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http://www.megustaleer.com/libro/el-hijo/ES0113402/fragmento/ www.elboomeran.com EL HIJO Philipp Meyer ____________________________________ EL CORONEL ELI McCULLOUGH EXTRACTO DE UNA GRABACIÓN DE 1936 DE LA ADMINISTRACIÓN DE PROYECTOS DE TRABAJO Se me auguró que viviría cien años, y tras haber alcanzado esa edad no tengo motivos para dudarlo. No muero como cristiano aunque tengo la cabellera intacta, y si hay un cazadero eterno, allá voy a ir a parar. Allá o a la laguna Estigia. Mi opinión en este momento es que he tenido una vida muy corta: cuánto bien podría hacer si se me concediera otro año en pie. En cambio, estoy amarrado a esta cama, haciéndome encima las necesidades como un crío. Si el Creador tiene a bien darme fuerzas, me llegaré a las aguas que discurren por los pastos. El río Nueces a la altura de su meandro este. Siempre he preferido el del Devil. En sueños lo he alcanzado tres veces, y es sabido que Alejandro Magno, su última noche de vida mortal, se escabulló del palacio e intentó sumergirse en el Éufrates, consciente de que si su cuerpo desaparecía, su pueblo pensaría que había ascendido a los cielos como un dios. Su esposa lo detuvo a la orilla del agua. Lo arrastró de vuelta a casa para que muriese como mortal. Y la gente se pregunta por qué no volví a casarme. Si apareciera mi hijo, preferiría no verme obligado a soportar su sonrisa de triunfo. Semilla de mi destrucción. Sé lo que hizo y sospecho que lleva ya tiempo honrando con su presencia las riberas del Jordán, porque Quanah Parker, último jefe de los comanches, no dio muchas oportunidades al muchacho de llegar a los cincuenta. A cambio de esa información ofrecí a Quanah y sus guerreros un búfalo joven, un animal de primera para que lo matasen a la antigua usanza con lanzas, en mis tierras que antaño fueran su cazadero. Uno de los compañeros de Quanah era un venerable jefe arapahoe, y mientras nos comíamos el hígado caliente del búfalo según las viejas costumbres, untado en la propia bilis del animal, me dio una alianza de plata que él mismo le quitó del dedo a George Armstrong Custer. En el anillo figura la inscripción «7.º Cab.». Tiene una profunda hendidura de un lanzazo, y, puesto que no tengo un heredero como es debido, lo llevaré conmigo al río. La mayoría estará familiarizada con mi fecha de nacimiento. La Declaración de Independencia que liberó a la República de Texas de la tiranía mexicana se ratificó el 2 de marzo de 1836, en una humilde choza a orillas del Brazos. La mitad de los

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http://www.megustaleer.com/libro/el-hijo/ES0113402/fragmento/ www.elboomeran.com

EL HIJO

Philipp Meyer

____________________________________

EL CORONEL ELI McCULLOUGH

EXTRACTO DE UNA GRABACIÓN DE 1936 DE LA

ADMINISTRACIÓN DE PROYECTOS DE TRABAJO

Se me auguró que viviría cien años, y tras haber alcanzado esa edad no tengo

motivos para dudarlo. No muero como cristiano aunque tengo la cabellera intacta, y

si hay un cazadero eterno, allá voy a ir a parar. Allá o a la laguna Estigia. Mi opinión

en este momento es que he tenido una vida muy corta: cuánto bien podría hacer si se

me concediera otro año en pie. En cambio, estoy amarrado a esta cama, haciéndome

encima las necesidades como un crío.

Si el Creador tiene a bien darme fuerzas, me llegaré a las aguas que discurren por los

pastos. El río Nueces a la altura de su meandro este. Siempre he preferido el del

Devil. En sueños lo he alcanzado tres veces, y es sabido que Alejandro Magno, su

última noche de vida mortal, se escabulló del palacio e intentó sumergirse en el

Éufrates, consciente de que si su cuerpo desaparecía, su pueblo pensaría que había

ascendido a los cielos como un dios. Su esposa lo detuvo a la orilla del agua. Lo

arrastró de vuelta a casa para que muriese como mortal. Y la gente se pregunta por

qué no volví a casarme.

Si apareciera mi hijo, preferiría no verme obligado a soportar su sonrisa de triunfo.

Semilla de mi destrucción. Sé lo que hizo y sospecho que lleva ya tiempo honrando

con su presencia las riberas del Jordán, porque Quanah Parker, último jefe de los

comanches, no dio muchas oportunidades al muchacho de llegar a los cincuenta. A

cambio de esa información ofrecí a Quanah y sus guerreros un búfalo joven, un

animal de primera para que lo matasen a la antigua usanza con lanzas, en mis tierras

que antaño fueran su cazadero. Uno de los compañeros de Quanah era un venerable

jefe arapahoe, y mientras nos comíamos el hígado caliente del búfalo según las

viejas costumbres, untado en la propia bilis del animal, me dio una alianza de plata

que él mismo le quitó del dedo a George Armstrong Custer. En el anillo figura la

inscripción «7.º Cab.». Tiene una profunda hendidura de un lanzazo, y, puesto que

no tengo un heredero como es debido, lo llevaré conmigo al río.

La mayoría estará familiarizada con mi fecha de nacimiento. La Declaración de

Independencia que liberó a la República de Texas de la tiranía mexicana se ratificó

el 2 de marzo de 1836, en una humilde choza a orillas del Brazos. La mitad de los

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firmantes padecía malaria; la otra mitad había venido a Texas para huir de la soga

del verdugo. Yo fui el primogénito de la nueva república.

Los españoles llevaban en Texas cientos de años pero no habían llegado a ninguna

parte. Desde Colón habían estado conquistando a todos los nativos que se les ponían

delante y aunque nunca he conocido a un azteca, debían de ser un montón de

monaguillos remilgados. Los apaches lipanes pararon a los antiguos conquistadores

en seco. Luego llegaron los comanches. El mundo no había visto nada parecido

desde los mongoles; ahuyentaron a los apaches hasta el mar, destruyeron el ejército

español y convirtieron México en un mercado de esclavos. Una vez vi comanches

conduciendo una multitud de aldeanos por la orilla del Pecos, los había a

centenares, del mismo modo que uno llevaría el ganado.

Tras haber sido derrotado por los indígenas, el gobierno mexicano concibió un plan

a la desesperada para colonizar Texas. Cualquier hombre, de cualquier nacionalidad,

dispuesto a trasladarse al oeste del río Sabine recibiría cuatro mil acres de tierra

libre. La letra pequeña se escribió en sangre. La filosofía comanche respecto de los

forasteros era de una rigurosidad casi pontificia: torturar y matar a los hombres,

violar y matar a las mujeres, destinar los niños a la esclavitud o la adopción. Muy

pocos oriundos de los antiguos países de Europa aceptaron la oferta de los

mexicanos. De hecho, no vino nadie en absoluto. Salvo los norteamericanos.

Llegaron en tropel. Tenían mujeres e hijos de sobra, y al que venciere le daré de

comer del árbol de la vida.

En 1832 llegó mi padre a Matagorda, cosa habitual en aquellos tiempos si uno

consideraba que el riesgo de morir ante un pelotón de fusilamiento o de perder la

cabellera a manos de los comanches era la manera que tenía Dios de decirle que

había grandes recompensas al alcance de la mano. Para entonces el gobierno

mexicano, inquieto ante la horda anglo que crecía dentro de sus fronteras, había

prohibido la inmigración norteamericana a Texas.

Y aun así era mejor que los Antiguos Estados, donde a menos que uno fuese hijo del

dueño de una plantación, no podía aspirar más que a las migajas. Como demuestran

los archivos, las clases más acomodadas, los Austin y los Houston, accedieron de

buen grado a seguir siendo ciudadanos de México siempre y cuando pudieran

conservar sus tierras. Sus descendientes han librado batallas propagandísticas para

salvaguardar su nombre y conseguir que se les declare Fundadores de Texas. En

realidad fueron solo los hombres como mi padre, que no tenían nada, los que

llevaron a Texas a la guerra.

Al igual que todo escocés sano, arrimó el hombro en la derrota de San Jacinto y

después de la guerra trabajó de herrero, armero y tasador. Era alto y de trato fácil.

Tenía la espalda erguida y las manos duras, y la gente se sentía a salvo en su

compañía, lo que a la postre resultaba ser una falsa ilusión para la mayoría.

Mi padre no era religioso, y a él achaco mi conducta pagana. Aun así era de los que

sienten el aliento del jinete pálido en la nuca. No era partidario de perder el tiempo.

Primero vivimos en Bastrop, cultivando maíz y sorgo y criando cerdos, despejando el

terreno hasta que llegaron los nuevos colonos, los que esperaron a que el peligro de

los indios hubiera quedado atrás, y luego llegaron con sus abogados para recusar las

escrituras y los títulos de propiedad de los que habían civilizado la región y vencido

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al piel roja. Aquellos primeros texanos habían adquirido sus propiedades con la

moneda humana más antigua que existe y la mayoría no sabía leer ni escribir. Antes

de cumplir diez años yo ya había cavado cuatro tumbas. El más leve rumor de cascos

al galope despertaba a toda la familia, y para cuando llegaban las noticias —algún

vecino abierto en canal como un cochinillo en Acción de Gracias—, mi padre ya

había comprobado la munición y luego él y el mensajero se perdían en la noche. Los

valientes mueren jóvenes: así reza el dicho comanche, pero también era cierto en el

caso de los primeros anglos.

Durante los diez años que Texas resistió como nación, el gobierno ansiaba

desesperadamente la llegada de colonos, sobre todo de los que tenían dinero. Y por

medio de algún telégrafo invisible el mensaje alcanzó los Antiguos Estados: ahora

esta zona es segura. En 1844 llegó el primer forastero a nuestra puerta: corte de pelo

de barbería, ropa comprada en una tienda, un alazán en el que hubiera podido

montar una dama. Pidió pienso aunque su caballo se hundía en la hierba. Un caballo

que no comía hierba: nunca había oído nada parecido.

Dos meses después fue recusado el derecho a la propiedad de los Smithwick y luego

el de los Hornsby y el de los MacLeod fueron adquiridos por una miseria. Para

entonces había más abogados per cápita en Texas que en ningún otro lugar del

continente y en apenas unos años todos los primeros colonos habían perdido la

tierra y se habían visto obligados a ir al oeste de nuevo, hacia territorio indio. Las

clases más nobles que habían robado las tierras ya estaban urdiendo una guerra para

proteger a sus negros; el Sur sufriría una maldición pero Texas, una criatura del

Oeste, saldría indemne.

Mientras tanto se lanzó una campaña contra mi madre, castellana de antigua

estirpe, de piel morena pero facciones delicadas: los nuevos colonos aseguraron que

tenía una octava parte de sangre negra. Los caballeros de las plantaciones se

enorgullecían de tener ojo para esas cosas.

Para 1846 habíamos cruzado la frontera colonizada rumbo a las tierras que le fueron

concedidas a mi padre en el Pedernales. Era un cazadero comanche. Los árboles no

habían oído nunca hacha alguna y la tierra, y todos los animales que en ella vivían,

se veía abundante y hermosa. La hierba hasta el pecho, la tierra profunda y negra en

las cuencas, y hasta las laderas más abruptas cubiertas de flores silvestres. No era el

lugar árido y pedregoso que es hoy en día.

Las reses españolas salvajes se atrapaban fácilmente a lazo: en cuestión de un año

teníamos un centenar de cabezas. También había cerdos y mustangs al alcance de

cualquiera. Había ciervos, pavos, osos, algún que otro búfalo, tortugas y peces en el

río, patos, ciruelas y uvas cimarronas, árboles con colmenas y caquis: la tierra

rebosaba de vida tal como hoy en día está podrida de gente. El único problema era

conservar la cabellera en su sitio.

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JEANNE ANNE McCULLOUGH

3 DE MARZO DE 2012

Había murmullos y voces quedas, no la suficiente luz. Estaba en una sala grande que

al principio tomó por una iglesia o sala de tribunal, y aunque estaba despierta, no

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sentía nada. Era como flotar en un baño tibio. Había arañas de luces apenas

iluminadas, leña humeante en la chimenea, mesas y sillas jacobinas y bustos de

antiguos griegos. Había una alfombra que había sido regalo del sha. Se preguntó

quién la encontraría.

Era una casa grande y blanca al estilo español: diecinueve dormitorios, biblioteca,

un gran salón y sala de baile. Sus hermanos y ella habían nacido allí, pero ahora no

era más que una casa para los fines de semana, un lugar para las reuniones

familiares. El servicio no volvería hasta el día siguiente. Tenía la mente despierta del

todo, pero el resto de su ser parecía desconectado y estaba casi segura de que

alguien más era responsable de que se encontrara así. Tenía ochenta y seis años,

pero por mucho que le gustara decirles a los demás que se moría de ganas de cruzar

a la Tierra de Mañana, no era exactamente cierto.

«Lo más importante es un hombre que haga lo que le digo.» Se lo comentó a una

periodista de la revista Time y la sacaron en la portada, cuarenta y un años y aún

seductora, de pie en su Cadillac delante de un campo de bombas de extracción de

petróleo. Era una mujer menuda y esbelta, aunque la gente lo olvidaba nada más

conocerla. Tenía una voz que se hacía oír y los ojos grises como una pistola vieja o

de un azul viento del norte; era imponente, si bien no exactamente hermosa. Cosa

que el fotógrafo yanqui debió de haber visto. Le hizo desabrocharse otro botón de la

blusa y le dejó el pelo como si acabara de apearse de un descapotable. No estaba en

la cima de su poder —eso había llegado décadas después—, pero la gente empezaba a

tomarla en serio. Ahora el hombre que había sacado la fotografía estaba muerto.

«No va a encontrarte nadie», pensó.

Claro que iba a ocurrir así; ya de niña había estado sola casi siempre. Su fami lia era

propietaria del pueblo. Lo de la gente no tenía sentido, a su modo de ver. Los

hombres, con quienes lo tenía todo en común, no apreciaban su compañía. Las

mujeres, con quienes no tenía nada en común, sonreían demasiado, se reían más

fuerte de la cuenta y le recordaban en buena medida a perrillos falderos, sus vidas

desperdiciadas en la decoración de interiores y los atuendos de otros. Nunca había

habido lugar para una persona como ella.

Era pequeña, ocho o diez años, y estaba sentada en el porche. Era un día fresco y las

colinas verdes se prolongaban hasta donde alcanzaba la vista, propiedad de los

McCullough, hasta donde alcanzaba la vista. Pero algo no encajaba: ahí estaba su

Cadillac, aparcado en la hierba, y los viejos establos, que su hermano no había

quemado todavía, ya habían desaparecido. «Ahora voy a despertar», pensó. Pero

entonces el Coronel —su bisabuelo— estaba hablando. Su padre también estaba

presente. Una vez tuvo un abuelo, Peter McCullough, pero desapareció y nadie tenía

nada bueno que decir de él y era consciente de que a ella tampoco le habría gustado.

«Estaba pensando que igual podías pasarte por la iglesia este domingo», dijo su

padre.

El Coronel era de la opinión de que esas cosas era mejor dejárselas a los negros y los

mexicanos. Tenía cien años y no le importaba decirle a la gente que se equivocaba.

Tenía los brazos como baquetas y la cara cubierta de manchas igual que un viejo

cuero de vaca, y decían que la siguiente vez que se cayera, lo haría directamente en

la tumba.

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«Lo que pasa con los predicadores —decía—, es que si no están cortejando a tus hijas

o comiéndose todo el pollo frito y la tarta de la nevera, están engañando a tus hijos

en algún asunto de trata de caballos.»

Su padre era el doble de grande que el Coronel, pero, como señalaba el Coronel cada

dos por tres, era ancho de espaldas y débil de mente. Su hermano Clint le compró un

caballo y una silla de montar a aquel pastor y debajo de la manta tenía una úlcera

casi del tamaño de una torta.

Su padre la obligó a ir a la iglesia de todos modos, madrugando para hacer el

trayecto hasta Carrizo, donde asistía a la escuela dominical. Tenía hambre y apenas

podía mantener los ojos abiertos. Cuando le preguntó a la maestra qué le pasaría al

Coronel, que estaba en casa en ese preciso instante, probablemente tomándose un

julepe, la maestra dijo que iría al infierno, donde lo torturaría el mismísimo Satanás.

«En ese caso, pienso ir con él», respondió Jeannie. Era una diablilla desvergonzada.

De haber sido mexicana, se habría llevado una buena zurra.

De regreso a casa, no alcanzaba a entender por qué su padre se había puesto de

parte de la maestra, que era picuda igual que un águila y olía como si se le hubiera

muerto algo dentro. Aquella mujer era más fea que un cubo de brea. «Durante la

guerra —decía su padre—, prometí a Dios que si sobrevivía, iría a misa todos los

domingos. Pero justo antes de nacer tú, dejé de ir porque estaba ocupado. ¿Y sabes

qué ocurrió?» Lo sabía; siempre lo había sabido. Pero él se lo recordaba de todos

modos: «Tu madre murió».

Jonas, su hermano mayor, dijo algo de que no la asustara. Su padre le dijo a Jonas

que se callara y Clint le pellizcó el brazo a ella y susurró: «Cuando vas al infierno, lo

primero que hacen es meterte una horca por el culo».

Ella abrió los ojos. Clint llevaba muerto sesenta años. No se había movido nada en la

sala en penumbra. «Los documentos», pensó. Los había salvado una vez del fuego y

no había llegado a destruirlos. Ahora los encontrarían.

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LOS DIARIOS DE PETER McCULLOUGH

10 DE AGOSTO DE 1915

Mi cumpleaños. Hoy, sin ayuda de whisky, he llegado a la conclusión: no soy nadie.

Al volver la vista sobre mis cuarenta y cinco años no veo nada digno de mención: lo

que había tomado por un alma se parece más a un abismo negro; he dejado que

otros me moldearan como quisiesen. A juicio del Coronel, soy el peor hijo que ha

tenido: siempre ha preferido a Phineas e incluso al pobre Everett.

Este diario será el único testimonio auténtico de esta familia. En Austin están

planeando una celebración por el octogésimo cumpleaños del Coronel, y no sé qué se

dirá con sinceridad sobre un hombre que es tratado como una celebridad en

capitolios. Mientras tanto, nuestro verano sangriento continúa. Las líneas de

teléfono con Brownsville no se pueden mantener abiertas: cada vez que se reparan,

los insurgentes las hacen saltar por los aires. El rancho King fue atacado por

cuarenta sediciosos anoche, hubo una batalla a tiros de tres horas en Los Tulitos, y

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el presidente de la Liga Cameron del Orden Público fue abatido, aunque no sé si esto

último es una suerte o una desgracia.

Por lo que a los mexicanos respecta, viendo a tantos de ellos muertos a tiros en

cunetas o colgados de los árboles, cualquiera diría que son un azote tan nocivo como

las panteras o los lobos. El San Antonio Express ya no menciona sus muertes —haría

falta demasiado papel—, así que los texanos mueren sin que quede constancia de ello

y son enterrados, cuando lo son, en tumbas poco profundas, o los atan con una

cuerda y los arrastran hasta algún lugar donde no molesten a nadie.

Después de ser asesinados Longino y Esteban Morales el mes pasado (no sé a manos

de quién, aunque sospecho de Niles Gilbert), el Coronel concibió una nota para

todos nuestros vaqueros: «Este hombre es un buen mexicano. Haga el favor de

dejarlo en paz. Cuando haya terminado con él, lo mataré yo mismo». Nuestros

hombres lucen esas notas cual insignias de honor; adoran al Coronel (como todos

los demás), nuestro patrón.

Por desgracia para los texanos, los ganaderos de la zona siguen perdiendo cabezas

de ganado. En los pastos del oeste, la semana pasada Sullivan y yo encontramos una

sección donde habían cortado los alambres y al caer la noche solo habíamos hallado

263 vacas y terneros, frente a las 478 contadas durante la recogida de primavera.

Unas pérdidas de veinte mil dólares y todos los indicios, circunstancialmente al

menos, apuntan a nuestros vecinos, los García. Por lo que a mí respecta, preferiría

perder el reino que entablar un pleito de sangre con la persona equivocada. Pero es

una opinión muy poco común.

Siempre he pensado que debería haber nacido en los Antiguos Estados, donde,

aunque su tierra está más empapada de sangre que la nuestra, ya no necesitan

armas. Pero, naturalmente, va en contra de mi carácter. Incluso Austin me parece

abrumadora, como si todos y cada uno de sus sesenta mil habitantes me gritasen al

mismo tiempo. Siempre me ha resultado difícil aclararme la cabeza —hay imágenes y

sonidos que me persiguen durante años—, así que aquí sigo, en el único lugar que es

mío de veras, tanto si me quiere como si no.

Mientras inspeccionábamos las cercas cortadas, Sullivan señaló, de manera más

bien innecesaria, que las huellas iban directas hacia las tierras de los García, que

bordean el río, que, al haber estado tan seco, se puede cruzar casi por cualquier

parte.

—No tengo nada contra el viejo Pedro —dijo—, pero sus yernos son la cuadrilla de

negratas más abominable que he visto en la vida.

—Pasas demasiado tiempo con el Coronel —le dije.

—Él sí que sabe de mexicanos.

—Yo he comprobado justo lo contrario.

—En ese caso, jefe, espero que me pongas al tanto de cómo se explica sinceramente

una cerca cortada que linda con los pastos de Pedro García justo cuando nos faltan

doscientas cabezas de ganado. Ya va siendo hora de que crucemos y las

recuperemos, pero eso nos viene un poco grande de un tiempo a esta parte.

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—El viejo Pedro no puede tener vigilado hasta el último palmo de sus tierras, como

tampoco podemos vigilar nosotros hasta el último palmo de las nuestras.

—Eres un gran hombre —dijo—, y no veo por qué te comportas como uno tan

pequeño.

No tuvo nada que añadir a eso. Considera una afrenta personal que un mexicano sea

propietario de tantas tierras en nuestros tiempos. Naturalmente, los vaqueros no

son de gran ayuda: debido a su peso y su voz aguda le llaman «Don Castrado» a sus

espaldas.

Por lo que a Pedro García respecta, los problemas parecen seguirle igual que un

perro solitario. A dos hijos suyos les buscan las autoridades mexicanas por robo de

ganado, un logro considerable teniendo en cuenta las opiniones de ese país al

respecto. Intenté ir a verle la semana pasada, solo para que José y Chico me hicieran

regresar. «Don Pedro no se siente bien», me dijeron, y fingieron no entender lo que

les decía yo en español. He conocido a Pedro toda mi vida y sabía que él hubiera

querido verme, pero, por supuesto, hice volver la grupa al caballo y no dije nada.

Pedro sufre escasez de personal desde hace tanto que la maleza está invadiendo sus

tierras, y durante los dos últimos años solo ha conseguido marcar la mitad de sus

terneros. Cada año gana menos dinero, cada año alcanza a contratar menos

hombres, y como consecuencia cada año sus ingresos descienden de nuevo.

Aun así conserva su buen talante. Siempre he preferido su casa a la nuestra. A los

dos nos gustaban los viejos tiempos, cuando la tierra era más mansa, con caminos de

caliche blanco y pueblos de adobe, sin espinos por ninguna parte ni la hierba crecida

hasta los estribos. Ahora la maleza es implacable y los viejos pueblos de piedra están

abandonados. Las únicas casas construidas son tortuosas monstruosidades con

armazón de madera que brotan cual hongos pero empiezan a pudrirse con la misma

rapidez.

En muchos aspectos Pedro ha sido un padre para mí en mayor medida que el

Coronel; si alguna vez me ha dirigido una palabra dura, no la he oído. Él siempre

había esperado que me interesara por una de sus hijas, y durante una temporada

estuve bastante encaprichado de María, la mayor, pero me di cuenta de que el

Coronel se oponía firmemente, y, como un cobarde, dejé de lado mis sentimientos.

María se fue a Ciudad de México a seguir con sus estudios; sus hermanas se casaron

con mexicanos, todos ellos con la vista puesta en las tierras de Pedro.

Mi mayor temor es que Sullivan está en lo cierto y que los yernos de Pedro andan

implicados en el robo de nuestro ganado; es posible que no entiendan cuáles serán

las consecuencias; es posible que no entiendan que Don Pedro no les puede

proteger.

11 DE AGOSTO DE 1915

Sally y el doctor Pilkington llevan a Glenn, nuestro benjamín, a San Antonio. Ha

recibido un disparo esta noche al cruzarse con unos jinetes en la oscuridad. La

herida está en la parte superior del hombro y desde luego no reviste peligro de

muerte; de no ser por el Coronel, yo mismo habría ido a San Antonio con mi hijo.

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El Coronel ha decidido que los pistoleros eran nuestros vecinos. Al protestar yo

diciendo que estaba muy oscuro para que ninguno de nosotros viera a los culpables,

se ha dado a entender que soy un traidor.

—Ojalá hubieras aprendido algo de lo que te enseñé —dijo—. Eran Chico y José los

que montaban esos caballos.

—Bueno, debes de tener ojos de puma para poder ver en la oscuridad a casi

doscientos metros.

—Como bien sabes —me dijo—, siempre he tenido mejor visión que otros hombres.

Cerca de una cuarta parte del pueblo (la cuarta parte blanca) está abajo. Junto con

los Rangers, todos nuestros vaqueros y los vaqueros de Midkiff también. Dentro de

unos minutos atacaremos a los García.

4

ELI McCULLOUGH

Primavera de 1849, la última luna llena. Llevábamos dos años en nuestra

«acreocracia» del Pedernales, no muy lejos de Fredericksburg, cuando a nuestro

vecino le robaron dos caballos a plena luz del día. Syphilis Poe, como le llamaba mi

padre, había bajado de los montes Apalaches, imaginando que Texas era un paraíso

para los holgazanes donde la leña se cortaba sola, los caquis te caían en el reg azo y

la pipa siempre estaba llena de estramonio. Era del tipo de hombre más común en la

frontera, aunque había muchos como mi padre —decidido a enriquecerse si seguía

vivo el tiempo suficiente—, y luego estaban los alemanes.

Antes de que llegaran los alemanes, se consideraba que era imposible hacer

mantequilla en el clima sureño. También se consideraba imposible cultivar trigo. Es

el efecto que tiene la economía esclavista en la mente humana, pero los alemanes, a

los que nadie había dicho lo contrario, llegaron y empezaron a batir mantequilla de

primera y a cultivar abundantes cosechas del noble cereal, que vendían a sus vecinos

mudos de asombro obteniendo grandes beneficios.

Los alemanes no tenían alergia al trabajo, cosa que era evidente cuando uno se

fijaba en sus posesiones. Si, al pasar junto a algún campo, veías que el terreno

estaba nivelado y las ringleras rectas, la tierra era propiedad de un alemán. Si el

campo estaba lleno de pedruscos, si las ringleras parecían haber sido plantadas por

un indio ciego, si era diciembre y el algodón aún no se había cosechado, no te cabía

duda de que la tierra pertenecía a alguno de los blancos de la zona, que había

llegado a la deriva desde Tennessee y esperaba que la generosidad de la madre

Naturaleza, como por arte de brujería, le brindase un esclavo.

Pero me adelanto a los acontecimientos. El problema al que se enfrentaba mi padre

esa mañana era el robo de dos caballos escuálidos y un rastro evidente de huellas de

potro desherrado que llevaba hacia las colinas. El sentido común sugería que los

responsables tal vez seguían por allí —ningún cuatrero que se preciara se hubiese

dado por satisfecho con las sarnosas yeguas de lomo hundido de Poe—, pero la ley de

la frontera exigía que se les persiguiera, así que mi padre y los demás hombres se

pusieron en camino, dejándonos a mi hermano y a mí con un rifle por cabeza y dos

pistolas engastadas en plata que le fueron arrebatadas a un general en San Jacinto.

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Eso se consideraba más que suficiente para defender una casa recia, porque el

ejército había llegado a la frontera y se creía que las grandes incursiones indias de

principios de la década de los cuarenta habían tocado a su fin.

Los hombres se marcharon poco antes de mediodía, y mi hermano y yo, que apenas

salíamos de la infancia pero estábamos convencidos de ser adultos, no nos

preocupamos. No nos daban miedo los indígenas; había docenas de tonkawas y

demás parásitos viviendo cerca, a la espera de que el gobierno abriera una reserva.

Tal vez robaran a yanquis extraviados, pero sabían muy bien que más les valía no

importunar a los vecinos: todos queríamos un pellejo indio y nos hubiéramos hecho

con uno a la menor excusa.

Para cuando cumplí los doce, había matado el mayor jaguar que se había visto en el

condado de Blanco. Era capaz de seguir la pista de un ciervo por terreno duro y mi

sentido de la orientación era tan bueno como el de nuestro padre. Incluso mi

hermano, aunque tenía debilidad por los libros y la poesía, era capaz de disparar

mejor que cualquier hombre de los Antiguos Estados.

Por lo que a mi hermano respecta, yo sentía vergüenza ajena. Le señalaba rastros

que él no atinaba a ver, diciéndole hacia qué lado había vuelto la cabeza el ciervo y si

tenía la barriga llena o vacía y por qué se había puesto nervioso. Veía más lejos,

corría más rápido, oía cosas que él creía imaginaciones mías.

Pero a mi hermano no le importaba. Se consideraba superior por razones que yo no

alcanzaba a entender. Mientras que yo detestaba cada nueva rodera de carreta, cada

indicio de un colono recién llegado, mi hermano siempre había sabido que se iría al

este. Hablaba sin cesar de la superioridad de las ciudades y no tardaría mucho en

alcanzar su deseo: nuestras cosechas eran abundantes, nuestros rebaños cada vez

más nutridos; nuestros padres podrían contratar a alguien para sustituirle.

Gracias a los alemanes de Fredericksburg, donde había más libros apilados que en

todo el resto de Texas a la vez, a los que eran como mi hermano se les consideraba

normales. Entendía el alemán porque nuestros vecinos lo hablaban, el francés

porque era una lengua superior y el español porque no se podía vivir en Texas sin él.

Había terminado Las penas del joven Werther en el idioma original y aseguraba

estar trabajando en su propia versión superior, aunque no quería dejar que nadie la

leyera.

Fuera de Goethe y Byron, mi hermana era quien ocupaba la mayor parte de los

pensamientos de mi hermano. Era una chica preciosa que tocaba el piano casi tan

bien como leía y escribía mi hermano, y muchos consideraban que era una pena que

estuvieran emparentados. Yo, por mi parte, tenía cara como de cuchillo. Los

alemanes eran de la opinión de que parecía francés.

Por lo que respecta a mi hermano y mi hermana, si había algo indecoroso nunca me

di cuenta, aunque cuando ella se dirigía a él sus palabras eran de algodón, o de un

dulce que se te deshace en la lengua, mientras que a mí me hablaba igual que a un

perro de mala raza. Mi hermano siempre andaba escribiendo obras de teatro para

que ella las representase, los dos interpretando a un pareja abocada a un destino

funesto mientras a mí se me adjudicaba el papel del indio o el malvado que

provocaba su desgracia. Mi padre fingía interés mientras me lanzaba miradas

cargadas de intención. En lo que a él se refería, mi hermano solo era aceptable

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porque yo había salido prácticamente perfecto. Pero mi madre estaba orgullosa.

Tenía grandes esperanzas respecto a mis hermanos.

La cabaña tenía dos habitaciones unidas por un pasillo cubierto y abierto por ambos

extremos. Estaba ubicada en un risco donde un manantial brotaba de la roca y caía

desde una cornisa al Pedernales. El bosque era tupido como en tiempos de la

creación y mi padre decía que si alguna vez los árboles dejaban de rozar la casa con

sus ramas, nos mudaríamos. Naturalmente mi madre no era de la misma opinión.

Levantamos una cerca con cancela en torno a un jardín y un redil, construimos un

ahumadero, un granero para el maíz y un establo donde mi padre se dedicaba a la

herrería. Teníamos suelo de madera y ventanas de vidrio con postigos y una estufa

de fabricación alemana que ardía toda la noche con unos pocos leños. El mobiliario

parecía comprado en una tienda; estaba pintado de blanco y lo habían torneado los

mormones de Burnet.

En la habitación principal mis padres tenían una cama con dosel para ellos y un

catre para mi hermana; mi hermano y yo compartíamos una cama en el cuarto sin

estufa del otro lado del pasillo, aunque a menudo yo dormía a la intemperie sobre un

cuero de vaca que había colgado de las ramas de un viejo roble a unos ocho metros

de altura. Mi hermano solía encender una vela para leer (un lujo que mi madre le

permitía), lo que me impedía dormir.

La atracción de la estancia principal era un pianoforte español, la única herencia de

mi madre. Era una rareza, y los alemanes venían los domingos de visita a cantar y

someterse a las obras de teatro de mi hermano. Mi madre planeaba mudarnos de

Fredericksburg, lo que permitiría a mis hermanos retomar sus estudios. A mí me

tenía por una causa perdida, y de no haber sido testigo de mi alumbramiento habría

negado toda responsabilidad en mi creación. En cuanto tuviera edad suficiente yo

pensaba alistarme en una compañía de Rangers y luchar contra indios, mexicanos o

quienquiera que fuese.

Al volver la vista atrás, está claro que mi madre sabía lo que ocurriría. La mente

humana era más perspicaz en aquellos tiempos, notábamos hasta la última

perturbación y murmullo; incluso los que eran como mi hermano estaban en

sintonía con las leyes naturales. Hoy en día el hombre vive en un ataúd de carne. No

oye ni ve nada. La Tierra y la Ley están pervertidas. La Biblia dice os llevaré a

Jerusalén y atizaré contra vosotros el fuego de mi furia. Vosotros sois la tierra que

no está purificada. Estoy de acuerdo. Nos urge un enorme incendio que llegue de un

océano al otro, y juro que me empaparía en queroseno si se me prometiera que ese

fuego llegaría a arder.

Pero me voy por las ramas. Aquella tarde estaba haciendo algo de provecho, como

acostumbraban a hacer los niños por aquel entonces, tallando una yunta para bueyes

de madera de cornejo. Mi hermana salió de la casa y dijo:

—Eli, ve a la fresquera y llévale a madre toda la mantequilla y la confitura de uva.

Al principio no contesté, porque no la consideraba superior en modo alguno, y, por

lo que a sus supuestos encantos respecta, se habían esfumado hacía mucho tiempo.

Aunque reconozco que a menudo sentía unos celos feroces de mi hermano, por como

los veía juntos sonriendo por motivos íntimos. Yo tampoco estaba muy a bien con

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ella, pues había robado poco antes el caballo de su pretendiente preferido, un

alsaciano llamado Hiebert. Pese a que devolví el caballo en mejor estado del que lo

encontré, tras haberle mostrado los placeres de un buen jinete, Hiebert no había

vuelto a visitarla.

—¡Eli!

Tenía la voz de una porquera. Decidí que sentiría lástima por cualquier pobre

desgraciado que acabara ligado a ella.

—Casi no queda mantequilla —contesté a voz en grito—. Y papá se enfadará si vuelve

a casa y ve que se ha acabado.

Seguí tallando. Se estaba bien a la sombra sin otra cosa que las verdes colinas y una

vista de sesenta kilómetros. Justo a mis pies el río dibujaba una serie de pequeñas

cascadas.

Además de la yunta, tenía que hacer un mango nuevo para mi hacha de talar. Era un

naranjo de Luisiana joven que había encontrado en mis viajes. El mango sería más

flexible de lo que le gustaba a mi padre, con una doble curva al final para que no

resbalara.

—Levántate —dijo mi hermana. Estaba a mi lado—. Ve a por la mantequilla, Eli. Lo

digo en serio.

Alcé la vista hacia ella, allí plantada con su mejor vestido azul hecho en casa, y

reparé en un nuevo forúnculo que intentaba disimular con maquillaje. Cuando por

fin llevé la mantequilla y la confitura, mi madre había atizado la estufa y abierto

todas las ventanas para que la casa estuviera fresca.

—Eli —dijo mi madre—, baja a pescar unos cuantos peces, ¿quieres? Y tal vez caza

un faisán sin ves alguno.

—¿Y qué pasa con los indios? —dije.

—Bueno, si atrapas alguno, no lo traigas. No tiene sentido besar al Diablo antes de

haberlo conocido.

—¿Dónde está San Martin?

—Ha ido a coger moras.

Bajé por el risco de caliza camino del río, llevándome la caña de pescar, el zurrón y

el Jaegerbuchse de mi padre. El Jaegerbuchse disparaba un proyectil de una onza,

tenía doble gatillo y era uno de los mejores rifles en toda la frontera, pero a mi padre

le resultaba engorroso volver a cargarlo montado a caballo. Podría habérselo

quedado mi hermano, pero tenía un retroceso demasiado feroz para su poética

constitución. Causaba estragos por ambos extremos, pero a mí no me importaba.

Habría atravesado incluso al más anciano de la tribu de Efraín, o, si así lo preferías,

desollado una ardilla prácticamente a cualquier distancia. Estaba encantado de

llevarlo.

El Pedernales era angosto y estaba bien arraigado en la roca, y las más de las veces

no había mucha agua, tal vez un centenar escaso de metros de anchura y unos pocos

palmos de profundidad. En las riberas había viejos cipreses y sicomoros, y el río en

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sí estaba plagado de pozas y cascadas y remansos umbríos rebosantes de anguilas.

Como la mayoría de los ríos de Texas, no tenía ninguna utilidad para los barqueros,

lo que para mí era una ventaja, porque mantenía a los barqueros alejados.

Desenterré unos gusanos de la orilla, recogí unas agallas de roble a guisa de corchos

y busqué un remanso a la sombra de un ciprés. Justo encima de mí, en la ladera,

había una zarza enorme, tan cargada de frutos que ni siquiera los mapaches habían

podido comérselos todos. Me quité la camisa y recogí tantos como pude, con la

intención de llevárselos a mi madre.

Me puse a pescar, aunque era difícil tomárselo con calma porque no alcanzaba a ver

la casa, en lo alto del risco encima de mí. A los indios les gustaba desplazarse por los

cauces de los ríos y mi padre se había llevado las únicas armas de repetición. Pero a

su modo eso no estaba mal porque me hacía mantenerme atento a todo, al agua que

espejeaba sobre la piedra, a las huellas de mofeta en el barro, a una garza en un

remanso a lo lejos. Había un lince al acecho entre los sauces, convencido de que

nadie lo veía.

Ribera arriba había una hilera de pacanas donde una ardilla roja mordisqueaba

nueces verdes y las dejaba caer al suelo para que se pudrieran. Me pregunté por qué

lo hacían: una ardilla desperdicia la mitad de las nueces de un árbol antes de que

maduren. Pensé en darle una lección. El hígado de ardilla es un cebo de primera; si

el Creador fuera pescador, seguro que no usaría nada más. Pero no quería disparar

un proyectil de una onza contra una criaturilla de cola peluda. Ojalá hubiera llevado

el Kentucky del calibre 36 de mi hermano. Empecé a comer zarzamoras y poco

después se habían terminado. Mi madre prefería las moras, en cualquier caso. A su

modo de ver, las zarzamoras eran como el té de sasafrás, de baja calidad.

Tras una hora más de pesca vi una bandada de pavos en la otra orilla y disparé

contra uno. Estaba a casi setenta metros, pero le arranqué la cabeza limpiamente. Yo

tenía permitido apuntar a la cabeza; mi hermano, no: el ave aleteó como loca,

intentando remontar el vuelo mientras la sangre manaba a chorro. Un disparo para

el libro de récords.

Sujeté la caña de pescar bajo una piedra, limpié el cañón con la baqueta, calculé una

carga apropiada, introduje el proyectil y coloqué la cápsula fulminante en la

cazoleta. Luego vadeé el río para cobrar la pieza.

Cerca de donde yacía el ave en un abanico de sangre había una punta de lanza

púrpura que asomaba de la arena. Era de diez centímetros de largo y estuve

examinándola un buen rato; tenía dos acanaladuras en la base que el hombre

moderno aún no ha aprendido a reproducir exactamente. El sílex de la zona era todo

entre crema y marrón, lo que me dio otro indicio sobre esa punta de lanza: había

llegado de muy lejos.

Cuando volví a la caña de pescar flotaba río abajo y vi que un siluro bien grande se

había enganchado a mi cebo, otra oportunidad entre un millón. Tiré del anzuelo,

dando ya el pez por perdido, pero lo saqué del agua sin problemas. Decidí pensar en

ello. Mientras estaba sentado vi algo en el cielo y cuando miré a través del puño caí

en la cuenta de que era Venus, que lo estaba viendo durante el día. Un mal augurio

donde los haya. Cogí el pavo, el siluro y la camisa manchada de zarzamoras y salí

pitando hacia casa.

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—Sí que has ido rápido —comentó mi madre—. ¿Solo un pez?

Levanté el pavo.

—Nos hemos preocupado al oír un disparo —señaló mi hermana.

—No creo que convenga alejarse tanto de la casa.

—Los indios no te darán problemas —repuso mi madre—. El ejército está por todas

partes.

—Estoy preocupado por ti y por Lizzie, no por mí —dije.

—Ay, Eli —exclamó mi madre—. Mi pequeño héroe.

No pareció reparar en mi camisa sucia, y olía al brandy que guardábamos para los

invitados importantes. Mi hermana también olía a brandy. Se le había subido a la

cabeza y me pellizcó la mejilla con dulzura. Me molesté con ella. Me planteé

recordarle que Miles Wallace había sido secuestrado no hacía ni un mes. Pero a

diferencia del hijo de los Wallace, que había sido hecho prisionero por unos

comanches que le cortaron la cabellera pocos kilómetros más allá, yo no era un

lisiado estrábico. Sabía que si me secuestraban probablemente disfrutaría, porque lo

único que hacían esos era cabalgar y disparar.

Tras volver a comprobar nuestras existencias de tacos y proyectiles, salí y me

encaramé a la hamaca de cuero, desde donde se divisaba el cauce del río, el camino y

el paisaje en derredor. Colgué el Jaegerbuchse de un clavo. Tenía intención de cazar

algo meciéndome en la hamaca —eso sí que sería vivir a lo grande—, pero aún no lo

había conseguido. Por entre los cornejos cerca del manantial vi a mi hermano

recogiendo moras. El viento soplaba suave y era agradable estar allí tumbado con el

olor de lo que mi madre cocinaba. Mi hermano había llevado el rifle consigo pero se

había alejado del arma, una costumbre descuidada. Mi padre era estricto respecto de

esas cosas: si merece la pena llevar un arma, merece la pena tenerla en todo

momento al alcance de la mano.

Pero esa tarde mi hermano estaba de suerte, porque no vimos ningún indio. Cerca

del anochecer observé algo que se movía en las rocas justo encima de la línea

marcada por las crecidas del río, desplazándose furtivamente entre los cedros, que

resultó ser un lobo. Estaba tan lejos que bien podría haber sido un coyote, pero los

lobos corren con el rabo tieso y orgulloso mientras que los coyotes los llevan entre

las patas cual perros que han recibido una reprimenda. Ese iba con el rabo recto y

era de color gris pálido, casi blanco. Las ramas me estorbaban, así que bajé del

árbol, me acerqué con sigilo al borde del risco y aferré bien el rifle con la mira fija en

lo alto del lomo del lobo. Se había detenido con el hocico en el aire, husmeando el

aroma de nuestra cena. Fijé el primer gatillo, con lo que bastaba ejercer doce onzas

de presión para accionar el segundo gatillo, y efectué el disparo. El lobo dio un

brinco en el sitio y se desplomó muerto. Mi padre nos hacía envolver las balas en

ante engrasado, y nuestros proyectiles llegaban más lejos y eran más precisos que si

hubiéramos usado tacos de algodón, como hacía casi todo el mundo en la frontera.

—Eli, ¿has disparado tú?

Era mi hermana.

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—No era más que un lobo —respondí a voz en cuello.

Me planteé bajar a por la piel —un lobo blanco, no había visto nunca uno de esos—,

pero decidí no hacerlo porque estaba oscureciendo.

Debido a toda la comida que se estaba preparando, no nos sentamos a cenar hasta

tarde. Había encendidas siete u ocho velas de sebo por la casa, otro lujo. Mi madre y

mi hermana habían estado cocinando el día entero y sirvieron un plato tras otro.

Todos sabíamos que era para castigar a mi padre por dejarnos solos, por dejar que lo

enredaran en una persecución inútil, pero nadie dijo nada.

Mi hermano y yo bebimos suero de leche fresco; mi madre y mi hermana, una

botella de vino blanco que habíamos conseguido gracias a los alemanes. Mi padre

venía reservando el vino para una ocasión especial. La cena empezó con pan de trigo

y mantequilla y toda la confitura de cerezas que nos quedaba, luego jamón, boniatos,

pavo asado, pescado relleno de ajo silvestre y frito en sebo, filetes sazonados con s al

y guindilla y hechos directamente sobre las brasas, los últimos champiñones de

primavera, también cocinados en mantequilla, y una ensalada tibia de bledos y

espinacas indias, aliñada con más mantequilla y ajo. No había comido tanta

mantequilla en mi vida. De postre había dos tartas: de moras y de ciruelas, los frutos

que había recogido mi hermano ese mismo día. No quedó en la despensa más que

galletas y cerdo salado.

—Si quiere irse por ahí con Syphilis Poe —dijo mi madre—, puede comer igual que

Syphilis Poe.

Me sentí culpable, pero eso no me impidió comerme mi parte. Mi madre no se sintió

culpable en absoluto. Le habría gustado que hubiera más vino. Todos nos estábamos

amodorrando.

Llevé el hueso del jamón a la fresquera y me senté a contemplar las estrellas. Les

había puesto mis propios nombres —el ciervo, la serpiente de cascabel, el corredor—

pero mi hermano me convenció de que usara los de Ptolomeo, que no tenían ni pies

ni cabeza. Draco parece una serpiente, no un dragón. La Osa Mayor parece un

hombre que corre; no hay una osa por ninguna parte. Pero mi hermano no podía

tolerar algo tan impregnado de sentido común, y como consecuencia mi tentativa de

poner nombre a los cielos quedó abortada.

Metí los caballos en el establo, atranqué la puerta desde dentro y salí por el hueco

del alero. Cualquier indio tardaría un buen rato en llegar hasta ellos. Los caballos

parecían tranquilos, lo que era una buena señal, porque eran capaces de olfatear

indios mejor que los perros.

Para cuando volví dentro, mi madre y mi hermana se habían retirado a la cama con

dosel de mis padres y mi hermano yacía en el catre de mi hermana. Por lo general mi

hermano y yo dormíamos en el cuarto del otro lado del pasillo, pero lo dejé correr.

Tras depositar el rifle, el zurrón y las botas a los pies de la cama, apagué de un

salivazo la última vela y me acosté bajo las mantas con mi hermano.

Hacia medianoche oí que nuestros perros montaban jaleo a coro. No había estado

durmiendo muy bien de todos modos, así que me levanté para echar un vistazo a la

portilla, preocupado por que mi madre o mi hermana viesen lo que asomaba bajo mi

camisa de dormir.

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Cosa que olvidé de inmediato. Había una docena de hombres cerca de la valla y más

aún en el jardín lateral. Oí que un perro lanzaba un gañido y luego la más pequeña,

una feist con el nombre de Perdida, salió corriendo hacia la maleza. Llevaba el lomo

encorvado igual que un ciervo con un tiro en las tripas.

—Todo el mundo arriba —exclamé—. Levántate, mamá. Levantaos todos.

La luna estaba alta y para el caso podría haber sido de día. Los indios sacaron

nuestros tres caballos del jardín y se los llevaron colina abajo. Me pregunté cómo

habrían descubierto la manera de entrar en el establo. Nuestro bulldog perseguía a

un guerrero alto como si fueran amigos de toda la vida.

—Aparta —dijo mi hermano.

Él, mi madre y mi hermana se habían levantado y estaban a mi espalda.

—Hay muchos indios.

—Son probablemente Rooster Joe y los demás tonkawas —señaló mi hermano.

Le dejé que me apartara, luego me acerqué al fuego y lo aticé para que tuviéramos

luz. Desde que alcanzamos la categoría de estado habíamos tenido unos buenos años

en cuestión de indios; la mayor parte del ejército de Estados Unidos estaba

estacionada en Texas para vigilar la frontera. Me pregunté dónde andarían. Sabía

que debía cargar todas las armas, pero entonces recordé que ya lo había hecho. Me

vino a la cabeza una rima: «Empuñadura de búfalo, Barlow el filo, mejor cuchillo

nunca se hizo». Sabía lo que ocurriría: los indios llamarían a la puerta, no les

dejaríamos entrar e intentarían echarla abajo hasta que se aburrieran. Luego

prenderían fuego a la casa y nos abatirían conforme fuéramos saliendo.

—¿Martin? —dijo mi madre.

—Tiene razón. Hay al menos dos docenas.

—Entonces son blancos —comentó mi hermana—. Alguna banda de cuatreros.

—No, son indios, sin duda.

Cogí el rifle y me senté en un rincón de cara a la puerta. Había sombras y una tenue

luz rojiza. Me pregunté si iría al infierno. Mi hermano caminaba de aquí para allá y

mi madre y mi hermana se habían sentado en su cama. Mi madre le cepillaba el pelo

a mi hermana mientras decía:

—Venga, Lizzie, calla, todo irá bien.

En la penumbra sus ojos eran cuencas vacías como si los buitres ya las hubieran

encontrado. Aparté la mirada.

—Tu rifle tiene cazoleta, ¿sabes? —le dije a mi hermano—, y las pistolas también.

Negó con la cabeza.

—Si ofrecemos resistencia, igual se contentan con los caballos.

Vi que no estaba de acuerdo, pero fue al rincón y cogió el rifle de caza, palpando la

cazoleta para ver si había una cápsula fulminante.

—Ya he puesto la cápsula —repetí.

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—Igual piensan que no estamos en casa —dijo mi hermana.

Miró a mi hermano pero él contestó:

—Pueden ver que tenemos el fuego encendido, Lizzie.

Oímos a los indios revolver el taller de herrería de mi padre, hablando en voz baja.

Mi madre se levantó, puso una silla delante de la puerta y se subió encima. Había

otra tronera más arriba y retiró la tabla para acercar la cara.

—No veo más que siete.

—Hay por lo menos treinta —le aseguré.

—Seguro que papá está persiguiéndolos —dijo mi hermana—. Sabrá que están aquí.

—Igual cuando vea las llamas —comentó mi hermano.

—Se acercan.

—Baja de ahí, mamá.

—No grites tanto —dijo mi hermana.

Alguien dio una patada a la puerta y mi madre casi se cayó de donde estaba

encaramada. «Salir, salir.» Descargaron puñetazos. El español era el idioma que

hablaban la mayoría de las tribus salvajes, si es que hablaban otra cosa que no fuera

indio. Supuse que la puerta detendría unos cuantos disparos como mucho y volví a

indicarle a mi madre que se agachara.

«Tenemos hambre. Nos dan los alimentos.»

—Qué ridiculez —dijo mi hermano—. ¿Quién va a tragarse eso?

Hubo un largo silencio y luego mi madre nos miró y dijo, con su voz de maestra:

—Eli y Martin, haced el favor de dejar las armas en el suelo.

Empezó a retirar la tranca de la puerta y entonces caí en la cuenta de que todo lo que

se decía de las mujeres era cierto: no tenían ni pizca de sentido común y no se podía

confiar en ellas.

—No abras la puerta, mamá.

—Cógela —le dije a Martin.

Pero no se movió. Vi levantarse la tranca y apoyé el rifle en la rodilla. La luz de la

luna entraba por las ranuras cual fuego blanco pero mi madre no se daba cuenta;

dejó la tranca a un lado como si fuera a dar la bienvenida a una antigua amistad,

como si lo hubiera estado esperando desde el día en que nacimos.

Los periódicos decían que las madres de la frontera guardaban sus últimas balas

para sus propios hijos, de modo que no se los llevaran los salvajes, pero no se oía

que ninguna lo hiciera. De hecho, era justo lo contrario. Todos sabíamos que yo

tenía la edad perfecta: los indios me querrían con vida. Mi hermano y mi hermana

tal vez fueran un poco mayores, pero mi hermana era bonita y mi hermano parecía

más joven de lo que era. Sin embargo, mi madre tenía casi cuarenta años. Sabía

exactamente lo que le harían.

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La puerta se abrió de par en par y dos hombres se encararon con ella. Un tercero se

quedó tras ellos en el vano, escudriñando la penumbra de la casa.

Cuando mi disparo lo alcanzó, movió un brazo cual aspa de molino y cayó de

espaldas. Los otros indios salieron a la carrera y le grité a mi hermano que cerrara la

puerta, pero no se movió. Me acerqué a toda prisa para cerrarla yo mismo pero el

indio muerto estaba en el umbral. Le estaba cogiendo los pies, con la intención de

arrastrarlo dentro y despejar el paso, cuando me dio una patada en el mentón.

Cuando recuperé el sentido los árboles se mecían a la luz de la luna y se oía un

estruendo tras otro. Había indios a ambos lados del umbral, se asomaban para

disparar dentro y luego se agachaban a la vuelta de la esquina. Mi hermana dijo:

«Martin, creo que me han dado». Mi hermano estaba allí sentado sin más. Pensé que

le habían pegado un tiro. Los indios hicieron un alto para que se despejara el humo

de la pólvora, así que le arrebaté el rifle de la mano, comprobé que estuviera

amartillado, y estaba dirigiéndolo a los indios cuando mi madre me detuvo.

Entonces me vi boca abajo; al principio pensé que la casa se había derrumbado, pero

era un hombre. Intenté cogerle el cuello, pero mi cabeza golpeaba el suelo una y otra

vez. Luego estaba a la intemperie bajo los árboles.

Hice ademán de levantarme, pero me patearon, y lo intenté de nuevo y me patearon

de nuevo. Ahora los pies de un hombre, ahora la tierra a su lado. Ahora un par de

piernas, cubiertas de cuero de vaca. Le mordí el pie y me patearon por tercera vez y

noté que me tiraban del pelo como si fueran a arrancármelo de raíz. Aguardé a que

empezaran a cortar.

Cuando abrí los ojos había una cara grande y roja; olía a cebolla y a retrete sucio y

me indicó con el cuchillo que debía comportarme o iba a cortarme el cuello. Luego

me ató las manos con cuerda para el ganado.

Cuando se alejó, no se parecía a ningún indio que hubiera visto. Los aborígenes que

vivían entre los blancos eran delgados, de cuerpo liviano, y estaban muy curtidos.

Este era alto y fornido, con la cabeza cuadrada y la nariz gruesa; tenía más aspecto

de negro que de indio sudoroso y medio muerto de hambre y caminaba con el pecho

henchido, como si apoderarse de todo lo que poseíamos fuera su derecho natural.

Había quince o veinte caballos fuera de la cancela y otros tantos indios apoyados en

la cerca, riendo y bromeando. No había ni rastro de mi madre, mi hermano o mi

hermana. Los indios iban desnudos de cintura para arriba y cubiertos de pintura y

dibujos como si se hubieran escapado de un espectáculo ambulante; uno se había

pintado la cara igual que una calavera, otro llevaba el mismo dibujo en el pecho.

Unos indios registraban la casa y otros registraban los establos o los cobertizos, pero

la mayoría estaban apoyados en la cerca viendo trabajar a sus amigos. Todos los

blancos que había visto pasaban horas nerviosos después de una refriega,

caminando arriba y abajo y hablando tan deprisa que no se les entendía, pero los

indios estaban aburridos y bostezaban como si acabaran de volver de un paseo

vespertino, salvo por el hombre contra el que había disparado, que estaba sentado

con la espalda apoyada en la casa. Tenía sangre en el pecho y le salía espuma por la

boca. Igual se había apartado de un salto al prender el fulminante: se decía que los

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indios tenían reflejos de ciervo. Sus amigos me vieron mirarle y uno se acercó y dijo

«Taibo nu wukupatu?i», y luego me dio un golpe en la cabeza.

Tuve un largo sueño en el que era conducido ante un hombre para ser juzgado por

mis pecados. Era san Pedro, solo que con la forma del maestro de nuestra escuela de

Bastrop, que me tenía más inquina que a cualquier otro alumno, y no me cupo duda

de que iría a parar al infierno.

Luego la mayoría de los indios estaba en un corro mirando algo en el suelo. Había

una pierna blanca doblada en el aire y encima el trasero desnudo de un hombre y las

polainas de cuero. Me di cuenta de que era mi madre, y por la manera de moverse

del hombre y los cascabeles que sonaban en sus piernas supe lo que le estaba

haciendo. Un rato después se levantó y volvió a ponerse el taparrabos. Otro ocupó su

lugar de inmediato. Acababa de levantarme cuando empezaron a zumbarme los

oídos y el suelo salió a mi encuentro y pensé que estaba muerto con toda seguridad.

Tiempo después volví a oír ruidos. Vi el segundo grupo de indios un poco más allá

junto a la cerca, pero ahora oí la voz de mi hermana gimiendo. Los indios le estaban

haciendo lo mismo que a mi madre.

Por fin caí en la cuenta de que estaba en la cama. Estaba soñando. Era agradable

hasta que desperté del todo y oí gritos de guerra y vi que seguía en el jardín. Mi

madre estaba desnuda y huía a rastras de los indios; había llegado al porche e

intentaba alcanzar la puerta. Dentro de la casa, alguien aporreaba el piano y de la

espalda de mi madre sobresalía algo oscilante que atiné a ver que era una flecha.

Los indios debían de haber decidido que no querían que entrara en la casa porque

empezaron a lanzarle más flechas. Ella siguió arrastrándose. Al cabo, uno se le

acercó, le plantó el pie entre los hombros y la aplastó contra el suelo. Le agarró la

larga melena como si se dispusiera a lavársela, la tensó con una mano y sacó su

cuchillo de carnicero. Mi madre no había emitido el menor sonido desde que había

despertado yo, ni siquiera con las flechas clavadas, pero entonces empezó a gritar, y

vi que otro indio se le acercaba con el hacha de hoja ancha de mi padre.

Yo había estado lloriqueando y gimiendo, pero fue entonces cuando se me secaron

las lágrimas de una vez por todas. No miré a mi madre y es posible que oyera un

sonido o que no lo oyera. Intenté localizar a Martin y a Lizzie. Donde había estado

Lizzie distinguí una mancha blanca y luego otra y caí en la cuenta de que era ella y

estaba tendida donde la habían dejado. Luego, cuando se nos llevaron, vi un cadáver

con los pechos cortados y envuelto en sus propias entrañas.

Me condujeron a rastras hasta la cerca junto a mi hermano. Él lloraba y se quedaba

callado y lloraba de nuevo. Mientras tanto, de mi boca no salía nada. Hice de tripas

corazón para mirar a mi madre; estaba boca abajo con las flechas clavadas. Los

indios entraban y salían de la casa. Mi hermano estaba allí sentado mirando.

Empecé a ahogarme y a notar arcadas y cuando se me pasó, dijo:

—Creía que estabas muerto. He estado mirándote un buen rato.

Tuve la sensación de que me habían clavado una cuña entre los ojos.

—Estaba pensando que igual papá venía a casa, pero ahora me parece que estaremos

a kilómetros de aquí antes de que nadie sepa lo que ha pasado.

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Un indio joven nos vio hablar y nos amenazó con el cuchillo para que nos

callásemos, pero cuando se alejó Martin dijo:

—Han alcanzado a Lizzie en el estómago.

Sabía adónde quería llegar y pensé en cómo se había quedado allí sentado mientras

nuestra madre desatrancaba la puerta, se había quedado allí sentado mientras yo

intentaba retirar al indio del umbral, se había quedado ahí sentado con un rifle

cargado mientras los indios disparaban hacia el interior de la casa. Pero la cabeza

me dolía demasiado para decir nada. Volví a ver motas.

—¿Has visto lo que les han hecho a ella y a mamá?

—Un poco —dije.

Los comanches entraban y salían de la casa, llevándose lo que querían y tirando el

resto a un montón en el jardín. Alguien destrozaba nuestro piano con un hacha.

Esperaba que los indios nos mataran o desmayarme de nuevo. Mi hermano miraba

fijamente a mi hermana. Los indios sacaban montones de libros que supuse que eran

para el fuego, pero en cambio los metieron en sus bolsas. Luego usarían las páginas

para rellenar los escudos, que estaban formados por dos capas de pellejo de lomo de

búfalo. Rellenos de papel, los escudos detenían prácticamente cualquier bala.

Sacaron a rastras los colchones y los rajaron y el viento barrió las plumas y las

dispersó por todo el patio cual copos de nieve. Mi madre estaba en medio. Las

plumas le caían encima. Las hormigas habían dado con nosotros, pero apenas nos

dábamos cuenta; mi hermano seguía mirando a mi hermana.

—No deberías seguir mirándola.

—Quiero mirarla —contestó.

Cuando desperté hacía calor. Habían prendido fuego al montón de todo lo que no

querían los indios, sobre todo muebles hechos pedazos. Se me estaba clavando una

agarita. El fuego creció y alcancé a ver entre las sombras donde yacían muertos

nuestros perros y me pregunté si los indios tenían intención de echarnos al fuego. Se

sabía que ataban a gente a ruedas de carreta y les prendían fuego. Luego miré mi

cuerpo igual que si fuera el de un soldadito de plomo. Interesado en lo que podía

hacer pero sin que me importara de veras.

—Ya puedo mover las manos —le dije a mi hermano.

—¿Para qué? —preguntó él.

—Hay que estar preparados.

Guardó silencio. Miraba el fuego.

—¿Tienes sed?

—Claro que tengo sed —dijo.

El fuego estaba creciendo, el musgo en las ramas encima de nuestra cabeza llameaba

y brotaba humo de la corteza. Las ascuas de nuestras pertenencias quemadas nos

chamuscaban la cara y el pelo; observé cómo ascendían las chispas. Cuando miré a

mi hermano estaba cubierto de ceniza igual que si llevara muerto mucho tiempo y

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pensé en el aspecto que habían tenido mi madre y mi hermana sentadas juntas en la

cama.

Los indios sacaron todas las herramientas de mi padre y las examinaron a la luz de

la hoguera y decidí recordar todo lo que se llevaban: herraduras, martillos, clavos,

flejes, el hacha de hoja ancha y el hacha de talar, la laya de descortezar, una azuela y

una juntera; todos los bocados, riendas, sillas de montar y estribos, otros arreos; el

rifle Kentucky de mi hermano. Consideraron que mi Jaegerbuchse era muy pesado y

lo partieron contra el lateral de la casa. Se llevaron nuestros cuchillos, limas,

piquetas y leznas, herramientas para perforar, balas de plomo, moldes para balas,

barriles de pólvora, cápsulas fulminantes, una soga de crin que colgaba en el pasillo.

Nuestras tres vacas lecheras oyeron el revuelo y se acercaron a la casa a que les

dieran de comer. Los indios les lanzaron flechas. Estaban animados. Retiraron leños

ardiendo de la hoguera y los llevaron dentro de la casa; los hombres ceñían sus

atadijos, comprobaban las cinchas, preparándose para marcharse. Salía humo por

puertas y ventanas, y entonces alguien me desató las manos y me puso en pie.

Tiraron nuestra ropa al fuego junto con todo lo demás y nos sacaron desnudos por la

cancela, a través del camino y hacia nuestro campo. Habían traído una buena

remuda, ponis cayuse mezclados con caballos americanos más grandes. Los indios

no nos hacían ningún caso y hablaban entre sí, «ums» y «ags», gruñidos, ni rastro

de lenguaje, aunque tenían palabras que sonaban a español, y una palabra, «taibo»,

nos la decían a menudo, «taibo» tal y «taibo» cual. Íbamos descalzos y estaba oscuro

y procuré no pisar una chumbera ni llevarme un pisotón de alguno de los caballos

que iban de aquí para allá. Me sentí mejor al ver que estaba ocurriendo algo, pero

luego me recordé que eso no tenía sentido.

Nos auparon y nos sujetaron las piernas al lomo desnudo de los animales con las

manos atadas delante. Podría haber sido peor, porque a veces sencillamente te

ataban encima del caballo igual que un saco de harina. Mi poni estaba nervioso; no

le gustaba mi olor.

Los demás caballos piafaban y lanzaban bufidos y los indios lanzaba gritos en

nuestro campo y mi hermano se echó a llorar, y yo me enfurecí con él por llorar

delante de los indios. Luego empecé a lloriquear también. Atravesamos al trote la

zona inferior de nuestros pastos, tres meses de desarraigar tocones; pasamos junto a

un bosquecillo de nogales que yo había ojeado como troncos para hacer tablones.

Pensé en los hombres que nos expulsaron de Bastrop, llamaron negrata a mi madre

y pleitearon por nuestro título de propiedad. Una vez hubiera matado a todos los

indios volvería y mataría a todos los nuevos colonos; arrasaría el pueblo hasta sus

cimientos. Me pregunté dónde estaría mi padre y esperé que viniera, y luego me

sentí culpable por esperar tal cosa.

Después íbamos a trote ligero con el tallo azul fustigándonos las piernas. Nos

extendimos en una columna y vi que los indios se internaban en el bosque delante de

mí y luego mi caballo también se sumió en la oscuridad.

Cruzamos Grape Creek por el único punto donde no había que saltar, tomamos un

sendero a través de las marismas cuya existencia ignoraba, llegamos al galope a los

pies de Cedar Mountain. Nuestras cabezas de ganado eran puntos blancos en la

ladera. Estábamos cubriendo una buena distancia por una cuenca larga y llana

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rodeada de colinas por todas partes, atravesando zonas boscosas y dejándolas atrás,

pasando de la oscuridad a la luz de la luna y de nuevo a la oscuridad, los indios

confiados en la visión de los caballos, ahuyentando a todos los animales del bosque a

nuestro paso. Busqué a mi hermano con la mirada. Detrás de mí los jinetes

asomaban por entre los árboles como si surgieran de la negrura misma.

Pese a la oscuridad y el terreno irregular, mi caballo no había resbalado y tenía

resuello de sobra. Estábamos llegando a los pies de Packsaddle Mountain. Era el

último terreno que conocía bien. Podía volver la grupa hacia el bosque, pero dudaba

que lo alcanzase y mi hermano no tendría la menor oportunidad solo. Cuando

subíamos la ladera blanca, alcancé a ver la manada de mustangs que había tenido

intención de atrapar a lazo y domar. Se quedaron mirándonos pasar.

Dos horas después cambiamos de montura. Ya tenía las piernas y el trasero

despellejados y las ramas me habían azotado la cara, el pecho y los brazos. Mi

hermano tenía cortes incluso peores: todo su cuerpo estaba cubierto de sangre y

mugre. Volvimos a montar y adoptamos el mismo ritmo apresurado. Luego llegamos

a un río que debía de ser el Llano. Parecía imposible que hubiéramos llegado t an

lejos.

—¿Es lo que creo? —dijo mi hermano.

Asentí.

Esperamos a que los caballos cruzaran en la oscuridad.

—Estamos jodidos —dijo—. Esto está a toda una jornada a caballo.

Tiempo después llegamos a otro río, probablemente el Colorado, después de lo cual

nos detuvimos a cambiar monturas de nuevo. Alcancé a oler que mi hermano se

había cagado encima. Cuando me dejaron en el suelo me acuclillé con las manos

atadas delante, el agua resbalando por mi cuerpo y los caballos yendo de aquí para

allá. Tenía las piernas agarrotadas y apenas podía mantenerme en esa posición.

Alguien me dio una patada, pero no quería cabalgar sucio de mi propia porquería,

así que acabé de cagar y me obligaron a ponerme en pie por el pelo. Dudo que me

quedara ni rastro de piel de cintura para abajo. Me subieron a otro poni. Los

comanches no confiaban en caballos criados por blancos.

Un rato después de las primeras luces nos detuvimos para cambiar monturas por

tercera vez, pero en vez de volver a montar nos quedamos a orillas de un río.

Estábamos en un cañón profundo; supuse que seguía siendo el Colorado, pero ni

siquiera el ejército había llegado nunca tan lejos. El sol no había salido pero había

luz suficiente para ver colores, y los indios estaban a la espera de algo. Bebían del

río o se inclinaban y estiraban la espalda, ordenaban y reordenaban las alforjas. Era

la primera vez que los veía a la luz.

Llevaban arcos, carcajs y lanzas, mosquetes de cañón corto, hachas ligeras y

cuchillos de carnicero, las caras pintadas con flechas y soles radiantes y la piel tersa

por completo, con las cejas y las barbas afeitadas al rape. Todos lucían el pelo igual

que lo haría una muchacha holandesa, dos largas trenzas a los lados, pero estos

indios llevaban entreveradas piezas de cobre y plata y cuentas de colores.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo mi hermano.

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—Parecen una panda de mozas —dije, aunque en realidad no lo creía.

—Más bien parecen actores sobre un escenario. —Luego añadió—: No nos busques

más problemas.

Entonces se acercó un guerrero membrudo y nos separó con la lanza. Llevaba en la

espalda la huella de una mano de sangre seca y un manchurrón largo y oscuro en la

parte anterior de las polainas. Lo que había creído que eran pedazos de piel de

becerro atados a la cintura resultaron ser cabelleras. Miré río arriba.

Delante de nosotros había un mirador elevado y detrás de nosotros los indios

llevaban por turnos los caballos a pastar en la hierba de las riberas. Hubo una

discusión y luego la mayoría de los comanches se fue a pie hacia el mirador. Uno de

ellos llevaba un caballo y atado al caballo iba el cadáver del hombre que había

matado yo. No sabía que lo había matado y me embargó una sensación fría. Mi

hermano se adentro en el río. Los dos indios que nos vigilaban empuñaron los arcos

pero cuando abrí los ojos mi hermano seguía de una ...