierto a la explotaci—n capitalista de la nueva agricultura, de la que

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se beneÞciar’a por encima y sobre todo la aristocracia. En poco tiempo, el peque–ocampesino que no se avino a continuar vegetando en las regiones monta–osas del interior oa emigrar a las colonias fundadas durante el primer cuarto del siglo II en el norte de Italia,perdidas o malvendidas sus tierras, pas— a engrosar el proletariado rœstico y urbano,rompiendo el equilibrio social con el excesivo aumento precisamente de uno de sus gruposm‡s conßictivos, mientras de forma paralela desaparec’a o quedaba reducido a minor’asinsigniÞcantes el estrato que m‡s hab’a contribuido a la estabilizaci—n de la sociedad. 

El segundo fen—meno que acompa–a al asilamiento exclusivista del senado frente al

resto del cuerpo social es el proceso de restricci—n que, incluso dentro del propio estamentosenatorial, limit— el efectivo control del poder a un nœmero limitado de familias, que, en elconjunto de la aristocracia, formaron una cœspide olig‡rquica, la nobilitas .  La primera mitad del siglo II a. C. contempla c—mo, en seguimiento de una tendencia yapresente desde mucho antes, la nobilitas , es decir, en sentido estricto, el verdadero nœcleo defamilias dirigentes dentro del senado, se restringe a una oligarqu’a extremadamente cerraday muy peque–a en nœmero, que controla, en especial, la investidura de las magistraturassuperiores, pretura, consulado y censura. La estad’stica muestra que el acceso a estoscargos est‡ limitado a individuos de un conjunto muy concreto de familias, que, sin duda,representan el estrato determinante de la direcci—n pol’tica del estado, y es, en este aspecto,suÞcientemente pl‡stica. Entre los a–os 233 y 133, los doscientos consulados disponibles

fueron ocupados por s—lo 58 familias, pero m‡s de la mitad de ellos, 113 exactamente, lofueron œnicamente por trece; de estas trece familias, cinco coparon 62, un poco menos deltercio del total. Entre ellas se encontraban los Cornelios, Emilios, Fulvios, Claudios y Fabios.En correspondencia el nœmero de homines novi , es decir, de aquellos individuos que, sincontar entre sus antepasados con ninguno que hubiese investido una magistratura curul,alcanzaban, como primer miembro de su familia, el consulado, se hizo extremadamente raroy, naturalmente, siempre con el apoyo de estos clanes nobiliarios. As’, entre la segundaguerra pœnica y la ca’da de Corinto, de 200 a 146, s—lo se constatan cuatro nombres, entreellos precisamente M. Porcio Cat—n, por muchos aspectos, uno de los m‡s ardientesexponentes de este sistema olig‡rquico senatorial.

2.1.9.1. Los ideales de la nobilitas  

El prestigio social de esta nobilitas , frente a la nobleza de sangre, no constitu’a unelemento est‡tico que, transmitido autom‡ticamente por ley de sangre, bastara paraperpetuarlo como casta en la cœspide del estado y de la sociedad. Por supuesto, lapertenecencia a una familia prestigiosa ofrec’a a sus miembros una ventajosa posici—n desalida, un valioso patrimonio que era preciso cuidar, renovar y fructiÞcar con el mantenimientoy extensi—n de los propios fundamentos que lo hab’an conformado, el potencial econ—mico, laascendencia social y, en especial, el servicio al estado, quintaesencia en la que seconcentraba el propio sentido de esta nobilitas .  Puesto que, dejando de lado sus ra’ces, es evidente que el canon de virtud de la noblezaromana ten’a su m‡ximo exponente en el servicio al estado, es decir, a la comunidad, la res

publica . En consecuencia, la aspiraci—n al prestigio social, al honor, estaba en cada noble’ntimamente ligado al estado y se fundamentaba en el reconocimiento como estadista, jefemilitar y diplom‡tico. Era, por tanto, la investidura de las m‡s altas magistraturas no s—lo lameta y culminaci—n de la carrera pol’tica, sino el cumplimiento de su m‡xima aspiraci—n vital.  De ah’ que en las familias aristocr‡ticas se transmitiera de padres a hijos, como evidenteobligaci—n, la dedicaci—n a la pol’tica, œnico elemento esencial y ocupaci—n digna delestamento nobiliario. A lo largo del tiempo, los tŽrminos res publica  y nobilitas  terminaron porsigniÞcar pr‡cticamente lo mismo, es decir quien conduc’a la pol’tica deb’a pertenecer a lanobilitas , y quien pertenec’a a la nobilitas  se supon’a que deb’a conducir necesariamente lapol’tica. Pero esta identiÞcaci—n esencial y profunda de estado y aristocracia senatorial deriv—peligrosamente y, sobre todo, a partir de comienzos del siglo II, a que la aristocracia sintiera

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el estado menos como una tarea que como una posesi—n. El noble, sobre todo las familiasque controlaban olig‡rquicamente la gesti—n aristocr‡tica de gobierno, empezaron aconsiderar que la direcci—n del estado les autorizaba a poner Žste a su propio servicio, esdecir, a su enriquecimiento y a la ampliaci—n de sus resortes de poder. Con ello, s—lo pod’aproducirse un profundo deterioro de la res publica . Los asuntos de estado fueron tratadoscada vez m‡s bajo puntos de vista privados, de los intereses econ—micos o sociales de lanobilitas . Y estos intereses apol’ticos se manifestaron en primer lugar en las propiaselecciones que abr’an la magistratura, el acceso a la res publica . La carrera de las

magistraturas desat— as’ una competencia social que transform— en juego sucio e interesadoel sano "ag—n" de la sociedad aristocr‡tica que hab’a acu–ado la propia esencia del estado.  Puesto que la magistratura, como honor o dignidad, era electiva y esta elecci—n seproduc’a en las asambleas populares, que, por m‡s que mediatizadas, decid’an en œltimainstancia sobre los respectivos candidatos. Ello en una sociedad timocr‡tica como la romana,donde prestigio y riqueza llevaban camino de encontrarse, obligaba a los candidatos a invertirsumas a veces monstruosas para segurar el voto de los comicios, que era necesario repetiren cada nueva elecci—n. Muy pocas fortunas privadas habr’an podido costear estos gastos,que iban desde la construcci—n de obras pœblicas a expensas propias hasta el rudo sobornovotante a votante, si no hubiese existido una fuente de recursos extraecon—mica, pero, sinduda, m‡s rediticia: la que ofrec’a precisamente la actividad pœblica fuera de Italia, como

encargos o misiones diplom‡ticas, comandos de ejŽrcito o gobiernos provinciales. Laaristocracia romana y, m‡s concretamente, la cœspide olig‡rquica que hizo suya de facto   lagesti—n de estado, entr— en un c’rculo infernal que deb’a ser soportado econ—micamente porel imperio que paralelamente Roma se estaba labrando en el Mediterr‡neo. Era necesariauna fortuna para la gesti—n pœblica, pero es que la gesti—n pœblica, por su parte, laproporcionaba. 

No cabe duda de que las posibilidades de enriquecimiento, prestigio y gloria que el‡mbito de soberan’a abr’a a los arist—cratas, y la l—gica competencia que estas posibilidadesdesencadenaron entre los miembros de la nobleza, tuvieron efectos negativos en cuanto a lasolidaridad de clase que exig’a el sistema, y deshicieron los modos de comportamientotradicionales en la pol’tica.

 

No menos afectado qued— el orden moral de la sociedad que impon’a no en peque–amedida el rŽgimen de vida de la aristocracia. No pod’a evitarse que fuera la exteriorizaci—n dela riqueza, el lujo ostentoso, el modo de mostrar pœblicamente el rango social, la propiadignitas . Pero el contacto con el mundo helen’stico, con el reÞnamiento oriental, contribuy— adisparar este modelo y alej— cada vez m‡s a la nobilitas   de la supuesta austeridad decostumbres que, en vano, evocar’a Cat—n y posteriormente Livio pondr’a como modelo de lossiglos de oro de la repœblica. 

Pœblica como privadamente la aristocracia estaba condenada a un incesanteatesoramiento, que no pod’a evitar el recurso a mŽtodos oscuros, cuando no abiertamentecondenables, m‡s aœn por la facilidad de utilizaci—n para ello del propio aparato de estado.Si en la vida privada la aristocracia no tuvo escrœpulos en enriquecerse utilizando

expedientes como el acaparamiento del ager publicus , que incluso atentaban a los interesesde la propia salud social, con m‡s raz—n era dif’cil que en la exclusiva gesti—n pœblicaretrocediese ante ganancias a veces no muy claras. Aœn la explotaci—n provincial y laactividad bŽlica pod’an sostenerse, bien que, en ocasiones, a duras penas, como fuentesleg’timas de enriquecimiento; no, en cambio, la disposici—n arbitraria de recursos pœblicos ola propensi—n a aceptar regalos y sobornos de comunidades extranjeras para arrancar unpronunciamiento favorable del —rgano que dirig’a la pol’tica internacional en el Mediterr‡neo.

2.1.9.2. Medidas de control internas 

Por supuesto, en este negativo juicio, nos estamos reÞriendo a tendencias que durantemucho tiempo -sin duda, toda la primera mitad del siglo II- no lograron destruir la solidaridad

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del conjunto de la aristocracia, aun en las numerosas y, a veces, serias situaciones en quelas desavenencias de facciones y esta emulaci—n sin l’mites atentaron contra la cohesi—n delsistema. Fueron precisamente estas agresiones las que despertaron en el senado comocorporaci—n una reacci—n, materializada en medidas preventivas contra los graves peligros dedesequilibrio del rŽgimen aristocr‡tico, basado en una cohesi—n que s—lo pod’a resultar de laidentidad de metas y de la igualdad de sus miembros.

Uno de esos peligros era no s—lo la restricci—n olig‡rquica del sistema aristocr‡tico, sinosu œltima consecuencia, las tendencias "monocr‡ticas" de poder, de las que, sin duda, el

caso de Publio Cornelio Escipi—n el Africano representa un caracter’stico ejemplo. Escipi—nobtuvo ya, con 25 a–os y sin haber cumplido las correspondientes etapas de la carrerapol’tica senatorial (cursus honorum ), un alto mando militar; su triunfo sobre An’bal lo convirti—en el primer hombre de Roma, lo que le llev— a entrar en conßicto con los otros miembros delsenado, que no aprobaban sus ideas y sus actos poco convencionales. Escipi—n, con suactitud abierta a las corrientes espirituales del mundo griego, adoptaba una posturaindependiente, claramente discordante con los puntos de vista de los dirigentescontempor‡neos, como los que representaba Cat—n. El frente comœn antiescipi—n logr—,apenas acabada la guerra contra Ant’oco III, incoar a Lucio Cornelio Escipi—n, hermano dePublio, un proceso por malversaci—n de fondos pœblicos y corrupci—n durante la conducci—nde la campa–a, que signiÞc— el declive de la estrella del Africano. Poco despuŽs, en 180 a.

C., una ley, a propuesta del tribuno L. Vilio, la lex Villia annalis , regular‡ el acceso a lasmagistraturas para intentar contener las ambiciones y los apresuramientos en la escalada delos altos puestos, protegiendo a la oligarqu’a de "carreras" demasiado r‡pidas. Se trataba dela respuesta del colectivo al individuo, del senado a la magistratura, que tambiŽn intervino enotros sectores proclives a la reßexi—n, como la ilimitada competencia en la lucha electoral conla utilizaci—n de mŽtodos violentos o corruptos, con una serie de leges de ambitu , o laostentaci—n incontinente en el ‡mbito de la vida privada, mediante leges sumptuariae  o contrael lujo.

Pero, como toda pol’tica represiva, las continuas prohibiciones s—lo pod’an servir a lom‡s para indicar d—nde se hallaban los problemas, nunca para resolverlos. Porque apenasse limitaba a reaccionar contra los s’ntomas y no contra las causas y ra’ces profundas, que,

sin duda, estaban en el propio rŽgimen social aristocr‡tico de tendencias olig‡rquicas, quehab’a transformado el estado en su servidor tras disolver la antigua unidad e identidad deambos. Y una de las razones m‡s evidentes de esta rotura de identidad la constituy— lainterposici—n entre res publica   y aristocracia de un imperio, que encontr— en el rŽgimenprovincial el m‡s desafortunado de los sistemas de administraci—n y gobierno.

2.2. El sistema de gobierno provincial 

Cuando el estado romano que, lenta y discontinuamente, hab’a levantado en Italia unsistema hegem—nico, contra todo lo previsible, el‡stico y duradero, se encontr—, tras laprimera guerra pœnica, con la posesi—n por derecho de conquista de los primeros territoriosextrait‡licos -Sicilia, Cerde–a y C—rcega-, no exist’a experiencia propia que pudiese contribuir

a regular el destino que los ligaba desde ahora y para siempre en situaci—n de inferioridad aRoma. La soluci—n fue tan pragm‡tica como satisfactoria en principio para los intereses de lanobleza senatorial y consisti— en convertirlos en ‡mbito de jurisdicci—n permanente(provincia ) de un magistrado con imperium , es decir, con capacidad civil y militar, para lo quese ampli— el nœmero de pretores de dos a cuatro y se dispuso as’ de los magistradoscompetentes que pudiesen ejercer esta funci—n en las dos circunscripciones territorialesextrait‡licas nuevas, Sicilia y Cerde–a-C—rcega, que tambiŽn fueron llamadas, como la propiafunci—n, provinciae . La decisi—n parece que correspond’a m‡s a necesidades de ’ndolemilitar -la presencia de tropas estacionadas que requer’an un mando id—neo- que a lasconveniencias de una rudimentaria administraci—n. Lo prueba el hecho de que, treinta a–osdespuŽs, en 197, tras nueve a–os de incesantes guerras contra las tribus ind’genas de la

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pen’nsula ibŽrica, dos nuevos pretores se destinar‡n a los dos frentes de guerra abiertos enella, la Hispania Citerior y la Ulterior. 

La gesti—n del pretor en su provincia correspondiente se reduc’a, en principio, al tŽrminode un a–o, aunque no fuera infrecuente la pr—rroga de poderes al a–o siguiente al de lamagistratura e, incluso, al bienio siguiente al tŽrmino de la misma. Las razonesfundamentales eran de car‡cter militar, para mantener la continuidad de mando a lo largo delas campa–as superiores a un a–o. Por otra parte, en ocasiones, el gobierno provincial fueencomendado directamente a un c—nsul, en especial, cuando, por motivos bŽlicos, se hac’a

precisa en la provincia la presencia de grandes fuerzas militares. TambiŽn, en estos casos, elc—nsul correspondiente pod’a ser prorrogado en el mando de la provincia como proc—nsul.

2.2.1. Las tareas de la administraci—n  

No es mucho lo que puede individualizarse sobre las tareas de gobierno y administraci—nprovincial, que pueden resumirse en unas normas muy concretas: aprovechamientoecon—mico de la provincia bajo presupuestos de paz y seguridad. El gobernador deb’aproveer para que los ind’genas cumplieran una serie de obligaciones: satisfacerpuntualmente el stipendium  anual, proporcionar tropas auxiliares y observar, hasta un ciertogrado, la ley romana. Para ello, el gobernador de la provincia reun’a en su persona lasprerrogativas de m‡xima autoridad civil y militar. Las œnicas limitaciones a su omnipotencia

eran las que Žl mismo se impon’a a la entrada de su cargo, mediante la publicaci—n de unedictum   o conjunto de normas que se propon’a seguir en el ejercicio de su funci—n. Esteedictum  deb’a acomodarse a la lex provinciae  o carta de organizaci—n provincial, en la que seconten’an las cl‡usulas de regulaci—n de las relaciones de Roma con las comunidadesenglobadas en cada provincia. En teor’a, cada nuevo gobernador pod’a publicar su edicto,pero, con el tiempo, se hizo tradicional que los sucesivos pretores mantuvieran vigente el desu antecesor, en ocasiones, con algunas modiÞcaciones. 

Como m‡xima autoridad militar, el gobernador estaba provisto de un cuerpo de jŽrcito,mayor o menor, segœn su categor’a y necesidades, que constitu’a la base necesaria paraaplicar estos rudimentarios principios de administraci—n. Con su concurso, el gobernadormanten’a tanto la seguridad en el interior de su provincia, como la defensa frente al territorio

hostil exterior a ella. 

La seguridad interior afectaba no s—lo a la represi—n de disturbios y alto control sobre lapoblaci—n ind’gena, para evitar su apoyo a fuerzas exteriores, sino, sobre todo, aproporcionar la garant’a necesaria para que se llevaran a cabo pac’Þcamente las verdaderastareas de la administraci—n, reducidas, como hemos dicho, a la obtenci—n de recursos de losind’genas, tanto materiales -en metal o especie-, como humanos. En la primera de estastareas ni siquiera era el propio gobernador el encargado directo de llevarla a cabo. Se tratabas—lamente de una funci—n policial para proteger a los recaudadores privados, los publicani , alos que el estado, como sabemos, hab’a arrendado el cobro de impuestos y aduanas. Pero,al mismo tiempo, como m‡xima autoridad civil, el gobernador pod’a asumir una funci—n deprotecci—n de los ind’genas contra las exigencias abusivas de estos recaudadores,

convirtiŽndose as’ en una alta instancia judicial para resolver los casos de diferencias deopini—n entre unos y otros. Esta prerrogativa gubernamental llevar’a a un desarrollo de lafunci—n jurisdiccional, al convertirse en juez y ‡rbitro de otras muchas cuestiones surgidas enlas relaciones de los provinciales entre s’ o con la poblaci—n civil romano-it‡lica, residenteestable o transitoriamente en la provincia.  Poco m‡s se puede a–adir a las funciones de la administraci—n republicana. El sistemaintentaba casi exclusivamente sacar el m‡ximo provecho econ—mico de sus posesiones. Unavez reguladas las relaciones de Roma con cada comunidad, urbana o tribal, bajo constantesprincipios de debilitamiento de la cohesi—n entre ellas, se manten’an, sin intentos deuniformidad, los derechos tradicionales nacionales, que, hasta entonces, hab’an presidido las

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relaciones internas de las mismas, si se exceptœan los casos en que este mantenimientopudiera perjudicar a los intereses romanos.

Estas relaciones nac’an como consecuencia de las caracter’sticas que hab’a revestido susumisi—n a Roma. Por ello, de cara a la administraci—n romana, las comunidades ind’genasconstitu’an un autŽntico mosaico de estatutos, con derechos y obligaciones desiguales,desde las m‡s privilegiadas, foederatae   y liberae , hasta las sometidas sin condiciones ostipendiariae . Pero las primeras eran muy reducidas en nœmero. La inmensa mayor’acorrespond’a a las comunidades sometidas al pago de un stipendium  o impuesto Þjo anual, a

la obligaci—n de proporcionar auxilia   y a la renuncia de su derecho propio. Pero, si bien sepermit’a el mantenimiento de las instituciones pol’tico-sociales en el interior de lascomunidades, el gobernador pod’a inerferir en ellas por consideraciones de alta pol’tica.Generalmente, sin embargo, Roma manten’a la estructura pol’tico-social tradicional enmanos de la oligarqu’a dirigente, que, al ver garantizada por Roma su situaci—n privilegiada,se convert’a en su m‡s entusiasta agente.

2.2.2. El equipo de gobierno   De forma consecuente con las limitadas tareas de la administraci—n, el equipo queacompa–aba al gobernador en su gesti—n provincial era reducido. Por elecci—n popular,quedaba agregado a cada circunscripci—n provincial un cuestor, cuya funci—n principal era el

control Þnanciero de la caja provincial, de donde sal’an los gastos de la administraci—n y a laque iban a parar los recursos Þscales de la provincia. Pero el cuestor asum’a tambiŽn elpapel de lugarteniente y representante del gobernador, en especial, en las tareas

 jurisdiccionales, que, con el tiempo, le fueron traspasadas.Si descontamos los oÞciales del ejŽrcito provincial, legati  y praefecti , el cortejo restante

del gobernador ten’a car‡cter civil y era libremente elegido por Žl, aunque su nœmero pod’aser controlado por el senado. Se le denominaba cohors amicorum , y comites  sus miembros.Sus Þnes eran prestar consejo y apoyo al gobernador y sustituirle en las funciones que Žlcreyera conveniente. En Þn, el equipo del gobernador se completaba con funcionariossubalternos, destinados al cortejo honor’Þco o a las tareas burocr‡ticas, como lictores,praecones, scribae, apparitores ...

2.2.3. Las deÞciencias del gobierno provincial  

Como hemos visto, el originario car‡cter militar del pretor provincial hubo de desarrollarnuevas competencias en otras esferas pœblicas, por su car‡cter de representante o portavozde la soberan’a del pueblo romano y como soluci—n concreta a problemas planteados en suesfera de jurisdicci—n, que, lejos de Roma, requer’an en ocasiones de respuesta inmediata.La respuesta l—gica s—lo pod’a ser el crecimiento del poder del magistrado provincial porencima de las fronteras que hasta el momento hab’an determinado la relaci—n entre sociedadaristocr‡tica, representada por el senado, y ejecutiva de esa sociedad, la magistratura. Elsenado, como —rgano de gobierno colectivo, se hab’a servido de la magistratura como brazoejecutivo en una realidad constitucional cuyo elemento esencial era la sujeci—n de los

magistrados a la voluntad del senado. Exist’an adem‡s una serie de circunstancias quebastaban para mantener esta realidad. No era s—lo la identidad social entre magistrados ysenado, en el que aquellos revert’an necesariamente tras el cumplimiento de su gesti—n, sino,sobre todo, las precauciones que limitaban en el estrecho marco de la ciudad-estado el poderde la magistratura, como la anualidad, la colegialidad -y, como consecuencia, el derecho deveto de sus colegas-, el poder tribunicio, instrumento del senado, y la estricta jerarqu’a entrelas magitraturas y su capacidad limitada de obrar, entre otras. Pero adem‡s exist’a unaidentidad de intereses de la ejecutiva con la clase dirigente, que convert’a a aquŽlla en unaprolongaci—n personal del —rgano colectivo de decisi—n, el senado. 

La anexi—n, con voluntad permanente de dominio, de los primeros territorios extrait‡licossigniÞc— un primer desfase entre las necesidades que hab’an de llenarse y los medios con

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que se contaba para ello. Ya no apoyado en una alianza, como era el sistema de hegemon’asobre Italia, que, al reconocer la personalidad de cada comunidad, ahorraba energ’as y,sobre todo, permit’a la permanencia del ideal de ciudad-estado, sino basado en la pura ysimple soberan’a, es decir, en la sumisi—n directa e inmediata a Roma, el rŽgimen provincialhubiese requerido para un funcionamiento sin interferencias un cambio de sistema, o, cuandomenos, una adaptaci—n de la ciudad-estado a las necesidades y exigencias de un estadoterritorial. La soluci—n pretorial pretendi— s—lo extender la funci—n de una magistratura creadapara la ciudad-estado -domi - a un estado territorial -militiae -, y la consecuencia inmediata fue

la disoluci—n de las ligaduras que hasta entonces y en el marco de la ciudad la hab’ancontrolado. M‡s aœn, la permanencia del sistema provincial exig’a incluso esta libertad deacci—n para su eÞcacia, y el senado, a su pesar, hubo de dejar v’a libre a la iniciativa de losmagistrados.

En efecto, el control del senado no pod’a ir m‡s all‡ del punto en que el mantenimientodel dominio provincial dependiese del poder personal del gobernador, supuesto que en este‡mbito, como magistrado portador de imperium , actuaba como ejecutivo de la voluntad de laclase dirigente. Se instituy— con ello una peligrosa innovaci—n: la identidad de fuente de podery ley, ya que, m‡s all‡ de la voluntad de los gobernadores, dentro del ‡mbito provincial, falt—una fuente de autoridad superior que pudiese frenar la tendencia de aquŽllos a considerarprovincia y funci—n como ‡mbito personal. Y ello, en el momento en que se descubri— la

rentabilidad del gobierno provincial, s—lo pod’a signiÞcar la rotura de la comunicaci—n pol’ticaentre senado y magistratura y de los presupuestos sociales en los que hab’a descansado lasolidaridad aristocr‡tica y su cohesi—n como clase, que los gobernadores sacriÞcaron a laposibilidad de ganancia personal, tanto econ—mica, con la conducci—n de campa–as, dedudosa necesidad y justiÞcaci—n, y con la explotaci—n de los recursos provinciales, comosocial, mediante la extensi—n de sus clientelas. 

El senado no dej— de percibir el grave peligro y reaccion— renunciando por un tiempo a lacreaci—n de nuevas provincias. Pero esta decisi—n, sustentada en un miedo egoista y no enuna actitud pol’tica responsable, ya no pudo frenar el proceso que el estado romano hab’adesencadenado en el Mediterr‡neo. En el Occidente, en Hispania, la falta de fronterasestables al dominio provincial fue contestada con una sorda y brutal guerra, prolongada

durante dŽcadas, que desperdici— energ’as del estado y sociedad romanos; en Oriente,donde la estructura pol’tica de los diversos estados que lo conformaban era taninterdependiente que la ca’da de una o varias partes repercut’a necesariamente sobre todo elconjunto, la sustituci—n de una pol’tica de intervenci—n directa por otra de control indirecto,apoyado en fuerzas aut—ctonas leales, desencaden— un caos social y pol’tico tan formidableque, a la postre, s—lo qued— abierto el camino a la misma provincializaci—n que se hab’atratado de evitar sobre un mundo en ruinas.

Si el sistema se consider— irreemplazable, el senado procur— ampliar las posibilidades decontrol, sobre todo, mediante una regulaci—n legislativa, que, sin embargo, hubo de contarcon fuertes limitaciones pol’ticas, ya que el control desaparec’a all’ donde la estabilidad dedominio depend’a de la libertad de actuaci—n con que contaba el portador del imperium . Pero

estos mismos controles administrativos demostraron la inßexibilidad del sistema, al limitarse atomar medidas contra aquellos magistrados que lesionaran las acostumbradas reglas demoral pol’tica, mediante la creaci—n de tribunales permanentes (questiones perpetuae ) contradelitos de extorsi—n (repetundarum crimen ) a los provinciales. Su Þn primario -elestablecimiento de medios disciplinarios contra los miembros indignos de la aristocracia-pronto fue olvidado para transformarse en un elemento m‡s de las luchas por el poder,primero, en el interior de la aristocracia y, luego, entre la aristocracia y el orden ecuestre.

As’, el reemprendimiento de la soluci—n provincial aœn demostr— menos fantas’a ycapacidad creadora que en sus inicios, y, en consecuencia, fue igualmente negativa, no s—lopara el estado soberano o, m‡s concretamente, para la estabilidad de su clase dirigente, sinopara los pueblos sometidos. Puesto que Roma no sustituy— el desnudo e ilimitado uso de la

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fuerza, con el que integr— a los mismos en su universo pol’tico, por un sistema adecuado deadministraci—n del que los ind’genas se sintieran voluntariamente part’cipes. La utilizaci—n dela fuerza a travŽs del ilimitado poder del gobernador fue la base, pues, del sistema, que, nipod’a cambiar con la movilizaci—n de fuerzas propias -el sometimiento del ejecutivo a laautoridad del senado, con una institucionalizaci—n de la responsabilidad del gobernador,habr’a destruido la propia estructura del sistema de dominio-, ni menos aœn por amenazasexteriores que hicieran necesaria su modiÞcaci—n, al no existir poder pol’tico que pudieramedirse con el que el estado romano pod’a poner en movimiento. 

El sistema del gobierno provincial no s—lo rompi— la solidaridad de la sociedadaristocr‡tica que daba estabilidad al estado, sino, lo que es m‡s grave, fue causa de sumilitarizaci—n. Las posibilidades de enriquecimiento, prestigio y gloria que el ‡mbito desoberan’a abr’a a los arist—cratas, y la l—gica competencia que estas posibilidadesdesencadenaron entre sus miembros, deshicieron los modos de comportamientotradicionales en la pol’tica y los puntos de vista privados y pœblicos que constitu’an el ordenmoral de la sociedad. Si bien la propia aristocracia senatorial intent— defenderse, comohemos visto, de estas tendencias de disoluci—n mediante una serie de leyes que regulaban elcomportamiento pol’tico y privado de la nobilitas , no pudo evitar la militarizaci—n de la clasedirigente, quiz‡s la m‡s importante consecuencia social de la expansi—n, nacida en lasegunda guerra pœnica, alimentada en las guerras de Oriente y convertida en parte integrante

y vital en las guerras de Hispania. Las luchas por prestigio y poder se reßejar‡n en el campoprovincial, del que los arist—cratas sacar‡n medios gigantescos para invertir en la pol’ticainterior.  La unidad de mando civil y militar de los magistrados portadores de imperium   y lascontinuas exigencias en el ‡mbito de la milicia, en los campos de decisi—n bŽlica y en lamisma gesti—n gubernamental, acu–aron lentamente el ideal de caudillo como œnica forma dearticulaci—n del ideal aristocr‡tico de poder y prestigio. La aristocracia romana qued—atrapada entre la doble alternativa de ver amenazada su posici—n, si renunciaba a respondera las exigencias de la pol’tica exterior -puesto que la esencia de su posici—n social estababasada en el monopolio de la direcci—n pol’tica, sustentada en el Žxito-, o poner en peligro lospropios fundamentos de su dominio de clase, si, al responder a esas exigencias, sus

miembros, en la persecuci—n de una posici—n personal, atentaban a la igualdad y a lacohesi—n de clase, ignorando o pasando sobre las reglas tradicionales de moral pol’tica ysocial que las sustentaban. La elecci—n de la segunda alternativa llevar’a al estadoindefectiblemente, por un tortuoso y sangriento camino, a la dictadura militar.

2.3. La situaci—n de los aliados it‡licos 

En el campo de la organizaci—n provincial, la debilidad del sistema, desde el punto devista pol’tico, se manifest—, sobre todo, en la diÞcultad de contener, con su adecuaci—n a lasnecesidades crecientes, las tendencias de disoluci—n de la propia clase dirigente. En estecampo, los provinciales desempe–aron s—lo un papel pasivo, supuesta la superioridadabsoluta de las armas romanas y la voluntad de dominaci—n. La pol’tica exterior nunca

ofrecer‡ campos de tensi—n tan graves que condicionen de forma dominante la estabilidaddel estado; es, por el contrario, la propia inestabilidad del estado la que arrastra al mundoprovincial a su inclusi—n en la pol’tica romana. Sin embargo, en el otro campo pol’ticoextraciudadano, la confederaci—n it‡lica, los conßictos, si tambiŽn nacen de la inadecuaci—ndel sistema al desarrollo pol’tico-social, van a crear un campo de tensiones que, con eltiempo, enfrentar‡n directa y activamente a los aliados it‡licos con el estado romano.

2.3.1. La organizaci—n de Italia  

Frente a la actitud con los territorios anexionados en el Mediterr‡neo fuera de Italia, lascomunidades peninsulares fueron ligadas a Roma, a travŽs de muy diversas circunstancias,m‡s como consecuencia de una alianza que de un sometimiento. Aunque el estado romano

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no considerara a Italia totalmente como una unidad, bas— los presupuestos jur’dicos derelaci—n con las comunidades de la pen’nsula en principios diferentes de los desarrolladosluego en el Mediterr‡neo con el sistema provincial. Aunque Italia fuera un mosaico deculturas, etnias, idiomas y pueblos diferentes, hab’a en comœn una especie de concienciait‡lica, expresada por el propio tŽrmino Italia , que, de alguna manera, se reßej— en los lazosque ligaron a las comunidades it‡licas con Roma, frente al resto del mundo, como socii  oaliados. Y como aliados y no como sometidos, tampoco existi— una organizaci—n de losterritorios impuesta por la ciudad hegem—nica al comp‡s de la anexi—n de los territorios. Si,

en cualquier caso, las f—rmulas implantadas por Roma merecen el caliÞcativo de equilibradas,hasta el punto de suscitar el t—pico de un sentido organizador y administrador romano, pes—en este hecho una historia m‡s larga, en la que no siempre el mŽrito perteneci— a Roma o ala direcci—n pol’tica romana. 

La organizaci—n de Italia o, mejor aœn, los criterios de relaci—n de Roma con lascomunidades italianas fueron el producto de una evoluci—n absolutamente pragm‡tica, sinuna reßexi—n previa de los problemas que comportaba. La conquista se desarroll—progresivamente a lo largo de m‡s de dos siglos sin un plan previo y, por ello, supeditada asoluciones mœltiples inspiradas por distintas consideraciones, entre las que cabr’a mencionar,a t’tulo de ejemplo, los modos de conducirse las respectivas comunidades frente a Roma, lapropia situaci—n geogr‡Þca, la cultura, el nivel econ—mico o la etnia. Pero, al menos, es

posible marcar un momento que puede considerarse como punto de partida de la originalidadromana en el tratamiento de las comunidades incluidas en su esfera. Fue Žste la disoluci—nde la liga latina en 338. Hasta entonces, Roma no se apart— de los criterios conocidos yutilizados en el marco it‡lico, segœn los cuales el territorio conquistado era objeto de anexi—n;pasaba as’ a engrosar el ager Romanus , como tierra comunal o como parcelas distribuidasentre los ciudadanos. Pero cuando Roma, como consecuencia del desenlace de la guerralatina, se enfrent— con el problema de regular las nuevas relaciones con los vencidos,renunci— a la anexi—n total, ofreciendo a las comunidades latinas una cierta independenciacomunal en su organizaci—n interna, con administraci—n y magistrados propios. Con ello serompi— por primera vez la idea de necesaria unidad y homogeneidad del estado, al serreconocidas dentro de la comunidad un conjunto de subcomunidades con administraci—n

propia. Sin embargo, no todas las ciudades latinas cayeron directamente bajo Roma, aun conesta autonom’a comunal. Un cierto nœmero continu— detentando su personalidad latina propiay, por tanto, su soberan’a interna, uniŽndose a la ciudad hegem—nica mediante lazos jur’dicosde alianza formal, que, en cierto modo, ven’an a signiÞcar un resurgimiento de la vieja ligalatina. Pero la gran diferencia consist’a en que las respectivas comunidades no pod’an ahorarelacionarse entre s’ en pie de igualdad, es decir, tejiendo lazos mutuos de unas a otras, sinosiempre individualmente a travŽs de Roma, que les reconoc’a una serie de derechos. Ycuando posteriormente el estado romano se enfrent— victoriosamente al mundo it‡licoextralatino, reprodujo en parte los mismos dobles criterios de relaci—n utilizados en el Lacio, sibien m‡s desdibujados y laxos. Por tanto, en unos casos, englob— una serie de comunidadesit‡licas, con autonom’a propia; en otros, los m‡s, se limit— a obligar a cada pueblo a la

aceptaci—n de una alianza, permitiendo una soberan’a limitada.

2.3.2. Ager Romanus, sociilatinos y aliados it‡licos 

Las bases fundamentales, pues, que Roma utiliz— pol’ticamente en Italia fueron la pura ysimple anexi—n dentro del estado romano, la alianza latina y la alianza extralatina o it‡lica,formas que aœn se complican por dos peculiaridades de la praxis pol’tica romana frente aotros estados del mundo antiguo. Es la primera la desconexi—n entre derecho de ciudadan’ay etnia, lo que permiti— extender la calidad de ciudadano romano a individuos o comunidadesenteras no romanos, con una concesi—n que, incluso, pod’a realizarse por grados, es decir,reconociendo al nuevo ciudadano s—lo parcialmente los derechos pol’ticos inherentes a sunueva condici—n. La segunda consist’a en la rotura de la continuidad territorial de la ciudad-

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estado, que posibilit— el establecimiento de colonias  o grupos de ciudadanos -y, por tanto, deuna ampliaci—n del ager Romanus - en ‡mbitos geogr‡Þcos desconectados del casco urbanoo del territorio rural inmediato a la ciudad, como apŽndices insulares de la misma. 

La combinaci—n de las formas expuestas -ager Romanus , latinos y aliados it‡licos-, conesta doble excepcionalidad Žtnica y geogr‡Þca de la ciudad-estado romana, nosproporcionan las f—rmulas que el estado romano utiliz— en Italia para resolver los problemasde relaci—n con las comunidades englobadas bajo su hegemon’a.

El ager Romanus  englobaba el casco urbano de la ciudad, limitado por el sagrado recinto

del pomoerium ; un territorio rœstico, repartido colectiva o individualmente entre losciudadanos para su cultivo o mantenido en manos del estado como tierra comunal ( agerpublicus ); las coloniae civium Romanorum , los establecimientos fundados en distintos puntosde Italia, con un Þn militar, pero tambiŽn social, al proporcionar tierras de cultivo a ciudadanosromanos, y un conjunto de aglomeraciones urbanas, a las que, si bien se quit— su soberan’ae independencia, conservaron, en cambio, una autonom’a comunal interna, los oppida civiumRomanorum  y las civitates sine suffragio . Estas dos œltimas categor’as, sin embargo, fuerontransitorias. La paulatina homogeneizaci—n de Italia bajo Roma actu— contra la existencia detantos status   distintos dentro de la categor’a general de ciudadanos romanos. En la etapaÞnal de la conquista de Italia, al tiempo que se renunci— a incluir nuevas comunidades concategor’a de ciudadanos para preferir desde entonces la f—rmula de la alianza, comenz— a

aceptarse en la plenitud de sus derechos a estos nœcleos, hasta la total desaparici—n de lacategor’a a lo largo del siglo II a. C. Desde entonces, las comunidades de ciudadanosromanos de pleno derecho, organizadas a imagen y semejanza de Roma, con institucionesmunicipales, se llamar‡n globalmente municipia   y, con ello, el rŽgimen municipal quedar‡deÞnitivamente constituido como una de las m‡s fruct’feras instituciones pol’ticas que,exportada fuera de la pen’nsula italiana, Roma legar‡ a Occidente. 

Los latinos, en la organizaci—n jur’dica de Italia, deb’an ocupar un lugar privilegiado por lacomœn historia que durante varios siglos les hab’a unido a Roma. Tras la disoluci—n de la ligafederal de ciudades latinas en 338, mientras muchas de ellas quedaron integradas en el agerRomanus  como municipia , otras, sin embargo, conservaron su soberan’a ciudadano-estatal y,con ello, su derecho de ciudadan’a propio, como socii populi Romani   o aliados, con

prohibici—n expresa de relaciones pol’ticas o jur’dicas entre s’. Pero su relaci—n,particularmente estrecha y privilegiada con Roma, comprend’a una serie de derechos, enespecial, el reconocimiento del ius commercium   y connubium , es decir, el comercio ymatrimonio conformes a las f—rmulas jur’dicas romanas, y el ius migrandi   o libertad deestablecimiento personal, que, en el caso de emigraci—n a Roma, comportaba para el latino lapŽrdida de su condici—n jur’dica latina y su reconocimiento como ciudadano de plenoderecho. 

Pero al disolver la liga y mantener, sin embargo, el status   de ciudadan’a latina, RomadeÞni— m‡s una condici—n jur’dica que una realidad Žtnica, que juzg— conveniente respetar.Por ello, la "condici—n jur’dica latina", al quedar desligada de su limitaci—n espacial, el Lacio,pudo ser utilizada como un medio -y un medio importante- para los Þnes y necesidades

pol’ticas de Roma, en Italia, primero, y, luego, tambiŽn en las provincias. Concretamente,Roma continu— la fundaci—n de colonias, que durante el tiempo de vigencia de la liga federal,hab’an sido creadas en puntos estratŽgicos fronterizos, paralelamente a la de colonias deciudadanos romanos, dot‡ndolas del estatuto jur’dico de los aliados latinos. No se trataba deestablecimientos con elemento humano latino, sino compuestos de ciudadanos romanos, loscuales, ante el beneÞcio que representaba una concesi—n de tierras cultivables, aceptaban lapŽrdida de su car‡cter de ciudadanos para pasar a la categor’a de latinos, por otra parte, enmuy poco inferior.

Las obligaciones latinas, en correspondencia a su estatuto jur’dico privilegiado, eranfundamentalmente militares, en forma de contingentes y contribuciones pecuniarias, muyimportantes. El nomen Latinum , en unidades especiales, proporcionaba alrededor de la

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quinta parte del conjunto de los aliados movilizados, que, a su vez, constitu’an algo m‡s de lamitad de las reservas bŽlicas del estado romano.

El resto de las comunidades it‡licas con las que Roma estableci— relaciones jur’dicas,como consecuencia de la conquista de la pen’nsula, eran los aliados it‡licos, que,manteniendo su soberan’a, estaban ligados a Roma s—lo por obligaciones militares, tanto enhombres como en moneda. Estas contribuciones estaban Þjadas mediante tratados dealianza (foedera ), que contemplaban el conjunto de las relaciones y que pod’an variar muchode unos a otros estados, segœn el modo en que se hab’a producido la relaci—n, si

amistosamente o como consecuencia de una acci—n de armas. En cualquier caso, losfoedera  restring’an, en mayor o menor grado, la capacidad soberana de los correspondientesestados y no ten’an limitaci—n en el tiempo. Los socii   reconoc’an la hegemon’a romana,comprometiŽndose a conservar y defender la majestad del pueblo romano, l—gicamente, conrenuncia a una pol’tica exterior propia. La contribuci—n militar de cada aliado era Þjada en lallamada formula togatorum , y los contingentes proporcionados no serv’an, como los latinos,en la infanter’a pesada legionaria, sino en unidades auxiliares de infanter’a o caballer’a,mandadas por oÞciales ind’genas.

2.3.3. Las transformaciones del siglo II a. C. Esta organizaci—n, que Roma desarroll— en Italia entre la segunda mitad del siglo IV y el

primer cuarto del siglo III a. C., con toda su complicaci—n de estatutos y grados de ciudadan’ay con todo su componente de improvisaci—n, no por ello dej— de ser un eÞcaz instrumento,que prob— su grado de cohesi—n -con excepciones que pagaron la defecci—n con importantespŽrdida de territorio- en los dif’ciles a–os de la invasi—n de An’bal. Esta cohesi—n estababasada en dos principios fundamentales: uno, la autonom’a interna de las ciudades aliadas, acondici—n de su renuncia a una pol’tica exterior propia y a la prestaci—n de servicio militar a lapotencia hegem—nica; otro, el convencimiento de las comunidades aliadas de unas ventajascomo contrapartida a estas limitaciones de su absoluta soberan’a.  Estos principios, sin embargo, en el siglo II, comenzaron a resquebrajarse y perder suvigencia. Si bien todav’a no dar‡n lugar a una abierta rebeli—n de los aliados contra Roma, enla Žpoca que tratamos comienzan a aparecer signos de tensi—n, que, al no ser tenidos en

cuenta, conducir‡n a Þnales de los a–os 90 del siglo I, a la confrontaci—n armada. 

Las transformaciones socioecon—micas que experimenta el estado romano no hab’ansido una excepci—n en el resto de la pen’nsula; alcanzaron de la misma manera, aunque condistinta intensidad, al resto de las comunidades aliadas. Su m‡s evidente resultado fue laregresi—n de la peque–a propiedad en beneÞcio del latifundio capitalista, que, en algunasregiones del sur de Italia, ven’an a coincidir con las amputaciones de territorio de ciertascomunidades, como castigo a su comportamiento en la segunda guerra pœnica,transform‡ndolas en ager publicus   del pueblo romano; en ellos, el capitalismo agrarioencontr— un extraordinario campo de desarrollo, convertidos en pastizales en los quealimentar una ganader’a de transhumancia, que pas— a ser, en amplias zonas del mediod’aitaliano, el rasgo econ—mico m‡s caracter’stico. La consecuencia necesaria fue una situaci—n

cada vez m‡s insostenible de muchos campesinos, y su deseo, cuando no necesidad, debuscar nuevas fuentes de trabajo y de superviviencia mediante la emigraci—n a los centrosurbanos, que, precisamente, por la misma Žpoca, experimentaban un renacimientoecon—mico. De estas ciudades, naturalmente, Roma, por sus caracter’sticas de capitalpol’tica y econ—mica, atra’a las preferencias de los campesinos emigrantes, creando uncontinuo ßujo que amenazaba con convertirse en un grave problema de pol’tica interna.  Las facilidades que en el sistema aliado se daba a los emigrantes para conseguir, enmuchos casos, simplemente con su inscripci—n en el censo, la ciudadan’a romana, y lasventajas que esta situaci—n jur’dica conllevaba, eran otros tantos est’mulos para atraernuevos emigrantes. Pero si, para la capacidad urbana de Roma, este aumento de poblaci—nconstitu’a un problema, lo era mucho mayor para aquellas comunidades que, como

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consecuencia de estas tendencias demogr‡Þcas, perd’an parte de su poblaci—n. Eldespoblamiento empez— a amenazar a muchas comunidades it‡licas, lo que hubiese sido unproblema relativo o, todav’a menos, quiz‡s un alivio, supuestas las condiciones econ—micas,si no hubiese intervenido un elemento pol’tico de extraordinaria gravedad, el que obligaba ala comunidad aliadas a propocionar unos contingentes humanos Þjos para su inclusi—n en elejŽrcito romano. La huida hacia Roma alcanz— en algunos casos tales proporciones que lasciudades se vieron impotentes para proporcionar los contingentes establecidos por lospactos, lo que, a la larga y dadas las necesidades crecientes en el ‡mbito internacional,

oblig— al estado romano a tomar medidas para frenar tales tendencias, de comœn acuerdocon los respectivos gobiernos de las comunidades.  Entre ellas fue la m‡s importante la necesidad para el emigrante de obtener laaprobaci—n, fundus Þeri , de su comunidad de origen, que, en el caso de faltar, invalidaba lainscripci—n en el censo romano y autorizaba, por su parte, al pueblo correspondiente areclamarlo. Naturalmente, el sistema se prestaba a abusos y arbitrariedades, desde elmomento que eran las clases dirigentes it‡licas las que decid’an sobre el correspondientepermiso, que para los ricos apenas representaba una diÞcultad, mientras para las otrasclases, precisamente aquellas que ve’an en la emigraci—n la soluci—n a sus problemasecon—micos, era negado o impedido con diversas trabas. Las medidas tomadas no pod’anfrenar el proceso de emigraci—n y, consecuentemente, la cuesti—n pol’tica de los contingentes

militares, sin duda, el principal problema que envenenar‡ las relaciones entre Roma y losaliados, que precipitar‡ en œltimo tŽrmino la guerra social.  Pero el problema aliado no es s—lo de ’ndole militar y provocado por unas tendenciassocioecon—micas; en Žl interviene, entre otros, un factor psicol—gico, al que quiz‡ no se le haprestado suÞciente atenci—n. La organizaci—n que hab’a creado Roma con indudable acierto,dotada de una estructura avanzada, que demostr— su eÞcacia a lo largo del siglo III, no pod’asoportar ya la presi—n a que se vio sometida en el siglo siguiente porque no se desarroll— alcomp‡s de la paralela evoluci—n del estado y la sociedad, quedando as’ anquilosada yestrecha. Si por un momento, en los primeros tiempos, Roma desempe–— un factoraglutinante, procurando establecer un equilibrio entre ventajas y obligaciones, entre pŽrdidasy ganancias, que hiciera atractiva la entrada en la confederaci—n, esa relaci—n, como

consecuencia del gigantesco desarrollo que experiment— Roma, hab’a desequilibrado losplatillos de la balanza en favor de la potencia hegem—nica. Pero tambiŽn, en gran medida, lascomunidades aliadas hab’an participado en tal desarrollo, codo a codo con las legionesromanas en el proceso de expansi—n meditarr‡nea, perdiendo con ello, en parte, sussentimientos nacionalistas para sentirse integrantes de una comunidad superior, la del estadoromano, sentimiento que, fuera de Italia, apenas hac’a distinci—n entre romanos e it‡licos,considerados pertenecientes al mismo pueblo. 

Este proceso de asimilaci—n, que hubiera debido conducir, a lo largo del tiempo, a laintegraci—n it‡lica en el estado romano y, por tanto, a la unidad pol’tica de la pen’nsula, nos—lo no fue captado por el gobierno romano, sino que, incomprensiblemente y con unceguera pol’tica injustiÞcable, desat— una reacci—n de signo contrario, manifestada en una

mayor intervenci—n en la autonom’a interna de las comunidades, en el tono provocador de losmagistrados romanos frente a los aliados y en el propio status   de Žstos, en camino deconvertirse, de aliados, con unos derechos reconocidos y una situaci—n privilegiada, ensimples sœbditos, sometidos a las mismas cargas de los provinciales. Si tenemos en cuentala progresiva romanizaci—n de la pen’nsula it‡lica, la paralela superaci—n de las diferentesparticularidades locales y el debilitamiento de los sentimientos nacionalistas y de las fronterasregionales, queda perfectamente subrayada la calidad pol’tica del problema it‡lico, para elque s—lo eran necesarios tacto y comprensi—n.

Poseemos suÞcientes ejemplos de que, justamente, el gobierno romano hab’a elegido uncamino divergente en sus relaciones con los aliados, no tanto, como generalmente se cree,por una excesiva intervenci—n en la autonom’a de las comunidades, a excepci—n de las

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imprescindibles medidas que afectaban a la seguridad del propio estado romano, como elfamoso senatus consultum de Bacchanalibus , un decreto senatorial de 186 a. C. contra laproliferaci—n de los cultos b‡quicos. Se trataba m‡s bien de un nuevo talante de insolencia einjusticias, contribuyente a la creaci—n de un ambiente de malestar, menos f‡cil de atajarcuanto m‡s indeterminado, como la actitud provocadora del c—nsul de 173, L. Postumio, enPreneste, o la maniÞesta arbitrariedad de las leges Porciae  (195?), que, al ampliar el derechode apelaci—n ante el pueblo en caso de condena capital a la esfera de lo militar y prohibir laßagelaci—n con varas, no tuvo en cuenta en la misma medida a los aliados, que quedaron

sujetos a la anterior legislaci—n.  En resumen, de lo observado, queda suÞcientemente claro el deterioro de los principiosque hab’an informado la anteriormente fecunda alianza it‡lica: al sentimiento aliado de unaprogresiva pŽrdida de autonom’a, que pod’a haber sido contrarrestado con una apertura m‡sgenerosa de los derechos civiles, ven’a a a–adirse la presi—n de unas condicionessocioecon—micas, que Roma no quer’a contemplar en su reßejo militar, y el convencimientode un trato injusto. La evoluci—n no hab’a llegado, sin embargo, todav’a, en la mitad del sigloII, a un deterioro tal que obligase al estado romano a reaccionar, y, sobre el papel, al menos,la relaci—n era aœn amistosa, en especial, con las capas dirigentes de las comunidades, encuyas manos se encontraban los respectivos gobiernos. Pero exist’a un potencial de malestarque s—lo esperaba la mano que lo activase. Esa mano ser‡ la pol’tica popular , que, de los

Gracos a Livio Druso, presentar‡ el problema a la luz pœblica, haciendo inevitable, ante lainßexible actitud del gobierno senatorial, la lucha armada.

2.4. El ejŽrcito en la Žpoca de la expansi—n  Como otras ciudades-estado de la AntigŸedad, el sistema militar romano estabaindisolublemente unido al pol’tico y, por ello, el disfrute de los derechos inherentes a lacondici—n de ciudadano estaba ligado a la obligaci—n del servicio militar. El ciudadanoromano, como tal, era un soldado y viceversa. Esta obligaci—n se extend’a a todos losciudadanos varones sin excepci—n, que, desde la mayor’a de edad, se encontraban inscritosen una lista de movilizables, el censo.

2.4.1. El ejŽrcito romano de Žpoca arcaica  

El primitivo ejŽrcito romano, como en otras sociedades arcaicas, era una milicia de elite,en la que la tŽcnica militar estaba dominada por la aristocracia. El ejŽrcito, ordenado sobre labase de las gentes   y constituido por los celeres , tropas de caballer’a, articuladas en trescenturias de cien jinetes cada una, se transformar‡ radicalmente, a la par que la sociedad,para dar paso a lo que comœnmente se llama ordenamiento de centurias o constituci—nserviana, que, desde el punto de vista militar, tiene su reßejo en la nueva t‡ctica hopl’tica.

Frente al duelo singular de Žpoca heroica, esta t‡ctica consiste b‡sicamente en lautilizaci—n de una l’nea continua de batalla, de soldados de infanter’a pesada. La guerra noest‡ ya tanto en el valor personal como en la coherencia y disciplina de la formaci—n. Lareforma del ejŽrcito supone la formaci—n de clases sociales capaces de soportar la carga de

las armas y, al propio tiempo, interesadas en asumirla como distinci—n suprema delciudadano. El cambio fundamental es que estas clases ya no se adecœan segœn la basegentilicia, sino segœn su potencial econ—mico, es decir, segœn una base timocr‡tica: el puebloromano en su conjunto se distribuye en cinco clases de ciudadanos con capacidad de llevararmas segœn su fortuna personal. La primera clase se compone de cuarenta centurias deiuniores  (de 18 a 45 a–os) y cuarenta de seniores  (de 45 a 60 a–os); las tres siguientes, dediez centurias de iuniores   y otro nœmero igual de seniores ; la œltima, de quince y quince,respectivamente. A este nœcleo se a–aden, por arriba, dieciocho centurias de equites   ocaballeros, los m‡s elevados de rango y de posici—n econ—mica, y, por abajo, se completancon cuatro centurias de tŽcnicos -artesanos y mœsicos- y una "no armada", en la que seintegran los proletarii . En total, pues, 193 centurias. No todos los ciudadanos con derechos y

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deberes militares est‡n igualmente armados. Precisamente el principio timocr‡tico descargasobre los m‡s ricos las m‡s pesadas obligaciones militares. Y as’, originariamente, s—lo losiuniores  de las tres primeras clases est‡n dotados del armamento pesado correspondiente ala infanter’a hopl’tica; el resto sirve como auxiliares de las primeras. Estas sesenta centuriasde infanter’a pesada constituyen la legio , la unidad org‡nica que el ejŽrcito romanomantendr‡ como tal a lo largo de toda su historia.

2.4.2. La organizaci—n manipular  

Un conjunto de circunstancias interiores y exteriores hab’a de transformar o poner enevoluci—n este ejŽrcito primitivo de ricos armados a sus expensas o de adsidui , conarmamentos acordes a sus posibilidades, en beneÞcio, tanto de una necesaria uniformaci—n,como de un reparto m‡s racional de los pesados deberes militares. Para la evoluci—n de lamilicia tiene una gran signiÞcaci—n la introducci—n de la soldada, el stipendium , que comienzaa cuestionar los principios fundamentales del estado timocr‡tico, basado en la ecuaci—n de amayor censo, mayores deberes militares y m‡s amplios derechos pol’ticos. No erapropiamente un salario, sino una compensaci—n a los adsidui  por los perjuicios causados porel prolongamiento invernal de las acostumbradas campa–as estivales. Pero el pago delstipendium , al que progresivamente se a–aden el mantenimiento por parte del estado y elarmamento a expensas pœblicas, tuvo como consecuencia privar poco a poco a la milicia

ciudadana de su esencia clasista, manifestada, por una parte, en la uniformaci—n de laslegiones y, por otra, en la rotura de la identidad entre ordenamiento pol’tico y militar: lacenturia -unidad de voto y t‡ctica- pierde importancia en la milicia frente al nuevo sistemamanipular, m‡s ßexible y eÞcaz, en el que el manipulum , compuesto de dos centurias, pas— aser la unidad t‡ctica b‡sica. La legi—n manipular, que sustituye, seguramente a Þnales delsiglo IV, a la r’gida formaci—n de la falange hopl’tica, signiÞc— el alejamiento romano de laconcepci—n bŽlica de sus modelos griegos y una neta superioridad frente a Žstos, quequedar’a demostrada en la guerra contra Pirro.  La disminuci—n en importancia de la centuria en la milicia no tuvo un paralelo signiÞcadopol’tico. Dicho de otra manera, la uniformidad introducida en los cuadros del ejŽrcito no afect—al car‡cter timocr‡tico de la sociedad y del estado en el sentido de una extensi—n de los

derechos pol’ticos a m‡s capas de la sociedad; s—lo signiÞc— que el ordenamiento centuriadoya no sirvi— de base para la organizaci—n del ejŽrcito. En su lugar, seguramente desde mitaddel siglo III a. C., el nuevo sistema de leva se bas— en las tribus, es decir, en lascircunscripciones territoriales -rœsticas y urbanas- del territorio romano, en las que estabainscrito todo ciudadano por su domicilio con independencia de su capacidad econ—mica ocenso. S—lo se mantuvo el principio de reclutar a los soldados ex classibus , o sea, de entrelas clases de adsidui , excluyendo como antes a los proletarii  o capite censi . Pero, perdido elsigniÞcado fundamentalmente militar de la centuria, fue dif’cil mantenerle el pol’tico, lo que setradujo en una reforma del ordenamiento centuriado, muy controvertida por otra parte, amitad del siglo III, m‡s formal que sustancial. Salvaguardando los intereses del nœcleo m‡santiguo y s—lido de los ciudadanos romanos, los comicios centuriados fueron reorganizados

mediante una combinaci—n de tribu y centuria. 

Es necesario insistir en esta reforma porque de algœn modo signiÞca la primera seriarotura de los primitivos fundamentos del orden pol’tico-militar romano. Las crecientesnecesidades militares obligaron a recurrir a mayor nœmero de ciudadanos, mientras losprivilegios pol’ticos de la elite, hasta entonces justiÞcados en su superior contribuci—n a lascargas militares, no fueron equitativamente extendidos a los nuevos grupos llamados a servir.Los cambios en el orden constitucional introducidos con la reforma del ordenamientocenturiado apenas representan una formal reducci—n del car‡cter clasista de los comicios,mientras dejaba intactos los derechos pol’ticos superiores de las clases elevadas. El b‡sicoprincipio del ordenamiento timocr‡tico, que equilibraba deberes y derechos al censo, dej—lugar a una nueva concepci—n pol’tica en la que era ya el censo el que daba derecho a

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detentar el poder, sin la contrapartida de las cargas superiores; en deÞnitiva, establec’a llanay brutalmente una distinci—n entre ricos y pobres en el campo de los derechos pol’ticos. Lasconsecuencias de esta concepci—n pol’tica no tardaron en hacerse dejar sentir en el camposocioecon—mico, conduciendo a una profunda y progresiva fractura entre el grupo de los ricosoligarcas y la masa continuamente creciente de ciudadanos empobrecidos, mientras elejŽrcito se ve’a obligado a completar sus cuadros con adsidui  no s—lo cada vez m‡s escasos,sino tambiŽn m‡s precariamente incluidos en esta categor’a por sus medios econ—micos. 

Y estas transformaciones vinieron a coincidir con una Žpoca en la que fue puesta a

prueba la capacidad militar del estado romano. Como consecuencia de la ampliaci—n deintereses romanos al conjunto de la pen’nsula it‡lica, deÞnitivamente asegurados tras lavictoria sobre Pirro a comienzos del siglo III, Roma se vio enfrentada a la otra gran potenciadel Mediterr‡neo occidental, Cartago, que, derivando en conßicto abierto, desde 264 absorbi—durante el resto del siglo, con una pausa de veinte a–os, las energ’as del estado y de lasociedad, poniendo al descubierto las contradicciones latentes en la estructura del ejŽrcito. 

Una de ellas, ya la hemos mencionado, era la rotura de equilibrio entre exigenciasmilitares y contrapartidas pol’tico-sociales para la mayor’a de los ciudadanos reclutados o, sise quiere, enunciado al revŽs, la progresiva falta de cualiÞcaci—n de los cuadros legionarios alos principios del ejŽrcito timocr‡tico. La segunda, en gran parte conectada, era la propia faltade idoneidad de un ejŽrcito c’vico a necesidades bŽlicas monstruosamente aumentadas en

espacio y tiempo. Para comprender ambas es preciso detenerse en algunos aspectos delsistema romano de reclutamiento.

2.4.3. El dilectusAunque el servicio militar en Roma era obligatorio para todos los ciudadanos, no era en

cambio efectivo. De hecho, Roma no ha conocido hasta muy tarde el ejŽrcito permanente. Lapr‡ctica adaptaci—n de los medios a las necesidades supone, en principio, una elecci—nlimitada, tanto de los sujetos movilizados, como del tiempo de movilizaci—n, de acuerdo conlas necesidades concretas. Esta elecci—n, dilectus , es en Roma sin—nima de reclutamiento.De este dilectus   est‡n excluidos los proletarii   y capite censi , que no alcanzan el censom’nimo para ser considerados como adsidui , pertenecientes a una de las cinco clases

censitarias. En el primitivo sistema de guerra y en el limitado espacio de la pol’tica exteriorromana del primer siglo y medio de la repœblica, las campa–as estacionales, que se ve’anobligados a cumplir los adsidui , coincid’an generalmente con el per’odo de obligado reposoen la agricultura y permit’an al cives-miles  compaginar su trabajo habitual como campesinocon sus deberes militares.  La ampliaci—n de la pol’tica exterior romana a escenarios cada vez m‡s alejados delnœcleo de residencia ciudadano causaron los primeros desfases en este sistema. Lascrecientes necesidades bŽlicas, por tiempo superior a las campa–as estivales y en espaciosdemasiado alejados para permitir el regreso a sus hogares de los soldados en el intervaloentre campa–a y campa–a, al presionar s—lo sobre los ciudadanos propietarios, desde el ricoterrateniente hasta el peque–o campesino, ten’an que ser, sobre todo para estos œltimos, una

carga cada vez m‡s dif’cil de soportar, mientras su nœmero, incluso utilizado hasta los œltimosrecursos, se tornaba en ocasiones insuÞciente.Segœn el sistema serviano, era considerado adsiduus  el ciudadano con una renta anual

superior a una cifra entre 11.000 y 12.500 ases, aproximadamente un sŽxtuplo de la cantidadestablecida como stipendium . Pero esta cifra, r’gidamente mantenida, no atend’a a lasßuctuaciones monetarias ni a la capacidad real adquisitiva. En cualquier caso eraextremadamente baja para no considerar a los propietarios que se acercaban a ella comomuy pobres. En cualquier caso, antes de la segunda guerra pœnica, probablemente la cargano se consideraba, salvo excepciones, como demasiado insoportable, porque la guerra eraen general provechosa. En un estado agrario, las victorias terminaban con mucha frecuenciaen distribuciones de tierras, cuyos beneÞcios eran, en gran parte, para los soldados

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vencedores. Sin duda, fue el progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad demantener tropas de forma ininterrumpida sobre un territorio, con la rotura de la tradicionalalternancia c’clica del campesino-soldado, el origen de una crisis del ejŽrcito, que, al cambiarconsiderablemente las condiciones de servicio, sin paralelamente atender al modus vivendi  del soldado, aceptaba ya una permanente contradicci—n de consecuencias imprevistas.

2.4.4. Los problemas de reclutamiento tras la segunda guerra pœnica  

Pero es la segunda guerra pœnica, sobre todo, con su agobiante presi—n sobre todos losrecursos del estado, el acontecimiento que m‡s radicalmente inßuy— en la aceleraci—n de lascontradicciones impl’citas en la estructura de la milicia. En primer lugar, signiÞc— un brutalimpacto sobre los recursos demogr‡Þcos romanos. El estado hubo de echar mano decualquier fuerza disponible, saltando por encima de la tradici—n o la costumbre. Adem‡s de laleva regular, el dilectus , era posible otra extraordinaria, conocida como tumultus , en la que,sin respetar las formas y exigencias de la constituci—n censitaria, se movilizaban todos losrecursos de hombres de la ciudad, es decir, tambiŽn los proletarii.  Pero la consecuencial—gica que hubiera podido esperarse, es decir, la apertura de las legiones a todos losproletarii , sin embargo, no se dio; el gobierno preÞri— recurrir a medidas parciales e indirectas,de la que la m‡s evidente fue la reducci—n del censo serviano, es decir, de la capacidad

Þnanciera necesaria para ser reclutado, de 11.000 ases a 4.000. 

Probablemente la medida fuera pensada s—lo como expediente transitorio, sin intenci—nde que en el futuro afectara a las relaciones de las clases. Pero el abismo imperialista en queel estado romano se sumergi— no bien resuelto el conßicto con Cartago, no s—lo exigir’a ladurabilidad de la medida, sino todav’a m‡s, la tornar’a en apenas medio siglo completamenteinsuÞciente. Si se piensa que durante la guerra hab’a sido la vieja clase de adsidui   la quehab’a soportado la mayor cantidad de pŽrdidas y que la principal fuente de recursos, elcampo, qued— arruinada despuŽs de veinte a–os de desolaci—n, produciendo un inevitableempobrecimiento en los propietarios m‡s humildes, se comprende que el censo m’nimorecientemente establecido como f—rmula desesperada, permaneciera vigente en el futuro.  El cuerpo c’vico romano hubo de acostumbrarse a soportar las consecuencias del

imperialismo, y las crecientes exigencias de sangre, descargadas sobre un nœcleo deagricultores arruinados a los que se privaba de medios y tiempo para rehacer sus haciendas,no s—lo transformaron la realidad del ejŽrcito, sino las propias bases socioecon—micas delcuerpo c’vico [Texto 11]. Como no pod’a ser de otra manera, se produjo un continuodeterioro de las condiciones econ—micas de los ciudadanos adsidui , que tendieron a disminuircomo consecuencia de la regresi—n demogr‡Þca ocasionada por la guerra, elempobrecimiento general y la depauperaci—n de las clases medias, que empuj— a las Þlas delos proletarii a muchos peque–os propietarios. La anexi—n de los primeros territoriosultramarinos, como consecuencia de la victoria en la primera guerra pœnica, enfrent— alestado romano con la necesidad de mantener ejŽrcitos, permanentes de hecho, en plazasalejadas. Si, en los œltimos diez a–os de la segunda guerra pœnica, Roma puso en pie de

guerra a 50.000 legionarios -de un nœmero total de adsidui   calculado en unos 75.000ciudadanos-, la complicada pol’tica exterior despuŽs del 202 exigi— fuerzas bŽlicas no menosimportantes. As’, entre 200 y 168, hasta la batalla de Pidna, que cierra una etapa de lapol’tica exterior romana, el promedio anual fue de ocho a diez legiones, es decir, de 44.000 a55.000 soldados ciudadanos, de un censo inferior a 300.000 varones adultos, por tanto, unasexta parte del mismo.

2.4.5. Aliados y auxilia 

No es extra–o que el gobierno romano, ante la escasez y repugnancia de los ciudadanosa la conscripci—n, recurriera cada vez m‡s a un incremento de la cifra de aliados it‡licos,exigida en los correspondientes pactos de alianza (formula togatorum ). Estos contingentes de

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aliados, los socii , sin embargo, no se ensamblaban en el ejŽrcito en las unidades regularesromanas, las legiones, sino en alae , integradas por un nœmero impreciso de cohortes , deigual efectivo humano que las legiones, bajo el alto mando romano, aunque los cuadrosinferiores eran elegidos por los propios aliados. TambiŽn la caballer’a se ordenaba en alae  de300 jinetes. Conocemos m‡s o menos el mecanismo de reclutamiento por Polibio: cada a–odeterminaban los c—nsules, de acuerdo con el senado, el nœmero y las localidades quehab’an de proporcionar contingentes al ejŽrcito. La leva era dejada en manos de los aliados;s—lo el lugar y fecha de alistamiento eran determinados en el edicto consular. 

En los primeros tiempos, hasta mitad del siglo IV, estos aliados eran latinos, y sudesignaci—n era la de auxilia nominis Latini socii . Con la conquista de Italia, a los latinos sea–adieron otros contingentes de pueblos it‡licos, que, del mismo modo, aceptaron laobligaci—n de servir como socii  en el ejŽrcito romano mediante un foedus . Durante la Žpocade expansi—n, a partir del siglo II a. C., los aliados proporcionaban el mismo nœmero deinfantes que los romanos y tres veces m‡s de caballer’a. A lo largo del tiempo, estos socii  tendieron a equipararse en organizaci—n y armamento a los legionarios romanos yterminar‡n, a comienzos del siglo I a. C., con la uniÞcaci—n pol’tica de Italia, por integrarse enlas legiones.  Finalmente, a partir de las guerras pœnicas, Roma comenz— a hacer uso cada vez enmayor escala de auxilia  extranjeros, procedentes de los pueblos sometidos extrait‡licos, que

llegaban por distintos caminos a las Þlas del ejŽrcito romano: mercenariado, pactos ocoacci—n. Estos auxilia   no se destinaban a la infanter’a pesada -las legiones-, sino a lacaballer’a e infanter’a ligera, con su equipo, armamento y modo nacional de combatir. Suorganizaci—n era, al principio, la nativa; luego, esta infanter’a ligera se dividi— en cohortes.

2.4.6. El ejŽrcito en la Žpoca de expansi—n: el soldado  

La disminuci—n de adsidui , que hemos contemplado, no pod’a sino generar mayorpresi—n del gobierno en el reclutamiento, y esta presi—n, a su vez, resistencias de losafectados, produciendo, en suma, una total falta de adecuaci—n entre Þnes de la pol’ticaromana y medios para llevarla a tŽrmino. En primer lugar, por lo que hace al tipo de ejŽrcito.Las necesidades de la pol’tica exterior imperialista trasladaron los campos de armas de Italia

a Oriente, la Galia cisalpina o la pen’nsula ibŽrica. Protegida Italia de toda invasi—n, la guerra,como los ejŽrcitos, por decirlo de algœn modo, ten’an que adquirir un car‡cter colonial. Era,sin duda, la principal novedad la distancia. El propietario reclutado era consciente de quedeb’a interrumpir el contacto con su trabajo habitual por tiempo indeterminado, a veces largo.El equilibrio primitivo del cives-miles   deb’a romperse en detrimento del primer tŽrmino,creando en el ciudadano conciencia de soldado. 

La mentalidad del soldado, desde comienzos del siglo II, se transforma, al tiempo que seextiende la guerra a pa’ses lejanos y, por la fuerza de las circunstancias, la milicia c’vica queera el ejŽrcito romano termin— por acercarse sensiblemente a los mismos ejŽrcitos quecombate, compuestos en su mayor’a por mercenarios o soldados profesionales. A la largahabr’a de suscitarse un nuevo tipo de soldado, que contribuy— a crear la duraci—n de las

operaciones, el alejamiento y el largo tiempo de servicio activo, para los que era inadecuadono s—lo el tipo de reclutamiento, sino incluso la propia disciplina interna y los mŽtodostradicionales de mando. En resumen, el ejŽrcito imperialista, que la pol’tica exterior romanadesde comienzos del siglo II necesitaba, requer’a una transformaci—n radical del ejŽrcitoc’vico en cuanto a la naturaleza del mando, reclutamiento, composici—n de la legi—n y, sinduda tambiŽn, estructuras y tŽcnicas propiamente militares.  Con todo, los desajustes no fueron tan evidentes que obligaran a un inmediatoplanteamiento del problema. El ejŽrcito romano continuaba siendo un temible instrumento, ylo prueban los Žxitos en la pol’tica exterior agresiva entre el Þnal de la segunda guerra pœnicay Pidna (202-168). El estado, con diversos expedientes, no siempre legales o, al menos,confusos, logr— mal que bien mantener la capacidad de los ejŽrcitos que precisaba la pol’tica

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exterior. Pero ello no pod’a conseguirse sino en detrimento de otros ‡mbitos, que quedaronsacriÞcados al primordial de la guerra y, entre ellos y principalmente, el de la agricultura, que,como pilar de la econom’a, repercuti— a su vez sobre todo el ediÞcio social. 

El servicio militar fuera de Italia, que arrancaba al soldado-campesino por varios a–os desu lugar, signiÞc— en muchos casos la ruina de la propiedad. Sabemos por una cita de ValerioM‡ximo que bastaban tres a–os para arruinar a un campesino que no dispusiera de otrafuerza de trabajo en su propiedad durante sus a–os de ausencia. Pero todav’a se a–ad’a, enperjuicio de estos peque–os propietarios, arrancados de su normal fuente de ingresos, el

curso que, en seguimiento de una ya antigua tendencia de la econom’a romana, ahoraacelerada, tom— la agricultura en los a–os siguientes al Þnal de la segunda guerra pœnica,que, con la extensi—n del latifundio y la difusi—n en el trabajo del campo de la mano de obraesclava, caus— la ruina de la peque–a y mediana propiedad. 

Tampoco faltaban, por otro lado, los abusos de los magistrados directamenteresponsables de los reclutamientos, que pod’an, en casos de necesidad, olvidar la ley o lacostumbre. En especial, conocemos bastantes casos de quejas suscitadas porarbitrariedades en los licenciamientos. Sobre todo, en los ejŽrcitos de ocupaci—n, como losque se manten’an en la pen’nsula ibŽrica, obligados a un continuo estado de guerra y muyalejados de las instancias centrales, eran muy corrientes estos retrasos, por evidentesrazones que, si no disculpan, explican el expediente. Desde el punto de vista militar, es l—gico

que los generales responsables de la guerra, preÞrieran tener bajo su mando a soldados yaprobados en campa–as anteriores contra el mismo enemigo, que lanzarse a la aventura conlegionarios biso–os, sin experiencia en t‡cticas de guerra tan diferentes a lo acostumbrado.Pero tambiŽn en las propias instancias centrales, por razones administrativas y econ—micas,se experimentaba la misma resistencia, tanto por la laboriosidad y diÞcultad de una leva,como por los gastos ocasionados por los costosos transportes mar’timos. Todav’a, desde elplano pol’tico, era m‡s f‡cil atender a la resistencia al reclutamiento de ciudadanos aœnciviles, que en la propia Roma contaban con su presencia y sus votos, que resolver laspeticiones de los soldados cuyo alejamiento les imped’a ejercer una efectiva presi—n con suspersonas.  A estas injusticias, habr’a que a–adir aœn los medios de poder y corrupci—n empleados

por los poderosos para excluir a sus clientes y protegidos y a s’ mismos de un inoportunoservicio. Como consecuencia, el peso de la leva debi— caer aœn con mayor fuerza sobre losm‡s pobres de los adsidui , desamparados y con menos recursos para poder pagarse unaeventual exenci—n y cuyos votos en los comicios centuriados contaban inÞnitamente menosque los de las clases m‡s elevadas. Segœn c‡lculos efectuados por Brunt, en el espacio detiempo comprendido entre 200 y 168, s—lo un cinco por ciento de los equites , es decir, de losciudadanos m‡s acaudalados en la constituci—n timocr‡tica, eran requeridos por tŽrminomedio para el servicio en las legiones, mientras el resto de los adsidui  cualiÞcados para elservicio, que serv’an en la infanter’a, deb’an contribuir con una cuota de un 25 a un 50 porciento, a lo que hay que a–adir aœn que, probablemente, el servicio para los equites  estabareducido a la mitad del tiempo. As’, pues, los ciudadanos m‡s ricos, cuyos recursos pod’an

soportar f‡cilmente los inconvenientes econ—micos de su obligaci—n militar, eran los menosda–ados por el opresivo sistema de la conscripci—n; todav’a m‡s, quedaron sustraidos enabsoluto al servicio cuando, a comienzos del siglo I, la caballer’a dej— de ser legionaria parapasar a formar parte de los efectivos auxiliares.  Si todav’a a–adimos al peso de la obligaci—n militar el montante del tributum   anual,exigido a los propietarios hasta 167, tendremos en la mano los datos necesarios paracomprender la dureza de las condiciones con que el estado gravaba durante el primer terciodel siglo II, a los m‡s humildes de los ciudadanos cualiÞcados como adsidui , peligrosamentemayoritarios con el avance del siglo.

De todos modos, al mantenimiento de la capacidad bŽlica romana entre 202 y 168 a quehemos hecho referencia no fue, sin duda, ajeno el propio car‡cter de las guerras en que este

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ejŽrcito fue utilizado y las ventajas que reportaban a sus componentes, tropas y mandos.Roma, como otros estados de la AntigŸedad, hab’a incorporado la costumbre del pillaje a suderecho internacional. El servicio militar, por su parte, no s—lo obligaba al ciudadano aparticipar en las cargas y pŽrdidas, sino tambiŽn en las eventuales ganancias, que pasaban aengrosar los recursos del estado en beneÞcio de la comunidad, o se distribu’anproporcionalmente al riesgo invertido. La ley romana, en caso de victoria, no preve’a elderecho al bot’n del soldado-ciudadano a t’tulo individual, pero, puesto que el estadoabstracto se concretizaba en el magistrado correspondiente encargado de dirigir la guerra,

quedaba a su albedr’o el destino del bot’n, que, de acuerdo con las circunstancias, pod’a serreservado en su totalidad para el tesoro o ser objeto de reparto. Estas distribuciones yrecompensas no pod’an dejar de tener implicaciones en la propia idiosincrasia colectiva de lamilicia. La venta del bot’n tras la batalla pon’a al soldado en contacto con todo un mundo detraÞcantes, que segu’an a los ejŽrcitos, del que nos ofrece un ejemplo bien colorista el queEscipi—n Emiliano encontr— al hacerse cargo del ejŽrcito de Numancia [Texto 10]. Superadaslas guerras de defensa, de las que puede considerarse la œltima la segunda guerra pœnica, elimperialismo romano, desarrollado a partir de comienzos del siglo II, presenta una doble caraque enlaza dos tipos de actividad, en principio, absolutamente independientes, comerciante ymilitar. Toda guerra presenta ahora un doble Þn pol’tico y Þnanciero. Y lo que hasta entoncespod’a haberse considerado un Þn secundario, aunque leg’timo, de cada campa–a victoriosa,

es decir, la conquista de un bot’n, termina por constituir un Þn en s’ mismo por las gananciassustanciales que comporta. Ello signifca una nueva concepci—n de la propia pol’tica exterior y,por supuesto, de la guerra, que ya no se arriesga s—lo por la meta de un sometimiento o unapaciÞcaci—n, sino por la simple esperanza de una ganancia concreta. Y consecuentemente,los beneÞcios inmediatos que este tipo de guerra comporta, encauzan al soldado por elcamino de otras actividades no directamente ligadas a la guerra. No es suÞciente que elsoldado licenciado de una campa–a, propietario legalmente por la "generosidad" del estadoen la cualiÞcaci—n censitaria, pero sin tierras en realidad, al entrar en posesi—n del peque–ocapital allegado gracias al servicio de las armas, terminara por establecerse como traÞcante,a imitaci—n de los que se hab’a acostumbrado a tratar durante su permanencia bajo lasbanderas. Pillaje y negocio no s—lo se hacen compatibles, sino que se conexionan y

complementan, abriendo cauces al imperialismo. 

Pero es aœn m‡s interesante llamar la atenci—n sobre la alternativa que el servicio militarcontinuado, con las ventajas del stipendium  y del probable bot’n, signiÞcaba a una actividadagraria que las condiciones desfavorables para la peque–a propiedad del siglo II estabanprogresivamente deteriorando. El campesino arruinado o con un campo de cultivo apenassuÞciente para el m’nimo vital, que intentaba buscar entre el proletariado de la Urbe un nuevomodus vivendi , pod’a encontrar en la milicia una posibilidad de supervivencia econ—mica, sinduda, superior a la que pod’a proporcionarle su m’sera propiedad. 

Estas tendencias no pod’an ser otra cosa que s’ntomas de una sensible modiÞcaci—n delos comportamientos y composici—n del ejŽrcito romano. A medida que la guerra se hab’a idoalejando del nœcleo ciudadano para desarrollarse en ultramar, perdiendo su car‡cter

defensivo para convertirse en medio de pol’tica imperialista y fuente de ingresos; a medidaque el dilectus   ciudadano, contrapeso de obligaciones y derechos, hab’a tenido que cederlugar a una nivelaci—n de cargas, que transformaba el primitivo entusiasmo patri—tico enesperanza de enriquecimiento o resistencia a la leva, segœn las perspectivas de ganancia dela campa–a concreta, el ejŽrcito caminaba irreversiblemente a la profesionalizaci—n. Losantiguos ideales de patriotismo y disciplina militar hubieron de ceder lugar a una nuevamentalidad de combate, dirigida primariamente por el incentivo de la ganancia. Sin unareestructuraci—n del ejŽrcito en sus reglas de reclutamiento, cuadros, posibilidades depromoci—n y mandos, sustitutivos del, ya s—lo por el nombre, ejŽrcito c’vico, las antiguasestructuras de la milicia romana s—lo ten’an la posibilidad de mantenerse mientras no

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quedase en entredicho el car‡cter productivo de la guerra. Pero en este aspecto Roma se viopresa en su propia trampa. 

El imperialismo romano, materializado en una pol’tica exterior agresiva en elMediterr‡neo oriental y occidental, exigi— en cierto momento hacer frente tambiŽn acompromisos y retos que, sin esperanza de ganancia, o, aœn m‡s, incluso con pŽrdidasprevisibles, era sin embargo necesario atender para que no quedase afectada la solidez detodo el ediÞcio pol’tico. Este pesado lastre fueron, desde mediados del siglo II, las guerras enHispania, llenas de graves consecuencias.

2.4.7. El ejŽrcito en la Žpoca de expansi—n: los mandos   Hasta el momento hemos considerado s—lo el ejŽrcito desde el punto de vista de la base,el soldado. Pero las graves tendencias observadas no pod’an dejar de afectar tambiŽn a lacœspide de la milicia, el mando. En la milicia ciudadana eran las m‡s altas magistraturasciviles, los c—nsules, los naturales comandantes en jefe. Pero aunque los c—nsules mandabandirectamente las legiones, en œltima instancia, el control del ejŽrcito y la direcci—n de lapol’tica exterior era responsabilidad del senado. Estas prerrogativas se aÞrmaron durante lasegunda guerra pœnica, y, cuando, Þnalizada la guerra, el estado ampli— sus intereses en elMediterr‡neo con un acrecentado sistema provincial, el senado adquiri— y logr— mantener elpapel dirigente en la administraci—n provincial, sobre el que estaba basada la pol’tica militar.

El control del ejŽrcito como base del sistema provincial termin— por ser exclusivo del senado,en tanto que desarrollaba su derecho de proponer la asignaci—n de comandos y provincias yadjudicarlos a los miembros m‡s caracterizados de su clase, que fueron los principalesbeneÞciarios de las victorias militares y de las conquistas.  Pero no siempre el magistrado correspondiente fue el Þel y escrupuloso ejecutor de losdeseos del estado. El sistema de factiones  y las ambiciones individuales, en combinaci—n conlas posibilidades de poder y enriquecimiento de los gobiernos provinciales, envenenaron lasrelaciones de solidaridad, base de cualquier gobierno olig‡rquico. Y no fue demasiado rarocontemplar el contrasentido de un senado discutiendo o negando a uno de sus miembros,como magistrado con imperium , los medios para cumplir su misi—n. Fue el caso, por ejemplo,del Africano en 205, al que el senado le neg— otros recursos en hombres, para su proyectada

invasi—n de Africa, que los voluntarios que lograra alistar. 

En el sistema de dilectus , los magistrados responsables deb’an realizar una estimaci—nde sus necesidades en hombres y dinero y someterla al senado, que, mediante un decretum ,les acordaba los efectivos solicitados. Pero la concreci—n de su misi—n quedaba ya en manosde los magistrados concretos, que, con su imperium , ten’an posibilidad de intervenir adiscreci—n en los medios y prop—sitos del ‡mbito de su provincia. Uno de estos ‡mbitos deintervenci—n era el bot’n; otro, el tiempo de servicio de la tropa a su mando. El comandanteera el œnico responsable en decidir el nœmero de campa–as que sus soldados deb’an cumplirantes de su deÞnitivo licenciamiento, y hac’an uso de esta potestad, acortando el tiempo deservicio, como un medio m‡s de conseguir popularidad ante la tropa. Pero, sobre todo,cuando desde comienzos del siglo II, con el deterioro de las condiciones econ—micas del

campesinado romano, el servicio prolongado en la legi—n vino a ser considerado como unempleo remunerado, no pudo evitarse la tendencia de los reclutados, en especial, en el casode los voluntarios, de considerarse empleados por sus comandantes y no al servicio del enteabstracto de la res publica . Ellos eran los que los eleg’an como sus soldados, y de suscualidades y generosidad depend’an para tornar en provechosa la obligaci—n del servicio. Noes pues extra–o que generales de renombre y con particular fascinaci—n personal, comoEscipi—n o Flaminino, suscitaran la espont‡nea presentaci—n de voluntarios, que se ten’anpor soldados de Escipi—n o Flaminino mucho m‡s que del estado romano. Eran losprecedentes aœn apenas esbozados de nuevas relaciones y v’nculos mutuos, quedesembocar‡n en las llamadas "clientelas militares" y en los ejŽrcitos personales del œltimosiglo de la repœblica.

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  En suma, la milicia romana, que como ejŽrcito ciudadano hab’a demostrado lasuperioridad de su composici—n frente a las fuerzas de tipo mercenario helen’sticas, termin—parad—jicamente por acercarse de algœn modo a los ejŽrcitos que combat’a, si no en laesencia, a pesar de todo siempre r’gidamente ciudadana, s’, al menos, en aspectosimportantes: las condiciones de servicio, similares a las de los ejŽrcitos profesionales de tipohelen’stico, y las relaciones que comenzaron a tejerse entre tropas y mando m‡s all‡ de lasimple disciplina militar, eran dos s’ntomas evidentes. Pero precisamente el que estossoldados siguieran siendo ciudadanos, en el ejŽrcito como tras su licenciamiento, abr’a un

abanico de posibilidades insospechadas, especialmente por el peligro de que llegase aconfundir algœn d’a la neta diferencia que, en la pura tradici—n romana, hab’a deÞnido alquiritis   frente al miles , aun siendo ambos el mismo ciudadano, y llevar con ello a lainterferencia del ejŽrcito en la hasta ahora esfera sagrada de lo civil.

3. LA REPERCUSION DE LOS PROBLEMAS DE ESTADO EN LA SOCIEDAD: LA ƒPOCADE  ESCIPION EMILIANO.

  Los problemas de estado que hemos contemplado -resquebrajamiento de la sociedad

aristocr‡tica, deÞciencias del sistema provincial y de la organizaci—n confederada it‡lica,crisis del ejŽrcito- nac’an de la falta de adecuaci—n de una constituci—n, prevista para Þneselementales de una ciudad-estado, a las necesidades de un estado gigantescamentedesarrollado: eran, por tanto y sobre todo, problemas pol’ticos. Pero en su gravedadintr’nseca vino aœn a incidir su interconexi—n con otros de contenido econ—mico-social, quelos potenciar’an. Conocemos ya sus manifestaciones principales: la extensi—n del latifundio yde la econom’a agraria con mano de obra esclava en detrimento de la peque–a propiedad y,como consecuencia, la creciente proletarizaci—n, tanto del campo, como de la Urbe. Perodebemos rastrear todav’a en el tiempo sus efectos en las estructuras sociales y ver en quŽforma afectaron a la organizaci—n pol’tica para crear una serie de problemas de estado queabocar‡n a la crisis.

 

El desarrollo que experiment— Roma en la primera mitad del siglo II a. C. era, en granparte, producto de su provechosa pol’tica exterior, que, por un lado, incidi— en latransformaci—n de la econom’a -integraci—n en los circuitos econ—micos del Mediterr‡neooriental y racionalizaci—n de la agricultura- y, por otro, produjo sustanciales modiÞcaciones enla sociedad, como fueron el desarrollo urbano y la extensi—n del esclavismo. Pero estapol’tica, hacia mitad del siglo II a. C., quedar’a en entredicho como consecuencia delenconamiento y crecientes complicaciones de una guerra colonial, que se alarg— en el tiemposin soluci—n previsible en el interior de la pen’nsula ibŽrica y que exigi— por primera vezmayores inversiones que previsible provecho. Levantada la cortina de humo de unas guerrasque hab’an contribuido en no peque–a medida a la prosperidad del estado, sali— a la luz laverdadera y penosa situaci—n econ—mico-social que el propio disfrute de estas guerras hab’a

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ido fomentando, en especial, la ruina de la mediana y peque–a propiedad, base hasta elmomento de la robustez del cuerpo social romano. Esta recesi—n, ocasionada por la guerraen Hispania contra celt’beros y lusitanos, y la inseguridad e histerismo colectivo que desat—en la poblaci—n, se vieron todav’a agravados por las primeras se–ales de crisis del sistemaecon—mico esclavista en la forma de una gran rebeli—n de esclavos en Sicilia, cuyos ecosalcanzaron a otros puntos del imperio. Ambas provocaciones a la seguridad y prosperidad delestado parecieron aœn m‡s comprometidas en su soluci—n por la ineÞcacia del aparato que,hasta el momento, hab’a hecho posible la expansi—n, el ejŽrcito, cuya obsoleta organizaci—n

y, en consecuencia, ineÞcacia se vino a mostrar precisamente cuando m‡s necesario sehac’a su concurso. Esta acumulaci—n de problemas en el seno del estado y de la sociedaddesarrollar‡n, a su vez, una nueva praxis pol’tica, cuya l’nea fundamental consistir‡, frente ala primera mitad del siglo II, en la pŽrdida del control abosluto que manten’a el senado y en eldespertar de las masas como factor pol’tico en manos del tribunado de la plebe. 

Si bien todos estos problemas se hicieron presentes a mediados del siglo II, no es f‡cil laordenaci—n temporal de los distintos acontecimientos, que, en las fuentes, aparecendesconectados. Por ello, parece preferible analizarlos por temas en el espacio de tiempo quese extiende hasta el tribunado de Tiberio Graco, en que su exacerbaci—n dar‡ origen a laprimera crisis abierta. Este espacio de tiempo, que cubre aproximadamente dos dŽcadas,est‡ presidido por la actividad e inßuencia en el estado del grupo pol’tico o factio   de los

Escipiones, cuya cabeza dirigente, P. Cornelio Escipi—n Emiliano, el destructor de Cartago yNumancia, es, sin duda, la personalidad m‡s relevante, eje sobre el que giran, comocolaboradores o adversarios, las restantes fuerzas pol’ticas romanas.  Cuatro temas fundamentales se ofrecen a nuestra consideraci—n, en esta llamada Žpocade Escipi—n Emiliano, que analizaremos sucesivamente: el reßejo de la pol’tica exterior en elcuerpo social romano y, m‡s concretamente, en la cuesti—n del reclutamiento; la crisis delsistema esclavista con las guerras serviles; la crisis urbana, como exponente de una generalrecesi—n econ—mica, y, Þnalmente, como consecuencia de todo lo anterior, las nuevastensiones pol’ticas, que conducen a la emancipaci—n del tribunado de la plebe del control delsenado y al apoyo de determinados pol’ticos en las masas ciudadanas para conducir atŽrmino una pol’tica antisenatorial.

3.1. Los problemas del reclutamiento. 

Roma hab’a ascendido a la categor’a de potencia mundial gracias a su capacidad militar.Tras el tit‡nico esfuerzo de la segunda guerra pœnica, el estado romano, lanzado a una activapol’tica exterior tanto en Oriente como en Occidente, hab’a mantenido en pie de guerra entre40 y 60.000 soldados, es decir, de un 15 a un 20 por ciento de la poblaci—n ciudadana. Perola composici—n del ejŽrcito, base de su eÞcacia, era tambiŽn causa de su debilidad. Enefecto, como hemos visto, el ejŽrcito romano era ciudadano, y para el servicio en las legionesse necesitaba la cualiÞcaci—n de propietario (adsiduus ). Mientras las campa–as fueronestacionales, el soldado pod’a regresar a sus tierras para continuar en sus ocupacionescotidianas; desde la primera guerra pœnica y con car‡cter creciente, los teatros de la guerra

fueron alej‡ndose, al tiempo que se ampliaba la duraci—n del servicio, lo que impidi— ya elregreso a Italia entre campa–a y campa–a. A los estragos de la segunda guera pœnica en elcampo italiano, ven’a a a–adirse para estos soldados-propietarios la imposibilidad de atendersuÞcientemente sus tierras, que, en muchos casos, les obligaba, ante la serie decircunstancias confabuladas que hemos contemplado, a deshacerse de ellas para instalarsecon el producto de su venta en la ciudad. El sacriÞcio del soldado, sin embargo, se ve’acompensado por los repartos de bot’n, en un tiempo en que, ante los asombrados ojosromanos, se abr’an las riquezas del oriente helen’stico. 

Ya, en varias ocasiones despuŽs de la segunda guerra pœnica, se hicieron presentes deforma aislada diÞcultades en el reclutamiento de legionarios, cuyas causas debemoscontemplar tanto en los l’mites impuestos al car‡cter de soldado -la cualiÞcaci—n propietaria- ,

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como en la falta de atracci—n o, todav’a m‡s, resistencia al servicio. Tras el Þnal de lasegunda guerra maced—nica, en 168, el intervalo impuesto a la actividad militar, permiti— unadistensi—n del problema, que vendr’a a recrudecerse a partir de 156, cuando el estado se vioobligado a atender a frentes simult‡neos en Hispania, Galia, Iliria y Mecedonia. Lasfrecuentes indicaciones en las fuentes de documentaci—n sobre estas diÞcultades prueban lamagnitud del problema, que todav’a se tornaba m‡s grave por las nuevas circunstancias queven’an a concurrir: a la efectiva apor’a de ciudadanos aptos para el servicio en las legiones,paralela a las crecientes exigencias (Roma puso en 146 no menos de doce legiones en pie

de guerra, es decir, 60.000 ciudadanos), ven’a a a–adirse la regresi—n del nœmero depropietarios, el largo servicio y, no en œltimo lugar, el car‡cter de la guerra, duro, peligroso yde poco provecho, sobre todo en Hispania. Diversos expendientes intentaron poner freno osuperar estas diÞcultades de reclutamiento: el recurso al voluntariado, que s—lo pod’a tenereco en los casos de guerra de la que se esperaba un provecho real, como la terceramaced—nica o la tercera pœnica, pero inœtil en las largas guerras contra celt’beros y lusitanos;la disminuci—n del censo exigible para la cualiÞcaci—n como adsiduus   y, por tanto, comolegionario, que termin— por quedar rebajado a s—lo 600 ases; naturalmente, en Þn, el m‡ssencillo e impopular de todos, el reenganche.  Este œltimo expendiente, sobre todo, dio lugar a frecuentes disturbios, especialmente, enlos reclutamientos para la guerra de Hispania, donde al alejamiento de Italia y,

consecuentemente, al alargamiento del servicio, se a–ad’a la pobreza del territorio y ladureza del enemigo. As’, por ejemplo, en 152, la leva fue tan impopular que hubo desuspenserse la operaci—n. Todav’a, al a–o siguiente, el p‡nico suscitado por las noticiasprocedentes de Hispania oblig— a los c—nsules a aplicar procedimientos expeditivos en laleva, ante los cuales los tribunos de la plebe reaccionaron con el encarcelamiento de lospropios c—nsules, incidente que se repiti— en 138. 

No es necesario insistir con m‡s datos en esta crisis de la milicia, de la que el gobiernoera perfectamente consciente, y que comenz— a llamar la atenci—n de los pol’ticos, quepreve’an sus funestas consecuencias, caso de no solucionarse de forma satisfactoria. Peroesta soluci—n s—lo pod’a pasar por la disyuntiva de renunciar a una pol’tica internacional delargo alcance y, como consecuencia, a una disminuci—n del nœmero de tropas -lo que no

parec’a viable en la coyuntura de pol’tica exterior- o aumentar el nœmero de ciudadanoscualiÞcados para el servicio. Pero esta soluci—n contaba con el doble obst‡culo de la recesi—nde la natalidad (sabemos que el censor Marcelo, en 131, invoc— ante la asamblea del puebloun aumento en la tasa de nacimientos) y de la regresi—n en el nœmero de propietarios, por lascausas ya sabidas, que sustra’a del servicio a buen nœmero de ciudadanos. Por supuesto,esta segunda diÞcultad radicaba exclusivamente en el car‡cter obsoleto e inadecuado delreclutamiento, indisolublemente unido a la identidad propietario-soldado. Pero, puesto que elgobierno parec’a incapaz de comprender por el momento la necesidad de romper con elsistema tradicional, divorciando ambos tŽrminos, s—lo quedaba abierto el camino a unapotenciaci—n propietaria. As’, vino a unirse en la mente de los pol’ticos la debilidad militar conel desarrollo de la agricultura: s—lo el aumento del nœmero de propietarios asegurar’a la

existencia de un ejŽrcito fuerte. El problema radicar‡ en la forma de llevarlo a cabo.

3.2. Las revueltas serviles. 

Las revueltas de esclavos, que se concentran entre el œltimo tercio del siglo II a. C. y elprimero del siguiente, son tambiŽn una consecuencia m‡s de la crisis socioecon—mica delestado romano o, aœn m‡s, uno de sus aspectos caracter’sticos.  Ya vimos c—mo, desde Þnales de la segunda guerra pœnica y de forma intermitente,comienzan a inquietar en la sociedad romana brotes de rebeli—n de esclavos, queocasionar‡n, en 136/135, un grave problema de seguridad pœblica en Sicilia, al alcanzar lasproporciones de una autŽntica guerra, que todav’a se repetir‡ en 104 en el mismo escenarioinsular, y m‡s tarde en Italia, con la rebeli—n de Espartaco en el a–o 70.

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  La frecuencia de estas revueltas y su relativa concentraci—n en el tiempo han dado pie aldesarrollo de teor’as, que, con categor’as dogm‡ticas y desde ideolog’as contrapuestas,pretend’an, al trasladar el concepto de clase al conjunto de los esclavos, esquematizar unaoposici—n dualista entre esclavos y propietarios de esclavos, para encontrar la justiÞcaci—n deuna lucha de clases o demostrar la existencia de un "frente popular revolucionario", que,extendido por todo el Mediterr‡neo, habr’a puesto en evidencia la crisis del sistema deproducci—n esclavista. 

Ni el esclavo maniÞesta una solidaridad de clase, por la variedad de su posici—n social, ni

existe un frente comœn con los elementos libres desclasados de la sociedad, ni hay rastros deuna ideolog’a concreta. Pero menos aœn puede aceptarse el esquema de concentraci—nbiclasista como motor exclusivo de la lucha de clases, simpliÞcaci—n injustiÞcable si tenemosen cuenta la evoluci—n socioecon—mica, que evidencia la existencia de fuertescontradicciones en el seno de la sociedad libre, en la que los esclavos se mantienen almargen como objeto pasivo de producci—n. Pero, en cualquier caso, la concentraci—n derevueltas de esclavos en una Žpoca concreta, sin correspondencia con ninguna otra de laAntigŸedad, prueba el peligroso techo que estaba alcanzando en el seno de la sociedadromana la utilizaci—n masiva de esclavos como soporte de la producci—n econ—mica. Suutilizaci—n, adem‡s, brutal e inhumana, desat— reacciones elementales de libertad yrevanchismo a la desesperada, las cuales, al coincidir con otros problemas estatales,

contribuyeron a aumentar las tensiones y a precipitar la crisis.3.2.1. La rebeli—n de Euno en Sicilia.  En la Žpoca que nos ocupa, precisamente, la primera gran rebeli—n de esclavos deSicilia, cuyos detalles conocemos por el relato de Diodoro, es un ejemplo caracter’stico deestas circunstancias. Sicilia, como consecuencia de una larga tradici—n pœnica y helen’stica,hab’a desarrollado un tipo de econom’a agr’cola basada en la extensi—n del latifundio y degrandes pastizales, explotados gracias a una numerosa mano de obra servil, cuyorendimiento descansaba en una escrupulosa reducci—n de los costes, que regateaban loindispensable al esclavo, en un inhumano rŽgimen de brutalidad y degradaci—n. Ello hab’adado pie a espor‡dicas sublevaciones, favorecidas por la relativa libertad de que pod’an

disponer, especialmente, los pastores por raz—n de su oÞcio, que, en ocasiones, llegaban aformar partidas de bandoleros contra los que la autoridad militar romana se ve’a obligadaperi—dicamente a actuar.  Este ambiente de inseguridad y tensi—n vino a culminar, en 135, con una revuelta desuperiores proporciones, que se extender‡ en el tiempo hasta 132. Cerca de la ciudad deEnna, los esclavos de un cierto Dam—Þlo, famoso por su brutalidad, tramaron un complot queculmin— con el asalto a la ciudad y la masacre o el encarcelamiento de la poblaci—n libre. Delos esclavos conjurados se hab’a destacado un sirio de Apamea, Euno, que, al profetizar elŽxito de la empresa, fue aclamado como rey. Con el nombre de Ant’oco, Euno introdujo losprincipios y s’mbolos de la monarqu’a helen’stica, cre— un consejo de estado y se dot— de unejŽrcito de hasta 6.000 hombres. Inopinadamente, este original reino iba a recibir un refuerzo

cuando, otra banda de esclavos, capitaneada por el cilicio Cle—n, puso sitio a Agrigento y,contra lo que cab’a esperar, se puso a las —rdenes del sirio. Pronto el ejŽrcito servil alcanz— lacifra de 20.000 hombres. Con el pensamiento de crear un reino independiente en Sicilia, lasfuerzas de Euno se aplicaron al sometimiento de la isla. En sus manos cayeron Tauromeniony Catana, mientras se un’an a la sublevaci—n bandas de desclasados libres, que,aprovech‡ndose del tumulto, emprendieron por su cuenta actos de pillaje y violencia.  El gobierno romano comprendi— lo peligroso de la sublevaci—n cuando en otros lugaresdel imperio -el Atica, Delos y, en la propia Italia, en Roma, Minturna y Sinuessa- , nœcleosm‡s o menos numerosos de esclavos intentaron emular la suerte de los sicilianos. Un ejŽrcitode 8.000 hombres se dej— vencer por las fuerzas de Euno, lo que oblig— al propio c—nsul de134, Fulvio Flaco, a hacerse cargo del mando. Sin lograr el total sometimiento, el nuevo

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c—nsul de 133, Calpurnio Pis—n, vino a reemplazarle, pero s—lo el siguiente, Publio Rupilio,consigui— la deÞnitiva victoria en 132, cuando, tras la ca’da de Tauromenion, el nœcleo delreino, Enna, pudo ser conquistado. Pero aœn hubieron de llevarse a cabo operaciones delimpieza para acabar con las partidas en que el antiguo ejŽrcito servil se hab’a disgregado.

3.2.2. El car‡cter de las guerras serviles.  Por encima del anecdotario de los acontecimientos, que, en circunstancias similares, serepetir‡n en 104, interesa conocer la estructura y rasgos caracter’sticos de estas revueltas,

para asegurar su alcance y signiÞcado. En primer lugar, llama la atenci—n, junto a suconcentraci—n en el tiempo, su falta de contenido ideol—gico. Es caracter’stico el hecho deque los sublevados nunca pretendieron la eliminaci—n de la esclavitud. ƒsta se considerabaobvia; el motor de la lucha no es otro que liberarse de sus due–os, a los que se hace sumaria

 justicia o se les utiliza en la fabricaci—n de armas. Pero, superado el primer momento devenganza, con los excesos t’picos de cualquier revoluci—n, se hace necesaria unaorganizaci—n. Sin un modelo propio al que recurrir, se echa mano del que ofrece la monarqu’ahelen’stica, de donde procede el cabecilla y, sin duda, gran parte de los sublevados. La copiaes Þel en todos sus atributos, incluso el de acu–aci—n de moneda propia. Pero este remedode la monarqu’a helen’stica no incluye un nuevo orden social. S—lo aspira a la independencia,a la subversi—n del orden establecido, no a la superaci—n del mismo. Caen por su base los

intentos de dar a la sublevaci—n el contenido de un antiguo socialismo o comunismo; menosaœn, considerarla como un frente popular revolucionario contra el capital y la burgues’a. En elmovimiento, no es solidario todo el conjunto de esclavos: s—lo toman parte en Žl los agr’colas;los urbanos, por su parte, en un primer momento, preÞeren la esperanza en una liberaci—nlegal por sus due–os, movidos por intereses totalmente distintos, y, por supuesto, tampocofaltan los traidores, vendidos a los propietarios de esclavos. En cuanto a la participaci—n delelemento libre desclasado de las ciudades, ni se integra en el movimiento liberador, ni hacecausa comœn con los propietarios de esclavos; se limita a sacar provecho de la situaci—nca—tica. Y as’, mientras los esclavos protegen la peque–a propiedad agr’cola, los libresarrasan y someten a pillaje sin distinci—n tierras y bienes.  Uno de los elementos que m‡s ha contribuido a suscitar esta imagen de rebeli—n

generalizada de la clase servil contra los esclavistas es, precisamente, el hecho de que, desu localizaci—n en Sicilia, el movimiento salta a Italia y al Egeo. Aparte de que Siciliatradicionalmente es un puente de comunicaci—n, ligado por intereses comerciales, tanto almundo helen’stico, como a la pen’nsula, no hay que olvidar que en la AntigŸedad eranprecisamente los esclavos los portadores de noticias. Como una autŽntica conspiraci—n, eleco de la rebeli—n se extendi— entre grupos de esclavos, de forma tan eÞcaz comocomplicada. Pero, adem‡s, hay que tener en cuenta la similitud de las circunstancias y, comoconsecuencia, de actitudes, una vez conocido el ejemplo siciliano. M‡s que una conspiraci—na nivel mundial, debemos ver, en ello, una reacci—n en cadena. En este contexto, interesasubrayar en la guerra siciliana el papel de la propaganda. Los esclavos realizan una agitaci—nconsciente, que no ahorra ni siquiera la representaci—n de mimos para atraer a su causa a

nuevos correligionarios, especialmente, los esclavos de las ciudades; naturlmente, lospropietarios tratan de contrarrestarla con propaganda en sentido contrario. 

Por lo que respecta a la lucha en s’, llama la atenci—n su extensi—n en el tiempo, sitenemos en cuenta el relativamente escaso nœmero de conjurados frente al aparato militarque pod’a poner en movimiento Roma. Pero, en ello, intervienen varios factores y, en primerlugar, el car‡cter de lucha a muerte, subrayado por el propio estado, para quien la guerraservil no pasa de ser una represi—n de bandoleros y, como tal, sin cuartel. Puesto que eldestino de los esclavos s—lo pod’a ser ya, una vez sublevados, la liberaci—n o la cruz, ladesesperaci—n supl’a la falta de t‡ctica. Por otro lado, esta misma ausencia de t‡cticadesarrolla parad—jicamente la œnica verdaderamente eÞcaz, dadas las circunstancias: lalucha de guerrillas, contra la que un ejŽrcito regular s—lo puede actuar batiendo larga y

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penosamente todo el territorio. El car‡cter de esta guerrilla se subraya aœn por la utilizaci—n,no s—lo de armas en estricto sentido, sino de cualquier instrumento contundente: hachas,hondas, hoces, palos endurecidos al fuego e, incluso, espeteras. 

Tarde o temprano, el movimiento hab’a de quedar sofocado, pero la guerra servil deSicilia, como, posteriormente, la de Þnales de siglo o el movimiento de Espartaco, ser‡nelementos desestabilizadores de la pol’tica interior romana, que potenciar‡n en grado nodespreciable la crisis del estado. Basta s—lo con recordar que este primer movimiento tienesu punto ‡lgido precisamente durante el tribunado de Graco, retrasando y encarececiendo el

necesario abastecimiento de trigo a Roma y aumentando la atm—sfera de inseguridad,inquietud, tensiones y nerviosismo, factores sin los cuales se hace dif’cilmente comprensiblela escalada de violencia que conducir‡ a la muerte del tribuno.

3.3. La crisis urbana.

3.3.1. El crecimiento urbano en la Žpoca de expansi—n   El enorme crecimiento de la poblaci—n de Roma, en las condiciones del siglo II a. C. ydado el estrecho margen temporal en que se hab’a producido, apenas pudo dar tiempo a la

creaci—n de las infraestructuras necesarias a las nuevas condiciones. La consecuenciaprincipal de este anormal crecimiento ser‡ la impotencia de la administraci—n para subvenir almantenimiento de las masas ciudadanas cuando, por cualquier circunstancia, se produzca uncambio desfavorable de la coyuntura. De todos modos, las condiciones de la primera mitaddel siglo II no parec’an ofrecer motivos de preocupaci—n, en una Žpoca caracterizada, comovimos, por la euforia de una expansi—n creciente y por la masiva aßuencia de riquezas enmanos pœblicas y privadas, que r‡pidamente encontraron inversi—n, sobre todo, en el sectorde la construcci—n, al tiempo que se multiplicaban los servicios que requer’a el lujo privado ylas contratas pœblicas: abastecimiento de ejŽrcitos, construcciones navales... Sabemos que elprimer tercio del siglo II, si excluimos un corto per’odo deßacionario en los tardios 80 ydŽcada del 70, fue una Žpoca de inßaci—n, producida por la creciente circulaci—n de dinero,

que posibilit— la extensi—n de los puestos de trabajo. Sobre todo, los a–os posteriores a laanexi—n de Macedonia y a la destrucci—n de Corinto y Cartago contemplaron un gigantescoprograma de construcciones pœblicas, entre las que se pueden citar el aqua Marcia ,acueducto para el abastecimiento de aguas a la ciudad, el pons Aemilius , la fortiÞcaci—n delJan’culo y el levantamiento o restauraci—n de numerosos templos con materiales costosos,como m‡rmol y oro.

3.3.2. La recesi—n econ—mica y su reßejo urbano. 

Aunque las fortunas privadas, espoleadas por el nuevo estilo de vida, eran propicias a lainversi—n, la poblaci—n era dependiente, sobre todo, del gasto pœblico, que, como es l—gico,pod’a poner en movimiento mayor cantidad de masa monetaria y beneÞciar, por tanto, a

mayor cantidad de trabajadores. Y precisamente en este ‡mbito, tras la coyuntura favorablede los a–os 140, se produjo una fuerte recesi—n del gasto pœblico en los a–os posteriores a138, que conocemos y podemos determinar de acuerdo con la estad’stica de las acu–acionesmonetarias, que, pr‡cticamente, cesan durante estos a–os y cuyas causas son, sobre todo,de pol’tica exterior. Frente a las guerras provechosas que hab’an caracterizadso los primerosdos tercios del siglo II, el estado romano se vio enfrentado, por primer vez y en varios frentes,a enemigos sobre los que no pod’a desarrollar una guerra de depredaci—n, pero cuyaresistencia era preciso aplastar a cualquier precio para mantener la trayectoria que hab’ainformado la l’nea pol’tica exterior desde comienzos de siglo. Concretamente, este problemaexterior estaba representado por las campa–as contra los escordiscos, de un lado; del otro, lacancerosa guerra de Hispania, que ven’a prolong‡ndose, sin posibilidad de soluci—n,

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ininterrumpidamente desde quince a–os atr‡s, con necesidad creciente de inversiones enhombres y dinero y, seguramente, en contrapartida, con una contracci—n del normal tributo delas provincias hispanas y de las barras de metal precioso de sus minas. Pero en estasituaci—n, fue todav’a nefasto que, en 136/135, explotara la rebeli—n de esclavos de Sicilia,que sustrajo a la capital gran parte de los necesarios abastecimientos de trigo de que eradependiente para la alimentaci—n de la poblaci—n.  Roma sœbitamente se vio aplastada por dos problemas, que, al incidir mutuamente, sepotenciaban: la reducci—n de las oportunidades de empleo, no s—lo las dependientes del

gasto pœblico, sino tambiŽn del ligado a la empresa privada, puesto que la crisis exteriorhab’a supuesto una recesi—n del comercio; paralelamente, la subida galopante de los preciosdel pan, alimento de primera necesidad que sœbitamente se hab’a encarecido.  La magnitud del problema que esta situaci—n creaba para amplias masas de la poblaci—nde Roma, puede calibrarse m‡s exactamente si pensamos en las condiciones de emigraci—na la ciudad, en cierto modo, similares a las modernas, sin alojamientos apropiados, api–adosen suburbios carentes de la m’nima infraestructura y sometidos a las inhumanas leyes de laespeculaci—n del suelo. Pero, para los trabajadores, el espejuelo de la prosperidad y de lasposibilidades econ—micas que ofrec’a la ciudad se ve’a sometido a fuertes restricciones. Enun mundo laboral primitivo, bajo la presi—n de una inßaci—n creciente, la subida de los preciosnunca se correspond’a a la de los salarios y, por ello, incluso en Žpoca de expansi—n, los

 jornaleros deb’an ajustarse a equilibrios, que se derrumbaron en estos a–os de depresi—n, enlos que, con mayor desempleo y creciente especulaci—n de art’culos de primera necesidad,una buena parte de la poblaci—n de Roma se vio abocada al hambre y la miseria.  La doble tenaza del alza de precios -aœn potenciada por las diÞcultades que la pirater’aimpon’a al abastecimiento del trigo procedente de otros puntos del Mediterr‡neo- y deldesempleo, apenas pod’an paliarse con la caridad a que, con Þnes pol’ticos, acostumbrabanlas grandes casas, o con el trabajo temporero en el campo o en la ciudad, sometido a lafuerte competencia del trabajo servil. Las masas condenadas a la muerte por inanici—npod’an transformar f‡cilmente su resignaci—n en voluntad de acci—n desesperada. Y es enestas condiciones, en la Roma de 134, cuando se producen las elecciones para el tribunadode la plebe, que llevan a Tiberio Graco a la escena pol’tica.

3.4. Las facciones nobiliarias y la lucha pol’tica. 

En p‡ginas anteriores hemos intentado describir el complicado juego sobre el que semueve la vida pol’tica romana, constituido por grupos de conexiones cambiantes, deincesantes combinaciones, que actœan a impulsos de intereses personales y familiares.Concretamente, el an‡lisis de los a–os 40 y 30 del siglo II, con toda su pobreza deinformaci—n, es suÞciente para revelar la existencia de tres grupos mayores, que luchan porla supremac’a en la clase dominante, grupos que no excluyen la existencia de otros menores,satŽlites o independientes, que, basculando entre aquŽllos, mediatizan y matizan su acci—n.Es la factio  m‡s importante la que tiene a P,. Cornelio Escipi—n Emiliano como cabeza visibley como aglutinante de un "c’rculo" de intelectuales, entre los que se cuentan nombres como

los de Polibio, Panecio, Terencio o Lucilio. La personalidad de Escipi—n, compleja y oscura, amenudo idealizada hasta la heroizaci—n -baste como ejemplo el De republica   de Cicer—n-,condensa la grandeza y miseria de una tradici—n aristocr‡tica que, al menos, en suspretendidos modelos, estaba perdiendo vigencia y raz—n de ser. Su grupo inclu’a, entre otros,los nombres de Calpurnio Pis—n, Q. Mucio EscŽvola, Q. Fabio Emiliano -el hermano deEscipi—n-, o C. Lelio, su m‡s ’ntimo amigo y colaborador. Frente a esta factio , seindividualizan los grupos capitaneados por Q. Cecilio Metelo Maced—nico y Apio ClaudioPulquer, que, sin formar un frente comœn "antiescipi—n", combaten por igual, aunque pordistintas causas, su acci—n pol’tica. En s’, no se trata de una pr‡ctica nueva, ya queconocemos luchas internas de este tipo pr‡cticamente desde el propio nacimiento de lanobilitas . Pero, en los a–os centrales del siglo II, la diferencia -y la diferencia peligrosa para el

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mantenimiento de la supremac’a senatorial- est‡ en que la pugna trasciende del seno de lanobleza y desvela las debilidades internas del grupo y su propia falta de cohesi—n. Sedescubre la posibilidad de hacer pol’tica contra el senado, precisamente en dif’cilesmomentos en los que se acumulan problemas de real contenido social o econ—mico. Sinembargo, lo radical es que, para la consecuci—n de esta pol’tica, se interesa al pueblo, a sus—rganos de expresi—n, las asambleas populares, y a sus representantes legales, los tribunosde la plebe. De golpe, la sociedad romana se politiza, tras largos a–os de aquiescencia a lasconsignas de la nobilitas . Esta politizaci—n, sin embargo, responde a impulsos y necesidades

no s—lo distintos, sino contradictorios en la direcci—n pol’tica y en la base.  Frente a la crisis y a la inestabilidad suscitadas por la evoluci—n econ—mica y por ladesafortunada pol’tica exterior, que acorrala en la miseria y el hambre a amplias masas de lasociedad, la aristocracia, empujada en la inercia de una cadena infernal, se ve obligada amantener la guerra, de donde saca las fuentes de su prestigio y de su riqueza. As’, emprendeuna carrera desesperada por la consecuci—n de mandos, antesala del triunfo, en la que lasrelaciones de la aristocracia se emponzo–an y embrutecen, salpicando en su pugna al restode la sociedad, que, si no comprende la esencia de la lucha, apoya o combate a suspaladines ciega y, por ello, m‡s ferozmente.3.4.1. La emancipaci—n del tribunado de la plebe y su instrumentaci—n pol’tica . 

En esta situaci—n, uno de los aspectos m‡s inquietantes es la llamada emancipaci—n del

tribunado de la plebe, en conexi—n, sobre todo, con las diÞcultades de reclutamientoproducidas por la guerra de Hispania.  Hab’amos visto c—mo el tribunado de la lebe, tras perder su car‡cter popular, hab’a sidoneutralizado por el senado, hasta propiciar incluso una colaboraci—n creciente de estapeculiar magistratura con la suprema instancia del estado. Las nuevas condiciones pol’ticas yecon—micas vinieron a introducir una Þsura en una cohesi—n que, pr‡cticamente, hab’adurado m‡s de medio siglo. Esta Þsura fue ocasionada por la cuesti—n, ya observada, de losreclutamientos. Tras tres ruinosas campa–as en la pen’nsula ibŽrica, desde la iniciaci—n de laguerra celt’bero-lusitana en 154, la clase de ciudadanos que nutr’a los reclutamientos ofreci—resistencia abierta a la leva en 151 y apel— a la protecci—n de los tribunos, que, ante lainßexibilidd de los c—nsules encargados de llevarla a cabo, como ya sabemos, no se

detuvieron ni siquiera ante medidas como su encarcelamiento. 

El incidente, repetido en los a–os siguientes, ser‡ la se–al de partida de un nuevoper’odo, casi olvidado en la historia de la instituci—n desde los d’as de Flaminino, de unrenacimiento de la iniciativa del tribunado de la plebe, como instancia ejecutiva y legislativade protecci—n del pueblo contra los magistrados y contra la instituci—n senatorial. Pero estepapel no pudo mantenerse independiente de las luchas pol’ticas en las que se debat’a lapropia nobleza senatorial y se convirti— en instrumento de una u otra facci—n para olvidar suÞn inmediato. Y precisamente, de esta instrumentalizaci—n, sacar’a partido el clan deEscipi—n, utiliz‡ndolos ampliamente para sus Þnes en un programa que, para mantener lasupremac’a sobre la oligarqu’a y sobre el propio estado, no dud— en sostenerse en el apoyopopular, en alimentar los deseos de las masas y combatir, contradictoriamente, con acciones

y leyes, los propios fundamentos del sistema en que se basaba su misma autoridad. 

Pero, independiente o instrumentado, el tribunado de la plebe volvi— a hacer oir su vozfrente al senado, apoy‡ndose en las asambleas populares y dado origen a una nuevaactividad legislativa plebiscitaria, en ocasiones en conßicto con la autoridad de la alta c‡mara.As’, en 145, el tribuno C. Licinio Craso, propuso un proyecto de ley para que los colegiossacerdotales se completaran por voto popular, en lugar de hacerlo, como hasta entonces, porcooptaci—n entre sus miembros. Si bien el proyecto fue rechazado, interesa subrayar lademagogia de su contenido, destinado a halagar al pueblo con cuestiones intrascendentesfrente a sus acuciantes problemas, apelando todav’a a teatrales innovaciones de forma,como la de conducir al pueblo al Foro para presentar all’ la ley, en lugar de hacerlo en elmarco tradicional del comitium , donde el senado contaba con un espacio preferencial.

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  En cambio, claro contenido popular o, al menos, un duro golpe para la oligarqu’asigniÞcar‡n las leges tabellariae , presentadas en 139 y 137, respectivamente, por los tribunosGabinio y L. Casio, por las cuales se introduc’a el voto secreto en las elecciones de losmagistrados y en los juicios populares, con excepci—n de los casos de alta traici—n(perduellio ). No hay duda de la mano de Escipi—n tras estas propuestas, que, despuŽs de suaprobaci—n, dieron una mayor independencia al pueblo frente a la nobilitas , la cual no pudoseguir haciendo uso de los numerosos medios de presi—n para inclinar la opini—n de losvotantes. Por supuesto, aunque en la tradici—n de la tard’a repœblica el gesto de Escipi—n lo

coloc— en la l’nea de los pol’ticos populares , sus razones al propugnar la ley apenaspersegu’an otros intereses que los personales, ya que, sabiŽndose con el apoyo popular,sustra’a a sus enemigos una importante arma pol’tica. El pueblo ten’a otros problemas m‡sacuciantes y m‡s elementales que el sutil juego en el que estaba entrando sin apenasentrever sus hilos, y, si bien los pol’ticos los conoc’an perfectamente, fracas— el intento deltribuno C. Curiacio, en 138, de hacer frente al fantasma del hambre que se cern’a sobreamplias masas de la ciudad, ocasionado por la escasez de trigo, mediante la compra aexpensas pœblicas de grano, por el rechazo en bloque del estamento senatorial. De igualmanera, unos a–os antes -la fecha no est‡ totalmente asegurada entre 151, 145 — 140-, C.Lelio, el Þel colaborador de Escipi—n y, sin duda, en este caso, su hombre de choque, se vioobligado a retirar, ante la actitud del senado, un proyecto de ley agraria, cuyos detalles

desconocemos, que pretend’a repartos de tierra, seguramente, entre los antiguos soldadosde Escipi—n.  Pero el resbaladizo problema agrario ya estaba en la palestra. Y ser‡ recogido por unode los clanes opuestos a Escipi—n, el de C. Claudio Pulquer, que utilizar‡ para airearlo denuevo el entusiasmo y las dotes personales de un joven arist—crata, tambiŽn enfrentado aEscipi—n por cuestiones personales, Tiberio Sempronio Graco. 

En unas circunstancias especialmente inquietantes -guerra en Hispania y Sicilia,diÞcultades de reclutamiento, recesi—n econ—mica general, graves problemas sociales en laUrbe y en el campo, intensas rivalidades pol’ticas en el seno de la aristocracia, manipulaci—nde los tribunales y de las asambleas populares-, llegar‡ as’ Tiberio Graco, en 133, altribunado de la plebe. Su gesti—n revolucionaria, en la que cristalizan los antagonismos que

llevaban incub‡ndose a–os atr‡s, abrir‡ una nueva Žpoca de la historia de Roma: la crisis dela repœblica. 

APENDICESELECCION DE TEXTOS

Texto 1El objeto de las Historias  de Polibio. 

Si los autores que me han precedido hubieran omitido el elogio de la historia en s’, sinduda ser’a necesario que yo urgiera a todos la elecci—n y transmisi—n de tratados de este

tipo, ya que para los hombres no existe ense–anza m‡s clara que el conocimiento de loshechos pretŽritos. Pero no s—lo algunos, ni de vez en cuando, sino que pr‡cticamente todoslos autores, al principio y al Þnal, nos proponen tal apolog’a; aseguran que del aprendizaje dela historia resultan la formaci—n y la preparaci—n para una actividad pol’tica; aÞrman tambiŽnque la rememoraci—n de las peripecias ajenas es la m‡s clarividente y la œnica maestra quenos capacita para soportar con entereza los cambios de fortuna. Es obvio, por consiguiente,que nadie, y mucho menos nosotros, quedar’a bien si repitiera lo que muchos han expuestoya bellamente. Porque la propia originalidad de los hechos acerca de los cuales nos hemospropuesto escribir se basta por s’ misma para atraer y estimular a cualquiera, joven yanciano, a la lectura de nuestra obra. En efecto, Àpuede haber algœn hombre tan necio ynegligente que no se interese en conocer c—mo y por quŽ gŽnero de constituci—n pol’tica fue

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derrotado casi todo el universo en cincuenta y tres a–os no cumplidos, y cay— bajo el imperioindisputado de los romanos? Se puede comprobar que antes esto no hab’a ocurrido nunca.ÀQuiŽn habr‡, por otra parte, tan apasionado por otros espect‡culos o ense–anzas quepueda considerarlos m‡s provechosos que este conocimiento?  La originalidad, la grandeza del argumento objeto de nuestra consideraci—n puedecomprenderse con claridad insuperable, si comparamos y parangonamos los reinos antiguosm‡s importantes, sobre los que los historiadores han compuesto la mayor’a de sus obras,con el imperio romano. He aqu’ los reinos que merecen esta comparaci—n y parang—n: en

cierta Žpoca los persas consiguieron un gran reino, un gran imperio, pero siempre que searriesgaron a cruzar los l’mites de Asia pusieron en peligro no s—lo este imperio, sino suspropias vidas. Los lacedemonios pugnaron largo tiempo para hacerse con la hegemon’asobre los griegos, y cuando, al Þn, lo consiguieron, lograron conservarla indiscutidamentedoce a–os escasos. Los macedonios dominaron Europa desde las orillas del Adri‡tico hastael r’o Danubio, lo que, en su totalidad, parecer’a una peque–a parte del territorio aludido.Pero, posteriormente, aniquilaron el poder’o persa y se anexionaron el imperio de Asia. Sinembargo, aunque dieron la impresi—n de que se hab’an apoderado de muchas regiones ymuchos estados, dejaron la mayor parte del universo en poder de otros, porque no selanzaron nunca a disputar el dominio de Sicilia, ni de Cerde–a, ni el de Africa, y en cuanto alos pueblos occidentales de Europa, belicos’sismos, dig‡moslo escuetamente: ni siquiera los

conocieron. En cambio, los romanos sometieron a su obediencia no algunas partes delmundo, sino a Žste practicamente ’ntegro. As’ establecieron la supremac’a de un imperioenvidiable para los contempor‡neos e insuperable para los hombres del futuro. Pordescontado: estos temas se entender‡n mejor, en su mayor parte, por medio de esta obram’a, la cual har‡ ver tambiŽn m‡s claramente, por su propia naturaleza, hasta quŽ punto lascaracter’sticas de la historia pol’tica ayudan a los estudiosos. 

En cuanto a la cronolog’a, el inicio de nuestro trabajo lo constituir‡ la olimp’ada cientocuarenta. Los hechos hist—ricos comenzar‡n, entre los griegos, por la llamada Guerra Social,la primera que Filipo, hijo de Demetrio y padre de Perseo, emprendi— contra los etolios,apoyado por los aqueos; entre los habitantes del Asia, por la guerra de Celesiria, que sehicieron mutuamente Ant’oco y Ptolomeo Filop‡tor. En lo tocante a los pa’ses de Italia y de

Africa, lo formar‡ la guerra que estall— entre romanos y cartagineses, llamada por la mayor’aguerra Anib‡lica. Estos hechos son continuaci—n de los œltimos que se narran en el tratado deArato de Sici—n. En las Žpocas anteriores a Žsta, los acontecimientos del mundo estabancomo dispersos, porque cada una de las empresas estaba separada en la iniciativa deconquista, en los resultados que de ellas nac’an y en otras circunstancias, as’ como en sulocalizaci—n. Pero a partir de esta Žpoca la historia se convierte en algo org‡nico, los hechosde Italia y los de Africa se entrelazan con los de Asia y con los de Grecia, y todos comienzana referirse a un œnico Þn. Por esto hemos establecido en estos acontecimientos el principio denuestra obra, porque en la guerra mencionada los romanos vencieron a los cartagineses, y,convencidos de haber logrado ya lo m‡s importante y principal de su proyecto de conquistauniversal, cobraron conÞanza entonces por primera vez para extender sus manos al resto: se

trasladaron con sus tropas a Grecia y a los pa’ses de Asia. 

Si estos estados que se disputaron la soberan’a mundial nos fueran familiares yconocidos, no ser’a necesario, naturalmente, que nosotros escribiŽramos los sucesosanteriores, y que describiŽramos el prop—sito o el poder con que se lanzaron y emprendieronacciones tan grandes e importantes. Pero como la mayor’a de los griegos desconoce elpoder que anta–o tuvieron romanos y cartagineses, e ignoran sus haza–as, hemos cre’doindispensable redactar este libro y el siguiente como introducci—n a nuestra Historia . As’ elque se dedique a la investigaci—n de los hechos actuales se evitar‡ diÞcultades en cuanto alper’odo anterior, y no deber‡ indagar las resoluciones, las fuerzas y los recursos que usaronlos romanos cuando se lanzaron a esas operaciones que les convirtieron en se–ores -mereÞero a nuestra Žpoca- de todo el mar y toda la tierra. Bien al contrario: los que usen estos

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dos libros y la introducci—n que contienen, ver‡n muy claro que los romanos se arrojaron atales empresas con medios sumamente razonables, y que por ello lograron el imperio y elgobierno de todo el mundo.(Polibio, I, 1-3. Traducci—n de M. Balasch, POLIBIO, Historias. Libros I-IV , Ed. Gredos,Madrid, 1981).

  Presenta Polibio en este fragmento -el comienzo de sus Historias -, elhilo conductor de su obra, un poco m‡s adelante (3,4) expresado como intento de "escribir el

c—mo, el cu‡ndo y el por quŽ todas las partes conocidas del mundo habitado vinieron a caerbajo la dominaci—n romana".  Polibio, l’der pol’tico de la liga aquea, fue deportado a Italia, en 167 a. C., en relaci—n conla œltima fase de la lucha por la independencia griega. En Roma, tuvo ocasi—n de entrar encontacto con la oligarqu’a dirigente romana y, en concreto, con el c’rculo cultural Þlheleno delos Escipiones, y, en la ciudad, concibi— el proyecto de hacer objeto de su investigaci—nhistoriogr‡Þca el proceso, los modos y las razones que condujeron al estado romano aconvertirse en potencia mundial, un caso œnico, para Žl, en la historia de la Humanidad.

Para Polibio, este proceso, no alcanzado hasta entonces por ningœn imperio conocido -Persia, Esparta y Macedonia- , fue cumplido por Roma a partir de un cierto momento, lavictoria de Zama sobre los cartagineses, y llevado a tŽrmino en cincuenta y tres a–os, desde

el 220 al 167, fecha de la victoria sobre el rey Perseo de Macedonia. Estaba convencido deque se trataba de un proceso conscientemente perseguido, formulado y llevado a la pr‡cticacomo proyecto unitario de conquista de la hegemon’a mundial.Su concepci—n historiogr‡Þca muestra una poderosa capacidad para racionalizar y encuadrarlos hechos hist—ricos en una perspectiva unitaria. Pr—ximo, como se encontraba a losacontecimientos narrados -cuando no directamente incluido en ellos-, pod’a comprender,narrar y juzgar los hechos con una perspectiva inmediata, pero tambiŽn con un elementouniÞcador: la programada conquista de la hegemon’a mundial por parte de Roma seconvierte en sus Historias   en el aglutinante de tramas hist—ricas, que, antes desunidas eindependientes, transforman su obra en una autŽntica "historia universal".  Pero esta creencia en la persecuci—n consciente de un imperio mundial, hacen de Polibio

la piedra de toque para todo aquel que se enfrenta con la cuesti—n del "imperialismo "romano. Polibio, de acuerdo con la concepci—n de Tuc’dides, considerada que en todapotencia existe una decidida voluntad expansionista, tendente para sobrevivir a conquistarprogresivos dominios. Un imperialismo no puede dejar pasar la oportunidad de extendersecada vez m‡s, porque el cese de las conquistas indicar’a el adormecimiento del resorte moralque lo impulsa. Pero, si es cierto que el imperialismo no tiene l’mites, es dif’cil que seproponga de entrada la conquista del mundo entero. En principio, se conforma con elhorizonte geogr‡Þco y pol’tico proporcionado a sus fuerzas. Pero el deseo crece con el poder,y el pueblo que se lanza a la aventura, raramente renuncia a desear la hegemon’a, si seencuentra con las fuerzas suÞcientes, porque la conquista de un sistema genera el deseo decrear un nuevo sistema m‡s grande.

 

As’ explica Polibio las etapas del imperialismo romano como cambios de mentalidadcolectiva consecutivos al aumento de poder. En un principio, Roma comienza por someteruna parte de Italia, hasta considerar que toda la pen’nsula les deb’a pertenecer por derecho.Y el segundo cambio psicol—gico se produce tras las guerras pœnicas, que, combatidas a ladefensiva, generan, tras la victoria, nuevos deseos de expansi—n concordes con la nuevapotencia adquirida. En frase de Polibio (15, 9), "que la victoria no s—lo har’a a los romanos losdue–os de Africa, sino que les asegurar’a la dominaci—n absoluta sobre todos los pueblos dela tierra". 

En la excesiva generalizaci—n del tŽrmino "imperialismo", con la que, trasponiendoconceptos del mundo contempor‡neo, se etiqueta la expansi—n romana en el Mediterr‡neo,es preciso tener en cuenta las deÞniciones y valoraciones de tal fen—meno que proporciona el

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gran historiador griego, como primer elemento para la recomposici—n del cuadro hist—rico dela expansi—n romana.

Es cierto que Polibio no ha dado un an‡lisis preciso de la din‡mica del imperialismo, esdecir, de los factores que han producido este imperialismo en Roma y, por tanto, de lasfuerzas sociales y pol’ticas que la han impulsado por el camino de la expansi—n, as’ como delos motivos econ—micos, o coyunturales incluso, que han encaminado en esa direcci—n en elinterior de la sociedad romana. Pero s’ ha presentado el mecanismo de la conquista, por unlado, y , por otro, las formas que asume el predominio de Roma. Porque Polibio ha elegido

como objeto historiogr‡Þco un tema pol’tico-militar, una narraci—n de pol’tica exterior: laextensi—n del dominio de Roma sobre casi todo el mundo habitado. Y, por ello, investigasobre las causas pol’ticas y psicol—gicas de las guerras emprendidas por Roma y sobre lasresponsabilidades en el surgir de los conßictos, al tiempo que establece una ligaz—n de tipomec‡nico entre las diversas guerras en las que intervino Roma, a partir de la primera guerrapœnica. En todo caso, el historiador griego se revela como un testimonio de primeraimportancia para la recomposici—n del cuadro hist—rico de conjunto del imperialismo romano.

Otros textos para comentario

Texto 2Las causas de la segunda guerra pœnica[6]  Algunos de los que han tratado las gestas de An’bal, queriendo se–alar las causas porlas que estall— la citada guerra entre cartagineses y romanos, presentan como primera causael sitio de Sagunto por los cartagineses y como segunda causa el paso de Žstos, en contrade los tratados, del r’o que los naturales del pa’s llaman Ebro. Por mi parte, yo dir’a que loscomienzos de la guerra fueron Žstos, pero en modo alguno convendr’a en que las causasfueron Žsas...[8] El historiador Fabio nos dice que, adem‡s de la injusticia cometida contralos saguntinos, la causa de la guerra de An’bal fue la avaricia y la ambici—n de poder deAsdrœbal, ya que Žste, habiendo conseguido una gran preponderancia en los territorios deEspa–a, se present— despuŽs en Africa y se propuso abolir las leyes establecidas y cambiar

la monarqu’a el rŽgimen de gobierno de los cartagineses. Pero los personajes importantesdel gobierno previeron sus intenciones y se pusieron de acuerdo para oponŽrsele; y Asdrœbal,desconÞando de su plan, parti— de Africa y en adelante dirigi— ya los asuntos de Espa–a a suantojo, sin hacer caso al senado cartaginŽs. An’bal, que hab’a sido desde adolescentecolaborador y admirador de la conducta de Asdrœbal y que entonces recibi— de sus manos elmando de Espa–a, sigui— en sus actuaciones el mismo mŽtodo que aquŽl. Esta era la raz—nde que Žste emprendiera la guerra contra los romanos segœn su propia iniciativa y en contradel parecer de los cartagineses...[9]...Sea de esto lo que fuere, tenemos que considerar quela guera entre los romanos y los cartagineses (de aqu’, en efecto, parti— nuestra digresi—n)tuvo como causa primera el odio de Am’lcar, de sobrenombre Barca, que fue el padre naturalde An’bal. Am’lcar, en efecto, no se sinti— vencido en su esp’ritu por la guerra de Sicilia,

porque le parec’a que hab’a conservado intacto en sus fuerzas de Erice el ardor de que Žlmismo estaba animado y, aunque por causa de la derrota naval de los cartagineses,cediendo a las circunstancias, hab’a tenido que hacer un tratado, persist’a en su c—lera,aguardando siempre el momento de la acci—n; y, si no se hubiera producido la revuelta de losmercenarios contra los cartagineses, en lo que de Žl depend’a, al punto habr’a reanudado lasoperaciones y los preparativos. Pero lo detuvieron antes los disturbios internos y a ellosdedic— su actividad.(Polibio, 3, 6-9. Traducci—n de C. Rodr’guez Alonso, POLIBIO, Historias (Pasajesseleccionados), Madrid, Akal, 1986).

- Tratado del Ebro.

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- Ataque de An’bal a Sagunto.- Guerra de revancha de los Barca.

Texto 3Las causas de la segunda guerra maced—nica y preparaci—n diplom‡tica.  A la paz con Cartago sigui— la guerra con la Macedonia, guerra que en nada puedecompararse a la que hemos descrito, ni en peligros, ni en el talento del general, ni en el valorde los soldados, pero sobre la cual derraman cierto resplandor la fama de los antiguos reyes

de aquella comarca, la gloria de una naci—n antigua y la extensi—n de un imperio queconquist— en otro tiempo, por la fuerza de las armas, gran parte de Europa y una parte m‡sgrande aœn del Asia. Comenzada contra Filipo unos diez a–os antes, hac’a tres que hab’acesado por la intervenci—n de los etolios, que hicieron ajustar la paz despuŽs de haber sidocausa de la guerra. Encontr‡ndose al Þn libres los romanos por la paz con Cartago, y nopudiendo perdonar a Filipo el haber violado los tratados relativos a los etolios y a los otrosaliados que Roma ten’a en Grecia, ni haber enviado en otro tiempo al Africa tropas y dinero aAn’bal y los cartagineses, cedieron a las instancias de los atenienses, cuyo territorio hab’atalado el rey de Macedonia, encerr‡ndoles en sus murallas, y comenzaron de nuevo lashostilidades.[2] Por la misma Žpoca llegaron legados de Atalo y de los rodios diciendo que trataban de

sublevar las ciudades del Asia. Contest‡ronles que el senado se ocupar’a en los asuntos deaquella comarca. La deliberaci—n acerca de la guerra de Macedonia se remiti— ’ntegra a losc—nsules que se encontraban en sus provincias. Entretanto, enviaron a Tolomeo, rey deEgipto, tres legados, C. Claudio Neron, M. Emilio LŽpido y P. Sempronio Tuditano, paraanunciar a aquel pr’ncipe la derrota de An’bal y de los cartagineses, y para darle gracias porhaber permanecido Þel a los romanos en el apurado momento en que les abandonaban hastasus aliados m‡s inmediatos. TambiŽn deb’an pedirle que, en el caso de que los romanos seviesen obligados por las injusticias de Filipo a hacerle la guerra, se dignase conservar alpueblo romano su antiguo afecto.(Livio, XXXI, 1-2).

- El tratado de Filipo V y An’bal.- La primera guerra maced—nica.- Injerencia romana en Grecia.- Petici—n de Rodas y PŽrgamo de ayuda a Roma.- Preparaci—n diplom‡tica de la segunda guerra contra Filipo.

Texto 4La paz con Filipo y la "proclamaci—n de la libertad" de Grecia por T. Quincio Flaminino.[30] A los pocos d’as llegaron los diez comisarios romanos, y despuŽs de convenir con ellos,dict— Quincio a Filipo las condiciones siguientes: "Todas las ciudades griegas de Europa yAsia gozar’an de su libertad y de sus leyes. Filipo retirar’a sus guarniciones de las que hab’a

tenido en su poder, y especialmente en el Asia de Euromea, Pedani, Bargilias, Iasso, Mirena,Abid—s, Tasos y Perinto, porque quer’a que fuesen libres tambiŽn. En cuanto a la libertad deCiano, Quincio escribi— a Prusias, rey de Bitinia, lo que el senado y los diez comisarioshab’an decidido. Filipo devolver’a a los romanos prisioneros y desertores; entregar’a todaslas naves cubiertas y adem‡s una galera real, que casi no pod’a utilizarse a causa de sutama–o y que s—lamente marchaba con ayuda de diecisŽis Þlas de remos. No tendr’a m‡s decinco mil hombres armados; no podr’a hacer la guerra fuera de Macedonia sin autorizaci—ndel senado, y pagar’a al pueblo romano mil talentos, la mitad al contado y la otra mitad encantidades iguales durante diez a–os".[32]  Acerc‡base la Žpoca Þjada para los juegos ’stmicos, solemnidad que ordinariamenteatra’a considerable multitud, tanto por la pasi—n que ten’an los griegos por aquellos

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cert‡menes en que luchaban todos los gŽneros de talento, de fuerza y de agilidad, como porla ventajosa situaci—n de Corinto, que, ba–ada por dos mares diferentes, pod’a llegarse a elladesde todos los puntos de Grecia. En esta ocasi—n la curiosidad general estaba mucho m‡sexcitada por la expectaci—n de la suerte que reservaban a Grecia y a cada pueblo enparticular; Žsta era, no solamente la preocupaci—n de todos los ‡nimos, sino tambiŽn el objetode todas las concersaciones. Los romanos asistieron al espect‡culo. Segœn costumbre, elpregonero avanz— con el mœsico en medio de la arena, donde ordinariamente anuncia laapertura de los juegos con un canto solemne; impuso silencio a la asamblea con el toque de

trompeta, y grit—: "El senado romano y el general T. Quincio, vencedor del rey Filipo y de losmacedonios, devuelven el goce de su libertad, de sus franquicias y de sus leyes a loscorintios, focidios, locrinos, a la isla de Eubea, a los magnetos, a los tesalios, a los perrebos ya los aqueos fciotas". Esta enumeraci—n comprend’a todos los pueblos que hab’an estadobajo la dominaci—n de Filipo. Cuando termin— el pregonero, la multitud experiment— unestremecimiento de regocijo. No se ten’a seguridad de haber oido bien; mir‡banseasombrados unos a otros, como si les dominasen las vanas ilusiones de un sue–o, noatreviŽndose ninguno a dar crŽdito a sus oidos y preguntando a sus vecinos. Llamaron alpregonero que hab’a anunciado la libertad de Grecia; quer’an oirle otra vez, y sobre todo,verle; el pregonero repiti— la proclama. Entonces, no pudiendo la multitud dudar de sufelicidad, expres— su alegr’a con gritos y aplausos, que f‡cilmente se comprend’a que para

ella el mejor bien de todos era la libertad...[33] Terminado el espect‡culo, todos rodearon algeneral romano; la agrupaci—n de aquella multitud que acud’a en torno de un hombre solopara estrecharle la mano, para arrojar coronas, ßores y cintas, estuvo a punto de poner enpeligro su vida...(Livio, XXXIII, 1-3).

- TŽrminos de la paz con Filipo V.

- Proclamaci—n de la libertad de Grecia por Flaminino.

Texto 5La paz de Apamea con Ant’oco III (188 a. C.)

 

Obtenida la victoria por los romanos en la batalla contra Ant’oco, y ocupado Sardes conalgunas ciudades, present—se a aquŽllos Museo en calidad de heraldo de parte de estepr’ncipe. Le recibi— Publio (Cornelio Escipi—n) con afabilidad, y dijo Museo que el rey, suse–or, quer’a enviarles embajadores para tratar con ellos...Al cabo de pocos d’as llegaronestos embajadores...Llamados al consejo, despuŽs de hablar con detenimiento de variascosas, exhortaron a los romanos a usar con moderaci—n y prudencia de sus ventajas;manifestaron que Ant’oco carec’a de estas virtudes, pero que deb’an ser preciosas en losromanos, a quienes la fortuna hab’a hecho due–os del universo. Preguntaron en seguida quŽdeb’a hacer aquel pr’ncipe para conseguir la paz y la amistad de los romanos, y despuŽs dealguna deliberaci—n, contest— Publio por orden del consejo: que los romanos victoriosos noimpon’an condiciones m‡s duras que antes de la victoria, y ser’an las ya ofrecidas a orillas

del Helesponto, a saber: que Ant’oco se retirar’a de Europa, y en Asia de toda parte de ac‡del monte Tauro; que dar’a a los romanos quince mil talentos euboicos por gastos de laguerra, quinientos inmediatamente, dos mil quinientos cuando el pueblo romano ratiÞcara eltratado, y el resto a raz—n de dos mil talentos anuales; que pagar’a a Eumeno loscuatrocienttos talentos que le deb’a y lo que le quedase de v’veres, conforme al tratadoefectuado con su padre; que entregar’a a los romanos a An’bal de Cartago, al etolio Teas, alacarnananio Mnasilico, a Fil—n y a Eubœlides de Calcis, y que, para seguridad del pacto, dar’aenseguida veinte rehenes, cuyos nombres recibir’a por escrito. Tal fue la respuesta de PublioEscipi—n en nombre del consejo. Zeuxis y Ant’pater aceptaron las condiciones. Decidi—seluego por unanimidad despachar comisionados a Roma para recomendar al pueblo y alsenado que aprobaran el tratado, y se separaron. Fueron distribuidas las tropas en cuarteles

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de invierno, y pocos d’as despuŽs llegaban los rehenes a ƒfeso. Eumeno, los dosEscipiones, los rodios, los esmirnianos y casi todos los pueblos de este lado del Tauro,dispusiŽronse a enviar inmediatamente embajadores a Roma.(Polibio, 21, 13).

- TŽrminos de la paz de Apamea.

- Expulsi—n de Siria del Mediterr‡neo.- Entrega a los romanos de An’bal.

Texto 6Los or’genes de la tercera guerra pœnica. Las consideraciones de Cat—n.[26] El œltimo acto pol’tico de Cat—n se cree haber sido la destrucci—n de Cartago, dando Þn ala obra Escipi—n el menor, pero habiŽndose movido la guerra por dictamen y consejo deCat—n con este motivo. Fue enviado Cat—n cerca de los cartagineses y de Massinisa, elnœmida, que ten’an guerra entre s’, a investigar las causas de este desavenencia; porqueŽste era desde el principio amigo del pueblo romano, y aquŽllos, despuŽs de la victoria quede ellos alcanz— Escipi—n, y de haber sido castigados con la pŽrdida del imperio del mar ycon un gran tributo en dinero, se hab’an obligado a serlo con solemnes tratados. Comoencontrase, pues, aquella ciudad no maltratada y empobrecida como se Þguraban los

romanos, sino brillante en juventud, abastecida de grandes riquezas, llena de toda especie dearmas y municiones de guerra, y que acerca de estas cosas no pensaba con abatimiento,pareci—le que no era raz—n aquella de que los romanos se cuidaran de arreglar los negocios yla rec’proca correspondencia de los nœmidas y Massinisa, sino m‡s bien de pensar en que sino tomaban una ciudad antigua enemiga, a la que ten’an grandemente irritada, y que sehab’a aumentado de un modo increible, volver’an a verse pronto en los mismos peligros.Regresando, pues, sin tardanza, hizo entender al senado que las anteriores derrotas ydescalabros de los cartagineses no habr’an disminuido tanto su poder como su inadvertencia;y era de temer que no los hubiesen hecho m‡s dŽbiles, sino antes m‡s inteligentes en lascosas de la guerra, pudiŽndose mirar los combates con los nœmidas como preludios de losque meditaban contra los romanos; y, por Þn, que la paz y los tratados eran un nombre que

encubr’a sus disposiciones de guerra, mientras esperaban la oportunidad.[27] DespuŽs de Žsto, d’cese que Cat—n arroj— de intento en el senado higos de Africa,desplegando la toga, y como se maravillasen de la hermosura y tama–o de ellos, dijo que latierra que los produc’a no distaba de Roma m‡s que tres d’as de navegaci—n. ReÞŽresetodav’a otra cosa m‡s fuerte, y es que siempre que daba dictamen en el senado sobrecualquier negocio que fuese, conclu’a diciendo: "Este es mi parecer, y que no debe existirCartago". Por el contrario, Publio Escipi—n, llamado Nasica, continuamente dec’a y votabaque deb’a existir Cartago; y es que, a mi entender, viendo a la plebe que por el engreimientoviv’a descuidada, y por la prosperidad y altaner’a era menos obediente al senado, y a laciudad toda se la llevaba tras de s’ dondequiera que se inclinase, le parec’a que el miedo aCartago era como un freno que moderaba el arrojo de la muchedumbre: estando en la

inteligencia de que el poder de los cartagineses no era tan grande que hubiera de subyugar alos romanos, ni tan peque–o que hubieran de ser mirados con desprecio. M‡s a Cat—n estomismo le parec’a peligroso, a saber: el que el pueblo ind—cil, y precipitado

 

por un granpoder, estuviera como amenazado de una ciudad siempre grande, y ahora atenta e irritadapor lo que hab’a sufrido, y el que no se quitara enteramente el miedo de una dominaci—nextranjera para respirar y poder pensar en el remedio de los males interiores. De este modose dice que Cat—n fue el autor de la tercera y œltima guerra contra los cartagineses.(Plutarco, Cat—n , 26-27).

- Desacuerdo de las facciones pol’ticas romanas sobre pol’tica

exterior.

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- Situaci—n interna de Africa.- Miedo al engrandecimiento excesivo del imperio de los c’rculos ilustrados.- Persecuci—n de una pol’tica expansionista del c’rculo catoniano.

Texto 7Brutalidades de los gobernadores Lœculo y Galba en Hispania.[51] Lœculo, que estaba deseoso de gloria y necesitado de dinero por causa de su penuria,realiz— una incursi—n contra los vacceos, otra tribu celt’bera, que eran vecinos de los

arŽvacos, sin haber recibido ninguna orden de Roma y sin que los vacceos hubieran hecho laguerra a los romanos, ni siquiera hubieran cometido falta alguna contra el mismo Lœculo.DespuŽs de cruzar el Tajo, lleg— a la ciudad de Cauca y acamp— frente a ella. Sus habitantesle preguntaron con quŽ pretensi—n llegaba o por quŽ motivo buscaba la guerra, y cuando lescontest— que ven’a en ayuda de los carpetanos, que hab’an sido maltratados por ellos, seretiraron de momento a la ciudad, pero le atacaron cuando estaba buscando madera yforraje. Mataron a muchos de sus hombres y a los dem‡s los persiguieron hasta elcampamento. Tuvo lugar tambiŽn un combate en regla y los de Cauca, semejantes a tropasde infanter’a ligera, resultaron vencedores durante un cierto tiempo, hasta que se lesagotaron los dardos. Entonces huyeron, pues no estaban acostumbrados a resistir a pie Þrmeel combate y, acorralados delante de las puertas, perecieron alrededor de tres mil. 

Al d’a siguiente, los m‡s ancianos, coronados y portando ramas de olivo de suplicantes,volvieron a preguntar otra vez a Lœculo quŽ tendr’an que hacer para ser amigos. ƒste lesexigi— rehenes y cien talentos de plata y les orden— que su caballer’a combatiera a su lado.Cuando todas sus demandas fueron satisfechas, decidi— poner una guarnici—n en el interiorde la ciudad. Los de Cauca aceptaron tambiŽn esto y Žl introdujo a dos mil hombrescuidadosamente elegidos, a quienes dio la orden de que cuando estuviesen dentro ocuparanlas murallas. Una vez que la orden estuvo cumplida, Lœculo hizo penetrar al resto del ejŽrcitoy, a toque de trompeta, dio la se–al de que mataran a todos los de Cauca que estuviesen enedad adulta. Estos œltimos perecieron cruelmente invocando las garant’as dadas, a los diosesprotectores de los juramentos, y maldiciendo a los romanos por su falta de palabra. S—lo unospocos de los veinte mil consiguieron escapar por unas puertas de la muralla de dif’cil acceso.

Lœculo devast— la ciudad y cubri— de infamia el nombre de Roma...[58] ...Lœculo, tras invadir Lusitania, se puso a devastarla gradualmente. Galba llevaba acabo la misma operaci—n por el lado opuesto. Cuando algunos de sus embajadores vinieron aŽl con el deseo de consolidar los pactos que hab’an hecho con Atilio, el general que le hab’aprecedido, y que hab’an quebrantado, los recibi—, Þrm— una tregua y mostr— deseos deentablar relaciones amigables con ellos, ya que entend’a que se dedicaban a la rapi–a, ahacer la guerra y a quebrantar los tratados por causa de su pobreza: "Pues -les dijo- lapobreza del suelo y la falta de recursos os obligan a esto, pero yo darŽ una tierra fŽrtil a misamigos pobres y os establecerŽ en un pa’s rico distribuyŽndoos en tres partes".[60] Ellos conÞados en estas promesas, abandonaron sus lugares de residencia habituales yse reunieron en donde les orden— Galba. Este œltimo los dividi— en tres grupos y,

mostr‡ndoles a cada uno una llanura, les orden— que permanecieran en campo abierto hastaque, a su regreso, les ediÞcara sus ciudades. Tan pronto como lleg— a la primera secci—n, lesmand— que, como amigos que eran, depusieran las armas. Y una vez que lo hubieron hecho,los rode— con una zanja y, despuŽs de enviar a algunos soldados con espadas, los mat— atodos en medio del lamento general y de las invocaciones a los nombres de los dioses y a lasgarant’as dadas. De igual modo tambiŽn, d‡ndose prisa, dio muerte a la segunda y tercerasecci—n cuando aœn estaban ignorantes de la suerte funesta de los anteriores, vengando conello una traici—n con otra traici—n a imitaci—n de los b‡rbaros, pero de una forma indigna delpueblo romano. Sin embargo, unos pocos de ellos lograron escapar, entre los que estabaViriato, quien poco despuŽs se puso al frente de los lusitanos, dio muerte a muchos romanosy llev— a cabo las m‡s grandes haza–as...Entonces Galba, hombre mucho m‡s codicioso que

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Lœculo, distribuy— una peque–a parte del bot’n entre el ejŽrcito y otra parte peque–a entre susamigos, y se qued— con el resto, pese a que ya era casi el hombre m‡s rico de Roma. Sedice que ni siquiera en tiempos de paz dejaba de mentir y cometer perjurio a causa de suansia de riquezas. Y a pesar de que era odiado y de que fue llamado a rendir cuentas bajoacusaci—n, logr— escapar debido a su riqueza.(Apiano, sobre Iberia , 51-52; 59-60. Traducci—n de A. Sancho Royo, APIANO, Historiaromana, I , Madrid, Gredos, 1980).

- Arbitrariedades en el gobierno provincial.- Af‡n de lucro de los gobernadores provinciales.- El trasfondo econ—mico-social de los ind’genas.- Los or’genes de Viriato.

Texto 8Excelencias de la constituci—n romana, segœn Polibio.[11] A partir de la Žpoca que se sitœa treinta a–os despuŽs del paso de Jerjes a Grecia, laconstituci—n romana, en sus diversos elementos, no dej— de perfeccionarse hasta llegar a sum‡xima perfecci—n y belleza en los tiempos de An’bal, punto en el que nosotros hemos hechouna digresi—n para su estudio... 

Tres son los componentes del gobierno en la constituci—n romana, a los cuales noshemos referido antes. Y eran estos componentes los que organizaban y regulaban cada unade las cosas de forma tan equitativa y conveniente que nadie, ni siquiera entre los del pa’s,podr’a decir, con base alguna, si la constituci—n en su conjunto era aristocr‡tica, democr‡ticao mon‡rquica. Y era natural que as’ fuera, pues siempre que hac’amos referencia al poder delos c—nsules, este poder resultaba ser perfectamente mon‡rquico y "real"; pero, cuando setrataba del poder del senado, Žste resultaba aristocr‡tico; y si se mirara al poder del pueblo,Žste parec’a ser claramente una democracia.(Polibio, 6, 11. Traducci—n de C. Rodr’guez Alonso, POLIBIO, Selecci—n de Historias , Madrid,Akal, 1986).

- La constituci—n romana.- Senado, magistrados y asambleas populares.

Texto 9La hacienda de Cat—n.II. Deberes del padre de familia. El padre de familia, a su llegada a la casa de campo y unavez que ha hecho la salutaci—n al dios tutelar, debe efectuar un recorrido a travŽs de lapropiedad ese mismo d’a, a ser posible, y si no al d’a siguiente. Tras informarse del estadode cultivo del fundo, de los trabajos que se han realizado y de los que quedan pendientes derealizar, llamar‡ al administrador al d’a siguiente de su inspecci—n y le preguntar‡ quŽ trabajose ha hecho y cu‡l queda por hacer, si los trabajos se han efectuado en el momento oportuno

o si hay posibilidad de hacer los que no se han hecho. TambiŽn deber‡ preguntarle por elcultivo de la vid, del trigo y dem‡s productos. Una vez conocido el estado general de lascosas, el padre de familia debe hacer la confrontaci—n entre trabajos realizados y d’asempleados en realizarlos. Si considera que no est‡n en proporci—n, y el administrador leasegura que Žl ha obrado con diligencia, pero que los esclavos han padecido enfermedades,que el tiempo ha sido desfavorable, que ha habido fugas de esclavos y que se han realizadotrabajos para el Estado, tras recibir estas y otras muchas explicaciones, debe el padre defamilia volver a llamar al administrador para una nueva evaluaci—n de trabajos realizados y

 jornadas empleadas. En caso de que hubiese temporales de lluvias, aun lloviendo, puedenrealizarse los siguientes trabajos: limpiar las tinajas, embrearlas, efectuar la limpieza de lagranja, el acarrero del trigo, el transporte del estiŽrcol hasta el exterior para hacer el

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estercolero, la limpieza de las semillas, la reparaci—n de cordajes viejos y la ejecuci—n deotros nuevos; los esclavos deben remendar sus centones y capuchas. En d’as festivos, est‡npermitidas las siguientes actividades: drenar los canales viejos, arreglar una v’a pœblica,cortar los zarzales, cavar el huerto, limpiar las praderas, el trenzado de las varetas, arrancarcon la escardilla los espinos, moler trigo, hacer la limpieza de la casa. En el caso de que lossiervos caigan enfermos, conviene darles menos alimentaci—n de la habitual. Tras informarseatentamente de los trabajos que restan por hacer, el padre de familia ocœpese de que seterminen. Ajuste la cuenta del dinero, del trigo, del pienso en provisi—n, del vino y del aceite

comprobando quŽ cantidad se ha vendido, quŽ se ha percibido del importe total de la venta,quŽ falta aœn por percibir y quŽ queda por vender. La cantidad que deba tomar en garant’a latomar‡. Los art’culos sobrantes quedar‡n anotados con claridad. Si algo falta para el a–oadquiŽrase, lo que sobra vŽndase. Lo que se hya de dar en arrendamiento dŽse enarrendamiento; determine el padre de familia el trabajo que desea que se haga a destajo y elque desea que se haga por arrendamiento de servicios y que conste por escrito. Haga lacuenta del ganado.III. Haga las ventas en pœblica subasta. Haga las ventas en pœblica subasta: venda el aceitesi lo pagan bien; el vino y el trigo sobrantes vŽndalos; los bueyes viejos, el reba–o de ganadomayor destetado, las ovejas destetadas, la lana, las pieles, la carreta vieja, los insrumentosviejos, el esclavo anciano, el esclavo enfermo y todo lo que sobre vŽndalo. El padre de

familia debe ser un vendedor, no un comprador.(Cat—n, De agricultura , 2-3. Traducci—n de A. Perales, CATON, De agri cultura , Granada,Universidad, 1976).

- La organizaci—n de la econom’a de la villa .- El papel del villicus .- La explotaci—n de los esclavos.- Los principios econ—micos de rentabilidad.

Texto 10Indisciplina y desmoralizaci—n del ejŽrcito que asediaba Numancia y medidas de Escipi—n.

 

Escipi—n, nada m‡s llegar, expuls— a todos los mercaderes y prostitutas, as’ como a losadivinos y sacriÞcadores, a quienes los soldados, atemorizados a causa de las derrotas,consultaban continuamente. Asimismo les prohibi— llevar en el futuro cualquier objetosuperßuo, incluso v’ctimas sacriÞcales con prop—sitos adivinatorios. Orden— tambiŽn quefueran vendidos todos los carros y la totalidad de los objetos innecesarios que contuvieran ylas bestias de tiro, salvo las que permiti— que se quedaran. A nadie le fue autorizado tenerutensilios para su vida cotidiana, exceptuando un asador, una marmita de bronce y una solataza. Les limit— la alimentaci—n a carne hervida o asada. Prohibi— que tuvieran camas y Žl fueel primero en descansar sobre un lecho de hierba. Impidi— tambiŽn que cabalgaran sobremulas cuando iban de marcha, pues: "ÀQuŽ se puede esperar, en la guerra -dijo- de unhombre que es incapaz de ir a pie?". Tuvieron que lavarse y untarse con aceite por s’ solos,

diciendo en son de burla Escipi—n que œnicamente las mulas, al carecer de manos, ten’annecesidad de quienes las frotaran. De esta forma los reintegr— a la disciplina a todos enconjunto y tambiŽn los acostumbr— a que lo respetaran y temieran, mostr‡ndose de dif’cilacceso, parco a la hora de otorgar favores y, de modo especial, en aquellos que iban contralas ordenanzas. Repet’a, en numerosas ocasiones, que los generales austeros y estrictos enla observancia de la ley eran œtiles para sus propios hombres, mientras que los dœctiles yamigos de regalos lo eran para sus enemigos, pues, dec’a, los soldados de estos œltimosest‡n alegres pero indisciplinados y, en cambio, los de los primeros, aunque con airesombr’o, son, no obstante, obedientes y est‡n dispuestos a todo.(Apiano, sobre Iberia , 85. Traducci—n de A. Sancho Royo, APIANO, Historia romana, I,Madrid, Gredos, 1980)

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- Desmoralizaci—n del ejŽrcito de Hispania.

- Entorno econ—mico del ejŽrcito en campa–a.- Las dotes militares de Escipi—n.

Texto 11Ruina del campesinado italiano y su reßejo en el ejŽrcito. 

Hasta las Þeras de la selva tienen un cubil y cavernas donde poder guarecerse; encambio, los hombres que combaten y mueren por Italia no poseen nada fuera del aire y de laluz. Privados de techo, van vagabundeando con sus mujeres y sus hijos. Los generalesenga–an a sus soldados cuando en los campos de batalla les invitan a combatir paradefender de los enemigos sus tumbas y sus dioses; mienten, porque la mayor’a de losromanos no tienen ni altar paterno ni tumbas de sus antepasados. S—lo tienen el nombre dedue–os del mundo, pero deben morir por el lujo de los otros sin poder llamar suyo un pedazode tierra.

(Plutarco, Ti. Graco , 9).

- La proletarizaci—n del campesinado romano.- El divorcio entre pol’tica exterior e interior.

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